\"Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona\".

July 14, 2017 | Autor: J. Escacena Carrasco | Categoría: Archaeology, Prehistoric Archaeology, Agriculture, Neolithic Archaeology, Iberian Prehistory (Archaeology)
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Descripción

Manuel González JiMénez Director Mª Ángeles Piñero Márquez Coordinadora

Excmo. Ayuntamiento de Carmona Delegación de Cultura

CARMONA 2011

Serie: Historia y Geografía Núm.: 228

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito de la Universidad de Sevilla y del Excmo. Ayuntamiento de Carmona.

Motivo de cubierta: Carmona desde el este

© Excmo. Ayuntamiento de Carmona 2011 © UNIVERSIDAD DE SEVILLA 2011 © Por los textos, los autores 2011 © Fotografía de cubierta, Antonio Caballos Rufino 2011 Impreso en papel ecológico Impreso en España-Printed in Spain ISBN del Excmo. Ayto. de Carmona: 978-84-89993-41-9 ISBN del Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla: 978-84-472-1409-9 Depósito Legal: SE-491-2012 Imprime: ® Ingrasevi, s.l. - Carmona

ÍNDICE PRESENTACIONES Juan Manuel Ávila Gutiérrez, Alcalde de Carmona.....................................

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Ramón Gavira Gordón, Concejal de Cultura, Patrimonio Histórico y Turismo............................................................

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Manuel González Jiménez, Director Científico del VII Congreso...............

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CONFERENCIA DE APERTURA LATIFUNDIOS EN ANDALUCÍA. UNA INTERPRETACIÓN DESDE LA HISTORIA Antonio M. Bernal Rodríguez...............................................................

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SECCIÓN I: PREHISTORiA Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de CARMONA José Luis Escacena Carrasco y Beatriz Gavilán Ceballos.....................

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DE LA ALDEA AL OPPIDUM: EL PAISAJE RURAL EN EL VALLE DEL CORBONES DURANTE EL 1er MILENIO A.C. Eduardo Ferrer Albelda, Francisco J. García Fernández y Félix Sánchez Gómez ........................................................................

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SECCIÓN II: ANTIGÜEDAD LA AGRICULTURA EN CARMONA EN LA ANTIGÜEDAD Jorge Maier Allende y Manuel Bendala Galán...................................... 113 entre la sangre y la tierra. transformaciones del territorio carmonense en época romana Genaro Chic García............................................................................... 143 TERRITORIO Y AGRICULTURA EN CARMO ROMANA Pedro Sáez Fernández............................................................................ 165

SECCIÓN III: edad media EL CONTROL DEL MUNDO RURAL POR LAS ÉLITES LOCALES. EL CASO SINGULAR DE CARMONA Mercedes Borrero Fernández................................................................. 205 LA PRODUCCIÓN AGRÍCOLA EN CARMONA DURANTE EL SIGLO XV. FACTORES NATURALES, ESTRUCTURAS AGRARIAS Y COYUNTURAS POLÍTICAS Isabel Montes Romero-Camacho ......................................................... 227 LOS BIENES COMUNALES Y SU PAPEL EN LA ECONOMÍA RURAL DE CARMONA María Antonia Carmona Ruiz . ............................................................. 285 EL LATIFUNDIO EN CARMONA: DEL REPARTIMIENTO A LOS TIEMPOS MODERNOS Manuel González Jiménez . .................................................................. 307 SECCIÓN IV: edad moderna LAS BASES ECONÓMICAS DEL MATRIMONIO EN EL MUNDO RURAL. LA COMPOSICIÓN DE LA DOTE EN CARMONA (1500-1550) Francisco Núñez Roldán . ..................................................................... 327 REPARTOS DE TIERRAS Y PLANTACIONES DE HEREDADES EN LA CARMONA DEL QUINIENTOS Mercedes Gamero Rojas........................................................................ 339 LOS CONTRATOS DE MEDIANERÍA EN LA EXPLOTACIÓN DE LAS TIERRAS DE CARMONA (2ª MITAD DEL SIGLO XVI) Juan Carpio Elías .................................................................................. 361 SECCIÓN V: edad contemporánea GRANDES PATRIMONIOS EN LA CARMONA DEL SIGLO XIX Antonio Florencio Puntas ..................................................................... 381 RIQUEZA PECUARIA Y FUNCIONALIDAD DE LA GANADERÍA EN CARMONA. 1750-1962 Antonio Luis López Martínez................................................................ 405 CONFERENCIA DE clausura CARMONA EN EL CONJUNTO DE LAS CIUDADES ANDALUZAS Gabriel Cano García.............................................................................. 429

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SECCIÓN I PREHISTORIA

AGRICULTORES Y GANADEROS PREHISTÓRICOS EN EL ÁMBITO DE CARMONA1 José Luis Escacena Carrasco Universidad de Sevilla Beatriz Gavilán Ceballos Universidad de Huelva Cuando los años venían bien, los carros, bueyes y carretas despanzurraban los caminos con el peso de tanto grano y abundancia… (Joaquín Romero Murube, Pueblo lejano) UNAS NOTAS INTRODUCTORIAS El Neolítico se define historiográficamente por el comienzo de la economía de producción, aquella que se originó con la agricultura y la ganadería y que caracteriza a los últimos doce mil años de historia de la humanidad. De alguna forma, desde el punto de vista de nuestra estrategia alimentaria hoy no somos más que unos neolíticos complejos. Para algunas escuelas de historiadores, ese cambio supuso un avance en el camino de progreso que conduciría al nacimiento de la civilización tal como ahora la entiende el mundo occidental. Para otros, en la raíz de dichas transformaciones estarían ingeniosas soluciones humanas a un entorno de carencia alimentaria que habría acuciado a las últimas sociedades pleistocénicas de cazadores y recolectores. Una tercera posición ve en esa transformación de nuestra adaptación a los ecosistemas terrestres la mano directa de la selección natural tal como fue propuesta por Darwin en 1859 en su famosa obra El origen de las especies. Todas las ideas sobre el arranque de la vida campesina emanadas desde la arqueología prehistórica pueden encuadrarse en alguno de estos tres planteamientos citados. Pero tales explicaciones globales de cómo surgieron las actividades agropecuarias necesitan ser matizadas en gran parte cuando se aborda el análisis de situaciones regionales o locales. Si algunas de ellas sirven en mayor o menor medida para dar cuenta del surgimiento del Neolítico en sus focos prístinos, aquellos en los que se produjo el fenómeno de manera espontánea, fracasan o triunfan también en distinto grado cuando se trata de narrar y de explicar cómo se accedió a esas transformaciones económicas y sociales en otras áreas del planeta en las que el fenómeno se impuso como algo llegado desde fuera. En este proceso evolutivo, Carmona y su entorno inmediato forman parte de un paisaje geohistórico mucho más amplio. Dicho marco incumbe, en una ins1  . Trabajo elaborado en el marco de los proyectos HAR2008-01119 y HUM2007-63419/HIST, y dentro del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación.

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tancia más cercana, al valle inferior del Guadalquivir y a sus territorios aledaños, es decir, a Andalucía occidental; en un segundo círculo más extenso, al menos a todo el mediodía hispano. A su vez, y en relación sobre todo con los orígenes del fenómeno en el Mediterráneo occidental, esta otra región más amplia hay que verla tal vez como un fondo de saco en el que convergen al unísono dos expansiones neolitizadoras de procedencia oriental: desde el norte, la dispersión de los grupos más occidentales de comunidades tribales que usaban la denominada “cerámica cardial”, que bajan paulatinamente por las costas levantinas de la Península Ibérica hasta rebasar Gibraltar y alcanzar el golfo de Cádiz; desde el sur, la irradiación hasta Sierra Morena al menos del Neolítico magrebí, que a su vez era deudor lejano de focos próximo-orientales y saharianos. Con absoluta certeza, a estas diversas corrientes externas se puede atribuir la introducción en el Guadalquivir inferior en general, y en él ámbito de nuestro estudio en particular, de las primeras cabras y ovejas domésticas, y también de los más viejos cultivos de trigo y de cebada. De este último cereal (Hordeum vulgare) contamos de hecho en la propia Carmona con algunas muestras halladas en contextos de fines del cuarto milenio a.C. o comienzos del tercero (Conlin 2003: 109). Las variedades prehistóricas de estos animales y vegetales constatadas en Andalucía no contaban en la zona con el correspondiente agriotipo o especie salvaje ancestral, de ahí nuestra seguridad al afirmar que necesariamente hubieron de tener una procedencia foránea. Sin embargo, las vacas, los cerdos y algunos vegetales importantes para la dieta de entonces sí disponían en la zona de los correspondientes antecesores no domésticos. Y, aunque la existencia simpátrida de agriotipos es una condición necesaria para que se inicie un proceso evolutivo independiente que conduzca a la domesticación, en ningún caso se convierte en una condición suficiente. Quiere esto decir que, aun existiendo en nuestro territorio de estudio los progenitores silvestres de esas otras especies, es posible que las comunidades humanas que inauguraron el Neolítico local trajeran ya consigo ejemplares domésticos también de esos otros especímenes. Así las cosas, aunque esta situación pueda embrollar aparentemente el panorama de nuestra concepción del fenómeno, permite en cambio un interesante juego a la hora de optar por alguna de las teorías globales que se disputan la explicación del origen del Neolítico a nivel mundial. Por decirlo de alguna forma, el análisis de la agricultura y de la ganadería prehistóricas del ámbito de Carmona puede ser utilizado como laboratorio donde experimentar con las distintas opciones científicas disponibles para comprender el paso del hombre cazador y recolector al hombre ganadero y labrador, tal vez la transformación más radical del devenir evolutivo de la conducta humana. En esta introducción convendrá, en cualquier caso, hacer unas cuantas observaciones sobre algunos términos y conceptos que giran en torno a la expresión “producción de alimentos”, ya que alrededor de ella orbitan muchos desencuen-

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tros entre los diversos enfoques que hoy pretenden monopolizar la explicación de las sociedades de la Prehistoria reciente, aquellas que comenzaron precisamente con la incorporación a nuestra vida diaria de tareas antes escasamente practicadas o desconocidas por completo. Nunca la humanidad ha conocido paraísos terrenales en los que pudiera prescindir del trabajo para conseguir el sustento diario; ni la humanidad ni cualquier otro ser vivo que pulule sobre la Tierra. Lo que conocemos como vida depredadora, o cazadora-recolectora, conlleva la apropiación de energía de un ecosistema mediante gasto de energía a su vez. Esto caracteriza a cualquier régimen económico animal, humano o no. Y, para que el mecanismo se perpetúe sólo basta una condición: que el saldo final entre apropiación y coste energéticos sea positivo para el organismo que hace la inversión, es decir, que valga menos el empeño que lo logrado con él. En realidad, tal característica es también necesaria en los sistemas agropecuarios, con lo que en esta cuestión nada nos separa hoy de los cazadores-recolectores salvo matices de grado. En principio, y si la realidad fuera tan teórica y virginal como podemos imaginarla en nuestro laboratorio mental, los cazadores-recolectores sólo gastan esa energía destinada a conseguir el sustento en lo que podríamos llamar, en términos muy genéricos, “la cosecha”. Se trataría de arrojar esfuerzo o trabajo en cazar animales, en recorrer el territorio a la busca de carroña, en recoger semillas y frutos, en recolectar moluscos marinos o terrestres, en pescar, etc., etc. Aunque algunas escuelas no consideran verdadero trabajo esta faceta, es evidente que se puede entender por tal en tanto que entraña un gasto energético por parte de quien la lleva a cabo. Sólo un análisis escasamente científico, más vinculado a enfoques que pretenden camuflar programas políticos bajo la apariencia de tarea epistémica, puede negar este hecho puramente aritmético. Por eso, porque hay cierta inversión en esta labor de recogida, todos los cazadores-recolectores conocidos en la actualidad expresan sentido de la propiedad sobre lo conseguido, se manifieste como posesión individual o del grupo. En esta tarea –podríamos añadir- existe una absoluta coincidencia con los agricultores-ganaderos. En estos últimos, “la cosecha” es igualmente el broche final de su trabajo. La diferencia fundamental, entonces, entre los primeros y los segundos estriba en que, a lo largo de la evolución de las tácticas económicas humanas, hemos ido añadiendo cada vez más quehaceres a esa cadena operativa que acaba siempre en “la cosecha”. Y, a diferencia de los cazadores-recolectores “puros”, esos que tal vez nunca existieron con la “pureza” con que los imaginamos, hoy no se suele llegar al eslabón final si no es pasando por otros escalones previos caracterizados también en todo caso por la inversión de energía. Aún así, y por mucho trabajo añadido que se sume a esta secuencia de faenas, para que el sistema sea rentable

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el resultado último tendrá que ser a largo plazo positivo para el inversor de tanto esfuerzo. La creación de “excedentes” en los sistemas económicos que denominados productores no es más, pues, que la consecuencia de haber invertido más en el camino para su consecución. Y, como resultado, deviene en un mayor sentido aún de la propiedad privada sobre lo conseguido; porque, a mayor energía aplicada, más necesario se hace establecer con claridad a quién corresponde el beneficio. Esta regla, que supone la explicación biológica de tantos códigos legislativos que garantizan la propiedad para los individuos y/o grupos, es la misma en el fondo que acaba rigiendo en los derechos sobre los medios de producción. Si un cazador-recolector apenas manipula el ecosistema porque se limita en principio a tomar de él “la cosecha”, y aún así defiende su “área de captación de recursos” respecto de las apetencias de otros grupos, más aún la protegerán aquellas poblaciones que hayan invertido previamente mucha energía en conseguir que el ecosistema produzca. Esto es, a mayor cantidad de trabajo añadido en la fabricación del propio nicho ecológico, mayor será el interés por salvaguardarlo de quienes no han llevado a cabo tanto riesgo inversor. La defensa del territorio y su exclusión del campo de miras de los otros, se convierten así en otro montante energético más que hay que poner en la balanza y por el que se espera la correspondiente compensación. Con ello, el auge de los cuerpos de normas legales y el aumento de la agresividad colectiva están servidos. Muchas características del registro arqueológico originado por las sociedades humanas de la Prehistoria reciente tienen una explicación relativamente fácil desde este prisma. En resumen, lo expuesto hasta aquí sobre los mecanismos económicos de los grupos humanos prehistóricos, el cazador-recolector y el productor, podría compendiarse en el cuadro siguiente, donde se expresan, al menos desde el punto de vista puramente hipotético, las distintas tareas en que pueden empaquetarse nuestras relaciones con los ecosistemas en que nos desenvolvemos, tomando como ejemplo los lazos que nos vinculan a las plantas:

RECOLECTORES AGRICULTORES

LABRANZA

SIEMBRA

ATENCIONES







• •

RECOLECCIÓN

Cuadro 1. Relaciones teóricas de los humanos con la vegetación que explotan en su econicho.

Esta red mutualista, por la que hemos transformado en gran medida nuestra conducta a cambio de una mayor garantía de seguridad, a largo plazo, en el último eslabón, puede desmenuzarse en un sin fin de labores concretas bien conocidas por toda la gente del campo y que no es cuestión ahora de detallar. Si acaso, irán saliendo a lo largo de estos párrafos conforme nos preguntemos por las huellas arqueológicas que dejaron en el ámbito de la Carmona prehistórica. De todas

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formas, lo que sí conviene advertir en seguida, sobre todo en orden a calibrar si el paso a la vida campesina fue o no una “revolución” como tantas otras protagonizadas por los humanos en calidad de autores voluntarios, conscientes y dueños de la situación, es que la incorporación de los tres eslabones operacionales que preceden a la recolección no se produjo ni de forma repentina ni coordinada ni sincrónica, y en muchos casos ni siquiera de manera consciente y voluntaria por nuestra parte. Existen múltiples ejemplos etnográficos que nos ilustran con una larga serie de situaciones intermedias y ambiguas que hacen del fenómeno analizado una experiencia complejísima, con nuevas entradas en el sistema, porque la domesticación es un proceso siempre abierto, o con salidas de él de responsabilidades a veces consolidadas durante milenios. Todo ello nos hace precavidos a la hora de evaluar lo que la adopción de estas novedosas estrategias de vida supuso para la humanidad, si es que los historiadores deben entrar en esas valoraciones y no limitarse a describirlas y a explicarlas. Sin ir más lejos, hoy mismo como quien dice hemos incorporado a la agricultura nuevas y costosas tareas en el tercer peldaño, aquel que nos habla del cuidado de las plantas; y construimos así microclimas sobre parcelas empaquetadas de telas plásticas, sólo para procurar, en consonancia con las palabras del poeta que encabezan nuestra ponencia, que todos los años vengan buenos y que nuestras cosechas revienten los nuevos caminos que las conducen hacia los graneros internacionales y hacia las despensas de los consumidores. Y todo lo dicho hasta aquí de la agricultura aplíquese también con pelos y señales por supuesto a la ganadería. EL SÍNDROME DE LA TIERRA PROMETIDA Esas mismas palabras del literato pueden servir para ilustrar un problema historiográfico que tiene su raíz en los enfoque teóricos promovidos por algunas escuelas de historiadores. Se trata de la idea, extendida por gran parte del mundo académico pero también fuera de él, de creer que una tierra buena para la agricultura obligatoriamente debe estar ocupada por agricultores. Planteado este axioma de forma aún más genérica, estaríamos ante la tesis, asumida sin demostración y hasta sin datos, de que deberían estar poblados por humanos necesariamente aquellos territorios con feracidad manifiesta. Aunque nuestro aludido poeta enfoca bien la cuestión al advertir que las cosechan abundantes dependen directamente de que los años vengan buenos –se sobreentiende que en el aspecto meteorológico dado que el suelo siempre es el mismo o experimenta leves variaciones-, los prehistoriadores han olvidado con frecuencia esta condición previa, y funcionan muchas veces sólo con una regla de tres directa entre dos variables: fertilidad del sustrato y población humana. Han olvidado además que, aparte de las cuestiones relativas a la lluvia, a los vientos y a la temperatura, la agricultura prehistórica, como la de cualquier otra época posterior, estuvo condicionada por la tecnología disponible para roturar los suelos, conservar la semilla, transportar los exceden-

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tes, controlar las plagas y toda una larga lista de factores que se convierten con frecuencia en un quebradero de cabeza añadido para los labradores. En la bibliografía especializada constan estas llamadas de atención. Se sabe por ejemplo que algunos pueblos norteamericanos del estado de Ontario cultivaron durante el siglo XVIII tierras arenosas que en apariencia nos parecerían inadecuadas para un buen campo de cultivo, y todo porque no podían roturar con su tecnología arcillas más fértiles, que de hecho también existían en su territorio (Butzer 1989: 236). El hecho de no disponer de animales para el trabajo agrícola imponía esta solución, que se convertía así en la estrategia más adaptativa dentro del abanico de soluciones potenciales. Como consecuencia de esta situación, cada comunidad se veía obligada a trasladar la aldea en el plazo de una década. Necesariamente, este sistema de parcelas agrícolas itinerantes tuvo que producir un registro arqueológico copioso, y, como no estamos capacitados metodológicamente para advertir tan leves diferencias de tiempo entre el final de unas granjas y en comienzo de otras, automáticamente podríamos concluir que la región estuvo densamente ocupada. Todo ello si algunos análisis no nos hubiesen alertado seriamente del problema (Manzanilla 1988a: 297). En la literatura arqueológica de Andalucía, “el síndrome de la tierra prometida” se ha adobado además con otros parabienes que obligada y tópicamente habrían caracterizado a sus gentes desde tiempo inmemorial. No sólo debería ser importante y sin hiatos la presencia humana, sino que ésta habría de producir grandes culturas equiparables a la faraónica o a las surgidas en los entornos fluviales de otros importantes ríos del mundo. Conste como ejemplo la comparación entre el Guadalquivir y el Nilo que J. de M. Carriazo hizo después de excavar unos pocos silos subterráneos en La Puebla del Río (Sevilla). Trasladando a la totalidad de una colina la densidad de estructuras subterráneas que encontró en la porción excavada, supuso que todo el cerro habría de albergar una ingente cantidad de grano, lógicamente interpretada como unos altos niveles de excedentes que eran comercializados por el cauce bético (Carriazo 1974: 162-163)2. Lo que tan arraigada creencia asume sin atisbo de duda es, en última instancia, la percepción de que los recursos son independientes de los factores geohistóricos espaciales y temporales. De esta forma, se olvida, como ya hemos dicho, la capacidad tecnológica con la que contaban los habitantes de un territorio dado para conseguir su explotación, y hasta la necesidad o no que tenían de haberlo hecho. Indudablemente, las afamadas riquezas en metales de Andalucía occidental no pueden intervenir en modo alguno a la hora de llevar a cabo un análisis de los grupos paleolíticos y neolíticos de la región, simplemente porque ni la plata, ni el 2  . Para colmo de desdichas interpretativas, casi todos los silos eran de época árabe (Escacena 1983: 51), y no eneolíticos como había sostenido el excavador.

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oro, ni el cobre ni el hierro eran materias primas o referentes culturales a tener en cuenta. Según este tópico que intentamos derribar, se diría que, si el pie de sierra onubense manifestó siempre una acusada “vocación minera”, podría considerarse que durante milenios fue una “comarca frustrada”. Desde nuestro enfoque, no es la tierra sino las gentes que la habitan quienes muestran derivas evolutivas e inclinaciones económicas. En este sentido, los territorios carecen de vocación. Por lo que al ámbito de la Carmona prehistórica respecta, hay que señalar las dificultades para los grupos humanos prehistóricos a la hora de labrar los suelos de la cuenca del Corbones, zona que, por puro presentismo, solemos considerar la despensa cerealista de todas las fases históricas de la ciudad y de otros enclaves ubicados en el otero alcoreño. En cambio, en contraste con la feracidad edáfica de estas tierras para la agricultura actual, las terrazas altas del Guadalquivir y la cornisa de Los Alcores se suelen catalogar como áreas boscosas de la que se extraerían recursos de segundo orden. La realidad sigue siendo hoy bastante desconocida, sobre todo porque los estudios arqueológicos que hasta ahora se han llevado a cabo no obedecen en su mayor parte a proyectos sistemáticos de investigación que incluyan tales preguntas. Casi todos son el producto de intervenciones preventivas o de urgencia presididas por un concepto del patrimonio, impuesto desde la administración autonómica y sus reglamentos, que no incluye la necesidad de llevar a cabo análisis polínicos y faunísticos, estudios traceológicos, identificaciones antracológicas y carpológicas, etc., que obliga a guardar todo tiesto hallado, por muy yermo que sea en información histórica, y que permite tirar todo lo demás. Con base en este enfoque más tradicional de la arqueología prehistórica, guiado en múltiples ocasiones por apreciaciones de visu de cada investigador, se arrinconan o se olvidan por completo los problemas que debió ofrecer a las comunidades prehistóricas levantar unos suelos que, como han señalado varios estudios en alusión a la vega (Amores y Rodríguez Temiño 1984: 101; Perea y González Fernández 2005: 983), se convierten en verano en duras arcillas resquebrajadas y resecas, y en época de lluvias en barrizales impracticables. Tal situación no puede llevarnos a negar de manera sistemática que en tiempos prehistóricos esas zonas bajas permaneciesen incultas. Pero nos previene a la hora de plantearnos los interrogantes de la investigación, sobre todo para indagar en la forma y en los mecanismos que posibilitaran la labranza. De hecho, la existencia de yacimientos neolíticos en esas áreas cercanas al Corbones sugiere que, de alguna manera, los primeros agricultores y ganaderos de la zona solventaron esos impedimentos. Aún así, deberíamos estar alertados contra el síndrome de la tierra prometida, aquel que viene a sostener que la alta fertilidad de unas tierras es fiel garante de su necesaria explotación por el hombre y de su correspondiente ocupación, dando todo ello origen obligatoriamente a culturas de alta compleji-

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dad. Este tópico historiográfico se ha sostenido precisamente para el entorno de Carmona (Maier 1999: 111). LA BRIEGA AGRÍCOLA PREHISTÓRICA Y SUS INDICADORES ARQUEOLÓGICOS En el cuadro 1 se expresan las obligaciones que las distintas culturas humanas han establecido con las plantas que les interesan. Tendremos ocasión de comprobar que la situación mostrada en este esquema nunca se da en la realidad, porque, de manera buscada o no, muchos grupos de cazadores-recolectores contribuyen a dispersar los propágulos de aquellos vegetales con los que entablan cierta relación de dependencia. Igualmente, las sociedades agrícolas actuales también mantienen lazos de depredación con animales y plantas, de forma que para conseguirlos se hace poco más que obtener “la cosecha”. Un ejemplo aleccionador es la explotación del corcho; porque, si no podemos definir nuestra relación con el alcornoque como agrícola propiamente dicha, tampoco nos despreocupamos por completo de él entre recolección y recolección. La misma realización de cortafuegos en los bosques y dehesas donde este árbol abunda puede incluirse entre los trabajos añadidos a la casilla de “atenciones”. De esta forma, cada fase prehistórica estaría necesitada de su propio cuadro-resumen en el que se pudiesen especificar, de averiguarlo, qué faenas pueden ser consideradas energía invertida para la obtención del producto final. En cualquier caso, esta ordenación teórica puede servirnos para organizar la exposición de nuestros conocimientos sobre el mundo agropecuario de la Carmona prehistórica, de forma que incluso nos haga ver qué lagunas tenemos en nuestras bases de datos en orden a la planificación de futuras investigaciones. Recordaremos de nuevo, de todas formas, que esta disposición de faenas agrícolas que está obligado a llevar a cabo cualquier labrador responde más a una ordenación mental lógica que a una secuencia cronológica real de hechos. Si entre los cuidados prestados a la plantación se cuenta desde luego la eliminación de la competencia, todo cultivador de cereales mediterráneos sabe que la propia labranza, además de preparar físicamente el sustrato para las nuevas semillas, elimina millones de plántulas parásitas del sistema que han nacido con la otoñada. Precisamente para levantar los suelos de cultivo contamos con marcadores arqueológicos que dejan huella fácil y duradera: las hachas pulimentadas. Al menos desde los trabajos pioneros de Semenov (1981: 234-248), sabemos que estas herramientas de piedra se podían usar enmangadas de dos formas: con el filo paralelo al mango o transversal a él. Y, si en el primer caso cumplía la función de hacha propiamente dicha, en el segundo su empleo podía ser más versátil, pudiéndose manejar tanto como hachuela para el trabajo de la madera como en calidad de azada para labrar la tierra (fig. 1). Esta última opción hablaría, pues, de parcelas que eran cavadas de forma manual. La plasticidad funcional de una

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azada en las labores agrícolas permite de hecho su uso para levantar el suelo, pero también como pala para aporcar caballetes de tierra en los huertos, para la escarda o para el manejo y distribución de las aguas de riego. En el Neolítico andaluz, las hachas de piedra pulida están presentes desde sus momentos más viejos, correspondientes al sexto milenio a.c. en fechas radiocarbónicas calibradas, sin que se observe a nivel local o regional una evolución desde artefactos anteriores correspondientes a sociedades cazadoras-recolectoras. Ello supondría que, acompañada de toda la tecnología campesina de la época, llegan de fuera con los primeros neolíticos asentados en el territorio. En el área de carmona en concreto, esos enclaves neolíticos más viejos corresponden a yacimientos de la cuenca del corbones como las Barrancas, los Álamos y los cerros de San Pedro (Fernández caro 1992: 51 ss.), que pertenecen a un mundo neolítico ajeno a las tradiciones cerámicas cardiales pero fácilmente encuadrable en el Horizonte de Zuheros (Gavilán y otros e.p.)3. En los tres sitios se han documentado hachas pulimentadas (Fernández caro y Gavilán 1995: 30-53). Sin embargo, el que se trate de hallazgos de superficie y la posibilidad de que algunos de esos puntos continuaran habitados en épocas posteriores, deben hacernos cautos a la hora de atribuir al Neolítico esos ejemplares.

Figura 1. Hacha pulimentada enmangada como azada (izquierda). Representación de azada en piedra de época calcolítica, según Almagro Gorbea (1973).

A lo largo del resto de los tiempos prehistóricos, las hachas pulimentadas experimentaron cierta evolución tipológica, adaptándose formalmente a la función de azada aquellas que iban a ser usadas exclusivamente para el trabajo de la tierra. Tales presiones selectivas produjeron durante el calcolítico y la Edad del Bronce, con una frecuencia cada vez mayor, hojas de tendencia curva y de sección rectangular, y cuyo filo cortante acabó por trabajarse a veces con un solo bisel, el interno. 3 . La tradición cerámica del Neolítico más viejo del interior occidental andaluz no contaba mayoritariamente con cerámicas cardiales, más vinculadas a fenómenos expansivos costeros, desde el Levante español, de la agricultura y la ganadería. Sin embargo, esporádicamente podrían aparecer yacimientos alejados del litoral en los que se ha registrado esta alfarería. No sería por tanto extraño el hallazgo de testimonios cardiales en el ámbito de carmona, que a mediados del Holoceno estaba mucho más cerca del mar que hoy. Por la cuenca del Guadaíra, Los Alcores conectaban directamente, y a una distancia máxima de un día de camino, con la antigua desembocadura del Guadalquivir, que entonces se situaba en un tramo estuarino entre Sevilla y coria del Río.

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Su presencia en Carmona ha sido constatada en diversos puntos del territorio y del casco urbano, por ejemplo en las estructuras siliformes localizadas a la altura del nº 6 de la calle Dolores Quintanilla (Conlin 2003: 122). El hecho de que, frente a otros artefactos, las hachas pulimentadas aparezcan en escasas cantidades dentro de los propios hábitats, afianzaría la idea de que estamos ante herramientas para su uso agrícola en las parcelas de cultivo, y que sería allí en definitiva, en las áreas colindantes a las granjas, aldeas y poblados, donde se romperían y abandonarían, no en las casas. Las prospecciones de superficie podrían tener presente tal hipótesis precisamente para localizar la ubicación concreta de esas tierras de labor. En la tarea de roturar los suelos ayudaron relativamente pronto algunos animales domésticos. Para la Península Ibérica en concreto, se sostiene que esta aplicación de la fuerza animal al tiro vino con la intensificación agropecuaria constatada en el tercer milenio a.C. Se ha inferido tal hecho de ciertas deformaciones que muestran los huesos de algunos bóvidos calcolíticos de Andalucía oriental correspondientes a la Cultura de los Millares (Chapman 1991: 193-194); pero esos datos faltan en la zona del Bajo Guadalquivir, posiblemente más por carencia de los análisis oportunos que a causa de una realidad distinta. Tampoco contamos con otra huella sobre la aplicación del arado aún más directa: la existencia de canalillos en los paleosuelos localizados en ciertas intervenciones arqueológicas, al modo como se ha constatado en algunos sitios europeos (Megaw y Simpson 1984: 282-283; Darvill 1987: 52). En el entorno inmediato de Carmona, en un contexto que se ubicaría aparentemente en una zona extramuros del asentamiento prehistórico que precedió a la ciudad tartésica, pero muy cercano a él, una de las estructuras técnicamente mejor excavadas corresponde al túmulo A del Campo de las Canteras (Belén y otros 1987: 538-540), pero bajo éste no se encontraron surcos de roturación. Se empleara o no el arado tirado por animales en la Carmona prehistórica, el problema de este sitio concreto parece similar al del resto de extensas áreas del suroeste ibérico. Durante la segunda mitad del segundo milenio a.C., el despoblamiento casi generalizado que afectó a dichos territorios rompió la cadena de transmisión cultural a escala al menos regional (Escacena 1995). De ahí que el uso de bueyes uncidos al yugo en época protohistórica pueda considerarse, en correspondencia con lo que indican los mitos sobre la realeza tartésica (Maluquer de Motes 1969: 394-395; 1975: 41-43; Caro Baroja 1971: 103-120; 1976: 113114; Bermejo 1982: 65-71), una verdadera reintroducción en el primer milenio a.C. de tan eficaz tecnología agraria. En términos evolutivos, levantar los suelos de forma consciente pudo contar con precedentes involuntarios durante los tiempos paleolíticos, cuando comenzaron las relaciones tendentes a la domesticación (Rindos 1990: 145 ss.). Para

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múltiples facetas de su vida cotidiana, los cazadores-recolectores también se ven obligados a remover los sitios donde habitan, con lo que airean la superficie del terruño de manera incidental y crean circunstancias propicias para el arraigo de las semillas perdidas; todo ello sin que tal acción sea necesariamente buscada. De ahí al laboreo intencionado con herramientas fabricadas ex profeso, como forma de preparar las parcelas cerealistas, existieron en tiempos prehistóricos pasos intermedios de muy difícil constatación. Aún así, la aceleración que a partir del Holoceno medio muestra el relleno sedimentario de la cubeta infrapuesta a las actuales marismas del Guadalquivir, revela que gran parte de la cuenca de este río experimentó en la Prehistoria reciente un fuerte proceso de deforestación y arranque de limos, lo que tiene su mejor explicación en el incremento constante del laboreo y la correspondiente pérdida de cubierta vegetal y de suelos. El proceso culminaría rellenando casi por completo la antigua ensenada bética en momentos tardoantiguos o medievales (Menanteau 1982; Arteaga y otros 1995). Por estas razones, especialmente por el hecho de no contar hasta ahora con un proceso formativo local del fenómeno, el origen de la agricultura en el ámbito de Carmona, fechable como hemos indicado en momentos relativamente tempranos del Neolítico occidental, hay que verlo de momento como un hecho introducido desde el exterior. Tendremos ocasión de insistir sobre este aspecto al analizar las demás faenas agrarias. En la preparación del sustrato se encuentra con frecuencia una tarea que puede situarse a caballo entre la roturación del suelo y el cuidado de la planta: la fertilización. El mundo antiguo, y más aún el prehistórico, tuvo grandes dificultades para abonar los campos. Hasta tal punto constituyó un problema, que comunidades de cazadores-recolectores que habían alcanzado la sedentarización a base de una hiperespecialización en el consumo de determinados vegetales y animales depredados, se vieron obligadas a levantar los campamentos y a trasladarse a otras parcelas cuando se hicieron agricultoras, todo ello por la imposibilidad de mantener constante la feracidad de la tierra. En consecuencia, no toda neolitización debe traducirse automáticamente en fijación de la gente al mismo lugar durante generaciones. Se trata de otro mito que los estudios recientes han señalado, como tuvimos ocasión de advertir al referirnos a los tipos de tierra que cultivaron los indios de Ontario, pero que está resultando difícil de derribar tanto en la enseñanza de la Historia como en el conjunto de nuestra sociedad, que asocia necesariamente agricultura a sedentarización por puro presentismo y por desconocimiento tanto de la información arqueológica como de los datos etnográficos. Esta movilidad forzada de las parcelas agrícolas, que producía cultivos itinerantes, puede explicar el diseño escasamente concentrado que muestran en Carmona las primeras evidencias de ocupación prehistórica bajo el núcleo urbano actual, en especial las referidas a casi todo el segundo milenio a.C., con pequeñas ocupaciones aquí y allá que se distribuyen sin orden preciso y que dejaron una

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clara huella de su reparto aparentemente aleatorio en la distribución de las tumbas de la época (Belén y otros 2000). La ubicación de estas sepulturas puede ser un buen indicio de que estamos en este momento ante ranchos o pequeños caseríos dispersos, porque en esa época la costumbre era enterrar a los difuntos bajo las habitaciones y patios de la propia vivienda (fig. 2).

Figura 2. Ubicación hipotética de granjas de la Edad del Bronce en Carmona a partir de la distribución de los enterramientos humanos de la época: Dolores Quintanilla 12 (1), Plazuela de Santiago 6-7 (2), Costanilla-Torre del Oro (3), General Freire 12 (4), Huerta de San Francisco (5) y el Picacho (6).

El reto de mantener los campos de labor con buenos niveles productivos resulta especialmente difícil de superar cuando se cultivan cereales, porque estas gramíneas son muy exigentes en nitrógeno. Aún así, es posible que, a base de diferentes modalidades de barbecho, se consiguiera domeñar el problema. Esto explica que las leguminosas aparezcan temprano en el registro arqueológico neolítico hispano (Peña-chocarro 1999: 3), como ocurre con las habas (Vicia faba) y las lentejas (Lens culinaris), porque elevan en los suelos los niveles de dicho nutriente. Habas, lentejas, garbanzos (Cicer arietinum), guisantes (Pisum sativum) y otras legumbres alcanzaron muy pronto en el oriente Próximo altos niveles de consumo paralelos a cotas importantes de domesticación, semejantes a la de los cereales. Pero, como el de estos últimos, su camino hacia occidente fue tortuoso, de forma que no siempre la documentación de todas las especies y géneros de la familia van al unísono. Para carmona y sus alrededores, de hecho, no consta el hallazgo de leguminosas en tiempos prehistóricos. Podemos defender en cualquier caso su cultivo en este marco local porque algunas variedades

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las conocemos, para la Edad del Bronce al menos, en ámbitos del cuadrante suroccidental de la Península Ibérica (Pavón 1998: 168), y para tiempos aún más viejos en contextos arqueológicos andaluces más preservados de la erosión y de la putrefacción, como son las cuevas (Peña-Chocarro 1999: 4). Los altos niveles de humedad de los suelos de las cavidades cársticas y las escasas oscilaciones de esos valores hídricos han sido, sin duda, un medio favorable para la preservación de estos restos orgánicos, factores a los que hay que añadir el hecho de que esos productos se tostaran a veces hasta su completa carbonización. El segundo grupo de labores aplicadas a las plantas domésticas, expresado al menos en el orden lógico de la agricultura actual, corresponde a la siembra. De esta tarea aún contamos con menos información, si cabe, que del resto. Es desde luego el trabajo que menos huella arqueológica deja en el caso de cultivos herbáceos (cereales y leguminosas no arbustivas por ejemplo). Su impronta sería más perceptible teóricamente en referencia a las plantaciones de frutales. En cualquier caso, de ninguna de las dos modalidades existen datos para la zona estudiada. Por este hecho, cualquier propuesta debe reconocerse como mera elucubración. Aun así, para el caso de los cereales en concreto puede asumirse su dispersión a voleo sobre los terrenos ya levantados total o parcialmente, sobre todo porque ésta es la forma tradicional heredada desde el mundo antiguo y porque no disponemos de informes etnográficos en contra. Para la Antigüedad, la siembra por aspersión cuenta con noticias textuales plasmadas, por ejemplo, en los evangelios de Mateo (13, 3-8) y de Marcos (4, 3-8)4, pero también con imágenes muy expresivas (fig. 3). A las tierras de Carmona, la técnica debió de llegar ya consolidada con los primeros grupos neolíticos establecidos. De todas maneras, esta labor sólo exigía trabajo humano, a no ser que para cubrir someramente la semilla depositada en tierra se emplearan de alguna forma animales, sea arrastrando algún apero sea simplemente haciéndolos deambular por encima de la parcela labrada para obtener un resultado parecido, aunque esta última modalidad tiene en contra la propensión de los animales a ingerir directamente del suelo la semilla esparcida. Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, el mero pisoteo de los rebaños pudo ayudar mejor en otras tareas agrícolas, especialmente en la trilla. En el tercer eslabón de la cadena productiva que define una agricultura plena, al menos como hoy la concebimos en sus modos históricos más tradicionales, puede citarse una sarta de interesantes tareas agrarias relacionadas con los cuidados que necesitan las plantas domésticas. Una de las razones utilizadas por algunas escuelas historiográficas precisamente para explicar el origen de la agricultura humana sostiene que la transferencia de determinadas especies vegetales desde sus patrias de origen hasta otros territorios y climas que les resultaban algo 4  . Para conseguir una buena germinación, tales citas aluden además a la necesidad de tierras bien roturadas, es decir, de suelos profundos.

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extraños fomentó las atenciones que se les debía prestar (Binford 1968: 330-333; Flannery 1969: 80-81). Esos deberes para con los domesticados no habrían sido tan necesarios en el caso de la explotación de los correspondientes agriotipos, ya que dichos ascendientes silvestres crecían de forma espontánea en sus respectivos hábitats prístinos y estaban bien adaptados a ellos. Fuera de esta forma “asumida mentalmente”, o fuera de manera más inconsciente y más controlada por procesos meramente atribuibles a la selección darwiniana, como propone D. Rindos al analizar otros ejemplos que implican a diversos animales no humanos y a distintas especies de plantas (Rindos 1990: 104-109), el amparo proveído a los cultivos es la verdadera clave que acabaría definiendo a los procesos agrícolas. De hecho, es en este plano donde históricamente se han ido incorporando más y más lazos de dependencia mutualista entre el hombre y los domesticados de los que vive, unas relaciones impulsadas por una presión evolutiva que implica el aumento de la producción, que es en realidad el servicio prestado por la otra parte, a cambio del incremento de la ayuda como contrapartida nuestra. En este sentido, son tantos los esfuerzos posibles que podemos dedicar a la defensa de los cultivos, que sólo entraremos a analizar algunos para los que pueden existir huellas arqueológicas o en los que la investigación ha mostrado más interés por las consecuencias políticas y sociales que acarrearon a las sociedades prehistóricas. El principal de estos asuntos es, tal vez, el que tiene que ver con el suministro de humedad a las plantaciones.

Figura 3. Escena de siembra a voleo en el Egipto antiguo. Para tapar el grano, los trabajadores rompen los terrones con mazos de madera.

Proporcionar agua a ciertos vegetales es un hecho que, teóricamente, el hombre paleolítico pudo llevar a cabo de forma puntual. Tal acción puede ser necesaria en determinadas ocasiones para evitar que las plantas, llegado el caso, caigan en estrés hídrico; y ello aun si dichas plantas no hubiesen salido de las zonas y nichos ecológicos donde crecían de forma espontánea y sin ningún socorro. De cualquier manera, es evidente que dicha ayuda se va haciendo más indispensa-

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ble a medida que los cultivos se expanden por territorios en los que la humedad disminuye en relación con los niveles a los que estaban habituados. Esta razón ha sigo esgrimida para explicar, como ya hemos visto, el mismo origen del Neolítico, hasta el punto de haber ocasionado teorías defensoras de que la agricultura no brotó en los enclaves ecológicos originales de los agriotipos de los actuales vegetales domésticos sino en zonas periféricas a ellos, donde las condiciones empezaban a cambiar. Allí, las atenciones a las plantas por parte de los humanos debían por tanto acrecentarse. Es más, toda una tradición historiográfica ve en la gestión de los regadíos la causa última de los sistemas sociopolíticos humanos más complejos conocidos. Se trataría del denominado “modelo hidráulico” como génesis de las primeras formaciones estatales (Sanders y Price 1968: 177; Wittfogel 1974). La detección de esta faena agrícola en épocas prehistóricas es en extremo problemática, sobre todo si se llevaba a cabo de manera puntual en cultivos hortícolas. En ellos, el riego puede consistir sólo en aportar unas mínimas cantidades de agua planta a planta, lo que en ningún modo deja huellas en el registro arqueológico. Todo lo más, podría pensarse que los pozos prehistóricos abiertos artificialmente para la captación de aguas subterráneas, que no se conocen en Carmona pero sí en otros asentamientos calcolíticos de Andalucía occidental como Valencina de la Concepción (Fernández Gómez y Oliva 1982: 22-23) o El Jadramil (Lazarich y otros 2003: 128-135), constituyen la prueba hipotética que buscamos. En estos casos estudiados, se trata de sondeos verticales cilíndricos de un metro o poco más de diámetro, y hasta diez de profundidad, que buscan las capas freáticas locales. En el enclave gaditano de El Jadramil, en Arcos de la Frontera, se dispersan a veces por laderas y zonas bajas ricas en agua y con no demasiadas estructuras antrópicas en sus inmediaciones, ámbitos ideales para la instalación de huertos también por su fertilidad. Algunos de esos pozos se acomodan a líneas más o menos rectas, como si se adaptaran a la disposición de los veneros del subsuelo y no estuviesen distribuidos al azar. Más señales originan en cambio los regadíos de parcelas de cereales con relativa extensión. En este caso, la única solución de la que disponían los grupos prehistóricos era el abancalamiento del terreno, que necesariamente debía llevarse a cabo en ámbitos que, como el de Carmona, no es precisamente una llanura. Este sistema de terrazas sí ha dejado en numerosas culturas del Viejo y del Nuevo Mundo suficientes evidencias pertenecientes a culturas agrícolas, pero no lo conocemos para tiempos prehistóricos en ningún contexto andaluz. Tal hecho levanta serias sospechas sobre la posibilidad, barajada por algunos especialistas –por R. Chapman (1991: 172-176) por ejemplo-, de que el riego de los campos fuera una actividad importante en las distintas sociedades prehistóricas del mediodía ibérico, sobre todo en lo referente a los sembrados cerealistas extensivos. Para la

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comarca de Carmona, desconocemos estructuras de este tipo tanto en la vega del Corbones como en los altos del alcor, ambas zonas prospectadas intensamente (Amores 1982; Amores y Rodríguez Temiño 1984; Fernández Caro 1992). El paso de la recolección de vegetales silvestres a la agricultura trajo consigo un efecto colateral no deseado: la proliferación paralela de las plantas ruderales, aquellas que nacen en los terrenos removidos, junto a los caminos y en los campos de cultivo, y que los campesinos suelen considerar y nombrar como malas hierbas. El hecho de que su origen se deba a una acción involuntaria de los humanos, que las iban cultivando sin querer a la vez que seleccionaban las plantas agrícolas (Rindos 1990: 126-132), demuestra el alto poder explicativo de la teoría darwinista a la hora de dar cuenta del origen del Neolítico, en tanto que dicha explicación sería la más parsimoniosa de cuantas se han dado para este fenómeno. Ello acrecienta su valor científico muy por encima de todas las demás hipótesis, ya que el mismo cuerpo de argumentos aclara con sencillez extrema ambos fenómenos: el nacimiento de los domesticados agrícolas y el de los parásitos del sistema. Pero el hecho de que la evolución hacia la agricultura conllevara el acompañamiento paralelo de las plantas ruderales, obligó a los labradores al aumento constante de las labores de escarda, sobre todo porque las malas hierbas han mostrado siempre especial predilección por las condiciones edáficas que procuramos para nuestros cultivos agrícolas. Las plantas ruderales son relativamente fáciles de encontrar en el registro arqueológico. Se pueden detectar con análisis polínicos y carpológicos, pero también identificando carboncillos y fitolitos. Sin embargo, tales estudios no se han llevado a cabo, que sepamos, en los contextos prehistóricos de Carmona ni de su entorno. Y, si se hubiesen realizado, el problema fundamental a la hora de percibir lo que ahora buscamos, la limpieza de los cultivos, es que la presencia de malas hierbas no implica necesariamente que éstas se retiraran intencionadamente de los campos. Es notoria, además, la capacidad de estos vegetales para invadir terrenos nitrogenados por la propia presencia humana, sean corrales, escombreras, muladares, márgenes de caminos, basureros, hábitats abandonados, etc. Ello implica que localizar sus huellas más o menos directas no supone ni siquiera haber dado con la ubicación exacta de los suelos agrícolas. Así que, en este aspecto, parece que de nuevo tenemos que contentarnos con suponer para la agricultura prehistórica carmonense las mismas características que conocemos para otros momentos posteriores del mundo antiguo mediterráneo, y que la escarda sería llevada a cabo al menos desde las primeras etapas de la domesticación. Resulta en este caso elocuente para ambientar el problema la parábola evangélica del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30), porque revela además la coevolución seguida por las plantas cultivadas y sus malas hierbas. Estas segundas habían estado sometidas a una presión selectiva que promovía su acercamiento mimético a las primeras.

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De hecho, mientras más se parecían a ellas con más posibilidades contaban de escapar del ojo humano que intentaba eliminarlas de los campos cultivados. Tal tendencia evolutiva pudo originarse mucho antes de que el proceso, tal como hoy lo captamos, pueda ser reconocido como agricultura propiamente dicha. Por eso adelantamos más arriba que, en nuestra relación con las especies vegetales que más tarde llegarían a convertirse en domesticados agrícolas, y desde una explicación darwinista, los cuidados a las plantas pudieron incorporarse paulatinamente ya desde momentos paleolíticos. El mero hecho de desbrozar los bajos de un árbol para evitar que muera en un incendio fortuito anula además a sus competidores por los alimentos del suelo, con lo que se inicia así una cadena de escardas crecientes; y ello sólo porque estamos interesados en sus frutos. Esto supuso de hecho ya un primer paso hacia el incremento de la energía empleada para obtener “la cosecha”. Sin embargo, como este aumento de la dependencia mutualista entre ambas partes no supuso en principio ningún cambio genético de la planta socorrida, las tesis más tradicionales que intentan explicar el origen del Neolítico, que piensan siempre en acciones voluntarias, conscientes y finalistas, difícilmente aceptarían encontrar aquí vinculación domesticadora alguna. Con estas reflexiones nos hemos introducido de lleno en el problema de hasta qué punto podemos establecer una barrera nítida ente lo que es agricultura y lo que no. Si este pormenor apenas incumbe a otras parcelas cronológicas más recientes de la historia de Carmona, entra de lleno en cambio en la fase prehistórica. De hecho, una de las características básicas de la agricultura en sus estados iniciales fue la reducción drástica del número de especies vegetales explotadas por el hombre en relación con las prácticas depredadoras anteriores. Por eso hoy están bien marcados los límites por lo menos en cuanto a las plantas que se explotan para la alimentación, no así entre aquellas de las que nos interesan la madera, las esencias aromáticas o algún otro recurso. Tal situación fronteriza afectó en la Prehistoria hispana meridional a varias especies cuyos lazos con nosotros hoy no consideraríamos agrícolas, de las que tal vez constituyan los ejemplos más claros la encina, el pino piñonero y el acebuche. De todas ellas contamos con testimonios directos del consumo de sus frutos o semillas en amplias regiones y cronologías del sur de la Península Ibérica, sobre todo porque, una vez tostadas, se depositaron en algunas cuevas en calidad de ofrendas rituales (Gavilán y Escacena e.p.). En cualquier caso, si abordamos ahora esta problemática es más por la posibilidades hipotéticas que ofrece para futuras investigaciones en las fases prehistóricas de Carmona que por estar constatado ya aquí su explotación. Nos limitaremos, por lo demás, a la encina (Quercus ilex L.) y al acebuche (Olea europaea L.) por ser estos dos árboles, de entre los tres citados, los únicos constatados para la zona de Carmona en los registros más viejos con que hasta ahora contamos, si bien tales testimonios corresponden ya al final de los

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tiempos prehistóricos, en concreto a época tartésica (Rodríguez-Ariza y Esquivel 2004: 123-129). Suponemos por tanto que la situación del primer milenio a.C. es heredera de una mucho más vieja extensible con leves variaciones a casi todo el Holoceno. En algunas cavernas andaluzas ocupadas por la gente neolítica aparecen con relativa frecuencia, y mezclados a veces en los mismos depósitos, cereales, restos de bellotas, cáscaras de piñones y huesos de aceitunas de acebuche. Estos conjuntos de restos orgánicos han sido considerados normalmente simples despensas, pero existen serios problemas para interpretarlos de esa forma porque los granos de cereal aparecen torrefactados por completo y porque nadie optaría por mezclar trigo o cebada con aceitunas dadas las diferentes condiciones de humedad que tales productos necesitan para su correcta conservación. En cualquier caso, lo que ahora conviene recalcar es que las aceitunas de acebuche, los piñones y las bellotas, que nuestra cultura urbana actual tendría por simples especies silvestres, recibieron por parte de las comunidades prehistóricas el mismo tratamiento que los cereales. Pasaron más o menos tiempo por el hogar hasta su completa carbonización en algún caso5. Cabe pensar así que, a igual tratamiento, igual consideración, es decir, que la gente neolítica no los tenía quizá por vegetales tan salvajes como hoy suelen considerarse. Desde esta reflexión, la encina, el acebuche y el pino piñonero, unos de los más genuinos representantes arbóreos de las formaciones boscosas de tipo mediterráneo, habrían constituido especies con las que las poblaciones prehistóricas pudieron haber establecido unos lazos de dependencia casi tan consistentes como los que mantenían con los cereales. Se trataría de tres plantas que tal vez estuvieron, respecto a los humanos, en esa móvil frontera que separa lo salvaje de lo doméstico en el campo de la alimentación (Montanari 1995: 55). Dicho estadio de relación mutualista ha sido denominado por D. Rindos “domesticación incidental” en su primer nivel y “domesticación especializada” en una fase de ataduras aún mayores, como dos peldaños de una misma escalera que suele desembocar con frecuencia en la “domesticación agrícola” propiamente dicha (Rindos 1990: 162-175). Con razón los biólogos han defendido que las dehesas hispanas, tan “naturales” para la mentalidad ecologista de nuestra actual sociedad urbana occidental, no son formaciones vegetales tan libres de la acción antrópica como se suele creer, sino sistemas originados por el impacto del hombre y de sus ganados sobre un bosque inicial mucho más tupido (Puerto 1997). Esta estrecha relación, que podemos vislumbrar ya en este estadio desde hace unos siete milenios, se mantuvo al menos hasta época protohistórica, porque algunos molinos de vaivén extremeños han revelado su empleo en la molturación de bellota (López García y otros 2005: 400). Todavía en tiempos romanos se obtenía así en Hispania una harina para consumo humano a decir de Estrabón (III, 3, 7) y de Plinio (Nat. Hist. 16, 15). Este último tipo de alimento 5  . Más que de simples hogares domésticos, puede tratarse de fuegos sagrados, es decir, de verdaderos altares.

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tuvo por cierto muy mala prensa en el mundo grecorromano, que lo creyó propio de gente incivilizada (Heródoto I 66, 2)6. Llegados a este punto, pues, el panel que sintetizaba las relaciones teóricas que tanto los cazadores-recolectores como los agricultores y ganaderos establecen con las plantas de las que viven (cuadro 1), se nos ha hecho más complejo y difuso, y a la vez seguramente más correcto en tanto que la realidad no suele nunca estar tan encasillada como nuestra tendencia mental a la compartimentación la imagina. Precisamente el reconocimiento de unos límites poco precisos en nuestra clasificación de los seres vivos, cuestión planteada por Darwin al comienzo de su obra sobre el origen de las especies, proporcionó el antiesencialismo a su pensamiento (Gould 1993: 428-432; Buskes 2009: 44-46), consecuencia del cual fue el descubrimiento del mecanismo selectivo que movía la evolución. El mismo hecho de la siembra de vegetales, que hoy nos parece una acción tan intencionada cuando nos referimos a las actividades agrícolas, fue precedido de miles de años en que fue más el resultado de actuaciones inconscientes que de tareas voluntarias. Todavía hoy “plantamos” sin querer muchas especies vegetales por dondequiera que nos movemos. Y si muchas de esas especies a las que incidentalmente ayudamos a medrar en nuestros ecosistemas no han entrado en relación agrícola con Homo sapiens, a pesar de nuestro interés por ellas, se debe a que el papel que desempeñamos como propagadores de sus semillas conoce serios competidores. Las plantas anemócoras, aquellas que dispersa el viento, no han necesitado de relaciones con seres vivos para su difusión. Sin embargo, nuestra tendencia a hacernos únicos pilares de la expansión de los vegetales zoócoros que nos sustentan ha encontrado importantes rivales en algunos casos. Tal vez por esta razón, la encina, el acebuche o el pino piñonero, árboles tan típicos de los bosques prehistóricos holocénicos andaluces, no alcanzaron nunca en este ámbito geográfico el estatus pleno de plantas domésticas. Todos ellos disponían, y disponen aún, de otros animales no humanos que difunden sus simientes. En cualquier caso, el Neolítico histórico real llegado de fuera, aquel que en nuestra comarca de estudio conocemos asociado a las cerámicas a la almagra, y que podemos denominar Cultura de Zuheros por ser este sitio cordobés donde mejor se conoce, interfirió en los procesos de domesticación que podrían haberse estado dando localmente. Por eso, el nuevo cuadro que desde un enfoque evolutivo podemos proponer incluye la posibilidad de una incorporación paulatina y progresiva de faenas protodomesticadoras también entre los cazadores-recolectores (cuadro 2). De todo ello habrán de dar cuenta en mayor o mejor medida las investigaciones arqueológicas futuras, para las que Carmona cuenta con un relativo buen plantel de yacimientos en los que poner a prueba las hipótesis. 6  . “¿Arcadia me pides? Mucho me pides. No te la daré. En Arcadia hay muchos hombre que comen bellotas que te detendrán”. Traducción de C. Schrader, quien indica este rasgo de primitivismo (Schrader 1983: nota 170).

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LABRANZA RECOLECTORES

PLANTAS SILVESTRES PLANTAS SILVESTRES

AGRICULTORES PLANTAS DOMÉSTICAS

• • •

SIEMBRA

• • •

ATENCIONES

• • •

RECOLECCIÓN

• • •

cuadro 2. Propuesta darwinista de las relaciones del hombre con las plantas que lo sustentan. como los campesinos prehistóricos consumieron muchos vegetales que en la actualidad han perdido la consideración de alimento, mantuvieron con esas especies vínculos similares a los que habían tenido con ellas cuando eran cazadores-recolectores.

La última faena que los campesinos llevan a cabo en los campos de cultivo es la recolección, la misma que en las sociedades depredadoras constituye la principal, y única para la mayor parte de las escuelas historiográficas. De hecho, la quema de rastrojos que a veces la sigue, tan típica de los campos de cereales y de otros cultivos herbáceos tradicionales, puede considerarse en realidad una primera preparación del sustrato para la temporada siguiente. Más aún si esto no se hace de forma inmediata porque se aproveche la rastrojera para que pasten directamente sobre ella los rebaños domésticos. En relación con este trabajo, la principal diferencia entre las sociedades depredadoras y las productoras a la hora de dejar huella arqueológica radica en el hecho ya señalado de la disminución de la diversidad que caracteriza a la agricultura frente al acopio de alimento vegetal silvestre. Este último se caracterizó durante cientos de miles de años por la escasa diferencia proporcional en la cantidad recabada de cada especie, aunque hubiese contrastes lógicos motivados por la heterogénea oferta estacional. Sin embargo, al intensificar el interés sólo por unas pocas plantas, tan drástica reducción del número de especies explotadas conllevó necesariamente un radical aumento del consumo de sus frutos. La alimentación neolítica se empobreció en calidad respecto a la paleolítica, y originó así una presión selectiva que promovía la especialización de ciertos útiles en quehaceres muy concretos. La siega tiró primero de simples láminas de sílex que, engarzadas diagonalmente al sentido longitudinal de un mago de madera, originó las primeras hoces. En el ámbito de carmona, esas piezas líticas de hoz, características de los sitios neolíticos más arcaicos, apenas se han documentado. Por esta razón, puede sostenerse que las granjas y/o aldeas neolíticas más antiguas de la zona pudieron explotar en gran medida todavía la rica vegetación silvestre que caracterizaba al bosque de tipo mediterráneo de la vega del corbones, unas formaciones con más o menos frondosidad que proporcionaban además un abundan-

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te y variado alimento a los rebaños (Fernández caro y Gavilán 1995: 54). Esto hablaría tal vez de unos momentos viejos del Neolítico local más ganaderos –en su modalidad pastoril- que agrícolas. Pero, tanto en esos mismos enclaves como en los detectados en la cornisa de Los Alcores, son abundantes por el contrario los dientes de hoz adjudicadles a los momentos finales del Neolítico y a la Edad del cobre, ahora con una tipología distinta y con una forma de enmangarlos a la hoz también diferente. Se trata de piezas denticuladas que se insertaban dentro de una ranura practicada en la parte cóncava de la hoz en número relativamente abundante. Su uso prolongado dejó en esos trozos de pedernal marcas evidentes, el característico brillo de siega o lustre de cereal. Una buena representación de este tipo de útiles se localizó en las prospecciones superficiales llevadas a cabo a fines del siglo pasado en estaciones como Las Barrancas y Los Álamos (Fernández caro y Gavilán 1995: 27-44), pero su hallazgo en la zona se remonta al menos a los trabajos de G. Bonsor, quien encontró dientes de hoz de sílex en Acebuchal (Bonsor 1899: 134). La agricultura local tiene aquí, por tanto, uno de sus reflejos arqueológicos de más personalidad (fig. 4).

Figura 4. Dientes de hoz de sílex de Campo Real y reconstrucción de una hoz, según Bonsor (1899).

En cualquier caso, la pátina de desgaste detectada en estos elementos líticos puede ser a veces motivo de engaño si sólo trabajamos con una hipótesis. Porque la siega de otras plantas distintas de los cereales pudo dejar en esas piezas, denticuladas o no, las mismas o parecidas huellas de abrasión. Estas marcas de pulimento en rocas tan duras se originan por la fricción con los fitolitos microscópicos de los vegetales herbáceos, y dichos cristales no sólo están presentes en las gramíneas. En carmona, la tumba de un niño de la Edad del Bronce reveló la existencia en su interior de malacofauna identificada como gasterópodos de ambiente acuático y como helícidos, unos animalillos que viven sujetos a la vegetación herbácea que se desarrolla bajo los arbustos. De este hecho se ha deducido

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que ese cadáver infantil pudo cubrirse con una capa o manto vegetal (Belén y otros 2000: 389). Y si esas hierbas se cortaron con las mismas hoces usadas para la siega de la mies, lógicamente el instrumento de corte y sus engranajes líticos habrían experimentado un desgaste similar, que en este caso nada tenía que ver con la agricultura. El mismo resultado podría esperarse de la siega de pasto, hierba verde u otros vegetales que se aportaran a herbívoros encerrados en apriscos. De hecho, si no en la carmona prehistórica, la existencia de corrales u otros sitios cerrados y protegidos a los que se arrimaba alimento para los animales está bien constatada en otros yacimientos de la Península Ibérica, como luego veremos. No conocemos en cambio para los tiempos prehistóricos carmonenses nada relacionado con la trilla, ni siquiera los sitios en que pudieron estar ubicadas las eras. Sabemos por otras culturas coetáneas más complejas y por otros yacimientos donde el registro arqueológico orgánico se ha preservado mejor, que el conocimiento del bieldo de madera es muy antiguo, prehistórico de hecho, y que éstos servían, como hasta hace muy poco, para la manipulación de la parva y para el aventado. Pero ignoramos cómo se había procedido antes a separar el grano de la paja. Podemos suponer que se hacía de las diversas formas documentadas etnográficamente, unas veces con trabajo humano y otras mediante el pisoteo de recuas de animales domésticos. Para este último caso contamos con unas buenas imágenes procedentes del Egipto faraónico (fig. 5).

Figura 5. Pintura egipcia con escena de trilla. El pisoteo de las recuas de bóvidos desprende los granos de cereal de su espiga. Para la faena los campesinos se valen de bieldos de madera.

Finalmente, la recogida de la cosecha de las poblaciones agrícolas, caracterizada normalmente por un gran acopio de excedentes que en muchos casos son productos de monocultivos, está necesitada lógicamente de un importante equipo tecnológico de almacenamiento, instalaciones que han dejado huellas arqueológicas evidentes y numerosas. Se trata de las construcciones subterráneas conocidas como silos, de los que se han documentado en carmona varios ejemplos tanto ais-

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lados como formando grupo. Se han constatado en la ya mencionada excavación del inmueble nº 6 de c/ Dolores Quintanilla, pero también en el nº 4 de c/ calatrava (conlin 2003: 99), en costanilla Torre del oro (Jiménez Hernández 1994: 165: 2004: 561) o en el sondeo cA-80/A del barrio de San Blas (Pellicer y Amores 1985: 72), por citar sólo unos cuantos puntos dentro del casco viejo de la ciudad. De todas formas, fuera del propio núcleo histórico de carmona estos graneros excavados en el subsuelo se han documentado en yacimientos tan emblemáticos como campo Real y Acebuchal (Bonsor 1899: 32 y 36; Amores 1982: fig. 11; Lazarich y otros 1995: 91-92), o en el menos conocido de la Vereda de Alconchel, ya en Mairena del Alcor (Amores 1982: 63). En estos casos conviene señalar que algunas de esas oquedades siliformes contenían enterramientos humanos, aunque se desconoce si este uso es primario o secundario, producto de una fabricación ex profeso para tumba o, por el contrario, de la reutilización funeraria de graneros propiamente dichos después de su abandono como tales (fig. 6).

Figura 6. Silos subterráneos de Campo Real, según Bonsor (1899), y del barrio de San Blas, según Pellicer y Amores (1985).

Se ha discutido mucho en la bibliografía especializada la forma en que estas oquedades pudieron cumplir la función de despensas para el grano, y la verdad es que los testimonios de carmona aportan poco a la discusión más allá de haberse encontrado en uno de ellos cebada. En realidad, los cereales almacenados

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José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

en estructuras abiertas en el suelo, revocadas interiormente de arcilla (Reynolds 1988) o, mejor aún, de paja según los experimentos realizados (Alcalde y Buxó 1992), pueden mantenerse en buenas condiciones durante largos períodos de tiempo. Su conservación depende además de que se logre cerrar los depósitos herméticamente. Si se consigue este medio, los granos acaban por agotar el oxígeno y desprenden paralelamente dióxido de carbono. De esta forma, entran en una especie de letargo en un ambiente donde las bacterias apenas pueden proliferar (Buxó 1997: 181). En estas circunstancias, las semillas del núcleo central preservan con menores dificultades sus reservas alimenticias y su poder germinativo. Serán éstas, en consecuencia, las idóneas para la siembra en la siguiente campaña, pues su capacidad para nacer se mantiene en torno a tres años. Cuando en este ambiente la temperatura no excede los 15º C y la humedad relativa se mantiene en torno al 18%, se alcanzan óptimas condiciones de conservación. Cualquier cambio de estas variables aminora la capacidad reproductiva del grano e incrementa la posibilidad de que actúen bacterias, hongos e insectos. La pérdida del poder germinativo se sortea también mediante la variación compensatoria de estos índices. Los hongos no se desarrollarán, por ejemplo, con temperatura superior a 20º C si se consigue una humedad inferior al 10%; de igual modo, unas condiciones entre 5 y 10º C de temperatura y más altas del 20% de humedad impedirán que medren los insectos (Buxó 1997: 178-180). Todo esto está por demostrar en el ámbito preciso de Carmona, porque en estos análisis no pueden despreciarse las condiciones edáficas y ambientales concretas de cada lugar. La experimentación in situ tiene aquí, por tanto, un prometedor papel en futuras investigaciones. LA GANADERÍA, OTRA SIMBIOSIS MUTUALISTA La relación entre los humanos y los animales domésticos puede ser sintetizada también en una tabla sinóptica que muestre cada una de las facetas en que puede dividirse (cuadro 3). De la misma forma, aquí existe una siembra, que se manifiesta en la selección de los progenitores que van a dar lugar a la cabaña y en su cruzamiento reproductivo, unos cuidados, que han ido aumentando en cantidad y calidad a lo largo del proceso que conduce a la ganadería actual, y una “cosecha”, que se revela en el matadero y en otras facetas de aprovechamiento secundario. Como ocurre con la agricultura, este final no tiene por qué ser siempre un destino alimenticio directo. Los animales fueron en la Prehistoria también herramientas para el trabajo y fuente de otros recursos además de los cárnicos, aunque su último destino fuese casi siempre la mesa después de pasar por la cocina. Al final de este apartado podremos resumir esas relaciones también en su correspondiente cuadro después de ver cómo los cazadores recolectores incorporaron paulatinamente algunos de los trabajos que hoy caracterizan a la ganadería. Vayamos primero a los datos locales procedentes de Carmona y su entorno.

Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona

CAZADORES GANADEROS

REPRODUCCIÓN SELECTIVA

CUIDADOS





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“COSECHA” (carne y productos secundarios)

• •

Cuadro 3. Relaciones teóricas de los humanos con las especies animales que le sirven de sustento.

Uno de los pocos contextos prehistóricos de los que se han analizado los restos de fauna corresponde a la excavación de la finca nº 6 de C/ Dolores Quintanilla, dentro del casco antiguo de Carmona (Conlin 2003: 127-128). De este estudio se ha publicado poco más que la identificación de especies y algunos detalles de su hallazgo, suficientes al menos para llevar a cabo una serie de consideraciones sobre los aspectos básicos en los que un trabajo como el que ahora firmamos puede entrar por disponibilidad de espacio. En función de los materiales cerámicos que los acompañaban, todos esos vestigios corresponderían a un momento final del Neolítico Atlántico Tardío, si no ya a comienzos de la Edad del Cobre, que en términos cronológicos tradicionales podríamos situar entre los últimos siglos del cuarto milenio a.C. y los primeros del tercero. De la lista de especies identificadas destacaríamos primero el conjunto de fauna salvaje, que incluye uro (Bos primigenius)7, ciervo (Cervus elaphus), liebre (Lepus granatensis), conejo (Oryctolagus cuniculus) y zorro (Vulpes vulpes), aparte de algunos micromamíferos sin identificar (cuadros 4 y 5). Hacer mención a esta fauna salvaje antes que a la doméstica permite rematar algunas cuestiones sobre el análisis de la agricultura y enlazar a su vez con el de la ganadería. Porque, si consideramos que el zorro, el único carnívoro de la relación, está representado por un solo resto óseo, indicativo por tanto de un único ejemplar, todos los otros animales cazados pueden considerarse enemigos de la agricultura. Dando muerte a estas especies se conseguían cuatro cosas fundamentales. En primer lugar, se obtenía una fuente de alimento barata, porque, aunque su captura supusiera cierto esfuerzo, sobre esos especímenes no se había volcado previamente ningún gasto energético. Estamos aquí sólo ante una recogida de “la cosecha” similar a la practicada por las poblaciones que viven exclusivamente de la caza y de la recolección. Como resultado de ello, se evitaba, en segundo lugar, tener que consumir carne de los rebaños domésticos, que podían mantenerse como stock para momentos de mayor escasez. De esta forma, la cabaña de especies domésticas se convertía en una “cuenta de ahorros” a modo de despensa viva. Se conocen de hecho algunos pueblos ganaderos, entre las denominadas socie7  . Según la excavadora, los huesos de uro estaban mucho más erosionados que los demás, de ahí que puedan corresponder a osamentas residuales pertenecientes a momentos más viejos, y no a la fase del resto del conjunto faunístico (Conlin 2003: 124).

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dades primitivas actuales, que han llevado a cabo históricamente esta práctica, unas veces cazando animales salvajes y otras apropiándose de forma violenta de las reses de los vecinos, como era costumbre ancestral hasta hace poco entre los masai y entre otros pastores de bóvidos (Lincoln 1991: 134-136). De este hábito, que podríamos remontar al menos al final de la Prehistoria bajoandaluza, dieron buena cuenta los propios mitos tartésicos al narrar el rapto de las vacadas de Gerión. En tercer lugar, los herbívoros salvajes, que deambulan libremente por los campos, son uno de los principales enemigos de una agricultura consolidada de tipo herbáceo, por ejemplo de los cereales y de los cultivos hortícolas; de ahí que eliminarlos suponga una tarea más de la lista ya tratada de cuidados y atenciones que los campesinos dedican a las plantas domésticas de las que viven. Finalmente, al suprimir la fauna salvaje vegetariana, los propios animales domésticos se benefician de la falta de competencia por la comida, sea ésta el rastrojo de las cosechas en las parcelas ya segadas sea el pastizal silvestre. NR

%1

%2 22,53

Vaca (Bos taurus)

317

13,06

Oveja (Ovis aries)

31

1,23

308

12,77

21,89

224

496

9,22

20,43

15,92

1.383

56,96

98,30

4

0,16

0,28

Liebre (Lepus granatensis)

1 4

0,04

0,07

Conejo (Oryctolagus cuniculus)

Caprinos (Ovis/Capra) Cabra (Capra hircus) Cerdo (Sus sp.)

Perro (Canis familiaris) Total de restos de fauna doméstica Uro (Bos primigenius) Ciervo (Cervus elaphus)

Zorro (Vulpes vulpes) Total de restos de fauna salvaje

7

14

0,28

0,57 0,16

1

0,04

24

0,98

2,20

0,49

35,25

0,99 0,28

0,07 1,70

Cuadro 4. Restos óseos de mamíferos rescatados en las excavaciones de C/ Dolores Quintanilla 6, a partir de Conlin (2003). NR expresa el número absoluto de restos, % 1 es el porcentaje sobre el total de restos estudiados y % 2 el porcentaje sobre los restos cuya especie se ha podido identificar. El alto número de huesos de perro se explica por haber aparecido varios individuos completos con su esqueleto en posición anatómica. Obsérvese la gran diferencia entre los totales de fauna doméstica y salvaje, dato que habla de una economía ganadera consolidada. Este contraste se mantendría muy acusado incluso si todos los restos de suidos pertenecieran a jabalí. De todas formas, el número total de restos de esta especie y sus cálculos porcentuales se asemejan mucho más a los valores de la restante fauna doméstica que a los de la salvaje, lo que habla a favor de encontrarnos ante cerdos domésticos.

La cabaña doméstica de este interesante sitio excavado en Carmona se compone de vaca (Bos taurus), oveja (Ovis aries), cabra (Capra hircus) y perro (Canis familiaris). A ella hay que añadir el cerdo, cuya identificación específica no fue posible y se clasificó como Sus sp., sin concretar si se trata de cerdo propia-

Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona

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mente dicho o de jabalí, siendo en cualquier caso posible la existencia de ambas subespecies. El análisis de toda esta lista revela cosas de interés para conocer a estas sociedades campesinas de la Carmona prehistórica. NMI

%1

%2

9

15,78

17,65

18

31,57

35,30

Cerdo (Sus sp.)

11

19,29

21,56

Total de cabezas del grupo de domésticos

Vaca (Bos taurus) Oveja (Ovis aries) Caprinos (Ovis/Capra) Cabra (Capra hircus) Perro (Canis familiaris)

5 5 5

8,77 5,26 8,77

9,80 5,89 9,80

51

89,47

100,00

Uro (Bos primigenius)

1

1,75

16,66

1,75

16,66

3,50

Ciervo (Cervus elaphus)

2

Liebre (Lepus granatensis)

1

Conejo (Oryctolagus cuniculus)

1

Zorro (Vulpes vulpes)

1

1,75

Total de ejemplares del grupo de salvajes

6

10,52

100,00

57

100,00

100,00

Total de individuos

1,75

33,33 16,66

16,66

Cuadro 5. Restos óseos de C/ Dolores Quintanilla 6. Selección de datos a partir de Conlin (2003). Número mínimo de individuos (NMI), porcentajes sobre el total de cabezas (% 1) y sobre los totales de sus correspondientes grupos (domésticos y salvajes). Frente a las 9 vacas, todos los caprinos suponen un total de 28. Aunque la cantidad de carne suministrada por un bóvido es superior a la de cualquier oveja o cabra, la relación de cabezas en la cabaña es aquí de 1 a 3 a favor de los segundos. Por tanto, en el paisaje de la época predominaba la ganadería de pequeños rumiantes, que en cualquier caso podían formar parte de los mismos rebaños que las vacas. Más difícil de mezclar con todos éstos son los cerdos, tanto por su alimentación omnívora como por las exigencias de su distinto manejo.

Por lo pronto, de todos los restos hallados sólo los esqueletos de los perros aparecieron en conexión anatómica. Que tales huesos no se hallaran descuartizados o cortados de manera sistemática, al igual que los demás, revela que no estamos ante restos de comida. No se trata pues, en principio, de basura orgánica tal como hoy la entendemos. El perro fue uno de los primeros animales domesticados por el hombre a partir de Canis lupus, el lobo. Su relación con los grupos humanos prehistóricos se conoce desde el Paleolítico Superior al menos, y parece que el interés por él por parte de nuestros ancestros no tuvo que ver en principio con la idea de producir directamente carne, ya que se empleó más bien como compañía y, tal vez, como ayuda en la caza. De esta forma, si proporcionaba alimento era de forma indirecta, facilitando la captura de otros animales, con lo que su aproximación al hombre incidió más en una intensificación de la economía depredadora ya existente en el Paleolítico que en una transformación de la misma hacia un sistema productor (Reichholf 2009: 153-157). Sin embargo, como sus

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José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

huesos aparecen arrojados a los mismos vertederos y tratados de la misma forma que los de las ovejas, las cabras y las vacas en ciertos yacimientos de la Edad del Bronce de Andalucía y de La Mancha, se ha defendido que durante el segundo mileno a.C. pudieron comerse en algunas regiones del mediodía ibérico (Nájera 1984: 15; Escacena 2000: 202). Pero no es éste el caso de los cánidos prehistóricos que conocemos de Carmona. Aquí parece que estamos ante verdaderas tumbas de perros o ante sacrificios rituales de los mismos. De hecho, esta segunda posibilidad cuenta con paralelos en diversas culturas mediterráneas antiguas (Niveau de Villedary y Ferrer 2004), y precisamente del barrio carmonense de San Felipe proceden testimonios arqueológicos claros de cultos en los que se ofrecían perros, aunque correspondientes a momentos mucho más modernos (Belén y Lineros 2001: 127-128). Un dato mejor para la interpretación de estos perros prehistóricos de Carmona, ya que corresponden a una cronología similar, procede del yacimiento gaditano de Paraje de Monte Bajo, en Alcalá de los Gazules, donde dos ejemplares aparecieron en contexto funerario (Lazarich 2007: 13). Parece que a los perros de C/ Dolores Quintanilla se les tuvo cierta consideración, porque fueron sepultados en distintos niveles de una gran oquedad –tal vez una cabaña previamente abandonada- y cubiertos por lo general con amontonamientos de rocas. Es más, uno de ellos apareció con sendas piedras de mediano tamaño a los lados de la cabeza, como sujetándole el cráneo (Conlin 2003: 110). Un gesto parecido se observó en 1986 en Lebrija. Aquí, en un estrato protohistórico, se ocultó sólo el cráneo de un perro rodeado de un círculo de pequeñas piedras. Pero se corresponden más en el tiempo con los hallazgos de Carmona los perros sepultados del Egipto predinástico, que han sido interpretados normalmente como actos rituales (Baumgartel 1955: 19-23; Arkell 1975: 32). En función, pues, de las circunstancias que en Carmona rodean a estos testimonios de perros enterrados en posición anatómica, la hipótesis más razonable podría verlos como animales de compañía y como ayudas para el manejo de los rebaños de herbívoros o para la caza. Sólo un examen más detallado de sus esqueletos, que permita el reconocimiento de la raza, podrá suministrarnos algún día información más concreta sobre el papel económico y social que desempeñaron para los grupos humanos de entonces, porque la selección de las variedades orientadas hacia la caza ha sido normalmente incompatible con la que promovió su empleo como pastor. El resto de la fauna de C/ Dolores Quintanilla revela una conducta ganadera similar a la deducida en otros yacimientos prehistóricos relativamente cercanos a Carmona, por ejemplo en el Cabezo del Castillo de Lebrija. En este otro sitio se ha estudiado en profundidad la evolución a lo largo de varios milenios de la cabaña de bóvidos, cerdos, ovejas y cabras, de manera que se conoce relativamente bien la edad de sacrificio, la distribución por sexos, los tamaños de los especímenes, etc. (Bernáldez y Bernáldez 2000). Son detalles que aún no podemos deducir

Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona

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del análisis mínimo publicado de los restos óseos faunísticos correspondientes a la Carmona prehistórica. Mucho menos si los bóvidos adultos presentan o no las deformaciones en sus extremidades típicas de un trabajo duro y continuado, como podría ser su aplicación al transporte y/o al arado. De la Carmona del tránsito del cuarto al tercer milenio a.C. se conocen además huesos de caballo, animal en realidad poco frecuente en la Prehistoria reciente de Andalucía occidental si nos atenemos a las listas de fauna dadas a conocer en la literatura especializada. De hecho, en las estratigrafías de Setefilla y de Lebrija, por citar sólo dos sitios bien analizados que abarcan gran parte del Holoceno, el caballo está ausente de los niveles anteriores al primer milenio a.C. Así, la Mesa de Setefilla (Lora del Río), yacimiento relativamente cercano a Carmona, sólo contenía huesos de Equus caballus en los niveles del Hierro Antiguo avanzado a pesar de que la secuencia se inicia más de un milenio antes (Estévez 1983: 163). En Lebrija, en una estratigrafía iniciada al menos en el Neolítico, aparece por primera vez en los estratos VIII-X (Bernáldez y Bernáldez 2000: 139, tabla 1), que los excavadores fechan desde una fase protoibérica en adelante (Caro y otros 1987: 169). Pero la presencia de caballo en la Carmona prehistórica puede tener una clara correlación con la abundancia de esta especie por las mismas fechas en Extremadura, donde sus restos óseos ocupan el segundo lugar después de los bóvidos (Castaños 1998: 65-69). Aunque los referidos huesos de caballo de Carmona no tenían señales de fuego como los de otros herbívoros de menor talla aparecidos en el mismo contexto, presentaban señales de descarnamiento (Conlin 2003: 101). Por ello, hay que darlos en principio por basura originada en prácticas alimenticias. Que, antes de convertirse en comida, esta especie se destinara al trabajo agrícola y/o a la monta y el transporte está por averiguar. Carecer de caballos en determinados momentos de la Prehistoria de la región puede explicar que los esqueletos humanos hallados en una sepultura de la Edad del Bronce de la Mesa de Setefilla presenten una notable hipertrofia en el lugar donde se insertan los músculos crurales, porque esa característica es frecuente en quienes desarrollan un acusado hábito de marcha (Turbón 1983: 169). Si esta relación es cierta, la hipótesis predice la posibilidad de que los esqueletos humanos prehistóricos de Carmona, aún escasamente analizados desde el punto de vista paleopatológico, muestren similares características que los de Setefilla en aquellas fases en las que estuviera descartado para la monta el uso de caballos o de otros animales8. Ya hemos indicado que no ha sido posible determinar si los suidos prehistóricos de Carmona eran cerdos propiamente dichos (Sus domesticus) o jabalíes (Sus scrofa). En realidad, y a pesar de que los conocemos con nombres científicos distintos, 8  . Por transferencia automática al pasado de lo que hoy hacemos en Occidente, casi ningún prehistoriador ha pensado en la posibilidad de que los bóvidos se utilizaran para la monta en otras épocas. Esta costumbre está constatada etnográficamente en diversas culturas actuales.

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ambos grupos constituyen aún hoy la misma especie, puesto que pueden aparearse entre sí y dar descendencia fértil9. En la Prehistoria, las dos variedades estaban aún más cerca desde el punto de vista evolutivo, con lo que era más fácil su cruzamiento y más parecido su aspecto físico. Por eso, las imágenes de suidos más antiguas que conocemos posteriores a las de los jabalíes paleolíticos revelan especímenes más estilizados que muchos de los cerdos domésticos criados en las granjas actuales. De alguna forma, recuerdan a las castas más puras de nuestro cerdo ibérico de capa oscura. Así son por ejemplo los cerditos de marfil que formaron parte de algún atuendo funerario del dolmen de Montelirio, en castilleja de Guzmán (fig. 7)10. Algo parecido ocurre con los caprinos, término en el que englobamos ovejas y cabras porque sus esqueletos son con demasiada frecuencia indistinguibles.

Figura 7. Cerdito de marfil de Montelirio (Castilleja de Guzmán, Sevilla). Foto Arqueología y Gestión S.L.L.

De algunas de estas especies se pudieron explotar diversos productos además de los cárnicos: leche, huesos, piel, cuernos, lana, etc. Para casi ninguno de estos aprovechamientos “secundarios” existe en carmona y su entorno constatación prehistórica directa. Durante algún tiempo, se pensó que la mera presencia de coladores de cerámica implicaba la elaboración de mantequilla y/o queso, hasta el punto de que esos filtros han recibido frecuentemente el nombre de queseras. Pero hoy sabemos que se trata de un elemento multifuncional al que sólo podemos aplicar la misión genérica de tamizar algún producto, y que en época tartésica se emplearon incluso en procesos metalúrgicos. Por eso, demostrar el 9 . éste es uno de los criterios más operativos para la diferenciación específica, pero existen otros muchos. Se trata de un problema aún no resuelto por los biólogos sobre el que hay mucha literatura científica, entre ella el trabajo para especialistas de R.L. Mayden (1997) o el más divulgativo de c. Zimmer (2008). 10 . Agradecemos a nuestros colegas Vicente Aycart Luengo, coordinador de los trabajos, y Álvaro Fernández Flores, director de la intervención, el permiso para citar este dato y para publicar las fotos correspondientes. Montelirio es un hipogeo funerario del tercer milenio a.c. todavía en proceso de excavación cuando redactamos estas líneas. Los autores del presente trabajo formamos parte del equipo de asesores científicos.

Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona

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consumo de leche requiere hoy un apoyo más evidente, lo que suele hacerse con análisis químicos de los restos de materia orgánica adheridos a las vasijas. Sin embargo, para la fabricación de punzones, espátulas, alfileres para el pelo u otros utensilios a partir de huesos de animales sí contamos con documentación directa (fig. 8). Se han encontrado en diversos contextos prehistóricos, por ejemplo en las excavaciones de C/ Dolores Quintanilla 6 (Conlin 2003: 123). De este mismo sector proceden unas piezas de barro cocido, arqueadas y con sendas perforaciones en sus dos extremos, que se tienen por pesas de telar. Este artefacto servía para mantener tensos los hilos verticales de la trama textil mientras se elaboraban los paños (fig. 9). En el registro de la Prehistoria reciente del mediodía ibérico, para aceptar esta supuesta función tales piezas deberían aparecer a la vez que la fusayolas, el útil que previamente se tendría que haber empleado para hilar. Y, aunque en Carmona no disponemos aún de ese hallazgo paralelo en un mismo contexto, sí está confirmado en otros sitios bajoandaluces. Esta circunstancia demostraría la interpretación tradicional, además de apoyar el empleo de fibras vegetales y/o animales en la fabricación de los tejidos. De ser éstas de procedencia animal, la lana de las ovejas representa la materia prima con más posibilidades de ser la candidata idónea, lo que remontaría al menos en dos milenios la cría de ovejas productoras de lana de relativa eficiencia en algunas áreas europeas. Este fenómeno se había fechado hasta ahora en torno al 800 a.C. (Harrison y Moreno 1985: 71), pero ya M. Ruiz-Gálvez (1998: 321) ha señalado otras posibilidades más viejas al recoger testimonios que demostrarían el incremento paulatino que la explotación de la oveja productora de lana experimentó a lo largo casi toda la Edad del Bronce. Desconocemos, en Carmona y en casi todos los sitios prehistóricos del Bajo Guadalquivir y de comarcas adyacentes, las maneras en que se practicaba esta ganadería, en concreto si estamos ante animales estabulados o si se criaban de forma más libre en los pastizales. El tamaño de los bóvidos prehistóricos y las posibles razas a las que pertenecieron, factores bien estudiados por ejemplo en Lebrija como ya hemos señalado, sugieren una manipulación pastoril en dehesas y espacios abiertos, pues las características que presentan sus esqueletos son muy parecidas a las que reflejan las osamentas de las actuales vacas mostrencas de Doñana. Y para los cerdos conocemos datos recién rescatados del también referido dolmen de Montelirio. Aquí, junto a las figurillas de los pequeños puercos, han aparecido varias bellotas elaboradas también en marfil (fig. 10), que se añaden ahora a la ya conocida de Gilena (Cruz-Auñón y Rivero s.a.: fig. 16 y lám. V). Parece que ambos elementos, bellotas y cerdos, formaban parte de un objeto suntuario cuyo diseño aún desconocemos; pero, para lo que ahora nos importa, revelan una asociación evidente entre las dos especies y la alimentación directa de las piaras de suidos en encinares al modo como aún hoy se hace en el occidente hispano con la raza ibérica.

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Figura 8. Punzones, alfileres y espátulas de hueso de C/ Dolores Quintanilla 6, según Conlin (2003). De los animales no sólo se explotaba la carne, sino también otros productos secundarios.

Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona

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Figura 9. Pesas de telar elaboradas en cerámica. La fila superior, sin escala en el original, procede según Bonsor (1899) de Campo Real. La hilera inferior es de C/ Dolores Quintanilla 6, según Conlin (2003).

Resta saber también si los rebaños se recogían en apriscos o corrales dentro de los poblados o al margen de ellos. Aunque para otras áreas de la Península Ibérica se conocen diversas formas de rediles (Badal 1999: 72-74; Polo y Fernández Eraso 2008), y hasta grandes cercas para el ganado adosadas a los hábitats humanos, estos últimos al menos para los momentos finales de la Prehistoria, en el contexto que estudiamos sólo podríamos señalar como posibilidad que las zanjas de sección en V asociadas a los asentamientos del Neolítico Atlántico Tardío y de la Edad del cobre hubiesen formado parte de cercados con esta función (Martín de la cruz 1985: 154-156). Después de apuntar esta explicación para el caso del asentamiento onubense de Papa Uvas, Martín de la cruz la rechaza porque no se documentaron rampas de acceso al fondo de las mismas ni apenas materia orgánica en su interior, como correspondería a un sitio repleto de excrementos. Evidentemente, parece bastante improbable que las vacas deambularan por los fondos angostos de las zanjas; porque no se trataría por supuesto de que se alojara a los animales dentro de los fosos sino que éstos sirvieran para delimitar el contorno de los rediles desde el punto de vista físico y hasta simbólico, además de para defenderlos de los depredadores salvajes y de los cuatreros. Una estructura de este tipo se ha documentado en carmona, en concreto en el barrio de Santiago (Belén y otros 2000: 387). Pero aún está por determinar la misión concreta de esas enormes zanjas, que alcanzan en el caso carmonense recién aludido hasta 2,50 m de anchura y 2,30 m de profundidad; porque son muy fuertes también las razones que las relacionan con la defensa de los propios poblados (Escacena e Izquierdo 2002: 5-6) y con la misión de drenaje de graneros colectivos que, en forma de silos subterráneos, aparecen en ocasiones en sus flacos (Ruiz Mata 1983: 185; Fernández Gómez y oliva 1985: 114). En cualquier caso, algunos de estos destinos no deberían barajarse como hipótesis contradictorias y excluyentes.

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Figura 10. Bellotita tallada en marfil del hipogeo funerario de Montelirio. Foto Arqueología y Gestión S.L.L.

En síntesis, puede afirmarse que la ganadería prehistórica supuso el comienzo de unos lazos simbióticos mutualistas entre el hombre y ciertos animales. como todo mutualismo, ambas partes salieron beneficiadas de la relación, con lo que resulta absurdo, al menos desde el punto de vista evolutivo, preguntarse sobre la autoría de tal invento, que fue en realidad una simple consecuencia de procesos selectivos naturales. Siempre las redes de ayuda recíproca tienden a triunfar sobre otro tipo de vínculos, y ello sólo porque las partes del todo salen más beneficiadas reproductivamente dentro del consorcio que fuera de él (cuadro 6). En este proceso creciente de entrega recíproca, los grupos de cazadores-recolectores tampoco fueron tan pasivos como los estereotipos indican. De hecho, el registro arqueológico de múltiples yacimientos tardopaleolíticos de Europa occidental está repleto de datos que hablan de procesos de domesticación autónomos, que en ningún caso pueden ser atribuidos fácilmente a una colonización externa con raíces últimas en el cercano oriente (olaria 1998: 28-29). REPRODUCCIÓN SELECTIVA CAZADORES GANADEROS

• •

• •

CUIDADOS

“COSECHA” (carne y productos secundarios)

• •

cuadro 6. Propuesta darwinista de las relaciones de los humanos con los animales que le sirven de sustento. El registro etnográfico y los datos arqueozoológicos apoyan la existencia de pasos previos a la situación que consideramos hoy ganadería plena. como hacen en la actualidad los lapones con el reno, los rebaños “salvajes” de los que viven los cazadores-recolectores se explotaron de forma cada vez más parecida a una gestión ganadera. como “cuidado” de las manadas hay que entender también su protección de los depredadores rivales, ya fueran animales carnívoros ya comunidades humanas distintas.

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EL TRIUNFO DE UNA NUEVA VIDA Dada la lejanía cronológica de los hechos que estamos analizando, resulta a veces imposible reconocer con claridad las causas que pusieron en marcha las transformaciones económicas que caracterizan el paso de la economía depredadora a la productora; más aún cuando se trata de dar cuenta de estos fenómenos en ámbitos comarcales muy reducidos y hasta en marcos locales. Los datos nos resultan con frecuencia escasos, cuando no nulos o de mala calidad científica. Por eso, lo que hoy sabemos del entorno de Carmona en cuanto al origen de las prácticas agropecuarias es aún poco en relación con las posibilidades que puede aún contener el sustrato arqueológico. Esta situación impide dar pormenores de muchas de las actividades que caracterizaron a la vida campesina prehistórica, y mucho más ofrecer unas características concretas de los aspectos sociales que tuvieron que ver con esta fuerte transformación de la vida humana. Aún así, queremos proponer a modo de conclusión unas cuantas reflexiones que sí pueden ya llevarse a cabo con la documentación controlada, reflexiones que tienen que ver fundamentalmente con el proceso de consolidación y triunfo de la nueva forma de vida que sustituyó a las costumbres económicas de los cazadores-recolectores paleolíticos. Ya hemos apuntado que, en relación con el origen de la agricultura y la ganadería en esta zona del Bajo Guadalquivir, la propuesta teórica de V. Gordon Childe no explica en ningún modo dicha transición. Sus ideas y su terminología, plasmadas en parte en el concepto ya tradicional de “revolución neolítica” y divulgadas en múltiples obras suyas o sobre él (p.e. Childe 1976; Manzanilla 1988b), son aún las más aceptadas en general en nuestra sociedad, y desde luego casi las únicas presentes en las enseñanzas sobre la Prehistoria que preceden a la educación universitaria, y ello a pesar del esfuerzo de los especialistas por formar en otras propuestas a los nuevos docentes. Su tesis sólo estaba pensada, en cualquier caso, para el Mediterráneo oriental, en concreto para el Próximo Oriente asiático y el valle inferior del Nilo, el área conocida como Creciente Fértil. Una vez nacido en esta región, el Neolítico se expandiría en dirección oeste por toda la cuenca mediterránea hasta llegar a la Península Ibérica. Childe nunca aclaró del todo cuáles eran tales mecanismos dispersores, porque en su época se asumía sin mayores problemas, según una larga tradición historiográfica, que los cambios culturales se debían casi siempre a la difusión de novedades, y que éstas se originaban por lo general en el dinámico foco del Oriente cercano. Es más, tales innovaciones se tenían por eslabones de una cadena evolutiva de progreso que conducía indefectiblemente a la civilización tal como hoy la entendemos en Occidente. La invención de la agricultura y de la ganadería por los humanos suponía entonces algo en sí mismo bueno. Por tanto, esas transformaciones culturales serían aceptadas y adoptadas de inmediato por cualquier población que observara su práctica en comunidades vecinas.

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Frente a estas ideas, la New Archeology americana promovió más tarde su “teoría de la presión demográfica”, que incidía en la consideración del trabajo agropecuario como algo no deseable por las comunidades humanas. De esta forma, si las nuevas costumbres económicas se impusieron fue porque solucionaban un creciente desequilibrio entre la oferta y la demanda de alimentos. Esta hipótesis, defendida de hecho por el maestro de dicha corriente (Binford 1988: 223-229), tuvo tal vez su máximo desarrollo en la obra de M.N. Cohen (1981), que tampoco proporcionaba en realidad demasiado detalle acerca de cómo el fenómeno se expandió una vez puesto en marcha. De hecho, el propio mecanismo explicador se convertía en una trampa a la hora de dar cuenta de la aceptación del neolítico en otros ámbitos geográficos. Porque, si la ganadería y la agricultura eran actividades en principio no apetecibles por suponer mucho más trabajo añadido que la mera caza y recolección, y sólo una demografía por encima de la que podían soportar los ecosistemas silvestres obligaba a su adopción, se deducían de aquí dos posibles consecuencias lógicas: la primera, que todos aquellos grupos humanos con una población numéricamente adaptada a los recursos habrían desconocido procesos autónomos de neolitización; la segunda, que tendrían que constatarse fenómenos de “regresión” desde situaciones de producción a estadios depredadores en aquellos ámbitos en los que comunidades neolíticas de nueva arribada hubiesen experimentado situaciones de oferta de alimento silvestre por encima de la demanda global. Este último escenario nunca se ha descrito, aunque se sepa de episodios de incremento puntual de las actividades cinegéticas y recolectoras en situaciones como la reseñada. Al contrario, se conocen núcleos neolíticos prístinos a nivel mundial en los que la demografía humana precedente no conoció niveles tan altos como para originar las trasformaciones económicas que conducirían hacia la producción controlada de alimentos. En consecuencia, ni la “teoría de los oasis” de Childe ni la que veía como motor del cambio la presión demográfica, promovida por la escuela arqueológica procesualista, pueden ser aplicadas a la posibilidad de que en la Baja Andalucía se estuviesen dando prácticas depredadoras que, a través de un incremento paulatino de los cuidados prestados a las plantas silvestres o a los rebaños salvajes, puedan calificarse de caminos de neolitización incipiente. Como hemos visto, tal fenómeno pudo experimentarse con la encina, con el pino piñonero y con el acebuche, pero también con el algarrobo y otros árboles que hoy daríamos por especies no domésticas. Igualmente, algo parecido pudo ocurrir, aunque para este extremo contamos con menos evidencias, con los últimos uros, con los jabalíes y con algunos cérvidos y cápridos. Para esta otra posibilidad, el cuerpo explicativo evolucionista de corte darwiniano ofrece empero amplias posibilidades de trabajo, aunque casi todo está por hacer. El inicio en el ámbito de Carmona de la agricultura y de la ganadería puede explicarse hoy, de la mejor forma, acudiendo a la instalación en el territorio de

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grupos ya neolíticos venidos de fuera, que pusieron sus miras primero en las zonas aledañas al Corbones. Esas comunidades pertenecieron al denominado ahora Horizonte de Zuheros (Gavilán y otros e.p.) y hasta hace poco “Cultura de las Cuevas” (Navarrete 1976). Con el tiempo, y tras dos milenios por lo menos, los grupos de campesinos, con una agricultura y una ganadería ya más complejas, ocuparían con sus aldeas y poblados también la cornisa de Los Alcores, donde se asientan enclaves como Campo Real (Bonsor 1899: 35-40; Cruz-Auñón y Jiménez 1985), la misma Carmona (Conlin 2008) y Vereda de Alconchel (Amores 1982: 63-64). Esta segunda intensificación agroganadera perteneció ahora al Neolítico Atlántico Tardío (Escacena y otros 1996: 243-265), un mundo que dio paso en los primeros siglos del tercer milenio a.C. a la sociedad de la Edad del Cobre. Será este nuevo horizonte calcolítico el que más desarrollará durante la Prehistoria las actividades económicas relacionadas con el mundo del campo, en un bucle retroalimentado de creciente demografía tanto de las comunidades humanas como de las especies domésticas relacionadas con ellas. El hecho de que los primeros grupos neolíticos de Andalucía tuvieran una relación cuasi agrícola con especies vegetales que hoy tenemos por silvestres, y que esas especies correspondan a ecosistemas mediterráneos, habla de que, en última instancia, la procedencia del fenómeno y de la gente que lo portaba era de origen oriental. Los primeros grupos se dispersaron desde las costas siropalestinas y anatólicas por dos rutas, la europea y la norteafricana, y al cabo de varios milenios llegaron hasta Occidente siguiendo tal vez el modelo de “ola en avance” propuesto por A.J. Anmerman y L.L. Cavalli-Sforza (1979). A escala mayor, es decir, observando el fenómeno con mayor proximidad, la neolitización de las comarcas que conforman el Guadalquivir inferior puede deberle mucho a la Tingitania y a otras áreas del Magreb, pues parece que pudo ser esa región del norte de África el último enclave extrapeninsular que el Neolítico usó antes de saltar por vía surmediterránea a la Península Ibérica. Para esta hipótesis contamos con apoyo en el mundo de la cerámica de las primeras sociedades productoras andaluzas, pero también en otras evidencias que tienen más que ver con los aspectos agropecuarios que ahora tratamos, tal vez vinculables a sociedades neolíticas algo más tardías. Uno de esos pilares son los bóvidos, para cuya valoración usaremos un solo dato pero de especial relevancia: los costillares depositados como ofrenda en una tumba de la Edad del Bronce hallada bajo la plataforma de sillares que sirvió de cimiento al teatro romano de Carmona (Belén y otros 2000: 388). Durante las etapas históricas más recientes, el ganado vacuno ha sido seleccionado por los ganaderos en diversas líneas. La que buscaba rendimiento cárnico potenció individuos en los que los músculos aumentaran en lo posible más que el esqueleto. Pero las sociedades antiguas toparon con importantes problemas para lograr

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ese objetivo, entre ellos una fuerte presión sobre los rebaños que perseguía una pronta reproducción de las hembras para aumentar la cabaña, ya que en ese crecimiento numérico residía a veces el poder y el prestigio del propietario. Así las cosas, las fuerzas evolutivas consiguieron imponer cada vez más una estrategia reproductora “pesimista”, aquella que lleva a muchas especies –también en los vegetales- a producir prole a escasa edad cuando la vida hasta el final de la etapa de crecimiento corporal no se halla garantizada (Ruiz de Clavijo 2000: 36). Y, aun cuando esta tendencia no estuviera alojada necesariamente en el genotipo de los bóvidos, marcó de hecho una disminución fenotípica de la talla de las reses a comienzos del proceso de domesticación, en el Neolítico, y en general en tiempos de escasez y de cambios ecológicos, como sucedió en parte de Andalucía durante la Edad del Bronce. Este fenómeno ha sido observado en contextos prehistóricos del Guadalquivir inferior a raíz de los huesos de bóvidos rescatados en las excavaciones arqueológicas de Lebrija llevadas a cabo por A. Caro y otros (1986). Allí, el aumento de la presión antrópica sobre los rebaños a lo largo del segundo milenio a.C. condujo a una edad de sacrificio menor en relación con las pautas de matanza neolíticas y a una reducción paralela del tamaño de los animales (Bernáldez y Bernáldez 2000: 142). Sin embargo, dichos bóvidos de poca talla no sólo pueden ser explicados de este modo; también cabe la posibilidad de que sean razas con estas características, pues esas variedades se han constatado en el norte de África en época prehistórica. Se trataría de un tipo conocido a veces en la literatura arqueológicas por su denominación francesa (le petit boeuf) y que, de origen al parecer magrebí (Camps 1980: 60-61), pudo llegar a la Península Ibérica a finales del cuarto milenio a.C. o a comienzos del tercero, cuando se instala en la vertiente oeste hispana el Neolítico Atlántico Tardío. En la Europa occidental de fines del Neolítico, le petit boeuf está presente en las culturas de Chassey, de Cortaillod y de La Lagozza, entre otras. Todos esos mundos fueron protagonistas de cambios tan radicales como los observados para esta época en parte de la Península Ibérica, y que en Carmona hemos visto traducidos en un fuerte incremento de las actividades agropecuarias y en la ocupación de muchos nuevos hábitats, entre ellos los situados en la cornisa del alcor. No hace mucho, los biólogos que estudian la fase de ocupación más reciente del yacimiento de Atapuerca, en Burgos, han encontrado homologías genéticas entre los bóvidos de este sitio y algunas razas norteafricanas (Anderung y otros 2005). El otro pilar que sustenta estos vínculos magrebíes lo constituyen determinados estudios de ADN de los cereales domésticos, que han dado con claves que apuntan a lazos de origen también norteafricanos, en concreto para una variedad de cebada para la que se ha defendido un foco de domesticación independiente en Marruecos (Molina-Cano y otros 2005).

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Aunque resulte aparentemente contradictorio, los sistemas agropecuarios prehistóricos, como los actuales pero en mayor medida si cabe, experimentaban cíclicamente descensos de producción que constituían los verdaderos propágulos de esas redes mutualistas a tres bandas formadas por el hombre y por las plantas y animales domésticos. En los ecosistemas poco antropizados suele darse un mayor equilibrio entre la oferta de alimento y la demanda, lo que conduce a pocas oscilaciones de la población humana. Sin embargo, cuando estos medios evolucionan hacia la agricultura y la ganadería, las fluctuaciones son mucho mayores, en parte porque se ha reducido drásticamente la cantidad de especies que forman su biomasa (fig. 11). Esto se traduce por tanto en una acusada oscilación de la demografía humana a nivel local (Butzer 1989: 151). cada vez que se entraba en un valle del diente de sierra de lo obtenido como cosecha, una parte de la población humana se convertía automáticamente en brazos y bocas sobrantes (Rindos 1990: 288-303). Así, era este excedente demográfico, trasladado a otros sitios por perentoria necesidad, el que se encargaba de dispersar el sistema agropecuario por doquier, en una colonización continua y creciente que llegó a ocupar en el Guadalquivir casi todas las tierras que permitían ser roturadas con la tecnología de la época. Uno de los picos más altos en la ocupación humana prehistórica del entorno de carmona corresponde así a época calcolítica (Amores 1982: 55-82), pero esta misma situación se observa cuando miramos a otras muchas comarcas del mediodía ibérico.

Figura 11. Relación entre la producción agrícola y la demografía humana, según Rindos (1990). La línea curva continua representa la capacidad sustentadora de las plantas domésticas. La línea recta continua corresponde a la capacidad sustentadora efectiva mínima. La línea discontinua expresa la población humana real. El segmento demográfico por encima de la capacidad sustentadora efectiva mínima supone población sobrante a nivel local.

La presión selectiva que hizo triunfar la economía neolítica frente a la depredación anterior de los cazadores-recolectores fue evidentemente la mayor tasa

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de crecimiento demográfico que podía soportar la nueva conducta humana, un mecanismo del más genuino perfil darwinista. Esta razón ha sido dejada de lado por casi todas las escuelas de historiadores sólo por el hecho de haber rechazado los enfoques biológicos para el análisis de las sociedades prehistóricas recientes. Sin embargo, ha sido esgrimida incluso por algún autor que no reconoce un importante papel sustentador de los cereales en los comienzos de su domesticación. Así, el ecólogo J.H. Reichholf, defensor de que los primeros cultivos de estas gramíneas pudieron estar orientados a la obtención de cerveza y de otras bebidas alcohólicas más que a la alimentación básica, no olvida enlazar esta función inicial que él propone con la reproducción, en tanto que la ingesta de alcohol en festines comunitarios habría ocasionado orgías propicias para el aumento de las relaciones sexuales y, como consecuencia, de los embarazos, en una práctica parecida a la que el mundo grecorromano experimentó con el vino y los cultos a Dionisos/Baco (Reichholf 2009: 253). Desde este punto de vista, y limitándonos sólo a la mayor capacidad sustentadora de población que adquirieron pronto la agricultura y de la ganadería, podemos afirmar gracias a múltiples estudios etnográficos que, frente a la estrategia de reproducción K de las culturas predadoras, las productoras se caracterizan por el mecanismo r. La modalidad K promueve poca descendencia, por lo que se puede invertir mucho en ella; la r exige en cambio menos energía en la crianza, pero origina mucha más progenie (Hutchinson 1981: 178-179). De esta forma, las sociedades productoras acabaron por sustituir a las depredadoras conforme se expandía el nuevo modelo de vida (fig. 12). Este reemplazo tuvo lugar mediante un genuino cuello de botella evolutivo que explica, entre otros caracteres de nuestras adaptaciones fisiológicas, que casi todas las poblaciones actuales de Occidente podamos digerir la lactosa, cosa hoy mucho menos frecuente en aquellas áreas del planeta donde el Figura 12. La economía de producción triunfó frente a ordeño de rumiantes y el conla cazadora-recolectora porque la selección natural fasumo de su leche apenas se ha vorece siempre los mecanismos y conductas que originan practicado. más descendencia.

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** Puede resultar paradójico en fin, pero es ésta la realidad actual, que, después de esta etapa tardoneolítica o del Cobre antiguo en que el solar que hoy ocupa Carmona se puebla por vez primera, conozcamos mucho peor su agricultura y su ganadería prehistóricas. De hecho, y en relación con los restos conservados y estudiados de animales y plantas domésticos, nada más se ha señalado parte del bóvido al que antes hemos aludido como ofrenda funeraria y algunas semillas de especie no identificada (Belén y otros 2000: 388). Sólo el análisis de la época protohistórica supondrá un nuevo incremento de los datos y, por ende, de nuestros conocimientos sobre el tema (Escacena 2007)11.

11  . Véase además, en esta misma obra, el trabajo de E. Ferrer y otros.

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Carmona es campo. Siempre lo ha sido. Desde que las hordas trashumantes de cazadores y recolectores descubrieron las ventajas de la vida sedentaria y, antes, de la agricultura estable, Carmona unió su destino a la tierra, a esa tierra de la Vega en la que se produjeron durante siglos el mejor trigo y las más ricas cosechas del sur de la vieja Hispania. Desde la seguridad que ofrecía la cota más elevada de los Alcores, Carmona vigiló y cuidó a lo largo de los siglos, durante milenios, su principal riqueza: la ubérrima tierra de trigos y olivares que la hizo famosa. Desde 1997 se han celebrado seis Congresos de Historia de Carmona que nos han permitido pasar revista cronológica a miles de años de la historia de nuestra ciudad, desde los remotos tiempos pre- y protohistóricos hasta la historia más reciente. El VII Congreso de Historia de Carmona inaugura una nueva orientación: la de abordar de manera monográfica los grandes temas de nuestra Historia. Y nada mejor que comenzar por las bases sobre las que se asentaron durante siglos y hasta fechas muy recientes la vida y la actividad económica de nuestra ciudad y de los hombres que la poblaron: la agricultura y el aprovechamiento ganadero, sin duda los dos pilares sobre los que se construyeron la prosperidad y la milenaria significación histórica de Carmona.

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