“Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas”, en Manuel Pérez Ledesma y María Sierra (eds.): Culturas políticas: teoría e historia, Institución Fernando el Católico (CSIC), Zaragoza, 2010, pp. 205-232 [ISBN 978-84-9911-065-3].

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II Usos historiográficos del concepto

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El concepto de cultura política en las ciencias sociales –desde la ciencia política hasta la historia cultural– ha descrito una trayectoria circular en un cierto sentido: en sus orígenes, se trataba de un concepto pensado por la ciencia política con el fin de valorar la cultura cívica de todo un país, en la medida en que ésta sirviera para explicar la aptitud relativa que cada sociedad presentaba para la consolidación de un sistema político democrático. Después, el concepto transitó por otros derroteros, en los que pasaba a primer plano la diversidad de culturas políticas que se superponen sobre un mismo espacio y en un mismo tiempo, disputándose la hegemonía en una determinada sociedad. Y, en tiempos recientes, el círculo parece cerrarse, al aparecer nuevas formulaciones, esta vez desde el ámbito de la historia cultural, que vuelven a proponer la existencia de «culturas políticas generales», en el sentido de que en cada sociedad puede rastrearse un discurso compartido, o una matriz discursiva subyacente. Según estas últimas formulaciones del concepto (últimas, por ahora), la diversidad de discursos políticos que se encuentra en cada momento en una sociedad determinada se puede atribuir a la existencia de variantes de una misma matriz discursiva, en la medida en que ésta interpela de manera diferente a grupos que están en diferente posición social1. Supuestamente, este planteamiento pretendía superar problemas epistemológicos que estarían presentes en usos anteriores del concepto de cultura política, y muy particularmente en los que se venían practicando desde la historia política y social, en la medida en que habían refinado su instrumental analítico con la incorporación de un concepto

1 Keith M. BAKER, Inventing the French Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1990; y «El concepto de cultura política en la historiografía reciente sobre la Revolución francesa», Ayer, 62 (2006), pp. 89-110.

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como éste. El rechazo a la noción de causalidad social pretendía descartar visiones como la que subyace a la historia cultural de la política, en la cual el concepto de cultura política desempeña el papel de un interfaz que conecta las estructuras objetivas de la sociedad (incluida su base material de reproducción) con la acción política de los diferentes grupos; y descartar, por lo tanto, que exista una esfera objetiva externa, y que las formas de conciencia, de identidad y de acción resulten de procesos de interpretación y de aprehensión cultural de esa realidad. No obstante, este planteamiento presenta tantas o más inconsistencias como aquéllos a los que pretende superar; y creo que, en la práctica, ofrece una herramienta menos eficaz para explicar procesos históricos concretos. Una de sus inconsistencias flagrantes tiene que ver con la pretensión de rechazar la existencia de toda forma de determinación social sobre la vida política, o aun de la consideración misma de que exista un ámbito objetivo o material de la realidad que pueda ejercer esa determinación (algo que se traiciona al suponer la existencia de grupos sociales con características diferentes para explicar la aparición de diferentes apropiaciones de la cultura política general). Otra inconsistencia relevante es la que procede de pretender rechazar la noción de individuo como sujeto histórico, siquiera sea social y culturalmente construido. Pero la mayor debilidad de este planteamiento es la que procede de invertir el orden de prioridades entre cultura política general y subculturas políticas específicas que había predominado entre los historiadores hasta tiempos muy recientes, pasando a poner el acento en la cultura política como una especie de «sentido común» que permite la formulación de demandas, o como un conjunto de supuestos implícitos que comparten todos los miembros de una sociedad, sea cual sea el uso político que hagan de ellos o la dirección en la que los interpreten. He subrayado expresamente estos tres aspectos de mi desacuerdo con algunos desarrollos recientes del concepto de cultura política (como los planteados por Baker), porque en estos tres puntos centraré el análisis que voy a exponer. Históricamente, un planteamiento como el que sostiene, por ejemplo, Baker no puede examinarse desligado de los conceptos de nación y nacionalidad, cuya relevancia es indudable en el periodo y el contexto que examina –el de la Revolución francesa–, pero también en el periodo y el contexto en el que vive y para el cual escribe este autor: el del

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fin de la Guerra Fría, el auge de los movimientos nacionalistas, el resurgimiento de las identidades nacionales y de las interpretaciones nacionalistas del mundo desde 1989. Dar por supuesta la existencia de las naciones como ámbitos propios de definición de culturas políticas es un planteamiento comprensible en ese contexto intelectual, pero que naturaliza a las naciones como unidades sociales de análisis, cuando su carácter impermanente, híbrido, inacabado y en continua construcción era una adquisición trabajosamente lograda por la comunidad historiográfica, y tal vez de mayor valor hermenéutico que la desnaturalización del sujeto individual que en este mismo contexto se ha pretendido llevar hasta el extremo. Imaginar las naciones como contenedores preexistentes en los cuales pueden tomar forma las culturas políticas es una alternativa dudosamente preferible a la de suponer que si hay algo externo, preexistente y objetivo, se trataría de las estructuras sociales en las que se desarrolla la vida de relación entre los seres humanos y aun la misma reproducción de la vida humana. Una naturalización por otra; un determinismo por otro. Se entienden las razones por las que, en un medio intelectual como el que se ha vivido en Europa y América desde 1989, la versión posmoderna del concepto de cultura política tuvo cierta acogida y fue objeto de debates. Pero no han quedado demostradas sus ventajas como instrumento para explicar procesos políticos complejos, con respecto a formulaciones anteriores del mismo concepto de cultura política. Más bien al contrario, el debate parece a punto de saldarse con una derrota de ese planteamiento extremo y con la vuelta sobre sus pasos de algunos de los autores que habían participado en la denuncia de la causalidad social, como sería el caso de William Sewell2. La dicotomía entre existencia o inexistencia de una esfera objetiva de lo social ejerciendo alguna forma de condicionamiento sobre lo político va estrechamente unida a la dicotomía entre la existencia de culturas políticas nacionales –de las que las subculturas políticas son sólo variantes–, y la consideración de que en cualquier sociedad existen diversas culturas políticas enfrentadas, en las que apenas cabe hallar algún denominador común que permita relacionarlas entre sí a nivel na-

2 William H. SEWELL Jr., Logics of History: Social Theory and Social Transformation, Chicago, University of Chicago Press, 2005; y «Por una reformulación de lo social», Ayer, 62 (2006), pp. 51-72.

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cional3. De la respuesta que se dé a una de estas disyuntivas depende la otra. Y ninguna de las dos es independiente de la consideración que se otorgue al individuo como sujeto de la acción política.

Afrancesados Este trabajo se centra en un grupo político concreto, presente durante la crisis del Antiguo Régimen y la revolución española del siglo XIX, al cual reconocemos por el nombre que le dieron sus detractores en los años inmediatos a su derrota y exilio, nombre que los historiadores han adoptado por comodidad y economía del lenguaje: los afrancesados. Se trata de un grupo de pequeñas dimensiones y de definición estrictamente política, ya que lo que permite identificarlos es un acto político, como la fidelidad a la dinastía bonaparte durante el periodo 1808-1814 y las consecuencias que ese acto acarreó para quienes lo protagonizaron en las décadas posteriores, hasta mediados del XIX. No obstante, a pesar de su tamaño reducido y de su posición políticamente marginal, lo que identifica a este grupo es una cultura política diferenciada, en el sentido de una representación del mundo, del poder y de la Monarquía española que sólo ellos sustentaban, y que dio lugar a su particular forma de proceder ante los acontecimientos de 1808-1810. Esas representaciones que compartían se manifestaban en un sistema de valores y un lenguaje propios. En trabajos anteriores he iniciado la caracterización del grupo a través de ese lenguaje y de una trayectoria intelectual común4. Daré por hecho que el grupo afrancesado admite la aplicación del concepto de cultura política, en la medida en que compartió interpretaciones de la realidad, lenguajes y expectativas de futuro que, al menos hasta 1820 resultaban inadmisibles –si no lisa y llanamente incomprensibles– para la mayor parte de los españoles. Y daré por sabido, igual-

3 Como diría Serge BERSTEIN: «Nature et fonction des cultures politiques», en S. BERSTEIN (dir.), Les cultures politiques en France, París, Seuil, 2003. 4 Un ejemplo en «Innovación del lenguaje y policía de las costumbres: el proyecto de los afrancesados en España», en A. ÁVILA y P. PÉREZ HERRERO (comps.), Las experiencias de 1808 en Iberoamérica, Alcalá de Henares-México, Universidad de Alcalá-Universidad Nacional Autónoma de México, 2008, pp. 231-249.

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mente, que aquella cultura política pervivió mucho más allá del final de la experiencia bonapartista en España, liquidada en 1813-1814. En realidad, una vez derrotados los ejércitos napoleónicos y restauradas las dos ramas de la dinastía borbónica en España y Francia, el grupo afrancesado perdió toda posición institucional, de manera que a sus miembros no les quedó otro factor de identidad que esa cultura política compartida, nutrida por las experiencias del reinado de José I y enriquecida luego con nuevos ingredientes comunes por la vivencia del exilio. Fue así como toda una cultura política (formada por lenguajes, representaciones y valores) transitó hasta las décadas centrales del siglo XIX, contaminando a otras culturas con las que entró en contacto desde el poder o desde la oposición. Y al cabo encontramos componentes específicos de la cultura afrancesada que entran a formar parte de otras culturas políticas que tomaron forma en aquella época, particularmente del liberalismo posrevolucionario. Es más: contra lo que pretende la glorificación de la herencia de las Cortes de Cádiz que todavía hoy sigue formando parte del imaginario patriótico español, la cultura política de aquel primer liberalismo revolucionario constituyó un «callejón sin salida», que no encontró continuidad después de 1836. Mientras los componentes fundamentales de la cultura política doceañista se extinguieron sin dejar rastro en los años treinta, en cambio muchos de los que integraban la cultura política afrancesada pasaron a formar parte de la nueva cultura política del liberalismo posrevolucionario que por entonces se estaba formando. De manera que, si pudiera hablarse de algo como una genealogía de las culturas políticas, y buscáramos –en particular– reconstruir la genealogía de la cultura política liberal en la España del siglo XIX, habría que considerar que ésta procede tanto o más de raíces afrancesadas que de raíces gaditanas.

Afrancesamiento cultural y afrancesamiento político La cuestión anunciada en el título de esta intervención –si hay culturas políticas nacionales o si, al menos, las culturas políticas tienen nacionalidad– nos lleva a preguntarnos cuál era la nacionalidad de la supuesta cultura (o subcultura) política de los afrancesados. El término mismo de afrancesados, con el cual el ingenio popular pretendió estigmatizar a quienes colaboraron con el rey José y con su administración, daba a entender que no eran del todo españoles, o que la posición que

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habían adoptado –que no dudaban en calificar de traición– se explicaba por una transformación personal tan profunda que había afectado a su naturaleza esencial, hasta el punto de que habían dejado de ser completamente españoles, convirtiéndose, al menos a medias en franceses, esto es, afrancesándose. Ciertamente, los intelectuales afrancesados más conspicuos, aquellos que no sólo prestaron el juramento de fidelidad al rey obligado para conservar cualquier puesto en la Administración de la Monarquía, en los tribunales, la Armada o el Ejército, sino que se comprometieron activamente con el proyecto de modernización autoritaria que representaba el cambio de dinastía y lo defendieron como una oportunidad histórica para sacar a España de su «minoría de edad», llevaban decenios imbuyéndose de lecturas francesas, admiración por los logros de Francia, imitación del gusto francés y propuesta de modelos franceses en todos los terrenos. Se ha hablado, por ello, de la existencia de un afrancesamiento cultural, que sería anterior y más extendido que el afrancesamiento político. Y, de hecho, el término afrancesado se usaba mucho antes de 1808 para referirse «al que imita con afectación las costumbres o modas de los franceses»5. Aquello que podríamos llamar afrancesamiento cultural no tiene, por otro lado, nada de sorprendente, dada la posición relativa de España y Francia desde el siglo XVII y el influjo cultural que Francia ejerció a lo largo del XVIII sobre todos los países de Europa, especialmente sobre los del continente y más aún sobre aquellos con los que tenía vecindad inmediata, como España6. Esta aculturación previa, de la que existen pruebas sobradas, nos plantea un problema de explicación, porque remite a fenómenos que fueron comunes entre las elites españolas del siglo XVIII y, sin embargo, la traducción de esa sumisión cultural en una sumisión político-militar no fue automática: cuando en 1808-1810 se planteó la disyuntiva de acatar el Gobierno y las leyes de

5 Diccionario de la lengua castellana compuesto por la Real Academia Española. Segunda impresión corregida y aumentada. Tomo primero. A-B, Madrid, Joachín Ibarra, 1770. Una discusión pormenorizada del término afrancesado ha sido abordada por Javier Fernández Sebastián, «Afrancesados», en J. Fernández SEBASTIÁN y J. F. FUENTES (dirs.), Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002, pp. 74-79. 6 Emilio LA PARRA, La alianza de Godoy con los revolucionarios (España y Francia a fines del siglo XVIII), Madrid, CSIC, 1992, p. 73.

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José Bonaparte o unirse a la resistencia de los que se autodenominaron patriotas, las elites se dividieron entre los dos bandos en guerra, cayendo los «afrancesados culturales» tanto de un lado como de otro. Mientras que la literatura de los monárquicos serviles pretendió vincular ambos fenómenos, acusando de cooperación con el invasor a todo el que profesara ideas modernas que pudieran relacionarse con un origen francés, los liberales fernandinos se defendieron haciendo explícita la evidencia de que el afrancesamiento cultural y la opción política por el bonapartismo iban por separado y no afectaban a las mismas personas. Existen incluso indicios de que el término afrancesados no se acuñó inicialmente para atacar a los josefinos, sino que empezó siendo un término denigratorio que los monárquicos serviles idearon para estigmatizar a los liberales de Cádiz (el término afrancesados para los josefinos fue más corriente después de la derrota y del exilio en 18131814)7. Y también hay que recordar que el discurso de los monárquicos serviles fernandinos se nutría como ningún otro de fuentes francesas8. Es decir, que el afrancesamiento cultural no estableció con antelación la frontera política que aparecería en 1808 entre josefinos y fernandinos; pero sí reforzó hasta hacer infranqueable la frontera social entre pueblo y elites, que los futuros afrancesados políticos situaron en el centro de su cultura política. Tenemos aquí un primer problema que resolver. Pero nuestro problema no es nada al lado del que tuvieron ellos (me refiero a los miembros de las elites sociales españolas, intensamente impregnados de cultura francesa, que en 1808 se vieron ante el dilema de aceptar el cambio de dinastía o rechazarlo). Cada uno tuvo que elegir, y esto les produjo intensos conflictos de conciencia y un cierto desgarro con su

7 María Cruz SEOANE, El primer lenguaje constitucional español (las Cortes de Cádiz), Madrid, Moneda y Crédito, 1968, pp. 194-200. Javier FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, «Afrancesados», en J. FERNÁNDEZ SEBASTIÁN y J. F. FUENTES (dirs.), Diccionario…, op. cit., p. 75. La acepción de afrancesado como «español que en la guerra llamada de la independencia siguió el partido francés» no aparece en el DRAE hasta la edición de 1852 (Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española. Décima edición, Madrid, Imprenta Nacional, 1852). Jean-René AYMES, «Le débat idéologico-historiographique autour des origines françaises du libéralisme espagnol: Cortès de Cadix et Constitution de 1812», Historia Constitucional, 4 (2003). 8 Javier HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alianza Editorial, 1988.

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entorno, ya que lo que se estaba rompiendo era el tejido constitutivo de la sociedad española, formado por millones de vínculos concretos, relaciones privadas y cotidianas que la guerra civil iba a hacer imposibles. En el extremo –y los extremos son especialmente ilustrativos para comprender la entidad de un problema– tenemos los casos de los indecisos, que apostaron en principio por un bando, para corregir después su primera decisión y cambiarse al otro. Alberto Lista, por ejemplo, que había cerrado filas en torno a la Junta Central en 1808, tomó la decisión de pasarse con todas las consecuencias al bando josefino en 1810, cuando la creación de la Regencia le convenció de que en el bando de los que se llamaban a sí mismos patriotas sería imposible sacar adelante el programa reformista en el que creía. La «Constitución histórica» de la que hablaban los patrocinadores de la convocatoria de Cortes, y de cuya recuperación y depuración hablarían las Cortes de Cádiz, no era posible, por los defectos intrínsecos de la Monarquía tradicional; la continuidad jurídica con el Antiguo Régimen, a la inglesa, conduciría al fracaso de la revolución, a la mistificación de la idea misma de Constitución9. Para Lista había que partir de la definición política de la nación de Sieyès, única verdaderamente liberal, y deshacerse cuanto antes de la peligrosa identificación entre nación y pueblo que solían hacer los patriotas: tan peligrosa era esa identificación tomando pueblo en su acepción de unidad cultural a la que se supone existencia natural –al modo de los románticos alemanes– como si se tomaba pueblo en el sentido de las masas pobres e incultas que protagonizaban los motines: los motines de 1808, que en la cultura política de los afrancesados sólo podían ser interpretados sobre la matriz del motín contra Esquilache de 1766, el cual constituía un referente simbólico de primera magnitud para identificar la confrontación entre elite ilustrada y pueblo fanático e ignorante. Porque pueblo era la masa violenta y clerical que había puesto freno en 1766 al reformismo de Carlos III, los afrancesados se alejaron del lenguaje del «pueblo» y llamaron a imitarles a todos los que 9 Artículos en El Espectador Sevillano sobre «Cuestiones de Cortes» en 1809. Estudiados por Jean-Baptiste BUSAALL en «Alberto Lista y el debate constitucional sobre Cortes», Sevilla, 1809, en E. LARRIBA y E. LA PARRA (dirs.), Las elites y la «Revolución de España» (1808–1814), Coloquio Casa de Velázquez, Madrid, 2007 (inédito). También por Raquel RICO LINAJE, «Constitución, Cortes y opinión pública: Sevilla, 1809», Anuario de Historia del Derecho Español, 67 (1997), pp. 799-820.

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temían que la alteración del orden degenerara en una verdadera revolución social. Al sostener el planteamiento que le llevó a pasarse al bando de José Bonaparte y a convertirse en uno de sus propagandistas más activos y brillantes, Lista estaba oponiéndose expresamente al constructo que identificaba las nuevas Cortes electivas y la nueva Constitución escrita de los patriotas como versiones modernas, apenas retocadas, de sistemas de representación y de protección de las libertades procedentes de los reinos medievales. No por casualidad, se trataba de la argumentación que patrocinó Francisco Martínez Marina, cuya trayectoria fue exactamente la inversa: habiendo optado inicialmente por José I, lo abandonó luego para defender y apoyar a las Cortes gaditanas10. Mírese bien el momento en que se cruzan: 1810. Porque, después de la primera sacudida de 1808, cuando el cambio de dinastía obligó a delimitar los campos políticos, en 1810 la convocatoria de Cortes supone un segundo momento de movilización, realineamiento y definición de posiciones, tan conflictivo y exigente como el momento de 1808, o probablemente más (tanto en la Península como en América). Los dos casos mencionados, de Lista y Martínez Marina, son especialmente significativos porque, en su viaje político de sentido inverso, llevan cada uno elementos fundamentales para la cultura política del bando de destino, precisamente esas dos concepciones contrapuestas de la comunidad política que les hicieron pensar a ambos que habían apostado inicialmente por el bando equivocado. Pero Lista y Martínez Marina no serían los únicos en hacer este viaje para ubicarse en el espacio político que culturalmente les correspondía. Habría otros casos, algunos tan relevante como el de José Vargas Ponce, que después de haber protagonizado la definición institucional de la instrucción pública en la Administración josefina –con todo lo que eso conllevaba de plasmación de conceptos fundamentales de la política afrancesada– se pasó en 1813 al bando de las Cortes de Cádiz y reprodujo en ese nuevo ámbito polí-

10 Carta sobre la antigua costumbre de convocar las Cortes de Castilla para resolver los negocios graves del Reino, Londres, Imprenta de Cox, Hijo y Baylis, 1810; y Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla. Monumentos de su Constitución política y de la soberanía de su pueblo. Con algunas observaciones sobre la Ley Fundamental de la Monarquía española sancionada por las Cortes Generales y Extraordinarias, y promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812, Madrid, Imprenta de Don Fermín Villalpando, 1813 (3 vols.).

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tico-administrativo las mismas instituciones y los mismos conceptos de referencia11 (menciono especialmente el caso de Vargas Ponce por tratarse de un ejemplo tempranísimo, tal vez el primero, de innovación política en el liberalismo español a través de la incorporación de personas, modelos y lenguajes procedentes del ámbito afrancesado). El caso de los tránsfugas, los que estuvieron primero en un bando de la contienda y luego en otro, resulta revelador. Recordemos que se trataba de una contienda no sólo dinástica, diplomática y militar; era una contienda civil que confrontaba dos modelos de Estado y de nación, dos visiones del mundo y del lugar que España ocupaba en él, dos lenguajes y dos formas radicalmente distintas de interpretar el ciclo revolucionario iniciado en Francia en 1789 y las lecciones que había que aprender de aquella experiencia. Pasar de un bando a otro no era una mera cuestión de cálculo o de conveniencia personal en función de las probabilidades relativas de éxito militar que en cada momento pudieran atribuirse a Napoleón y a sus adversarios. ¿Qué significaba entonces optar? ¿Qué significaba reconocer que se estaba en un error y cambiar de bando? En primer lugar, hay que prestar atención al sujeto que adopta esa decisión. Por más que sean decisiones cultural y socialmente condicionadas, son decisiones individuales, adoptadas, en muchos casos, de forma traumática. Cuando Lista optó por el bonapartismo, lo hizo rompiendo la armonía del grupo de liberales sevillanos con los que le unían vínculos políticos y de amistad. Es cierto que algunos miembros del grupo ya se habían decantado por el rey José, como era el caso de Félix José Reinoso y Miguel del Olmo; pero otros no, y romper con los que eligieron seguir siendo fernandinos no resultaría fácil. Lista opta por el bando en el que ve inscrito el verdadero liberalismo que surge de la experiencia revolucionaria francesa ya madura, e intenta arrastrar tras de sí a otros miembros del grupo que potencialmente podían compartir las mismas inclinaciones, como José Blanco White. Las críticas lanzadas

11 José VARGAS PONCE, autor de La Instrucción Pública. Único y seguro medio de la prosperidad del Estado (Madrid, Hija de Ibarra, 1808), formó parte de la Junta de Instrucción Pública formada por el Gobierno de José I en Madrid; y luego de la que formaron las Cortes en 1813, a la que también perteneció MARTÍNEZ MARINA (A. Martínez Navarro, «Las ideas pedagógicas de José Vargas Ponce en la Junta creada por la Regencia para proponer los medios de proceder al arreglo de los diversos ramos de la instrucción pública (1813)», Historia de la Educación, 8 (1989), pp. 315-322.

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por éste durante los años anteriores contra la intolerancia religiosa y contra la tiranía que ejercía la Iglesia católica sobre la sociedad española parecían terreno abonado para que diera el paso y apoyara un cambio de dinastía junto al cual venía aparejada una propuesta de reforma, modernización y disciplinamiento de la Iglesia. Sin embargo, Blanco White no dio el paso: pesó más su prejuicio patriótico, o tal vez la influencia británica de quien a continuación de despedirse de su amigo Lista marchó a Inglaterra e inició el camino espiritual que le llevaría a la Iglesia anglicana y luego al unitarismo12. Lista y Blanco actúan como individuos autónomos, respondiendo en direcciones opuestas a los desafíos del momento, desde condicionantes sociales y culturales aparentemente similares: se despiden calurosamente y se sitúan cada uno en un lado de la guerra. Igualmente significativo sería el caso de Jovellanos. Los afrancesados contaban con él como un colaborador prácticamente seguro desde el comienzo. Todo en su pasado y en su producción escrita parecía abocarle al bando josefino, como el gran crítico de la Monarquía tradicional que había sido. Sus ataques a la Inquisición y el haber sido víctima de las persecuciones de ésta parecían decisivos para atraerle hacia un Gobierno que se instalaba en España comenzando por abolir el siniestro Tribunal mediante los Decretos de Chamartín (1808)13. A Jovellanos se le reservan puestos de responsabilidad en la Administración de José Bonaparte. Se realizan aproximaciones a través de amigos que pueden influirle. Se le escriben cartas con argumentos racionales y emocionales. Pero, contra todo pronóstico, Jovellanos decide mantenerse fiel a los Borbones14. Su afrancesamiento cultural era indudable, y su opción por modelos políticos análogos a los que los Bonaparte pretendían para España, también. Volveremos después sobre la articulación entre lo individual y lo colectivo en este contexto, preguntándonos por la entidad del sujeto de esta acción política que significaba optar públicamente por un bando u

12 José BLANCO WHITE, Autobiografía (1845), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1975, ed. de Antonio Garnica. 13 Decreto imperial de 4 de diciembre de 1808, Gaceta de Madrid (extraordinaria), núm. 151, de 11 de diciembre, p. 1567. 14 Jovellanos cuenta cómo Mariano Luis de Urquijo le ofreció el cargo de ministro del Interior en el Gobierno de José I, el 7 de julio de 1808, y él eludió esa responsabilidad alegando razones de salud (Obras completas, Oviedo, Instituto Feijoo, 1988, t. IV, pp. 556-558).

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otro del conflicto abierto por el cambio de dinastía. Lo que ahora nos queda claro es que el afrancesamiento cultural, por sí mismo, no garantizaba que un individuo diera el paso político y aceptara la satelización de España con respecto a la Francia de los Bonaparte en 1808-1810. La aculturación de las elites españolas del siglo XVIII en francés y en torno a lecturas francesas tan sólo creaba las condiciones de posibilidad para que ese paso pudiera darse y legitimarse, aunque no lo determinaba: creaba un entorno de comprensión y de admiración hacia todo lo francés, aceptando la inferioridad y el retraso de España hasta el punto de admitir que la sumisión al poder de Francia sólo podía traer beneficios al país. Pero esa asunción de la superioridad francesa la compartían muchos de los intelectuales que se unieron a la resistencia y defendieron los derechos dinásticos de Fernando VII. Todos habían leído a los mismos autores, a los philosophes y a los difusores del derecho natural y de gentes, que habían acabado por constituir referentes comunes para las elites de toda la Monarquía española y no sólo de sus reinos peninsulares15. También habían tenido noticia puntual de los sucesos de Francia, desde la crisis de la Monarquía hasta el Imperio napoleónico, pasando por el episodio del Terror. Pero no todos habían realizado la misma lectura de los textos ni la misma interpretación de los acontecimientos.

Españoles afrancesados, europeos cosmopolitas ¿De qué nacionalidad era, entonces, esta cultura política que atribuimos a los afrancesados? Ellos eran naturales de los reinos de España y, por lo tanto, españoles, e insistieron públicamente en que todas sus acciones estaban movidas por una cierta forma de entender el patriotismo, por ahorrar a España sufrimientos inútiles y por lograr para España las más altas cotas de progreso y de bienestar, que sólo la tutela de Francia podía garantizar. Voluntariamente se instalaron en la defensa de lo español y en las apelaciones a los españoles, asumiendo el coste de entrar en conflicto con Francia cuando los puntos de vista de ocupantes y colaboracionistas no eran exactamente coincidentes: por ejemplo,

15 Alberto MEDINA, Espejo de sombras. Sujeto y multitud en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial Pons, 2009.

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durante la redacción de la Constitución de Bayona; o en todo lo relativo a las relaciones con la Iglesia; en la gestión del imperio ultramarino; a la hora de decidir si la unidad de código se realizaría en España implantando el Code Napoléon o elaborando un código propio que bebiera de las fuentes jurídicas españolas; o cuando se trató del reajuste de fronteras para ampliar el territorio imperial a costa de España. De hecho los afrancesados eran españoles con una concepción propia de España: España como nación política o como Estado, frente a la nación histórica y cultural que predominaba entre los fernandinos; España como un Estado-nación uniforme, en el que no tenían cabida los particularismos territoriales que en el ámbito fernandino aparecían dotados de cierta legitimidad por el discurso historicista. Caben pocas dudas de que la cultura política de los afrancesados formaba parte del conjunto de culturas políticas españolas, no sólo porque se produjera en territorio español y entre súbditos españoles, sino también porque cabe encontrar algunos elementos comunes entre las diversas culturas políticas de la España de aquel momento16. La de los afrancesados no podía ser, como pretendían sus enemigos, una cultura francesa, de importación, ajena a las tradiciones y a los intereses del país. La aculturación de las elites españolas era un fenómeno general bastante antes de que en 1700 se instalara en el trono una dinastía francesa por primera vez. El afrancesamiento cultural era un signo de distinción que caracterizaba a las elites frente a unas masas populares a las que esta influencia llegaba de manera mucho más tenue. Por lo tanto, todas las culturas políticas españolas de aquella época mostraban una cierta influencia francesa: desde luego, la de los afrancesados; pero no menos la de los patriotas liberales que concibieron las Cortes unicamerales y la Constitución de 1812 como un calco de los precedentes franceses17; y la de los monárquicos tradicionalistas del bando fernandino, que

16 La percepción de América o de la imbricación entre los territorios europeos y americanos de la Monarquía, sería uno de los elementos comunes de las diversas culturas políticas españolas. Tal vez sería otro la idea de unidad religiosa, que identificaba el ser español con el ser católico, aunque en esto cabría señalar matices más importantes, por cuanto sí eran distintos los corolarios que se extraían de tal constatación, sustentando los afrancesados la visión más generosa de la libertad de cultos y de conciencia. 17 Ignacio FERNÁNDEZ SARASOLA, «La influencia de Francia en los orígenes del constitucionalismo español», Forum Historiae Iuris, 2005 http://www.forhistiur.de/zitat/0504sarasola.htm

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también bebieron con fruición de fuentes ultramontanas francesas (como Augustin Barruel, Louis de Bonald o Joseph de Maistre). El panorama de las culturas políticas españolas durante la guerra de 1808 muestra que todas ellas eran mestizas en cuanto a su origen nacional: la influencia francesa, después de más de un siglo de aculturación, estaba en todas ellas mezclada con componentes autóctonos y de otra procedencia. ¿Cómo atribuir a estas construcciones culturales una nacionalidad? Esto habría sido inconcebible para los protagonistas; porque, si algo caracterizó la relación de los afrancesados con la cultura, con la política y con el mundo, fue su marcado cosmopolitismo. En esto sí que se encuentra una frontera cultural visible que los distingue de sus rivales en otros medios políticos. De hecho, si se mira bien, lo que llamamos influencia francesa es más bien la apertura a un cosmopolitismo que, en las circunstancias de aquella época sólo podía llegar en lengua francesa y a través de Francia. Pero las instituciones, los conceptos, los discursos que se reciben, son tanto franceses como alemanes, italianos, suizos, holandeses o británicos. Francia actuaba como un condensador y un repetidor de la producción intelectual, artística, científica, jurídica y también política de toda Europa; producción que, por lo general, llegaba hasta las elites de la Monarquía española a través de resúmenes, interpretaciones o traducciones francesas. Esto creaba el equívoco de que las elites españolas consumían de manera casi exclusiva cultura francesa; cuando en realidad, a través del francés, se abrían a la diversidad y la riqueza de la Ilustración europea. El carácter híbrido o mestizo de las culturas políticas resultantes es, pues, evidente y más acentuado de lo que pudiera parecer a primera vista, puesto que el lugar que ocupaban en ellas las aportaciones de pensadores italianos (Giovanni Vincenzo Gravina, Cesare Beccaria), suizos (Jean-Jacques Burlamaqui, Emerich de Vattel, Johann Heinrich Pestalozzi), holandeses (Hugo Grocio) o alemanes (Samuel Puffendorf), no permite reducirlas a una mezcla de elementos españoles y franceses. Tal vez sí hubo una diferencia en esto entre los afrancesados, en cuanto a la percepción de la diversidad de orígenes de los componentes que integraban en su cultura política. El hábito de examinar las propuestas novedosas que venían de Europa y asumirlas o rechazarlas mediante un juicio racional en el que nada tenía que ver la nacionalidad de su autor, acostumbró a algunos miembros de las elites cultas del reina-

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do de Carlos IV a pensarse a sí mismos como europeos. Europeos vinculados espiritualmente a Francia y, a través de ella, a un continente en el que eran muchos los focos de luz; europeos que, por otra parte, habían tenido la mala fortuna de nacer en España, este país de tinieblas, en la periferia europea, al que los libros llegaban con dificultad y la luz de la razón tenía que circular medio escondida. Algunos hicieron del cosmopolitismo, de esa apertura a lo racional, viniera de donde viniera, una manera de estar en el mundo. Y fue precisamente en ese medio, que se había desprendido casi por completo del habitus hispanizante, en donde fueron reclutados la mayor parte de los afrancesados de 1808-1814. El estallido de la guerra civil en 1808 acentuó la nitidez de esta frontera, por cuanto los afrancesados asumieron un discurso racionalista en el que la aceptación de las instituciones francesas y de la tutela imperial iba de suyo como corolario de esa visión del mundo en el que apenas tenían entidad ni relevancia las esencias patrióticas. En la medida en que, desde el bando fernandino, la resistencia contra la ocupación francesa se azuzó con una propaganda chauvinista, que hacía bandera de lo castizo, de lo español como garantía cultural frente a la dominación política extranjera, los campos terminaron de delimitarse dialécticamente: entre quienes se adherían a una visión de Europa como un conjunto de pueblos diferenciados que encontraban plasmación política en las monarquías tradicionales, y quienes veían a Europa como un continente ordenado desde un poder central, imperial, capaz de extender las leyes e instituciones que la razón dictaba para todos, con independencia de la lengua que hablaran o la religión que profesaran.

Antes del nacionalismo Los afrancesados españoles fueron un grupo unido en torno a una cultura política común, que les diferenciaba de la mayor parte de la población española, apegada a otras visiones del mundo, otros lenguajes y otros sistemas de valores. Uno de los rasgos característicos de aquella cultura política era su carácter paneuropeo, formado por aportes, conceptos, símbolos e imágenes procedentes de todos los países de Europa, en franco contraste con el nacionalismo historicista que profesaban las demás culturas políticas presentes en la España peninsular. La caracterización de este pequeño grupo nos ayuda a comprender que en su tiempo no existía nada parecido a una cultura política nacio-

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nal en España. Los ingredientes de la cultura afrancesada tenían más en común con los de otras elites europeas que con la cultura política de los liberales gaditanos o la de los tradicionalistas fernandinos; y, a su vez, estos dos grupos se aproximaban más a la cultura política de otros liberales y de otros legitimistas europeos de lo que se asemejaban entre sí. La consideración detenida de las culturas políticas españolas, como las de cualquier país, revela la pluralidad intrínseca de las sociedades modernas, escindidas de manera irreversible en grupos sociales con intereses contrapuestos por efecto de la economía de mercado, pero también escindida en corrientes políticas irreductibles a la unidad por efecto de la libertad de pensamiento, la libertad de imprenta y la libre concurrencia de partidos. ¿Cómo podría sostenerse entonces que, en medio de esta pluralidad de intereses sociales y de corrientes partidarias, las culturas políticas que dan sentido a ambas no fueran igualmente diversas? ¿Cómo podría argumentarse la existencia de un sustrato cultural común que diera unidad a cada comunidad nacional y la diferenciara de las naciones vecinas, si no es sobre la base de un prejuicio esencialista que considere a las naciones como entes naturales reconocibles a despecho de su pluralidad interna y de su mutua interpenetración? El caso de la España contemporánea es significativo de lo contrario. Se trata de un país donde se encuentran culturas políticas mestizas, híbridas, continuamente abiertas a las influencias venidas del extranjero; junto con otras que tal vez lo sean menos, pero que, precisamente por eso, no pueden formar parte de una cultura política nacional. Más claro aún lo veríamos si, saltando al otro lado del Atlántico, pensáramos las culturas políticas de los otros españoles: el carácter híbrido, mixto, mestizo, no-enteramente-español de las culturas políticas criollas resulta evidente. Tan evidente como la pluralidad de culturas políticas presentes en cada virreinato, en cada audiencia, capitanía o gobernación. No es válida la trasposición de las culturas políticas definidas para la España peninsular a la España americana; como tampoco vale la caracterización de las culturas políticas de uno de los territorios de la América española para otro. En la medida en que la Monarquía española era una, y los inventores de la nación la definieron como una comunidad política extendida por ambos hemisferios, sostener la existencia de un sustrato de cultura política común se vuelve, obviamente, imposible.

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Y, ¿acaso no es siempre así? ¿No son mayores y más determinantes de las conductas los elementos culturales que diferencian la interpretación del mundo presente en cada grupo político de una nación que los que caracterizan de manera uniforme a todos los que participan en un mismo sistema político? ¿Dónde se encuentra esa nación de profundas unanimidades que imaginan los nacionalistas y que dan por buena algunos científicos sociales? Yo diría que, desde luego, no en la España contemporánea; y dudo que alguna vez haya existido en algún otro sitio cualquiera.

Condiciones sociales y opciones políticas Decía al comienzo que entiendo directamente conectadas entre sí las dos disyuntivas principales que se plantean los historiadores en torno al uso del concepto de cultura política. Uno es el de la existencia o no de culturas políticas generales o la posición relativa que se asigna a los elementos de unidad y los de diversidad en las culturas políticas de una nación, esto que he llamado la nacionalidad de las culturas políticas. La otra es la existencia de factores sociales que, por mediación de las culturas políticas, puedan considerarse determinantes de la acción política de los sujetos. El estudio de los afrancesados españoles plantea un desafío en torno a esta segunda cuestión, como es fácil deducir de lo dicho hasta ahora. El afrancesamiento fue un fenómeno de elites, en el que apenas hubo participación popular; y esto distingue a los afrancesados, que reafirmaron voluntariamente su distanciamiento de las masas populares, al mismo tiempo que las elites fernandinas recorrían el camino opuesto, asumiendo discursos en los que tal distancia se acortaba o se borraba en torno al lenguaje del pueblo y de la nación. Las elites españolas del periodo 1808-1814 se presentan escindidas en varias culturas políticas a las que resulta imposible identificar con posiciones de clase o con intereses materiales contrapuestos. Más allá del elitismo cosmopolita imperante entre los afrancesados, que no encuentra equivalente ni entre los liberales gaditanos ni entre los reaccionarios fernandinos, no parece haber atributos sociales que caractericen a la opción afrancesada. Para vislumbrar una posible caracterización social del grupo es necesario extender la noción de lo social más allá de las bases económicas

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de la desigualdad para identificarlo con el ámbito de las relaciones. Y de ahí extraer una caracterización social de los afrancesados que, en el momento actual, sigue en el estado de hipótesis aún no del todo contrastada. ¿Cómo explicar la decisión política que adoptaron estos sujetos entre 1808 y 1810 de apoyar al régimen de José Bonaparte? De entrada, no resultan satisfactorios los planteamientos tradicionales de tipo contingente, que explican el paso de cada uno de ellos al bando josefino en razón de circunstancias políticas específicas (como la mejor o peor relación con el grupo de poder reunido en torno a Godoy, por ejemplo) o con atributos psicológicos y morales individuales (como la mayor o menor ambición, valentía, lealtad…); no resultan satisfactorios por cuanto los primeros no explican sino una pequeña parte de las trayectorias del grupo afrancesado y los segundos son meras tautologías. En lugar de ello, trabajamos con la hipótesis, ya explicada, de un afrancesamiento cultural de larga data que afectó a un sector muy amplio de las elites españolas del siglo XVIII y que, tal vez, había alcanzado su punto culminante en los últimos años del reinado de Carlos IV, por la contemplación extática de los logros napoleónicos. Poco cambia, a esos efectos, el matiz apuntado de que esa aculturación no era propiamente inmersión en la cultura francesa, sino adopción a través de Francia de elementos culturales de diversa procedencia, es decir, una europeización mucho más cosmopolita de lo que pudiera hacer pensar la etiqueta infame de afrancesados. En todo caso, como ya dijimos, el afrancesamiento cultural no siempre derivó en afrancesamiento político, y es esta segunda frontera la que no encuentra explicación si la investigación se mantiene en el terreno de lo cultural: ¿qué hizo que, en el marco de esas elites afrancesadas, los desafíos de 1808-1810 decantaran a algunos de sus miembros hacia el bando de José I y a otros hacia el de Fernando VII? Fue la interacción entre factores culturales y sociales la que determinó el paso a las filas del rey José y acabó caracterizando a un grupo que forjó su cultura política distintiva en el contexto de confrontación que se inició en 1808.

Elites en crisis Los desafíos de los años 1808-1810 interpelaron de manera diferente a cada sector de la población en función de sus posiciones sociales y de los instrumentos culturales que tuvieran para interpretarlas. De entra-

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da, los más directamente interpelados fueron los miembros de las elites de poder, a los que tanto los Bonaparte como los portavoces autoproclamados de la nación española fiel a los Borbones exigieron que clarificaran de forma explícita su lealtad hacia una u otra de las dos dinastías. De entrada, pues, pertenecer a esos círculos de elite o estar fuera de ellos –una realidad social, por más que sea culturalmente mediada– establecía una diferencia en el grado de presión que se recibía y en el grado de compromiso que se requería. No todos los españoles fueron llamados a la Asamblea de Bayona y se vieron obligados a responder sí o no, a comparecer físicamente allí o permanecer ausentes, a tomar la palabra allí para manifestar su postura o no hacerlo. Tampoco se exigió a todos los españoles que pronunciaran el juramento de lealtad al nuevo rey, sino sólo a los que ocupaban puestos en el aparato político, administrativo o militar de la Monarquía. No todos los españoles escribían en los periódicos ni se vieron ante la disyuntiva de seguir haciéndolo con un discurso favorable o desfavorable al cambio de dinastía. Tenemos ahí, pues, una primera barrera social que resultó determinante. El reclutamiento de los afrancesados se realizó sólo entre los círculos de las elites españolas, por efecto del intenso elitismo que impregnaba la cultura afrancesada, según el cual la lealtad de la nación a la nueva dinastía era sólo la lealtad de sus elites sociales, las únicas que poseían las luces suficientes para apreciar el beneficio que se les ofrecía con la tutela francesa y con el nuevo orden de la Monarquía. No hubo apelación al pueblo de parte del bando josefino, más allá de los continuos llamamientos a la calma que se intentaban difundir por medio del clero católico; pero, a quienes intentaba ganarse el Gobierno de José –con poco éxito, por cierto– era a los miembros de la jerarquía eclesiástica de los que pensaba que dependía la paz social, en la medida en que se les atribuía un ascendiente decisivo sobre las masas populares18. En consecuencia, no hubo campesinos afrancesados, ni manifestación alguna de activismo josefino entre las masas populares urbanas; mientras que sí hubo esa interacción entre elites y masas populares en el ámbito del liberalismo gaditano y en el de la reacción monárquica tradicionalista.

18 Gérard DUFOUR (ed.), El clero afrancesado, Aix-en-Provence, Université de Aixen-Provence, 1986.

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Definido el afrancesamiento activo como un fenómeno de elites, queda por explorar si hay una segunda frontera social explicativa de la desigual conducta política de las elites españolas: ¿cuál es el factor que separa, en los círculos de elite, a los afrancesados de los fernandinos? La hipótesis, aquí, nos lleva al terreno del análisis de redes, pues el factor diferencial más plausible se encuentra en la morfología de las redes sociales en las que se hallaban insertos los actores de este drama político19. Los personajes más abiertamente comprometidos con la causa bonapartista suelen ser gente que se siente marginada como resultado de conflictos o frustraciones anteriores, frecuentemente personas que habían roto los vínculos con su entorno familiar y social inmediato. En una sociedad como la del final del Antiguo Régimen, en la cual las redes de parentesco y de clientela anclaban a cada individuo a su entorno y lo arraigaban en un territorio y en unos intereses que le dotaban de identidad, sólo personas a quienes las circunstancias hubieran privado de esos lazos fuertes de lealtad y de intercambio de apoyo podían sentirse relativamente libres para optar por sí mismas y dar el salto a una alternativa política radicalmente nueva, como era la de servir a una nueva dinastía, instalada de forma abrupta y rechazada por gran parte de la población. El salto al compromiso cosmopolita con la causa que representaban los Bonaparte en toda Europa sólo era posible desde la ruptura de los vínculos que ataban a los individuos al país, su religión y sus tradiciones; y esto resultaba más fácil para personas insertas en redes poco tupidas, debilitadas por crisis recientes o en proceso de redefinición al estallar el conflicto de 1808-1810. Un ejemplo podría ser el de Alejandro Aguado, un segundón sin herencia, militar destinado a un regimiento poco destacado, y que había roto con su familia recientemente como consecuencia de su casamiento con una mujer de rango social inferior, rechazada por la familia20. Otro ejemplo podrían ser los

19 El funcionamiento de las redes personales y familiares al final del Antiguo Régimen ha sido descrito y analizado por José María Imízcoz Beunza en varias publicaciones. Por ejemplo: «Comunidad, red social y elites. Un análisis de la vertebración social en el Antiguo Régimen», en J. M. IMÍZCOZ (dir.), Élites, poder y red social. Las élites del País Vasco y Navarra en la Edad Moderna, Bilbao, Universidad del País Vasco, 1996, pp. 13-50. 20 Jean-Phillippe LUIS, L’ivresse de la fortune. A. M. Aguado, un génie des affaires, País, Payot, 2009.

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personajes de la oligarquía sevillana desplazados recientemente del poder municipal por la rebelión de los comerciantes21. Estos individuos, liberados de la presión conservadora de su entorno por hallarse en zonas de la red social poco tupidas, llevaron el afrancesamiento cultural hasta sus últimas consecuencias y se hicieron bonapartistas activos. Por el contrario, quienes desde situaciones sociales e intelectuales similares, se hallaban comprometidos en vínculos intensos que les anclaban a la tradición española y les requerían moralmente la fidelidad a la patria, a la Iglesia y a la Monarquía borbónica, no pudieron superar la fuerza inmovilista de esa vigilancia social y hubieron de cumplir la deuda que percibían en forma de lealtad a su familia, sus amigos o sus protectores, de modo que optaron por el bando fernandino.

La Revolución como experiencia leída ¿Qué significaba, en aquel contexto, llevar el afrancesamiento cultural hasta sus últimas consecuencias? Significaba que, después de alimentar su curiosidad intelectual durante decenios con lecturas francesas y de haber seguido con plena atención el curso de los acontecimientos que se iniciaron en Francia en 1789, estos afrancesados asumían como parte integrante de su propia visión del mundo la Revolución que, de alguna manera ya habían vivido. Aunque la mayor parte de ellos no hubieran participado en los acontecimientos revolucionarios de Francia ni hubieran estado físicamente en aquel país durante los episodios cruciales de los últimos veinte años, habían aprehendido la Revolución a través de los discursos recibidos, la mayor parte de ellos por escrito. Aquí se aprecia la importancia de que la cultura política resultante fuera una cultura de elites, porque sólo una elite cultivada puede construir su identidad en torno a la interiorización de una experiencia no vivida en directo, sino a través de la lectura. Los afrancesados dieron por conocida y por vivida la experiencia de la Revolución francesa, de un modo que apenas podían hacer el res-

21 Estudiados también por Jean-Philippe LUIS, «La Guerra de la Independencia y las elites locales: reflexiones en torno al caso sevillano», Cuadernos de Historia Moderna. Anejos, VII (2008), pp. 213-236.

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to de los españoles. Y, al incorporar en su cultura política un cierto relato de la Revolución, incorporaron también una interpretación y unas enseñanzas de la misma, extrayendo como conclusión la apuesta por un régimen político posrevolucionario. Estaban obsesionados por restaurar el orden en un país en el que aún no se había producido del todo la ruptura del mismo, porque no se había producido una revolución autóctona. Interpretaron los acontecimientos de España a través del esquema que les proporcionaba la Revolución francesa, trasponiendo fases, conceptos y personajes de un país a otro y de un momento a otro. Quisieron trasplantar a España la propuesta bonapartista, que entendían como decantación del mejor legado de la Revolución, ahorrando al país los sufrimientos previos que se había experimentado en Francia. Quisieron cambiar desde arriba el lenguaje del país, sus costumbres y sus instituciones, acomodándolo en todo esto a lo que en Francia era el fruto maduro de un largo ciclo de innovaciones y de experimentación que, desde la Asamblea Constituyente llevó a la Convención, al Terror, a Thermidor, al Directorio, al Consulado y, finalmente, al Imperio. Sabedores de todo esto por su vivencia vicaria de la trayectoria política del país vecino, se dijeron: ¿Por qué no saltar directamente de la Monarquía del Antiguo Régimen a la modernidad del Imperio? ¿Por qué no ahorrarse el precio de la anarquía y de la destrucción del periodo intermedio? ¿Por qué actuar como si ignorasen los peligros que encerraba abrir un proceso revolucionario en su propio país? La cultura política afrancesada, pues, nacía de un cierto aislamiento y de una cierta marginalidad social, porque semejante modo de ver el mundo no era imaginable desde el centro del tejido social español, en el que sólo contaban las experiencias realmente vividas e interiorizadas por la comunidad. Experiencias como la de la Guerra de la Convención (1793-1795), en la cual los vínculos comunitarios e identitarios se vieron reforzados en torno al catolicismo tradicional, por efecto de la lucha contra los franceses. Sustituir esas experiencias por la fuerza de la lectura y la capacidad de hacer propias las experiencias de otros, era algo que sólo estaba al alcance de un reducido círculo de hombres libres, a los que la formación, el estudio y la reflexión, aparte de otras circunstancias más o menos fortuitas que actuaran sobre el debilitamiento de sus vínculos sociales, les habían puesto en condiciones de valorar los beneficios que traería al país la implantación, bajo tutela extranjera, de un régimen de modernización acelerada y de orden público garantizado.

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Estos miembros cultos de la elite social no podían admitir ninguno de los otros dos caminos que se les ofrecían. Por un lado, no podían admitir la pervivencia de la Monarquía tradicional, cuyo anquilosamiento en todos los órdenes era un secreto a voces desde la muerte de Carlos III: uno de los símbolos compartidos de la cultura política afrancesada era, sin duda, la mitificación de la figura de Carlos III y de su reinado, frente al cual el tiempo de Carlos IV quedaba como un tiempo de decadencia e inmovilismo, que demostraba la urgente necesidad de realizar cambios profundos para que España recuperara su lugar entre las naciones europeas. Otro componente de ese marco de referencia común que tenían los afrancesados era el recuerdo del motín de 1766, interpretado como la prueba del fracaso de las reformas ilustradas por la actitud retrógrada de las clases populares y el liderazgo del clero católico, un error que no podía volver a repetirse y que requería otro contexto institucional, otro tipo de régimen político y una desconfianza precavida frente al pueblo ignorante e irracional22. Y, junto con 1766, otro hito simbólico de la memoria histórica afrancesada era 1805, la culminación de los despropósitos de la Monarquía borbónica, cuando España perdió su flota en Trafalgar frente a la Armada británica; lo cual, por un lado, demostró el grado de debilitamiento y de degeneración al que la Monarquía de Carlos IV había llevado al país, después de interrumpir la vía de las reformas; y, por otro lado, incapacitaba a España, ahora privada de una Marina de Guerra digna de tal nombre, para mantener las posesiones americanas que, durante siglos, habían sido parte del territorio de la Monarquía, pieza clave de su potencia internacional, y razón de ser de la existencia de España como tal. Ante la crisis de 1808-1810, por lo tanto, cualquier cosa menos volver a la Monarquía tradicional de los Borbones, que era tanto como condenar a España a seguir hundiéndose en su decadencia. Pero tampoco era aceptable el otro camino que se les ofrecía, el de reformar a fondo las instituciones de la Monarquía española por la vía revolucionaria, como intentaban hacer algunos patriotas mediante la convocatoria de Cortes y la formulación de una Constitución liberal. ¿Cómo lanzar a España por ese camino, sabiendo los afrancesados lo que creían saber sobre la Revolución? ¿Cómo pasar por alto que la rup-

22 MEDINA, Espejo de sombras…, op. cit., pp. 137-172. José Miguel LÓPEZ GARCÍA, El motín contra Esquilache, Madrid, Alianza Editorial, 2006.

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tura revolucionaria con el pasado, reuniendo una asamblea representativa que diera a la nación una Constitución escrita y se la impusiera al rey era reproducir exactamente los pasos seguidos en Francia desde 1789? ¿Y cómo ignorar que ese primer paso conduciría a decenios de luchas civiles, de sufrimiento y violencia, hasta que el cansancio diera paso a alguna forma de autoritarismo que pusiera orden en el país por medio de la represión y la centralización del poder? ¿Por qué no actuar con racionalidad y establecer directamente ese resultado final adelantándose al futuro? La invasión francesa permitía hacerlo, utilizando la incomparable fuerza militar prestada por el Emperador para imponer sobre este pueblo ignorante y supersticioso un régimen de orden, progreso y libertad como el que ya disfrutaban la propia Francia y la mayor parte de los países del continente europeo. El planteamiento era intelectualmente impecable, aunque obviamente no podían aceptarlo la mayor parte de los españoles, que no habían interiorizado la experiencia histórica francesa como vivencia propia ni como enseñanza política actuante. Los afrancesados lo sabían, y por ello acentuaban la actitud de superioridad y de aislamiento que les distanciaba del pueblo y que les llevaba a no contar con él en absoluto. Y hay que admitir que su cálculo era correcto, salvo por lo que respecta a las posibilidades de victoria militar de la Francia napoleónica. Pocos de ellos tenían conocimientos militares, aunque había en el grupo un cierto número de militares de carrera y algunos ávidos lectores de historia y estudiosos del arte de la guerra, que algo sabían sobre la lógica de los ejércitos23. Todos ellos, sin embargo, se engañaron respecto a la relación de fuerzas en Europa y en España, dando por evidente la superioridad militar de Bonaparte; un error de cálculo ajeno al modelo político y social que proponían, y disculpable por cuanto fue un error muy común en aquel tiempo, en 1808-1810, cuando prácticamente nadie concebía la posibilidad de una derrota total de Napoleón, más allá de tropiezos puntuales como el que representó la batalla de Bailén.

23 Noveciento cuarenta y nueve militares, entre los que se contaban dos capitanes generales (el almirante Mazarredo y el conde de Campo Alange), quince tenientes generales, veintiséis mariscales de campo, dos generales, sesenta y cinco coroneles, etc. (según la cuenta de Juan GONZÁLEZ TABAR, Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen, 1808-1833, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, p. 81).

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El afrancesado en su soledad Los argumentos expuestos, si bien esquematizados como hipótesis explicativa, cuya contrastación empírica todavía hay que desarrollar, describen un triángulo en el que interactúan la condición social de los actores, la conformación de una cultura específica y la respuesta política a las circunstancias históricas excepcionales que se dieron desde 1808. Queda, para terminar de enmarcar el caso de los afrancesados en el tipo de problemáticas teóricas y metodológicas que suscita el empleo del concepto de cultura política, abordar la caracterización del sujeto portador y constructor de esto que hemos denominado cultura política afrancesada. Sea cual sea el abordaje del tema, no es posible soslayar la centralidad del individuo como sujeto de esta historia. No hay grupo afrancesado con anterioridad a la opción individual que a cada uno de ellos se le requirió expresamente, de hacer público su apoyo a José Bonaparte como rey legítimo. Los integrantes del grupo empiezan a conocerse y a reconocerse, a integrarse en una empresa y en una comunidad superior a ellos mismos, sólo a partir del momento en que dieron ese paso como individuos libres y conscientes. A diferencia de otras culturas políticas, no encontramos en ésta la traducción cultural de una condición social preexistente que delimitara un sujeto colectivo. Cada afrancesado lo es por sí, y entabla una relación individual de lealtad con el nuevo monarca y todo lo que representa. La noción del individuo como sujeto de la lealtad, o como sujeto de la traición –si se mira desde el bando de sus oponentes– se mantuvo durante todo el proceso histórico del que nos estamos ocupando. De hecho, tras ser condenados al destierro por Fernando VII24, muchos de estos afrancesados iniciaron una reflexión sobre el yo que no tiene parangón en la literatura de la época. Muchos de ellos escribieron textos autobiográficos, memorias políticas en las que el hilo conductor era la justificación de la conducta que habían seguido entre 1808 y 1814. Con ello, algunos pretendían obtener personalmente y a título individual el perdón de Fernando VII para volver a España; otros, que no se arrepentían ni se retractaban de su apoyo al proyecto josefino, escribían para justificarse ante la posteridad, ante sus seres queridos o ante el

24 Real Decreto de 30 de mayo de 1814 (Colección de las Reales Cédulas, Decretos y Órdenes de S. M. el Sr. Don Fernando VII, Barcelona, Gaspar y Cía., 1814, t. I, pp. 30-33).

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tribunal de su propia conciencia. Pero todos lo hacían en primera persona, sin diluir su responsabilidad en el nosotros de un partido, de una clase ni de comunidad alguna. Con una sola excepción, la de Azanza y O’Farrill, que redactaron unas insólitas memorias a dos voces25, los demás hablaron como sujetos individuales: conscientes, libres y responsables de sus actos26. En esta literatura del yo encontramos materiales de enorme interés para reconstruir la cultura política de los afrancesados y el modo en que ellos mismos entendieron lo que les había ocurrido, uno por uno. Y encontramos una concepción fuertemente individualista del mundo. Tal vez sea por efecto de la lectura de este tipo de literatura autobiográfica, que consideramos pionera del género de las memorias políticas en España, por lo que no podemos dejar de considerar la relevancia del sujeto individual como protagonista de esta historia. No como sujeto natural, sino como sujeto construido, socialmente determinado y culturalmente mediado; pero sujeto que reflexiona sobre su pasado, su memoria y sus acciones en términos de individuo. Y tal vez en esto, como en tantas otras cosas, la cultura política de los afrancesados se separaba de la de sus oponentes en el escenario político y bélico del momento, anticipándose a ellos en el tiempo. El individualismo de los textos afrancesados contrasta con la visión corporativa y orgánica de la sociedad española que, fuertemente imbuida de la tradición católica, persiste tanto entre los patriotas liberales como entre los tradicionalistas fernandinos. De tal modo que la concepción de la sociedad como agregado de individuos autónomos, que late en el discurso afrancesado, se anticipó en una generación a las demás versiones del individualismo, desde las cuales –o, a veces, contra los cuales– se construyeron los diversos discursos liberales de los años treinta en adelante.

25 Memorias de Don Miguel José de Azanza y Don Gonzalo O’Farrill sobre los hechos que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, París, P. N. Rougenon, 1815. 26 Por ejemplo, Francisco AMORÓS, Félix José Reinoso, el marqués de Almenara, el marqués de Arneva, Dámaso Gutiérrez de la Torre, Antonio Guzmán, Ramón Segura. Juan LÓPEZ TABAR, «El rasgueo de la pluma. Afrancesados escritores (1814-1850)», en Ch. DEMANGE, P. GÉAL, R. HOCQUELLET. S. MICHONNEAU y M. SALGUES (eds.), Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Independencia en España (1808-1908), Madrid, Casa de Velázquez, 2007, pp. 3-20.

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Concluyo donde empecé: considerando la pertinencia de aplicar el concepto de cultura política a los afrancesados españoles de la primera mitad del siglo XIX. Y asumiendo el carácter problemático tanto del concepto teórico general –cultura política– como del concepto historiográfico que resulta de esta investigación, el de cultura política afrancesada. Concepto problemático porque aspira a dar cuenta de una realidad compleja: una cultura política que hemos definido como trasnacional, híbrida y mestiza; pero también una cultura cambiante, que se nutre de experiencias que va incorporando e interpretando durante todo el periodo histórico en que estuvo vigente. De hecho, si desde el primer momento la identidad del grupo afrancesado se definió dialécticamente, en el sentido de que sus miembros tomaron conciencia de grupo a medida que fueron aislados, señalados y acusados por otros sectores de la sociedad, la cultura política que asumieron y que acabó constituyendo su seña de identidad se mantuvo en interacción permanente con las otras culturas políticas que la rodeaban: algunos de sus componentes –como la admiración por modelos franceses– los habían compartido con otras corrientes políticas españolas que, a diferencia de los afrancesados, se desprendieron de ellos en el curso de la gran definición de campos que tuvo lugar entre 1808 y 1810. Más en general, lo que quiero decir es que no es posible explicar una de las culturas políticas de aquel momento histórico sin estudiar al mismo tiempo las otras culturas alternativas a las que se confrontaba, dado que todas se definían, en gran medida, en un proceso dinámico y por un juego de reacciones y emulaciones con respecto a las concepciones con las que se disputaban la hegemonía.

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