Afectos y pasiones en tratados de retórica y técnica vocal. Del stile rappresentativo al bel canto. Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) 2015. Museo de Bellas Artes. La Coruña.

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Afectos y pasiones en tratados de retórica y técnica vocal. Del stile rappresentativo al bel canto. Lucía Díaz Marroquín Universidad Complutense de Madrid

RESUMEN El stile rappresentativo practicado en las academias italianas en las últimas décadas del siglo XVI permite el paso del género madrigalístico polifónico a obras monódicas (a voce sola) con acompañamiento instrumental (basso continuo) que traducen al ámbito musical la nueva dignidad y consideración que el humanismo italiano atribuye al individuo. Este estilo dará lugar al surgimiento de los espectáculos operísticos, lo que implica nuevas necesidades expresivas para la

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a experiencia y la expresión de la emoción son fenómenos que afectan, han afectado y afectarán a todos los seres humanos, independientemente de la época y el lugar geográfico en el que éstos vivan, de su género, raza, edad o condición social. Sin embargo, el punto de vista desde el que cada persona se refiere a su ámbito de experiencia emocional y los criterios y el tipo de expresión que utiliza para hacerlo resultan, por definición, singulares y subjetivos. Por otra parte, todas las artes requieren para serlo la aplicación de un conjunto de técnicas materiales y expresivas, lo que no significa que deban ser analizadas aplicando exclusivamente una perspectiva técnica, sino que, para completar el análisis, resulta ineludible comprender y describir también el fenómeno de la emoción o emociones que los discursos artísticos son capaces de expresar. Este artículo se refiere a una forma de discurso artístico que no hace tantos siglos resultó central para la definición de la identidad

voz de los intérpretes. A partir de las décadas centrales del siglo XVII, los cantantes tendrán que superar la simple puesta en escena de los afectos arcádicos característicos de la cultura del madrigal y de los primeros dramas en música, para llegar expresar pasiones cada vez más complejas en teatros cada día más amplios y con el acompañamiento de orquestas más sofisticadas. El estilo surgido de esta evolución –el bel canto– se desenvuelve así en un nuevo universo tanto vocal como emocional. europea por encima de fronteras nacionales, geográficas e incluso lingüísticas: el canto operístico de tradición belcantista. Su vigor fue tanto que ha perdurado hasta nuestros días, y no de forma fosilizada, sino seduciendo a generación tras generación de intérpretes y público que siguen llenando regularmente los teatros de ópera. Descartada la posibilidad de que se trate de un anacronismo inexplicable, la razón fundamental para la pervivencia de este tipo de discurso artístico tiene que ver con el extraordinario poder expresivo y afectivo que caracteriza a la voz humana, un poder que se ha prolongado hasta nuestros días. Y es que, por muchas amenazas que la crisis que ha afectado a Europa y al resto de los países vinculados a ella en las primeras décadas del siglo XXI haya vertido sobre instituciones, artistas, festivales, temporadas de ópera y, especialmente, sobre el público, los teatros no dejan de estar llenos, mientras que los festivales dedicados al repertorio musical vocal reúnen a un número de aficionados cada vez mayor.

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En ocasiones se acusa a la ópera de ser un arte elitista, y, a pesar de convocar a la cantidad de espectadores que convoca, es posible que lo sea. Después de todo, el aprecio por lo intenso, por lo profundo, por lo doloroso, a veces, nunca han sido patrimonio de las mayorías a las que resulta más fácil deslumbrar mediante efectos espectaculares o inusuales, pero que con tanta facilidad apartan la vista de lo que no produce satisfacción inmediata. Por el contrario, el proceso individual de experimentar la propia voz y la propia emoción requiere, de manera ineludible, enfrentarse y reconocer la propia historia afectiva y las propias reacciones temperamentales, así como saber combinarlas con las que también expresan el resto de los intérpretes de una determinada producción. A esta necesidad se le añade, en el caso de las interpretaciones de repertorios compuestos en épocas anteriores al momento actual -como la mayoría de los que forman parte de los programas de concierto o de la programación de las temporadas operísticas habituales-, la de saber interpretar estas mismas emociones en sus distintas manifestaciones históricas. Como señala Susan Mc. Clary, se trata de “explorar diferentes variantes del sentimiento” entendidas, no como “posibilidades embrionarias de una madurez que sólo se alcanzará más tarde”, sino como formas de encontrarle un sentido afectivo a un mundo radicalmente diferente del que hoy conocemos1. En la tradición europea occidental, la ópera se ha distinguido desde sus orígenes, en las accademiae italianas de los últimos años 1. Susan McClary, 2013, 4. Y también, para una comprensión detallada de esta misma idea, el capítulo “El decorum de los afectos en la recepción humanista de la teoría clásica”, en Lucía Díaz Marroquín, 2008, 78-102. 2. En 1598 (1597, según el calendario juliano), en la Accademia Fiorentina del conde Giovanni Bardi, se puso en escena el

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del Cinquecento y primero del Seicento2, por ser el género que mejor representa la idea humanista de combinar la dignidad ontológica y expresiva del individuo (la voce sola o monodia accompagnata) con los logros alcanzados por tradiciones teatrales contemporáneas plenamente maduras. Éstas van desde la tragedia de origen griego, que Aristóteles describe con todo detalle en su Arte poética y que los académicos florentinos intentan resucitar a partir de 1598, hasta las tradiciones nacio-nales de la commedia dell’arte –en el caso ita-liano–, el teatro mitológico y emblemático calderoniano o el de de capa y espada hispanos, la tragédie lyrique y el ballet de cour francés, la masque inglesa, el Singspiel alemán, más adelante, y muchas otras. La voz es tan individual como la huella dactilar o la letra escrita. Los medios de comunicación audiovisuales y, cada vez más, también los interactivos –incluidos los departamentos de marketing de las empresas que se anuncian en ellos– conocen bien las capacidades emocionales del instrumento vocal: su poder para mover las emociones mediante el fenómeno de la empatía que alcanza tanto el ámbito físico como el intelectual y, dentro de ambos, el emocional. La elección de una u otra tesitura vocal para anunciar un determinado producto no resulta en absoluto casual, sino que suele responder a las asociaciones vocales que, según el criterio del publicista, van a alcanzar mayor poder de sugerencia afectiva en el público target del producto que se anuncia. primer drama musical - la Dafne de Ottavio Rinuccini y Jacopo Peri, subtitulada favola-, compuesto con el objetivo de reproducir el discurso griego de la tragedia, según los datos y descripciones que aportaban las fuentes clásicas redescubiertas por los filólogos humanistas. La partitura de esta obra permanece hoy perdida.

Los tratadistas clásicos de retórica, tanto griegos como romanos, eran igualmente conscientes de este fenómeno y, en la medida en la que profundizaban en la práctica de la voz pública - pensada en principio como pura técnica forense-, fueron también refinando su descripción de los medios que podía desarrollar el orador para mover los afectos3. Marco Fabio Quintiliano, el maestro, tratadista de retórica y abogado en ejercicio habitual del forum romano es, en este sentido, el más explícito. Se ocupa de las emociones, como prólogo a su teoría retórica, en el libro primero de los doce que componen sus Institutiones oratoriae, en el que habla de la educación del futuro orador y describe algunos de los instrumentos de los que dispondrá éste para cumplir con sus propósitos de una forma convincente; las trata, sobre todo, en el libro VI, en el que analiza específicamente el fenómeno de la emoción, tanto si ésta se asimila al ámbito ético como si forma parte del terreno del pathos (en su doble vertiente pasional y patológica); por último, los libros XI y XII describen con todo detalle la capacidad del perfectus orator –el orador avezado en todas las técnicas de la retórica– para mover las emociones mediante la voz combinada con el gesto codificado. El hecho de que vivamos en un tiempo y en una cultura fundamentalmente visuales podría dar lugar a pensar que en otras épocas nos hemos dejado guiar más por sentidos diferentes de la vista de lo que lo hacemos ahora. Sin embargo, repasando la literatura

filosófica, artística y metafísica compuesta en el contexto clasicista que alimenta la cultura europea moderna y contemporánea, a lo largo de toda la Edad Media, en los siglos del Humanismo y el Renacimiento, durante el barroco y el manierismo, en la época romántica, en el modernismo tardío y en el postmodernismo, si en algo hemos permanecido constantes en es el establecimiento de una “jerarquía de los sentidos” que sitúa de forma insistente a la vista en el primer lugar y, a bastante distancia y generalmente en este orden, al oído, el gusto, el olfato y el tacto4. Nuestra capacidad para generar léxico y estructuras expresivas relativas a cada uno de los sentidos sigue un orden decreciente parecido y, mientras que cualquier hablante no iniciado dispone al menos de las estrategias y el vocabulario básico para describir una imagen, un colorido o una proporción formal, no ocurre lo mismo en lo que se refiere a los fenómenos auditivos: así por ejemplo, el par de conceptos “agudo/grave”, tan evidente para un músico o un intérprete vocal como pudiera serlo el par “claro/oscuro” para un pintor, un fotógrafo o un operador de cámara, no forman parte necesariamente del vocabulario que maneja un hablante básico que trate de describir un sonido. En cuanto a otros conceptos más sofisticados, forman parte de la literatura especializada que, en lo que se refiere a la voz en relación con la expresión de las emociones, consiste sobre todo en tres tipos de escritos:

1600 es la fecha de estreno de la primera ópera conservada, Euridice, con libreto del mismo Rinuccini y música de Peri y Giulio Caccini, quien, al mismo tiempo, estaba componiendo otro drama sobre el mismo libreto que se representaría en 1602. 3. Patrick McCreeless aporta una descripción detallada de los vínculos que unen la voz pública según la tradición retórica

clásica y la que se desarrolla sobre los escenarios proto-operísticos y operísticos a partir de las primeras décadas del Seicento. Patrick McCreless, 2002, 851-54. 4. Para una explicación sobre esta disposición jerárquica relacionada con la teoría aristotélica de la inteligencia, véase el capítulo “La jerarquía de los sentidos”, en Lucía Díaz Marroquín, 2008, 156-169.

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– Tratados de retórica y poética, tanto clásicos como modernos (incluyendo aquella literatura en la que éstos dejaran su impronta). – Tratados de canto (incluyendo diarios, epistolarios de los cantantes o actores y maestros de canto y cuadernos de variaciones, en el caso de intérpretes operísticos). – Comentarios periféricos (libros de viajes en los que un observador comenta aquellos detalles que le producen sorpresa en la técnica vocal de una u otra escuela dramático-musical o, en el caso de un intérprete en particular, críticas en publicaciones periódicas sobre interpretaciones concretas, comentarios de moralistas, etc.).

Voz, emoción, gesto y espacios La voz trasciende el papel y la literalidad, aportando significados que no proceden necesariamente de las palabras o del nivel de lenguaje elegido por el emisor, sino que tienen más que ver con el género del hablante o del cantante, con las características de cada tesitura vocal, o con el tipo de inflexión. También el espacio en el que se produce la emisión imprime rasgos al fenó-meno vocal que van más allá del nivel de resonancia de la sala o del público al que ésta permite acomodarse para actuar como receptor. Los espacios en los que se presenta o se representa un discurso, un parlamento vocal o una obra cantada aportan significado y amplifican –o disminuyen– la capacidad

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expresiva del emisor o intérprete vocal. En la Grecia o Roma que vivieron el auge de la retórica clásica, los espacios en los que tenía lugar la puesta en escena de la voz eran, fundamentalmente, el teatro y el foro. En la alta y baja Edad Media se mantienen espacios con funciones similares, aunque su definición arquitectónica y capacidad de convocatoria se vean reducidos considerablemente y sustituidos –sobre todo en el caso del teatro– por recintos públicos abiertos y muy devaluados con respecto a sus antecedentes clásicos. La plaza central del pueblo o ciudad viene así a asumir una gran parte de las funciones que, en la Roma clásica, se habían desarrollado entre las amplias proporciones arquitectónicas, los mármoles y los travertinos de construcciones basadas en los cánones propuestos por Vitruvio. Surgen sin embargo, en estos siglos medievales, dos nuevos espacios en los que la emisión vocal alcanza un nuevo nivel de trascendencia: el templo y la universidad. Primero el románico y, siglos después, el estilo arquitectónico gótico ampliarán las posibilidades de resonancia de la voz en la plegaria y, sobre todo, en el canto, primero monódico y, a partir del siglo XII, también polifónico. Sin embargo, tanto en la schola cantorum de la monodia medieval como en los coros que interpretan obras a varias voces –desde los organa más simples hasta las obras a cuatro voces del primer Renacimiento–, importa el conjunto, y no tanto la personalidad vocal del intérprete. Es el Humanismo de los siglos XV y XVI el que rescata del anonimato a cantantes que sí empiezan ya a manifestarse con nombre, apellidos y hasta especialidad en un reper-

torio vocal o en otro. Sin el valor positivo que el Renacimiento de origen italiano y difusión europea atribuyen a la individualidad –tanto masculina como, en muchos casos, también femenina– hubiera resultado impensable el nacimiento de la ópera a partir del stile rappresentativo de origen madrigalístico. Y es la puesta en escena de las pasiones que trascienden ya el universo platónico y espiritual cristiano, que escapan del ámbito de la charitas para entrar en el del erotismo plenamente físico, donde tienen sentido obras como el madrigal “Sí ch’io vorrei moriré” de Claudio Monteverdi, sobre un poema de Maurizio Moro, uno de los que componen el Quarto libro de’ Madrigali que el compositor publica en Venecia en 1603. Los juegos de cromatismos y disonancias sin preparación que ambientan este madrigal y que deben llevar a cabo las voces de los intérpretes suponían, en estos primeros años del siglo XVII veneciano, una infracción osada y al mismo tiempo genial de las normas retóricas que defendían, desde hacía años, los teóricos más conservadores, como Gioseffo Zarlino y sus epígonos (fig. 1). Con el humanismo renacentista en pleno vigor, no sólo en Italia, sino también en los múltiples lugares de Europa que se abren a su influencia, en los siglos XVI y XVII son ya cuatro los espacios que permiten que el fenómeno vocal alcance trascendencia: el templo, la academia, el teatro de ópera y, desde el punto de vista del surgimiento de las ciencias como fenómenos positivos y empíricos, también el teatro anatómico: En el primero de ellos, el templo, la voz sacerdotal se presenta como canal tanto de

la idea de la divinidad como de la doctrina que imparten las distintas iglesias cristianas, fragmentadas y pendientes de definición tras el cisma luterano. Sin embargo, el anonimato vocal de los fieles y de los intérpretes vocales o miembros de la schola cantorum tiende a persistir durante siglos, tanto en el entorno reformado del norte de Europa como en el contrarreformista de los países cercanos al Mediterráneo. En el segundo espacio –especialmente en el caso de las accademiae italianas–, la conversación y la cultura de la oralidad sirven como vehículo para ideas que resuenan también en la literatura impresa contemporánea. Así, a medida que las doctrinas humanistas penetran en ellas, también el protagonismo vocal se disgrega entre sus miembros, aportando relevancia al individuo que, en numerosos casos, es una mujer. En una de ellas, en la ciudad de Florencia, surgen, de hecho, tanto el stile rappresentativo como el experimento vocal que finalmente se llamaría ópera5. En un principio, las mismas salas o “cámaras” de palacios o casas nobles en las que se reúnen los académicos humanistas son el lugar donde se representan los primeros espectáculos operísticos. A medida que el espectáculo dramático-musical alcanza popularidad y va requiriendo un nivel mayor de sofisticación escénica, también las casas nobles y palacios que disponían de salas específicamente dedicadas a la representación fueron acondicionando estos espacios para adaptarlos a las necesidades del nuevo género vocal. En otros casos, se hizo necesario imaginar y construir nuevos lugares de representación que, por una parte, per5. Véase la nota 1.

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Fig. 1:

mitieran desarrollarse tanto al género como a las voces, instrumentos y técnicas expresivas de los intérpretes que participaban en él y que, por otra, dispusieran de la capacidad necesaria para acoger a un público más numeroso. El teatro, en tercer lugar, es así el espacio que más condiciona, ya en época operística, la evolución del fenómeno vocal, que pasa de la escasa demanda de volumen sonoro y recursos expresivos que requiere la interpretación en cámaras de dimensiones reducidas a la necesidad de mover los afectos de forma igualmente inteligible, aunque en espacios mucho más amplios y ante públicos mucho más numerosos. Desde 1637, con la apertura del Teatro de San Cassiano, y, enseguida, con la inauguración del Teatro dei Santi Giovanni e Paolo (1639), del Teatro Novissimo (1641) y de otros muchos teatros venecianos,6 la voz cantada llegará a contar con un espacio específicamente pensado para ella: el teatro comercial. En estos teatros dotados, en general, de mayor profundidad escénica y de una disposición de las gradas en forma de U frente al escenario para facilitar la resonancia y la visibilidad, estrenaron sus óperas compositores tan relevantes para la evolución del género operístico como Claudio Monteverdi y Francesco Cavalli. Con la inauguración en Roma del teatro de la Tor di Nona –el primer teatro moderno all’italiana, ya con planta de herradura en su segunda versión– comenzaría una nueva era para los espacios operísticos (figs. 2, 3 y 4). Al variar la acústica como consecuencia de las sucesivas evoluciones arquitectónicas, ésta influiría de forma determinante en la pro6. Ellen Rosand, 1991.

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ducción vocal, planteando al cantante exigencias físicas e intelectuales cada vez mayores. La evolución de la arquitectura contribuiría así, poco a poco, al surgimiento de un nuevo estilo de canto. La voz operística del barroco veneciano y, enseguida, también romano, se basaría en la que ya había surgido durante el stile rappresentativo del Cinquecento florentino. Se alejaría de la voce finta (la voz falsa o el falsete) que tanto temían ya los tratadistas de la generación de Giulio Caccini, para basarse, cada vez con mayor convicción, en una articulación precisa y bien coordinada con la respiración. El resultado de esta evolución sería el estilo que, con el tiempo, iba a ser conocido como bel canto. Ya en el siglo XIX, este mismo bel canto alentaría las recomendaciones específicas para la expresión de las emociones mediante el uso experto de la respiración y la técnica vocal que proponen tratadistas educados en la tradición del canto napolitano y operístico –frases amplias, texto inteligible y dominio de la administración del aire– como Manuel Patricio García7. La evolución del papel de la voz abarca un último espacio situado a medio camino entre lo experimental y lo espectacular que resultaría muy significativo en los siglos que transcurren entre la representación de los primeros espectáculos dramático-musicales clasicistas en las accademiae hasta el surgimiento y propagación del bel canto: el teatro anatómico. De estas estructuras en las que los físicos de la escuela de Padua o de París ponían en escena tanto sus intervenciones quirúrgicas como controvertidas disecciones de cadáveres surge la parte principal de la información anatómica que va a permitir a

Sì ch’io vorrei morire Ora ch’io bacio, Amore, La bella bocca del mio amato core. Ahi, cara e dolce lingua, Datemi tant’umore Che di dolcezz’in questo sen m’estingua! Ahi, vita mia… A questo bianco seno, Deh, stringetemi fin ch’io venga meno! Ahi bocca, ahí baci, ahi lingua Torn’a dire: “Sí ch’io vorrei morire.” (Maurizio Moro)

Fig. 2: Carlo Fontana. Planta en U del Teatro dei Santi Giovanni e Paolo (1639).

7. Manuel Patricio García., 2012, 219-250.

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Fig. 3: Primera versión del teatro de la Tor di Nona con planta en U, construido sobre un proyecto de Carlo Fontana e inaugurado en 1670.

Fig. 4: Card. Giuseppe Barberi. Teatro de la Tor di Nona (Roma). Planta del segundo teatro inaugurado en 1695 “en herradura” o all’italiana (1785).

Fig. 5: Giulio Cesare Casseri. De vocis auditusque organis historia anatomica. Ferrara: Victorius Baldinus, 1600. Libro IV, Tab. II. 47.

los tratadistas del canto pasar desde la metafísica, primero al racionalismo, luego al positivismo y, finalmente, al empirismo. Es de esas disecciones, al principio inconfesables y sórdidas, reducidas a la exhibición para iniciados y llevadas a cabo, generalmente, sobre cadáveres de ajusticiados, de donde procede, igualmente, gran parte del conocimiento del aparato vocal que transmiten tratados como los de Alessandro Benedetti8, Andrea Vesalius9 o, décadas más tarde, Giulio Casseri (fig. 5). En los años en los que se produce la transición desde el stile rappresentativo hasta los nuevos géneros operísticos, es decir, alrededor de 1600, al menos los físicos de la escuela de Padua y de entornos afines, muchos de ellos participantes en las mismas academias en las que también toman parte los filósofos, poetas o músicos que están al mismo tiempo creando el nuevo estilo de recitar cantando a voce sola, sí disponen –y pueden por lo tanto transmitir– de un conocimiento más que suficiente sobre el funcionamiento estrictamente anatómico del aparato respiratorio y vocal. Otra cosa es que este conocimiento llegara jamás a bastar para el ejercicio del canto como arte: en ese aspecto, el sentido metafísico del canto, la transmutación de los fenómenos físicos y fisiológicos en sus referentes poéticos o espirituales, sigue ofreciendo claves que ni las formas más sofisticadas de foniatría, biometría, psicología o neurociencia son capaces de ofrecer.

Temperamentos, afectos y pasiones en la Europa moderna. En los mismos años en los que cabe ya hablar con toda propiedad del funcionamiento de músculos, cartílagos, y otros elementos del aparato vocal descritos en los tratados de anatomía, las pasiones siguen expresándose acudiendo al viejo sistema de coordenadas de origen hipocrático y desarrollo galénico de los cuatro humores corporales: la sangre, la flema, la bilis amarilla o cólera y la bilis negra o melankholé. La teoría médica, filosófica y teosófica griega asociaba cualquier fenómeno que, de manera microcósmica, pudiera tener lugar en el ámbito reducido del cuerpo humano con una correspondencia macrocósmica. De acuerdo con ella, cada uno de estos cuatro humores corporales se reflejaría en uno de los cuatro elementos naturales: el aire, el agua, el fuego y la tierra. A su vez, estas correspondencias se manifestarían, en el ámbito psicológico, a través de la tendencia de cada individuo a experimentar preferentemente un determinado tipo de emociones que le permitirían alcanzar un cierto equilibrio. Las cuatro tendencias psicológicas fundamentales –los temperamentos– serían así el resultado del predominio de un determinado humor corporal y se manifestarían, de forma externa, por su afinidad o preferencia por un elemento natural o por la estación del año correspondiente a éste. El temperamento característico de un individuo en cuyo organismo predominara el humor sanguíneo y que mostrara inclinación por la época primaveral sería así el más

8. Alessandro Benedetti, 1527, III, 71-78. 9. Andrea Vesalius, 1543, 111.

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jovial, denominado también sanguíneo. El temperamento de otro en el que predominaran los humores blancos (phlegma), que encontrara su equilibrio en el otoño, y cuya tendencia emocional fuera estable e inexpresiva sería el flemático. El melancólico, asociado a la tierra como elemento natural, sería el temperamento seco y frío, como el invierno, resultado de un predominio en el organismo de la bilis negra. Finalmente, el colérico sería el temperamento correspondiente al fuego, el elemento característico de la estación estival, y se manifestaría en el microcosmos del organismo por un desequilibrio en favor de la bilis amarilla, o kholé. Cuando, en el contexto de una ópera compuesta en el entorno europeo moderno, el libretista alude a vientos, aguas, sequedades o ardores, o bien abre el juego dramático mencionando el fuego y la guerra (aunque sea la guerra de amor), está muy claro en qué sistema de coordenadas pasional está inscribiendo el discurso. Desde un punto de vista retórico, los recursos expresivos que utilizan los autores y aprenden a dominar los intérpretes vocales van desde los amplios intervalos musicales o el uso del genere concitato que describe Claudio Monteverdi en el prólogo a su Ottavo libro10 para la expresión de la ira hasta los cromatismos y silencios retóricos que pueden ayudar al intérprete a introducir suspiros o sollozos en la línea del canto. Mientras, por el camino de la poesía textual, el manierismo, las alusiones constantes a reflejos, espejismos, juegos de imágenes opuestas, simétricas o duplicadas unas en otras, los ecos, las multiplicaciones de ideas levemente modificadas, las metáforas infi-

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nitas a propósito del viejo sistema tetrapartito de los cuatro temperamentos han llegado a impregnar tanto las principales corrientes operísticas como las escuelas dramático-musicales nacionales, la técnica vocal ha ido inventando un lenguaje propio que está llevando ya a finales del siglo XVII, indefectiblemente, al bel canto. Esas combinaciones de largas líneas musicales, frases sobre vocales abiertas a la italiana coordinadas sobre un fiato firme y prolongadas idealmente hasta el infinito, esas coloraturas articuladas sobre la misma frase en la reexposición o sección B del aria da capo –la forma solista barroca por excelencia para el repertorio vocal– son ya una muestra clara de lo que va a ser el estilo belcantista sólo unas décadas más tarde. Y si el objetivo de este lenguaje vocal que sólo un siglo antes hubiera resultado impensable es, fundamentalmente, el de expresar afectos cada día más sofisticados en escena, puede también interpretarse, de forma paralela, por los medios “racionales” que, en todas las épocas, han demandado los positivistas (hoy científicos aplicados o tecnólogos y en los siglos XVII a XIX en los que surge y se desarrolla el bel canto, los racionalistas, positivistas o empiristas). Esas líneas vocales largas, esos fiati infinitos, nunca hubieran sido necesarios si no hubiera resultado preciso para los intérpretes optimizar el control de su respiración mediante un uso experto del diafragma y de los músculos intercostales con el fin de conseguir que su voz resonara en teatros cada día más amplios, cada día más repletos de público, y en la compañía de orquestas caracterizadas por un sonido cada vez más potente. El resultado conseguido a lo largo de los cuatro siglos

que han transcurrido desde los primeros espectáculos operísticos en las academias italianas es claro: voces más puras, mejor administración de la respiración, menor desgaste vocal y mayor eficacia expresiva. A juzgar por la expectación que siguen despertando las interpretaciones de divos y divas del canto en los distintos teatros o festivales que forman el circuito operístico internacional y a juzgar por el interés con el que nuevas generaciones de intérpretes se acercan al canto de tradición belcantista, la capacidad de la voz humana para mover los afectos del público en estas primeras décadas del siglo XXI se encuentra en uno de sus mejores momentos de los últimos siglos.

Bibliografía

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10. Claudio Monteverdi, 1638.

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