Adiós, Ayacucho o La travesía del cuerpo desmembrado

October 7, 2017 | Autor: Ana Laura Santamaría | Categoría: Dramatic Literature, Etics & Aesthetics
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Descripción

Adiós, Ayacucho o La travesía del cuerpo desmembrado

Los cuerpos son evidentes – de ahí que toda justeza, toda justicia comiencen y terminen con ellos-. Lo injusto es confundir, quebrantar, triturar cuerpos, volverlos indistintos (reunidos sobre un centro oscuro, apiñados hasta destruir el espacio entre ellos -hasta asesinar incluso el espacio de su justa muerte-).
Jean-Luc Nancy Corpus

"Vine a Lima a recobrar mi cadáver", dice Alfonso Cánepa al inicio del relato Adiós, Ayacucho (1986). En esta aparentemente sencilla enunciación se concentra el sentido poético y político del texto de Julio Ortega. El verbo conjugado en pasado habla ya de una travesía recorrida, de una acción ejecutada que se narra en primera persona, luego le sigue un lugar específico: Lima, el punto de llegada, el lugar donde culmina el viaje, y en seguida el propósito: recobrar algo que se ha perdido. Hasta ahí no hay extrañamiento: alguien, que se expresa en primera persona ha hecho un viaje a la capital para recuperar algo, tenemos una acción y un lugar, pero lo que el narrador quiere recobrar nos llena de desconcierto: su propio cadáver. De inmediato nos ubicamos entonces en una dimensión alterna al realismo, quien habla está muerto, pero lo más importante, a pesar de estar muerto no es un cadáver, pues enuncia, dice, nos dice su historia; está cargado de acción y de intención.
Diamela Eltiti, en su texto La historia andina de los huesos (Lima: Mosca, 2013) resume el relato con claridad: "la novela trata, en definitiva, de un cuerpo, o más bien de los pedazos de un cuerpo en un sujeto lúcido que va tras la búsqueda de los huesos que le faltan. Siguiendo sus huesos emprende el viaje hacia la capital o un viaje capital, en cuyo transcurso geográfico vuelve a recorrer el conjunto de poderes que lo destruyeron mientras, simultáneamente, se va configurando una fehaciente historia de esos poderes".
Es su obra Curpus publicada por primera vez en París en 1992, Jean-Luc Nancy desarrolla su Filosofía del cuerpo, la tesis central de Nancy es que no tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo, volcado a la exterioridad, abierto y al mismo tiempo encerrado siempre en el límite del aquí y ahora. El objetivo de esta reflexión es hacer una lectura del muy reconocido relato de Julio Ortega, Adiós Ayacucho, desde la perspectiva de una filosofía del cuerpo, y, a partir de ahí, analizar el potencial teatral que palpita en esta narración y que el reconocido grupo Yuyachkani exploró con gran fortuna en 1990, con un montaje que ha recorrido buena parte del continente americano.
La propuesta del filósofo francés es comprender el cuerpo como escritura y generar un nuevo corpus "una escritura de los muertos, que nada tiene que ver con el discurso de la Muerte (sino con) cuerpos extendidos hasta el cuerpo muerto. No el cadáver, donde el cuerpo desaparece, sino ese cuerpo con el que el muerto comparece, no el cuerpo muerto, sino el muerto como cuerpo" (Madrid: Arena, 2003, 44), porque, continúa Nancy: "El espacio de los cuerpos no conoce la Muerte, pero conoce cada cuerpo como un muerto, como ese muerto que nos hace participar de la extensión…" (44).
Más allá de la abstracta especulación filosófica, la escritura del muerto como cuerpo que comparece, como cuerpo-sujeto activo y consciente que se niega a asumirse como cadáver adquiere una contundente dimensión ética y política, sobre todo cuando ese cuerpo ha sido sometido, torturado, quemado, desmembrado por una violencia institucionalizada. Reconocer la calidad de sujeto del cuerpo muerto, roto, fragmentado, darle voz, no sólo es sacarlo de la tumba, impedir su entierro y su olvido, su reducción a número en un ignominiosa estadística, es hacerlo comparecer dotado de dignidad para convertir al lector-espectador en testigo y cómplice, es significarlo como acontecimiento.
El propio Nancy señala: "El límite del dolor ofrece una evidencia intensa, donde lejos de convertirse en 'objeto´ el cuerpo afligido se expone absolutamente como sujeto: El que hiere un cuerpo, ensañándose hasta la evidencia, no puede y no quiere saber que cada golpe hace a ese "sujeto" –ese -hoc- más claro, más implacablemente claro" (40). Y esto es lo que logra el relato de Julio Ortega, mostrarnos la evidencia contundente de un cuerpo destrozado y hacernos implacablemente clara su presencia, su ex-sistencia y su in-sistencia. El cuerpo tiene nombre, se llama Alfonso Cánepa y fue un dirigente campesino.
"Vine a Lima a recuperar mi cadáver. Así comenzaría mi discurso cuando llegase a Lima, pero ahora sólo empezaba a salir de la fosa donde me habían arrojado luego de quemarme y mutilarme, dejándome muerto y sin la mitad de mis huesos, que se llevaron a Lima" (México: Jorale 2005, 105) Ahora entra en juego otra temporalidad, Lima es el destino, el futuro, el propósito; el tiempo de la narración es otro, es el de la intermediación entre un pasado reciente –el de la muerte y tortura- y un futuro deseado, el de la reivindicación. A partir de aquí la narración se ofrece en pasado, es la historia de un viaje fundado en una esperanza ingenua: la de la justicia. Lima, la capital, se ofrece como la tierra donde la máxima autoridad, el presidente, devolverá sus huesos a este dirigente. "Sólo un tonto podía creer tanto en los recursos legales" (107) dirá en algún momento Cánepa de sí mismo.
La historia que nos cuenta el protagonista comienza con otro acto de ingenuidad; sin ser llevado a la fuerza, sino por propia elección, Alfonso Cánepa decidió apersonarse en la comisaría de Quinua para hacer frente a una denuncia, es decir, la historia comienza con otra comparecencia, ahí será acusado de terrorista y convertido en víctima de la crueldad feroz del Estado. Arrojado a una fosa luego de ser mutilado, quemado, rellenado con paja, sin una pierna y un brazo Cánepa "tenía que salir de ahí". "Y empecé –nos dice- a remover las piedras y poquito a poco, precisamente porque sólo tengo medio cuerpo conmigo, pude deslizarme y escabullirme, rodar un poco y levantarme junto al árbol quemado del caminito"(107) su lenguaje no podría ser más cálido (el uso de los diminutivos) y al mismo tiempo agudo, dotado de una ironía sutil; su condición de víctima no lo reduce a la pasividad, sino que lo expone como sujeto pleno, dueño "de los pocos huesos que le quedan" y de una voluntad férrea que lo sostendrá durante su viaje a la capital. Trepa la ladera y desde la cima ve a su pueblo "oscuro y rojo", ha adquirido una nueva perspectiva de la sangre y el dolor que sufre su gente, y en un acto de infinita ternura y desolación, concluye: "Para practicar repetí mis gritos: Oye Belúnde, devuélveme mis huesitos y lloré" (108).
A partir de este momento inicia el viaje, un viaje que, como veremos, se inscribe en las edades del cuerpo: el primer transporte es como un segundo nacimiento. Se trata de la vieja carreta del lechero Luciano, apenas tirada por una mula, escondido en ella, Cánepa escuchará, la tristeza de sus vecinos, el llanto de su madre.
De la carreta lechera, con las barbas salpicadas de leche, como un recién nacido, saltará a un camión de carga llamado El peruanito; con el temor que de "puro peruano" el camión lo mate dos veces por "doblemente paisano", Cánepa viajará entre frutas, costales de papá y cereales, aquí, en esta especie de corazón móvil de la identidad nacional, se encontrará con el estudiante de antropología, limeño y blanquito. Pero el antropólogo quiere enterrarlo, objetivarlo, "siguiendo un poderoso instinto urbano académico" (116) y es capaz de llegar a la denuncia, a la traición, para que el pasado no deambule por las carreteras de Perú. La sátira de Cánepa es contundente: "Estos Antropólogos limeños son muy temperamentales: Un día visten de indios y mascan coca, y al otro día vienen con la policía a enterrarnos a todos" (119) y más adelante "Este antropólogo no terminará hasta escribir un libro sobre mí y encuadernarlo con mi piel" (122).
Al lado de este poco confiable compañero de viaje, durante la travesía se toparán con un comando militar, y con un grupo de jóvenes senderistas condenados a muertes a bordo de un camión de infantes de Marina. En el trayecto un niño huérfano y sin estudios le pide acompañarlo, Cánepa, cual Quijote maltrecho, piensa en contratarlo, como secretario y escudero.
Tras rescatar al antropólogo de una golpiza del ejército que lo confundió con senderista, Cánepa le dicta una carta que entregará al presidente. Ahí, entre otras cosas afirma que la violencia se origina en el sistema y en el Estado que el presidente representa. Y señala:
Ya que no se puede cumplir la filosofía de la ley, ya que no podemos aspirar a una comunidad en estado de derecho, ya que no es posible ahora que prevalezca el espíritu de los códigos, que al menos señor, se cumpla la letra. Solo pido ley al pie de la letra. La ley literal, esa justicia básica que reconoce a los hombres como seres de hecho y de derecho. Quiero mis huesos, quiero mi cuerpo literal, entero, aunque sea enteramente muerto (131).
La redacción de esta carta es un acto pleno de libertad del cuerpo fragmentado, pero abierto, interpelando. Jean- Luc Nancy menciona: "Por todas partes una descomposición que no se cierra sobre un sí mismo puro y no expuesto (la muerte), sino que se propaga hasta la postrera podredumbre, si, que propaga insoportable como es, una inverosímil libertad material" (30).
Con el asalto senderista, el viaje en camin concluye, ahora Cánepa se encontrará con un periodista sin escrúpulos, -otro creador del discurso oficial-que colabora con inteligencia de la Marina y trafica con droga, este siniestro personaje, meterá los pocos huesos de Cánepa en una maleta, donde el dirigente campesino dictará mentalmente una segunda carta, ésta dirigida a un periodista amigo suyo, que es prácticamente su testamento. "Tú que has escrito sobre los vivos y los muertos sabes bien que en el Perú, la vida a veces recomienza en la muerte" (141).
Cánepa finalmente llegará a Lima, pero en el camino habrá perdido toda su ingenuidad, llegara como cómplice del narcotráfico, "llevando un cargamento de pasta básica, cinco millones de soles, una carta de protesta a Belaúnde y mi propio certificado de defunción. Me sentí como una verdadera pesadilla nacional" (144). En Lima se encontrará con el Petizo, quien por primera vez lo llamará "viejito", nuestro personaje ha envejecido en el camino; en Lima será víctima de nuevas traiciones, conocerá al ave rock que anuncia el fin del Perú y logrará entregar su carta al presidente solo para recibir una nueva golpiza y acabar viéndola tirada en el suelo.
En esta desolación Cánepa, ayudado por el Petizo entrará a la Catedral para exhumar la tumba de Pizarro y confundir sus propios huesos nada menos que con los falsos huesos del conquistador. Así, la muerte asumida de Cánepa, su final entierro, se significa como la dislocación de la fundación del país, como su desmitificación.
Cánepa no volverá a Quinua con sus huesos recuperados, no habrá viaje de vuelta, no volverá a pasar por Ayacucho por esa Morada del alma" o "Rincón de los muertos"; sino que se quedará en el corazón de la capital, en la Catedral de Lima, en la tumba de Pizarro. Ya no hay ingenuidad en Cánepa, ni fe en las leyes, ni esperanza en la autoridad, todo ha quedado desfundamentado. De la leche de la carreta a las frutas y cereales del camión, de las drogas y los dólares del avión a los falsos huesos de Francisco Pizarro, el trayecto del cuerpo desmembrado del líder campesino es una doble historia del cuerpo, que finalmente se asume envejecido y muerto.
El relato de Julio Ortega puede sintetizarse en el verso de Vallejo, que en algún momento se introduce como intertexto: En suma, no poseo para expresar mi vida, sino mi muerte.
La contundente presencia del cuerpo en el relato, así como la narración en primera persona, hacen de Adiós, Ayacucho una obra perfectamente representable para el arte de los cuerpos en escena: el teatro.
La puesta en escena del célebre grupo teatral Yuyachkani, estrenada en 1990 introduce un nuevo personaje, un cómico bailarín de la Danza andina Qhapaq Qolla, con su máscara blanca de lana y sus animales colgando por la espalda. Convocado por la música de las zampoñas, el Qolla emerge de una gran bolsa negra que lo contiene, como si él mismo fuese un cadáver arrojado a la nada; al salir se topa con una tumba sin cuerpo, una plataforma con la ropa extendida y los zapatos de un difunto ausente; será él, este personaje tradicional y legendario quien le prestará su cuerpo y su voz a Alfonso Cánepa para que nos cuente su historia, acompañado de la música en vivo que interpreta una mujer andina. De esta manera, el montaje se asume como metáfora del cuerpo ausente-presente, como síntesis poética no realista que juega con entradas y salidas del personaje a través del manejo de la voz y de un lenguaje corporal intenso y altamente expresivo. 
Antes de iniciar el viaje en carreta, el Qolla se pondrá literalmente los zapatos del líder campesino. La adaptación realizada por Miguel Rubio prescinde del estudiante de antropología y de la historia del narcotráfico, para dejar todo el peso en la presencia solitaria del Qolla convertido en Cánepa. Al llegar a Lima, el actor se desprende de su máscara blanca, de su vestuario tradicional y de sus pieles de animales y se pone el traje del difunto, ahora podemos ver toda la humanidad de su rostro desolado ante la indiferencia de la autoridad. Así, despojado de su otra piel, de su piel de cómico, ilumina su rostro con las velas de la tumba de Pizarro, el cuerpo del actor también ha hecho un viaje por el tiempo, que va de la tradición al presente, del anonimato al rostro iluminado.
De esta manera, la puesta en escena sintetiza el sentido de búsqueda de este cuerpo que aquí se multiplica, al asumirse desde otra voz, desde la voz sin rostro de la tradición y luego se despoja de ella hasta ver el rostro desnudo del actor, quien ha prestado voz y cuerpo al Qolla, que a su vez ha prestado voz y cuerpo a Cánepa.
El cuerpo es el horizonte de sentido, contar la historia de los muertos es dotarlos de significado. Tanto el relato de Ortega como la puesta de Yuyachkani, dan cuenta de los cuerpos anónimos despedazados y desaparecidos, los del Perú de los años 80 y 90, pero también de los de hoy, en México, mi país, y de los de toda América Latina.



REFERENCIAS

Eltit, Diamela. "La historia andina de los huesos" en Hueso húmero 61 Lima: Mosca, 2013
Nancy, Jean Luc. Corpus. Madrid: Arena Libros, 2003
Ortega, Julio. "Adión, Ayacucho" en Puerta Sechín. Tres relatos contra la violencia en Perú. México; Jorale Ed., 2005.

Ana Laura Santamaría Plascencia
Tecnológico de Monterrey
Julio, 2014

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