Acciones de responsabilidad y de impugnación de acuerdos sociales

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Descripción

El

nuevo

régimen

de

las

acciones

de

responsabilidad

de

administradores y de impugnación de acuerdos sociales Marco de Benito

Quiero empezar agradeciendo a la Cátedra IE/Pérez-Llorca, y en especial a Soledad Atienza y a Constanza Vergara, su invitación para participar en esta mesa con ponentes tan distinguidos y en esta espléndida ciudad de Barcelona. Para no solaparnos, voy a centrarme en las acciones de responsabilidad de administradores en la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, por la que se modifica la Ley de Sociedades de Capital; aunque no me resistiré a dar alguna pincelada sobre algún aspecto concreto de la acción de impugnación de acuerdos sociales y sobre el arbitraje como forma de resolución de estas disputas societarias. I. Responsabilidad de los administradores En cuanto a la acción de responsabilidad de administradores, la Comisión de Expertos señalaba muy acertadamente la correlación que hay entre un buen régimen de responsabilidad y una mayor confianza en los mercados de capitales. Con este propósito la Ley introduce una serie de novedades.

 

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A. Presupuestos La reforma mantiene la tradicional distinción entre la acción social (art. 238 LSC) y la acción individual de responsabilidad (art. 241 LSC). Como sabemos, cada una de estas acciones persigue objetivos distintos. Así: a) mientras la acción social tiene como finalidad indemnizar el patrimonio social perjudicado por la actuación del administrador, b) la acción individual busca indemnizar a quienes hayan sufrido un perjuicio directo en su propio patrimonio como consecuencia de esa actuación del administrador. En ambos casos, los administradores responden del daño que causen por actos u omisiones contrarios (i) a la ley, (ii) a los estatutos, o (iii) los deberes inherentes al desempeño de su cargo. Y no se pueden exonerar de esa responsabilidad porque el acto o acuerdo lesivo haya sido adoptado, autorizado o ratificado por la Junta General. Se especifica ahora expresamente que, para que haya responsabilidad, tiene que mediar dolo o culpa (art. 236 LSC). Esto es algo que ya venían exigiendo los tribunales y que podía seguramente sobrentenderse, pues el principio general en nuestro derecho es que no hay responsabilidad sin culpa. Lo que hace la Ley es establecer una presunción de culpa –un desplazamiento de la carga de la prueba al administrador– si se acredita  

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que el administrador ha actuado de forma contraria a la ley o a los estatutos, lo que tiene todo el sentido. Esta presunción, por supuesto, admite prueba en contrario, de modo que nos hallamos básicamente –al margen de ese desplazamiento de la carga de la prueba– ante el régimen general de la responsabilidad por daños. Por tanto, no habrá culpa si se prueba la fuerza mayor o el caso fortuito, y sí la habrá en cualquiera de las modalidades de la culpa: in vigilando, in eligendo, in instruendo, etc. B. Extensión subjetiva de la responsabilidad Vamos ahora con una de las principales novedades de la reforma: la extensión subjetiva de la responsabilidad de los administradores. Responden ahora como asimilados a los administradores de derecho: a) los administradores de hecho propiamente dichos, esto es, quienes en la realidad del tráfico desempeñen las funciones propias de un administrador, pero lo hagan (i) sin título, (ii) con un título nulo o extinguido, o (iii) con otro título (por ejemplo, administradores designados irregularmente, etc.); b) los administradores que podemos llamar ocultos, es decir, aquellos bajo cuyas instrucciones actúen los administradores de derecho (esto puede tal vez suscitar algún problema, por la amplitud con que se formula);

 

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c) también responden quienes tengan atribuidas las facultades de más alta dirección de la sociedad, siempre y cuando no haya Consejeros Delegados; d) y, por último, y esto es tal vez lo más llamativo, la persona física designada para representar al administrador-persona jurídica asume ahora los mismos deberes de los administradores. Esto es, la persona física pasa a responder solidariamente con todos sus bienes presentes y futuros; no es ninguna broma… Por cierto, esto ya se intentó en el Proyecto de Ley de reforma de la LSC de 2011, pero luego no llegó al texto definitivo. Ahora sí. Todas estas personas responden del daño que causen en el desempeño de su cargo, mediando dolo o culpa, como vimos. Y, como señalaba antes el Profesor León, responden del ejercicio de sus deberes, y en especial del deber de diligencia (en el que se recoge ahora expresamente la protección de la discrecionalidad empresarial) y del deber de lealtad. Siguen siendo de aplicación, por otra parte, las causas lógicas de exoneración: no responden los administradores que puedan probar que no intervinieron en la adopción o ejecución del acuerdo o acto en cuestión, y que o bien desconocían su existencia, o bien, la conocían, pero hicieron todo lo posible para evitar el daño o, al menos, se opusieron expresamente.

 

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C. Legitimación activa En este caso, precisamente –es decir, si la acción tiene por objeto la infracción del deber de lealtad de los administradores–, los socios pueden ejercer la acción directamente, sin que sea necesario recabar antes la autorización de la Junta. Siempre y cuando, claro está, cumplan con los umbrales de participación en el capital social que exige la ley, y que en el caso de la acción social de responsabilidad se remiten a la participación que les permita solicitar la convocatoria de la Junta (un 5% y un 3% en las cotizadas). Otra novedad para el caso de la infracción del deber de lealtad es el nuevo art. 232, que aclara que, junto con el ejercicio de las acciones de responsabilidad, pueden ejercitarse acciones de impugnación, cesación, remoción de efectos y anulación de actos y contratos celebrados por administradores en violación de su deber de lealtad. En todo caso, si la acción social prospera, total o parcialmente, la sociedad deberá reembolsar los gastos en que hubieran incurrido los socios demandantes, si no se les hubieran reembolsado por otra vía. D. Prescripción Otra novedad: por primera vez se establece un plazo de prescripción para el ejercicio de acciones social e individual de responsabilidad de los administradores. Esto se hace con un nuevo artículo, el 241 bis.

 

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Antes se aplicaba el plazo de cuatro años previsto en el art. 949 Ccom, tras años de controversia en los tribunales ante la ausencia de una disposición expresa. Ahora se confirma ese plazo de cuatro años, pero si antes se contaban “desde que por cualquier motivo cesaren en el ejercicio de la administración” (que era lo que decía el art. 949 Ccom), ahora se cuentan “desde el día en que hubiera podido ejercitarse” la acción. El Proyecto de Código Mercantil se inclina, por cierto, por la misma solución. Es decir, para definir el nuevo dies a quo se replica la regla general del art. 1969 CC: “El tiempo para la prescripción de toda clase de acciones, cuando no haya disposición especial que otra cosa determine, se contará desde el día en que pudieron ejercitarse”. En este punto conviene deternerse un momento para recordar la controversia doctrinal y jurisprudencial sobre el cómputo del dies a quo en las acciones contractuales y extracontractuales: a) En las acciones de naturaleza contractual, se aplica la doctrina de la actio nata (que es precisamente la del art. 1969 CC): el plazo se computa desde que la acción haya nacido, esto es, haya podido ejercitarse, por existir todos los sus presupuestos. b) En las acciones extracontractuales, por el contrario, la prescripción se cuenta “desde que lo supo el agraviado” (art. 1968.2º CC), esto es, el dies a quo depende del conocimiento subjetivo que haya podido tener el perjudicado de la existencia de los hechos constitutivos de su pretensión.  

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Y claro, las acciones sociales de responsabilidad nadie duda que tienen naturaleza contractual, y por eso la reforma les viene como anillo al dedo, pues se sigue la doctrina de la actio nata: desde que pudo ejercitarse. Pero ¿y la acción individual de responsabilidad? ¿Puede considerarse contractual, o es más bien extracontractual? La pregunta es especialmente relevante cuando quien la ejercita es un tercero, pues en ese caso, al contrario que cuando lo hace un socio, sí que no hay absolutamente ningún vínculo previo contractual. En ese sentido se pronuncian, de hecho, algunas sentencias del Tribunal Supremo. En ese caso, el nuevo dies a quo no le viene tan como anillo al dedo, porque, sin ese vínculo contractual, es lógico esperar a que el tercero se entere del acuerdo que le causa el daño. Habrá que esperar a ver cómo interpretan los tribunales el nuevo art. 241 bis en estos casos de acción individual de responsabilidad entablada por terceros. Habría tal vez sido deseable una regulación más ajustada a estas dos situaciones. II. Impugnación de acuerdos sociales En cuanto a la impugnación de acuerdos sociales, sólo una consideración sobre los acuerdos de la Junta contrarios al orden público. Estos acuerdos quedan sometidos a un régimen que no parece responder al equilibrio que mencionaba la Comisión de Expertos entre la protección de las minorías y la prevención de abusos en el ejercicio de estas acciones. Estos acuerdos se someten a un régimen completamente desproporcionado y que aboca a una inseguridad jurídica que no parece ni deseable ni necesaria.  

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Así, por un lado la legitimación de los socios se limita de varias maneras: a) Sólo pueden impugnar los que hayan adquirido la condición de socios antes de la adopción del acuerdo. b) Y se restringe la legitimación a los socios que reúnan al menos el 1% del capital, y el 1 por mil en las cotizadas. Pero, por otro, estas restricciones no se aplican a los acuerdos de la Junta que sean contrarios al orden público. En este caso, la legitimación activa la tienen todos los socios. Todos los socios: incluso aquellos que hayan adquirido la condición de socios después de la adopción del acuerdo. Y no sólo todos los socios, sino todos los terceros, tengan o no interés legítimo. Esto en cuanto a la legitimación para impugnar, que se hace, como vemos, ilimitada. Pero también se amplían los motivos por los que puede vulnerarse el orden público: antes eran sólo la causa y el contenido del acuerdo; ahora es cualquier circunstancia que rodee al acuerdo, sin limitación. En cuanto al plazo para impugnar –que se fija, en general, en un año (tres meses en cotizadas)–, para los acuerdos contrarios al orden público sigue siendo imprescriptible. Imprescriptible, esto es, por los siglos de los siglos. Podríamos estar impugnando dentro de un siglo y medio el equivalente a un acuerdo de la sociedad que construyó la línea Barcelona-Mataró.

 

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Yo creo que el legislador no se ha atrevido en esta cuestión a ponerle el cascabel al gato, y ha dejado abierto un motivo de anulación: a) de imposible concreción, por su propia naturaleza (el orden público); b) sin limitación además en su definición (ya no sólo la causa o el contenido); c) con una legitimación activa ilimitada (todos los socios y todos los terceros); y d) sin fecha de caducidad. No tiene mucho sentido. Incluso en las áreas del Derecho donde el orden público tiene un ámbito de aplicación más amplio, como la cooperación jurídica internacional, se prevén plazos razonables para alegar esa supuesta vulneración del orden público. Para impugnar por ese motivo un laudo arbitral, que tiene una fuerza ejecutiva y de cosa juzgada que no tiene un acuerdo social, las partes tienen dos meses. Y también podía el legislador haber hecho la acción de anulación imprescriptible por ese motivo del orden público; pero es que, señores, la seguridad jurídica también es un valor importante; de hecho es un valor superior del ordenamiento jurídico consagrado en la Constitución (art. 9.3). Imprescriptibles sólo son en nuestro derecho los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los crímenes de guerra. Y hombre, el buen gobierno corporativo es importante, pero hay que tratar de encontrar un equilibrio, una proporcionalidad, una ponderación: esa ponderación a la que aludía,  

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precisamente, la Comisión de Expertos, y que en este caso parece que no se ha conseguido. De hecho, hay muchos más motivos para estar prevenidos frente a una sentencia extranjera, que puede incluir alguna institución radicalmente extraña a nuestro derecho, como la poligamia o el matrimonio con menores, que frente a un acuerdo social, que siempre va a versar sobre las mismas cosas, en última instancia infracciones de normas imperativas: normas sobre protección de minorías, derecho de información, deberes de lealtad, etc. Lo que tenía que haber hecho el legislador, en mi modesta opinión, es configurar la vulneración del orden público como uno más de los motivos de impugnación; manteniendo esa puerta abierta, sí, pero sometiéndola a los criterios generales de legitimación y caducidad. Que es justo lo que hace con los acuerdos del Consejo de Administración: 30 días, sin mencionar para nada el orden público. Porque igual puede vulnerar el orden público el Consejo que la Junta, ¿no? Porque no queda claro si se aplica a los acuerdos del Consejo la imprescriptibilidad que se predica de la acción contra los acuerdos de la Junta. Parece que no, porque el art. 251 no dice nada expresamente, aunque se hacen aplicables por remisión las causas, tramitación y efectos de la impugnación de acuerdos de Junta. Pero sólo dejar ese margen para la duda es un defecto de técnica legislativa que tiene poca justificación. Y si consideramos que no hay margen para la duda, entonces lo que tiene poca justificación es la contradicción entre el régimen de impugnación de los  

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acuerdos de la Junta y del Consejo: unos impugnables en los términos más amplios del mundo y los otros en condiciones limitadísimas. III. Arbitraje societario Y un último apunte. Como se recordará, la reforma de la Ley de Arbitraje de 2011 confirmó la validez de la sumisión a arbitraje de cualquier acción societaria. Pese a algún amago en la Comisión General de Codificación, sobre todo en relación con el Código Mercantil, la reforma de la LSC no incluye limitación alguna en este sentido, y por lo tanto confirma con su silencio la arbitrabilidad de todos los conflictos que pueden suscitarse a lo largo la vida de la sociedad. Por ejemplo: a) conflictos sobre la constitución de la sociedad (por ejemplo, responsabilidad de fundadores, nulidad de la sociedad); b) conflictos sobre aportaciones dinerarias y no dinerarias, dividendos pasivos, prestaciones accesorias; c) impugnaciones de acuerdos de la Junta y del Consejo; d) acciones social e individual de responsabilidad de administradores; e) conflictos relacionados con los derechos de los socios (voto, información, asistencia, representación);

 

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f)

conflictos planteados a propósito de la convocatoria de la Junta y del Consejo;

g) conflictos sobre separación y exclusión de socios, sobre transmisión de acciones o participaciones, o sobre fusiones u otras operaciones societarias. Todo esto puede someterse a arbitraje, como por cierto se hizo en España durante todo el siglo XIX y la mitad del XX. Volvemos, pues, a nuestra más añeja tradición patria en materia de conflictos societarios, y a un modo que, con el permiso de Su Señoría, se adapta muy bien a la complejidad de estas cuestiones. A quienes pudieran estar especialmente interesados en este punto, les remito al Informe sobre el Arbitraje Societario en España elaborado por el Club Español del Arbitraje, y que incluye, por cierto, un “convenio arbitral tipo”

muy

útil,

pensado

para

servir

de

modelo

para

eventuales

modificaciones estatutarias. Muchas gracias.

 

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