A Mountain Crossing (On Patricia Fernandez Carcedo)

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Descripción

PATRICIA FERNÁNDEZ CARCEDO CINCO CAMINOS DE PARTIDA

CINCO CAMINOS DE PARTIDA Patricia Fernández Carcedo (Burgos, 1980) decidió seguir hace tres años, en un proyecto artístico que aún sigue abierto, las huellas de los republicanos españoles que se exiliaron a Francia a través de los Pirineos en los últimos meses de la Guerra Civil. Recorriendo a pie el mismo trayecto que hicieron algunos de esos exiliados huyendo de España, entrevistándose con algunos de los supervivientes y sus familiares, recopilando recuerdos y objetos personales, la creadora burgalesa, descendiente ella misma de disidentes políticos de la España fascista, ha elaborado un material artístico que ahora muestra en el CAB bajo el título Cinco caminos de partida y que opera como un palacio de la memoria colectiva construido de material efímero y narrativas personales. Sus propios dibujos y narraciones se mezclan con fotografías, tarjetas postales, recortes textiles, flores silvestres prensadas, baldosas y botones aportados por los protagonistas de la diáspora republicana. En su heterogeneidad, estos objetos dispares, contingentes y casuales dan prueba de las experiencias de aquellos españoles, de unas historias diminutas y subjetivas que, ensambladas delicadamente, conforman un todo que absorbe la historia y la reproduce como un ser vivo, con vocación de contemporaneidad. Formada en la londinense Saint Martins School of Art y en la californiana CalArts (quizá las dos escuelas más prestigiosas de arte del mundo) y residente casi todo el año en Los Ángeles, Fernández analiza en este proyecto las diversas narrativas que se construyen a partir del olvido y el recuerdo, en pro de una memoria que posibilite alternativas a la historia oficial. Su trabajo, en efecto, entremezcla con sutileza los recuerdos personales con una historia contada a medias, sepultada parcialmente por el orden de los acontecimientos. Cinco caminos de partida constituye, en definitiva, un depósito de la memoria que parece devolvernos a través de sensaciones casi físicas la experiencia terrible de aquellos expatriados españoles de hace casi ochenta años.

FUNDACIÓN CAJA DE BURGOS

POINTS OF DEPARTURE: FIVE WALKS Three years ago Patricia Fernández Carcedo (Burgos, 1980) began an ongoing artistic project that follows the footsteps of the Spanish republican soldiers who went into exile to France through the Pyrenees during the last months of the Spanish Civil War. By hiking along the same path as the exiles who fled Spain, and interviewing the survivors and their relatives, the artist, who is herself a descendant of political dissidents of the Spanish fascist regime, has created the artistic material that she shows now at the CAB, Centro de Arte Caja de Burgos, under the title Cinco caminos de partida. This project functions as an homage to a collective memory built upon both ephemeral material and personal narratives. Her own drawings and narratives are combined with photos, postcards, pieces of cloth, pressed wild flowers, tiles, buttons, and other objects offered to her by several characters of the Republican diaspora. Within the heterogeneity of these objects, among both contingent and casual documents, we find evidence of the experiences of those Spaniards, fragments of subjective stories that when finely assembled, form a whole that absorbs and reproduces history as a living being. Fernández studied at Saint Martins School of Art in London and at CalArts in California (probably the world’s two most prestigious art schools) and resides most of the year in Los Angeles. In this project she investigates the different narratives that are constructed from repression, forgotten stories and memory, seeking a narrative that enables alternatives to the official historical record. Indeed, her work subtly combines personal memories with a halftold story, partially buried by the flow of events. Cinco caminos de partida acts as a memory bank that leads us back, through almost physical sensations, to the terrible experiences undergone by the Spanish exiled almost 80 years ago.

FUNDACIÓN CAJA DE BURGOS

Mountain Crossing, 2013. Óleo sobre lienzo con marco de nogal. 40,6 x 33 cm.

A MOUNTAIN CROSSING Jason E. Hill El pequeño cuadro de Patricia Fernández Carcedo A Mountain Crossing lleva en su lienzo únicamente cinco simples marcas distribuidas de forma sencilla y nítida sobre un suelo fantasmagóricamente manchado de blanco: tres abigarradas barras amarillas, dos casi idénticas en longitud y una más corta centrada bajo ellas; cada una de ellas perseguida por la propia estela de su sombra amarilla. Están apiladas de forma simétrica, únicamente alterada por una punta de flecha que parece atravesar rápidamente algo de niebla. La quinta marca, una sueva línea de color lavanda que corta literalmente el lienzo de lado a lado, a unos dos centímetros de la parte baja del cuadro, es más difícil de ver, lleva más tiempo. Estas marcas parecen no ocupar un lugar particular, y sin embargo connotan una superficial profundidad pictórica. Hay indicios de una atmósfera, puede que incluso de un paisaje, pero son débiles. El núcleo informacional del cuadro se mueve alrededor del umbral de la visibilidad. El cuadro parece familiar en un principio, un cuadro de caballete abstracto que debe mucho al negativo arte del modernismo, cuyo proyecto, en las célebres palabras de Lyotard “era hacer visible que hay algo que puede ser ocultado y que no puede ser ni visto, ni hecho visible”, sin embargo y de forma (superficialmente) menos esperanzadora, un poco como lo que el crítico Barry Schwabsky, cada vez más incómodo ante la creciente homogeneidad de las ferias de arte, llama retro-modernismo: “Una síntesis entre la figuración y la abstracción (en su mayor parte geométrica más que gestual) de manera que evoca los esfuerzos espirituales e intelectuales del modernismo clásico, pero (que) eluden, o incluso traicionan, la fe modernista en el progreso, sustituyéndola por nostalgia. Es como si (la artista viera) la historia atrapada en un patrón de espera, y que por lo tanto busca fuentes de energía en el pasado.” 1. Porque A Mountain Crossing se ajusta a la vista entre estos extremos, porque el cuadro anuncia su posición entre ellos resulta necesario disponer los elementos de esta manera: con el fin de situar el cuadro en un principio de forma crítica, basándose en estas similitudes familiares, en lo que parece, en lo que “hace visible”. Pero esto resulta necesario solo hasta el punto que enfatiza tanto como puede la profunda distancia entre lo que Mountain Crossing (y el conjunto al que pertenece) parece y lo que en realidad consigue ser. Adheriéndose, de forma anacrónica, está más cerca del modelo de Lyotard que del de Schwabsky, el modernismo de A Mountain Crossing es sin embargo retro, está estructurado por una aprehensión grave de la posibilidad de “progreso modernista” y su inteligencia

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pictórica consiste, precisamente, en su conocimiento del esencial (por intrínseco y útil) carácter elusivo de la historia. Sin embargo, por mucho que Mountain Crossing se vea como un ejemplo de “retro-modernismo”, está en guerra con cualquier cosa tan naif como la nostalgia utópica. Aunque la expresión pictórica en este caso evoque el neologismo peyorativo de Schwabsky, definitivamente Fernández Carcedo no mira al pasado en busca de esperanza. Como mucho la alusión de su cuadro al modernismo clásico reprende cualquier formalismo en un fingido olvido de la forzada política de la contingencia histórica. De hecho, es el carácter elusivo (necesario, beneficioso) del pasado como recurso -la relevancia del pasado como narración del poder- lo que está en juego en A Mountain Crossing, y esas líneas amarillas de varios tonos que vemos en el cuadro no describen la “historia” genérica y heroica de la abstracción geométrica sino que invocan una práctica vernácula de baja visibilidad de recuperación histórica urgente y anónima que acaba de empezar. Las barras amarillas, que forman el centro del interés pictórico del cuadro, repiten en una especie de miniatura -remedian como si estuvieran vistas desde una nublosa distancia- las señales pintadas y repintadas por un autor desconocido e independiente en una serie de piedras de los Pirineos en un palimpsesto acumulativo de amarillos. Se mueven en lo que Gertrude Stein una vez llamó “repetición como insistencia”, una repetición que es una articulación de un nuevo y urgente énfasis. Cada una de estas barras amarillas abigarradas marca un punto a lo largo de los 100 km de la pista entre Canfranc y Pau recorrida por la Retirada en enero y febrero de 1939, el exilio, casi olvidado por la historia, de medio millón de soldados y civiles leales a la República española forzados a riesgo de pena de muerte a huir del país, a menudo a pie ante la toma de poder de la región (y finalmente del país) por parte de las fuerzas franquistas. Estas marcas amarillas ofrecen una oscura guía por un periodo de la historia radicalmente atenuado. Fernández Carcedo, una nativa española que ha recorrido este camino recientemente y que ha hablado con gente que lo recorrió en condiciones más adversas hace 75 años, no sabe quién las pintó ni desde hace cuánto están ahí. Pero sí que sabe que estas marcas, que indican el camino sólo puntualmente -de hecho hay largos tramos del camino donde no se ven en absoluto- constituyen uno de los pocos indicadores de esta particular, terrible e infinitamente controvertida historia. Son precisamente marcadores de la historia que funcionan en o justo por debajo del umbral de la visibilidad. Colm Tóibín nos recuerda “Ninguna frontera en Europa es sencilla”, y la de Fernández Carcedo se configura, se amolda, como una frontera política dejada al olvido de la cultura que divide la catalana que se extiende por las montañas desde el nordeste español hasta el suroeste francés. Pero las fronteras no solo operan en el espacio sino también en el tiempo. Consideremos ésta tal y como funcionó entre 1936 y 1947 desde el golpe de estado de Franco y la guerra civil que

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estalló como consecuencia hasta la Conferencia de Paz de París, como un paso ilícito, una afortunada manera de encaminarse hacia la miseria pero huyendo de la muerte. Los Pirineos catalanes eran uno de los cruces más difíciles y contradictorios: “gente huyendo de Hitler usaba esta frontera para entrar en España,” en palabras de Tóibín “y…gran parte de la población de pueblos que habían sido fieles a la República así como muchos otros refugiados españoles usaron esta frontera para pasar a Francia desde España.” El inventario es oscuro y vertiginoso. Entre 1944 y 1946 la guerrilla antifranquista, los maquis, usaban este paso como base de preparación de la insurrección. Años antes, en 1936 y 1937 curas católicos huyeron por el mismo sitio escapando de la militancia anti-clerical republicana. Entre medias, los refugiados que huían de los nazis eran asaltados a menudo, una vez que llegaban a los Pirineos camino de España. Algunos lo consiguieron, pero muchos más fueron enviados de vuelta (Walter Benjamin encontró otra salida). Los refugiados republicanos, que cruzaban las montañas en sentido contrario en 1939, fueron llevados por un estado francés inundado -y por lo tanto comprometido- de refugiados y nazis a campos de concentración. Solo en el campo de Saint-Cyprien había alrededor de 90.000 españoles huidos. Eran controlados por los súbditos coloniales senegaleses de Francia entre otros. Esta era una frontera más allá del bien y del mal, cuyo paso, siempre doloroso, no ofrecía ni la garantía de solución ni un asidero moral seguro, independientemente de la dirección o ruta deseada. La Retirada y los caminos que recorrieron son para Fernández Carcedo una especie de síntoma y microcosmos de la Guerra Civil Española ya que aquel conflicto desestabilizó España y su legado obsesiona hoy todavía al país y a la zona transpirenaica. Es un conflicto sin fin, una situación más allá de la complejidad clausewitziana, un conflicto triste, “incartografiable”, inimaginable que afecta a una nación-estado infinitamente diferenciada, políglota y políticamente dividida y a sus enormemente hostigadas y enormemente experimentales contingencias, que transcienden no momentos fotografiables o “pintables” como los que Capa o Picasso podrían ofrecer, sino varias generaciones de irrecuperables vidas alteradas, desde el golpe de estado inicial en julio de 1936 pasando por la sangrienta guerra y hasta la muerte del dictador (y práctico aliado de los Estados Unidos en la Guerra Fría) Francisco Franco en noviembre de 1975, cuatro décadas después, toda una vida. Sin embargo, más que esto, describe la influencia de la historia en la desigual valoración de los hechos acaecidos durante las siguientes cuatro décadas, desde 1975 no hay ningún tipo de homenaje satisfactorio que tenga en cuenta aquel pasado hasta el momento presente en el que los personajes que lo llevaron a cabo siguen sin ser juzgados, como si fuera un acuerdo oficialmente permitido. Pocos acontecimientos históricos han eludido de forma tan absoluta el juicio, eludido la formalización, eludido la reivindicación de la memoria histórica y colectiva como lo ha hecho éste, ni han sido tan inadecuadamente (y por lo tanto apropiadamente) marcados por unas anónimas barras amarillas en los Pirineos.

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Cualquier intento sensato de conciliar este “objeto”, como el arte de hoy en día podría intentar, solo puede, por lo tanto, representar responsablemente, como estrategia de recuperación histórica, una negociación con los límites y promesas de un ya codificado fracaso de reconocimiento, formalización, “historización” y reivindicación. “España”, -Baltasar Garzón, nuestro gran jurista para la Verdad y la Reconciliación en el mundo hispanohablante, apuntó, tan recientemente como en marzo de 2014 “es el único país de Europa en que no se ha hecho nada para preservar la memoria”. La muerte de Franco y el consiguiente proceso de transición a la democracia no fueron acompañados por ningún proceso como el que Sudáfrica o Chile siguieron (aunque de forma defectuosa) y como Garzón exige, tampoco por ningún proceso que pueda ofrecer una solución -y menos todavía justicia- a las víctimas del estado represivo y asesino de Franco. En su lugar dio “Amnistía”, un mero “perdón” que pone al mismo nivel los crímenes históricos de aquellos que ejecutaron el terror fascista y las actividades de los resistentes a ese terror, ambos durante las largas décadas de la posguerra. Hubo que esperar a 2007 para que se aprobara en España una ley que reconociera y permitiera el reconocimiento público de los crímenes franquistas. Pero incluso esta “Ley de la Memoria Histórica” no ofrece un remedio legal adecuado que sancione de forma adecuada a los perpetradores de aquella violencia política, muchos de los cuales presidieron y continúan presidiendo la gestión política de su secuela. El retraso de cuatro décadas en reconocer el fracaso iguala en duración al periodo de 40 años necesarios para reconocerlo. De hecho, los esfuerzos legales del propio Garzón en este sentido se han traducido últimamente solo en su propia persecución por parte del Tribunal Supremo de España. Por lo tanto, es parte del debate ya que judicialmente esta época de la historia nunca ha sido sancionada, únicamente existe la amarga controversia en torno a este hecho histórico. Solo queda la incierta visibilidad presentada a través de las abigarradas marcas amarillas de Fernández Carcedo, dispuestas de forma tan provisionalmente sobre su suelo fantasmagórico. Ensayo de Jason E. Hill con motivo de la exposición Paseo de Los Melancólicos, LA>
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