31. LITERATURA ARGENTINA Y AMERICANA: CREACIÓN, REALIDAD, COMPROMISO

August 5, 2017 | Autor: Jorge Eduardo Noro | Categoría: Literatura Latinoamericana, Literatura, Literatura argentina
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Descripción

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO

LITERATURA ARGENTINA Y AMERICANA ARTE, REALIDAD, COMPROMISO PROF. DR. JORGE EDUARDO NORO [email protected]

ACCESO A LOS TEXTOS DE LA LITERATURA CURSO INTRODUCTORIO

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PALABRAS INICIALES Y ORGANIZACIÓN DEL MATERIAL 01.

Este material está organizado como un CURSO INTRODUCTORIO A LA LITERATURA ARGENTINA y – complementariamente – AMERICANA, y está destinado a quienes no han accedido ni informal, ni sistemáticamente al mundo de la creación literaria. Aunque responde a un formato propio de los diseños escolares y tiene una intención didáctica, está pensado para saltar los muros de la escuela y ser de utilidad para quienes desean darle alguna sistematicidad a sus incipientes o desordenadas lecturas.

02.

No tiene propósito ACADEMICO o ERUDITO, sino sólo servir de puente al conocimiento de TEXTOS, OBRAS y AUTORES. Para ello hemos pensado en una recopilación ordenada de materiales de diversos escritores y poetas, y una sencilla metodología de ANALISIS para garantizar la lectura y la comprensión de cada uno de los discursos. Este CURSO es propedéutico y sólo ofrece los instrumentos necesarios para comenzar a ampliar y profundizar los conocimientos literarios.

03.

En toda SELECCIÓN hay ELECCIÓN. Y en esta han primado los criterios subjetivos que valoran y gustan más de algunos textos que de otros, pero también se ha tenido en cuenta la posibilidad de acceso a los mismos, de llevar adelante la lectura, de comprender cada uno de las obras. No siempre son las obras más relevantes de un autor, pero son textos que facilitan el paso a su universo discursivo, al conocimiento progresivo e integral de su obra.

04.

El fin del curso descarta el estudio de AUTORES y elige trabajar sus obras y a través de ellas, conocer a sus creadores y las eventuales relaciones que se establecen entre los textos y sus vidas. Por eso lo primero que se ofrece son POESIAS, CUENTOS, NOVELAS para que a partir de la lectura y de sus procesos de análisis se puedan hacer los saltos sugeridos o deseados.

05.

Hay una organización TEMPORAL Y DIACRONICA de los materiales. Se parte de producciones más contemporáneas para llegar a los orígenes de la LITERATURA en ARGENTINA y en AMERICA. La idea es dialogar con mayor facilidad con los autores recientes, y tomar fuerzas y conocimientos para poder avanzar hacia el pasado. Pero, además, la organización temporal de las producciones permite establecer una articulación con la historia fáctica de ARGENTINA y de AMERICA, rescatando los registros que las obras y los autores hacen de los diversos momentos.

06.

Como en todo proceso de APROPIACION y APRENDIZAJE, cada uno llega cuando, como y hasta donde quiere en los diversos temas y aspectos de la cultura. También aquí, la propuesta no tiene límites, porque los límites se los establece cada uno, ampliando la búsqueda, trabajando otros textos, solicitando nuevos materiales, relacionando la literatura con la historia, la realidad, el mundo de las ideas, la propia vida o la creación artística en sus más variadas manifestaciones.

07.

Fieles al mundo que vivimos y a las tecnologías disponibles, la LITERATURA admite y reclama todos los medios y soportes: libros, libros electrónicos, audiolibros, revistas culturales, medios de comunicación, cine y video, filmaciones, sitios y páginas de internet, creaciones digitales y virtuales, etc. Es oportuno reclamar un aprendizaje paralelo en los usuarios: saber utilizar todo lo que tienen a mano y entre sus manos, y al mismo tiempo reconocer los esfuerzos ajenos y citar, mencionar, reconocer lo que no les pertenece (plagio, copias, derecho de autor).

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ORGANIZACIÓN DEL MATERIAL1

Como curso de literatura, el material de trabajo son las obras de los autores, organizadas, presentadas y sistematizadas para que los sujetos que aprenden accedan sin excusas. Por esa razón han sido seleccionadas y están en este material. En todos los casos se propone que los alumnos vayan a las restantes obras de los autores abordados. La idea es que “prueben” – como las comidas – la buena literatura y que luego salgan a buscarla como corresponde.

TEMAS. AUTORES. OBRAS

ACTIVIDADES

METODOLOGÍA Y GUÍA DE ANALISIS

GUIAS

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JORGE LUIS BORGES: POESIAS

GUIA Y MATERIALES

12

JORGE LUIS BORGES: CUENTOS

GUIA Y MATERIALES

18

MARIO BENEDETTI: POESIAS

GUIA Y MATERIALES

47

MARIO BENEDETTI: CUENTOS

GUIA Y MATERIALES

54

JULIO CORTAZAR, RODOLFO WALSH, GERMÁN ROZENMACHER, HAROLDO CONTI, JUAN RULFO, ROBERTO BOLAÑOS – DANIEL MOYANO: CUENTOS

GUIA Y MATERIALES

73

03

PABLO NERUDA: POEMAS

GUIA Y MATERIALES

124

05

OSVALDO SORIANO: “NO HABRA MÁS PENAS NI OLVIDO”

GUIA Y MATERIALES

133

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SABATO: EL TUNEL

GUIA Y MATERIALES

175

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MODERNISMO. POESIAS Y CUENTOS

GUIA Y MATERIALES

207

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PAGINAS

Las imágenes e ilustraciones cumplen solamente una FUNCIÓN DIDÁCTICA para acompañar a los textos. En algunos materiales (poesías y cuentos) se han efectuado alguna mínimas modificaciones y ajustes gráficos para facilitar la lectura de lo que se inician en la literatura.

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MARTIN FIERRO

GUIA Y MATERIALES

239

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GAUCHESCA: ANTES Y DESPUÉS DEL M. FIERRO

GUIA Y MATERIALES

293

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CONSEJOS DE VIZCACHA Y CONSEJOS DE MARTIN FIERRO. BARBARIE Y CIVILIZACIÓN DOS MANERAS DE ORGANIZAR LA VIDA PERSONAL Y SOCIAL

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MARTÍN FIERRO Y EL MORENO CONTRAPUNTO: INTERROGANTES, RESPUESTAS E IDEAS

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BONUS TRACK BERGOGLIO JORGE: EDUCAR ES ELEGIR LA VIDA. EL POEMA DEL MARTIN FIERRO Y LA ARGENTINA

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PROPUESTA METODOLOGICA

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Este curso propone trabajo constante por parte de los alumnos o interesados, de manera individual o grupal. Se ofrecen ordenadamente los textos, las guías y las propuestas de trabajo. Para motivar la lectura y aprendizaje se impone un inicio en común, ubicando los diversos autores, sus obras y presentando la selección o antología de textos. Este curso propone un orden de temas que linealmente se suceden en la presentación: hay una lógica temporal que justifica el ordenamiento descendente (desde la actualidad, hasta los inicios)

Es bueno que prime un sentido de libertad en el acceso a los temas, producciones y autores, porque la libertad de elección facilita el aprendizaje. De hecho, algunos puede elegir el recorrido por la poesía de todos los autores y épocas; y luego trabajar los cuentos, los relatos, las novelas. Y también optar por

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Cada selección de texto de los diversos autores está precedida por una GUIA de trabajo. Son sugerencias y propuestas para acceder a los textos, con indicaciones precisas de lo que debe hacerse con ellos. La lectura en voz alta, a través de la participación de variadas voces facilita un primer acceso, sobre todo si pueden realizarse subrayados, marcas o anotaciones marginales. Cada estudiante puede realizar sus propios recorridos, respondiendo a sus intereses. La consigna sería: “Elige tus propias lecturas, y dale orden a tus trabajos”. Como si fuera un rompecabezas va completando – ficha tras ficha – la totalidad del curso introductorio. Si el material se trabaja en el contexto de la clase y de los tiempos escolares (diseño curricular, materias, informes, notas, obligaciones y promoción), el profesor con sus alumnos pueden realizar el cálculo inicial de sus horas de clases y establecer el número de obligaciones que deben cumplimentarse por

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ampliar o profundizar el trabajo en obras que no han sido presentadas o autores que no han sido incluidos. Pensamos en estudiantes que están concluyendo sus estudios del nivel medio y se encuentran en las puertas de la universidad: un clima de libertad que rompa con la homogeneidad de las actividades es un buen puente para arribar con más recursos al nivel superior.

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Sería oportuno que toda esta actividad fuera cortada por actividades comunes (todo el grupo, todos los estudiantes) de lecturas, de comentarios, de producciones compartidas, de propuestas innovadoras.

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mes, bimestre o trimestre. Cada estudiante o cada grupo entregará obligaciones comprometidas, aunque no sean los mismos trabajos o autores. El aula podría funcionar como un verdadero laboratorio con diversos centro de interés, donde los alumnos o grupos de estudiantes estén en diversos temas y actividades: leyendo, analizando, viendo películas, produciendo, creando, filmando, subiendo producciones virtuales, etc. Que el aula, la clase, la enseñanza, el aprendizaje logre interactuar con el exterior, rompa los muros y llegue a las galerías, a los patios, a las calles, para que la literatura, el saber y la creación se vuelvan contagiosos

Más allá de las obligaciones y los compromisos establecidos, sería bueno descubrir la posibilidad de disfrutar, es decir, el placer en leer, descubrir, interpretar, producir, re-crear, compartir. Ese es el secreto de los verdaderos aprendizajes.

GUIA nº 1: ANALISIS DE TEXTOS POÉTICOS (LIRICOS)

00.

LECTURA DE LA POESÍA: lectura atenta de la poesía, tratando de comprender el mensaje general del autor.

01.

VOCABULARIO: señalar las palabras desconocidas y determinar su significado en el contexto de la poesía (sinónimo o definición)

02.

ASPECTO DENOTATIVO: presentar el contenido integral de la poesía, respetando la división en estrofas (¿qué dice el autor en cada una de ellas? ) Si el poema no tiene estrofas se puede dividir para presentar su contenido.

03.

ASPECTO CONNOTATIVO: sentimientos que la poesía despierta en el lector. (¿qué sugiere?) Utilizar algunos sustantivos que expresen los sentimientos.

04.

TEMA Y TITULO: ¿Cuál es la idea o el conjunto de ideas que el autor quiere transmitir a través de la poesía? ¿Qué relación tiene con el título? (Justificar el título o asignarle uno, si no lo tiene).

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05.

RECURSOS POÉTICOS EXPRESIVOS 5.01. MÁGENES: sensoriales, interiores, dinámicas, sinestesias. (transcribir) 5.02. COMPARACIONES (transcribir) 5.03. METÁFORAS (transcribir y explicar) 5.04. PERSONIFICACIONES : consiste en atribuir a las cosas caracteres de personas. 5.05. POLISÍNDETON : es la presencia de dos ó más nexos en una misma estrofa. 5.06. ENUMERACIONES: es la presencia de dos o más palabras del mismo nivel semántico (adjetivos, sustantivos, adverbios, verbos) en la misma estrofa. 5.07. ANÁFORAS: es la repetición de una misma palabra al inicio de los versos. 5.08. PARALELISMO ESTRUCTURAL O ESTRUCTURA PARALELA: es la similar distribución del tipo de palabra o de las funciones en versos consecutivos.(transcribir y marcar) 5.09. HIPERBATON: consiste en alteración del orden habitual de la oración (ordenar y transcribir) 5.10. ENCABALGAMIENTO: la estructura de la oración no respeta la división de los versos (sigue en el verso siguiente, sin puntuación, ni pausa). (marcar) 5.11. ANTÍTESIS: es contraposición de ideas o de palabras en el texto o en el desarrollo general de la poesía (transcribir o expresar).

06.

RECURSOS FORMALES 6.1. ESTROFAS: número de estrofas, tipo de composición, número de versos.6.2. METRO: medida de los versos (regularidad o irregularidad) 6.3. RIMA: tipo (consonante, asonante o libre) y esquema (letras) 6.4. RITMO DE LOS VERSOS (marcar acentos interiores)

07.

ORGANIZACIÓN DEL DISCURSO POETICO 7.1. ADJETIVOS: número y evaluación de la calidad de los mismos. 7.2. VERBOS: número y evaluación de la calidad de los mismos. 7.3. ORACIONES: tipo (unimembre, simple, coordinada, subordinada) y predominio en el desarrollo de la poesía)

08.

ELEMENTOS EXTRATEXTUALES 8.1. AUTOR: BIOGRAFIA, OBRAS, PROYECCIONES DEL AUTOR EN LA POESIA. 8.2. INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA que amplía la comprensión del texto.

09.

ELEMENTOS INTERTEXTUALES 9.1. TEXTO y TEMA en otras producciones del autor 9.2. TEXTO y TEMA abordados por otros autores (citar o transcribir, comparar)

10.

TRABAJOS DE RECREACION Y DE PRODUCCIÓN PERSONAL

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GUIA nº 2 = PARA EL ANALISIS DE TEXTOS NARRATIVOS

01.

LECTURA DEL RELATO: (1) si se trata de un cuento, la lectura completa. (2) si se trata de una novela, lectura por capítulos (o por grupos de capítulos)

02.

NORMALIZACION Y REDUCCIÓN DEL TEXTO DEL RELATO: resumir el contenido, presentándolo con la mayor claridad:  Presentar sólo las acciones más significativas del relato, eliminando todos los elementos complementarios y marginales. Ordenarlas temporal o causalmente (el autor puede haberle dado otro “orden” la narración).  Las acciones se enuncian en oraciones simples y los verbos en 3ra. persona y en presente.  Numerar de manera consecutivas las acciones del relato.  Eliminar los diálogos y sustituirlos por su contenido.

03.

FUNCIONES: de la totalidad de las acciones, presentar: 3.1 Función de apertura: la acción o las acciones que ponen en movimiento el relato y da inicio a la narración. 3.2. Funciones de desarrollo: el conjunto de acciones ya resumidas que constituyen el desenvolvimiento del relato, ordenadas según la normalización 3.3. Función de cierre: constituye el des-enlace de todas las acciones y el fin del relato.

04.

INDICIOS e INFORMACIONES que permiten determinar: UBICACIÓN ESPACIAL UBICACION TEMPORAL PERSONAJES Transcribir todas los indicadores Transcribir todos los Transcribir cualidades y la del espacio en el que se indicadores del tiempo en que caracterización de los personajes desarrollan las acciones. se desarrollan las acciones y que intervienen en el relato. del paso del tiempo mismo. Metodología: Transcribir textualmente o sintetizar las descripciones o los indicadores

05.

CATÁLISIS: enunciar los elementos que sirven de complemento (o relleno). Se definen por la posibilidad de ser eliminados de la narración, sin afectar su desarrollo. (marcar en el texto y aludir en el trabajo de análisis).

06.

PERSONAJES o ACTANTES: son quienes llevan adelante las acciones del relato. Generalmente son personas pero también pueden ser otros elementos. Se los ordena según la jerarquía que ocupan en el relato. Clasificarlos según los siguientes criterios. 1 Protagonista / Antagonista Secundarios

2 Héroe Antihéroe

Ayudantes Oponentes

3 Sujeto (actor de las acciones) Objeto (destino de las acciones)

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07.

TEMA DEL RELATO: determinar qué es lo que el autor ha pretendido transmitir a través de la narración. Conjunto de ideas que aparecen y que se pueden ordenar jerárquicamente.

08.

POSICIÓN DEL NARRADOR: es el punto de vista o la perspectiva de presentación de la trama que asume el escritor (el foco elegido para presentar los hechos). OMNISCIENTE PROTAGONISTA TESTIGO Sabe todo sobre las acciones y Yo narrador se identifica con El narrador está ausente de la personajes (pensamientos y un personaje (sea o no acción y sólo se limita a motivos) protagonista) presentar lo que ve y oye.

09.

ESTRUCTURA DEL DISCURSO NARRATIVO (INTRATEXTUAL) : 9.1. Construcción de los párrafos (diálogos, estructuras de las oraciones) 9.2. Tipo de oraciones que predominan en el relato. 9.3. Uso de la adjetivación. 9.4. Predominio de vocablos significativos (propios del autor)

10.

ELEMENTOS EXTRATEXTUALES 10.1. Biografía del autor y vinculaciones con el relato. 10.2. Producción bibliográfica del autor. Materiales complementarios. 10.3. Elementos extratextuales aclaratorios (históricos, geográficos, documentales)

11.

ELEMENTOS INTERTEXTUALES: Co-relacionar el texto analizado con otros textos del autor, con otros textos de otros autores o con otras producciones que desarrollan la misma temática (o temática similar), estableciendo coincidencias y diferencias.

12.

PRODUCCIÓN PERSONAL A PARTIR DEL RELATO: 12.1. Juicio crítico u opinión personal fundamentada 12.2. Recreación de la narración (nuevo relato, nuevo final, ilustración, teatralización, historieta...) 12.3. PELICULAS, VIDEOS, OBRAS producidas a partir del texto narrativo. Comparación entre el texto y la re-creación a través de otros medios.

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GUIA nº

3 = PARA EL ANALISIS DE TEXTOS DRAMATICOS

01.LECTURA DE LA OBRA TEATRAL: (1) si se trata de una obra breve, lectura completa. (2) si es una obra extensa, lectura por actos o jornadas

02.NORMALIZACION Y REDUCCIÓN DEL TEXTO DE LA OBRA: resumir el contenido, presentándolo con la mayor claridad. 

Presentar sólo las acciones más significativas, eliminando todos los elementos complementarios y marginales. Ordenarlas temporal o causalmente (el autor puede haberle dado otro “orden” la narración). Tener en cuenta lo que los personajes dicen y lo que los personajes hacen.

  

Ordenar la normalización distinguiendo ACTOS (u otras divisiones) Eliminar los diálogos y sustituirlos por su contenido. Las acciones se deben enunciar en oraciones simples, utilizando los verbos en 3ra. persona y en presente.

03. FUNCIONES: de la totalidad de las acciones, presentar: 3.1. Función de apertura: la acción o las acciones que ponen en movimiento la representación y da inicio a la obra. 3.2. Funciones de desarrollo: el conjunto de acciones ya resumidas que constituyen el desenvolvimiento de la obra, ordenadas según la normalización 3.3. Función de cierre: constituye el des-enlace de todas las acciones y el fin de la obra de teatro.-

04.INDICIOS e INFORMACIONES que permiten determinar: UBICACIÓN ESPACIAL UBICACION TEMPORAL PERSONAJES Transcribir todas los Transcribir todos los indicadores Transcribir cualidades y la indicadores del espacio en el del tiempo en que se desarrollan caracterización de los que se desarrollan las las acciones y del paso del tiempo personajes que intervienen en acciones. mismo. el desarrollo de las acciones. Indicadores del autor para la Utilizar la definición de los puesta en escena. actores. Transcribir textualmente o sintetizar las indicaciones que aparecen en el discurso dramático o en las acotaciones de la puesta en escena

05.PERSONAJES o ACTANTES: son quienes llevan adelante la acción dramática. Generalmente son personas pero también pueden ser otros elementos. Se los ordena según la jerarquía que ocupan en el relato. Clasificarlos según los siguientes criterios.

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Protagonista/Antagonista Secundarios

Héroe Antihéroe

Ayudantes Oponentes

Sujeto (actor de las acciones) Objeto (destino de las acciones)

06.TEMA DE LA OBRA: determinar qué es lo que el autor ha pretendido transmitir a través de la obra teatral. Conjunto de ideas que aparecen y que se pueden ordenar jerárquicamente.

07.ESTRUCTURA DEL DISCURSO DRAMATICO (INTRATEXTUAL) : 7.1. Construcción de los Diálogos (estructuras de las oraciones, párrafos, intervenciones) 7.2. Tipo de oraciones que predominan en el diálogo. 7.3. Uso de la adjetivación. 7.4. Predominio de vocablos significativos (propios del autor) 7.5. Otros recursos (versos, cantos, apariciones simbólicas)

08.ELEMENTOS EXTRATEXTUALES 8.1. Biografía del autor y vinculaciones con la obra. 8.2. Producción bibliográfica del autor. Materiales complementarios. 8.3. Elementos extratextuales aclaratorios (históricos, geográficos, documentales)

09.ELEMENTOS INTERTEXTUALES: Co-relacionar la obra analizada con otros textos del autor, con otros textos de otros autores o con otras producciones que desarrollan la misma temática (o temática similar), estableciendo coincidencias y diferencias.

10.PRODUCCIÓN PERSONAL A PARTIR DEL RELATO: 10.1. Juicio crítico u opinión personal fundamentada 10.2. Recreación de la obra teatral a través de una narración (nuevo relato) 10.3. Creatividad: construir un nuevo final, ilustración, desarrollo a través de una historieta. 10.4. Representar la obra (o una parte de ella). 10.5. Redactar un JUICIO CRITICO para presentar la obra, recomendarla o criticarla. 10.6. Diseñar el CARTEL de PUBLICIDAD de la misma. 10.7. Juzgar críticamente la REPRESENTACION de la obra en circuitos comerciales o vocacionales.

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 1

JORGE LUIS BORGES

GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS DE POESIAS: (1) LEER EN VOZ ALTA LA TOTALIDAD DE LAS POESÍAS PARA UNA PRIMERA COMPRENSIÓN: DUDAS, INTERROGANTES, INQUIETUDES, COMENTARIOS, OPINIONES ESPONTÁNEAS. (2) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS A 5(CINCO) PRIMERAS POESÍAS. (3) EN FORMA DE CUADRO RESTACAR ASPECTO DENOTATIVO, CONNOTATIVO, TEMA, METRO Y RIMA A LAS SIGUIENTES 5 (CINCO) POESÍAS. (4) PRESENTAR UN CUADRO CON EL ASPECTO DENOTATIVO DE CADA UNA DE LAS RESTANTES. (5) RECONOCER EL ESTILO DE BORGES REVISANDO LA TOTALIDAD DE LAS POESIAS: VOCABLOS, ADJETIVACION, USO DE LOS VERSOS, TEMAS, UTILIZACION DE SUS RECURSOS POETICOS, USO DE TIPOS DE COMPOSICION, METRO, RIMA. (6) PRESENTAR DOS NUEVOS POESIAS DE BORGES, CON UN BREVE COMENTARIO INTRODUCTORIO QUE JUSTIFIQUE LA ELECCIÓN. (7) BIOGRAFIA DE JORGE LUIS BORGES = LOS DATOS FUNDAMENTALES DE SU VIDA. MARCAR ASPECTOS DE SU VIDA QUE PUDIERON INCIDIR EN SUS PRODUCCIONES LITERARIAS. (8) RECREACION DE UNA POESIA, INSPIRADO EN LAS POESIAS Y TEMAS DE BORGES (9) RECREACION GRÁFICA O DIGITAL DE ALGUNOS DE LOS TEXTOS: COLGAR ALGUNAS PRODUCCIONES EN SITIOS VIRTUALES, REDES SOCIALES, ETC.

GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS DE CUENTOS: (1) LECTURA COMPARTIDA DE CADA UNO DE LOS CUENTOS: PRIMERA APROXIMACIÓN.RONDA DE EXPLICACIONES, INTERROGANTES, DUDAS, INQUIETUDES, OPINIONES, COMENTARIOS. (2) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS A LOS PRIMERO 5(CINCO) CUENTOS DE BORGES. (3) PARA EL RESTO DE LOS CUENTOS: NORMALIZACION, FUNCIONES Y TEMA DE CADA CUENTO. (4) DEFINIR EL ESTILO DE BORGES, ANALIZANDO PARRAFOS Y DIÁLOGOS, PALABRAS SIGNFICATIVAS QUE SE REPITEN, USO DE LOS ADJETIVOS, ARGUMENTOS, INICIOS Y FINALES DE LOS CUENTOS. (5) DETERMINAR LOS TEMAS QUE SE REPITEN EN LOS DIVERSOS CUENTOS SELECCIONADOS. (6) SELECCIONAR UN NUEVO CUENTO DE BORGES Y HACER UNA PRESENTACION INTRODUCTORIA. (7) PRESENTAR LA NOMINA DE LAS OBRAS MAS IMPORTANTES PUBLICADAS POR BORGES. (8) DIVERSOS JUICIOS SOBRE LA PERSONA DE BORGES, SOBRE SUS OBRAS, SOBRE SUS IDEAS. (9) RECREAR – A TRAVÉS DE UNA CREACIÓN PERSONAL – : “EL MUERTO”, “EMMA ZUNZ” O “SUR” (10) RE-CREAR, CON OTROS SOPORTE, UNO DE LOS CUENTOS: GRAFICA, TEATRALIZACION, FILMACION (11) PELICULAS QUE SE FILMARON SOBRE ALGUNOS DE SUS CUENTOS: FICHA TÉCNICA Y ARTÍSTICA. JUICIO

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JORGE LUIS BORGES APROXIMACIÓN A SUS POESIAS: ANTOLOGÍA

BORGES (01) LABERINTO

BORGES (02) AL ESPEJO

No habrá nunca una puerta. Estás adentro y el alcázar abarca el universo y no tiene ni anverso ni reverso ni externo muro ni secreto centro.

¿Por qué persistes, incesante espejo? ¿Por qué duplicas, misterioso hermano, el movimiento de mi mano? ¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?

No esperes que el rigor de tu camino, que tercamente se bifurca en otro, Que tercamente se bifurca en otro, tendrá fin. Es de hierro tu destino

Eres el otro yo de que habla el griego y acechas desde siempre. En la tersura del agua incierta o del cristal que dura me buscas y es inútil estar ciego.

como tu juez. No aguardes la embestida del toro que es un hombre y cuya extraña forma plural da horror a la maraña

El hecho de no verte y de saberte te agrega horror, cosa de magia que osas multiplicar la cifra de las cosas

de interminable piedra entretejida. No existe. Nada esperes. Ni siquiera en el negro crepúsculo de la fiera.

que somos y que abarcan nuestra suerte. Cuando esté muerto, copiarás a otro y luego a otro, a otro, a otro, a otro…

(03) REMORDIMIENTO POR CUALQUIER MUERTE

Libre de la memoria y de la esperanza, ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte. Como el Dios de los místicos, de Quien deben negarse todos los predicados, el muerto ubicuamente ajeno no es sino la perdición y ausencia del mundo. Todo se lo robamos, no le dejamos ni un color ni una sílaba:

BORGES (04) REMORDIMIENTO

He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados. Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire, el fuego. Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad. Mi mente

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aquí está el patio que ya no comparten sus ojos, allí la acera donde acechó sus esperanzas.

se aplicó a las simétricas porfías del arte, que entreteje naderías.

Hasta lo que pensamos podría estarlo pensando él también; nos hemos repartido como ladrones el caudal de las noches y de los días.

Me legaron valor. No fui valiente. No me abandona. Siempre está a mi lado La sombra de haber sido un desdichado.

BORGES (05) CRISTO EN LA CRUZ

BORGES (06) LUCAS XXIII

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra. Los tres maderos son de igual altura. Cristo no está en el medio. Es el tercero. La negra barba pende sobre el pecho.

Gentil o hebreo o simplemente un hombre Cuya cara en el tiempo se ha perdido; Ya no rescataremos del olvido Las silenciosas letras de su nombre.

El rostro no es el rostro de las láminas. Es áspero y judío. No lo veo y seguiré buscándolo hasta el día último de mis pasos por la tierra.

Supo de la clemencia lo que puede Saber un bandolero que Judea Clava a una cruz. Del tiempo que antecede Nada alcanzamos hoy. En su tarea

El hombre quebrantado sufre y calla. La corona de espinas lo lastima. No lo alcanza la befa de la plebe que ha visto su agonía tantas veces.

Última de morir crucificado Oyó, entre los escarnios de la gente, Que el que estaba muriéndose a su lado Era Dios y le dijo ciegamente:

La suya o la de otro. Da lo mismo. Cristo en la cruz. Desordenadamente piensa en el reino que tal vez lo espera, piensa en una mujer que no fue suya. (…)

Acuérdate de mí cuando vinieres A tu reino, y la voz inconcebible Que un día juzgará a todos los seres Le prometió desde la Cruz terrible

Sabe que no es un dios y que es un hombre que muere con el día. No le importa. Le importa el duro hierro de los clavos. No es un romano. No es un griego. Gime. Nos ha dejado espléndidas metáforas y una doctrina del perdón que puede anular el pasado. (Esa sentencia la escribió un irlandés en una cárcel.) El alma busca el fin, apresurada. Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto. Anda una mosca por la carne quieta. ¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?

El Paraíso. Nada más dijeron Hasta que vino el fin, pero la historia No dejará que muera la memoria De aquella tarde en que los dos murieron. Oh amigos, la inocencia de este amigo De Jesucristo, ese candor que hizo Que pidiera y ganara el Paraíso Desde las ignominias del castigo, Era el que tantas veces al pecado Lo arrojó y al azar ensangrentado.

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BORGES (07) SON LOS RÍOS

BORGES (08) AJEDREZ

Somos el tiempo. Somos la famosa parábola de Heráclito el Oscuro. Somos el agua, no el diamante duro, la que se pierde, no la que reposa.

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre directa y peón ladino sobre lo negro y blanco del camino buscan y libran su batalla armada.

Somos el río y somos aquel griego que se mira en el río. Su reflejo cambia en el agua del cambiante espejo, en el cristal que cambia como el fuego.

No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada.

Somos el vano río prefijado, rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado. Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y blancos días.

La memoria no acuña su moneda. Y sin embargo hay algo que se queda y sin embargo hay algo que se queja.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?

BORGES (09) POEMA CONJETURAL

Zumban las balas en la tarde última. Hay viento y hay cenizas en el viento, se dispersan el día y la batalla deforme, y la victoria es de los otros. Vencen los bárbaros, los gauchos vencen. Yo, que estudié las leyes y los cánones, yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaró la independencia de estas crueles provincias, derrotado, de sangre y de sudor manchado el rostro, sin esperanza ni temor, perdido, huyo hacia el Sur por arrabales últimos. Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano, fue cegado y tumbado por la muerte donde un oscuro río pierde el nombre, así habré de caer. Hoy es el término. La noche lateral de los pantanos me acecha y me demora. Oigo los cascos de mi caliente muerte que me busca con jinetes, con belfos y con lanzas. Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes

BORGES (10) ODA ESCRITA EN 1966

Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete que, alto en el alba de una plaza desierta, rige un corcel de bronce por el tiempo, ni los otros que miran desde el mármol, ni los que prodigaron su bélica ceniza por los campos de América o dejaron un verso o una hazaña o la memoria de una vida cabal en el justo ejercicio de los días. Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos. Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos y de la lenta población de regiones que lindan con la aurora y el ocaso, y de rostros que van envejeciendo en los espejos que se empañan y de sufridas agonías anónimas que duran hasta el alba y de la telaraña de la lluvia sobre negros jardines. La patria, amigos, es un acto perpetuo como el perpetuo mundo. (Si el Eterno Espectador dejara de soñarnos

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a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano.

un solo instante, nos fulminaría, blanco y brusco relámpago, Su olvido.) Nadie es la patria, pero todos debemos ser dignos del antiguo juramento que prestaron aquellos caballeros de ser lo que ignoraban, argentinos, de ser lo que serían por el hecho de haber jurado en esa vieja casa. Somos el porvenir de esos varones, la justificación de aquellos muertos; nuestro deber es la gloriosa carga que a nuestra sombra legan esas sombras que debemos salvar.

A esta ruinosa tarde me llevaba el laberinto múltiple de pasos que mis días tejieron desde un día de la niñez. Al fin he descubierto la recóndita clave de mis años, la suerte de Francisco de Laprida, la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio. En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno. El círculo se va a cerrar. Yo aguardo que así sea. Pisan mis pies la sombra de las lanzas que me buscan. Las befas de mi muerte, los jinetes, las crines, los caballos, se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta.

Nadie es la patria, pero todos lo somos. Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante, ese límpido fuego misterioso.

BORGES (11) SONETO DEL VINO

¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa conjunción de los astros, en qué secreto día que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa y singular idea de inventar la alegría? Con otoños de oro la inventaron. El vino fluye rojo a lo largo de las generaciones como el río del tiempo y en el arduo camino nos prodiga su música, su fuego y sus leones.

BORGES JORGE LUIS(12): UN CIEGO

No sé cuál es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo; No sé qué anciano acecha en su reflejo con silenciosa y ya cansada ira. Lento en mi sombra, con la mano exploro mis invisibles rasgos. Un destello me alcanza. He vislumbrado tu cabello que es de ceniza o es aún de oro.

En la noche del júbilo o en la jornada adversa exalta la alegría o mitiga el espanto y el ditirambo nuevo que este día le canto otrora lo cantaron el árabe y el persa.

Repito que he perdido solamente la vana superficie de las cosas. El consuelo es de Milton y es valiente,

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.

pero pienso en las letras y en las rosas. Pienso que si pudiera ver mi cara sabría quién soy en esta tarde rara.

BORGES (13) 1964

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I

II

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado. Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines. Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado,

Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo; un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar. La vida es corta

cristal de soledad, sol de agonías. Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor. Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días.

y aunque las horas son tan largas, una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna

Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene y no ha tenido nunca, pero no basta ser valiente

y del amor. La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; lo que era todo tiene que ser nada.

para aprender el arte del olvido. Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra.

Sólo que me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

BORGES (14) JUAN, I, 14

BORGES (15) LOS ENIGMAS

Refieren las historia orientales La de aquel rey del tiempo, que sujeto A tedio y esplendor, sale en secreto Y solo, a recorrer los arrabales

YO QUE SOY el que ahora está cantando Seré mañana el misterioso, el muerto, El morador de un mágico y desierto Orbe sin antes ni después ni cuándo.

Y a perderse en la turba de las gentes De rudas manos y de oscuros nombres; Hoy, como aquel Emir de los Creyentes, Harún, Dios quiere andar entre los hombres

Así afirma la mística. Me creo Indigno del Infierno o de la Gloria, Pero nada predigo. Nuestra historia Cambia como las formas de Proteo.

Y nace de una madre, como nacen Los linajes que en polvo se deshacen, Y le será entregado el orbe entero,

¿Qué errante laberinto, qué blancura Ciega de resplandor será mi suerte, Cuando me entregue el fin de esta aventura

Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio, Pero después la sangre del martirio, El escarnio, los clavos y el madero.

La curiosa experiencia de la muerte? Quiero beber su cristalino Olvido, Ser para siempre; pero no haber sido.

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JORGE LUIS BORGES APROXIMACIÓN A SUS CUENTOS: ANTOLOGÍA

(01) BORGES: LA INTRUSA

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por EDUARDO, EL MENOR DE LOS NELSON, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. En Turdera los llamaban LOS NILSEN. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes. Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos. Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando CRISTIÁN llevó a vivir con él a JULIANA BURGOS. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la

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mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida. Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos. Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo: -Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala. El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro. Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba. Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián. La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto. Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro. En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo: -De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano. Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

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Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia. El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo: -Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca. El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche. Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

(02) BORGES: EL FIN

RECABARREN, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarras, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia. Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; EL NEGRO no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder. La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, con vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo

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poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería. Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura: -Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted. El otro, con voz áspera, replicó: -Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió: -Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años. El otro replicó sin apuro: Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas. -Ya me hice cargo - dijo el negro -. Espero que los dejó con salud. EL FORASTERO, que se había sentado con el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla. -Les dí buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Un lento acorde precedió la respuesta del negro: -Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros. -Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano. El negro, como si no lo oyera, observó: -Con el otoño se van acortando los días. -Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie. Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado: -Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto. Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró: -Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero. El otro contestó con seriedad: -En el primero no te fue tan mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llenar al segundo. Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo: -Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano. Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro. Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro; no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

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(03) BORGES: EL MUERTO

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de BENJAMIN OTÁLORA, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil. Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal AZEVEDO BANDEIRA, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso. Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó. Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería

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rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos. Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también. El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse. Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia. Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir. Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con

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gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día. Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima. La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena: -Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos. Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego.

(03) BORGES: HOMBRE DE ESQUINA ROSADA A mí, tan luego, hablarme del finado FRANCISCO REAL. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino LA LUJANERA porque sí a dormir en mi rancho y ROSENDO JUÁREZ dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol

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sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño. La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. Enseguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: - Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista. Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.

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En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras: Rosendo, creo que lo estarás precisando. A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío. - De asco no te carneo: dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:-Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre. Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito: ¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida! - dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango. Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio. - Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más. Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.

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Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió. Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole: - Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse. ¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! - se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno. - La está mandando un ánima - dijo el Inglés. - Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio. - Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa también: Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas. Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después: Lo mató la mujer. Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna: Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada? Añadí, medio desganado de guapo: ¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?

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El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó enseguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

(05) BORGES: EL EVANGELIO SEGÚN MARCOS

El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no. El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años. Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.

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A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó. Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró. En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada. Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente. Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.

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Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas. Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio. Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar. El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia. El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó: -Sí. Para salvar a todos del infierno. Gutre le dijo entonces: -¿Qué es el infierno? -Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán. -¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos? -Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta. Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta: -Las aguas están bajas. Ya falta poco. -Ya falta poco -repitió Gutrel, como un eco.

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Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

(06) JORGE LUIS BORGES: EMMA ZUNZ

El catorce de enero de 1922, EMMA ZUNZ, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, AARÓN LOEWENTHAL, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un

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temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy

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religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

(07) BORGES: LAS RUINAS CIRCULARES

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la

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voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las

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fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía. Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó. El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy. Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un

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fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas. El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

(08) BORGES: EL SUR

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció. Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y

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Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó. A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él. Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio. En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante. A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal. A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la

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mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir. El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario. Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba). El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol. El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén. En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur. Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la

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mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado. Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada: -Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres. Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando. El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió. Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó. -Vamos saliendo- dijo el otro. Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

(09) BORGES: BIOGRAFÍA DE TADEO ISIDORO CRUZ

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a

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las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro. Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza. En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así: en los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los

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pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

(10) BORGES: FUNES, EL MEMORIOSO (…)Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro. Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la

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contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio. El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables. (…) Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche. Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el

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presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de

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Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles. Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar. 2

(11) BORGES: LA ESPERA El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las 2

JORGE LUIS BORGES: COMO NACE UN CUENTO: Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder. En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión." El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula.

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que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre. El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación". Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia. El señor VILLARI, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte. No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos. Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en

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seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro. Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas. Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle. Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri. Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos. Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora? En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 2

MARIO BENEDETTI GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS DE POESIAS: (01) LEER EN VOZ ALTA LA TOTALIDAD DE LAS POESÍAS PARA UNA PRIMERA COMPRENSIÓN: DUDAS, INTERROGANTES, INQUIETUDES, COMENTARIOS, OPINIONES ESPONTÁNEAS. (02) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS A 5(CINCO) PRIMERAS POESÍAS. (03) EN FORMA DE CUADRO RESTACAR ASPECTO DENOTATIVO, CONNOTATIVO, TEMA, METRO Y RIMA A LAS SIGUIENTES 5 (CINCO) POESÍAS. (04) PRESENTAR UN CUADRO CON EL ASPECTO DENOTATIVO (CONTENIDO) DE CADA UNA DE LAS RESTANTES. (05) RECONOCER EL ESTILO DE BENEDETTI REVISANDO LA TOTALIDAD DE LAS POESIAS: VOCABLOS, ADJETIVACION, USO DE LOS VERSOS, METRO Y RIMA, TEMAS, UTILIZACION DE SUS RECURSOS POETICOS, (06) PRESENTAR DOS NUEVOS POESIAS DE BENEDETTI, CON UN BREVE COMENTARIO INTRODUCTORIO QUE JUSTIFIQUE LA ELECCIÓN. (07) BIOGRAFIA DE MARIO BENEDETTI = LOS DATOS FUNDAMENTALES DE SU VIDA, ESPECIALMENTE SU COMPROMISO POLITICO IDEOLÓGICO, SUS EXILIOS Y SU REGRESO. VINCULACION CON SUS POESIAS. (08) RECREACION DE UNA POESIA, INSPIRADO EN LAS POESIAS Y TEMAS DE BENEDETTI (09) RECREACION GRÁFICA O DIGITAL DE ALGUNOS DE LOS TEXTOS: COLGAR ALGUNAS PRODUCCIONES EN SITIOS VIRTUALES, REDES SOCIALES, ETC.

GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS DE CUENTOS: (01) LECTURA COMPARTIDA DE CADA UNO DE LOS CUENTOS: PRIMERA APROXIMACIÓN.RONDA DE EXPLICACIONES, INTERROGANTES, DUDAS, INQUIETUDES, OPINIONES, COMENTARIOS. (02) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS A LOS PRIMERO 4 (CUATRO) CUENTOS DE BENEDETTI. (03) PARA EL RESTO DE LOS CUENTOS: NORMALIZACION, FUNCIONES Y TEMA DE CADA CUENTO. (04) DEFINIR EL ESTILO DE BENEDETTI, ANALIZANDO PARRAFOS Y DIÁLOGOS, PALABRAS SIGNFICATIVAS QUE SE REPITEN, ADJETIVACION, ARGUMENTOS, INICIOS Y FINALES DE LOS CUENTOS. (05) (06) (07) (08)

SELECCIONAR UN NUEVO CUENTO DE BENEDETTI Y HACER UNA PRESENTACION INTRODUCTORIA. PRESENTAR LA NOMINA DE LAS OBRAS MAS IMPORTANTES PUBLICADAS POR BENEDETTI. DIVERSOS JUICIOS SOBRE LA PERSONA DE BENEDETTI, SOBRE SUS OBRAS, SOBRE SUS IDEAS. BENEDETTI: SUS NOVELAS Y SUS OBRAS DE TEATRO.

(09) RECREAR – A TRAVÉS DE UNA CREACIÓN PERSONAL – : “POCILLOS” O “COMPENSACIONES” (10) RE-CREAR, CON OTROS SOPORTE, UNO DE LOS CUENTOS: GRAFICA, TEATRALIZACION, FILMACION (11) PELICULAS QUE SE FILMARON SOBRE ALGUNOS DE SUS CUENTOS: FICHA TÉCNICA Y ARTÍSTICA. AHORAAHOIRA

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MARIO BENEDETTI APROXIMACIÓN A SUS POESIAS: ANTOLOGÍA

BENEDETTI : (01) QUIERO CREER QUE ESTOY VOLVIENDO

Vuelvo quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mi mejor historia conozco este camino de memoria pero igual me sorprendo hay tanto siempre que no llega nunca tanta osadía tanta paz dispersa tanta luz que era sombra y viceversa y tanta vida trunca vuelvo y pido perdón por la tardanza se debe a que hice muchos borradores me quedan dos o tres viejos rencores y sólo una confianza reparto mi experiencia a domicilio y cada abrazo es una recompensa pero me queda y no siento vergüenza nostalgia del exilio en qué momento consiguió la gente abrir de nuevo lo que no se olvida la madriguera linda que es la vida culpable o inocente vuelvo y se distribuyen mi jornada las manos que recobro y las que dejo vuelvo a tener un rostro en el espejo y encuentro mi mirada propios y ajenos vienen en mi ayuda preguntan las preguntas que uno sueña cruzo silbando por el santo y seña y el puente de la duda

tira y afloja entre lo que se añora y el fuego propio y la ceniza ajena y el entusiasmo pobre y la condena que no nos sirve ahora vuelvo de buen talante y buena gana se fueron las arrugas de mi ceño por fin puedo creer en lo que sueño estoy en mi ventana nosotros mantuvimos nuestras voces ustedes van curando sus heridas empiezo a comprender las bienvenidas mejor que los adioses vuelvo con la esperanza abrumadora y los fantasmas que llevé conmigo y el arrabal de todos y el amigo que estaba y no está ahora todos estamos rotos pero enteros diezmados por perdones y resabios un poco más gastados y más sabios más viejos y sinceros vuelvo sin duelo y ha llovido tanto en mi ausencia en mis calles en mi mundo que me pierdo en los nombres y confundo la lluvia con el llanto vuelvo quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mi mejor historia conozco este camino de memoria pero igual me sorprendo.

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me fui menos mortal de lo que vengo ustedes estuvieron / yo no estuve por eso en este cielo hay una nube y es todo lo que tengo

BENEDETTI: (02) LENTO PERO VIENE

Lento viene el futuro lento pero viene ahora está más allá de las nubes ramplonas y de unas cimas ágiles que aún no se distinguen y mas allá del trueno y de la araña demorándose viene como una flor porfiada que vigilara al sol a lo mejor es eso la vida cotidiana prepara bienvenidas cierra caldos de usura abre memorias vírgenes pero él no tiene prisa lento viene por fin como su respuesta su pan para la hambruna sus magullados ángeles sus fieles golondrinas lento pero no lánguido ni ufano ni aguafiestas sencillamente viene con su afilada hoja y su balanza preguntando ante todo por los sueños y luego por las patrias los recuerdos yacentes

BENEDETTI: (3) DEFENSA DE LA ALEGRIA

Defender la alegría como una trinchera defenderla del escándalo y la rutina de la miseria y los miserables de las ausencias transitorias y las definitivas defender la alegría como un principio defenderla del pasmo y las pesadillas de los neutrales y de los neutrones de las dulces infamias y los graves diagnósticos defender la alegría como una bandera defenderla del rayo y la melancolía de los ingenuos y de los canallas de la retórica y los paros cardiacos de las endemias y las academias defender la alegría como un destino defenderla del fuego y de los bomberos de los suicidas y los homicidas de las vacaciones y del agobio de la obligación de estar alegres defender la alegría como una certeza defenderla del óxido y la roña de la famosa pátina del tiempo del relente y del oportunismo de los proxenetas de la risa defender la alegría como un derecho defenderla de dios y del invierno de las mayúsculas y de la muerte de los apellidos y las lástimas del azar y también de la alegría.

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y los recién nacidos (…)

BENEDETTI (04) DESDE EL ALMA

Hermano cuerpo estás cansado Desde el cerebro a la misericordia Del paladar al valle del deseo. Cuando me dices / alma ayúdame Siento que me conmuevo hasta el agobio Que el mismísimo aire es vulnerable. Hermano cuerpo has trabajado A músculos a estómago y a nervios A riñones a bronquios y a diafragma Cuando me dices / alma ayúdame Sé que estás condenado / eres materia Y la materia tiende a desfibrarse Hermano cuerpo te conozco Fui huésped y anfitrión de tus dolores Modesta rampa de tu sexo ávido Cuando me pides / ayúdame Siento que el frío me envilece Que se me van la magia y la dulzura Hermano cuerpo eres fugaz Coyuntural, efímero instantáneo Tras un jadeo acabaras inmóvil Y yo que normalmente soy la vida Me quedaré abrazada a tus huesitos Incapaz de ser alma sin tus vísceras.

BENEDETTI (05) CURRICULUM

El cuento es muy sencillo usted nace contempla atribulado el rojo azul del cielo el pájaro que emigra el torpe escarabajo que su zapato aplastará valiente usted sufre reclama por comida y por costumbre por obligación llora limpio de culpas extenuado hasta que el sueño lo descalifica usted ama se transfigura y ama por una eternidad tan provisoria que hasta el orgullo se le vuelve tierno y el corazón profético se convierte en escombros usted aprende y usa lo aprendido para volverse lentamente sabio para saber que al fin el mundo es esto en su mejor momento una nostalgia en su peor momento un desamparo y siempre siempre un lío entonces, usted muere.

BENEDETTI: (05) NO SE SALVES

BENEDETTI: (06) HAGAMOS UN TRATO

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No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgana no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgana y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo.

BENEDETTI: (06) ESTADOS DE ANIMO Unas veces me siento como pobre colina y otras como montaña de cumbres repetidas.

Compañera, usted sabe que puede contar conmigo, no hasta dos ni hasta diez sino contar conmigo. Si algunas veces advierte que la miro a los ojos, y una veta de amor reconoce en los míos, no alerte sus fusiles ni piense que deliro; a pesar de la veta, o tal vez porque existe, usted puede contar conmigo. Si otras veces me encuentra huraño sin motivo, no piense que es flojera igual puede contar conmigo. Pero hagamos un trato: yo quisiera contar con usted, es tan lindo saber que usted existe, uno se siente vivo; y cuando digo esto quiero decir contar aunque sea hasta dos, aunque sea hasta cinco. No ya para que acuda presurosa en mi auxilio, sino para saber a ciencia cierta que usted sabe que puede contar conmigo.

BENEDETTI: (07) CORAZON CORAZA

Porque te tengo y no porque te pienso porque la noche está de ojos abiertos porque la noche pasa y digo amor porque has venido a recoger tu imagen

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Unas veces me siento como un acantilado y en otras como un cielo azul pero lejano. A veces uno es manantial entre rocas y otras veces un árbol con las últimas hojas. Pero hoy me siento apenas como laguna insomne con un embarcadero ya sin embarcaciones una laguna verde inmóvil y paciente conforme con sus algas sus musgos y sus peces, sereno en mi confianza confiando en que una tarde te acerques y te mires, te mires al mirarme.

BENEDETTI (08) RECIEN NACIDO

Ignorante del mundo y de sí mismo deja el recién nacido su caverna lejos y cerca de la piel materna inaugura el candor de su egoísmo mira en su entorno y es un espejismo la apenas asumida vida externa no es todavía despiadada o tierna pero ya muestra señales del abismo aprenderá sin duda ese paisaje que poco a poco en niebla se convierte y empezará a enterarse del mensaje donde estará la clave de su suerte ya ha reservado sitio para el viaje sutil e inexorable hacia la muerte.

y eres mejor que todas las imágenes porque eres linda desde el pie hasta el alma porque eres buena desde el alma a mí porque te escondes dulce en el orgullo pequeña y dulce. Corazón Coraza Porque eres mía porque no eres mía porque te miro y muero y peor que muero si no te miro amor si no te miro Porque tú siempre existes dondequiera pero existes mejor donde te quiero porque tu boca es sangre y tienes frío tengo que amarte amor tengo que amarte aunque esta herida duela como dos aunque te busque y no te encuentre y aunque la noche pase y yo te tenga y no.

BENDETTI (09) AMOR DE TARDE

Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cuatro y acabo la planilla y pienso diez minutos y estiro las piernas como todas las tardes y hago así con los hombros para aflojar la espalda y me doblo los dedos y les saco mentiras. Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cinco y soy una manija que calcula intereses o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas o un oído que escucha como ladra el teléfono o un tipo que hace números y les saca verdades. Es una lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las seis. Podrías acercarte de sorpresa y decirme "¿Qué tal?" y quedaríamos yo con la mancha roja de tus labios tú con el tizne azul de mi carbónico.

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BENEDETTI (10) EL SUR TAMBIÉN EXISTE Con su ritual de acero sus grandes chimeneas sus sabios clandestinos su canto de sirenas sus cielos de neón sus ventas navideñas su culto de dios padre y de las charreteras con sus llaves del reino el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo cada uno en su escondite hay hombres y mujeres que saben a qué asirse aprovechando el sol y también los eclipses apartando lo inútil y usando lo que sirve con su fe veterana el Sur también existe

pero aquí abajo abajo el hambre disponible recurre al fruto amargo de lo que otros deciden mientras el tiempo pasa y pasan los desfiles y se hacen otras cosas que el norte no prohibe con su esperanza dura el sur también existe

con su corno francés y su academia sueca su salsa americana y sus llaves inglesas con todos su misiles y sus enciclopedias su guerra de galaxias y su saña opulenta con todos sus laureles el norte es el que ordena

con sus predicadores sus gases que envenenan su escuela de chicago sus dueños de la tierra con sus trapos de lujo y su pobre osamenta sus defensas gastadas sus gastos de defensa con sus gesta invasora el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo cerca de las raíces es donde la memoria ningún recuerdo omite y hay quienes se desmueren y hay quienes se desviven y así entre todos logran lo que era un imposible que todo el mundo sepa que el Sur también existe

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MARIO BENEDETTI APROXIMACIÓN A SUS CUENTOS

(01) MARIO BENEDETTI: LOS POCILLOS

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color. "El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo". Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?" preguntó ella. "El encendedor". "A tu derecha". La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese tembló: que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición dei calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana". Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones. y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían. inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenia poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época? -"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto. -"¿Querés que te sea sincero?''. "Claro." -"Me parece una idiotez de tu parte." -"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos." La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su 'amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

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-"De todos modos deberías ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez". "Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En -Milagros. Yo tampoco creo en milagros." -"¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano". -"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo. Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo. Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros. Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. -"Qué otoño desgraciado", dijo. "¿Te fíjaste?". La pregunta era para ella. -"No", respondió José Claudio. "Fíjate vos por mí". Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. A1 margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella., querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él. tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más. A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la

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confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación. -"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio; "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme". -"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte". -"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo". La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía. Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella. "Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo. Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa. contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina. Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa. "No lo dejes hervir'', dijo José Claudio. La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus

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manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo".

(02) MARIO BENEDETTI: COMO UN LADRON

Yo vivía relativamente cómodo, acaso porque no se me había ocurrido creer en Dios. Ahora sé que muy pocos están en condiciones de aceptar esto que de tan sencillo es casi estúpido. Los más se imaginan que cada uno tiene la obligación de nacer con su pequeño dios. También se tiene el deber de nacer de cabeza y sin embargo siempre hay algún díscolo que nace de trasero. Entonces no me gustaba enfrentarme a ciertos problemas ni tampoco tenía necesidad de hacerlo. No discutía el prestigio de la muerte y sentía por ella un miedo insignificante, sin escolta de libros, solitario. Después supe que mi miedo privado era sólo una variante del terror general. Y ésta fue la primera vergüenza de mi vida: que los otros usaran el mismo miedo que yo. Algo así como la rabia inexplicable que nos acomete cuando vemos a otro individuo con nuestros calcetines, con nuestros lunares o con nuestra calva. Gracias a la muerte se liquidaba la aventura y era preciso renunciar definitivamente a los espejos, a los amaneceres, a la sed; retroceder hasta caer de espaldas, con todo el peso de la vida en las sienes, sin cuerpo, sin tacto, sin luz. Naturalmente, desaparecer así me llenaba de asco. Pero era un asco mórbido, que al fin de cuentas resultaba una invención, una especie de tanteo, casi una profecía particular. A los treinta años yo era un tipo mediocre. Había fracasado como corredor de seguros, como periodista, como amante, creo que como hijo. De estos cuatro fiascos sólo llegó a preocuparme el primero. En realidad pensaba que mi vocación podía ser ésa: asegurar, es decir, hacer que los otros se aseguraran. Por otra parte, me encantaba -tal vez me encantaría aún- hallar a una persona verdaderamente segura. Para mí era un espectáculo tan absurdo ver a un pobre hombre tomando sus prudentes y espléndidas medidas para que su muerte beneficiase a alguien, que no podía evitar la risa, una risa increíblemente generosa y sin burla. Pero ¿qué medidas? Pero ¿medidas en dónde, hasta cuándo, en nombre de quién? Cuando uno adquiere la costumbre de la muerte, se habitúa también a que el futuro carezca de sentido, de posibilidad, hasta de espacio. ¿Acaso pueden tener significado una esposa o unos hijos cobrando el precio de algo que no existe? Por eso fracasé. Los presuntos clientes acababan por mirarme angustiados, espiando la menor posibilidad de evasión para abandonarnos, a mí y al formulario. No sé si hará de esto siete u ocho meses. Una tarde vino a verme Aguirre a la pensión. Cuando abrió la puerta, yo me estaba secando la cara. Recuerdo esto porque al principio me pareció que la toalla tenía olor a axila. Después me di cuenta que venía de Aguirre. Era un olor agrio, penetrante, en medio del cual, Aguirre me dijo pomposamente que había hallado un Maestro de Compasión. Yo pensé que hubiera sido mejor que hallara un desodorante. Pero él insistió y me dio un nombre: Rosales, Eduardo Rosales. Era un chileno de unos cuarenta años, con barba y con discípulos, una especie de filósofo casero. Tres veces por semana reunía en su casa a gente como Aguirre: entusiasta, supersticiosa, no muy avispada. Precisamente, por no ser Aguirre muy avispado, no entendí un cuerno de la doctrina de Rosales. Porque el tipo tenía su doctrina: algo de herencia kármica, de evolución mental, de caridad sui géneris. En resumen: una mezcolanza inofensiva de teosofía y rosacrucismo. Aguirre quería que yo fuese a las reuniones. Me sorprendí pensando que no estaría mal; un rato después, diciéndole que sí. Entonces me dedicó una mirada tan torpe como incrédula. Luego se iluminó. Le resultaba difícil admitir que me había convencido, que podría ¡por fin! llevar su neófito. Además, yo debía tener algún prestigio para él. Era, en cierto modo, un intelectual, es decir, un tipo que había escrito algún artículo para los diarios y que a veces trabajaba en traducciones.Intenté imaginar el color de las reuniones. Viejos ex teósofos que conocerían a Blavatsky sólo de oído, algún espiritista que aún no se atrevería a proponer la

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aventura que aquietase algún escozor de su confortable conciencia, y mujeres, muchas mujeres esmirriadas y sin ovarios, que disfrutarían su placer supersticioso zambulléndose graciosamente en un lenguaje de meditación y esoterismo. La realidad no alcanzó a defraudarme. Simplemente era eso. Con el complemento de algún enfermero jubilado que disfrutaba lo indecible al codearse con gente de otra clase, de una dama de pasado glorioso, que cumplía allí su cantada vocación de misericordia; de un jovencito casi miope, dotado de un convincente tic afirmativo que parecía representar la aceptación tácita de la modesta muchedumbre. Pero además estaba Rosales. A pesar de mi poco entusiasmo, tuve que reconocer que me impresionaba. Tenía una voz grave, sonora; quizá por eso sentí que mi pensamiento se distendía. Sin embargo, no expuso nada nuevo, es decir, presentó como nuevo lo que había dicho Krishnamurti o Eliphas Leví o el remoto Gautama. Naturalmente, yo tenía mis lecturas, pero nunca había sentido nada de esto en una voz. Quizá resulte inexplicable, pero lo cierto es que me venció sin convencerme. Entonces supe que hacía mal en obstinarme, en ocultar mi rostro a Dios, en hundirme en el aburrimiento. Gracias a Rosales, o mejor, la voz de Rosales, un día me encontré creyendo. Hasta hallé razones para cambiar de vida. No es lo mismo una vida sin Dios que una vida con Dios. El secreto tal vez consistía- en que yo lo tomaba como un juego. Rosales tenía una frase encantadoramente tonta: «Cada alma es una partícula de Dios. » Mentalmente yo jugaba a sentirme partícula, pero era notoria mi incapacidad para establecer contacto con el Todo. Fue en una de esas reuniones que conocí a Valentina. Generalmente nos íbamos juntos y yo la acompañaba hasta su casa, un conventillo inverosímilmente limpio de la Ciudad Vieja. Ella solía decir que sólo gracias a la existencia nueva que Rosales nos descubría, podía parecerle soportable ese mezquino ambiente familiar. Yo la conformaba con un «Sí, es tremendo» o cualquier otra simpleza, a fin de que ella no interrumpiera la confidencia. Siempre que se ponía patética me tomaba del brazo, y eso a mí me gustaba. Un martes se puso más patética que de costumbre y entonces la besé. Pero el viernes siguiente Rosales habló de la concupiscencia y echó mano de tales símiles, de tales amenazas, que parecía un nuevo San Pablo amonestando a sus nuevos Gentiles. De ahí en adelante me sentí concupiscente cada vez que Valentina se ponía patética y, como no quise besarla más, ella abandonó las confidencias. Después de eso me dio por cavilar acerca de que mi nuevo estado no era en realidad tan cómodo ni tan feliz como yo había esperado. Pensaba que de no haber sido por la arenga de Rosales, habría podido desear moderadamente a Valentina, besarla de vez en cuando y quizá algo más, exactamente como hubiera hecho con cualquier otra muchacha que me pusiera al tanto de sus infortunios. A los treinta años uno sabe que las mujeres hacen eso a fin de llevar a cabo su conquista pasiva por la vía conmovedora. Yo nunca dejé que me conmovieran, pero siempre tuve el prudente cuidado de aparentar lo contrario, de modo que tanto ellas como yo, quedáramos conformes y orgullosos. Fuera de estas molestias, yo conseguía sobrellevar pasablemente mi fondo religioso de mediana tortura, sin que, por otra parte, pudiera acomodarlo a un dogma en particular. Sentía duramente que no podría hallarme a solas con el mundo, como isla en el tiempo, entre los confines mediatos de mi nacimiento y de mi muerte; que, por el contrario, debía ir más allá. Llegado el momento, me quitaría o me quitarían el cuerpo como una caparazón inútil y podría ingresar en otra ronda de existencia, acaso a la espera de otras caparazones. Seguro de mi vergonzosa inmortalidad e incómodo ante la prerrogativa de no ignorarla, llegaba a pensar que el secreto tal vez residiera en algo así como un desprendimiento del cepo somático. Si era egoísta con mi cuerpo, si quería a mi cuerpo, me costaría desprenderme de él, y desde el momento en que mutuamente nos necesitáramos -mi cuerpo y yo- hasta sernos el uno al otro casi indispensables, no podría abandonarlo y acaso me destruyese en su destrucción. Pero si soportaba a mi cuerpo como se sufre

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una costumbre, como se tolera un vicio menor, podría depositarlo en el pasado y acaso llegase también a olvidarlo. Algo de esto le dije a Rosales en la primera oportunidad que se me presentó. Me contestó que, evidentemente, yo había aprovechado su enseñanza. Recuerdo que pensé que todo eso tenía muy poco que ver con ella, pero le dije, en cambio, que efectivamente sus palabras me habían servido de mucho. Entonces lo vi iniciar un gesto de menosprecio y obtuve la imprudente seguridad de que se trataba de un tipo increíblemente sórdido. Lo natural hubiera sido que de inmediato me evadiera de su engranaje. Me quedé, sin embargo. No podía tolerarme a mí mismo pronunciando mentalmente -basado en un solo gestoel juicio definitivo acerca de alguien. Me hallaba dispuesto, pues, a investigar sus procedimientos, cuando una noche me encontré con Aguirre. Ya hacía unos dos meses que éste no aparecía por lo de Rosales. Mostrando ahora la misma exaltación con que antes lo había puesto por las nubes, me arrastró a un café y me contó todo. El chileno era sencillamente un vividor. Aguirre se había enterado, gracias a una imprevista relación, de que en Buenos Aires el Maestro había iniciado unas reuniones semejantes a las que organizaba aquí, para concluir fundando un Instituto Esotérico y escaparse más tarde con el fondo común. Se le acusaba además de bigamia y falsificación. Toda una alhaja, en fin. Pero había algo más. Según la versión de Aguirre, un viernes en que la reunión había estado poco concurrida (yo mismo había faltado), los escasos adeptos se habían retirado muy temprano. Aguirre, que también se había ido, volvió después a retirar un libro. Pero cuando fue a entrar en el despacho de Rosales, se halló con un espectáculo inesperado: el Maestro apretujaba a Valentina, sin mayor resistencia por parte de ella. «Usted perdone que le informe con tanta claridad», agregó Aguirre, «conozco cuáles son sus sentimientos respecto a la muchacha». Estuve por preguntarle cuáles eran esos sentimientos, puesto que yo mismo los ignoraba, pero ya Aguirre había cerrado el paréntesis y seguía relatando el enojo con que Rosales lo había echado. «Es un demonio», concluyó, «yo estoy dispuesto a hacerle todo el mal que pueda». Inevitablemente me encontré pensando bien acerca de Rosales. Tal era la poca confianza que me inspiraba su antiguo iniciado. El martes, sin embargo, al salir de la reunión, me las arreglé para acompañar a Valentina. Me parece recordar que la tomé del brazo. Ella me dejó hacer. Pero yo dudaba. Francamente, no sabía si la necesitaba, si la necesitaría. No obstante, me sentí seguro; seguro de la duda, naturalmente. Y eso era bastante. Me contó un sueño. Creo que lo había inventado. Siempre inventaba los sueños y yo no aparecía en ellos. Tal vez por eso los inventaba.De pronto le pregunté si se acordaba de Aguirre. Esto la tomó de sorpresa y sólo rezongó: «Ya te fue con el cuento.» Unicamente por llenar las formalidades, le pregunté si era cierto. Dijo que sí, y que no tenía vergüenza de confesarlo, que Rosales era decididamente un hombre, un hombre inteligente; que yo mismo, en vez de gastarme los ojos haciendo traducciones, bien podría aprender de él, que con sólo unas palabritas convencía y estafaba a unos pobres estúpidos como Aguirre y -¿por qué no decirlo?- como yo. Lo más lamentable de todo esto era su exactitud. Por cierto no precisaba que ella me hiciera propaganda a favor de Rosales: yo le reconocía atributos de vileza que siempre había considerado inalcanzables, hasta como utópico ideal. Con todo, nunca deja de interesar el verse comentado, el ser objeto de una opinión, por más hiriente que ésta pueda ser. Se adquiere conciencia del mediocre existir, gracias a los ecos vulgares que despierta la palabra de uno, gracias a las miradas -asombradas o compasivas- que despierta la presencia de uno. Se llega a vivir como reacción de los otros, como muro donde las impresiones ajenas aprenden a rebotar. Así, cuando yo escuchaba cómo Valentina me trataba de estápido, no podía dejar de apreciar la razón urgente que la asistía, desde que yo me quedaba tranquilo -lo peor de todo: sin abofetearla- como si ella estuviera haciendo mi apología en lugar de reducirme a cero. Creo que cualquier palabra mía hubiera estado de más. Por eso me callé. Fue necesario que me limitase al gesto persuasivo, casi conmovedor, ese que suele introducirse en la caricia. A la media hora había hecho ante Valentina

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iguales o mejores méritos que Rosales. Y esta vez respiré aliviado al no sentirme concupiscente, tan luego ahora, cuando sin duda había llegado a serio. Después, habiendo dejado a Valentina relativamente conforme, tuve conciencia de ser un tipo razonable, tan razonable como no lo había sido en muchos años. Vi claramente que no la necesitaba para nada. Entonces me encaminé a casa de Rosales. Era muy tarde ya, pero la luz del despacho estaba encendida. Me animé a llamar. Sin demostrar asombro, por el contrario, con un gesto amable, Rosales abrió la puerta y me hizo entrar. Ultimamente nuestras entrevistas habían menudeado. Servían, entre otras cosas, para que él me tomara confianza y yo se la perdiera. Afortunadamente, no había hecho de él un ídolo. Me sentía convicto de soledad. En rigor, si nunca había menospreciado a los felices, tampoco había ostentado mi propia infelicidad como un honor, como una dignidad concedida por Dios a sus selectas minorías. De ahí que la posibilidad de hablarle a Rosales poniendo las cartas sobre la mesa, fuera para mí un asunto de vital importancia. Como primera medida, me hizo sentar en un sillón exageradamente bajo, de esos que acentúan, hasta hacerla insoportable, la propia inferioridad. Al mismo tiempo, él se puso de pie. Por primera vez me di cuenta del porqué de la barba. Visto desde allí abajo, su rostro aparecía como realmente era: repugnante. Pero la barba permitía un aplazamiento de esa repugnancia. «Ayer estuve con Aguirre», dije aquí también. Sin prestarme mayor atención, Rosales se dio vuelta hacia la biblioteca. Me pareció que buscaba algo. Cuando lo encontró, vi que era la Biblia. De pronto se dirigió hacia mí con premeditada brusquedad y dijo que yo tenía una expresión incómoda. Un minuto antes yo había estado pensando justamente en mi incomodidad. Después gritó: «Diga de una vez, ¿qué le pasa? » Yo iba a recurrir al tradicional «Oh, usted lo sabe mejor que yo», pero él agregó: «Vamos, sea franco, hace un mes todavía creía que yo era un sabio, casi un Maestro, algo así como la salvación de la humanidad. Ahora ya. no cree.... ahora está seguro de que soy un ladrón. » Le confesé que me había evitado la violencia de decírselo. Aparentemente conservaba la calma, esa calma elástica que sabía estirar hasta la desesperación. Pero ni siquiera había suavizado el tono, cuando dijo: «Tiene razón. Soy lo que usted piensa. Pero no se alegre. » Le aclaré que no me alegraba en absoluto. Entonces me preguntó por qué no me iba y lo dejaba tranquilo. «No pida demasiados, dije. Rosales sonrió, como quien se decide a tomar la iniciativa, como quien vuelve por fin a su lugar después de una larga simulación, y me alcanzó la Biblia. Había un versículo marcado con lápiz rojo. «Lea», ordenó. Yo no tenía inconveniente en jugar un rato a la obediencia y empecé a murmurar: «Acuérdate de lo que has recibido y has oído, y guárdalo y arrepiéntete. Y si no velares, vendré a ti como ladrón y no sabrás en qué hora vendré a ti. » Cuando terminé la breve lectura, vi que él había adoptado una expresión casi regocijada. De ahí en adelante, yo sabía que iba a estar seguro de sí mismo. Y empezó: « ¿No se le ocurre que acaso usted no haya velado, que tal vez sea por eso que yo vengo a usted como ladrón? Pero voy a ayudarle en sus razonamientos. Usted es un temperamento religioso, tiene respeto por la palabra de Dios. Ahora fíjese bien: si la palabra de Dios le recuerda que Él vendrá como ladrón, ¿de qué modo podrá reconocer usted en cuál de los ladrones está Dios? ¿Y si en este ladrón que soy YO, estuviera Dios? No sabrás en qué hora vendré a ti. ¿No puede ser ésta la hora? » Pensé que, efectivamente, podría ser. Mas, a pesar de todo, me sentí con la calma suficiente como para fingir cierta repentina nerviosidad. Incitado por ésta, Rosales se decidió a tranquilizarme con un ademán generoso. Después, inopinadamente me despidió, no sin antes recordarme que lo viera al día siguiente, «a fin de hablar -así dijo- de algunos planes que tengo para un futuro próximo, en el que usted podrá convertirse en mi mano derecha». En los últimos diez minutos la tensión había sido exagerada, al menos para mis pocas fuerzas, y había llegado a sentirme molesto.. De modo que fue un alivio encontrarme otra vez en la calle,. sin nadie a quien saludar ni eludir ni reconocer. Pero en seguida tuve que pensar en Valentina; como última defensa, la deseé. No estaba errado al recurrir a ese deseo. Pero mi cansancio era mayor que mi habilidad para engañarlo y ya no fue posible evitar el careo conmigo mismo.

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Él lo había dicho. Yo poseía un temperamento religioso. Un año atrás no lo hubiera creído, pero era así. Ya no podía imaginarme viviendo sin Dios. Hasta el momento de hablar con Rosales, eran para mí innegables el equilibrio y la justicia integral de¡ universo' Por eso debía admitir la posibilidad de varias existencias para una sola alma. Las condiciones favorables o desfavorables en que nacía cada uno, eran para mí el saldo acreedor o deudor de la última existencia. Sí, el hombre se heredaba a sí mismo, y se heredaba a sí mismo porque había justicia. Pero ¿y la cita del Apocalipsis? ¿Había justicia en que tuviéramos que reconocer a Dios entre ladrones? No era tan complicado, sin embargo. Si la palabra ladrón era allí una metáfora, una traslación de significados a través de una imagen («vendré a ti como ladrón», es decir, como viene un ladrón, subrepticiamente, sin que nadie lo advierta), entonces la emboscada de Rosales no tenía efecto. Él no venía como ladrón sino que era un ladrón, y yo lo hubiera podido matar sin violentar mis escrúpulos ni torturar mi conciencia religiosa. Se trataría simplemente de eliminar a un anticristo. Personalmente, prefería esa interpretación. Pero estaba la otra: que el sentido no fuese metafórico sino literal, es decir, que Dios avisara realmente que vendría como ladrón. De ser así, mi concepto de justicia universal amenazaba derrumbarse sin remedio. Si Dios nos enfrentaba a todos los ladrones del mundo para que reconociéramos Quién era Él, dejaba de ser justo, dejaba de jugar con recursos leales; sencillamente, se convertía en un tramposo. Claro que este Dios no me interesaba ni merecía que le amase, y, por lo tanto, aunque Rosales fuese el mismo Dios, también podría matarlo. Era necesario preguntarse qué remediaba uno con esto. Imposible decir a sus discípulos quién era Rosales. Nadie me hubiera creído. Además, su delito -el del robo, al menos-, no podía demostrarse. El único documento que entregaba a cambio del dinero ajeno, era su confianza, y ésta no servía como testimonio. Si yo decidía finalmente eliminarlo, lo rodearían de un prestigio de mártir. Pero acaso esto les ayudase a vivir. Por otra parte, él ya no estaría para destruirles la fe con su realidad inmunda, con ese golpe brutal y revelador que podía convertirlos repentinamente de cruzados del bien en miserias humanas. Mientras tanto, yo había llegado a la Plaza, a sólo dos cuadras de la pensión. Recuerdo que me senté en un banco; apoyé la desguanecida nuca en el respaldo y miré hacia el cielo, por primera vez en varios meses. Entonces me sentí aplastado, inocente, infeliz. Comprendí que estaba a punto de llorar, pero también que iba a ser un llanto vano, que nada me haría adelantar en la busca de una escapatoria. Estaba todo demasiado claro; no había excusa posible. No quiero relatar cómo lo maté. Decididamente me repugna. Resultó en realidad más atroz que lo más atroz que yo había imaginado. Me esperaba para hablarme del futuro... Pero su futuro no existe ya. Lo he convertido en una cosa absurda.Dicen que su gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales. En realidad, sus palabras finales fueron tres veces «mierda», pero yo traduje: « Paz.» Creo que estuve bien.

(03) MARIO BENEDETTI: REQUIEN CON TOSTADA

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo

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hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque

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papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

(04) MARIO BENEDETTI: LA GUERRA Y LA PAZ

Cuando abrí la puerta del estudio, vi las ventanas abiertas como siempre y la máquina de escribir destapada y sin embargo pregunté: “¿Qué pasa?” Mi padre tenía un aire autoritario que no era el de mis exámenes perdidos. Mi madre era asaltada por espasmos de cólera que la convertían en una cosa inútil. Me acerqué a la biblioteca Y Me arrojé en el sillón verde. Estaba desorientado, pero a la vez me sentía misteriosamente

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atraído por el menos maravilloso de los presentes. No me contestaron, pero siguieron contestándose. Las respuestas, que no precisaban el estímulo de las preguntas para saltar y hacerse añicos, estallaban frente a mis ojos, junto a mis oídos. Yo era un corresponsal de guerra. Ella le estaba diciendo cuánto le fastidiaba la persona ausente de la Otra. Qué importaba que él fuera tan puerco como para revolcarse con esa buscona, que él se olvidara de su ineficiente matrimonio, del decorativo, imprescindible ritual de la familia. No era precisamente eso, sino la ostentación desfachatada, la concurrencia al Jardín Botánico llevándola del brazo, las citas en el cine, en las confiterías. Todo para que Amelia, claro, se permitiera luego aconsejarla con burlona piedad (justamente ella, la buena pieza) acerca de ciertos límites de algunas libertades. Todo para que su hermano disfrutara recordándole sus antiguos consejos prematrimoniales (justamente él, el muy cornudo) acerca de la plenaria indignidad de mi padre. A esta altura el tema había ganado en precisión y yo sabía aproximadamente qué pasaba. Mi adolescencia se sintió acometida por una leve sensación de estorbo y pensé en levantarme. Creo que había empezado a abandonar el sillón. Pero, sin mirarme, mi padre dijo: “Quedate”. Claro, me quedé. Más hundido que antes en el pullman verde. Mirando a la derecha alcanzaba a distinguir la pluma del sombrero materno. Hacia la izquierda, la amplia frente y la calva paternas. Éstas se arrugaban y alisaban alternativamente, empalidecían y enrojecían siguiendo los tirones de la respuesta, otra respuesta sola, sin pregunta. Que no fuera falluta. Que si él no había chistado cuando ella galanteaba con Ricardo, no era por cornudo sino por discreto, porque en el fondo la institución matrimonial estaba por encima de todo y había que tragarse las broncas y juntar tolerancia para que sobreviviese. Mi madre repuso que no dijera pavadas, que ella bien sabía de dónde venía su tolerancia. De dónde, preguntó mi padre. Ella dijo que de su ignorancia; claro, él creía que ella solamente coqueteaba con Ricardo y en realidad se acostaba con él. La pluma se balanceó con gravedad, porque evidentemente era un golpe tremendo. Pero mi padre soltó una risita y la frente se le estiró, casi gozosa. Entonces ella se dio cuenta de que había fracasado, que en realidad él había aguardado eso para afirmarse mejor, que acaso siempre lo había sabido, y entonces no pudo menos que desatar unos sollozos histéricos y la pluma desapareció de la zona visible. Lentamente se fue haciendo la paz. Él dijo que aprobaba, ahora sí, el divorcio. Ella que no. No se lo permitía su religión. Prefería la separación amistosa, extraoficial, de cuerpos y de bienes. Mi padre dijo que había otras cosas que no permitía la religión, pero acabó cediendo. No se habló más de Ricardo ni de la Otra. Sólo de cuerpos y de bienes. En especial, de bienes. Mi madre dijo que prefería la casa del Prado. Mi padre estaba de acuerdo: él también la prefería. A mí me gusta más la casa de Pocitos. A cualquiera le gusta más la casa de Pocitos. Pero ellos querían los gritos, la ocasión del insulto. En veinte minutos la casa del Prado cambió de usufructuario seis o siete veces. Al final prevaleció la elección de mi madre. Automáticamente la casa de Pocitos se adjudicó a mi padre. Entonces entraron dos autos en juego. Él prefería el Chrysler. Naturalmente, ella también. También aquí ganó mí madre. Pero a él no pareció afectarle; era más bien una derrota táctica. Reanudaron la pugna a causa de la chacra, de las acciones de Melisa, de los títulos hipotecarios, del depósito de leña. Ya la oscuridad invadía el estudio. La pluma de mi madre, que había reaparecido, era sólo una silueta contra el ventanal. La calva paterna ya no brillaba. Las voces se enfrentaban roncas, cansadas de golpearse; los insultos, los recuerdos ofensivos, recrudecían sin pasión, como para seguir una norma impuesta por ajenos. Sólo quedaban números, cuentas en el aire, órdenes a dar. Ambos se incorporaron, agotados de veras, casi sonrientes. Ahora los veía de cuerpo entero. Ellos también me vieron, hecho una cosa muerta en el sillón. Entonces admitieron mi olvidada presencia y murmuró mi padre, sin mayor entusiasmo: “Ah, también queda éste.” Pero yo estaba inmóvil, ajeno, sin deseo, como los otros bienes gananciales.

(06) MARIO BENEDETTI: MEMORIA ELECTRÓNICA

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Todas las tardes, al regresar de su trabajo en el Banco (sección Valores por cobrar), Esteban Ruiz contemplaba con deleite su nueva adquisición. Para el joven poeta inédito, escribir en aquella maquinita era una maravilla: signos para varios idiomas, letra redonda y bastardilla, tipo especial para Titulares, pantallita correctora, centrado automático, selector de teclado, tabulador decimal y un etcétera estimulante y nutrido. Ah, pero lo más espectacular era sin duda la Memoria. Eso de escribir un texto y, mediante la previa y sucesiva presión de dos suaves teclas, poder casi milagroso. Luego, cada vez que se lo proponía, introducía un papel en blanco y, mediante la previa y sucesiva presión, esta vez de cinco teclas, la maquinita japonesa empezaba a trabajar por su cuenta y riesgo e imprimía limpiamente el texto memorizado. A Esteban le agradaba sobremanera incorporar sus poemas a la memoria electrónica. Después sólo para disfrutar, no sólo del sorprenderte aparato sino también de su propia poesía, presionaba las teclas mágicas y aquel prodigioso robot escribía, escribía, escribía. Esteban (26 años, soltero, 1.70 de estatura, pelo negro, ojos verdes) vivía solo. Le gustaban las muchachas, pero era anacrónicamente tímido. La verdad es que se pasaba planificando conquistas, pero nunca encontraba en sí mismo el coraje necesario para llevarles a cabo. No obstante, como todo vate que se precie debe alguna vez escribir poemas de amor, Esteban Ruiz decidió inventarse una amada (la bautizó Florencia) y había creado para ella una figura y un carácter muy concretos y definidos, que sin embargo no se correspondían con los de ninguna de las muchachas que había conocido, ni siquiera de las habituales clientas jóvenes, elegantes y frutales, que concurrían a la sección Valores por cobrar. Fue así que surgieron (y fueron inmediatamente incorporados a la memoria de la Canon S - 60) poemas como “Tus manos en mí”, “De vez en cuando hallarte”, “Tu mirada es anuncio”. La memoria electrónica llegaba a admitir textos equivalente a 2000 espacios (que luego podían borrarse a voluntad) y él le había entregado un par de poemas de su serie de amor/ficción. Pero esos pocos textos le bastaban para entretenerse todas las tardecitas, mientras saboreada su jerez seco, haciendo trabajar a la sumisa maquinita, que otra vez imprimía y volvía a imprimir sus breves y presuntas obras maestras. Ahora bien, sabido es que la poesía amorosa (aun la destinada a una amada incorpórea) no ha de tratar pura y exclusivamente de la plenitud del amor, también debe hablar de sus desdichas. De modo que el joven poeta decidió que Florencia lo abandonara, claro que transitoriamente, a fin de que él pudiera depositar en pulcros endecasílabos la angustia y el dolor de esa ruptura. Y así fue que escribió un poema (cuyo título se le ocurrió al evocar una canción que años atrás había sido un hit pero que él confiaba estuviese olvidaba), un poema que le pareció singularmente apto para ser incorporado a la fiel memoria de su imponderable Canon S -60. Cuando por fin lo hizo, se le ocurrió invitar a Aníbal, un compañero del banco (sección Cuentas Corrientes) con el que a veces compartía inquietudes y gustos literarios, para así hacer alarde de su maquinita y de su versos. Y como los poetas (jóvenes o veteranos) siempre están particularmente entusiasmados con lo último que han escrito, decidió mostrar al visitante la más reciente muestra de su inspiración. Ya Aníbal había pronunciado varios ¡oh! Ante las novedosas variantes de la maquinita, cuando Esteban decidió pasmarlo de una vez para siempre con una sencilla demostración de la famosa memoria. Colocó en la maquinita con toda parsimonia un papel en blanco, presionó las teclas consabidas y de inmediato se inició el milagro. El papel comenzó a poblarse de elegantes caracteres. El cassette de la impresora iba y venía, sin tomarse una tregua, y así fueron organizándose las palabras del poema: ¿Por qué te vas? ¿O es sólo una amenaza? No me acorrales con esa condena.

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Sin tu mirada se quedó la casa con una soledad que no es la buena. No logro acostumbrarme a los rincones ni a las nostalgias que tu ausencia estrena. Conoces mi delirio y mis razones. De mi bronca de ayer no queda nada. Te cambio mi perdón por tus perdones. ¿Por qué te vas? Ya aguardo tu llegada. Al concluir el último verso, Esteban se volvió ufano y sonriente hacia su buen amigo a fin de recoger su previsible admiración, pero he aquí que la maquinita no le dio tiempo. Tras un brevísimo respiro, continuó con su febril escritura, aunque esta vez se tratara de otro texto, tan novedoso para Aníbal como para el propio Esteban: ¿Quieres saber por qué? Pues te lo digo; no me gustas, querido, no te aguanto, ya no soporto más estar contigo, últimamente me has fregado tanto que una noche, de buenas a primeras, en lugar del amor, quedó el espanto. Odio tu boca boba, tus ojeras, que te creas el bueno de la historia. Con mi recuerdo, tú haz lo que prefieras. Yo te voy a borrar de esta memoria.

(07) MARIO BENEDETTI: COMPENSACIONES

Pedro Luis le llevaba un año a Juan Tomás, pero eran tan exactamente iguales que todos los tomaban por mellizos. Además, como Pedro Luis se había atrasado un año en primaria debido a una escarlatina con complicaciones, a partir de ese momento habían hecho juntos el resto el colegio, todo el liceo y los dos años de Preparatorios (que fue de Arquitectura), así que la gente se había habituado a verlos por partida doble Tanto los compañeros de clase como los profesores, cuando se dirigían a uno u otro empezaban inquiriendo de cuál de los dos se trataba. Sus jugarretas en Preparatorios pasaron a integrar el folklore estudiantil cuando preparaban los exámenes se repartían las materias, y de ese modo sólo estudiaban la mitad, ya que cada uno daba dos veces (una como Juan Tomás y otra como Pedro Luis) la misma asignatura. Así pasaban de año aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Su solidaridad y colaboración fraternales llegaban a tales extremos que en más de una ocasión atendieron intermitentemente a alguna noviecita. Sólo al entrar en Facultad sus Caminos se bifurcaron, y fue por causas políticas: Pedro Luis tomó hacia la izquierda, Juan Tomás hacia la derecha. Pero ni uno ni otro se limitaron a opinar, sino que se lanzaron de lleno a las respectivas militancias. Juan Tomás empezó vinculándose a ciertos grupos de agitadores anticomunistas; Pedro Luis, a un movimiento clandestino de extrema izquierda. Una sola vez discutieron a fondo, todavía en los comienzos de la bifurcación, pero no pudieron entenderse, de modo que el tema quedó tácitamente abolido. Ambos siguieron viviendo en casa de los padres; por consideración a los viejos,

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que no acababan de entender la ruptura, había entre ambos el acuerdo tácito de no introducir tópicos conflictivos en las conversaciones hogareñas. Pero Juan Tomás sabía por sus compinches de las andanzas ilegales de Pedro Luis; y éste también estaba al tanto por sus compañeros de las faenas parapoliciales de su hermano menor. Cuando estaban en segundo año de facultad, Juan Tomás abandonó los estudios y se incorporó formalmente a los planteles policiales. Con frecuencia le llegaban a Pedro Luis noticias de que su hermano era responsable y ejecutor de torturas varias. El mayor, en cambio, siguió sus estudios, aunque no con el mismo ritmo, ya que la militancia le absorbía mucho tiempo. Durante este período cada uno desconfiaba del otro,-y andaban por caminos tan separados, que ya nadie los confundía. Para los compañeros de Pedro Luis, aunque sabían de la sórdida existencia de Juan Tomás, virtualmente no contaba la presencia física de éste; para los socios y colegas de Juan Tomás, aunque conocían las militancias de Pedro Luis (si no lo habían detenido hasta ahora, por algo sería) no había adquirido importancia el problema de la increíble semejanza. Por otra parte, se diferenciaban hasta en el vestir: Juan Tomás llevaba casi siempre camisa, corbata roja, campera negra, y usaba portafolio, en tanto que Pedro Luis, fiel a la informalidad estudiantil, andaba con vaqueros, polera, y un bolsón de viaje colgado del hombro. La situación culminó un sábado de tarde. Pedro Luis había estudiado la noche anterior hasta muy tarde, así que, después del almuerzo familiar (minestrón, ravioles, cerveza) decidió echarse una síestecita. Tenía sueño liviano, sabia que con una horita le alcanzaba: sólo hasta las tres, luego tenía reunión con los compañeros. Se despertó a las seis, sin embargo, la cabeza horriblemente pesada. Ya no podía llegar a la reunión, qué joda, así que se duchó y se afeitó. Cuando abrió el ropero, se encontró con que allí no estaban ni los vaqueros, ni la polera, ni el bolso. Fue sólo un relámpago ("el hijo de puta me puso una pichicata en la cerveza"), suficiente para imaginar a sus compañeros, reunidos con Juan Tomás y proporcionándole toda la vital información que éste buscaba. Ya era tarde. Imposible avisar a nadie. Sencillamente: el desastre. Pedro Luis entró como una tromba en el dormitorio de Juan Tomás. Abrió el ropero, y no se sorprendió al encontrar allí la camisa, la corbata roja, la campera negra, el portafolio. En cinco minutos se vistió con la ropa de su hermano, abrió el portafolio, comprobó su contenido, y salió disparado, sin despedirse siquiera de los viejos. Tomó un taxi que le dejó frente a la "oficina" de Juan Tomás. Cuando entró, los policías saludaron con familiaridad, y él les hizo un guiño. En el segundo pasillo, un muchachón robusto se cruzó con él, le pregunto qué tal había salido “aquello", y él dijo que bárbaro. Acabó por orientarse cuando un segundo robusto, que llevaba como el campera negra, le señaló una puerta cerrada: “Te espera el Jefe". Golpeó con los nudillos, cautelosamente, y alguien de adentro, lo invitó a pasar. En mangas de camisa, el Jefe, sudoroso y eléctrico, conversaba con otros dos. Cuando vio de quién se trataba, interrumpió un momento el diálogo: ¿Te fue bien?". “Claro, como siempre''. dijo Pedro Luis. Ya termino. Quiero que me cuentes." Pedro Luis se apartó y quedó de espaldas a la ventana. El jefe empezó a dar rápidas instrucciones a los dos hombres. Era obvio que quería quedar libre para disfrutar de las buenas nuevas. De modo que Pedro Luis pudo hasta permitirse el lujo de no abrir enseguida el portafolio donde estaba -lustroso, contundente y neutro- el treinta y ocho largo de Juan Tomás.

MARIO BENEDETTI: PEDRO Y EL CAPITAN FRAGMENTO OBRA DE TEATRO

PRÓLOGO El tema de Pedro y el Capitán lo pensé inicialmente como una novela, e incluso le había puesto título: El cepo. Recuerdo que en un reportaje que en 1974 me hizo el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli, como él me

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preguntara sobre mis proyectos literarios de entonces, le hablé justamente de una eventual futura novela, llamada El cepo, y le dije, más o menos: "Va a ser una larga conversación entre un torturador y un torturado, en la que la tortura no estará presente como tal, aunque sí como la gran sombra que pesa sobre el diálogo. Pienso tomar al torturador y al torturado no sólo en la prisión o en el cuartel, sino mezclados con la vida particular de cada uno." Bueno, pues eso es en realidad Pedro y el Capitán. Yo definiría la pieza como una indagación dramática en la psicología de un torturador. Algo así como la respuesta a por qué, mediante qué proceso, un ser normal puede convertirse en un torturador. Ahora bien, aunque la tortura es, evidentemente, el tema de la obra, como hecho físico no figura en la escena. Siempre he creído que, como tema artístico, la tortura puede tener cabida en la literatura o el cine, pero en el teatro se convierte en una agresión demasiado directa al espectador y, en consecuencia, pierde mucho de su posibilidad removedora. En cambio, cuando la tortura es una presencia infamante, pero indirecta, el espectador mantiene una mayor objetividad, esencial para juzgar cualquier proceso de degradación del ser humano. La obra no es el enfrentamiento de un monstruo y un santo, sino de dos hombres, dos seres de carne y hueso, ambos con zonas de vulnerabilidad y de resistencia. La distancia entre uno y otro es, sobre todo, ideológica, y es quizá ahí donde está la clave para otras diferencias, que abarcan la moral, el ánimo, la sensibilidad ante el dolor humano, el complejo trayecto que media entre el coraje y la cobardía, la poca o mucha capacidad de sacrificio, la brecha entre traición y lealtad. Otro aspecto a destacar es que la obra, de alguna manera, propone una relación torturador-torturado, que, aunque ha sido escasamente tocada por el teatro, se da frecuentemente en el ámbito de la verdadera represión, por lo menos en la que se practica en el Cono Sur. En Pedro y el Capitán los cuatro actos son meros intermedios, treguas entre tortura y tortura, son los breves períodos en que el interrogador "bueno" recibe al detenido, que ha sido previa y brutalmente torturado, y, en consecuencia, es de presumir que tiene las defensas bajas. El torturado puede no ser sólo una víctima indefensa, condenada a la inevitable derrota o a la delación. También puede ser (y la historia reciente demuestra que miles de luchadores políticos la han encarado así) un hombre que derrota al poder aparentemente omnímodo, un hombre que usa su silencio casi como un escudo y su negativa casi como un arma, un hombre que prefiere la muerte a la traición. Pero aun para sostener esa actitud digna, entera, insobornable, el preso debe fabricarse sus propias verosímiles defensas y convencerse a sí mismo de su inexpugnabilidad. Cuando Pedro inventa la metáfora de que en realidad ya es un muerto, está sobre todo inventando una trinchera, un baluarte tras el cual resguardar su lealtad a sus compañeros y a su causa. En la obra hay dos procesos que se cruzan: el del militar que se ha transformado de "buen muchacho" en verdugo; el del preso que ha pasado de simple hombre común a mártir consciente. Pero quizá la verdadera tensión dramática no se dé en el diálogo sino en el interior de uno de los personajes: el Capitán. No he querido representar en el preso a un militante de uno u otro sector político. La durísima represión ha abarcado virtualmente todo el espectro de la izquierda uruguaya, y hasta ha alcanzado a otros sectores de oposición, como pueden ser la Iglesia o los partidos tradicionales. Pedro es simplemente un preso político de izquierda que no delata a nadie, y que de algún modo humilla a su interrogador, venciéndolo mientras agoniza. Cada uno de los cuatro actos concluye con un no. De más está decir que, aun en medio de la derrota que hoy sobrellevamos, no estoy por una literatura –y menos por un teatro– derrotista y lloriqueante, destinados a inspirar lástima y conmiseración. Tenemos que recuperar la objetividad, como una de las formas de recuperar la verdad, y tenemos que recuperar la verdad como una de las formas de merecer la victoria.

PRIMERA PARTE

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Escenario despejado: una silla, una mesa, un sillón de hamaca o de balance. Sobre la mesa hay un teléfono. En una de las paredes, un lavabo, con jabón, vaso, toalla, etcétera. Ventana alta, con rejas. No debe dar, sin embargo, la impresión de una celda, sino de una sala de interrogatorios. Entra PEDRO, amarrado y con capucha, empujado por presuntos guardianes o soldados, que no llegan a verse. Es evidente que lo han golpeado, que viene de una primera sesión –leve– de apremios físicos. PEDRO queda inmóvil, de pie, allí donde lo dejan, como esperando algo, quizá más castigos. Al cabo de unos minutos, entra el CAPITÁN, uniformado, la cabeza descubierta, bien peinado, impecable, con aire de suficiencia. Se acerca a PEDRO y lo toma de un brazo sin violencia. Ante ese contacto, PEDRO hace un movimiento instintivo de defensa. CAPITÁN No tengás miedo. Es sólo para mostrarte dónde está la silla. Lo guía hasta la silla y hace que se siente. PEDRO está rígido, desconfiado. El CAPITÁN va hacia la mesa, revisa unos papeles, luego se sienta en el sillón. CAPITÁN Te golpearon un poco, parece. Y no hablaste, claro. PEDRO guarda silencio. CAPITÁN Siempre pasa eso en la primera sesión. Incluso es bueno que la gente no hable de entrada. Yo tampoco hablaría en la primera. Después de todo no es tan difícil aguantar unas trompadas y ayuda a que uno se sienta bien. ¿Verdad que te sentís bien por no haber hablado? Silencio de PEDRO. CAPITÁN Luego la cosa cambia, porque los castigos van siendo progresivamente más duros. Y al final todos hablan. Para serte franco, el único silencio que yo justifico es el de la primera sesión. Después es masoquismo. La cuenta que tenés que sacar es si vas a hablar cuando te rompan los dientes o cuando te arranquen las uñas o cuando vomites sangre o cuando... ¿A qué seguir? Bien sabés el repertorio, ya que constantemente ustedes lo publican con pelos y señales. Todos hablan, muchacho. Pero unos terminan más enteros que otros. Me refiero al físico, por supuesto. Todo depende de en qué etapa decidan abrir la boca. ¿Vos ya lo decidiste? Silencio de PEDRO. CAPITÁN Mirá, Pedro..., ¿o preferís que te llame Rómulo, como te conocen en la clandestinidad? No, te voy a llamar Pedro, porque aquí estamos en la hora de la verdad, y mi estilo sobre todo es la franqueza. Mirá, Pedro, yo entiendo tu situación. No es fácil para vos. Llevabas una vida relativamente normal. Digo normal, considerando lo que son estos tiempos. Una mujercita linda y joven. Un botija sanito. Tus viejos, que todavía se conservan animosos. Buen empleo en el Banco. La casita que levantaste con tu esfuerzo. (Cambiando el tono.) A propósito, ¿por qué será que la gente de clase media, como vos y yo, tenemos tan arraigado el ideal de la casita propia? ¿Acaso ustedes pensaron en eso cuando se propusieron crear una sociedad sin propiedad privada? Por lo menos en ese punto, el de la casita propia, nadie los va a apoyar. (Retomando el hilo.) O sea, que tenías una vida sencilla, pero plena. Y de pronto, unos tipos golpean en tu puerta a la madrugada y te arrancan de esa plenitud, y encima de eso te dan tremenda paliza. ¿Cómo no voy a ponerme en tu situación?

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Sería inhumano si no la entendiera. Y no soy inhumano, te lo aseguro. Ahora bien, te aclaro que aquí mismo hay otros que son casi inhumanos. Todavía no los has conocido, pero tal vez los conozcas. No me refiero a los que anoche te dieron un anticipo. No, hay otros que son tremendos. Te confieso que yo no podría hacer ese trabajo sucio. Para ser verdugo hay que nacer verdugo. Y yo nací otra cosa. Pero alguien lo tiene que hacer. Forma parte de la guerra. También ustedes tendrán, me imagino, trabajos limpios y trabajos sucios. ¿Es así o no es así? Yo seré flojo, puede ser, pero prefiero las faenas limpias. Como esta de ahora: sentarme aquí a charlar contigo, y no recurrir al golpe, ni al submarino, ni al plantón, sino al razonamiento. Mi especialidad no es la picana sino el argumento. La picana puede ser manejada por cualquiera, pero para manejar el argumento hay que tener otro nivel. ¿De acuerdo? Por eso también yo gano un poco más que los muchachos eléctricos. (Se da un golpe en la frente, como sorprendido por su hallazgo verbal.) ¡Los muchachos eléctricos! ¿Qué te parece? ¿Cómo a nadie se le ocurrió antes llamarlos así? Esta noche en el casino se lo cuento al coronel: él tiene sentido del humor, le va a gustar. (Calla un momento. Mira a PEDRO, que sigue inmóvil y callado.) Si estás cansado de la posición, podés cruzar la pierna. (PEDRO no se mueve.) Parece que optaste por la resistencia pasiva. El flaco Gandhi sabía mucho de eso. Pero una cosa eran los hindúes contra los ingleses y otra muy distinta son ustedes contra nosotros. La resistencia pasiva hoy en día no resulta, no resuelve nada. Es, cómo te diré, anacrónica. Desde que los yanquis –¿viste que digo yanquis, igual que ustedes?– impusieron su estilo tan eficaz de represión, la resistencia pasiva se fue al carajo. Ahora la cosa es a muerte. Por eso yo creo que, aun en esta primera etapa, no te conviene empecinarte. Fijate que ni siquiera me contestás cuando te pregunto algo. Eso no está bien. Porque, como habrás observado, yo no estoy aquí para maltratarte, sino sencillamente para hablar contigo. Vamos a ver, ¿por qué ese mutismo? ¿Será un silencio despreciativo? Pongamos que sí. Aquí, en esta guerra, todos nos despreciamos un poco. Ustedes a nosotros, nosotros a ustedes. Por algo somos enemigos. Pero también nos apreciamos otro poco. Nosotros no podemos dejar de apreciar en ustedes la pasión con que se entregan a una causa, cómo lo arriesgan todo por ella: desde el confort hasta la familia, desde el trabajo hasta la vida. No entendemos mucho el sentido de ese sacrificio, pero te aseguro que lo apreciamos. En compensación tengo la impresión de que ustedes también aprecian un poco la violencia que nos hacemos a nosotros mismos cuando tenemos que castigarlos, a veces hasta reventarlos, a ustedes que después de todo son nuestros compatriotas, y por añadidura compatriotas jóvenes. ¿Te parece que es poco sacrificio? También nosotros somos seres humanos y quisiéramos estar en casa, tranquilos, fresquitos y descansados, leyendo una buena novela policial o mirando la televisión. Sin embargo, tenemos que quedarnos aquí, cumpliendo horas extras para hacer sufrir a la gente, o, como en mi caso, para hablar con esa misma gente entre sufrimiento y sufrimiento. Mi tempo es el intermezzo, ¿viste? (Cambiando de tono.) ¿Te gusta la música, la ópera? Ya sé que no me vas a contestar... por ahora. (Retomando el hilo.) Pero lo que quería decirte es que sospecho que ustedes aprecian, no sé si consciente o inconsciente, la pasión que nosotros, por nuestra parte, también ponemos en nuestro trabajo. ¿Es así? (Por primera vez, el tono de la pregunta empieza a ser conminatorio. PEDRO no responde ni se mueve.) Decime un poco... A vos no tengo que explicarte las reglas del juego. Las sabés bien y hasta tengo entendido que reciben cursillos para enfrentar situaciones como esta que vivís ahora. ¿O no sabés que entre nosotros hay interrogadores "malos", casi bestiales, esos que son capaces de deshacer al detenido, y están también los "buenos", los que reciben al preso cuando viene cansado del castigo brutal, y lo van poco a poco ablandando? Lo sabés, ¿verdad? Entonces te habrás dado cuenta de que yo soy el "bueno". Así que de algún modo me tenés que aprovechar. Soy el único que te puede conseguir alivio en las palizas, brevedad en los plantones, suspensión de picana, mejora en las comidas, uno que otro cigarrillo... Por lo menos sabés que mientras estás aquí, conmigo, no tenés que mantener todos los músculos y nervios en tensión, ni hacer cálculos sobre cuándo y desde dónde va a venir el próximo golpe.

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Soy algo así como tu descanso, tu respiro. ¿Estamos? Entonces no creo que sea lo más adecuado que te encierres en ese mutismo absurdo. Hablando la gente se entiende, decía siempre mi viejo, que era rematador, o sea, que tenía sus buenas razones para confiar en el uso de la palabra. Te digo esto para que te hagas una composición de lugar y no te excedas en tus derechos, si no querés que yo me exceda en mis deberes. Puedo respetar el derecho que tenés a callarte la boca, aquí, frente a mí, que no pienso tocarte. Pero quiero que sepas que no estoy dispuesto a representar el papel de estúpido, dándote y dándote mi perorata, y vos ahí, callado como un tronco. Tampoco esperes imposibles de parte del "bueno". Sobre todo cuando el "bueno" conoce algunos pormenores de tu trayectoria. Pedro, alias Rómulo. Más aún –y para que no te autotortures además de lo que vayan a torturarte–, te diré que no tenés ninguna necesidad de hablar de Tomás ni de Casandra ni de Alfonso. La historia de esos tres la tenemos completita. No nos falta ni un punto ni una coma, ni siquiera un paréntesis. ¿Para qué te vamos a romper la crisma pidiéndote datos que ya tenemos y que además hemos verificado? Sería sadismo, y nosotros no somos sádicos, sino pragmáticos. En cambio, sabemos relativamente poco de Gabriel, de Rosario, de Magdalena y de Fermín. En alguno de estos casos, ni siquiera sabemos el nombre real o el domicilio. Fijate qué amplio margen tenés para la ayuda que podés prestarnos. Ahora, eso sí, para completar esas cuatro fichas, y como sabemos a ciencia cierta que vos sos en ese sentido el hombre clave, estamos dispuestos –no yo, en lo personal, digo nosotros como institución– a romperte no sólo la crisma, sino los huevos, los pulmones, el hígado, y hasta la aureola de santito que alguna vez quisiste usar, pero te queda grande. Como ves, pongo las cartas sobre la mesa. No podrás acusarme de retorcido ni de ambiguo. Ésta es la situación. Y como de alguna manera me caes simpático, te la digo bien claramente para que sepas a qué atenerte. O sea, que te tengo simpatía, pero no lástima ni piedad. Y por supuesto hay aquí, en esta unidad militar –que nunca sabrás cuál es–, gente que, por principio y sin necesidad de saber nada de vos, no te tiene simpatía, y es capaz de llevarte hasta el último límite. Y no sólo a vos. Ellos, los de la línea durísima, prefieren a veces traer a la esposa del acusado, y, cómo te diré, "perforarla" en su presencia, y hasta hay quienes son partidarios de la técnica brasileña de hacer sufrir a los niños delante de sus padres, sobre todo de su madre. Te imaginarás que yo no comparto esos extremos, me parecen sencillamente inhumanos, pero si vamos a ser objetivos, tenemos que admitir que tales extremos constituyen una realidad, una posibilidad, y no me sentiría bien si no te lo hubiera advertido y un día te encontraras con que algún orangután, como esos que anoche te dieron sus piñazos de introducción, violara frente a vos a esa linda piba que es tu mujercita. Se llama Aurora, ¿no? Seguro que en ese caso te quitarían la capucha. Son orangutanes, pero refinados. ¿Cuánto tiempo llevan de casados? ¿Es cierto que el último veintidós de octubre celebraste tus ocho años de matrimonio? ¿Le gustó a Aurora la espiguita de oro que le compraste en la calle Sarandí? ¿Y qué me contás si llegan a traer a Andresito y empiezan a amasijarlo en tu presencia? Esto último, como te decía, aún no ha sido aprobado como recurso, pero los asesores lo tienen a estudio, y, claro, siempre habrá alguno que tendrá que ser el pionero. Nunca estaré de acuerdo con esos procedimientos, porque confío plenamente en el poder de persuasión que tiene un ser humano frente a otro ser humano. Más aún, estimo que los muchachos eléctricos usan la picana porque no tienen suficiente confianza en su poder de persuasión. Y además consideran que el preso es un objeto, una cosa a la que hay que exprimir por procedimientos mecánicos, a fin de que largue todo su jugo. Yo, en cambio, nunca pierdo de vista que el detenido es un ser humano como yo. ¡Equivocado, pero ser humano! Vos, por ejemplo, así como estás, callado e inmóvil, podrías ser simplemente una cosa. Quizá lo que estás tratando es de cosificarte frente a mí, pero por quieto y mudo que permanezcas, yo sé que no sos un objeto, yo sé que sos un ser humano, y sobre todo un ser humano con puntos sensibles. Puntos sensibles que, claro, no poseen las cosas. (Pausa.) ¡Ya pensaste en los huevos, claro! Cuando alguien habla de puntos sensibles, es de cajón: las mujeres piensan en las tetas, y los hombres en los huevos. Un matiz que es muy importante no olvidar. Ya lo decía el pobre Mitrione, que se las sabía todas: "Dolor preciso, en el lugar preciso, en la proporción precisa elegida al efecto." Es claro que,

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desde el punto de vista de tus respetables convicciones, es bravo plantearse a sí mismo la mera posibilidad de hablar, de entregar datos, referencias. No es simpático que a uno lo acusen de traidor. Pero aquí hay un elemento que acaso vos ignores. Un tratamiento de los que dispensamos sólo a gente que nos cae bien, como vos, muchacho. Te damos la posibilidad de que nos ayudes y, sin embargo, no quedes mal con tus compañeros. ¿Qué te parece? A lo mejor creés que es imposible. Te parecerá vanidad de mi parte, pero para nosotros nada es imposible. ¿Querés que te lo explique? El plan tiene cuatro capítulos. Primero. Vos hablás, cuanto antes mejor, así no tenemos necesidad de amasijarte: nos decís todo, todito, acerca de Gabriel, Rosario, Magdalena y Fermín. Fijate que podíamos ponerte una lista con veinte nombres, y, sin embargo, de buenos que somos, incluimos sólo cuatro. Cuatro, ¿te das cuenta? Una bicoca. Segundo. Llevamos a cabo algunos procedimientos, de acuerdo a los informes que espontáneamente, ¿entendés?, espontáneamente, nos proporciones. Es claro que esos procedimientos nos sirven, entre otras cosas, para comprobar si efectivamente estás colaborando, o, por el contrario, querés tomarnos el pelo. No te aconsejo la segunda opción. Si, en cambio, confirmamos la primera, no te vamos a soltar enseguida, claro. Eso por tu bien, para que tus compañeros no sospechen. Dejamos pasar un tiempo prudencial y después te largamos. Lindo, ¿no? Tercero. Inventamos un documento en clave, o una lista de teléfonos, o cualquier otra cosa en la que nos pondríamos fácilmente de acuerdo, y hacemos público que la razzia se debió al descubrimiento fortuito de esa nómina o lo que sea, y sobre todo a nuestra capacidad deductiva, así de paso quedamos bien. Como ustedes lo tienen todo compartimentado, cada célula creerá que la lista proviene de otro berretín. Cuarto. Te soltamos por fin, y vos, cuando te juntes con los muchachos, les decís que negaste todo con tanta firmeza que nos convenciste de tu inocencia. ¿Qué te parece? (PEDRO sigue inmóvil.) Te advierto que no podés esperar, verosímilmente, una solución mejor que esta que te estoy proponiendo. Tené en cuenta que no se ha empleado nunca hasta ahora, de modo que las sospechas sobre vos no harán carrera. Más aún, tengo la impresión de que vas a salir favorecido en cuanto a prestigio y autoridad. Y de paso te librás de toda esa porquería. Sos muy joven para destruirte porque sí, para arruinarte. Podrías volver con Aurora y con el pibe. ¿No se te hace agua la boca? Aurora te recibiría como a un héroe, y, claro, al principio tendrías algún remordimiento, pero con una mujercita como la tuya los remordimientos se esfuman en la cama. Eso sí, tenés que responderme. Hasta ahora soporté que no dijeras nada. Pero pocos detenidos tienen el privilegio de recibir una propuesta tan generosa. ¿Por qué me habrás caído tan bien? De manera que tenés que responderme. Para que vos y yo sepamos a qué atenernos. Concretemos, pues; frente a esta propuesta, ¿estás dispuesto a hablar, estás dispuesto a darnos la información que te pedimos? (Se hace un largo silencio. PEDRO sigue inmóvil. El CAPITÁN sube el tono.) ¿Estás dispuesto a hablar? (La capucha de PEDRO se mueve negativamente.)

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 3 HAROLDO CONTI – JULIO CORTAZAR – RODOLFO WALSH ROBERTO BOLAÑOS – JUAN RULFO – DANIEL MOYANO - GERMAN ROZENMACHER

CUENTOS GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS

(01) LEER EN VOZ ALTA LA TOTALIDAD DE LOS CUENTOS Y AUTORES PARA UNA PRIMERA COMPRENSIÓN: DUDAS, INTERROGANTES, INQUIETUDES, COMENTARIOS, OPINIONES ESPONTÁNEAS. (02) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS COMPLETA A LOS CUENTOS DE CADA UNO DE LOS AUTORES. DEL JULIO CORTAZAR TRABAJAR “CADA TOMADA” Y “LA NOCHE BOCA ARRIBA” Y ELEGIR UNO DE LOS CUENTOS DE CONTI. (03) COMPLETAR EL ANÁLISIS DE LOS CUENTOS RESTANTE CON LA NORMALIZACION, LAS FUNCIONES Y EL TEMA DE CADA UNO. (04) RECONOCER Y DETERMINAR EL ESTILO DE CADA AUTOR REVISANDO PARRAFOS Y DIALOGOS, USO DE VOCABULARIO Y ADJETIVACION, CONSTRUCCION DEL RELATO, INICIO Y FINAL, PERSONAJES. SINTETIZAR LA PRODUCCION EN FORMA DE CUADRO. (05) TRABAJAR CORTAZAR (CASA TOMADA), ROZENMACHER Y WALSH PARA REVISAR LA VISION DEL PERONISMO, LA INTERPRETACION Y LA RECREACIÓN HISTÓRICA DEL PERONISMO 1945 – 1955. AMPLIAR LA BÚSQUEDA CON MATERIAL HISTÓRICO Y DIVERSAS INTERPRETACIONES. (06) EN FORMA DE CUADRO PRESENTAR COMPARATIVAMENTE TEMAS Y PERSONAJES DE TODOS LOS CUENTOS SELECCIONADOS. (07) BIOGRAFIA DE DE CADA UNO DE LOS AUTORES: ARMAR UNA PRESENTACION GRAFICA O DIGITAL PARA DAR A CONOCER A CADA ESCRITOR. LIBROS Y PUBLICACIONES. (08) INVESTIGAR EL COMPROMISO POLITICO E IDEOLOGICO DE CADA UNO DE ELLOS Y SUS PROYECCIONES EN SUS OBRAS. (09) BUSCAR NUEVOS CUENTOS (BREVES) DE CADA UNO DE LOS AUTORES, CON UNA BREVE INTRODUCCIÓN PARA PRESENTAR EL MATERIAL. LEER OTRAS PRODUCCIONES. (10) RECREACION PERSONAL A TRAVES DE LA ESCRITURA, TOMANDO COMO REFERENCIA UN AUTOR Y UN CUENTO. (11) RECREACION GRÁFICA O DIGITAL DE ALGUNOS DE LOS TEXTOS: COLGAR ALGUNAS PRODUCCIONES EN SITIOS VIRTUALES, REDES SOCIALES, ETC. PELICULAS, VIDEOS, MUSICA. (12) OTROS AUTORES, OTROS CUENTOS. SUGERENCIAS Y PROPUESTAS.

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HAROLDO CONTI: PERFUMADA NOCHE

La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada absoluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina. En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de B asile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gobernante, ni aun la avenida AIsina de cemento lisa embanderada de letreros a los costados. Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice. Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería Renacimiento, que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegrecía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música. Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona. ¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos? Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combustión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta entonces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación.

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El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pinicos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per se a que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada competencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que suben circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego de enorme pasmo y majestuoso incendio, que disparó para la noche del 9 de Julio de 1935. Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 309, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro Julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Moderno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apariencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre. Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bombas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscado que decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario. El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual todas las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente. La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa noche la única carta que en todos esos años remitió por correo. "Mi estimada señorita: en momentos tan especiales deseo expresarle a usted mi invariable afecto y la seguridad de mi perdurable compañía en esa otra vida de tránsito que ha iniciado usted y que me impongo yo en este mismo momento. Su leal servidor P." El señor Pelice echó la carta al día siguiente y no volvió a salir de la casa por el resto de sus días. Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita, para depositar un sobre perfumado en el nicho de la señorita que luego se llevaba el viento o algún curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el tiempo. Coincidió que para entonces los festejos de estruendo fueron cayendo en desuso y se convocaba a remate por edicto judicial. Al tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se habían construido varios molinos, el Expreso Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el pueblo de tapiales amarillos había surgido otro pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió en un local de compra y venta de propiedades.

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A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente detrás del último tapial como un fuego que se apaga con lentitud. Al caer la noche encendía todas las velas y las lámparas y daba de comer a unos pececitos de colores que criaba en un acuario y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía una colisa labiosa, dos ángeles que parecían dos pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos besadores chatos y blancos que colgaban del agua como dos papelitos. La luz del atardecer penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín y revestía el cuarto de una claridad dorada que encendía pálidamente la pecera. Los pececitos flotaban en el agua dorada como suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose majestuosamente entre las ramitas de elodea o de helécho japonés. El señor Pelice inclinaba su cabeza encanecida sobre los vidrios y sus pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial amarillo que con las sombras se cubría de caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo seguía progresivo, casi capital. Altas luces de mercurio alumbraban las calles avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle Magallanes, en las afueras, había dos semáforos en el centro que saltaban bonitamente del verde al rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no entendió muy bien su significancia, aunque imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible apuntando al cielo entre los árboles, sobre los buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya no consistía en aquel brillante altar con columnas al pan de oro y la santa imagen, muy camal en su contexto, de Santa María bendita, todo color y vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo, barrigoncito, sino que ahora era una especie de agudo galpón blanqueado, con una mesada en alto. Quedan de los otros tiempos, y por allí la reconoció, los grandes ventanales con vidrios a franjas blancas y violáceas que según la disposición del sol azulaban a cierta hora el aire, las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio una mañana sobreandar, flotante, a la señorita Haydée con un tul que le velaba el rostro y de cuyos entrepaños florecían ambas manos como de cera. Nada de eso prevalecía ya. Él mismo no era el Pelice de entonces pues nadie se volvió a reconocerlo cuando avanzó por el medio de la nave con el panamá en la mano haciendo crujir los resecos botines de becerro. De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida entre dos vidrieras que resplandecían descubrió trabajosamente la negra silueta de la casa con un afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera con la mano, sus ojos repasaron el imbatible tejado a la Mansard que se recortaba contra el resplandor de las luces de mercurio. Esa noche escribió una larga carta a la señorita Haydée dándole cuenta de los adelantos habidos y de las altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de alto, con veinte, dieciséis, doce y ocho cartuchos detonantes respectivamente, más otros cuatro en el extremo superior del palo que construyó para el sesquicentenario y que fue su más colosal de facto. Ahora es noviembre. En la profunda noche perfumada al señor Pelice, ya decididamente viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se adormece un poco. En esas largas horas divaga por el jardín con la lámpara de aceite en la mano o se echa en una mecedora e impulsada por el aire dulzón que despide el ligustro humedecido por el rocío, su cabeza se vuela como un globo o una pajarita de papel que planea sobre el viejo pueblo con los tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta cosa que se desapareció u ocultó, no visible a prima facie, que eso es la muerte, olvido, oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo, distancia inmóvil. En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese lento pajarito renegrido que lo observaba con sus grandes ojos saltones a través del cristal y con el que casi había

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llegado a entenderse, de un mundo a otro, pez-hombre, pez pez, flotaba inerte en uno de los rincones. Al principio, cuando instaló la pecera, eran doce movedizos pececitos pero, iletrado en aguas, el exceso de comida o alteraciones en la temperatura o defectos en la aireación y filtración redujeron el lote rápidamente. La primera muerte fue una catástrofe. El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una vez que comprobó en forma absoluta que no se movía ni aun empujándolo con un dedo, con la redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de hortensia en el medio del escritorio y lo veló algunas horas con la lámpara de aceite. Con una cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia foscata y enterró allí al pececito. No se había aún recuperado de aquella sensible pérdida cuando murió un macropodus opercularis que comenzó boqueando en la superficie y luego se acurrucó en un rincón con el vientre hinchado. Lo sepultó al pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones. Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo enterrándolos al pie de esta planta, aquella. Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más querido, un jazmín japonés de flores carnosas que reventaban justamente para fines de noviembre y se removían en la noche como avecitas blancas bombeando intensas ondas perfumadas que traspasaban la oscuridad hasta el catre o la mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente no duerme. A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa. Eso es la vejez seguramente, una desvelada memoria. Por lo general reconstruye el pueblo desde su infancia mezclando o, mejor dicho, combinando los tiempos, las personas. Desfilan contra un mismo tapial o por la penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia, previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones de este mundo mientras se pone y se quita el bonete francés, nervioso con la presencia del demonio a quien imagina una especie de comisario de la provincia con el uniforme colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo Marsiletti que agita los brazos frente a una banda invisible, Oreste Provenzano que levanta una ristra de billetes de lotería o los taños Minervino, Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita en fila india igual que en la procesión de la Virgen del Carmen. Desde que se marchó la señorita Haydée ha tomado por costumbre colgar un farol de viento en medio del jardín. El viento lo agita y remueve las densas sombras que cambian pesadamente de lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve brotar en la punta de una ramita al macropodus opercularis o al labeo bicolor o al scatophagus argus o a los puntius arulius que murieron a dúo. Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi transparentes, muy navegantes. Esta noche de noviembre florecerá sin duda el telescopio, pez pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín japonés. El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor Pelice escuchó desde el catre el volteo de las campanas que convocaban a la misa solemne de primera comunión con la lámpara de aceite todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de María en el atrio de la iglesia y que viera la última vez con el rostro y las manos pintadas de color carne y en las hileras de chicos con brazaletes y túnicas que atravesaban la plaza y estarían ingresando en este mismo momento por la puerta puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver el altar colmado de luces. Pero su hinchado cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía dos veces por semana a asear la casa, lo encontró al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y lo acomodó en el catre para finales. Como por otro ítem padecía el mal de orina, Angelita le preparó un cocido a base de raíz de rábano con una mata de perejil y un puñado de hojas de berro, endulzado el conjunto con azúcar de cande. Se abreva una copa para extraer la orina y los humores que vienen de acompañamiento, aconsejándose un Pater para refuerzo. El señor Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo mismo pues no podía transportarse para expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita con la vista vuelta hacia otra parte. El 8

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de enero, puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con el traje de gabardina, el sombrero panamá y los botines de becerro a la hora justa en que los pececitos se brotaban en las ramas. Según la Angelita, que depuso para constancia, hizo una buena muerte, al natural, y fue enterrado de oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra. Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo de la ciudad de Chacabuco, cuál rige? Este de ahora encumbrado en adelantos o aquel otro de los tapialcitos amarillos y las calles de tierra, cuando el camión de riego asentaba el polvo al atardecer y todo era más viejo y simple pero más dulce, y bastaba con estirar el cogote para ver al fondo de la calle las primeras quintas y que por la calle Saavedra en este momento se acerca gravemente el señor Pelice, se detiene frente a la casa de los Lombardi, ya medio en sombras,, se quita el panamá y saluda a la señorita Haydée que dice por primera vez con su voz de pajarito: —¿Habrá calor este año, no cree usted? —El sol está fuerte para noviembre —responde per oblicua el señor Pelice. —¡Hermoso atardecer! —Sopla algo de viento, por suerte. —¿Hacia dónde va usted tan incontinenti? —Al Prado —improvisa temerario el señor Pelice. —Muy buena idea. ¡Me gustaría mucho ir hasta ahí! — canturrea la señorita. El señor Pelice le ofrece el brazo y la señorita Haydée con una risita se aparta de la puerta y enlaza el brazo del maestro cohetero. Las dos figuras se alejan entre tapiales amarillos y penachos de sombras rumbo al Prado Español mientras sobre el pueblo desciende la perfumada noche.

HAROLDO CONTI: LA BALADA DEL ÁLAMO CAROLINA Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo, la primavera siempre volverá. Tú, florece. (Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo. Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aun que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

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Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino. Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria. Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces. Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda. Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz

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de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra. El ferrocarril pasa por detrás de la casa, pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad. ¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra. Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas. Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico. Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más

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viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra. Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol. Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.

JULIO CORTAZAR: CASA TOMADA Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al

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centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos. Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene: -Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

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Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. -¿Estás seguro? Asentí. -Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado. Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza. -No está aquí. Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa. Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía: -Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol? Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para

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no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida). Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro. No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada. -Han tomado esta parte- dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo. -¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? Le pregunté inútilmente. -No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora. Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

JULIO CORTAZAR: LA NOCHE BOCA ARRIBA Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban

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venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podia soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de rayos, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

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Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huír de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía alli como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la últim a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", penso. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos

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hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas alla de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebio del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintio las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frio le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo

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interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el brónze; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, deseparadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, escubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

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BORGES: LA ESCRITURA DE DIOS 3

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar. He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo. La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal. Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta

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Está escrito en primera persona. El narrador es Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, de un pueblo de esta región que fue sometido y avasallado por los conquistadores españoles. Su jefe, Pedro de Alvarado, arrasó con todo, quemó el templo, torturó hasta el martirio a Tzinacán sin lograr quebrarlo. Lo arrojó entonces a una cárcel profunda y de piedra. Está dividida en dos hemisferios: en uno yace Tzinacán, en el otro se pasea un jaguar. El preso ve la luz sólo una vez al día, un instante, cuando se abre una trampa por la que le bajan comida para el animal y para él. Pasan los años, el preso envejece y se debilita: espera la muerte. De pronto, recuerda una tradición “del dios”, su dios. La divinidad dejó escrita una fórmula secreta para cuando llegue el fin de los tiempos y ocurra una terrible serie de desventuras y males. Esa fórmula será captada por un elegido y le posibilitará conjurar todos los males. Tzinacán consagra su existencia a pensar dónde estará escrita, urdida para mantenerse visible durante siglos, perenne para que la descifre el elegido. Le insume años y sufrimientos... de pronto entiende que la escritura indeleble está impresa, en clave, en la piel de los jaguares. Observa al jaguar hasta aprender de memoria el dibujo de su piel. La búsqueda termina siendo exitosa. Da con la cifra, tras mucho tiempo y padeceres. Es una fórmula oculta en catorce palabras “aparentemente casuales”. Quien la pronuncie en voz alta será todopoderoso, dominará toda la inmensidad del universo. Podría recuperar su juventud, su poder, conseguir que el jaguar despedazara a Alvarado, clavar su cuchillo sacerdotal en el cuerpo de los españoles. Apenas verbalizando esas palabras. Entonces, cuenta el mago, decide no hacerlo jamás. PAGINA 12. 10.03.2013

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para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla. Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios. Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor. Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo. Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y

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así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente." Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros. Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre. Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán. Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.

JULIO CORTÁZAR: INSTRUCCIONES PARA AMAR A UNA PERSONA. “Pósese justo frente a la persona que se quiere amar. Mírela a los ojos, sonría delicadamente, no exagere. Haga lento el abrir y cerrar de ojos: baje lentamente los párpados, súbalos de igual forma. Así durante todo el procedimiento. Tome lentamente su cara y acérquela a la propia; inmediatamente verá la fusión de labios. Con suavidad, abra la boca y mezcle las lenguas, manteniendo las manos sobre la cara. Luego de algunos segundos sentirá una reacción química que liberará energía calórica, pero no se precipite, prosiga con las instrucciones.

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Tranquilamente aparte las manos de la cara del ser amado, deslizándolas suavemente por los hombros hacia abajo, hasta llegar a la espalda. Abrazar fuerte. Continúe con los procedimientos anteriores, verá que no experimentará ninguna dificultad para realizar estos pasos al mismo tiempo. Relaje las piernas y los brazos, sosténgase de pi e sobre la persona que se quiere amar, verá que es el mejor soporte posible. Apague o disminuya la luz, el ambiente será más tranquilo. Aproxímese a una cama, preferentemente hecha sólo de sábanas. No se preocupe por las almohadas, sus propios torsos cumplirán esa función perfectamente. No se apresure, póngase, despacio, en posición horizontal, guíe al amado a ponerse en la misma posición, de manera que los dos queden acostados y de costado, mirándose una vez más. No deje nunca de abrazar. En silencio, recuéstese sobre el torso ajeno y déjese reposar un buen rato. La oscuridad le dará una sensación muy pacífica de la realidad y limitando la visión y el oído, podrá disfrutar de los sentidos que suelen dejarse relegados: el tacto, el olor, el gusto. Mantenga el abrazo, pero no se quede dormido, el sueño bien podrá experimentarse despierto. Admirar todo lo que guste, deleitarse con las más inocentes excusas, detener el tiempo mientras se ve a la persona amada hacer algo tan simple como hablar, fruncir el ceño o jugar infantil y tiernamente con un peluche. Agregue dulzura a gusto. Añada sonrisas, payasadas y bromas (las lágrimas no hacen mal si están medidas en proporción y están bien batidas con amor), regalos insignificantes como un beso en un momento inesperado o un papel escrito a las apuradas. Pueden ser valorados más que una joya.

CONSEJO: las caricias y besos extras a lo largo de todo el procedimiento producirá un mejor efecto y mejor resultado. No olvide las miradas.

SECRETO: Esta receta es especial para noches de lluvia; el sonido de las gotas rompiendo el silencio conforma una atmósfera imperdible.”4

JULIO CORTAZAR: NO SE CULPE A NADIE El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano 4

Historia de Cronopios y de Famas (1962) que se divide en varias partes. Una de ellas llamada: Manual de Instrucciones.

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avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi

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imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, áunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

JULIO CORTAZAR: CONTINUIDAD DE LOS PARQUES Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo cuestiones de alquiler, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

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Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

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Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela

RODOLFO WALSH: ESA MUJER

El coronel elogia mi puntualidad: -Es puntual como los alemanes –dice. -O como los ingleses. El coronel tiene apellido alemán.Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. -He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.

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Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común. Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga. Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme. Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra. El coronel sabe dónde está. Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky. El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente. -Esos papeles -dice. Lo miro. -Esa mujer, coronel. Sonríe. -Todo se encadena -filosofa. A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos. -¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo. -Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice. El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento. Entra su mujer, con dos pocillos de café. -Contale vos, Negra. Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita. -La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto. -¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello. El coronel se ríe. -La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir. Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa. -Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me ocurre. -Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio. -¿Y esto? -La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura. El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda. -Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer. -¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso. -Le pegó un tiro una madrugada. -La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren. -Pero el capitán N.

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-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo. -¿Y usted, coronel? -Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelta alrededor de la mesa. -Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted. -Me gustaría. -Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende? -Ojalá dependa de mí, coronel. -Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo. Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida. -¿Por qué creen que usted tiene la culpa? -Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió. El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método. -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel. -¿Qué querían hacer? -Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote. -Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo. -Y orinarle encima. -Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso. No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa. -Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada. El coronel bebe. Es duro. -Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso... Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta. -Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada. Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

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-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré conra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad? -No. -Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor. Vuelve a servirse un whisky. -Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Le puse una mortaja y el cinturón franciscano. Bruscamente se ríe. -Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra. Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra. -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente. -¿Pobre gente? -Sí, pobre gente.-El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino. -Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos. -Ah, bueno -dice. -¿La vieron así? -Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo... La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky. -Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta. Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua. -A mí no me podía sorprender. Pero ellos... -¿Se impresionaron? -Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció. Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba". -Beba -dice el coronel. Bebo. -¿Me escucha? -Lo escucho. - Le cortamos un dedo. -¿Era necesario? El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza. -Tantito así. Para identificarla. -¿No sabían quién era? Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba". -Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende? -Comprendo. -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos. -¿Y? -Era ella. Esa mujer era ella. -¿Muy cambiada?

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-No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías. -¿El profesor R.? -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral. En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable. -¿Enciendo? -No. -Teléfono. -Deciles que no estoy. Desaparece. -Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco. -Ganas de joder -digo alegremente. -Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan. -¿Qué le dicen? -Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura. Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano. -Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme. El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata. -La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad. Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte. -Llueve -dice su voz extraña. Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión. -Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano. Dónde, pienso, dónde. -¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho! Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara. -No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho. Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el hombro. Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido. -¿La sacaron del país? -Sí. -¿La sacó usted? -Sí. -¿Cuántas personas saben? -DOS. -¿El Viejo sabe? Se ríe. -Cree que sabe. -¿Dónde? No contesta. -Hay que escribirlo, publicarlo. -Sí. Algún día.

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Parece cansado, remoto. -¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel! La lengua se le pega al paladar, a los dientes. -Cuando llegue el momento... usted será el primero... -No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera. Se ríe. -¿Dónde, coronel, dónde? Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí. Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación. -Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

MARIA ELENA WALSH: EVA

Calle Florida, túnel de flores podridas. Y el pobrerío se quedó sin madre llorando entre faroles sin crespones. Llorando en cueros, para siempre, solos. Sombríos machos de corbata negra sufrían rencorosos por decreto y el órgano por Radio del Estado hizo durar a Dios un mes o dos. Buenos Aires de niebla y de silencio. El Barrio Norte tras las celosías encargaba a París rayos de sol. La cola interminable para verla y los que maldecían por si acaso no vayan esos cabecitas negras a bienaventurar a una cualquiera. Flores podridas para Cleopatra. Y los grasitas con el corazón rajado, rajado en serio. Huérfanos. Silencio. Calles de invierno donde nadie pregona El Líder, Democracia, La Razón. Y Antonio Tormo calla "amémonos". Un vendaval de luto obligatorio. Escarapelas con coágulos negros. El siglo nunca vio muerte más muerte. Pobrecitos rubíes, esmeraldas, visones ofrendados por el pueblo, sandalias de oro, sedas virreinales, vacías, arrumbadas en la noche. Y el odio entre paréntesis, rumiando venganza en sótanos y con picana.

No descanses en paz, alza los brazos, no para el día del renunciamiento sino para juntarte a las mujeres con tu bandera redentora lavada en pólvora, resucitando. No sé quién fuiste, pero te jugaste. Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo, metiste a las mujeres en la historia de prepo, arrebatando los micrófonos, repartiendo venganzas y limosnas. Bruta como un diamante en un chiquero ¿Quién va a tirarte la última piedra? Quizás un día nos juntemos para invocar tu insólito coraje. Todas, las contreras, las idólatras, las madres incesantes, las rameras, las que te amaron, las que te maldijeron, las que obedientes tiran hijos a la basura de la guerra, todas las que ahora en el mundo fraternizan sublevándose contra la aniquilación. Cuando los buitres te dejen tranquila y huyas de las estampas y el ultraje empezaremos a saber quién fuiste. Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva, única reina que tuvimos, loca que arrebató el poder a los soldados. Cuando juntas las reas y las monjas y las violadas en los teleteatros y las que callan pero no consienten

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Y el amor y el dolor que eran de veras gimiendo en el cordón de la vereda. Lágrimas enjuagadas con harapos, Madrecita de los Desamparados. Silencio, que hasta el tango se murió. Orden de arriba y lágrimas de abajo. En plena juventud. No somos nada. No somos nada más que un gran castigo. Se pintó la República de negro mientras te maquillaban y enlodaban. En los altares populares, santa. Hiena de hielo para los gorilas pero eso sí, solísima en la muerte. Y el pueblo que lloraba para siempre sin prever tu atroz peregrinaje. Con mis ojos la vi, no me vendieron esta leyenda, ni me la robaron. Días de julio del 52 ¿Qué importa dónde estaba yo?

arrebatemos la liberación para no naufragar en espejitos ni bañarnos para los ejecutivos. Cuando hagamos escándalo y justicia el tiempo habrá pasado en limpio tu prepotencia y tu martirio, hermana. Tener agallas, como vos tuviste, fanática, leal, desenfrenada en el candor de la beneficencia pero la única que se dio el lujo de coronarse por los sumergidos. Agallas para hacer de nuevo el mundo. Tener agallas para gritar basta aunque nos amordacen con cañones.

RODOLFO WALSH: CARTA ABIERTA A LA JUNTA MILITAR

1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. EL PRIMER ANIVERSARIO DE ESTA JUNTA MILITAR ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron. Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo. Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivtas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los

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partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.

2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio. Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras. La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas. Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.

3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras. Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos. Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia,incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam. El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un

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muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos. Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y Ios partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento. (…)

4.

Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas. Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia. Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron. (…)

5. Estos hechos, que

sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales. Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%12 prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron. (…) Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas. Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles. RODOLFO WALSH. - C.I. 2845022 BUENOS AIRES, 24 DE MARZO DE 1977

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EL PERONISMO: LEOPOLDO MARECHAL AL 17 DE OCTUBRE Era el pueblo de Mayo quien sufría, no ya el rigor de un odio forastero, sino la vergonzosa tiranía del olvido, la incuria y el dinero. El mismo pueblo que ganara un día su libertad al filo del acero tanteaba el porvenir, y en su agonía le hablaban sólo el Río y el Pampero. De pronto alzó la frente y se hizo rayo (¡era en Octubre y parecía Mayo!), y conquistó sus nuevas primaveras. El mismo pueblo fue y otra victoria. Y, como ayer, enamoró a la Gloria, ¡y Juan y Eva Perón fueron banderas!

PALABRAS CON LEOPOLDO MARECHAL (1968) Era muy de mañana, y yo acababa de ponerle a mi mujer una inyección de morfina (sus dolores lo hacían necesario cada tres horas). El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. Mi domicilio era este mismo departamento de calle Rivadavia. De pronto me llegó desde el Oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular y, enseguida, su letra: "Yo te daré/ te daré, Patria hermosa,/ te daré una cosa,/ una cosa que empieza con P/ Perooón". Y aquel "Perón" resonaba periódicamente como un cañonazo. Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí, y amé los miles de rostros que la integraban no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina "invisible" que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista.

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GERMAN ROZENMACHER: CABECITA NEGRA

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos. Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo. Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con

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él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en el vida uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose. De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Un mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo. El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo. -Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa. Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla. El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio. -¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro. -A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública. – El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante. -Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia. -Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacete el gil ahora. El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. -Vamos. En cana.

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El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía. -Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? -Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo. -Andá, viejito verde, andá, ¿te crees que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la soplapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil. -Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable. De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alta que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra. -Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba. -Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. -Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró-. Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida. Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa. -Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera,

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un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente. Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio. El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada. -Qué le hiciste -dijo al fin el negro. -Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomnio. -Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor... El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano: -Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos,

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encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada" trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

ROBERTO BOLAÑO: DOS CUENTOS CATOLICOS

I. LA VOCACIÓN 1. Tenía diecisiete años y mis días, quiero decir todos mis días, uno detrás de otro, eran un temblor constante. Nada me entretenía, nada vaciaba la angustia que se acumulaba en mi pecho. Vivía como un actor imprevisto dentro del ciclo iconográfico del martirio de San Vicente. ¡San Vicente, diácono del obispo Valero y torturado por el gobernador Daciano en el año 304, ten piedad de mí! 2. A veces hablaba con Juanito. No, a veces no. A menudo. Nos sentábamos en los sillones de su casa y hablábamos de cine. A Juanito le gustaba Gary Cooper. Decía: la apostura, la templanza, la limpieza de alma, el valor. ¿Templanza? ¿Valor? Le hubiera escupido a la cara lo que se ocultaba tras sus certezas, pero prefería enterrar las uñas en el reposabrazos y morderme los labios cuando él no me miraba e incluso cerrar los párpados y hacer como que meditaba sus palabras. Pero yo no meditaba. Al contrario: se me aparecían, bajo la forma de un carrusel, las imágenes del martirio de San Vicente. 3. Primero: atado a un aspa de madera, es descoyuntado mientras le desgarran la carne con garfios. Y luego: sometido al tormento del fuego en una parrilla sobre brasas. Y luego: preso en una mazmorra cuyo suelo está cubierto de cascotes de vidrio y de cerámica. Y luego: el cadáver del mártir, abandonado en lugar desierto, es defendido por un cuervo contra la voracidad de un lobo. Y luego: desde una barca es arrojado su cuerpo al mar con una rueda de molino atada al cuello. Y luego: el cuerpo es devuelto por las olas a la costa y allí piadosamente enterrado por una matrona y otros cristianos. 4. A veces sentía mareos. Ganas de vomitar. Juanito hablaba de la última película que habíamos visto y yo asentía con la cabeza y notaba que me estaba ahogando, como si los sillones estuvieran en el

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fondo de un lago muy profundo. Recordaba el cine, recordaba el momento de comprar las entradas, pero era incapaz de recordar las escenas que mi amigo, ¡mi único amigo!, rememoraba, como si la oscuridad del fondo del lago lo hubiera invadido todo. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos. 5. En ocasiones entraba en la habitación la madre de Juanito y me preguntaba cosas íntimas. Cómo iban mis estudios, qué libro estaba leyendo, si había ido al circo que se había instalado en las afueras de la ciudad. La madre de Juanito vestía siempre muy elegante y era, como nosotros, una adicta al cine. 6. Alguna vez soñé con ella, alguna vez abrí la puerta de su dormitorio y en vez de ver una cama, un tocador, un armario, vi una habitación vacía, con suelo de ladrillos rojos, que sólo hacía las veces de antesala de un largo pasillo, un pasillo larguísimo, como el túnel de la carretera que atraviesa la montaña y que luego se dirige hacia Francia, sólo que en este caso el túnel no estaba en la parte alta de la carretera sino en la habitación de la madre de mi mejor amigo. Esto más vale que lo recuerde constantemente: mi mejor amigo. Y el túnel, al revés de lo que suele pasar en un túnel de montaña, parecía suspendido en un silencio fragilísimo, como el silencio de la segunda quincena de enero o de la primera quincena de febrero. 7. Actos nefandos en noches aciagas. Se lo recité a Juanito. ¿Actos nefandos, noches aciagas? ¿El acto es nefando porque la noche es aciaga o la noche es aciaga porque el acto es nefando? Qué preguntas son ésas, dije casi llorando. Tú estás chalado. Tú no entiendes nada, dije mirando por la ventana. 8. El padre de Juanito es de estatura pequeña pero de porte arrojado. Fue militar y durante la guerra recibió varias heridas. Sus medallas cuelgan de una pared de su estudio, en un estuche con tapa de vidrio. Cuando llegó a la ciudad, dice Juanito, no conocía a nadie y quienes no lo miraban con temor lo hacían con resentimiento. Aquí conoció, al cabo de unos meses, a mi madre, dice Juanito. Durante cinco años fueron novios. Luego mi padre la llevó al altar. Mi tía a veces habla del padre de Juanito. Según ella, fue un jefe de policía honrado. Al menos, eso se decía. Si una sirvienta robaba en casa de sus señores, el padre de Juanito la encerraba tres días y no le daba ni un mendrugo. Al cuarto día la interrogaba él personalmente y la sirvienta se apresuraba a confesar su pecado: el lugar exacto donde estaban las joyas y el nombre del gañán que las había robado. Después los guardias detenían al hombre y lo ingresaban en prisión y el padre de Juanito metía a la sirvienta en un tren y le aconsejaba que no volviera. 9. Estas acciones eran celebradas por todo el pueblo, como si el jefe de policía demostrara con ellas su preeminencia intelectual. 10. Cuando llegó el padre de Juanito sólo tenía trato social con los asiduos del casino. La madre de Juanito tenía diecisiete años y era muy rubia, a juzgar por las fotos que cuelgan en algunos rincones de la casa, mucho más que ahora, y había terminado sus estudios en el Corazón de María, el colegio de monjas que está en la parte norte de la ciudadela. El padre de Juanito debía de tener unos treinta. Todavía, aunque ya está jubilado, va todas las tardes al casino y bebe carajillos o una copa de coñac y también suele jugar a los dados con los asiduos. Otros asiduos que ya no son los asiduos de su época, pero como si lo fueran, porque la admiración ya se da por sentada. El hermano mayor de Juanito vive en Madrid, en donde es un abogado famoso. La hermana de Juanito está casada y también vive en Madrid. En esta bendita casa sólo quedo yo, dice Juanito. ¡Y yo! ¡Y yo! 11. Nuestra ciudad cada día es más pequeña. A veces tengo la impresión de que todos se están marchando o están encerrados en sus cuartos preparando las maletas. Si yo me marchara no llevaría maleta. Ni siquiera un hatillo con unas pocas pertenencias. A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San Vicente, dame templanza. 12. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea, pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora. Y hace un año, mientras iba caminando por General Mola, el padre de Juanito me saludó y luego se detuvo y me preguntó si era yo el sobrino de Encarnación. Sí, señor, le dije. ¿Tú eres el que quiere ser cura? Asentí con una sonrisa. 13. ¿Por qué asentir con una sonrisa? ¿Por qué pedir perdón con una sonrisa de imbécil? ¿Por qué mirar hacia otro lado sonriendo como un tarugo? 14. Por humildad. 15. Eso está muy bien, dijo el padre de Juanito. Cojonudo. Hay que estudiar mucho, ¿verdad? Asentí con una sonrisa. ¿Y ver menos películas? Sí, señor, yo voy poco al cine. 16. Vi alejarse la figura erguida del padre de Juanito, parecía como si caminara con las puntas de los pies, un hombre viejo pero todavía enérgico. Lo vi bajar las escalinatas que llevan a la calle de los Vidrieros, lo vi desaparecer sin un solo temblor, sin una sola vacilación, sin mirar ni un solo escaparate. La madre de Juanito, por el contrario, siempre miraba escaparates y a veces entraba en las tiendas y si tú te quedabas afuera, aguardándola, podías escuchar, a veces, su risa. Si abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré agua y mis pulmones

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se encharcarán por los siglos de los siglos. 17. ¿Y tú qué vas a ser?, me dijo Juanito. ¿Ser o hacer?, dije yo. Ser. Lo que Dios quiera, dije. Dios pone a cada uno en su lugar, dijo mi tía. Nuestros antepasados fueron gente de bien. No hubo soldados en nuestra familia, pero sí curas. Como quién, dije yo mientras empezaba a dormirme. Mi tía gruñó. Vi una plaza llena de nieve y vi a los campesinos que acudían con sus productos al mercado, barrer la nieve e instalar cansinamente sus tenderetes. San Vicente, por ejemplo, saltó mi tía. El diácono del obispo de Zaragoza, que en el año 304, aunque quien dice 304 puede decir 305 o 306 o 307 o 303 de nuestra era, fue apresado y trasladado a Valencia en donde Daciano, el gobernador, lo sometió a crueles torturas, a resultas de las cuales murió. 18. ¿Por qué crees que San Vicente va vestido de rojo?, le pregunté a Juanito. Ni idea. Porque todos los mártires de la iglesia llevan una prenda roja, para ser distinguidos como tales. Este niño es inteligente, dijo el padre Zubieta. Estábamos solos y el estudio del padre Zubieta helaba los huesos y el padre Zubieta o mejor dicho las ropas del padre Zubieta olían a tabaco negro y a leche agria, todo mezclado. Si decides ingresar al seminario, nuestras puertas están abiertas. La vocación, la llamada de la vocación, hace temblar, pero no exageremos. ¿Temblé?, ¿sentí que se removía la tierra?, ¿experimenté el vértigo del matrimonio divino? 19. No exageremos, no exageremos. Los rojos visten igual, dijo Juanito. Los rojos visten de caqui, dije yo, de verde, con franjas de camuflaje. No, dijo Juanito, los putos rojos visten de rojo. Y las putas también. Un tema que despertó mi interés. ¿Las putas? ¿Las putas de dónde? Pues las putas de aquí, dijo Juanito, y supongo que también las de Madrid. ¿Aquí, en nuestra ciudad? Sí, dijo Juanito y quiso cambiar de tema. ¿En nuestra ciudad o en nuestro pueblo o en nuestro desamparo hay putas? Pues sí, dijo Juanito. Yo creía que tu padre las había corregido a todas. ¿Corregido? ¿Es que te has creído que mi padre es un cura? Mi padre fue un héroe de guerra y después comisario de policía. Mi padre no corrige nada. Investiga y descubre. Punto. ¿Y dónde has visto tú a las putas? En el cerro del Moro, donde han vivido siempre, dijo Juanito. Dios santo. 20. Mi tía dice que San Vicente. Basta ya con tu tía y con San Vicente, tu tía está loca perdida. ¿Cómo vas a tener una familia que se remonte hasta el año 300? ¿Dónde has visto tú una familia tan antigua? Ni la casa de Alba. Y al cabo de un rato: tu tía no es mala persona, al contrario, es buena, pero no tiene el juicio muy claro. ¿Esta tarde iremos al cine? Dan una película con Clark Gable. Y la madre de Juanito: id, id, yo fui hace dos días y es una historia entretenidísima. Y Juanito: madre, es que éste no tiene dinero. Y la madre de Juanito: pues se lo prestas tú y santas pascuas. 21. Dios se apiade de mi alma. A veces siento deseos de que se mueran todos. Mi amigo y su madre y su padre y mi tía y todos los vecinos y los viandantes y los automovilistas que dejan sus coches estacionados junto al río y hasta los pobres inocentes niños que corretean por el parque junto al río. Dios tenga piedad de mi alma y me haga mejor. O me deshaga. 22. Si todos se murieran, además, ¿qué haría yo con tantos cadáveres? ¿Cómo podría seguir viviendo en esta ciudad o semiciudad? ¿Me ocuparía yo de enterrarlos a todos? ¿Arrojaría sus cuerpos al río? ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que la carne se corrompiera, antes de que el hedor se hiciera insoportable? Ah, la nieve. 23. La nieve cubría las calles de nuestra ciudad. Antes de entrar al cine compramos castañas y peladillas. Llevábamos las bufandas subidas hasta la nariz y Juanito se reía y hablaba de aventuras en las antiguas colonias holandesas de Asia. A nadie dejaban pasar con castañas, por un asunto de primordial higiene, pero a Juanito sí que lo dejaban pasar. Esta película la hubiera interpretado mejor Gary Cooper, dijo Juanito. Asia. Chinos. Leprosarios. Mosquitos. 24. Al salir nos separamos en la calle de los Cuchillos. Yo me quedé quieto bajo la nieve y Juanito echó a correr rumbo a su casa. Pobre potrillo, pensé, pero Juanito sólo tenía un año menos que yo. Cuando desapareció subí por la calle de los Toneleros hasta la plaza del Sordo y luego torcí el camino y me dirigí, bordeando las murallas de la antigua fortaleza, hacia el cerro del Moro. La luz de las farolas se reflejaba contra la nieve y las fachadas de las viejas casas parecían recoger, de forma efímera pero también de forma natural, diríase serena, los oropeles del pasado. Me asomé a una ventana enjalbegada y vi una sala bien dispuesta, con un Sagrado Corazón de Jesús presidiendo una de las paredes. Pero yo era ciego y sordo y seguí subiendo, por la acera de la sombra, cosa de no ser reconocido. Cuando llegué a la plazuela del Cadalso me di cuenta, sólo entonces, de que no me había cruzado con ningún viandante durante toda la ascensión. Con este frío, me dije, no habrá persona que cambie los calores del hogar por la crudeza de las calles. Ya había anochecido y desde la plazuela se veían las luces de algunos barrios y los puentes a partir de la plaza de don Rodrigo y el recodo que hace el río antes de seguir su curso hacia el este. En el cielo brillaban las estrellas. Pensé que parecían copos de nieve. Copos suspendidos, es decir elegidos por Dios para permanecer inmóviles en el firmamento, pero copos al fin y al cabo. 25. Me estaba quedando helado.

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Decidí volver a casa de mi tía y tomar chocolate caliente o una sopa caliente junto a la estufa. Me sentía cansado y la cabeza me daba vueltas. Rehice el camino. ENTONCES LO VI. AL PRINCIPIO SÓLO FUE UNA SOMBRA. 26. PERO NO ERA UNA SOMBRA SINO UN MONJE. A juzgar por el hábito podía ser un franciscano. Llevaba capucha, una gran capucha que velaba casi totalmente su rostro reflexivo. ¿Por qué digo reflexivo? Porque miraba el suelo. 27. ¿De dónde venía? ¿De dónde había salido? Lo ignoro. Tal vez de dar la extremaunción a un moribundo. Tal vez de asistir a un niño enfermo. Tal vez de proveer con escasas viandas a un indigente. Lo cierto es que caminaba sin hacer ningún ruido. Durante un segundo creí que era una aparición. No tardé en comprender que la nieve atenuaba cualquier pisada, incluso las mías. 28. Iba descalzo. Cuando me di cuenta me sentí herido por un rayo. Bajamos del cerro del Moro. Al pasar por la iglesia de Santa Bárbara lo vi persignarse. Sus huellas purísimas refulgían en la nieve como un mensaje de Dios. Me puse a llorar. De buena gana me hubiera arrodillado para besar esas huellas cristalinas, esa respuesta que durante tanto tiempo había aguardado, pero no lo hice por temor a perderlo de vista en cualquier calleja. Salimos del centro. Atravesamos la Plaza Mayor y luego cruzamos un puente. El monje caminaba a buen paso, ni lento ni rápido, a buen paso, como debe caminar la Iglesia. 29. Nos alejamos por la avenida Sanjurjo, bordeada de plátanos, hasta llegar a la estación. El calor allí era considerable. El monje entró a los lavabos y luego compró un billete de tren. Al salir, sin embargo, me fije que se había puesto zapatos. Sus tobillos eran delgados como cañas. Salió al andén. Lo vi sentado, con la cabeza gacha, esperando y orando. Me quedé de pie, temblando de frío, oculto por uno de los pilares del andén. Cuando el tren llegó el monje saltó a uno de los vagones con una agilidad sorprendente. 30. Al salir, ya solo, intenté buscar sus huellas en la nieve, las huellas de sus pies descalzos, pero no encontré ni rastro de ellas.

II. EL AZAR 1. Le pregunté qué edad creía que yo tenía. Dijo que sesenta aunque sabía que yo no tenía esa edad. ¿Tan mal estoy?, le pregunté. Peor que mal, dijo. ¿Y tú te crees que estás mejor?, le dije. ¿Y si estás mejor por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿Te has vuelto loco? ¿Y por qué me hablas sin que venga a cuento del comisario Damián Valle? ¿Él todavía es comisario? ¿Él no ha cambiado? Dijo que algo había cambiado, pero que seguía siendo un hijo de puta de mucho cuidado. ¿Todavía es comisario? Como si lo fuera, dijo. Si te quiere hacer daño te hará daño, esté jubilado o muriéndose en el hospital. ¿Y por qué tiemblas?, le dije después de pensar unos minutos. Tengo frío, mintió, y además me duelen los dientes. No me hables más de don Damián, le dije. ¿Es que yo soy amigo de ese madero? ¿Es que me junto con esbirros? No, dijo. Pues no me hables más de él. 2. Durante un rato estuvo meditando. No sé en qué meditaría. Luego me dio un mendrugo de pan. Estaba duro y le dije que si comía esos manjares no me extrañaba que le dolieran los dientes. En el manicomio comíamos mejor, le dije, y eso es mucho decir. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo. ¿Sabe alguien que estás aquí? ¡Pues entonces, albricias! Ahueca antes de que se enteren. No saludes a nadie. No despegues la vista del suelo y vete lo antes posible. 3. Pero no me fui de inmediato. Me puse en cuclillas delante del viejo y traté de pensar en los buenos tiempos. Tenía la mente en blanco. Creí que algo se quemaba dentro de mi cabeza. El viejo, a mi lado, se arrebujó con una manta y movió las mandíbulas como si masticara, aunque no tenía nada en la boca. Recordé los años en el manicomio, las inyecciones, las sesiones de manguera, las cuerdas con que ataban a muchos por la noche. Vi otra vez aquellas camas tan curiosas que se ponían de pie mediante un ingenio de poleas. Sólo al cabo de cinco años me enteré para qué servían. Los internos las llamaban camas americanas. 4. ¿Puede un ser humano acostumbrado a dormir en posición horizontal hacerlo en posición vertical? Puede. Al principio es difícil. Pero si lo atan bien, puede. Las camas americanas servían para eso, para que uno durmiera tanto en posición horizontal como en posición vertical. Y su función no era, como pensé cuando las vi por primera vez, castigar a los internos, sino evitar que estos murieran ahogados por sus propios vómitos. 5. Por supuesto, había internos que hablaban con las camas americanas. Las trataban de usted. Les contaban cosas íntimas. También había internos que les temían. Algunos decían que tal cama le había guiñado un ojo. Otro que tal otra lo había violado. ¿Que una cama te dio por el culo? ¡Pues estás jodido, tío! Se decía que las camas americanas, de noche, recorrían muy erguidas los pasillos y se iban a conversar, todas juntas, al refectorio, y que hablaban en inglés, y que a

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estas reuniones iban todas, las vacías y las que no estaban vacías, y, por supuesto, quienes contaban estas historias eran los internos que por una u otra causa las noches de reunión permanecían atados a ellas. 6. Por lo demás, la vida en el manicomio era muy silenciosa. En algunas zonas vedadas se oían gritos. Pero nadie se acercaba a esas zonas ni abría la puerta ni aplicaba el ojo a la cerradura. La casa era silenciosa, el parque, que cuidaban dos jardineros que también estaban locos y que no podían salir, aunque estaban menos locos que los demás, era silencioso, la carretera que se veía a través de los pinos y los álamos era silenciosa, incluso nuestros pensamientos discurrían en medio de un silencio que asustaba. 7. La vida, según como se la mirara, era regalada. A veces nos mirábamos y nos sentíamos privilegiados. Somos locos, somos inocentes. Sólo la espera, cuando uno esperaba algo, enturbiaba esa sensación. La mayoría, sin embargo, mataba la espera enculando a los más débiles o dejándose encular. ¿Lo hice yo?, decíamos. ¿Verdaderamente lo hice yo? Y luego sonreíamos y pasábamos a otro asunto. Los doctores, los señores facultativos, no se enteraban de nada, y los enfermeros y auxiliares, mientras no les causáramos problemas a ellos, hacían la vista gorda. En más de una ocasión se nos fue la mano. ¡El hombre es un animal! 8. Eso pensaba a veces. En el centro de mi cerebro se materializaba eso. Sobre eso reflexionaba y reflexionaba hasta que la mente se quedaba en blanco. A veces, al principio, oía como cables entrelazados. Cables de electricidad o serpientes. Pero por lo general, más a medida que el tiempo me alejaba de aquellas escenas, la mente se quedaba en blanco: sin ruidos, sin imágenes, sin palabras, sin rompeolas de palabras. 9. De todas maneras yo nunca me he creído más listo que nadie. Nunca he expuesto mi inteligencia con soberbia. Si hubiera ido a la escuela ahora sería abogado o juez. ¡O inventor de una cama americana mejor que las camas americanas del manicomio! Tengo palabras, eso lo admito humildemente. No hago alarde de ello. Y así como tengo palabras tengo silencio. Soy silencioso como un gato, me lo dijo el viejo cuando él ya era viejo pero yo todavía era un chaval. 10. No nací aquí. Según el viejo nací en Zaragoza y mi madre, por necesidad, se vino a vivir a esta ciudad. A mí me da igual una ciudad que otra. Aquí, si no hubiera sido pobre, habría podido estudiar. ¡No importa! Aprendí a leer. ¡Suficiente! Más vale no hablar más del tema. También aquí hubiera podido casarme. Conocí a una chica que se llamaba, no me acuerdo, tenía un nombre como todas las mujeres y en algún momento hubiera podido casarme con ella. Luego conocí a otra chica, mayor que yo y, como yo, extranjera, del sur, de Andalucía o Murcia, una guarra que nunca estaba de buen humor. Con ella también hubiera podido formar una familia, tener un hogar, pero yo estaba destinado a otros fines y la guarra también. 11. La ciudad, a veces, me ahogaba. Demasiado pequeña. Me sentía como si estuviera encerrado en un crucigrama. 12. Por aquella época empecé, sin más dilaciones, a pedir en las puertas de las iglesias. Llegaba a las diez de la mañana y me instalaba en las escalinatas de la catedral o subía a la iglesia de San Jeremías, en la calle José Antonio, o a la iglesia de Santa Bárbara, que era mi iglesia favorita, en la calle Salamanca, y a veces, incluso, cuando me instalaba en las escalinatas de la iglesia de Santa Bárbara, antes de iniciar mi jornada de trabajo, entraba a misa de diez y oraba con todas mis fuerzas, que era como reírse en silencio, reír, reír, feliz de la vida, y a más oraba más me reía, que era la forma en que mi naturaleza se dejaba penetrar por lo divino, y esa risa no era una falta de respeto ni era la risa de un descreído, sino todo lo contrario, era la risa atronadora de una oveja trémula ante su Creador. 13. Después me confesaba, contaba mis desdichas y mis vicisitudes, y luego comulgaba y finalmente, antes de volver a la escalinata, me detenía unos segundos ante la imagen de Santa Bárbara. ¿Por qué siempre estaba acompañada por un pavo real y por una torre? Un pavo real y una torre. ¿Qué significaba? 14. Una tarde se lo pregunté al cura. ¿Cómo es que te interesan estas cosas?, me preguntó a su vez. No lo sé padre, por curiosidad, le respondí. ¿Sabes que la curiosidad es una mala costumbre?, dijo. Lo sé, padre, pero mi curiosidad es sana, yo siempre le rezo a Santa Bárbara. Haces bien, hijo, dijo el cura, Santa Bárbara tiene buena mano con los pobres, tú sigue rezándole. Pero lo que yo quiero es saber lo del pavo real y la torre, dije yo. El pavo real, dijo el cura, es símbolo de inmortalidad. La torre tiene tres ventanas, ¿lo has notado? Pues las ventanas están puestas en la torre para representar las palabras de la santa, que dijo que la luz entró en ella o iluminó su casa por las ventanas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Lo entiendes? 15. No tengo estudios, padre, pero tengo juicio y sé discernir, le respondí. 16. Después me iba a ocupar mi lugar, el lugar que me pertenecía, y pedía hasta que la iglesia cerraba las puertas. En la palma de la mano siempre me dejaba una moneda. Las otras, en el bolsillo. Y aguantaba el hambre aunque viera a otros comer pan o trozos de salchichón y queso. Yo pensaba. Pensaba y estudiaba sin moverme de las escalinatas. 17. Así supe que el padre de Santa Bárbara, un señor poderoso llamado Dióscuro, la hizo

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encerrar en una torre, es decir la encarceló, debido a los pretendientes que la acosaban. Y supe que Santa Bárbara antes de entrar en la torre se bautizó a sí misma con las aguas de un estanque o de un regadío o de una pileta donde los campesinos almacenaban el agua de la lluvia. Y supe que escapó de la torre, la torre de las tres ventanas por donde entró la luz, pero fue detenida y llevada ante el juez. Y el juez la condenó a muerte. 18. Todo lo que enseñan los curas está frío. Es sopa fría. Infusión fría. Mantas que no calientan durante el crudo invierno. 19. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo sin dejar de mover los carrillos. Como si comiera pipas. Consíguete una ropa que te haga invisible y lárgate antes de que se entere el comisario. 20. Metí la mano en el bolsillo y, sin sacarla, conté mis monedas. Había empezado a nevar. Le dije adiós al viejo y salí a la calle. 21. CAMINÉ SIN RUMBO. SIN UN PLAN PRECONCEBIDO. Desde la calle Corona observé la iglesia de Santa Bárbara. Recé un poco. Santa Bárbara, apiádate de mí, dije. Tenía el brazo izquierdo dormido. Tenía hambre. Tenía ganas de morirme. Pero no para siempre. Tal vez sólo tenía ganas de dormir. Me castañeteaban los dientes. Santa Bárbara, ten piedad de tu servidor. 22. Cuando la decapitaron, quiero decir cuando le cortaron la cabeza a Santa Bárbara, cayó un rayo del cielo que fulminó a sus verdugos. ¿También al juez que la condenó? ¿También a su padre que la encerró? Cayó un rayo y antes se oyó el estampido de un trueno. O al revés. Auténtico. Dios mío, Dios mío, Dios mío. 23. No me acerqué más. Me contenté con ver la iglesia desde lejos y luego eché a caminar hasta un bar donde en mis tiempos se comía barato. No lo encontré. Entré en una panadería y compré una barra de pan. Después salté una tapia y me lo comí a salvo de miradas indiscretas. Sé que está prohibido saltar tapias y comer en jardines abandonados o en casas derruidas, por la propia seguridad del infractor. Te puede caer una viga encima, me dijo el comisario Damián Valle. Además, es propiedad privada. Está hecho mierda, criadero de arañas y ratas, pero sigue siendo, hasta el fin de los días, propiedad privada. Y te puede caer una viga encima de la cabeza y destrozarte ese cráneo privilegiado, me dijo el comisario Damián Valle. 24. Después de comer salté la tapia y es tuve otra vez en la calle. De pronto, me sentí triste. No sé si era la nieve o qué. Comer, últimamente, me produce desconsuelo. Cuando como no estoy triste, pero después de comer, sentado sobre un ladrillo, mirando caer los copos de nieve sobre el jardín abandonado, no sé. Desconsuelo y congoja. Así que me palmeé las piernas y eché a andar. Las calles empezaron a vaciarse. Durante un rato estuve mirando aparadores. Pero era mentira. Lo que hacía era buscar mi imagen en las vitrinas, en los ventanales. Después se acabaron los ventanales y sólo había escaleras. Agaché la cabeza y subí. Luego una calle. Luego la parroquia de la Concepción. Luego la iglesia de San Bernardo. Luego las murallas y más allá la fortaleza. No se veía ni un alma. Estaba en el cerro del Moro. Recordé las palabras del viejo: vete, vete, que no te pillen otra vez, desgraciado. Todo el mal que hice. Santa Bárbara, apiádate de mí, apiádate de tu pobre hijo. Recordé que por aquellas callejuelas vivía una mujer. Decidí visitarla, pedirle un plato de sopa, un suéter viejo que ya no quisiera, algo de dinero para comprar un billete de tren. ¿Dónde vivía esta mujer? Me metí en callejas cada vez más estrechas. Vi un portalón y golpeé. No abrió nadie. Empujé el portalón y accedí a un patio. A alguien se le había olvidado recoger la colada y ahora la nieve caía sobre la ropa de colores amarillentos. Me abrí paso por entre camisas y calzoncillos y llegué a una puerta con una aldaba de bronce que parecía un puño. Acaricié la aldaba pero no llamé. Empujé la puerta. Afuera empezaba a oscurecer a toda prisa. Tenía la mente en blanco. Los copos de nieve chisporroteaban. Avancé. No recordaba ese pasillo, no recordaba el nombre de la mujer, era una guarra, buena persona, injusta aunque le dolía, no recordaba esa oscuridad, esa torre sin ventanas. Pero entonces vi una puerta y me colé sigilosamente. Era una especie de almacén de granos, con sacos apilados hasta el techo. En un rincón había una cama. Tendido en la cama vi a un niño. Estaba desnudo y tiritaba. Saqué mi navaja del bolsillo. Sentado a una mesa vi a un fraile. La capucha le velaba el rostro, que tenía inclinado, absorto en la lectura de un misal. ¿Por qué el niño estaba desnudo? ¿Es que no había en aquella habitación ni una manta? ¿Por qué el fraile leía su misal en vez de arrodillarse y pedir perdón? Todo se tuerce en algún momento. El fraile me miró, dijo algo, le respondí. No se me acerque, dije. Después le clavé la navaja. Los dos nos quejamos hasta que él se quedó quieto. Pero yo tenía que asegurarme y se la volví a clavar.

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Después maté al niño. ¡Rápido, por Dios! Después me senté en la cama y tirité durante un rato. Basta. Era necesario irse. Tenía la ropa manchada de sangre. Busqué en los bolsillos del fraile y encontré dinero. En la mesa había unos boniatos. Me comí uno. Bueno y dulce. Abrí, mientras me comía el boniato, un armario. Sacos de cebolla y patatas. Pero colgando en el perchero había un hábito limpio. Me desnudé. Qué frío hacía. Después de revisar cada bolsillo, para no dejar pruebas incriminatorias, puse mi ropa en un saco, incluidos los zapatos y me até el saco a la cintura. Jódete, Damián Valle. En ese momento me di cuenta de que estaba dejando marcadas mis pisadas por toda la habitación. Tenía las plantas llenas de sangre. Durante un rato, sin dejar de moverme, las observé con atención. Me entraron ganas de reír. Eran huellas bailadoras. Huellas de San Vito. Huellas que no iban a ninguna parte. Pero yo sabía adónde ir. 25. Todo estaba oscuro, menos la nieve. EMPECÉ A BAJAR DEL CERRO DEL MORO. 26. Iba descalzo y hacía frío. Mis pies se enterraban en la nieve y a cada paso que daba la sangre se iba despegando de mi piel. Al cabo de unos metros me di cuenta de que alguien me seguía. ¿Un policía? No me importó. Ellos gobernaban la tierra, pero yo sabía en ese momento, mientras caminaba por la nieve luminosa, que el jefe era yo. 27. Dejé atrás el cerro del Moro, en el plan la nieve era aún más alta, crucé un puente, vi de reojo, con la cabeza gacha, la sombra de una estatua ecuestre. MI PERSEGUIDOR ERA UN ADOLESCENTE GORDO Y FEO. ¿Quién era yo? Eso no importaba nada. 28. Me despedí de todo lo que iba viendo. Era emocionante. Aceleré el paso para entrar en calor. Crucé el puente y fue como si cruzara el túnel del tiempo. 29. Hubiera podido matar al chaval, obligarlo a seguirme hasta un callejón y allí pincharlo hasta que la palmara. ¿Pero para qué? Seguramente era el hijo de una puta del cerro del Moro y jamás diría nada. 30. En los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos, les eché agua, borré las manchas de sangre. Tenía los pies dormidos. Despertad. Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarme su destino.

JUAN RULFO: ¿NO OYES LADRAR A LOS PERROS? --Tú que VAS ALLÁ ARRIBA, IGNACIO, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. --No se ve nada. --Ya debemos estar cerca. --Sí, pero no se oye nada. --Mira bien. --No se ve nada. --Pobre de ti, Ignacio. La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. --Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. --Sí, pero no veo rastro de nada.

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--Me estoy cansando. --Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces. --¿Cómo te sientes? --Mal. Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. É1 apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba: --¿Te duele mucho? --Algo -contestaba él. Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. --No veo ya por dónde voy -decía él. Pero nadie le contestaba. E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo. --¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado. Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo. --Este no es ningún camino. Nos dijeron que detras del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

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--Bájame, padre. --¿Te sientes mal? --Sí --Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo q uienes sean. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. --Te llevaré a Tonaya. --Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmurada: --Quiero acostarme un rato. --Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado. La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo. --Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas. Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar. --Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se siente usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Qué se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo." --Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo. --No veo nada. --Peor para ti, Ignacio. --Tengo sed.

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--¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír. --Dame agua. --Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo. --Tengo mucha sed y mucho sueño. --Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas. --¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima". ¿Pero usted, Ignacio? Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros. --¿Y tú no los oías, Ignacio?--dijo. NO ME AYUDASTE NI SIQUIERA CON ESTA ESPERANZA

DANIEL MOYANO: LA FÁBRICA La palabra surgió de pronto en todas las bocas con un sentido mágico. Nadie había visto una fábrica en su vida, pero allí estaba la palabra para asegurar su existencia. La había traído un alemán. Según algunos, la había pronunciado en un bar, sin convicción alguna, mirando su vaso de cerveza, como si se le hubiese escapado de la boca. Era duro de lengua y en realidad no dijo fábrica sino fabrik, cuyo sonido era tenso como un vidrio. Nadie comprendió al comienzo el hechizo que acababa de producirse. Aquella noche los labradores siguieron bebiendo en silencio su vino cotidiano y se acostaron sin ningún presentimiento. El alemán se marchó al día siguiente, pero volvió dos meses después para reparar el molino de los Morillo. En aquel pueblo no había mecánicos, pero el alemán venía a menudo en su Overland modelo 30 con la carrocería llena de caños, morsas, terrajas, llaves y repuestos para molinos. La palabra que él había pronunciado un par de meses antes se había convertido ahora en una especie de oración cotidiana. Todo el

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mundo hablaba de la fábrica y de sueldos increíbles, todo el mundo tenía la esperanza de poder ir allá algún día y ganar sumas fabulosas.

Cuando el alemán volvió y los labradores le preguntaron sobre la fábrica, respondió afirmativamente, pero sin convicción, como la primera vez, cuando anunció el prodigio. Dijo que era cierto y que efectivamente se ganaba mucho. Entonces nadie vaciló más. Pero había varias leguas hasta la ciudad donde estaba la fábrica y el viaje era muy costoso. A pocos meses de la segunda entrada del alemán, uno solo, Ceballos, había logrado partir. Todos lo envidiaban y hablaban de sus defectos, pero tiempo después comenzaron a elogiar su decisión y a atribuirle poderes absolutos sobre las mujeres, las bebidas caras y los lugares prohibidos. Y nadie lo veía ya como había sido, con su sombrero de trapo, cuyas alas caían sobre su frente como el ruedo de un vestido; pero tampoco podían imaginarlo de otro modo porque un buen traje y un buen sombrero eran muy poco para el poder fabuloso que otorgaba el hecho de trabajar en la fábrica. De manera que Ceballos era un hombre invisible que existía sin embargo y que allá lejos dominaba el mundo a su antojo. Nadie hablaba de la fuga que se preparaba, pero todos habían decidido partir secretamente, ganar la delantera por si fallaba algo. Temía cada uno para sí que la fábrica no pudiese albergar a tantos, de modo que casi nunca hablaban del asunto, y si lo hacían jamás mencionaban la posibilidad de partir. Pero, reunido el dinero para el pasaje, salían subrepticiamente. Bastaba tener el dinero para el viaje solamente, porque sin duda todo lo demás quedaba a cargo de la fábrica. Una mañana, en el apeadero ferroviario, que estaba a poco menos de un kilómetro del pueblo, Alcántara esperaba impaciente la llegada del tren, Al fin partiría, como Ceballos, hacia la riqueza. El tren pasaría a las cinco de la mañana. Le quedaba casi media hora para regocijarse a sus anchas. ¡Cuántas cosas dirían de él al otro día! Sería un héroe. Ahora trabajaba en la fábrica. En eso vio moverse una sombra en el camino. Era Antúnez, que traía una valija bamboleando en la mano. Se sorprendieron al comienzo y se miraron con desconfianza, pero no tardaron en urdir una especie de complicidad. Después de todo el trabajo sobraría. Las fábricas eran grandes. En seguida, uno por uno, llegaron Pereyra, Gómez, Ramos, Buitrago, Camaño y Charaviglio. Entonces llegó el temor. Todos se sentían sustituidos, traicionados, y el desaliento los sobrecogía. Pero Buitrago, armado de valor, encomió la grandeza de la fábrica. Aquello era algo monumental. No había por qué tener miedo porque el trabajo no faltaría. Todos creyeron al pie de la letra, como suelen creer los aterrorizados. Buitrago, naturalmente, no tenía la menor idea sobre lo que podía ser una fábrica. Y aunque todos sabían que hablaba por hablar, que lo que decía no tenía ningún fundamento cierto, aceptaron a medias sus conceptos. Después que habló Buitrago llegaron todavía Rodríguez y Arguello, que alcanzaron a oír las últimas palabras del discurso. Los últimos fueron Santucho, Velárdez, Sandoval y Pacheco.

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Cuando bajaron del tren empezaron a caminar como ebrios. Antúnez miraba hacia arriba como buscando la fábrica. Cerca de la estación, en una especie de playa, había un camión reluciente. Cuando pasaron por allí, mirando hacia los cuatro puntos, el conductor del camión, maravillosamente vestido, los llamó con un movimiento de la mano. Poco después estaban todos en la carrocería del vehículo viajando, por los últimos suburbios de la ciudad, hacia la fábrica. Santucho no quería explicarse, como otros, ese encuentro milagroso con el camión, que les permitía ahora estar viajando hacia la fábrica sin dudas ni búsquedas de ninguna naturaleza, y desechando toda explicación lógica pensaba que todo se debía al poder absoluto de la fábrica. El camión había salido de la ciudad y se hallaba ahora en campo abierto. No se detuvo en la garita policial. El policía, viendo que se trataba del camión de la fábrica, hizo una venia respetuosa y lo dejó pasar; el conductor levantó apenas una mano del volante para saludarlo. "Claro, es la fábrica", pensaba Santucho e imaginaba que ella era como un ser humano con atributos tales como ternura, bondad, generosidad y paciencia. Estaban en pleno campo y la fábrica no aparecía. El camino era de cemento, impecable, limpísimo, construido por la fábrica para su uso exclusivo. Alcántara, alto y flaco, estiraba el cuello de vez en cuando como para atisbarla. El camión comenzó a subir una cuesta. No le daba trabajo subir, pese a la cara que llevaba, y parecía deslizarse suavemente hacia abajo. Sin embargo subía. Cuando el camión llegó a la cúspide el deslumbramiento fue total. Allá estaba, imponente, eterna, poderosa, una mole de hierro y de cemento que turbó el ánimo de todos. Pacheco sintió que el corazón latía fuertemente y que tenía miedo. Siempre que había amado algo, también lo había temido. El primer día no hicieron casi nada. Los llevaron por diversas dependencias, pincharon sus venas, desnudaron sus cuerpos (quizás no seamos totalmente hombres, pensaron algunos con temor), les preguntaron por sus padres y por sus abuelos, fotografiaron por dentro sus huesos y sus visceras, firmaron montones de papeles y finalmente conocieron el campamento donde dormirían desde esa noche. Los días pesaban más dentro de la fábrica, pero la idea de las sumas fabulosas que cobrarían a fin de mes pesaba mucho más. Parecía una locura ganar tantos pesos por día, pero era cierto y así lo quería la fábrica. Un día Sandoval tuvo algunas dudas y quiso averiguar la verdad. Quería saber por qué ganaban tanto, hablar con alguien que pudiera explicarlo todo. Pero en la puerta de la oficina que le indicaron decía Do not slam the door, que él tradujo inmediatamente por "No se permiten preguntas", y se volvió explicándose a sí mismo lo que iba a preguntar, es decir, no explicándose nada, porque ahora se daba cuenta de que si hubiese entrado no habría sabido qué decir finalmente. La leyenda de la puerta, pensaba Sandoval, coincidía con las respuestas que, según Pacheco, daba la muchacha de la entrada principal. Pacheco fue el único que vio la entrada principal de la fábrica. Todos habían entrado directamente por la planta de trabajo, de modo que no conocían todavía el frente del edificio, que sin duda sería imponente. Pacheco, durante el ir y venir del primer día, se desvió en un momento dado de los pasillos por donde los conducían y se encontró de pronto ante una inmensa fachada de aluminio. Vio muy poco, porque para ver todo hubiera necesitado alejarse unos cien metros, pero podía imaginar el resto. Cuando quiso entrar no encontró la puerta por donde había salido, caminó unos metros y se halló en una inmensa sala de vidrio salpicada de guardianes uniformados. Cuando uno de ellos le dijo que se retirara, él había alcanzado a ver y oír a una joven bellísima que sabía a la perfección cuanta pregunta se hiciera sobre la fábrica. Parecía una mujer edénica explicando a los que quisiesen las maravillas del mundo. Sus respuestas eran siempre breves y perfectas. Los que acudían a ella lo hacían generalmente para pedir algo, y ella respondía siempre con frases tales como "No damos tal cosa", o bien "Damos tal cosa". Al lado de la muchacha (y esto lo advirtió Pacheco mucho tiempo después de haberlo visto) había un joven exactamente igual a ella en belleza y donaire. Su aspecto general era el de un Adán perfecto,

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cinematográfico, y al verlos juntos había que pensar inmediatamente en un idilio. Sin embargo se detestaban. Escasamente hablaban entre ellos (salvo cuando se consultaban para poder brindar un servicio mejor) y sus miradas tenían rasgos fugaces de una ira velada y contenida. En realidad eran un solo ser perfecto, apenas separados por el sexo, suavemente lejano. El día de pago se acercaba rápidamente y costaba acostumbrarse a la idea de cobrar tanto dinero a fin de mes. Parecía mentira, y Pacheco creía a ratos que, aunque fuese cierto, algún suceso imprevisto evitaría a último momento esa certeza. Por la noche sacaba cuentas y se decía que tanto dinero por mes significaba muchos pesos por día muchos pesos por hora, y hasta por minuto, y ahora estaba ganando dinero, en ese minuto, el dinero se acumulaba inexorablemente, sin término, y el solo hecho de existir significaba dinero. Y pensaba que los sábados por la tarde y los domingos no trabajaban, de manera que la fábrica les pagaba también el descanso. Ella había tomado sus existencias y les pagaba por todos los minutos de vida. Hasta la muerte estaba prevista en unas planillas, donde constaba que al morir ellos sus herederos cobrarían cierta cantidad de dinero. La sección donde trabajaba Pacheco era una pieza de dos por tres, con muchos estantes y cajones llenos de tarjetas. Su tarea era mantener o guardar el orden, pero se trataba de un puro principio, porque todos sus jefes sabían que allí no podía haber orden y que no lo había habido nunca, salvo el primer día, cuando se abrió la fábrica. Era una especie de oficina de desperdicios administrativos, con numeraciones más bien falsas y documentos fingidos. El orden era simplemente visual. Aunque los cajones fuesen iguales, adentro, entre las tarjetas, figuraba el principio de un caos. Se sabía que era imposible evitarlo por la propia naturaleza de los documentos que allí había, pero él debía tratar de hacerlo, quizás por respeto a alguna ley íntima de la fábrica. Si después de largos esfuerzos lograba restablecer parcialmente el orden al cual se aspiraba, un papelito más que llegara destruiría todo lo hecho. Y eso no significaba en modo alguno que él fuese inútil, como lo había pensado muchas veces, y que tuviesen que echarlo, porque justamente para ese juego imposible lo había empleado la fábrica. Quizás él tuviese que ser, en todo caso, una simple presencia del orden. Lo trasladaron a esa sección desde que los capataces advirtieron que era un poco atolondrado y que una grúa le había rozado la cabeza. El último día del mes estaba próximo, el dinero estaba muy cerca de ellos, pero ellos eran otros. En tan poco tiempo la fábrica los había transformado. Pacheco advirtió el cambio. Sentía que soñaba menos y que hablaba de otro modo. Atribuyó el cambio al hecho de haberse desnudado el primer día. Por eso se había convertido en un hombre de la fábrica. Pero la certeza de ser otro la tuvo cuando recibió la carta de su mujer. Durante los primeros días Laura seguía siendo para él ese cuerpo cálido que con su desnudez lo protegía de la lúbrica y que lo esperaba allá lejos para cuando terminaran los días nuevos con sus infinitas imposiciones, pero ahora había perdido la percepción de aquella intimidad clara y transparente. La carta y las cosas que en ella decía su mujer eran cosas anteriores al conocimiento de la fábrica, y parecían superfluas. El día anterior al pago fue deprimente. Todos andaban silenciosos, como secretamente cómplices de algún acto reprochable. Pacheco, desde su piecita, podía observarlos detenidamente mientras iban y venían por la planta, y los veía como mutilados. A Santucho, por ejemplo, le faltaba una pierna; a Charaviglio, un brazo; a Antúnez, los dientes; a Pereyra, una oreja. Hasta Arguello, que todos los días se asomaba para decirle así que a fin de mes va a haber plata, con una reiteración obsesiva, pasó ese día sin decir nada, y solo atinó a guiñar un ojo. Y no era que hubiesen variado las cosas, que hubiera algo que temer: la fábrica era siempre la misma y cumpliría con su promesa de pagarles, seguía siendo esa entidad poderosa que habían presentido cuando el alemán pronunció la palabra. Pero era terriblemente sorda, inconmovible, y jamás hubiera podido equivocarse, o ser una simplificación o la medida de sus necesidades. Ella superaba

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sus sueños y sus cálculos, incluso sus facultades receptivas. Era desmesuradamente cierta cuando ellos hubieran preferido que no fuera tan poderosa, que tuviera algún instante de debilidad. De manera que era cierto, y al día siguiente cobrarían, tendrían en sus manos una cantidad de dinero que de otra manera hubieran tardado años en reunir. Esa noche, agitados en sus catres, no podían dormir. Iban a ser poderosos, iban a poder hacer muchas cosas vedadas, ni siquiera presentidas. Velárdez juraba que compraría por lo menos cien velas para San Cayetano, que encendería simultáneamente junto a un gran cuadro que haría hacer del santo. Gómez temblaba pensando que todos le robarían, los muy malditos le robarían el dinero que él había ganado en la fábrica. Ramos tendría todas las mujeres que hubiera, se acostaría con dos juntas cada noche, para eso pagaba. Pacheco sentía que en realidad no necesitaba ese dinero. Laura se lo había dicho unas horas antes de partir: "Vamos a tener que estar separados, por un poco más de plata". Pero era absurdo oír esa frase después de haber estado en la fábrica. Eran palabras tontas, infantiles como las de la carta. Nunca hubiera imaginado que Laura fuese tan tonta. A las diez de la mañana Alcántara asomó la cabeza por la ventana de la pieza donde trabajaba Pacheco. "¿Cobraste?", preguntó. Cerró con llave y se fue a cobrar. Le dieron el sobre y firmó una planilla. Eso era todo. El dinero estaba allí, en sus manos. Después lo contaría. Esa tarde, en el campamento, decidieron ir a la ciudad. Mientras se vestía, Pacheco pensaba en el instante en que bajaron del tren. La ciudad era ya la fábrica, el deslumbramiento, el orden, la riqueza, pero él extendía los ojos y no la veía por ninguna parte. Quizás fueran puras invenciones del alemán y de todos ellos; quizás fuese solamente la palabra. Sin embargo habían cobrado y ahora tenía el dinero en el bolsillo: dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil... Un camión de la fábrica los llevó hasta la entrada da de la ciudad y volvió inmediatamente. Todavía era de día y había algunos negocios abiertos. Charaviglio compró un traje nuevo y tiró el otro en un baldío. Velárdez compró zapatos y guantes, pero conservó los zapatos viejos, que llevaba bajo el brazo atados con un hilo. Y casi todos ellos, por un capricho unánime, compraron sombreros de paja que correspondían a una moda en desuso pero que un turco previsor guardaba en polvorientos cajones. En todas partes les preguntaban si eran de la fábrica. Antúnez respondía con severidad, de acuerdo con el respeto con que formulaban la pregunta. Alguien a quien conocieron en un bar céntrico prometió) llevarlos adonde había mujeres, les habló de baños turcos y de casas de juego. El hombre parecía conocer maravillosamente bien todos los lugares, donde uno podía entregarse a algo distinto, donde podía gastarse largamente y olvidar el zumbido de la fábrica. La idea los entusiasmó un rato, pero prefirieron seguir por su cuenta, descubrir ellos mismos esos lugares codiciados. De modo que lo incorporaron al grupo para utilizarlo a su debido tiempo. El hombre, flaco pero robusto, siempre risueño y servicial, bebía alegremente. Todo lo hacía complacido y aclaraba a cada rato que él no tenía dinero. "Ya van a ver cuando estemos en La Gruta, con pocas luces y muchas mujeres", decía, pero los otros entraban a cuanto tugurio encontraban, los más feos y sucios, y lo obligaban a participar de sus alegrías pueriles, de sus pequeños placeres, de sus chistes tontos e inocentes. El hombre se desesperaba a ratos y les decía que estaban desperdiciando la plata, perdiendo cosas mejores y gastando el tiempo en bolichitos de mala muerte. En eso Arguello lo llamó "señor mago" y todos ellos festejaron la ocurrencia con risotadas. Hacia las dos de la mañana llegaron a un bar suburbano, grande y sucio, ubicado cerca de una estación de ferrocarril. El mago se desesperaba. ¡Cuánto mejor hubiera sido estar en La Gruta, entre mujeres cimbreantes! El tocadiscos automático tocaba un tango, y un japonés dormitaba con la cabeza apoyada en el mostrador. Dejaron los sombreros sobre una mesa grande y juntando tres o cuatro de ellas se sentaron alrededor. Por indicación del mago pidieron cerveza, que "neutralizaba los efectos del vino". Pacheco bebía y se deleitaba oyendo el ruido de la máquina de preparar café. Era un ruido reposado, como si la máquina, ya dormida, respirara suavemente. La oía a través de las voces de sus compañeros y de los tangos melosos que cantaba Charaviglio. El mago hacía gestos de disgusto y engullía grandes cantidades de papas fritas. Habían llegado a la saciedad, pero permanecían allí como para ver qué había más allá. Tenía que haber algo mejor sin duda alguna.

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Pacheco apoyó la cabeza contra la mesa. Hacía un buen rato que sentía los efectos del alcohol. Con todo lo bebido, apenas había gastado cien pesos. ¡Y cuánto dinero le quedaba todavía! Cerró los ojos y vio que más allá de la saciedad habían matado al japonés. Tenía dos venas al aire. Por una brotaba sangre y por la otra el mago le echaba vino con una botella. Velárdez caminaba por el techo y Antúnez orinaba una por una las botellas de los estantes. Alguien había amontonado todas las mesas en el centro del salón y con ellas y los sombreros encendían una gran fogata. Entonces venían mujeres desnudas para apagar el incendio, pero en vez de arrojar al fuego el agua de los cántaros danzaban con ellos, mientras un italiano, sentado sobre la máquina del café, tocaba una guitarra larga hasta el suelo. Alzó la cabeza y miró. Casi todos sus compañeros dormitaban, borrachos, inclinados sobre las mesas. Se levantó. El aire fresco lo reanimó y empezó a caminar despacio. Cuando se acordó había salido de la ciudad. Unas malezas duras le rozaban los tobillos. Caminó mucho en la oscuridad hasta que vio brillar la luna. Al rato oyó el rumor lejano de la fábrica, a la izquierda. Avanzó entonces en dirección contraria, para no oír, pero el rumor, aunque debilitándose, persistía. Estaba en medio del campo, rodeado de horizontes, con el dinero en el bolsillo. Metió la mano para contarlo otra vez: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil... El rumor de la fábrica se había perdido, pero le quedaba el recuerdo en los oídos. Se sorprendió queriendo contar otra vez el dinero. Se acordó de pronto de una historia leída en una revista de historietas. Se llamaba "El ahorcado". Era la narración de un hombre que perdía mil pesos ajenos y se ahorcaba. Lo rodeaban hombres jóvenes y alegres que bailaban debajo de un árbol, entre una lluvia de billetes. El ahorcado y el dinero y el árbol también bailaban. Dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil... Se detuvo. Había andado mucho y tendría que caminar rápido para llegar antes de que sonara el pito de la fábrica. No sabía qué hora era, pero el pito comenzaba a sonar cuando el cielo estaba como ahora. El cielo estaba muy claro cuando llegó al bar. Un instante antes de entrar vio a Charaviglio cantando dentro del tocadiscos, sin cabeza. Todos estaban ahorcados. El japonés y el mago y las sillas y las mujeres desnudas y las baldosas y las mesas bailaban. Una lluvia de billetes rosados y azules caía desde el techo. En un ataúd enorme, en medio del salón, yacía Laura. Todos sus compañeros, a manera de homenaje, habían depositado sobre el cajón sus sombreros de paja. Cuando entró por fin, Argüello, desde lo profundo de su cara tostada, guiñó un ojo. Era el único despierto. Los demás dormían sobre las mesas. Algunos tenían los sombreros puestos. Charaviglio roncaba con la boca abierta. El japonés barría el piso. Entonces Pacheco comenzó a despertarlos sacudiéndolos en sus sillas y señalando la hora en el reloj de la pared. Eran las seis menos cuarto y sin duda ya no tendrían tiempo para llegar a la fábrica. Sin duda los' despedirían a todos por llegar tarde. No querían despertar, pero cuando alcanzaban a ver la hora saltaban de sus sillas como resortes. La idea de llegar tarde los sobrecogía. Salieron a la calle y oyeron un rumor suave y rítmico entre la oscuridad indecisa, como un gran animal que respiraba en su cueva. Se acercaron. Era un camión de la fábrica, que los esperaba. Cuando subieron todos, sin asombro, el conductor encendió los faros y apretó el acelerador.

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 4

PABLO NERUDA GUIA PARA LA LECTURA Y ANALISIS DE POESIAS: (01) LEER EN VOZ ALTA LA TOTALIDAD DE LAS POESÍAS PARA UNA PRIMERA COMPRENSIÓN: DUDAS, INTERROGANTES, INQUIETUDES, COMENTARIOS, OPINIONES ESPONTÁNEAS. (02) APLICAR LA GUIA COMPLETA DE ANALISIS A LAS POESÍAS DE NUMERACION PAR. (03) EN FORMA DE CUADRO RESTACAR ASPECTO DENOTATIVO, CONNOTATIVO Y TEMA, A LAS RESTANTES POESIAS. (04) RECONOCER EL ESTILO DE NERUDA REVISANDO LA TOTALIDAD DE LAS POESIAS: VOCABLOS, ADJETIVACION, USO DE LOS VERSOS, METRO Y RIMA, TEMAS, UTILIZACION DE SUS RECURSOS POETICOS, TEMAS. (05) ¿CUÁLES FUERON LOS TEMAS QUE ABORDA NERUDA EN SUS DIVERSAS POESIAS Y EN SU PRODUCCIÓN EN GENERAL? (06) PRESENTAR DOS NUEVOS POESIAS DE NERUDA, CON UN BREVE COMENTARIO INTRODUCTORIO QUE JUSTIFIQUE LA ELECCIÓN. (07) BIOGRAFIA DE PABLO NERUDA= LOS DATOS FUNDAMENTALES DE SU VIDA, ESPECIALMENTE SU COMPROMISO POLITICO IDEOLÓGICO, SUS EXILIOS Y SU REGRESO. INVESTIGAR LAS CAUSAS DE SU MUERTE Y RELACIONES CON EL GOBIERNO DE SALVADOR ALLENDE. VINCULACION CON SUS POESIAS. (08) PRESENTACION ORDENADA DE LA PRODUCCION VIDEOS, PELICULAS.

POETICA DE NERUDA. GRABACIONES, AUDIOS,

(09) BUSCAR Y PRESENTAR LOS DATOS DE LA PELÍCULA “IL POSTINO”(O EL CARTERO DE NERUDA) Y LA OBRA DE SKARMETA: ARDIENTE PACIENCIA. (10) RECREACION DE UNA POESIA, INSPIRADO EN LAS POESIAS Y TEMAS DE NERUDA (11) RECREAR EN UNA POESIA – CON UN TEMA RECIENTE – LA POESIA DE GONZALO MILLAN (12) RECREACION GRÁFICA O DIGITAL DE ALGUNOS DE LOS TEXTOS: COLGAR ALGUNAS PRODUCCIONES EN SITIOS VIRTUALES, REDES SOCIALES, ETC.

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PABLO NERUDA APROXIMACION A SUS POESIAS Y A SUS TEMAS

(01) NERUDA: POEMA 5

(02)

Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas. Collar, cascabel ebrio para tus manos suaves como las uvas. Y las miro lejanas mis palabras. Más que mías son tuyas. Van trepando en mi viejo dolor como las yedras. Ellas trepan así por las paredes húmedas. Eres tú la culpable de este juego sangriento. Ellas están huyendo de mi guarida oscura. Todo lo llenas tú, todo lo llenas. Antes que tú poblaron la soledad que ocupas, y están acostumbradas más que tú a mi tristeza. Ahora quiero que digan lo que quiero decirte para que tú las oigas como quiero que me oigas. El viento de la angustia aún las suele arrastrar. Huracanes de sueños aún a veces las tumban Escuchas otras voces en mi voz dolorida. Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas. Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme. Sígueme, compañera, en esa ola de angustia. Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras. Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

(03)

NERUDA: POEMA 10

Hemos perdido aún este crepúsculo. Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas mientras la noche azul caía sobre el mundo. He visto desde mi ventana la fiesta del poniente en los cerros lejanos. A veces como una moneda se encendía un pedazo de sol entre mis manos. Yo te recordaba con el alma apretada de esa tristeza que tú me conoces. Entonces, ¿dónde estabas? ¿Entre qué genes? ¿Diciendo qué palabras? ¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste, y te siento lejana? Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo, y como un perro herido rodó a mis pies mi capa. Siempre, siempre te alejas en las tardes hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

NERUDA: LA PALABRA

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las

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palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Que buen idioma el mío, que buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

(04) NERUDA: POEMA 7

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos. Allí se estira y arde en la más alta hoguera mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago. Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes que olean como el mar a la orilla de un faro. Solo guardas tinieblas, hembra distante y mía, de tu mirada emerge a veces la costa del espanto. Inclinado en las tardes echo mis tristes redes a ese mar que sacude tus ojos oceánicos. Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas que centellean como mi alma cuando te amo. Galopa la noche en su yegua sombría desparramando espigas azules sobre el campo.

(06) NERUDA: POEMA 12

Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.

(05)

NERUDA: POEMA 6

Voy haciendo de todas un collar infinito para tus blancas manos, suaves como las uvas. Te recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en calma. En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo Y las hojas caían en el agua de tu alma. Apegada a mis brazos como una enredadera. las hojas recogían tu voz lenta y en calma. Hoguera de estupor en que mi sed ardía. Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma. Siento viajar tus ojos y es distante el otoño: boina gris, voz de pájaro y corazón de casa hacia donde emigraban mis profundos anhelos y caían mis besos alegres como brasas. Cielo desde un navío. Campo desde los cerros. Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma! Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. Hojas secas de otoño giraban en tu alma.

(07) NERUDA: POEMA 15

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

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Desde mi boca llegará hasta el cielo lo que estaba dormido sobre tu alma. Es en ti la ilusión de cada día. Llegas como el rocío a las corolas. Socavas el horizonte con tu ausencia. Eternamente en fuga como la ola. He dicho que cantabas en el viento como los pinos y como los mástiles. Como ellos eres alta y taciturna. Y entristeces de pronto como un viaje. Acogedora como un viejo camino. Te pueblan ecos y voces nostálgicas. Yo desperté y a veces emigran y huyen pájaros que dormían en tu alma.

Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía; Me gustas cuando callas y estás como distante. Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza: déjame que me calle con el silencio tuyo. Déjame que te hable también con tu silencio claro como una lámpara, simple como un anillo. Eres como la noche, callada y constelada. Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo. Me gustas cuando callas porque estás como ausente.

Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

(07) NERUDA: POEMA 20

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: "La noche esta estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos". El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso. En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla perdido. Como para acercarla mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,

(08) NERUDA: EL VIENTO EN LA ISLA

El viento es un caballo: óyelo cómo corre por el mar, por el cielo. Quiere llevarme: escucha cómo recorre el mundo para llevarme lejos. Escóndeme en tus brazos por esta noche sola, mientras la lluvia rompe contra el mar y la tierra su boca innumerable. Escucha como el viento me llama galopando para llevarme lejos. Con tu frente en mi frente, con tu boca en mi boca, atados nuestros cuerpos al amor que nos quema, deja que el viento pase sin que pueda llevarme. Deja que el viento corra coronado de espuma, que me llame y me busque galopando en la sombra, mientras yo, sumergido bajo tus grandes ojos, por esta noche sola descansaré, amor mío.

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mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

(09)

NERUDA: EL HIJO

Ay hijo, sabes, sabes de dónde vienes? De un lago con gaviotas blancas y hambrientas. Junto al agua de invierno ella y yo levantamos una fogata roja gastándonos los labios de besarnos el alma, echando al fuego todo, quemándonos la vida. Así llegaste al mundo. Pero ella para verme y para verte un día atravesó los mares y yo para abrazar su pequeña cintura toda la tierra anduve, con guerras y montañas, con arenas y espinas. Así llegaste al mundo. De tantos sitios vienes, del agua y de la tierra, del fuego y de la nieve, de tan lejos caminas hacia nosotros dos, desde el amor terrible que nos ha encadenado, que queremos saber cómo eres, qué nos dices, porque tú sabes más del mundo que te dimos. Como una gran tormenta sacudimos nosotros el árbol de la vida hasta las más ocultas fibras de las raíces y apareces ahora cantando en el follaje, en la más alta rama que contigo alcanzamos.

(10) NERUDA: EL PADRE

Tierra de sembradura inculta y brava, tierra en que no hay esteros ni caminos, mi vida bajo el sol tiembla y se alarga. Padre, tus ojos dulces nada pueden, como nada pudieron las estrellas que me abrasan los ojos y las sienes. El mal de amor me encegueció la vista y en la fontana dulce de mi sueño se reflejó otra fuente estremecida. Después... Pregunta a Dios por qué me dieron lo que me dieron y por qué después supe una soledad de tierra y cielo. Mira, mi juventud fue un brote puro que se quedó sin estallar y pierde su dulzura de sangres y de jugos. El sol que cae y cae eternamente se cansó de besarla... Y el otoño. Padre, tus ojos dulces nada pueden. Escucharé en la noche tus palabras: ... niño, mi niño... Y en la noche inmensa seguiré con mis llagas y tus llagas.

NERUDA: SONETO XXV Antes de amarte, amor, nada era mío: vacilé por las calles y las cosas: nada contaba ni tenía nombre: el mundo era del aire que esperaba. Yo conocí salones cenicientos, túneles habitados por la luna, hangares crueles que se despedían, preguntas que insistían en la arena. Todo estaba vacío, muerto y mudo, caído, abandonado y decaído, todo era inalienablemente ajeno,

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todo era de los otros y de nadie, hasta que tu belleza y tu pobreza llenaron el otoño de regalos.

(11)

NERUDA: TENGO MIEDO

Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza del cielo se abre como una boca de muerto. Tiene mi corazón un llanto de princesa olvidada en el fondo de un palacio desierto. Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño que reflejo la tarde sin meditar en ella. (En mi cabeza enferma no ha .de caber un sueño así como en el cielo no ha cabido una estrella). Sin embargo en mis ojos una pregunta existe y hay un grito en mi boca que mi boca no grita. No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste abandonada en medio de la tierra infinita! Se muere el universo de una calma agonía sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde. Agoniza Saturno como una pena mía, la tierra es una fruta negra que el cielo muerde. Y por la vastedad del vacío van ciegas las nubes de la tarde, como barcas perdidas que escondieran estrellas rotas en sus bodegas. Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.

(13)

NERUDA: LAS MANOS

Cuando tus manos salen, amor, hacia las mías, ¿qué me traen volando? ¿por qué se detuvieron en mi boca, de pronto, por qué las reconozco

(12) NERUDA: LOS ENEMIGOS

Ellos aquí trajeron los fusiles repletos de pólvora, ellos mandaron el acerbo exterminio, ellos aquí encontraron un pueblo que cantaba, un pueblo por deber y por amor reunido, y la delgada niña cayó con su bandera, y el joven sonriente rodó a su lado herido, y el estupor del pueblo vio caer a los muertos con furia y con dolor. Entonces, en el sitio Donde cayeron asesinados, Bajaron las banderas a empaparse de sangre Para alzarse de nuevo frente a los asesinos. Por estos muertos, nuestros muertos Pido castigo. Para los que de sangre salpicaron la patria, Pido castigo. Para el verdugo que mandó esta muerte, Pido castigo, Para el traidor que ascendió sobre el crimen Pido castigo. Para el que dio la orden de agonía, Pido castigo. Para los que defendieron este crimen, Pido castigo. No quiero que me den la mano Empapada con nuestra sangre. Pido castigo. No los quiero de embajadores, Tampoco en su casa tranquilos, Los quiero ver juzgados, En esta plaza, en este sitio. Quiero castigo.

(14) NERUDA: AMOR MIO, SI MUERO…

Amor mío, si muero y tú no mueres, no demos al dolor más territorio: amor mío, si mueres y no muero, no hay extensión como la que vivimos.

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como si entonces, antes, las hubiera tocado, como si antes de ser hubieran recorrido mi frente, mi cintura? Su suavidad venía volando sobre el tiempo, sobre el mar, sobre el humo, sobre la primavera, y cuando tú pusiste tus manos en mi pecho, reconocí estas alas de paloma dorada, reconocí esa greda y ese color de trigo.

Polvo en el trigo, arena en las arenas el tiempo, el agua errante, el viento vago nos llevó como grano navegante. Pudimos no encontrarnos en el tiempo. Esta pradera en que nos encontramos, oh pequeño infinito! devolvemos. Pero este amor, amor, no ha terminado, y así como no tuvo nacimiento no tiene muerte, es como un largo río, sólo cambia de tierras y de labios.

Los años de mi vida yo caminé buscándolas, subí las escaleras, crucé los arrecifes, me llevaron los trenes las aguas me trajeron, y en la piel de las uvas me pareció tocarte. La madera de pronto me trajo tu contacto, la almendra me anunciaba tu suavidad secreta, hasta que se cerraron tus manos en mi pecho y allí como dos olas terminaron su viaje.

(15) NERUDA: ME CANSO DE SER HOMBRE

Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza.

(16) NERUDA : LA POESIA

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre.

Y fue a esa edad... Llegó la poesía a buscarme. No sé, no sé de dónde salió, de invierno o río. No sé cómo ni cuándo, no, no eran voces, no eran palabras, ni silencio, pero desde una calle me llamaba, desde las ramas de la noche, de pronto entre los otros, entre fuegos violentos o regresando solo, allí estaba sin rostro y me tocaba.

Sin Embargo sería delicioso

Yo no sabía qué decir, mi boca

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

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asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos ateridos, muriéndome de pena.

no sabía nombrar, mis ojos eran ciegos, y algo golpeaba en mi alma, fiebre o alas perdidas, y me fui haciendo solo, descifrando aquella quemadura, y escribí la primera línea vaga, vaga, sin cuerpo, pura tontería, pura sabiduría del que no sabe nada, y vi de pronto el cielo desgranado

Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas...

OTRO CHILENO Y UNA MANERA MUY ESPECIAL DE CONSTRUIR EL POEMA GONZALO MILLAN: HOMENAJE A SALVADOR ALLENDE

El río invierte el curso de su corriente. El agua de las cascadas sube. La gente empieza a caminar retrocediendo. Los caballos caminan hacia atrás.Los militares deshacen lo desfilado. Las balas salen de las carnes. Las balas entran en los cañones. Los oficiales enfundan sus pistolas. La corriente se devuelve por los cables. La corriente penetra por los enchufes. Los torturados dejan de agitarse. Los torturados cierran sus bocas. Los campos de concentración se vacían. Aparecen los desaparecidos. Los muertos salen de sus tumbas. Los aviones vuelan hacia atrás Los rockets suben hacia los aviones. Allende dispara. Las llamas se apagan. Se saca el casco.

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La Moneda se reconstituye íntegra. Su cráneo se recompone. Sale a un balcón. Allende retrocede hasta Tomás Moro. Los detenidos salen de espalda de los estadios. 11 de Septiembre. Regresan aviones con refugiados. Chile es un país democrático. Las fuerzas armadas respetan la constitución. Los militares vuelven a sus cuarteles. Renace Neruda. Vuelve en una ambulancia a Isla Negra. Le duele la próstata. Escribe. Víctor Jara toca la guitarra. Canta. Los discursos entran en las bocas. El tirano abraza a Prat. Desaparece. Prat revive. Los cesantes son recontratados. Los obreros desfilan cantando ¡Venceremos!

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 5 OSVALDO SORIANO: NO HABRÁ MAS PENAS NI OLVIDO

01. Normalizar el texto completo de la novela, reconociendo las principales acciones de cada capítulo. Separar las dos PARTES y cada uno de los C APITULOS. 02. Funciones de APERTURA, DESARROLLO Y CIERRE. 03. Cuadro de LOS PERSONAJES (ilustración) Caracterización de los principales. Hacer una RED con las conexiones y oposiciones de cada uno de ellos (sectores del PERONISMO). 04. FUNCIÓN DE LOS PERSONALES. Héroe, ayudantes, oponentes. Bandos que se oponen y luchan. 05. LÍNEA DE TIEMPO de la novela. Referencias temporales y hechos. 06. INDICIOS ESPACIALES. Plano del pueblo y mapa de la región. 07. FICHA TECTICA y FICHA ARTISTICA de la película. Breve reseña y detalles de su filmación y del impacto de la misma en las elecciones de 1983 (regreso a la democracia). 08. DIEZ DIFERENCIAS entre la novela y la película. Juicio crítico sobre los cambios realizados en el guion. 09. TEMA DE LA NOVELA: el peronismo 1073 – 1976. Investigación histórica para explicar los diversos sectores y la violencia concentrada en un lugar y en una jornada. 10. ESTILO DE SORIANO: (1) diálogos, (2) oraciones / párrafos, (3) adjetivos, (4) vocablos que se repiten, (5) personajes. 11. BIOGRAFÍA DE SORIANO. Obras que escribió. Soriano y el Peronismo. La escritura de la novela. 12. PRESENTAR UN CUENTO DE SORIANO o un fragmento de su obra. Películas que se hicieron. Artículos periodísticos publicados en LA OPINION y PAGINA 12. 13. Recreación: ENFRENTAMIENTO POLITICO EN LA CIUDAD: DIA DE FURIA 14. JUICIO CRÍTICO: gustos y crítica de la novela y de Soriano. INTER-TEXTUALIDAD = relacionar con otros escritos y producciones que se refieren al peronismo del ÚLTIMO PERÓN. 15. ILUSTRACIÓN Y RECREACIÓN GRÁFICA.

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OSVALDO SORIANO: NO HABRÁ MÁS PENAS NI OLVIDO EDICIONES BETA. BARCELONA. 19875

A la memoria de mi padre. Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver no habrá más penas ni olvido. CARLOS GARDEL

PRIMERA PARTE6 (1) —Tenés infiltrados —dijo el comisario. —¿Infiltrados? Acá sólo trabaja Mateo, y hace veinticuatro años que está en la delegación. —Está infiltrado. Te digo, Ignacio, echalo porque va a haber lío. —¿Quién va a hacer lío? Yo soy el delegado y vos me conocés bien. ¿Quién va a joder? —El normalizador —¿Quién? —Suprino. Volvió de Tandil y trae la orden. —Suprino es amigo, qué joder. Hace un mes le vendí la camioneta y todavía me debe plata. —Viene a normalizar. —Normalizar qué. Estás leyendo muchos diarios, vos. —El Mateo es marxista comunista. —¿Quién te metió eso en la cabeza? Mateo fue a la escuela con nosotros. —Se torció. —Pero si lo único que hace es cobrar los impuestos y arreglar los papeles de la oficina. —Yo te aviso, Ignacio, echalo. —Cómo lo voy a echar, gordo. Se me va a venir el pueblo encima. —¿Y para qué estoy yo? —¿Para qué estás? 5

“Escribí no habrá más penas ni olvido en el 74. Y la escribí acá, aunque muchos creen que fue durante el exilio. Incluso hubo alguien que llegó a hacer un análisis de cómo se veían desde Europa los problemas argentinos… en fin. La escribí en un departamento en la calle Salguero. Era un momento difícil de mi vida porque en esos meses mi viejo se estaba muriendo. Yo estaba sensibilizado por lo que ocurría en el país. Era un gran disparate que nos desbordaba en todos los aspectos. De pronto vuelve Perón y los peronistas viejos pasan a no ser peronistas por razones políticas. Todo esto, que tiene explicaciones políticas, a mí me parecía poéticamente siniestro. Y me pareció un material interesante para trabajar al reducirlo en un pequeño pueblito como Colonia Vela”. (ENTREVISTA DE SORIANO CON DANIEL GARCÍA MOLT, 1987, publicada en la edición No habrá más penas ni olvido. Editorial Seis Barral). 6 El texto original no tiene divisiones. Se han efectuado separaciones (numerándolas) para facilitar el trabajo de los estudiantes con el material.

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—Para cuidar el orden en el pueblo. —Vamos, gordo, vos estás jodiendo. Andá a la mierda. —Te digo en serio. Suprino está en el bar. Te va a ir a ver, te va a aconsejar. —Que me pague lo que me debe antes. Si no, te lo voy a denunciar. Ignacio salió de la comisaría. Dos agentes que estaban en la puerta, bajo un árbol, lo saludaron. Montó en la bicicleta y pedaleó despacio. Iba pensativo. El sol calentaba con treinta y seis grados esa mañana. Cuando llegó a la esquina, aminoró la marcha y dejó que cruzara el camión de Manteconi que repartía los sifones. Pedaleó hasta la otra cuadra, en pleno centro del pueblo, y paró frente al bar. Dejó la bicicleta en la vereda, a la sombra, y entró. Se sacó la gorra y saludó con una mano; le contestaron dos viejos que jugaban al mus. Fue hasta el mostrador. —Hola, Vega. ¿Lo viste a Suprino? —Recién se va. Está alborotado. Se fue a verlo a Reinaldo a la CGT. ¿Va a haber huelga? —¿Dónde? —Acá. Dice Suprino. —Puta che, están todos locos. Dame una coca cola. La tomó de la botella, a tragos largos. —¿Qué pasa, Ignacio? —Qué sé yo. ¿Qué más te dijo Suprino? —Poca cosa. Que vas a renunciar. —¿Yo? —Vos y Mateo. Dice que son traidores. —¿Eso dijo? —Sí. —¡Hijo de puta! —Que sos traidor. Lo dijo delante de Guzmán. —¿Qué hacía el martillero acá? —Lo estaba esperando, me parece. Se fueron juntos a la CGT. —Vos sabés que Guzmán no es peronista. Nos cagamos a golpes por eso en el 66. —En la plaza, me acuerdo. —Me hizo meter preso por peronista cuando Soldatti era comisario. Cobrame. —No —Vega sonrió con su dentadura amarillenta y despareja—. Si te vas a quedar sin trabajo. —Bueno, chau.

(2) Ignacio tomó la bicicleta y pedaleó fuerte. Un golpe de estado. Una sonrisa amarga apareció en su cara: «A mí me van a enseñar a ser peronista.» De pronto sintió un extraño brío. Nunca pensó que tendría que enfrentar un golpe de estado, como Perón, como Frondizi, como Illia. Llegó a la plaza. Dejó la bicicleta contra un banco y caminó hasta la arboleda más tupida. Eran las once y la plaza estaba desierta por el calor. Se sentó en el césped y sacó un cigarrillo. —¿Cómo le va, don Ignacio? —dijo el placero. —Dejame que voy a pensar. Andá a regar más allá. Se tapó la cara con las manos. «Me quieren mover el piso», se dijo en voz alta. Fuera de la plaza, los parlantes empezaron a vocear propaganda. Trató de repasar la situación. Suprino era secretario del partido. Ignacio lo había mandado el día anterior a Tandil a pedir al intendente que votara la partida para ampliar la sala de primeros auxilios. Volvió agrandado y consiguió meter en algún asunto al comisario y a Guzmán. Ahora lo querían joder. «Pero el pueblo me eligió a mí. Seiscientos cuarenta votos. ¿Qué es eso de que Mateo es comunista? Cuando lo echaron a Perón, en el 55, ya estaba en la municipalidad. Estuvo después, estuvo siempre. Nunca le pregunté si era comunista. Bolche es Gandolfo. De siempre fue, pero lo saben todos. Es el único en Colonia Vela. Tiene la ferretería y nadie lo jode. Si hasta estuvo en la comisión vecinal una vez. Y yo soy infiltrado de qué, la puta que los parió; los voy a meter a todos presos, carajo». —¡Che, Moyanito, vení! El placero soltó la manguera y caminó apurado.

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—Diga, don Ignacio. —Decime, ¿qué te parece si los meto presos a Guzmán y a Suprino? —¿Qué hicieron, don Ignacio? —Se han sublevado. —¿Qué es eso? —Me quieren echar. —¡A usted! —Sí. A mí y a Mateo. —¡Pero don Mateo de qué va a vivir! ¡Tiene la señora enferma y la hija estudia en Tandil! —Nos quieren echar. —¿Por qué, don Ignacio? —Dicen que no soy peronista. —¿Que no es peronista? —el placero se rió—; yo lo vi a usted a las piñas acá con Guzmán por defenderlo a Perón. —Los meto presos. El viejo placero se quedó pensando. —¿Y qué dice el comisario? Ignacio recibió la pregunta como un hachazo. Se paró y corrió hacia la bicicleta.

(3) —¿Dónde está el comisario? El preso que lavaba el zaguán levantó la vista y se cuadró. —Adentro, con el oficial Rossi y los seis milicos. Me sacó del calabozo y me mandó que lavara la bandera y el piso. Ignacio entró. La oficina estaba desierta. Salió al patio y los vio. El comisario estaba frente a la tropa y Rossi a su lado, con el uniforme más limpio. Alcanzó a escuchar que el comisario gritaba: «para terminar con el enemigo apátrida que se ha infiltrado en Colonia Vela». —Venite a mi oficina, Rubén. —No me des órdenes, Ignacio. —¿Qué mierda hacés cagado de calor en el patio? Vení a la oficina. —No voy. No va nadie. Vos no me das más órdenes, Ignacio. Sos un traidor. Ignacio supo que no bromeaba. Lo miró fijamente un rato, luego le dio la espalda y salió. En el zaguán se paró frente al preso. —¿Cómo te llamas, vos? —Juan Ugarte, señor. —Te vas al municipio y me esperas allá. —Sí, don Ignacio. El delegado tomó la bicicleta y salió. El preso corrió calle arriba. Era mediodía. Por los parlantes una voz gritaba tan fuerte que sólo se oía un chillido confuso. —¡Compañeros! ¡Compañeros! Ignacio reconoció la voz de Reinaldo. —¡Compañeros! ¡Los comunistas de Colonia Vela traban nuestros justos pedidos de fondos para la guardia de primeros auxilios! ¡Demoran el permiso para construir el monumento a la madre! ¡Impiden la instalación de las cloacas! ¡Compañeros! ¡Echemos a los traidores Ignacio Fuentes y Mateo Guastavino! ¡Con la CGT de los trabajadores y la policía del pueblo desbarataremos la maniobra sinárquica contra Colonia Vela! ¡Compañeros! ¡De pie en apoyo del secretario general del justicialismo, compañero Suprino! ¡Hagamos tronar el escarmiento contra la oligarquía marxista! Ignacio frenó la bicicleta con el taco del zapato y la dejó contra el frente del almacén. Era un viejo caserón que había sido de su padre, como también el negocio que ahora atendía su mujer. Felisa envolvió los cien gramos de jamón, los entregó a una chica de largas trenzas y se limpió las manos en el delantal. —Ya cierro, Ignacio. La comida está casi lista. —¿No escuchás los parlantes?

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—No les presté atención. —Hay revolución, vieja. ¡Me hacen una revolución! ¡Como a Perón! —¿Qué decís? —Cerrá el negocio; ¡rápido! Felisa cerró las dos hojas de la puerta de madera y dio un par de vueltas a la llave. —Escuchame, Felisa: yo voy a salir. No abrás a nadie. A nadie, ¿me entendés? —¡Ignacio! ¿Qué hiciste, Ignacio? El delegado fue hasta el dormitorio y sacó de la cómoda un viejo Smith and Wesson. Buscó entre las sábanas cuidadosamente plegadas y juntó todas las balas. Quince en total. —Traeme la escopeta. —No, Ignacio. ¿Qué vas a hacer? ¡Te van a matar! —¡Qué mierda me van a matar, si son unos cagones! —¡Voy a llamar a Rubén! —Es contra ese hijo de puta que voy a pelear. Ignacio se puso el revólver a la cintura y se echó la escopeta al hombro. Besó a su mujer en una mejilla y antes de salir le dijo: —Dios me hubiera dado un hijo para verlo pelear al lado de su padre.

(4) La calle estaba desierta. Desde el centro, a seis cuadras, llegaba el griterío del parlante. Ignacio buscó con la mirada a su alrededor. —Mierda, me robaron la bicicleta. Sobre la pared donde estuvo apoyada, alguien había escrito con carbón: Fuentes traidor al pueblo peronista —¡Hijos de puta! ¡A tiros voy a llegar al municipio! Sin embargo, nadie parecía oponerse. Ignacio vio a doña Sara, la vecina de enfrente que lo observaba a través de la ventana. Desde un zaguán, sin dejarse ver, alguien gritó: —¡Arriba Fuentes, viejo! El calor era insoportable. Ignacio caminó hacia la esquina. A los 51 años había perdido demasiado pelo como para andar sin gorra bajo el sol. Sintió la transpiración en el cuello; la camisa se le pegaba en las axilas y bajo la correa de la escopeta. —¡Ignacio! —el grito lo detuvo, Se dio vuelta y vio a su mujer que corría hacia él. Llevaba un cinturón con cartuchos. —Te los olvidaste. La miró con una leve sonrisa. —¿No me trajiste la gorra? —No, los cartuchos. Te la voy a buscar. —No. No salgás de casa. Andá. Tornó la calle principal y avanzó dos cuadras a pasos lentos. El pueblo parecía desierto. Al llegar a la calle de la municipalidad se detuvo y miró antes de doblar. Frente a la entrada montaban guardia dos policías. —¡Milicos! —gritó Ignacio. Hubo un silencio. —¡Milicos! Los agentes miraron las puertas de los zaguanes vecinos. Estaban armados con viejas ametralladoras. —¡Acá, boludos, en la esquina! Los policías se dieron vuelta. Ignacio gritó: —¿Dónde está el comisario? —¡El comisario Llanos se fue a almorzar! —gritó un agente. Los parlantes habían dejado de emitir las proclamas. Era la una de la tarde y todo el pueblo se disponía a la siesta. Ignacio avanzó hacia la municipalidad. Un agente le salió al paso. —No puede entrar, señor. —Orden de quién.

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—Del comisario Llanos, señor. —Y vos, ¿cómo te llamás? —García, señor. —¿Y vos? —se dirigió al otro agente. —Comini, señor. No puede entrar. —¿Dónde andan los otros? —Acuartelados, señor. —Ajá. ¿Quién los manda? —El comisario, señor. —¿Y si no está el comisario? —El oficial Rossi. —¿Y si no está? Los agentes se miraron. —¡Acá mando yo, carajo! ¡Firmes, carajo! —gritó Ignacio. Se cuadraron. —A vos, García, te nombro cabo y te aumento el sueldo. ¿Cuánto ganás? —Ciento cuatro mil con el descuento y el salario familiar, don Ignacio. —Te vas a ciento cincuenta. —Gracias, señor. —¡Cabo García! —Ordene, señor. —Mande al agente Comini a buscar al placero. —Sí, señor. ¡Agente Comini! —Sí, mi cabo. —¡Corra a buscar al placero Moyano! ¡Rápido! Comini cruzó hacia la plaza. —Cabo García. —Señor. —Venga que le firmo el ascenso. —Sí, señor. Gracias, señor. Entraron a la municipalidad. Ignacio cerró la puerta de acceso. En la oficina Mateo estaba solo, encorvado en una silla. Su cara se había vuelto pálida. Al ver al delegado se puso bruscamente de pie. —¡Don Ignacio! ¡Nos quieren echar, don Ignacio! —Tomá la escopeta. Vamos a resistir. —¿Qué pasa, don Ignacio? —Dicen que somos bolches. —¿Bolches? ¿Cómo bolches? Pero si yo siempre fui peronista..., nunca me metí en política. —Eso dicen. Prepará una ordenanza nombrando cabo al agente García. Mateo se sentó frente a la Olivetti y empezó a escribir. —Cabo García —dijo Ignacio—, vamos defender el municipio. Monte guardia frente a aquella ventana. —Sí, señor. Mateo sacó el papel de la máquina. —¿Quiere firmar, don Ignacio? Ignacio firmó. El cabo García miró el papel y sacó pecho. —¡Qué va a decir mi negra! —los grandes bigotes casi le tocaron las orejas. Entraron Comini y el placero. —¿Cuánto ganás, Moyanito? —Ochenta y tres mil, más o menos. —Te nombro director de parques y jardines y te aumento a ciento veinte mil. —Gracias, don Ignacio, no sabe la falta que me... —Cabo García, dele su pistola. —¿Para qué, don Ignacio? —preguntó Moyano.

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—Para que defiendas al pueblo. El placero no entendió demasiado. Tomó la Ballester Molina y la miró de cerca. Estaba a punto de jubilarse y sus manos temblaban un poco. —¡Agente García! El vozarrón venía de la calle. —¡El comisario! —García miró a Ignacio—. Si me ve, voy al calabozo. —¡Agente Comini! —Me llama el comisario. —Usted se queda —dijo el delegado. —Para ser vigilante me voy con él

(5) El comisario se había parado en el medio de la calle. Tras él estaban el oficial Rossi, el martillero Guzmán, Suprino, Reinaldo y media docena de muchachos. Ignacio se asomó por la ventana. —¡Salí, García, te ordeno! —Me vio, don Ignacio. Cagué. —No te vio nada. No salgás. —¡García! —Yo me las tomo. —¡Para, che! ¿Quién te nombró cabo? —Usted, don Ignacio, pero si no salgo nos van a meter presos a todos. —No seas pavo. Si salís te va a cagar por dejarme entrar al municipio. —¡Comini! ¡Salí, macho! —gritó el comisario. —Vos te quedás acá —ordenó García con voz grave. —Estás loco. —Te quedás, te digo. —Nos va a dar una calaboceada, che. —Mi cabo, decí. —Se queda acá —Ignacio apuntó el revólver al pecho del agente—. Encerralo en el baño —ordenó a García. —Dame las armas, vos. Comini tiró la metralleta y la pistola al suelo. El cabo lo empujó hasta el baño y cerró la puerta con llave. —A la orden, don Ignacio. —Preparate para defender al gobierno. —Acá no entra nadie, señor delegado. Moyano, trabá la puerta del fondo. —Yo no quiero que me maten. —Te voy a matar yo si no me obedecés. Moyano lo miró y tuvo la sensación de que hablaba en serio. Corrió a cumplir la orden. El comisario se había parado en la vereda opuesta. Gesticulaba. Rossi se cuadró ante él y salió a toda carrera. Suprino daba órdenes a varios civiles jóvenes que estaban armados con pistolas ametralladora y escopetas de caño recortado. En el pavimento reverberaban el calor y la luz del sol. Rossi llegó con la camioneta de la policía y la cruzó en la esquina para bloquear el paso. Empezaban a acercarse los curiosos. El parlante volvió a funcionar:

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—¡Ciudadanos! ¡Los hombres de Colonia Vela estamos librando una batalla por la libertad! ¡Fuentes, ladrón comunista con la camiseta peronista, debe irse! ¡Saquémoslo de su guarida! ¡Viva la patria! ¡Viva Colonia Vela! ¡Viva Perón! —Qué carajo les pasa —dijo Ignacio en voz baja—. Mateo, llamá a Tandil, al intendente. —¿Va a hablar con el intendente? —Directamente. Si no está, lo llamas a la casa. Apurate antes de que corten el teléfono. Mateo agitó la horquilla. La telefonista pidió el número. —Dame con el intendente, Clarita, rápido. —García, cerrá los postigos que nos van a tirar cartuchos de gas. —No, si no tenemos gases en el cuartel, don Ignacio. —Cerrá igual. ¿Qué hace el comisario? —Barricadas. El viejo choto está amontonando porquerías en la calle. Le está sacando los cajones de verdura al rengo Durán. Juan Ugarte entró a la oficina por la puerta del fondo. Detrás iba Moyano. —¡La vida por Perón! —gritó Juan. —¿Dónde te habías metido? —preguntó Ignacio. —Estaba mirando desde el techo. Francotirador, que le dicen. —¡Un francotirador! —dijo Ignacio—¡Claro, eso es! Agarrá la pistola y te vas arriba. No tirés si no te ordeno. —Allá voy. —Che. —¿Señor? —¿Por qué estabas preso, vos? —Por borracho, señor, para serle sincero. Trabajo en el horno de ladrillos y de vez en cuando me tomo una copa en el boliche del viejo Bustos. Cada vez que me agarra un milico me hace limpiar los calabozos y todo el cuartel. La comida que dan es mala, acá el agente le puede decir... —Cabo —dijo García—, ahora soy cabo. —¡Qué te parió que subiste! Bueno, ahora me voy. ¡La vida por Perón! —¡La comunicación, don Ignacio! —gritó Mateo. El delegado corrió al teléfono. —¡Hola! ¡Señor Guglielmini! —Estaba durmiendo la siesta, Fuentes. —Es que hay problemas, señor intendente. Se me sublevaron el comisario y el secretario del partido. Dice que vino a normalizar... —¿Y qué va a hacer? —interrumpió el intendente. —Cómo que qué voy a hacer. Eso le digo a usted. Estoy atrincherado en la municipalidad y necesito la policía de Tandil. —Mire, Fuentes, las cosas de Colonia Vela arréglenlas allá. Mañana me pasa un informe. —Usted es el intendente. —Pero el cuestionado es usted. —¿Quién me cuestiona? —El consejo superior del partido. Dicen que Mateo es comunista y que usted lo protege. Que son todos de la Tendencia, como los muchachos. —¿Qué muchachos? —Esos que le arreglaron los bancos de la escuela y le limpiaron la sala de primeros auxilios. Usted los conoce bien. Andan por su despacho como Pedro por su casa... —Son buenos muchachos, serviciales y peronistas. —¡Mierda, peronistas! —Guglielmini cortó bruscamente la comunicación.

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Juan entró apurado. Tenía la camisa desabotonada y el sudor le pegoteaba el pelo del pecho. —¡Don Ignacio, le allanaron la casa! —¿Mi casa? —Sí. Se llevaron presa a su señora. El parlante dice que había propaganda comunista y armas. —¿Eso dice? —Sí. Libros del Che Guevara y armas. —El matagatos..., me olvidé del matagatos... ¿Y qué tiene que ver Felisa en todo esto? —Se la llevaron de la mala manera, don Ignacio, discúlpeme la noticia. Ignacio se rascó la cabeza, se mordió el bigote y dijo en voz baja: —Se terminó la joda, ya me llenaron las pelotas. Juan, andá a buscar a la cuadrilla del corralón. Le contás al capataz y les decís a los muchachos que se vengan con vos. No, mejor te doy una orden escrita. Hacela, Mateo. —¿Y qué hago? —dijo Juan—. Son ocho o diez viejos chotos. —Te armas una tropa. Hay picos, palas, cuchillos. Llevátelos a la plaza. García miraba a la calle por una rendija de la ventana. —Le desparramaron toda la fruta al rengo. Se me hace que nos van a atacar. —Los cagamos a tiros antes —dijo Ignacio. Juan salió por la puerta del fondo. Mateo dijo: —Yo puedo renunciar, don Ignacio. Así se arregla todo. —Vos no renunciás —dijo el cabo García—. Ahora das la vida por Perón. —La vida por Perón —repitió Ignacio en voz baja—. ¿Qué estará haciendo Perón ahora? —Hay mucha gente mirándonos —sonrió García—. Todos los que nos votaron están ahí ahora. (06) El delegado fue hasta la ventana y buscó un resquicio por donde mirar. —¡Ignacio Fuentes! —gritó desde la calle el comisario, ahuecando las manos—. ¡Ríndanse a la ley! ¡El tribunal del partido los va a juzgar! ¡Ríndanse! Ignacio abrió un postigo y rompió el vidrio con la escopeta. —¡Rendite vos, desacatado! —¡Usted sublevó al personal policial! ¡Entregue a los agentes García y Comini! —¡Vení a buscarlos, gordo hijo de puta! —¡El pueblo es testigo! ¡Sos un comunista cabrón! Ignacio hizo fuego. La perdigonada dio en los cajones de fruta y volteó la barricada. Los curiosos se desbandaron. El comisario se tiró cuerpo a tierra. —¡Iiiija, mierda! —gritó García. El placero se tapó las orejas. Ignacio cargó los dos caños de su escopeta. Mateo empezó a temblar. Sonó el teléfono. —Hola —atendió Mateo. —¿Compañero Mateo? Deme con don Ignacio. El empleado pasó el teléfono al delegado. —Compañero Fuentes, le habla Morán, de la juventud peronista, para hacerle llegar nuestra solidaridad. —Vengan a pelear conmigo. —Estamos en asamblea permanente. Si la asamblea lo decide, allá estaremos. —Bueno, vayan a la plaza y se unen a la cuadrilla municipal. Traten de tomar el parlante. Ignacio cortó. Una descarga de ametralladora golpeó en el frente del edificio. Una bala entró por la ventana y destrozó el termo que estaba sobre la mesa. —¡Al suelo! —gritó el cabo. —¡Suéltenme! —chilló Comini desde el baño.

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Ignacio se arrastró hasta la otra ventana y entornó el postigo. El comisario corría hacia la camioneta cuando resbaló y rodó por el pavimento. Desde el techo de enfrente, tres jóvenes volvieron a tirar. Ignacio y el cabo se agacharon. El placero disparó su pistola. La bala entró en el capó de la camioneta policial cuando ésta se ponía en marcha. El vehículo dio un brinco y se detuvo en el medio de la calle. Entonces se vio el choque y se oyó el estallido. —¡Los muchachos del corralón! —gritó Ignacio, eufórico. El desvencijado Chevrolet de la cuadrilla giró en la esquina quemando las gomas contra el pavimento. El que manejaba parecía haber perdido el control. La trompa del camión apuntó hacia la vereda primero y luego, bruscamente, se incrustó contra la camioneta. El techo del coche policial se abrió con un ruido agudo y sus ruedas se despegaron del suelo. Se arrastró tres metros, vaciló, y mientras caía de costado le estalló el tanque de nafta. El fuego empezó a cubrirlo. Adentro, el oficial Rossi alcanzó a ver el cielo por la puerta que se abrió sobre su cabeza. Saltó y corrió con el uniforme encendido. El cabo García le tiró; la bala pasó a medio metro de su cabeza. Rossi gimió y se dejó caer sobre el pavimento. El fuego le llegaba a las solapas. Ocho hombres con picos y palas cruzaron desde la plaza hacia el Chevrolet que también empezaba a incendiarse. Una ráfaga que partía desde un techo los obligó a retroceder hasta los primeros árboles. Uno renqueaba. El oficial Rossi avanzó con esfuerzo hacia la vereda dominada por la policía; trataba de quitarse la chaqueta incendiada. Desde un zaguán, un vigilante le tiró un balde con agua. El fondo del recipiente golpeó contra la cabeza del oficial y se vació sobre el pavimento. Atontado, Rossi se arrastró desesperadamente y apoyó la espalda en el agua. A golpes de gorra trataba de apagarse las botamangas de los pantalones.

(7) —Esto se pone feo —dijo el comisario. Tenía un codo lastimado y la manga de la chaqueta desgarrada por el revolcón. —Ahora estamos en el baile, Rubén. Hay que sacarlos antes de que vengan los periodistas de Tandil. —Suprino dijo que el intendente y el consejo superior se hacían responsables. —Sí, pero no de este quilombo. Si los sacamoses asunto terminado, pero si no, vamos a tener baile. —Metámosle bala. —Esperá. Dejá que tiren los pibes, que después desaparecen. Vos tenés que estar limpio. Suprino dijo que vas a ser jefe en Tandil. —Allá debe haber comunistas a patadas. —Lleno. En la facultad, en la metalúrgica. Vas a tener para divertirte. —Che, Guzmán —dijo el comisario por lo bajo, con una sonrisa de complicidad. —¿Qué? —¿Te acordás cuando eras gorila? —Vamos, nunca fui gorila. No era peronista y ahora sí, porque Perón se hizo democrático. Esa es la verdad. Suprino y Reinaldo llegaron en un Torino que se detuvo lejos del fuego. Se acercaron a Llanos y Guzmán. —¿Qué pasa? —preguntó Suprino. —Ignacio se retobó —dijo el comisario. Suprino miró la hoguera que crecía sobre los vehículos y escupió con fuerza. —Bueno, la cagada la hizo él. Hablé con el intendente y me dijo que manda diez civiles más. Arriba quieren que el trabajo se haga rápido y limpito. Los pibes terminan esta noche y a la mañana se van a Mar del Plata. Eso sí, tenemos que mostrar algunos policías lastimados. Para los periodistas. —¿Y cómo? —Mándalos a atacar el edificio. Los van a balear. —Mandarlos al muere, decís. —No es para tanto. Con algún herido estamos hechos. Les voy a dar la orden de parte tuya. En la esquina aparecieron Morán y otros dos muchachos que apenas llegaban a los veinte años. —¡Comisario Llanos! —¿Qué quieren? Circulen o la van a ligar ustedes también. —La asamblea de la juventud peronista sacó un comunicado.

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—Ajá. ¿Y qué dice? —Si quiere se lo leo. —No hace falta. Dejáselo a Rossi y preséntense detenidos. —Detenidos las pelotas. —¡Comunistas de mierda! ¡Oficial Rossi! —¡Rajemos! —gritó Morán. Los tres muchachos corrieron hacia la plaza. —Ordene, mi comisario —dijo Rossi. Tenía el uniforme roto y chamuscado. Arrastraba la pierna derecha. —Preparate para atacar. —Estoy herido, mi comisario. —¿Herido? —Me prendí fuego. —¿Cómo carajo te prendiste fuego? —Estaba en la camioneta cuando se empezó a incendiar. —Te quisiste rajar, seguro. —No, mi comisario. Vigilaba la retaguardia. —Bueno. Vas a atacar igual. —Me tengo que curar, mi comisario. Con un poco de pancután estoy hecho. —Te quedas así. Calavera no chilla. —Me duele. —Te aguantás. —¡Pero si me quemé hasta las verijas! —hizo una pausa—. Y tengo otro herido más. —¿Otro? —Antonio. Lo cagaron de una pedrada cuando pasaba en bicicleta frente a la plaza. Se cayó y se peló una rodilla. —Ajá. Se quedan así, aguantando machos hasta que lleguen los periodistas de Tandil. Preparate para el ataque. ¿Cuántos son? —Yo y tres. —Bueno. Se van a arrastrar frente al municipio y van a tirar un cartucho de gas. —Si no tenemos gas. —Se lo pedís al civil, al rubio de camisa amarilla o a cualquiera de los que llevan brazalete. Ellos van a ir atrás de ustedes para cuidarles la espalda. —¿Para qué nos van a cuidar la espalda si el enemigo está adelante? —Me parece, che, que vos estás cagado. —Es que nos van a reventar a tiros. Don Ignacio está enojado hoy. —¿Qué son, maricas? —No, mi comisario. —Cumplí la orden, entonces. El comisario se quitó la gorra grasienta y se secó el sudor con el pañuelo. Miró irse al oficial Rossi que arrastraba una pierna como si se le hubiera secado. No estaba seguro de haber hecho lo mejor. Vio a Suprino junto a la camioneta que seguía ardiendo. Lo llamó de un grito. El secretario del partido se acercó. Se había puesto un pañuelo en la cara, como un cow–boy, y sostenía una escopeta de caño recortado. —Mandé a Rossi al asalto —dijo el comisario—, ¿qué te parece? —Está bien, porque los pibes de Tandil están medio cabreros. En el sindicato les dijeron que venían por una huelga, no para esto. —Mandá a algunos con Rossi y a otros por el techo, que entren por atrás. —No sé si van a querer. Son unos pendejos prepotentes. —Repartiles unos caramelos, por ahí se ablandan. Suprino lo miró. Tenía el pañuelo mojado por el sudor. —¿Todavía tenés ganas de hacer chistes?

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—¿Y vos? ¿Para qué mierda te pusiste el pañuelo ése? Pareces un payaso. —Me lo dio mi mujer. —Entonces cuidalo, se te está ensuciando. Suprino se alejó. El comisario cruzó la calle. Guzmán estaba uniendo dos cables largos. —A ver si hacés andar un rato el parlante. Hay que darle ánimo a la gente. —Me habían cortado los cables —dijo Guzmán. Desde la esquina llegó una andanada de cascotes. Uno pegó en la espalda de Guzmán. El martillero se dobló y cayó de costado. Con una mano trataba de encontrar la herida. El comisario se arrojó dentro de un zaguán. En la esquina, cuatro muchachos huían hacia la plaza. Un civil tiró al bulto. La gente que estaba amontonada a una cuadra de distancia desapareció dentro de las casas. —¡Rossi! ¡Cuándo vas a atacar, carajo! —gritó Llanos. —¡Ya, mi comisario! —contestó el oficial—. ¡Ya vamos! Llanos miró a su alrededor. La camioneta y el camión seguían ardiendo y el calor descascaraba los frentes de dos edificios que tenían los vidrios destrozados. Guzmán estaba sentado en el porche de un chalet. Se frotaba la espalda contra la pared. Detrás del Chevrolet, policías y civiles recibían órdenes de Suprino y Rossi. --Bueno —se dijo el comisario—, ahora van a salir como ratas.

(8) En la oficina de la delegación, Ignacio chupaba lentamente un mate. El cabo García vigilaba una ventana y el placero Moyano la otra. —Los muchachos se portaron —dijo Moyano—. Los tenemos cagando aceite. —Me parece que se van a venir —dijo García—. Hay mucha conciliación. —Confabulación —corrigió Ignacio. —Eso. De noche la vamos a pasar mal. Si los muchachos de la plaza tuvieran armas, los podrían rodear. Juan entró apurado por la puerta del fondo. —Cuidado, don Ignacio —dijo—, vienen para acá. Se arrastran como culebras. Ignacio puso el mate sobre el escritorio. —Dejame ver. El delegado apartó a García y se agachó junto a la ventana. —Sí, se vienen cuerpo a tierra. García retomó su puesto. —Se traen a los civiles. Reinaldo se subió al techo de enfrente; está enmascarado el loco. Rossi y los tres vigilantes habían salido arrastrándose por detrás de los vehículos incendiados. Después aparecieron los civiles. Eran seis y llevaban armas largas. Avanzaban con dificultad, levantando las cabezas del pavimento. —Se van a quemar las bolas —dijo García—, la calle está echando fuego. Una cerrada descarga partió desde afuera. El comisario, apostado en un zaguán, Guzmán y el vigilante lastimado desde el chalet y Suprino desde el techo, tiraban contra las ventanas del edificio. Los postigos y los vidrios se hicieron pedazos. Moyano cayó hacia atrás. Todos, adentro, se arrojaron al piso. —¡Mierda! —gritó García—. ¡Cómo nos dieron! El suelo estaba manchado de sangre. Moyano no se movía. Juan se arrastró hasta el placero y le miró los ojos. —Pobre Moyanito —dijo. García se puso de pie y se apretó contra la pared. Asomó el caño de la ametralladora por la ventana destrozada y disparó contra los que cruzaban la calle. Uno de los policías se levantó y salió corriendo. Los demás se frenaron y tiraron contra el municipio. Las balas picaron la pared de la oficina. El retrato de Perón se movió y luego cayó al suelo. —Estamos listos —dijo García—. Mejor rendirse, don Ignacio. —¡No! —gritó Juan—. ¡Si todavía nos queda la aviación! —No jodás ahora —rezongó el delegado. —No, don Ignacio, le digo en serio. Tenemos el avión. Si lo encuentro a Cerviño les podemos dar guerra.

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—No estamos para jodas, che. —Nada de joda, don Ignacio. Aguanten todo lo que puedan mientras yo lo busco a Cerviño. Salió por la puerta de atrás. Desde un techo, alguien le disparó. Juan corrió a través del patio y saltó la pared del fondo. Afuera, vigilantes y civiles seguían arrastrándose hacia la vereda del municipio. Dos autos aparecieron en la esquina. —¡Los periodistas! —dijo Suprino. —¡El intendente! —gritó el comisario. El primer coche, un Peugeot, se acercó a gran velocidad. El que manejaba no vio a los hombres que estaban echados sobre la calle y pisó a uno. El muchacho de camisa amarilla gritó y quedó bajo el —¿Por qué no miras por dónde vas, boludo?—gritó Rossi. —¿A quién le decís? —preguntó el gordo que manejaba, mientras abría la puerta y saltaba a la calle—. ¿A quién le dijiste boludo? —A vos —dijo Rossi y tiró un derechazo que pegó en el amplio pecho del gordo. El hombre retrocedió y sacó una cachiporra de goma; después se fue encima del policía y lo golpeó en la cabeza. Cuando el oficial se dobló, el gordo le dio un rodillazo en la barriga. Rossi aspiró y cayó con la boca abierta. Del Peugeot bajaron cinco hombres jóvenes. Del segundo auto, un Falcon, salieron otros seis civiles. Llevaban armas largas. Del baúl del Falcon sacaron lanzagases y cartuchos. El último en salir del Peugeot fue el intendente. —¡Dónde está el comisario! —gritó.

(9) En la oficina, Ignacio se acercó a la ventana y miró. —Vino Guglielmini. Trajo más civiles. —Por ahí nos defienden —dijo García. —Están del otro lado —contestó Ignacio—. Tapen las ventanas con cartones mientras yo le mando un mensaje al intendente. -Escribí, Mateo. El empleado corrió a la Olivetti y revolvió en un cajón hasta encontrar papel. —Poné: «Señor intendente, lo hago responsable de lo que está pasando en Colonia Vela. Esos traidores mataron al placero Moyano, y si quieren guerra la van a tener. Perón o muerte.» —¿Quién lo va a llevar? —preguntó Mateo con voz temblorosa. —Comini. Largalo. Mateo pidió la llave al cabo García y abrió la puerta del baño. Como no oyó ruido, se asomó. —Perdone —dijo. Cerró la puerta y miró a Ignacio. Se había puesto colorado. —Ya sale —agregó. Un minuto más tarde, Comini salió abrochándose los pantalones. García le dijo: —Estás suelto. Le vas a llevar un mensaje al intendente. Levantá un pañuelo blanco cuando salgás. —¿Cuál es el intendente? —El viejo alto, de traje azul —lo señaló por la ventana. Mateo le entregó el papel. Comini abrió lentamente la puerta, agitó el pañuelo y salió. Todas las armas le apuntaron. —¡Traigo un mensaje para el intendente! —gritó y se acercó con los brazos levantados. Guglielmini leyó el papel. —¡Un muerto! ¡Qué cagada hiciste, Llanos! —Ellos tiraron primero. Tengo varios heridos. El intendente sacó una libreta y una lapicera. Se apoyó en el techo del Peugeot y escribió: «Señor delegado. Está acusado de infiltrado y subversivo. Presente su renuncia y lo llevaremos ante el Tribunal del Partido. Perón o muerte.» Lo entregó a Comini. El vigilante cruzó la calle hasta la municipalidad. Golpeó la puerta. El cabo García le abrió. Comini entregó el papel y se quedó parado frente a la puerta. Ignacio leyó el mensaje. —Hijo de puta. Nos va a tener que sacar muertos. Mateo, escribí. El empleado fue a la máquina. —Pone: «Váyase a la reputa que lo parió. Perón o muerte.» Dáselo a Comini y trancá la puerta.

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Cuando el intendente recibió el mensaje estaba reunido con Suprino, Llanos, Guzmán y Reinaldo en la puerta de la CGT. —¿Qué dice? —preguntó Guzmán. —Me putea. —Yo creo que usted tiene que nombrar un nuevo delegado —dijo Suprino. —Todavía no puedo. Ustedes trabajaron mal. Si Llanos lo hubiera metido preso a Fuentes, vos quedabas de interino. Ahora el asunto es grave. Los diarios le van a dar manija al muerto. —¿Qué hacemos, entonces? —Voy a mandar a algún muchacho del comando a que ponga armas y propaganda de los Montoneros en la casa del Moyano ese. Vos, Llanos, decí por el parlante que Fuentes entregaba armas a los guerrilleros. Decíselo también a los periodistas. Poné una bomba en la puerta de la CGT y después meté presos a dos o tres pibes de la juventud. Hay que armar el paquete. Rápido. Vos, Suprino, hacéque dos civiles me baleen el auto. Los muchachos del comando se van a encargar de Fuentes y los otros. Vamos.Salieron. El intendente dio órdenes a los civiles. Cuando se acercaban al cuartel de policía escucharon la detonación de la bomba. —Me va a tener que dar una subvención para arreglar el edificio —dijo Reinaldo con una sonrisa. —¿Qué piensa la gente de Ignacio? —preguntó Guglielmini. —Y... no sé. Lo de comunista no se lo van a tragar —dijo Suprino. —Esta noche llená el pueblo de panfletos diciendo que es puto, que se dedicaba a las orgías en Tandil y poné también que era cornudo. —¡Carajo! —gritó el comisario—. ¡Miren eso! En el frente del edificio de la policía, alguien había escrito con carbón: “A Suprino y a Llanos con el pueblo los colgamos” —Pendejos de mierda. Hoy nos cagaron a pedradas —dijo Llanos. —Se creen muy vivos los hijos de puta —dijo Suprino—. Eso pasa por darles demasiada piola. Llegaron al frente del edificio de la comuna. Un Torino con cuatro personas esperaba en la esquina. Suprino caminó hasta el auto. —Qué me dice, señor Luzuriaga. —Que esto es demasiado. —Ustedes lo aprobaron, ¿no? —Aprobamos la destitución de Fuentes, pero esto no lo podemos apoyar delante de la prensa si no sale bien. —Hable con el intendente. —No tenemos nada que hablar con él. Ya charlamos todo con usted en su momento. Si mañana las cosas no están en orden, la Sociedad Rural se lava las manos. —Va a estar todo bien. —¿Qué fue esa explosión? —preguntó Luzuriaga. —Los de la juventud pusieron una bomba en la CGT. —¿Los agarraron? —Están en eso, no se preocupe. El Torino se alejó. Suprino volvió junto al comisario y el intendente. Llanos miró su reloj. Eran las siete de la tarde. Se sentía cansado. Pensó que las cosas habían ido demasiado lejos. Advirtió qué la gente lo miraba desde los postigos de las ventanas. Cuando todo terminara lo trasladarían a Tandil. Siempre había querido vivir allí. Frente a la municipalidad sitiada había unas treinta personas. Pensó que Fuentes tendría que salir, no podía ser tan cabezadura. —Si sigue ahí se le va a pudrir el cadáver del placero —se dijo a sí mismo. Se detuvieron frente al Peugeot de Guglielmini. Tenía las puertas agujereadas por cinco balazos. —Todo va a andar mejor ahora —dijo el intendente—. Voy a constituir mi despacho en el banco de la provincia. —Véngase a la comisaría.

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—No, no es el momento. Téngame informado. ¿Vio cómo me agujerearon el auto? —Señor Guglielmini... —¿Qué? —No me va a dejar en banda, ¿no? —¿Qué quiere decir? —No, nada —Llanos hizo una pausa—. Digo si me va a apoyar hasta el final. —Por favor... —Digo. No lo tome a mal. A mí me puso acá Fuentes. Nunca me gustó la política. Nada más que quisiera irme a Tandil con el ascenso. Mi mujer quiere que los chicos hagan la universidad allá. —Claro. —¡Comisario! El oficial Rossi llegó corriendo. Tenía un parche sobre la cabeza. —¡Viene un avión, comisario! —¿Un avión? —Allá —Rossi señaló hacia el oeste. Lejos se escuchaba el ruido de un motor. Todos miraron. El viejo aparato parecía más pequeño contra el sol. El motor tartamudeaba. Se acercó y pasó a cien metros de altura. —Cerviño —dijo Reinaldo. —¿Quién? —preguntó el intendente. —El fumigador. Echa remedio en el campo. Siempre borracho.

(11) Cerviño bajó la potencia del motor y dejó que Torito planeara hacia el campo. Luego giró hasta ver otra vez el pueblo. —Hacé una pasada bajita y los regamos —dijo Juan—. Nos vamos a divertir. La hélice gruñó pidiendo grasa. El escape soplaba fuego. Cerviño metió el avión sobre la calle principal y lo bajó a cincuenta metros. —Bajá más. Planeó a veinte metros, sobre los autos y la gente que estaba frente al municipio. —¡Ahora! Juan bajó la palanca del depósito. Una lluvia fina, gris, cayó sobre los hombres que miraban el avión. —¡Viva Perón, mierda! —gritó Cerviño. El intendente tropezó con el cuerpo de un muchacho de anteojos negros y se fue al suelo. El asfalto le quemó las manos. Sintió que sobre su cabeza caía un rocío fresco y suave. Empezó a estornudar. Rossi se zambulló en un zaguán y su cabeza golpeó contra la ametralladora de un gordo que tenía una gorra a cuadros. Su herida empezó a sangrar otra vez. El martillero Guzmán se metió bajo el Peugeot. Dos civiles subieron al auto que arrancó a toda marcha. Guzmán sintió el peso del coche sobre su mano derecha y un dolor punzante le recorrió todo el brazo. Cuando vio la sangre que salía de los dedos reventados tuvo un mareo y se desmayó. El avión volvió a pasar. El comisario se había refugiado bajo un árbol de la plaza. Apuntó hacia el aparato y apretó el gatillo. En ese momento su vista se nubló, oyó un sonido metálico que se demoraba dentro de su cabeza y cayó de rodillas. Luego su nariz se hundió en el césped. Dos hombres de la cuadrilla municipal lo tomaron de los brazos y lo arrastraron entre los árboles. Ignacio asomó la cabeza por la ventana y sorprendió a un vigilante que escapaba ciego por la vereda del municipio. Le pegó con el caño de la escopeta y lo vio caer. Los ojos le lloraban y el DDT flotaba aún en el aire. Los que seguían en el suelo, desparramados a lo largo de la calle, estornudaban sin parar. El cabo García volvió a cubrir las ventanas con cartones. —Les estamos dando con todo, don Ignacio. Cerviño es un campeón. El delegado se tiró en el sillón de las visitas y miró el cuerpo de Moyano, tapado con diarios. —¿Y ahora? —dijo.

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—¿Ahora qué? —respondió García. —Eso digo, ¿Qué va a decir Perón? —Va a estar orgulloso —dijo el cabo—. Por ahí me nombra comisario.

(12) Cuando el avión pasó por primera vez, Guglielmini se había protegido bajo los restos de la camioneta y el camión carbonizados. Se arrastró bajo los chasis y su traje se puso negro. Tenía también la cara y las manos sucias de hollín. Levantó los ojos y vio, bajo los restos del Chevrolet, a dos muchachos que habían llegado con él. Avanzó hacia donde estaban. Uno, morocho, de ojos pequeños, tenía en las manos una escopeta enorme. El otro, de pelo castaño y nariz filosa, se pasaba el pañuelo por la cara, pero sólo conseguía ensuciarla más. —¿Adonde nos trajo? —preguntó el morocho—. Este no es un trabajo serio. Al acercarse, Guglielmini sintió que la botamanga de su pantalón se desgarraba, enganchada por el caño de escape del camión. —Está bravo —dijo el intendente—; vamos a tener que esperar la noche para atacar. —Si no nos envenenan antes —gruñó el que se frotaba con el pañuelo. —Le puedo tirar cuando pase de nuevo. Se va a hacer pomada —propuso el de la escopeta. El rugido del motor se alejó hasta desaparecer. —Debe haber ido a cargar más DDT —murmuró el intendente. —No le queda mucha luz. Cuando venga la noche está listo —dijo el morocho. Se arrastraron hasta salir de entre los escombros. Guglielmini tosió y escupió. La calle estaba desierta. El cielo era rojizo y el sol había bajado. El calor parecía haberse comprimido en este lugar como en un horno. Caminaron hacia la esquina de la plaza. Al intendente le sangraba el tobillo bajo el pantalón desgarrado. El morocho se echó la escopeta al hombro, sacó los anteojos negros y al ver que estaban rotos los tiró. Sonó un balazo. El morocho sintió que el golpe lo arrancaba del piso. Tendido, aguantó el dolor que le penetraba también la espalda. Se sentó con esfuerzo y buscó el agujero por todo el cuerpo. Lo encontró en la rodilla izquierda. Cuando vio que Guglielmini y su compañero huían, se puso a llorar.

(13) —¡Le pegué, don Ignacio! ¡Le saqué una pata! —gritó García. Cuando el policía retiró su pistola, el delegado miró por el hueco del cartón. —Tenés buena puntería, cabo —dijo—. La vamos a necesitar. Entró al baño. Cerró la puerta con llave, se bajó los pantalones y se sentó sobre el inodoro. Quería pensar. Sabía que no podrían aguantar toda la noche. Les sería imposible abandonar el edificio porque el patio estaría custodiado desde los techos. Ellos no podrían acercarse con luz mientras García y él tuvieran armas. Pero, ¿qué pasaría cuando se les terminaran las balas? Miró su reloj y le dio cuerda. Dentro de una hora el avión no podría volar entre las casas. De todos modos, Cerviño había hecho un buen trabajo. Concluyó que no les quedaban muchas posibilidades. Además, en la oscuridad, sin testigos, sería imposible rendirse. Se preguntó dónde estarían los vecinos, por qué no venían en su ayuda. Tiró la cadena y miró el agua que se arremolinaba dentro del inodoro. Fue hasta el espejo y se apretó un barrito de la nariz. Abrió la puerta y pasó a la oficina. Mateo estaba sentado en el suelo. Tenía la cara desencajada. —Nunca me hubiera imaginado esto, don Ignacio —dijo. —Yo tampoco. Cebate unos mates, ¿querés? (14) Dos hombres de la cuadrilla arrastraron al comisario hasta la tupida arboleda de la plaza. Luego, ayudados por dos jóvenes, lo llevaron hasta la vereda, frente al cine. La ambulancia se acercó y cargaron el cuerpo sobre una camilla. Cinco hombres subieron atrás y otro se sentó junto al que manejaba. —¿Dónde lo llevamos? —Al sótano del ferrocarril.

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A marcha moderada la ambulancia fue alejándose del centro. Fuera del pueblo, tomó por un camino de tierra. Llanos había reaccionado, pero no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Era como si demasiados sueños lo hubieran asaltado al mismo tiempo. Vio el revólver que le apuntaba a la cara. Después miró a los otros hombres. Sucios, vestidos con gastados pantalones, encapuchados sostenían ametralladoras. Uno de ellos escupía a cada rato cerca de sus piernas. —¿Qué pasa? —levantó la cabeza— ¿Adonde me llevan? —Prisionero de guerra —dijo el joven que le apuntaba. —¿Qué guerra? —Esta. Llanos recostó la nuca sobre el borde de la camilla. Le dolía mucho la cabeza. Por primera vez le pareció difícil llegar a jefe de policía de Tandil.

(15) El avión planeó sobre el campo, tocó los pastizales ralos y carreteó hasta un galpón. Cerviño y Juan saltaron a tierra. Juan dio un largo trago a la botella y luego la pasó a su amigo. Cerviño se echó el gollete a la boca y mientras tragaba miró el sol que se ocultaba en el horizonte, tras la línea recta de la llanura. —Para colmo va a llover —dijo en voz baja; después miro a Juan—. Traé el bidón. Juan corrió hasta el galpón y volvió con el combustible. —Habrá diez litros —dijo. —Es poco, carajo. —DDT no hay más —dijo Juan, mientras volcaba la nafta en el tanque del avión. Cerviño calculó que con diez litros podría hacer una pasada rápida sobre el pueblo y aterrizar en otro campo más cercano. Pero no valía la pena. —Voy a ir de noche —dijo. —Estás loco. —Escuchá. Andate hasta el pueblo en la bicicleta. Avisá a la gente de la calle del municipio que cuando oigan el ruido del avión, prendan las luces de los frentes, así puedo entrar por el corredor. —Te vas a tragar los cables de la luz. —¿Te creés que vuelo desde ayer? Nos vamos a cagar de risa, Juan. —Si decís que va a llover... Es una locura, che. —Dejate de joder. Después que le avisés a la gente te vas al municipio y aguantás allá. Cuando sea el momento justo hacés que don Ignacio prenda y apague tres veces las luces del frente. Entonces voy yo. —¿Y qué vas a tirar? —Mierda. Los voy a tapar de mierda. —¡Juiiiii! —gritó Juan y palmeó a su amigo. —No me llantiés la bicicleta —dijo Cerviño, y fue hasta el galpón. Volvió al avión con una pala y diez bolsas de arpillera. Puso en marcha el motor y llevó a Torito hasta un extremo del campo. Luego lo hizo carretear y elevarse. Cerviño estaba seguro de que al chanchero Rodríguez le iba a gustar que le limpiara gratis el corral. Y hasta le prestaría veinte litros de nafta. Buscó la botella bajo el asiento, pero se la había llevado Juan. —Borracho de mierda —dijo, y cerró la ventanilla por la que silbaba el viento.

(16) En seguida que llegó al banco, el intendente se dio una ducha. Suprino le había llevado un traje suyo, una camisa y un calzoncillo blanco. Guglielmini dejó que Reinaldo le vendara el tobillo herido. Ya vestido, se sentó frente a una mesa. Un muchacho de bigotes finitos, que tenía un brazalete amarillo sobre la manga derecha de la camisa, sirvió café. Guzmán entró a la oficina. Tenía un brazo atado contra el pecho. Sobre el vendaje de la mano había una opaca mancha de sangre. —Llegaron los periodistas. Están sacando fotos de la calle. Hay uno que quiere hacerle un reportaje a Ignacio en el municipio.

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—Póngalos bajo protección policial. No se pueden acercar al lugar. Que dejen las cámaras de fotos acá. Voy a dar una conferencia de prensa. —Le aviso al comisario —dijo Guzmán. —¿Dónde está? —No sé. ¿No andaba con usted? —No. Entonces dígale al oficial Rossi que los civiles rodeen el municipio para que no se acerque nadie. Guzmán salió. Guglielmini prendió un cigarrillo y miró a su alrededor. —Ya saben lo que hay que decir. Comunistas, armas, la bomba a la CGT, el atentado contra mi auto, que me salvé porque hay Dios. Todo eso. Voy a hablar yo. Cinco minutos más tarde, los periodistas entraron en la sala. El intendente se puso de pie y los saludó con una sonrisa. Sintió que el traje de Suprino le apretaba entre las piernas. —¿Cómo están, muchachos? Eran cuatro y dijeron que estaban bien. El joven de bigote les sirvió café. Tres periodistas sacaron lapiceras y papeles; el otro encendió un grabador. Guglielmini empezó a hablar. Cuando terminó el relato, agregó con gesto complacido: —Pregunten lo que quieran. Ya me conocen, yo también fui periodista. —¿Cree que el gobierno intervendrá la municipalidad de Tandil? —No —dijo el intendente—. El gobierno provincial, con el que estamos plenamente consustanciados en su defensa de la verticalidad justicialista, sabe que estamos llevando adelante una lucha contra la sinarquía internacional que en Colonia Vela es comandada por el delegado municipal y la juventud que se dice peronista. —¿Usted cree que es necesaria tanta violencia policial? —preguntó un cronista. —No ha habido violencia policial, señor. Son los marxistas los que han atacado a las fuerzas del orden. Incluso sabemos que Ignacio Fuentes asesinó a un pobre placero, obrero municipal, por negarse a pelear contra las autoridades a las que reconocía legítimas y peronistas. —¿Esto podría ser motivo de intervención por parte de efectivos del ejército? —preguntó el del grabador. —No, señor. Los militares están subordinados al gobierno del pueblo y sólo serían llamados a intervenir en caso de que se tratara de una sublevación importante. Pero no hay necesidad, puesto que los marxistas son una ínfima minoría. La policía y algunos ciudadanos que colaboran con ella harán cumplir la ley esta misma noche. —¿Qué es ese olor a DDT? —preguntó otro de los periodistas. —Teníamos un tanque en el camión. Un tanque que reventó. —El DDT no revienta —dijo el periodista. —Pero esta vez reventó —contestó Guglielmini—. Pueden volver a Tandil. Mañana les haré llegar un comunicado de prensa detallado. —Yo me voy a quedar un rato —dijo un cronista—. Es una linda nota. Guglielmini lo miró, contrariado. —Muy bien, entonces no se acerque al lugar. No quiero periodistas heridos. Yo soy el responsable aquí. —Una última pregunta —dijo el del grabador—, ¿quiénes son los civiles armados que hay en la calle? —Ya se lo dije. Compañeros peronistas que espontáneamente se han unido a las fuerzas del orden. Trabajadores dispuestos a dar su vida en defensa del pueblo y de su líder. —Claro —dijo el periodista y miró el brazalete amarillo del que había servido café—. ¿Puedo hablar con la esposa de Fuentes o la de Mateo Guastavino? —Están incomunicadas. —¿Y la del placero? —Era viudo. Que en paz descanse.

SEGUNDA PARTE7 7

El texto original no tiene divisiones. Se han efectuado separaciones (numerándolas) para facilitar el trabajo de los estudiantes con el material.

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Con amor o con odio, pero siempre con violencia. CESARE PAVESE

(1) Llegó la noche, cálida y nublada. Un cierto olor del aire, mezclado con el calor que aún despedía el pavimento, prometía lluvia. Ignacio se preguntó, cuando miró los nubarrones a través de la banderola del baño, en qué podría favorecerlos el agua. —Ni Dios —dijo en un murmullo—, no nos salva ni Dios. Mateo puso el retrato de Perón sobre el escritorio. Entre los vidrios rotos había rescatado la foto en la que posaba con su uniforme militar. El cabo García, que seguía vigilando los movimientos en la calle, vio una figura que cruzaba hacia el municipio. —¡Don Ignacio! —gritó. El delegado corrió a la ventana y miró por el agujero. —El loco Peláez —dijo. El hombre llegó a la vereda con paso vacilante; miró un rato el frente del edificio estropeado por las balas y luego se acercó. Golpeó la puerta. —Vigilá mientras abro —dijo Ignacio. Corrió el pasador y giró dos veces la llave. El loco Peláez entró. Aparentaba unos cincuenta años. La barba y el bigote casi le tapaban la cara. Sus ojos podrían haber sido dulces si no miraran tan profundamente. Tenía un clavel rojo en el ojal del saco negro, sucio y destrozado. No llevaba camisa y se le veía un matorral de pelo gris sobre la piel quemada. Arrastraba lo que alguna vez había sido un pantalón marrón. Los zapatos, en cambio, reivindicaban una pulcritud que contrastaba con el resto. Toda su ropa estaba cubierta de polvo blanco. —Un cigarrillo —pidió. Arrastraba la voz. Ignacio sacó un negro y se lo alcanzó. Luego le dio fuego. El loco sonrió y aspiró con fuerza. —Me bombardearon —dijo. Entonces empezó a gemir. El cigarrillo cayó de sus manos. Se puso las palmas sobre la cara y sollozó largamente. Ignacio lo miró con lástima. Se asombró de tener todavía capacidad para compadecerse de los demás. Había visto centenares de veces a Peláez caminar de un lado a otro del pueblo, sin rumbo. El loco solía detenerse a escribir frases extrañas sobre las paredes o los frentes de las casas. Dormía a la intemperie en la plaza o bajo las chapas del corralón municipal; a veces en algún zaguán abierto. Nadie lo había visto comer jamás. Ahora estaba parado allí, cubierto de luz. Se dobló para levantar el cigarrillo y le costó llegar con la mano al suelo. Por un instante la atención de los tres hombres se fijó en él. Peláez, al agacharse, había descubierto el cuerpo de Moyano, tapado con diarios. Se acercó, y levantó uno y le miró la cara. Otra vez rompió a llorar. Se puso de rodillas, abrazó el cadáver y lo estrechó contra su cuerpo. Ignacio vio que el clavel se aplastaba sobre la nariz del placero. A lo lejos, sonaron dos balazos. García miró atentamente hacia la calle, pero no vio movimientos, salvo la lámpara que oscilaba suavemente y repartía luces y sombras sobre los frentes de las casas. En la oficina sólo se oía el llanto de Peláez. De pronto, como si todo su dolor se hubiera agotado en un instante, se quedó en silencio. —Me dejaba dormir en un banco —murmuró. Luego miró a García—. Cuando estuve preso, vos me metiste en el agua. Vos sos hijo de puta. Moyanito era un viejo bueno. Sus ojos recorrieron el salón, las paredes, y se detuvieron en el crucifijo. Se acercó a la cruz que pendía detrás del escritorio, sobre la pared, y se persignó.

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—Padre nuestro que vos estás en los cielos, Dios te salve María, llena eres de gracia, que el Señor contigo. —Lo único que faltaba —dijo García. —¿A qué viniste? —preguntó Ignacio. —Traía un papel que me dio Juan. Me dijo que era un verso para don Fuentes. - Buscó en los bolsillos. —Pero lo perdí. Lo tiré. Ignacio miró a Mateo. —¿Qué diría? —dijo Mateo. —Cosas. Secretos. Me dijo secretos, por eso lo tiré. Lo miraron con inquietud. —Me bombardearon —gimió nuevamente. —¿Quién? —preguntó Ignacio. —El Señor. Dios me castiga. —¿Dónde te castigó? —En la casa de la CGT. Nadie me da nada por loco. Moyanito sí me daba, por eso Dios lo castigó —se limpió la nariz con la manga del saco. —¿Estabas allá? —Sí. Dormía. El mundo tembló, Dios nos salve. Salí corriendo. Después Juan me dio el papel con el secreto. No digás nada a nadie, me dijo. ¿A quién voy a decir? Digo yo, ¿a quién? —El mensaje era para nosotros —dijo Ignacio. —Sí. Pobre Moyanito. Él me dio una flor esta mañana. Yo la sacaba igual, pero él contento. —No te acordás de nada. —De la luz. Que a todos nos ilumine. —¡Me cago en la mierda! —dijo Ignacio—. ¡Mandar un mensaje con el loco! ¡Hay que ser boludo! —¿Puedo dormir acá? —No —dijo Ignacio—. Acá va a haber balazos, tiros, ¿entendés? —Tiros. Yo duermo bien. Con Moyanito vamos a dormir. Él me dejaba.

(2) A las dos de la madrugada, Guglielmini mandó atacar. Suprino salió con un grupo de seis civiles, Rossi con cuatro policías y Reinaldo con otros seis muchachos de Tandil. En media hora cerraron la calle del municipio con una motoniveladora, dos tractores y una topadora. Todas las casas estaban a oscuras. Sólo las lámparas que colgaban sobre la calle iluminaban tibiamente la escena. Los hombres fueron apostándose tras las máquinas. El silencio era quebrado apenas por los pasos apurados, el ruido de los percutores de las escopetas y de los cargadores de las ametralladoras. Cerca de las dos y media, Suprino gritó la orden de fuego. Al estruendo de los disparos siguieron un relámpago y un trueno. El frente del edificio municipal resistió la andanada, pero los cartones de las ventanas desaparecieron en un instante. La segunda descarga de ametralladora rompió la puerta y dejó un enorme hueco hacia la noche. Las primeras gotas de lluvia cayeron entonces sobre Colonia Vela. La oficina del municipio temblaba como una caja de cartón. El cabo García se apretó contra la pared, junto a la ventana; Ignacio se tiró al suelo y Mateo se metió en el baño. Cuando la puerta se convirtió en astillas, el loco Peláez se puso de pie. —Ellos mataron a Moyanito —dijo—Dame una escopeta. El cabo dudó. —¡Dale! —gritó Ignacio—. ¡Dale la de Comini! Peláez tomó el arma. Sólo sabía que debía apretar el gatillo. —¡Tirate al suelo! —gritó Ignacio, y se arrastró hasta la otra ventana. Las balas entraban en las paredes con golpes secos. Los cartones destrozados dejaban ver negros huecos y a lo lejos las breves llamaradas de las ametralladoras. Peláez se hincó y avanzó sobre sus rodillas. Cuando llegó junto a Ignacio, asomó la cabeza por la ventana. Un balazo le arrancó la oreja derecha. Peláez no debió haberlo sentido; se puso de pie y tiró, ciego. Después del escopetazo se escuchó una explosión. Había reventado el neumático de un tractor. Peláez quedó sentado por el culatazo de su escopeta. Desde la topadora todas las armas abrieron fuego al mismo tiempo que el loco se ponía de pie. El

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golpe en el pecho lo empujó hacia atrás y lo revolcó por el piso. El cabo García asomó el caño de su ametralladora, disparó una ráfaga y luego otra. Peláez se arrastró. Tenía el pecho destrozado y el cuero cabelludo le colgaba sobre los ojos. A tientas buscó la ametralladora de Ignacio. El delegado se la puso en las manos. El loco se echó hacia atrás el cuero que le tapaba la frente y la sangre le corrió por la espalda. Avanzó de rodillas hacia el hueco donde había estado la puerta y salió. La lluvia le limpió los ojos. Descargó la ametralladora antes de que otra andanada lo levantara del suelo hasta casi ponerlo de pie. Su cuerpo quedó sobre la vereda, con los brazos colgando hacia la alcantarilla. Torito se movió con dificultad.

(3) Sobrecargado, con sus lisas cubiertas adheridas al suelo mojado, corrió por el campo de avena. Cerviño intentó levantarlo. La máquina, acelerada a fondo, se elevó cinco metros y volvió al piso con un crujido del fuselaje. El campo estaba completamente a oscuras. A cien metros, la luz de la casa del chanchero Rodríguez servía para que el piloto no se sintiera invadido por la soledad de la pampa. Cerviño calculó que el alambrado estaría lejos. Esperó un relámpago para saberlo. La lluvia sobre el motor del avión producía chistidos como los de mil lechuzas. A la distancia todo era estruendo. Un relámpago que duró un segundo le hizo ver lo mal que había calculado. El alambrado estaba a sólo cincuenta metros. Cerviño hizo girar el avión en sentido contrario. La máquina se sacudía por el viento y la fuerza del motor. El piloto sacó una botella de ginebra de una bolsa y tragó hasta que se quedó sin aire. Hubo otro golpe de luz y Cerviño vio el horizonte. Sonrió. Con las palmas de las manos acarició el tablero de la máquina. —Vamos, Torito viejo y peludo. Vamos nomás. Aceleró a fondo. Las ruedas patinaron y luego corrieron sobre la avena. Cerca del alambrado, Torito despegó; se elevó cincuenta metros y perdió altura. Sopló. Todo el fuselaje vibró y se recuperó, como si la fuerza de Cerviño lo ayudara. Subió lentamente, frenado por el viento. El altímetro nunca había funcionado, pero por la luz de la casa del chanchero Cerviño calculó que estaría a más de doscientos metros. —¡Torito bravo! —gritó, y buscó otra vez la botella.

(4) Juan sabía que la memoria del loco Peláez no era de confiar, pero corrió el riesgo. Después de avisar a los primeros vecinos de la calle que hicieran correr la voz de encender las luces, decidió jugar otra carta desesperada. Pedaleaba fuerte a favor del viento por el camino de ripio. Se daba cuenta de que los ojos no le servían de nada. La lluvia y la noche cerrada lo habían convertido en un autómata. Al llegar a la curva del primer barranco, salió despedido contra un alambrado. Dio una voltereta y su cuerpo se hundió en el barro. Se levantó despacio, tomándose de un poste. Sus pies chapotearon en una zanja. Sólo distinguía sombras, vagas imágenes de árboles y nubes negras. La lluvia le golpeaba la cara y el cuerpo cubierto apenas por una camisa. Buscó a tientas la bicicleta. «Puta que te parió», se decía, mientras lograba afirmar se con las piernas en el barro. El cromado del manubrio brilló bajo un relámpago y Juan vio a lo lejos el depósito de Vialidad. Aferró el cuadro, luego el asiento y se levantó. Advirtió que la rueda delantera había perdido su simetría. La metió entre las piernas, giró el manubrio con todas sus fuerzas y lo enderezó. Montó y volvió a pedalear con furia. Los truenos, seguidos de víboras de luz, le daban un cierto temor. Estaba llegando al galpón cuando sintió el martillazo seco en la rodilla derecha y su cuerpo se fue otra vez al suelo. Un dolor punzante y un rápido temblor le recorrieron la pierna golpeada. Sintió la boca llena de un sabor dulce y escupió sin saber si era barro o sangre. Empezó a tantear hasta tomarse de un tronco y se puso de pie. —¡Qué boludo, tragarme la tranquera! —dijo en voz alta. Se agachó y pasó dificultosamente entre las barras de hierro. Arrastrando la pierna herida caminó hasta el galpón. El portón parecía infranqueable, pero la ventana era frágil, de madera vieja y reseca. Anduvo de un lado a otro hasta encontrar una piedra de buen tamaño. Empezó a golpear un postigo que tardó cinco minutos en quebrarse. Juan trepó hasta el vano y saltó dentro. Al caer, el dolor que sentía en la pierna le subió hasta los ojos. Los cerró y apretó los párpados con toda su fuerza. Buscó los fósforos en un bolsillo.

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Estaban mojados. Se apoyó en la pared y fue tanteándola hasta llegar al portón. Luego encontró la llave de la luz. Encendió. Pestañeó hasta acostumbrarse al resplandor. El viento soplaba de tal manera que las chapas del techo parecían a punto de ser arrancadas de los tirantes. Empezó a buscar. En un cajón estaban los cartuchos, con mechas largas y secas. Tomó diez. Los envolvió en un trozo de lona, los ató con un alambre oxidado y los colgó de su cinturón. Luego encontró una linterna. Era cromada y tenía el sello de Vialidad. Apagó la luz. Saltó por la ventana y caminó hasta la tranquera. La pierna ya no le dolía tanto.

(5) —¡Paren! ¡No tiren más! —gritó Suprino a sus hombres. Entre la oscuridad y la cortina de agua no podía distinguir de quién era ese cuerpo que estaba tirado a lo largo de la vereda del municipio. Se reunió con Rossi y Reinaldo detrás de la topadora. —Para mí es Ignacio —dijo Suprino—. Salió a morir como un héroe el boludo. —¿Cuántos quedan adentro? —preguntó Reinaldo. —Mateo, Juan y García —respondió Suprino. —Se van a rendir. No sirven para nada —agregó Reinaldo. Suprino miró a Rossi. —¿Dónde se metió el comisario? —Desapareció. —Se habrá ido —dijo Reinaldo—; se cagó. —Bueno —el oficial Rossi levantó la voz—, yo soy el jefe ahora. Miró a un agente que había perdido la gorra y estaba empapado. —Vos, traé la bocina. El agente corrió y en seguida regresó con un megáfono. —Vamos a decirles a ésos que se rindan —dijo Rossi. —Dame a mí —Suprino le quitó el aparato. La lluvia arreciaba y el calor había desaparecido de los cuerpos mojados. Los civiles se habían refugiado bajo la topadora. El agua bajaba como un arroyo por la calle y chocaba contra sus cuerpos, pero pese a todo algunos se las arreglaban para fumar. Suprino se metió en la cabina de un tractor, dejó la puerta abierta y habló por el megáfono. —¡Mateo! ¡García! ¡Juan! ¡Salgan! ¡Ustedes no tienen la culpa de nada! Hizo una pausa. —¡Ignacio está muerto! ¡No peleen al pedo! Otra pausa. —¡Si salen no les va a pasar nada! Nadie contestó. —¡García! ¡Te vamos a respetar el grado de cabo! Suprino miró a través de la lluvia, pero no vio ningún movimiento en la puerta del municipio. Rumió una puteada. —¡Les damos cinco minutos, che! ¡Si no salen les tiramos la casa abajo con la topadora! ¡Los vamos a fusilar, carajo! Miró su reloj. Pensó que no podían esperar un minuto más. Bajó de la cabina y caminó hasta la topadora. Frente a la máquina se agachó y miró a los civiles. Uno de ellos, que descansaba apoyado en una rueda, le devolvió la mirada. —Oiga, don —dijo—, esto es un quilombo. —Cállense la boca y salgan de ahí, que les vamos a tirar la topadora encima. El joven movió la cabeza. —No va más, viejo. Basta de jugar. Ahora mandamos nosotros. Salieron uno detrás del otro. El primero apoyó su escopeta contra el pecho de Suprino. —Los vamos a sacar y no va a quedar uno vivo, ¿entiende? —Claro —dijo Suprino—. Pero no se pongan nerviosos. Yo sé lo que tengo que hacer. —Usted es un boludo. Nos vamos a pescar una pulmonía por culpa suya. Ahora va a ver cómo se trata a esta clase de tipos.

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—Me confundieron con el loco —dijo Ignacio en voz baja. —¡Pusieron en marcha la topadora! —gritó García—. Me parece que se nos van a venir encima. Mejor nos entregamos. —El cabo tiene razón —dijo Mateo. —Me van a conservar el grado —dijo García. —No te lo van a conservar —se enojó Ignacio—. Si te quedás, mañana vas a ser sargento. —¿Ahora? —Está bien, ahora. Escribí, Mateo, hacele el nombramiento. El empleado fue hasta la máquina. —Ellos piensan que estoy muerto —dijo Ignacio—; vamos a dejar que se lo crean. Hablá vos y decí que ustedes se van a entregar, pero que necesitan garantías. Que vengan los periodistas. —¿Y después? —Ya vas a ver, sargento; los vamos a joder. —¡Sargento! ¡En un solo día de milico a sargento! —Para eso peleás. —Claro. Voy a hablar. Se acercó al hueco de la puerta y gritó: —¡Oficial Rossi! Hubo un breve silencio. —¿Quién es? —gritó Rossi. —¡Soy el sargento García! —¿Qué sargento? —¡Sargento García, che! —¡Salí, güevón, o los vamos a hacer moco! —¡Queremos garantías! ¡Que vengan los periodistas! Mateo alcanzó una planilla a Ignacio. El delegado firmó. —Ya sos sargento —dijo. García se dio vuelta y miró al delegado. —Gracias, don Ignacio. Se lo voy a reconocer. —Vos, Mateo, trae la garrafa de la cocina. Y una botella de querosén —dijo el delegado. —¿Qué va a hacer? —Ya vas a ver. Rogá para que siga lloviendo. Mateo fue hasta la cocina y volvió con la garrafa y una damajuana. —García, deciles que dentro de tres minutos van a salir. El sargento gritó: —¡Che, Rossi! —¡Qué! —¡Vamos a salir dentro de tres minutos! ¿Tenés a los periodistas? —¡Acá están! Ignacio y Mateo amontonaron carpetas, papeles y sillas cerca de donde había estado la puerta. Luego, el delegado roció todo con querosén y puso la garrafa encima. —Ahora ustedes se entregan —dijo. —¿Quién se va a entregar? —preguntó García. —Ustedes. —Está bien —dijo Mateo. —¿Todo esto para después entregarnos? —protestó el sargento. —No podemos hacer otra cosa. Si salimos todos por atrás nos van a bajar a tiros. —Que se entregue Mateo, que no sirve para esto. —Vos también. García miró al delegado. Sonrió con amargura. Sus dientes sucios por el tabaco tenían cierta fiereza. —¿Qué le pasa? ¿Se quiere escapar solo?

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—Sabés que no me voy a escapar. —Bueno, donde usted vaya, ahí estoy yo. ¿O se cree que si me rindo me van a recibir a los abrazos? Ignacio lo miró. Tuvo que sonreír. Con una mano apretó un hombro del policía. Luego miró al empleado de la municipalidad. —Salí, Mateo. Mateo fue hasta la puerta. Se dio vuelta. —Cuídese, don Ignacio —dijo. —Seguro, anda tranquilo. Mateo se asomó y gritó: —¡Soy Mateo! ¡Voy a salir! —¡Levantá las manos! —gritó Rossi. Mateo alzó los brazos y salió. Temblaba. La lluvia le empapó la ropa apenas llegó a la vereda. Pasó sobre el cuerpo del loco Peláez. Mientras cruzaba la calle pensó en su hija. El agua le cubría las pantorrillas.

(7) Dos civiles salieron a buscarlo. El cielo se estremeció con un rayo que desgarró las nubes y demoró el estallido. Empujaron a Mateo hasta detrás de la topadora, donde esperaba Suprino. —Yo no me quería quedar —dijo el empleado. Suprino le pegó un derechazo en la nariz. Mateo cayó contra la cabina. Un civil lo golpeó con el caño de su ametralladora en el estómago. El empleado resbaló de espaldas a la enorme rueda de la máquina. Mientras caía empezó a ahogarse y escupió. El pantalón blanco del civil se manchó de rojo a la altura de las rodillas; Mateo quedó sentado y su cabeza se volcó sobre un hombro. —¡Hijo de puta! ¡Te voy a reventar! —rugió el muchacho del pantalón manchado. Levantó la ametralladora y con la culata descargó un golpe a la cabeza del empleado municipal. Sus cabellos se pusieron súbitamente rojos y la sangre le corrió por el saco suavemente. Suprino se interpuso entre Mateo y el civil. El muchacho levantó el caño de su arma y lo puso frente a la nariz del secretario del partido. —¡Salí! —dijo con voz nerviosa—. ¡Salí o te cocino a vos! Suprino se apartó. Miró a Rossi. —Llevateló. Metelo en la comisaría. Rossi vaciló frente al civil que seguía apuntando. —Te quedás ahí —amenazó el muchacho—. Me lo dejás a mí. Se agachó y miró la cara de Mateo. Tenía los ojos cerrados. El civil sacó una pequeña sevillana y la abrió con un ruido breve y seguro. La acercó a la garganta de Mateo y presionó. La hoja rompió la piel. El empleado dio un respingo y abrió los ojos. —No... no me mate —balbuceó—. I... Ignacio está... vi... vivo... —¿Qué le parece, viejo? —su voz era burlona—. Se están cagando de risa de usted. Suprino se agachó y tomó a Mateo de las solapas. Cuando lo sacudió, la navaja del muchacho entró un poco más en la garganta herida. —¿Qué decís? —la voz de Suprino era un alarido—. ¡Habla o te arranco la cabeza! Mateo cerró los ojos con fuerza y tembló. De entre sus labios salió una espuma oscura. Volvió a escupir pero casi no tenía aliento. El líquido sucio se deslizó sobre su camisa. Hizo un esfuerzo. Su voz no tenía tono. —Se es... está... esca... pando... —¿Quién es el muerto ése? —preguntó el civil y señaló la vereda. —Peláez... el lo... —quiso seguir, pero las palabras se le quedaron entre los dientes. —El loco Peláez —dijo Suprino. Los hombres se miraron. Rossi pateó al caído en las costillas. El cuerpo apenas se movió. Guzmán y Reinaldo se acercaron al lugar. Reinaldo miró un rato a Mateo. Después se dirigió a Suprino. —¿Qué hacemos? —dijo con tono preocupado. —Poné en marcha la topadora. Les vamos a remover la cueva. —¿Qué hago con éste? —Rossi señaló a Mateo. —Le hacés la boleta.

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—¿Cómo? —Que le hagás la boleta. —Está loco. —¡Te digo que lo liquidés, carajo! ¿O querés que te haga cagar a vos? Rossi le miró los ojos. Ardían en la lluvia. Junto a Suprino, el civil apuntaba con su ametralladora. —Me parece mucho —dijo Guzmán—. Después de todo, no es contra él la cosa. Podemos dejarlo en la comisaría. —¿Para que cuente todo? Por ahí anda un periodista, y a la mañana van a venir los de Buenos Aires. Estamos metidos hasta la cabeza. —No me gusta. Si lo matan yo me abro. Es demasiado. Se miraron. El civil empujó a Rossi contra la topadora. —¡Vamos! —gritó—. ¡Hacé lo que te dicen! —Está bien —dijo Guzmán—. Yo me voy. No quiero saber nada con esto. Empezó a cruzar la calle. Todas las miradas lo siguieron. Cuando llegó al círculo de luz que bajaba del farol, el civil dio un grito. —¡Guzmán! El martillero se dio vuelta. La ráfaga de ametralladora lo empujó hacia la sombra. Cerró los brazos sobre el estómago y caminó cuatro pasos a ciegas. La segunda descarga le dio en las piernas. Al caer golpeó la cabeza contra el pavimento. Tuvo un último espasmo y se quedó quieto. El civil se acercó y desde tres metros tiró otra vez contra el bulto. El cuerpo rodó hasta quedar flojo y desarticulado. El muchacho volvió sobre sus pasos y apuntó al grupo. Los miró uno a uno. Luego fijó sus ojos en los de Suprino. —Necesitábamos un muerto, ¿no? —dijo. Nadie le contestó. Estuvieron un rato en silencio. El primero en moverse fue el oficial Rossi. —Vos, ayúdame —dijo a Reinaldo. Se agacharon, tomaron a Mateo por los brazos y lo pusieron de pie. El empleado municipal arrastraba las puntas de los zapatos. Su cabeza caía sobre la de Reinaldo, que sintió el estómago revuelto. Llegaron hasta el tractor. Rossi empujó a Mateo contra el radiador. El cuerpo cayó doblado hacia adelante. El policía sacó su pistola. Reinaldo lo miró. Rossi tiró dos veces y se quedó parado, como si observara algo ajeno e inasible. Reinaldo empezó a vomitar. La calle se iluminó con un resplandor rojo. Por las ventanas del municipio empezaron a salir espesas llamaradas. El frente del edificio estalló arrastrando ladrillos y maderas. Suprino y los civiles corrieron hacia las esquinas. Sólo Reinaldo y Rossi se quedaron parados donde estaban. El policía oyó cuando Mateo gimió por última vez.

(8) Ignacio y el sargento García salieron arrastrándose al patio. Cuando escucharon la explosión corrieron hasta una pared lateral y se echaron sobre un cantero de flores. El cielo empezó a iluminarse por el fuego. Ignacio vio a un hombre agachado sobre un tejado vecino. Casi le daba la espalda. —Vamos —dijo. Treparon la medianera y saltaron al fondo vecino. Un gallo empezó a gritar como si vinieran a buscarlo; las gallinas saltaron, ciegas, al suelo mojado. García tropezó con un bulto blanco que cacareó y dio un salto. Ignacio abrió una puerta de alambre y salieron al patio. La casa seguía a oscuras. Saltaron otra tapia y luego pasaron sobre un cerco de ligustrines. Detrás, encontraron un corredor que salía a la calle. Avanzaron. Ignacio se asomó. Había unos pocos autos que tenían el aspecto de estar abandonados desde hacía mucho tiempo. Fueron deslizándose por la vereda hasta llegar a la esquina. Allí, casi bajo el farol, Ignacio vio la camioneta que le había vendido a Suprino. Estaba acordonada frente a la casa del secretario del partido. Era una Ford A con techo de lona. Ignacio recordó que nunca había tenido arranque. Buscó la manija en la cabina, bajo el asiento. Luego fue hasta el paragolpes delantero y la colocó con dificultad. La hizo girar dos, tres veces, hasta que el motor arrancó. Subieron. El asiento estaba empapado. Ignacio apretó los dientes, puso la primera y empezó a soltar el embrague. Toda la carrocería se sacudió. En ese momento, escucharon una voz joven. —Hasta acá llegaron, muchachos.

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El caño de la escopeta se apoyó en la cabeza de Ignacio. El sargento García, con un movimiento casi imperceptible, acercó la mano derecha al gatillo de su ametralladora y puso cuidadosamente un dedo sobre él. —Bajen con las manos levantadas —dijo el muchacho. García apretó el gatillo. La puerta de la camioneta voló, arrancada por los impactos. El cuerpo del joven saltó hacia atrás y se tumbó retorciéndose en el medio de la calle. La camioneta dio un salto y se detuvo. —¡Dale manija! —gritó el delegado. García abrió la puerta que quedaba y corrió a la trompa del Ford. Giró la manija varias veces. Ignacio pensaba que siempre había sido un motor mañero cuando vio a los seis hombres que les apuntaban. Suprino dijo: —Me hiciste pasar un mal día, Ignacio. Más vale que empecés a rezar.

(9) La bicicleta subió al pavimento, hizo una ese y luego se enderezó. Juan quiso pedalear más rápido, pero estaba agotado. Cuando oyó la explosión estaba a media cuadra de la plaza. Levantó la cabeza para ver el fuego sobre las casas. Por un momento tuvo la sensación de que los cartuchos de dinamita serían inútiles. Tiró la bicicleta contra el primer árbol de la plaza y se internó entre los canteros de amapolas. Un obrero de la cuadrilla le salió al paso. Luego, otros corrieron hasta el lugar. Juan desprendió el paquete de su cinturón y lo entregó al primer hombre que llegó hasta él. —Es dinamita, compañero —dijo. —¡Dinamita! —gritó un peón de cara aindiada—: ¡Dinamita para meterles en el culo a los gorilas! Juan se sentó bajo un árbol tupido, donde apenas pasaba la lluvia. Un hombre bajo y barrigón se acercó y le alcanzó una botella de vino. Juan tomó un trago. Luego se recostó contra el árbol y se quedó dormido.

(10) El comisario Llanos estaba incómodo. Lo que más le molestaba era la picazón en la cabeza, que a cada rato lo obligaba a rascarse contra la pared. Al menos, pensó, quienes lo habían dejado allí eligieron un ángulo de dos paredes que le permitía frotarse con cierta facilidad. Tenía las manos y los pies bien ajustados y sus intentos por desatarse habían sido inútiles. El pañuelo que le tapaba los ojos presionaba demasiado sobre las orejas pero pudo escuchar una puerta que se abría. Después, unos pasos sobre una escalera de madera. Oyó que alguien se detenía cerca suyo y dejaba algo pesado sobre lo que Llanos imaginó sería una mesa. —¿Cómo anda, comisario? —dijo el recién llegado. —Más o menos —contestó molesto. La cabeza le picaba otra vez. —¿Se va a tomar una cañita conmigo? —Me gustaría —dijo Llanos—, me estaba faltando compañía. Los pasos se acercaron y el comisario sintió unas manos ásperas y huesudas que le arrancaban el pañuelo de los ojos. El lugar estaba en semipenumbra. La escasa iluminación llegaba de un farol a querosén cuya mecha despedía un humo negruzco. Llanos parpadeó unos instantes pero en seguida se acostumbró a la débil luz. Se inclinó para rascarse la cabeza contra la pared y luego miró al hombre. —La picazón me tiene mal. El que estaba de pie era alto y macizo. Cubría su cabeza con una media de mujer a la que había hecho dos agujeros a la altura de los ojos. Vestía una campera de cuero negra y un pantalón marrón muy arrugado. Por la campera corrían hilos de agua. Sacudió la cabeza y algunas gotas salpicaron al comisario. —Sigue lloviendo —dijo el policía. —A baldazos. Llanos lo miró más detenidamente. —¿Usted es de aquí? —preguntó. El encapuchado no contestó. —¿Me va a convidar la caña? —Ya. El hombre fue hasta la mesa, abrió un bolso, sacó una botella y le quitó el corcho. Tomó un trago y se acercó al comisario.

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—Le voy a tener que dar como en mamadera. —¿No me va a desatar? —No. El comisario abrió la boca y el encapuchado le metió el pico de la botella entre los dientes. Llanos tragó un par de sorbos y luego se atoró. —Perdone —dijo el hombre—; la incliné demasiado. —¿Hasta cuándo me va a tener así? —Hasta las siete. Si no recibo otra orden, a las siete pasadas lo fusilo. Llanos se estremeció. —No joda. ¿Quién le ordenó? —Los muchachos. Hasta las siete, me dijeron. Si no viene alguno con otra orden... —¡Carajo! —dijo el comisario—. ¿Y cuántos son ustedes? —Si no lo sabe usted que es policía... —Yo qué sé —volvió a rascarse contra la pared—; ya no entiendo nada. Hizo un esfuerzo por cambiar de posición. —Me han puesto el culo contra una tabla. Me duele. —Comisario. —¿Qué hay? —Le voy a desatar las manos. Las manos nada más, para que se pueda rascar la caspa. No va a querer joder, ¿no? —Puta, cómo te agradezco, macho. —No se crea que es de güevón. Tengo una escopeta. —No, no te calentés, che. Le desató las manos. El comisario movió los dedos para desentumecerlos y después se sacó una lagaña. —Ahora sí, dame la botella. Se la alcanzó. Llanos tomó dos tragos abundantes y respiró hondo. Miró al hombre que tenía delante, recortado por la luz de la lámpara. —¿Cuántos años tenés? —Veinticuatro. —No te vas a animar a matarme así. —¿Así cómo? —A sangre fría. —Las cosas son así, comisario. —Hay que ser cobarde para matar a un hombre atado. —Lo voy a desatar. —Lo mismo, che, eso no está bien. —A las siete pasadas, me dijeron. —¿Qué hora es? —Las tres y cuarto.

(11) La manopla de bronce golpeó la mandíbula de Ignacio. El delegado cayó sobre el fichero de las cuentas bancarias y percibió, vagamente, que algo se le clavaba en la espalda. Sintió que masticaba sus propios dientes. El aire se abría paso apenas hacia sus pulmones. Vio llegar el zapato sobre su cara. Consiguió esquivarlo, pero el golpe le dio en el pecho. La oficina desapareció por un instante, pero luego volvió a iluminarse y el delegado vio todo dificultosamente. Las imágenes oscilaban. Alguien le tomó una pierna y lo arrastró un par de metros. Dos hombres lo levantaron para acostarlo sobre algo que a Ignacio le pareció un escritorio. Cerró los ojos y trató de escuchar las voces que se cruzaban cerca suyo, pero le era imposible recibir una señal coherente. Un zumbido agudo le revolvió la cabeza y se le alojó en el cerebro. Oyó cómo de su garganta salía un rugido. Su propio grito le dio una sensación de horror. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos, pero los párpados le pesaron como cortinas de plomo. Por fin, aferrándose con las manos a los bordes de la mesa, logró levantarlos. Vio un punto rojo, humeante. Un fuego sólido se apretó sobre sus ojos. Sintió

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que su cabeza era una confusión de dolores que no conseguían fundirse en uno solo. Quiso que la muerte

lo arrancara de esa pesadilla. (12) El edificio municipal empezaba a derrumbarse. El pesado camión de los bomberos llegó con sólo tres hombres a bordo, mientras hacía sonar la sirena llamando a otros voluntarios. Todo el pueblo parecía teñido de un rojo suave. Los bomberos se habían puesto los uniformes con apuro y ahora no conseguían desenrollar la manguera reseca. El jefe pensó que si Dios seguía enviándoles agua, el edificio se apagaría solo. Pero antes tenía que aislar las casas vecinas del fuego. De todas maneras, el problema era serio. La gente seguía en la calle, se apretaba en las veredas y dificultaba el trabajo. Desde la plaza salieron ocho hombres. Cruzaron por la esquina y se mezclaron con los vecinos. Cada uno llevaba un cartucho de dinamita. El periodista de Tandil que se había quedado en el pueblo luego de la conferencia de prensa, se acercó a la esquina de la plaza. Pensó que nunca había visto nada igual. Hombres disparando armas por las calles, muertos, heridos y ahora un incendio. Un muchacho alto, de pelo muy corto, que estaba oculto en la sombra de un zaguán, lo tomó de un brazo y lo atrajo hacia la oscuridad. —Usted es periodista, ¿no? —Sí. —Bueno. Dígales a Suprino y al intendente que entreguen a Ignacio antes de las siete. Si a esa hora no está el delegado en el andén de la estación, allá van a encontrar el cadáver del comisario Llanos. —¿Ustedes lo secuestraron? —Digamos que es prisionero de guerra. —¿Quién es usted? —No importa. —¿La policía tiene al delegado? —Sí. Es mejor que los busque en seguida porque lo van a matar. Usted vio lo que hicieron con Mateo y con el otro, ¿no? —Guglielmini no va a dejar que sigan matando gente. —Vaya a ver. Y apúrese si quiere servir para algo. Sobre las casas, a cien metros de altura, pasó el avión. El hombre levantó la cabeza como si pudiera verlo a través del techo. Cuando el periodista se iba, volvió a tomarlo de un brazo. —Pregunte también por un vigilante que se llama García. Que aparezca con el delegado. —Ustedes están locos. Me parece que si las cosas siguen así va a venir el ejército. —Nosotros creemos lo mismo. Por eso tenemos apuro. El periodista se alejó. Cuando llegó a la esquina vio que todas las luces de los frentes de las casas se encendían a lo largo de la calle principal. Escuchó, más cercano, el ruido del avión.

(13) Cerviño miró el fuego y su resplandor reflejado en el parabrisas. Torito brincaba en la tormenta, caía en profundos pozos de aire. Le dio bronca llegar tarde. No conseguía imaginarse qué estaría pasando abajo. Si Suprino y Llanos habían incendiado el municipio, era posible que Ignacio se hubiera entregado. O quizá lo habían matado. Y Juan, ¿dónde estaría? Todo el plan se había complicado. Tenía que decidir por sí mismo qué hacer. Cuando picaba hacia abajo, veía movimientos nerviosos frente al edificio de la municipalidad, pero el reflejo de las llamas y la cortina de agua le impedían ver con precisión qué pasaba. De pronto, las luces de la calle central se encendieron. Cervino se tranquilizó. Mientras buscaba el extremo de la improvisada ruta, concluyó que el bombardeo sería beneficioso de cualquier manera. Bajó la velocidad del motor y dejó que Torito planeara, que el viento lo arrastrara fuera del pueblo. No le sería fácil entrar por ese corredor a baja altura. Pensó que su intento se haría más peligroso cuando el fuego del municipio estuviera cerca y no lo dejara ver adelante. Tenía que medir la fuerza del viento, la altura de los cables, la potencia del motor. Se dijo que éste era el entrevero más peliagudo en el que Torito y él se habían metido en los doce años que llevaban juntos. Giró ciento ochenta grados en la oscuridad y otra vez vio el fuego a lo lejos. Entonces escuchó que el motor se ahogaba y vio la hélice detenida ante sus ojos. Sin defensa, Torito

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quedó al capricho del viento. Cerviño calculó que no estaba demasiado lejos de la tierra. No pudo evitar un sentimiento de disgusto, como si se viera traicionado por un amigo. «En las malas no, Torito», rezongó. Apretó el arranque. Al segundo intento el motor se puso en marcha, pero volvió a detenerse. Mientras insistía, Cerviño pensó que el distribuidor se habría mojado. En ese momento, Torito rugió y se dejó acelerar a fondo. Lentamente retomó altura. Cerviño golpeó el tablero con los puños y gritó: —¡Torito macho, carajo! Levantó la botella de ginebra y se mandó un trago. —¡Salú, hermano! —gritó y volcó un chorro sobre el viejo tablero—. ¡Mierda! ¡Los vamos a hacer cagar! Enfiló hacia el fuego y se metió en un remolino de viento. Dejó que Torito perdiera altura hasta casi tocar los techos de los autos. Entonces aceleró a fondo. A los costados las luces de las casas desfilaban a una velocidad vertiginosa. Cerviño vio el reflejo que cambiaba de colores sobre las alas del avión. Levantó la palanca que abría el depósito y la carga empezó a caer suavemente, mezclada con la lluvia.

(14) Juan durmió media hora. A las cuatro, Morán lo despertó palmeándole un hombro. —¿Descansó bien? Le dolían los músculos de las piernas y tenía los ojos pegoteados por una pasta seca. Se los frotó con las manos y logró abrirlos. Junto a Morán había otro hombre. —El compañero es nuestro jefe —dijo Morán. La lluvia golpeaba furiosamente contra las copas de los árboles. Juan se puso de pie con esfuerzo. Apoyó las manos en las rodillas doloridas y flexionó la cintura. Levantó la vista y miró al que estaba junto a Morán. Era un hombre de unos treinta años. Vestía pantalón vaquero, camisa a rayas y una campera de tela dura. Llevaba una pistola sujeta al cinturón. —Buen trabajo —dijo con una sonrisa. —Todo al pedo —contestó Juan y se pasó las manos por la cabeza. —¿Por qué? —preguntó el hombre. —¿Dónde está Ignacio? —Lo agarraron. Juan sacudió la cabeza. —Ya ve. Todo al pedo. —Lo vamos a sacar —dijo el hombre. Juan lo miró a los ojos. —¿Cómo? —Ya va a ver. ¿Quiere ayudar? —Me gustaría tomar un traguito antes. Estoy un poco flojo. Morán se apartó y volvió con una botella de vino. Juan se enjuagó la boca y escupió. Luego empezó a tragar ansiosamente. Cuando la botella llegó a la mitad, la devolvió. —¿Qué hay que hacer? —Usted va a meter unos cartuchos en el banco. A las cuatro y media justas. —¿En qué parte? —Suba al techo. Junto al tanque de agua va a encontrar una claraboya cerrada por barrotes de hierro. Rompa el vidrio, sostenga los cartuchos con hilo zizal y métalos encendidos entre los barrotes. Prenda las mechas a las cuatro y veinticinco. La claraboya está sobre el baño, muy cerca de la oficina de Guglielmini. —Listo —dijo Juan. Fueron hasta la carpa. Juan se puso una vieja campera de cuero mientras Morán metía cuatro cartuchos de dinamita, una caja de fósforos y un ovillo de hilo en una bolsa de plástico. Juan la acomodó dentro de la campera, contra la barriga. Tendió la mano a cada uno de los hombres y salió. Dejó que la lluvia le corriera por la cara hasta despejarse por completo. Levantó los ojos y vio el cielo negro. De vez en cuando algún relámpago le permitía distinguir las nubes. De golpe se paró, se tocó la cintura y los bolsillos y puteó. A trancos largos volvió a la carpa.

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—Me dejé el bufoso —dijo. Morán le alcanzó su revólver. Juan lo puso en el bolsillo de la campera. Salió de la plaza, dio una vuelta a la manzana y apareció en la esquina del municipio. Se metió entre la gente que se amontonaba para ver el incendio, apenas protegida por paraguas o por diarios. Llegó frente al camión de bomberos y se detuvo un instante. Oyó que alguien lo llamaba. Se dio vuelta. Una mujer le alcanzó la bolsa de plástico. —Se le cayó —dijo. —Gracias —contestó Juan. Guardó el paquete apretándolo con el cinturón y siguió su camino. Cuando llegó a la calle que daba a los fondos del banco, avanzó muy cerca de la pared. Vio a un civil que dormía dentro de un auto; por la ventana asomaba el caño de una escopeta. Juan miró a los costados. La calle estaba vacía. Se deslizó suavemente hacia la puerta del coche contra la que roncaba con la boca abierta el joven de la escopeta. Con un movimiento rápido sacó el revólver y se lo apoyó contra los dientes. Después empujó el caño que entró hasta la garganta. El muchacho dio un respingo. —Suelte la escopeta, pendejo. ¡Vamos! El civil dejó caer el arma al piso del auto. Juan se apartó un poco y abrió la puerta. —¡Abajo! El muchacho tropezó al salir. Juan le apuntó el revólver a la cabeza. —Sin jugar, tranquilo. —Si me tocás te van a cortar en pedacitos, sorete. —No me digás —dijo Juan—. ¿Son muchos? —Bastantes para vos. —Bueno. Te quedás quietito ahí. Juan retrocedió hasta el auto. Sin dejar de apuntar tanteó en el piso hasta encontrar la ,escopeta. La levantó y se la mostró. —Sin esto sos una mierda. No valés nada. El otro empezó a reír forzadamente. —Tirá los fierros y vamos a ver quién es más. —No, mi viejo. El que tiene esto manda —le apretó el revólver en la barriga. El civil lo miró fijo. Escupió las palabras: —Comunista de mierda. Juan le pegó con el revólver en el mentón. El muchacho vaciló y se llevó las manos a la cara. Juan lo golpeó en la cabeza y dejó que se fuera lentamente hacia adelante. Después se agachó y lo palpó con cuidado. Encontró una chapa en un bolsillo del pantalón. —Cana —dijo en voz baja—. Son canas. Un balazo dio en la pared. Juan se arrojó al suelo y tiró hacia cualquier parte. Se dio cuenta de que se había quedado demasiado tiempo allí. Empezó a arrastrarse hasta el auto para refugiarse. Otro disparo sacó chispas del pavimento y un polvillo caliente le salpicó la cara. Durante un minuto Juan se apretó contra el suelo, moviendo apenas la cabeza en busca de su atacante. Una ráfaga de ametralladora barrió la calle. —Son dos, carajo —se dijo en voz alta. El muchacho al que había golpeado empezó a incorporarse. Juan no se movió. Apenas levantaba el revólver del suelo para impedir que lo alcanzara el agua que corría por la calle. El civil estaba de pie, tambaleante. Otro tiro entró por la puerta del auto. —¡No tiren! —gritó el muchacho—. ¡Soy Raúl, no tiren! No había visto a Juan. Cuando escuchó otro tableteo se arrojó contra el auto, golpeó el cuerpo sobre el capó y se dejó caer de rodillas. Juan le puso el revólver en la nuca. —Otra vez yo, pendejo. Raúl no miró. Le bastaba con la voz. —De ésta no salís vivo —dijo y tosió. —Ni yo ni vos —dijo Juan—. Parate. —Estás loco. —Parate te digo.

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Con una rodilla le pegó en la espalda. El joven empezó a pararse con las manos en alto. Gritó: —¡Soy Raúl! ¡No tiren! Juan se apretó contra su espalda mientras le apoyaba el revólver en la sien. Lo empujó hacia la vereda del banco. Caminaron cuatro pasos y tronó un fusil. Raúl se dobló. Juan sintió en el pecho un golpe amortiguado que lo dejó sin aliento un instante. Acompañó el cuerpo inmóvil hasta el suelo. Miró hacia los techos. Agachado, corrió hacia el jardín de la casa vecina al banco. Una bala silbó cerca. Se tiró detrás de la pared baja y miró la casa. La entrada para autos llegaba hasta el fondo. Avanzó. Cuando llegó al patio observó la pared lindera. Tenía que saltar por ella para llegar al banco. Por el momento estaba a cubierto de su atacante. Respiró y miró su reloj. Eran las cuatro y veinticinco. Puso las manos en el borde del tapial, flexionó y, apoyando se con las puntas de los pies, trepó. Desde allí montó al techo del banco. A lo alto veía el fuego y las luces mientras el viento y la lluvia lo atropellaban. Fue hasta el tanque de agua y encontró la claraboya. Adentro había luz. Abrió el paquete, sacó el atado de cartuchos y protegiéndolo con su cuerpo encendió las mechas. Con el fósforo las ayudó a consumirse. Luego rompió el vidrio con el taco del zapato. En seguida oyó el motor del avión. Levantó la cabeza y lo buscó en el cielo negro. —¡Cerviño! —gritó. No podía ver a Torito, pero lo oía cada vez más cerca. El chisporroteo de las mechas le quemó un poco las manos. Rápidamente ató los cartuchos con el hilo y los dejó caer por la claraboya. El avión rugía encima suyo. Levantó los brazos. —¡Cerviño, carajo! Un vaho nauseabundo inundó el aire. Juan sintió algo más que agua corriéndole por la cara. Se pasó la mano y la olió. Hizo una mueca de asco. —¡Mierda, Cerviño, los estás cagando! —gritó y lanzó una carcajada.

(15) —Ya me voy a ocupar de vos —dijo el civil. Tenía en la mano derecha una cadena con la que había golpeado al sargento García en la espalda. El viejo uniforme del policía estaba mojado y roto. Entre las solapas de la chaqueta desprendida asomaba la camisa sucia y pegoteada. Otro golpe le había dejado una pequeña herida sobre la frente. Apoyó las manos en la pared y se deslizó al suelo. La cabeza se le volcó hacia adelante y unas gotas oscuras cayeron al piso desde la herida. Le pareció que tendría alguna costilla quebrada. Esperaba otro golpe. Se dio vuelta para mirar al civil, pero éste ya no estaba allí. Oyó el cerrojo del calabozo; levantó la vista y lo vio afuera de la celda, quitándose la camisa. El muchacho había sacado ropas secas del armario donde los vigilantes guardaban sus cosas. Se vistió y guardó la cadena y un revólver en el bolsillo del saco. Después desapareció por un pasillo. García no se animó a moverse hasta mucho después. Por fin, cuando estuvo seguro de que se había quedado solo en el cuartel de policía, empezó a levantarse. Apoyó las manos en la pared y se fue incorporando hasta quedar de pie. Lentamente caminó hasta la litera y se tiró sobre la cama de abajo. Era muy dura. Recordó las veces que se había negado a darle un colchón a Juan. Pensó, también, en aquella noche que se había divertido mojando con la manguera al loco Peláez. Nunca imaginó que alguna vez él mismo estaría en el calabozo. Se quedó quieto un rato para evitar las puntadas en la espalda y sin darse cuenta se durmió. Lo despertó una voz. —¡Che, García! Abrió los ojos y sin moverse buscó con la mirada. El calabozo y los pasillos seguían desiertos. —¡Acá, che! Miró la pequeña ventana que daba al patio. Entre los barrotes vio la cara de Morán. —¿Qué hacés ahí? —dijo el sargento. Morán pasó un envoltorio negro entre los barrotes. —Tirate al suelo que voy a reventar la pared. —¡Me vas a matar, carajo! —Llevate la catrera a la otra pared y tirate abajo, bien pegado al suelo. —No, che, que se me va a caer el techo encima. —Voy a poner un cartucho solo. Apurate.

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García se levantó y empezó a arrastrar la litera. La acomodó contra la pared y luego se quedó parado observando a Morán. El muchacho estaba atando el cartucho a un barrote. Después pasó los fósforos al policía. —Prendelo vos que acá llueve mucho. García tomó los fósforos. Encendió uno que se apagó luego del primer fogonazo. —Metele —dijo Morán en voz baja. Nervioso, García encendió otro. —Cuando se abra el boquete saltás y salís al patio. Por acá podés ir a la calle. Reunite con la gente en la plaza. —Si salgo vivo. Esperame por las dudas. —No puedo —dijo Morán—. Tengo que meter otro cartucho. —Está bien, andá. ¿Sabés dónde está Ignacio? —No. Por ahí lo mataron. —Hijos de puta —murmuró García. —Metele que si no te la van a dar a vos también. Morán saltó y desapareció de la vista del sargento. El fósforo encendido le quemó los dedos y el policía lo soltó. Apretó los dientes y prendió otro. Lo acercó a la mecha y la vio arder con chispazos amarillos. Se quedó un momento mirando y luego se metió bajo la litera. Apretó la cara contra el piso frío. Contuvo la respiración. Cuando acercaba las manos a los oídos para protegerse de la explosión, escuchó ruido de pasos frente a la puerta del calabozo. —¿Qué mierda hacés ahí abajo, García? —dijo una voz joven. El sargento se quedó en silencio. —¡Salí de ahí o te cago a tiros! —era el civil que lo había golpeado con la cadena. —Estoy durmiendo —dijo García. Oyó el ruido del seguro de una pistola. Encogió el cuerpo y se tapó los oídos esperando el disparo. Entonces, la explosión le arrastró los brazos y lo levantó del suelo. Le pareció que todo se revolvía dentro de su cuerpo. Sobre su espalda cayó un pesado bloque y lo inmovilizó. Hizo un esfuerzo y consiguió zafarse. Se pasó una mano sobre los ojos cerrados. Empezó a abrirlos lentamente y se arrastró a ciegas. La polvareda lo envolvía. Vagamente oyó un estampido y se apretó nuevamente contra el piso. Por fin, se levantó sobre las rodillas. Hubo otro estallido seco y su brazo izquierdo salió impulsado hacia atrás. Durante un momento dejó de sentirlo. Apoyó la mano derecha sobre un trozo de mampostería que se había arrancado de la pared y consiguió ponerse de pie. El polvo se iba por un enorme agujero que se abría hacia la noche. Miró a su alrededor y vio al civil en el pasillo, caído junto a la reja retorcida que había sido puerta del calabozo. Todo el piso estaba cubierto de ladrillos y cal seca. —Negro mugriento —dijo el civil, y volvió a disparar. El tiro se perdió en alguna parte. —¡Andate a la puta que te parió! —gritó García. Le salió un grito agudo, desesperado. El muchacho apenas podía sostener la pistola que colgaba floja de su mano derecha. García quiso levantar un trozo de mampostería para arrojársela, pero le dolió la espalda. Trastabilló y sin proponérselo quedó parado frente al civil. Este intentó levantar el arma pero ya le pesaba demasiado. García le pegó una patada en la cara. El cuerpo del muchacho se planchó contra el suelo. El sargento perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Recién entonces pudo escuchar con claridad el ruido de la lluvia. Por el pasillo, alguien corría. Tomó la pistola del muchacho y apuntó a la entrada del corredor. Cuando apareció el primero, tiró. La camisa del hombre se llenó de sangre. Quiso agarrarse de la pared pero cayó hacia adelante, cerca de García. El que corría atrás disparó a ciegas. El sargento apretó otra vez el gatillo y vio que el muchacho no tendría más de veinte años. Su cara se deformó en seguida. Se llevó las manos al sexo y cayó. El sargento se puso de pie. Sentía que todo daba vueltas a su alrededor. Caminó hacia el boquete y saltó. Cayó con todo el cuerpo sobre un charco de agua y dejó que su cara se hundiera un momento. Tosió, se pasó la mano izquierda sobre la boca y sintió como si un cuchillo le desgarrara el antebrazo. Se levantó, tropezó y volvió a enderezarse. —Mi negra —dijo—. Qué va a decir mi negra.

(…)

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(16) Cuando soltó la carga, Torito se alivió. Dejó de vibrar y respondió dócil al mando de Cerviño. Al salir del callejón de luces, mientras el piloto gritaba jubiloso, arrancó un cable telefónico con el timón. El avión vaciló un momento, pero luego ganó altura y enfiló hacia el campo. Cerviño silbaba una canción de Palito Ortega. Se sentía bien. Ahora quería regresar al pueblo en bicicleta y ver lo que había ocurrido mientras Torito y él estaban en el aire. Modificó el rumbo y se dirigió hacia el terreno de aterrizaje. Empezó a descender suavemente. Con los ojos buscaba las luces del galpón que había dejado encendidas. Las vio a lo lejos. Dejó que Torito planeara y calculó la distancia que había entre el comienzo de la pista y el alambrado. Sabía que el suelo era un charco resbaladizo. Miró la luz del galpón, aceleró el motor y enderezó el timón. Sonrió. Siempre había pensado que fumigar era poca cosa para Torito. A cien metros del piso se dio cuenta que el ruido del motor no lo dejaba soñar. Giró la llave de contacto y lo silenció. Escuchó el viento y la lluvia sobre el fuselaje. —Gracias, hermano —dijo, y sacudió el comando del avión. Las ruedas de Torito tocaron la tierra hundiéndose en el barro hasta detenerse frente a la puerta del galpón. Dentro, un auto encendió sus faros y Cerviño quedó encandilado.

(17) Juan saltó al patio y mientras corría hacia la puerta de la casa oyó la explosión. Le pareció que todo a su alrededor temblaba. Se arrojó al suelo y se dio vuelta para ver cómo la pared por la que había bajado terminaba de desmoronarse. La lluvia barría el polvo que se levantaba desde el edificio del baño. Se puso de pie y dejó que el agua también lo limpiara a él. Abrió la campera y el torrente le bañó el pecho como una ducha fría. Se sentía bien, con la cabeza despejada y el cuerpo nuevo como si hubiera dormido cien horas; sonrió y caminó hacia la salida. Cuando estaba cruzando el jardín vio a un hombre agacharse detrás de un viejo Dodge estacionado en la vereda opuesta. Volvió a tirarse al suelo y sacó el revólver. Esperó un rato. El hombre escondido no daba ninguna señal. Se arrastró hasta la pared de la entrada y se asomó con el arma lista para disparar. Empezaba a impacientarse. Decidió, por fin, pasar a la casa vecina. Avanzó sigilosamente, ocultándose entre las flores y empezó a incorporarse lentamente. Se tomó del borde de la pared para saltar cuando sonó el balazo. El impacto arrancó un ladrillo a veinte centímetros de donde tenía apoyadas las manos. Se dejó caer al suelo y se quedó quieto. Oyó un ruido cercano, amenazante. Se dijo que debía saltar la pared. Tensó los músculos, dio un salto, tocó apenas el muro de la medianera con las manos y cayó boca abajo en el jardín vecino. —Quieto. Quedate quieto y larga el revólver. Se sintió estúpido; no debió haber salido nunca por el mismo lugar por el que había entrado. Tiró el revólver. Calculó que quien apuntaba estaría escondido detrás de la pared baja que daba a la vereda. —Date vuelta y levanta bien las manos. Le pareció una voz conocida; el corazón empezó a latirle con más fuerza. Dijo: —No serás vos, cabo hijo de puta, que casi me arrancás la cabeza de un chumbazo. —¡Juan! ¡Juan, negro ‘e mierda! ¡Casi dejo seco, carajo! Se enfrentaron un momento, como para conocerse bajo la lluvia, entre las sombras. Después se apretaron en un abrazo largo. —¡Negro ‘e mierda! —¡Milico jetón! Juan palmeó con fuerza el brazo herido de su compañero. El sargento dio un salto. —Guarda, negro, que me la dieron. —Dejame ver.

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—No me jodás, si no es nada. Juan empezó a reírse. —Todavía andas peleando... —Y no. —Bueno, cabo, acá me tenés. Ahora lo buscamos a Cerviño y entre los tres no vamos a dejar un gorila sano. —Vamos —García lo miró con una sonrisa—. Desde ahora decime sargento, che. (18) Cuando los vidrios de la claraboya se rompieron, Reinaldo estaba sentado en el inodoro. Le hubiera gustado dormirse, pero los gritos de Ignacio, que llegaban desde la oficina, lo habían puesto nervioso. La paliza que los civiles dieron al delegado lo había divertido un rato. Pero cuando uno de ellos calentó un alambre en la cocina y lo apretó sobre los ojos de Ignacio, había sentido súbitamente que los intestinos se le revolvían y tuvo que correr al baño. Trataba de tranquilizarse cuando los vidrios rotos cayeron frente a él. Por el agujero empezó a entrar un remolino de viento y agua que mojó el piso y las paredes. Reinaldo sintió otro tirón en la barriga. Se contrajo y trató de ayudarse apretando las manos bajo el ombligo. Sudaba. Miró su ropa caída sobre los zapatos, al pie del inodoro; estaba pegoteada de barro y despedía un olor repugnante. Le hubiera gustado estar en su casa, bajo la ducha. No comprendía exactamente cómo habían pasado las cosas desde el momento en que decidieron librarse de Ignacio hasta que mataron a Guzmán y a Mateo. Y la llegada del avión, que había enredado todo. Se preguntaba cuándo terminaría esa pesadilla. Al otro lado de la pared, Ignacio se quejaba y sus gritos le hacían nudos en las tripas. Escuchó ruidos sobre el techo, pero no podía saber que pasaba allí. Vio que desde la claraboya aparecía un bulto. Las mechas ardían con ruido de paja consumida por el incendio. Los intestinos de Reinaldo crujieron estrepitosamente. A un metro y medio de su cara, el paquete de cartuchos oscilaba como un péndulo. Estiró los brazos en un intento por atraparlo pero se le escapó por centímetros. Gritó, pero su voz se confundió con la de Ignacio, que se prolongó por unos instantes más. Vio cómo las mechas se consumían a todo fuego; pensó que la única manera sería alcanzar los cartuchos y arrojarlos al inodoro. Se puso de pie con un impulso desesperado, pero sus piernas estaban enlazadas por el pantalón y el calzoncillo. Cayó hacia adelante y su cabeza golpeó contra el borde del lavatorio. Estaba en el suelo, bajo la llovizna que entraba por el hueco, mientras las mechas se agotaban frente a su cara. El golpe lo dejó mareado, pero juntó todas sus fuerzas. Se apoyó en el lavatorio, consiguió ponerse de pie y atrapar los cartuchos. Le quemaban las manos. Gimió y se precipitó sobre el inodoro.

(19) Ignacio dejó de respirar un momento antes de la explosión. Suprino había apoyado una oreja sobre el pecho descubierto del delegado y los demás estaban pendientes de sus gestos. Guglielmini se había levantado del sillón donde había estado tendido. Uno de los muchachos sostenía aún el alambre con la punta candente. El otro tenía un cigarrillo apagado entre los labios y el sueño le cerraba los ojos. La pared del baño se arrancó de su cimiento y escupió los ladrillos como cañonazos. Una parte del techo se desplomó de golpe, sin que nadie tuviera tiempo de darse cuenta. Guglielmini se desparramó otra vez sobre el sillón, golpeado en el pecho por un ladrillo. Sufrió un largo ahogo pero pudo ver cómo los dos muchachos desaparecían bajo la mampostería del techo. Sobre el cuerpo de Ignacio cayeron gruesos cascotes, pero el delegado ya no podía moverse. Suprino rodó hasta la pared opuesta, impulsado por la onda del estallido. La confusión no duró mucho tiempo. Guglielmini se puso de pie y entre la polvareda corrió hacia la salida del edificio. El Peugeot de la intendencia de Tandil estaba detenido en la calle. Se acomodó en el asiento, frente al volante, y vio que las llaves estaban puestas. Esperó un momento a que sus músculos se relajaran un poco. Suprino empezó a levantarse. Miró a su alrededor. Bajo la losa del techo caído asomaban las piernas de un hombre. Caminó entre los escombros observando perplejo las consecuencias del desastre. La grotesca figura de Reinaldo tenía los brazos cruzados sobre el pecho como si apretara algo, pero le faltaban las manos. Junto a él estaba volcado el inodoro, sucio y partido por la mitad. Miró toda la habitación y se dio

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cuenta de que Guglielmini no estaba allí. Corrió hacia la caja fuerte del banco y la encontró volcada en el piso. Tironeó de la puerta, pero advirtió, con rabia, que la explosión no la había afectado. Salió a la calle. Guglielmini estaba dentro del auto. Suprino se sentó junto a él. —No se asuste —dijo—. Todavía nos queda una carta que no puede perder. —No quiero más —contestó Guglielmini—. Para mí es demasiado. Tenemos que salir de acá, irnos del país. —No va a ser fácil irse. Déjeme hacer a mí. —¿Qué piensa hacer ahora? —Jugar la única que nos queda. Guglielmini lo miró. Suprino parecía tranquilo aún. —El ejército —dijo.

(20) Las luces del auto iluminaron el cuerpo gris de Torito. Los faros arrojaban haces de luz que barrían el campo de avena y destacaban nítidamente los hilos de la lluvia. Cerviño se quedó quieto en el asiento. Comprendió que cualquier maniobra sería inútil. Dos civiles le apuntaban con pistolas y otro con una escopeta. Se refugiaban bajo el techo del galpón. El que tenía la escopeta gritó: —¡Levantá las manos y bajá! Cerviño no tenía ganas de moverse. El repiqueteo de la lluvia, la tibieza de la cabina y los tragos de ginebra lo habían puesto alegre. —¡Vayanse a la puta que los parió! Se inclinó y levantó la botella. El movimiento inquietó a los civiles. —Sacalo, Tito —ordenó el de la escopeta. El joven levantó la pistola, apuntó a la cabeza del piloto y se acercó. Estaba mojado pero le molestó que la lluvia le corriera otra vez por el cuello. Abrió la puerta del avión. —Bajá, vamos. Cerviño escondió la botella. El muchacho hizo un gesto urgiéndolo a salir. —¿Ensucié el pueblo? —preguntó Cerviño. —No te hagás el piola que acá se te acabó la cuerda, payaso. ¡Bajá! —No. Si me van a matar es mejor acá, que no llueve. —¿Quién te mandó? —preguntó el muchacho. —Nadie. —¡Quién! —No recibo órdenes, viejo. Nunca. Por eso ando siempre por allá —señaló el cielo. —¿Por qué lo defendés? —¿A quién? —Al coso ése. Al delegado. —Porque es peronista y porque es buen tipo. —Vos y quién más. —Torito. —¿Dónde está? —Acá —golpeó el tablero del avión—. ¡El viejo Torito! Cinco mil horas arriba y ni tos tiene. —Sos un boludo, negro, hacerte matar al pedo. —¿Al pedo? —Cerviño miró al muchacho, que no tendría más de veinticinco años—. ¿Vos sos de la capital? —Ajá. —¿Te pagan mucho? El joven estaba completamente empapado. Oyó que su jefe lo llamaba. —Mejor que a vos —dijo. —Pendejo gorilón. —Ojo con lo que decís. —«Niño bien, pretencioso y engrupido»

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—canturreó Cerviño. —Callate, negro de mierda; vos no me vas a enseñar a ser peronista. Cerviño lo miró sin entender. Empezó a reír. Levantó la botella y tomó otro trago. —¡Vamos, Tito! —gritó uno de los jóvenes que esperaban. —No ves que te usaron, cabecita. Nunca vas a entender nada —dijo el muchacho y tiró el percutor de la pistola. —Ni falta me hace. Si vos sos peronista yo me borro. —No vas a tener tiempo porque yo te voy a borrar antes. —Pendejo maricón. Sos macho con un chumbo en la mano. Pero ni así sirven los tipos como vos. Tito le pegó con la pistola en la cara. Cerviño empezó a perder sangre por un ojo. El muchacho retrocedió hasta donde estaban sus compañeros. —No sale —dijo. —A la mierda con él —dijo el de la escopeta. Dio un paso adelante y apretó el gatillo. El vidrio del avión saltó en pedazos. Cerviño cayó hacia atrás. Tito le tiró con la pistola. El cuerpo se agitó y volvió sobre el tablero. La lluvia limpió la sangre que corría sobre la trompa de Torito. Los cuatro hombres subieron al auto y Tito lo puso en marcha. Fueron hacia el camino. Cerviño sentía que la llama de un soplete le quemaba la cara. No podía ver. Con un brazo buscó la botella, pero no tuvo fuerza para levantarla.

(21) —Hay que ir a buscar a Cerviño —dijo Juan—. En la plaza debe haber alguna bicicleta. Caminaron apretando los cuerpos contra las paredes húmedas. Vigilaban los techos, pero todo el pueblo parecía vacío. Juan se dio cuenta de que amanecía. Primero pensó que el rojo del cielo era un reflejo del fuego, pero después vio que al final de la calle, donde empezaba el campo, el horizonte parecía arder. La lluvia era más suave y las nubes empezaban a abrirse. Calculó que serían las seis de la mañana. Cuando llegaron a la esquina de la plaza se detuvieron. Juan empujó a García hacia una mata de yuyos que crecía en la vereda, frente a una vieja casa. El sargento miró a su alrededor y cuando aspiró profundamente el aire se sintió mejor. —Puta che, qué bien vendría un traguito. Juan levantó la cabeza hacia el cielo. —Ajá. ¿Te duele el brazo, sargento? —No es nada. Un rajuñón, nomás. Cruzaron la calle corriendo y llegaron al sendero de baldosas de la plaza. Saltaron sobre un cantero de claveles. Desde un árbol un hombre los siguió con la mirada y con el caño de la escopeta. Caminaron sobre el cesped, entre las magnolias, hacia una pequeña carpa. Adentro, alumbrados por un farol de querosén, había cinco hombres. Entre ellos estaba el que Juan había conocido antes. Al verlos entrar, se puso de pie. —¿Quién es el compañero? —preguntó. —Sargento García —dijo el policía y le tendió la mano. —Defendió la municipalidad con Ignacio —contó Juan—. Los agarraron juntos. —Claro —dijo el hombre—. Mandamos a Morán para que lo sacara de la cárcel. Lo miró y le dedicó una sonrisa. Después señaló el brazo del sargento. —Está herido. Sáquese la ropa y déjeme ver eso, compañero. García no se movió. —¿Dónde está don Ignacio? —preguntó. —Está muerto —dijo el hombre. —¿Muerto? —Lo torturaron hasta matarlo. —¿Usted lo vio? —preguntó Juan, ansioso. —Sí. Estaba entre los escombros del banco, donde usted puso la dinamita.

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—Puta..., pobre Ignacio —dijo el sargento—. ¿Lo enterraron? —No hay tiempo para eso, compañero. Tenemos que retirarnos. —¿Retirarnos? —preguntó Juan—. ¿Por qué vamos a retirarnos si los tenemos con el culo a cuatro manos? —Vienen el ejército y la policía federal. —No nos vamos a escapar ahora —dijo el sargento. —No nos escapamos. —¿Ah, no? Si usted corre para atrás, ¿qué es? El hombre sonrió. Se hizo un silencio prolongado. Juan pidió un cigarrillo negro. Pensaba. Otro hombre entró en la carpa y se dirigió al jefe. —Tenemos a Rossi —dijo. —Bueno. Llévenlo con Llanos. El hombre salió. García miró al jefe. —¿Ustedes tienen al comisario? —dijo. —Sí. Y ahora también a Rossi. Él mató al empleado, a Mateo. —¿Se los van a llevar con ustedes? —preguntó Juan. —Van a ser juzgados. Juan miró al jefe durante un rato. —¿Para qué? —dijo. —Para qué, ¿qué? —Para qué van a juzgarlos. Ellos empezaron la joda. Mataron a Ignacio, a Mateo, a Moyanito, al loco. ¿Para qué va a dárselos al juez? Los juicios no son buenos en la capital, van a salir en una semana... —No van a juzgarlos en la capital, compañero. Vamos a juzgarlos nosotros. Ustedes y nosotros. Los compañeros de los hombres que ellos mataron. —Yo no sé de eso —dijo García. El jefe lo miró y volvió a sonreír. —No hay que saber —dijo—. Eso no se aprende estudiando. Cuando usted ha matado y ha visto morir ya lo sabe todo. García bajó la cabeza. El hombre preguntó: —¿Qué haría usted con ellos? El sargento tenía los ojos hinchados y la cara reseca. —Yo no sirvo para andar en esas cosas —dijo—. No sé discutir de leyes. —No vamos a discutir de leyes. Las leyes del comisario, de Suprino, del oficial Rossi. Nosotros tenemos ahora nuestra ley. —No sé —dijo García, mientras se pasaba la manga de la chaqueta por los ojos—. Yo digo que el hijo de puta que mata como ellos mataron a Ignacio... Se quedó en silencio. Los miró a todos esperando que alguien lo dijera por él. Nadie habló; García bajó la cabeza y agregó en voz más baja: —A un cabrón así hay que cagarlo a tiros. Empezó a quitarse la chaqueta. Se dio vuelta y miró a Juan, que fumaba lentamente su cigarrillo. Lo vio asentir en silencio. —Conseguime otra camisa, ¿querés, Juan? —dijo García—. Se me pegoteó la sangre y me está molestando un poco la lastimadura.

(22) Suprino manejaba demasiado rápido sobre la ruta resbaladiza. A su lado, Guglielmini estaba echado en el asiento. Parecía abatido. Le habían dado órdenes precisas y no pudo cumplirlas. La situación había escapado a su control y suponía que ya era demasiado tarde. Sentía que Suprino se apoderaba incluso de sus últimas decisiones. Quiso encender un cigarrillo, pero no tenía fósforos. De vez en cuando miraba de reojo al secretario del partido. Suprino parecía decidido, seguro de lo que iba a hacer. Él sabría entenderse con los militares, conocía a algunos de ellos. El problema sería cómo pasarles un paquete tan delicado. —No te van a creer lo de los comunistas —dijo.

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Suprino siguió un rato en silencio. Luego sonrió. —Ni falta hace que se los diga. Para ellos cuando un tipo como Ignacio saca una escopeta es como si se les apareciese el diablo. Y a los milicos no les gusta que la gente ande cagándose a tiros sin permiso. Ese es asunto para ellos. —¿Y Perón? —¿Perón, qué? —Nos va a quemar. Estamos listos, mejor nos borramos. Suprino estacionó el coche en la banquina. Apenas llovía y el sol se filtraba entre los abiertos nubarrones. Miró al intendente. No podía ir con él al comando del ejército. Estaba demasiado asustado y era un débil. Un politiquero flojo. Encendió la radio. Un boletín especial informó sobre los sucesos en Colonia Vela. La policía federal había enviado tropas para restaurar el orden alterado por elementos extremistas alentados por el delegado municipal. Las últimas informaciones señalaban que habría un muerto. —¡Un muerto! —Suprino no pudo contener una carcajada—. ¡Tu amigo se va a querer cortar las bolas! El intendente tardó un instante en comprender. —¿Quién? —Tu amigo. El asesor de Perón. En la radio cantaba Gardel. —¿Y vos? ¿Qué les vas a vender a los milicos? Suprino lo miró. Pensó otra vez que Guglielmini era un idiota. —Nada, no necesito venderles nada. Ellos tienen que meterse a la fuerza. No les queda más remedio. Detrás de la Federal van ellos. —Está bien. Yo no quiero saber más nada. Hacé tu juego. —Me vas, a vender cuando veamos a los milicos. —No, Suprino. Yo me rajo; vos hacé lo que quieras. El secretario del partido sacó una pistola. —Salí. —¿Qué te pasa? —Salí afuera te digo. —Estás loco. Suprino saltó fuera del auto, dio vuelta por delante y abrió la puerta de Guglielmini. El intendente extendió un brazo para defenderse y se aferró con la otra mano al volante. Suprino le pegó un puñetazo en la cara y Guglielmini se aflojó sobre el asiento. Suprino lo tomó de los cabellos y lo arrastró hacia afuera. El intendente cayó sobre la banquina. Suprino puso la pistola sobre la cabeza del intendente y disparó. Guglielmini arqueó el cuerpo y se quedó quieto. Suprino lo empujó con un pie hasta la cuneta y lo arrojó a una zanja, entre los yuyos. El cuerpo quedó sumergido entre el agua y el barro. Suprino volvió al coche, salió a la ruta y aceleró. Ahora, en la radio cantaba Rivero. El secretario del partido puso el auto a 140 kilómetros y sintió que el viento lo empujaba de costado. Estornudó. Pensó que iba a resfriarse. En el comando tendrían aspirinas.

(23) Juan y el sargento García dejaron el camino pavimentado y avanzaron con dificultad entre el barro. Las ruedas de las bicicletas amontonaban tierra contra los guardabarros y los dos hombres debían forzar sus piernas para avanzar. El cielo tenía un tono rojo y azul por donde se filtraban los primeros rayos del sol. Había dejado de llover y las nubes eran blancas otra vez. Corría un suave viento del oeste. Las ropas mojadas se habían pegado a sus cuerpos. Sentían frío y no hablaban. Desde la tranquera vieron a Torito. Tenía una puerta abierta que se agitaba con la brisa. La lámpara del galpón estaba encendida. Dejaron las bicicletas. Juan miró adentro y fue hacia el campo de avena que había servido de pista. Se acercó al avión seguido por García. Vieron el parabrisas destrozado y algunas chapas del fuselaje agujereadas. Juan quiso correr y resbaló. Al caer consiguió apoyar las palmas en el suelo. Su compañero lo ayudó a levantarse. Juan se quedó como clavado en la tierra, hundiéndose lentamente en el barro. Se llevó las manos a la cabeza.

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—¡Lo mataron! ¡Hijos de puta! ¡Lo mataron! Le salió un grito ronco. Cuando quiso avanzar estaba tan adherido al suelo que cayó de costado. Desde el avión le llegó una voz débil. —Todavía no, hermano... —¡Cerviño! —gritó Juan y se arrastró sin poder levantar los brazos ni las piernas del barro. García lo miraba desde su cara marrón asaltada por el dolor. Juan llegó hasta la puerta del avión. —Alcanzame la botella, hermano. No veo nada —balbuceó Cerviño. Tenía la cara abierta y roja de sangre. Los ojos habían desaparecido. —Cerviño... ¿qué pasó, viejo? El piloto se movió apoyando las manos en el tablero. —Me esperaban... Juan buscó la botella de ginebra. Quedaban apenas un par de tragos. La acercó a la cara de Cerviño. El piloto abrió el agujero donde había tenido la boca y tragó algo. A Juan le pareció que sonreía. —Puta, che —dijo en voz baja. —No te asustés —dijo Cerviño—. Más feo que antes no debo estar. Su voz era un sonido hueco, desarticulado. Juan le dio otro trago. —Los cagué, ¿no? —preguntó en un hilo de voz. —Sí, hermano. Los hicimos mierda. —¿Ganó Ignacio? —Claro. ¿Te podes mover? —No sé..., estoy bien así. Tengo un poco de frío nomás... —Te vamos a llevar al pueblo para que te curen. —No, si estoy todo roto... Qué cagada morirse ahora... —Pará, hermano, tengo la bicicleta. Te voy a llevar a la sala de guardia. —Dame otro trago. Juan miró la botella. —No hay más, viejo. Aguantá hasta el pueblo y te compro un litro. Intentó sacarlo del avión. Cerviño se quejó y cayó de costado. —Dejame..., los hicimos mierda... ¿Estás ahí, Juan? —Sí, hermano, sí. —Decile a don Ignacio que me jugué por él..., que soy peronista y... que no les afloje... cuando el general lo sepa va a estar orgulloso... El cuerpo se contrajo y quedó inmóvil. Juan le pasó suavemente la mano por el pelo oscuro. Se dio vuelta y miró a García con los ojos vidriosos. —Ayudame —dijo. Lo llevaron hasta el galpón. García buscó una lona y envolvieron el cuerpo. Salieron. El sol se veía entero en el horizonte. Juan miró a su amigo. —No les vamos a aflojar —dijo. Caminaron en silencio hasta el avión. Torito estaba inclinado, con una rueda hundida en la tierra y el viento lo hamacaba. —¿Y contra quién vamos a pelear? —preguntó García. —Dicen que viene el ejército. No vamos a rajarnos ahora, compadre. —¿Sabés manejar el avión? —preguntó el sargento. —No..., pero lo vi a Cerviño. Difícil no ha de ser. Dieron una vuelta alrededor de Torito. El sol se reflejaba en las alas. —Che, Juan. —¿Qué? —¿Vamos a ganar? —Claro, si no valen para nada. El sargento García sonrió. —Y después lo vamos a buscar —dijo. —¿A quién?

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—A Perón. Lo vamos a traer. —Estás loco, sargento. —¿Loco? Le vamos a mostrar cómo quedó el pueblo, le vamos a contar de Ignacio, de Mateo, de Cerviño, de todos los que dieron la vida por él. Juan miró a su compañero. Tenía los ojos hinchados y rojos. —Cuando lo sepa se va a emocionar el viejo. —Va a hablar desde el balcón del municipio y los milicos no van a saber dónde meterse del cagazo. Se acercaron a la cabina de Torito. Antes de subir, Juan miró el sol y tuvo que cerrar los ojos. —Va a ser un lindo día, sargento. García se dio vuelta en dirección al pueblo y se quedó con la vista clavada en el horizonte. Tenía el rostro fatigado, pero la voz le salió alegre, limpia. —Un día peronista —dijo.

NO HABRÁ MÁS PENAS NI OLVIDO es una película argentina de comedia dramática dirigida por HÉCTOR OLIVERA. FUE ESCRITA POR ROBERTO COSSA Y OLIVERA, basada en la novela homónima de OSVALDO SORIANO. Se estrenó el 22 de septiembre de 1983. 80 min. Filmada en CAPITAN SARMIENTO.  Federico Luppi ... Ignacio Fuentes - Delegado  Fumigador del Pueblo Municipal  Raúl Rizzo ... Subinspector Rossi - Policía  Víctor Laplace ... Reinaldo - Secretario gremial  Patricio Contreras ... Agente Comini - Policía (CGT)  Arturo Maly ... Jefe de "la pesada"  Héctor Bidonde ... Suprino - Jefe local del  Jorge Sassi... Miembro de "la pesada" partido justicialista  Norberto Díaz ... Miembro de "la pesada"  Rodolfo Ranni ... Comisario Rubén Llanos  Fernando Iglesias ... Moyanito - Empleado  Miguel Ángel Solá ... Juan - Preso Municipal  Julio De Grazia ... Sargento García - Policía  Augusto Larreta ... Prudencio Guzmán  José María López ... Mateo - Empleado de la Martillero - Radical Municipalidad  Fernando Olmedo ... Ricardito - JP  Lautaro Murúa ... Guglielmini - Intendente de  María Socas ... Integrante de la JP Colonia Vela  Salo Pasik ... Periodista  Graciela Dufau ... Felisa Fuentes - Esposa de  Emilio Vidal ... Verdulero Ignacio  Rodolfo Brindisi... El Loco Peláez  Ulises Dumont ... Cerviño -

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OSVALDO SORIANO = ESE PERONISMO DE JUGUETE CUENTO DE LOS AÑOS FELICES

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía : "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos. Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda. En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes. Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar. El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años. Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente. Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso. Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en

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los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno. En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico. El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico? Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso. Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora. No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 6 ERNESTO SABATO: EL TÚNEL

01. NORMALIZAR los textos seleccionados de la NOVELA. 02. Presentar las FUNCIONES de APERTURA, DESARROLLO Y DESENLANCE. 03. Hacer un CUADRO presentando las relaciones que se establecen entre los diversos personajes, susa caracteres y el tipo de vínculos que los unes o los conflictos que los separan, 04. Determinar el TEMA de la NOVELA y justificar el TITULO de la misma, trabajando el texto en el que se desarrolla la idea de TUNEL / TUNELES PARALELOS. 05. Buscar otra forma de REPRESENTAR GRAFICAMENTE la COMUNICACIÓN y el CONFLICTO. 06. ¿Es una NOVELA POLICIAL? ¿Es una NOVELA PSICOLOGICA? Justificar 07. Investigar y explicar la PERSONALIDAD de cada uno los personajes, para tratar de comprender y explicar la manera de actuar y reaccionar. 08. Presentar los INDICADORES de ESPACIO para reconstruir el escenario de las acciones. 09. Presentar una LINEA TEMPORAL del conocimiento y la relación entre MARIA y JUAN PABLO. 10. Establecer RELACIONES con la FILOSOFIA EXISTENCIALISTA contemporánea de la novela. 11. BIOGRAFIA de ERNESTO SABATO. Los momentos más significativos de su vida: el paso de la ciencia a la literatura, su compromiso social y político.

12. PRODUCCION LITERARIA de SABATO: novelas y ensayos. Presentar fragmentos o reseñas 13. Presentar las FICHAS TECNICAS y ARTISTICAS de las dos versiones cinematográficas de NOVELA. Buscar o redactar un juicio crítico sobre las mismas. 14. Recrear la novela con otras propuestas: (1) imaginar y redactar otro final, (2) reconstruir la historia con otros personajes y otros escenarios, (3) creación gráfica de las principales momentos. 15. Para ampliar: INFORME SOBRE CIEGOS (SOBRE HEROES Y TUMBA) – RESISTENCIA. Leer y debatir.

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SABATO ERNESTO: EL TUNEL (1948) SELECCIÓN

"...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío"

I BASTARÁ decir

que soy JUAN PABLO CASTEL, el pintor que mató a MARÍA IRIBARNE; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo

siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco. Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva. No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.

II Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que

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publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás. Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida? Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final. Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA. ¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir? Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.

III Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de ser perfecto. En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros anteriores : como dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre en mis telas, incluyendo "cierta cosa profundamente intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a través de una ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer

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que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad ansiosa y absoluta. Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por algo secundario, probablemente decorativo. Con excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa escena constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve la seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela. La observé todo el tiempo con ansiedad. Después desapareció en la multitud, mientras yo vacilaba entre un miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo de qué? Quizá, algo así como miedo de jugar todo el dinero de que se dispone en la vida a un solo número. Sin embargo, cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz, pensando que podría no verla más, perdida entre los millones de habitantes anónimos de Buenos Aires. Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste. Hasta que se clausuró el salón, fui todos los días y me colocaba suficientemente cerca para reconocer a las personas que se detenían frente a mi cuadro. Pero no volvió a aparecer. Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana empezara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra.

IV Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida. La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una indescriptible emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla, no supe qué hacer. La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un probable encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos hombres que no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo sido, en dos o tres oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a nuestra vida. Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer. En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos sabemos que es posible.) La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de algunos de los cuadros expuestos. Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de pintura. Puede parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno, quizá exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena que explique en detalle este rasgo mío referente a

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los salones, pero temo que, si no lo explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a razones muy profundas. Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto. Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto. (…)

V Me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura. Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición. Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan difícil como encontrarla a ella misma, porque es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso, buscar un amigo común para que nos presentara. Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue. Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo. Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una aventura?. Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y definitiva.

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No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón de veces; que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería, en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, seguí preparando mi posición. Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación irremediable para mi destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil. Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una conversación semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué miró solamente la ventanita?" Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidido que durante el día, en los hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene interés en el arte?" No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco. Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.

VI Al verla caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza. Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases íntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria: "¿Tiene mucho interés en el arte?", "¿Por qué miró sólo la ventanita?", etcétera. Con más insistencia que ninguna otra, surgía una frase que yo había desechado por grosera y que en ese momento me llenaba de vergüenza y me hacía sentir aun más ridículo: "¿Le gusta Castel?".

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Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso rompecabezas en movimiento, hasta que comprendí que era inútil preocuparme de esa manera, recordé que era ella quien debía tomar la iniciativa de cualquier conversación. Y desde ese momento me sentí estúpidamente tranquilizado, y hasta creo que llegué a pensar, también estúpidamente: "Vamos a ver ahora cómo se las arreglará." Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si quería darle al menos la hipotética posibilidad de preguntarme una dirección tenía que cruzar la vereda y acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que suponerla pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección. ¿Qué haría? ¿Hasta cuándo duraría esa situación? Me sentí infinitamente desgraciado. Caminamos varías cuadras. Ella siguió caminando con decisión. Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin, no era posible que después de haber esperado este instante durante meses dejase escapar la oportunidad. Y el andar rápidamente mientras mi espíritu vacilaba tanto me producía una sensación singular, mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran velocidad. Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos y entró en el edificio de la Compañía T. Comprendí que tenía que decidirme rápidamente y entré detrás, aunque sentí que en esos momentos estaba haciendo algo desproporcionado y monstruoso. Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más audaz que yo pronunció desde mi interior esta pregunta increíblemente estúpida: —¿Éste es el edificio de la Compañía T.? Un cartel de varios metros de largo, que abarcaba todo el frente del edificio, proclamaba que, en efecto, ése era el edificio de la Compañía T. No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondió afirmativamente. (Más tarde, reflexionando sobre mi pregunta y sobre la sencillez y tranquilidad con que ella me respondió, llegué a la conclusión de que, al fin y al cabo, sucede que muchas veces uno no ve carteles demasiado grandes; y que, por lo tanto, la pregunta no era tan irremediablemente estúpida como había pensado en los primeros momentos). Pero en seguida, al mirarme, se sonrojó tan intensamente, que comprendí me había reconocido. Una variante que jamás había pensado y sin embargo muy lógica, pues mi fotografía había aparecido muchísimas veces en revistas y diarios. Me emocioné tanto que sólo atiné a otra pregunta desafortunada; le dije bruscamente: —¿Por qué se sonroja? Se sonrojó aún más e iba a responder quizá algo cuando, ya completamente perdido el control, agregué atropelladamente: —Usted se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree que esto es una casualidad, pero no es una casualidad, nunca hay casualidades. He pensado en usted varios meses. Hoy la encontré por la calle y la seguí. Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la ventanita, ¿comprende? Ella estaba asustada: —¿La ventanita? —balbuceó—. ¿Qué ventanita? Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Era posible que no la recordara? Entonces no le había dado la menor importancia, la había mirado por simple curiosidad. Me sentí grotesco y pensé vertiginosamente que todo lo que había pensado y hecho durante esos meses (incluyendo esta escena) era el colmo de la desproporción y del ridículo, una de esas típicas construcciones imaginarias mías, tan presuntuosas como esas reconstrucciones de un dinosaurio realizadas a partir de una vértebra rota. La muchacha estaba próxima al llanto. Pensé que el mundo se me venía abajo, sin que yo atinara a nada tranquilo o eficaz. Me encontré diciendo algo que ahora me avergüenza escribir . —Veo que me he equivocado. Buenas tardes. Salí apresuradamente y caminé casi corriendo en una dirección cualquiera. Habría caminado una cuadra cuando oí detrás una voz que me decía: —¡Señor, señor! Era ella, que me había seguido sin animarse a detenerme. Ahí estaba y no sabía cómo justificar lo que había pasado. En voz baja, me dijo: —Perdóneme, señor... Perdone mi estupidez... Estaba tan asustada...

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El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles. Sentí que volvía a rehacer y a obedecer a un orden. La escuché mudo. —No advertí que usted preguntaba por la escena del cuadro —dijo temblorosamente. Sin darme cuenta, la agarré de un brazo. —¿Entonces la recuerda? Se quedó un momento sin hablar, mirando al suelo. Luego dijo con lentitud: —La recuerdo constantemente. Después sucedió algo curioso, pareció arrepentirse de lo que había dicho porque se volvió bruscamente y echó casi a correr. Al cabo de un instante de sorpresa corrí tras ella, hasta que comprendí lo ridículo de la escena; miré entonces a todos lados y seguí caminando con paso rápido pero normal. Esta decisión fue determinada por dos reflexiones: primero, que era grotesco que un hombre conocido corriera por la calle detrás de una muchacha; segundo, que no era necesario. Esto último era lo esencial, podría verla en cualquier momento, a la entrada o a la salida de la oficina. ¿A qué correr como loco? Lo importante, lo verdaderamente importante, era que recordaba la escena de la ventana: "La recordaba constantemente." Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas y solamente me reprochaba el haber perdido el control al pie del ascensor y ahora, otra vez, al correr como un loco detrás de ella, cuando era evidente que podría verla en cualquier momento en la oficina.

VII "¿EN LA OFICINA?", me pregunté de pronto en voz alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina? ¿Acaso sólo entra en una oficina la gente que trabaja allí? La idea de perderla por varios meses más, o quizá para siempre, me produjo un vértigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corrí como un desesperado; pronto me encontré en la puerta de la Compañía T. y ella no se veía por ningún lado. ¿Habría tomado ya el ascensor? Pensé interrogar al ascensorista, pero ¿cómo preguntarle? Podían haber subido ya muchas mujeres y tendría entonces que especificar detalles: ¿qué pensaría el ascensorista ? Caminé un rato por la vereda, indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el frente del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga esperanza de ver asomarse a la muchacha por una ventana?. Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme señas o cosas por el estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía: COMPAÑÍA T. Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con tranquilidad. Por el momento no vi otra solución. que entrar. Enérgicamente, penetré en el edificio y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no tenía ninguna relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más mínima complicación. El hecho de que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido. Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como había previsto, sin ninguna dificultad; alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando dije "octavo", pero sólo podría haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo perseguía en ese momento. Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a lo

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largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que no había pasado nada en absoluto. En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. "Claro que —pensé— si ha entrado por una gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie del edificio. Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se presentaban: 1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando. 2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar. 3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida. "De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres posibilidades." Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto. A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el café. A las seis y minutos empezó a salir el personal. A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o secretaria de un alto empleado ("Eso sí", pensé con una débil esperanza). A las siete todo había terminado.

VIII volvía a mi casa profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loco. Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura. O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí; no había otra posibilidad. Desde luego, esta última era la hipótesis más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día, frente a la entrada. Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la gestión para el otro día. También en este caso correspondía esperarla en la entrada. Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil volver al otro día a esperar. Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas con desesperación. Llegué a mi casa con una mezcla de sentimientos. Por un lado, cada vez que pensaba en la frase que ella había dicho ("La recuerdo constantemente"), mi corazón latía con violencia y sentí que se me abría una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intuí que una gran fuerza, hasta ese momento dormida, se MIENTRAS

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desencadenaría en mí. Por otro lado imaginé que podía pasar mucho tiempo antes de volver a encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontré diciendo en alta voz, varias veces: "¡Es necesario, es necesario!"

IX AL OTRO DÍA, temprano,

estaba ya parado frente a la puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los empleados, pero ella no apareció: era claro que no trabajaba allí, aunque restaba la débil hipótesis de que hubiera enfermado y no fuese a la oficina por varios días. Quedaba, además, la posibilidad de la gestión, de manera que decidí esperar toda la mañana en el café de la esquina. Había ya perdido toda esperanza (serían alrededor de las once y media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo. Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra: era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé de un brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra. Cuando habíamos caminado unas dos cuadras, me preguntó: —¿A dónde me lleva? —A la plaza San Martín. Tengo mucho que hablar con usted —le respondí, mientras seguía caminando con decisión, siempre arrastrándola del brazo. Murmuró algo referente a las oficinas de T., pero yo seguí arrastrándola y no oí nada de lo que me decía. Agregué: —Tengo muchas cosas que hablar con usted. No ofrecía resistencia: yo me sentía como un río crecido que arrastra una rama. Llegamos a la plaza y busqué un banco aislado. —¿Por qué huyó? —fue lo primero que le pregunté. Me miró con esa expresión que yo había notado el día anterior, cuando me dijo "la recuerdo constantemente": era una mirada extraña, fija, penetrante, parecía venir de atrás; esa mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos, pero no podía recordar dónde los había visto. —No sé —respondió finalmente—. También querría huir ahora. Le apreté el brazo. —Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho —le dije. Volvió a mirarme como si me escrutara, pero no hizo ningún comentario. Después fijó sus ojos en un árbol lejano. De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero tenía algo duro. El pelo era largo y castaño. Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero ¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son también elementos espirituales. No pude precisar en aquel momento, ni tampoco podría precisarlo ahora, qué era, en definitiva, lo que daba esa impresión de edad. Pienso que también podría ser el modo de hablar. —Necesito mucho de usted —repetí. No respondió: seguía mirando el árbol. —¿Por qué no habla? —le pregunté. Sin dejar de mirar el árbol, contestó: —Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para qué me puede necesitar. Le grité brutalmente: —¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende? Siempre mirando el árbol, musitó: —¿Para qué? No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé pensativo. ¿Para qué, en efecto? Hasta ese momento no me había hecho con claridad la pregunta y más bien había obedecido a una especie de instinto. Con una ramita comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.

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—No sé —murmuré al cabo de un buen rato—. Todavía no lo sé. Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez más los dibujos. —Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso... Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme esfuerzo. Grité: —¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, ¿entiende? Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar el árbol. —Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón. Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregué: —Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado importancia. —Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité: —¡No me hable de esos cretinos! Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por qué no creía en los críticos de arte: en fin, la teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé comentó: —Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado. Me indigné. —¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi asco. En cambio, usted... Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente: —¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión? —¿Qué opinión? —La de esa persona. La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza: —Usted piensa como yo. —¿Y qué es lo que piensa usted? —No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted siente como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar. No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo. —¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros? —Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa. Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que siente como yo. —No sé exactamente lo que piensa usted. Comenzaba a impacientarme. Le respondí secamente: —¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con palabras claras lo que siento, sería casi como pensar claro. ¿No es cierto? —Sí, es cierto. Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué: —Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial.

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—¿Qué obra anterior? —La anterior a la ventana. Me concentré nuevamente y luego dije: —No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más superficial. ¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo. —No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí mismo—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil. ¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes? Ella seguía en silencio. —Esa escena de la playa me da miedo —agregué después de un largo rato—, aunque sé que es algo más profundo. No, más bien quiero decir que me representa más profundamente a mí... Eso es. No es un mensaje claro, todavía, no, pero me representa profundamente a mí. Oí que ella decía: —¿Un mensaje de desesperanza, quizá? La miré ansiosamente: —Sí —respondí—, me parece que un mensaje de desesperanza. ¿Ve cómo usted sentía como yo? Después de un momento, preguntó: —¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? La observé con sorpresa. —No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa? Quedó un tiempo bastante largo sin responder; por fin volvió la cara y su mirada se clavó en mí. —La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo, como contestando a su propia pregunta—. Lo que importa es la verdad. —¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté. Casi con dureza, afirmó: —Claro que es verdadera. Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. "¿Por qué esa dureza?", me preguntaba, "¿por qué?" Quizá sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente, agregó: —Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan.

X QUEDAMOS en

vernos pronto. Me dio vergüenza decirle que deseaba verla al otro día o que deseaba seguir viéndola allí mismo y que ella no debería separarse ya nunca de mí. A pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas inexplicables. No sé ahora qué le dije en aquel momento, pero recuerdo que ella me respondió que debía irse. Esa misma noche le hablé por teléfono. Me atendió una mujer; cuando le dije que quería hablar con la señorita María Iribarne pareció vacilar un segundo, pero luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco. —Necesito verla, María —le dije—. Desde que nos separamos he pensado constantemente en usted cada segundo. Me detuve temblando. Ella no contestaba. —¿Por qué no contesta? —le dije con nerviosidad creciente. —Espere un momento —respondió. Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella parecía estar temblando. —No podía hablar —me explicó. —¿Por qué?

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—Acá entra y sale mucha gente. —¿Y ahora cómo puede hablar? —Porque cerré la puerta. Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme. —Necesito verla, María —repetí con violencia—. No he hecho otra cosa que pensar en usted desde el mediodía. Ella no respondió. —¿Por qué no responde? —Castel... —comenzó con indecisión. —¡No me diga Castel! —grité indignado. —Juan Pablo... —dijo entonces, con timidez. Sentí que una interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras. Pero María se había detenido nuevamente. —¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla? —Yo también —musitó. —¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad. —Que yo también no he hecho más que pensar. —¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable. —En todo. —¿Cómo en todo? ¿En qué? —En lo extraño que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... qué sé yo... La imprecisión siempre me ha irritado. —Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en usted —respondí—. Usted no me dice que haya pensado en mí. Pasó un instante. Luego respondió: —Le digo que he pensado en todo. —No ha dado detalles. —Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño... estoy tan perturbada... Claro que pensé en usted... Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles, no las generalidades. —¿Pero cómo, cómo?... —pregunté con creciente ansiedad—. Yo he pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil cuando miraba el árbol, en su pelo castaño, en sus ojos duro y cómo de pronto se hacen blandos, en su forma de caminar... —Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene gente. —La llamaré mañana temprano —alcancé a decir, con desesperación. —Bueno —respondió rápidamente. (…)

XIII NECESITABA despejarme y pensar con tranquilidad. Caminé por Posadas hacia el lado de la Recoleta.

Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas, sentimientos de amor y de odio, preguntas, resentimientos y recuerdos se mezclaban y aparecían sucesivamente. ¿Qué idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a buscar una carta y hacérmela entregar por el marido? ¿Y cómo no me había advertido que era casada? ¿Y qué diablos tenía que hacer en la estancia con el sinvergüenza de Hunter? ¿Y por qué no había esperado mi llamado telefónico? Y ese ciego, ¿qué clase de bicho era? Dije ya que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora que los ciegos no me gustan nada y que siento delante de ellos una impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras. Si se agrega el hecho de leer delante de él una carta de la mujer que decía Yo también pienso en usted, no es difícil adivinar la sensación de asco que tuve en aquellos momentos. Traté de ordenar un poco el caos de mis ideas y sentimientos y proceder con método, como acostumbro. Había que empezar por el principio, y el principio (por lo menos el inmediato) era, evidentemente, la conversación por teléfono. En esa conversación había varios puntos oscuros.

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En primer término, si en esa casa era tan natural que ella tuviera relaciones con hombres, como lo probaba el hecho de la carta a través del marido, ¿por qué emplear una voz neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada ? Luego, ¿ qué significaba esa aclaración de que "cuando está la puerta cerrada saben que no deben molestarme"? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener conversaciones triviales con personas amigas de la casa: había que suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra. Pero entonces había en su vida otras personas como yo. ¿Cuántas eran? ¿Y quiénes eran? Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué hablar por teléfono si podía verlo en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes eran los otros, en ese caso? Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le he dicho que he pensado en todo?" Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien precisa con una carta. "Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la volví a leer: Yo también pienso en usted, MARÍA La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía. ¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos... Esa impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis: ¿acaso el marido no la llamaba también María? Y seguramente Hunter también la llamaría así, ¿ de qué otra manera podía llamarla? ¿Y las otras personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me imagino que nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice "señorita Iribarne". ¡"Señorita Iribarne"! Ahora caía en la cuenta de la vacilación que había tenido la mucama la primera vez que hablé por teléfono: ¡Qué grotesco! Pensándolo bien, era una prueba más de que ese tipo de llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que alguien preguntó por la "señorita Iribarne" la mucama, extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando lo de señora. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama había terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me corrigió. Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad de deducciones. Empecé por el hecho más extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me transmitió la mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni ella me había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusión: María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido. Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente complicada: podía ser que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podía ser el marido el que experimentase placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas quedaba una natural: María había querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante. Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas páginas se pronunciarán por esta última hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la época en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Un ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general, se considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el mayor desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su

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título de generoso. Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por día para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación! Pero volvamos a la carta. Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma hipótesis, pues se derrumba al menor análisis. "María quería hacerme saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de seguir adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito, de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no decía que era casada, corno yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso. Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿ Era posible que María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había divertido juntando dos seres semejantes? De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí. Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué a imaginar su rostro, su mirada — esa mirada que me recordaba algo que no podía precisar—, su forma profunda y melancólica de razonar. Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de soledad se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas tan absurdas ? Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones acerca del teléfono, la carta, la estancia, Hunter. Pero no pude. (…)

XVI AMABA desesperadamente

a María y no obstante la palabra amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con ansiedad su retorno de la estancia para decírsela. Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días, creció en mí una especie de locura. Le escribí una segunda carta que simplemente decía: "¡Te quiero, María, te quiero, te quiero!" A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas únicas palabras: "Tengo miedo de hacerte mucho mal." Le contesté en el mismo instante: "No me importa lo que puedas hacerme. Si no pudiera amarte me moriría. Cada segundo que paso sin verte es una interminable tortura." Pasaron días atroces, pero la contestación de María no llegó. Desesperado, escribí: "Estás pisoteando este amor." Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa. Excepto la palabra María, pronunciada repetidamente, no atiné a decir nada, ni tampoco me habría sido posible: mi garganta estaba contraída de tal modo que no podía hablar distintamente. Ella me dijo: —Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue. Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa. —Te quiero ver en seguida —dije. —Sí, nos veremos hoy mismo —respondió. —Te espero en la plaza San Martín —le dije. María pareció vacilar. Luego respondió: —Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho. ¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡ Qué ternura sentía en mi alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los

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chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡ La hermosura del mundo! ¡ Si es para morirse de risa! Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María que se acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su cara, pero reconocí su manera de caminar. Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella permanecía en silencio. —¿Por qué te fuiste a la estancia? —pregunté por fin, con violencia—. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada? Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió. —Me haces mal, Juan Pablo —dijo suavemente. —¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes? No decía nada. —¿Por qué? ¿Por qué? Por fin respondió: —¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no. Le volví a estrujar el brazo con rabia. —No —le respondí—. No es de mí que deseo hablar: deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber si me querés. No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente. —Ah... entonces no me querés —dije con amargura. Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente: —Claro que te quiero... ¿por qué hay que decir ciertas cosas? —Sí —le respondí—, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés? Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo así. —Has estado sonriendo —dije con rabia. —¿Sonriendo? —preguntó asombrada. —Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles. —¿En qué detalles te has fijado? —preguntó. —Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa. —¿Y de qué podía sonreír? —volvió a decir con dureza. —De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé yo... Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda. María se levantó de golpe. —¿Qué pasa? —pregunté asombrado. —Me voy —repuso secamente. Me levanté como un resorte. —¿Cómo, que te vas? —Sí, me voy. —¿Cómo, que te vas? ¿Por qué? No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos. —¿Por qué te vas? —Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia. —¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en vez de responderme sonreís y además te enojas. Claro que es para no entenderte. —Imaginas que he sonreído —comentó con sequedad.

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—Estoy seguro. —Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso. No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa sino algo así como un rastro en una cara ya seria. —No sé, María, perdóname —dije abatido—. Pero tuve la seguridad de que habías sonreído. Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que su mano tomaba mi brazo con ternura. Oí en seguida su voz, ahora débil y dolorida: —¿Pero cómo pudiste pensarlo? —No sé, no sé —repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me acarició la cabeza como lo había hecho al comienzo. —Te advertí que te haría mucho mal —me dijo al cabo de unos instantes de silencio—. Ya ves como tenía razón. —Ha sido culpa mía —respondí. —No, quizá ha sido culpa mía —comentó pensativamente, como si hablase consigo misma. "Qué extraño", pensé. —¿Qué es lo extraño? —preguntó María. Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después) que era capaz de leer los pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz alta, sin darme cuenta. —¿Qué es lo extraño? —volvió a preguntarme, porque yo, en mi asombro, no había respondido. —Qué extraño lo de tu edad. —¿De mi edad? —Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés? Rió. —¿Qué edad crees que tengo? —Eso es precisamente lo extraño —respondí—. La primera vez que te vi me pareciste una muchacha de unos veintiséis años. —¿Y ahora? —No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no físico me hacía pensar... —¿Qué te hacía pensar? —Me hacía pensar en muchos años. A veces siento como si yo fuera un niño a tu lado. —¿Qué edad tenés vos? —Treinta y ocho años. —Sos muy joven, realmente. Me quedé perplejo. No porque creyera que mi edad fuese excesiva sino porque, a pesar de todo, yo debía de tener muchos más años que ella; porque, de cualquier modo, no era posible que tuviese más de veintiséis años. —Muy joven —repitió, adivinando quizá mi asombro. —Y vos, ¿qué edad tenés? —insistí. —¿Qué importancia tiene eso? —respondió seriamente. —¿Y por qué has preguntado mi edad? —dije, casi irritado. —Esta conversación es absurda —replicó—. Todo esto es una tontería. Me asombra que te preocupes de cosas así. ¿Yo preocupándome de cosas así? ¿Nosotros teniendo semejante conversación? En verdad ¿cómo podía pasar todo eso? Estaba tan perplejo que había olvidado la causa de la pregunta inicial. No, mejor dicho, no había investigado la causa de la pregunta inicial. Sólo en mi casa, horas después, llegué a darme cuenta del significado profundo de esta conversación aparentemente tan trivial.

XVII DURANTE más

de un mes nos vimos casi todos los días. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo.

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María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor dé los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor. Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo? En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de verdadero amor. Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿ Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso. Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios. Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura. —Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te mataré como a un perro. Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio.

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Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsucio, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación. Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama.

XVIII MIS INTERROGATORIOS, cada día más frecuentes y retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores. Una vez le pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de "señora de Allende". Sonrió y me dijo: —¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso? —Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando sus ojos. —Es una costumbre de familia —me respondió, abandonando la sonrisa. —Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté por la "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de responderme. —Te habrá parecido. —Puede ser. Pero ¿por qué no me corrigió? María volvió a sonreír, esta vez con mayor intensidad. —Te acabo de explicar —dijo— que es costumbre nuestra, de manera que la mucama también lo sabe. Todos me llaman María Iribarne. —María Iribarne me parece natural, pero menos natural me parece que la mucama se extrañe tan poco cuando te llaman "señorita". —Ah... no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendía. Bueno, no es lo acostumbrado y quizá eso explica la vacilación de la mucama. Se quedó pensativa, como si por primera vez advirtiese el problema. —Y sin embargo no me corrigió —insistí. —¿Quién? —preguntó ella, como volviendo a la conciencia. —La mucama. No me corrigió lo de señorita. —Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente ninguna importancia y no sé qué querés demostrar. —Quiero demostrar que probablemente no era la primera vez que se te llamaba señorita. La primera vez la mucama habría corregido. María se echó a reír. —Sos completamente fantástico —dijo casi con alegría, acariciándome con ternura. Permanecí serio. —Además —proseguí—, cuando me atendiste por primera vez tu voz era neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la puerta. Luego seguiste hablando con voz tierna. ¿ Por qué ese cambio ? —Pero, Juan Pablo —respondió, poniéndose seria—, ¿ cómo podía hablarte así delante de la mucama? —Sí, eso es razonable; pero dijiste: "cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme". Esa frase no podía referirse a mí, puesto que era la primera vez que te hablaba. Tampoco se podía referir a Hunter, puesto que lo podes ver cuantas veces quieras en !a estancia. Me parece evidente que debe de haber otras personas que te hablan o que te hablaban. ¿No es así?

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María me miró con tristeza. —En vez de mirarme con tristeza podrías contestar —comenté con irritación. —Pero, Juan Pablo, todo lo que estás diciendo es una puerilidad. Claro que hablan otras personas: primos, amigos de la familia, mi madre, qué sé yo... —Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no hay necesidad de esconderse. —¡ Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! —respondió con violencia. —No te excites. Vos misma me has hablado en una oportunidad de un tal Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu madre. María quedó muy abatida. —Pobre Richard —comentó dulcemente. —¿Por qué pobre? —Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo algo de culpa. Me escribía canas terribles, pero nunca pude hacer nada por él. Pobre, pobre Richard. —Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas. —¿Para qué, si ya ha muerto? —No importa, me gustaría lo mismo. —Las quemé todas. —Podías haber dicho de entrada que las habías quemado. En cambio me dijiste "¿para qué, si ya ha muerto?" Siempre lo mismo. Además ¿por qué las quemaste, si es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me confesaste que guardas todas tus cartas de amor. Las cartas de ese Richard debían de ser muy comprometedoras para que hayas hecho eso. ¿ O no? —No las quemé porque fueran comprometedoras, sino porque eran tristes. Me deprimían. —¿Por qué te deprimían? —No sé... Richard era un hombre depresivo. Se parecía mucho a vos. —¿Estuviste enamorada de él? —Por favor... —¿Por favor qué? —Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea... —No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan tremendas que juzgas mejor quemarlas, se suicida y pensás que mi idea es descabellada. ¿Por qué? —Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él. —¿Porqué no? —No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo. —Dijiste que se parecía a mí. —Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto sentido, pero no que fuera idéntico. Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa. —Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las cartas. —Te repito que las quemé porque me deprimían. —Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo prueba que las releíste hasta quemarlas. Y si las releías sería por algo, por algo que debería atraerte en él. —Yo no he dicho que no me atrajese. —Dijiste que no era tu tipo. —Dios mío, Dios mío. La muerte tampoco es mi tipo y no obstante muchas veces me atrae. Richard me atraía casi como me atrae la muerte o la nada. Pero creo que uno no debe entregarse pasivamente a esos sentimientos. Por eso tal vez no lo quise. Por eso quemé sus cartas. Cuando murió, decidí destruir todo lo que prolongaba su existencia. Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el que más me torturó, porque al fin y al cabo de él llegué a saber bastante. Eran las personas desconocidas, las sombras que jamás mencionó y que sin embargo yo sentía moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores cosas de María las imaginaba precisamente con esas sombras

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anónimas. Me torturaba y aún hoy me tortura una palabra que se escapó de sus labios en un momento de placer físico. Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno que echó tremenda luz acerca de María y su amor. (…)

XX YA ANTES de

decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad. Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas. Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más. Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche. Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo. Algo se había roto entre nosotros. (…)

XXVII La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí

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que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada condición? Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno. —Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este mar y este cielo. Después de un tiempo, agregó: —A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medías palabras, tu mensaje cifrado. Yo no decía nada. Herniosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. "Nunca más, nunca más", pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. Oí fragmentos: "Dios mío... muchas cosas en esta eternidad que estamos juntos... cosas horribles... no sólo somos este paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de insignificancia..." El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que éramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el pensamiento de que también ella podía serlo, que seguramente lo era. ¿Cómo? —pensaba—, ¿con quiénes, cuándo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De pronto oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír algo de hechos "tormentosos y crueles", que habían pasado con ese otro primo. Me pareció que María me había estado haciendo una preciosa confesión y que yo, como un estúpido, la había perdido. —¡Qué hechos, tormentosos y crueles! —grité. Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había caído en una especie de sopor, también ella parecía estar sola. Pasó un largo tiempo, quizá media hora. Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho en otros momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo y así quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte: ¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡ Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en el barro. (…)

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XXIX Los DÍAS que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien recuerdo con increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 2 5 de Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger después de una gran inundación: María en el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la estación Allende, un almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La estancia, María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Hunter mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando una botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita. Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas. Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir una carta a María. Primero escribí que deseaba darle una explicación por mi fuga de la estancia (taché "fuga" y puse "ida"). Agregué que apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché "por mí" y puse "por mi persona"). Que comprendía que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse "calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin comprender cómo era posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí, al mismo tiempo que se acostaba con Hunter. Con el agravante —agregué— de que también se acostaba con el marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que pensar, etcétera. Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada. (…)

XXXIV de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido, cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los bancos que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en aquel entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había creído en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ANTES

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ahora todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de nosotros? Al ver esos bancos, esos árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso amor que nos unía. A medida que avanzaba en estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin condiciones y más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida. Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media, alarmado, enloquecido, volví a llamarla por teléfono. Me dijeron que se había vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que hacía, le grité a la mucama: —¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco! —Yo no sé nada, señor —me respondió algo asustada—. La señora salió en auto hace un rato y dijo que se quedaría allá una semana por lo menos. (…)

XXXV ERAN LAS SEIS de la tarde. Calculé que con el auto

de Mapelli podía llegar en cuatro horas, de modo que a las

diez estaría allá. "Buena hora", pensé. En cuanto salí al camino a Mar del Plata, lancé el auto a ciento treinta kilómetros y empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente, melancólicamente. En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa, de odio y de amor: había simulado una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al llamar por segunda vez a lo de Allende y eso me amargaba. ¡ Ella, María, podía reírse con frivolidad, podía entregarse a ese cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella! Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible. Por el otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo! Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el camino real, para no llamar la atención con el ruido del motor y caminé. El calor era insoportable, había una agobia-dora calma y sólo se oía el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pensé que todavía estarían en el comedor. Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano. Era natural que salieran después de comer. Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar la salida de gente por la escalinata y esperé.

XXXVI FUE UNA ESPERA interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de

los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar

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inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado. ¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

XXXVII de este inmenso tiempo de mares y túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo. Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de qué?", pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras. ¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría hablar María con ese infecto personaje? ¿Y en qué lenguaje? ¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo hombre del túnel y de los mensajes secretos? Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba ya sobre nosotros, negra, desgarrada por los relámpagos y truenos. El pampero soplaba con fuerza y comenzaron las primeras gotas. Tuvieron que DESPUÉS

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correr a refugiarse en la casa. Mi corazón comenzó a latir con dolorosa violencia. Desde mi escondite, entre los árboles, sentí que asistiría, por fin, a la revelación de un secreto abominable pero muchas veces imaginado. Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazón. Pero la otra luz no se encendió. ¡ Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez. (…)

XXXVIII DE PIE entre los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro dormitorio. Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, caminé por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente: —¿Qué vas a hacer, Juan Pablo? Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí: —Tengo que matarte, María. Me has dejado solo. Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre. Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común. Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la madrugada. Desde un café telefoneé a la casa de Allende, lo hice despertar y le dije que debía verlo sin pérdida de tiempo. Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor, con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de un brazo y lo arrastré dentro. El polaco, como un idiota, vino detrás y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas salió, le grité al ciego: —¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter! La cara de Allende se puso mortalmente rígida. —¡ Imbécil! —gritó entre dientes, con un odio helado. Exasperado por su incredulidad, le grité: —¡ Usted es el imbécil! ¡ María era también mi amante y la amante de muchos otros! Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía de piedra. —¡Sí! —grité—. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañar a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie! —¡ Insensato! —aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí con unas manos que parecían garras. Me hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose. Con increíble rapidez, se incorporó y me persiguió por toda la sala, tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba con un llanto seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra: ¡insensato! Escapé a la calle por la escalera, después de derribar al mucamo que quiso interponerse. Me poseían el odio, el desprecio y la compasión. Cuando me entregué, en la comisaría, eran casi las seis.

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A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un nuevo día, con un cielo ya sin nubes. Pensé que muchos hombres y mujeres comenzarían a despertarse y luego tomarían el desayuno y leerían el diario e irían a la oficina, o darían de comer a los chicos o al gato, o comentarían el film de la noche anterior. Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo.

XXXIX de encierro he intentado muchas veces razonar la última palabra del ciego, la palabra insensato. Un cansancio muy grande, o quizá oscuro instinto, me lo impide reiteradamente. Algún día tal vez logre hacerlo y entonces analizaré también los motivos que pudo haber tenido Allende para suicidarse. Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los médicos se ríen a mis espaldas, como sospecho que se rieron durante el proceso cuando mencioné la escena de la ventana. Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto, estos cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su estúpido punto de vista. Y los muros de este infierno serán, así, EN ESTOS MESES

ERNESTO SABATO: INFORME SOBRE CIEGO (1961) INICIO: ¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además? Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una

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estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo. De ese modo empezó la etapa final de mi existencia. Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso. Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido. Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo. Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias. Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el MUNDO DE LOS CIEGOS, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficientemente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto. Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad. Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hace marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables. Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.

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FINAL Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí. Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables .¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso, ¡y sobre todo!, la tenebrosa jornada final. También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio. La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad? Aquí termino, pues, mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo. Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome.

ERNESTO SABATO: ENSAYOS: LA RESISTENCIA (2000) QUINTA CARTA: LO PEOR ES EL VÉRTIGO En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido. El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera

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parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos? .El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños. Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese "zapping"; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. ste común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito. En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del dialogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos. La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados. .Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿Cómo habrían de abandonar esa vida? La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar. Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia. La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es tragicamnete peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización

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personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya. Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la convicción de que podríamos a vencer el miedo que nos paraliza como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo?. No, he tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados. Quiero decirles que no lo podía hacer por que ya estaba adentro, involucrado. Así es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de las veces los hombres no nos acercamos, siquiera al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres nos reclaman. Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las calles del mundo. Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones. .De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia. Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que pueden abrir horizontes hasta el momento inesperados. Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino si salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora. Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a

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asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos. .El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 7

EL MODERNISMO. POESIAS Y CUENTOS

01. Aplicar la GUIA DE ANALISIS a los cuentos de HORACIO QUIROGA: A LA DERIVA, EL HIJO, EL HOMBRE MUERTO, LOS MENSU. 02. Recrear el ESCENARIO y la GEOGRAFIA en el que se desarrollan los cuatro cuentos: la SELVA MISIONERA. 03. Determinar el ESTILO de QUIROGA en la escritura y en la producción de sus cuentos. 04. BIOGRAFIA de Horacio Quiroga. Obras producidas. Presentar nuevos cuentos. 05. Relacionar los diversos cuentos con los cortos y videos producidos para recrearlos. 06. Revisar la CONDICION SOCIAL Y LABORAL de los habitantes de la zona y de los obrajes de Misiones. 07. Recreación GRAFICA, FILMICA o LITERARIA de los cuentos o de sus argumentos. 08. 09. 10. 11.

Aplicar la GUIA DE ANALISIS a todas las producciones de ALFONSINA STORNI. Determinar los CARACTERES de su estilo en la creación poética. BIOGRAFIA de Alfonsina Storni. Sus Obras. Presentar nuevas poesías. Trabajar las re-creaciones que se han realizado de la obra de Alfonsina.

12. 13. 14. 15.

Aplicar la GUIA DE ANALISIS a todas las poesías de RUBEN DARIO. Presentar los indicadores de SU ESTILO en sus creaciones. BIOGRAFIA de Rubén Darío. Sus obras. Nuevas poesías o escritos. Recreación: literaria, grafica o de imágenes y sonidos.

16. Aplicar la GUIA DE ANALISIS a los CUENTOS de LUGONES: UN FENOMENO INEXPLICABLE, EL ESCUERZO, YZUR 17. Aplicar la GUIA DE ANALISIS a las POESIAS de LUGONES 18. ESTILO y caracteres de su escritura. Presentar nuevas poesías o escritos. 19. BIOGRAFIA de Leopoldo Lugones. Ideas y compromiso político. Sus obras. 20. Revisar producciones CINEMATOGRAFICAS sobre sus obras. Por ejemplo: LA GUERRA GAUCHA. 21. Investigar y trabajar el LENGUAJE en los SERES HUMANOS y en los ANIMALES: la versión de LUGONES y las TEORIAS ACTUALES. 22. Presentar los CARACTERES DEL MODERNISMO y – en forma de CUADRO – lo que específicamente se encuentra en cada uno de los autores: QUIROGA, STORNI, DARIO, LUGONES.

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HORACIO QUIROGA: A LA DERIVA El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

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La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves... Y cesó de respirar.

HORACIO QUIROGA: EL HIJO Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente. —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado. —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre. —Sí, papá —repite el chico. Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

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Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo. Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo. Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca. Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe... No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas. Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo! El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas. De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones. Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza. Horrible caso .. Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir. En ese instante, no muy lejos suena un estampido. —La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte... Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea. El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical. El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto. El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..? El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo. ¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte.

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Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón. Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia... La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo. Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo. Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano... El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro... Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte. —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz. Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir. —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas. Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su... —¡Chiquito..! ¡Mi hijo! Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo. A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos. —Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo. La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza: —Pobre papá... En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres.. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa. —¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero. —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí... —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito! —Piapiá... —murmura también el chico. Después de un largo silencio: —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre. —No. Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad. ................................... Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.

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A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

HORACIO QUIROGA: EL HOMBRE MUERTO

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo. Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía. El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento? Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir. El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...

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¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia. ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere. El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente. ¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas. ...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá! ¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido. ...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado. Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

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HORACIO QUIROGA: LOS MENSÚ Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Silex, con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluida, y con pasaje gratis, por lo tanto. Cayé--mensualero--llegaba en iguales condiciones, más al año y medio, tiempo necesario para cancelar su cuenta. Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje, era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí. De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura. Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú. Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas--robado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú realmente posee, es un desprendimiento brutal de su dinero. Por su parte Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro--y revólver 44 en el cinto, desde luego--repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo mañana y tarde por las calles caldeadas, una infección de tabaco negro y extracto de obraje. La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio 1.40, que guardaban sin ojear siquiera. Así en constantes derroches de nuevos adelantos—necesidad irresistible de compensar con siete días de gran señor las miserias del obraje--el Silex volvió a remontar el río. Cayé llevó compañera, y ambos, borrachos como los demás peones, se instalaron en el puente, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados, perros, mujeres y hombres.

Al día siguiente, ya despejada las cabezas, Podeley y Cayé examinaron sus libretas: era la primera vez que lo

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hacían desde la contrata. Cayé había recibido 120 en efectivo, y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75, respectivamente. Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si un mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No recordaban haber gastado ni la quinta parte. --¡Añá...!--murmuró Cayé--No voy a cumplir nunca... Y desde ese momento tuvo sencillamente--como justo castigo de su despilfarro--la idea de escaparse de allá. La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley. --Vos tenés suerte... dijo.--Grande, tu anticipo... --Vos traés compañera--objetó Podeley--eso te cuesta para tu bolsillo... Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados. Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar. A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuere el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y sobre ella, cinco cigarros. Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje, y volverse en el mismo vapor a Posadas a derrochar un nuevo anticipo. Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos. Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, quedando así satisfecho. Habían llegado, por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el "Silex" aparecía mezquino y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní, bien que alegres todos, despidieron al vapor, que debía ahogar, en una baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, patchulí y mulas enfermas, que durante cuatro días remontó con él. ……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………… Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida de obraje no era dura. Hecho a ella, domada su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón, su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo--techo y pared sur--dió nombre de cama a ocho varas horizontales, nada más; y de un horcón colgó la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta de madera; el desayuno a las ocho, harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís

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y mosquitos; después el almuerzo, esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa, para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará del mediodía. Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegaban en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a proveerse. Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos por machete, y ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra-justicia, que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día y noche a su gente, y en especial a los mensualeros. Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes para contener la alzaprima, que bajaba a todo escape, rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma. Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados y yoparás, que el pregusto de la huída tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revólver, y ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera un 44!... La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada. La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío lavaba la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé esperó dos noches, y a la tercera fué a casa de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando, resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente de la dama— cosa rara en el gremio--Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pareció excesivo al mensú. Concluyóse por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44, para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquellos. ………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………. El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los mensú. Podeley, libre hasta entonces, sintióse un día con tal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes qué podía hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió un ligero cosquilleo en la espalda. Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hormigueo a flor de estremecimiento. Sentóse filosóficamente a tomar mate, y media hora después un hondo y largo escalofrío recorrióle la espalda bajo la camisa. No había nada que hacer. Se echó en la cama, tiritando de frío, doblado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, castañeaban a más no poder. Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía, y Podeley fué a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente

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bajó los paquetes sin mirar casi al enfermo, quien volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura aquella. Al volver al monte, halló al mayordomo. --Vos también--le dijo éste, mirándolo--y van cuatro. Los otros no importa... poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta? --Falta poco... pero no voy a poder trabajar... --¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana. --Hasta mañana--se alejó Podeley talones acababa de sentir un leve cosquilleo.

apresurando

el

paso,

porque

en

los

El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley aplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera ir más allá de uno o dos metros. El descanso absoluto a que se entregó por tres días—bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado-no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier vuelta de picada. Y bajó de nuevo al almacén. --¡Otra vez vos!--lo recibió el mayordomo.--Eso no anda bien... ¿No tomaste quinina? --Tomé... No me hallo con esta fiebre... No puedo trabajar. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane... El mayordomo que quedaba allí.

contempló

aquella

ruina,

y

no

estimó

en

gran

cosa

la

vida

--¿Cómo está tu cuenta?--preguntó otra vez. --Debo veinte pesos todavía... El sábado entregué... Me hallo muy enfermo... --Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar. Abajo... podés morirte. Curate aquí, y arreglás tu cuenta en seguida. ¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano. Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite ante su patrón un mensú de talla. --¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir!--replicó el mayordomo.--¡Pagá tu cuenta primero, y después veremos! Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo de desquite. Fué a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse el próximo domingo. Pero al día siguiente, viernes, hubo en el obraje inusitado movimiento.

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--¡Ahí tenés!--gritó el mayordomo, tropezando con Podeley.--Anoche se han escapado tres... ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos también eran cumplidores! ¡Como vos! Pero antes vas a reventar aquí, que salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben! La decisión de huir, y sus peligros, para los que el mensú necesita todas sus fuerzas, es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo, por lo demás, había ya llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría. Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada; Podeley caminaba mal. Y aún así... La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca: --¡A la cabeza! ¡A los dos! Y un momento después surgían de un recodo de la picada, el capataz y tres peones corriendo. La cacería comenzaba. Cayé amartilló su revólver sin dejar de avanzar. --¡Entregáte, añá!--gritóles el capataz. --Entremos en el monte--dijo Podeley.--Yo no tengo fuerza para mi machete. --¡Volvé o te tiro!--llegó otra voz. --Cuando estén más cerca...--comenzó Cayé.--Una bala de winchester pasó silbando por la picada. --¡Entrá!--gritó Cayé a su compañero.--Y parapetándose tras un árbol, descargó hacia allá los cinco tiros de su revólver. Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la corteza del árbol. --¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza...! --¡Andá no más!--instó Cayé a Podeley.--Yo voy a... Y tras nueva descarga, entró en el monte. Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos. A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores lo presumían; pero como dentro del monte, el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves... El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió con dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo. Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres.

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El sol estaba muy alto ya, cuando a la mañana siguiente encontraron al riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de enroscarse a tiritar. Cayé, pues, construyó solo la jangada--diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada. A los diez segundos de concluída se embarcaron. Y la hangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná. Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó. En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían, y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua. Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados. El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No sabían... un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos de espaldas. Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándose en el revólver para levantarse, y apuntó. Volaba de fiebre. --¡Pasá, añá!... Cayé vió que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió: --¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río! Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo. Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente, y desapareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo. Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero, recogiendo el revólver caído; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, cegados por elagua, murmuró: --Cayé... caray... Frío muy grande... Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su tumba de agua. Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el mensú agotó las raíces y gusanos posible; perdió poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná.

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El Silex, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi moribundo. Su felicidad transformóse en terror, al darse cuenta al día siguiente de que el vapor remontaba el río. --¡Por favor te pido!--lloriqueó ante el capitán--¡No me bajen en Puerto X! ¡Me van a matar!... ¡Te lo pido de veras!... El Silex volvió a Posadas, llevando con él al mensú empapado aún en pesadillas nocturnas. Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, con nueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.

ALFONSINA STORNI: POEMAS

ALFONSINA STORNI : LA CARICIA PERDIDA

ALFONSINA STORNI: EL DIVINO AMOR

Se me va de los dedos la caricia sin causa, se me va de los dedos... En el viento, al pasar, la caricia que vaga sin destino ni objeto, la caricia perdida ¿quién la recogerá?

Te ando buscando, amor que nunca llegas, te ando buscando, amor que te mezquinas, me aguzo por saber si me adivinas, me doblo por saber si te me entregas.

Pude amar esta noche con piedad infinita, pude amar al primero que acertara a llegar. Nadie llega. Están solos los floridos senderos. La caricia perdida, rodará... rodará...

Las tempestades mías, andariegas, se han aquietado sobre un haz de espinas; sangran mis carnes gotas purpurinas porque a salvarme, ¡oh niño!, te me niegas.

Si en los ojos te besan esta noche, viajero, si estremece las ramas un dulce suspirar, si te oprime los dedos una mano pequeña que te toma y te deja, que te logra y se va.

Mira que estoy de pie sobre los leños, que a veces bastan unos pocos sueños para encender la llama que me pierde.

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa, si es el aire quien teje la ilusión de besar, oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos, en el viento fundida, ¿me reconocerás?

Sálvame, amor, y con tus manos puras trueca este fuego en límpidas dulzuras y haz de mis leños una rama verde.

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ALFONSINA STORNI: EL RUEGO

ALFONSINA STORNI: LO INACABABLE

Señor, Señor, hace ya tiempo, un día soñé un amor como jamás pudiera soñarlo nadie, algún amor que fuera la vida toda, toda la poesía.

No tienes tú la culpa si en tus manos mi amor se deshojó como una rosa: Vendrá la primavera y habrá flores... El tronco seco dará nuevas hojas.

Y pasaba el invierno y no venía, y pasaba también la primavera, y el verano de nuevo persistía, y el otoño me hallaba con mi espera.

Las lágrimas vertidas se harán perlas de un collar nuevo; romperá la sombra un sol precioso que dará a las venas la savia fresca, loca y bullidora.

Señor, Señor; mi espalda está desnuda, ¡haz estallar allí, con mano ruda el látigo que sangra a los perversos!

Tú seguirás tu ruta; yo la mía y ambos, libertos, como mariposas perderemos el polen de las alas y hallaremos más polen en la flora.

Que está la tarde ya sobre mi vida, y esta pasión ardiente y desmedida la he perdido, ¡Señor, haciendo versos!

Las palabras se secan como ríos y los besos se secan como rosas, pero por cada muerte siete vidas buscan los labios demandando aurora. Mas... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera! ¡Y toda primavera que se esboza es un cadáver más que adquiere vida y es un capullo más que se deshoja!

ALFONSINA STORNI: VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, Tenme prestas las sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados. Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera; una constelación; la que te guste; todas son buenas: bájala un poquito. Déjame sola: oyes romper los brotes... Te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que olvides...Gracias. Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido...

ALFONSINA STORNI: DOS PALABRAS

Esta noche al oído me has dicho dos palabras Comunes. Dos palabras cansadas De ser dichas. Palabras Que de viejas son nuevas. Dos palabras tan dulces que la luna que andaba Filtrando entre las ramas Se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras Que una hormiga pasea por mi cuello y no intento Moverme para echarla. Tan dulces dos palabras -Que digo sin quererlo- ¡oh, qué bella, la vida!Tan dulces y tan mansas Que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman. Tan dulces y tan bellas Que nerviosos, mis dedos, Se mueven hacia el cielo imitando tijeras. Oh, mis dedos quisieran Cortar estrellas.

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VERSOS OTOÑALES

EL ENGAÑO

Soy tuya, Dios lo sabe por qué, ya que comprendo Que habrás de abandonarme, fríamente, mañana, Y que, bajo el encanto de mis ojos, te gana Otro encanto el deseo, pero no me defiendo.

Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas, he sentido el otoño; sus achaques de viejo me han llenado de miedo; me ha contado el espejo que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas...

Espero que esto un día cualquiera se concluya, Pues intuyo, al instante, lo que piensas o quieres. Con voz indiferente te hablo de otras mujeres Y hasta ensayo el elogio de alguna que fue tuya.

¡Que curioso destino! Me ha golpeado a las puertas en plena primavera para brindarme nieve y mis manos se hielan bajo la presión leve de cien rosas azules sobre sus dedos muertas

Pero tú sabes menos que yo, y algo orgulloso De que te pertenezca, en tu juego engañoso Persistes, con un aire de actor del papel dueño.

Ya me siento invadida totalmente de hielo; castañean mis dientes mientras el sol, afuera, pone manchas de oro, tal como en primavera, y ríe en la ensoñada profundidad del cielo.

Yo te miro callada con mi dulce sonrisa, Y cuando te entusiasmas, pienso: no te des prisa, No eres tú el que me engaña; quien me engaña /es mi sueño.

Y lloro lentamente, con un dolor maldito... con un dolor que pesa sobre mis fibras todas, ¡Oh, la palida muerte que me ofrece sus bodas y el borroso misterio cargado de infinito! ¡Pero yo me rebelo!... ¿Cómo esta forma humana que costó a la materia tantas transformaciones me mata, pecho adentro, todas las ilusiones y me brinda la noche casi en plena mañana?

TU ME QUIERES BLANCA Tú me quieres alba, Me quieres de espumas, Me quieres de nácar. Que sea azucena Sobre todas, casta. De perfume tenue. Corola cerrada Ni un rayo de luna Filtrado me haya. Ni una margarita Se diga mi hermana. Tú me quieres nívea, Tú me quieres blanca, Tú me quieres alba. Tú que hubiste todas Las copas a mano, De frutos y mieles

Tú que el esqueleto Conservas intacto No sé todavía Por cuáles milagros, Me pretendes blanca (Dios te lo perdone), Me pretendes casta (Dios te lo perdone), ¡Me pretendes alba! Huye hacia los bosques, Vete a la montaña; Límpiate la boca; Vive en las cabañas; Toca con las manos La tierra mojada; Alimenta el cuerpo Con raíz amarga; Bebe de las rocas;

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Los labios morados. Tú que en el banquete Cubierto de pámpanos Dejaste las carnes Festejando a Baco. Tú que en los jardines Negros del Engaño Vestido de rojo Corriste al Estrago.

Duerme sobre escarcha; Renueva tejidos Con salitre y agua; Habla con los pájaros Y lévate al alba. Y cuando las carnes Te sean tornadas, Y cuando hayas puesto En ellas el alma Que por las alcobas Se quedó enredada, Entonces, buen hombre, Preténdeme blanca, Preténdeme nívea, Preténdeme casta.

ALFONSINA Y EL MAR ARIEL RAMIREZ Y FELIZ LUNA

Por la blanda arena que lame el mar su pequeña huella no vuelve más un sendero solo de pena y silencio llegó hasta el agua profunda un sendero solo de penas mudas llegó hasta la espuma.

Cinco sirenitas te llevarán por caminos de algas y de coral y fosforescentes caballos marinos harán una ronda a tu lado y los habitantes del agua van a jugar pronto a tu lado.

Sabe dios qué angustia te acompañó qué dolores viejos calló tu voz para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas la canción que canta en el fondo oscuro del mar la caracola.

Bájame la lámpara un poco más déjame que duerma nodriza, en paz y si llama él no le digas nunca que estoy di que me he ido. Te vas Alfonsina con tu soledad, ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?

Te vas Alfonsina con tu soledad: ¿qué poemas nuevos fuíste a buscar? una voz antigua de viento y de sal te requiebra el alma y la está llevando y te vas hacia allá

Una voz antigüa de viento y de sal te requiebra el alma y la está llevando y te vas hacia allá como en sueños dormida, Alfonsina vestida de mar.

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como en sueños dormida, Alfonsina vestida de mar.

http://www.youtube.com/watch?v=elFfCLa6wNM

RUBEN DARIO: POEMAS

PROGRAMA MATINAL

NOCTURNO

¡Claras horas de la mañana en que mil clarines de oro dicen la divina diana! ¡Salve al celeste Sol sonoro!

Los que auscultasteis el corazón de la noche, los que por el insomnio tenaz habéis oído el cerrar de una puerta, el resonar de un coche lejano, un eco vago, un ligero rüido...

En la angustia de la ignorancia de lo porvenir, saludemos la barca llena de fragancia que tiene de marfil los remos.

En los instantes del silencio misterioso, cuando surgen de su prisión los olvidados, en la hora de los muertos, en la hora del reposo, sabréis leer estos versos de amargor impregnados...

Epicúreos o soñadores, amemos la gloriosa Vida, siempre coronados de flores ¡Y siempre la antorcha encendida! Exprimamos de los racimos de nuestra vida transitoria los placeres por que vivimos y los champañas de la gloria. Devanemos de amor los hilos, hagamos, porque es bello, el bien, y después durmamos tranquilos y por siempre jamás. Amén.

Como en un vaso vierto en ellos mis dolores de lejanos recuerdos y desgracias funestas, y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores, y el duelo de mi corazón, triste de fiestas. y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido, la pérdida del reino que estaba para mí, el pensar que un instante pude no haber nacido, ¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací! Todo esto viene en medio del silencio profundo en que la noche envuelve la terrena ilusión, y siento como un eco del corazón del mundo que penetra y conmueve mi propio corazón.

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MELANCOLIA

LO FATAL

Hermano, tú que tienes la luz, díme la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas ciego de ensueño y loco de armonía.

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ese es mi mal. Soñar. La poesía es la camisa férrea de mil puntas crüentas que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo; a veces me parece que el camino es muy largo, ya veces que es muy corto...

lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos...!

Y en este titubeo de aliento y agonía, cargo lleno de penas lo que apenas soporto. ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?

LEOPOLDO LUGONES: CUENTOS Y POEMAS

UN FENOMENO INEXPLICABLE

Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio. -Conozco allá -me dijo- un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje.

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Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación... Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después. Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje. Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable. No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado. En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio. Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera. Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome. Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño. Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual. La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces

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azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer. -La influencia que sobre el péndulo de Rutter -dije concluyendo una frase-, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor. Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora. -Sin embargo -respondió- Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach. -Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota. Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos. -¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger? -El segundo -respondí. -Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach? -Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación... -Oh, ya tenemos aquí la alucinación -dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado. -No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa. -Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas... -Permítame una pequeña digresión -interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje-: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?... -Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.

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-Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios. -No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888. -¿Enfermó usted en la India? -Sí -respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento. -¿El cólera?... -insistí. Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad. -Fue algo peor todavía -comenzó mi huésped-. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme. Me incliné agradecido. -¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse. El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical . Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero. -En febrero de 1858 -continuó- fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes? -Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes... -Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra. -¿Por cuál método? Sin responderme, continuó: -Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un

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veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático. -¿Y pudo conseguirlo? -Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás... Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz. -Cálmese usted -le dije, aparentando confianza-. La reintegración no es imposible. -¡Oh, sí! -respondió con amargura-. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro... Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio. -Pero en fin, ¿ese mono?..., pregunté para agotar el asunto. -Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí! Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación. Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva: -Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego. Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre. Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.

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Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta. Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado. Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace. -No mire usted -dije. -¡Miraré! -me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz. Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita! Y conste que yo no sé dibujar.

LEOPOLO LUGONES DELECTACIÓN MOROSA

LEOPOLDO LUGONES ALMA VENTUROSA

La tarde, con ligera pincelada que iluminó la paz de nuestro asilo, apuntó en su matiz crisoberilo una sutil decoración morada.

Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte, fue una vaga congoja de dejarte lo que me hizo saber que te quería.

Surgió enorme la luna en la enramada; las hojas agravaban su sigilo, y una araña en la punta de su hilo, tejía sobre el astro, hipnotizada.

Tu alma, sin comprenderlo, ya sabia. . . con tu rubor me ilumino al hablarte, y al separarnos te pusiste aparte del grupo, amedrentada todavía.

Poblóse de murciélagos el combo cielo, a manera de chinesco biombo; sus rodillas exangües sobre el plinto

Fue silencio y temblor nuestra sorpresa, mas ya la plenitud de la promesa nos infundía un jubilo tan blando,

manifestaban la delicia inerte, y a nuestros pies un río de jacinto corría sin rumor hacia la muerte.

que nuestros labios suspiraron quedos . . . y tu alma estremecíase en tus dedos como si se estuviera deshojando.

EL AMOR ETERNO

HISTORIA DE MI MUERTE

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Deja caer las rosas y los días una vez más, segura de mi huerto. Aún hay rosas en él, y ellas, por cierto, mejor perfuman cuando son tardías. Al deshojarse en tus melancolías, cuando parezca más desnudo y yerto, ha de guardarse bajo su oro muerto las violetas más nobles y sombrías. No temas al otoño, si ha venido. Aunque caiga la flor, queda la rama. La rama queda para hacer el nido. Y como ahora al florecer se inflama, leño seco, a tus plantas encendido, ardiente rosas te echarán en su llama.

Soñé la muerte y era muy sencillo, una hebra de seda me envolvía, y a cada beso tuyo, con una vuelta menos me ceñía. Y cada beso tuyo, era un día; y el tiempo que mediaba entre dos besos una noche: la muerte es muy sencilla. Y poco a poco fue desenvolviéndose la hebra fatal. Ya no la retenía sino por solo un cabo entre los dedos? Cuando de pronto te pusiste fría y ya no me besaste y solté el cabo, y se me fue la vida.

LEOPOLDO LUGONES: EL ESCUERZO

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.

-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con muestras de la mayor alegría-, en este mismo instante vamos a quemarlo. -¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está muerto... -¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso mi interlocutora- y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.

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¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera. -¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? -interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. -De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió. -No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... -Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue: Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal. -Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto. El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal. Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla. No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. -¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! -Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los

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rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.

LEOPOLDO LUGONES: YZUR Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado. La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

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Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico: Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal. Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje. Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas. Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones. YZUR (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría. Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí. No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables. Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables. El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión: Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono. Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.

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Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco. Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo. Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran. La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte. Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios. Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo. Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida. Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito. Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?... Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur. Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata. Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su

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articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes. Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar. Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar. Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente. El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua. Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido. Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo. En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes. Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad. No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad. En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia. No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

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Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos. A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba. Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona. El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así. Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios. Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad. Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura. He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa

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tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla. Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración. Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca. Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies: - Amo, agua, amo, mi amo...

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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 8

JOSE HERNANDEZ : MARTIN FIERRO GUIA PARA LA LECTURA DE LA HISTORIA Y ANALISIS DEL POEMA GAUCHO PRIMER PARTE

00. LECTURA CRÍTICA DEL MATERIAL SEÑALANDO Y COMENTANDO LOS ASPECTO MAS RELEVANTES. 01. En forma de CUADRO, trabajar cada uno de los 13 capítulos, colocando en cada FILA: un título, breve resumen de su contenido, tema y personajes que intervienen. 02. Hacer GRÁFICAMENTE un recorrido de Martín Fierro como héroe o antihéroe. Justificar la decisión. 03. Clasificar los PERSONAJES, distinguiendo los ayudantes y los oponentes. Y las diversas categorías. 04. Comparar la situación ideal del GAUCHO y la situación de EXCLUSION Y CONDENA SOCIAL en la primera parte. 05. ¿Cuáles son los males que denuncia HERNANDEZ en la primera parte? Justificar con referencias a cantos y estrofas. ¿Qué soluciones propone? 06. Biografía de JOSE HERNANDEZ y referencias al momento de la escritura de la primera parte (fecha y actividades). 07. Otras obras de JOSE HERNANDEZ: breve referencia acerca de su contenido. 08. Opinión sobre el MARTIN FIERRO de alguno de los siguientes autores: BORGES, LUGONES, ROJAS, JOSE PABLO FEINMANN 09. Variedad en las estrofas, metro y rima de los diversos capítulos o cantos. 10. Metáforas, comparaciones, personificaciones, estructuras paralelas = presentar al menos 4 ejemplos de cada uno de los recursos. 11. Vocablos y escritura: lenguaje gauchesco y castellano primitivo y rural. Signficado de palabras desconocidas. 12. 13. 14. 15. 16.

Recreación: HISTORIA DE LOS EXCLUIDOS DE NUESTROS DIAS: MARTIN FIERRO, HOY Memorización de 10 estrofas de alguno de los capítulos. Recreación gráfica del material = dibujos o historietas. Presentar el trabajo en formato papel (impreso) como si fuera una revista sobre el tema. Presentar el trabajo en formato virtual para colocar en BLOG o en pagina web.

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JOSE HERNANDEZ: MARTIN FIERRO (1872)8 PRIMERA PARTE

CANTO

ESTROFA

I

INTRODUCCION AL CANTO

II

VIDA FELIZ DEL GAUCHO ANTES DE SUS DESVENTURAS

III

LLEVADO A LA FRONTERA CONTRA LOS INDIOS

IV

VIDA EN LA FRONTERA, PAGA Y CONFLICTO

[104-133]

V

MALESTAR Y CASTIGO

[134-155]

VI

ABANDONO DE LA FRONTERA Y REGRESO: DESERTOR

[156-187]

VII

GAUCHO DESERTOR : MUERTE DEL MORENO

[188-221]

VIII

OTRA PELEA. DESTINO DEL GAUCHO PERSEGUIDO

[222-241]

IX

GAUCHO PERSEGUIDO. PELEA CON PARTIDA POLICIAL

[242-290]

X CRUZ

RELATO DE LA VIDA DEL SARGENTO CRUZ

[291-323]

XI CRUZ

VIDA DE CRUZ COMO GAUCHO PERSEGUIDO

[324-346]

XII CRUZ

CRUZ Y FIERRO: EL DESTINO DEL GAUCHO

[347-366]

DECISION DE IRSE A VIVIR CON LOS INDIOS. FINAL DEL CANTO

[367-395]

XIII FIERRO

8

PRIMER VERSO DEL CANTO

[1-19] [20-48] [49-103]

JOSÉ HERNÁNDEZ, (1872) MARTÍN FIERRO. ORIGINAL, GRANDES OBRAS. EUDEBA Y PRESENCIAS, R. ARGENTINA, 2004 en http://presencias.net/indpdm.html?http://presencias.net/miscel/ht4064a.html La edición trabaja con la VERSION ORIGINAL y la VERSION DE EUDEBA de 1962

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CANTO 1: INTRODUCCION AL CANTO Aquí me pongo á cantar al compás de la vigüela, que el hombre que lo desvela una pena estrordinaria, como la ave solitaria con el cantar se consuela.

Me siento en el plan de un bajo a cantar un argumento como si soplara el viento hago tiritar los pastos con oros, copas y bastos juega allí mi pensamiento.

Soy gaucho, y entiendanló como mi lengua lo esplica, para mí la tierra es chica y pudiera ser mayor, ni la víbora me pica ni quema mi frente el Sol.

Pido á los Santos del Cielo que ayuden mi pensamiento, les pido en este momento que voy á cantar mi historia me refresquen la memoria y aclaren mi entendimiento.

Yo no soy cantor letrao, mas si me pongo á cantar no tengo cuando acabar y me envejezco cantando, las coplas me van brotando como agua de manantial.

Nací como nace el peje en el fondo de la mar, naides me puede quitar aquello que Dios me dió lo que al mundo truge yo del mundo lo he de llevar.

Vengan Santos milagrosos, vengan todos en mi ayuda, que la lengua se me añuda y se me turba la vista; pido á mi Dios que me asista en una ocasión tan ruda.

Con la guitarra en la mano ni las moscas se me arriman, naides me pone el pié encima, y cuando el pecho se entona hago jemir á la prima y llorar á la bordona.

Mi gloria es vivir tan libre como el pájaro del Cielo, no hago nido en este suelo ande hay tanto que sufrir; y naides me ha de seguir cuando yo remuento el vuelo.

Yo he visto muchos cantores, con famas bien otenidas, y que después de alquiridas no las quieren sustentar parece que sin largar se cansaron en partidas.

Yo soy toro en mi rodeo y toraso en rodeo ageno, siempre me tuve por güeno y si me quieren probar salgan otros á cantar y veremos quién es menos.

Yo no tengo en el amor quien me venga con querellas, como esas aves tan bellas que saltan de rama en rama yo hago en el trébol mi cama y me cubren las estrellas.

Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar, nada lo hace recular ni las fantasmas lo espantan; y dende que todos cantan yo también quiero cantar.

No me hago al lao de la güeya aunque vengan degollando, con los blandos yo soy blando, y soy duro con los duros, y ninguno, en un apuro me ha visto andar tutubiando.

Y sepan cuantos escuchan de mis penas el relato que nunca peleo ni mato sino por necesidad; y que á tanta alversidá sólo me arrojó el mal trato.

Cantando me he de morir, cantando me han de enterrar, y cantando he de llegar al pié del Eterno Padre dende el vientre de mi madre vine á este mundo á cantar.

En el peligro ¡Qué Cristos! el corazón se me enancha pues toda la tierra es cancha, y de esto naides se asombre, el que se tiene por hombre donde quiera hace pata ancha.

Y atiendan la relación que hace un gaucho perseguido, que padre y marido ha sido empeñoso y diligente, y sin embargo la gente lo tiene por un bandido.



Que no se trabe mi lengua ni me falte la palabra el cantar mi gloria labra y poniéndome á cantar cantando me han de encontrar aunque la tierra se abra.



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CANTO 2 : VIDA FELIZ DEL GAUCHO ANTE DE SUS DESVENTURAS Ninguno me hable de penas, porque yo penado vivo, y naides se muestre altivo aunque en el estribo esté: que suele quedarse a pie el gaucho más alvertido.

El que era pión domador enderezaba al corral, ande estaba el animal bufidos que se las pela ... y más malo que su agüela, se hacía astillas el bagual.

¡Y qué jugadas se armaban cuando estábamos riunidos! Siempre íbamos prevenidos, pues en tales ocasiones a ayudarle a los piones caiban muchos comedidos.

Junta esperencia en la vida hasta pa dar y prestar quien la tiene que pasar entre sufrimiento y llanto, porque nada enseña tanto como el sufrir y el llorar.

Y allí el gaucho inteligente, en cuanto el potro enriendó, los cueros le acomodó y se le sentó en seguida, que el hombre muestra en la vida la astucia que Dios le dio.

Eran los días del apuro y alboroto pa el hembraje, pa preparar los potajes y osequiar bien a la gente, y así, pues, muy grandemente, pasaba siempre el gauchaje.

Viene el hombre ciego al mundo, cuartiándolo la esperanza, y a poco andar ya lo alcanzan las desgracias a empujones, ¡la pucha, que trae liciones el tiempo con sus mudanzas!

Y en las playas corcoviando pedazos se hacía el sotreta mientras él por las paletas le jugaba las lloronas, y al ruido de las caronas salía haciendo gambetas.

Vení, a la carne con cuero, la sabrosa carbonada, mazamorra pien pisada, los pasteles y el güen vino... pero ha querido el destino que todo aquello acabara.

Yo he conocido esta tierra en que el paisano vivía y su ranchito tenía y sus hijos y mujer... era una delicia el ver como pasaba sus días.

Y verlos al cair la tarde en la cocina riunidos, con el juego bien prendido y mil cosas que contar, platicar muy divertidos hasta después de cenar.

Estaba el gaucho en su pago con toda siguridá, pero aura... ¡barbaridá!, La cosa anda tan fruncida, que gasta el pobre la vida en juir de la autoridá.

Entonces... cuando el lucero brillaba en el cielo santo, y los gallos con su canto nos decían que el día llegaba, a la cocina rumbiaba el gaucho... que un encanto.

Y con el buche bien lleno era cosa superior irse en brazos del amor a dormir como la gente, pa empezar el día siguiente las fainas del día anterior.

Pues si usté pisa en su rancho y si el alcalde lo sabe, lo caza lo mesmo que ave aunque su mujer aborte... ¡no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte!

Y sentao junto al jogón a esperar que venga el día, al cimarrón le prendía hasta ponerse rechoncho, mientras su china dormía tapadita con su poncho.

Ricuerdo ¡qué maravilla! Cómo andaba la gauchada siempre alegre y bien montada y dispuesta pa el trabajo... pero hoy en día... ¡barajo! No se la ve de aporriada.

Y al punto dese por muerto si el alcalde lo bolea, pues ahí nomás se le apea con una felpa de palos; Y después dicen que es malo el gaucho si los pelea.

Y apenas la madrugada empezaba coloriar, los pájaros a cantar, y las gallinas a apiarse, era cosa de largarse cada cual a trabajar.

El gaucho más infeliz tenía tropilla de un pelo, no le faltaba un consuelo y andaba la gente lista... teniendo al campo la vista, sólo vía hacienda y cielo.

Y el lomo le hinchan a golpes, y le rompen la cabeza, y luego con ligereza, ansí lastimao y todo, lo amarran codo a codo y pa el cepo lo enderiezan.

Este se ata las espuelas, se sale el otro cantando, uno busca un pellón blando, este un lazo, otro un rebenque,

Cuando llegaban las yerras, ¡cosa que daba calor! Tanto gaucho pialador y tironiador sin yel.

Áhi comienzan sus desgracias, áhi principia el pericón, porque ya no hay salvación, y que usté quiera o no quiera,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO y los pingos relinchando los llaman dende el palenque.

¡Ah, tiempos... pero si en él se ha visto tanto primor!

lo mandan a la frontera o lo echan a un batallón.

¡Ah, tiempos!... ¡Si era un orgullo ver jinetear un paisano! Cuando era gaucho baquiano, aunque el potro se boliase, no había uno que no parese con el cabresto en la mano.

Aquello no era trabajo, mas bien era una junción, y después de un güen tirón en que uno se daba mana, pa darle un trago de cana solía llamarlo el patrón.

Ansí empezaron mis males lo mesmo que los de tantos; si gustan... en otros cantos les diré lo que he sufrido, después que uno está perdido no lo salvan ni los santos.

Y mientras domaban unos, otros al campo salían y la hacienda recogían, las manadas repuntaban, y ansí sin sentir pasaban entretenidos el día.

Pues vivía la mamajuana siempre bajo la carreta, y aquel que no era chancleta, en cuanto el goyete vía, sin miedo se le prendía como güérfano a la teta





  CANTO 3 = LLEVADO A LA FRONTERA CONTRA LOS INDIOS Tuve en mi pago en un tiempo hijos, hacienda y mujer, pero empecé a padecer, me echaron a la frontera, ¡y qué iba a hallar al volver! Tan sólo hallé la tapera.

Al principio nos dejaron de haraganes criando sebo, pero después... no me atrevo a decir lo que pasaba... ¡barajo!... Si nos trataban como se trata a malevos.

Hacían el robo a su gusto y después se iban de arriba; se llevaban las cautivas, y nos contaban que a veces les descarnaban los pieses, a las pobrecitas, vivas.

Sosegao vivía en mi rancho como el pájaro en su nido, allí mis hijos queridos iban creciendo a mi lao... sólo queda al desgraciao lamentar el bien perdido.

Porque todo era jugarle por los lomos con la espada, y aunque usté no hiciera nada, lo mesmito que en palermo, le daban cada cepiada que lo dejaban enfermo.

¡Ah! ¡si partía el corazón ver tantos males, canejo! los perseguíamos de lejos sin poder ni galopiar; ¡y qué habíamos de alcanzar en unos vichocos viejos!

Mi gala en las pulperías era, en habiendo más gente, ponerme medio caliente, pues cuando puntiao me encuentro me salen coplas de adentro como agua de la virtiente.

¡Y qué indios, ni qué servicio; si allí no había ni cuartel! Nos mandaba el coronel a trabajar en sus chacras, y dejábamos las vacas que las llevara el infiel.

Nos volvíamos al cantón a las dos o tres jornadas, sembrando las caballadas; y pa que alguno la venda, rejuntábamos la hacienda que habían dejao rezagada.

Cantando estaba una vez en una gran diversión, y aprovecho la ocasión como quiso el juez de paz... se presentó, y ahí nomás hizo arriada en montón.

Yo primero sembré trigo y después hice un corral, corté adobe pa un tapial, hice un quincho, corté paja... ¡la pucha que se trabaja sin que le larguen un rial!

Una vez entre otras muchas, tanto salir al botón, nos pegaron un malón los indios y una lanciada, que la gente acobardada quedó dende esa ocasión.

Juyeron los más matreros y lograron escapar: yo no quise disparar, soy manso y no había porqué, muy tranquilo me quedé y ansí me dejé agarrar

Y es lo pior de aquel enriedo que si uno anda hinchando el lomo se le apean como un plomo... ¡quién aguanta aquel infierno! si eso es servir al gobierno, a mí no me gusta el cómo.

Habían estao escondidos aguaitando atrás de un cerro... ¡lo viera a su amigo Fierro aflojar como un blandito! salieron como maíz frito en cuanto sonó un cencerro.

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allí un gringo con un órgano y una mona que bailaba, haciéndonos rair estaba, cuanto le tocó el arreo, ¡tan grande el gringo y tan feo, lo viera cómo lloraba!

Más de un año nos tuvieron en esos trabajos duros; y los indios, le asiguro dentraban cuando querían: como no los perseguían, siempre andaban sin apuro.

Al punto nos dispusimos aunque ellos eran bastantes; la formamos al instante nuestra gente, que era poca, y golpiándose en la boca hicieron fila adelante.

Hasta un inglés zanjiador que decía en la última guerra que él era de incalaperra y que no quería servir, también tuvo que juir a guarecerse en la sierra.

A veces decía al volver del campo la descubierta que estuviéramos alerta, que andaba adentro la indiada, porque había una rastrillada o estaba una yegua muerta.

Se vinieron en tropel haciendo temblar la tierra. no soy manco pa la guerra pero tuve mi jabón, pues iba en un redomón que había boleao en la sierra.

Ni los mirones salvaron de esa arriada de mi flor, fue acoyarao el cantor con el gringo de la mona, a uno solo, por favor, logró salvar la patrona.

Recién entonces salía la orden de hacer la riunión, y caíbamos al cantón en pelos y hasta enancaos, sin armas, cuatro pelaos que íbamos a hacer jabón.

¡Qué vocerío! ¡qué barullo! ¡qué apurar esa carrera! la indiada todita entera dando alaridos cargó, ¡jue pucha!... Y ya nos sacó como yeguada matrera.

Formaron un contingente con los que del baile arriaron, con otros nos mesturaron, que habían agarrao también, las cosas que aquí se ven ni los diablos las pensaron.

Ahí empezaba el afán se entiende, de puro vicio de enseñarle el ejercicio a tanto gaucho recluta, con un estrutor... ¡qué... Bruta! que nunca sabía su oficio.

¡Qué fletes traiban los bárbaros! ¡como una luz de ligeros! hicieron el entrevero y en aquella mezcolanza, este quiero, éste no quiero, nos escogían con la lanza.

A mí el juez me tomó entre ojos en la ultima votación: me le había hecho el remolón y no me arrimé ese día, y él dijo que yo servía a los de la esposición.

Daban entonces las armas pa defender los cantones, que eran lanzas y latones con ataduras de tiento... las de juego no las cuento porque no había municiones.

Al que le daban un chuzazo, dificultoso es que sane. en fin, para no echar panes, salimos por esas lomas, lo mesmo que las palomas al juir de los gavilanes.

Y ansí sufrí ese castigo tal vez por culpas ajenas, que sean malas o sean güenas las listas, siempre me escondo: yo soy un gaucho redondo y esas cosas no me enllenan.

Y un sargento chamuscao me contó que las tenían pero que ellos la vendían para cazar avestruces; y así andaban noche y día dele bala a los ñanduces.

¡Es de almirar la destreza con que la lanza manejan! de perseguir nunca dejan, y nos traiban apretaos. ¡si queríamos, de apuraos, salirnos por las orejas!

Al mandarnos nos hicieron más promesas que a un altar, el juez nos jue a proclamar y nos dijo muchas veces: muchachos, a los seis meses los van a ir a relevar.

Y cuando se iban los indios con lo que habían manotiao, salíamos muy apuraos a perseguirlos de atrás; si no se llevaban más es porque no habían hallao.

Y pa mejor de la fiesta en esa aflición tan suma, vino un indio echando espuma, y con la lanza en la mano, gritando: acabáu cristiano, metau el lanza hasta el pluma.

Yo llevé un moro de número ¡sobresaliente el matucho! Con él gané en ayacucho más plata que agua bendita: siempre el gaucho necesita un pingo pa fiarle un pucho.

Allí sí, se ven desgracias y lágrimas y afliciones; naides le pida perdones al indio: pues donde dentra, roba y mata cuanto encuentra y quema las poblaciones.

Tendido en el costillar, cimbrando por sobre el brazo una lanza como un lazo, me atropelló dando gritos: si me descuido... El maldito me levanta de un lanzazo.

Y cargué sin dar mas güeltas

No salvan de su juror

Si me atribulo o me encojo,

244

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO con las prendas que tenía: jergas, ponchos, todo cuanto había en casa, tuito lo alcé: a mi china la dejé medio desnuda ese día.

ni los pobres angelitos; viejos, mozos y chiquitos los mata del mesmo modo: que el indio lo arregla todo con la lanza y con gritos.

siguro que no me escapo: siempre he sido medio guapo, pero en aquella ocasión me hacía buya el corazón como la garganta al sapo.

No me falta una guasca, esa ocasión eché el resto, bozal, maniador, cabresto, lazo, bolas y manea... ¡el que hoy tan pobre me vea tal vez no creerá todo esto!

Tiemblan las carnes al verlo volando al viento la cerda, la rienda en la mano izquierda y la lanza en la derecha; ande enderieza abre brecha pues no hay lanzazo que pierda.

Dios le perdone al salvaje las ganas que me tenía... desaté las tres marías y lo engatusé a cabriolas... ¡pucha...! Si no traigo bolas me achura el indio ese día.

Ansí en mi moro, escarciando, enderecé a la frontera. ¡Aparcero si usté viera lo que se llama cantón!... Ni envidia tengo al ratón en aquella ratonera.

Hace trotiadas tremendas desde el fondo del desierto; ansí llega medio muerto de hambre, de sé y de fatiga; pero el indio es una hormiga que día y noche está despierto.

Era el hijo de un cacique, sigún yo lo averigüé; la verdá del caso jue que me tuvo apuradazo, hasta que por fin de un bolazo del caballo lo bajé.

De los pobres que allí había a ninguno lo largaron, los más viejos rezongaron, pero a uno que se quejó en seguida lo estaquiaron, y la cosa se acabó.

Sabe manejar las bolas como naides las maneja; cuanto el contrario se aleja, manda una bola perdida, y si lo alcanza, sin vida es siguro que lo deja.

Ahí no más me tiré al suelo y lo pisé en las paletas; empezó a hacer morisquetas y a mezquinar la garganta... pero yo hice la obra santa de hacerlo estirar la jeta.

En la lista de la tarde el jefe nos cantó el punto diciendo: quinientos juntos llevará el que se resierte; lo haremos pitar del juerte, mas bien dese por dijunto.

Y el indio es como tortuga de duro para espichar; si lo llega a destripar ni siquiera se le encoge; luego sus tripas recoge, y se agacha a disparar.

Allí quedó de mojón y en su caballo salté; de la indiada disparé, pues si me alcanza me mata, y al fin me les escapé, con el hilo de una pata.



A naides le dieron armas, pues toditas las que había el coronel las tenía, sigún dijo esa ocasión, pa repartirlas el día en que hubiera una invasión.

 CANTO 4 = VIDA EN LA FRONTERA, PAGA Y CONFLICTO Seguiré esta relación, aunque pa chorizo es largo: el que pueda hágase cargo cómo andaría de matrero, después de salvar el cuero de aquel trance tan amargo.

Y cáibamos al cantón con los fletes aplastaos, pero a veces medio aviaos con plumas y algunos cueros, que pronto con el pulpero los teníamos negociaos.

Del sueldo nada les cuento, porque andaba disparando; nosotros de cuando en cuando

Era un amigo del jefe que con un boliche estaba; yerba y tabaco nos daba

¡Que mañana ni otro día!, Al punto me contestó: la paga ya se acabó; ¡siempre has de ser animal! Me raí y le dije: yo... no he recebido ni un rial. Se le pusieron los ojos que se le querían salir,

245

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO solíamos ladrar de pobres: nunca llegaban los cobres que se estaban aguardando.

por la pluma de avestruz, y hasta le hacía ver la luz al que un cuero le llevaba.

Y andábamos de mugrientos que el mirarnos daba horror; les juro que era un dolor ver esos hombres, ¡por cristo! En mi perra vida he visto una miseria mayor.

Sólo tenía cuatro frascos y unas barricas vacías, y a la gente le vendía todo cuanto precisaba... algunos creiban que estaba allí la proveduría.

Yo no tenía ni camisa ni cosa que se parezca; mis trapos sólo pa yesca me podían servir al fin... no hay plaga como un fortín para que el hombre padezca.

¡Ah, pulpero habilidoso! Nada le solía faltar. ¡Ahijuna!, Para tragar tenía un buche de ñandú; la gente le dio en llamar el boliche de virtú.

Poncho, jergas, el apero, las prenditas, los botones, todo, amigo, en los cantones jue quedando poco a poco; ya me tenían medio loco la pobreza y los ratones.

Aunque es justo que quien vende algún poquito muerda, tiraba tanto la cuerda que, con sus cuatro limetas él cargaba las carretas de plumas, cueros y cerda.

Sólo una manta peluda era cuanto me quedaba la había agenciao a la tabla y ella me tapaba el bulto; yaguané que allí ganaba no salía ni con indulto.

Nos tenía apuntaos a todos con más cuentas que un rosario, cuando se anunció un salario que iban a dar, o un socorro; pero sabe Dios qué zorro se lo comió al comisario;

Y pa mejor hasta el moro se me jue de entre las manos; no soy lerdo pero, hermano, vino el comendante un día diciendo que lo quería pa enseñarle a comer grano.

pues nunca lo vi llegar, y al cabo de muchos días en la mesma pulpería dieron una güena cuenta, que la gente muy contenta de tan pobre recibía.

Afigúrese cualquiera la suerte de este su amigo, a pie y mostrando el umbligo, estropiao, pobre y desnudo; ni por castigo se pudo hacerse más mal conmigo.

Sacaron unos sus prendas, que las tenían empeñadas; por sus deudas atrasadas dieron otros el dinero; al fin de fiesta el pulpero se quedó con la mascada.

Ansí pasaron los meses, y vino el año siguiente, y las cosas igualmente siguieron del mesmo modo: adrede parece todo pa atormentar a la gente.

Yo me arrescosté a un horcón dando tiempo a que pagaran, y poniendo güena cara estuve haciéndome el poyo, a esperar que me llamaran para recibir mi boyo.

No teníamos más permiso, ni otro alivio la gauchada, que salir de madrugada, cuando no había indio ninguno, campo ajuera a hacer boliadas

Pero ahí me puede quedar pegao pa siempre al horcón, ya era casi la oración y ninguno me llamaba; la cosa se me ñublaba

y ahí no más volvió a decir comiéndome con la vista: ¿y qué querés recibir si no has dentrao en la lista? Esto sí que es amolar, dije yo pa mis adentros; van dos años que me encuentro y hasta aura he visto ni un grullo;

dentro en todos los barullos pero en las listas no dentro. Vide el pleito mal parao y no quise aguardar más... es güeno vivir en paz con quien nos ha de mandar; y reculando pa atrás me le empecé a retirar. Supo todo el comendante y me llamó al otro día, diciéndome que quería aviriguar bien las cosas... que no era el tiempo de rosas, que aura a naides se debía. Llamó al cabo y al sargento y empezó la indagación: si había venido al cantón en tal tiempo o en tal otro... y si había venido en potro, en reyuno o redomón. Y todo era alborotar al ñudo, y hacer papel; conocí que era pastel pa engordar con mi guayaca; mas si voy al coronel me hacen bramar en la estaca. ¡Ah, hijos de una...! ¡La codicia ojalá les ruempa el saco! Ni un pedazo de tabaco le dan al pobre soldao y lo tienen de delgao más ligero que un guanaco. Pero qué iba a hacerles yo, charabón en el desierto; más bien me daba por muerto pa no verme más fundido: y me les hacía el dormido aunque soy medio despierto.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO desocando los reyunos.

y me dentró comezón.





CANTO 5 = MALESTAR Y CASTIGO

Yo andaba desesperao, aguardando una ocasión que los indios un malón nos dieran, y entre el estrago hacérmeles cimarrón y volverme pa mi pago.

Era un gringo tan bozal, que nada se le entendía, ¡quién sabe de ande sería! Tal vez no juera cristiano, pues lo único que decía es que era papolitano.

Yo no sé porqué el gobierno nos manda aquí a la frontera gringada que ni siquiera se sabe atracar a un pingo. ¡Si creerá al mandar un gringo que nos manda alguna fiera!

Aquello no era servicio ni defender la frontera; aquello era ratonera en que sólo gana el juerte: era jugar a la suerte con una taba culera.

Estaba de centinela y por causa del peludo verme más claro no pudo, y esa jue la culpa toda: el bruto se asustó al ñudo y fi el pavo de la boda.

No hacen más que dar trabajo, pues no saben ni ensillar; no sirven ni pa carniar: y yo he visto muchas veces que ni voltiadas las reses se les querían arrimar.

Allí tuito va al revés; los milicos son los piones, y andan en las poblaciones emprestaos pa trabajar; los rejuntan pa peliar cuando entran indios ladrones.

Cuando me vido acercar: ¿quién vivore? -Preguntó; ¿qué víboras?, Dije yo. ¡Ha garto!, Me pegó el grito, y yo dije despacito: ¡más lagarto serás vos!

Y lo pasan sus mercedes lengüetiando pico a pico hasta que viene un milico a servirles al asao y eso sí, en lo delicaos, parecen hijos de rico.

Yo he visto en esa milonga muchos jefes con estancia, y piones en abundancia, y majadas y rodeos; he visto negocios feos a pesar de mi inorancia.

Ahí no más, ¡cristo me valga!, Rastrillar el jusil siento: me agaché, y en el momento el bruto me largó un chumbo; mamao, me tiró sin rumbo, que si no, no cuento el cuento.

Si hay calor, ya no son gente; si yela, todos tiritan; si usté no les da, no pitan por no gastar en tabaco, y cuando pescan un naco uno al otro se lo quitan.

Y colijo que no quieren la barunda componer; para eso no ha de tener, el jefe que esté de estable, más que su poncho y su sable, su caballo y su deber.

Por de contao, con el tiro se alborotó el avispero; los oficiales salieron y se empezó la junción; quedó en su puesto el nación, y yo fi al estaquiadero.

Cuando llueve se acoquinan como perro que oye truenos. ¡Que diablos!, Sólo son güenos pa vivir entre maricas, y nunca se andan con chicas para alzar ponchos ajenos.

Ansina, pues, conociendo que aquel mal no tiene cura, que tal vez mi sepoltura si me quedo iba a encontrar, pensé mandarme mudar como cosa más sigura.

Entre cuatro bayonetas me tendieron en el suelo; vino el mayor medio en pedo y allí se puso a gritar: ¡pícaro, te he de enseñar andar reclamando sueldos!

Pa vichar son como ciegos;

Y pa mejor, una noche ¡qué estaquiada me pegaron! Casi me descoyuntaron por motivo de una gresca: ¡ahijuna, si me estiraron lo mesmo que guasca fresca!

De las manos y las patas me ataron cuatro cinchones; les aguanté los tirones sin que ni un ¡ay! Se me oyera, y al gringo la noche entera lo harté con mis maldiciones.

Si salen a perseguir después de mucho aparato, tuitos se pelan al rato y va quedando el tendal: esto es como en un nidal echarle güevos a un gato.

no hay ejemplo de que entiendan,

ni hay uno solo que aprienda, al ver un bulto que cruza, a saber si es avestruza, o si es jinete, o hacienda.

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Jamás me puedo olvidar lo que esa vez me pasó; dentrando una noche yo al fortín, un enganchao, que estaba medio mamao, allí me desconoció.

 CANTO 6 = ABANDONO DE LA FRONTERA Y REGRESO: DESERTOR Vamos dentrando recién a la parte mas sentida, aunque es todita mi vida de males una cadena: a cada alma dolorida le gusta cantar sus penas.

Entro y salgo del peligro sin que me espante el estrago, no aflojo al primer amago ni jamás fi gaucho lerdo: soy pa rumbiar como el cerdo, y pronto caí a mi pago.

¡Tal vez no te vuelva a ver, prienda de mi corazón! Dios te dé su proteción ya que no me la dio a mí, y a mis hijos dende aquí les echo mi bendición.

Se empezó en aquel entonces a rejuntar caballada, y riunir la milicada teniéndola en el cantón, para una despedición a sorprender a la indiada.

Volvía al cabo de tres años de tanto sufrir al ñudo resertor, pobre y desnudo, a procurar suerte nueva; y lo mesmo que el peludo enderecé pa mi cueva.

Como hijitos de la cuna andarán por ahí sin madre; ya se quedaron sin padre, y ansí la suerte los deja sin naides que los proteja y sin perro que les ladre.

Nos anunciaban que iríamos sin carretas ni bagajes a golpiar a los salvajes en sus mesmas tolderías; que a la güelta pagarían licenciándolo al gauchaje.

No hallé ni rastro del rancho: ¡sólo estaba la tapera! ¡Por cristo si aquello era pa enlutar el corazón! ¡Yo juré en esa ocasión ser mas malo que una fiera!

Los pobrecitos tal vez no tengan ande abrigarse, ni ramada ande ganarse, ni rincón ande meterse, ni camisa que ponerse, ni poncho con que taparse.

Que en esta despedición tuviéramos la esperanza; que iba a venir sin tardanza, según el jefe contó, un menistro o qué sé yo que le llamaban don Ganza.

¡Quién no sentirá lo mesmo cuando ansí padece tanto! Puedo asigurar que el llanto como una mujer largué: ¡ay, mi Dios: si me quedé más triste que jueves santo!

Tal vez los verán sufrir sin tenerles compasión; puede que alguna ocasión, aunque los vean tiritando, los echen de algún jogón pa que no estén estorbando.

Que iba a riunir el ejército y tuitos los batallones, y que traiba unos cañones con más rayas que un cotín; ¡pucha! las conversaciones por allá no tenían fin.

Sólo se oíban los aullidos de un gato que se salvó; el pobre se guareció cerca, en una vizcachera: venía como si supiera que estaba de güelta yo.

Y al verse ansina espantaos como se espanta a los perros, irán los hijos de Fierro, con la cola entre las piernas, a buscar almas más tiernas o esconderse en algún cerro.

Pero esas trampas no enriedan a los zorros de mi laya; que esa ganza venga o vaya, poco le importa a un matrero. Yo también dejé las rayas en los libros del pulpero.

Al dirme dejé la hacienda que era todito mi haber; pronto debíamos volver, sigún el juez prometía, y hasta entonces cuidaría de los bienes, la mujer.

Mas también en este juego voy a pedir mi bolada; a naides le debo nada, ni pido cuartel ni doy: y ninguno dende hoy ha de llevarme en la armada.

Nunca juí gaucho dormido; siempre pronto, siempre listo,

Después me contó un vecino que el campo se lo pidieron;

Yo he sido manso primero, y seré gaucho matrero;

248

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO yo soy un hombre, ¡qué cristo!, Que nada me ha acobardao, y siempre salí parao en los trances que me he visto.

la hacienda se la vendieron pa pagar arrendamientos, y qué sé yo cuantos cuentos; pero todo lo fundieron,

en mi triste circunstancia, aunque es mi mal tan projundo, nací y me he criado en estancia. Pero ya conozco el mundo.

Dende chiquito gané la vida con mi trabajo, y aunque siempre estuve abajo y no sé lo que es subir también el mucho sufrir suele cansarnos, ¡barajo!

los pobrecitos muchachos, entre tantas afliciones, se conchabaron de piones; ¡mas qué iban a trabajar, si eran como los pichones sin acabar de emplumar!

Ya les conozco sus mañas, le conozco sus cucañas; sé como hacen la partida, la enriedan y la manejan; deshaceré la madeja aunque me cueste la vida.

En medio de mi inorancia conozco que nada valgo: soy la liebre o soy el galgo asigún los tiempos andan; pero también los que mandan debieran cuidarnos algo.

Por ahí andarán sufriendo de nuestra suerte el rigor: me han contao que el mayor nunca dejaba a su hermano; puede ser que algún cristiano los recoja por favor.

Y aguante el que no se anime a meterse en tanto engorro o si no aprétese el gorro y para otra tierra emigre; pero yo ando como el tigre que le roban los cachorros.

Una noche que riunidos estaban en la carpeta empinando una limeta el jefe y el juez de paz, yo no quise aguardar más, y me hice humo en un sotreta.

¡Y la pobre mi mujer, Dios sabe cuánto sufrió! Me dicen que se voló con no sé qué gavilán: sin duda a buscar el pan que no podía darle yo.

Aunque muchos creen que el gaucho

Me parece el campo orégano dende que libre me veo; donde me lleva el deseo allí mis pasos dirijo, y hasta en las sombras de fijo que donde quiera rumbeo.

No es raro que a uno le falte lo que a algún otro le sobre si no le quedó ni un cobre sino de hijos un enjambre. Que más iba a hacer la pobre para no morirse de hambre?



tiene alma de reyuno, no se encontrará a ninguno que no le dueblen las penas; mas no debe aflojar uno mientras hay sangre en las venas.



CANTO 7 = GAUCHO DESERTOR. PELEA CON EL MORENO De carta de más me vía sin saber a dónde dirme; mas dijeron que era vago y entraron a perseguirme.

Había estao juntando rabia el moreno dende ajuera; en lo escuro le brillaban los ojos como linterna.

Le coloriaron las motas con la sangre de la herida, y volvió a venir jurioso como una tigra parida.

Nunca se achican los males, van poco a poco creciendo, y ansina me vide pronto obligado a andar juyendo.

Lo conocí retobao, me acerqué y le dije presto: po-r-rudo que un hombre sea nunca se enoja por esto.

Y ya me hizo relumbrar por los ojos el cuchillo, alcanzando con la punta a cortarme en un carrillo.

No tenía mujer ni rancho y a más, era resertor; no tenía una prenda güena ni un peso en el tirador.

Corcovió el de los tamangos y creyéndose muy fijo: ¡más porrudo serás vos, gaucho rotoso!, me dijo.

Me hirvió la sangre en las venas y me le afirmé al moreno, dándole de punta y hacha pa dejar un diablo menos.

A mis hijos infelices pensé volverlos a hallar,

Y ya se me vino al humo como a buscarme la hebra,

Por fin en una topada en el cuchillo lo alcé,

249

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO y andaba de un lao al otro sin tener ni qué pitar.

y un golpe le acomodé con el porrón de ginebra.

y como un saco de güesos contra un cerco lo largué.

Supe una vez por desgracia que había un baile por allí, y medio desesperao a ver la milonga fui.

Ahí nomás pegó el de hollín más gruñidos que un chanchito, y pelando el envenao me atropelló dando gritos.

Tiró unas cuantas patadas y ya cantó pal carnero: nunca me puedo olvidar de la agonía de aquel negro.

Riunidos al pericón tantos amigos hallé, que alegre de verme entre ellos esa noche me apedé.

Pegué un brinco y abrí cancha diciéndoles: caballeros, dejen venir ese toro. Solo nací, solo muero.

En esto la negra vino con los ojos como ají y empezó la pobre allí a bramar como una loba.

Como nunca, en la ocasión por peliar me dio la tranca. Y la emprendí con un negro que trujo una negra en ancas.

El negro, después del golpe, se había el poncho refalao y dijo: vas a saber si es solo o acompañado.

Al ver llegar la morena, que no hacía caso de naides, le dije con la mamúa: va-ca-yendo gente al baile.

Y mientras se arremangó, yo me saqué las espuelas, pues malicié que aquel tío no era de arriar con las riendas.

Yo quise darle una soba a ver si la hacía callar, mas pude reflesionar que era malo en aquel punto, y por respeto al dijunto no la quise castigar.

La negra entendió la cosa y no tardó en contestarme, mirándome como a un perro: más vaca será su madre.

No hay cosa como el peligro pa refrescar un mamao; hasta la vista se aclara por mucho que haiga chupao.

Y dentró al baile muy tiesa con más cola que una zorra, haciendo blanquiar los dientes lo mesmo que mazamorra.

El negro me atropelló como a quererme comer; me hizo dos tiros seguidos y los dos le abarajé.

!Negra linda! -dije yome gusta pa la carona; y me puse a champurriar esta coplita fregona:

Yo tenía un facón con s, que era de lima de acero; le hice un tiro, lo quitó y vino ciego el moreno.

A los blancos hizo Dios, a los mulatos San Pedro, a los negros hizo el diablo para tizón del infierno.

Y en el medio de las aspas un planazo le asenté, que lo largué culebriando lo mesmo que buscapié.



Limpié el facón en los pastos, desaté mi redomón, monté despacio y salí al tranco pa el cañadón. Después supe que al finao ni siquiera lo velaron, y retobao en un cuero, sin rezarle lo enterraron. Y dicen que dende entonces, cuando es la noche serena suele verse una luz mala como de alma que anda en pena. Yo tengo intención a veces, para que no pene tanto, de sacar de allí los güesos y echarlos al camposanto.



CAPITULO 8 = NUEVA PELEA. DESTINO DEL GAUCHO PERSEGUIDO Otra vez en un boliche estaba haciendo la tarde; cayó un gaucho que hacía alarde de guapo y peliador; a la llegada metió

Y como con la justicia no andaba bien por allí, cuanto pataliar lo vi, y el pulpero pegó el grito, ya pa el palenque salí

No tiene hijos ni mujer, ni amigos ni protetores, pues todos son sus señores sin que ninguno lo ampare: tiene la suerte del güey,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO el pingo hasta la ramada, y yo sin decirle nada me quedé en el mostrador. Era un terne de aquel pago que naides lo reprendía, que sus enriedos tenía con el señor comendante; y como era protegido, andaba muy entonao, y a cualquier desgraciao lo llevaba por delante. ¡Ah pobre! Si él mismo creiba que la vida le sobraba; ninguno diría que andaba aguaitándolo la muerte. Pero ansí pasa en el mundo, es ansí la triste vida: pa todos está escondida la güena o la mala suerte. Se tiró al suelo; al dentrar le dio un empellón a un vasco, y me alargó un medio frasco diciendo: beba cuñao. Por su hermana, contesté. Que por la mía no hay cuidao. ¡Ah, gaucho!, me respondió; ¿de qué pago será crioyo? ¿lo andará buscando el hoyo? Deberá tener güen cuero; pero ande bala este toro no bala ningún ternero. Y ya salimos trenzaos porque el hombre no era lerdo, mas como el tino no pierdo, y soy medio ligerón, le dejé mostrando el sebo de un revés con el facón.

como haciéndome chiquito.

y ¿dónde irá el güey que no are?

Monté y me encomendé a Dios, rumbiando para otro pago, que el gaucho que llaman vago no puede tener querencia, y ansí de estrago en estrago vive llorando la ausencia.

Su casa es el pajonal, su guarida es el desierto; y si de hambre medio muerto le echa el lazo a algún mamón, lo persiguen como a plaito, porque es un gaucho ladrón.

Él anda siempre juyendo, siempre pobre y perseguido, no tiene cueva ni nido como si juera maldito; porque el ser gaucho, ¡barajo!, el ser gaucho es un delito.

Y si de un golpe por ahí lo dan güelta panza arriba, no hay un alma compasiva que le rece una oración; tal vez como cimarrón en una cueva lo tiran.

Es como el patrio de posta; lo larga éste, aquél lo toma, nunca se acaba la broma; dende chico se parece al arbolito que crece desamparao en la loma.

Él nada gana en la paz y es el primero en la guerra; no le perdonan si yerra, que no saben perdonar, porque el gaucho en esta tierra sólo sirve pa votar.

Le echan la agua del bautismo aquél que nació en la selva; busca madre que te envuelva, le dice el fraire y lo larga. Y dentra a cruzar el mundo como burro con la carga.

Para él son los calabozos, para él las duras prisiones, en su boca no hay razones aunque la razón le sobre; que son campanas de palo las razones de los pobres.

Y se cría viviendo al viento como oveja sin trasquila; mientras su padre en las filas anda sirviendo al gobierno, aunque tirite en invierno, naides lo ampara ni asila.

Si uno aguanta, es gaucho bruto; si no aguanta es gaucho malo. ¡Dele azote, dele palo, porque es lo que él necesita! De todo el que nació gaucho ésta es la suerte maldita.

Le llaman gaucho mamao si lo pillan divertido, y que es mal entretenido si en un baile lo sorprienden; hace mal si se defiende y si no, se ve... fundido.

Vamos suerte, vamos juntos dende que juntos nacimos; y ya que juntos vivimos sin podernos dividir yo abriré con mi cuchillo el camino pa seguir.





CAPITULO 9 = GAUCHO PERSEGUIDO. PELEA CON LA PARTIDA POLICIAL Matreriando lo pasaba ya a las casas no venía; solía arrimarme de día, mas, lo mesmos que el carancho, siempre estaba sobre el rancho espiando a la polecía.

Al punto me santigüé y eché de giñebra un taco; lo mesmito que el mataco me arroyé con el porrón; si han de darme pa tabaco, dije, ésta es güena ocasión.

Pegué un brinco y entre todos sin miedo me entreveré; hecho ovillo me quedé y ya me cargó una yunta, y por el suelo la punta de mi facón les jugué.

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Viva el gaucho que ande mal, como zorro perseguido, hasta que al menor descuido se lo atarasquen los perros, pues nunca le falta un yerro al hombre más alvertido.

Me refalé las espuelas, para no peliar con grillos; me arremangué el calzoncillo, y me ajusté bien la faja, y en una mata de paja probé el filo del cuchillo.

El más engolosinao se me apió con un hachazo; se lo quité con el brazo; de no, me mata los piojos; y antes de que diera un paso le eché tierra en los dos ojos.

Y en esa hora de la tarde en que tuito se adormece, que el mundo dentrar parece a vivir en pura calma, con las tristezas del alma al pajonal enderiece.

Para tenerlo a la mano el flete en el pasto até, la cincha le acomodé, y en un trance como aquél haciendo espaldas en él quietito los aguardé.

Y mientras se sacudía refregándose la vista, yo me le fui como lista y ahí no más me le afirmé, diciéndole: Dios te asista, y de un revés lo voltié.

Bala el tierno corderito al lao de la blanca oveja, y a la vaca que se aleja llama el ternero amarrao; pero el gaucho desgraciao no tiene a quien dar su oveja.

Cuando cerca los sentí, y que ahí no más se pararon, los pelos se me erizaron y aunque nada vían mis ojos no se han de morir de antojo, les dije, cuando llegaron.

Pero en ese punto mesmo sentí que por las costillas un sable me hacía cosquillas y la sangre me heló; dende ese momento yo me salí de mis casillas.

Ansí es que al venir la noche iba a buscar mi guarida, pues ande el tigre se anida también el hombre lo pasa, y no quería que en las casas me rodiara la partida.

Yo quise hacerles saber que allí se hallaba un varón; les conocí la intención y solamente por eso es que les gané el tirón, sin aguardar voz de preso.

Di para atrás unos pasos hasta que pude hacer pie; por delante me lo eché de punta y tajos a un criollo; metió la pata en un hoyo, y yo al hoyo lo mandé.

Pues aun cuando vengan ellos cumpliendo con su deberes, yo tengo otros pareceres, y en esa conduta vivo: que no debe un gaucho altivo peliar entre las mujeres.

Vos sos un gaucho matrero, dijo uno, haciéndose el güeno. Vos mataste un moreno y otro en una pulpería, y aquí está la polecía que viene a ajustar tus cuentas; te va alzar por las cuarenta si te resistís hoy día.

Tal vez en el corazón le tocó un santo bendito a un gaucho, que pegó el grito y dijo: ¡Cruz no consiente que se cometa el delito de matar a un valiente!

Y al campo me iba solito, más matrero que el venao, como perro abandonao a buscar una tapera, o en alguna vizcachera pasar la noche tirao. Sin punto ni rumbo fijo en aquella inmensidá, entre tanta escuridá anda el gaucho como duende; allí jamás lo sorpriende dormido, la autoridá. Su esperanza es el coraje, su guardia es la precaución, su pingo es la salvación, y pasa uno en su desvelo, sin más amparo que el cielo ni otro amigo que el facón. Ansí me hallaba una noche

No me vengan, contesté, con relación de dijuntos; ésos son otros asuntos; vean si me pueden llevar, que yo no me he de entregar, aunque vengan todos juntos. Pero no aguardaron más y se apiaron en montón; como a perro cimarrón me rodiaron entre tantos; ya me encomendé a los santos, y eché mano a mi facón. Y ya vide el fogonazo de un tiro de garabina, mas quiso la suerte indina de aquel maula, que me errase, y ahí no más lo levantase lo mesmo que una sardina.

Y ahí no más se me aparió, dentrándole a la partida; yo les hice otra embestida pues entre dos era robo; y el Cruz era como lobo que defiende su guarida. Uno despachó al infierno de dos que lo atropellaron; los demás remoliniaron, pues íbamos a la fija, y a poco andar dispararon lo mesmo que sabandija. Ahí quedaron largo a largo los que estiaron la jeta; otro iba como maleta, y Cruz de atrás les decía: que venga otra polecía a llevarlos en carreta. Yo junté las osamentas,

252

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO contemplando las estrellas, que le parecen más bellas cuanto uno es más desgraciao, y que Dios las haiga criao para consolarse en ellas.

me hinqué y les recé un bendito, hice una cruz de un palito y pedí a mi Dios clemente me perdonara el delito de haber muerto tanta gente.

A otro que estaba apurao acomodando una bola, le hice una dentrada sola y le hice sentir el Fierro, y ya salió como el perro cuando le pisan la cola.

Les tiene el hombre cariño y siempre con alegría ve salir las Tres Marías; que si llueve, cuanto escampa, las estrellas son la guía que el gaucho tiene en la pampa.

Dejamos amotonaos a los pobres que murieron; no sé si los recogieron, porque nos fuimos a un rancho, o si tal vez los caranchos ahí no más se los comieron.

Era tanta la aflición y la angurria que venían, que tuitos se me venían, donde yo los esperaba; uno al otro se estorbaba y con las ganas no vían.

Aquí no valen dotores, sólo vale la esperiencia; aquí verían su inocencia ésos que todo lo saben, porque esto tiene otra llave y el gaucho tiene su cencia.

Lo agarramos mano a mano entre los dos al porrón: en semejante ocasión un trago a cualquiera encanta; y Cruz no era remolón ni pijotiaba garganta.

Dos de ellos que traiban sables más garifos y resueltos, en las hilachas envueltos enfrente se me pararon, y a un tiempo me atropellaron lo mesmo que perros sueltos.

Es triste en medio del campo pasarse noches enteras contemplando en sus carreras las estrellas que Dios cría, sin tener más compañía que su delito y las fieras.

Calentamos los gargueros y nos largamos muy tiesos, siguiendo siempre los besos al pichel, y por mas señas, íbamos como cigüeñas estirando los pescuezos.

Me fui reculando en falso y el poncho adelante eché, y en cuanto le puso el pie uno medio chapetón, de pronto le di un tirón y de espaldas lo largué.

Me encontraba como digo, en aquella soledá, entre tanta escuridá, echando al viento mis quejas, cuando el grito del chajá me hizo parar las orejas.

Yo me voy, le dije, amigo, donde la suerte me lleve, y si es que alguno se atreve, a ponerse en mi camino, yo seguiré mi destino, que el hombre hace lo que debe.

Al verse sin compañero el otro se sofrenó; entonces le dentré yo, sin dejarlo resollar, pero ya empezó a aflojar y a la pu-n-ta disparó.

Como lumbriz me pegué al suelo para escuchar; pronto sentí retumbar las pisadas de los fletes, y que eran muchos jinetes conocí sin vacilar. Cuando el hombre está en peligro no debe tener confianza; ansí tendido de panza puse toda mi atención y ya escuché sin tardanza como el ruido de un latón. Se venían tan calladitos que yo me puse en cuidao; tal vez me hubieran bombiao y ya me venían a buscar; mas no quise disparar, que eso es de gaucho morao.

Soy un gaucho desgraciao, no tengo donde ampararme, ni un palo donde rascarme, ni un árbol que me cubije: pero ni aun esto me aflige porque yo sé manejarme.

Uno que en una tacuara había atao una tijera, se vino como si juera palenque de atar terneros, pero en dos tiros certeros salió aullando campo ajuera.

Antes de cair al servicio, tenía familia y hacienda; cuando volví, ni la prenda me la habían dejao ya. Dios sabe en lo que vendrá a parar esta contienda.

Por suerte en aquel momento venía coloriando el alba y yo dije: si me salva la virgen en este apuro, en adelante le juro ser más güeno que una malva.





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CAPITULO 10 = RELATO DE LA VIDA DEL SARGENTO CRUZ Amigazo, pa sufrir han nacido los varones; estas son las ocasiones de mostrarse un hombre juerte, hasta que venga la muerte y lo agarre a coscorrones.

¡Quién es de una alma tan dura que no quiera una mujer! Lo alivia en su padecer: si no sale calavera es la mejor compañera que el hombre puede tener.

Peló la espalda y se vino como a quererme ensartar, pero yo sin tutubiar le volví al punto a decir: ¡cuidado!, no te vas a per-tigo; poné cuarta pa salir.

El andar tan despilchao ningún mérito me quita; sin ser un alma bendita me duelo del mal ajeno: soy un pastel con relleno que parece torta frita.

Si es güena, no lo abandona cuando lo ve desgraciao, lo asiste con su cuidao, y con afán cariñoso, y usté tal vez ni un rebozo ni una pollera le ha dao.

Un puntazo me largó, pero el cuerpo le saqué, y en cuanto se lo quité, para no matar un viejo, con cuidado, medio de lejos un palazo le asenté.

Tampoco me faltan males y desgracias, le prevengo; también mis desdichas tengo, aunque esto poco me aflige: yo sé hacerme el chango rengo cuando la cosa lo esige.

¡Grandemente lo pasaba con aquella prenda mía, viviendo con alegría como la mosca en la miel! ¡Amigo, qué tiempo aquel! ¡La pucha, que la quería!

Y como nunca al que manda le falta algún adulón, uno que en esa ocasión se encontraba allí presente, vino apretando los dientes como perrito mamón.

Y con algunos ardiles voy viviendo, aunque rotoso; a veces me hago el sarnoso y no tengo ni un granito, pero al chifle voy ganoso como panzón al maíz frito.

Era la águila que a un árbol dende las nubes bajó; era más linda que el alba cuando va rayando el sol; era la flor deliciosa que entre el trebolar creció.

Me hizo un tiro de revuélver que el hombre creyó siguro; era confiado y le juro que cerquita se arrimaba, pero siempre en un apuro se desentumen mis tabas.

A mí no me matan penas mientras tenga el cuero sano; venga el sol en el verano y la escarcha en el invierno ¿por qué afligirse el cristiano?

Pero, amigo, el comendante que mandaba la milicia, como que no desperdicia se fue refalando a casa; yo le conocí en la traza que el hombre traiba malicia.

Él me siguió menudiando mas sin poderme acertar, y yo, dele culebriar, hasta que al fin le dentré y ahí no más lo despaché sin dejarlo resollar.

Hagámosle cara fiera a los males, compañero, porque el zorro más matrero suele cair como un chorlito; viene por un corderito y en la estaca deja el cuero.

Él me daba voz de amigo, pero no le tenía fe; era el jefe, y ya se ve, no podía competir yo; en mi rancho se pegó lo mesmo que un saguaipé.

Dentré a campiar en seguida al viejito enamorao el pobre se había ganao en un noque de lejía. ¡Quién sabe cómo estaría del susto que había llevao!

Hoy tenemos que sufrir males que no tienen nombre, pero esto a nadies lo asombre porque ansina es el pastel, y tiene que dar el hombre mas güeltas que un carretel.

A poco andar, conocí que ya me había desbancao, y él siempre muy entonao, aunque sin darme ni un cobre, me tenía de lao a lao como encomienda de pobre.

¡Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina! Él la miraba a la indina, y una cosa tan jedionda sentí yo, que ni en la fonda he visto tal jedentina.

Yo nunca me he de entregar a los brazos de la muerte; arrastro mi triste suerte paso a paso y como pueda,

A cada rato, de chasque me hacía dir a gran distancia; ya me mandaba a una estancia, ya al pueblo, ya a la frontera;

Y le dije: pa su agüela han de ser esas perdices. Yo me tapé las narices, y me salí esternudando,

254

MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO que donde el débil se queda se suele escapar el juerte.

pero él en la comendancia no ponía los pies siquiera.

y el viejo quedó olfatiando como chico con lumbrices.

Y ricuerde cada cual lo que cada cual sufrió, que lo que es, amigo, yo, hago ansí la cuenta mía: ya lo pasado pasó; mañana será otro día.

Es triste a no poder más el hombre en su padecer, si no tiene una mujer que lo ampare y lo consuele: mas pa que otro se la pele lo mejor es no tener.

Cuando la mula recula, señal que quiere cociar, ansí se suele portar aunque ella lo disimula; recula como la mula la mujer, para olvidar.

Yo también tuve una pilcha que me enllenó el corazón, y si en aquella ocasión alguien me hubiera buscao, siguro que me había hallao más prendido que un botón.

No me gusta que otro gallo le cacaree a mi gallina; yo andaba ya con la espina, hasta que en una ocasión lo pille junto al jogón abrazándome a la china.

Alcé mis ponchos y mis prendas y me largué a padecer por culpa de una mujer que quiso engañar a dos; al rancho le dije adiós, para nunca más volver.

En la güeya del querer no hay animal que se pierda las mujeres no son lerdas, y todo gaucho es dotor si pa cantarle al amor tiene que templar las cuerdas.

Tenía el viejito una cara de ternero mal lamido, y al verle tan atrevido le dije: ¡que le aproveche! que había sido pa el amor como gaucho pa la leche.

Las mujeres, dende entonces, conocí a todas en una; ya no he de probar fortuna con carta tan conocida: mujer y perra parida, ¡no se me acerca ninguna!





CAPITULO 11: VIDA DE CRUZ COMO GAUCHO PERSEGUIDO A otros les brotan las coplas como agua de manantial; pues a mí me pasa igual; aunque las mías nada valen, de la boca se me salen como ovejas de corral.

Yo tenía unas medias botas con tamaños verdugones; me pusieron los talones con crestas como gallos: ¡si viera mis afliciones pensando yo que eran callos!

Gané en seguida la puerta gritando: ¡nadies me ataje! Y alborotado el hembraje, lo que todo quedo escuro, empezó a verse en apuro mesturao con el gauchaje.

Que en puertiando la primera, ya la siguen las demás, y en montones las de atrás contra los palos se estrellan, y saltan y se atropellan sin que se corten jamás.

Con gato y con fandanguillo había empezado el changango, y para ver el fandango me colé haciendomé bola, mas metió el diablo la cola, y todo se volvió pango.

El primero que salió fue el cantor, y se me vino; pero yo no pierdo el tino aunque haiga tomao un trago, y hay algunos por mi pago que me tienen por ladino.

Y aunque yo por mi inorancia con gran trabajo me esplico, cuando llego a abrir el pico, tengaló por cosa cierta, sale un verso y en la puerta ya asoma el otro el hocico.

Había sido el guitarrero un gaucho duro de boca: yo tengo paciencia poca pa aguantar cuando no debo; a ninguno me le atrevo, pero me halla el que me toca.

No ha de haber achocao otro: le salió cara la broma; a su amigo cuando toma se le despeja el sentido, y el pobrecito había sido como carne de paloma.

Y emprésteme su atención; me oirá relatar las penas de que traigo la alma llena; porque en toda circustancia, paga el gaucho su inorancia

A bailar un pericón con una moza salí, y cuanto me vido allí sin duda me conoció; y estas coplitas cantó

Para prestar un socorro las mujeres no son lerdas: antes que la sangre pierda lo arrimaron a unas pipas; ahí lo dejé con las tripas

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO con la sangre de sus venas.

como por raírse de mí:

como pa que hiciera cuerdas.

Después de aquella desgracia me refugié en los pajales; anduve entre los cardales como bicho sin guarida; pero, amigo, es esa vida como vida de animales.

Las mujeres son todas como las mulas; yo no digo que todas, pero hay algunas que a las aves que vuelan les sacan plumas.

Monté y me largué a los campos más libre que el pensamiento, como las nubes al viento a vivir sin paradero, que no tiene el que es matrero nido, ni rancho, ni asiento.

Y son tantas las miserias en que me he salido ver, que con tanto padecer y sufrir tanta aflición, malicio que he de tener un callo en el corazón.

Hay gauchos que presumen de tener damas; no digo que presumen, pero se alaban, y a lo mejor los dejan tocando tablas.

No hay juerza contra el destino que le ha señalao el cielo, y aunque no tenga consuelo, ¡aguante el que está en trabajo! ¡Nadies se rasca pa abajo, ni se lonjea contra el pelo!

Ansí andaba como guacho cuando pasa el temporal; supe una vez por mi mal de una milonga que había, y ya pa la pulpería enderecé mi bagual.

Se secretiaron las hembras, y yo ya me encocoré; volié la anca y le grité: ¡dejá de cantar, chicharra! Y de un tajo a la guitarra tuitas las cuerdas corté.

Con el gaucho desgraciao no hay uno que no se entone ¡la mesma falta lo espone a andar con los avestruces! faltan otros con más luces y siempre hay quien los perdone.

Era la casa del baile un rancho de mala muerte, y se enllenó de tal suerte que andábamos a empujones: nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte.

Al punto salió de adentro un gringo con un jusil; pero nunca he sido vil, poco el peligro me espanta; yo me refalé la manta y la eché sobre el candil.





CANTO 12: CRUZ Y FIERRO : EL DESTINO DEL GAUCHO Yo no sé qué tantos meses esta vida me duró; a veces nos obligó la miseria a comer potro: me había acompañao con otros tan desgraciaos como yo.

Ya conoce, pues, quién soy; tenga confianza conmigo: Cruz le dio mano de amigo, y no lo ha de abandonar; juntos podemos buscar pa los dos un mesmo abrigo.

Hablaban de hacerse ricos con campos en la fronteras, de sacarla más ajuera, donde había campos baldidos y llevar de los partidos gente que la defendiera.

Mas ¿para qué platicar sobre esos males, canejos? Nace el gaucho y se hace viejo, sin que mejore su suerte, hasta que por ahí la muerte sale a cobrarle el pellejo.

Andaremos de matreros si es preciso pa salvar; nunca nos ha de faltar ni un güen pingo pa juir, ni un pajal ande dormir, ni un matambre que ensartar.

Todos se güelven proyetos de colonias y carriles, y tirar la plata a miles en los gringos enganchaos, mientras al pobre soldao le pelan la cucha ¡ah, viles!

Pero como no hay desgracia que no acabe alguna vez, me aconteció que después de sufrir tanto rigor, un amigo, por favor, me compuso con el juez.

Y cuando sin trapo alguno nos haiga el tiempo dejao, yo le pediré emprestao el cuero a cualquiera lobo, y hago un poncho, si lo sobo, mejor que poncho engomao.

Pero si siguen las cosas como van hasta el presente, puede ser que redepente veamos el campo disierto, y blanquiando solamente los güesos de los que han muerto.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO Le alvertiré que en mi pago ya no va quedando un criollo: se los ha tragao el hoyo, o juido o muerto en la guerra; porque, amigo, en esta tierra nunca se acaba el embrollo.

Para mí la cola es pecho y el espinazo es cadera hago mi nido ande quiera y de lo que encuentro como; me echo tierra sobre el lomo y me apeo en cualquier tranquera.

Hace mucho que sufrimos la suerte reculativa trabaja el gaucho y no arriba porque a lo mejor del caso, lo levantan de un sogazo sin dejarle ni saliva.

Colijo que jué por eso que me llamó el juez un día, y me dijo que quería hacerme a su lao venir, y que dentrase a servir de soldao de polecía.

Y dejo rodar la bola, que algún día se ha de parar tiene el gaucho que aguantar hasta que lo trague el hoyo, o hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar.

De los males que sufrimos hablan mucho los puebleros, pero hacen como los teros para esconder sus niditos: en un lao pegan los gritos y en otro tienen los güevos.

Y me largó una proclama tratándome de valiente; que yo era un hombre decente, y que dende aquel momento me nombraba de sargento pa que mandara la gente.

Lo miran al pobre gaucho como carne de cogote: lo tratan al estricote y si ansí las cosas andan, porque quieren los que mandan, aguantemos los azotes.

Y se hacen los que no aciertan a dar con la coyontura: mientras al gaucho lo apura con rigor la autoridá, ellos a la enfermedá le están errando la cura.

Ansí estuve en la partida, pero ¿qué había de mandar? Anoche al irlo a tomar vide güena coyontura, y a mí no me gusta andar con la lata a la cintura.

¡Pucha! Si usté los oyera, como yo en una ocasión tuita la conversación que con otro tuvo el juez; le asiguro que esa vez se me achicó el corazón.





CAPITULO 13: DECISION DE IRSE A VIVIR CON LOS INDIOS. FINAL DEL CANTO Ya veo que somos los dos astillas del mesmo palo: yo paso por gaucho malo y usté anda del mesmo modo; y yo, pa acabarlo todo, a los indios me refalo.

Si hemos de salvar o no, de esto naides nos responde; derecho ande el sol se esconde tierra adentro hay que tirar; algún día hemos de llegar después sabremos a dónde.

El amor como la guerra lo hace el criollo con canciones; a más de eso en los malones podemos aviarnos de algo; en fin amigo, yo salgo de estas pelegrinaciones.

Pido perdón a mi Dios que tantos bienes me hizo, pero dende que es preciso que viva entre los infeles, yo seré cruel con los crueles: ansí mi suerte lo quiso.

No hemos de perder el rumbo: los dos somos güena yunta. El que es gaucho ve ande apunta aunque inora ande se encuentra; pa el lao en que el sol se dentra dueblan los pastos la punta.

En este punto el cantor buscó un porrón pa consuelo, echó un trago como un cielo, dando fin a su argumento; y de un golpe el instrumento lo hizo astillas contra el suelo.

Dios formó lindas las flores, delicadas como son; le dio toda perfeción y cuanto él era capaz, pero al hombre le dio más cuando le dio el corazón.

De hambre no pereceremos, pues, sigún otros me han dicho, en los campos se hallan bichos de los que uno necesita gamas, matacos, mulitas avestruces y quirquinchos.

Ruempo, dijo, la guitarra, pa no volverme a tentar; ninguno la ha de tocar, por siguro tengaló; pues naides ha de cantar cuando este gaucho cantó.

Le dio claridá a la luz, juerza en su carrera al viento,

Cuando se anda en el desierto se come uno hasta las colas;

Y daré fin a mis coplas con aire de relación;

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO le dio vida y movimiento dende la águila al gusano; pero más le dio al cristiano al darle el entendimiento.

lo han cruzao mujeres solas llegando al fin con salú, y ha de ser gaucho el ñandú que se escape de mis bolas.

nunca falta un preguntón más curioso que mujer, y tal vez quiera saber como jué la conclusión.

Y aunque a las aves les dio, con otras cosas que inoro, esos piquitos como oro y un plumaje como tabla le dio al hombre más tesoro al darle una lengua que habla.

Tampoco a la sé le temo; yo la aguanto muy contento; busco agua olfatiando el viento y dende que no soy manco ande hay duraznillo blanco cavo y la saco al momento.

Cruz y Fierro de una estancia una tropilla se arriaron; por delante se la echaron como criollos entendidos, y pronto sin ser sentidos por la frontera cruzaron.

Y dende que dio a las fieras esa juria tan inmensa, que no hay poder que las venza ni nada que las asombre, ¿qué menos le daría al hombre que el valor pa su defensa?

Allá habrá siguridá ya que aquí no la tenemos; menos males pasaremos y ha de haber grande alegría el día que nos descolguemos en alguna toldería.

Y cuando la habían pasao, una madrugada clara le dijo Cruz que mirara las últimas poblaciones, y a Fierro dos lagrimones le rodaron por la cara.

Pero tantos bienes juntos al darle, malicio yo que en sus adentros pensó que el hombre los precisaba que los bienes igualaba con las penas que le dio.

Fabricaremos un toldo, como lo hacen tantos otros, con unos cueros de potro, que sea sala y sea cocina. ¡Tal vez no falte una china que se apiade de nosotros!

Y siguiendo el fiel del rumbo se entraron en el desierto, no sé si los habrán muerto en alguna correría, pero espero que algún día sabré de ellos algo cierto.

Y yo empujao por las mías quiero salir de este infierno: ya no soy pichón muy tierno y sé manejar la lanza, y hasta los indios no alcanza la facultá de gobierno.

Allá no hay que trabajar, vive uno como un señor; de cuando en cuando un malón, y si de él sale con vida, lo pasa echao panza arriba mirando dar güelta el sol.

Y ya con estas noticias mi relación acabé; por ser ciertas las conté, todas las desgracias dichas: es un telar de desdichas cada gaucho que usté ve.

Yo sé que allá los caciques amparan a los cristianos, y que los tratan de cuando se van por su gusto. ¡A qué andar pasando sustos! Alcemos el poncho y vamos.

Y ya que a juerza de golpes la suerte nos dejó aflús puede que allá veamos luz y se acaben nuestras penas: todas las tierras son güenas; vamonós, amigo Cruz.

Pero ponga su esperanza en el Dios que lo formó; y aquí me despido yo que he relatao a mi modo males que conocen todos, pero que naides contó.

En la cruzada hay peligros, pero ni aún esto me aterra: yo ruedo sobre la tierra arrastrao por mi destino; y si erramos el camino no es el primero que lo erra

El que maneja las bolas, el que sabe echar un pial y sentársele a un bagual sin miedo de que lo baje, entre los mesmos salvajes no puede pasarlo mal

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GUIA PARA LA LECTURA DE LA HISTORIA Y ANALISIS DEL POEMA GAUCHO SEGUNDA PARTE

00. LECTURA CRÍTICA DEL MATERIAL MARCANDO LOS ASPECTO MÁS RELEVANTES. 01. En forma de cuadro, trabajar cada uno de los 33 capítulos colocando EN CADA FILA: un título, breve resumen de su contenido, tema que se desarrolla y personajes que intervienen. 02. Hacer gráficamente un recorrido (periplo del héroe o del antihéroe) de Martín Fierro y de sus hijos. Justificar la decisión. 03. Hacer un CUADRO con todos los personajes de la segunda parte: caracteres e ilustración. Relacionarlos con los cuatro personajes principales. 04. ¿Cuáles son los males de la sociedad y del gobierno que denuncia HERNANDEZ en la segunda parte? Justificar con referencias a cantos y estrofas. ¿Qué soluciones propone en esta parte? 05. Biografía de JOSE HERNANDEZ, con referencias al momento de la escritura de la segunda parte (fecha y actividades). 06. Recorriendo la primera y la segunda parte, ¿cuáles son las víctimas de Martin Fierro? ¿A quienes mata? ¿En cada una de las muertes se muestra como héroe o antihéroe? 07. Presentar en forma de cuadro comparativo los CONSEJOS de VIZCACHA y los CONSEJOS DE MARTIN FIERRO. Síntesis 08. Sintetizar gráficamente el contrapunto (payada) entre el NEGRO y FIERRO. 09. Diversos tipos de estrofas, metro y rima de los diversos capítulos o cantos, en la segunda parte. 10. Metáforas, comparaciones, personificaciones, estructuras paralelas = presentar al menos 4 ejemplos de cada uno de los recursos. 11. Vocablos y escritura: lenguaje gauchesco y castellano primitivo y rural. Significado de las palabras desconocidas. 12. Relacionar la obra de HERNANDEZ con los cuentos de BORGES: EL FIN y BIOGRAFIA DE TADEO ISIDORO CRUZ. 13. Buscar información y leer otras obras gauchescas: antes y después del MARTIN FIERRO, en el siglo XIX y en el siglo XX. Hacer un informe al respecto. 14. Revisando las DOS PARTES desarrollar alguno de los siguientes temas: EL GOBIERNO, LOS INDIOS, LOS NEGROS, LOS EXTRANJEROS, EL EJERCITO Y LA FRONTERA, LA POLICIA, LA JUSTICIA, LA CARCEL, LA FORMA DE ALIMENTARSE Y BEBER, LA MUJER, LAS PELEAS, LA PESTE, LA CORRUPCION, LAS ELECCIONES, LA LEVA O EL SERVICIO MILITAR, LA VIDA EN LA FRONTERA, EDUCACION Y SALUD, GAUCHO MATRERO. Resumir las ideas más importantes y transcribir citas del texto. 15. 16. 17. 18.

Recreación: IMAGINA Y ESCRIBIR OTRO FINAL, a partir de la SEPARACION del Padres de sus hijos. Memorización de 10 estrofas de alguno de los capítulos. Recreación gráfica del material = dibujos o historietas. Evaluar las TRES VERSIONES del poema en el cine nacional: TORRES NILSON, FONTANARROSA, GERARDO VALLEJOS. Observar sus logros, sus límites. Comparar. ¿Fidelidad al texto o creación? 19. Presentar el trabajo en formato papel (impreso) como si fuera una revista sobre el tema. 20. Presentar el trabajo en formato virtual para colocar en BLOG o en pagina web

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JOSE HERNANDEZ: MARTIN FIERRO (18)9 SEGUNDA PARTE

CANTO

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TITULO

ESTROFA

I

RAZONES PARA RETOMAR EL CANTO

[396 - 449]

II

ENCUENTRO CON LOS INDIOS

[423 - 450]

III

VIDA Y COSTUMBRES DE LOS INDIOS

[450 - 474]

IV

EL MALON Y ATAQUE A LOS CRISTIANOS

[475 – 496]

V

COSTUMBRES DE LOS INDIOS, SITUACION DE LA MUJER

[497 - 524]

VI

LA PESTE Y LA MUERTE DE CRUZ

[525 - 550]

VII

ENTIERRO DEL AMIGO Y GRITOS DE LA CAUTIVA

[551 - 564]

VIII

CASTIGO DEL INDIO A LA CAUTIVA

[565 - 581]

IX

PELEA CON EL INDIO PARA SALVAR A LA CAUTIVA

[582 - 623]

X

REGRESO A LA CIVILIZACION Y CRUCE DEL DESIERTO

[624 - 654]

XI

ENCUENTRO CON LOS HIJOS

[655]

XII

HISTORIA DEL HIJOP MAYOR. LAS CÁRCELES

[656 – 718]

XIII

HISTORIA DEL HIJO MENOR DE FIERRO.

[719 - 730]

XIV

EL TUTOR: EL VIEJO VIZCACHA

[720 – 754]

XV

LOS CONSEJOS DEL VIEJO VIZCACHA

[755 – 777]

XVI

ENFERMEDAD Y MUERTE DEL VIEJO VIZCACHA

[778 - 790]

XVII

VELATORIO DEL VIEJO VIZCACHA

[791 – 815]

XVIII

ENTIERRO Y EL HIJO MENOR NUEVAMENTE SOLO

[816 – 828]

JOSÉ HERNÁNDEZ, (1879) MARTÍN FIERRO: LA VUELTA. Edición de EUDEBA (1962) ilustrada por CASTAGNINO.

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XIX

CRECIMIENTO Y EL AMOR CONTRARIADO DE UNA VIUDA

[829 – 854]

XX

APARICIÓN EL HIJO DE CRUZ: PICARDIA

[855]

XXI

PICARDIA CUENTA SU HISTORIA

[856 - 879]

XXII

DIVERSOS JUEGOS PARA ENGAÑAR A LA GENTE

[880 – 901]

XXIII

PELEAS Y CONFLICTOS POR SU AFICCION AL JUEGO

[902 – 921]

XXIV

PROBLEMAS EN LA ELECCIONES

[922 – 931]

XXV

RAZONES PARA ENVIAR A CADA UNO A LA FRONTERA

[932 – 952]

XXVI

ENVIADO A LA FRONTERA. RAZON DEL NOMBRE

[953 – 963]

XXVII

VIDA EN LA FRONTERA Y DEMANDAS AL GOBIERNO

[964 - 997]

XXVIII

VIDA EN LA FRONTERA Y RECURSOS PARA VIVIR BIEN

[998 – 1037]

XXIX

APARICIÓN DEL MORENO: DESAFIO A MARTIN FIERRO

[1038]

XXX

PAYADA DE CONTRAPUNTO: FIERRO Y EL MORENO

[1039 – 1142]

XXXI

EVITAN LA PELEA. SE RETIRAN FIERRO Y LOS HIJOS.

[1143]

XXXII

CONSEJOS DE MARTIN FIERRO A SUS HIJOS

[1144 – 1174]

XXXIII

SEPARACION Y FINAL DEFINITIVO DEL CANTO.

[1175 – 1193]

CANTO 1 : RAZONES PARA RETOMAR EL CANTO





405 El campo es del inorante, el pueblo del hombre estruido; yo que en el campo he nacido digo que mis cantos son para los unos... Sonidos, y para otros... Intención.

414 Ya verán si me despierto cómo se compone el baile; y no se sorprenda naides si mayor fuego me anima; porque quiero alzar la prima como pa tocar al aire.

397 Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto; veré si a xclamació acierto entre gente tan bizzarra y si al sentir la guitarra de mi sueño me despierto.

406 Yo he conocido cantores que era un gusto el escuchar; mas no quieren opinar y se divierten cantando; pero yo canto opinando, que es mi modo de cantar.

415 Y con la cuerda tirante dende que ese tono elija, yo no he de aflojar manija mientras que la voz no pierda, si no se corta la cuerda o no cede la clavija.

398 Siento que mi pecho tiembla, que se turba mi razón, y de la viguela al son imploro a la alma de un sabio que venga a mover mi labio y alentar mi corazón

407 El que va por esta senda cuanto sabe desembucha, y aunque mi cencia no es mucha, esto en mi favor previene; yo se el corazón que tiene

416 Aunque rompí el estrumento por no volverme a tentar, tengo tanto que contar y cosas de tal calibre, que Dios quiera que se libre el que me enseñó a templar.

397 Atención pido al silencio y silencio a la atención, que voy en esta ocasión, si me ayuda la memoria, a mostrarles que a mi historia le faltaba lo mejor.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO 399 Si no llego a treinta y una de fijo en treinta me planto, y esta confianza adelanto porque recibí en mi mismo, con el agua del bautismo, la facultá para el canto.

el que con gusto me escucha. 417 De naides sigo el ejemplo, naides a dirigirme viene; yo digo cuanto conviene, y el que en tal güeya se planta, debe cantar, cuando canta, con toda la voz que tiene.

408 Lo que pinta este pincel ni el tiempo lo ha de borrar; ninguno se ha de animar a corregirme la plana; no pinta quien tiene gana sino quien sabe pintar.

400 Tanto el pobre como el rico la razón me la han de dar; y si llegan a escuchar lo que esplicaré a mi modo, digo que no han de rair todos: algunos han de llorar.

418 He visto rodar la bola y no se quiere parar; al fin de tanto rodar me he decidido a venir a ver si puedo vivir y me dejan trabajar.

409 Y no piensen los oyentes que del saber hago alarde; he conocido aunque tarde, sin haberme arrepentido, que es pecado cometido el decir ciertas verdades.

401 Mucho tiene que contar el que tuvo que sufrir, y empezaré por pedir no duden de cuanto digo; pues debe creerse al testigo si no pagan por mentir.

419 Sé dirigir la mansera y xclama echar un pial; sé correr en un rodeo, trabajar en un corral; me se sentar en un pértigo lo mesmo que en un bagual.

410 Pero voy en mi camino y nada me ladiará; he de decir la verdá; de naides soy adulón; xcl no hay imitación; esta es pura realidá.

402 Gracias le doy a la virgen, gracias le doy al Señor, porque entre tanto rigor y habiendo perdido tanto, no perdí mi amor al canto ni mi voz como cantor.

420 Y enpriéstenmé su atención si ansí me quieren honrar de no, tendré que callar, pues el pájaro cantor jamás se para de cantar en árbol que no da flor.

411 Y el que me quiera enmendar mucho tiene que saber; tiene mucho que aprender el que me sepa escuchar; tiene mucho que rumiar el que me quiera entender.

403 Que cante todo viviente otorgó el Eterno Padre; cante todo el que le cuadre como lo hacemos los dos pues sólo no tiene voz el ser que no tiene sangre.

421 Hay trapitos que golpiar y de aquí no me levanto; si quieren que desembuche: tengo que decirles tanto que les mando que me escuchen.

412 Más que yo y cuantos me oigan, más que las cosas que tratan, más que los que ellos relatan, mis cantos han de durar; mucho ha habido que mascar para echar esta bravata.

404 Canta el pueblero... Y es pueta; canta el gaucho... Y, ¡ay Jesús!, Lo miran como avestruz, su inorancia los asombra; mas siempre sirven las sombras para distinguir la luz.



422 Déjenmé tomar un trago: estas son otras cuarenta mi garganta esta sedienta, y de esto no me abochorno, pues el viejo, como el horno, por la boca se calienta.

413 Brotan quejas de mi pecho, brota un lamento sentido; y es tanto lo que he sufrido y males de tal tamaño que reto a todos los años a que traigan el olvido.



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CANTO 2: ENCUENTRO CON LOS INDIOS 423 Triste suena mi guitarra y el sunto lo requiere; ninguno alegrías espere sino sentidos lamentos de aquel que en duros tormentos nace, crece, vive y muere. 424 Es triste dejar sus pagos y largarse a tierra ajena llevándose la alma llena de tormentos y dolores; mas nos llevan los rigores como el pampero a la arena. 425 Irse a cruzar el desierto lo mesmo que un forajido, dejando aquí en el olvido, como dejamos nosotros, su mujer en brazos de otro y sus hijitos perdidos. 426 ¡Cuantas veces al cruzar en esa inmensa llanura, al verse en tal desventura y tan lejos de los suyos, se tira uno entre los yuyos a llorar con amargura! 427 En la orilla de un arroyo solitario lo pasaba, en mil cosas cavilaba y, a una güelta repentina, se me hacía ver a mi china o escuchar que me llamaba. 428 Y las aguas serenitas bebe el pingo trago a trago, mientras sin ningún halago pasa uno hasta sin comer, por pensar en su mujer, en sus hijos y en su pago. 429 Recordarán que con Cruz para el desierto tiramos en la pampa nos entramos,





432 Nos quitaron los caballos a los muy pocos minutos; estaban irresolutos; ¡quién sabe qué pretendían! Por los ojos nos metían las lanzas aquellos brutos. 433 Y déle en su lengüeteo hacer gestos y cabriolas; uno desató las bolas y se nos vino enseguida; ya no créiamos con vida salvar ni por carambola.

442 Recorre luego la fila, frente a cada indio se para, lo amenaza cara a cara y, en su juria, aquel maldito acompaña con su grito el cimbrar de la tacuara. 443 443 Se vuelve aquello un incendio mas feo que la mesma guerra: entre una nube de tierra se hizo allí una mezcolanza de potros, indios y lanzas, con alaridos que aterran.

434 Alla no hay misericordia ni esperanza que tener; el indio es de parecer que siempre matar se debe, pues la sangre que no bebe le gusta verla correr.

444 Parece un baile de fieras sigún yo me lo imagino; era inmenso el remolino, las voces aterradoras; hasta que al fin de dos horas se aplacó aquel torbellino.

435 Cruz se dispuso a morir peliando y me convidó. “Aguantemos”, dije yo, “El fuego hasta que nos queme”. Menos los peligros teme quien más veces lo venció.

445 De noche formaban cerco y en el centro nos ponían; para mostrar que querían quitarnos toda esperanza, ocho o diez filas de lanzas xclamaci nos hacían.

436 Se debe ser mas prudente cuando el peligro es mayor; siempre se salva mejor andando con alvertencia porque no está la prudencia reñida con el valor.

446 Allí estaban vigilante xclamación a porfía; cuando roncar parecían “Huincá”, gritaba cualquiera, y toda la fila entera “Huincá”, “Huincá”, repetía.

437 Vino al fin el lenguaraz como a trairnos el perdón; nos dijo:”La salvación se la deben a un cacique; me manda que les esplique que se trata de un malón.

447 Pero el indio es dormilón y tiene un sueño projundo; es roncador sin segundo y en tal confianza es su vida, que ronca a pata tendida aunque se de güelta el mundo.

438 “Les ha dicho a los demás que ustedes quedan cautivos por si cain algunos vivos

448 Nos aviriguaban todo como aquel que se previene, porque siempre les conviene

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO cayendo, por fin del viaje, a unos toldos de salvajes, los primeros que encontramos.

en poder de los cristianos, rescatar a sus hermanos con estos dos fugitivos.”

saber las juerzas que andan, donde xcla, quienes las mandan, que caballos y armas tienen.

430 La desgracia nos seguía: llegamos en mal momento; estaban de parlamento tratando de una invasión y el indio en tal ocasión recela hasta de su aliento.

439 Volvieron al parlamento a tratar de sus alianzas, o tal vez de las matanzas, y, conforme les detallo, hicieron cerco a caballo recostándose en las lanzas.

449 A cada respuesta nuestra uno hace una xclamación, y luego en continuación aquellos indios feroces, cientos y cientos de voces repiten al mesmo son.

431 Se armó un tremendo alboroto cuando nos vieron llegar; no xclamac aplacar tan peligroso hervidero; nos tomaron por bomberos y nos quisieron lanciar.

440 Dentra al centro un indio viejo y xcl a lengüetiar se larga; ¡quién sabe qué les encarga! Pero toda la xclama lo escuchó con atención lo menos tres horas largas.

450 Y aquella voz de un solo, que empieza por un gruñido, lega hasta ser alarido de toda la muchedumbre, y ansí adquieren la costumbre de pegar esos bramidos.



441 Pegó al fin tres alaridos y ya principiaba otra danza; para mostrar su pujanza y dar pruebas de jinete, dió riendas rayando el flete y revoliando la lanza.

 (…) CANTO 3

VIDA Y COSTUMBRES DE LOS INDIOS

[450 - 474]

CANTO 4

EL MALON Y ATAQUE A LOS CRISTIANOS

[475 – 496]

CANTO 5

COSTUMBRES DE LOS INDIOS, SITUACION DE LA MUJER

[497 - 524]

CANTO 6 : LA PESTE Y LA MUERTE DE CRUZ 525 el tiempo sigue su giro y nosotros, solitarios; de los indios sanguinarios no teníamos qué esperar; el que nos salvó al llegar era el más hospitalario. 526 Mostró noble corazón, cristiano anhelaba ser; la justicia es un deber, y sus méritos no callo:





534 Y puesto allí boca arriba, alrededor le hacen fuego; una china biene luego y al oido le da de gritos; hay algunos tan malditos que sanan con este juego

543 Fuimos a estar a su lado para ayudarlo a curar; lo vinieron a buscar y hacerle como a los otros; lo defendimos nosotros, no lo dejamos lanciar.

538 Había un gringuito cautivo que siempre hablaba del barco, y lo augaron en un charco por causante de la peste;

544 Iba creciendo la plaga y la mortandá seguía. A su lado nos tenía cuiandolo con pacencia,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO nos regaló unos caballos y a veces nos vino a ver.

tenía los ojos celestes como potrillo zarco.

pero acabó su esistencia al fin de unos pocos días.

527 A la voluntad de Dios ni con la intención resisto: el nos salvó...¡Ah, Cristo!, Muchas veces he deseado no nos hubiera salvado ni jamás haberlo visto.

539 Que le dieran esa muerte dispuso una china vieja, y aunque se aflije y se queja, es inútil que resista: ponia el infeliz la vista como la pone la oveja.

545 El recuerdo me atormenta; se renueva mi pesar; me dan ganas de llorar; nada a mis penas igualo; Cruz también cayó muy malo ya para no levantar.

528 Quien recibe beneficios jamás los debe olvidar; y al que tiene que rodar en su vida trabajosa, le pasan a veces cosas que son duras de pelar.

540 Nosotros nos alejamos para no ver tanto estrago; Cruz sentia los amagos de la peste que reinaba, y la idea nos acosaba de volver a nuestros pagos.

546 Todos pueden figurarse cuánto tuve que sufrir; yo no haciá sino gemir, y aumentaba mi aflición no saber una oración pa ayudarlo a bien morir.

529 Voy dentrando poco a poco en lo triste del pasaje; cuando es amargo el brebaje el corazón no se alegra; dentró una virgüela negra que los diezmó.

535 A otros les cuecen la boca aunque de dolores cruja; lo agarran allí y lo estrujan, labios le queman y diente con un güevo bien caliente de alguna gallina bruja.

547 Se le pasmó la virgüela, y el pobre estaba en un grito; me recomendó un hijito que en su pago había dejado: "Ha quedado abandonado". Me dijo, "Aquel pobrecito".

530 Al sentir tal mortandá los indios, desesperaos, gritaban alborotados: "¡cristiano echando gualicho!" No quedó en los toldos bicho que no salió redotao.

536 Conoce el indio el peligro y pierde toda esperanza; si a escapárseles alcanza dispara como la liebre; le da delirios la fiebre, y ya le cain con la lanza.

548 "Si vuelve, búsquemeló", me repetía a media voz; "En el mundo eramos dos, pues él ya no tiene madre; que sepa el fin de su padre y encomiende mi alma a Dios".

531 Sus remedios son secretos, los tienen las adivinan; no los conocen las chinas sino alguna ya muy vieja, y es la que lo aconseja con mil embustes, la indina.

537 Esas fiebres son terribles, y aunque de esto no disputo ni de saber me reputo, "Será", decíamos nosotros, "De tanta carne de potro como comen esos brutos".

549 Lo apretaba contra el pecho, dominao por el dolor; era su pena mayor el morir allá entre infieles sufriendo dolores crueles entrego su alma al criador.

532 Alli soporta el paciente las terribles curaciones, pues a golpes y estrujones son los remedios aquellos: los agarran de los cabellos y le arrancan los mechones.

541 Pero contra el plan mejor el destino se rebela. ¡La sangre se me congela! El que nos había salvado cayó tambien atacado de la fiebre y la virgüela.

550 De rodillas a su lado yo lo encomendé a Jesús. Faltó a mis ojos la luz, tuve un terrible desmayo; cai como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz.

533 Les hacen mil herejías que el presenciarlas da horror; brama el indio de dolor por los tormentos que pasa, y untandolo todo de grasa

542 No podiamos dudar, al verlo en tal padecer, el fin que habia de tener, y Cruz que era tan humano: "Vamos", me dijo,"Paisano

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO lo ponen a hervir al sol.

a cumplir con un deber".





CANTO 7: ENTIERRO DEL AMIGO Y GRITOS DE LA CAUTIVA 551 aquel bravo compañero en mis brazos espiró; hombre que tanto sirvio, varon que fue tan prudente, por humano y por valiente en el desierto murió. 552 Y yo, con mis propias manos, yo mesmo lo sepulté; a Dios por su alma rogué de dolor el pecho lleno, y humedeció aquel terreno el llanto que redamé. 553 Cumplí con mi obligación; no hay falta de que me acuse, ni deber de que se escuse, aunque de dolor sucumba: allá señala su tumba una cruz que yo le puse. 554 Andaba de toldo en toldo y todo me fastidiaba; el pesar me dominaba, y entregao al sentimiento se me hacía cada momento oir a Cruz que me llamaba. 555



559 No son raros los quejidos en los toldos del salvaje, pues aquél es vandalaje donde no se arregla nada sino a lanza y puñalada, a bolazos y coraje. 560 No preciso juramento, deben creerle a Martín Fierro; he visto en este destierro a un salvaje que se irrita, degollar a una chinita y tirarsela a los perros. 556 Allí pasaba las horas sin haber naides conmigo teniendo a Dios por testigo, y mis pensamientos fijos en mi mujer y mis hijos, en mi pago y en mi amigo. 557 Privado de tantos bienes y perdido en tierra ajena, parece que se encadena el tiempo y que no pasara, como si el sol se parara a contemplar tanta pena.

561 He presenciado martirios, he visto muchas crueldades, crímenes y atrocidades que el cristiano no imagina, pues ni el indio ni la china sabe lo que son piedades. 562 Quise curiosiar los llantos que llegaban hasta mí; al punto me dirigí al lugar de ande venían: ¡me horroriza todavía el cuadro que descubrí!. 563 Era una infeliz mujer que estaba de sangre llena, y como una madalena lloraba con toda gana; conocí que era cristiana y esto me dió mayor pena. 564 Cauteloso me acerqué a un indio que estaba al lao, porque el pampa es desconfiao siempre de todo cristiano, y vi que tenía en la mano el rebenque ensangrentao.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO Cual más, cual menos, los criollos saben lo que es amargura; en mi triste desventura no encontraba otro consuelo que ir a tirarme en el suelo, al lao de su sepultura.



558 Sin saber qué hacer de mí y entregao a mi aflición, estando allí una ocasión, del lao que venía el viento oi unos tristes lamentos que llamaron mi atención.



CANTO 8: CASTIGO DEL INDIO A UNA CAUTIVA





571 Cuando no tenían trabajo la emprestaban a otra china, "Naides", decía, "Se imagina, ni es capaz de presumir cuanto tiene que sufrir la infeliz que esta cautiva.

577 Llora la pobre afligida, pero el indio, en su rigor, le arrebató con juror al hijo de entre sus brazos, y del primer rebencazo la hizo crujir de dolor.

572 Si ven crecido a su hijito, como de piedá no entienden y a suplicas nunca atienden, cuando no es éste es el otro, se lo quitan y lo venden o lo cambian por un potro.

578 Que aquel salvaje tan cruel azotándola seguía; más y más se enfurecía cuanto mas la castigaba y la infeliz se atajaba los golpes como podía.

567 Deseaba para escaparse hacer una tentativa, pues a la infeliz cautiva naides la va a redimir, y allí tiene que sufrir el tormento mientras viva.

573 En la crianza de los suyos son bárbaros por demás. No lo habia visto jamás: en una tabla los atan, los crian así, y les achatan la cabeza por detrás.

579 Que le gritó muy furioso "Confechando no querés;" la dió vuelta de un revés y, por colmar su amargura, a su tierna criatura se la desgolló a los pies.

568 Aquella china perversa, dende el punto que llegó, crueldá y orgullo mostró porque el indio era valiente: usaba un collar de dientes de cristianos que él mató.

574 Aunque esto parezca extraño, ninguno lo ponga en duda: entre aquella gente ruda, en su bárbara tropeza, es gala que la cabeza se les forme puntiaguda.

580 "Es increible" me decía, "Que tanta fiereza esista; no habrá madre que resista; aquel salvaje inclemente cometió tranquilamente aquel crimen a mi vista."

569 La mandaba a trabajar, poniendo cerca a su hijito tiritando y dando gritos, por la mañana temprano, atado de pies y manos lo mesmo que un corderito.

575 Aquella china malvada, que tanto la aborrecía, empezó a decir un día, porque falleció una hermana, que sin duda la cristiana le había echado brujería.

581 Esos horrores tremendos no los inventa el cristiano: "Es bárbaro inhumano" -sollozando me lo dijo"Me amarró luego las manos con las tripitas de mi hijo."

570 Ansí le imponía tarea

576 El indio la sacó al campo

565 Mas tarde supe por ella, de manera positiva, que dentró una comitiva de pampas a su partido, mataron a su marido y la llevaron cautiva. 566 En tan dura servidumbre hacían dos años que estaba; un hijito que llevaba a su lado lo tenía. La china la aborrecía tratandola como esclava.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO de juntar leña y sembrar viendo a su hijito llorar, y hasta que no terminaba, la china no la dejaba que le diera de mamar.

y la empezó a amenazar que le había de confesar si la brujería era cierta; o que la iba a castigar hasta que quedara muerta





CANTO 9: PELEAS CON EL INDIO PARA SALVAR A LA CAUTIVA





597 A la primer puñalada el pampa se hizo un ovillo; era el salvaje mas pillo que he visto en mis correrías, y, a más de las picardías, arisco para el cuchillo.

612 Me hizo sonar las costillas de un bolazo aquel maldito; y al tiempo que le di un grito y le dentro como bala, pisa el indio, y se refala en el cuerpo del chiquito.

583 Toda cubierta de sangre aquella infeliz cautiva, tenia dende abajo arriba las marcas de los lazazos: sus trapos echos pedazos mostraban la carne viva.

598 Las bolas las manejaba aquel bruto con destreza; las recogía con presteza y me las volvía a largar, haciéndomelas silbar arriba de la cabeza.

613 Para explicar el misterio es muy escasa mi cencia: lo castigó, en mi conciencia, su divina majestá; donde no hay casualidá suele estar la providencia

584 Alzó los ojos al cielo en sus lágrimas bañada; tenía las manos atadas; su tormento estaba claro; y me clavó una mirada como pidiéndome amparo.

599 Aquel indio, como todos, era cauteloso... ¡Ahijuna! Ahí me valió la fortuna de que peliando se apotra me amenazaba con una y me largaba con otra.

614 En cuanto trastabilló más de firme lo cargué, y aunque de nuevo hizo pie lo perdió aquella pisada; pues en esa atropellada en dos partes lo corté.

585 Yo no sé lo que pasó en mi pecho en ese instante; estaba el indio arrognte con una cara feroz: para entendernos los dos la mirada fué bastante.

600 Me sucedió una desgracia en aquel percance amargo; en momento que lo cargo y que él reculando va, me enredé en el chiripá y caí tirao largo a largo.

615 Al sentirse lastimao se puso medio afligido, pero era indio decidido, su valor no se aquebranta; le salían de la garganta como una especie de aullidos.

586 Pegó un brinco como gato y me ganó la distancia, aprovechó esa distancia como fiera cazadora: desató las boliadoras y aguardó con vigilancia.

601 Ni pa enconmendarme a Dios tiempo el salvaje me dió; cuanto en el suelo me vió me saltó con ligereza: juntito de la cabeza el bolazo retumbó.

616 Lastimao en la cabeza, la sangre lo enceguecía; de otra herida le salía haciendo un charco ande estaba, con los pies chapaliaba sin aflojar todavía.

587 Aunque yo iba de curioso y no por buscar contienda, al pingo le até la rienda,

602 Ni por respeto al cuchillo dejó el indio de apretarme;

617 Tres figuras imponentes formábamos aquel terno:

582 de ella fueron los lamentos que en mi soledá escuché: en cuanto al punto llegué, quedé enterado de todo: al mirarla de aquel modo ni un instante tutubié.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO eché mano dende luego a éste que no yerra juego, y ya se armó la tremenda. 588 El peligro en que me hallaba al momento conocí; nos mantuvimos ansí, me miraba y lo miraba: yo al indio le desconfiaba, y él me descofiaba a mí. 589 Se debe ser precavido cuando el indio se agazape: en esa postura el tape vale por cuatro o por cinco; como el tigre es para el brinco y fácil que a uno lo atrape.

590 Peligro era atropellar y era peligro el juir, y más peligro seguir esperando de ese modo, pues otros podían venir y carniarme allí entre todos. 591 A juerza de precaución muchas veces he salvado, pues es un trance apurado es mortal cualquier descuido; si Cruz hubiera vivido no habría tenido cuidado. 592 Un hombre junto con otro en valor y en juerza crece; el temor desaparece; escapa de cualquier trampa; entre dos, no digo a un pampa, a la tribu, si se ofrece. 593 En tamaña incertidumbre, en trance tan apurado, no podía por de contado escarparme de otra suerte, sino dando al indio muerte o quedando alli estirado. 594 Y como el tiempo pasaba y aquel asunto me urgía, viendo que él no se movía

allí pretende ultimarme sin dejarme levantar, y no me daba lugar ni siquiera a enderezarme.

ella en su dolor materno, yo con la lengua dejuera, y el salvaje como fiera disparada del infierno.

603 De balde quiero moverme: aquel indio no me suelta. Como persona resuelta toda mi juerza ejecuto, pero abajo de aquel bruto no podía ni darme güelta. .................... 604 ¡Bendito, Dios poderoso, quien te puede comprender! Cuando a una débil mujer le diste en esa ocación la juerza que en un varón tal vez no pudiera haber.

618 Iba conociendo el indio que tocaban a degüello: se le erizaba el cabello y los ojos revolvía; los labios se le perdían cuando iba a tomar resuello.

605 Esa infeliz tan llorosa, viendo el peligro se anima; como una flecha se arrima y olvidando su aflición, le pegó al indio un tirón que me lo sacó de encima. 606 Ausilio tan generoso me libertó del apuro; si no es ella, de siguro que el indio me sacrifica; y mi valor se duplica con un ejemplo tan puro.

620 Al fin de tanto lidiar, en el cuchillo lo alcé, en peso lo levanté aquel hijo del desierto; ensartado lo llevé, y allá recién lo largué cuando ya lo sentí muerto. 621 Me persiné dando gracias de haber salvado la vida; aquella pobre afligida, de rodillas en el suelo, alzó sus ojos al cielo sollozando dolorida.

607 En cuanto me enderecé nos volvimos a topar, no se podía descansar y me chorriaba el sudor: en un apuro mayor jamás me he vuelto a encontrar.

622 Me hinqué también a su lado a dar gracias a mi Santo; en su dolor y quebranto ella, a la madre de Dios, le pide en su triste llanto que nos ampare a los dos.

608 Tampoco yo le daba alce como deben suponer; se había aumentao mi quehacer para impedir que el brutazo le pegar algún bolazo de rabia a aquella mujer.

623 Se alzó con pausa de leona cuando acabó de implorar, y, sin dejar de llorar, envolvió en uno trapitos los pedazos de su hijito, que yo le ayudé a juntar.

609 La bola en manos del indio es terrible y muy ligera;

619 En una nueva dentrada le pegué un golpe sentido, y al verse ya malherido, aquel indio furibundo lanzó un terrible alrido que retumbó como un ruido si se sacudiera el mundo.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO me juí medio de soslayo como a agarrarle el caballo, a ver si se me venía.

hace de ella lo que quiera saltando como una cabra. Mudos, sin decir palabra, peliábamos comos fieras.

595 Ansí jué, no aguardó más y me atropelló el salvaje; es preciso que se ataje quien con el indio pelee; el miedo de verse a pie aumentaba su coraje.

610 Aquel duelo en el desierto nunca jamás se me olvida; iba jugando la vida con tan terrible enemigo, teniendo allí de testigo a una mujer afligida.

596 En la dentrada no más me largó un par de bolazos; uno me tocó en un brazo; si me da bien, me lo quiebra, pues las bolas son de piedra y vienen como balazo.



611 Cuanto él más se enfurecía yo más me empiezo a calmar; mientras no logra matar el indio no se desfoga; al fin le corté una soga y lo empecé a aventajar.



CANTO 10: REGRESO A LA CIVILIZACION. CRUCE DEL DESIERTO 624 Dende ese punto era juerza abandonar el desierto, pues me hubieran descubierto, y aunque lo maté en pelea, de fijo que me lancean por vengar al indio muerto. 625 A la afligida cautiva mi caballo le ofrecí: era un pingo que adquirí, y, donde quiera que estaba, en cuanto yo lo silbaba venia a refregarse en mí. 626 Yo me lo senté al del pampa; era un escuro tapao (cuando me hallo bien montao de mis casillas me salgo), y era un pingo como galgo que sabía correr boliao. 627 Para correr en el campo no hallaba ningun tropiezo; los ejercitan en eso, y los ponen como luz, de dentrarle a un aveztruz





635 Muchos quieren dominarlo con el rigor y el azote, y, si ven al chafalote que tiene trazas de malo, lo embraman en algún palo hasta que se descogote.

646 Oserve con todo esmero adonde el sol aparece; si hay ñeblina y le entorpece y no lo puede oservar, guárdese de caminar, pues quien se pierde perece.

636 Todos se vuelven pretestos y güeltas para ensillarlo; dicen que es por quebrantarlo, mas compriende cualquier bobo que es de miedo del corcovo, y no quieren confesarlo.

647 Dios le dió istintos sutiles a toditos los mortales; el hombre es uno de tales, y en las llanuras aquelas, lo guían el sol, las estrellas, el viento y los animales.

637 El animal yeguarizo -perdónenme esta alvertenciaes de mucha conocencia y tiene mucho sentido; es animal consentido: lo cautiva la pacencia.

648 Para ocultarnos de día a la vista del salvaje, ganábamos un paraje en que algún abrigo hubiera, a esperar que anocheciera para seguir nuestro viaje.

538 Aventaja a los demás el que estas cosas entienda; es bueno que el hombre aprienda, pues hay pocos domadores

649 Penurias de toda clase y miserias padecimos: varias veces no comimos o comimos carne cruda,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO y boliar bajo el pescuezo. 628 El pampa educa al caballo como pa un etrevero: como rayo es de ligero en cuando el indio lo toca, y como trompo en la boca da gueltas sobre un cuero. 629 Lo varea en la madrugada (jamas falta a este deber), luego lo enseña a correr entre fangos y guadales: asina esos animales es cuanto se puede ver. 630 En el caballo de un pampa no hay peligro de rodar, ¡jue pucha!, Y pa disparar es pingo que no se cansa; con prolijidad lo amansa sin dejarlo corcoviar. 631 Pa quitarle las cosquillas con cuidao lo manosea; horas enteras emplea, y, por fin, sólo lo deja cuando agacha las orejas y ya el potro ni cocea. 632 Jamás le sacude un golpe, porque lo trata al bagual con paciencia sin igual -al domarlo no le pega-, hasta que al fin se le entrega ya dócil el animal. 633 Y aunque yo sobre los bastos me sé sacudir el polvo, a esa costumbre me amoldo: con pacencia lo manejan y al día siguiente lo dejan rienda arriba junto al toldo. 634 Ansí todo el que procure tener un pingo modelo, lo ha de cuidar con desvelo y debe impedir también el que de golpes le den o tironeen en el suelo.

y muchos frangoyadores que andan de bozal y, rienda.

y en otras, no tengan duda, con raices nos mantuvimos.

639 Me vine, como les digo, trayendo esa compañera; marchamos la noche entera, haciendo nuestro camino, sin más rumbo que el destino que nos llevara ande quiera.

650 Después de mucho sufrir tan peligrosa inquietú, alcanzamos con salú a divisar una sierra, y al fin pisamos la tierra en donde crece el ombú.

640 Al muerto, en un pajonal había tratao de enterrarlo, y después de maniobrarlo lo tapé bien con las pajas, para llevar de ventaja lo que emplearan en hallarlo.

651 Nueva pena sintió el pecho por Cruz, en aquel paraje, y en humilde vasallaje a la majestá infinita, besé esta tierra bendita, que ya no pisa el salvaje.

641 En notando nuestra ausiencia nos habían de perseguir, y, al decidirme a venir, con todo mi corazón hice la resolución de peliar hasta morir.

652 Al fin la misericordia de Dios nos quiso amparar; es preciso soportar los trabajos con constancia: alcanzamos a una estancia después de tanto penar.

642 Es un peligro muy serio cruzar juyendo el desierto: muchísimos de hambre han muerto, pues en tal desasosiego no se puede ni hacer juego, para no ser descubierto.

653 Ah¡ mesmo me despedí de mi infeliz compañera: "Me voy", le dije,"Ande quiera, aunque me agarre el Gobierno, pues, infierno por infierno prefiero el de la frontera."

643 Sólo el albitrio del hombre puede ayudarlo a salvar: no hay ausilio que esperar, sólo de Dios hay amparo; en el desierto es muy raro que uno se pueda escapar.

654 Concluyo esta relación, ya no puedo continuar; permítanmé descansar: estan mis hijos presentes, y yo ansioso porque cuenten lo que tengan que contar.

644 ¡Todo es cielo y horizonte en inmenso campo verde! ¡Pobre de aquel que se pierde o que su rumbo estravea! Si alguien cruzarlo desea, este consejo recuerde: 645 marque su rumbo de día con toda fidelidá; marche con puntualidá, sigiéndoló con fijeza, y, si duerme, la cabeza

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ponga para el lao que va.



CANTO 11: REENCUENTRO CON LOS HIJOS 655 Y mientras que tomo un trago pa refrescar el garguero, y mientras tiempla el muchacho y prepara su estrumento, les contaré de qué modo tuvo lugar el encuentro. Me acerqué a algunas estancias por saber algo de cierto, creyendo que en tantos años esto se hubiera compuesto; pero cuanto saqué en limpio jué que estábamos lo mesmo. Ansí, me dejaba andar haciéndome el chancho rengo, porque no me convenía revolver el avispero; pues no inorarán ustedes que en cuentas con el gobierno tarde o temprano lo llaman al pobre a hacer el arreglo. Pero al fin tuve la suerte de hallar un amigo viejo que de todo me informó, y por él supe al momento que el Juez que me perseguía hacía tiempo que era muerto: por culpa suya he pasado diez años de sufrimiento y no son pocos diez años para quien ya llega a viejo. Y los he pasado ansí, si en mi cuenta no me yerro: tres años en la frontera, dos como gaucho matrero, y cinco allá entre los indios hacen los diez como yo cuento. Me dijo, a más, ese amigo que anduviera sin recelo, que todo estaba tranquilo, que no perseguía el gobierno, que ya naides se acordaba de la muerte del moreno, aunque si yo lo maté mucha culpa tuvo el negro. Estuve un poco imprudente, puede ser, yo lo confieso,

Me asiguró el mesmo amigo que ya no había ni el recuerdo de aquel que en la pulpería lo dejé mostrando el sebo. El de engreido, me buscó: yo ninguna culpa tengo; el mismo vino a peliarme, y tal vez me hubiera muerto si le tengo más confianza o soy un poco más lerdo. Fue suya toda la culpa porque ocasionó el suceso. Que ya no hablaban tampoco, me lo dijo muy de cierto, de cuando con la partida llegué a tener el encuentro. Esa vez me defendí como estaba en mi derecho, porque fueron a prenderme de noche y en campo abierto: se me acercaron con armas, y, sin darme voz de preso, me amenazaron a gritos de un modo que daba miedo, que iban a arreglar mis cuentas, tratándome de matrero: y no era el jefe el que hablaba sino un cualquiera de entre ellos, y ése, me parece a mí no es modo de hacer arreglos, ni con el que es inocente, ni con el culpable menos. Con semejantes noticias yo me puse muy contento y me presenté ande quiera como otros pueden hacerlo. De mis hijos he encontrado sólo a dos hasta el momento, y de ese encuentro feliz le doy las gracias al cielo. A todos cuantos hablaba les preguntaba por ellos, mas no me da ninguno razón de su paradero. Casualmente, el otro día llegó a mi conocimiento

No faltaban, ya se entiende, en aquel gauchaje inmenso, muchos que ya conocían la historia de Martín Fierro; y allí estaban los muchachos cuidando unos parejeros. Cuando me oyeron nombrar se vinieron al momento, diciéndome quiénes eran aunque no me conocieron, porque venía muy aindiao y me encontraban muy viejo. La junción de los abrazos de los llantos y los besos se deja pa las mujeres, como que entienden el juego. Pero el hombre, que compriende que todos hacen lo mesmo, en público canta y baila, abraza y llora en secreto. Lo único que me han contado es que mi mujer a muerto; que en procuras de un muchacho se jue la infeliz al pueblo, donde infinitas miserias habrá sufrido, por cierto; que, por fin, a un hospital jué a parar medio muriendo, y en ese abismo de males falleció al muy poco tiempo. Les juro que de esa pérdida jamás he de hallar consuelo, muchas lágrimas me cuesta dende que supe el suceso. Mas dejemos cosas tristes aunque alegrías no tengo; me parece que el muchacho ha templao y está dispuesto vamos a ver qué tal lo hace y a juzgar su desempeño. Ustedes no lo conocen yo tengo confianza en ellos, no porque lleven mi sangre -eso juera de lo menos-, sino porque dende chicos

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO pero el me precipitó, porque me cortó primero, y a más me cortó la cara, que es un asunto muy serio.

de una carrera muy grande entre varios estancieros, y juí como uno de tantos, aunque no llevaba un medio.





han vivido padeciendo. Los dos son aficionados; les gusta jugar con juego, vamos a verlos correr: son cojos... Hijos de rengo.

CANTO 12: HISTORIA DEL HIJO MAYOR. LAS CÁRCELES 656 aunque el gajo se parece al árbol de donde sale, solía decirlo mi madre, y en su razón estoy fijo: "Jamás puede hablar el hijo con la autoridad del padre".

677 Eso es para quebrantar el corazón mas altivo; los llaveros son pasivos, pero más secos y duros tal vez que los mesmos muros en que uno gime cautivo.

698 En tan crueles pesadumbres, en tan duro padecer, empezaba a encanecer después de muy pocos meses; alli lamenté mil veces no haber aprendido a leer.

657 Recordarán que quedamos sin tener donde abrigarnos, ni ramada ande ganarnos, ni rincón ande meternos, ni camisa que ponernos. Ni poncho con que taparnos.

678 No es en grillo ni en cadenas en lo que usté penará, sino en una soledá y un silencio tan projundo, que parece que en el mundo es el único que está.

699 Viene primero el juror, después la melancolia; en mi angustia no tenía otro alivio ni consuelo, sino regar aquel suelo con lágrimas noche y día.

658 Dichoso aquel que no sabe lo que es vivir sin amparo; yo con verdá les declaro, aunque es por demás sabido, dende chiquito he vivido en el mayor desmparo.

679 El más altivo varón y de cormillo gastao allí se verá agobiao y su corazón marchito, al encontrarse encerrao a solas con su delito.

700 ¡A visitar otros presos sus familias solían ir! Naides me visitó a mí mientras estuve encerrado. ¡Quien iba a costiarse allí a ver a un desamparado!

659 No le mermam el rigor los mesmos que le socorren; tal vez porque no se borren los decretos del destino, de todas parten lo corren como ternero dañino.

680 En esa cárcel no hay toros, allí todos son corderos; no puede el más altanero, al verse entre aquellas rejas, sino amujar las orejas y sufrir callao su encierro.

701 ¡Bendito sea el carcelero que tiene buen corazón! Yo sé que esta bendición pocos pueden alcanzarla, pues si tienen compasión su deber es ocultarla.

660 Y vive como los bichos buscando alguna rendija; el güerfano es sabandija que no encuentra compasión, y el que anda sin dirección es guitarra sin clavija.

681 Y digo a cuantos inoran el rigor de aquellas penas, yo, que sufrí las cadenas del destino y su inclemencia: que aprovechen la esperencia del mal en cabeza ajena.

661 Sentiré que cuanto digo a algún oyente le cuadre. Ni casa tenía, ni madre, ni parentela, ni hermanos; y todos limpian sus manos

682 ¡Ay! Madres, las que dirigen al hijo de sus entrañas, no piensen que las engaña, ni que les habla un falsario lo que es el ser presidiario

702 Jamás mi lengua podrá espresar cuanto he sufrido; en ese encierro metido, llaves, paredes, cerrojos se graban tanto en los ojos que uno los ve hasta dormido. .................... 703 El mate no se permite; no le permiten hablar; no le permiten cantar para aliviar su dolor, y hasta el terrible rigor

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO en el que vive sin padre.

no lo sabe la campaña.

de no dejarlo fumar.

662 Lo cruza éste de un lazazo lo abomba aquél de un moquete, otro le busca el cachete, y, entre tanto soportar, suele a veces no encontrar ni quien le arroje un zoquete.

683 Hijas, esposas, hermanas, cuantas quieren a un varón, díganles que esa prisión es un infierno temido, donde no se oye más ruido que el latir del corazón.

704 La justicia es muy severa; suele rayar en crueldá: sufre el pobre que allí está calenturas y delirios, pues no esiste pior martirio que esa eterna soledá.

663 Si lo recogen, lo tratan con la mayor rigidez; piensan que es mucho tal vez, cuando ya muestra el pellejo, si le dan un trapo viejo pa cubrir su desnudez.

684 Alla el día no tiene sol, la noche no tiene estrellas; sin que le valgan querellas encerrao lo purifican, y sus lágrimas salpican en las paredes aquellas.

705 Conversamos con las rejas por solo el gusto de hablar, pero nos mandan callar y es preciso conformarnos; pues no se debe irritar a quien puede castigarnos.

664 Me crié, pues, como les digo, desnudo a veces y hambriento; me ganaba mi sustento, y ansí los años pasaban; al ser hombre me esperaban otra clase de tormentos.

685 En soledá tan terrible de su pecho oye el latido; lo sé, porque lo he sufrido, y, creameló el aulitorio, tal vez en el purgatorio las almas hagan más ruido.

706 Sin poder decir palabra sufre en silencio sus males, y uno en condiciones tales, se convierte en animal, privao del don principal que Dios hizo a los mortales.

665 Pido a todos que no olviden lo que les voy a decir; en la escuela del sufrir he tomado mis leciones, y hecho muchas reflesiones dende que empece a vivir.

686 Cuentan esas horas eternas para más atormentarse; su lágrima al redamarse calcula, en sus afliciones, contando sus pulsaciones, lo que dilata en secarse.

707 Yo no alcanzo a comprender por que motivo será que el preso privado está de los dones más preciosos que el justo Dios bondadoso otorgó a la humanidá.

666 Si alguna falta cometo la motiva mi inorancia; no vengo con arrogancia y les diré, en conclusión, que trabajando de pión me encontraba en una estancia.

687 Allí se amansa el más bravo, allí se duebla el más juerte; el silencio es de tal suerte que, cuando llegue a venir, hasta se le han de sentir las pisadas a la muerte.

708 Pues que de todos los bienes, en mi inorancia lo infiero, que le dió al hombre altanero su divina majestá, la palabra es el primero, el segundo es la amistá.

667 El que manda siempre puede hacerle al pobre un calvario; a un vecino propietario un boyero le mataron, y aunque a mí me lo achacaron salió cierto en el sumario.

688 Adentro mesmo del hombre se hace una revolución: metido en esa prisión, de tanto no mirar nada, le nace y queda grabada la idea de la perfección.

709 Y es muy severa la ley que, por un crimen o un vicio, somete al hombre a un suplicio el más tremendo y atroz, privado de un beneficio que ha recebido de Dios.

668 Piensen los hombres honrados en la vergüenza y la pena de que tendría el alma llena al verme, ya tan temprano, igual a los que sus manos con el crimen envenenan.

689 En mi madre, en mis hermanos, en todos pensaba yo; al hombre que alli dentró de memoria más ingrata, fielmente se le retrata todo cuanto ajuera vió.

710 La soledá causa espanto; el silencio causa horror; ese continuo terror es el tormento más duro, y en un presidio siguro está demás tal rigor.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO 669 Declararon otros dos sobre el caso del dijunto, mas no se aclaró el asunto, y el Juez, por darlas de listo, "Amarrados como un Cristo", nos dijo, "Irán todos juntos".

690 Aquel que ha vivido libre de cruzar por donde quiera, se aflige y se desespera de encontrarse allí cautivo: es un tormento muy vivo que abate la alma más fiera.

711 Inora uno si de allí saldrá pa la sepoltura; el que se halla en desventura busca a su lao otro ser, pues siempre es güeno tener companeros de amargura.

670 "A la justicia ordinaria voy a mandar a los tres." Tenia razón aquel Juez, y cuantos ansí amenacen; ordinaria... Es como la hacen: lo he conocido después.

691 En esa estrecha prisión, sin poderme conformar, no cesaba de esclamar: ¡qué diera yo por tener un caballo en que montar y una pampa en que correr!

712 Otro más sabio podrá encontrar razón mejor; yo no soy rebuscador, y ésta me sirve de luz: se los dieron al Señor al clavarlo en una cruz.

671 Nos remitió, como digo, a esa justicia ordinaria, y juimos con la sumaria a esa cárcel de malevos que, por un bautismo nuevo, le llaman penicentiaria.

692 En un lamento constante se encuentra siempre embretao; el castigo han inventao de encerrarlo en las tinieblas, y alli esta como amarrao a un Fierro que no se duebla.

672 El porqué tiene ese nombre naides me lo dijo a mí, mas yo me lo esplico ansí: le diran penitenciaria por la penitencia diaria, que se sufre estando allí.

693 No hay un pensamiento triste que al preso no lo atormente; baja un dolor permanente agacha al fin la cabeza, porque siempre es la tristeza hermana de un mal presente.

713 Y en las projundas tinieblas en que mi razón esiste, mi corazón se resiste a ese tormento sin nombre, pues el honbre alegra al hombre y el hablar consuela al triste. .................... 714 Grábenlo como en la piedra cuanto he dicho en este canto, y, aunque yo he sufrido tanto, debo confesarlo aquí: el hombre que manda allí es poco menos que un Santo.

673 Criollo que cai en desgracia tiene que sufrir un poco; naides lo ampara tampoco si no cuenta con recursos. El gringo es de más discurso: cuando mata, se hace el loco.

694 Vierten lágrimas sus ojos, pero su pena no alivia; en esa constante lidia sin un momento de calma, contempla con los del alma felicidades que envidia.

715 Y son güenos los demás (a su ejemplo se manejan), pero por eso no dejan las cosas de ser tremendas; piensen todos y compriendan el sentido de mis quejas.

674 No sé el tiempo que corrió en aquella sepoltura; si de ajuera no lo apuran, el asunto va con pausa; tienen la presa sigura y dejan dormir la causa.

695 Ningún consuelo penetra detrás de aquellas murallas; el varón de mas agallas, aunque más duro que un perno, metido en aquel infierno sufre, gime, llora y calla.

716 Y guarden en su memoria con toda puntualidá lo que con tal claridá les acabo de decir: mucho tendran que sufrir si no creen en mi verdá.

675 Inora el preso a que lado se inclinará la balanza, pero es tanta la tardanza que yo les digo por mí: el hombre que dentre allí deje ajuera la esperanza.

696 De juror el corazón se le quiere reventar, pero no hay sino aguantar aunque sosiego no alcance. ¡Dichoso, en tan duro trance, aquel que sabe rezar!

717 Y si atienden mis palabras no habrá calabozos llenos; manejense como güenos; no olviden esto jamás; aqui no hay razón de más; mas bien las puse de menos.

676 Sin perfecionar las leyes

697 ¡Dirige a Dios su plegaria

718 Y con esto me despido

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO perfecionan el rigor; sospecho que el inventor habrá sido algún maldito: por grande que sea un delito, aquella pena es mayor.

el que sabe una oración! En esa tribulación gime olvidado del mundo, y el dolor es más projundo cuando no halla compasión.



(todos han de perdonar): ninguna debe olvidar la historia de un desgraciado. Quien ha vivido encerrado poco tiene que contar.



CANTO 13: HISTORIA DEL HIJO MENOR DE FIERRO 719 Lo que les voy adecir ninguno lo ponga en duda: y aunque la cosa es peluda, hare la resolución; es ladino el corazón, pero la lengua no ayuda.

723 No tenía cuidado alguno ni que trabajar tampoco, y como muchacho loco lo pasaba de holgazán; con razón dice el refrán que lo güeno dura poco.

727 Tomó un recuento de todo, porque entendía su papel, y después que aquel pastel lo tuvo bien amasao, puso al frente un encargao, y a mí me llevó con él.

720 El rigor de las desdichas hemos soportado diez años, pelegrinando entre estraños, sin tener donde vivir, y obligados a sufrir una máquina de daños.

724 En mí todo su cuidado y su cariño ponía; como a un hijo me quería con cariño verdadero, y me nombró de heredero de los bienes que tenía.

728 Muy pronto estuvo mi poncho lo mismo que cernidor; el chiripá estaba pior, y aunque para el frio soy guapo ya no me quedaba un trapo ni pa el frío, ni pa el calor.

721 El que vive de ese modo de todos es tributario; falta la cabeza primario y los hijos que él sustenta se dispersan como cuentas cuando se corta el rasario.

725 El Juez vino sin tardanza cuanto falleció la vieja. "De los bienes que te deja", me dijo, "Yo he de cuidar: es un rodeo regular y dos majadas de ovejas".

729 En tan triste desabrigo tras de un mes, iba otro mes; guardaba silencio el Juez, la miseria me invadía, me acordaba de mi tía al verme en tal desnudez.

722 Yo anduve ansí como todos, hasta que al fin de sus días supo mi suerte una tía y me recogió a su lado; allí viví sosegado y de nada carecía.

726 Era hombre de mucha labia, con mas leyes que un dotor, me dijo: "Vos sos menor, y por los años que tienes no podés manejar bienes; voy a nombrarte un tutor."

730 No se decir con fijeza el tiempo que pasé allí; y despues de andar ansí como moro sin Señor, pasé a poder del tutor que debia cuidar de mí.





CANTO 14: EL TUTOR, EL VIEJO VIZCACHA 731 me llevó consigo un viejo que pronto mostró la hilacha, dejaba ver por la facha que era medio cimarrón,

740 Porque maté una Vizcacha otra vez me reprendió; se lo vine a contar yo, y no bien se lo hube dicho:

749 Tampoco tenía más bienes ni propiedad conocida que una carreta podrida,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO muy renegao, muy ladrón, y le llamaban Vizcacha.

"Ni me nuembres ese bicho", me dijo, y se me enojó.

732 Lo que el Juez iba buscando sospecho, y no me equivoco; pero este punto no toco ni su secreto aviriguo; mi tutor era un antiguo de los que ya quedan pocos;

742 Una tarde halló una punta de yeguas medio bichocas; despues que voltió unas pocas, las cerdiaba con empeño: yo vide venir al dueño, pero me callé la boca.

733 viejo lleno de camándulas, con un empaque a lo toro, andaba siempre en un moro metido no sé en qué enriedos, con las patas como loro de estribar entre los dedos.

743 El hombre venía jurioso y nos cayó como un rayo; se descolgó del caballo revoliando el arriador, y lo cruzó de un lazazo ahi no más a mi tutor.

734 Andaba rodiao de perros que eran todo su placer, jamas dejó de tener menos de media docena, mataba vacas ajenas para darles de comer.

741 Al verlo tan irritao hallé prudente callar. "Este me va a castigar", dije entre mí, "Si se agravia." Ya vi que les tenía rabia, y no las volví a nombrar.

735 Carniábamos noche a noche alguna res en el pago, y dejando alli el rezago alzaba en ancas el cuero, que se lo vendía a un pulpero por yerba, tabaco y trago.

744 No atinaba don Vizcacha a qué lado disparar, hasta que logró montar, y, de miedo del chicote, se lo apretó hasta el cogote, sin pararse a contestar.

736 ¡Ah!, Viejo más comerciante en mi vida lo he encontrado. Con ese cuero robao el arreglaba el pastel, y allí entre el pulpero y él, se estendía el certificao.

745 Ustedes creerán tal vez que el viejo se curaría... No, señores, lo que hacía, con mas cuidao dende entonces, era maniarlas de día para cerdiar a la noche.

737 La echaba de comedido; en las transquilas, lo viera, se ponía como una fiera si cortaban una oveja; pero de alzarse no deja un vellón o unas tijeras.

746 Ese jué el hombre que estuvo encargao de mi destino; siempre anduvo en mal camino, y todo aquel vecindario decía que era un perdulario, insufrible de dañino.

738 Una vez me dió una soba que me hizo pedir socorro, porque lastimé a un cachorro en el rancho de unas vascas; y al irse se alzó unas guascas: para eso era como zorro.

747 Cuando el Juez me lo nombró, al dármelo de tutor, me dijo que era un Señor el que me debía cuidar, enseñarme a trabajar y darme la educación

y las paredes sin techo de un rancho medio deshecho que le servía de guarida. 750 Después de las trasnochadas allí venía a descansar; yo desiaba aviriguar lo que tuviera escondido, pero nunca había podido, pues no me dejaba entrar. 751 Yo tenía unas jergas viejas, que habian sido mas peludas; y con mis carnes desnudas, el viejo, que era una fiera, me hechaba a dormir ajuera con unas heladas crudas. 752 Cuando mozo jué casao, aunque yo lo desconfío, y decía un amigo mío que, de arrebatao y malo, mató a su mujer de un palo porque le dió un mate frío. 753 Y viudo por tal motivo nunca se volvió a casar; no era fácil encontrar ninguna que lo quisiera: todas temerían llevar la suerte de la primera. 747 Cuando el Juez me lo nombró, al dármelo de tutor, me dijo que era un Señor el que me debía cuidar, enseñarme a trabajar y darme la educación. 748 ¡Pero que había de aprender al lao de ese viejo paco; que vivía como un chuncaco en los bañaos, como el tero; un haragán, un ratero, y más chillón que un varraco. 754 Soñaba siempre con ella, sin duda por su delito, y decía el viejo maldito, el tiempo que estuvo enfermo,

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739 "¡Ahijuna!", Dije entre mí, "Me has dao esta pesadumbre; ya verás; cuanto vislumbre una ocasión medio güena, te he quitar la costumbre de cerdiar yeguas ajenas."

que ella dende el mesmo infierno lo estaba llamando a gritos.

748 ¡Pero que había de aprender al lao de ese viejo paco; que vivía como un chuncaco en los bañaos, como el tero; un haragán, un ratero, y más chillón que un varraco. 





CANTO 15: LOS CONSEJOS DEL VIEJO VIZCACHA 10 755 Siempre andaba retobao: con ninguno solía hablar; se divertía en escarbar y hacer marcas con el dedo, y en cuanto se ponía en pedo me empezaba a aconsejar.

763 "No te debes afligir aunque el mundo se desplome. Lo que más precisa el hombre tener, según yo discurro, es la memoria del burro, que nunca olvida ande come.

771 "Es un bicho la mujer que yo aquí no lo destapo, siempre quiere al hombre guapo; mas fijate en la eleción, porque tiene el corazón como barriga de sapo."

756 Me parece que lo veo con su poncho calamaco, despues de echar un güen taco, ansí principiaba a hablar: "Jamás llegues a parar ande veas perros flacos."

764 "Deja que caliente el horno el dueño del amasijo; lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo: el cerdo vive tan gordo, y se come hasta los hijos."

772 Y gangoso con la tranca, me solia decir: "Potrillo, recién te apunta el cormillo, mas te lo dice un toruno: no dejés que hombre ninguno te gane el lao del cuchillo."

757 "El primer cuidao del hombre es defender el pellejo. Lleváte de mi consejo, fijáte bien en lo que hablo: el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo."

765 "El zorro que ya es corrido dende lejos la olfatea; no se apure quien desea hacer lo que le aproveche la vaca que más rumea es la que da mejor leche."

773 "Las armas son necesarias, pero naides sabe cuándo; ansina, si andás pasiando, y de noche sobre todo, debés llevarlo de modo que al salir, salga cortando."

758 "Hacéte amigo del Juez; no le des de que quejarse; y cuando quiera enojarse vos te debés encoger, pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse."

766 "El que gana su comida güeno es que en silencio coma; ansina, vos, ni por broma querás llamar la atención: nunca escapa el cimarrón si dispara por la loma."

774 "Los que no saben guardar son pobres aunque trabajen; nunca, por más que se atajen, se librarán del cimbrón: al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen."

759 "Nunca le llevés la contra, porque él manda la gavilla: allí sentao en su silla,

767 "Yo voy donde me conviene y jamás me descarrío; lleváte el ejemplo mío,

775 "Donde los vientos me llevan allí estoy como en mi centro; cuando una tristeza encuentro

10

NORO JORGE EDUARDO, (2012): MARTIN FIERRO Y VIZCACHA, CONSEJOS Y DOS FORMAS DE ORGANIZAR LA VIDA http://es.scribd.com/doc/111004780/183-MARTIN-FIERRO-Y-VIZCACHA-LOS-CONSEJOS-Y-DOS-FORMAS-DEORGANIZACION-DE-LA-VIDA

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO ningún güey le sale bravo; a uno le da con el clavo y a otro con la cantramilla."

y llenarás la barriga: aprendé de las hormigas: no van a un noque vacío."

tomo un trago pa alegrarme: a mí me gusta mojarme por ajuera y por adentro."

760 "El hombre, hasta el más soberbio, con más espinas que un tala, aflueja andando en la mala y es blando como manteca: hasta la hacienda baguala cai al jagüel con la seca."

768 "A naides tengás envidia: es muy triste el envidiar; cuando veás a otro ganar, a estorbarlo no te metas: cada lechón en su teta es el modo de mamar."

776 "Vos sos pollo, y te convienen toditas estas razones; mis consejos y leciones no echés nunca en el olvido: en las riñas he aprendido a no peliar sin puyones."

761 "No andés cambiando de cueva; hacé las que hace el ratón. Conserváte en el rincón en que empezó tu esistencia: vaca que cambia querencia se atrasa en la parición."

769 "Ansí se alimentan muchos mientras los pobres lo pagan; como el cordero hay quien lo haga en la puntita, no niego; pero otros, como el borrego, todo entera se la tragan."

777 Con estos consejos y otros que yo en mi memoria encierro, y que aquí no desentierro, educándome seguía, hasta que al fin se dormía mesturao entre los perros.

762 Y menudiando los tragos aquel viejo, como cerro, "No olvidés", me decía,"Fierro, que el hombre no debe crer en lágrimas de mujer ni en la renguera del perro."

770 "Si buscás vivir tranquilo dedicate a solteriar más si te querés casar, con esta alvertencia sea: que es muy difícil guardar prenda que otros codicean."





CANTO 16

ENFERMEDAD Y MUERTE DEL VIEJO VIZCACHA

[778 - 790]

CANTO 17

VELATORIO DEL VIEJO VIZCACHA

[791 – 815]

CANTO 18

ENTIERRO Y EL HIJO MENOR NUEVAMENTE SOLO

[816 – 828]

CANTO 19

CRECIMIENTO Y EL AMOR CONTRARIADO DE UNA VIUDA

[829 – 854]

CANTO 20: APARECE EL HIJO DE CRUZ: PICARDIA 855 Martín Fierro y sus dos hijos, entre tanta concurrencia, siguieron con alegría celebrando aquella fiesta. Diez años, los más terribles, había durado la ausencia, y al hallarse nuevamente era su alegría completa. En ese mesmo momento uno que vino de ajuera, a tomar parte con ellos suplicó aue lo almitieran.

Era un mozo forastero de muy regular presencia, y hacía poco que en le pago andaba dando sus güeltas. Asiguran algunos que venía de la frontera; que había pelao a un pulpero en las últimas carreras; pero andaba despilcho, no traia una prenda güena: un recadito cantor daba fe de sus pobrezas. Le pidió la bendición

al que causaba la fiesta y, sin decirles su nombre, les declaró con franqueza que el nombre de Picardía es el único que lleva. Y para contar su historia a todos pide licencia, diciéndoles que en seguida iban a saber quien era. Tomo al punto la guitarra, la gente se puso atenta, y ansí cantó Picardía en cuanto templó las cuerdas:

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CANTO 21: PICARDIA CUENTA SU HISTORIA 856 -Voy a contarles mi historia (perdónenme tanta charla) , y les diré al principiarla, aunque es triste hacerlo ansí: a mi madre la perdí antes de saber llorarla.

859 Ansí, por ella empujado, no sé las cosas que haría, y aunque con verguenza mía, debo hacer esta alvertencia: siendo mi madre inocencia, me llamaban Picardía.

862 De trato tan rigoroso muy pronto me acobardé; el bonete me apreté buscando los mejores fines, y con unos volantines me fuí para Santa fé.

857 Me quedé en el desamparo, y al hombre que me dió el ser no lo pude conocer; ansí, pues, dende chiquito, volé como el pajarito en busca de qué comer.

860 Me llevó a su lado un hombre para cuidar las ovejas, pero todo el día eran quejas y guascazos a lo loco, y no me daba tampoco siquiera unas jergas viejas.

(…) 865 Ansí me encontre de nuevo sin saber dónde meterme, y ya pensaba volverme cuando, por fortuna mía, me salieron unas tías que quisieron recogerme.

858 O por causa del servicio, que tanta gente destierra, o por causa de la guerra, que es causa bastante seria, los hijos de la miseria son muchos en esta tierra.

861 Dende la alba hasta la noche, en el campo me tenía; cordero que se moría -mil veces me sucediólos caranchos lo comían, pero lo pagaba yo.





866 Con aquella parentela, para mí desconocida, me acomodé ya en seguida, y eran muy buenas señoras; pero las más rezadoras que he visto en toda mi vida. (…)

CANTO 22 : DIVERSOS JUEGOS PARA ENGAÑAR A LA GENTE 880 Anduve como pelota, y más pobre que una rata: cuando empecé a ganar plata se armó no sé que barullo: yo dije: a tu tierra, grullo, aunque sea con una pata. 881 Eran duros y bastantes los años que allá pasaron; con lo que ellos me enseñaron formaba mi capital; cuanto vine, me enrolaron en la Guardia Nacional. 882 Me habia ejercitao al naipe, el juego era mi carrera;





888 Al monte, las precauciones no han de olvidarse jamás; debe afirmarse además los dedos para el trabajo, y buscar asiento bajo que le dé la luz de atrás.

896 Un pastel, como un paquete, se llevarlo con limpieza; dende quc a salir empiezan no hay carta que no recuerde; sé cuál se gana o se pierde en cuanto cain en la mesa

889 Pa tallar, tome la luz; dé la sombra al alversario; acomódese al contrario en todo juego cartiao: tener ojo ejercitao es siempre muy necesario.

897 También por estas jugadas suele uno verse en aprietos; mas yo no me comprometo porque sé hacerlo con arte, y aunque les corra el descarte no se descubre el secreto.

890 El contrario abre los suyos,

898 Si me llamaban al dao,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO hice alianza verdadera y arreglé una trapisonda con el dueño de una fonda que entraba en la peladera. 883 Me ocupaba con esmero en floriar una baraja; el la guardaba en la caja en paquetes, como nueva; y la media arroba lleva quien conoce la ventaja. 884 Comete un error inmenso quien de la suerte presuma; otro mas hábil lo fuma, en un dos por tres lo pela, y lo larga que no vuela, porque le falta una pluma. 885 Con un socio que lo entiende se arman partidas muy güenas; queda allí la plata ajena, quedan prendas y botones: siempre cain a esas riuniones zonzos con las manos llenas. 886 Hay muchas trampas legales, recursos del jugador; no cualquiera es sabedor a lo que un naipe se presta: con una cincha bien puesta se la pega uno al mejor.

pero nada ve el que es ciego: dandole soga, muy luego se deja pescar el tonto; todo chapetón cre pronto que sabe mucho en el juego.

nunca me solía faltar un cargado que largar, un cruzao para el mas vivo, y hasta atracarles un chivo sin dejarlos maliciar.

891 Hay hombres muy inocentes y que a las carpetas van; cuando azariados están -les pasa infinitas vecespierden en puertas y en treses, y dándoles mamarán.

899 Cargaba bien una taba, porque la sé manejar; no era manco en el billar, y por fin de lo que esplico, digo que hasta con pichicos era capaz de jugar.

892 El que no sabe no gana aunque ruegue a Santa Rita; en la carpeta a un mulita se le conoce al sentarse, y conmigo era matarse: no podían ni a la manchita.

900 Es un vicio de mal fin el de jugar, no lo niego; todo el que vive del juego anda a la pesca de un bobo, y es sabido que es un robo ponerse a jugarle a un ciego.

893 En el nueve y otros juegos llevo ventaja y no poca, y siempre que dar me toca el mal no tiene remedio, porque sé sacar del medio y sentar la de la boca.

901 Y esto digo claramente porque he dejao de jugar; y le puedo asigurar, como que fuí del oficio: más cuesta aprender un vicio que aprender a trabajar.

894 En el truco, al más pintao solía ponerlo en apuro; cuando aventajar procuro, sé tener, como fajadas, tiro a tiro el as de espadas, o flor, o envite siguro.

887 Deja a veces ver la boca, haciendo el que se descuida; juega el otro hasta la vida y es siguro que se ensarta, porque uno muestra una carta y tiene otra prevenida.



.895 Yo sé defender mi plata y lo hago como el primero: el que ha de jugar dinero preciso es que no se atonte; si se armaba una de monte, tomaba parte el fondero

 (…)

CANTO 23

PELEAS Y CONFLICTOS POR SU AFICCION AL JUEGO

[902 – 921]

CANTO 24

PROBLEMAS EN LA ELECCIONES

[922 – 931]

CANTO 25

RAZONES PARA ENVIAR A CADA UNO A LA FRONTERA

[932 – 952]

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CANTO 26: ENVIADO A LA FRONTERA. RAZON DEL NOMBRE 953 Cuando me llegó mi turno dije entre mí: "Ya me toca", y aunque mi falta era poca no sé por que me asustaba; les asiguro que estaba con el Jesús en ia boca.

957 Me empeñé en aviriguarlo; promesas hice a Jesús; tuve por fin una luz y supe con alegría que era el autor de mis días el guapo sargento Cruz.

961 El que sabe ser güen hijo a los suyos se parece; y aquel que a su lado crece y a su padre no hace honor, como castigo merece de la desdicha el rigor.

954 Me dijo que yo era un vago, un jugador, un perdido; que dende que fí al partido andaba de picaflor; que había de ser un bandido como mi antesucesor.

958 Yo conocía bien su historia y la tenía muy presente: sabía que Cruz, bravamente, yendo con una partida, había jugado la vida por defender a un valiente.

962 Con un empeño costante mis faltas supe enmendar; todo conseguí olvidar, pero, por desgracia mía, el nombre de Picardía no me lo pude quitar.

955 Puede que uno tenga un vicio y que de él no se reforme, mas naides esta conforme con recebir ese trato: yo conocí que era el ñato quien le había dao los informes.

959 Y hoy ruego a mi Dios piadoso que lo mantenga en su gloria; se ha de conservar su historia en el corazón del hijo; el al morir me bendijo yo bendigo su memoria.

963 Aquel que tiene güen nombre muchos dijustos se ahorra, y entre tanta mazamorra no olviden esta alvertencia: aprendí por esperencia que el mal nombre no se borra.

956 Me dentro curiosidá, al ver que de esa manera tan siguro me dijera que jué mi padre un bandido; luego, lo habrá conocido, y yo inoraba quien era.

960 Yo juré tener enmienda y lo conseguí de veras; puedo decir ande quiera que, si faltas he tenido, de todas me he corregido dende que supe quién era.



 (…)

CANTO 27

VIDA EN LA FRONTERA Y DEMANDAS AL GOBIERNO

[964 - 997]

CANTO 28

VIDA EN LA FRONTERA Y RECURSOS PARA VIVIR BIEN

[998 – 1037]

CANTO 29: APARICION DEL MORENO QUE DESAFÍA A MARTIN FIERRO 1038 Esto contó Picardía y después guardó silencio, mientras todos celebraban con placer aquel encuentro. Mas una casualidá,

Y como quien no hace nada, o se descuida de intento, pues siempre es muy conocido todo aquel que busca pleito, se sentó con toda calma,

Todo el mundo conoció la intención de aquel moreno: era claro el desafío dirigido a Martín Fierro, hecho con toda arrogancia,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO como que nunca anda lejos, entre tanta gente blanca llevó tambien un moreno, presumido de cantor y que se tenía por güeno.

echo mano al estrumento y ya le pegó un ragido: era fantástico el negro; y para no dejar dudas, medio se compuso el pecho.



de un modo muy altanero. Tomó Fierro la guitarra, pues siempre se halla dispuesto, y ansí cantaron los dos, en medio de un gran silencio:

 CANTO 30: PAYADA DE CONTRAPUNTO: FIERRO Y EL MORENO 11

MARTÍN FIERRO 1039 Mientras suene el encordao, mientras encuentre el compás yo no he de quedarme atrás sin defender la parada, y he jurado que jamás me la han de llevar robada.





1073 Y ya que al mundo vinistes con el sino de cantar, no te vayás a turbar, no te agrandés ni te achiques; es preciso que me expliques cuál es el canto del mar

MARTÍN FIERRO 1107 - 1108 escuchá con atención lo que en mi inorancia arguyo: la medida la inventó el hombre para bien suyo y la razón no te asombre, pues es fácil presumir: Dios no tenía que medir sino la vida del hombre.

1040 Atiendan, pues, los oyentes y cáyense los mirones; a todos pido perdones, pues a la vista resalta que no está libre de falta quien no está de tentaciones.

EL MORENO 1074 a los pájaros cantores ninguno imitar pretiende; de un don que de otro depende naides se debe alabar, pues la urraca apriende a hablar, pero sólo la hembra apriende.

1041 A un cantor le llaman güeno cuando es mejor que los piores; y sin ser de los mejores, encontrándose dos juntos, es deber de los cantores el cantar de contrapunto.

1075 Y ayúdame, ingenio mío, para ganar esta apuesta; mucho el contestar me cuesta. Pero debo contestar; yoy a decir en respuesta cuál es el canto del mar.

1042 El hombre debe mostrarse cuando la ocasión le llegue; hace mal el que se niegue, dende que lo sabe hacer; y muchos suelen tener vanagloria en que los rueguen.

1076 Cuando la tormenta brama, el mar, que todo lo encierra, canta de un modo que aterra, corno si el mundo temblara: parece que se quejara de que lo estreche la tierra.

1043 Cuando mozo fuí cantor (es una cosa muy dicha); mas la suerte se encapricha y me persigue costante: de ese tiempo en adelante

MARTÍN FIERRO 1077 toda tu sabiduría has de mostrar esta vez; ganarás sólo que estés en baca con algún Santo. La noche tiene su canto,

11

EL MORENO 1109 si no falla su saber por vencedor lo confieso; debe aprender todo eso quien a cantar se dedique; y aura quiero que me esplique la que significa el peso. MARTÍN FIERRO 1110 -1111 Dios guarda entre sus secretos el secreto que eso encierra, y mandó que todo peso cayera siempre en la tierra; y sigún compriendo yo, dende que hay bienes y males, jué el peso para pesar las culpas de los mortales. EL MORENO 1112 si responde a esta pregunta tengase por vencedor (doy la derecha al mejor); y respóndame al momento: ¿cuándo formó Dios el tiempo y por que lo dividió?

SUGERENCIA PARA TRABAJAR: NORO JORGE EDUARDO(2012) MARTIN FIERRO Y EL MORENO + CONTRAPUNTO, DUELO E IDEAS http://es.scribd.com/doc/125366269/198-MARTIN-FIERRO-Y-EL-MORENO-CONTRAPUNTO-DUELO-E-IDEAS-pdf

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO canté mis propias desdichas.

y me has de decir cuál es.

1044 Y aquellos años dichosos trataré de recordar; veré si puedo olvidar tan desgraciada mudanza, y quien se tenga confianza tiemple, y vamos a cantar.

EL MORENO 1078 no galope, que hay aujeros, le dijo a un guapo un prudente le contestó humildemente: la noche por cantos tiene esos ruidos que uno siente sin saber por dónde vienen.

1045 Tiemple y cantaremos juntos; trasnochadas no acobardan. Los concurrentes aguardan, y porque el tiempo no pierdan, haremos gemir las cuerdas hasta que las velas no ardan. 1046 Y el cantor que se presiente, que tenga o no quien lo ampare, no espere que yo dispare aunque su saber sea mucho: vamos en el mesmo pucho a prenderle hasta que aclare. 1047 Y seguiremos si gusta hasta que se vaya el día; era la costumbre mía cantar las noches enteras: había entonces, donde quiera, cantores de fantasía. 1048 Y si alguno no se atreve a seguir la caravana, o si cantando no gana, se lo digo sin lisonja: haga sonar una esponja o ponga cuerdas de lana. EL MORENO 1049 yo no soy, señores míos, sino un pobre guitarrero, pero doy gracias al cielo porque puedo, en la ocasión, toparme con un cantor que esperimente a este negro. 1050 Yo también tengo algo blanco, pues tengo blancos los dientes; sé vivir entre las gentes sin que me tengan en menos: quien anda en pagos ajenos

1079 Son los secretos misterios que las tinieblas esconden; son los ecos que responden a la voz del que da un grito; como un lamento infinito que viene no sé de dónde. 1080 A las sombras sólo el sol las penetra y las impone; en distintas direcciones se oyen rumores inciertos: son almas de los que han muerto, que nos piden oraciones. MARTÍN FIERRO 1081 moreno, por tus respuestas yo te aplico el cartabón, pues tenés desposición y sos estruido, de yapa: ni las sombras se te escapan para dar esplicación. 1082 Pero cumple su deber el lial diciendo lo cierto, y, por lo tanto, te alvierto que hemos de cantar los dos, dejando en la paz de Dios las almas de los que han muerto. 1083 Y el consejo del prudente no hace falta en la partida; siempre ha de ser comedida la palabra de un cantor. Y aura quiero que me digas de dónde nace el amor. EL MORENO 1084 a pregunta tan escura trataré de responder, aunque es mucho pretender

MARTÍN FIERRO 1113 - 1114 moreno, voy a decir, sigún mi saber alcanza: el tiempo sólo es tardanza de lo que está por venir; no tuvo nunca principio ni jamás acabará, porque el tiempo es una rueda. Y rueda es eternidá. 1115 Y si el hombre lo divide, sólo lo hace, en mi sentir, por saber lo que ha vivido o le resta que vivir. 1116 Ya te he dado mis respuestas, mas no gana quien despunta; si tenés otra pregunta o de algo te has olvidao, siempre estoy a tu mandao para sacarte de dudas. 1117 No procedo por soberbia ni tampoco por jactancia, mas no ha de faltar costancia cuando es preciso luchar; y te convido a cantar sobre cosas de la estancia. 1118 Ansi prepará, moreno, cuanto tu saber encierre, y sin que tu lengua yerre, me has de decir lo que empriende; el que del tiempo depende, en los meses que train erre. EL MORENO 1119 De la inorancia de naides ninguno debe abusar; y aunque me puede doblar todo el que tenga más arte, no voy a ninguna parte a dejarme machetiar. 1120 He reclarao que en leturas soy redondo como jota; no avergüence mi redota, pues con claridá le digo: no me gusta que conmigo

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO debe ser manso y prudente. 1051 Mi madre tuvo diez hijos, los nueve muy regulares; tal vez por eso me ampare la providencia divina: en los güevos de gallina el décimo es el mas grande. 1052 El negro es muy amoroso, aunque de esto no hace gala; nada a su cariño iguala ni a su tierna voluntá; fs lo mesmo que el macá: cría los hijos bajo el ala. 1053 Pero yo he vivido libre y sin depender de naides; siempre he cruzado los aires como el pájaro sin nido; cuanto se lo he aprendido porque me lo enseñó un flaire. 1054 Y sé como cualquier otro el porqué retumba el trueno; por qué son las estaciones del verano y del invierno; sé también de donde salen las aguas que cain del cielo. 1055 Yo sé lo gue hay en la tierra en llegando al mesmo centro; en dónde se encuentra el oro, en dónde se encuentra el Fierro y en dónde viven bramando loe volcanes que echan juego. 1056 Yo sé del fondo del mar donde los pejes nacieron; yo sé por que crece el árbol, y por que silban los vientos: cosas que inoran los blancos las sabe este pobre negro. 1057 Yo tiro cuando me tiran; cuando me aflojan, aflojo; no se ha de morir de antojo quien me convide a cantar; para conocer a un cojo lo mejor es verlo andar.

de un pobre negro de estancia, mas conocer su inorancia es principio del saber. 1085 Ama el pájaro en los aires que cruza por donde quiera, y si al fin de su carrera se asienta en alguna rama, con su alegre canto llama a su amante compañera. 1086 La fiera ama en su guarida, de la que es rey y Señor; allí lanza con juror esos bramidos que espantan, porque las fieras no cantan: las fieras braman de amor. 1087 Ama en el fondo del mar el pez de lindo color; ama el hombre con ardor; ama todo cuanto vive: de Dios vida se recibe, y donde hay vida, hay amor. MARTÍN FIERRO 1088 me gusta, negro ladino, lo que acabás de esplicar; ya te empiezo a respetar; aundue al principio me rei, y te quiero preguntar lo que entendés por la ley. EL MORENO 1089 hay muchas dotorerías que yo no puedo alcanzar; dende que aprendí a inorar de ningún saber me asombro, mas no ha de llevarme al hombro quien me convide a cantar. 1090 Yo no soy cantor ladino y mi habilidá es muy poca; más cuando cantar me toca me defiendo en el combate, porque soy como los mates: sirvo si me abren la boca. 1091 Dende que elige a su gusto, lo más espinoso elige;

naides juegue a la pelota. 1121 Es güena ley que el más lerdo debe perder la carrera; ansí le pasa a cualquiera, cuando en competencia se halla un cantor de media talla con otro de talla entera. 1122 ¿No han visto en medio del campo al hombre que anda perdido, dando güeltas afligido, sin saber donde rumbiar ansí le suele pasar a un pobre cantor vencido. 1123 También los árboles crujen si el ventarrón los azota, y si aquí mi queja brota con amargura, consiste en que es muy larga y muy triste la noche de la redota. 1124 Y dende hoy en adelante, pongo de testigo al cielo para decir sin recelo que, si mi pecho se inflama. No cantaré por la fama sino por buscar consuelo. 1125 Vive ya desesperao quien no tiene qué esperar; a lo que no ha de durar ningún cariño se cobre; alegrías en un pobre son anuncios de pesar. 1126 Y este triste desengaño me durará mientras viva; aunque un consuelo reciba jamás he de alzar el vuelo: quien no nace para el cielo de balde es que mire arriba. 1127 Y suplico a cuantos me oigan que me permitan decir que, al decidirme a venir, no sólo jué por cantar, sino porque tengo a más

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1058 Y si una falta cometo en venir a esta riunión, echándola de cantor, pido perdón en voz alta pues nunca se halla una falta que no esista otra mayor. 1059 De lo que un cantor esplica no falta qué aprovechar y se le debe escuchar aunque sea negro el que cante: apriende el que es inorante, y el que es sabio, apriende más. 1060 Bajo la frente mas negra hay pensamiento y hay vida. La gente escuche tranquila, no me haga ningún reproche: tambien es negra la noche y tiene estrellas que brillan. 1061 Estoy, pues, a su mandao; empiece a echarme la sonda, si gusta que le responda, aunque con lenguaje tosco: en leturas no conozco la jota, por ser redonda. MARTÍN FIERRO 1062 ¡Ah, negro!, si sos tan sabio no tengás ningun recelo: pero has tragao el anzuelo y al compás del estrumento has de decirme al momento cuál es el canto del cielo. EL MORENO 1063 cuentan que de mi color Dios hizo al hombre primero, más los blancos altaneros, los mesmos que lo convidan, hasta de nombrarlo olvidan y sólo le llaman negro. 1064 Pinta el blanco negro al diablo, y el negro, blanco lo pinta; blanca la cara o retinta no habla en contra ni en favor: de los hombres el criador

pero esto poco me aflige y le contesto a mi modo: la ley se hace para todos, mas sólo al pobre le rige. 1092 La ley es tela de araña –en mi inorancia lo esplico–. No la tema el hombre rico; nunca la tema el que mande; pues la ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos. 1093 Es la ley como la lluvia: nunca puede ser pareja; el que la aguanta se queja, pero el asunto es sencillo: la ley es como el cuchillo: no ofiende a quien lo maneja. 1094 Le suelen llamar espada y el nombre le viene bien; los que la gobiernan ven a dónde han de dar el tajo: le cai al que se halla abajo y corta sin ver a quién. 1095 Hay muchos que son dotores, y de su cencia no dudo; mas yo soy un negro rudo y aunque de esto poco entiendo, estoy diariamente viendo que aplican la del embudo. MARTÍN FIERRO 1096 moreno, vuelvo a decirte: ya conozco tu medida; has aprovechao la vida, y me alegro de este encuentro; ya veo que tenés adentro capital pa esta partida. 1097 Y aura te voy a decir; porque en mi deber está (y hace honor a la verdá quien a la verdá se duebla) que sos por juera tinieblas y por dentro claridá. 1098 No ha de decirse jamás que abusé de tu pacencia,

otro deber que cumplir. 1128 Ya saben que de mi madre jueron diez los que nacieron, mas ya no esiste el primero y mas querido de todos: murió por injustos modos a manos de un pendenciero. 1129 Los nueve hermanos restantes como güerfanos quedamos; dende entonces lo lloramos sin consuelo, creanmeló, y al hombre que lo mató, nunca jamás lo encontramos. 1130 Y queden en paz los güesos de aquel hermano querido; a moverlos no he venido, mas, si el caso se presienta, espero en Dios que esta cuenta se arregle como es debido. 1131 Y si otra ocasión payamos para que esto se complete, por mucho que lo respete, cantaremos, si le gusta, sobre las muertes injustas. Que algunos hombres cometen. 1132 Y aquí, pues, señores míos, diré, como en despedida, que todavía andan con vida los hermanos del dijunto, que recuerdan este asunto y aquella muerte no olvidan. 1133 Y es misterio tan projundo lo que está por suceder, que no me debo meter a echarla aquí de adivino; lo que decida el destino después lo habran de saber. MARTÍN FIERRO 1134 al fin cerrastes el pico después de tanto charlar; ya empezaba a maliciar, al verte tan entonao, que traías un embuchao

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO no hizo dos clases distintas. 1065 Y después de esta alvertencia que al presente viene al pelo, veré, señores, si puedo, sigún mi escaso saber, con claridá responder cuál es el canto del cielo. 1066 Los cielos lloran y cantan hasta en el mayor silencio: lloran al cair el rocío cantan al silbar los vientos lloran cuando cain las aguas. Cantan cuando brama el trueno. MARTÍN FIERRO 1067 Dios hizo al blanco y al negro sin declarar los mejores; les mandó iguales dolores bajo de una mesma cruz; mas también hizo la luz pa distinguir los colores. 1068 Ansi, ninguno se agravie; no se trata de ofender, a todo se ha de poner el nombre con que se llama, y a naides le quita fama lo que recibio al nacer. 1069 Y ansí me gusta un cantor que no se turba ni yerra; y si en tu saber se encierra el de los sabios projundos; decíme cual en el mundo es el canto de la tierra. EL MORENO 1070 es pobre mi pensamiento, es escasa mi razón, mas pa dar contestación mi inorancia no se arredra: también da chispas la piedra si la golpia el eslabón. 1071 Y le daré una respuesta sigún mis pocos alcances: forman un canto en la tierra el dolor de tanta madre,

y en justa correspondencia, si algo querés preguntar, podés al punto empezar, pues ya tenés mi licencia. EL MORENO 1099 no te trabes lengua mía; no te vayas a turbar; nadie acierta antes de errar, y, aunque la fama se juega, el que por gusto navega no debe temerle al mar. 1100 Voy a hacerle mis preguntas, ya que a tanto nne convida, y vencerá en la partida si una esplicación me da sobre el tiempo y la medida, el peso y la cantidá. 1101 Suya sera la vitoria si es que sabe contestar; se lo debo declarar con claridá, no se asombre, pues hasta aura ningún hombre me lo ha sabido esplicar. 1102 Quiero saber y lo inoro, pues en mis libros no está -y su respuesta vendrá a servirme de gobierno-, para que fin el Eterno ha criado la cantidá. MARTÍN FIERRO 1103 moreno, te dejas cair como carancho en su nido; ya veo que sos prevenido, mas también estoy dispuesto; veremos si te contesto y si te das por vencido. 1104 - 1105 Uno es el sol, uno el mundo, sola y única es la luna ansí han de saber que Dios no crió cantidá ninguna. El ser de todos los seres solo formo la unidá; lo demás lo ha criado el hombre después que aprendió a contar.

y no lo querías largar. 1135 Y ya que nos conocemos, basta de conversación; para encontrar la ocasión no tienen que darse priesa; ya conozco yo que empieza otra clase de junción. 1136 Yo no sé lo que vendrá; tampoco soy adivino; pero firme en mi camino hasta el fin he de seguir: todos tienen que cumplir con la ley de su destino. 1137 Primero jué la frontera por persecución de un Juez; los indios jueron después, y, para nuevos estrenos, aura son estos morenos pa alivio de mi vejez. 1138 La madre echó diez al mundo, lo que cualquiera no hace, y tal vez de los diez pase con iguales condiciones: la mulita pare nones, todos de la mesma clase. 1139 A hombre de humilde color nunca sé facilitar; cuando se llega a enojar suele ser de mala entraña: se vuelve como la araña, siempre dispuesta a picar. 1140 Yo he conocido a toditos los negros mas peliadores; había algunos superiores de cuerpo y de vista...¡Ahijuna! si vivo, les daré una... historia de las mejores. 1141 Mas cada uno ha de tirar en el yugo en que se vea; yo ya no busco peleas, las contiendas no me gustan, pero ni sombras me asustan

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO el gemir de los que mueren y el llorar de los que nacen.

EL MORENO 1106 veremos si a otra pregunta da una respuesta cumplida: ei ser que ha criado la vida lo ha de tener en su archivo, mas yo inoro que motivo tuvo al formar la medida.

MARTÍN FIERRO 1072 moreno, alvierto que trais bien dispuesta la garganta; sos varón, y no me espanta verte hacer esos primores; en los pájaros cantores solo el macho es el que canta.

ni bultos que se menean. 1142 La creia ya desollada, mas todavía falta el rabo, y por lo visto no acabo de salir de esta jarana; pues esto es lo que se llama remachársele a uno el clavo.

 

CANTO 31: EVITAN LA PELEA. SE RETIRAN FIERRO Y LOS HIJOS. 1143 Y después de estas palabras que ya la intención revelan, procurando los presentes que no se armara pendencia, se pusieron de por medio y la cosa quedó quieta. Martín Fierro y los muchachos, evitando la contienda, montaron y paso a paso, como el que miedo no lleva, a la costa de un arroyo llegaron a echar pie a tierra. Desensillaron los pingos y se sentaron en rueda, refiriéndose entre sí infinitas menudencias porque tiene muchos cuentos y muchos hijos la ausiencia. Allí pasaron la noche a la luz de las estrellas, porque ese es un cortinao que lo halla uno donde quiera, y el gaucho sabe arreglarse como ninguno se arregla:

el colchón son las caronas, el lomillo es cabecera, el cojinillo es blandura y con el poncho o la jerga; para salvar del rocío, se cubre hasta la cabeza. Tiene su cuchillo al lado -pues la precaución es güena-, freno y rebenque a la mano, y, teniendo el pingo cerca, que pa asigurarlo bien la argolla del lazo entierra –aunque el atar con el lazo da del hombre mala idea–, se duerme ansí muy tranquilo todita la noche entera; y si es lejos del camino, como manda la prudencia, mas siguro que en su rancho uno ronca a pierna suelta pues en el suelo no hay chinche y es una cuja camera que no ocasiona disputas y que naides se la niega.



Además de eso, una noche la pasa uno como quiera, y las va pasando todas haciendo la mesma cuenta; y luego los pajaritos al aclarar lo dispiertan, porque el sueño no lo agarra a quien sin cenar se acuesta. Ansí, pues, aquella noche jué para ellos una fiesta, pues todo parece alegre cuando el corazón se alegra. No pudiendo vivir juntos por su estado de pobreza, resolvieron separarse y que cada cual se juera a procurarse un refugio que aliviara su miseria. Y antes de desparramarse para empezar vida nueva, en aquella soledá Martín Fierro, con prudencia, a sus hijos y al de Cruz les habló de esta manera:



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CANTO 32: CONSEJOS DE MARTIN FIERRO A SUS HIJOS 12 1144 -Un padre que da consejos más que padre es un amigo; ansi como tal les digo que vivan con precaución: naides sabe en que rincón se oculta el que es su enemigo.

1155 A ningún hombre amenacen, porque naides se acobarda; poco en conocerlo tarda quien amenaza imprudente: que hay un peligro presente y otro peligro se aguarda.

1166 Ave de pico encorvado le tiene al robo afición; pero el hombre de razón no roba jamás un cobre, pues no es vergúenza ser pobre y es vergúenza ser ladrón.

1145 Yo nunca tuve otra escuela que una vida desgraciada: no estrañen si en la jugada alguna vez me equivoco, pues debe saber muy poco aquel que no aprendió nada.

1156 Para vencer un peligro, salvar de cualquier abismo -por esperencia lo afirmo-, más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre tiene en si mismo.

1167 El hombre no mate al hombre ni pelé por fantasía; tiene en la desgracia mía un espejo en que mirarse; saber el hombre guardarse es la gran sabiduría.

1146 Hay hombres que de su cencia tienen la cabeza llena; hay sabios de todas menas, mas digo, sin ser muy ducho: es mejor que aprender mucho el aprender cosas gúenas.

1157 Nace el hombre con la astucia que ha de servirle de guía; sin ella sucumbiría: pero, sigún mi esperencia, se vuelve en unos prudencia y en los otros picardía.

1168 La sangre que se redama no se olvida hasta la muerte; la impresión es de tal suerte, que, a mi pesar, no lo niego, cai como gotas de juego en la alma dei que la vierte.

1147 No aprovechan los trabajos si no han de enseñarnos nada; el hombre, de una mirada, todo ha de verlo al momento: el primer conocimiento es conocer cuándo enfada.

1158 Aprovecha la ocasión el hombre que es diligente; y, tenganló bien presente: si al compararla no yerro, la ocasión es como el Fierro: se ha de machacar caliente.

1169 Es siempre, en toda ocasión, el trago el pior enemigo; con cariño se los digo, recuérdenlo con cuidado: aquel que ofiende embriagado merece doble castigo.

1148 Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno; en el mayor infortunio pongan su confianza en Dios; de los hombres, sólo en uno; con gran precaución en dos.

1159 Muchas cosas pierde el hombre que a veces las vuelve a hallar; pero les debo enseñar, y es gúeno que lo recuerden: si la verguenza se pierde, jamás se vuelve a encontrar.

1170 Si se arma algun revolutis, siempre han de ser los primeros, no se muestren altaneros, aungue la razón les sobre: en la barba de los pobres aprienden pa ser barberos.

1149 Las faltas no tiene límites como tienen los terrenos; se encuentran en los mas güenos, y es justo que les prevenga: aquel que defetos tenga, disimule los ajenos.

1160 Los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque, si entre ellos pelean, los devoran los de ajuera.

1171 Si entriegan su corazón a alguna mujer querida, no le hagan una partida que la ofienda a la mujer: siempre los ha de perder una mujer ofendida.

12

NORO JORGE EDUARDO (2012): MARTIN FIERRO Y VIZCACHA, LOS CONSEJOS Y DOS FORMAS DE ORGANIZAR LA VIDA:http://es.scribd.com/doc/111004780/183-MARTIN-FIERRO-Y-VIZCACHA-LOS-CONSEJOS-Y-DOS-FORMAS-DEORGANIZACION-DE-LA-VIDA

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO 1150 Al que es amigo, jamás lo dejen en la estacada, pero no le pidan nada ni lo aguarden todo de el: siempre el amigo más fiel es una conducta honrada.

1161 Respeten a los ancianos: el burlarlos no es hazaña; si andan entre gente estraña deben ser muy precavidos, pues por igual es tenido quien con malos se acompaña.

1172 Procuren, si son cantores, el cantar con sentimiento, ni tiemplen el estrumento por sólo el gusto de hablar, y acostúmbrense a cantar en cosas de jundamento.

1151 Ni el miedo ni la codicia es güeno que a uno le asalten, ansi, no se sobresalten por los bienes que perezcan; al rico nunca le ofrezcan y al pobre jamás le falten.

1162 La cigüeña, cuando es vieja, pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura todas sus hijas pequeñas: apriendan de las cigüeñas este ejemplo de ternura.

1173 Y les doy estos consejos que me ha costado alquirirlos, porque deseo dirigirlos; pero no alcanza mi cencia hasta darles la prudencia que precisan pa seguirlos.

1152 Bien lo pasa, hasta entre pampas, el que respeta a la gente; el hombre ha de ser prudente para librarse de enojos: cauteloso entre los flojos, moderado entre valientes.

1163 Si les hacen una ofensa, aunque la echen en olvido, vivan siempre prevenidos; pues ciertamente sucede que hablará muy mal de ustedes aquel que los ha ofendido.

1174 Estas cosas y otras muchas medité en mis soledades; sepan que no hay falsedades ni error en estos consejos: es de la boca del viejo de ande salen las verdades.

1153 El trabajar es la ley, porque es preciso alquirir; no se espongan a sufrir una triste situación: sangra mucho el corazón del que tiene que pedir.

1164 El que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda, mas con su soberbia agranda el rigor en que padece: obedezca al que obedece y será gúeno el que manda.

1154 Debe trabajar el hombre para ganarse su pan; pues la miseria, en su afán de perseguir de mil modos, llama en la puerta de todos y entra en la del haragán.

1165 Procuren de no perder ni el tiempo ni la vergüenza; como todo hombre que piensa, procedan siempre con juicio; y sepan que ningún vicio acaba donde comienza.

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CANTO 33: SEPARACION Y FINAL DEFINITIVO DEL CANTO. 1175 después a los cuatro vientos los cuatro se dirigieron; una promesa se hicieron que todos debían cumplir; mas no la puedo decir pues secreto prometieron.

1182 Es el pobre en su orfandá de la fortuna el desecho, porque naides toma a pechos el defender a su raza: debe el gaucho tener casa, escuela, iglesia y derechos.

1189 Y guarden estas palabras que les digo al terminar: en mi obra he de continuar hasta dárselas concluida, si el ingenio o si la vida no me llegan a faltar.

1176 Les alvierto solamente -y esto a ninguno le asombre,

1183 Y han de concluir algún día estos enriedos maaditos;

1190 Y si la vida me falta, tenganló todos por cierto

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO pues muchas veces el hombre tiene que hacer de ese modo-; convinieron entre todos en mudar allí de nombre.

la obra no la facilito porque aumentan el fandango los que están, como el chimango sobre el cuero y dando gritos.

que el gaucho, hasta en el desierto, sentirá en tal ocasión tristeza en el corazón, al saber que yo estoy muerto.

1177 Sin ninguna intención mala lo hicieron, no tengo duda; pero es la verdá desnuda —siempre suele suceder—: aquel que su nombre muda tiene culpas que esconder.

1184 Mas Dios ha de permitir que esto llegue a mejorar; pero se ha de recordar, para hacer bien el trabajo, que el juego, pa calentar, debe ir siempre por abajo.

1191 Pues son mis dichas desdichas las de todos mis hermanos; ellos guardaran ufanos en su corazón mi historia: me tendrán en su memoria para siempre mis paisanos.

1178 Y ya dejo el estrumento con que he divertido a ustedes; todos conocerlo pueden que tuve costancia suma: este es un botón de pluma que no hay quien lo desenriede.

1185 En su ley está el de arriba si hace lo que le aproveche; de sus favores sospeche hasta el mesmo que lo nombra siempre es dañosa la sombra del árbol que tiene leche.

1192 Es la memoria un gran don, calidá muy meritoria; y aquellos que en esta historia sospechen que les doy palo, sepan que olvidar lo malo también es tener memoria.

1179 Con mi deber he cumplido, y ya he salido del paso; pero diré, por si acaso, pa que me entiendan los criollos: todavía me quedan rollos por si se ofrece dar lazo.

1186 Al pobre, al menor descuido, lo levantan de un sogazo, pero yo compriendo el caso y esta consecuencia saco: el gaucho es el cuero flaco: da los tientos para el lazo.

1193 Mas naides se crea ofendido pues a ninguno incomodo, y si canto de este modo, por encontrarlo oportuno, no es para mal de ninguno sino para bien de todos.

1180 Y con esto me despido sin espresar hasta cuándo; siempre corta por lo blando el que busca lo siguro, mas yo corto por lo duro, y ansí he de seguir cortando.

1187 Y en lo que esplica mi lengua todos deben tener fé; ansí; pues, entiendanmé, can codicias no me mancho: no se ha de llover el rancho en donde este libro esté.

1181 Vive el águila en su nido, el tigre vive en su selva, el zorro en la cueva ajena, y, en su destino incostante, solo el gaucho vive errante donde la suerte lo lleva.

1188 Permítanme descansar, ¡pues he trabajado tanto! En este punto me planto y a continuar me resisto: estos son treinta y tres cantos, que es la mesma edá de Cristo





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TEXTOS Y PROPUESTAS DE TRABAJO Nº 9

LA GAUCHESCA: ANTES Y DESPUÉS DEL MARTIN FIERRO 01. Trabajar los temas, argumentos y contrapuntos de los CIELITOS Y DIALOGOS PATRIOTICOS de BARTOLOME HIDALGO. Identificar las referencias que realiza a los hechos y a los personajes de la época (1815 – 1822) 02. Biografía de BARTOLOME HIDALGO y ubicación de su producción poética. 03. Trabajar comparativamente las distintas VERSIONES DEL SANTOS VEGAS en los diversos momentos históricos. Argumentos, personales, contextos. ¿Qué representa SANTOS VEGAS con respecto al GAUCHO y a las transformaciones de la sociedad, la economía, las costumbres y la geografía? 04. Biografía de BARTOLOME MITRE, HIRARIO ASCASUBI y RAFAEL OBLIGADO. Obras y presencia en la historia argentina. ¿Qué significa el PROGRESO de la generación del 80 para el GAUCHO? 05. Buscar recreaciones en MUSICA, TEATRO Y CINE del argumento LITERARIO. 06. Presentar el argumento del FAUSTO y relacionarlo con la OPERA del mismo título y tema. Lenguaje gauchesco, costumbres, contrastes entre la cultura letrada (opera y teatro) y cultura rural y popular. 07. Biografía de ESTANISLAO DEL CAMPO. Obras y ubicación histórica de la obra. 08. Completar la lectura de la INTRODUCCION y de los capítulos de la novela, para rescatar la poder construir el argumento, normalizando los momentos más significativos. 09. Trabajar la PELICULA de LEONARDO FAVIO: argumento, personajes, historia. Comparación con el argumento original. 10. Biografía de EDUARDO GUTIERREZ. Las representaciones en el CIRCO de los HNOS. PODESTA. 11. Leer los dos CAPITULOS de DON SEGUNDO SOMBRA y completar la lectura de la obra. Normalizar, presentar el argumento. Armar una línea de tiempo y una recreación geográfica del periplo del FABIO CACERES y el papel educativo que desempeña DON SEGUNDO SOMBRA. El gaucho como un MITO en proceso de desaparición. 12. Biografía de RICARDO GÜIRALDES. Sus otras novelas. 13. Trabajar también otras producciones:  BENITO LYCH: LOS CARANCHOS DE LA FLORIDA y el INGLES DE LOS GÜESOS.  SAMUEL EICHELBAUM: UN GUAPO DEL 900  LEOPOLDO LUGONES: LA GUERRA GAUCHA 14. Relacionar todas las obras con el MARTIN FIERRO para descubrir aspectos, caracteres o temas comunes y justificar la PREEMINENCIA de la OBRA con respecto a las demás. Comparar personajes, historias, contextos de producción. 15. Hacer un informe final sobre la presencia del GAUCHO en el siglo XIX y el papel que desempeñó frente a la inmigración y frente a las transformaciones operadas en el país a partir de la GENERACION DEL 80. 16. Trabajar GRAFICAMENTE las diversas historias, haciendo una síntesis de los materiales.

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CIELITOS Y DIALOGOS PATRIOTICOS

CIELITO DE LA INDEPENDENCIA

Si de todo lo criado es el cielo lo mejor, el cielo ha de ser el baile de los Pueblos de la Unión.

Los constantes argentinos juran hoy con heroísmo eterna guerra al tirano, guerra eterna al despotismo.

Oprobio eterno al que tenga la depravada intención de que la Patria se vea esclava de otra Nación.

Cielo, cielito y más cielo, cielito siempre cantad que la alegría es del cielo, del cielo es la libertad.

Cielo, cielito cantemos, se acabarán nuestras penas, porque ya hemos arrojado los grillos y las cadenas.

Cielito, cielo festivo, cielito del entusiasmo, queremos antes morir que volver a ser esclavos.

Hoy una nueva Nación en el mundo se presenta, pues las Provincias Unidas Proclaman su independencia

Jurando la Independencia tenemos obligación de ser buenos ciudadanos y consolidar la Unión.

¡Viva la Patria, patriotas! ¡Viva la Patria y la Unión, viva nuestra Independencia, viva la nueva Nación!

Cielito, cielo festivo, cielo de la libertad, jurando la Independencia no somos esclavos ya.

Cielito, cielo cantemos, cielito de la unidad, unidos seremos libres, sin unión no hay libertad.

Cielito, cielo dichoso, cielo del Americano, que el cielo hermoso del Sud es cielo más estrellado.

Los del Río de la Plata cantan con aclamación, su libertad recobrada a esfuerzos de su valor.

Todo fiel Americano hace a la Patria traición si fomenta la discordia y no propende a la Unión.

El cielito de la Patria hemos de cantar, paisanos, porque cantando el cielito se inflama nuestro entusiasmo.

Cielo, cielito cantemos, cielo de la amada Patria, que con sus hijos celebra su libertad suspirada.

Cielito, cielo cantemos, que en el cielo está la paz y el que la busque en discordia jamás la podrá encontrar.

Cielito, cielo y más cielo, cielito del corazón, que el cielo nos da la paz y el cielo nos da la Unión. [Atribuido, 1816]

BARTOLOME HIDALGO CIELITO ORIENTAL

El portugués con afán dicen que viene bufando; saldrá con la suya cuando

Vossa señora Carlota, dando pábulo a su furia,

A Deus, á Deus faroleiros , Portugueses mentecatos,

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veña o Rey Dom Sebastián. Cielito, cielo que sí, cielito locos estan; ellos vienen reventando ¡quién sabe si volverán! Dicen que vienen erguidos y muy llenos de confianza; veremos en esta danza quiénes son los divertidos. Cielito, cielo que sí, cielo hermoso y halagüeño, siempre ha sido el portugues enemigo muy pequeño. Ellos traen facas brillantes espingardas muy lucidas bigoteiras retorcidas y burriqueiros bufantes. Cielito, cielo que sí, Portugueses no arriesguéis, mirad que habéis de jugar, y todo lo perderéis, Vosso Principe Regente nao é para conquistar, nasceu só para falar , mais aqui ya he differente . Cielito, cielo que sí, fidalgos ya vos entendo: de tus pataratas teys todito el mundo lleno.

quiere fazeros injuria de pensar que sois pelota.

parentes dos maragatos , insignes alcobiteiros .

Cielito, cielo que sí, ¿nao coñocéis majadeiros que em as infelicidades vosotros soios os primeiros?

Cielito, cielo que sí, el Oriental va con bolas, mirad, Portugueses que hay otro D. Pedro Cebolas.

¿Queréis perder vossa vida, vossos filhos é mulheres, e dehiyar vossos quehaceres e á minina querida ?

[1816]

Cielito, cielo que sí, es inmutable verdad, que todo se desconcierta faltando la humanidad. ¿Que cosa pudo mediar para fazeros sahir e a nossas terras venir con armas, a conquistar? Cielito, cielo que sí, con razaun ficais tremendo , ya visteis fidalgos que puco a puco vais morrendo . Enviadle pronto a dezir a vosso Príncipe Regente que todos vais a morrer e que nau le fica yente . Cielito, cielo que sí, cielito de Portugal, vosso sepulcro vay ser sem duvida, a Banda Oriental .

BARTOLOME HIDALGO CIELITO PATRIÓTICO DEL GAUCHO RAMÓN CONTRERAS, COMPUESTO EN HONOR DEL EJÉRCITO LIBERTADOR DEL ALTO PERÚ.

Si quiere saber Fernando cuál será de Lima el fin, que le escriba cuatro letras al general San Martín .

Cielito y pues que consigue que el tirano se le rinda, merece que una corona le ponga una moza linda.

Gloria eterna al bravo inglés, a ese atrevido almirante que a todo barco español se lo lleva por delante.

Cielito, cielo que sí, cielito de la ciruela, ya se anda medio sentando

O'Relly, Marcó y Osorio deben juntarse este día. Uno a contar sus desgracias.

Cielito, entró en el Callao, y como si fuera rata, se coló por todas partes

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D. Joaquín de la Pezuela.

Los otros su cobardía.

y se limpió una fragata.

Adonde quiera que asoma nuestra patriótica armada, disparan los pezuelistas sin reparar la quebrada.

Cielo, y para divertirse malilla pueden jugar de cuatro, pues Vigodet de zángano vendrá a entrar.

Y dicen que tiemblan tanto con solo su nombradía, que en diciendo: ahí viene Cokran se asusta la barquería.

Allá va cielo y más cielo, cielo de los liberales , que atropellan como tigres al dejar los pajonales .

¿En qué piensa, amigo Rey?... Cante conmigo y no gima. Y en sus cortas oraciones vaya encomendando a Lima.

Allá va cielo y más cielo, con cualquiera botecito dicen que entra en el Callao, y ya también les da el grito.

En Pasco, O'Relly y los suyos las avenidas cubrieron, pero los indios amargos bajo el humo se metieron.

Cielito, cielo que sí, cielito de la merienda, le paro cien contra veinte a que pierde la contienda.

Los hechos de San Martín hoy la fama los pregona, y la Patria agradecida de laureles lo corona.

Cielito, y ya se largaron a cobrarles la alcabala, y ya los atropellaron, y ya les meniaron bala .

Ya en otro Cielo le dije nuestra amarga resistencia. Y nuestra eterna constancia por lograr la Independencia.

Y digo cielo y más cielo, tan valiente general y Patriota tan constante, debiera ser inmortal.

Entró la caballería, y los latones pelando, hasta el último tambor lo sacaron apagando .

Cielito, cielo que sí, escúcheme D. Fernando: confiese que somos libres y deje de andar roncando .

Hasta que entremos en Lima el tiple vuelvo a colgar, y desde hoy iré pensando lo que les he de cantar.

Cielito, cielo que si, cielo de las tropas reales, muchas memorias les manda D. Juan Antonio Arenales.

La constitución de España es buena, y pues que la alabo, que se venga con la vela y les daremos el cabo.

Cielito, digo que sí iré haciendo mis borrones, para cantarles un Cielo en letras como botones.

A su vista y ligereza y a su aquel en el cuchillo, le debe la madre Patria la intendencia de Trujillo.

Cielito: "Entre con confianza" le dijo el león a la zorra, pero ella le contestó: "No conozco a mazamorra".

[1821]

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VERSIONES DE SANTOS VEGA

(1) BARTOLOME MITRE = SANTOS VEGA, PAYADOR ARGENTINO (1854) Santos Vega, tus cantares no te han dado excelsa gloria, mas viven en la memoria de la turba popular; y sin tinta ni papel que los salve del olvido, de padre a hijo han venido por la tradición oral.

No te hicieron tus paisanos un entierro majestuoso, ni sepulcro esplendoroso tu cadáver recibió; pero un Pago te condujo a caballo hasta la fosa, y muchedumbre llorosa su última ofrenda te dio.

Pero las ramas del tala son mil arpas sin modelo, que formó Dios en el cielo y arrojó en la soledad; si el pampero brama airado y estremece el firmamento, forman místico concento el árbol y el vendaval.

Bardo inculto de la pampa, como el pájaro canoro tu canto rudo y sonoro diste a brisa fugaz; y tus versos se repiten en el bosque y en el llano, por el gaucho americano, por el indio montaraz.

De noche bajo de un árbol dicen que brilla una llama y es tu ánima que se inflama, ¡Santos Vega el Payador! ¡Ah, levanta de la tumba! muestra tu tostada frente, canta un cielo derrepente ¡o una décima de amor!

Esa música espontánea que produce la natura, cual tus cantos, sin cultura, y ruda como tu voz, tal vez en noche callada, de blanco cráneo en los huecos, produce los tristes ecos que oye el pueblo con pavor.

¿Qué te importa, si en el mundo tu fama no se pregona, con la rústica corona del poeta popular? y es más difícil que en bronce, en el mármol o granito, haber sus obras escrito en la memoria tenaz.

Cuando a lo lejos divisan tu sepulcro triste y frío, oyen del vecino río tu guitarra resonar. y creen escuchar tu voz en las verdes espadañas, que se mecen cual las cañas cual ellas al suspirar.

¡Duerme, duerme Santos Vega! que mientras en el desierto se oiga ese vago concierto, tu nombre será inmortal; y lo ha de escuchar el gaucho tendido en su duro lecho, mientras en pajizo techo cante el gallo matinal .

¿Qué te importa? ¡si has vivido cantando cual la cigarra, al son de humilde guitarra bajo el ombú colosal! ¡Si tus ojos se han nublado entre mil aclamaciones, si tus cielos y canciones en el pueblo vivirán!

Y hasta piensan que las aves dicen al tomar su vuelo: "¡Cantando me he de ir al cielo; cantando me han de enterrar!" Y te ven junto al fogón, sin que nada te arrebate, saboreando amargo mate veinte y cuatro horas payar.

¡Duerme! mientras se despierte del alba con el lucero el vigilante tropero que repita tu cantar, y que de bosque en laguna, en el repente o la hierra, se alce por toda esta, tierra como un coro popular.

Cantando de pago en pago , y venciendo payadores,

Tu alma puebla los desiertos, y del Sud en la campaña al lado de una cabaña

Y mientras al gaucho errante al cruzar por la pradera,

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO entre todos los cantores fuiste aclamado el mejor; pero al fin caíste vencido en un duelo de armonías, después de payar dos días; y moriste de dolor. Como el antiguo guerrero caído sobre su escudo, sobre tu instrumento mudo entregaste tu alma a Dios; y es fama, que al mismo tiempo que tu vida se apagaba, la bordona reventaba produciendo triste son.

se eleva fúnebre cruz; esa cruz, bajo de un tala solitario, abandonado, es un simbolo venerado en los campos del Tuyú.

se detenga en su carrera y baje del alazán; y ponga el poncho en el suelo a guisa de pobre alfombra, y rece bajo esa sombra, ¡Santos Vega, duerme en paz!

Allí duerme Santos Vega; de las hojas al arrullo imitar quiere el murmullo de una fúnebre canción. no hay pendiente de sus gajos enlutada y mustia lira, donde la brisa suspira como un acento de amor.

(2) HILARIO ASCASUBI: SANTOS VEGAS EL PAYADOR O LOS MELLIZOS EN FLOR (1872) Mi ideal y mi tipo favorito es el gaucho, más o menos como fue antes de perder mucho de su faz primitiva por el contacto con las ciudades y tal cual hoy se encuentra en algunos rincones de nuestro país argentino. Ese tipo es más desconocido actualmente de lo que en generalidad puede creerse, pues no considero que sean muchos los hombres que han podido establecer comparación sobre cuánto ha cambiado el carácter del habitante de nuestra campaña, por su incesante participación en las guerras civiles, y por la constante invasión en sus moradas de los hábitos y tendencias de la vida peculiar de las ciudades. El argumento de los Mellizos de la Flor, es un tema favorito de los gauchos argentinos, es la historia de un malevo capaz de cometer todos los crímenes, y que dio mucho que hacer a la justicia. Al referir sus hechos y su vida criminal por medio del payador Santos Vega, especie de mito de los paisanos que también he querido consagrar, se une felizmente la oportunidad de bosquejar la vida íntima de la Estancia y de sus habitantes y describir también las costumbres más peculiares a la campaña, con alguno que otro rasgo de la vida de la ciudad. En esta mi historia, poema o cuento, como se le quiera llamar, los indios tienen más de una vez una parte prominente, porque, a mi juicio, no retrataría al habitante legítimo de las campañas y praderas argentinas el que olvidara al primer enemigo y constante zozobra del gaucho. Por último, como creo no equivocarme al pensar que es difícil hallar índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar, junto a las malas cualidades y tendencias del malevo, las buenas condiciones que adornan por lo general al carácter del gaucho. No tengo pretensiones de ningún género al presentar este libro. Amo a mis versos como se ama a los hijos que consuelan en las horas de pesar; y si de joven, cuando los publiqué como arma de guerra contra los opresores de la Patria, pude tener la vanidad de creer que fueron de alguna utilidad a ese objeto, hoy que marcho al ocaso de mis días, los miro sólo como el conjunto de mis recuerdos juveniles y queridos; y, aunque me cuesta decirlo, al imprimirlos coleccionados, busco también en ellos, un solaz a mi espíritu contristado.

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Preceden a estas mis advertencias, puestos por el editor de mis obras, los honrosos artículos que a mis versos les han consagrado personas muy ilustradas en las letras, cuyos elogios me enaltecen demasiado. Esos apreciables juicios constituyen mi única vanidad y constituirán siempre, es mi creencia, el mejor legado de lo que llamo yo mi vida literaria. HILARIO ASCASUBI. PARÍS, 2 DE AGOSTO 1872 . Cuando era al sur cosa extraña, por ahi junto a la laguna que llaman de la Espadaña, poder encontrar alguna pulpería de campaña:

El más viejo se llamaba SANTOS VEGA EL PAYADOR, gaucho el más concertador, que en ese tiempo privaba de escrebido y de letor;

A esta oferta el Santiagueño se quitó el sombrero atento, y con todo acatamiento se le ofreció con empeño a servirlo al pensamiento.

Como caso sucedido y muy cierto de una vez cuenta un flaire cordobés en un proceso imprimido, que, el día de San Andrés,

El cual iba pelo a pelo en un potrillo bragao, flete lindo como un dao que apenas pisaba el suelo de livianito y delgao.

Tal merece un payador mentao como Santos Vega, que, a cualquier pago que llega 2 el parejero mejor gaucho ninguno le niega.

Casualmente se toparon, al llegar a una tapera, dos paisanos, que se apiaron juntos, y desensillaron a la sombra de una higuera.

Rufo ese día montaba un redomón entrerriano, muy coludo el rabicano , y del cabestro llevaba otro rosillo orejano .

De ahí Rufo picó tabaco y dos cigarros armó; que en apuros se encontró para armarlos, porque el naco medio apenas le alcanzó.

Porque un sol abrasador a esa hora se desplomaba, tal que la hacienda bramaba y juyendo del calor entre un fachinal estaba.

Ello es que allí se juntaron de pura casualidá, pero, muy de voluntá, lo que medio se trataron, hicieron una amistá.

Largóle a Vega el primero, y, a los avíos lueguito echando mano, ahí mesmito sacó fuego en el yesquero con un solo golpecito.

Ansí, la Pampa y el monte a la hora del mediodía un disierto parecía, pues de uno al otro horizonte ni un pajarito se vía.

Conviniendo en que se apiaban por la calor apuraos, y en que traiban fatigaos los pingos como que estaban enteramente sudaos;

El viejo, inmediatamente que su cigarro encendió, a Tolosa le largó un chifle con aguardiente, y Rufo se le afirmó.

Pues tan quemante era el viento que del naciente soplaba, que al pasto verde tostaba; y en aquel mesmo momento la higuera se deshojaba.

Ansí es que desensillaron, y, a fin que no se asoliasen los fletes y se pasmasen, a la sombra los ataron para que se refescasen.

Luego, los dos a pitar frenfe a frente se sentaron; y, lo que se acomodaron al ponerse a platicar, de lo siguiente trataron.

Y una ilusión singular de los vapores nacía; pues, talmente, parecía la inmensa llanura un mar que haciendo olas se mecía.

Luego, al rasparle el sudor Santos Vega a su bragao, reparó que a su costao estaba en el maniador el rubicano enredao.

Y en aquella inundación ilusoria, se miraban los árboles que boyaban, allá medio en confusión

Y al dir a desenredarlo, cuando la marca le vio, tan fiero se sosprendió, que sin poder ocultarlo

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO con las lomas que asomaban.

ahí mesmo se santiguó.

Allí, pues, los dos paisanos por primera vez se vieron; y ansí que se conocieron, después de darse las manos, uno al otro se ofrecieron.

Tolosa luego también se asustó de Vega al verlo triste, y por entretenerlo, haciéndose como quien suponía conocerlo:

El otro era un Santiagueño llamado Rufo Tolosa, casado con una moza de las cáidas del Taqueño , muy cantera y muy donosa.

-¿No es usté el amigo Ortega? Tolosa le preguntó; y el viejo, ansí que le oyó: -No, amigo; soy Santos Vega su servidor, respondió.

(3) RAFAEL OBLIGADO: SANTOS VEGA I. EL ALMA DEL PAYADOR Cuando la tarde se inclina sollozando al occidente, corre una sombra doliente sobre la pampa argentina. Y cuando el sol ilumina con luz brillante y serena del ancho campo la escena, la melancólica sombra huye besando su alfombra con el afán de la pena.

Cuentan que, en noche de aquéllas en que la Pampa se abisma en la extensión de sí misma sin su corona de estrellas, sobre las lomas más bellas, donde hay más trébol risueño, luce una antorcha sin dueño entre una niebla indecisa, para que temple la brisa las blandas alas del sueño.

Si entonces cruza a lo lejos, galopando sobre el llano solitario, algún paisano, viendo al otro en los reflejos de aquel abismo de espejos, siente indecibles quebrantos, y, alzando en vez de sus cantos una oración de ternura, al persignarse murmura: "-¡El alma del viejo Santos!"

Cuentan los criollos del suelo que, en tibia noche de luna, en solitaria laguna para la sombra su vuelo; que allí se ensancha, y un velo va sobre el agua formando, mientras se goza escuchando por singular beneficio, el incesante bullicio que hacen las olas rodando.

Mas, si trocado el desmayo en tempestad de su seno; estalla el cóncavo trueno, que es la palabra del rayo, hiere al ombú de soslayo rojiza sierpe de llamas, que, calcinando sus ramas, serpea, corre y asciende, y en la alta copa desprende brillante lluvia de escamas.

Yo, que en la tierra he nacido donde ese genio ha cantado, y el pampero he respirado que a payador ha nutrido, beso este suelo querido que a mis caricias se entrega, mientras de orgullo me anega la convicción de que es mía ¡la patria de Echeverría, la tierra de Santos Vega!

Dicen que, en noche nublada, si su guitarra algún mozo en el crucero del pozo deja de intento colgada, llega la sombra callada y, al envolverla en su manto, suena el preludio de un canto entre las cuerdas dormidas, cuerdas que vibran heridas como por gotas de llanto.

Cuando, en las siestas de estío, las brillazones remedan vastos oleajes que ruedan sobre fantástico río, mudo, abismado y sombrío, baja un jinete la falda tinta de bella esmeralda, llega a las márgenes solas... ¡y hunde su potro en las olas, con la guitarra a la espalda!

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RAFAEL OBLIGADO: SANTOS VEGAS IV. LA MUERTE DEL PAYADOR Bajo el ombú corpulento, de las tórtolas amado, porque su nido han labrado allí al amparo del viento; en el amplísimo asiento que la raíz desparrama, donde en las siestas la llama de nuestro sol no se allega, dormido está Santos Vega, aquél de la larga fama.

Así diciendo, enseñó una guitarra en sus manos. y en los raigones cercanos preludiando se sentó. Vega entonces sonrió, y al volverse al instrumento, la morocha hasta su asiento ya su guitarra traía, con un gesto que decía: "-La he besado hace un momento".

Era el grito poderoso del progreso, dado al viento; el solemne llamamiento al combate más glorioso. Era, en medio del reposo de la Pampa ayer dormida, la visión ennoblecida del trabajo, antes no honrado; la promesa del arado que ahre cauces a la vida.

En los ramajes vecinos ha colgado, silenciosa, la guitarra melodiosa de los cantos argentinos. Al pasar, los campesinos ante Vega, se detienen; en silencio se convienen a guardarle allí dormido y hacen señas no hagan ruido los que están a los que vienen.

Juan Sin Ropa (se llamaba Juan Sin Ropa el forastero) comenzó por un ligero dulce acorde que encantaba. Y con voz que modulaba blandamente los sonidos, cantó tristes nunca oídos, cantó cielos no escuchados, que llevaban, derramados, la embriaguez a los sentidos.

Como en mágico espejismo. al compás de ese concierto. mil ciudades el desierto levantaba de sí mismo. Y a la par que en el abismo una edad se desmorona, al conjuro, en la ancha zona derramábase la Europa, que sin duda Juan Sin Ropa era la ciencia en persona.

El más viejo se adelanta del grupo inmóvil, y llega a palpar a Santos Vega, moviendo apenas la planta. Una morocha que encanta por su aire suelto y travieso, causa eléctrico embeleso porque, gentil y hizarra, se aproxima a la guitarra y en las cuerdas pone un beso.

Santos Vega oyó suspenso al cantor; y toda inquieta, sintió su alma de poeta como un aleteo inmenso. Luego, en un preludio intenso, hirió las cuerdas sonoras, y cantó de las auroras y las tardes pampeanas, endechas americanas más dulces que aquellas horas.

Oyó Vega embebecido aquel himno prodigioso, e inclinando el rostro hermoso, dijo: "-Sé que me has vencido" El semblante humedecido por nobles gotas de llanto, volvió a la joven, su encanto, y en los ojos de su amada clavó una larga mirada, y entonó su postrer canto:

Turba entonces el sagrado silencio que a Vega cerca, un jinete que se acerca a la carrera lanzado; retumba el desierto hollado por el casco volador; y aunque el grupo, en su estupor, contenerlo pretendía llega, salta, lo desvía y sacude al payador.

Al dar Vega fin al canto, ya una triste noche oscura desplegaba en la llanura las tinieblas de su manto. Juan Sin Ropa se alzó en tanto, bajo el árbol se empinó, un verde gajo tocó, y tembló la muchedumbre, porque, echando roja lumbre, aquel gajo se inflamó.

"-Adiós, luz del alma mía, adiós, flor de mis llanuras, manantial de las dulzuras que mi espíritu bebia; adiós, mi única alegría, dulce afán de mi existir; Santos Vega se va a hundir en lo inmenso de esos llanos... ¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos, el momento de morir!"

No bien el rostro sombrío de aquel hombre mudos vieron, horrorizados sintieron temblar las carnes de frío. Miró en torno con bravío y desenvuelto ademán, y dijo: "Entre los que están

Chispearon sus miradas, y torciendo el talle esbelto, fue a sentarse, medio envuelto por las rojas llamaradas. ¡Oh, qué voces levantadas las que entonces se escucharon! ¡Cuantos ecos despertaron

Aún sus lágrimas cayeron en la guitarra, copiosas, y las cuerdas temblorosas a cada gota gimieron; pero súbito cundieron del gajo ardiente las llamas, trocado entre las ramas

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO no tengo ningún amigo, pero, al fin para testigo lo mismo es Pedro que Juan.

en la Pampa misteriosa, a esa música grandiosa que los vientos se llevaron!

en serpiente, Juan sin Ropa, arrojó de la alta copa brillante lluvia de escamas.

Alzó Vega la alta frente, y le contempló un instante, enseñando en el semblante cierto hastío indiferente. "-Por fin, dijo: -fríamente el recién llegado, estamos juntos los dos, y encontramos la ocasión, que éstos provocan, de saber cómo se chocan las canciones que cantamos".

Era aquélla esa canción que en el alma sólo vibra. modulada en cada fibra secreta del corazón; el orgullo, la ambición, los más íntimos anhelos, los desmayos y los vuelos del espíritu genial, que va, en pos del ideal, Como el cóndor a los cielos.

Ni aún cenizas en el suelo de Santos Vega quedaron, y Ios años dispersaron los testigos de aquel duelo; pero un viejo y noble abuelo, así el cuento terminó si cantando murió aquel que vivió cantando, fue, decía suspirando, porque el diablo lo venció

ESTANISLAO DEL CAMPO: FAUSTO IMPRESIONES DEL GAUCHO ANASTASIO EL POLLO EN LA REPRESENTACION DE LA OPERA (1866) En un overo rosao, Flete nuevo y parejito, Caía al bajo, al trotecito, Y lindamente sentao, Un paisano del Bragao, De apelativo Laguna: Mozo jinetazo ¡ahijuna!, Como creo que no hay otro, Capaz de llevar un potro A sofrenarlo en la luna. ¡Ah criollo! si parecía Pegao en el animal, Que aunque era medio bagual, A la rienda obedecía De suerte, que se creería Ser no sólo arrocinao, Sino tamién del recao De alguna moza pueblera. ¡Ah Cristo! ¡quién lo tuviera!... ¡Lindo el overo rosao! Como que era escarciador, Vivaracho y coscojero,

Ahí tiene contra el recao Cuchillo, papel y un naco: Yo siempre pico el tabaco Por no pitarlo aventao. -Vaya amigo, le haré gasto... -¿No quiere maniar su overo? -Dejeló a mi parejero Que es como mata de pasto. Ya una vez, cuando el abasto, Mi cuñao se desmayó; A los tres días volvió Del insulto, y crea amigo, Peligra lo que le digo: El flete ni se movió. - ¡ Bien haiga gaucho embustero! ¿ Sabe que no me esperaba Que soltase una guayaba De ese tamaño, aparcero? Ya colijo que su overo Está tan bien enseñao, Que si en vez de desmayao El otro hubiera estao muerto,

Y así en limpio habrá quedao, El más pobre de los dos. -¡Vean si es escarbador Este Pollo! ¡Virgen mía! Si es pura chafalonía... -¡Eso sí, siempre pintor! -Se la gané a un jugador Que vino a echarla de güeno. Primero le gané el freno Con riendas y cabezadas, Y en otras cuantas jugadas Perdió el hombre hasta lo ajeno. ¿Y sabe lo que decía Cuando se vía en la mala? El que me ha pelao la chala Debe tener brujería. A la cuenta se creería Que el Diablo y yo... ¡Callesé! ¿Amigo, no sabe usté Que la otra noche lo he visto Al demonio? -¡Jesucristo!

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO Le iba sonando al overo La plata que era un primor; Pues eran plata el fiador, Pretal, espuelas, virolas Y en las cabezadas solas Traiba el hombre un Potosí: ¡Qué!... Si traía, para mí, Hasta de plata las bolas. En fin: -como iba a contar, Laguna al río llegó, Contra una tosca se apió Y empezó a desensillar. En esto, dentró a orejiar Y a resollar el overo, Y jué que vido un sombrero Que del viento se volaba De entre una ropa, que estaba Más allá, contra un apero. Dió güelta y dijo el paisano: -¡Vaya "Záfiro"! ¿qué es eso? Y le acarició el pescuezo Con la palma de la mano. Un relincho soberano Pegó el overo que vía, A un paisano que salía Del agua, en un colorao, Que al mesmo overo rosao Nada le desmerecía. Cuando el flete relinchó, Media güelta dió Laguna, Y ya pegó el grito: -¡ahijuna! ¿No es el Pollo? -Pollo, no, Ese tiempo se pasó. (Contestó el otro paisano), Ya soy jaca vieja, hermano, Con las púas como anzuelo, Y a quien ya le niega el suelo Hasta el más remoto grano. -Velay, tienda el cojinillo Don Laguna, sientesé Y un ratito aguardemé Mientras maneo el potrillo: Vaya armando un cigarrillo, Si es que el vicio no ha olvidao,

El fin del mundo, por cierto, Me lo encuentra allí parao.

-Hace bien, santigüesé, -¡Pues no me he de santiguar!

-Vean como le buscó La güelta... ¡bien haiga el Pollo! Siempre larga todo el rollo De su lazo... ¡Y cómo no! ¿O se ha figurao que yo Asina nomás las trago? ¡Hágase cargo!... -Ya me hago...

Con esas cosas no juego; Pero no importa, le ruego Que me dentre a relatar El cómo llegó a topar Con el malo. ¡Virgen santa! Sólo el pensarlo me espanta... -Güeno, le voy a contar Pero antes voy a buscar Con qué mojar la garganta.

-Prieste el juego. -Tómelo. Y aura le pregunto yo ¿Qué anda haciendo en este pago? -Hace como una semana Que he bajao a la ciudá, Pues tengo necesidá De ver si cobro una lana, Pero me andan con mañana Y no hay plata, y venga luego. Hoy no más cuasi le pego En las aspas con la argolla A un gringo, que aunque es de embrolla Ya le he maliciao el juego.

El Pollo se levantó Y se jué en su colorao, Y en el overo rosao Laguna al agua dentró. Todo el baño que le dió Jué dentrada por salida Y a la tosca consabida Don Laguna se volvió Ande a Don Pollo lo halló Con un frasco de bebida.

-Con el cuento de la guerra Andan matreros los cobres, Vamos a morir de pobres Los paisanos de esta tierra.Yo cuasi he ganao la sierra De puro desesperao... Yo me encuentro tan cortao Que a veces se me hace cierto Que hasta ando jediendo a muerto...

-Pues yo me hallo hasta empeñao. - ¡Vaya un lamentarse! ¡ahijuna!... Y eso es de vicio, aparcero: A usté lo ha hecho su ternero La vaca de la fortuna. Y no llore, Don Laguna, No me lo castigue Dios: Si no comparemolós Mis tientos con su chapiao,

-Larguesé al suelo, cuñao Y vaya haciéndose cargo, Que puede ser más que largo El cuento que le he ofertao. Desmanée el colorao, Desate su maniador, Y en ancas, haga el favor De acollararlos... -Al grito: ¿Es manso el coloradito? -¡Ese es un trebo de olor! -Ya están acollaraditos... -Dele un beso a esa giñebra: Yo le hice sonar de una hebra Lo menos diez golgoritos... -Pero esos son muy poquitos Para un criollo como usté, Capaz de prenderselé A una pipa de lejía... -Hubo un tiempo en que solía... -Vaya, amigo, larguesé.

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EDUARDO GUTIERREZ: JUAN MOREYRA

PROLOGO JUAN MOREIRA es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la vida poderosamente tallados en bronce. Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el sentido moral completamente pervertido. No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por el puñal. No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le persiguió. Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano. Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al hombre realmente bravo. Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y su astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos dicho, hubiera hecho una figura gloriosa. Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad, cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña fortuna. Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto. No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna su caballo en los días de paseo. Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido. Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos, y volvamos a Juan Moreira. Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos. En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y la marca para seguir al comandante militar del partido, Moreira se presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio parejero. En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible. En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo, con que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había tomado parte el amigo Moreira. Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración y todo su haber en el

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mundo, fuera de su mujer, a quien quería con idolatría. Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito, y últimamente lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de trabajos. Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada. Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de trovador romancesco. Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara inteligente y que da a su canto una modulación rara y quejumbrosa y que llega hasta el fondo del alma. Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio de desventuras. Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla su pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente dominado por un éxtasis arrobador. El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro espíritu. ¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos! Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico. Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que es la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas, llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad: De terciopelo negro/ tengo cortinas/ para enlutar mi cama/ si tú me olvidas. Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira. Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se sentían atraídas y los hombres se conmovían. Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz ha quedado grabado en nuestra memoria. Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su fama recorría los pueblos de nuestra campaña. Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza, tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido. No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo. Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural. Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años. Era alto y regularmente grueso, vestía con lujo pintoresco el traje nacional, que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable. Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura. Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros iluminaban su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y altiva; la segunda, ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión de simpática bravura que dominaba en aquel semblante. Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su estómago algo saliente.De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una daga lujosamente engastada. El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo cribo del calzoncillo, era notable. Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas. En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador, brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir. Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a

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ser el tema de las canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al melancólico acompañamiento de la guitarra. ¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de virtudes? Tomemos su vida diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta que observó Moreira en el último tercio de su vida. Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este gaucho habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una acción cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la relación que emprendemos.Era una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la justicia su cabeza, porque sabía que entregarse era morir irremediablemente y porque en su insolente orgullo había dicho y repetido que no existía una partida de policía suficientemente fuerte para prenderlo. Tomemos, pues, como punto de partida aquella época de su vida, que llamaremos Los amores de Moreira. La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña está en nuestras autoridades excepcionales. El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para elegir: uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro es el camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de cañón. El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está eternamente levantado el sable del comandante militar y de la partida de plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá siempre un cuerpo de línea. Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque lleva sobre su frente este terrible anatema: hijo del país. En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral. El gaucho viene a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra cosa que para votar en las elecciones con el juez de paz o el comandante, o para engrosar las filas de los regimientos de línea, a que tiene horror. ¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea! El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo), por falta de papeleta (no votó con el comandante, sino con su patrón), o simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada. Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un criminal miserable; allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si al cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja. El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la tranquilidad de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es precisamente allí, en su rancho, donde le espera la desventura, el dolor y la vergüenza. Sus caballos y sus animalitos se los han repartido como botín de guerra los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado, con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos, han sido regalados a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios hasta cuándo. El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza. Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y condenado a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la partida de plaza, con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez rendido será inmediatamente muerto por haberse resistido a la autoridad, o por cualquier otro pretexto. El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la cuenta de sus desventuras, yquiere deshacerse de él a todo trance para librarse de aquella venganza, tardía a veces, pero segura siempre. Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido; tiene que robar para llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante le ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a este o son engendradas por él. He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter, dotado de una inteligencia natural y de

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un corazón de raro temple, se lanza a la senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira, combatiendo contra una partida de gendarmes ayudados por la tropa, que ha ido directamente a matarlo, o caer entre las manos de la justicia, cuando el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrade. ¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso de la ley? Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor inquebrantable. He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero con una exactitud innegable. Volvamos ahora al protagonista del drama policial que nos ocupa, tomándolo años antes de su primera puñalada. La novela está compuesta de 17 CAPÍTULOS, MÁS UN PRÓLOGO Y UN EPÍLOGO: 1. LOS AMORES DE MOREIRA 2. UN CASTIGO TERRIBLE 3. EL CACIQUE 4. LA PENDIENTE DEL CRIMEN 5. UN GAUCHO FLOJO 6. UN ENCUENTRO FATAL 7. EL NIDO DE DESVENTURAS 8. EL ÚLTIMO ASILO 9. LA VUELTA AL HOGAR 10. LA FUERZA DEL DESTINO 11. LA SOBERBIA DEL VALOR 12. EL GUAPO JUAN BLANCO 13. LA POLICÍA EN JAQUE 14. EL CUERUDO 15. JAQUE MATE 16. EL EPITAFIO DE MOREIRA 17. LA DAGA DE MOREIRA

EPÍLOGO Terminado el capítulo anterior, recibimos una carta en que se NOS NARRAN DOS EPISODIOS DE LA VIDA DE MOREIRA, que no conocíamos. Va la carta en seguida, pues no queremos privar de ellos al lector. Buenos Aires, marzo 20 de 1880. Señor D. Eduardo Gutiérrez. Apreciable señor: Al volver a ocuparse usted de JUAN MOREIRA, tipo que ha hecho usted tan popular, no puedo dejar de hacer conocer a usted los hechos siguientes que tanto contribuyeron a dar a conocer aquel raro y noble carácter. Garanto a Ud. su veracidad. El Viernes Santo se le ocurrió a Moreira pasar al galope por frente a la iglesia de San Justo. No podía pasar nadie por allí a caballo y cinco soldados encargados de la vigilancia lo atacaron sable en mano: bajóse Moreira y, sin duda por ser día santo, sólo empleó el rebenque en la defensa, parando los golpes con el sombrero, pues no llevaba poncho. Los soldados atacaban con brío al ver que Moreira no usaba sus armas, pero tan repetidos fueron los rebencazos, que volvieron al atrio de donde en mala hora salieron, haciéndose humo como dineros en cajas nacionales.

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El otro episodio de esa vida temeraria es el siguiente: La partida de San Justo, al mando entonces del teniente Ponce, hizo un día la tentativa de tomarlo y, preparándose como para habérselas con ese ser que se había convertido en aviso permanente de su incapacidad y cobardía, hallólo en una fondo y, lo que jamás se hubiera creído, Moreira huyó. Envalentonados con esta al parecer muestra de temor salieron tras él con la algazara del que pretende animarse a sí mismo. Poco les duró el contento, pues, al llegar Moreira al paraje conocido por el "Estanque" vieron que se bajó y, desensillando con tranquilidad, ató el caballo con el lazo y se sentó en el recado. El teniente hizo alto a respetable distancia y se pusieron a deliberar si debían o no llevarle un formidable ataque; hacían esto en medio de las sangrientas pullas del gaucho; se propuso la idea de no molestarlo, lo que obtuvo mayoría sin necesidad de cociente. Volvieron a San Justo acompañados por las carcajadas de Moreira. Me es grato hacer conocer a usted estos hechos a los que su inimitable pluma sabrá llenar de ese gran interés que despierta siempre lo interesante cuando está bien escrito. Me repito de usted humilde Servidor.

RICARDO GÜIRALDES: DON SECGUNDO SOMBRA

CAPITULO II: EL ENCUENTRO CON DON SEGUNDO SOMBRA Sin apuros, la caña de pescar al hombro, zarandeando irreverentemente mis pequeñas víctimas, me dirigí al pueblo. La calle estaba aún anegada por un reciente aguacero y tenía yo que caminar cautelosamente, para no sumirme en el barro que se adhería con tenacidad a mis alpargatas, amenazando dejarme descalzo. Sin pensamientos seguí la pequeña huella que, vecina a los cercos de cinacina, espinillo o tuna, iba buscando las lomitas como las liebres para correr por lo parejo. El callejón, delante mío, se tendía oscuro. El cielo, aún zarco de crepúsculo, reflejábase en los charcos de forma irregular o en el agua guardada por las profundas huellas de alguna [22] carreta, en cuyo surco tomaba aspecto de acero cuidadosamente recortado. Había ya entrado al área de las quintas, en las cuales la hora iba despertando la desconfianza de los perros. Un incontenible temor me bailaba en las piernas, cuando oía cerca el gruñido de algún mastín peligroso; pero sin equivocaciones decía yo los nombres: Centinela, Capitán, Alvertido. Cuando algún cuzco irrumpía en tan apurado como inofensivo griterío, mirábalo con un desprecio que solía llegar al cascotazo. Pasé al lado del cementerio y un conocido resquemor me castigó la médula, irradiando su pálido escalofrío hasta mis pantorrillas y antebrazos. Los muertos, las luces malas, las ánimas, me atemorizaban ciertamente más que los malos encuentros posibles en aquellos parajes. ¿Qué podía esperar de mí el más exigente bandido? Yo conocía de cerca las caras más taimadas y aquel que por inadvertencia me atajara, hubiese conseguido cuanto más que le sustrajera un cigarrillo. El callejón habíase hecho calle, las quintas manzanas; y los cercos de paraísos, como los [23] tapiales, no tenían para mí secretos. Aquí había alfalfa, allá un cuadro de maíz, un corralón o simplemente malezas. A poca distancia divisé los primeros ranchos, míseramente silenciosos y alumbrados por la endeble luz de velas y lámparas de apestoso kerosén. Al cruzar una calle espanté desprevenidamente un caballo, cuyo tranco me había parecido más lejano y como el miedo es contagioso, aun de bestia a hombre, quedeme clavado en el barrial sin animarme a

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seguir. El jinete, que me pareció enorme bajo su poncho claro, reboleó la lonja del rebenque contra el ojo izquierdo de su redomón, pero como intentara yo dar un paso el animal asustado bufó como una mula, abriéndose en larga tendida. Un charco bajo sus patas se despedazó chillando como un vidrio roto. Oí una voz aguda decir con calma: -Vamos pingo... Vamos, vamos pingo... Luego el trote y el galope chapalearon en el barro chirle. Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber [24] visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río. Con mi visión dentro, alcancé las primeras veredas sobre las cuales mis pasos pudieron apurarse. Más fuerte que nunca vino a mí el deseo de irme para siempre del pueblito mezquino. Entreveía una vida nueva hecha de movimiento y espacio. Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en «La Blanqueada». Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña. (…) -¿Hay algo nuevo en el pueblo? -preguntó don Pedro, a quien solía yo servir de noticiero. -Sí, señor... un pajuerano. -¿Ande lo has visto? -Lo topé en una encrucijada, volviendo'el río. -¿Y no sabés quién es? -Sé que no es de aquí... no hay ningún hombre tan grande en el pueblo. Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo. -Decime... ¿es muy moreno? -Me pareció... sí, señor... y muy juerte Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí: -Quién sabe si no es DON SEGUNDO SOMBRA. -Él es -dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al anochecer, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte. -¿Lo conocés vos? -preguntó don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación. -De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan ¿quiere darme otra caña? -¡Hum! -prosiguió don Pedro- yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía. -Carnearía un ajeno. -Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano. El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero. Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta. -Güenas tardes -dijo la voz aguda, fácil de reconocer. -¿Cómo le va don Pedro? -Bien ¿y usté don Segundo? -Viviendo sin demasiadas penas graciah'a Dios. Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo. El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.

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Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo. Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias. - ...en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene… -Me está pareciendo que sí. -Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá. -Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia. -Arreglao. ¿No quiere servirse de algo? -Güeno -dijo don Segundo, sentándose en una mesa cercana- eche una sangría y gracias por el convite. Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo: -Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote. Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a don Segundo. -Parecen malos -agregó-, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros! Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él. De los cuatro presentes sólo don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio. (…) Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él se dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo: -Vea amigo... vi'a tener que creer que me está provocando. Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo: -¿Ahá? Yo creiba que estaba hablando con sordos. -¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación. No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante. El tape Burgos pagó sus cañas, murmurando amenazas. Tras él corrí hasta la puerta, notando que quedaba agazapado entre las sombras. Don Segundo se preparó para salir a su vez y se despidió de don Pedro, cuya palidez delataba sus aprehensiones. Temiendo que el matón asesinara al hombre que tenía ya toda mi simpatía, hice como si hablara al patrón para advertir a don Segundo: -Cuídese. Luego me senté en el umbral, esperando, con el corazón que se me salía por la boca, el fin de la inevitable pelea. Don Segundo se detuvo un momento en la puerta, mirando a diferentes partes. Comprendí que estaba habituando sus ojos a lo más oscuro, para no ser sorprendido. Después se dirigió hacia su caballo caminando junto a la pared. El tape Burgos salió de entre la sombra y creyendo asegurar a su hombre, tirole una puñalada firme, a partirle el corazón. Yo vi la hoja cortar la noche como un fogonazo. Don Segundo, con una rapidez inaudita, quitó el cuerpo y el facón se quebró entre los ladrillos del muro con nota de cencerro.

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El tape Burgos dio para atrás dos pasos y esperó de frente el encontronazo decisivo. En el puño de don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad no se sabía alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con su voz irónica dijo: -Tome amigo y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni pa carniar borregos. Como el agresor conservara la distancia, don Segundo guardó su cuchillita y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón: -¡Agarre, amigo! (…) Y sin más ceremonia se fue por el callejón, dejando allí al hombre que parecía como luchar con una idea demasiado grande y clara para él. Al lado de don Segundo, que mantenía su redomón al tranco, iba yo caminando a grandes pasos -¿Lo conocés a este mozo? -me preguntó terciando el poncho con amplio ademán de holgura. -Sí, señor. Lo conozco mucho -Parece medio pavote ¿no?

CAPITULO XXVII (FINAL) : DESPEDIDA DE DON SEGUNDO SOMBRA La laguna hacía en la orilla unos flequitos cribados. Por la parte media, en unos juncales ralos, gritaban los pájaros salvajes. Una fatiga grande pesaba en mi cuerpo y en mis pensamientos, como un hastío de seguir siempre en el mundo sembrando hechos inútiles. Iba a pasar un momento triste, el momento que en mi vida representaría, más que ningún otro, un desprendimiento. TRES AÑOS habían transcurrido desde que llegué, como un simple resero, a trocarme en patrón de mis heredades. ¡Mis heredades! Podía mirar alrededor, en redondo, y decirme que todo era mío. Esas palabras nada querían decir. ¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos ajenos? ¿Quién es más dueño de la pampa que un resero? Me sugería una sonrisa el solo hecho de pensar en tantos dueños de estancia, metidos en sus casas, corridos siempre por el frío o por el calor, asustados por cualquier peligro que les impusiera un caballo arisco, un toro embravecido o una tormenta de viento fuerte. ¿Dueños de qué? Algunos parches de campo figurarían como suyos en los planos, pero la pampa de Dios había sido bien mía, pues sus cosas me fueron amigas por derecho de fuerza y baquía. Está visto que en mi vida, el agua es como un espejo en que desfilan las imágenes del pasado. A orillas de un arroyo resumí antaño mi niñez. Dando de beber a mi caballo en la picada de un río, revisé cinco años de andanzas gauchas. Por último, sentado sobre la pequeña barranca de una laguna, en mis posesiones, consultaba mentalmente mi diario de patrón. Si al recibir mi campo de manos de don Leandro, hubiera seguido mi sentir, andaría aún dejando el rastro de mi tropilla por tierras de eterna novedad. Dos cosas me decidieron entonces a cambiar de parecer: los consejos de mi tutor, apoyados en claras razones, y el refuerzo que de éstos me llegaban por boca de mi padrino. Más sólido argumento, fue recibir de don Segundo la aceptación de quedarse en el campo. Casi demás está decir que, los dos primeros años, viví en el rancho de mi padrino. Desde mi llegada, por cierto, no miré a la casa principal como residencia de elección. Conservaba yo muy vívido un instinto salvaje, que me hacía tender cama afuera y escapar de todo encierro. También continué levantándome al alba y acostándome a la caída del sol, como las gallinas. La casa grande y vacía, poblada de muebles serios como mis tías, no me veía más que de paso. Seguían sus vastos aposentos siendo del otro hombre, cuya memoria no podía acostumbrarme a encarar como la de un padre. Y, además, me parecía que también ella se iba a morir, significando su presencia sólo un recuerdo

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frío. De haberme atrevido, la hubiera hecho echar abajo, como se degüella, por compasión, a un animal que sufre. Como el potrero a cargo de don Segundo quedaba lindando con el campo de los Galván, nos reuníamos frecuentemente con Raucho. Nuestra amistad se había sellado muy pronto, ofreciéndonos como prenda de simpatía el gusto de intercambiar potros. Él me dio los primeros galopes a unos bayos, que me regaló para entablar la tan deseada tropilla de ese pelo. Yo le correspondí de igual modo y en igual cantidad, con unos alazanes. Mutuamente nos servimos de padrinos durante la amansadura. Nuestro compañerismo, por cierto, no podía haberse cimentado mejor, ni de modo más gaucho. Para dos muchachones que andaban a caballo, de sol a sol, era una forma de estar siempre presentes el uno para el otro. Nuestro trato era frecuente en lo de don Segundo, sin contar los días en que don Leandro nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento. Pero en casa de mi padrino pasábamos los mejores ratos, mano a mano con el mate o una guitarra por medio, mientras el grande [389] hombre nos contaba fantasías, relatos o episodios de su vida, con una admirable limpidez y gracia que he tratado de evocar en estos recuerdos. Fue a raíz de estas charlas, que Raucho acertó a influenciarme con aficiones suyas. Sabía una barbaridad en cuanto a lecturas y libros. Prestándome algunos me hablaba largamente de ellos. Pero ¡qué diferencia! Mientras yo me veía limitado no sólo por el idioma sino por mi falta de costumbre, él leía con extraordinaria facilidad, lo mismo en francés, italiano y en inglés, que en español. Al lado de esto, Raucho me parecía a veces una criatura libre de dolores, sin verdadero bautismo de vida. Otro motivo de su conversación era el de sus aventuras y diversiones. ¿Qué creía que iba a encontrar? La vida, a mi entender, estaba tan llena, que el querer meterle nuevas combinaciones, se me antojaba lamentablemente infantil. Mis argumentos simples, nada podían contra su fantasía y al fin, lo dejaba desfogarse a su gusto. Mi nacimiento, por otra parte, me impedía encarar ningún amorío como una diversión. A todo eso, poco a poco, me iba formando un nuevo carácter y nuevas aficiones. A mi andar cotidiano sumaba mis primeras inquietudes literarias. Buscaba instruirme con tesón. Pero no quiero hablar de todo eso, en estas líneas de alma sencilla. Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto. Nada, sin embargo, me daba la satisfacción potente que encontraba en mi existencia rústica. Aunque no me negara a los nuevos modos de vida y encontrara un acerbo gusto en mi aprendizaje mental, algo inadaptado y huraño me quedaba del pasado. Y esa tarde iba a sufrir el peor golpe. Miré el reloj. Eran las cinco. Monté a caballo y fui para el lado del callejón, donde hallaría a mi padrino. Resultaba ya imposible retenerlo, después de tanta insistencia inútil. Él estaba hecho para irse, siempre, y tres años de permanencia en un lugar, lo habían saturado de inmovilidad. Demasiado sentía yo en mí la sorbente sugestión de todo camino, para no comprender que en don Segundo huella y vida eran una sola cosa. ¡Y tenerme que quedar! Nos saludamos como siempre. A la par, tranqueando, hicimos una legua por el callejón. Entramos a un potrero, para cortar campo, y llegamos hasta la loma nombrada «del Toro Pampa», donde habíamos convenido despedirnos. No hablábamos. ¿Para qué? Bajo el tacto de su mano ruda, recibí un mandato de silencio. Tristeza era cobardía. Volvimos a desearnos, con una sonrisa, la mejor de las suertes. El caballo de don Segundo, dio el anca al mío y realicé, en aquella divergencia de dirección, todo lo que iba a separar nuestros destinos. Lo vi alejarse al tranco. Mis ojos se dormían en lo familiar de sus actitudes. Un rato ignoré si veía o evocaba. Sabía cómo levantaría el rebenque, abriendo un poco la mano, y cómo echaría adelante el cuerpo, iniciando el envión del galope. Así fue. El trote de transición le sacudió el cuerpo como una alegría. Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia: galopar es reducir lejanía. Llegar no es, para un resero, más que un pretexto de partir.

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Por el camino, que fingía un arroyo de tierra, caballo y jinete repecharon la loma, difundidos en el cardal. Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación separada de su motivo. Me dije: «ahora va a bajar por el lado de la cañada. Recién cuando cruce el río, lo veré asomar en el segundo repecho.» El anochecer vencía lento, seguro, como quien no está turbado por un resultado dudoso. Unas nubes tenues hacían largas estrías de luz. La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Pensé que era muy pronto. Sin embargo era él, lo sentía porque a pesar de la distancia no estaba lejos. Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago. Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé qué extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma. «Sombra», me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuantas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa. Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra. LA PORTEÑA, MARZO DE 1926. SAN ANTONIO DE ARECO.

BORGES JORGE LUIS: EL GAUCHO MUSICA DE PEDRO AZNAR Hijo de algún confín de la llanura Abierta, elemental, casi secreta, Tiraba el firme lazo que sujeta Al firme toro de cerviz oscura. Se batió con el indio y con el godo, Murió en reyertas de baraja y taba; Dio su vida a la patria, que ignoraba, Y así perdiendo, fue perdiendo todo. Hoy es polvo de tiempo y de planeta; Nombres no quedan, pero el nombre dura. Fue tantos otros y hoy es una quieta Pieza que mueve la literatura. Fue el matrero, el sargento y la partida. Fue el que cruzó la heroica cordillera. Fue soldado de Urquiza o de Rivera, Lo mismo da. Fue el que mató a Laprida. Dios le quedaba lejos. Profesaron La antigua fe del hierro y del coraje, Que no consiente súplicas ni gaje.

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Por esa fe murieron y mataron. En los azares de la montonera Murió por el color de una divisa; Fue el que no pidió nada, ni siquiera La gloria, que es estrépito y ceniza. Fue el hombre gris que, oscuro en la pausada Penumbra del galpón, sueña y matea, Mientras en el oriente ya clarea La luz de la desierta madrugada. Nunca dijo: soy gaucho. Fue su suerte No imaginar la suerte de los otros. No menos ignorante que nosotros, No menos solitario, entró en la muerte. http://www.youtube.com/watch?v=gqDqi1ys6l0

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10.

CONSEJOS DE VIZCACHA Y CONSEJOS DE MARTIN FIERRO DOS MANERAS DE ORGANIZAR LA VIDA PERSONAL Y SOCIAL BARBARIE Y CIVILIZACIÓN

REFLEXIONES PREVIAS SOBRE EL MARTIN FIERRO DENUNCIA, MITO Y TRAICIONES  Hay algo de TRAICION en la historia del gaucho. Esta traición se encuentra ejemplificada, según Rodolfo Kusch, en el Martín Fierro de José Hernández. El Martín Fierro, el conocidísimo poema nacional, es él mismo, objeto de interpretaciones periódicas. La mayoría de esas interpretaciones las conocemos porque, de hecho son también ellas mismas, tema de la cultura general. Leopoldo Lugones fue el que en su El payador le dio estatus de poema nacional. Pero también Ricardo Rojas, Borges ofrecieron sus interpretaciones; y hasta existió una revista a principio del siglo pasado que tuvo por nombre el título del poema. El Martín Fierro, en la peculiar visión de Rodolfo Kusch, RELATA UN MITO. Por qué un mito. Porque en realidad todo pensamiento popular es, en el fondo, mítico. Un mito que, como cualquier mito, puede dividirse en paraíso o creación, caída y redención.  LA PRIMERA PARTE del Martín Fierro relataría la PÉRDIDA DE ESE PARAÍSO. Un paraíso que en realidad, como tal, no existió, pero que como paraíso sintetiza la idealización de todo pasado. Y es cantado porque todo cantar dice algo más que lo dicho. Como todo sentir y todo comprender: siempre es más ancho que todo aprender y toda proclama. En todo relato de creación hay una palabra originaria. Martín Fierro comienza invocando a los dioses. Y ese cantar canta las penurias de la existencia, de esa existencia pesada, esa existencia sobre la que pesa todo el paisaje, que no puede más que conjurar la naturaleza para vivir. Esa es la pena extraordinaria que relata el Martín Fierro. Este Martín Fierro, ahora no estoy hablando del poema, sino del personaje, muere. Su muerte está dictada por la destrucción de la guitarra. Tiene mucho sentido que, si el cantar se relaciona con la vida, el romper la guitarra signifique la muerte.  El Martín Fierro de las tolderías es el Martín Fierro de la caída. La pena estraordinaria, en la cual la autoridad es uno más de los elementos, se le hace insoportable al Martín Fierro. Se suicida al romper su guitarra. Hasta aquí, José Hernández no hace más que poner por escrito un sentir popular. Por eso, el Martín Fierro se vendía en las pulperías y no en las librerías. Pero la obra de José Hernández no está terminada. Le falta la redención. El pueblo siempre necesita que el héroe vuelva del infierno. Y por eso le pide a José Hernández LA VUELTA DEL MARTÍN FIERRO.  Pero cuando Martín Fierro vuelve, no vuelve como un HÉROE CIVILIZADOR (el héroe civilizador es el que le da forma a ese mundo caótico), sino que vuelve vencido, no vuelve a realizar su tarea redentora de darle forma al mundo; sino que vuelve a continuar con esa pena extraordinaria. José Hernández cumplió a medias el reclamo popular. En la Vuelta del Martín Fierro se encuentra una moral utilitaria, una moral de la supervivencia, los consejos del viejo Vizcacha. Y también se encuentra la indigencia. La indigencia del que es perseguido. Martín Fierro no puede volver: no tiene lugar adónde porque esa Argentina que se construyó durante su caída, es una Argentina que no le pertenece. Es la Argentina de los constructores del Estado-Maquina constituido por sujetos vacíos, sujetos ya cosificados. La dispersión de Martín Fierro es también la resistencia a esa cosificación.  José Hernández, federal, tribuno popular, diputado, con pertenencias y autor del libro INSTRUCCIONES DEL ESTANCIERO (recordar la última pregunta que le formula al MORENO en la PAYADA) no podía pensar

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otra cosa. No escribe el MANIFIESTO PARA LOS GAUCHOS DEL FUTURO, sino INSTRUCCIONES para los sueños de los campos, que estaban alambrando, sembrando y cultivando los animales para un país agroexportador… ¿Qué otra cosa podían ser y hacer los gauchos que – como SEGUNDO SOMBRA – dedicarse al tradicional trabajo con los animales? En definitiva no es culpa de él. Hernández también era un hombre de su tiempo y de su espacio. Tuvo la oportunidad de cantar el universal desde el ángulo nacional. Martín Fierro se sacrificó y no sabemos aún, en nombre de qué. Tal vez en nombre de su impensada ideología, pero sobre todo de su cosmovisión.

 LAS IMÁGENES muestran otro abordaje de interés: en la PRIMERA PARTE, MARTIN FIERRO (el gaucho real, pero símbolo y mito) es ESTAQUEADO como castigo por una indisciplina de cuarteles militares. Padece físicamente el CASTIGO y la MOLESTIA que rememora la muerte violenta y atroz de TUPAC AMARU…  Pero el la SEGUNDA PARTE, la muerte del GAUCHO no se parece en el cuerpo de MARTIN FIERRO, CRUZ o los HIJOS, sino que es una MUERTE SIMBOLICA: EL FINAL reproduce el “descuartizamiento” del GAUCHO que para poder SOBRE-VIVIR en la sociedad atravesada por los preceptos de la civilización europea (“orden y progreso”), debe guardar UN SECRETO (¿hacer una revolución?), cambiar el nombre (nunca sabremos ya quiénes han sido) y separarse eligiendo cada uno los CUATRO PUNTOS CARDINALES…

JOSE HERNANDEZ: LA VUELTA DE MARTIN FIERRO 1879

01.UN CONSEJO es una opinión autorizada que se da o se recibe para llevar adelante una acción o una decisión. Es el parecer o la opinión que se emite o se recibe para hacer (o no hacer) algo. El consejo es siempre un juicio, la creencia o la consulta referida a una acción o un hecho. No es necesariamente una verdad, aunque pretende serlo para quien lo pronuncia, que basa su certeza en la experiencia de su vida o en sus principios. Los consejos puede ser morales, sociales, familiares, laborales, prácticos, ya que nos orientan en lo que necesitamos en la realidad cotidiana y en la vida. No fuerzan a quien lo recibe, sino que le marca un camino posible. Tampoco es intención de quien lo da aseverar de manera indiscutible, porque un consejo no es una ORDEN o un MANDATO, sino una propuesta.

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02. En la segunda parte o la VUELTA DE MARTIN FIERRO, José Hernández nos entrega dos serie de CONSEJOS: en el capítulo 15 los CONSEJOS del VIEJO VIZCACHA al hijo menor de FIERRO; en el capítulo 32: los consejos de MARTIN FIERRRO a los dos hijos y al hijo de CRUZ. En ambos capítulos, los dos personajes PROPONEN forma de hacer y de obrar, pero cada uno representando una constelación axiológica y una forma de afrontar la propia existencia y la vida en sociedad. Por el desarrollo temático de la segunda parte, los CONSEJOS DE FIERRO se adecuan a la línea de pensamiento que guía a HERNANDEZ al proponer un lugar para el gaucho en el nuevo universo social y en el proceso de organización del país. Pero los consejos de VIZCACHA funcionan como un contrapunto, reflejando la forma real de comportamiento de muchos otros gauchos y criollos que también construyeron la identidad que nos caracteriza. 03.Comparamos aquí los DIVERSOS CONSEJOS tomando como eje los temas que se presentan, para comprobar los criterios del obrar y la valoración de (1) la viveza criolla en el VIEJO VIZCACHA y (2) la sabiduría gaucha en MARTIN FIERRO. En el primero prima la necesidad de salvarse, y de defender siempre sus intereses a costa de la sociedad y de los demás; en el segundo, se destaca la posibilidad de elegir una forma de obrar responsable, un estilo de vida honrado y la construcción de una sociedad acorde a valores. Ambos MODELOS han permanecido en el ser y hacer de los argentinos que – según ocasión – obran de una u otra manera, exigiendo el cumplimiento de la ley y de la moral, o justificando el incumplimiento de las mismas. 04.En algunos casos se tematizan y se amplían las verdades del REFRANERO popular, ampliando o profundizando su significado en el contexto de la estrofa clásica del poema. En otros se propone una idea original que responde a la situación del gaucho o a la vivencia de todo ser humano. 05.Las ideas y consejos del VIEJO VIZCACHA reciben la condena de quienes lo rodean cuando – producida su enfermedad y su muerte – dan a conocer todos los vicios de la personalidad del gaucho, que oficia de tutor del hijo menor de MARTÍN FIERRO: ladrón, avaro, oportunista, desconfiado, materialista, pragmático, rechazado por todos. Mientras MARTIN FIERRO se redime en la segunda parte, en la VUELTA, gestando algunos indicios que le permiten asumir cierta categoría heroica, ya que la prolongada estadía entre los indios oficia de purificación y espera, al tiempo que debe procesar la enfermedad y muerte de CRUZ, su único contacto con la civilización y finalmente matar a un indio para salvar a la cautiva y recuperar dignidad y fuerza para huir cruzando el desierto. No sólo hay una amnistía que lo libera de sus culpas y delitos, sino que se han producido un olvido general de su historia. Han pasado DIEZ AÑOS y nada se sabe de su familia y de los hechos acaecidos… aunque muchos lo conocen por la aparición del libro que cuenta sus desventuras. 06.Llama la atención que HERNANDEZ - que presenta los CONSEJOS DE FIERRO en el capitulo XXXII de la segunda parte, opta por disolver el grupo, hacerles cambiar de nombre (para silenciar el pasado), darles a cada uno como rumbo uno de los puntos cardinales… en lugar de construir con ese repertorio de valores y principios una alternativa para construir un sector de la sociedad que pudiera incorporarse al proyecto de nación en marcha (1880). 07.Se observa con claridad que el espíritu rebelde y militante de la primera parte da lugar a un proceso de adaptación de la segunda, en la que MARTIN FIERRO hace demandas puntuales para producir el cambio en la vida del gaucho y en la inserción en la sociedad. No es un gaucho rebelde que se pelea con todos y elige el aislamiento, sino que es in ciudadano que denuncia y peticiona ante las autoridades. Es verdad, también, que HERNANDEZ, el creador, ha dejado de ser el periodista para convertirse en un legislador que debe dar cuenta – a través de las leyes – de las demandas que el personaje y la historia plantean. 08.Los consejos de VIZCACHA abarcan 23 estrofas, concentrando en cada una de ellas una idea. Los consejos de MARTIN FIERRO abarcan 31 estrofas con 29 ideas en las estrofas específicas de los

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consejos. 09.Hay un SUJETO común que parece una construcción especial para ambos discursos: el HIJO MENOR, que primero funciona como un adolescente huérfano, que recibe los consejos y las recomendaciones de su tutor, un hombre experimentado y mayor, y luego – ya joven – recibe los consejos de boca de su PADRE. Se dan dos tipos de vínculos, ya que en el primero se recrea el modelo de los PICAROS y la PICARESCA especialmente española (iniciados en la lucha por la subsistencia por un hombre experimentado)13, mientras que en el segundo se establece una relación lógica y natural entre el PADRE y el HIJO. Los demás sólo han escuchado los comentarios de la existencia y las palabras de VIZCACHA y establecen una relación activa sólo con MARTIN FIERRO. 10.Los consejos de MARTIN FIERRO surgen de la boca y el pensamiento de un hombre dispuesto a brindar lo mejor de sí (PADRE + AMIGO), su legado. VIZCACHA lo hace con varios tragos encima, borracho, necesitado de hablar y aconsejar. Ambos son conscientes de sus destinatarios, ya que lo explicitan en el discurso. 11.Como todo CODIGO (reglamento, ley, reglas) la redacción supone un conocimiento de la realidad y la posibilidad de corregir las costumbres vigentes. En cada una de las estrofas y de los consejos se pueden observar las costumbres que caracterizan la vida personal, relacional y social del gaucho de la segunda mitad del siglo XIX: amistad, familia, relación con la mujer, bebidas y borrachera, amor al trabajo y haraganería, miseria y mendicidad, propiedad, bienes y robos, agresiones y violencia, muertes, relaciones familiares (padres, hijos, hermanos, ancianos), virtudes básicas, vicios, modelos o paradigmas sociales del gaucho (socialmente integrado, vago y mal entretenido), etc. Mientras los CONSEJOS DE VIZCACHA tienden a reflejar (no a proponer) prácticas, los FIERRO pretende sugerir (no necesariamente reflejar) formas de hacer y de obrar. 12.La figura de MARTIN FIERRO va creciendo a lo largo de todo el poema de tal manera que los CONSEJOS llegan en el penúltimo capítulo, en donde hay un estado de madurez por parte del emisor (el gaucho experimentado y golpeado por la vida) y los receptores (cada uno de los hijos y Picardía, que ya han vivido y sufrido lo suficiente como para poder apreciar los mensajes). La figura de VIZCACHA irrumpe como una historia dentro de otra hijo (el hijo segundo o el hijo menor de MARTIN FIERRO): pudo ser una historia independiente que HERNANDEZ incorporó sin establecer relación directa con el eje central del relato-poema (MARTIN FIERRO). Queda claro que VIZCACHA Y MARTIN FIERRO no habrían podido compartir nada: criterios, proyectos, trabajos, aventuras, y funcionan como figura antagónicas en cuanto al modelo del gaucho, a sus padeceres, a la lucha por sus derechos y contra la injusticia, a la rebeldía., etc.

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EL VIEJO VIZCACHA parece recrear los diversos AMOS que desfilan en la vida del LAZARILLO DE TORMES, especialmente el mas logrado: EL CIEGO.

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01. DAR CONSEJOS 755 Siempre andaba retobao: con ninguno solía hablar; se divertía en escarbar y hacer marcas con el dedo, y en cuanto se ponía en pedo me empezaba a aconsejar. 776 "Vos sos pollo, y te convienen toditas estas razones; mis consejos y leciones no echés nunca en el olvido: en las riñas he aprendido a no peliar sin puyones." 777 Con estos consejos y otros que yo en mi memoria encierro, y que aquí no desentierro, educándome seguía, hasta que al fin se dormía mesturao entre los perros.

1144 -Un padre que da consejos más que padre es un amigo; (…) 1173 Y les doy estos consejos que me ha costado alquirirlos, porque deseo dirigirlos; pero no alcanza mi cencia hasta darles la prudencia que precisan pa seguirlos. 1174 Estas cosas y otras muchas medité en mis soledades; sepan que no hay falsedades ni error en estos consejos: es de la boca del viejo de ande salen las verdades.

02. EL PRIMER CONSEJO No conviene detenerse, ni vivir donde no hay Conviene vivir con precaución y prudencia, recursos ni comida, o donde hay pobreza. porque nunca se sabe dónde se oculta el enemigo. 756 Me parece que lo veo con su poncho calamaco, despues de echar un güen taco, ansí principiaba a hablar: "Jamás llegues a parar ande veas perros flacos."

1144 Un padre que da consejos más que padre es un amigo; ansi como tal les digo que vivan con precaución: naides sabe en qué rincón se oculta el que es su enemigo.

03. SABIDURIA, APRENDIZAJE, ENSEÑANZAS Conocimiento y saber tienen un objetivo Los conocimientos son fruto del aprendizaje de concreto e inmediato: cuidarse y poder la verdadera sabiduría. Es importante aprender sobrevivir. Todo lo que se sabe para hacer el bien no cualquier cosa, sino las cosas buenos, o el mal se adquiere a través de la experiencia. muchas de ellas también fruto de la experiencia. 757 "El primer cuidao del hombre es defender el pellejo.

1145 Yo nunca tuve otra escuela que una vida desgraciada:

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Lleváte de mi consejo, fijáte bien en lo que hablo: el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo."

no estrañen si en la jugada alguna vez me equivoco, pues debe saber muy poco aquel que no aprendió nada. 1146 Hay hombres que de su cencia tienen la cabeza llena; hay sabios de todas menas, mas digo, sin ser muy ducho: es mejor que aprender mucho el aprender cosas gúenas.

04. AMIGOS Y AMISTAD La amistad se mueve siempre por la La amistad es una elección muy cuidadosa. Los conveniencia. Conviene elegir como amigos a los amigos deben ser muy pocos y muy bien que tienen el poder: si hacemos lo que les gusta, elegidos. No se trata de conveniencia, sino de podemos disfrutar de sus beneficios y de su confianza en el otro, sobre todo en Dios. En la protección. El poder siempre da garantías y historia de Fierro, la figura de CRUZ aparece derechos. como el único amigo. La mejor amistad es la propia conducta. 758 "Hacéte amigo del Juez; no le des de que quejarse; y cuando quiera enojarse vos te debés encoger, pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse."

1148 Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno; en el mayor infortunio pongan su confianza en Dios; de los hombres, sólo en uno; con gran precaución en dos.

759 "Nunca le llevés la contra, porque él manda la gavilla: allí sentao en su silla, ningún güey le sale bravo; a uno le da con el clavo y a otro con la cantramilla."

1150 Al que es amigo, jamás lo dejen en la estacada, pero no le pidan nada ni lo aguarden todo de el: siempre el amigo más fiel es una conducta honrada.

05. LAS LECCIONES DE LA VIDA Para vivir bien, hay que aprender a no hacerse Cada momento de la vida debe servir para problema por nada, olvidar todo y recordar aprender y todo trabajo debe dejar alguna solamente lo que a uno le conviene. enseñanza. Lo importante es tratar de darse cuenta qué es lo que pueden molestar a los otros = “no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros”. 763 "No te debes afligir

1147 No aprovechan los trabajos

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aunque el mundo se desplome. Lo que más precisa el hombre tener, según yo discurro, es la memoria del burro, que nunca olvida ande come.

si no han de enseñarnos nada; el hombre, de una mirada, todo ha de verlo al momento: el primer conocimiento es conocer cuándo enfada.

06. TRABAJAR, GANARSE LA VIDA Trabajar tiene como fin poder ganarse la comida, El trabajo es la ley del hombre, que debe saber pero lo conveniente es no llamar la atención vivir de su propio esfuerzo, sin mendigar. cuando se tiene algo. Hay que saber siempre donde trabajar y donde pedir o robar. 766 "El que gana su comida güeno es que en silencio coma; ansina, vos, ni por broma querás llamar la atención: nunca escapa el cimarrón si dispara por la loma."

1153 El trabajar es la ley, porque es preciso alquirir; no se espongan a sufrir una triste situación: sangra mucho el corazón del que tiene que pedir.

767 "Yo voy donde me conviene y jamás me descarrío; lleváte el ejemplo mío, y llenarás la barriga: aprendé de las hormigas: no van a un noque vacío." 07. LAS MUJERES Y EL MATRIMONIO La mujer es mentirosa y engaña al hombre, tiene La mujer es alguien a quien se debe amar y el corazón frío y es interesada. Es preferible vivir entregar el corazón, sin ofenderla nunca. sólo y no casarse. Si se elige el matrimonio, es necesario optar por una mujer que no sea deseada por los demás. 762 Y menudiando los tragos aquel viejo, como cerro, "No olvidés", me decía,"Fierro, que el hombre no debe crer en lágrimas de mujer ni en la renguera del perro." 770 "Si buscás vivir tranquilo dedicate a solteriar más si te querés casar, con esta alvertencia sea:

1171 Si entriegan su corazón a alguna mujer querida, no le hagan una partida que la ofienda a la mujer: siempre los ha de perder una mujer ofendida.

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que es muy difícil guardar prenda que otros codicean." 771 "Es un bicho la mujer que yo aquí no lo destapo, siempre quiere al hombre guapo; mas fijate en la eleción, porque tiene el corazón como barriga de sapo." 08. POBREZA Y MISERIA Es necesario saber guardar para tener (avaricia), La miseria golpea la puerta de los haraganes que no importa cuál sea la procedencia de los bienes. no trabajan para ganarse su pan. 774 "Los que no saben guardar son pobres aunque trabajen; nunca, por más que se atajen, se librarán del cimbrón: al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen."

1154 Debe trabajar el hombre para ganarse su pan; pues la miseria, en su afán de perseguir de mil modos, llama en la puerta de todos y entra en la del haragán.

09. PELEAS, DUELOS, MUERTES, AMENAZAS Un gaucho es rápido para sacar y manejar el Es oportuno no amenazar ni ofender a nadie cuchillo. Las armas son siempre necesarias, pero (porque siempre queda un peligro latente). La lo útiles si uno sabe utilizarlas. historia de la muerte del negro y la reaparición de su hermano es una muestra. No hay que matar a nadie, porque ninguna muerte se olvida y se carga en la conciencia. 772 Y gangoso con la tranca, me solia decir: "Potrillo, recién te apunta el cormillo, mas te lo dice un toruno: no dejés que hombre ninguno te gane el lao del cuchillo."

1155 A ningún hombre amenacen, porque naides se acobarda; poco en conocerlo tarda quien amenaza imprudente: que hay un peligro presente y otro peligro se aguarda.

773 "Las armas son necesarias, pero naides sabe cuándo; ansina, si andás pasiando, y de noche sobre todo, debés llevarlo de modo que al salir, salga cortando."

1163 Si les hacen una ofensa, aunque la echen en olvido, vivan siempre prevenidos; pues ciertamente sucede que hablará muy mal de ustedes aquel que los ha ofendido. 1167

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El hombre no mate al hombre ni pelé por fantasía; tiene en la desgracia mía un espejo en que mirarse; saber el hombre guardarse es la gran sabiduría. 1168 La sangre que se redama no se olvida hasta la muerte; la impresión es de tal suerte, que, a mi pesar, no lo niego, cai como gotas de juego en la alma dei que la vierte. 10. VIVEZA, SABIDURIA, HABILIDAD CRIOLLA Aquí funciona la pequeña enciclopedia de Hay un tiempo para cada cosa. Es oportuno Vizcacha: (1) no cambiar demasiado de lugar aprovechar las oportunidades para hacer algo, porque uno pierde posibilidades; (2) no hacerse decidirse, resolver. problema por nada y sólo tener memoria de lo que a uno le conviene; (3) que otros hagan el esfuerzo y el trabajo: uno debe aprovechar los resultados; (4) no hay que apurarse para conseguir o hacer las cosas. 761 "No andés cambiando de cueva; hacé las que hace el ratón. Conserváte en el rincón en que empezó tu esistencia: vaca que cambia querencia se atrasa en la parición." 763 "No te debes afligir aunque el mundo se desplome. Lo que más precisa el hombre tener, según yo discurro, es la memoria del burro, que nunca olvida ande come. 764 "Deja que caliente el horno el dueño del amasijo; lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo: el cerdo vive tan gordo, y se come hasta los hijos."

1158 Aprovecha la ocasión el hombre que es diligente; y, tenganló bien presente: si al compararla no yerro, la ocasión es como el Fierro: se ha de machacar caliente.

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765 "El zorro que ya es corrido dende lejos la olfatea; no se apure quien desea hacer lo que le aproveche la vaca que más rumea es la que da mejor leche."

11. VICIOS Y DEFECTOS QUE HAY QUE EVITAR Hasta el hombre más orgulloso, en algún Todos tenemos defectos: debemos disimular los momento cede. No hay que envidiar a nadie. La ajenos. No hay que tener ni miedo, ni codicia o bebida es una buena manera de olvidar las deseos de atesorar demasiados bienes. Es tristezas. bueno tener vergüenza y no perderla nunca. No conviene perder el tiempo. Es bueno saber que ningún vicio o defecto finaliza donde comenzó. No se debe robar: es preferible ser pobre a ser ladrón. No hay que emborracharse, ni ofender a nadie en estado de ebriedad. 760 "El hombre, hasta el más soberbio, con más espinas que un tala, aflueja andando en la mala y es blando como manteca: hasta la hacienda baguala cai al jagüel con la seca."

1149 Las faltas no tiene límites como tienen los terrenos; se encuentran en los mas güenos, y es justo que les prevenga: aquel que defetos tenga, disimule los ajenos.

768 "A naides tengás envidia: es muy triste el envidiar; cuando veás a otro ganar, a estorbarlo no te metas: cada lechón en su teta es el modo de mamar."

1151 Ni el miedo ni la codicia es güeno que a uno le asalten, ansi, no se sobresalten por los bienes que perezcan; al rico nunca le ofrezcan y al pobre jamás le falten.

775 "Donde los vientos me llevan allí estoy como en mi centro; cuando una tristeza encuentro tomo un trago pa alegrarme: a mí me gusta mojarme por ajuera y por adentro."

1159 Muchas cosas pierde el hombre que a veces las vuelve a hallar; pero les debo enseñar, y es gúeno que lo recuerden: si la verguenza se pierde, jamás se vuelve a encontrar. 1165 Procuren de no perder ni el tiempo ni la vergüenza;

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como todo hombre que piensa, procedan siempre con juicio; y sepan que ningún vicio acaba donde comienza. 1166 Ave de pico encorvado le tiene al robo afición; pero el hombre de razón no roba jamás un cobre, pues no es vergúenza ser pobre y es vergúenza ser ladrón. 1169 Es siempre, en toda ocasión, el trago el pior enemigo; con cariño se los digo, recuérdenlo con cuidado: aquel que ofiende embriagado merece doble castigo. 12. CUALIDADES Y VIRTUDES Es necesario ser prudente, a veces cauteloso; otras, valiente. Lo principal es la confianza que un hombre tiene en sí mismo: es su mayor fortaleza. La astucia es un arma necesaria que sabe volverse en algunos momentos prudencia, en otros, picardía. Es necesario evitar los problemas que puedan presentarse porque son los pobres los que más sufren. Si se canta, es necesario cantar cuestiones importantes. 1152 Bien lo pasa, hasta entre pampas, el que respeta a la gente; el hombre ha de ser prudente para librarse de enojos: cauteloso entre los flojos, moderado entre valientes. 1156 Para vencer un peligro, salvar de cualquier abismo -por esperencia lo afirmo-, más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre tiene en si mismo.

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1157 Nace el hombre con la astucia que ha de servirle de guía; sin ella sucumbiría: pero, sigún mi esperencia, se vuelve en unos prudencia y en los otros picardía. 1164 El que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda, mas con su soberbia agranda el rigor en que padece: obedezca al que obedece y será gúeno el que manda. 1170 Si se arma algun revolutis, siempre han de ser los primeros, no se muestren altaneros, aungue la razón les sobre: en la barba de los pobres aprienden pa ser barberos.

1172 Procuren, si son cantores, el cantar con sentimiento, ni tiemplen el estrumento por sólo el gusto de hablar, y acostúmbrense a cantar en cosas de jundamento. 13. RELACIONES CON LOS DEMAS Y LA SOCIEDAD A cada uno se le debe dar lo suyo, es decir lo que Unión de los hermanos para que no sean le corresponde, aunque los pobres suelen ser destruidos desde afuera. Respetar y atender a quienes mas pagan lo que sucede. los ancianos. No andar en malas compañías para no ser considerado uno de ellos. 769 "Ansí se alimentan muchos mientras los pobres lo pagan; como el cordero hay quien lo haga en la puntita, no niego; pero otros, como el borrego, todo entera se la tragan."

1160 Los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque, si entre ellos pelean, los devoran los de ajuera. 1161 Respeten a los ancianos: el burlarlos no es hazaña;

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si andan entre gente estraña deben ser muy precavidos, pues por igual es tenido quien con malos se acompaña. 1162 La cigüeña, cuando es vieja, pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura todas sus hijas pequeñas: apriendan de las cigüeñas este ejemplo de ternura.

VERSION COMPLETA DE LOS CONSEJOS

CAPITULO 15 VIEJO VIZCACHA Y EL HIJO MENOR DE FIERRO

CAPITULO 32 MARTIN FIERRO Y SUS HIJOS.

755 Siempre andaba retobao: con ninguno solía hablar; se divertía en escarbar y hacer marcas con el dedo, y en cuanto se ponía en pedo me empezaba a aconsejar.

1144 -Un padre que da consejos más que padre es un amigo; ansi como tal les digo que vivan con precaución: naides sabe en que rincón se oculta el que es su enemigo.

756 Me parece que lo veo con su poncho calamaco, despues de echar un güen taco, ansí principiaba a hablar: "Jamás llegues a parar ande veas perros flacos."

1145 Yo nunca tuve otra escuela que una vida desgraciada: no estrañen si en la jugada alguna vez me equivoco, pues debe saber muy poco aquel que no aprendió nada.

757 "El primer cuidao del hombre es defender el pellejo. Lleváte de mi consejo, fijáte bien en lo que hablo: el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo."

1146 Hay hombres que de su cencia tienen la cabeza llena; hay sabios de todas menas, mas digo, sin ser muy ducho: es mejor que aprender mucho el aprender cosas gúenas.

758 "Hacéte amigo del Juez; no le des de que quejarse;

1147 No aprovechan los trabajos si no han de enseñarnos nada;

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y cuando quiera enojarse vos te debés encoger, pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse."

el hombre, de una mirada, todo ha de verlo al momento: el primer conocimiento es conocer cuándo enfada.

759 "Nunca le llevés la contra, porque él manda la gavilla: allí sentao en su silla, ningún güey le sale bravo; a uno le da con el clavo y a otro con la cantramilla."

1148 Su esperanza no la cifren nunca en corazón alguno; en el mayor infortunio pongan su confianza en Dios; de los hombres, sólo en uno; con gran precaución en dos.

760 "El hombre, hasta el más soberbio, con más espinas que un tala, aflueja andando en la mala y es blando como manteca: hasta la hacienda baguala cai al jagüel con la seca."

1149 Las faltas no tiene límites como tienen los terrenos; se encuentran en los mas güenos, y es justo que les prevenga: aquel que defetos tenga, disimule los ajenos.

761 "No andés cambiando de cueva; hacé las que hace el ratón. Conserváte en el rincón en que empezó tu esistencia: vaca que cambia querencia se atrasa en la parición."

1150 Al que es amigo, jamás lo dejen en la estacada, pero no le pidan nada ni lo aguarden todo de el: siempre el amigo más fiel es una conducta honrada.

762 Y menudiando los tragos aquel viejo, como cerro, "No olvidés", me decía,"Fierro, que el hombre no debe crer en lágrimas de mujer ni en la renguera del perro."

1151 Ni el miedo ni la codicia es güeno que a uno le asalten, ansi, no se sobresalten por los bienes que perezcan; al rico nunca le ofrezcan y al pobre jamás le falten.

763 "No te debes afligir aunque el mundo se desplome. Lo que más precisa el hombre tener, según yo discurro, es la memoria del burro, que nunca olvida ande come.

1152 Bien lo pasa, hasta entre pampas, el que respeta a la gente; el hombre ha de ser prudente para librarse de enojos: cauteloso entre los flojos, moderado entre valientes.

764 "Deja que caliente el horno el dueño del amasijo;

1153 El trabajar es la ley, porque es preciso alquirir;

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lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo: el cerdo vive tan gordo, y se come hasta los hijos."

no se espongan a sufrir una triste situación: sangra mucho el corazón del que tiene que pedir.

765 "El zorro que ya es corrido dende lejos la olfatea; no se apure quien desea hacer lo que le aproveche la vaca que más rumea es la que da mejor leche."

1154 Debe trabajar el hombre para ganarse su pan; pues la miseria, en su afán de perseguir de mil modos, llama en la puerta de todos y entra en la del haragán.

766 "El que gana su comida güeno es que en silencio coma; ansina, vos, ni por broma querás llamar la atención: nunca escapa el cimarrón si dispara por la loma."

1155 A ningún hombre amenacen, porque naides se acobarda; poco en conocerlo tarda quien amenaza imprudente: que hay un peligro presente y otro peligro se aguarda.

767 "Yo voy donde me conviene y jamás me descarrío; lleváte el ejemplo mío, y llenarás la barriga: aprendé de las hormigas: no van a un noque vacío." 768 "A naides tengás envidia: es muy triste el envidiar; cuando veás a otro ganar, a estorbarlo no te metas: cada lechón en su teta es el modo de mamar." 769 "Ansí se alimentan muchos mientras los pobres lo pagan; como el cordero hay quien lo haga en la puntita, no niego; pero otros, como el borrego, todo entera se la tragan." 770 "Si buscás vivir tranquilo dedicate a solteriar

1156 Para vencer un peligro, salvar de cualquier abismo -por esperencia lo afirmo-, más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre tiene en si mismo. 1157 Nace el hombre con la astucia que ha de servirle de guía; sin ella sucumbiría: pero, sigún mi esperencia, se vuelve en unos prudencia y en los otros picardía. 1158 Aprovecha la ocasión el hombre que es diligente; y, tenganló bien presente: si al compararla no yerro, la ocasión es como el Fierro: se ha de machacar caliente. 1159 Muchas cosas pierde el hombre que a veces las vuelve a hallar; pero les debo enseñar, y es gúeno que lo recuerden: si la verguenza se pierde,

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más si te querés casar, con esta alvertencia sea: que es muy difícil guardar prenda que otros codicean." 771 "Es un bicho la mujer que yo aquí no lo destapo, siempre quiere al hombre guapo; mas fijate en la eleción, porque tiene el corazón como barriga de sapo." 772 Y gangoso con la tranca, me solia decir: "Potrillo, recién te apunta el cormillo, mas te lo dice un toruno: no dejés que hombre ninguno te gane el lao del cuchillo." 773 "Las armas son necesarias, pero naides sabe cuándo; ansina, si andás pasiando, y de noche sobre todo, debés llevarlo de modo que al salir, salga cortando." 774 "Los que no saben guardar son pobres aunque trabajen; nunca, por más que se atajen, se librarán del cimbrón: al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen." 775 "Donde los vientos me llevan allí estoy como en mi centro; cuando una tristeza encuentro tomo un trago pa alegrarme: a mí me gusta mojarme por ajuera y por adentro." 776 "Vos sos pollo, y te convienen toditas estas razones;

jamás se vuelve a encontrar. 1160 Los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque, si entre ellos pelean, los devoran los de ajuera. 1161 Respeten a los ancianos: el burlarlos no es hazaña; si andan entre gente estraña deben ser muy precavidos, pues por igual es tenido quien con malos se acompaña. 1162 La cigüeña, cuando es vieja, pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura todas sus hijas pequeñas: apriendan de las cigüeñas este ejemplo de ternura. 1163 Si les hacen una ofensa, aunque la echen en olvido, vivan siempre prevenidos; pues ciertamente sucede que hablará muy mal de ustedes aquel que los ha ofendido. 1164 El que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda, mas con su soberbia agranda el rigor en que padece: obedezca al que obedece y será gúeno el que manda. 1165 Procuren de no perder ni el tiempo ni la vergüenza; como todo hombre que piensa, procedan siempre con juicio; y sepan que ningún vicio acaba donde comienza. 1166 Ave de pico encorvado

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mis consejos y leciones no echés nunca en el olvido: en las riñas he aprendido a no peliar sin puyones."

le tiene al robo afición; pero el hombre de razón no roba jamás un cobre, pues no es vergúenza ser pobre y es vergúenza ser ladrón.

777 Con estos consejos y otros que yo en mi memoria encierro, y que aquí no desentierro, educándome seguía, hasta que al fin se dormía mesturao entre los perros.

1167 El hombre no mate al hombre ni pelé por fantasía; tiene en la desgracia mía un espejo en que mirarse; saber el hombre guardarse es la gran sabiduría. 1168 La sangre que se redama no se olvida hasta la muerte; la impresión es de tal suerte, que, a mi pesar, no lo niego, cai como gotas de juego en la alma dei que la vierte. 1169 Es siempre, en toda ocasión, el trago el pior enemigo; con cariño se los digo, recuérdenlo con cuidado: aquel que ofiende embriagado merece doble castigo. 1170 Si se arma algun revolutis, siempre han de ser los primeros, no se muestren altaneros, aungue la razón les sobre: en la barba de los pobres aprienden pa ser barberos. 1171 Si entriegan su corazón a alguna mujer querida, no le hagan una partida que la ofienda a la mujer: siempre los ha de perder una mujer ofendida. 1172 Procuren, si son cantores, el cantar con sentimiento, ni tiemplen el estrumento por sólo el gusto de hablar, y acostúmbrense a cantar

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en cosas de jundamento. 1173 Y les doy estos consejos que me ha costado alquirirlos, porque deseo dirigirlos; pero no alcanza mi cencia hasta darles la prudencia que precisan pa seguirlos. 1174 Estas cosas y otras muchas medité en mis soledades; sepan que no hay falsedades ni error en estos consejos: es de la boca del viejo de ande salen las verdades.

RECITADOS= VIEJO VIZCACHA = http://www.youtube.com/watch?v=unHYSDFPOdw = HORACIO GUARANI MARTIN FIERRO = http://www.youtube.com/watch?v=XZtG8ncwaDI&feature=related

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11.

CONTRAPUNTO DE MARTÍN FIERRO Y EL MORENO INTERROGANTES, RESPUESTAS E IDEAS

 PAYADORES - según comentarios de JUAN CARLOS GHIANO - es una palabra de difusión rioplatense que nombra a los gauchos cantores probados en la improvisaci6n de relatos sobre su vida, de comentarios sobre sucesos públicos notables, o de temas abstractos, algunas veces propuestos por los oyentes. Ni MARTIN FIERRO, ni el MORENO parecen ser payadores, sino que - vistas las circunstancias –improvisan una payada de contrapunto: una competencia entre dos cantores, uno que interrogaba y el otro que respondía y a la reciproca; el público decidía sobre el triunfador.  El canto era acompañado con música de guitarra, ejecutada por el mismo payador; muy pocas eran las variantes musicales, apenas un apoyo mel6dico a la enunciaci6n de los argumentos o las definiciones. Las estancias, las pulperías y las fiestas populares daban ocasión al lucimiento de esas supuestas improvisaciones, regularizadas por la repetición y el sostén de los recursos retóricos; de esta manera cada payador llegaba a tener su repertorio específico. La presencia y la función de los payadores se extendieron desde fines del siglo XVIII a las décadas iniciales del siglo XX. En el caso del capítulo XXX del Martín Fierro la propuesta es un juego o enfrentamiento que debe declarar vencedor al CANTOR o PAYADOR que deje sin respuestas al adversario.  Aquí no hay un fin festivo o celebratorio, sino que de una u otra manera las tensiones latentes en el canto van apuntando a motivos ocultos en la provocaci6n; las alusiones permanentes mantienen la suspensión argumental propuesta por el desarrollo del contrapunto. Fierro adivina la intención final del Moreno, pero espera que éste le adelante sus propósitos, y no lo hace hasta que manifiesta que no es la pelea con y por el canto la que ha venido a busca y que hace años que está esperando para cumplir un mandato familiar, sino el duelo que pueda vengar la muerte de su hermano mayor.14

JOSE HERNANDEZ: LA VUELTA DE MARTIN FIERRO 1879 APARICION DEL MORENO CAPITULO XXIX 14

GHIANO JUAN CARLOS (1972) ESTUDIOS SOBRE EL MARTIN FIERRO, en el CENTENARIO DE SU EDICION. UNIVERSIDAD DE LA PLATA.

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No se habían acallado las voces y los comentarios por el re-encuentro de FIERRO con sus hijos, ni se habían silenciado los ECOS de las cuatro historias (Martín Fierro, Hija Mayor, Hijo Mejor, Picardía) cuando aparece el MORENO y con la guitarra en la mano se acerca al grupo para desafiar a MARTIN FIERRO (“Pues siempre es muy conocido/ todo aquel que busca pleito”): no parece un cantor improvisado sino bien preparado y atrevido. Rompe la paz definitiva en la que parece morir el POEMA para generar un nuevo foco de tensión. No es PAYADA lo que busca, sino el DUELO que equilibre la muerte que FIERRO adeuda y que aun no ha tenido ni explicación, ni reparación, ni justicia. Pero el MORENO amortigua racionalmente su venganza y comienza desafiándolo a través del canto.

Mas una casualidá -Como que nunca anda lejosEntre tanta gente blanca Llevó también UN MORENO, Presumido de cantor Y que se tenía por güeno. Y como quien no hace nada, O se descuida de intento, Pues siempre es muy conocido Todo aquel que busca pleito, Se sentó con toda calma, Echo mano al estrumento Y ya le pegó un ragido: Era fantástico el NEGRO; Y para no dejar dudas, Medio se compuso el pecho. Todo el mundo conoció La intención de aquel moreno: Era claro el desafío Dirigido a MARTÍN FIERRO, Hecho con toda arrogancia, De un modo muy altanero. Tomó Fierro la guitarra, Pues siempre se halla dispuesto, Y ansí cantaron los dos, En medio de un gran silencio.

REENCUENTRO, DIALOGO Y DESAFÍO CAPITULO XXX  La aparición del MORENO es sorpresiva: la reunión del PADRE con DOS de sus hijos y el encuentro con el HIJO DE CRUZ parece cerrar el círculo previsible de la historia. Pero el NEGRO viene para vengar a su hermano, aunque no lo confiesa en un primer momento, aunque sugiere algo al mencionar el nacimiento de los diez hermanos: él es el menor y el hermano mayor es el que ha matado Martín Fierro:” Murió por injustos modos/ a manos de un pendenciero”.  Como en el encuentro original con el MORENO - a quien injustamente y borracho MARTIN FIERRO mata en el capítulo 7º de la primera parte - en este inesperado encuentro se vuelve a insistir en el color de la piel y en la condición de NEGRO o MORENO, con un sentido peyorativo, con cierto aire de desprecio y

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superioridad. A diferencia del hermano, el MORENO CANTOR tiene más argumento para defender su condición: no hay diferencias entre BLANCOS y NEGROS, todo es relativo, porque cada uno ve como normal lo que vive y la piel que habita. Solamente al final aparece una reivindicación del MORENO cuando manifiesta que, a juzgar por todo lo que sabe, dice y canta, tiene apariencia de negro, pero es blanco (claridad) por dentro: “Y aura te voy a decir;/ Porque en mi deber está /(Y hace honor a la verdá/ Quien a la verdá se duebla)/ Que sos por juera tinieblas/ Y por dentro claridá.”  De todos modos se habla del MORENO como de una excepción, ya que no se proclama la igualdad en la condición de todas las etnias y razas. De la misma manera MARTIN FIERRO tiene una mirada despectiva sobre los INDIOS y los INMIGRANTES. Seguramente la proporción de NEGROS era inferior y eso explica ciertas expresiones de exclusión propias de aquel momento: “Entre tanta gente blanca/Llevó tambien un moreno,/Presumido de cantor”.  Los conocimientos del Moreno imponen una diferencia racial trasladada al plano de la inteligencia: "Cosas que inoran los blancos / Las sabe este pobre negro" .Este distingo se proyecta sobre el sentido docente destacado por el payador: "De lo que un cantor esplica / No falta qud aprovechar, / Y se le debe escuchar / Aunque sea negro el que cante: / Apriende el que es inorante, / Y el que es sabio, apriende más. / Bajo la frente mis negra / Hay pensamiento y hay vida; / La gente escuche tranquila, / No me haga ningún reproche: /Tambi6n es negra la noche / Y tiene estrellas que brillan" En las declaraciones del MORENO juega constantemente la distancia entre la sabiduría de que alardea y demuestra, y las confesiones de ignorancia intelectual; aunque estos vaivenes correspondan a un recurso propio del contrapunto, sorprende el dato de su educaci6n a cargo de un fraile (GHIANO Juan Carlos) Esa definición del SABIO pertenece a la tradición occidental mas genuina. HERNANDEZ (o el fraile educador) pudo haberle arribado el libreto: Es verdad que el que el ignorante es el debe aprender, pero el que es sabio, sabe todo lo que no sabe, y es el que aprender mucho más.  Antes de arrancar con el canto, cada uno muestra sus cualidades y sus méritos, como procedimiento para afianzarse y desafiar. A diferencia de FIERRO que parece haber aprendido por experiencia y vida, el MORENO hace un elenco de sus saberes (¿escolares?), especialmente los conocimientos del mundo natural: la tierra, los metales, los fenómenos meteorológicos, los vientos, la lluvia, los volcanes, los animales de diversos medios, el crecimiento de los árboles. Muchos de estos conocimientos son de libros, no de la realidad en la que vivían los gauchos.

MARTIN FIERRO

EL MORENO

Mientras suene el encordao, Mientras encuentre el compás Yo no he de quedarme atrás Sin defender la parada, Y he jurado que jamás Me la han de llevar robada.

Yo no soy, señores míos, Sino un pobre guitarrero, Pero doy gracias al Cielo Porque puedo, en la ocasión, Toparme con un cantor Que esperimente a este negro.

Atiendan, pues, los oyentes Y cáyense los mirones; A todos pido perdones, Pues a la vista resalta Que no está libre de falta Quien no está de tentaciones.

Yo también tengo algo blanco, Pues tengo blancos los dientes; Sé vivir entre las gentes Sin que me tengan en menos: Quien anda en pagos ajenos Debe ser manso y prudente.

A un cantor le llaman güeno Cuando es mejor que los piores;

Mi madre tuvo diez hijos, Los nueve muy regulares;

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Y sin ser de los mejores, Encontrándose dos juntos, Es deber de los cantores El cantar de contrapunto.

Tal vez por eso me ampare La Providencia divina: En los güevos de gallina El décimo es el más grande.

El hombre debe mostrarse Cuando la ocasión le llegue; Hace mal el que se niegue, Dende que lo sabe hacer; Y muchos suelen tener Vanagloria en que los rueguen.

El negro es muy amoroso, Aunque de esto no hace gala; Nada a su cariño iguala Ni a su tierna voluntá; Fs lo mesmo que el macá: Cría los hijos bajo el ala.

Cuando mozo fuí cantor (Es una cosa muy dicha); Mas la suerte se encapricha Y me persigue costante: De ese tiempo en adelante Canté mis propias desdichas.

Pero yo he vivido libre Y sin depender de naides; Siempre he cruzado los aires Como el pájaro sin nido; Cuanto se lo he aprendido Porque me lo enseñó un flaire.

Y aquellos años dichosos Trataré de recordar; Veré si puedo olvidar Tan desgraciada mudanza, Y quien se tenga confianza Tiemple, y vamos a cantar.

Y sé como cualquier otro El porqué retumba el trueno; Por qué son las estaciones Del verano y del invierno; Sé también de donde salen Las aguas que cain del cielo.

Tiemple y cantaremos juntos; Trasnochadas no acobardan. Los concurrentes aguardan, Y porque el tiempo no pierdan, Haremos gemir las cuerdas Hasta que las velas no ardan.

Yo sé lo gue hay en la tierra En llegando al mesmo centro; En dónde se encuentra el oro, En dónde se encuentra el fierro Y en dónde viven bramando Loe volcanes que echan juego.

Y el cantor que se presiente, Que tenga o no quien lo ampare, No espere que yo dispare Aunque su saber sea mucho: Vamos en el mesmo pucho A prenderle hasta que aclare.

Yo sé del fondo del mar Donde los pejes nacieron; Yo sé por que crece el árbol, Y por que silban los vientos: Cosas que inoran los blancos Las sabe este pobre negro.

Y seguiremos si gusta Hasta que se vaya el día; Era la costumbre mía Cantar las noches enteras: Había entonces, donde quiera, Cantores de fantasía.

Yo tiro cuando me tiran; Cuando me aflojan, aflojo; No se ha de morir de antojo Quien me convide a cantar; Para conocer a un cojo Lo mejor es verlo andar.

Y si alguno no se atreve A seguir la caravana, O si cantando no gana, Se lo digo sin lisonja: Haga sonar una esponja

Y si una falta cometo En venir a esta riunión, Echándola de cantor, Pido perdón en voz alta Pues nunca se halla una falta

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O ponga cuerdas de lana.

Que no esista otra mayor. De lo que un cantor esplica No falta qué aprovechar Y se le debe escuchar Aunque sea negro el que cante: Apriende el que es inorante, Y el que es sabio, apriende más. Bajo la frente mas negra Hay pensamiento y hay vida. La gente escuche tranquila, No me haga ningún reproche: Tambien es negra la noche Y tiene estrellas que brillan. Estoy, pues, a su mandao; Empiece a echarme la sonda, Si gusta que le responda, Aunque con lenguaje tosco: En leturas no conozco La jota, por ser redonda.

MARTIN FIERRO FORMULA LAS PRIMERAS SEIS PREGUNTAS.

EL MORENO PRESENTA LAS PRIMERAS SEIS RSPUESTAS

 Las cuatro primeras preguntas toman el tiempo tema (el canto) y va recorriendo los elementos fundamentales de la realidad: el CIELO, la TIERRRA, el MAR y la NOCHE. A la metáfora de la pregunta le sucede la metáfora de las respuestas: el NEGRO pone en el canto respuestas poéticas para presentar como habla, grita o canta cada elemento. Los diversos sonidos que se escuchan son interpretados con absoluta creatividad: gemir de los que mueren - Parece que se quejara / De que lo estreche la tierra. - almas de los que han muerto,/ Que nos piden oraciones.  Los dos interrogantes restantes (AMOR – LEY) obliga al MORENO a asumir un discurso más conceptual. (1) todo en la naturaleza ama y el amor parece ser el motor de la realidad, también la del hombre: Ama todo cuanto vive: /De Dios vida se recibe,/Y donde hay vida, hay amor. (2) la LEY en cambio asume un tono de crítica y denuncia: las metáforas y comparaciones revelan como es el funcionamiento efectivo en la sociedad en la que viven: rige especialmente para el pobre, es tela de araña que sólo atrapa a los más pequeños, es lluvia que no cae de igual manera para todos, es cuchillo que nunca corta a quien lo maneja, es una espada que corta sin ver a quien y, finalmente, la que todos padecen es la ley del embudo (ancha para quienes están arriba, con riqueza y poder, y estrecha para los de abajo).  Las respuestas del MORENO son cuidadas en las expresiones, en los vocablos y en la articulación de las ideas. Como lo señalamos, se ataja con su presunta ignorancia, pero descarga una respuesta justa, acertada. No deja de hacer referencia al principio socrático: Aunque es mucho pretender/ de un pobre negro de estancia,/más conocer su inorancia/ es principio del saber (“sólo sé que no sé nada”) (1) ¡Ah, negro!, si sos tan sabio No tengás ningun recelo Pero has tragao el anzuelo Y al compás del estrumento Has de decirme al momento

Y después de esta alvertencia Que al presente viene al pelo, Veré, señores, si puedo, Sigún mi escaso saber, Con claridá responder

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Cuál es el CANTO DEL CIELO.

Cuál es el canto del cielo. Los cielos lloran y cantan Hasta en el mayor silencio: Lloran al cair el rocío Cantan al silbar los vientos Lloran cuando cain las aguas. Cantan cuando brama el trueno

(2) Y ansí me gusta un cantor Que no se turba ni yerra; Y si en tu saber se encierra El de los sabios projundos; Decíme cual en el mundo Es el CANTO DE LA TIERRA.

Es pobre mi pensamiento, Es escasa mi razón, Mas pa dar contestación Mi inorancia no se arredra: También da chispas la piedra Si la golpia el eslabón. Y le daré una respuesta Sigún mis pocos alcances: Forman un canto en la tierra El dolor de tanta madre, El gemir de los que mueren Y el llorar de los que nacen.

(3) Y ya que al mundo vinistes Con el sino de cantar, No te vayás a turbar, No te agrandés ni te achiques; Es preciso que me expliques Cuál es el CANTO DEL MAR.

Y ayúdame, ingenio mío, Para ganar esta apuesta; Mucho el contestar me cuesta. Pero debo contestar; Yoy a decir en respuesta Cuál es el canto del mar. Cuando la tormenta brama, El mar, que todo lo encierra, Canta de un modo que aterra, Corno si el mundo temblara: Parece que se quejara De que lo estreche la tierra.

(4) Toda tu sabiduría Has de mostrar esta vez; Ganarás sólo que estés En baca con algún santo. LA NOCHE TIENE SU CANTO, Y me has de decir cuál es.

No galope, que hay aujeros, Le dijo a un guapo un prudente Le contestó humildemente: La noche por cantos tiene Esos ruidos que uno siente Sin saber por dónde vienen. Son los secretos misterios Que las tinieblas esconden; Son los ecos que responden A la voz del que da un grito; Como un lamento infinito

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Que viene no sé de dónde. A las sombras sólo el sol Las penetra y las impone; En distintas direcciones Se oyen rumores inciertos: Son almas de los que han muerto, Que nos piden oraciones.

(5) Y el consejo del prudente No hace falta en la partida; Siempre ha de ser comedida La palabra de un cantor. Y aura quiero que me digas DE DÓNDE NACE EL AMOR.

A pregunta tan escura Trataré de responder, Aunque es mucho pretender De un pobre negro de estancia, Mas conocer su inorancia Es principio del saber. Ama el pájaro en los aires Que cruza por donde quiera, Y si al fin de su carrera Se asienta en alguna rama, Con su alegre canto llama A su amante compañera. La fiera ama en su guarida, De la que es rey y señor; Allí lanza con juror Esos bramidos que espantan, Porque las fieras no cantan: Las fieras braman de amor. Ama en el fondo del mar El pez de lindo color; Ama el hombre con ardor; Ama todo cuanto vive: De Dios vida se recibe, Y donde hay vida, hay amor.

(6) Me gusta, negro ladino, Lo que acabás de esplicar; Ya te empiezo a respetar; Aundue al principio me rei, Y te quiero preguntar LO QUE ENTENDÉS POR LA LEY.

Dende que elige a su gusto, Lo más espinoso elige; Pero esto poco me aflige Y le contesto a mi modo: La ley se hace para todos, Mas sólo al pobre le rige. La ley es tela de araña --En mi inorancia lo esplico--. No la tema el hombre rico; Nunca la tema el que mande; Pues la ruempe el bicho grande Y sólo enrieda a los chicos.

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Es la ley como la lluvia: Nunca puede ser pareja; El que la aguanta se queja, Pero el asunto es sencillo: La ley es como el cuchillo: No ofiende a quien lo maneja. Le suelen llamar espada Y el nombre le viene bien; Los que la gobiernan ven A dónde han de dar el tajo: Le cai al que se halla abajo Y corta sin ver a quién. Hay muchos que son dotores, Y de su cencia no dudo; Mas yo soy un negro rudo Y aunque de esto poco entiendo, Estoy diariamente viendo Que aplican la del embudo.

EL MORENO FORMULA LAS CUATRO PREGUNTAS

RESPUESTASDE MARTIN FIERRO

 Las preguntas del NEGRO son mucho más elaboradas, de una cultura más letrada y exigiendo mayor esfuerzo intelectual: CANTIDAD, MEDIDA, PESO, TIEMPO. Si bien forma parte de la realidad de todo ser humano, los interrogantes pretenden encontrar una respuesta más erudita. Y MARTIN FIERRO presenta en las dos primeras, una versión más popular: (1) Dios hizo la unidad, el hombre el que usa LA CANTIDAD para contar; (2) LA MEDIDA es una necesidad del hombre y no de la naturaleza. Pero cuando debe afrontar las dos restantes, parece asomar JOSE HERNANDEZ y su cultura letrada detrás de las estrofas y el canto de FIERRO, porque la formulación parece ajena a lo que viene desarrollando el poema: (3) EL PESO es definido con un elemento general de la FISICA de NEWTON: todo tiende a caer al centro de la tierra, aunque luego le agregue un contenido mas espiritual; (4) y LA CONCEPCIÓN DEL TIEMPO, retoma elementos de la cultura y filosofía vigentes: oponerse a eternidad, asociado a la perpetuidad y concepción subjetiva de lo que todo hombre vive, ha vivido o le resta vivir.  Si uno traslada estas respuestas a otros pasajes del MARTIN FIERRO difícilmente pueda asociarlo al relato, las reflexiones y los saberes del resto. Este MARTIN FIERRO parece haber estar atravesado por una cultura formal y letrada que no se observa en el desarrollo del poema. Aunque HERNANDEZ menciona que los gauchos deben tener EDUCACION y ESCUELAS, no hay referencia a las mismas ni en FIERRO, ni en sus hijos.

NUEVAS PREGUNTAS PARA EL NEGRO

RESPUESTAS DEL MORENO

(1) Uno es el sol, uno el mundo,

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Quiero saber y lo inoro, Pues en mis libros no está -Y su respuesta vendrá A servirme de gobierno-, PARA QUE FIN EL ETERNO HA CRIADO LA CANTIDÁ.

Sola y única es la luna Ansí han de saber que Dios No crió cantidá ninguna. El ser de todos los seres Solo formo la unidá; Lo demás lo ha criado el hombre Después que aprendió a contar.

(2) Verernos si a otra pregunta Da una respuesta cumplida: EI ser que Ha criado la vida Lo ha de tener en su archivo, Mas yo inoro que motivo TUVO AL FORMAR LA MEDIDA.

Escuchá con atención Lo que en mi inorancia arguyo: La medida la inventó E1 hombre para bien suyo; Y la razón no te asombre, Pues es fácil presumir: Dios no tenía que medir Sino la vida del hombre.

(3) Si no falla su saber Por vencedor lo confieso; Debe aprender todo eso Quien a cantar se dedique; Y aura quiero que me esplique LO QUE SIGNIFICA EL PESO.

Dios guarda entre sus secretos El secreto que eso encierra, Y mandó que todo peso Cayera siempre en la tierra; Y sigún compriendo yo, Dende que hay bienes y males, Jué el peso para pesar Las culpas de los mortales.

(4) Si responde a esta pregunta Tengase por vencedor (Doy la derecha al mejor); Y respóndame al momento: ¿CUANDO FORMÓ DIOS EL TIEMPO Y POR QUÉ LO DIVIDIÓ?

Moreno, voy a decir, Sigún mi saber alcanza: El tiempo sólo es tardanza De lo que está por venir; No tuvo nunca principio Ni jamás acabará, Porque el tiempo es una rueda. Y rueda es eternidá. Y si el hombre lo divide, Sólo lo hace, en mi sentir, Por saber lo que ha vivido O le resta que vivir.

PREGUNTA FINAL DE MARTIN FIERRO

DERROTA DEL NEGRO

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La pregunta que define la PAYADA DE CONTRAPUNTO tiene que ver las prácticas y los conocimientos propios de la estancia. Es curioso, porque el MORENO se define como “pobre negro de estancia” y bien podía saber qué se hacía en cada uno de los meses del año: los fríos y los cálidos. Por alguna razón, no lo sabe responder: tal vez porque era un simple peón que se limitaba a obedecer las órdenes del capataz o del patrón. En los primeros capítulos MARTIN FIERRO da cuenta de todo lo que conoce del trabajo en el campo y en la estancia. Y este tipo de trabajo representa un ideal civilizatorio que se muestra más en la VUELTA DE MARTIN FIERRO: qué lugar debe ocupar el gaucho, que derechos debe tener, cuáles son sus obligaciones y cual el medio de vida digno y seguro.

Ya te he dado mis respuestas, Mas no gana quien despunta; Si tenés otra pregunta O de algo te has olvidao, Siempre estoy a tu mandao Para sacarte de dudas.

De la inorancia de naides Ninguno debe abusar; Y aunque me puede doblar Todo el que tenga más arte, No voy a ninguna parte A dejarme machetiar.

No procedo por soberbia Ni tampoco por jactancia, Mas no ha de faltar costancia Cuando es preciso luchar; Y te convido a cantar Sobre cosas de la estancia.

He reclarao que en leturas Soy redondo como jota; No avergüence mi redota, Pues con claridá le digo: No me gusta que conmigo Naides juegue a la pelota.

Ansi prepará, moreno, Cuanto tu saber encierre, Y sin que tu lengua yerre, Me has de decir lo que empriende; EL QUE DEL TIEMPO DEPENDE, EN LOS MESES QUE TRAIN ERRE.

Es güena ley que el más lerdo Debe perder la carrera; Ansí le pasa a cualquiera, Cuando en competencia se halla Un cantor de media talla con otro de talla entera. ¿No han visto en medio del campo Al hombre que anda perdido, Dando güeltas afligido, Sin saber donde rumbiar? Ansí le suele pasar A un pobre cantor vencido. También los árboles crujen Si el ventarrón los azota, Y si aquí mi queja brota Con amargura, consiste En que es muy larga y muy triste La noche de la redota.

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INTERTEXTUALIDAD

JOSE HERNANDEZ: MARTIN FIERRO

CUENTO DE BORGES: EL FIN FICCIONES. 1944

 “No sólo jue por cantar, sino porque tengo otro deber que cumplir" Esta misi6n es la venganza de la muerte de su hermano mayor, sacrificado por injustos modos "A mano de un pendenciero". Fierro parece aceptar el nuevo desafio, para no contradecir la LEY DEL DESTINO que lo lleva – diría BORGES – a esa jornada final: la recapitulación de sus desdichas incluye el enfrentamiento con el vengador: "Primero fue la frontera / Por persecuci6n de un Juez, / Los indios fueron después, / Y, para nuevos estrenos, / Aura son estos morenos / Pa alivio de mi vejez"  Era obvio que la PAYADA DE CONTRAPUNTO es sólo la antesala para la PELEA FINAL. El MORENO no ha venido sólo a CANTAR y MARTIN FIERRO no conoce aún qué lazo lo une con su pasado de gaucho vago y mal entretenido. No se resiste al CONTRAPUNTO, pero cuando llega la propuesta del duelo no la aceptará. Y tiene razones para ellos: (1) es un hombre grande (edad), (2) ha llevado una vida desgraciada, (3) tiene varias muertes encima, (4) ha perdido todo y no quiere arruinar ese momento privilegiado de re-encuentro, y la reunión familiar. Arriesga ser considerado un cobarde y rehúsa a enfrentarse en un duelo a muerte, para satisfacer la sed o promesa de venganza del MORENO. Ni siquiera queda abierta una posibilidad para el futuro, como sueña BORGES al escribir su cuento.  Un duelo tenía mucho del contrapunto: no duraba mucho, comenzaba con los preparativos, los desafíos, los movimientos de estudio del adversario. No había guitarra, sino cuchillo; no era la voz, sino las manos. Y luego los ataques mutuos como las intervenciones en la canción cruzada, cortarse, hacer sangrar, provocar la caída del otro, esquivar, atacar y finalmente hundir el cuchillo hasta provocar la muerte, “en una agonía laboriosa”.  No se siente incapaz, pero – adelantándose a los CONSEJOS – prima la razón y la prudencia, la necesidad de no pelear, ni arriesgar la vida en vano. Hay un paso de la BARBARIE irracional a una cierta propuesta de CIVILIZACION MORALIZANTE, necesaria para establecer el contrato social.

PELEA CON EL MORENO PRIMERA PARTE CAPITULO VII

ENCUENTRO CON EL MORENO (HERMANO) CAPITULO XXX - XXXI

MORENO 194

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RECABARREN, TENDIDO, ENTREABRIÓ los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO Como nunca, en la ocasión por peliar me dio la tranca. Y la emprendí con un negro que trujo una negra en ancas. 195 Al ver llegar la morena, que no hacía caso de naides, le dije con la mamúa: va–ca–yendo gente al baile. 196 La negra entendió la cosa y no tardó en contestarme, mirándome como a un perro: más vaca será su madre. 197 Y dentró al baile muy tiesa con más cola que una zorra, haciendo blanquiar los dientes lo mesmo que mazamorra. 198 ¡Negra linda!– Dije yo. Me gusta– pa la carona; y me puse a champurriar esta coplita fregona: 199 a los blancos hizo Dios, a los mulatos san pedro, a los negros hizo el diablo para tizón del infierno. 200 Había estao juntando rabia el moreno dende ajuera; en lo escuro le brillaban los ojos como linterna (…) 207 Y mientras se arremangó, yo me saqué las espuelas, pues malicié que aquel tío no era de arriar con las riendas.

Ya saben que de mi madre Jueron diez los que nacieron, Mas ya no esiste el primero Y mas querido de todos: Murió por injustos modos A manos de un pendenciero. 1129 Los nueve hermanos restantes Como güerfanos quedamos; Dende entonces lo lloramos Sin consuelo, creanmeló, Y al hombre que lo mató, Nunca jamás lo encontramos. 1130 Y queden en paz los güesos De aquel hermano querido; A moverlos no he venido, Mas, si el caso se presienta, Espero en Dios que esta cuenta

Se arregle como es debido. 1131 Y si otra ocasión payamos Para que esto se complete, Por mucho que lo respete, Cantaremos, si le gusta, Sobre las muertes injustas. Que algunos hombres cometen. 1132 Y aquí, pues, señores míos, Diré, como en despedida, Que todavía andan con vida Los hermanos del dijunto, Que recuerdan este asunto Y aquella muerte no olvidan. 1133 Y es misterio tan projundo Lo que está por suceder, Que no me debo meter A echarla aquí de adivino; Lo que decida el destino Después lo habran de saber.

MARTIN FIERRO

208 No hay cosa como el peligro pa refrescar un mamao; hasta la vista se aclara por mucho que haiga chupao.

1134 Al fin cerrastes el pico Después de tanto charlar; Ya empezaba a maliciar, Al verte tan entonao, Que traías un embuchao Y no lo querías largar.

209

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llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a UNA LARGA PAYADA DE CONTRAPUNTO. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia. Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder. La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO El negro me atropelló como a quererme comer; me hizo dos tiros seguidos y los dos le abarajé. 210 Yo tenía un facón con s, que era de lima de acero; le hice un tiro, lo quitó y vino ciego el moreno; 211 y en el medio de las aspas un planazo le asenté, que lo largué culebriando lo mesmo que buscapié. 212 Le coloriaron las motas con la sangre de la herida, y volvió a venir jurioso como una tigra parida. 213 Y ya me hizo relumbrar por los ojos el cuchillo, alcanzando con la punta a cortarme en un carrillo. 214 Me hirvió la sangre en las venas y me le afirmé al moreno, dándole de punta y hacha pa dejar un diablo menos. 215 Por fin en una topada en el cuchillo lo alcé, y como un saco de güesos contra un cerco lo largué. 216 Tiró unas cuantas patadas y ya cantó pal carnero: nunca me puedo olvidar de la agonía de aquel negro. 217 En esto la negra vino con los ojos como ají y empezó la pobre allí a bramar como una loba. Yo quise darle una soba a ver si la hacía callar, mas pude reflesionar que era malo en aquel punto,

Y ya que nos conocemos, Basta de conversación; Para encontrar la ocasión No tienen que darse priesa; Ya conozco yo que empieza Otra clase de junción. 1136 Yo no sé lo que vendrá; Tampoco soy adivino; pero firme en mi camino Hasta el fin he de seguir: Todos tienen que cumplir Con la ley de su destino. 1137 Primero jué la frontera Por persecución de un juez; Los indios jueron después, Y, para nuevos estrenos, Aura son estos morenos Pa alivio de mi vejez. 1138 La madre echó diez al mundo, Lo que cualquiera no hace, Y tal vez de los diez pase Con iguales condiciones: La mulita pare nones, Todos de la mesma clase. 1139 A hombre de humilde color Nunca sé facilitar; Cuando se llega a enojar Suele ser de mala entraña: Se vuelve como la araña, Siempre dispuesta a picar. 1140 Yo he conocido a toditos Los negros mas peliadores; Había algunos superiores De cuerpo y de vista... !ahijuna! Si vivo, les daré una... Historia de las mejores.

el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería. Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura: —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted. El otro, con voz áspera, replicó: —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió: —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años. El otro explicó sin apuro: —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas. —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud. El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla. —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

1141 Mas cada uno ha de tirar En el yugo en que se vea; Yo ya no busco peleas, Las contiendas no me gustan, Pero ni sombras me asustan Ni bultos que se menean.

—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

1142 La creia ya desollada, Mas todavía falta el rabo,

El negro, como si no lo oyera, observó:

—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

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MATERIAL DE TRABAJO Y DE ANALISIS LITERATURA. PROF. DR. JORGE NORO y por respeto al dijunto no la quise castigar. 218 Limpié el facón en los pastos, desaté mi redomón, monté despacio y salí al tranco pa el cañadón.

Y por lo visto no acabo De salir de esta jarana; Pues esto es lo que se llama Remacharsele a uno el clavo.

CAPITULO XXXI 1143 Y después de estas palabras Que ya la intención revelan, Procurando los presentes Que no se armara pendencia, Se pusieron de por medio Y la cosa quedó quieta. Evitando la contienda, Montaron y paso a paso, Como el que miedo no lleva, A la costa de un arroyo Llegaron a echar pie a tierra

—Con el otoño se van acortando los días. —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie. Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado: —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto. Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró: —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero. El otro contestó con seriedad: —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo. Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo: —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano. Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro. Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.

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Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.15

ANEXO I: LA MIRADA DE UN FILÓSOFO SOBRE EL MISMO TEMA

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CARTA DE JOSÉ HERNÁNDEZ A BORGES TRAS LEER EL FIN Estimado Señor Borges: Me tomo el atrevimiento de escribirle porque, si bien con su relato El fin he obtenido una crítica de mi Martín Fierro, me parecería prudente hacerle también una crítica a su acción. Todas las producciones escritas, tanto cuentos, novelas, obras de teatro, poesías, entre otros, debería saberlo, son escritas no como el autor quiere que los lectores lo interpreten, sino como él desea expresarlo. La alteración del final que usted propone con su relato, deja latente su ambición de que en el momento de idear la trama, mi imaginación hubiera enfocado otro punto de vista. Sin embargo, con poco éxito lo hace, a pesar de que ya cree que el Martin Fierro se ha convertido en suyo. La muerte de Martín Fierro no se condice con los cantos precedentes; la tercera persona omnisciente que utiliza usted olvida la subjetividad con la que el personaje expresa sus sentimientos a raíz de la discriminación y pobreza que lo acompañan y acompañarán por siempre. Su nueva resolución no expresa lo que sentí al escribirlo, ni transmite a sus lectores las sensaciones del resto de los cantos. Si era real su necesidad de mostrar su pretensión de que la historia tomara otro camino, de mostrar su punto de vista e interpretación acerca de la misma, y no eran simplemente ganas de criticar las que arrastraron su acción, pues entonces le recomendaría no sólo cambiar el final, sino, de no resultarle esto muy difícil, toda la historia. Afectuosamente, su crítico: JOSÉ HERNÁNDEZ http://citasincomillas.blogspot.com.ar/2008/07/carta-de-jos-hernndez-borges-tras-leer.html

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Lo que el MORENO, respondiendo a las preguntas de Martín Fierro canta, es lo que andaba en boca de anónimos rapsodas pampeanos, los que habían recogido por tradición el relato de la cosmogonía gaucha. Aquí, el canto del cielo y el mar nos abren una perspectiva sobre el macrocosmos y estamos frente a la acción de los elementos, pero evaluados con medida humana y a imagen de los actos humanos. En cambio, el canto de la tierra y el de la noche nos introducen en el microcosmos, y aquí escuchamos llanto que delata vida naciente, gemir elegíaco y el lamento perdido en la noche, proveniente de no se sabe qué humano trance o dolor. A las preguntas del Moreno, que versan sobre LA CANTIDAD, LA MEDIDA, EL PESO Y EL TIEMPO, es decir sobre partes esenciales, nociones últimas de la cosmogonía, Martín Fierro responde dándonos en sus estrofas la clave de la bóveda, puesto que vierte luz trascendente acerca de los supremos cánones cosmogónicos. (…) Aunque la enumeración de las tres grandes unidades, sol, mundo y luna es caprichosa, es evidente aquí la reminiscencia de la tríada de Pitágoras, sobre cuya base éste formula la ley de lo ternario cósmico como piedra angular de su cosmogonía. Ya Zoroastro había enunciado en uno de sus oráculos: El número tres por doquier reina en el universo y la Mónada es su principio.(…) Aunque LA MEDIDA es invención del hombre, éste no es medida de todas las cosas, como en el enunciado protagórico, sino que Dios, el Uno, mide la vida del hombre porque, "con su esencia, le da también la razón por la cual éste, por medio de su alma, participa de la razón última del Uno", como nos dice el pitagórico Filolao. EL PESO es interpretado en su doble sentido, con sus correspondientes signos, científico e histórico, a saber, como gravitación, la manzana de Newton, y también como caída, como pecado, la manzana de Adán y Eva, que ocasionó la pérdida de todos los paraísos que en el mundo fueron, iniciando el proceso creador de la historia. Proceso centrado en el hombre, con todos sus bienes y males, los que serán juzgados no según un canon escatológico, en un juicio final como acabamiento de la historia, sino en el recinto de la propia conciencia, en lo individual y, en lo colectivo, ante el tribunal universal, instancia secular representada por la historia universal, como lo enuncia el conocido apotegma de Hegel: “la historia universal es el juicio final". LA PAYADA ESPECULATIVA, que por las intenciones del Moreno casi deriva en pendencia, llega a su fin con la pregunta decisiva que, acerca del ORIGEN DEL TIEMPO, aquél formula a Martín Fierro. (…) La referencia a la rueda como imagen del tiempo nos coloca directamente ante el símbolo cósmico del budismo, es decir ante una indudable resonancia oriental en la cosmogonía gaucha. Es sabido que, para Buda, los rayos, en número infinito, de la rueda cósmica están constituidos por las ansias y esperanzas humanas siempre renovadas, caminos de vida que se cortan y entrecruzan, pero que, no obstante, convergen y se integran en el todo, son absorbidos por éste en su unidad inmutable. También el karma pampeano tiene profundas notas de semejanza con el karma búdico. En ambas se trata no sólo de un acatamiento resignado al destino, sino incluso de su consciente aceptación, y de la certeza de que el destino puede modificarse por obra del querer del hombre, ya que éste con la potencia de su voluntad puede situarse fuera de la acción de los elementos naturales y enfrentarlos para afirmar, frente a la total naturaleza, su supremacía. Martín Fierro, fiel al KARMA PAMPEANO, siente el destino como una potencia operante en la vida humana. Así, en medio de la intemperie de la pampa, mirando al cielo de sus noches, cree descubrir en el curso de los astros un signo de esa potencia que gravita sobre él y resignadamente la acepta. (…)En el sentido de esta distinción, podemos decir, con exactitud, que (para) el hombre argentino... el tiempo se temporaliza desde el futuro, en tanto éste es expectativa vital y existencial de lo que ya se encuentra en gestación, en un proceso henchido siempre de novedad, de realidad inédita. De modo que este futuro, como futuro viviente, establece, tiene ya, un nexo con su pasado inmediato, con su ayer, y está inmanente en su hoy. Lo

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que está siempre "por venir" no se pierde en una dimensión rectilínea, que se aleja del impulso del punto de partida, sino que gira continuamente en torno del eje de la "rueda" que es el tiempo, para Martín Fierro.

ASTRADA Carlos (1948), El mito gaucho. Martín Fierro y el hombre argentino, Buenos Aires, Ediciones Cruz del Sur.

ANEXO II : CARTA DEL JOSE HERNANDEZ A DON JOSÉ ZOILO MIGUENS16

Querido amigo: Al fin me he decidido a que mi pobre "MARTÍN FIERRO", que me ha ayudado algunos momentos a alejar al fastidio de la vida del hotel, salga a conocer el mundo, y allá va acogido al amparo de su nombre. No le niegue su protección, Ud. que conoce bien todos los abusos y todas las desgracias de que es víctima esa clase desheredada de nuestro país. Es un pobre gaucho, con todas las imperfecciones de forma que el arte tiene todavía entre ellos, y con toda la falta de enlace en sus ideas, en las que no existe siempre una sucesión lógica, descubriéndose frecuentemente entre ellas apenas una relación oculta y remota. Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse, que les es peculiar, dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado. Cuantos conozcan con propiedad el original podrán juzgar si hay o no semejanza en la copia. Quizá la empresa habría sido para mí más fácil, y de mejor éxito, si sólo me hubiera propuesto hacer reír a costa de su ignorancia, como se halla autorizado por el uso en este género de composiciones; pero mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes; ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral, y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes. Y he deseado todo esto, empeñándome en imitar ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer y sin valorar, y su empleo constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes; en copiar sus reflexiones con el sello de la originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jamás carecen, revelándose en ellas esa especie de filosofía propia que, sin estudiar, aprende en la misma naturaleza, en respetar la superstición y sus preocupaciones, nacidas y fomentadas por su misma ignorancia; en dibujar el orden de sus impresiones y de sus afectos, que él encubre y disimula estudiosamente, sus desencantos, 16

DON JOSÉ ZOILO MIGUENS, a quien se considera fundador del partido de AYACUCHO, fue un hacendado y político de Buenos Aires. Hijo de Juan L Miguens y de doña Juana Arvide. Vinculado al campo poseyó tierras en Azul, Ayacucho y Arenales, chacras en Quilmes y varias fincas en Bs. As. y Dolores. Amigo intimo de José Hernandez, este le dedico la primera edición de su obra inmortal.. Allí lo llamo Querido Amigo. Se cree como muy probable dada su generosidad, MIGUENS SE HIZO CARGO DE LA PRIMERA TIRADA DE LA GRAN OBRA. Allí se mencionan estos pagos; Yo lleve un moro de número / sobresaliente el matucho / con el gané en Ayacucho / más plata que agua bendita / siempre el gaucho necesita / un pingo pa fiarle un pucho. Militó Miguens en el partido autonomista siendo electo senador en 1874, falleció por propia determinación el 12 de setiembre de 1877, siendo sus restos inhumados en el cementerio de la RECOLETA.

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producidos por su misma condición social, y esa indolencia que le es habitual, hasta llegar a constituir una de las condiciones de su espíritu; en retratar, en fin, lo más fielmente que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que, al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo. Sin duda que todo esto ha sido demasiado desear para tan pocas páginas, pero no se me puede hacer un cargo por el deseo sino por no haberlo conseguido. Una palabra más, destinada a disculpar sus defectos. Páselos Ud. por alto, porque quizá no lo sean todos los que, a primera vista, puedan parecerlo, pues no pocos se encuentran allí como copia o imitación de los que lo son realmente. Por lo demás, espero, mi amigo, que Ud. lo juzgará con benignidad, siquiera sea porque MARTÍN FIERRO no va de la ciudad a referir a sus compañeros lo que ha visto y admirado en un 25 de Mayo u otra función semejante, referencias algunas de las cuales, como en Fausto y varias otras, son de mucho mérito ciertamente, sino que cuenta sus trabajos, sus desgracias, los azares de su vida de gaucho, y Ud. no desconoce que el asunto es más difícil de lo que muchos se lo imaginarán. Y con lo dicho basta para preámbulo, pues ni MARTÍN FIERRO exige más, ni Ud. gusta mucho de ellos, ni son de la predilección del público, ni se avienen con el carácter de Su verdadero amigo

JOSÉ HERNÁNDEZ BUENOS AIRES, DICIEMBRE DE 1872.

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BONUS TRACK BERGOGLIO JORGE: EDUCAR ES ELEGIR LA VIDA. EL POEMA DEL MARTIN FIERRO Y LA ARGENTINA

REFLEXION SOBRE EL ESTADO DEL PAIS Y DE LA SOCIEDAD, DESPUES DE LAS PROFUNDAS CRISIS DE LOS AÑOS 2002 – 2003, A PARTIR DE LA LECTURA E INTERPRETACION DEL MARTIN FIERRO: 17

(1) Y les propongo un camino "indirecto" que pasa por la misma historia de nuestro ser nacional que, espero, pueda ayudar: recorrer los versos del Martín Fierro, en busca de algunas claves que nos permitan descubrir algo de lo nuestro para retomar nuestra historia con un sentimiento de continuidad y dignidad. Soy consciente de los RIESGOS DE LA LECTURA que estoy instándolos a compartir. A veces imaginamos a los valores y las tradiciones, hasta a la misma cultura, como una especie de JOYA ANTIGUA E INALTERABLE, algo que permanece en un espacio y un tiempo aparte, no contaminándose con las idas y venidas de la historia concreta. Permítanme opinar que una mentalidad así sólo lleva al museo y, a la larga, al sectarismo. (2) Lo que aquí me parece más fecundo es reconocer en el Martín Fierro una narración, una especie de "puesta en escena" del drama de la CONSTITUCIÓN DE UN SENTIMIENTO COLECTIVO E INCLUSIVO. Narración que, incluso más allá de su género, de su autor y de su tiempo, puede ser inspiradora para nosotros, ciento treinta años después. Claro: habrá muchos que no se sentirán identificados con un gaucho matrero, prófugo de la justicia (y, de hecho, importantes personalidades de nuestra historia cultural cuestionaban la entronización de un tal personaje a la categoría de héroe épico nacional). No faltará, por otro lado, quien tenga que reconocer (en secreto) que prefiere al Juez o al Viejo Vizcacha, al menos en lo que hace a su forma de entender lo que vale y lo que no vale la pena en la vida... Y otros más, no cabe duda, se habrán sentido como el Moreno cuyo hermano había sido apuñalado por Fierro. (3) PARA TODOS HAY LUGAR. Y no es cuestión de instalar un nuevo maniqueísmo. En una obra de esta envergadura, no hay buenos-buenos y malos-malos. Y aunque a José Hernández no le faltó INTENCIÓN POLÍTICA Y HASTA PEDAGÓGICA en su construcción de la Ida y la Vuelta, lo cierto es que el poema trascendió sus circunstancias para decir algo que hace a la esencia de nuestra convivencia. Desde esa trascendencia, desde las "resonancias" que puede generar en nosotros, y no desde una inútil dialéctica sobre modelos anacrónicos, hay que ASOMARSE AL POEMA.

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MATERIAL ORIGINAL puede consultarse en AICA: DOCUMENTOS DE LOS OBISPOS ARGENTINOS: http://aica.org/aica/documentos_files/Obispos_Argentinos/Bergoglio/2003/2003_04_09_Comunidades_educativas.h tm. Se ha efectuado una selección y ordenamiento de los textos originales.

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(4) MARTÍN FIERRO, POEMA "NACIONAL": "IDENTIDAD NACIONAL" Y MUNDO GLOBALIZADO Es curioso. Solamente viendo el TÍTULO DEL LIBRO, antes incluso de abrirlo, ya encuentro sugerentes motivos de reflexión acerca de los núcleos de nuestra identidad como Nación. El gaucho Martín Fierro (así se llamó el primer libro publicado, después conocido como la "Ida"). ¿Qué tiene que ver el gaucho con nosotros? Si viviéramos en el campo, trabajando con los animales, o al menos en pueblos rurales, con un mayor contacto con la tierra sería más fácil comprender... En nuestras grandes ciudades mucha gente recordará el caballo de la calesita o los corrales de Mataderos como lo más cercano a la experiencia ecuestre que haya pasado por su vida. Y ¿hace falta hacer notar que más del 86 % de los argentinos viven en grandes ciudades? Para la mayoría de nuestros jóvenes y niños, el mundo del Martín Fierro es mucho más ajeno que los escenarios místico-futuristas de los comics japoneses. Esto está muy relacionado, por supuesto, con el fenómeno de la globalización. Desde Bangkok hasta Sâo Paulo, desde Buenos Aires hasta Los Angeles o Sydney, muchísimos jóvenes escuchan a los mismos músicos, los niños ven los mismos dibujos animados, las familias se visten, comen y se divierten en las mismas cadenas. La producción y el comercio circulan a través de las cada vez más permeables fronteras nacionales. Conceptos, religiones y formas de vida se nos hacen más próximas a través de los medios de comunicación y el turismo. (5) Sin embargo esta globalización es una realidad ambigua. Muchos factores parecen llevarnos a suprimir las barreras culturales que impedían el reconocimiento de la común dignidad de los seres humanos, aceptando la diversidad de condiciones, razas, sexo o cultura. Jamás la humanidad tuvo como ahora la posibilidad de constituir una comunidad mundial plurifacética y solidaria. Pero, por otro lado, la indiferencia reinante ante los desequilibrios sociales crecientes, la imposición unilateral de valores y costumbres por parte de algunas culturas, la crisis ecológica y la exclusión de millones de seres humanos de los beneficios del desarrollo cuestionan seriamente esta mundialización. La constitución de una familia humana solidaria y fraterna en este contexto sigue siendo una utopía. Un verdadero crecimiento en la conciencia de la humanidad no puede fundarse en otra cosa que en la práctica del diálogo y el amor. Diálogo y amor suponen en el reconocimiento del otro como otro, la aceptación de la diversidad. Sólo así puede fundarse el valor de la comunidad: no pretendiendo que el otro se subordine a mis criterios y prioridades, no "absorbiendo" al otro, sino reconociendo como valioso lo que el otro es, y celebrando esa diversidad que nos enriquece a todos. Lo contrario es mero narcisismo, mero imperialismo, mera necedad. Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías va de la mano con la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual. Entonces, ni profetas del aislamiento, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados. Los pueblos al integrarse al diálogo global aportan los valores de su cultura y han de defenderlos de toda absorción desmedida o "síntesis de laboratorio" que los diluya en "lo común", "lo global". Y –al aportar esos valores– reciben de otros pueblos, con el mismo respeto y dignidad, las culturas que le son propias. Tampoco cabe aquí un desaguisado eclecticismo porque, en este caso, los valores de un pueblo se desarraigan de la fértil tierra que les dio y les mantiene el ser para entreverarse en una suerte de mercado de curiosidades donde "todo es igual, dale que va... que allá en el horno nos vamo a encontrar". (6) LA NACIÓN COMO CONTINUIDAD DE UNA HISTORIA COMÚN Volviendo al Martín Fierro: sólo podemos abrir con provecho nuestro "poema nacional" si caemos en la cuenta de que LO QUE ALLÍ SE NARRA tiene que ver DIRECTAMENTE CON NOSOTROS AQUÍ Y AHORA y no porque seamos gauchos o usemos poncho, sino porque el drama que nos narra Hernández se ubica en la historia real cuyo devenir nos trajo hasta aquí. Los hombres y mujeres reflejados en el tiempo del relato

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vivieron en esta tierra, y sus decisiones, producciones e ideales amasaron la realidad de la cual hoy somos parte, la que hoy nos afecta directamente. Justamente esa "productividad", esos "efectos", esa capacidad de SER UBICADO EN LA DINÁMICA REAL DE LA HISTORIA, es lo que hace del Martín Fierro un "poema nacional". No la guitarra, el malón y la payada. Y aquí se hace necesaria una apelación a la conciencia. Los argentinos tenemos una PELIGROSA TENDENCIA A PENSAR QUE TODO EMPIEZA HOY, a olvidarnos de que nada nace de un zapallo ni cae del cielo como un meteorito. Esto ya es un problema: si no aprendemos a reconocer y asumir los errores y aciertos del pasado que dieron origen a los bienes y males del presente, estaremos condenados a la ETERNA REPETICIÓN DE LO MISMO, que –en realidad– no es nada eterna pues la soga se puede estirar sólo hasta cierto límite... Pero hay más: SI CORTAMOS LA RELACIÓN CON EL PASADO, LO MISMO HAREMOS CON EL FUTURO. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país? Lo cierto es esto: SOMOS PERSONAS HISTÓRICAS. VIVIMOS EN EL TIEMPO Y EL ESPACIO. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después. Ciudadanos "globales", LA LECTURA DEL MARTÍN FIERRO NOS PUEDE AYUDAR A "ATERRIZAR" Y ACOTAR ESA "GLOBALIDAD", reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o criticando sus ideales y preguntándonos por las razones de su éxito o fracaso, para seguir adelante en nuestro andar como pueblo. (7) SER UN PUEBLO SUPONE, ANTE TODO, UNA ACTITUD ÉTICA, QUE BROTA DE LA LIBERTAD Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos "vínculo social"? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino? Permítanme adelantar una respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla justamente en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en QUE EL HOMBRE ES HOMBRE EN LA SOCIEDAD, animal político, como dirían Aristóteles y toda la tradición republicana clásica. Es esta naturaleza social del hombre la que fundamenta la posibilidad de un contrato entre los individuos libres, como propone la tradición democrática liberal (tradiciones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario. Cuando repetimos una y otra vez que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia. Esto sería "moralina". No estamos "llevando agua para el propio molino" (dado que la conciencia y lo moral es uno de los campos donde la religión tiene competencia más propiamente), sino intentando apuntar a las VALORACIONES COLECTIVAS que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social. Las acciones libres de los seres humanos, además de su peso en lo que hace a la responsabilidad individual, tienen consecuencias de largo alcance: generan estructuras que permanecen en el tiempo, difunden un clima en el cual determinados valores pueden ocupar un lugar central en la vida pública o quedar marginados de la cultura vigente. Y esto también cae dentro del ámbito moral. Por eso debemos reencontrar el modo particular que nos hemos dado, en nuestra historia, para convivir, formar una comunidad. (8) Desde este punto de vista, retomemos el poema. Como todo relato popular, Martín Fierro comienza con una DESCRIPCIÓN DEL "PARAÍSO ORIGINAL". Pinta una realidad idílica, en la cual el gaucho vive con el ritmo calmo de la naturaleza, rodeado de sus afectos, trabajando con alegría y habilidad, divirtiéndose con sus compañeros, integrado en un modo de vida sencillo y humano. ¿A qué apunta esto? En primer lugar, no

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movió al autor una especie de nostalgia por el "Edén gauchesco perdido". El recurso literario DE PINTAR UNA SITUACIÓN IDEAL AL COMIENZO no es más que una presentación inicial del mismo ideal. EL VALOR A PLASMAR NO ESTÁ ATRÁS, EN EL "ORIGEN", SINO ADELANTE, EN EL PROYECTO. En el origen está la dignidad de hijo de Dios, la vocación, el llamado a plasmar un proyecto. Se trata de "poner el final al principio" (idea, por otro lado, profundamente bíblica y cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con EL TIPO DE SOCIEDAD QUE QUERAMOS FORMAR: ES EL TELOSTIPO. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psicosociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto "lo dado", lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, como lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de "lo dado". (9)Ahora bien: los condicionamientos de la sociedad y la forma que estos adquirieron, así como los hallazgos y creaciones del espíritu en orden a la ampliación del horizonte de lo humano siempre más allá, junto a la ley natural ínsita en nuestra conciencia se ponen en juego y se realizan concretamente EN EL TIEMPO Y EL ESPACIO: EN UNA COMUNIDAD CONCRETA, compartiendo una tierra, proponiéndose objetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual. Esa ética común, esa "dimensión moral", es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir del mismo lugar y dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo. Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿QUÉ ES LO QUE HACE QUE MUCHAS PERSONAS FORMEN UN PUEBLO? EN PRIMER LUGAR, hay una ley natural y luego una herencia. EN SEGUNDO LUGAR, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y EN TERCER LUGAR, estos factores biológicos y psicológicos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas (san Agustín definía al pueblo como "un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados"). (10) Lo "natural" crece en "cultural", "ético"; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un "nosotros". Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la "patria") sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona. Y todo esto esto tiene su sólido fundamento en los valores que Dios imprimió a nuestra naturaleza humana, en el hálito divino que nos anima desde dentro y que nos hace hijos de Dios. Esa ley natural que nos fue regalada e impresa para que "se consolide a través de las edades, se desarrolle con el correr de los años y crezca con el peso del tiempo". Esta ley natural, que –a lo largo de la historia y de la vida– ha de consolidarse, desarrollarse y crecer es la que nos salva del así llamado RELATIVISMO DE LOS VALORES CONSENSUADOS . Los valores no pueden consensuarse: simplemente son. En el juego acomodaticio de "consensuar valores" se corre siempre el riesgo, que es resultado anunciado, de "nivelar hacia abajo", entonces ya no se construye desde lo sólido sino que se entra en la violencia de la degradación. Alguien dijo que nuestra civilización, además de ser una civilización del descarte es una civilización "biodegradable". Volviendo a nuestro poema: el Martín Fierro no es la Biblia, por supuesto. Pero es un texto en el cual, por diversos motivos, los argentinos hemos podido reconocernos, un soporte para contarnos algo de nuestra historia y soñar con nuestro futuro: Yo he conocido esta tierra / en que el paisano vivía y su ranchito tenía / y sus hijos y mujer, era una delicia ver / cómo pasaba sus días.

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(11) UN PAÍS MODERNO, PERO PARA TODOS. Esta es, entonces, la "situación inicial", en la cual se desencadena el drama. El "Martín Fierro" es, ante todo, UN POEMA INCLUYENTE. Todo se verá luego trastocado por una especie de vuelta del destino, encarnado, entre otros, en el Juez, el Alcalde, el Coronel. Sospechamos que este conflicto no es meramente literario. ¿Qué hay detrás del texto? Antes que un "poema épico" abstracto, Martín Fierro es UNA OBRA DE DENUNCIA, con una clara intención: oponerse a la política oficial y proponer la inclusión del gaucho dentro del país que se estaba construyendo: Es el pobre en su orfandá / de la fortuna el desecho/Porque naides toma a pecho / el defender a su raza./Debe el gaucho tener casa, / Escuela, Iglesia y derechos. (12) Y Martín Fierro cobró vida más allá de la intención del autor, convirtiéndose en el prototipo del PERSEGUIDO POR UN SISTEMA INJUSTO Y EXCLUYENTE. En los versos del poema se hizo carne cierta sabiduría popular recibida del ambiente, y así en Fierro habla no sólo la conveniencia de promover una mano de obra barata sino la dignidad misma del hombre en su tierra, haciéndose cargo de su destino a través del trabajo, el amor, la fiesta y la fraternidad. A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa saber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. (…) ¿Entonces, qué? Me parece significativo el CONTEXTO HISTÓRICO DEL MARTÍN FIERRO: una sociedad en formación, un proyecto que excluye a un importante sector de la población, condenándolo a LA ORFANDAD Y A LA DESAPARICIÓN, y una propuesta de inclusión. ¿No estamos hoy en una situación parecida? ¿No hemos sufrido las consecuencias de un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción mientras no se tocaran los intereses del poder más concentrado? ¿No hemos formado parte de ese sistema perverso, aceptando en parte sus principios –mientras no tocaran nuestro bolsillo–, cerrando los ojos ante los que iban quedando fuera y cayendo ante la aplanadora de la injusticia, hasta que esta última prácticamente nos expulsó a todos? (13) ¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada hacia nuestra vocación como pueblo, como Nación. Nos invita, a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él solo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra. (14) DEBE EL GAUCHO TENER ESCUELA... Durante décadas, la escuela fue un importante medio de integración social y nacional. El hijo del gaucho, el migrante del interior que llegaba a la ciudad, y hasta el extranjero que desembarcaba en esta tierra, encontraron en la educación básica los elementos que les permitieron trascender la particularidad de su origen para buscar un lugar en la construcción común de un proyecto. También hoy desde la pluralidad enriquecedora de propuestas educadoras, debemos volver a apostar: a la educación, todo. Recién en los últimos años, y de la mano de una idea de país que ya no se preocupaba demasiado por incluir a todos e, incluso, no era capaz de proyectar a futuro, la institución educativa vio decaer su prestigio, debilitarse sus apoyos y recursos y desdibujarse su lugar en el corazón de la sociedad. El conocido latiguillo de la "escuela shopping" no apunta sólo a criticar algunas iniciativas puntuales que pudimos presenciar. Pone en tela de juicio toda una concepción, según la cual la sociedad es Mercado y nada más. De este modo, la escuela tiene el mismo lugar que cualquier otro emprendimiento lucrativo. Y debemos recordar una y otra vez que no ha sido ésta la idea que desarrolló nuestro sistema educativo y que, con errores y aciertos, contribuyó a la formación de una comunidad nacional. (15) Depreciada, devaluada y hasta atacada por muchos, la tarea cotidiana de todos aquellos que mantienen en funcionamiento las escuelas, enfrentando dificultades de todo tipo, con bajos sueldos y dando mucho más de lo que reciben, sigue siendo uno de los mejores ejemplos de aquello a lo cual hay que

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volver a apostar, una vez más: la entrega personal a un proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad. Este PROYECTO POLÍTICO DE INCLUSIÓN no es tarea sólo del partido gobernante, ni siquiera de la clase dirigente en su conjunto, sino de cada uno de nosotros. El "tiempo nuevo" se gesta desde la vida concreta y cotidiana de cada uno de los miembros de la Nación, en cada decisión ante el prójimo, ante las propias responsabilidades, en lo pequeño y en lo grande. Cuanto más en el seno de las familias y en nuestra cotidianeidad escolar o laboral. Mas Dios ha de permitir / que esto llegue a mejorar/Pero se ha de recordar / para hacer bien el trabajo/que el fuego pa calentar / debe ir siempre por abajo. (16) MARTÍN FIERRO, COMPENDIO DE ÉTICA CÍVICA: Seguramente, tampoco a Hernández se le escapaba que los gauchos "verdaderos", los de carne y hueso, no se iban a comportar tampoco como "señoritos ingleses" en la nueva sociedad a fraguar. Provenientes de otra cultura, sin alambrado, acostumbrados a décadas de resistencia y lucha, ajenos en un mundo que se iba construyendo con parámetros muy distintos a los que ellos habían vivido, también ellos deberían realizar un importante esfuerzo para integrarse, una vez que se les abrieran las puertas. La SEGUNDA PARTE de nuestro "poema nacional" pretendió ser una especie de "manual de virtudes cívicas" para el gaucho, una "llave" para integrarse en la nueva organización nacional. Y en lo que explica mi lengua / todos deben tener fe./ Ansí, pues, entiéndanme, / con codicias no me mancho./No se ha de llover el rancho / en donde este libro esté. (17) Martín Fierro está repleto de los elementos que el mismo Hernández había mamado de la CULTURA POPULAR, elementos que, junto con la defensa de algunos derechos concretos e inmediatos, le valieron la gran adhesión que pronto recibió. Es más: con el tiempo, generaciones y generaciones de argentinos releyeron a Fierro... y lo reescribieron, poniendo sobre sus palabras las muchas experiencias de lucha, las expectativas, las búsquedas, los sufrimientos... Martín Fierro creció para representar al país decidido, fraterno, amante de la justicia, indomable. Por eso todavía hoy tiene algo que decir. Es por eso que AQUELLOS "CONSEJOS" PARA "DOMESTICAR" AL GAUCHO trascendieron con mucho el significado con que fueron escritos y siguen hoy siendo un espejo de virtudes cívicas no abstractas, sino profundamente encarnadas en nuestra historia. A esas virtudes y valores vamos a prestarles atención ahora. (18) LOS CONSEJOS DE MARTÍN FIERRO: Los invito a leer una vez más este poema. Háganlo no con un interés sólo literario, sino como una forma de dejarse hablar por la sabiduría de nuestro pueblo, que ha sido plasmada en esta obra singular. Más allá de las palabras, más allá de la historia, verán que lo que queda latiendo en nosotros es una especie de emoción, un deseo de torcerle el brazo a toda injusticia y mentira y seguir construyendo una historia de solidaridad y fraternidad, en una tierra común donde todos podamos crecer como seres humanos. Una comunidad donde la libertad no sea un pretexto para faltar a la justicia, donde la ley no obligue sólo al pobre, donde todos tengan su lugar. Ojalá sientan lo mismo que yo: que no es un libro que habla del pasado, sino más bien del futuro que podemos construir. No voy a prolongar este mensaje con el desarrollo de los MUCHOS VALORES que Hernández pone en boca de Fierro y otros personajes del poema. Simplemente, los invito a profundizar en ellos, a través de la reflexión y, por qué no, de un diálogo en cada una de nuestras comunidades educativas. Aquí presentaré solamente algunas de las ideas que podemos rescatar entre muchas. (19) PRUDENCIA O "PICARDÍA": OBRAR DESDE LA VERDAD Y EL BIEN... O POR CONVENIENCIA Nace el hombre con la astucia / que ha de servirle de guía. Sin ella sucumbiría, / pero sigún mi experiencia Se vuelve en unos prudencia / y en los otros picardía. Hay hombres que de su cencia / tienen la cabeza llena;

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hay sabios de todas menas, / mas digo sin ser muy ducho, es mejor que aprender mucho / el aprender cosas buenas. Un punto de partida. "Prudencia" o "picardía" como formas de organizar los propios dones y la experiencia adquirida. Un actuar adecuado, conforme a la verdad y al bien posibles aquí y ahora, o la consabida manipulación de informaciones, situaciones e interacciones desde el propio interés. Mera acumulación de ciencia (utilizable para cualquier fin) o verdadera sabiduría, que incluye el "saber" en su doble sentido, conocer y saborear, y que se guía tanto por la verdad como por el bien. "Todo me es permitido, pero no todo me conviene", diría san Pablo. ¿Por qué? Porque además de mis necesidades, apetencias y preferencias, están las del otro. Y lo que satisface a uno a costa del otro termina destruyendo a uno y otro. (20) LA JERARQUÍA DE LOS VALORES Y LA ÉTICA EXITISTA DEL "GANADOR" Ni el miedo ni la codicia / es bueno que a uno lo asalten. Ansí no se sobresalten / por los bienes que perezcan. Al rico nunca le ofrezcan / y al pobre jamás le falten Lejos de invitarnos a un desprecio de los bienes materiales como tales, la sabiduría popular que se expresa en estas palabras considera los bienes perecederos como medio, herramienta para la realización de la persona en un nivel más alto. Por eso prescribe no ofrecerle al rico (comportamiento interesado y servil que sí recomendaría la "picardía" del Viejo Vizcacha) y no mezquinarle al pobre (que sí necesita de nosotros y, como dice el Evangelio, no tiene nada con que pagarnos). La sociedad humana no puede ser una "ley de la selva" en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo "automático" que asegure la equidad y la justicia. Sólo una opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre. Pero esto es lo mismo que postular un orden de valores que es más importante que el lucro personal, y por lo tanto un tipo de bienes que es superior a los materiales. Y no estamos hablando de cuestiones que exijan determinada creencia religiosa para ser comprendidas: nos referimos a principios como la dignidad de la persona humana, la solidaridad, el amor. Una comunidad que deje de arrodillarse ante la riqueza, el éxito y el prestigio y que sea capaz, por el contrario, de lavar los pies de los humildes y necesitados sería más acorde con esta enseñanza que la ética del "ganador" (a cualquier precio) que hemos malaprendido en tiempos recientes. (21) EL TRABAJO Y LA CLASE DE PERSONA QUE QUEREMOS SER El trabajar es la ley / porque es preciso alquirir. No se espongan a sufrir / una triste situación. Sangra mucho el corazón / del que tiene que pedir. ¿Hacen falta comentarios? La historia ha marcado a fuego en nuestro pueblo el sentido de la dignidad del trabajo y el trabajador. ¿Existe algo más humillante que la condena a no poder ganarse el pan? ¿Hay forma peor de decretar la inutilidad e inexistencia de un ser humano? ¿Puede una sociedad que acepta tamaña iniquidad escudándose en abstractas consideraciones técnicas ser camino para la realización del ser humano? Pero este reconocimiento que todos declamamos no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de "viveza" (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura. "Salvarse" y "zafar"... por el medio más directo y fácil posible. "La plata trae la plata"... "nadie se hizo rico trabajando"... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos "atajos" por los cual muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente.

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(22) EL URGENTE SERVICIO A LOS MÁS DÉBILES La cigüeña cuando es vieja / pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura / todas sus hijas pequeñas. Apriendan de las cigüeñas / este ejemplo de ternura. En la ética de los "ganadores", lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del "descarte". En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso, y los mayores lo son a título propio, por muchas razones: por el deber de respeto filial ya presente en el Decálogo bíblico; por el indudable derecho de descansar en el seno de su comunidad que se ha ganado aquél que ha vivido, sufrido y ofrecido lo suyo; por el aporte que sólo él puede dar todavía a su sociedad, ya que, como dice el mismo Martín Fierro, es de la boca del viejo / de ande salen las verdades. No hay que esperar hasta que se reconstituya el sistema de seguridad social actualmente destruido por la depredación: mientras tanto, hay innumerables gestos y acciones de servicio a los mayores que estarían al alcance de nuestra mano con una pizca de creatividad y buena voluntad. Y del mismo modo, no podemos dejar de volver a considerar las posibilidades concretas que tenemos de hacer algo por los niños, los enfermos, y todos aquellos que sufren por diversos motivos. La convicción de que hay cuestiones "estructurales", que tienen que ver con la sociedad en su conjunto y con el mismo Estado, de ningún modo nos exime de nuestro aporte personal, por más pequeño que sea. (23) NUNCA MÁS EL ROBO, LA COIMA Y EL "NO TE METÁS" Ave de pico encorvado / le tiene al robo afición. pero el hombre de razón / no roba jamás un cobre, pues no es vergüenza ser pobre / y es vergüenza ser ladrón. Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que también son "vergüenza" la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de "hacer la mía"? (…) (24)PALABRAS VANAS, PALABRAS VERDADERAS Procuren, si son cantores, / el cantar con sentimiento. No tiemplen el estrumento / por solo el gusto de hablar y acostúmbrense a cantar / en cosas de jundamento. Comunicación, hipercomunicación, incomunicación. ¿Cuántas palabras "sobran" entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de comunicar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza. ¿No podríamos proponernos evitar todo "canto" que sólo sea "por el gusto de hablar"? ¿Sería posible que estuviéramos más atentos a lo que decimos de más y a lo que decimos de menos, particularmente quienes tenemos la misión de enseñar, hablar, comunicar? (25) CONCLUSIÓN: PALABRA Y AMISTAD Finalmente, citemos aquella estrofa en la cual hemos visto tan reflejado el mandamiento del amor en

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circunstancias difíciles para nuestro país. Aquella estrofa que se ha convertido en lema, en programa, en consigna, pero que debemos recordar una y otra vez: Los hermanos sean unidos, / porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera / en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean / los devoran los de ajuera Estamos en una instancia crucial de nuestra Patria. Crucial y fundante: por eso mismo, llena de esperanza. La esperanza está tan lejos del facilismo como de la pusilanimidad. Exige lo mejor de nosotros mismos en la tarea de reconstruir lo común, lo que nos hace un pueblo. Estas reflexiones han pretendido solamente despertar un deseo: el de poner manos a la obra, animados e iluminados por nuestra propia historia. El de no dejar caer el sueño de una Patria de hermanos que guió a tantos hombres y mujeres en esta tierra.¿Qué dirán de nosotros las generaciones venideras? ¿Estaremos a la altura de los desafíos que se nos presentan? ¿Por qué no?, es la respuesta. Sin grandilocuencias, sin mesianismos, sin certezas imposibles, se trata de volver a bucear valientemente en nuestros ideales, en aquellos que nos guiaron en nuestra historia, y de empezar ahora mismo a poner en marcha otras posibilidades, otros valores, otras conductas. Casi como una síntesis, me sale al paso el último verso que citaré del Martín Fierro, un verso que Hernández pone en boca del hijo mayor del gaucho, en su amarga reflexión sobre la cárcel: Pues que de todos los bienes, / en mi inorancia lo infiero, que le dio al hombre altanero / Su Divina Majestá, la palabra es el primero, / el segundo es la amistá.

Prof. Dr. JORG EDUARDO NORO 1990 - 2013

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