25ft. \'13. Orientaciones.

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Descripción

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Consejera de Turismo, Cultura y Deportes María Teresa Lorenzo Rodríguez Viceconsejero de Cultura y Deportes Aurelio González González Directora General de Promoción Cultural Aurora Moreno Santana Coordinación del Departamento de Artes Plásticas Carlos Díaz-Bertrana Marrero Alejandro Vitaubet González

CENTROS DE ARTE CONTEMPORÁNEO. TENERIFE Dirección Carlos Díaz-Bertrana Marrero EXPOSICIÓN Gestión de Exposiciones Dolly Fernández Casanova Administración Mercedes Arocha Isidro Cordinación Exposiciones Instituto Cabrera Pinto Nora Barrera Luján Departamento de Educación y Acción Cultural José Luis Pérez Navarro Ángel Padrón Báez Dirección de Montaje Juan López Salvador Carlos Matallana Manrique Montaje de Exposiciones Juan Pedro Ayala Oliva Juan Antonio Delgado Domínguez

Curaduría Ramón Salas Lamamié de Clairac, Universidad de La Laguna

CATÁLOGO Textos Ramón Salas Diseño Ramón Salas EDITA Dirección General de Promoción Cultural Gobierno de Canarias ISBN: 978-84-7947-660-1

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SALA DE EXPOSICIONES DEL INSTITUTO DE CANARIAS CABRERA PINTO

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Más consideraciones sobre la investigación artística Ramón Salas

En un artículo anterior1, llegamos a conclusiones que, más que probablemente, para muchos de nosotros, no requerían desarrollo argumental. (Nos) parece evidente que el arte (contemporáneo) no designa las expresiones idiosincrásicas de unos seres excepcionales que aciertan a expresar, a despecho de la convención y mediante una intuición inconsciente, verdades inefables a través de unos objetos originales de incalculable valor. Parece evidente que el arte (contemporáneo) designa un espacio discursivo que articula formas, con valor especulativo (en todos los sentidos de la palabra), con las que artistas, espectadoras y, en general, agentes (mediante su creación, comercialización, adquisición, 1 Véase Salas, R. y M. Cruz: “una introducción a la metainvestigación artística”, en 25 ft.’12. Orientaciones, Dirección general de promoción cultural, Gobierno de Canarias, S/C de Tenerife, 2016

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discusión promoción o simple contemplación), aciertan a ubicarse en el mapa de la consideración. Un mapa variable que se altera con esas mismas tomas de postura que en él se posicionan y que, al tiempo que ayudan a los individuos a subjetivarse (a reconocerse y hacerse reconocer), desplazan el foco de las preocupaciones culturales (es decir, el ámbito de referencias en el que nos subjetivamos). En fin, haciendo arte (y resulta ya ocioso diferenciar si hace más arte el que pinta un cuadro, la que enseña a pintarlo, el que lo expone, la que lo promociona, el que lo piensa, el que lo compra, la que lo comenta, la que lo contempla…) se ponen en relación cosas culturalmente relevantes de una forma suficientemente afortunada (y resulta ya ocioso diferenciar si esta “fortuna” depende más de la “calidad” del cuadro, de la galería en que se expone, de la facultad en que se forma, de la curadora que lo elige, del prestigio del que lo compra o lo comenta, de la cantidad o la “calidad” de los que lo van a ver…) como para conseguir que se interprete esa labor de discriminación como un acto significativo que dice algo del que la realiza y del sentido (dirección) de sus propuestas culturales. Y esto se hace a largo plazo, de forma consciente –cuando no estratégica-, informada y sistemática, con el objetivo no sé si de incrementar el conocimiento, como plantea en primer lugar la definición de investigación de la UNESCO2, pero sí, desde luego, de plantear nuevas aplicaciones de uso del conocimiento operante. Las descripciones más habituales del termino “investigación” 2 “Research is any creative systematic activity undertaken in order to increase the stock of knowledge, including knowledge of man, culture and society, and the use of this knowledge to devise new applications”. OECD Glossary of Statistical Terms, 2008.

inciden en el conocimiento y no tanto en el significado (que es una forma de conocimiento narrativo) o en la experiencia. Pero desde el Renacimiento el término “epistemología” se ha ido ampliando para abarcar tanto el espectro de la ciencia/conocimiento como el del arte/significado. Parece evidente que las ciencias de la naturaleza (que es mecánica y se rige por la ley general de la entropía) no pueden aportar significado. Y se puede y se debe investigar en materia de significado. Se pueden indagar maneras plausibles de generan nuevos significados y, sobre todo, nuevas formas de significar. De hecho, parece claro que las batallas culturales a las que nos enfrentamos se van a dilucidar menos en el terreno de la verdad que en el del relato. Rorty insistía en que cambiar el mundo pasaba por cambiar de conversación. Focalizar el interés de los individuos en uno u otro conjunto de preocupaciones puede tener una incidencia radical en la estructura de la realidad. Y quizá no otra cosa haga el arte. Wittgenstein, por su parte, pensaba que el significado de las palabras y los enunciados derivaba de su uso, es decir, que las relaciones (que dan la sensación de ser) coherentes entre los significantes no se deducen de una lógica interna del lenguaje o de la esencia de sus significados sino de “parecidos de familia” que se establecen en “juegos de lenguaje”. Deleuze y Guattari llamaron agenciamiento a ese “engrudo” capaz de poner en relación elementos heterogéneos, a la “lógica” imperceptible que atraviesa los cuerpos, las ideas y los referentes haciendo plausibles sus relaciones. Y lo propusieron como unidad mínima de la significación, en lugar de la palabra, el concepto o el significante. ¿Podríamos colegir que el sentido, es decir, la sensación de coherencia y sensatez que nos trans-

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mite un comportamiento o un enunciado, deriva de la creación previa de un espacio mental compartido que hace plausibles determinadas afinidades (y hace inconcebibles otras)? De ser así cabría pensar el agenciamiento como una territorialización de accidentes que, en lo sucesivo, podrá ser recorrida vital o simbólicamente en trayectos con.sentidos (sentidos que dependen del consentimiento no explicito de los participantes en un juego de lenguaje). La cartografía de una práctica generaría entonces posibilidades instituyentes de establecer relaciones entre significados y juegos de poder, es decir, entre realidades, lenguaje, construcciones sociales, historia(s) y sujetos que generan vectores de influencia que nos permiten actuar y también limitan nuestros actos, que nos reprimen, nos constituyen y nos permiten disentir en juegos constantes de territorialización y desterritorialización. Las artistas –y en general los agentes implicados en sus prácticas- recorren de forma sistemática el contexto de su trabajo. Cartografían un territorio que privilegia el transito por determinados lugares (en adelante comunes) y asola otros. Analizan las formas que, en una determinada coyuntura espaciotemporal, procuran aceptación y reconocimiento; es decir, las formas que facilitarían la incidencia que desean para su obra (entendiendo “incidencia” no solo como “repercusión” sino también como la angulación que queremos darle a ese encuentro con el plano del debate). Esta práctica se ejercita ya constantemente en la fase educativa, en la que los artistas en formación “citan” -mediante analogías, “homenajes” o directamente plagiosunas formas, que definen como sus referentes, con la expectativa de que les procuren el grado de aceptación y rechazo deseado (tanto a ellos personalmente como a las orientaciones

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intelectuales con las que “subjetivan” ese “ellos”). No se limitan sencillamente a seguir los patrones formales a la moda con el objeto de obtener la mejor nota; de la misma manera que, fuera ya del proceso formalmente educativo, el artista tampoco desarrolla estrategias comerciales con el exclusivo interés de alcanzar una alta cotización en el mercado. Desde el primer momento, el artista siente que las citas a sus referentes dan forma a su trabajo, le ubican en una situación que le granjea la aceptación de sus convecinos (en el espacio cultural en el que se sitúan) al tiempo que les distancia de otras posiciones. Por decirlo de algún modo, el significado de su obra es un espacio que se trabaja “a codazos”, mediante desplazamientos. Y la conciencia de esta discriminación es plena desde las primeras fases del proceso educativo, en las que el artista siente que está haciendo algo para gustar a determinadas personas a costa de poner en peligro la apreciación de determinadas otras (lo más frecuente es que el alumno acceda ya a la facultad animado por haber recibido previamente multitud de parabienes a propósito de unas habilidades plásticas que, al poco de entrar en la facultad, va a poner en solfa generando unas obras que van a empezar a interesar a unos nuevos interlocutores al mismo tiempo que van a dejar perplejos a aquellos que inicialmente animaron al artista a seguir una determinada carrera). (El análisis de) la persecución de la eficacia del impacto de la obra se hace siempre en paralelo a la discriminación del espacio de interlocución en el que deseamos que la obra impacte. Esa definición del campo de “afinidades electivas” que nos subjetiva profesional y vitalmente no es intuitiva, sino el fruto de una investigación prolongada y sistemática, si bien es cierto que se realiza a muchos niveles, que implican inclinaciones

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sentimentales o personales que no solo no le restan “racionalidad” al proceso sino que le añaden complejidad. El artista no elige a sus interlocutores por pálpitos afectivos, ni persigue en ese grupo una consideración meramente personal o emotiva, se acerca a los ámbitos donde considera que se están produciendo los debates de mayor interés y reclama consideración “personal” para una determinada postura que define una (su) orientación (política) en ese debate. Los “codazos” que generan el espacio de significación de la obra no deben entenderse como un simple “quítate tú para ponerme yo” sino como el intento de desplazar del centro de la atención y la consideración determinadas formas (de hacer) en favor de otras con las que nos identificamos. Nada de esto es puramente estratégico o fríamente intelectual: la artista siente una verdadera afinidad, no exenta de visceralidad, tanto por el espacio de socialización que abre como por la orientación que define, y sabe además que la consideración y el reconocimiento que merezca su postura dependerá en buena medida de una intensidad que difícilmente alcanzará si no se encuentra cómoda adoptándola; en otros términos (no exentos de los necesarios entrecomillados), si no es “sincera” o “auténtica”. Por otra parte, esa consideración la logrará para una “obra” que no es sustancialmente diferente de su forma de hacer y estar en el mundo. En paralelo al proceso de definición del ámbito de interlocución en el que el artista desea ser reconocido, va modulando la forma de su intervención en ese círculo. Una modulación que implica también una concienzuda investigación en la que se experimentan señales de aceptación y rechazo que van dando forma a su tránsito por ese campo. La forma (la orientación) de esa intervención en el debate social y pro-

fesional (lo que comúnmente llamamos “la obra”) se cocina de una manera que implica un proceso de investigación similar al que sigue una cocinera para definir su receta: no solo mezcla ingredientes, define también sus proporciones, los momentos en los que se añaden o reservan, el grado de temperatura que les aplica diferenciadamente, los tiempos de su transformación química, los gestos con los que los liga… para, finalmente, acabar “emplatando” con unos recursos, no carentes de retórica “retiniana” (comemos y, desde luego, pensamos por los ojos), sobriamente integrados en una presentación muy atenta al hecho de que el éxito del plato depende no solo de su calidad “intrínseca”, sino de que se sirva en su momento, en la mesa indicada y con un acompañamiento que resalte sus cualidades. Este proceso no persigue en absoluto una socialización gregaria. No se trata (solo) de que el artista solicite la incorporación a la comunidad en la que quiere sentirse acogido como un igual mediante la realización de unos ritos de iniciación que pasarían por la imitación de una serie de rasgos formales que rinden pleitesía a los símbolos que proporcionan identidad a ese grupo (que también). Esta incorporación se caracteriza por juegos de anclaje y desanclaje, agenciamientos territorializantes y desterritorializantes, que en todo momento alternan repeticiones y diferencias y que no se dirigen a una comunidad sino a un público (en el sentido de Michael Warner), que se aglutina no en torno a unos rasgos identitarios sino, muy al contrario, en torno a un debate, a un espacio discursivo o incluso a una abierta controversia que define eso que hoy llamamos una práctica agonística. En este proceso, la artista no solo “investiga” la forma de alcanzar “el éxito” en el sentido más pragmático del término. Por seguir con la metáfora anterior, su

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cocina siempre es agridulce. Con enorme frecuencia el artista persigue el éxito para lograr la aceptación de unas formas (de hacer, de enfocar el problema, de actuar, de relación) que pueden hacer rodar la bola del debate sobre la consideración en una determinada dirección. Dicho de otro modo, el artista no es un diseñador, no trata de dar con la forma de agradar a un segmento de público ya definido sino que trata de dar forma a un público capaz de asumir los valores que están implicados en su obra. Esa definición del (debate en torno al cual se genera un) público potencial tiene una dimensión política evidente. El impacto que el o la artista persigue con su forma incide, como un taco de billar, con una determinada fuerza, con una determinada angulación y en un determinado punto de la “bola” del debate cultural con el objetivo de “rodarlo” en una determinada dirección para que impacte en otros espacios discursivos desplazando determinadas preocupaciones fuera del tablero y haciendo ocupar a otras un espacio central en el mismo; y, a menudo, no directamente sino “de rebote”. Y aunque ese golpe, como el del juego de billar, no siempre acabe produciendo los efectos previstos sobre la ubicación de esas bolas que definen los diferentes focos de atención y consideración (y que se ubican en unas zonas que aumentan o disminuyen sus probabilidades de verse desplazadas del tablero); ello no quiere decir que la jugada no venga precedida de un trabajo de investigación que implica no solo la definición del impacto, sino el análisis general del tablero: el objetivo a desplazar, los contactos que pueden desviar nuestra trayectoria, el espacio que deseamos ocupar al terminar la jugada, las oportunidades que les damos a nuestros contrincantes, las posibles carambolas… Por supuesto, todo esto puede ser además objeto de

investigación posterior por parte del artista, que no solo investiga previamente el espacio en el que va a actuar, la forma de hacerlo, las potenciales consecuencias de sus actos, etc. sino que, “a posteriori”, también investiga la forma en la que todo ello ocurrió, y extrae sus conclusiones. Pero esta investigación, que podría ser análoga a la que llevara a cabo un crítico de arte, no podría en rigor considerarse de una naturaleza diferente a la que da lugar a la obra. Esta segregación alimentaría el argumento falaz de que la artista no puede investigar su propia obra en la medida en que está implicada en ella y, por lo tanto, no dispone de la distancia necesaria para su análisis objetivo. Efectivamente, no dispone de esa distancia, pero ni ella ni nadie. La artista es plenamente consciente de que el análisis de su jugada forma parte de la misma jugada, la potencia, la recrea, modula su incidencia y su trayectoria, forma parte de un trabajo de postproducción que cada vez se concibe más como parte integral del proceso de creación. Pero esa conciencia no le resta credibilidad a su investigación, antes bien, la carga de la abierta honestidad de la que carecen las investigaciones que se pretenden “exteriores” a la jugada, que se arrogan una distancia que no hace más que encubrir que todos los agentes actúan en el mismo tablero. El museo no se limita a acoger las obras de una calidad objetiva refrendada por la historia, el mercado no se limita a poner precio a la demanda “democrática” de los mercados, los espectadores no se limitan a reconocer los altos logros del espíritu humano y las historiadoras no se limitan a redactar la lógica causal de los acontecimientos; todos ellos inciden en la jugada y ocupan en su tablero el mismo plano que el artista.

En definitiva, para muchas de nosotras, los motivos por los que se reclama y justifica que el arte adquiera consideración

de investigación son lugares ya tan comunes como la muerte del autor, la insostenibilidad del culto a “la novedad por la novedad”, la obsolescencia de la estética romántica y la metafísica del genio, la indecencia de la conversión del artista en marca o el desprestigio de la obra-mercancía; y el interés por los contextos en los que se ubica la obra, por sus restos documentales y sus agenciamientos, por los territorios discursivos que habilita, por los espacios de subjetivación que instituye, por las genealogías en las que se reconoce. Esto no nos sitúa a la vanguardia del pensamiento artístico, muy al contrario nos ubica en el centro de sus convenciones más aceptadas. Somos plenamente conscientes -lo vivimos día a día en las facultades de arte- de que la creación artística genera procesos de trabajo intersubjetivos que implican la investigación y la experimentación de variables que se relacionan a muchos niveles tanto con las normas profesionales como con los entornos sociopolíticos. Sabemos que esos procesos de investigación no solo derivan en obras sino, más a menudo, en procesos de trabajo sobre el “sí mismo” que no pueden abarcarse en la categoría de “aprendizaje” (máxime si este se confunde con adquisición de “know how”), a no ser que este adquiera una definida acepción biopolítca. Y sabemos que es ese ejemplo implícito en ese proceso de trabajo sobre sí el que determina la “apreciación” (en el sentido perceptivo y evaluativo del termino) del proceso de investigación, cuya eventual proyección en el mercado es, muy a menudo, voluntaria e intencionalmente dificultada por los términos del propio proceso. En consecuencia, sabemos que los mecanismos de trasferencia de esos resultados de la investigación básica no solo no encuentran en las galerías, los centros de arte o las bienales un canal adecuado sino que las conclusiones de esa investigación apuntan precisamente y a

menudo a la transformación o la superación de estos sistemas de mediación. Y, por último, somos plenamente conscientes de que el comentario crítico no es una adenda al trabajo de creación que demande la intervención de un “traductor” a un lenguaje comprensible de unos actos idiosincráticos, aleatorios, intuitivos o irreflexivos. Antes bien, ese trabajo discursivo está tan íntimamente imbricado en todos los estadios del proceso de investigación que implica la creación artística que, a menudo, tenemos la sensación de que “la obra” no es más que un sistema de registro de todas las decisiones tomadas en ese proceso. Y, sin embargo, en una u otra medida, todos seguimos (creyendo que estamos) actuando en un espacio estructurado (a veces solo “mentalmente estructurado”) en torno al eje “autora / obra-mercancía / galería-feria / museo-centro de arte-bienal / comentario especializado”. Una circunstancia que resulta si cabe más sorprendente en el caso de personas que vivimos en territorios periféricos, al margen del mercado, de las galerías y las bienales, no somos objeto del comentario especializado y tampoco tenemos unos egos desvocados.

El ángel exterminador. Hemos heredado y convivimos con normalidad con unas infraestructuras y unas estructuras, unas prácticas y unas categorías mentales bastante contradictorias no solo con el modelo de vida que llevamos o que pensamos que deberíamos construir sino, sorprendentemente, con los propios postulados que consideramos vigentes en el discurso sobre el arte.

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No es algo que nos ocurra solo a nosotras: los museos (dicen que) no quieren patrimonializar las obras ni definir su “canon”, las galerías (dicen que) les interesa el arte no mercantil, los artistas (dicen que) no ambicionan ser originales ni reclaman su autoría o talento, la crítica (dice que) no pretende discriminar, las curadoras (dicen que) no pretenden elaborar metarelatos, las academias (dicen que) no defienden modelos o doctrinas… pareciera que toda la institución arte siente, ¡desde hace más de un siglo!, alergia de sí misma, pero que se sigue soportando, con una mezcla de resabio y desgana, quizá porque ya no puede dejar de rascarse.

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Sin duda, existen (muchos) museos que aceptan sin rubor su papel canónico en la nueva industria del espectáculo, (muchas) galerías orgullosamente adaptadas a la economía especulativa, (muchos) artistas que hacen ostentación de su autoridad, etc. Pero todos ellos hacen gala simultáneamente de un evidente cinismo que les permite jactarse de una posición de privilegio basada en gran medida en la propia conciencia de su improcedencia. Todo el mundo ironiza sobre la propia posición que ocupa sabedor de que su fortaleza depende del reconocimiento de su precariedad.

En todo caso, no parece exagerado afirmar que los cambios experimentados por la consideración de “lo artístico” en el último siglo (y pico) nos avocan, a corto plazo, a una coyuntura digna de investigación y consideración académica, siquiera sea por la flagrante contradicción que existe entre lo que pensamos (o creemos que pensamos) y lo que ocurre (o creemos que ocurre). Una coyuntura, y esta sería nuestra hipótesis de trabajo, muy marcada por el hecho de que el propio proceso de investigación que demanda podría no ser solo el instrumento

para analizar la forma de salir del atolladero sino la salida en sí misma. Esto nos ubicaría en el punto en el que acabamos el artículo de introducción: una vez convenido que (al menos, alguna forma de practicar) el arte guarda relación con la investigación habría que pasar a preguntarse qué le compete investigar al arte. Y, desde mi punto de vista, lo primero que le compete investigar al arte es su propia condición de posibilidad. Esto podría sonar excesivamente autorreferente, es decir, excesivamente modernista. No parece muy solvente una ciencia a la que no compete investigar más que su propia supervivencia como tal ciencia, que no encuentra un objeto de estudio o una finalidad externos. Una vez más parecería que nos retrotraemos al mandarinismo modernista, enrocado en su reflexión autónoma. Pero quizá el problema estribaría precisamente en la naturalidad con la que nos hemos acostumbrado a pensar que la investigación debe estar orientada a la obtención de resultados “objetivos”, “productivos” y externos a la propia lógica autónoma del pensamiento. Quizá el problema de las condiciones de posibilidad del arte sea similar al de las condiciones de posibilidad de la justicia distributiva, de la democracia o de la misma supervivencia de la vida en el planeta. Siempre teniendo en cuenta que ninguno de estos problemas tienen “afueras”: la justicia, la democracia o incluso la vida son fines en sí mismas, que no pueden justificarse fuera de su propia lógica. Y quizá el tufillo modernista derive del hecho de que, en efecto, el modernismo no hizo más que prolongar el proyecto kantiano de vincular la esfera estética con la invención de una fraternidad basada en la suspensión de la racionalidad de los fines que permitiera equilibrar el ejercicio de la razón, la voluntad y

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la libertad, con la justicia, el compromiso cívico y la igualdad. La deriva burguesa de este proyecto nos ha invitado con excesiva frecuencia a tirar el niño con el agua sucia, pero, por uno u otro camino, parecemos aún emplazados a investigar las condiciones de posibilidad de la supervivencia de la creatividad humana, de su capacidad lúdica y de relación, de su lenguaje y capacidad abstracta, es decir, de la supervivencia del General intellect al margen de su legitimación en el mercado. Por supuesto, este problema es autorreferente. Podría existir un mundo en el que todas las dimensiones de lo humano estuvieran comercializadas, como podría existir un mundo en el que la justicia social no se planteara como objetivo, un mundo en el que toda la investigación debiera estar encaminada a la productividad o incluso un mundo sin vida. La vida es una condición de la vida misma, como la justicia es una aspiración de la justicia misma. Y el arte es solo una aspiración a la autonomía del intelecto humano. Lo cual no quiere decir que la justicia o la intelección humana no sean, hoy por hoy, condiciones sine qua non para la mera supervivencia de la vida. Sencillamente: el planeta no podrá resistir a corto plazo la normalización de la identificación entre conocimiento y productividad, entre justicia y libre competencia o libre consumo o entre creatividad y oportunismo. Los límites físicos del planeta dependen tanto de la relajación de las desigualdades como de la invención de modos de vida en las que la realización del intelecto humano no se produzca necesariamente en los planos de la producción y el consumo. Las condiciones de posibilidad del arte son convergentes con las condiciones de posibilidad de la vida, y todo ello es una finalidad autónoma y autorreferente. ¿Nos aboca esta consideración a colegir que el arte es legí-

timo en sí mismo o que todo el arte es, por el hecho de serlo, investigación? En absoluto, toda investigación artística debe partir de la sospecha de que una gran parte de lo que llamamos arte es moralmente reprobable, intelectualmente huero y pragmáticamente inconveniente. En cuanto a sí todo arte es investigación el problema se complica en términos gremiales. Sin duda, en nuestro horizonte se abre un problema práctico que deberemos resolver: si es posible doctorarse mediante el ejercicio de la práctica artística, ¿cualquier arte conducirá a la obtención del título de doctor? Esta situación es compleja por cuanto las legitimas aspiraciones de los trabajadores de la enseñanza artística a ver reconocida su labor en condiciones de igualdad con el resto de sus compañeros en los indicadores de la productividad investigadora que se han convertido en el parámetro básico para medir la calidad profesional, han conducido, de facto, al reconocimiento de la actividad profesional de la artista como actividad investigadora. Esto provoca una curiosa paradoja: si bien ya no existe inconveniente en utilizar una exposición como actividad merecedora del reconocimiento investigador, sí persisten todavía firmes reticencias a hacer una tesis sobre la propia obra y no digamos ya ha defender la propia obra como tesis. Esto nos aboca a concluir que realizar obra de creación es investigación solo cuando la lleva a cabo un doctor que ha obtenido su cualificación para el desarrollo de esa actividad realizando una actividad de naturaleza diferente. Es decir, investigar en arte es diferente antes y después de la tesis (algo que desconozco si tiene parangón en otros ámbitos del conocimiento). En todo caso, el problema que aquí nos ocupa es que las razones coyunturales han llevado a considerar como investigación

el ejercicio de la profesión cuando, por las razones que antes esbozamos, lo que apremia ser investigado es, precisamente, cómo encontrar alternativas a un ejercicio de la profesión basado en presupuestos insostenibles (en el más amplio sentido de la palabra). Diríamos que la ciencia normal (por utilizar la conocida nomenclatura del Kuhn), es decir, la actividad científica que desarrolla su actividad dentro de un paradigma comúnmente aceptado, presenta en nuestro caso (el sistema “basado en el eje autor / obra-mercancía / galería-feria / museo-centro de arte-bienal / comentario especializado”) tal cantidad de anomalías, que demanda la investigación de un nuevo paradigma. Sin desmerecer el ejercicio de esa ciencia normal (sería absurdo, por ejemplo, que le negáramos valor al ejercicio profesional de la medicina dentro de los parámetros mayormente aceptados dentro de su comunidad científica), parece evidente que cabe distinguir entre la actividad que se desarrolla dentro de un paradigma normalizado y la que investiga maneras de superarlo tratando de asumir las anomalías que el paradigma normalizado ofrece cuando alcanzan un nivel que resulta difícilmente tolerable. En nuestro caso, parece evidente que estas anomalías superan hoy ese límite de lo tolerable. Cabría pues considerar como arte normal aquel que, a despecho de las anomalías que presenta el paradigma que describe la forma habitual de trabajo de una comunidad, sigue generando obras que verifican y fortalecen los postulados del paradigma. Y cabría llamar arte de investigación a aquel que se consagra no tanto a generar resultados dentro de un paradigma como a modificar este. Sin duda, el problema fundamental del arte es que es un có-

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digo débil, es decir, que en su campo disciplinar la ciencia revolucionaria es normal. Dicho de otro modo, que en arte, a diferencia de en otras ciencias, el reconocimiento no se obtiene por consenso sino por disenso. En consecuencia, resulta difícil determinar claramente cuál es el paradigma operante (y, en consecuencia, la ciencia revolucionaria) toda vez que, como antes dijimos, nos movemos en un mapa cambiante en el que todas las posiciones se mueven simultáneamente con la intención de desplazar el centro de gravedad del debate (la normalidad) hacia otros ámbitos. Es completamente absurdo y ocioso tratar de determinar objetivamente cuál es el estado de la cuestión de las artes y, en consecuencia, cuáles de sus ejercicios se consagran a ponerlo en cuestión y, por lo tanto, hacen investigación, o lo confirman. El arte se halla claramente expuesto al principio de incertidumbre de Heisenberg: si podemos determinar el vector de desplazamiento de una práctica no podremos definir con precisión su ubicación (que habrá cambiado en función de su propia influencia en el desplazamiento del eje de coordenadas). Por otra parte, el problema que presenta el planteamiento de Kuhn es que deja poco margen al análisis de la pertinencia: pareciera que los científicos eligen entre paradigmas rivales, casa uno con sus propias aberraciones, por cuestiones casi veleidosas o, por el contrario, orientadas por la búsqueda de una formulación irrefutable que vendría a explicar todas las anomalías. En el ámbito de las ciencias sociales la investigación parece más termodinámica: no se trata de determinar las actitudes, prácticas o postulados que conducen a alcanzar un futuro que está inscrito en una lógica aún desconocida, sino de propender un futuro que es tan posible pero tan irreversible como cual-

quier otro. En humanidades (no sé si en las ciencias naturales) no se puede operar con la expectativa de que nuestro paradigma responda, pese a sus imperfecciones, a la posibilidad de llegar a converger con una formulación futura capaz de representar sin resto el conjunto de una realidad que aún nos es parcialmente desconocida pero cuyo dominio está inscrito en nuestro futuro. Más bien al contrario, sabemos que varios de esos futuros son posibles y que el advenimiento de uno u otro no depende de una realidad objetiva que preexiste a nuestro comportamiento científico, sino que es nuestro comportamiento que el hará que un futuro u otro advenga. Un comportamiento que debe asumir la responsabilidad inherente al convencimiento de que este advenimiento resultará irreversible. En relación a la difinición de investigación de la UNESCO antes comentada, creo que al arte le competen menos la “actividad creativa sistemática emprendida con el objetivo de incrementar el conocimiento” (aunque sea “el conocimiento del hombre, la cultura y la sociedad”), que “el uso de ese conocimiento para el desarrollo de nuevas aplicaciones”. Pero nuestro mundo no está tan necesitado de conocimientos como de formas alternativas de aplicar los que tenemos, especialmente modificando de manera radical el concepto de “desarrollo”. No hay problemas teóricos que no exijan una modificación de la praxis ni prácticas intuitivas liberadas de un mundo artificial devenido cultura. Serán esas formas de aplicación, esas prácticas culturales y de pensamientos puestos en obra -a cuya definición creo que debe consagrarse la “investigación artística”- las que generen ejemplos que carguen las condiciones de posibilidad que induzcan decisiones responsables que prefiguren futu-

ros irreversibles. El futuro -el del arte como el de cualquier otra práctica- no será la consecuencia lógica del devenir del pasado. El futuro no está escrito en las estrellas, no es nuestro destino; más bien al contrario, nuestro destino es el futuro. Y ese futuro será la consecuencia de la forma en la que actualicemos las posibilidades que nos brinda aquel pasado. La única forma de practicar la prospectiva cultural, de anticipar la evolución de las artes, es inducirla. Y esta inducción será el resultado de la forma en la que articulemos lo plausible, es decir, que transitemos el mapa de las posibilidades culturales. Ese mapa que cartografiaremos en nuestro recorrido no definirá el conjunto de circunstancias que debemos tomar en consideración para la realización de nuestra obra, sino su contenido. Y ese “discurrir” (que indica tanto la meditación como el movimiento) no permite ninguna segregación entre teoría y práctica. Quizá porque sea de la naturaleza del ejemplo. En consecuencia, la investigación artística no es algo que pueda realizar “a posteriori” un agente “externo” haciendo gala de una “distancia histórica” o mental que nos procure una descripción objetiva de esta realidad semoviente. La investigación artística es el combustible que hace que se mueva esta realidad.

Pese a todas estas dificultades, tan insensato sería tratar de establecer una taxonomía estable de las prácticas artísticas merecedoras de la consideración de “arte de investigación” como admitir que no existen posibilidades históricas que nos permitan realizar una cartografía de los problemas susceptibles de ser considerados contemporáneos y diferenciar aquellas prácticas que los asumen y tratan de resolverlos (con mayor o menor eficacia o pertinencia) propendiendo fu-

turos posibles desde la asunción de esa responsabilidad. No podemos pretender en este texto cartografiar el conjunto de los problemas que el mundo contemporáneo le plantea al arte, pero sí quisiera transitar por alguna de sus áreas más convulsas.

De la carencia al exceso. En términos generales, la “economía del arte” (en el amplio sentido de la palabra, que no hace referencia meramente a la comercialización de la obra sino al sistema económico que lleva aparejado y que incluye desde el sistema educativo hasta el capital simbólico de las “industrias del territorio”) parece estancada en un modelo basado en unos pocos “genios” (valen también “estrellas”), autores de un limitado número de obras que sirven de referencia cultural universal para un gran número de espectadoras que ciñen su actividad (en el mejor de los casos) a la recepción crítica, en espacios institucionales, de los valores expresados en esos objetos únicos y carismáticos organizados por estilos que dibujan una evolución histórica incontrovertible. A grandes rasgos, la realidad parece avocarnos hacia otro modelo muy distinto, en el que un gran número de “prosumidores” culturales, sin atributos de genialidad ni pretensiones corporativas, consumen, despreciando posibles incompatibilidades de orden histórico o ideológico entre ellas, multitud de imágenes que re.crean y vuelven a poner en circulación, con un alto grado de desenfado, “en código abierto”. Estas actividades se realizan crecientemente en entornos colaborativos,

intersubjetivos o en red que generan su propia parroquia y, con frecuencia, no persiguen o concluyen en la elaboración de objetos artísticos estables, sino que catalizan procesos culturales híbridos con un alto grado de “performatividad” y rasgos de activismo sociopolítico, educación no formal, trabajo social, investigación académica, gestión cultural o actividad lúdica relacional. La imagen –como ocurre en los procesos bio.políticos que caracterizan la cultura visual- deja de concebirse como producto final y actúa como mediador o catalizador de fenómenos sociales.

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Dicho sea en honor a la verdad, eso siempre fue así. Ni un templo egipcio ni una talla barroca eran “productos finales” de un genio destinados a ser “patrimonializados” y visitados por un hipotético “turista cultural”. Eran obras colectivas que cumplían un papel relevante en ceremonias con una clara dimensión extraestética que resultaban cruciales para la autoreproducción de una cultura y la autocomprensión de sus integrantes. La diferencia con nuestra situación actual estriba precisamente ahí, en que aquellos “ritos” estaban vinculados a unos “mitos” tan calados en el tejido social que la obra de arte no tenía que dedicar mucha parte de su competencia retórica (aunque, a menudo, también lo hacía) a hacer explícito el modo en el que pretendía encajar en ese tejido y, por lo tanto, el contexto en el que debía ser valorada (el mismo encargo, extraordinariamente prolijo en sus exigencias y determinaciones, zanjaba estos problemas). Esta relación orgánica entre el entre el arte y su contexto social estuvo vigente, como comentamos en el articulo anterior, hasta el modernismo, la etapa histórica que fue capaz de hacer pasar por evidente (o, al menos, de amedrentar a todo el que se atreviera a dudar públicamente

de esta “evidencia”) la utilidad de unas manifestaciones culturales que hacían profesión de inutilidad en el seno, además, de una cultura que había dejado de ser orgánica en sí misma. La ya comentada crisis de ese paradigma, obligó a la obra de arte a inscribir en su propia materialidad el modo en que concibe su inclusión en el tejido social y cultural con un papel que, a todas luces, ha dejado de ser evidente. De ahí la desazón de tanto espectador quejumbroso porque hoy la obra de arte necesite –como si ello mostrara una carencia del propio objeto- dar explicaciones de sí y de su significado.

Pero, en paralelo a esta evolución que parece imparable, el mercado del arte sigue manteniendo su lógica del producto único “de autor”, de propiedad privativa y consideración patrimonial. Esto señala una disfunción entre la actividad laboral de la artista (su trabajo), ligada a procesos y productos no venales, y la obtención de los recursos que le permiten reproducirla (su empleo), vinculados a un entramado comercial basado en unas relaciones de producción que ya no se parecen en nada a las vigentes en el momento de levantarse ese entramado. El esquema mercantil del arte, claramente involucionista, determina, paradójicamente, una evolución aparentemente progresista de sus prácticas. La literatura y la música están hoy a años luz del grado de experimentalidad de las artes visuales (algo que ya constatara Burroughs hace más de medio siglo), que tensionan sus prácticas en un grado infinitamente superior. Sospecho que esta diferencia no es disociable del hecho de que las artes visuales y la arquitectura no conozcan una economía de escala. Los libros y los discos cuestan lo mismo independientemente del éxito de su autor, que cifra sus mayores beneficios en el número

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de ventas. A pesar de que estas disciplinas han fragmentado sus audiencias creando una música/literatura culta y otra popular, incluso las versiones cultas depende de un grado elevado de conexión con un público masivo. Las artes visuales (aún) no se han segmentado en su versión culta y pop (de hecho Warhol es uno de los artistas más cotizados del mundo, si no el más, y no precisamente por la venta masiva de sus productos entre un público amplio, que sería incapaz de ver sus películas) y quizá por ello puedan mantener un alto grado de radicalidad e informalidad, ya que solo necesitan para sobrevivir (en un contexto radicalmente elitista: la fractura que se da entre el elenco de las artistas más cotizadas y las que les siguen en las listas de éxitos dibuja una falla infinitamente más abrupta que la que se da entre los grupos musicales, que decrece en una pendiente mucho más suave) la aprobación de unos pocos compradores “informados” (al menos de las cotizaciones): aún hoy las literatas dependen de un amplio público burgués mientras los artistas visuales siguen trabajando para unos pocos mecenas “aristocráticos” que se encaprichan de sus obras irrepetibles. Este esquema tan reaccionario parece favorecer la radicalidad “integrada”.

Esta no correspondencia entre trabajo y empleo vincula el arte (que bien podría considerarse una forma elocuente de registrar un proceso de producción) con (la crisis de) el contexto laboral actual, en el que la producción y su traducción en plusvalía dependen cada vez más de la ciencia y la información y menos de la “fuerza de trabajo”. Un trabajo que, sin embargo, sigue funcionando como unidad de medida del coste del producto y, sobre todo, de la distribución de la renta. El empleo es cada vez menos necesario para la producción. Empresas

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con las facturaciones astronómicas de Google o Facebook emplean muy poca gente. Y, sin embargo, necesitan muchísimo trabajo que no remuneran, pues Facebook no sería nada sin la increíble cantidad de contenidos que suben a la plataforma millones de colaboradores sin sueldo, ni Google sin las miles de visitas que trazan los datos con los que ellos comercian. De ahí que tengan que redistribuir los fabulosos beneficios que obtienen a base de no pagar a las que trabajan para ellos a través de graciosas donaciones que “privatizan” los mecanismos de distribución de la renta. Por otra parte, sus productos no son privativos: el uso de sus servicios –a diferencia de los bienes de consumo tradicionales- no aumenta los costes de producción (mientras que el aumento de las ventas de coches exige una mayor fuerza de trabajo para fabricar las unidades, la cantidad de trabajo invertida en realizar una cadena de televisión es la misma independientemente de que sus abonados sean más o menos) por lo que el aumento de trabajo se coloca también en este sentido en una relación inversamente proporcional a la producción. En esta coyuntura se hace más evidente la contradicción entre los esfuerzos de muchas administraciones por promocionar la producción artística de sus nacionales con programas que (supuestamente) favorecen su posicionamiento en el mercado, y la radical precariedad de los productores de cultura, que nunca son los destinatarios finales de unas ayudas que se pierden en un circuito promocional (basado en última instancia en la expectativa de que el “héroe cultural local” devuelva a medio plazo la inversión en forma de promoción de su territorio al situarlo en el “mapa del prestigio cultural”) retroalimentado o proyectado hacia un mercado inexistente.

Todas estas paradojas tienen un “alto contenido geográfico”: el arte tradicional, ubicado espacialmente, auspiciaba –en función de su “eternidad” y “universalidad”- una recepción fuera de tiempo y lugar (la obra estaba físicamente unida a determinada iglesia, palacio o museo, pero hablaba de una realidad intemporal y extraterrenal a individuos de cualquier época y procedencia que siempre recalaban en un número limitado de referentes canónicos); el arte actual, exactamente al contrario, fluye desmaterializado por los canales de la información y, sin embargo, genera situaciones locales e históricas que, si bien pretenden proporcionar ejemplos de formas de usar la cultura, no aspiran a convertirse en modelos paradigmáticos (la actividad cultural local ya no puede confiarse a la contemplación temporal y presencial de los tesoros desplazados de la metrópoli, sino que requiere la promoción de situaciones arraigadas y territorialmente articuladas que se pueden desencadenar, sin embargo, a partir de referentes disponibles “on line”). Esta nueva coyuntura de las artes de la imagen parece estar afectando (quizá pecamos de voluntarismo) también a la arquitectura, lo que podría reeditar la tradicional “unidad de estilo” entre las artes que pareció romperse en la época de las vanguardias. La arquitectura también está derivando desde la construcción de espectaculares hitos monumentales para competir por el preciado bien de la atención cultural en el mercado del capitalismo de ficción (que percibe el territorio como imagen-recurso y convierte “autenticidad” e “identidad” en un espectáculo y un activo en el mercado de la diferencias) hacia la construcción de lugares en los que reeditar la vivencia de la polis en calidad de ciudadano.

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La opción académica. Pero, desde el ámbito académico, quizá la mayor perplejidad que nos provoquen estas reflexiones que, efectivamente, lejos de resultar novedosas, son ya lugares comunes, es su prácticamente nula incidencia en los entornos formativos. Los “nuevos” planes de estudio y las “nuevas” lógicas académicas, siguen centrados en destrezas artesanales, disciplinas estancas, compartimentos docentes inarticulados, enseñanzas magistrales, la sempiterna separación de teoría y práctica y, sobre todo, en prácticas y estructuras mentales basadas en la lógica promocional-competitiva del “yo, mi obra y mi mundo”. No obstante, mucho más sorprendente que el inmovilismo en las dinámicas de enseñanza-aprendizaje (que podemos suponer trabadas por una estructura laboral que impide la renovación) lo es la escasa atención que se presta a estas coyunturas en los procesos de investigación. En los últimos años, el interés por la naturaleza del concepto de “investigación artística” ha ido creciendo exponencialmente, aunque, como ya comentamos, excesivamente vinculado a la reivindicación gremial del reconocimiento de la actividad profesional del profesorado. La legitima aspiración al reconocimiento de los propios méritos en un sistema salarial cada vez más basado en incentivos, ha promovido una terrible confusión entre “ejercicio de la profesión” e investigación, cuando, por las razones antes expuestas, ambas realidades se presentan en la actualidad como casi antagónicas. Una confusión acrecentada por la consecuente inflación de “resultados de la investigación” basados en ella. En consecuencia, uno de los primeros objetivos de nuestro proyecto debería ser el de definir un espacio para la investi-

gación artística, en el contexto crítico arriba expuesto, que nos permita escapar del confinamiento mental que nos hace orientar nuestra docencia hacia la creación de mercancías que no tienen mercado; hacia la promoción de individualidades incompatibles con la lógica “conversacional” del arte; tomando como referente eventos basados en presupuestos que deploramos; utilizando mecanismos que malbaratan los pocos recursos que podrían destinarse a la producción artística… Pero no porque pensemos que debemos adaptar nuestras expectativas a las posibilidades reales de nuestra coyuntura menesterosa y provinciana, sino porque estamos convencidos de que la dinámica “metropolitana” está basada en presupuestos hace tiempo insostenibles (en el más amplio sentido de la palabra). Personalmente, yo hace tiempo que disfruto y aprendo más de la obra de mis alumnas que de la de los artistas que exponen en la sala de turbinas de la Tate. Quiero creer que no es por cortedad de miras, sino porque me parece mucho más enriquecedor y satisfactorio asistir a la gestación y la gestión de un proceso de trabajo intersubjetivo en el que puedo implicarme creativamente que contemplar un espectáculo, por reputado que sea la que lo firme (en fin, quiero creer que me gusta el arte de mis alumnos por la misma razón por la que me gusta más montar en bici que ver por la tele a un pelotón de drogadictos obsesionados por ganar el tour de Francia ). Si me asiste algún tipo de razón, ¿no deberíamos investigar la posibilidad de orientar nuestro trabajo a incrementar la consideración cultural y social de esa forma de hacer arte (y abrirla más allá de las aulas) en lugar de hipotecarla a la más que improbable posibilidad de promocionar sus obras en entornos mercantiles e institucionales que creemos que tampoco van a

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contribuir a enriquecerla?, ¿no deberíamos tratar de dar forma a lo que hacemos y creemos que debemos hacer en lugar de adoptar formas que se han demostrado ineficaces para desarrollar nuestras inquietudes intelectuales?, ¿no deberíamos pensar en otras formas de institucionalidad en lugar de recrear en provincias, en miniatura, un sistema de galerías, salas, museos, exposiciones temporales y catálogos que creemos que ni en su verdadera escala metropolitana están a la altura de lo que esperamos del arte (y que, además, generan unas estructuras que dilapidan los recursos económicos que deberían proporcionar al investigador el tiempo necesario para desarrollar su labor)?

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Son ya muchos los grupos, nacionales e internacionales, y las instituciones que prestan atención al problema de la adaptación de las prácticas artísticas a la nueva coyuntura artística y socioeconómica. Muchos de estos grupos de investigación promueven, además, estrategias para poner en práctica sus postulados a varios niveles. Son también varios los grupos que se han dedicado a poner en relación estas actividades, nacidas muchas de ellas con un alto espíritu autogestionario, articulándolas en un escenario más o menos coherente. Existen incluso experiencias académicas coherentes con este campo intelectual que han desarrollado espacios de trabajo y experimentación relativamente formal. Son también muchos los centros de arte que dan cobertura “museográfica” a todas estas iniciativas. ¿Podemos articularnos con todos ellos?, ¿podemos proponer ejemplos alternativos sobre cómo gestionar esta coyuntura?, ¿podemos poner la “opción académica del arte” a una altura en el debate cultural contemporáneo que permita contrastar las inercias del mundo del arte con sus propias contradicciones?

Coda Es evidente que nunca podremos dar por conluida la cartografía del espacio de la investigación artística (toda vez que este se ve afectado por la definición de aquella y las orientaciones que propende), pero sí se puede convenir que esa cartografía puede (y debe) levantarse y discutirse, reformularse y cambiar sus enfoques (ya hemos dicho que esa es, en gran medida, la labor del arte, desplazar los focos de atención). Y que existe (la hagamos conscientemente o no). Es decir, podemos convenir que tenemos herramientas metodológicas (o que merece la pena crearlas) para discriminar entre el arte contemporáneo y el que no lo es, entre el arte académico y el que no lo es, entre, en consecuencia, el mero ejercicio de la profesión y la investigación artística. Y dado que los significado del arte los encontraremos menos en los relatos que en los dispositivos, en las redes de conceptos que genere, en los mapas conceptuales que los cartografíen, en las orientaciones que propendan… el territorio de la investigación artística no vendrá definido tanto por las respuestas que sea capaz de ofrecernos como por las preguntas que acierte a plantearnose. Dejamos aquí algunas apuntadas. ¿Qué escenarios se abren a la práctica artística más allá de la “obra personal”, la estética del “selfbranding” y la orientación de la producción hacia el mercado en régimen de competitividad? En esos escenarios ¿qué viabilidad laboral puede tener esa actividad artística entendida como investigación artística, como actividad “virtuosa” (como la del artista “ejecutante”, por ejemplo, el músico) no orientada a la producción de mercancías? ¿Qué posibilidades tiene el arte

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de subsistir, en el marco de una economía de mercado, como actividad centrada en la búsqueda de alternativas culturales a esa misma economía de mercado? ¿podría jugar el arte algún papel en el marco de una economía de bienes relacionales en la que la disminución del productivismo no lleve aparejada una disminución de los intercambios económicos ni de las rentas del trabajo a ellos vinculadas? Dicho de otra forma, ¿podría el arte jugar un papel relevante en el proceso de descomercialización de nuestras formas de vida, en especial de los servicios asistenciales y culturales?, ¿cabría devolver servicios hoy mediados por relaciones profesionales (cuidar de los mayores y los menores, relacionarnos, hacer la comida, educar, divertir, formar...) a espacios de reproducción separados del mercado y su lógica? ¿Convendría recortar aún más el mercado de trabajo descomercializando los servicios culturales? ¿De qué modelos de recepción disponemos, más allá del binomio obra / comentario, que hagan indiscernible el momento de “recepción-interpreta-

ción-consumo final” del de “recreación-resignificación-(re) producción” y permitan gestionar el tránsito del modelo de la carencia al del exceso? ¿Es la autorreflexión docente un fin en sí misma, vinculada a la creación de modelos académicos que impliquen proyectos y procesos de trabajo que demanden colaboración dentro y en los márgenes del entorno académico, como incentivo al trabajo en equipo y a la elaboración de “empresas” complejas, como estrategia para tensar la estructura burocrática de los planes de estudio, o como estrategia para evolucionar del formato de artista de “arte final” al modelo de artista como “director creativo” o “curador-promotor-dinamizador? ¿Qué papel le cabe al arte en la redefinición del trabajo en el contexto de la creciente disociación del trabajo real (la actividad productiva del intelecto general) y el empleo?, ¿y en la representación de mecanismos alternativos de redistribución de la renta? ¿Se puede ser “artista a tiempo parcial”?

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CHAMI AN (Re)apariciones

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En la década de los 80, Jeff Wall revolucionó el arte por procedimientos ancestrales. Actualizó el peripatetismo baudelaireano, recorriendo el extrarradio de su ciudad con el fin de localizar escenarios donde recrear cuadros clásicos, mezclando à la Manet referencias a ilustres iconos culturales con anodinos individuos contemporáneos, nativos de esos no-lugares surgidos en los márgenes del crecimiento banal de las ciudades . Ese planteamiento, que formalizado al óleo sobre lienzo hubiera sido tildado sin duda de retrógrado, resuelto ahora mediante una fotografía que movilizaba los recursos del cine –lo que, obviamente, ironizaba con el paradigma documental de la propia fotografía y su “instante decisivo”-, expandió el campo de la imagen que tanto había estrechado el desprecio modernista de la figuración. Tres décadas después, Chami An repite el bucle re.creando el trabajo re.creativo de Wall, necesariamente desde otra coyuntura. Recorta los personajes de sus antiguas fotografías –añadiendo las posibilidades digitales a la teatralidad escenificada de la fotografía posada- y los reintroduce en el lugar exacto que ocuparon décadas atrás, cuando la foto “original” fue tomada. Un lugar que localiza, como buen flâneur contemporáneo, mediante el Google Street View. Por supuesto, el escenario ha cambiado. El personaje sigue, impertérrito, reiterando para la eternidad el elocuente microgesto con el que Wall quería

expresar esos momentos en los que el individuo se encuentra “fuera de sí”. Pero, como aquel bebedor de absenta de Manet que terminó (re)apareciendo junto a otros personajes de la comedia del arte, en uno de los solares allanados por Hausmann en su sistemático derribo del París gótico, todo a su alrededor ha cambiado. ¡París cambia!, ¡pero nada en mi melancolía se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques, viejos arrabales, todo para mí deviene alegoría, y mis queridos recuerdos resultan más pesados que las rocas.

… Escribía Baudelaire en “El cisne”. Ni la memoria clásica, ni su clausura moderna, ni su recreación postmoderna, ni los gestos del sujeto, ni los escenarios en los que tuvieron sentido, ni la pintura, ni la fotografía, ni la autoría… son ya lo que eran. O quizá son, por primera vez, lo que siempre fueron: fantasmagorías, la definitiva suelta del rocoso lastre del recuerdo, la asunción sin melancolía de la inevitable fetichización de la imagen, de su definitiva conversión en una convergencia inestable de sombras… como las que Chami An recrea a partir, por cierto, de la obra de Jon Rafman, otro “fotoperiodista” que obtiene sus fotografías documentales del Google Street View.

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Papel de boceto y papel vegetal con luz led

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Practicando el “flaneurismo” en Google Street View y a partir de doscientos cincuenta mensajes enviados por Facebook a distintas personas residentes en Vancouver, he localizado los emplazamientos concretos donde el artista fotoconceptual Jeff Wall tomó sus fotografías. Esta localización, alterada por el tiempo transcurrido, me sirve para reubicar los personajes sin destino de Jeff Wall, cuya peripecia se cierra en un bucle que no les conduce a ninguna parte.

Pushing voyeurism, 2013 C-Print sobre papel semi mate

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Passerby between two, 2013 C-Print sobre papel semi mate

Man with a riffle seein in 2009, 2013 C-Print sobre papel semi mate

There, anywhere, invisible man, 2013 C-Print sobre papel semi mate

Rear, 3385 East 25th Av. Vancouver, British Columbia, Canada, 2013 C-Print sobre papel semi mate

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Este proyecto parte de la captura de pantalla de un artículo encontrado en Internet que analiza la fotografía con la que Stan Douglas recrea las revueltas que tuvieron lugar en 1971 en las calles Abbott y Cordova de Vancouver, en protesta por el proceso de “gentrificación” del distrito de Gastown. El artículo describe detalladamente el acontecimiento. Mediante Google Street View vuelvo a aquel cruce, ahora convertido en un distrito comercial y, mediante la manipulación digital, genero otras lecturas a partir de la historia “inicial” de Douglas, expuesta en las olimpiadas de 2010 en forma de gigantesco mural en el centro comercial Woodward. Los personajes, creados en 2009 y desplazados ahora a 2013, siguen realizando “la misma” acción que en 1971, pero su contexto ha cambiado notablemente. Estos cambios, que afectan a la imagen derivada (de la imagen dirivada) obligan a corregir de forma paralela el artículo que originó el proyecto, lo que, a su vez sugiere nuevas imágenes. El proceso se repite de nuevo, pero los personajes de Douglas se trasladan ahora junto a los protagonistas anónimos que aparecen en la primera captura de Google Street View, generando nuevas correcciones en el texto, que a su vez sugieren nuevas imágenes, que entran en bucle...

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JORGE GONZÁLEZ AFONSO Dioramas y escenarios

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Jorge González es un artista que proviene del mundo del glamour, de allí donde la imagen sigue explotando sin complejos su belleza y su capacidad de seducción y comunicación. Y ha recalado en un mundo turbado, reflexivo y acomplejado como el del arte. No es que haya visto la luz y se haya convertido, seguramente pensó que, aunque el significado esté en las prácticas, la adquisición de conciencia (y agencia) sobre estas prácticas probablemente demande una toma de distancia con los hábitos profesionales y perceptivos, aunque sea meramente estratégica. El problema es que esa distancia rompe amarras con cualquiera de los atisbos de ingenuidad o inconsciencia que con frecuencia hacen viable la creación artística. Cuando se tiene plena consciencia no sólo del papel efectivo que juega la imagen (también la imagen “cotrahegemónica”) en la sociedad del espectáculo, sino de que su fragmentación, montaje, desconstrucción, “reproductivilidad técnica” y desauratización, su desmaterialización, postproducción o la desmitificación de su autoría, su distribución “copylef”, participación o archivo pueden no reportar los resultados emancipadores que las diversas ciberutopías nos hicieron creer. Cuando se toma conciencia de que, bien al contrario, pueden provocar un deslum-

bramiento por sobresaturación que convierta la disgregación en espectáculo y depotencie toda expectativa sobre la capacidad crítica del elogio postmoderno de la esquizofrenia... entonces, ¿qué hacer? Qué hacer sin regodearse en una ceguera autoinfligida, sin prolongar los funerales de un arte que empieza a oler a muerto, sin recrear una ingenuidad cínica e inverosímil, sin pretender que la exhibición de los síntomas pueda sustituir al tratamiento, sin explotar una retórica de la resistencia voluntarista… En definitiva, ¿cómo imaginar paraísos después de haber bajado a los infiernos? Supongo que a escala. Reclamando una autonomía alejada de toda la prepotente ingenuidad modernista, menos como un espacio de pacificación o una válvula de escape que como un invernadero en el que poder adaptar especies en extinción como la conciencia o la capacidad reflexiva. Ensamblando un cubo blanco menos parecido a una torre de marfil pretendidamente alejada de un mundo contaminado que a un diorama donde jugar a la “crítica institucional”, o a un kit de química social en el que cultivar tejidos –obviamente artificiales- susceptibles de ser implantados en el cuerpo mórbido de la visibilidad contemporánea.

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ALEJANDRO GOPAR Mutaciones

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La suspensión y la dilación del sentido fue, durante el modernismo, el contenido –estético, ético y político- que el arte opuso tanto a la persistente sed de verdades reveladas y certezas incontrovertibles de las mentalidades premodernas, como a la no menos dañina pasión por la accesibilidad y el entretenimiento de las industrias culturales postmodernas, que convirtieron el espectáculo en el nuevo culto de las sociedades seculares. La crítica a la representación desviaba el foco de atención desde el contenido hacia los soportes y los mecanismos que permitían su re.conocimiento. El arte ya no mostraba dioses y príncipes, sus códigos de conducta y sus estrategias de autolegitimación, sino los bastidores, las telas, los colores y las pinceladas que nos hicieron creer que el discurso de los oligarcas era “palabra de Dios”. Tampoco quería entretener ni gobernar la conciencia de un espectador pasivo para que se identificara con el vaquero en una película de buenos y malos. Pero la autoexigente contención del arte terminó por hastiar incluso a los propios feligreses de la religión de las formas. Y el arte se hizo entonces documental, realista, prosaico, informal, heterónomo, elocuente, pragmático, activista, estratégico… Pero –aunque a los nostálgicos de la épica esto les parezca

poco- alguien tendrá que quedarse de guardia. Alguien tendrá que reiterar –por aburrido que resulte- que todos los discursos son ideológicos; que el éxito de la representación es la madre de la falsa conciencia; que la eficacia solo se puede medir de acuerdo a un orden de valores vigente y presupuesto; que cada realidad tiene detrás un relato; cada verdad, una construcción intelectual; cada argumento, una equilibrada composición de elementos abstractos, con apariencia rotunda pero un fundamento meramente estético; y que cada sensación de belleza tiene detrás un código. Alejandro Gopar nombra el silencio –escrito en lenguaje Braille, como si quisiera citar la denigración moderna de la visión- con imágenes capturadas de pantallas a las que la alquimia fotográfica va restando “actualidad”. Y nombra también su reverso: el ruido mediático traducido a código. Tacha discursos políticos o extrae de ellos las palabras -dejando solo los signos de puntuación que evocan los subterfugios retóricos de la oratoria- para hacer imágenes en las que apenas se percibe la vibración del reconocimiento pero en las que, sin embargo, y en contra de lo que suele ser habitual, todo es lo que parece: textos que se leen como imágenes e imágenes que huelen a texto.

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Pinturas polaroid / Alegorías desfiguradas, 2013

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Sin titulo, 2013 Fotografía Digital

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Angela Merkel, “To the European Parliament”, 2007 (Espacio de las palabras del discurso marcado en negro)

George W.Bush, “Initial Operations in Afghanistan”, 2001

(Signos de puntuación del discurso sobre monocromo resultado de la fusión de los colores de la bandera)

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Tony Blair, “The Dossier on Saddam Hussein”, 2002 (Espacio de las palabras del discurso marcado en azul)

ADA RAMOS Sobre el alambre

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Ada Ramos es una artista que se desplaza por distintos medios -practica la fotografía, la instalación, la pintura, la performance y una suerte de híbrido entre la escultura, el dibujo, el collage y el reciclaje- tratando de hacer más fácil reconocerla como objeto que como sujeto de sus diversas creaciones. Por momentos pareciera que huye de su propio estilo, que, no obstante, la persigue con un aire de familia absolutamente reconocible. Y es que ese intento de ganarle terreno a su sombra es, en el fondo, absolutamente coherente con el tema que reaparece de forma recurrente en sus variadas formalizaciones: un sujeto (sin verbo) siempre a punto de despedirse de sí mismo, frágil, precario, expuesto a una incertidumbre que le deja a merced de su contexto, de sus determinantes (indefinidos, demostrativos, interrogativos…), de su ubicación, en la que parece adoptar una postura tan firme y, al mismo tiempo, tan mutable, disponible y amenazada como una figura en un tablero. Esos (anti)estilo y (cuasi)tema también resultan coherentes con su procedimiento, igualmente sometido a una indefinición que sólo se resuelve en sala y parece pensada para desquiciar a los comisarios. Hasta su fotografía tiene mucho de performático, nunca hay obra hasta el momento de su puesta en escena, y esta no cuenta con más guión que el de someter al

protagonista a la más absoluta incertidumbre sobre su papel. Nada queda de aquel viejo sujeto, dueño de sus muchos verbos, plenamente definido desde su enunciación, que anticipaba un relato vital con planteamiento, nudo y desenlace, con criterios, fidelidades y objetivos, que tenía además suscritas todas las pólizas para minimizar el impacto de los imponderables. O, mejor dicho, queda mucho: quedan los espacios, los lugares heredados -que sirven de fondo a las fotografías de Ada Ramos- y las propias salas de arte, con sus protocolos fijados para la correcta exhibición de una obra acabada de una autora definida. Quedan los centros de enseñanza, las pensiones, los contratos indefinidos, las bodas, los estados, la seguridad social… como meros escenarios de una figura desdibujada que parece siempre a punto de disolverse en ese fondo donde ya no puede reconocerse, donde ya no encaja su precariedad, su incertidumbre, su desubicación, su inconsistencia; en el que su vida hace equilibrios sobre un alambre o pende de un hilo que garabatea una percha sobre la que apenas acierta a colgar los restos de la sociedad del bienestar, una cultura material hecha harapos; en el que los viejos relatos lineales se han convertido en un enredo...

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FRANCISKO TORRES Inside the White Cube

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El cubo blanco se ha convertido en una de las metáforas maestras y en uno de los símbolos de referencia del debate artístico de entresiglos. Si el arte premoderno encontró su espacio natural en templos y palacios, el moderno lo encontró en las urnas de esas urnas llamadas museos, que ya no mostraban a feligreses o cortesanos los dogmas de las oligarquías sino que abrían al público “en general” los “valores universales e intemporales” del espíritu humano. Los cubos minimalistas que, como si quisieran reiterar su pureza, se mostraban en urnas transparentes dentro de los muros impolutos del museo, veían evidente el sentido de limpiar la cultura de todas las narraciones espurias de las oligarquías y abrirse a una experiencia estética higienizada de todos los viejos credos, iconos, atavismos o prejuicios vernáculos. Avanzando en esta cultura moderna de la sospecha, el escepticismo postmoderno también vio claro, pero en un sentido muy diferente al pretendido por los modernos, la intención de esta limpieza: el cubo blanco había barrido todas las representaciones aristocráticas y eclesiásticas para legitimar y elevar a la categoría de lo universal el valor cultural que la burguesía occidental –autoproclamada

“opinión pública”- había impuesto al mundo: el nihilismo; y el modelo de experiencia despolitizado e individualista que identificaba con la emancipación: la experiencia estética. Tras este segundo estirón de la sombra de la sospecha ¿qué le queda al artista? Poco más que ponerse en evidencia alongándose dentro del cubo para limpiar los restos de suciedad que dan testimonio de su carácter poluto; y, de paso, tratar de encontrar, con un penoso esfuerzo no exento de riesgo ni de patetismo, un hueco dentro de la transparente improcedencia de su disciplina (no sin arriesgarse a envenenarse con su propia exhalación autorreflexiva o a cortarse con el resquebrajamiento de su frágil carcasa). Francisko Torres no tiene la suerte de los artistas que ven claro el sentido de su labor, ni siquiera la de los que están convencidos de que su labor no tiene sentido. Parece pensar que la (formalización de la) búsqueda retroalimentada del sentido es él único sentido que puede tener una existencia que no lo puede encontrar en otro lado. Por eso la gramática de su obra es la reiteración y su contenido el esfuerzo, un esfuerzo ímprobo y baldío en el que la dignidad se da la mano con el dislate.

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Fotografías tomadas por Ramón Salas en el proceso montaje de la exposición de fin de curso de la Facultad de Bellas Artes de la ULL. ExConvento de Santo Domingo, San Cristóbal de La Laguna, 2013.

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He aquí el hombre, 2013. Videoperformance, 8’ 47”.

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