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May 21, 2017 | Autor: M. Herrera Feria | Categoría: Exposiciones Universales, Historia social de las mujeres, Historia de Puebla
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Descripción

Tirado Villegas, Gloria A. y Elva Rivera Gómez (coords.) Seguir las huellas. Hacia el centenario del Primer Congreso Feminista, 1916-2016. México: Fomento Editorial BUAP y Universidad Autónoma de Sinaloa, 2015. [ISBN: 978-607-737-090-1]

Mujeres poblanas en las exposiciones universales del siglo xix María de Lourdes Herrera Feria

Presentación El registro histórico de la presencia y actuación de las mujeres en México y sus regiones ha logrado notables avances desde las tres últimas décadas del siglo xx, en buena medida porque el auge de los movimientos feministas demandó su reconocimiento como sujetos históricos (Birriel Salcedo, 2005: 49-62) pero también porque la investigación histórica empezó a revalorar diferentes aspectos de la vida cotidiana, tanto en sus ámbitos privados como públicos, y los delimitó como campos de su interés. Los estudios iniciales pusieron el acento en el dato biográfico de mujeres notables y se enfocaron en mujeres que desempeñaron papeles de orden excepcional en momentos históricos clave (Arrom, 1992). Posteriormente la recuperación de las mujeres como sujeto histórico se benefició del estudio sobre las instituciones femeninas, por un lado, y por otro de la historia de la educación y del trabajo. Aquí son de obligada mención los textos pioneros de Josefina Muriel sobre los conventos femeninos (1946) y los recogimientos de mujeres en la Nueva España (1974), mientras que para el entorno angelopolitano se deben señalar los trabajos de Tirado Villegas (2000, 2002, 2004, 2009), Loreto López (2000) y Herrera Feria (2002, 2006). La evolución de la investigación histórica sobre las mujeres ha pasado por diferentes modelos interpretativos logrando un nivel de autonomía considerable, de tal manera que esta se ha diversificado enormemente abarcando asuntos sobre la vida privada —tales como la familia, el matrimonio, la maternidad, la jefatura familiar, los sistemas hereditarios, la sexualidad— y sobre la vida pública, por ejemplo: la participación política y la lucha por el sufragio, 111

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la religiosidad, la educación, el trabajo, la criminalidad, la violencia de género o las identidades femeninas. En estas líneas de exploración se ha otorgado un papel protagónico a las mujeres y se han criticado las relaciones de dominación patriarcal y de subordinación durante diferentes períodos de la historia (Gálvez Ruiz, 2006). Estas aproximaciones han revelado su utilidad para la descripción de la coexistencia entre hombres y mujeres y, gracias a ellas y sólo ahora, permiten plantear el análisis de una compleja relación marcada por la resistencia pero también por la cooperación en los procesos de transformación de las sociedades. En las líneas siguientes se presentan las circunstancias en las que tanto hombres como mujeres asumieron la tarea de representar dignamente a la nación mexicana en los escenarios de las exposiciones universales, partiendo de la hipótesis de que la convocatoria a construir una representación de lo nacional fue una oportunidad que las mujeres tomaron al vuelo para insertarse de manera natural en el ámbito de la vida pública del México decimonónico.

México en el ancho mundo Las ferias comerciales que se realizaban en las ciudades europeas desde el Medioevo para el intercambio de mercancías y capitales, lo mismo que las exposiciones públicas de alcance local y nacional de productos e innovaciones técnicas que tuvieron lugar desde el siglo XVIII, constituyeron el antecedente de las exposiciones universales decimonónicas. En los inicios de la segunda mitad del siglo xix se operó un cambio sustancial y aparecieron sólidos fundamentos e instituciones en la economía mundial que alentaron una red cada vez más densa de intercambios de bienes, servicios y personas, conectando a los países desarrollados entre sí y a estos con el mundo no desarrollado (Hobsbawm, 1976). A partir de 1851 cada año nuevos productos, ideas, actitudes y oportunidades comerciales fueron sometidos a la atención de millares de personas en recintos expositivos, ya locales, ya nacionales o universales, que se habilitaron regularmente, a veces de manera paralela, en distintos puntos de la geografía mundial. Pero entre todos ellos los que se celebraron en Londres, París, Filadelfia, Viena, Nueva Orleans y Chicago fueron las que lograron la mayor resonancia e impacto. En general estos grandes eventos se pueden visualizar como oportunidades idóneas para mostrar los avances del progreso y la modernidad (López-Ocón,

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1998) pero un análisis más particular permite observar la actuación de quienes se sumaron a las empresas expositivas como recurso de promoción social. De 1851, en Londres, a 1900, en París, se organizaron un sinnúmero de exposiciones con pretensiones de universalidad estableciendo el ciclo de lo que James B. Gilbert (1994) definió como exposiciones victorianas, las cuales compartieron un estilo de difusión cultural: promover la “alta cultura” que se gestaba en las grandes capitales, en oposición a las exposiciones que se celebraron después de la Primera Guerra Mundial, orientadas principalmente a la difusión de la “cultura popular”. En esa primera gran exposición universal de 1851 la participación de México como país expositor fue totalmente marginal, pero aun así se puede apreciar cómo funcionarios, empresarios, políticos y algún audaz expositor asumieron la celebración de este evento como una oportunidad para mostrar al gran público europeo el esplendor de la naturaleza mexicana, dotada de una geografía peculiar que permitía gozar de una primavera perpetua. La trascendencia del evento no pasó desapercibida para algunos mexicanos atentos a lo que sucedía en el ancho mundo; más adelante los veremos aparecer como organizadores y expositores de las colecciones mexicanas que se prepararon en diferentes oportunidades para exhibirse en los escenarios internacionales. La participación de México en la primera exposición universal pasó casi desapercibida para propios y extraños. Un indicio de la escasa atención que mereció la muestra mexicana es la ausencia de registros documentales sobre preparativos, expositores o productos enviados, sólo en las crónicas periodísticas de la época pueden obtenerse algunas referencias. La Ilustración mexicana reseñó extensamente la exposición nacional, organizada por el ayuntamiento de la Ciudad de México con el fin de seleccionar los objetos más notables para integrar la colección mexicana que debía enviarse a Londres, aunque su apreciación fue lapidaria. El mismo autor de esta crónica se ocupó de hacer el recuento de los escasos objetos enviados a Londres: “un cuadro de camelote, flores de cera, un frasco de aceite de coquillo, un poco de chitle, una escasa colección de maderas, unos cuantos muñecos de cera y ¡nada más!” (Zarco, 1851: 131). Después de esta experiencia, y a pesar de la inestabilidad política que campeaba en los asuntos de gobierno, los hombres del régimen alcanzaron a comprender la importancia de lograr una efectiva representación en los escenarios mundiales. Aunque en la segunda mitad del siglo xix se organizaron más de una docena de grandes exposiciones el gobierno mexicano sólo desplegó los mayores esfuerzos organizativos en aquellas que le permitieron, 113

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conforme a lo dicho por los responsables de las muestras, “presentar a la vista del mundo entero el cuadro de los adelantos artísticos e industriales y de las riquezas naturales de México” (Riguzzi, 1988: 149-151). La exposición universal que tendría lugar en París en 1855 fue la primera oportunidad de los funcionarios mexicanos para ensayar la puesta en marcha de nuevas formas de organización que sirvieran a los fines promocionales de la joven república. Se involucró a funcionarios en México y a los que estaban apostados en diferentes sedes consulares europeas, principalmente en París. Incluyó la consabida organización de una exposición nacional de objetos de industria y artes en la primera semana de noviembre de 1853, pero a diferencia de lo que había sucedido en 1850, cuando se atendió la invitación a la gran exposición londinense de 1851, esta vez los agentes del Ministerio de Fomento se dieron a la tarea de reunir los artefactos y productos más notables de todos los departamentos y remitirlos a la Ciudad de México para que “se escogieran los más preciosos” para su envío a la exposición. Del mismo modo se nombró una comisión integrada por funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores y de individuos suficientemente instruidos para colocar los objetos enviados por México; además estaban capacitados para dar todos los informes y explicaciones que requiriesen los miembros del jurado de la exposición (Herrera Feria, 2012). Al funcionamiento de las dependencias gubernamentales, recientemente formadas, se sumó la participación de individuos agrupados en juntas protectoras. Estas juntas, resabio de la organización social del antiguo régimen, estaban integradas por personajes prominentes de cada localidad que prestaban sus servicios sin remuneración para alentar y promover diversas tareas públicas: asistencia y auxilio a los pobres, educación, salud, higiene y moralización. A la hora de articular la acción social en favor de la digna representación de la nación, la forma tradicional de organización fue reeditada y aprovechada por las nuevas estructuras de gobierno. Los hombres del régimen aprendieron que México no podía concurrir ventajosamente a estos escenarios internacionales sin una intensa y extensa labor de preparación. La ansiada credibilidad de la comunidad internacional se convertía en una meta inalcanzable para un país sumido en la anarquía. Los eventos políticos y sociales en la década de los años sesenta y parte de los setenta imposibilitó la participación mexicana en las exposiciones universales que tuvieron lugar en esa década.

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Instalado por la fuerza de las armas francesas y con la connivencia del sector conservador, el gobierno imperial de Maximiliano de Habsburgo retomó el asunto de la representación del, ahora, Segundo Imperio Mexicano en los certámenes internacionales. Con ese propósito se formó una estructura organizativa en la que se integró a individuos notables en sus campos de conocimiento con representantes de los poderes políticos locales. Los afanes organizativos de Maximiliano y sus ministros quedaron suspensos ante los insalvables obstáculos que enfrentó el proyecto imperial. En el plano interno se pueden consignar limitaciones presupuestales impuestas por la supeditación de los recursos financieros del país a la administración y fiscalización de los funcionarios franceses; resistencias del bando conservador, que no encontró en el régimen monárquico las reivindicaciones anheladas, y una territorialidad acotada por los rebeldes republicanos, el gobierno imperial nunca alcanzó a controlar la totalidad del territorio nacional. En el contexto internacional fue decisivo el abandono del proyecto del imperio mexicano por parte de Napoleón III, quien libraba sus propias batallas en el continente europeo, y el retorno a la arena política internacional de los Estados Unidos de América que, una vez concluida su Guerra Civil, volvía a ocuparse decididamente de la defensa de sus zonas de influencia política y económica. En ese escenario el proyecto de construir un imperio mexicano era irrealizable, lo mismo que su representación en la exposición parisina de 1867. Los funcionarios franceses encargados de organizar la exposición de 1867 resolvieron la ausencia mexicana con el concurso de uno de sus comisionados científicos en México, Léon Méhédin, quien insistió en la construcción de un pabellón mexicano y en la exposición de una colección de objetos reunidos durante el transcurso de sus exploraciones. Sin embargo, el objetivo estuvo muy lejos de alcanzarse. Una vez restaurada la república, para el Ministerio de Fomento fue fundamental desarrollar una política orientada a rectificar la percepción negativa sobre el país que hiciera posible la inversión extranjera y la creación de mercados para los productos mexicanos en el exterior haciendo visibles las bondades de su clima, la laboriosidad de su mano de obra, las ventajas fiscales que ofrecía el régimen y su estabilidad política. En esos años, para las elites afincadas en el centro del país orientar la estructura productiva nacional a la exportación de sus productos parecía la única vía para alcanzar la tan ansiada prosperidad legitimadora, perspectiva que era ampliamente compartida por las elites gobernantes en el continente latinoamericano. En consecuencia el 115

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gobierno federal asumió la promoción de la exportación como una misión fundamental de su gestión pero se comenzó a advertir que el éxito del modelo dependía no sólo de la existencia de una creciente demanda internacional sino también de una respuesta adecuada a ella de los productores, a la sazón en el papel de posibles expositores. Un cuarto de siglo después de que iniciaron las exposiciones internacionales el gobierno mexicano estaba en condiciones de exhibir lo aprendido. Funcionarios del Ministerio de Fomento y los productores en calidad de expositores tuvieron en la Exposición Internacional que se organizó en Filadelfia, para conmemorar el Centenario de la Firma del Acta de Independencia de los Estados Unidos en 1876, la oportunidad de mostrar sus avances materializados en objetos diversos y en capacidad organizativa. La exposición de Filadelfia fue la oportunidad de México para reinsertarse en los circuitos internacionales y, por lo mismo, fue cuidadosamente valorada su participación. Los funcionarios mexicanos sabían que la nación necesitaba, tanto como la más desconocida, una ocasión a propósito para presentar a la vista del extranjero un indicio de lo que había sido, de lo que era y, sobre todo, de lo que podía llegar a ser. De manera pragmática se calculó que en los seis meses que duraba la exposición se podía realizar una importante labor que en otras condiciones llevaría largos años de afanes. Por lo tanto, si se quería sacar el máximo provecho de ese evento no sería suficiente enviar los productos de todo el territorio mexicano si no iban acompañados de aquellas noticias estadísticas útiles que exigía el sentido práctico de los hombres de empresa y de los potenciales inversionistas. Entonces para presentar los objetos mexicanos en Filadelfia se debían organizar los trabajos necesarios para recoger noticias estadísticas e históricas, preparar ediciones de folletos explicativos para ser distribuidas de manera gratuita, los cuales debían presentarse en español, inglés, francés y alemán, y debían contener noticias de cada uno de los grupos de productos exhibidos, expresando metódica y claramente el lugar de origen de los productos, la cantidad de productos que se podían obtener por distrito; sus costos; los precios de las unidades productivas; los medios y gastos de transporte; sus puntos de venta y los mercados en los que se demandaban; los derechos aduanales; el precio medio del trabajo en la localidad; las condiciones del terreno y el clima; las facilidades de explotación; el número de habitantes; en una palabra, todo lo que un hombre emprendedor necesitaba saber con el fin de emplear su trabajo o de invertir su capital. Las instituciones, los mo116

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numentos y las antigüedades debían ser presentados en álbumes fotográficos, en esculturas o en publicaciones para indicar el propio interés y para alentar el estudio de los hombres de ciencia. A partir de 1876 se sientan las bases, tanto de la estructura organizativa como del proceso de formación, de las colecciones representativas de México en las exposiciones internacionales, las que se irían afinando en la medida en que se consolidaban las estructuras de gobierno y se incorporaban funcionarios, políticos y técnicos especializados a estas labores. A fuerza de repetir el proceso se perfeccionaron las formas de operación para lograr el objetivo de promover la imagen de México como destino idóneo para la inversión de capital. Para la exposición de Nueva Orleans en 1885 Porfirio Díaz, en su calidad de presidente de la comisión mexicana, estaba en condiciones de poner a funcionar una red de relaciones muy extensa que tenía su núcleo en una comisión central que se replicaba en los estados e incluso en los municipios, que a su vez comandaba un grupo de agentes y técnicos encargados de alentar a los habitantes a la patriótica tarea de contribuir a la construcción de la imagen de modernidad de México en el extranjero. La efectividad de este esquema organizativo mostró sus bondades en la exposición universal de París en 1889; a partir de esa fecha la presencia mexicana en los escenarios internacionales cobraría relevancia gracias a la experiencia acumulada. En las exposiciones subsecuentes, Chicago en 1893 y París en 1900, por mencionar las más relevantes, los comisionados encargados de organizar el primer nivel de acción colectiva lograron la cooperación de los habitantes de la república y obtuvieron notables resultados. Este conjunto de acciones y otras más, que tenían por objeto mostrar las posibilidades de desarrollo que ofrecía México al gran capital, formaban parte de un activo programa de promoción del país en el extranjero, programa que fue ejecutado sin vacilación conforme a la racionalidad de las elites gobernantes, pasando a veces por sobre los intereses y aspiraciones de sus gobernados, y con el apoyo de un cuerpo de cuadros especializados: funcionarios, burócratas y técnicos fueron surgiendo en la medida en que la vida material y cultural de la sociedad mexicana acusaban recibo de la paz, de las mejoras materiales, de la inclusión de mujeres e indígenas, grupos otrora marginados, y de la propagación de la instrucción básica y superior. Al finalizar el porfiriato este grupo de burócratas y científicos había construido una imagen de México

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como nación moderna para consumo interno y externo: premios y diplomas obtenidos en los certámenes internacionales acreditaban su desempeño. Desde la perspectiva de la elite que administraba el México porfiriano la construcción de la nación pasaba por el reconocimiento internacional. Las estrategias diseñadas para alcanzar ese objetivo movilizaron recursos a favor de construir una idea de nación que pudiera ser compartida por la mayoría de la población y exhibida en el plano internacional, en ella coexistían elementos de su pasado prehispánico, que la dotaban de una identidad diferenciada, y las aspiraciones de progreso material, que la equiparaban con el mundo occidental. En la segunda mitad del siglo xix México era un país en donde casi 90% de la población residía en el campo. Al ser un país rural y agrícola no es una cuestión menor el análisis de cómo los habitantes de las patrias chicas, constituidas en torno a las principales localidades y municipios, participaron en esa gran empresa que resultó ser la construcción de una imagen nacional de modernidad

Mujeres poblanas a escena En la Exposición Nacional Mexicana de 1850, que sirvió de ejercicio previo a la formación de la colección mexicana que debía llevarse a la exposición londinense de 1851, la participación de las mujeres en los recintos expositivos, ya como expositoras, ya como asistentes, no pasó desapercibida. Francisco Zarco, bajo el seudónimo de Fortún, en su “Crónica de la exposición” publicada en La ilustración Mexicana, al tiempo que pasó revista crítica a los objetos exhibidos consignó la presencia femenina. Allí apuntó que: La señora doña Josefa Lara de Guttman obtuvo un tercer premio por un precioso ramo de flores, en que lucía la mayor habilidad de imitación de las distintas hojas, y que según las palabras de la junta, es “digno, por cierto, de premio más significativo”. De la misma señora había otros cuadros que representaban un paisaje completo en que se veían hombres y animales. La señorita Soledad Muñoz Cano presentó dos canastillas lindísimas de flores de camalote, y si mereció solo mención honorífica, esto debe solo atribuirse a la extraña aglomeración que se hizo de efectos que no admiten puntos de comparación. Lo mismo puede decirse con respecto al curioso bordado de doble vista, hecho en tela de seda por la señorita Cayetana Ortiz, pues a juicio de las personas instruidas en las dificultades del arte, es una obra de primer orden. La señorita Hermosillo en el 118

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bordado que se llama de seda de pelo ha logrado que sus trabajos se confundan casi con el dibujo, tanta es la finura y perfección. En el gusanillo fue notable la canastilla de flores presentada por la señorita Dolores Roa. Un paisaje bordado de hilachilla con mucho esmero por Manuela Godoy alcanzó mención honorífica. Llamaban además la atención las obras de la señora Chivilini, cuya habilidad oímos ponderar a multitud de personas; las de la niña Manuela Landa, que cuenta apenas nueve años, y las hechas en gros por Cayetana Ortiz. Había además otro cuadro, cuya construcción no podemos explicar por ser enteramente profanos en el asunto, pero según parece es una cosa nueva, y las figuras aparecen como en relieve. Era un ciervo, en que si el color no era muy a propósito, la figura se desprendía muchísimo del cuadro. Es una obra de la niña Cecilia Poulet, enseñada en el establecimiento de educación que dirige Madame Larrède, calle de Tacuba. En cuanto a flores de mano, la escasez era extraordinaria […] lo único perfecto […] los hermosos ramos mandados por la señora Carlota Gott, florista de la calle de San Juan de Letrán. Ella ha sabido hacer de trapo toda clase de flores, ha imitado todos los follajes, desde los más tersos y brillantes, hasta los opacos y musgosos. Los colores están dados con una maestría admirable. De sus trabajos no se ha hecho ni mención honorífica. Además el bordado tiene títulos para ser considerado como un arte difícil y estimable (Zarco, 1851: 63-64).

Alejado de sus ensayos y tratados más polémicos, intentando eludir los rigores de la censura, entre 1850 y 1855 —años en que se enfrentó a los presidentes Mariano Arista y Santa Anna— Zarco se permitió explorar vetas un poco más mundanas, más “románticas” y más “literarias” y parece tropezar con la literatura y con el mundo de las crónicas, pero una lectura atenta de sus crónicas revela formas mucho más sutiles de lidiar con su propuesta liberal y con los ideales de una tambaleante ciudadanía (Rodríguez Lenmann, 2008). En la misma “Crónica” apunta que: Sentimos, sin embargo, que el bordado no haya tenido la separación que merece, puesto que es un arte que solo tiene íntima analogía con el dibujo y con la pintura. Bordar es en efecto pintar con seda, con gusanillo, etcétera, y hay que vencer grandes dificultades para dar sombras y colores exactos. Así, pues, incluir en la misma división las obras de joyería, las de carpintería, las de platería y los bordados, fue desventajoso a estos últimos […] Siendo estos los únicos ramos en que toma parte el bello sexo, debieran ser vistos con más aprecio y procurarles mayor estímulo. Reflexiónese que una joven con el producto de sus bordados suele ser el único sostén de una

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familia numerosa y miserable, de un padre anciano, de una madre enferma, de niños inocentes y desvalidos (Zarco, 1851: 65, las cursivas son de la autora).

Para este pensador liberal la laboriosidad femenina fue adquiriendo un nuevo valor a la luz de su utilidad social, más allá del estrecho marco del entorno familiar, mientras que el ocio y la frivolidad, no sólo de las mujeres, devinieron en motivo de irónicos comentarios: Sobre el zócalo se había formado un salón, donde estaba la música, y que era el sancta sanctorum de la exposición [todos querían subir a aquel salón aunque el espacio era muy reducido y el acceso lo controlaba la policía]. A pesar de tanta dificultad, las niñas más delicadas manifestaban la mayor intrepidez para llegar a exponerse, porque el salón, que estaba casi vacío, era la exposición de la raza humana, porque allí cada cual ostentaba o su hermosura o sus galas o su fatuidad o su orgullo o su cinismo. Allí se exponen todas las clases de la sociedad y muestran aquello de lo que pueden envanecerse: juventud, belleza, fortuna, afeites, hijas a las que les buscan novio, esposas, matrimonios de tres, livianas damas de altos nombres, notabilidades políticas. En la exposición está todo lo más heterogéneo de nuestra sociedad; allí todo se iguala, una casaca o un tápalo son los títulos para entrar. Así, aquello es una masa informe de necios y de hombres de talento, de potentados y de miserables, de oprimidos y de opresores, de genio y de estupidez, de crimen y de virtud: todo mezclado, todo cubierto con el velo de gasas y casimires, telas que sirven hoy para dar una apariencia uniforme a nuestra sociedad (Zarco, 1851: 69, las cursivas son de la autora).

Inicialmente las labores de aguja fueron las mayores contribuciones de las mujeres a las colecciones mexicanas exhibidas en el extranjero. En la medida en que se perfeccionó su organización, y con ello la difusión de las convocatorias, un mayor número de mujeres aportó objetos a las muestras mexicanas. Esta tendencia se vio alentada por una coyuntura favorable en 1876: después de una ausencia de casi dos décadas México regresó a los escenarios expositivos internacionales y la exposición internacional de Filadelfia, organizada para celebrar el centenario de la firma del acta de independencia de los Estados Unidos de América, propuso un recinto particularmente destinado a mostrar los trabajos de las mujeres. Aunque ese Pabellón de las Mujeres en la Exposición del Centenario fue motivo de controversia por la forma en que 120

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fue financiado y por la percepción generalizada de que estaba en una categoría de segunda clase, bien sirvió al propósito de visibilizar el genio femenino. En esa oportunidad los trabajos de cinco mexicanas lograron diploma y medalla: los bordados de Margarita Matute, los trabajos de aguja de Josefina Mata y Ocampo; la colección de bordados presentados por el Colegio La Paz; el ramo de flores artificiales de la señorita M. Pensado, y la colección de flores de cera manufacturadas por Antonia Alcocer. Después de 1876 el gobierno central de la república reconoció la utilidad de las exposiciones industriales, comerciales y de bellas artes y alentó su periódica realización como un eficaz medio para estimular la industria, activar el tráfico comercial y promover el cultivo del arte y la instrucción pública, a fin de dar a conocer tanto al interior del país como en el extranjero los elementos de su riqueza nacional. En los primeros días de mayo de 1879 se organizó una notable exposición en la ciudad de Mérida, Yucatán. En 1880, “para hacer adelantar las ciencias, las artes y la industria patria”, la Sociedad Poblana de Artesanos llevó a cabo una Exposición Nacional, mientras que la Academia de San Carlos retomó la práctica de celebrar anualmente una exposición para presentar al público sus trabajos y para dar una idea exacta del adelanto de los mexicanos en la ejecución de obras artística. En la exposición parisina de 1889 finalmente se logró integrar a la tradicional muestra mexicana de productos naturales (agrícolas y minerales), productos manufacturados, reproducciones y modelos de máquinas y herramientas, así como una extensa colección de objetos culturales (colecciones de fotografías, libros, boletines de sociedades científicas, mapas y cartas geográficas, informes estadísticos, piezas musicales) que pretendía dar cuenta del progreso de la instrucción pública y del desarrollo científico nacional. De la misma forma se refrendó la actividad de los artistas mexicanos (pintores, escultores y grabadores) en los recintos expositivos dedicados a las bellas artes. Sin embargo la mayor parte de las poblanas presentaron objetos correspondientes al grupo IV, Tejidos, vestidos y accesorios: Soledad B. de Boclar, Josefa Campomanes y las hermanas Teresa Charles, Piedad Flores, Rosalía P. de Furlong, Concepción Galicia, Arcadia Guerrero, Soledad Hierro, Jerónima Juárez, Leontina Massien, Juana Mena, Margarita Mendoza, Micaela B. de Montoya, Dolores Morales, Francisca Morales, Josefa Muñoz, Guadalupe Osino, Amelia Pérez, Adelaida Rascón, Carolina Roble, Rosa Rojas, Antonia Vargas, la viuda Hernández e Hijos y María de J. viuda de Ortega. Sólo Paula Luz Ortega presentó materiales y aparatos para la industria química, mientras 121

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que las señoritas Rodríguez de Teziutlán presentaron muebles y accesorios (Herrera Feria, 2012). En febrero de 1891 la Secretaría de Relaciones recibió la invitación del presidente de los Estados Unidos de América, al pueblo y al gobierno de México para participar en una gran exposición conmemorativa del cuarto centenario del descubrimiento de América, que tendría lugar en la ciudad de Chicago los meses de mayo a octubre de 1893. La invitación inmediatamente se hizo circular entre individuos y corporaciones privadas y públicas. Para que el certamen pudiera dar resultados comerciales favorables a México se estudiaron con detenimiento qué artículos de producción nacional podían ser exportados con ventaja. Se llegó a la conclusión de que materias primas, productos agrícolas y animales eran los que tenían mejores oportunidades de exportación. A los gobernadores de los estados y jefes políticos de los territorios se les pidió la formación de colecciones completas y abundantes de fibras, gomas y resinas acompañándolas del mayor número de datos sobre condiciones y costos de producción. Para ciertos productos como el café, el cacao y el chocolate se indicó la conveniencia de hacer distribuciones, al natural y preparadas a los visitantes de la exposición, por lo que convenía enviar considerables cantidades de esos artículos divididas en pequeños paquetes destinados a la distribución. Sin embargo muchos estados de la federación no pudieron poner en práctica esta idea por la crisis agrícola que la prolongada sequía había producido en ellas. La exposición colombina dio una particular importancia a la participación femenina. En el Pabellón de la Mujer se presentaron objetos que revelaron mucho sobre la situación social de las mujeres en ese momento y la necesidad de seguir avanzando en el movimiento por la igualdad de derechos. Aunque su existencia no provocó cambios significativos para el movimiento de mujeres, este pabellón fue sin duda un prometedor primer paso que sentaría un precedente para la participación de las mujeres en los años posteriores. Para responder a esta convocatoria, el 9 de agosto de 1892 se formó la Junta de Señoras de México correspondiente a la de Chicago, y la primera dama del país, doña Carmen Romero Rubio de Díaz, fue nombrada su presidenta. Los cargos de tesorera y secretaria recayeron en Laura S. de Mariscal y Luz A. de González Cosío, respectivamente. La primera era esposa de Ignacio Mariscal, entonces secretario de Relaciones Exteriores, y la segunda de Manuel González Cosío, secretario de Comunicaciones y Obras Públicas. La Junta de Señoras de México la integraban además cinco comisiones cuyas 122

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responsables debían encargarse de reunir y seleccionar para la ocasión una muestra representativa que revelara al mundo las habilidades que la mujer mexicana poseía en las diversas artes y manualidades. Al frente de la comisión de pintura fueron nombradas Gertrudis García Teruel de Schmidtlein y Concepción L. de Lascuráin; la de literatura estuvo a cargo de Joaquina Inclán de Zamacona y María Lozano de Landa; la de bordados y labores de aguja quedó en manos de Alejandra V. de Redo, Concepción de Valle y Dolores Cervantes de Riba, mientras que la de música recayó en María Cañas de Limantour y Javiera Buch de Landa y, por último, Esther Guzmán de Díez Gutiérrez y Elena Mariscal de Limantour fueron las encargadas de la sección de cerámica (Guzmán Muñoz, 2014). Gracias al trabajo del periodista Irineo Paz, quien hizo una descripción detallada vitrina por vitrina de los objetos mexicanos puestos en exhibición en Chicago, al tiempo que ofrecía su comparación con las colecciones de los otros países, sabemos cómo se presentaron los trabajos de las mexicanas en la exposición colombina: El primer aparador contiene unas elegantes colchas, sobrecamas, fundas y toallas, hechas por las señoras de Puebla, Querétaro, Toluca, Guadalajara, Morelia, Culiacán y ciudad de México […] una colección de camisas, variadísima, que exhibe la casa de Coblentz de México y otra de pañuelos con marcas especiales. Lucen mucho unas hamacas de Mérida sumamente finas, blancas y con los colores nacionales, lo mismo que las obras de camelote de Oaxaca y Chiapas. Entre todos esos primorosos objetos está descollando el cuadro intitulado “Una página azteca”, lleno de jeroglíficos y bordado por señoritas de Querétaro. Atraen allí mismo las miradas de los visitantes dos vistosos cojines presentados por la señora Romero Rubio de Díaz y hechos con grande esmero en la Escuela Normal de México. Son espléndidos, verdaderamente notables, unos rebozos de seda procedentes de Guadalajara y el Distrito Federal. El segundo aparador contiene unos muy buenos retratos hechos en Guadalajara, de una pasta que nombran aquí barro blanco, unas flores de cera y de pluma hechas en Puebla que han llamado muchísimo la atención, lo mismo que otros varios trabajos también de pluma, muy artísticos; una canasta primorosa de filigrana; un servicio de te finamente decorado por la Sra. Schmidtlein de México, y unos muebles en miniatura admirables. Una colección de frutas en mármol de Puebla, […] muchos pañuelos, exquisitos todos, los unos bordados, los otros deshilados y varios bordados en litografía por señoritas de Guadalajara, 123

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Querétaro, Puebla, Morelia, Culiacán, Mérida y Zacatecas […] una pintura muy buena sobre ónix de la señora García Teruel… unos trajes de chinas poblanas y de tehuantepecanas ricas que son muy admirados, lo mismo que los uniformes de rurales tan exquisitamente bordados y decorados por la señora de Martínez, esposa del actual gobernador de Puebla. Hay unos sombreros jaranos correspondientes a los vestidos de los rurales, bordados con primor, también por la señora de Martínez. Son, además, trabajos que se reputan como muy delicados […] una cubierta de piano de Concepción Villavicencio, de Puebla […]; unas toallas bordadas por Gabina Gómez, de Puebla… El bello sexo de nuestro país está perfectamente representado en esta exhibición de objetos de bellas artes y literatura. Los cuadros de nuestras damas ocupan, como las de nuestros pintores, los muros de las escaleras en sus respectivos edificios […] La literatura está representada en las obras de nuestras más distinguidas poetisas (Paz, 1894: 78-87).

En esta oportunidad las mujeres mexicanas no solo participaron con productos y labores de aguja o confección de ropa, empezaron a incursionar en la producción de objetos culturales. De Puebla, además de Trinidad Galindo, Luisa Garcilazo. Sofía Gómez, Juana Marín, Herlinda Martínez, Soledad Martínez, Soledad Miranda, Andrea Romero y Paulina C. viuda de Aldana, quienes se distinguieron por sus labores de mano y fabricación de alimentos (Herrera Feria, 2012), las composiciones poéticas se hicieron presentes. La lira poblana se publicó en la imprenta de los sucesores de Francisco Díaz de León por orden del gobierno del estado de Puebla en 1893. En este tomo se incluyeron composiciones de seis poetisas: Rosa Carreto, Severa Aróstegui, Leonor Craviotto, María Trinidad Ponce y Carreón, María de los Ángeles Otero y Luz Trillanes y Arrillaga (Guzmán Muñoz, 2014). A pesar de los esfuerzos de las autoridades locales la colección poblana fue más bien modesta, revelando con ello que en esta ocasión la actitud de los poblanos ante la empresa de construir el prestigio nacional fue más de indiferencia que de cooperación. Sin embargo hay algunos elementos que deben destacarse: primero, el esfuerzo por presentar objetos en todos y cada uno de los grupos previstos por el sistema de clasificación, situación que no se había registrado en anteriores exhibiciones; segundo, si bien se mantuvo la predominancia de objetos y productos de la agricultura, se observó una significativa presencia en el rubro de manufacturas, los objetos correspondientes a este grupo ocuparon un segundo lugar por su cantidad en la colección poblana; 124

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tercero, los productos minerales, finalmente, representaron la realidad de un territorio en el que sólo se localizan yacimientos de minerales aptos para la decoración y la construcción (ónix y mármoles); cuarto, se abrieron paso los objetos representativos del nivel cultural y educativo en la región y, finalmente, emergió la colaboración de un sector de la población marginado de los grandes eventos públicos: las mujeres. Para la exposición parisina de 1900 los objetos reunidos fueron producto de los avances logrados por las instituciones que florecían al amparo de la paz pública. Órganos de gobierno, asociaciones culturales y empresas no se limitaron a la recolección y presentación de objetos raros o curiosos sino que enviaron objetos representativos de actividades productivas y culturales acompañados de estudios de carácter descriptivo, estadístico, analítico o francamente propagandístico. Por la amplitud de la colección presentada en París en 1900 es imposible hacer un recuento detallado, pero a partir de las solicitudes de admisión de objetos y de los informes dados por el comisario general de México se puede recuperar la participación de las mujeres poblanas: María Acevedo y Sofía Rosas, señoritas Caballero, Concepción Castañeda, Lucía Cervantes, Carmen Isla, Margarita Jaramillo, Refugio Nava, Dolores Vega, expositoras de labores de mano; Margarita Anzures, expositora de trabajos escolares; Paz Montaño, expositora de obras pedagógicas, y María de Jesús Palacios, expositora de jabones finos (Herrera Feria, 2012). La contribución poblana a la muestra Mexicana en 1900 fue una expresión de los logros de su sistema educativo y del desarrollo de su estructura productiva. Desde los años ochenta se había alentado, tanto en la ciudad capital como en sus distritos, la propagación de la instrucción elemental con el establecimiento de escuelas públicas para niños y adultos y la apertura de clases nocturnas, cursos sabatinos y dominicales para las clases trabajadoras; se había reorganizado la instrucción superior, abriendo nuevas cátedras en El Colegio del Estado y fundado nuevas instituciones como la Escuela de Artes y Oficios del Estado y dos escuelas normales, una para profesoras y otra para profesores, que aunque concentraban su acción entre los habitantes de la ciudad capital también ejercían su influencia entre los pobladores de los distritos porque estas instituciones estaban obligadas a otorgar lugares de gracia a alumnos sobresalientes del interior del estado.

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Observaciones finales La participación de las mujeres en la formación de las colecciones mexicanas que se expusieron en el extranjero durante el siglo xix fue creciendo en la medida en que se afirmaban los gobiernos de tendencia liberal, los cuales demandaban el concurso de todos sus ciudadanos para construir una digna representación de la nación. En los momentos en que esa construcción tropezó con resistencias e indiferencias los funcionarios del aparato gubernamental recurrieron a la mediación con los productores para que participaran con su personal trabajo, con sus recursos o con su esfuerzo como expositores, y a la inclusión de sectores de la población tradicionalmente marginados de la toma de decisiones, entre los que se contaban las mujeres. Inicialmente las mujeres respondieron al llamado gubernamental de contribuir a la digna representación de la nación con las habilidades ganadas de manera empírica en el espacio doméstico, las llevaron a un grado de perfección que resultó útil a esas pretensiones representativas. Y su condición de individuos útiles a la nación les abrió la puerta no sólo a los escenarios expositivos sino, sobre todo, al trabajo asalariado, a la instrucción, a la participación política, en suma, a la esfera de lo público. En la compleja realidad del siglo xix, donde se codificó rigurosamente la condición femenina al tiempo que se inauguraban las posibilidades de la ciudadanía, las mujeres no se perciben ni como víctimas ni como heroínas sino como actores sociales que gestionan su participación en la escena pública. Bibliografía Arrom, S. M. (1992). “Historia de la mujer y de la familia latinoamericanas”, Historia Mexicana, XLII (2), pp. 379-418. Birriel Salcedo, M. M. (2005). “A propósito de Clío: miradas feministas”, en I. Torres Ramírez, Miradas desde la perspectiva de género. Estudios de las mujeres, pp. 4962, Madrid: Narcea. Gálvez Ruiz, M. Á. (2006). “La historia de las mujeres y de la familia en el México colonial. Reflexiones sobre la historiografía mexicanista”, Chronica Nova (32), 67-93.

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