(2013): \"Oceanus Hispanus: Navegación y comercio a orillas del Atlántico en época romana\"

September 9, 2017 | Autor: C. Fernández Ochoa | Categoría: Roman Archaeology
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Descripción

Oceanus Hispanus: Navegación y comercio a orillas del Atlántico en Época Romana1 Oceanus Hispanus: Navigation and trade in the Atlantic Ocean in Roman times Carmen Fernández Ochoa2 & Ángel Morillo3

Resumen: El océano Atlántico fue para los hombres de la Antigüedad un territorio impreciso, cuyos contornos van definiéndose poco a poco gracias a las navegaciones púnicas. La entrada de Cádiz en la órbita romana va a propiciar la prolongación de las rutas de comercio mediterráneo hacia el norte, durante los siglos II-I a. C., alcanzando las costas gallegas. La conquista de la Gallaecia septentrional y las Galias por parte de César, así como la expedición a Britannia marcan claramente un momento nuevo en la relación de Roma con el Océano, que se configura como una frontera política. La continuación de la política imperialista bajo Augusto y sus sucesores inmediatos supondrá la ampliación del Imperio hacia el norte y el oeste, incorporando regiones como Germania y Britania, con la consiguiente exploración de los territorios costeros del Golfo de Vizcaya, Canal de la Mancha, el Mar Báltico y el Mar del Norte. Se configura así un nuevo espacio marítimo, perfectamente integrado dentro de la estructura política y comercial del Imperio, con varias rutas de navegación marítimo-fluviales, una de las cuales conectaba directamente con el Mediterráneo contorneando las costas de la Península Ibérica. Palabras Clave: Atlántico, navegación romana, comercio romano, rutas, puertos, muelles, faros Abstract: The Atlantic Ocean was perceived as non-defined space in the Antiquity. It starts to get defined thanks to the Punic sailings. The integration of Cádiz in the Roman state promote the elongation of the Mediterranean trade routes to the north, including the coast of actual Galicia during the 1st and 2nd Centuries BC. The conquest of the north of Gallaecia and the Gauls by Caesar, as well as the expedition to Britannia were a new starting point in the relations of Rome with the Ocean, new political frontier of the Empire. The development of the imperialist policy carried out by Augustus and his successors meant the enlargement of the Empire towards the north and the west as a 1

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El presente trabajo se ha elaborado en el marco de los Proyectos de I+D HAR2008-06018-CO2/ HIST: Formación y disolución de civitates en el NW peninsular. Estructuras de poblamiento y territorio, realizado bajo la dirección de Carmen Fernández Ochoa, y HAR2011-24095: Campamentos y territorios militares en Hispania, dirigido por Ángel Morillo Cerdán. Universidad Autónoma de Madrid. Universidad Complutense de Madrid 57

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result of the incorporation of the regions of Germania and Britannia. This situation also led to the subsequent exploration of the shores of the Bay of Biscay, the English Channel, the Baltic Sea and the Northern Sea. As a result of that, a new maritime space is created and integrated within the commercial and political structure of the Empire, with several sea-river shipping routes linking up straight to the Mediterranean surrounding the Iberian coast. Key words: Atlantic Ocean, Roman shipping, Roman trade, shipping routes, harbours, docks, lighthouses.

El Oceanus Hispanus. ¿Un espacio marítimo periférico en Época Romana? El Atlántico fue para la literatura griega antigua un espacio repleto de resonancias míticas y fantásticas, donde el sol desaparecía cada día. Más allá del Estrecho de Gibraltar, escenario de las hazañas míticas de Heracles y Perseo, y de Gadir (Cádiz), extremo del oikouméne o mundo conocido y puerta hacia lo desconocido, se encontraban paraísos perdidos, como el Jardín de las Hespérides, la Atlántida platónica, las Islas de los Bienaventurados, sin olvidar las ricas y remotas Casitérides. El propio Homero, y los poetas griegos arcaicos, como Hesíodo, Píndaro y Estesícoro, crean una imagen de ficción y misterio de las tierras del extremo Occidente (Gómez Espelosín, 1999: 64). Los historiadores y geógrafos de época romana retoman y desarrollan esta línea argumental, en la que el relato contenido en el Libro III de la Geographica de Estrabón tuvo una enorme trascendencia, al crear una imagen de barbarie y subdesarrollo para los pueblos que habitaban las playas atlánticas, frente a la “civilización” mediterránea (Fernández Ochoa y Morillo, 2007: 18-19). Esta visión mediterraneocentrista se veía reforzada con el calificativo de finis terrae o fin del mundo conocido (Arce, 1996: 72-73), aplicado a las tierras del extremo occidente peninsular, lo que venía a reforzar la idea de periferia y frontera del Imperio, de la que se derivaba la práctica inexistencia de navegación y comercio. El peso de esta imagen estereotipada para las tierras atlánticas de Hispania queda de manifiesto si lo comparamos con la de otras regiones más septentrionales y alejadas geográfica y culturalmente de los modelos mediterráneos, conquistadas en momentos posteriores, como las riberas del Rin o Britania, que sorprendentemente son contempladas de una forma menos “periférica”.

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La indefinición de las regiones ribereñas occidentales del Imperio se reflejan incluso en la variabilidad terminológica acerca del propio nombre del océano (Schulten, 1963: 129-131; Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 33). Los nombres empleados van desde el sencillo “Okéanos” griego, calificado por los escritores latinos como “Oceanus Atlanticus” o “Atlanticum mare”, a las denominaciones más específicas como “Oceanus Hispanus”4, “Oceanus Hesperius”5 , “Atlanticus Sinus”6, “Magnus Sinus” 7, “Sinus Oceani” 8, “Oceanus Cantabricus”9, “Sinus Aquitanicus” 10, “Oceanus Gallaicus” 11, “Oceanus Gallicus” 12 y “Oceanus Britannicus” 13 . Esta variedad terminológica ejemplifica la dificultad para fijar la toponimia regional del paisaje atlántico. La escasa atención prestada por las fuentes textuales a las costas atlánticas llevaba a la investigación a relegar a una posición secundaria el tráfico marítimo en estos parajes. Las escuelas historiográficas francesa y británica han insistido en este argumento (Dion, 1954; Lewis, 1958). Esta opinión se manifiesta claramente en obras ya clásicas de la arqueología, como la de A. Grenier, quien llegaba a hablar de “una actividad marítima mediocre, puramente indígena y local” (1934: 520). Algún autor ha apuntado incluso que el silencio de las fuentes sobre la navegación atlántica a partir de Augusto obedeció a razones de propaganda política estatal (Roman, 1983: 266-268). Aunque el tráfico marítimo atlántico nunca alcanzó el mismo desarrollo que en el Mediterráneo debido a las especiales dificultades para la navegación que presenta (fuertes vientos y corrientes, violentos temporales, costas altas y acantiladas con escasos fondeaderos y refugios naturales, rompientes a flor de agua), la obra de Reddé es la primera en reivindicar el importante papel de la navegación romana en las riberas oceánicas. Su concienzuda búsqueda en los textos clásicos ha permitido identificar algunos pasajes con menciones indiscutibles al tránsito por estas aguas, que alejan la imagen de un mar duro e infranqueable que proyectaba la historiografía tradicional (Reddé, 1979). Su labor 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13

Plinio, NH XXXVII, 177. Avieno, Orbis Terrarum 19, 53, 478. Avieno, Ora Maritima 84. Avieno, Ora Maritima 147. Orosio, Adv. Paganos I, 2, 72. Ptolomeo, Geographica II, 6, 3 y VIII, 4, 2; Claudiano, Laus Serenae 75-76. Plinio, NH IV, 109; Ptolomeo, Geog. VIII, 5, 2. Marcial, Epigrammatae X, 37, 4. Plinio, NH II, 220 y IV, 114; Marcial, Epig. X, 37. Mela, Chorographia I, 15 y II, 85-6. 59

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permite, ya desde finales de los años setenta del siglo XX, comenzar a romper la visión tradicional e incorporar al discurso científico la existencia de diferentes rutas de navegación, tanto de altura como de cabotaje, a lo largo y ancho de toda la fachada atlántica europea, algunas de ellas con un claro origen prerromano (Sanquer et alii, 1977; Reddé, 1979; Roman, 1983: 261). Las últimas décadas han confirmado esta renovación (Cunliffe, 1991 y 2001; Rankov, 2005; Sillières, 2005; Pferderhirt, 2005; Sánchez (ed.), 2008; Hugot y Tranoy (eds.), 2011). La tradición historiográfica española y portuguesa hace que la investigación peninsular se vea mucho más afectada durante las décadas centrales del siglo XX por la marcada dicotomía entre lo mediterráneo y lo atlántico. Las regiones levantinas y meridionales se valoran como sociedades más desarrolladas y avanzadas por sus contactos marítimos con griegos y fenopúnicos en la Antigüedad. Frente a ellas, el área atlántica corresponde a pueblos inmersos en un círculo cultural más retardatario. En el medio, las áreas interiores peninsulares de tradición céltica se convierten en un territorio “disputado” por los investigadores de diferentes tendencias. La consecuencia inevitable es que el peso de los estudios mediterráneos en el mundo clásico ha mermado el interés acerca del mundo atlántico y de su integración dentro de los circuitos comerciales romanos. Una excepción dentro de este panorama, que apenas tuvo repercusión en su momento, pero que anticipaba un viraje en el tratamiento de la cuestión, fue la postura de A. Balil, que reivindicó la trascendencia del comercio atlántico en el proceso de implantación romana en regiones como Galicia y el Cantábrico (Balil, 1971; 1974). Hemos de esperar hasta finales de los ochenta para que la arqueología hispanorromana comience a cambiar su perspectiva sobre la relevancia del tráfico comercial en las riberas del Atlántico y su influencia de cara a la inserción de estas regiones dentro del mundo romano. Para el caso español, trabajos como los de Remesal (1986), Naveiro (1991), Fernández Ochoa y Morillo (1994), Iglesias Gil (1994), Chic (1995), Fernández Ochoa (coord.) (1996), Carreras y Funari (1998), Millán (1998), Carreras (2000), Fernández Ochoa (ed.) (2003), Urteaga y Noaín (eds.) (2005), González Rubial (2006/2007), Carreras y Morais (ed.) (2010), Carreras y Morais (2012) han consolidado una potente línea de investigación en este ámbito. Esta misma tendencia se ha abierto camino en la vecina Portugal, con investigadores como Mantas (1990; 1999; 2004), Cunliffe (2001), Blot (2003 y 2011) y Fabião (2009), además de los trabajos mencionados de Carreras y Morais. La vertiente atlántica de la Península Ibérica se integra así en una nueva visión del comercio romano mucho más equilibrada y basada en evidencias 60

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arqueológicas, que demuestran la existencia de la infraestructura necesaria para mantener los ritmos de navegación, tanto de cabotaje como de altura.

En la frontera de la realidad: La conquista de las Aguas Atlánticas La referencia de Heródoto a las islas Casitérides, así llamadas por la abundancia de estaño (“kassíteros” en griego)14, va a convertirse durante mucho tiempo en casi la única mención a los escenarios oceánicos en la literatura griega antigua, contribuyendo a forjar una imagen estereotipada de las tierras del Extremo Occidente, siempre ricas en metales. Siglos más tarde, Estrabón amplía nuestra información sobre dichas islas, señalando que eran diez y que se situaban en alta mar, al norte del puerto de los ártabros (Brigantium-La Coruña)15 . La existencia de las Casitérides sigue moviéndose dentro de las referencias fabulosas de los geógrafos griegos. La imprecisión respecto a su ubicación concreta, que se ha querido buscar tanto en la costa gallega como en las Islas Británicas, regiones ambas ricas en estaño, e incluso en la Bretaña francesa, impide conocer el alcance real de las navegaciones mediterráneas prerromanas en aguas del Atlántico norte. Sin embargo, lo reiterado de las alusiones en los textos clásicos a estas islas nos lleva a considerar seriamente la existencia de visitas e intercambios comerciales oceánicos ya a partir de un momento muy antiguo, que debemos remontar al periodo comprendido entre los siglos VIII y VI a. C., y que cristalizarían en una hipotética ruta marítima fenicia hacia las fuentes septentrionales del estaño (Morillo, 2012: 398). Los hallazgos fenicios y púnicos en la fachada atlántica de la Península Ibérica, que se remontan al siglo VI y son especialmente abundantes a partir del siglo IV a. C., avalarían la existencia de un comercio mediterráneo a lo largo de todo este espacio marítimo, desde Cádiz y el sur de Portugal (Millán, 1998: 160-175; Arruda, 14

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“…De la parte extrema que en Europa cae hacia Poniente, confieso no tener bastantes luces para decir algo de positivo. No puedo asentir a lo que se dice de cierto río llamado por los bárbaros Eridano, que desemboca en el mar hacia el viento Bóreas, y del cual se dice que nos viene el electro, ni menos saldré fiador de que haya ciertas islas llamadas Casitérides de donde proceda el estaño; pues en lo primero el nombre mismo de Eridano, siendo griego y nada bárbaro, clama por sí que ha sido hallado y acomodado por alguno de los poetas; y en el segundo, por más que procure averiguar el punto con mucho empeño, nunca pude dar con un testigo de vista que me informase de cómo el mar se difunde y dilata más allá de Europa, de suerte que a mi juicio el estaño y el electro nos vienen de algún rincón muy retirado de Europa, pero no de fuera de su recinto” (Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia III, 115, trad. P. Bartolomé Pou) Geographica, III, 5, 11. 61

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1999/2000, Sousa y Arruda, 2010) hasta el territorio de los galaicos (Naveiro, 1991: 130-131; González Ruibal, 2006/07: 262-269, 512-523). Pero dichos testimonios se rarifican hasta casi desaparecer al este del cabo Estaca de Bares, lo que descarta una continuación de dicha ruta en aguas cantábricas en época tan antigua. El castro de Campa Torres, en la parte central del litoral asturiano, constituiría el punto más oriental donde se documentan productos mediterráneos (Maya y Cuesta, 2001b; 154-159; Carreras, 2001; González Ruibal et alii, 2010). Algunos indicios arqueológicos hallados en las costas bretonas francesas y en las Islas Británicas también han llevado a pensar en la llegada de navegantes fenicios y griegos procedentes del sur de la Península Ibérica (July, 1969: 283). Sin embargo, los planteamientos más ajustados a la realidad arqueológica se inclinan por la llegada de los productos mediterráneos a través de las vías fluviales interiores de la Galia (Cunliffe, 1991: 573-578; Cunliffe, 2001). El aumento de la documentación arqueológica en la fachada occidental de la Península a partir del siglo IV a. C. confirma la intensificación del comercio mediterráneo en este periodo, que tuvo que ir acompañado necesariamente por un incremento de los viajes exploratorios, de los que nos han llegado escasas noticias literarias y todas ellas indirectas. A través de las fuentes conocemos varios periplos noratlánticos, como el de Midócrito que, según Plinio, fue el primero en llevar a Grecia el estaño de las Casitérides16. Pero los más conocidos son los de Himilcón y Piteas. El viaje de Himilcón, que debemos situar a mediados del siglo V a. C., se enmarca también dentro del interés púnico por alcanzar las Casitérides. Plinio afirma que fue enviado para explorar la costa atlántica europea, pero desconocemos su ruta, así como los resultados de su exploración17. En la Ora Maritima de Avieno, compuesta en el siglo IV d. C., se menciona que Himilcón alcanzó las islas atlánticas Oestrymnides, allí donde los habitantes de Tartessos encontraban el estaño (Schulten, 1955). El mejor conocido de los tres fue del de Piteas de Masalía18, realizado entre el 333 y el 323 a. C. Piteas siguió la ruta que, desde Cádiz, se dirigía hasta las costas gallegas. El recorrido a partir de este punto está lleno de incógnitas, pero en opinión de algunos autores, alcanzó directamente las costas francesas y desde allí se dirigió hasta Gran Bretaña, siguiendo hacia el norte hasta la mítica isla de Thule, posiblemente Islandia o Noruega (Millán León, 1998: 173-175).

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Naturalis Historia VII, 197. NH II, 169. Estrabón, Geog. I, 4, 5; II, 4, 1-2; II, 4, 11; III, 2, 11; Diodoro V, 21; Gémino VI, 9;

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No cabe duda de que las exploraciones que dieron origen a dichos relatos, todavía envueltos en cierto misterio, debidamente explotado como recurso literario por los historiadores antiguos, debieron de suponer un progresivo conocimiento geográfico de la región atlántica, a disposición de los navegantes que se internaban en este espacio marítimo buscando beneficios económicos. En el 206 a. C., la entrada de Gadir (Cádiz) en la órbita romana va a convertir a esta nueva potencia en heredera directa de la política e intereses comerciales de la vieja ciudad fenicia en las costas oceánicas. Bajo su dominio, el Atlántico Norte va adoptando unos contornos geográficos más nítidos y definidos, hasta convertirse en una auténtica frontera política del Estado romano durante la época augustea, si bien nunca llegó a perder su contenido simbólico como finis terrae. El afán por extender su dominio político, primero a las tierras hispanas y, más tarde, a la Galia, Germania y Britania, llevó a Roma a impulsar diversas expediciones con fines claramente militares. La primera de estas fue la de Polibio quien, a mediados del siglo II a. C., realiza un periplo en dirección norte a partir del Estrecho de Gibraltar, siguiendo una ruta que contorneó las costas atlánticas peninsulares y alcanzó la Galia19. Desgraciadamente su relato no se conserva. En el año 137 a. C. tiene lugar la campaña terrestre de D. Julio Bruto contra los galaicos20, que alcanza la desembocadura del Miño. El progreso en el conocimiento de la fachada atlántica peninsular entre los historiadores y geógrafos grecolatinos queda de manifiesto en el papiro hallado hace algunos años que contiene un mapa y varios pasajes de la Geografía de Artemiodoro de Éfeso, algunos de ellos relativos a la Península Ibérica. Este geógrafo, que realizó diversos viajes por las costas hispanas, publicó su obra entre el 104 y 101 a. C. (Kramer, 2006: 98 y 102-105). Años más tarde, en el 61 a. C., César extiende el dominio político romano hasta el Golfo Ártabro. Dión Cassio21 menciona específicamente Brigantium (La Coruña) como escenario del desembarco, aunque seguramente se refiere al fondo de la rada coruñesa, al pie del castro prerromano de Elvira (Bello y González Afuera, 2008), ya que la arqueología retrasa la fundación del asentamiento romano hasta varias décadas más tarde. En esta expedición militar, la flota gaditana, al mando de L. Cornelio Balbo, desempeñó un papel trascendental, haciendo valer

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Polibio, Historiae III, 16. Tito Livio, Ab Urbe Condita LV, Estrabón, Geog. III, 3, 1; Orosio, Historiarum Adversus paganos V, 5, 12. Dion Cassio, Historia Romana XXXVII, 53. 63

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sin duda los conocimientos de los marinos de Gades sobre la ruta atlántica (Chic, 1995: 62). Carecemos de una información semejante sobre la exploración de las costas cantábricas peninsulares, que debió tener lugar algunos años antes de las Guerras Cántabras (26-19 a. C.), por motivos claramente estratégicos. Sin embargo, las referencias de carácter geográfico que contienen las fuentes grecolatinas posteriores muestran un sesgo muy marcado hacia la descripción de la zona litoral, lo que nos hace sospechar la existencia de unas fuentes comunes originales, que no han llegado hasta nosotros. Dichas fuentes adoptarían la forma de derroteros de carácter militar, administrativo o comercial, que señalaban una ruta a través del Cantábrico que tocaba en distintos puntos del litoral (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 52). Entre estos documentos, cuya existencia sólo podemos intuir, posiblemente desempeñó un papel muy destacado la obra encargada por M. Agrippa con ocasión de las Guerras Cántabras, los Comentarios de Geografía (Roddaz, 1984: 573-574). La información contenida en esta obra literaria se reflejaría en el Orbis Pictus, mapa del mundo conocido pintado en el Pórtico de Vipsania Polla, que se encontraba en el Campo de Marte de Roma. Plinio22 y Dion Cassio23 aluden a esta representación cartográfica, mientras Estrabón menciona indirectamente esta obra (Tierney, 1963: 152). La única referencia que conservamos sobre la navegación cantábrica en este periodo es la alusión a la classis Aquitanica durante las Guerras Cántabras. Según los textos de Estrabón24, Floro25 y Orosio26, dicha escuadra, procedente de los puertos aquitanos, habría desembarcado en algún punto del litoral. Mientras Floro y Orosio asignan un papel estrictamente bélico a esta discutida intervención, Estrabón apunta que la intervención de la flota se realizó debido a las necesidades de trigo y otros víveres por parte del ejército. La conquista de las Galias por parte de César, en particular del territorio atlántico habitado por los vénetos, situado en torno a la desembocadura del Loira (57 a. C.), así como la expedición a Britannia (54 a. C.), suponen la extensión del mundo romano hasta el Canal de la Mancha. Más que una frontera, el Atlántico norte se convierte en un nuevo mar interior, extensión del Mediterráneo más allá del Estrecho de Gibraltar. Aunque en origen, el desencadenante de esta política 22 23 24 25 26

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NH III, 8 y 16-17; IV, 118; V, 9. HR LV, 8, 3-4. Geog. III, 4, 18. Epitome rei gestae Romanae II, 33, 46. Historiarum adversos paganos VI, 21, 4.

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atlántica cesariana fue el interés económico que suponía controlar todas las rutas comerciales del Occidente galo que se prolongaban desde los estuarios de los grandes ríos hacia el otro lado del Canal, la conquista de la fachada marítima abrió la puerta al incremento progresivo de los contactos comerciales ya iniciados en época prerromana, que culminaría con el desarrollo de una navegación romana en la región. La continuación de la política imperialista bajo Augusto y sus sucesores inmediatos supondrá la ampliación de la oikouméne hacia el norte y el oeste, incorporando regiones como Aquitania, Germania y Britania, con la consiguiente exploración de los territorios costeros del Báltico y el Mar del Norte, hasta configurar un espacio marítimo, nuevo pero perfectamente estructurado (Morillo, 2003: 20-21).

Instalaciones portuarias y estructuras de apoyo a la Navegación Atlántica Los puertos, puntos de apoyo necesarios en las rutas de navegación, donde cargar y desembarcar mercancías y someterlas al control fiscal, estaban definidos por su papel como activos centros de intercambio, a través de los cuales se exportaban los productos del área terrestre inmediata o dependiente económicamente y desde los que se distribuía por esta misma zona las mercancías importadas por vía marítima desde los grandes centros neurálgicos del Imperio. En este sentido, su posición respecto a las rutas de penetración hacia el interior del territorio tendría una importancia vital (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 30; Mantas, 2004). Las fuentes clásicas asignan a determinados establecimientos el término portus, que debemos identificar con lugares que disponían de determinadas condiciones naturales o artificiales, como una zona protegida, con aguas tranquilas y de suficiente calado, donde los barcos podían recalar a resguardo de los temporales, e incluso invernar. Se emplean asimismo otras denominaciones como plagia, positio, refugium o statio, para espacios más o menos abrigados, aunque sin duda peor dotados que los anteriores, donde los navíos podían fondear con cierta seguridad (Besnier, 1907: 595-596; Casson, 1971: 361-370). En principio debieron utilizarse ensenadas protegidas para recalar las embarcaciones, descargarlas mediante barcazas de pequeño calado o incluso vararlas en la arena de la playa. Más adelante, las necesidades de la navegación y del comercio obligaron a ampliar la superficie de agua protegida de los vientos y corrientes mediante diques, e incluso construir puertos artificiales en lugares 65

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con condiciones naturales poco propicias27. Lejos de los grandes emporios comerciales del Imperio como Ostia y Alejandría, dotados de una potente infraestructura portuaria, la mayor parte de los puertos romanos deberían constar de una básica estructura de apoyo a la navegación como diques, muelles y malecones, además de tinglados, astilleros y almacenes para mercancías. Las condiciones naturales de cada puerto y su posición en relación con las principales rutas de navegación y la red de comunicaciones terrestres, además de su papel administrativo, determinaban su categoría e importancia relativa, así como el esfuerzo invertido en su construcción. Indudablemente los principales centros de ruptura de carga, donde se trasvasaban las mercancías de las grandes naves a barcazas marítimo-fluviales, tuvieron que disponer de instalaciones complejas. Los problemas de ingeniería portuaria revestían mucha mayor dificultad a orillas del Atlántico, con grandes mareas y costas batidas por fuertes vientos. Especialmente complicado debió de ser resolver el problema de las mareas, con variaciones de la cota del agua nunca vistas en el Mediterráneo, que podían hacer embarrancar un navío y romper su casco (Zozaya, 1992: 55-56). La solución fue aprovechar lugares protegidos con suficiente calado para los barcos. Por este motivo, en aguas atlánticas se optó a menudo por utilizar estuarios o cursos bajos de los grandes ríos bajo dominio mareal como fondeaderos y puertos, que de esta manera quedaban protegidos de las tempestades. El curso fluvial actuaba además como elemento regulador de las mareas. Esta topografía permitía desarrollar todo un conjunto de infraestructuras (muelles, cargaderos, talleres, almacenes, salinas) repartidos por las orillas de la bahía, estuario o ría, donde se entremezclaban e interrelacionaban el dominio terrestre y marítimofluvial, que podían cubrir una extensión muy considerable. Todos estos enclaves secundarios, donde se explotaban y comercializaban los abundantes recursos del mar, actuaban como centros redistribuidos de las mercancías importadas hacia el interior del territorio, y entraban en la órbita económica del enclave que funcionaria como portus principal a efectos administrativos y fiscales. La propia dinámica geomorfológica y los movimientos eustáticos del nivel del mar se han dejado sentir especialmente en estas zonas de los cursos 27

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La descripción más completa acerca de las condiciones naturales y las obras de infraestructura imprescindibles que debía reunir un establecimiento portuario a comienzos del Imperio se encuentra en el extenso tratado arquitectónico escrito por Vitrubio (De Architectura V, XIII). Sin embargo, este autor no nos informa, por ejemplo, del empleo de estructuras portuarias con arcadas sustentadas sobre pilares de piedra, que conocemos a través de algunas representaciones iconográficas.

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bajos de los ríos atlánticos, lo que han hecho retroceder la línea litoral varios kilómetros respecto a la época romana, cegándose completamente secciones enteras de rías y estuarios y ocultando probablemente antiguas instalaciones portuarias. La costa portuguesa ha proporcionado recientemente ejemplos muy bien definidos (Silva y Rocha Pereira, 2010; Granja y Morais, 2010). Los puertos atlánticos mejor conocidos en la actualidad desde el punto de vista arqueológico son Burdigala (Burdeos) (Debord y Doreau, 1975; Debord et alii, 1982, 173-178; Barraud y Maurin, 1996, 45-49; Barraud, 2003; Gerber, 2005 y 2010) (Fig. 1-3) y Londinium (Londres) (Milne, 1985 y 1986; Marsden, 1994) (Fig. 4). Otros establecimientos de carácter secundario como Biganos, en la bahía de Arcachón (Wozny, 2008: 102-103) (Fig. 5), Velsen (Castellum Flevum), en la costa frisia (Morel, 1986), o los de las riberas del Rin (Colonia, Mainz, Xanten, etc.) (Doppelfeld, 1953; Petrikovits, 1952) (Fig. 6) presentan estructuras portuarias como muelles y escolleras muy semejantes a los puertos principales28. Por lo que se refiere a la Península Ibérica, hasta hace poco tan sólo en Oiasso (Irún) se habían constatado evidencias de este tipo. Las excavaciones de las calles Santiago y Tadeo Murgía han puesto al descubierto diferentes restos

Fig. 1 – El puerto de Burdigala (Burdeos) en el Bajo Imperio (Gerber, 2010). 28

En realidad, dichas estructuras atlánticas encuentran referentes muy próximos en aguas mediterráneas, como bien ha argumentado Bernal (Bernal et alii, 2005). 67

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Fig. 2 – Detalle de los embarcaderos augusteos del puerto de Burdigala (Burdeos) (Gerber, 2010).

Fig. 3 – Reconstrucción de las riberas del Garona en Burdigala (Gerber, 2010). 68

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Fig. 4 – Reconstrucción del puerto romano de Londinium (Londres) (Museo de Londres).

Fig. 5 – Fundamentos del muelle de Biganos, en la bahía de Arcachon (Wozny, 2008).

Fig. 6 Muelle fluvial de la colonia Ulpia Trajana (Xanten) 69

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pertenecientes a una gran infraestructura portuaria, cuya fisonomía resulta muy semejante a la de otros puertos del ámbito atlántico: muelles o rampas de calado realizadas mediante vigas de madera, sustentadas mediante pilotes verticales. Esta estructura se combinaba con una escollera de mampostería de 4 m de anchura y 1 m de altura, y horrea para almacenamiento. En la calle Tadeo Murgía se conocen hasta cuatro gradas a diferentes niveles, con zócalo de piedra y tablazón de madera, que permiten la descarga en diferentes momentos del ciclo mareal. La edificación de estos muelles de Oiasso se ha situado entre el 70 y el 120 d. C. (Urteaga, 2003, 196-202; Urteaga, 2005), pero las evidencias materiales remontan la existencia de un comercio marítimo muy desarrollado desde el cambio de Era. Otros enclaves peninsulares como Gades (Cádiz), Olissipo (Lisboa) o Portus Victoriae Iuliobrigensium (Santander), situados también en el fondo de amplias bahías o estuarios, debieron de contar con instalaciones semejantes a las halladas en Oiasso. Nuestro conocimiento arqueológico sobre el complejo portuario que debió existir en la Gades romana es aún muy limitado, aunque ha experimentado un notable progreso en los últimos años29. La paleotopografía de esta zona ha cambiado sensiblemente, al igual que sucede en todos los antiguos esteros litorales. En el casco histórico de la ciudad de Cádiz se ha documentado el espacio ocupado por el antiguo puerto, aprovechando el canal de separación entre dos de las antiguas islas sobre las que se estableció la fundación fenicia (Arteaga et alii, 2001 y 2001b; Arteaga y Roos, 2002). A pesar de que el paleocauce está cegado y la topografía se ha transformado por completo, se han detectado posibles obras de adecuación de las orillas (Bernal, 2010: 70; 2013: 230-235). Cada vez existen más evidencias arqueológicas acerca de la existencia de una tupida red de cargaderos y asentamientos secundarios de todo tipo repartidos por las orillas de la bahía gaditana, en relación directa con las actividades productivas de la región (Bernal, 2010: 70). Las fuentes mencionan específicamente el asentamiento denominado Portus Gaditanus, fundado por Balbo el Joven, que llegó a tener entidad jurídica como statio aduanera, situado seguramente en el Puerto de Santa María, que no está caracterizado desde el punto de vista arqueológico (Chic, 1983; Rambaud, 1997). Recientemente Bernal ha aportado distintos argumentos sobre la existencia de un faro (Bernal, 2009) (Fig. 7).

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Agradecermos al Prof. D. Bernal, de la Universidad de Cádiz, la información que nos ha proporcionado sobre el puerto romano de Cádiz.

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Fig. 7 – Pintura parietal con la representación de un faro, posiblemente el de la antigua Gades (Museo de Cádiz).

Fig. 8 – Muelle romano de Los Cargaderos, en el Caño de Sancti Petri (Bernal et alii, 2008).

Asimismo, un interesante muelle romano de época flavia configurado con hileras de ánforas y estacas verticales de madera se ha localizado en Los Cargaderos, en el Caño de Sancti Petri (Bernal et alii, 2005) (Fig. 8). Estudios recientes han puesto de manifiesto la existencia de muelles marítimo-fluviales en la antigua Hispalis (Ordoñez, 2003), aguas arriba del Guadalquivir pero todavía bajo dominio mareal, seguramente muy vinculada con este espacio económico. En el estuario del Tajo, que se abre como un espacio marítimo privilegiado de cara a la navegación, existieron sin duda distintos centros portuarios en época romana30. La antigua Scallabis (Santarém), situada en el fondo del estuario, perfectamente navegable en la Antigüedad, debió constituir uno de los principales . Junto a ella destaca Olissipo, en la desembocadura del Tajo, puerto de ruptura de carga donde trasvasar las mercancías llegadas desde el Mediterráneo en grandes naves a barcas marítimo-fluviales para su redistribución hacia 30

Estrabón, Geog. III, 4, 18. 71

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centros secundarios. Un espacio también muy transitado por la navegación marítimo-fluvial debió ser la desembocadura del río Sado, donde se encuentran Salacia (Alcacer do Sal) y Caetobriga (Setúbal) como enclave interior y costero respectivamente. A pesar de la abundancia de testimonios de intensa actividad económica y comercial (factorías salazoneras, alfares, materiales de origen mediterráneo, etc.), ninguno de dichos centros ha proporcionado testimonios de la infraestructura portuaria que sin duda debió existir (Arruda et alii (eds.), 2002; Blot, 2003: 235-269) (Fig. 9). Un último caso, del que ya nos hemos ocupado con mayor detenimiento en trabajos anteriores, es el del antiguo Portus Victoriae Iuliobrigensium. Las evidencias arqueológicas confirman el desarrollo de un intenso tráfico marítimo romano en la bahía de Santander, una gran escotadura de aguas tranquilas abierta en el litoral cantábrico (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 107-112 y 2003; Fernández Ochoa et alii, 2003). El complejo portuario principal de este asentamiento, ubicado sin duda en torno a la antigua ría de Becedo, hoy soterrada, no ha sido identificado (Casado Soto et alii, 2005: 14-15) (Fig. 10). Un muelle sobre pilotes de madera, que se identificó hace algunos años en la península de la Magdalena de Santander (Vial, 1978), tal vez correspondería a un cargadero o muelle romano secundario. Otros lugares de la costa atlántica peninsular, con condiciones topográficas naturales menos ventajosas, contaban al menos con un promontorio o ensenada que los protegía de los vientos del noroeste. Dejando al margen su categoría administrativa, no cabe duda que su papel económico debió ser menor. Posiblemente el alcance de su función portuaria en época romana, que las costas altas y acantiladas de estos sectores marítimos no favorecía de ningún modo, derivó, en buena medida, de la necesidad de crear infraestructuras necesarias de apoyo a la navegación de altura por parte de la administración (malecones, muelles, faros), al menos en un primer momento. Tal sería el caso de establecimientos marítimos como Castro Urdiales (antigua Portus (S)AmanumFlaviobriga) (Iglesias Gil, 2003), Gijón (Fernández Ochoa et alii, 2003b), A Coruña (Flavium Brigantium) (San Claudio, 2003) y, tal vez, Oporto (Portus Cale) (VV. AA., 1993; Blot, 2003: 188), que tampoco han proporcionado por el momento testimonios arqueológicos de instalaciones portuarias. Por lo que se refiere A Coruña, A. Balil recogió hace años una cita de época medieval, que parece hacer referencia a un muelle con arquerías, tal vez restos del puerto romano (Balil, 1980: 167-168). En todos ellos los hallazgos, tanto terrestres como subacuáticos, confirman la existencia de un comercio romano intenso. 72

Oceanus Hispanus: Navegación y comercio a orillas del Atlántico en Época Romana

Fig. 9 – Estuarios del Sado y el Tajo (Etienne y Mayet, 1994)

Fig. 10 Bahía de Santander con hallazgos de cronología romana (Iglesias Gil, 2003). 73

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Junto a estos centros portuarios de gran enverdagura, mercados regionales y centros de intercambio comercial, además de puntos de apoyo de la navegación de altura, existió un conjunto de establecimientos secundarios cuya fisonomía, datación y relevancia aún está por definir desde el punto de vista arqueológico. En la costa meridional debemos mencionar Onoba (Huelva), Baesuris (Castro Marim), Balsa (Luz de Tavira), Ossonoba (Faro), Portus Hannibalis (¿Portimão?) y Lacobriga (Lagos), sin olvidar el puerto marítimo-fluvial de Myrtillis (Mértola) a orillas del Guadiana (Blot, 2003; Mantas, 2004; Arruda, 2012). A lo largo de la fachada atlántica se suceden la isla de Pessegueiro, Sines (Da Silva y Soares, 1993), Nazaré, Peniche y Aveiro, además de Aeminum (Coimbra), en el límite de navegabilidad del Mondego, y Bracara, aguas arriba del Cávado (Blot, 2003; Mantas, 2004) (Fig. 11). La desembocadura del Miño y las Rías Bajas constituye un espacio marítimo privilegiado para la navegación de cabotaje, en el que se han multiplicado los testimonios de tráfico comercial romano, destacando asentamientos portuarios como Portus Elanei (Vigo), Turoqua (Pontevedra) o Iria Flavia (Padrón) (Pérez Losada, 2002; González Ruibal, 2006/07).

Fig. 11 – Establecimientos portuarios y vías litorales de época romana en la costa de Portugal (Blot, 2010).

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Por lo que se refiere al Cantábrico, debemos mencionar, dentro de esta categoría, Bares, en la costa norte galaica (San Claudio, 2003: 132), Rodiles y la Isla, en Asturias (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 97-98), San Vicente de la Barquera, Suances, Ajo y Santoña, en el litoral cántabro (Fernández Ochoa y Morillo, 2003: 146-148), Forua, Zarauz/Guetaria y San Sebastián, en la costa vasca (Martínez Salcedo y Unzueta, 2003: 170-171; Esteban, 2003: 184-187; Esteban e Izquierdo, 2005/06) (Fig. 12). Estrechamente ligados al sistema de navegación romana se encuentran los faros, que intentaban suplir los problemas de disminución de la visibilidad durante la noche. Para ello se utilizaba el fuego para enviar señales luminosas, costumbre que encontramos documentada durante toda la Antigüedad. Para Fig. 12 La ruta marítima del Cantábrico y sus puertos de apoyo (Fernández Ochoa y Morillo, 2003).

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responder mejor a las necesidades de las naves se emplazaban en zonas visibles junto a la entrada de los puertos o estuarios, indicando un lugar de refugio seguro. Construidas en sillería u hormigón, estas torres podían constar de un solo cuerpo o de varios. Algunos combinaban varios cuerpos de plantas distintas. Recientes trabajos han abordado desde una perspectiva arqueológica, el estado de la investigación sobre este asunto (Arias et alii (eds.), 2009; Fernández Ochoa y Morillo, 2009 y 2010; Giardina (ed.), 2010). La presencia de estos edificios en el ámbito atlántico era tan necesaria o más que en el Mediterráneo. En el Arco Atlántico, restos constructivos de faros se han hallado en Brigantium (La Coruña) (Hutter, 1973; Hauschild, 1977, passim; Bello, 1991b; Latorre y Caballero, 2009; Bello, 2009, 60-64) y Dubris (Dover), en la desembocadura del río Dour (Dubras), en la costa sudeste de Gran Bretaña (Wheeler, 1929, 40-46; Booth, 2007). Aunque no ha llegado hasta nuestros días, el faro más antiguo en este ámbito según las fuentes clásicas sería el de la antigua Gesoriacum (Boulogne-sur-Mer), mandado construir por Calígula entre los años 39 y 40 d. C. (D’Erce, 1966; Reddé, 1979b: 868) (Fig. 13). Hace algunos años añadimos a este elenco un faro romano más, situado en este caso en el castro prerromano y romano de Campa Torres (Fernández Ochoa et alii, 2005), protegiendo el acceso al puerto romano de Gijón. Este asentamiento, antiguo oppidum Noega de las fuentes clásicas31, será el lugar elegido por los conquistadores para levantar un gran monumento conmemorativo del que formaría parte el ara de mármol dedicada al emperador Augusto por Cn. Calpurnio Piso en el año 9/10 d. C.32 (Syme, 1969, 129-132). Esta inscripción procedía de las ruinas de dos edificios hallados en 1575 (Somoza, 1908, 299322). Las excavaciones de 1783 revelaron restos de dos construcciones, una de ellas con una planta cuadrada formada por dos paramentos paralelos y un ambulacrum o pasillo interior, que probablemente albergaba una escalera interior. Esta característica planta de turris romana, situada en este caso al borde de un acantilado y en la bocana del puerto de la ciudad romana de Gijón, nos llevó a interpretar dicho edificio, hoy desaparecido, como faro, del que formaría parte la inscripción dedicada a Augusto, el epígrafe monumental más antiguo al borde del Atlántico (Fernández Ochoa et alii,  2005) . La construcción de un faro en este lugar indicaría una atención por parte de la administración romana a la navegación en esta agua a partir de este momento. 31 32

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Chor. III, 13. CIL II 2703; ERA nº 12.

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Fig. 13 – Recreación del faro de Brigantium en época romana (E. y P. Cabarcos, Factoría Gráfica).

Tal vez existió una estructura similar sobre el promontorio que protege la entrada al estuario del Bidasoa, en este caso indicando el acceso al puerto de Oiasso (Fernández Ochoa & Morillo, 2009: 132). Se ha apuntado también la presencia de otros posibles faros romanos en el actual litoral portugués como Outão, a la entrada del estuario del Sado, o Espigão das Ruivas, cerca de Cabo da Roca (Cascais) (Alarcão, 2009; Fabião, 2009: 66).

Los materiales arqueológicos: Origen y consolidación de la ruta del Comercio Atlántico Los materiales que constituían el cargamento de los navíos romanos que surcaban el Atlántico constituyen la principal fuente arqueológica para la reconstrucción del entramado de redes comerciales y de abastecimiento que se extendían por este gran espacio marítimo. El cargamento principal de cada nave permite establecer con mayor o menor exactitud el puerto o la región de partida, pero no el de destino. Tan sólo la distribución que alcanzan dichos productos con posterioridad a su venta, que sólo puede ser establecida a partir de los mapas de dispersión de hallazgos, puede informar sobre el puerto de destino y sobre las escalas intermedias y, de esta manera, determinar sobre el mapa la ruta marítima seguida. Pero valorar la procedencia de productos no 77

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siempre es fácil, teniendo en cuenta la existencia de puertos redistribuidores de mercancías, y de cargamentos de productos de primera necesidad, como el grano, que no requieren envases para su comercialización, y que otros, como el vino y el aceite, pueden circular en contenedores como odres y toneles, que apenas dejan evidencia arqueológica (Morillo, 2012: 420). Ya hemos apuntado más arriba autores como A. Balil (1971; 1974) y M. Reddé (1979) fueron los primeros en defender la existencia de una ruta marítima noratlántica en época romana que, partiendo del Estrecho de Gibraltar, navegaba en torno a la Península Ibérica para dirigirse a las costas francesas, las Islas Británicas y la desembocadura del Rin. Las evidencias arqueológicas que se han ido acumulando en las últimas décadas no hacen sino confirmar dicha propuesta33 . La discusión en la actualidad se centra sobre todo en el origen y el proceso de desarrollo de dicha ruta, que deriva tanto de los ritmos del comercio romano como del momento de consolidación de la presencia romana en las distintas regiones atlánticas. Es preciso, además, determinar si los productos de origen mediterráneo que alcanzan las regiones septentrionales del Imperio realizan el circuito peninsular para llegar a su destino o emplean vías alternativas y concurrentes, como el istmo galo o la ruta del Ródano. La presencia de materiales romanos, así como las significativas ausencias de determinados productos en ámbitos concretos permiten formular hipótesis sobre el ritmo de penetración del comercio romano en el Atlántico. El final de las guerras lusitanas en el 138 a. C. significó sin duda la entrada de la mayor parte de la futura provincia Lusitania dentro del control administrativo de Roma, si bien los materiales arqueológicos como las ánforas (Dressel 1B itálica, Mañá C2c africana y Lamboglia 2 adriática) dan testimonio de que la fachada atlántica se hallaba hacía tiempo integrada dentro de las rutas comerciales de origen

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Una de las pruebas de la apertura del Oceanus al comercio romano es el hallazgo de varios pecios romanos, mucho menos abundantes que en el Mediterráneo por las propias características de las aguas atlánticas. Entre otros cabe mencionar el de Guernsey, St. Peter Port, Beachy Head, Blackfriars, County Hall (Londres) y Bermondsey, en Inglaterra, Barlands Fram (Magor, Gwent), en el sur de Gales, o Zwammerdam, en Holanda (v. McGrail, 1987; Morillo, 2003: 26). En la costa cantábrica debemos mencionar los hallazgos de la Cala de Asturiaga o Cabo Higuer, situado en la bahía de Hondarribia (Fuenterrabía, Guipuzcoa), a escasa distancia de Irún, que ha proporcionado restos romanos de diferente cronología (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 145147; Urteaga, 2003: 202-204). Tres posibles pecios romanos se han identificado en las costas gallegas, en la isla de Cortegada, Cabo de Mar y Punta Udra respectivamente (1991: 63-67, fig. 14; Carreras y Morais, 2012: 425-426). En Portugal se conocen tan sólo dos naufragios de este periodo (Carreras y Morais, 2012: 426-427).

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mediterráneo controladas por Gadir/Gades (Morais, 2010; Carreras y Morais, 2012: 427). El hallazgo de restos datados entre finales del siglo II a. C. y a lo largo de la siguiente centuria en las costas del norte de Portugal y en las Rías Bajas gallegas confirmaría la entrada de esta región en la órbita comercial romana tras las expediciones de Bruto y César. Entre dichos materiales se encontrarían ánforas vinarias de los tipos Dressel 1, Dressel 2-4, Dressel 18, Haltern 70 y Lamboglia 4, procedentes de Italia, la Bética y la Tarraconense, además de las características Maña C2c africanas de salazones. Asimismo se detecta cerámica romana de barniz negro, del tipo Campaniense B, y abundante terra sigillata itálica (Fabião, 1989: 108-110; Naveiro, 1991; Morais y Carreras, 2005; González Ruibal 2006/07; González Ruibal et alii, 2007). Como ya hemos apuntado, al norte del Golfo Ártabro se rarifican las importaciones, alcanzando el castro astur de Campa Torres como último reducto hacia el Oriente (Maya y Cuesta, 2001b; 154-159; Carreras, 2001). También con anterioridad a Augusto existía un notable comercio de origen Mediterráneo en el Atlántico norte. En las costas francesas y británicas se ha constatado la existencia de ánforas Dressel 1A vinarias de origen itálico desde fines del siglo II a. C., productos que debían alcanzar la región a través de las vías de comunicación interiores que, desde Massalia (Marsella), atravesaban la Galia de este a oeste. La conquista de las Galias por parte de César va a suponer la reestructuración política y económica de toda la zona atlántica, con el desplazamiento de las rutas comerciales hacia el sur, hacia la región de los santones, que habían sido aliados de Roma (Chevallier, 1988: 361). Burdigala (Burdeos), situado en la ribera izquierda del Garona, se convertirá en el punto de llegada de la corriente comercial transaquitánica, que penetraba hacia el interior desde el puerto mediterráneo de Narbo (Narbona) para, a partir de Tolosa (Toulouse), descender por el curso del Garona hasta alcanzar las aguas atlánticas (Bistadeau, 1977; Roman, 1983b). Este eje económico está avalado principalmente por los hallazgos de ánforas vinarias layetanas (Pascual 1) (Tchernia, 1971: 47-55, fig. 14). Por otra parte, la alianza establecida por César en Britania con los trinovantes, que habitaban la región al norte del Támesis, supuso la consolidación de las rutas comerciales galas que, desde Bretaña se dirigían hacia la isla, así como la apertura de una nueva ruta atlántica desde la Galia Bélgica hacia las Islas Británicas (Millán León, 1998: 190). Teniendo en cuenta que, en esta época tan temprana todavía no está constatada la existencia de una ruta marítima a lo largo de las costas cantábricas hispanas, debemos de pensar que 79

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será la ruta continental que atraviesa el istmo galo la encargada de suministrar los productos mediterráneos que requieren de forma creciente los pueblos que habitan en torno a las riberas del Canal de la Mancha (Morillo, 2013: 421). Dentro de este nuevo espacio marítimo atlántico, que está dejando de ser una frontera para convertirse en un nuevo mar romano, las aguas cantábricas adquieren una importancia trascendental, puesto que constituyen el nexo de unión con las rutas de navegación mediterráneas. La decisión de Augusto de acometer la conquista de los pueblos cántabros y astures tiene, en este contexto, una dimensión atlántica innegable (Chic, 1995: 73). Los avatares de la conquista y ocupación del Norte peninsular explican por sí mismos la carencia de evidencias arqueológicas anteriores al cambio de Era en las costas cantábricas. Como ya hemos señalado en trabajos anteriores (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 182-183; Morillo y Fernández Ochoa, 2003: 447-448; Morillo, 2010: 158161), carecemos de testimonios relativos a asentamientos de carácter militar en el litoral septentrional hispano que pudiéramos relacionar con las supuestas operaciones de desembarco de tropas romanas –la llamada classis Aquitanica-. A juzgar por los datos arqueológicos disponibles en la actualidad, la penetración romana en el sector central de la franja cantábrica, correspondiente al litoral de cántabros y astures, se realiza de forma escalonada desde la Meseta hacia la costa y no a la inversa, y en ningún caso parece anterior a un momento tardoaugusteo o tiberiano. El yacimiento donde se detecta la presencia romana más antigua en este sector es el castro de Campa Torres (Gijón, Asturias), que coincide desde el punto de vista cronológico con la edificación de un faro en este lugar (v. supra). Diversos testimonios indirectos apuntarían tal vez una cronología semejante para el asentamiento de Portus (S)Amanum-Flaviobriga (Castro Urdiales) (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 181-182). Diferente parece ser la problemática de los territorios situados en los extremos del ámbito cantábrico. En el golfo Ártabro, el puerto de Brigantium (La Coruña) es el punto de llegada de la corriente comercial transmediterránea que recorre la fachada atlántica peninsular. Por lo que se refiere al confín oriental guipuzcoano, sus fáciles conexiones marítimas con la Aquitania debieron impulsar desde finales del periodo augusteo un creciente tráfico comercial, detectado en los materiales hallados en el subsuelo de Oiasso (Irún) (Alkain, 2009/10). La escasez de testimonios arqueológicos de época augustea a orillas del Cantábrico, que ya pusimos de relieve hace algunos años (Fernández Ochoa y Morillo, 1994; 1994b), ha sido minusvalorada en alguna hipótesis reciente sobre 80

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la configuración de la ruta atlántica (Carreras y Morais, 2012: 431, fig. 11). La propia dispersión de elementos como las ánforas Haltern 70, muy abundantes tanto en la fachada atlántica peninsular como en el centro y norte de la Galia, pero prácticamente ausentes de todo el Golfo de Vizcaya, constituye una prueba fehaciente de que este tramo litoral no se encontraba todavía abierto en este momento a una navegación comercial regular. Establecidos en ese momento en distintos puntos de la costa los primeros enclaves romanos –La Coruña, Campa Torres, Castro Urdiales e Irún –, en su mayoría al final de las principales vías de penetración desde el interior del territorio recién conquistado, durante las décadas siguientes vamos a asistir a un proceso de consolidación del poblamiento cantábrico. A lo largo del periodo julioclaudio tiene lugar el despegue de un buen número de asentamientos litorales como Santoña y Santander. Su aparición está testimoniada principalmente por el hallazgo de recipientes de terra sigillata gálica altoimperial fabricada en el centro alfarero de Montans (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 184-185). En los yacimientos de Irún y Castro Urdiales aparece una cantidad considerable de recipientes de TSS, mientras la costa cantábrica astur-galaica es bastante menos pródiga en este material, cuya presencia está constatada tan sólo en el ámbito gijonés (castro de Campa Torres, villa de Veranes) y en los yacimientos de la cuenca del Navia. Debemos destacar la ausencia de esta producción en el golfo Ártabro, especialmente en el puerto de Brigantium. La concentración relativa de materiales del centro alfarero ruteno en las costas del golfo de Vizcaya, en detrimento del sector cantábrico occidental, demostraría la aparición de una ruta comercial marítima procedente de la Aquitania. Este material se difunde durante las décadas centrales del siglo I d. C. a lo largo de todo el espacio marítimo cantábrico desde el puerto redistribuidor de Burdigala –Burdeos– (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 184-185; Iglesias Gil, 1994: 75; Martin, 1999: 32-33). Por otra parte, el vacío de TSS en las costas lucenses y coruñesas deja traslucir que esta ruta de comercialización no traspasa la divisoria entre el Cantábrico y el Atlántico. La dispersión de sigillata gálica recientemente revisada (Fernández Ochoa et alii, 2005) debe considerarse indicio de actividades comerciales mucho más difíciles de documentar desde el punto de vista arqueológico, ya que estaría sin duda ligada a la exportación de productos de primera necesidad de origen gálico, como el vino y el cereal, que sólo podemos intuir (Morillo, 2006: 57-61; 2010: 168-170). Tal vez podríamos interpretar también en este sentido el inicio de las explotaciones mineras del Bajo Bidasoa, las Encartaciones vizcaínas y la bahía de Santander, aunque 81

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carezcamos de datos temporales fehacientes sobre las mismas. Por este motivo los nuevos enclaves surgidos al socaire del progreso en la navegación buscan una ubicación más favorable para el desarrollo de las actividades relacionadas con la explotación del mineral de la región (Fernández Ochoa y Morillo, 2011). El control de las costas septentrionales de Hispania por parte de Roma abría la puerta a una articulación conjunta de todo el Atlántico, y a la creación de una ruta que enlazaba los nuevos territorios de la Galia con el Mediterráneo a través del Estrecho de Gibraltar. La incorporación de nuevos territorios en el norte del Imperio y la configuración del limes germánico supuso la prolongación de esta ruta hasta la desembocadura del Rin y, más allá, hacia los nuevos enclaves militares y civiles surgidos a lo largo del curso de este río, que se convierte en un eje fluvial de primera magnitud. No cabe duda de que el suministro de las fuerzas militares se convierte a partir de este momento en uno de los cometidos principales encargados a la Bética. Posiblemente esta finalidad ya se encuentra en el origen de las plantaciones masivas de olivos que tuvieron lugar hacia el 20 a. C. Dicha cronología ha sido establecida por G. Chic a partir de la constatación de las primeras exportaciones masivas de aceite bético hacia el limes germánico, que tienen lugar hacia el 10 a. C. (Chic, 1997: 98). En este momento debieron surgir también las primeras ánforas olearias béticas, el tipo Oberaden 83, que deja paso en época de Tiberio-Claudio a la característica Dressel 20 (Berni, 1998: 33; García Vargas, 2000: 90). Estos primeros envases alcanzan rápidamente la frontera renana (Beltrán Lloris, 1984: 540-541; Remesal, 1986), donde suelen aparecen en compañía de otros recipientes béticos, como las ánforas Haltern 70 o los envases para salazones de las formas Dressel 7-11 o Beltrán IIA. No obstante, resulta muy complejo pronunciarse sobre el trayecto seguido por estas mercancías hacia el norte, ya que la conquista de Raetia y las Germanias, abrió una nueva ruta de comunicación que, desde el Mediterráneo remontaba el Ródano hasta Lugdunum (Lyon), para más tarde, a través de algunos tramos terrestres y de los valles de los ríos Saona y Rin, descender navegando por esta arteria fluvial. La gran abundancia de sellos de ánforas olearias béticas que se documentan a lo largo de esta ruta (Desbat y Martin Kilcher, 1989) es el principal argumento de los que opinan que este trayecto fue el empleado mayoritariamente para el avituallamiento de las tropas renanas (Berni, 1998: 69). Para otros autores, el abastecimiento militar de las fuerzas establecidas en estas regiones, impulsado por el Estado romano a través de la annona militaris, se realiza a través de la ruta circunatlántica, más corta y menos costosa, pero 82

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sin duda peligrosa (Remesal, 1986: 77-78). Ambos trayectos fueron alternativos y empleados simultáneamente, si bien desde el punto de vista arqueológico no está constatada la existencia de una navegación de altura en el Cantábrico durante la época augustea, por lo que no podemos afirmar con total certeza que dicha ruta estuviera ya en uso en un momento tan temprano (Morillo, 2012: 422) (Fig. 14). En Britania, la evidencia arqueológica más antigua del comercio de aceite bético, representada por algunas ánforas augusteas del tipo Oberaden 83, se ha documentado en Prae Wood y Gatesbury Track (Wiliams y Peacock, 1984: 267), pero más que de comercio debemos hablar de algún intercambio ocasional con destino a las comunidades indígenas (Carreras y Funari, 1998: 5), que no deja de

Fig. 14 – Las rutas comerciales entre el Mediterráneo y el Atlántico Norte (Fernández Ochoa y Morillo, 2003). 83

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hablarnos de la continuidad del tráfico marítimo entre ambas riberas del Canal, que culmina tras a conquista de la zona meridional de la isla por Claudio en el 43 d. C. (Campbell, 2007). A partir de este momento se constata la llegada masiva de envases olearios del tipo Dressel 20 a Britania (Carreras y Funari, 1998: 66), en un momento en que dicho envase inunda también los mercados renanos (Remesal, 1986), indicio claro de la apertura definitiva de la ruta circunatlántica. Este fenómeno, que debemos considerar más puramente administrativo-militar que comercial, se encuentra sin duda ligado al desarrollo durante el reinado de Claudio de la praefectura annonae, responsable del avituallamiento militar, que no sólo se orientó hacia el aceite, sino también hacia otros productos como trigo y vino, cuya procedencia resulta mucho más complicada de rastrear. Pero el desplazamiento de mercancías con fines militares debió de ir acompañado de un comercio civil de ida y vuelta, que seguiría las mismas rutas. Las costas lusitanas, galaicas y su prolongación cantábrica se convierten en un lugar de paso de las mercancías que fluyen en dirección a la Galia, Britania y Germania, tal y como confirman los numerosos hallazgos foráneos que, a partir del reinado de Claudio, salpican el territorio (Naveiro, 1991; Fernández Ochoa y Morillo, 1994). A partir de época flavia los puertos principales –La Coruña, Gijón, Santander, Castro Urdiales, Irún- adoptan definitivamente un papel comercial de primer orden, convirtiéndose en lugares de exportación tanto de los recursos mineros regionales -Peña Cabarga, Peñas de Aya-, como de los productos que, procedentes de la Meseta o el Valle del Ebro, llegaban a la costa siguiendo las vías terrestres (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 185-186). A partir de este momento, las evidencias materiales de todo tipo crecen exponencialmente en el ámbito atlántico, lo que hace muy difícil rastrear las rutas concretas de llegada y comercialización, que se diversifican en consonancia con la intensidad de la ocupación humana de franja litoral. Un panorama general de esta situación puede contemplarse en un reciente catálogo (Sánchez (ed.), 2008). A mediados del siglo III el comercio sufre un retroceso notable, en coincidencia con la crisis generalizada. La recesión económica y los vaivenes políticos y militares debieron afectar sin duda al comercio marítimo en general, y por supuesto a las rutas atlánticas, crisis de la que en, opinión de algún autor, no se recuperará (Rougé, 1966: 254-255). Si bien la documentación arqueológica disponible avala un descenso del tráfico mercantil, no es menos cierto que la definición de los registros estratigráficos del siglo III aún plantea serios

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problemas, por lo que su reconstrucción histórica dista mucho de estar finalizada (Fernández Ochoa y Morillo, 1999: 100). Desde comienzos del siglo IV se detecta un repunte del comercio regional, si bien es verdad que en proporciones más limitadas que en época altoimperial (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 190; Campbell, 2007). Alcanzan de nuevo el ámbito atlántico materiales africanos como la terra sigillata norteafricana o las ánforas palestinas, y se mantiene el tráfico comercial de ánforas olearias béticas, que ahora adoptan la tipología Dressel 23, hacia las tropas estacionadas en las fronteras septentrionales a través de la annona militaris (Remesal, 1986, 112; Carreras y Funari, 1998). Paradójicamente, será durante el periodo bajoimperial cuando se configure definitivamente un espacio marítimo atlántico como unidad económicamente diferenciada, en torno al cual se aglutinan las provincias occidentales: Hispania –con Tingitana-, Galia, Britania y Germania, que constituyen una entidad política propia, la llamada prefectura de las Galias, con sede en Augusta Treverorum (Tréveris). Dentro de este nuevo esquema geoestratégico asignado a la pars Occidentalis del Imperio, las rutas marítimas debieron adquirir una importancia capital como eje vertebrador primordial del espacio económico atlántico, complemento necesario de las vías annonarias que recorren el oeste y norte de la Península Ibérica y el occidente de la Galia hasta Tréveris, centro encargado del abastecimiento del limes renano (Morillo, 2012: 428; Fernández Ochoa et alii, 2011). Las rutas atlánticas no se abandonan ni siquiera tras las convulsiones políticas y económicas provocadas por la ruptura de la frontera renana en el 409, ni siquiera con el abandono de Britania ni con el fin del Imperio. Los hallazgos arqueológicos (terra sigillata norteafricana, terra sigillata focense, terra sigillata gálica tardía y ánforas orientales) en distintos lugares costeros como La Coruña, Gijón o el fondeadero del cabo Higuer confirman su vitalidad al menos hasta el siglo VI d. C. (Fernández Ochoa y Morillo, 1994: 190; Campbell, 2007; Reynolds, 2010, Fernández Fernández, 2011).

El comercio romano y la vertebración de un Espacio Marítimo Atlántico: Algunas consideraciones finales No cabe duda que el Atlántico presentaba especiales dificultades para la navegación en la Antigüedad, lo que nunca fue un obstáculo insalvable para marinos y comerciantes. La fuerte influencia de las mareas, vientos y corrientes oceánicas, además de los rasgos propios de estas costas, altas y escarpadas, 85

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directamente enfiladas hacia los vientos dominantes, imprime un determinismo geográfico mucho mayor en la elección de los lugares portuarios que en el caso del litoral mediterráneo. Los característicos espacios atlánticos situados en el fondo de rías, bahías y estuarios, protegidos de los elementos, donde se entremezclaba la tierra y el mar y el dominio mareal era atenuado por el curso bajo de los ríos, que a su vez permitían penetrar hacia el interior del territorio, se convirtieron en la mejor elección para ubicar fondeaderos, puertos, cargaderos y embarcaderos de todo tipo. Todo ello configuraba un paisaje muy característico, con complejos portuarios dispersos por una amplia zona, en torno a los que se desarrollaba una incesante actividad de explotación de recursos marinos (sal, pescado) y terrestres (agropecuarios, forestales), además de un considerable tráfico comercial, soportado mediante barcazas de fondo plano adecuadas para aguas poco profundas. Espacios como los estuarios del Guadalquivir, Sado y Tajo, las Rías Bajas, el Golfo Ártabro, la bahía de Santander o el Bajo Bidasoa se configuraron de esta manera, desarrollando asentamientos de la categoría de Gades, Olissipo, Brigantium, Portus Victoriae u Oiasso los principales complejos portuarios donde arribaban los productos mediterráneos. Las características geográficas de la actual costa portuguesa y gallega permitían incluso la penetración interior, a veces hasta grandes distancias, remontando el curso bajo de ríos como el Guadalquivir, el Guadiana, el Tajo, el Sado, el Mondego o el Cávado, donde aparecen asentamientos portuarios fluviales como Hispalis, Myrtillis, Salacia, Scallabis, Aeminium o Bracara Augusta. Dichos enclaves se convierten en centros de ruptura de carga donde trasvasar las mercancías a otros medios de transporte por tierra (carros, animales de carga) y distribuirlas hacia el entorno inmediato y el interior del territorio. Muchos de ellos se convierten en los principales centros administrativos de la región, prueba de su carácter estratégico de encrucijada viaria. Dicho fenómeno apenas se verifica en la franja litoral cantábrica, debido a la cercanía de la Cordillera a la costa y el corto recorrido de los ríos. Junto a estos puntos, en tramos de costas altas y rectilíneas como el Cantábrico o el litoral del Algarbe, con peores condiciones naturales, era necesario crear otros enclaves portuarios, que requerían obras de ingeniería. Asentamientos como Gijón, Castro Urdiales, Sines, y tal vez Porto, encajarían dentro de esta categoría. Los testimonios arqueológicos, tanto de mercancías como de estructuras de apoyo a la navegación (diques, embarcaderos, faros) repartidos por las costas atlánticas peninsulares nos informan de la existencia de un intenso tráfico 86

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comercial, tanto regional como conectado con los puertos mediterráneos. Dicho comercio cristaliza en una ruta de navegación que, desde el Estrecho de Gibraltar, rodeaba las costas atlánticas peninsulares en dirección a los puertos de la Galia, Germania y Britania. Esta ruta no registró un desarrollo unitario. Cada área posee una mecánica de funcionamiento propia, determinada por su posición geográfica, sus condiciones topográficas, el momento en que tiene lugar la conquista y los intereses concretos de Roma para cada caso. A juzgar por los hallazgos materiales, las costas meridionales y la fachada atlántica peninsular se integran ya desde los siglos II-I a. C. en la órbita del comercio romano, mientras el Cantábrico, un mar de tránsito entre el Mediterráneo y el Atlántico Norte, no se articula como parte de una ruta de larga distancia hasta la época de Tiberio-Claudio. Los grandes ejes fluviales de la Europa Occidental, como el Rin, el Ródano o el Garona, se convierten en rutas alternativas a la ruta atlántica, a través de las cuales las mercancías romanas alcanzan también las costas oceánicas.

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