2007 Globalización y alteridad

September 14, 2017 | Autor: José Ramiro Podetti | Categoría: Latin American Studies, Philosophy of History
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Descripción

Globalización y alteridad José Ramiro Podetti Estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros. Son nuestros prójimos, a quien somos obligados a amar como a nosotros mismos. Bernardino de Sahagún Historia de las cosas de Nueva España, 1569

La historia como construcción de la comunidad mundial El proceso iniciado en las postrimerías del siglo XV y comienzos del siglo XVI abrió una nueva etapa histórica cuyo signo principal ha sido desde entonces la interconexión creciente de todas las regiones habitadas y habitables del planeta. Convencionalmente definida desde el siglo XIX como “edad moderna”, desde un punto de vista más ligado a la Filosofía de la Historia puede considerarse, siguiendo a Karl Jaspers, como el comienzo efectivo de la historia universal.1 El hecho material que sustentó esta posibilidad fue el dominio de la navegación oceánica, que permitió la gradual unificación del escenario de la historia. Por eso puede marcarse el límite con el tiempo anterior en el período de veinticinco años (1494-1519) que transcurre entre el Tratado de Tordesillas -primera delimitación de alcance global- y la circunvalación del mundo por Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano. Entre las más inmediatas reflexiones filosóficas que suscitó la nueva situación está la Relectio de Indis de Francisco de Vitoria (1539), que es el primer esfuerzo de meditación acerca de los fundamentos de una comunidad mundial, sobre las bases de un planeta por primera vez efectivamente conocido. Tal como queda formulada por Vitoria, desde entonces se instala para la reflexión filosófica la cuestión del poder mundial. No ya el dominio sobre reinos, repúblicas o imperios, sino el dominio sobre el planeta como tal. Tal dominio no era hasta entonces concebible, salvo como idea abstracta de un poder universal, y pasa a ser acto posible a partir de una geografía mundial efectivamente conocida y en condiciones materiales de acceso e intercomunicación. Como afirma Jaspers, antes de este momento solo hubo agregados de historias locales: aun las construcciones más imponentes, desde el imperio chino hasta el imperio romano, fueron historias locales.2 Aun el efímero dominio de Genghis, que entre 1211 y 1241 unificó la llamada isla mundial con la Horda Áurea, desde el Mar del Japón hasta las puertas de Viena, fue una historia local. El localismo histórico continuó, naturalmente, por la inercia y complejidad de los procesos históricos, que no se separan o distinguen por la mágica virtualidad de hechos únicos sino por confusas, ambiguas y prolongadas transiciones. Y la historia entre el siglo XVI y el siglo XX fue básicamente la interacción entre los procesos locales y el proceso global. Dos ritmos con una sola dirección: la



Publicado en Podetti, J. R. (2007): Cultura y alteridad. En torno al sentido de la experiencia latinoamericana. Caracas, Monte Ávila, 2007, capítulo 1, pp. 9-49. 1 La propuesta de Jaspers fue presentada en el libro Origen y meta de la Historia, cuya 1ª ed. alemana es de 1949. Revista de Occidente, Madrid, 1965, pp. 44-49. 2 En un mismo sentido, Leopoldo Zea hablaba de “universalización de la historia” a partir de 1492, en contraste con las “historias regionales” existentes hasta entonces, y Amelia Podetti aludía con la expresión “planetarización” a la historia poscolombina. Ver ZEA, L., “El descubrimiento de América y la universalización de la historia”, en El descubrimiento de América y su impacto en la historia (comp.), FCE, México, 1994, y PODETTI, A., “La irrupción de América en la historia”, CIC, Buenos Aires, 1981. 1

conformación de una comunidad mundial.3 De hecho, puede considerarse a Vitoria el introductor de un tercer polo de la reflexión política, que desde la Grecia clásica estuvo centrada en la polaridad individuo-comunidad, y que desde la concepción de la communitas orbis vitoriana no podrá eludir la triple dimensión “individuo-comunidad-comunidad mundial” so pena de sufrir una parcialización que la limita en su capacidad de comprensión, distorsionando sus conclusiones y afectando las prospectivas correspondientes.4 Desde este punto de vista, los últimos cinco siglos constituyen el período de transición entre las historias locales y la historia universal propiamente dicha, y como tal viven la ambigüedad de la coexistencia de ambos procesos. No es que las historias “locales” desaparezcan, ya que son condición de posibilidad de la historia universal, del mismo modo que no habría historias locales sin historias personales, familiares, etc., sino que su sentido pleno solo se alcanza a partir de su interrelación y por su participación en la historia universal. Paulatinamente, además, la disminución de sentido producida por el aislamiento se acrecentará. Porque las comunidades son a la comunidad mundial lo que los individuos son a la comunidad; por ello la relación comunidad-comunidad mundial repite, en cierto modo, la complejidad de las relaciones entre individuo y comunidad. También por ello repite las polaridades de su reflexión: los individualismos y comunitarismos guardan en ese sentido cierta analogía con los nacionalismos y globalismos (sin que ello implique afirmar ninguna correspondencia a nivel de sus fundamentos ideológicos o valorativos). En los dos casos, por cierto, pareciera que es posible y necesario el equilibrio entre las polaridades. El signo de la nueva época, pues, fue desde el siglo XVI la presencia creciente de la cuestión de la communitas orbis, de la comunidad mundial, en el contexto de la paulatinamente mayor interrelación de todas las comunidades particulares, en sus diversas formas de existencia y variados grados de realización, y con todas las múltiples y complejas mediaciones que posibilitan y determinan su interrelación.

El descubrimiento del mundo No suele enseñarse el carácter y todos los alcances de la revolución tecnológica que supuso la navegación oceánica, en contraposición con la navegación costera, conocida y dominada desde los tiempos prehistóricos. Hay en ello un conjunto de inventos y técnicas, que van desde el diseño de las embarcaciones hasta las formas de su velamen y sistema de pilotaje, mejoras en la conservación de los alimentos y en los sistemas de cálculo de las coordenadas geográficas, etc., con epicentro en la Escuela de Sagres.5

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El tema, desde el ángulo específico de la confrontación entre el universalismo y la hegemonía como dos modos de abordar la constitución de la comunidad mundial, he intentado formularlo en el artículo “Hegemonía versus universalidad: el caso de la Ilustración en Iberoamérica”, revista Humanidades, Año I, Nº 1, Universidad de Montevideo, junio de 2001. 4 Para una síntesis del concepto de communitas orbis, ver DÍAZ, B., “La Communitas orbis”, pp. 57-71, El internacionalismo de Vitoria en la era de la globalización, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2005, y FAZIO F., M., “Totus orbis”, Francisco de Vitoria, cristianismo y modernidad, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1998, cap. VI. 5 El reconocimiento hacia la Escuela de Sagres, y en general a los pilotos y expertos que en Portugal y Castilla lograron el salto tecnológico mencionado, no supone estimar a su esfuerzo como un acontecimiento excepcional, sino su carácter pionero. Pilotos y expertos árabes y chinos iban en el mismo camino por entonces. Ver CHALIAND, G., y RAGEAU, J-P., Atlas del descubrimiento del mundo, cartografía de Catherine Petit, Alianza, Madrid, 1986. 2

Si los alcances de la innovación tecnológica de la navegación oceánica no son habitualmente percibidos, menos aun sucede con relación al sentido e impacto de la unificación del espacio habitado y habitable producida por la carabela. Muy lejos se está, por ejemplo, de abarcar todo el alcance de tal fenómeno con la expresión “descubrimiento de América”. Porque más allá de la aparición de un continente desconocido para el mundo antiguo, y la consiguiente “irrupción” de razas y culturas, el hecho radical que acontece en el período de veinticinco años arriba señalado, es el descubrimiento del mundo. No solo porque por vez primera hay hombres que adquieren una representación fidedigna del planeta, sino por todo lo que ello implica para la historia, la política y la cultura: frente a la certeza del mundo tal como es, todo antiguo “centro” queda relativizado, dependiente de la perspectiva desde la cual sea contemplado el orbe todo, ahora conocido. Para entender cabalmente el significado de este fenómeno no solo es necesario deconstruir la idea del “descubrimiento de América”, algo a lo que contribuyó, al menos en América Latina, la reflexión en torno al V Centenario, sino también la de “modernidad” en el sentido en que lo ha hecho, por ejemplo, Enrique Dussel.6 Porque interesa aquí intentar una aproximación al fenómeno del comienzo de la historia universal desde otra perspectiva que la convencionalmente aceptada, que representa básicamente el punto de vista de una parte del Viejo Mundo.

El mapa del mundo El sentido concreto y práctico de la expresión “descubrimiento del mundo” puede alcanzarse fácilmente con una mirada sobre la historia de la cartografía. Basta comparar los mapas o portulanos de origen europeo, desde el que puede deducirse de Heródoto, en el siglo V a.C., hasta los corrientes en el siglo XIV y primera mitad del XV, y luego pasar a los primeros del siglo XVI, para entender la magnitud de la reforma de la imagen del mundo que ellos suponen. No se trata de la extensión del “Viejo Mundo” con la inclusión de América y el océano Pacífico. Se trata de un cambio mucho mayor. Antes de ese salto trascendental hay un mundo en gran medida incógnito, cuyas tres partes conocidas se restringen al “orbis terrarum” –Asia, África y Europa-, la “isla del Mundo”, rodeada de un océano intransitable, poblado de monstruos desconocidos, con aguas hirvientes a la altura del Ecuador, etc. Más allá de ese océano, en las antípodas, se intuía, en el mejor de los casos, un “orbis alterius” inalcanzable y no menos misterioso. Cumplido el “salto oceánico”, se ha alcanzado la representación del planeta tal cual la tenemos hoy, más allá de su perfeccionamiento hasta el uso de la fotografía satelital.7

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A partir de la necesaria conexión de la idea de “modernidad” con la de “modernización”, aplicable a los pueblos no europeos, y percibiendo a América como momento constitutivo necesario de tal modernidad, que se conforma, para Dussel, a partir de un “ego conquero” y solo después a partir del “ego cogito”; sin la alteridad americana no existiría “modernidad”. Ver DUSSEL, E., 1492. El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del “mito de la modernidad”, Plural Editores, Universidad de San Andrés, La Paz, 1994. En edición electrónica: http://168.96.200.17/ar/libros/dussel/1492/1492.html. 7 Ver por ejemplo CHALIAND y RAGEAU, ob.cit. 3

El mundo de Herodoto, según la reconstrucción simplificada propuesta por Challiand y Rageau

El mundo visto desde Italia, siglo XIV

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Como puede apreciarse en estos dos mapas, la representación del mundo por los europeos no cambió prácticamente nada a lo largo de veinte siglos: el “orbis terrarum” era una isla con tres partes más o menos discernibles y con un gran mar interior que las comunicaba. Para una lectura mejor, cabe señalar que en los mapas europeos anteriores al siglo XVI el eje vertical no es N-S sino E-O (el de Herodoto guarda nuestro uso actual porque es una reconstrucción). Pocas modificaciones se producen a lo largo del siglo XV, pero si se observan los primeros mapamundis del siglo XVI, la representación reiterada por más de dos mil años resulta drásticamente trastrocada. Este cambio acontece en Europa en poco más de medio siglo, en el transcurso de dos generaciones. Se trata de una modificación sustancial, si se toma en cuenta el significado que tiene para la constitución antropológica, individual y social, el grado de comprensión que se posea sobre el espacio en que se desarrolla la vida humana. Incluso desde el punto de vista puramente geográfico, hay hechos que son tan importantes como haber “completado” la 8

Ambas reproducciones pertenecen a CHALIAND, G. y RAGEAU, J-P., ob. cit. 4

representación del “orbis terrarum”, que es el rasgo con el que estamos habituados a entender lo que pasó en 1492. Edmundo O’Gorman advirtió por ejemplo -en La invención de América- sobre el cambio de valor del océano, que de barrera infranqueable –el Mar Tenebroso-, pasó a ser la vía de intercomunicación global, y por tanto, en cierto modo, escenario protagónico de la historia universal (hasta el dominio de la aviación y las teletecnologías). La consideración del planisferio de Abraham Ortellius, de 1570, que propone O’Gorman, es en ese sentido reveladora.

El mapamundi de Abraham Ortelius, incluido en su Theatrum Orbis Terrarum de 1570

El cambio de actitud que produjo la navegación oceánica permitió ver a los océanos como el gran lago interior de un mundo fundamentalmente terrestre (a través de la exageración de las dimensiones de América del Norte y especialmente de la Antártida, e imaginando una Ártida). En ratificación de algunas de las conclusiones expuestas, vale la pena detenerse un momento en la frase de Cicerón que Ortelius hizo colocar al pie de su mapa, reveladora del impacto que el descubrimiento del mundo tuvo en la conciencia de quienes accedieron, directa o indirectamente, a tal experiencia: “¡Qué puede parecerle grande, entre las cosas humanas, a aquél para quién es conocida toda la eternidad y magnitud del mundo!” (“Quid ei potest videri magnum in rebus humanis, cui aeternitas omnis totiusque mundi nota sit magnitudo”). Aun desconociendo el contexto, parece claro que la reflexión de Cicerón refiere a una perspectiva divina, no humana, de las cosas, y podrían extraerse diversas conclusiones acerca de su aplicación en este caso, pero es claro que este empequeñecimiento de todo lo comprendido “in rebus humanis” puede tener una explicación física (la medida del mundo, por primera vez cabalmente conocida) cuanto humana (la pequeñez relativa de todo reino o imperio frente a la communitas orbis).

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El mundo como confrontación de todo particularismo Porque importan más las significaciones políticas que las geográficas en el descubrimiento del mundo. Cada región, cada reino, cada imperio, quedarán interpelados desde entonces acerca de su particularidad de un modo nuevo, de un modo integral. Porque la inédita situación establece una confrontación inevitable entre particularismos y universalismo; tal confrontación solo pudo existir antes en un sentido abstracto, cuando la palabra “universal” carecía de un correlato físico real, por la inaccesibilidad del mundo todo. En el siglo XVI se inicia un acotamiento necesario de los particularismos, porque ya ha quedado establecido el límite del universalismo en el horizonte planetario, conocido y dominado. La historia deja de ser una coexistencia con indefinidos y eventualmente interminables particularismos. “Eventualmente interminables” no es una manera de decir: el carácter ignoto del planeta solo permitía presumir, en todo caso, que en algún momento el limes, los límites, se convertirían en relativos frente al alcance del verdadero limes, que es el planeta, pero tal momento estaba indefinido en el tiempo. De hecho, pudo ser intuido por Séneca (tal vez no casualmente nativo de Hispania), pero su intuición tardó en hacerse empírica 1.500 años. A esa suerte de interminable sucesión (espacial y temporal) de particularismos, a los que las formaciones imperiales permitían, a lo sumo, un anticipo de la interculturalidad de hoy, se sucede la aparición en el horizonte de la perentoria exigencia de una comunidad mundial. Queda claro que este cambio, con todo su caudal de significaciones, de algún modo está comprendido, o puede ser comprendido, desde la perspectiva del “descubrimiento del mundo” y especialmente como “inicio de la historia universal”, pero no puede entenderse del mismo modo desde las ideas corrientes que lo definen como “descubrimiento de América”, “modernidad”, “expansión de Europa” y afines. El verdadero punto de la cuestión es la irrupción en el horizonte de la communitas orbis. Desde entonces, las diferencias entre las distintas partes del único orbe quedan en un aspecto anuladas: a partir del comienzo de la historia universal el sentido de cada historia particular alcanza su plenitud en relación con el todo. He allí el elemento “común”, el carácter y condición que para todas establece la unificación del escenario de la historia. No quiere decir esto que no haya diferencias, porque tales diferencias son condición de existencia de la comunidad mundial. Diferencias que no pueden desaparecer sin arrastrar consigo la desaparición de la misma comunidad mundial, y en esto se replica la relación entre los individuos y cada comunidad particular. Cada comunidad es irrepetible, como cada ser humano también lo es; por ello los derechos de los pueblos y las naciones deben ser tutelados del mismo modo que los derechos humanos. Pero estas diferencias están abarcadas en el denominador común de su pertenencia a la comunidad mundial. Por ello la irrupción de la historia universal tampoco quiere decir que las historias particulares no tengan un sentido propio, pero sí que ese sentido nunca puede ser considerado absoluto, ya que su sentido final deriva de su condición de parte de un todo. Ahora bien, calificar como “perentoria” a la exigencia de constitución de la comunidad mundial no implica una medida determinada de extensión del tiempo, pero sí su definición como “último plazo”. Es decir, afirmar que en el siglo XVI se inicia una nueva etapa significa decir en realidad que se han creado las condiciones para cerrar la etapa anterior, para que finalice también una forma de la historia, lo cual de por sí no significa su cierre, sino más bien el 6

comienzo del largo proceso de su cierre. Esa forma no caduca de inmediato, pero ya está instalada la exigencia de responder al reto de la constitución de una comunidad mundial. Cualquiera sea el tiempo que insuma, y los grados efectivos de realización por los que deba transitar este proceso, el hecho es que no se puede volver atrás, a las historias locales, que tuvieron sentido y eficacia en un mundo ignoto y eventualmente incognoscible, por tanto tampoco dominable, pero que carecen de sentido pleno en el horizonte del totus orbis. Paulatinamente, pues, no se tratará solamente de explorar, poblar, interconectar, actividades necesarias en tanto la intercomunicación es condición necesaria de la comunidad mundial, sino de meditar, elaborar y construir las formas de la comunidad mundial.

De Ulises a Colón Dicho simbólicamente, Cristóbal Colón agotó (o acotó) a Ulises. En tanto culminó o cumplió, al efectuar el viaje decisivo para el “descubrimiento del mundo”, el sentido de uno de los contenidos simbólicos del mito de Ulises: el de la travesía marítima “descubridora”. En todo caso, el camino de Ulises solo fue reiniciado en el siglo XX, al comenzar a dominarse la navegación espacial. Desde Homero, al menos para las literaturas occidentales, Ulises ha sido el héroe arquetípico del viaje, real o metafórico, con todo lo que ello implica como desafío y como transformación. Pero a los efectos de la comparación simbólica con el viaje colombino, importa tomar en cuenta, además del Ulises homérico, a la versión que del mismo personaje ofrece Dante en el Canto XXVI del Infierno, en la Divina Comedia, ya que implica una verdadera prefiguración del viaje de Colón, y actualiza el poderoso símbolo del cruce de las columnas de Hércules, denominación clásica y mítica del estrecho de Gibraltar. Queda claro que dicho cruce representa justamente la decisión de salir del “orbis terrarum”, junto con sus consecuencias: la internación en el océano y la marcha hacia el contacto eventual con el “orbis alterius”. La versión de Dante, pues, permite hacer más precisa y consistente la relación entre el personaje literario Ulises y el personaje histórico Colón. El Ulises dantesco, tras cruzar las columnas de Hércules se interna en el océano y luego de navegar un trecho dobla hacia el sur. Transcurren otras jornadas, y finalmente descubre una montaña “alta quanto veduta non avea alcuna”, que simbólicamente es el paraíso terrenal, puesto que se trata del Ulises recreado por un autor cristiano. En cierto sentido, se trata del supremo “descubrimiento”, que es al mismo tiempo el retorno al origen. Ulises naufraga y muere ante esa costa, cumpliendo el ciclo clásico del héroe, en el que el precio de su atrevimiento es la muerte.9 El hecho de que en la dirección de la navegación del Ulises dantesco esté América del Sur proporcionó muchas ocurrencias, pero puede ponderarse la fuerza de su mito en la convicción colombina de que el Orinoco era uno de los cuatro ríos del Paraíso, al topar con su boca en el tercer viaje. Todavía Antonio de León Pinelo, jurista indiano del siglo XVII, estará convencido que el Paraíso estuvo en Sudamérica. Hay otras referencias simbólicas, en la cultura helénica y en la civilización romana, que pueden entenderse como prefiguraciones del viaje colombino. Fernando Aínsa ha actualizado la interpretación de la tragedia Medea, de Séneca, de cuya profecía que un día vendrá en “que 9

El tema está expuesto exhaustivamente en el capítulo I, “Condenación y redención: la travesía occidental” de GIUCCI, G., La conquista de lo maravilloso: el Nuevo Mundo, Ed. de Juan Darién, Montevideo, 1992. 7

suelte el océano las barreras del mundo y se abra la tierra en toda su extensión” el mismo Colón se sintió realizador. Incluye además el análisis del linaje del símbolo de la travesía marítima como ruptura de la Edad de Oro primigenia y como camino de conocimiento de la diversidad.10 Para completar la comparación, cabe detenerse un momento en el discurso que el Ulises dantesco pronuncia para convencer a sus compañeros de internarse en el océano, en el Mar Tenebroso. Allí está puesto en primer lugar el desafío de no negarse a la experiencia del mundo (Inferno, XXVI, 112-120).11 Queda indicado con ello el sentido del viaje propuesto por Ulises, que en el campo literario culminará con el “descubrimiento” por antonomasia –estableciendo un enlace fundamental de la modernidad entre experiencia y descubrimiento-, pero cuya materialización efectiva se iniciará con los viajes colombinos y culminará con la circunvalación global de Magallanes y Elcano, quienes tendrán por primera vez, sí, la experiencia del mundo, a diferencia del mundo o los mundos especulativos del tiempo precolombino. Primera experiencia del mundo a la cual Francisco de Vitoria nombrará también por vez primera como totus orbis. Más adelante se volverá sobre las consecuencias que este cambio tuvo sobre los modelos de conocimiento, pero no puede dejar de señalarse que en estos versos, síntesis del ideal que mueve al Ulises dantesco, puede encontrarse una prefiguración de la revolución epistemológica que el inicio de la historia universal acarreará, dos siglos después. Solo resta recordar, para ponderar el peso y valor de esta comparación entre el supremo “viajero descubridor” arquetípico y el máximo “viajero descubridor” real, el arraigo del mito de Ulises: se ha considerado que es el personaje más importante de las literaturas europeas hasta la aparición de Don Quijote, Don Juan y el doctor Fausto: un reinado de 2.400 años.12 Y no es una casualidad, naturalmente, que el primer personaje arquetípico de su misma talla que salió a su paso haya sido español. El mundo poscolombino, pues, no es ya el mundo ignoto de Ulises sino el mundo conocido pero interpelado por la communitas orbis. Su enigma, su desafío, no es ya experimentarlo materialmente, al menos no solo eso ni principalmente eso. En lo sucesivo, no se tratará tanto de hacer la experiencia del mundo como geografía, cuanto de hacer la experiencia del mundo como comunidad, cuyo requisito es la universalización del concepto de “prójimo”. La historia universal irrumpe, pues, desde dos dimensiones de la experiencia: una física o material, ligada a la técnica, y otra humana o comunitaria, ligada a la ética. Esta segunda, colocará a la polaridad identidad-alteridad, interrogación básica de la existencia humana y de la existencia de las comunidades, como interpelación ineludible y perentoria, frente a la irrupción del lugar de su máxima expresión: la comunidad mundial. Antes de pasar a las consecuencias epistemológicas de estas dos dimensiones de la “experiencia del mundo”, es importante

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AINSA, F., De la Edad de Oro a El dorado. Génesis del discurso utópico americano, FCE, México, 1992, especialmente pp. 81-130. 11 “O frati –dissi-, che per cento milia / perigli siete giunti a l’occidente, / a questa tanto picciola vigilia / de’nostri sensi ched è ‘l rimanente, / non vogliate negar l’esperienza, / di retro al sol, del mondo sanza gente. / Considerate la vostra semenza: / fatti non foste a viver come bruti, / ma per seguir virtute e conoscenza.” ALIGHIERI, Dante, Obras completas, edición bilingüe, BAC, Madrid, 1953, pp. 148-149. 12 La referencia al “reinado” de Ulises está tomada de STANFORD, W.B., The Ulysses Theme, Oxford, 1963, citado por Giucci, G., ob. cit. 8

apreciar cómo el “descubrimiento del mundo” encuentra de inmediato, no solo en Vitoria, su sentido político por encima del geográfico.

Del nuevo mundo geográfico a un mundo nuevo político Es decir, el incógnito y mítico orbis alterius de la geografía precolombina terminó siendo la communitas orbis más bien que América. El gran descubrimiento operado por la navegación oceánica terminó siendo un fenómeno político más que geográfico. Esta trasposición del hecho geográfico al hecho político puede apreciarse en un libro aparecido en 1516, que suscitó tras de sí un género literario y que creó, sin proponérselo, un paradigma de ideas y de acción con vigencia hasta nuestros días. Me refiero a Utopía, de Tomás Moro.13 Utopía es una obra de múltiples significados, que no podrían abordarse aquí, pero importa recordar que se trata de un diálogo imaginario entre Moro, el humanista flamenco Pedro Egidio y Rafael Hythlodeo, un navegante de Vespucio, “su compañero inseparable en las tres postreras travesías de las cuatro famosas que ya andan en libros por diversas partes”, según ubica Moro a los lectores. El libro se presenta, pues, como el clásico relato de las aventuras de un navegante, pero el núcleo de la obra es en realidad la descripción del sistema político de la isla de Utopía, que resulta una figura, en alegoría humorística, de la república ideal de Platón. De modo tal que el relato del viaje “descubridor” culmina en realidad en un “descubrimiento” político. Utopía, entonces, más que representación de América o de cualquier “isla desconocida”, es la metáfora de una nueva sociedad. Es decir, en el mismo Moro el “descubrimiento” –y la experiencia que conduce a él- salta de la geografía a la política. De lo que se trata no es de América, sino en la medida en que América representa la nueva historia que empieza. Esa nueva historia, en los términos en que es posible decirlo hoy, es la historia universal, la historia de la creación y desarrollo de la communitas orbis. Por eso el navegante vespuciano es asimilado por Moro “a Platón mejor que a Ulises”, porque su viaje termina en un descubrimiento político mucho más importante que el descubrimiento geográfico, y entonces su prefiguración no es Ulises sino Platón, en sus viajes a Sicilia procurando construir allí su ideal de República. No es necesario aludir aquí a la importancia de la Utopía de Moro, y del género utópico que suscitó, para la historia moderna, a punto de considerarse como uno de los signos de la nueva época. Sí importa señalar brevemente su importancia con relación a América, en la medida en que las presentes reflexiones sobre la alteridad intentan basarse en la experiencia histórica tal como ha sido analizada por los autores elegidos. Utopía tuvo una gran influencia en América, y de hecho fue recibida allí más que en España.

Vasco de Quiroga y la utopía mexicana Vasco de Quiroga fue un abogado reconocido por su labor judicial que ya en su madurez es convocado por la Corona para integrar la segunda Audiencia de México, en 1531. Esta Audiencia debía ejercer funciones en México a diez años apenas de la caída de Tenochtitlán. 13

Según Michael Winter, Compendiarum utopiarum, y dependiendo de los criterios usados para delimitar el género, se han censado hasta el presente entre 3.000 y 5.000 obras utópicas. MANUEL, F.E., y MANUEL, F.P., El pensamiento utópico en el mundo occidental, trad. B. Moreno, Taurus, Madrid, 1984, 2 vols. 9

Quiroga era además un juez especializado en litigios interculturales –diríamos hoy- por haber ejercido su labor en el África hispanizada. Quiroga resulta un buen ejemplo del impacto de Moro en América por dos razones: porque realizó el intento de llevar a la práctica en México la Utopía de Moro,14 y porque ese experimento social –los “pueblos-hospitales”- lo realizó en Michoacán, la misma región en la que al mismo tiempo enseñó y actuó, durante quince años, Alonso de Veracruz, que en muchos sentidos puede considerarse el padre de la filosofía en América.15 Es decir, el territorio michoacano, escenario de la utopía concreta, experimental, de Quiroga, es el sitio donde Veracruz, discípulo de Francisco de Vitoria en Salamanca, complementará las enseñanzas de su maestro con la experiencia del nuevo mundo social que se empieza a forjar en América. Por otra parte, en el vínculo entre Tomás Moro y Vasco de Quiroga hay una ida y vuelta muy curiosa. El primero piensa su Utopía inspirado por el nuevo mundo, y el segundo pretende crear un mundo nuevo inspirado en la Utopía. Para hacer aun más fuerte esta relación, existe la posibilidad –por ahora a nivel de hipótesis de investigación- que Moro se haya inspirado para escribir Utopía en el informe de los dominicos americanos con el que fray Bartolomé de las Casas viaja a España en 1515 (Utopía fue escrita al año siguiente en Flandes). Pero aun cuando Moro no haya conocido ese memorial, la relación entre ambos textos es cierta desde el punto de vista de los contenidos: Las Casas estaba ya empeñado en realizar un experimento social fundando nuevos pueblos que reunieran fraternalmente a labradores de Castilla (no hidalgos, que no sabían trabajar) e indios, como células de una nueva sociedad americana, sin hueste ni encomenderos, tal como más tarde lo llevaría a cabo en Cumaná y Verapaz. Desde ese punto de vista el informe dominico era ya una “utopía” antes de Utopía, aunque no literaria sino concreta. La experiencia de los “pueblos-hospitales” de Vasco de Quiroga fue seguramente más importante que la realizada por Las Casas en Cumaná y Verapaz, pero también menos que la de la república guaraní del Paraguay; en cualquier caso, queda señalada la relevancia de Utopía desde el punto de vista de América Latina, al punto que junto con el franciscanismo – incluidas las ideas milenaristas de algunos franciscanos llegados a México y al Perú- y el pensamiento de la Escuela de Salamanca, representa la corriente de ideas más influyente, entre lo venido de Europa, que va a incidir en el momento constitutivo original de las nuevas sociedades mestizas hispano-indias.

Revolución epistemológica, experiencia natural y experiencia moral Volviendo al sentido de la “experiencia del mundo”, resulta importante destacar brevemente el impacto que la misma tuvo sobre los modelos de conocimiento. En primer lugar, es manifiesto que el proceso iniciado en el siglo XVI supone una complejidad del acontecer que desafía como nunca antes a la Filosofía de la Historia y a la Filosofía Política. Pero suscita en general un alud de nuevos conocimientos, de nuevas experiencias, a punto tal que termina 14

Se conserva el ejemplar de Utopía –que Quiroga conoció en México, porque pertenecía al Arzobispo de México Juan de Zumárraga- con anotaciones de su puño y letra, y las Ordenanzas de los pueblos-hospitales recogen literalmente algunas disposiciones de Utopía. 15 Considero esta relación entre Quiroga y Veracruz en “El pensamiento filosófico en América en el siglo XVI. A 450 años de la obra de Alonso de Veracruz”, Geosur, XXIV, Nº 279-280, Montevideo, Jul-Ago 2003, pp. 21 a 35. 10

acarreando una revolución epistemológica. Volviendo por un momento a las ideas de Carl Schmitt, cabe referir que nomos y logos están estrechamente asociados, y por ello no podría ingresarse en un nuevo nomos sin su correspondiente cambio en el logos. Tal revolución, por su amplitud y complejidad, llega a configurarse como un acontecimiento más importante que aquél que le dio origen, pero descubrimiento del mundo y revolución científica son acontecimientos inseparables. Uno de los rasgos que caracterizan esta revolución es la elevación de la experiencia, entre los factores del conocimiento, a un nuevo rango, que en el caso de la tradición conocida justamente como “empirismo” será el más importante. Muy lejos de la valoración de la experiencia en el mundo clásico. Por ejemplo Aristóteles –y pese a haber sido el biólogo más importante de la antigüedad- coloca a la experiencia en el rango más bajo de las capacidades intelectuales, tal como las define en el capítulo VI de la Ética Nicomaquea. Habitualmente este cambio en los modelos del conocimiento se asocia con el nacimiento de las ciencias físicas y naturales, donde a la par del valor de la experiencia –y de la experimentación- impacta el descubrimiento de la “matematicidad de la naturaleza”. Este nuevo valor de la experiencia se manifiesta por ejemplo en la pretensión de formular un nuevo estatuto epistemológico centrado en ella, que es lo que hace el filósofo inglés Francis Bacon con su libro Instauratio magna, publicado en 1620, en el que se postula una nueva Lógica basada en la experiencia, en contraposición con la Lógica aristotélica, fundada exclusivamente en el raciocionio. Sin pretender juzgar aquí el valor exacto que tuvo tal esfuerzo, es notorio que la tradición ha atribuido a Bacon un papel importante en la instauración del nuevo modelo de conocimiento. Debido a su importancia como símbolo, es útil traer a colación la portada con que se ilustró la primera edición de su obra,16 por la relación que permite establecer entre el Novum Organum, la Nueva Lógica, por él postulada, y el símbolo del cruce de las columnas de Hércules. Especialmente si recordamos en qué medida tal símbolo estuvo asociado a la decisión de “experimentar el mundo”.

Portada de la 1ª edición de Instauratio magna (1620) de Francis Bacon

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La referencia a esta portada está tomada de Giucci, G., ob. cit. La asociación entre la propuesta epistemológica de Bacon y el uso del símbolo del cruce de las columnas de Hércules es lícita, por supuesto, más allá que tal uso haya sido inspirado por él o haya sido una ocurrencia de su editor. Vale de todos modos señalar que en La Nueva Atlántida la primera estatua, entre las que honran a los más grandes inventores, es la de Cristóbal Colón. 11

La leyenda inscripta entre las dos islas en que se asientan las columnas (“Multi pertransibunt & sugebitur scientia”), explicita la metáfora. La exploración, primera etapa de la experiencia, fuente primaria del conocer, requiere un cruce –y su decisión correspondiente- que equivale al que requirió atravesar las columnas de Hércules. La multiplicación de ese cruce equivale a la multiplicación del uso de la experiencia. Entendida, es claro, en el sentido de “experimentación”; es decir, de exploración y corroboración de hipótesis. El viaje colombino ha formado así el símbolo por excelencia del mundo moderno. Pero importa advertir el sentido que tiene en Bacon la trasposición del símbolo. Las dos dimensiones de la experiencia del inicio de la historia universal comienzan a explicitarse. Porque a Bacon no interesará, como había interesado a Vitoria o a Moro, la dimensión política del acontecimiento universalizador, sino su dimensión estrictamente material; es decir, la acumulación de nuevos conocimientos en orden al dominio físico. Curiosamente, Francis Bacon escribió también una obra del género creado por Moro: La Nueva Atlántida. Pero su utopía está basada justamente en la técnica, no en la ética. En el reino imaginario de Bensalem, la ética, como la política, son solo un corolario, un mero reflejo, de una sociedad regida por la ciencia y la técnica. Regencia administrada por un ente supraestatal y suprasocial, la “Casa de Salomón”, cuyo fin “es el conocimiento de las causas y movimientos secretos de las cosas, así como la ampliación de los límites del imperio humano para hacer posibles todas las cosas”. Utopía faústica, en todo caso, pero nunca política ni ética. En la diferencia entre estas dos actitudes está representada la doble vertiente de la revolución epistemológica que nace junto con la historia universal: humanística y técnica. En ambas el nuevo valor de la experiencia jugará un papel sustantivo.

El conocimiento experimental en el campo de las Humanidades Habitualmente se asume el surgimiento de las ciencias naturales como uno de los signos del cambio de época, por su contraste con los modelos de conocimiento clásico. En ese sentido, la adjudicación a la experiencia, y al razonamiento inductivo fundado en ella, del rol sustantivo en el acceso a la verdad -en contraposición con el razonamiento silogístico clásico- efectuada por Bacon, es parte del cambio obrado a partir de pensadores como el polaco Nicolás Copérnico, el italiano Galileo Galilei, los alemanes Johann Kepler y Gottfried Leibniz, el inglés Richard Newton y el francés René Descartes. Desde esta misma perspectiva, se considera que el surgimiento de las ciencias humanas o sociales solo se produce propiamente en el siglo XIX, aunque se reconozcan antecedentes en el XVIII. De manera tal que estas ciencias, y su correspondiente estatuto epistemológico, irrumpirían con más de dos siglos de diferencia con respecto a las primeras. Sin pretender desconocer los hechos en que tal juicio se funda, es llamativo no obstante que no se considere corrientemente el alto valor que también adquiere el conocimiento experimental para las humanidades desde el siglo XVI. Desde ese punto de vista, también debería hablarse de una revolución epistemológica. Este cambio aconteció, a diferencia del otro, en el ámbito del Imperio Español, no solo por la primacía de su participación en el acontecimiento universalizador, sino porque el Imperio Español es la primera experiencia política de escala global. 12

Entre los hechos que deben señalarse, indicadores de este cambio, está desde luego la creación del Derecho Internacional por Francisco de Vitoria, pero fundamentalmente la medida en que el pensamiento de la Escuela de Salamanca es un pensamiento experimental. No sería posible aquí analizar detenidamente esta circunstancia, pero baste señalar que la elaboración doctrinaria de la Escuela nace como una reflexión sobre los acontecimientos americanos, de la cual surgen a su vez propuestas de reforma con el objeto de inducir cambios sobre los acontecimientos en estudio. De hecho la Escuela representa, en su primera etapa, un verdadero proyecto de reconversión de la conquista española.17 Puede apreciarse ese carácter de pensamiento aplicado en la circunstancia de que entre 1534 y 1546 -año de la muerte de Vitoria- se trasladan, sólo a México, alrededor de medio centenar de sus discípulos. Hay, pues, la firme decisión no sólo de establecer una posición filosófica y jurídica a partir de los hechos, sino de intervenir como agentes del proceso mismo. La Filosofía práctica culmina en práctica orientada por la Filosofía.

La fundación de la Antropología en el México del siglo XVI Un evento no menos significativo es la labor de Bernardino de Sahagún en México, hoy crecientemente reconocida como fundadora de la Antropología, en las largas décadas de elaboración de la Historia general de las cosas de Nueva España.18 En efecto, estableció el trabajo de campo como base de su labor intelectual, sometió a éste a un perfeccionamiento técnico continuado, y se valió de lo que hoy denominamos el trabajo en equipo, con la colaboración de un grupo de sus discípulos, todos de lengua materna náhuatl, y a su vez profesores del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, que fue el verdadero laboratorio originario de la Historia. En su inspiración, por supuesto, estuvo el carisma de su orden franciscana, expresado en las palabras que sirven de epígrafe a este capítulo: “Porque es certísimo que estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros. Son nuestros prójimos, a quien somos obligados a amar como a nosotros mismos”.19 Sahagún llevó la exigencia sobre la calidad y exactitud de su labor al punto de escribir la Historia en lengua náhuatl, porque con convicción que se adelantó a Vico ciento cincuenta años, puso como uno de los principales objetivos de su investigación “sacar a luz todos los 17

El tema ha sido ampliamente investigado por Luciano Pereña. Entre sus numerosas publicaciones, puede consultarse la visión sintética de tales investigaciones: PEREÑA, L., Carta Magna de los indios, Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1987, y también Proceso a la conquista de América, veredicto de la Escuela de Salamanca, nuevas claves de interpretación histórica, Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1987. 18 El valor del método etnográfico de Sahagún fue advertido ya en el siglo XIX, pero el primer análisis del mismo apareció en D’OLWER, L. N., F. Bernardino de Sahagún, IPG, México, 1952, “Sahagún, creador de la investigación etnográfica y lingüística”. El estudio más reciente en castellano es el de LEÓN-PORTILLA, L., Sahagún, pionero de la antropología, UNAM, México, 1999. Ver también KLOR DE ALVA, J., NICHOLSON, H.B., y QUIÑONES KEBER, E., The Work of Bernardino de Sahagún. Pioneer Ethnographer of Sixteenth-Century Aztec Mexico, NY University of Albany, 1988, en especial “Sahagún and the birth of Modern Ethnography: representing, confessing and inscribing the native other”, donde Klor de Alva afirma que la técnica de Sahagún en el trabajo de campo alcanzó una objetividad que solo se volvería a lograr con Franz Boas; LÓPEZ AUSTIN, A., “Estudio acerca del método de investigación de F.B.de S.” en La investigación social de campo en México, UNAM, 1976; EDMONSON, M.S. (ed.) Sixteenth Century Mexico. The Work of Sahagún, University of New Mexico Press, 1973, en especial DIBBLE, Ch.E., “The Nahuatlization of Christianity” y KEBER, J., “Sahagún and Hermeneutics”; VILLORO, L., Sahagún or the Limits of the Discovery of the Other, University of Maryland, 1989; LEÓN-PORTILLA, A.H.de, Bernardino de Sahagún, diez estudios acerca de su obra, FCE, México, 1990. 19 SAHAGÚN, B., Historia general de las cosas de Nueva España, Alianza, Madrid, 1988, tomo I, pág. 35. 13

vocablos de esta lengua con sus propias y metafóricas significaciones”.20 Para ello llegó a ser un erudito de la lengua náhuatl, y pudo sostener de su obra que “allende de ser muy gustosa y provechosa escritura, hallarse han también en ella todas las maneras de hablar, y todos los vocablos que esta lengua usa, tan bien autorizados y ciertos como los que escribieron Virgilio y Cicerón y los demás autores de la lengua latina”.21 Es decir, y más allá del tesoro descriptivo que la obra misma contiene, había el objetivo de la fijación y traslación del universo simbólico y valorativo encerrado en la lengua. Tal decisión metodológica, y su resultado práctico, una enciclopedia de la cultura náhuatl puesta en su propia lengua alfabetizada, no estuvo exenta de agudas controversias, implicó alternativas conflictivas en el trabajo de Sahagún y llegó a amenazar la existencia misma de la obra. Va de suyo que la amplísima descripción de la cultura mexicana precortesiana que ofrece -religión, instituciones políticas y sociales, tradiciones y costumbres- tiene el extraordinario valor de haber sido realizada con las debidas garantías técnicas. No solo por la preservación escrita de una lengua hasta entonces ágrafa, sino por haber elaborado un arsenal de procedimientos técnicos en cuanto a la recolección de las informaciones, su cotejo y su traslación al texto. La inclusión de las imágenes originales pictográficas, en otro anticipo sorprendente de Vico, juegan un papel sustantivo en la obra debido a su función hermenéutica, en un texto cuya elaboración consistió básicamente en recoger respuestas y comentarios sobre pictografías en reiteradas y múltiples instancias. Texto que debido a ello por momentos más parece una sucesión de protocolos de investigación que la libre prosa de un ensayista.

La necesidad de una Ciencia Nueva según Giambattista Vico Finalmente podría señalarse como signo de este cambio epistemológico al pensamiento de Giambattista Vico. Su ubicación en las historias de la filosofía resulta siempre un poco excéntrica, porque no coincide con las preocupaciones dominantes de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, y es, además, un fuerte impugnador de Descartes, la figura emblemática del primer momento de la filosofía moderna. Para mayor confusión, esa impugnación no se hace en nombre del aristotelismo, la filosofía clásica o la escolástica, de manera tal que no puede ser catalogado como la reacción intelectual de un conservador o tradicionalista frente al empuje de las nuevas formas de la “filosofía natural”. Por el contrario, el planteo de Vico parece más bien adelantado a su época, al menos desde el parecer corriente que ubica la irrupción del modelo epistemológico de las ciencias humanas en el siglo XIX. Pero interesa considerarlo justamente no en mera contraposición con el cartesianismo sino en línea con la introducción del pensamiento experimental en las humanidades. Su pertenencia al mundo de la cultura latina, y el haber florecido en un territorio por entonces integrante del Imperio Español -el Reino de Nápoles- abre otro cauce de inquietudes desde la perspectiva del pensamiento latinoamericano. En particular, por la coincidencia de sus preocupaciones con los estudios antropológicos e históricos efectuados desde el siglo XVI en México y en Perú.

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Idem, p. 33. Idem, p. 36. 14

La cuestión epistemológica se encuentra en el centro de sus inquietudes. Pero a diferencia de la otra vertiente ya señalada, su fundamento y su modelo no serán las ciencias naturales (todavía bajo el nombre de “filosofía natural”), sino la Historia, los hechos humanos. La base filosófica de sus ideas sobre el conocimiento podría resumirse en el siguiente axioma: Dios conoce la naturaleza, el hombre conoce la historia (hoy diríamos la cultura). De allí su lema “Verum ipsum factum”: la verdad coincide con lo hecho, con lo creado. De manera tal que la igualdad del verum y el factum es la base epistemológica de la ciencia histórica. Y por allí se inicia el planteo de la ciencia nueva, diverso de la ciencia antigua, esta última orientada y basada en el conocimiento de la naturaleza. A Vico no le interesa mayormente el mundo de la naturaleza sino el mundo de las naciones, el mundo civil. Su “ciencia nueva” es sobre la naturaleza de las naciones. El descubrimiento del que se jacta Vico no es la “matematicidad de la naturaleza” sino el descubrimiento del “mundo humano” (aunque cabe aclarar que para él la Matemática es también el paradigma del conocimiento y la prueba de su epistemología: la Matemática puede ser una ciencia porque los objetos matemáticos son una creación humana). Frente al mundo de la naturaleza, sobre el que siempre se basó en definitiva la Filosofía, irrumpe el mundo humano, que hasta entonces había quedado fuera del horizonte principal de la misma. El mundo humano no es el hombre, que ha sido hecho por Dios. El mundo humano son las creaciones del hombre; es decir, la historia, que él sí ha hecho. El cogito cartesiano intenta conocer al hombre, que no puede conocer sino imperfectamente, como todo lo creado por Dios; en cambio, puede conocer sus hechos, que son la historia. En el conocimiento de los hechos humanos se funden sujeto y objeto. Se conoce lo que se hace, y ese conocer refluye sobre otros hechos humanos. En la creación humana y en el conocimiento de la creación humana el hombre realiza un proceso análogo a la creación divina. Pero la Filosofía ha puesto sus ojos en la naturaleza, haciéndola su motivo principal de conocimiento desde sus orígenes. Curiosamente, hay una realidad mucho más “próxima” al hombre, sobre la cual es necesario poner en marcha al conocimiento filosófico: las creaciones humanas, las realidades humanas. De modo que desde la Escuela de Salamanca y la fundación de la Antropología, verdadero núcleo de las muy posteriormente llamadas ciencias humanas, hasta la fundamentación epistemológica de dichas ciencias por Vico, puede afirmarse que se refunda el clásico campo de las humanidades bajo una nueva forma, que paulatinamente someterá a todas las expresiones de lo humano a los estándares de lo que hoy denominamos un conocimiento científico.

De las civilizaciones a la comunidad mundial como campo histórico inteligible La realidad de la interconexión global -simbolizada por la nave Victoria remontando el Guadalquivir al mando del vasco Sebastián Elcano, el 8 de septiembre de 1520, tras circunvalar por primera vez el mundo- y la potencialidad más o menos inmediata, en términos históricos, de su completa extensión a todo el orbe, ha generado, pues, la nueva era y ha sostenido hasta hoy su desarrollo, colocando al mundo bajo la norma del ius communicationis, percibida y estudiada por Vitoria. Pero sentadas de modo creciente las bases materiales del ius communicationis en el nivel global, el sentido de la historia se orienta cada vez más, como 15

hemos dicho, hacia la conformación de una comunidad también global. Mientras tanto, acontece el fin de la historia como agregado de historias locales, y el comienzo de la historia como historia de una comunidad mundial. Este hecho implica un cambio en las condiciones mismas de toda Filosofía de la Historia. Por un lado, la culminación de tal etapa, en nuestros días, si bien puede dar lugar, justamente, a la conciencia de una culminación, y ello en cierto sentido supone una percepción de “final”, no solo no es el fin de la historia, sino que promete más historia que nunca antes. Porque el desafío de constituir una comunidad mundial empequeñece hasta lo insignificante la historia del más magnífico de los imperios. Frente a la dimensión de ese reto, se hermanan en la insignificancia imperios y aldeas, y sus aconteceres pueden llegar a resultarnos, en cierto sentido, infantiles por igual. Por otro lado, este desafío remueve las bases de la historiología y modifica las condiciones gnoseológicas aceptables para la investigación histórica. Desde este punto de vista, la convicción de Arnold Toynbee, en el sentido de entender a las sociedades o civilizaciones como la mínima unidad inteligible de la historia, se revela ya como insuficiente, aunque la misma fuera un paso de gigante con relación a la similar atribución conferida hasta entonces a las naciones. En la perspectiva actual del fin de la transición entre las historias locales y la historia universal, queda claro que no hay plena inteligibilidad histórica fuera de la perspectiva de una única comunidad mundial. Hemos pasado de las grandes civilizaciones -o sociedades, para ajustarse a la terminología toynbeeana- a la comunidad mundial como campo histórico inteligible. Esta definición y medida de la inteligibilidad histórica se entiende en los mismos términos planteados por Toynbee, que refieren al sentido general de la historia. Eso no quiere decir que no haya niveles de inteligibilidad ligados a unidades menores, tan pequeñas incluso como una sola vida humana. La historia universal no deroga las historias locales, como hemos dicho, pero desde entonces el horizonte histórico no queda agotado en ellas, y por lo tanto su nivel de comprensión tampoco. Por eso la idea de Toynbee acerca de las condiciones de la inteligibilidad histórica debe entenderse aplicable cuando está presente el propósito de desentrañar el sentido de la historia en términos que ya pertenecen a la Filosofía de la Historia, o que campean en la frontera entre la Historia y la Filosofía. Ahora bien, esto también implica que la más pequeña de las historias, aun sin ocuparse, naturalmente, de la historia universal, adquiere su pleno sentido en relación con la historia universal. Pero en este tránsito en la comprensión del sentido de la historia es justamente donde se instala perentoriamente la cuestión de la alteridad, que da título a este trabajo. En tanto la historia fue concebida al modo biologista -desde Nicolás Danilevsky y Oswald Spengler hasta Pitirim Sorokin y Arnold Toynbee- como historia de grandes unidades que nacen, se desarrollan, maduran y mueren, el tema de la alteridad fue contingente, porque lo sustancial, y lo que por tanto proporcionaba la lógica de los procesos, era el despliegue de la propia unidad. La importancia de la polaridad desafío-respuesta, central en el pensamiento de Toynbee, no invalida la afirmación anterior por dos razones: en primer lugar, lo que importa, desde el punto de vista de la interpretación toynbeeana, es la forma en que los retos motivan al sujeto, y lo sustancial para la mirada del historiador sigue siendo por tanto ese sujeto particular. Por otra parte, los otros sujetos históricos operan básicamente como parte del desafío, y no tienen un rango lógico dintinto al de los elementos materiales como el medio o el 16

clima. No obstante, cabe aclarar que hay una distancia considerable entre el organicismo de Toynbee y el de sus antecesores, a lo que debe sumarse su fina sensibilidad como historiador. Pero desde la perspectiva de la comunidad mundial naciente, o entrevista ya en el horizonte, lo substancial son justamente los intercambios entre aquellas antiguas unidades históricas -se sobreentiende las existentes- en sus correspondientes formas actuales. En los términos en que se plantea en el pensamiento latinoamericano de las últimas décadas, la cuestión central hoy es la interculturalidad.

El siglo XVI y el siglo XIX como explosiones de proximidad El iusinternacionalismo vitoriano o la Antropología sahaguniana son simples consecuencias del acontecimiento histórico universalizador. Desde entonces la cuestión de la alteridad ha tenido una presencia regular en la Filosofía y las ciencias humanas. No es el propósito analizar esa presencia ni seguir su evolución desde el siglo XVI, pero importa advertir la significación que desde este punto de vista han tenido tales ciencias, en especial la Antropología y la Etnología, porque fueron las disciplinas que debieron responder al problema de la asunción de las diferencias raciales y culturales de modo tal que no pusieran en cuestión la común identidad de la naturaleza humana, con sus correspondientes corolarios éticos. Dando por sentado que en la tradición judeo-cristiana tal identidad es patrimonio sustancial de sus creencias a partir del acto creador de Dios y de la común filiación divina (el único “tronco de Adán”). Y que a partir del evangelio de Jesucristo se universaliza en el superior mandamiento del amor, que no admite discriminación entre los prójimos; es decir, queda desde entonces planteado el ideal ético de la universalización del concepto de prójimo, más allá del grado efectivo de su realización. Desde este punto de vista, las “explosiones” de proximidad, en tanto revoluciones técnicas, aunque por supuesto también de amplio y diverso impacto social y cultural, están desafiadas de ser acompañadas por revoluciones éticas, es decir, equivalentes “explosiones de projimidad”. El crecimiento de la “projimidad” es naturalmente condición de existencia de la comunidad mundial, y por eso puede decirse que tal comunidad quedó ya formulada en la Parábola del Buen Samaritano.22 Ahora bien, cuando el proceso de formación de la comunidad mundial tuvo un salto significativo, en la segunda mitad del siglo XIX, reaparecen con fuerza los tópicos que sobre la alteridad habían irrumpido en las primeras décadas de navegación oceánica. Porque nuevamente el fenómeno de la interconexión de territorios, razas y culturas ocupa un lugar preponderante en el acontecer mundial, con todas sus consecuencias psicológicas y sus amplias derivaciones en el campo del conocimiento. Las analogías entre el período 1500-1550 y 1830-1880 provienen del hecho que ambos marcan la irrupción de tecnologías de interconexión oceánica: el primero fue la globalización por medio de la navegación oceánica a vela, el segundo fue la globalización por la navegación oceánica a vapor. En este último caso el salto se potenció con respecto al primero al agregar el transporte terrestre a vapor. Ambos momentos implican un salto en la posibilidad y en la velocidad de los intercambios, con su caudal de sorpresas e interrogaciones. Desde entonces, por supuesto, tal salto se ha 22

Agrego esta nota con posterioridad a la recepción del Premio “Mariano Picón Salas”: ilumina la gigantesca significación que tiene la Parábola del Buen Samaritano para la ética, la historia y la cultura, la excelente exégesis que de ella hace Pedro Laín Entralgo en Teoría y realidad del otro, t. II, Otredad y projimidad, Revista de Occidente, Madrid, 1961, cap. 1, “El encuentro ejemplar”. 17

reproducido nuevamente y varias veces, si a las técnicas de transporte se suman las técnicas de comunicación, pero a los efectos de los autores considerados en este trabajo, nacidos entre 1871 y 1883, el mundo que dio lugar a sus reflexiones fue el mundo del transporte (marítimo y terrestre) por la máquina de vapor, aunque ellos mismos ya existieran en la era de la aviación o alcanzaran a ver, hacia el final de sus vidas, los primeros pasos de la astronáutica.

Etnología, racismo y mestizaje Este segundo salto globalizador repitió magnificados los efectos de una repentina mayor proximidad que habían tenido las primeras décadas del siglo XVI. Fenómeno físico por sí determinante de múltiples consecuencias, pero que a los efectos que nos interesan, y de acuerdo con los términos que se han definido al principio, supuso coetáneamente un crecimiento equivalente del desafío ético de la projimidad. En primer lugar, esa mayor proximidad, derivada del virtual achicamiento del espacio terrestre por las facilidades y velocidad de las nuevas técnicas de transporte, suscitó renovadas perplejidades ante las diferencias raciales y culturales. En segundo lugar, provocó un renovado interés por los estudios antropológicos y etnológicos. Con mayor dramatismo que en el siglo XVI, el punto principal, el nudo del debate, fue el que impone el desafío de la projimidad, más allá de los términos variados en los que se exprese. Dicho de una manera más abstracta, se replanteó el problema de la unidad de la naturaleza humana, y junto con la Etnología, y con frecuencia entremezclado con ella, irrumpió también el racismo -como trasfondo de ideas y de hechos políticos y jurídicos- que alcanzará magnitudes insospechadas en el siglo XX. Esta peculiar orientación con que se aborda entonces la cuestión de la alteridad tiene también considerable arraigo en América Latina, impregnando parte de su producción en materia de la ensayística de ciencias humanas en la segunda mitad del siglo, desde Argentina hasta México. Valgan como ejemplo el Facundo (1845) de Sarmiento y Os sertôes (1902) de Euclides da Cunha, obras que tienen muchos rasgos en común, pero que además marcan el apogeo y el declive de la hegemonía de la fórmula “civilización y barbarie” como paradigma para tal ensayística. Ahora bien, la asunción de tales planteos, al introducir la interpretación civilizatoria en términos de dialéctica racial o cultural en el seno de las sociedades latinoamericanas, no tuvo el mismo efecto que en Europa. Es decir, lo que para el mundo europeo significaba un conflicto de alteridades, en el mundo latinoamericano se convertía en un conflicto de identidad. La visión nacida en un ámbito metropolitano, habitado por razas constituidas y estabilizadas hace siglos, era asumida desde un ámbito periférico y habitado principalmente por mestizos en un complejo y aun incipiente proceso de fusión. Al respecto, y dada la presencia del tema en este trabajo, es conveniente aclarar desde ahora el sentido con que aquí se usa la palabra “mestizo”, que es por otra parte el empleado por Francisco García Calderón y José Vasconcelos, por señalar solo a los primeros que le dedicaron un estudio detenido e hicieron aplicación amplia del concepto. El filósofo uruguayo Arturo Ardao cuestionó en su momento la atribución en exclusividad del carácter mestizo a América Latina, afirmando que no hay continente que no lo sea, empezando por la propia Europa.23 Lo cual, por supuesto, quitaría todo valor de interpretación al concepto y haría irrelevante e 23

ARDAO, A., “Lo latinoamericano entre lo indoeuropeo y lo indoamericano”, en Nuestra América Latina, EBO, Montevideo, 1990, p. 145. 18

infructuosa su utilización como herramienta conceptual para el estudio de la sociedad y la cultura en América Latina, al tratarse de un rasgo universal. Pero cuando se aplica el término “mestizo” se da por supuesto un proceso de mezcla, que normalmente, en cualquier momento histórico y hasta el día de hoy, tiene un acotamiento temporal determinado por la aparición de un tipo biocultural, definido por la maduración del mestizaje operado. Cuando alcanza ese punto el proceso, el individuo o la sociedad de que se trata pierde el atributo “mestizo” y gana una identidad particular nueva, que suscita sentimientos de preservación identitaria frente a otros mestizajes. Desde este punto de vista, cuando se habla de América Latina como continente mestizo se alude justamente a su condición parcial e incompleta en cuanto a su tipo biocultural. Por otra parte, las proporciones del proceso de mixigenación operado en América Latina hasta el siglo XX parecen poco equiparables, por su grado de universalidad, con cualquier experiencia histórica anterior, ya que alcanzó no solo a variedades étnicas, sino que involucró directamente a las tres mayores familias raciales del planeta, que por orden de su aparición en América fueron los mongoloides, los caucasoides y los congoides. Volviendo a la significación que tuvo para América Latina la asunción y aplicación lineal de la idea de la lucha racial-civilizatoria, queda debidamente señalado el hecho de que ésta se transfiguraba de una lucha con otros, como lo era en su origen europeo, en una lucha consigo mismo, como terminó siendo en América Latina. En términos de Leopoldo Zea, “el hispanoamericano eligió una de las formas de su ser y trató de cortar definitivamente la otra”.24 Como resultado, la memoria del humanismo iberoamericano de los siglos XVI y XVII fue cercenada, permaneciendo solo su contraparte de excesos y dolor, la perdurable leyenda negra. De tal forma, se cargó a América Latina un pecado original, aunque sin redentor ni redención. La única solución, puestos en este locus intelectual, fue el intento de suprimir, literalmente, una tradición. Intento que no solo tuvo un componente intelectual y educativo; como es imposible tal supresión sin un radical cambio de la composición humana de la sociedad, entonces se tradujo en políticas, primero, y luego en acción. En cualquier caso, el resultado del empeño ha sido muy bien descripto por Zea: El hispanoamericano se comprometió en una difícil, casi imposible, tarea: la de arrancarse, amputarse, una parte muy importante de su ser, su pasado. Se entregó al difícil empeño de dejar de ser aquello que era, para ser -como si nunca hubiese sido- otra cosa distinta.

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Dicho proceso tuvo manifestaciones similares en toda América Latina, y se instrumentó a través de reformas jurídicas y políticas, pero cuyo importante trasfondo educativo y cultural demanda renovado estudio en todo su impacto desde el punto de vista de una historia cultural del continente. Así alude Octavio Paz al caso mexicano: La Reforma consuma la Independencia y le otorga su verdadera significación, pues plantea el examen de las bases mismas de la sociedad mexicana y de los supuestos históricos y filosóficos en que se apoyaba. Ese examen concluye en una triple negación: la de la herencia española, la del pasado indígena y la del catolicismo -que conciliaba a las dos primeras en una afirmación superior-. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma son la expresión jurídica y política de ese examen, y

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ZEA, L., Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica, del romanticismo al positivismo, El Colegio de México, México, 1949, p. 21. 25 Idem, p. 21. 19

promueven la destrucción de dos instituciones que representaban la continuidad de nuestra triple herencia: las asociaciones religiosas y la propiedad comunal indígena.

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Europeísmos, indigenismos, africanismos… versus latinoamericanismo Naturalmente, una vez instalada la interpretación histórica en los términos de la dialéctica racial o cultural, sucedió que la afirmación unilateral de los componentes europeos de las sociedades latinoamericanas (europeísmos) fue contestada por la afirmación unilateral de los componentes indígenas (indigenismos) o de los componentes africanos (negritud o negrismo). La disgregación política acontecida entre 1810 y 1830 sería entonces agravada por un prolongado debate intelectual disgregador, por su error y por sus efectos, sobre el tejido social y cultural, aun en formación, de América Latina, que llega a nuestros días. Es el camino que va desde la antinomia sarmientina de civilización y barbarie hasta las formas extremas del indigenismo. Sin embargo, con los albores del siglo XX irrumpen una serie de pensadores que recuperando una visión universalista, reivindican el mestizaje operado en América Latina y contribuyen a asumir positivamente su realidad social y cultural, fruto de la síntesis más que de la lucha entre razas y culturas.

Universalismo versus hegemonías El salto del localismo al universalismo ha hecho gradualmente más difícil confinar el mundo como ordenamiento inteligible- en la propia particularidad, aunque se trate de un reflejo de tenaz perduración. Pero también ha sobrevivido hasta hoy, como residuo del particularismo histórico, la tendencia a creer en la posibilidad de imponer globalmente particularismos, confundiendo universalismo con hegemonía. En este caso, la communitas orbis se tiende a confundir o a asimilar al “imperio” como forma política, pero en una época posimperial, y por tanto tergiversando incluso el sentido, las funciones y la eficacia que tuvo en otra era la forma imperial. Porque la forma política imperial –no ya sus aplicaciones analógicas o derivadas, como el imperialismo, que califica en todo caso un modo de dominación, pero no es una forma jurídica e institucional como tal- caducó entre 1911 y 1922. En ese período de once años, se extinguieron jurídicamente los cinco mayores y más antiguos imperios de la historia de la civilización, que en conjunto acumulaban casi siete mil años de historia. Un verdadero terremoto histórico: el Imperio Chino, liquidado en 1911, contaba por entonces con aproximadamente cuatro mil años (su primera dinastía, la Sia, se remonta a 2100-1600 a.C.); estaba regido por la dinastía manchú Tsing desde 1644. El Imperio Alemán, liquidado en 1918, era sucesor del Sacro Imperio Romano-Germánico, instituido en 962, de modo que alcanzaba casi los mil años, pero además se asumía legítimo heredero del Imperio Romano; su corona estaba en manos de la familia Hohenzollern desde 1702. El Imperio Austrohúngaro, también liquidado en 1918, era la sede de la Casa de Habsburgo, dinastía que detentaba la corona imperial desde 1273, poco menos de 650 años. El Imperio Otomano, liquidado en 1922, también regido por la misma familia fundadora (los Osmán) había sido establecido en 1280, de modo que era, con 640 años, un virtual gemelo -además de vecino- de los Habsburgo. El 26

PAZ, O., El laberinto de la soledad, FCE, México, 1998, p. 137. 20

Imperio Ruso, liquidado en 1918, el más joven, se había constituido como tal con Iván el Terrible, entre 1462 y 1505, de modo que había superado, a su vez, los 400 años; desde 1613 su corona estaba en manos de la familia Romanov. El único Imperio que sobrevivió – jurídicamente- a ambas guerras fue el Imperio Japonés (fundado en 660 a.C.), y que posee actualmente la única corona imperial vigente en el mundo, con 2.665 años de antigüedad, pero cuyo valor, como es obvio, es exclusivamente simbólico, sin despreciar por supuesto la significación de tal valor. Pero carece de un correlato jurídico-político que lo califique como auténtica forma imperial. La desaparición de la forma imperial no fue por supuesto una especie de rayo en un cielo sereno, sino más bien la culminación de un largo proceso. La historia universal, en curso, es la que hizo caducar la forma imperial, que en realidad era ya en el siglo XX algo supérstite, una verdadera sobreviviente. Porque la forma imperial como sistema de organización entre la diversidad de los Estados se originó durante el período de las historias locales, en el mundo precolombino. Apenas unos pocos años después de que se cumpliera con las formalidades jurídicas de su caducidad, urbe et orbi, surgió la iniciativa de la Sociedad de las Naciones, predecesora de nuestras actuales Naciones Unidas, cuyo padre lejano es Francisco de Vitoria. Y que si todavía es demasiado joven e inexperta -¿cómo comparar sus juveniles 50 años con los varios miles de la forma imperial?- eso no le quita el valor de haber iniciado el camino que conduce a la communitas orbis, ya no solo como ideal ético sino además como orden jurídicopolítico. La cuestión de los caminos de acceso a la comunidad mundial son hoy, o debería serlo, el asunto principal de la teoría política, de los estudios culturales, de la Historia. En ese sentido, la consideración de la experiencia latinoamericana propuesta aquí, desde la particular perspectiva de los autores considerados, pretende de algún modo un análisis que también tuvo en cuenta el valor potencial de esa experiencia en orden a la meditación sobre el acceso a la comunidad mundial. En resumen, hay en esa experiencia una particular manera de afrontar la polaridad identidad-alteridad que puede y debe ser estudiada. Por un lado, para que su sentido y valor alcance una ponderación razonable, y despeje el camino de un mayor y mejor autoconocimiento por parte de los latinoamericanos. Por otro, para que ordene y potencie la interlocución de los latinoamericanos con el resto del mundo, que no puede hacerse eficazmente desde una identidad indefinida y por tanto vacilante. Finalmente, para que lo aprovechable de esta experiencia entregue su aporte –como tal, original e irrepetible- a la ingeniería y construcción de la communitas orbis, el mayor desafío de los siglos venideros (el otro gran desafío, también iniciado, es retomar el camino de Ulises, más allá del límite planetario).

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