2002 Saber y testimonio. De Buber a Lévinas

September 14, 2017 | Autor: José Ramiro Podetti | Categoría: Ethics, Philosophy of History
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Descripción

Saber y Testimonio Una reflexión sobre Yo y tú de Martín Buber y Ética e infinito de Emmanuel Lévinas José Ramiro Podetti Tender un puente, establecer un vínculo, entre estas dos pequeñas obras suscita una previa reflexión de encuadre: se trata de relacionar, en buena medida, el pensamiento de maestro y discípulo, pero también de considerar la evolución de un pensamiento, habida cuenta de los sesenta años que separan a ambas obras: Yo y Tú, de Martín Buber, cuya versión original en alemán es de 1922 (traducida al español en 1956), y Ética e infinito, de Emmanuel Lévinas, que en versión radiofónica se difundió en 1981 y su primera edición francesa es de 1982 (traducida al español en 1991). Esta distancia, además, no puede dejar de asociarse a la difundida idea de los límites “reales” del siglo XX, entre 1914 y 1989.1 De este modo, una obra resulta naturalmente vinculada con los años inaugurales del siglo (que en lo cultural deben retardarse aun un poco más, hasta después del fin de la Primera Guerra Mundial), y en el extremo opuesto, la otra apareció en las vísperas de su término, siete años antes del derrumbe del Muro de Berlín. De la Belle Epoque a la carnicería A pesar de la relativamente escasa distancia que nos separa de 1922, ¿está debidamente presente ese horizonte temporal, para tratar de imaginar cómo se percibía el mundo en que escribió Martín Buber Yo y Tú? Jean Daniel, que pasa por ser uno de los principales formadores de la opinión pública francesa contemporánea, director por muchos años de Le Nouvel Observateur, escribió hace poco que el siglo XX “comenzó con la más espantosa de las guerras que jamás hayan hecho los hombres”, para concluir que “el cimiento del siglo XX, toda la arquitectura en que se apoya, son los inmensos cementerios de la guerra de 1914-1918”.2 Más de medio siglo antes de estas palabras, Oliverio Girondo había expresado el sentir de la generación argentina del 22 frente a esa misma guerra, al sostener que El desprestigio de Europa ha llegado hasta las conciencias más oscuras... Con sus diez millones de muertos y sus montañas de estupidez, la guerra no hace más que robustecer ese desprestigio ya latente... A fuerza de chapotear en la más fangosa de las chocheces, Europa se empeña en propalar sus temblores seniles y sus manías de persecución... Ha llegado el momento de tender un cordón sanitario 3 que nos proteja de los rencores que atormentan a Europa y que amenazan infectarnos.



Trabajo realizado en el marco del seminario de Filosofía Contemporánea del doctor Juan José García, Facultad de Humanidades, Universidad de Montevideo, 2002. 1 Con escasa diferencia, propusieron estos límites Eric Hobsbawm en 1994, en su Extremes. The short twentieth century 1914-1991, aparecida en Londres ese año (traducida como Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires, 1998) y Jean Daniel en 1995, en su Voyage au bout de la nation, publicado en París (traducción castellana publicada en Santiago de Chile el mismo año). 2 Y asocia el nacimiento del siglo (desde nuestra visión, naturalmente, el siglo europeo) con el “signo maldito” del asesinato de Jean Jaurés, opositor empedernido de la Guerra. DANIEL, Jean, Viaje al fondo de la nación, traducción de Oscar Luis Molinas, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1995, p. 17. 3 GIRONDO, Oliverio, “Nuestra actitud ante Europa”, artículo publicado originalmente en La Nación, transcripto en Homenaje a Girondo, selección, introducción y notas de Jorge Schwartz, Corregidor, Buenos Aires, 1987, pp. 88 a 90. 1

Una primaria y elemental aproximación a ese horizonte temporal remite, pues, al impacto que supuso el tránsito, casi sin solución de continuidad, de la belle époque a la carnicería. Ése es el marco inmediatamente anterior a Yo y Tú. Cuando Buber escribe esas páginas, no sólo había casi dos millones de jóvenes alemanes -por aludir al ambiente más directamente referido a él, el mundo universitario de habla alemana- que no habían vuelto del fatídico “frente”, sino que las ciudades europeas mostraban a otros millones de antiguos frontsoldat, los sobrevivientes de la guerra de trincheras y el gas mostaza, muchísimos de ellos con heridas físicas o psíquicas. En Francia, el médico cirujano Georges Duhamel, con la imagen en el alma de las miles de amputaciones realizadas en el frente, obtendría el Premio Goncourt 1918 por su obra Vida de mártires y civilización, uno de los primeros retratos del infierno de las trincheras. ¿Había alguna manera de entender este fenómeno? La segunda mitad del siglo XIX europeo había señalado, junto con la consagración del industrialismo, la irrupción de lo “social”: Desde el Manifiesto Comunista de 1848 hasta la Encíclica Rerum Novarum de 1891, las ciencias sociales, la filosofía y la religión no dejaron de reflexionar ante ello. Georg Simmel, profesor de Martin Buber en la Universidad de Berlín, diría, justamente en su Sociología, de 1908, que “las exigencias que suele formular la ciencia de la sociología no son sino la prolongación y el reflejo teórico del poder práctico que han alcanzado en el siglo XIX las masas frente a los intereses del individuo”. Porque se consideraba a la “dinámica social” como la nueva fuerza de la historia, y por lo tanto la sociología debía ser su instrumento teórico. De ese ambiente surgió también la más importante creación política del siglo XIX europeo, el socialismo, desde su origen totalmente funcional al industrialismo, en tanto traducía los problemas sociales en promesas de redención. Y Martín Buber, socialista él mismo, más allá de su formación religiosa dentro de la tradición hasídica y de su formación académica en filosofía, fue tributario de ese gigantesco fermento social que había ocasionado la revolución industrial. De modo que nació, y vivió hasta los 36 años, en un mundo que, ya fuera por la fe en el progreso económico, ya fuera por la fe en el progreso social, se sentía disparado hacia el futuro. Hasta que en 1914 todo estalló. Y en las palabras de Jean Daniel, “una mano invisible estranguló la rebelión de las masas mediante el holocausto de los jóvenes”. Según Eric Hobsbawm, sólo algo más de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del conflicto, y esa misma proporción puede aplicarse a los cinco millones de soldados británicos. Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que aun no habían cumplido los treinta años, en su mayor parte de las capas altas, cuyos jóvenes, obligados a dar el ejemplo en su condición de oficiales, avanzaban al frente de sus hombres y eran por lo tanto los primeros en caer. Una cuarta parte de los alumnos de Oxford y Cambrigde de menos de 25 años que sirvieron en el ejército británico en 1914 perdieron la vida. 4 En las filas alemanas, el número de muertos fue aun mayor que en el ejército francés.

Éste es, pues, el ambiente europeo en el que escribió Buber Yo y Tú. Al drama bélico había sucedido además, terminadas las hostilidades, un gigantesco drama civil: alrededor de cinco 4

HOBSBAWM, E., Ob. cit., p. 34. 2

millones de refugiados deambulando sin Patria, sin hogar, sin destino, merced al rediseño de las fronteras desde el olímpico espacio de los gabinetes. En unos pocos años, los europeos habían sabido ganarse la experiencia de un cataclismo material, cultural y espiritual.5 Secreto sin misterio La primera impresión que se recibe al empezar a leer Yo y Tú es muy parecida a la que se tiene cuando uno se introduce en una conversación ya comenzada. Y aunque al cabo de unas páginas finalmente el lector se familiarice con este estilo, sólo será para descubrir que repetirá varias veces la sensación hasta terminar el libro. Por momentos el texto se hace francamente coloquial, con preguntas y otras expresiones marcadas por guiones, pero tampoco aparece como la transcripción literal de una entrevista ni como un diálogo literario. En cualquier caso, y al modo en que dos interlocutores aceptan un sinfín de presupuestos en su intercambio para que éste pueda tener lugar, Buber no se siente motivado a fundamentar cada afirmación en una secuencia rigurosa, aunque exista naturalmente una secuencia argumental. Este estilo se corresponde, ciertamente, con las ideas expuestas en el libro, y procura recrear un diálogo de tono intimista antes que ofrecer un desarrollo sistemático. De manera tal que intentar una exposición ordenada sobre este contenido lleva fácilmente a traicionar el espíritu del autor. Queda el consuelo de pensar que tal vez la destrucción analítica del texto de Buber tenga una contraparte de asimilación, tal como no hay alimento que no se destruya para alcanzar su destino final de incorporación. El libro se inicia con una distinción (luego se descubre que también se funda en ella) entre experiencia y relación; y en una afirmación escandalosa para el positivismo y el cientificismo, Buber sostiene que “el hombre que tiene experiencia de las cosas no participa en absoluto del mundo”. Participar del mundo sólo se logra a través de la relación, y esto lo significa en la expresión “Yo-Tú”, diferenciada del “Yo-Ello”. En qué medida está aludida, en este punto de partida, una larga tradición del pensamiento europeo, se hace patente en la referencia a “esa presuntuosa sabiduría que conoce en la cosa un compartimiento cerrado y reservado solamente a los iniciados y del cual se tiene la llave”: ese “secreto sin misterio”, que es “un puro amontonamiento de información”, según las palabras de Buber, podría muy bien asumirse como una definición del saber no sólo desligado de lo sagrado sino enarbolado como emancipación de lo sagrado. Ahora bien, esta experiencia que deja afuera al mundo tiene un resabio kantiano. También el hecho que la relación, el Yo-Tú, acontezca fuera del tiempo y el espacio, ya que si bien debo situar a cada Tú en un tiempo y en un espacio, al hacerlo lo hago en el sentido en que cada Tú es 5

Una medida de este “terremoto histórico” lo proporciona el derrumbe simultáneo de los cuatro imperios supérstites del mundo mediterráneo: el Imperio Alemán, sucesor del Sacro Imperio Romano-Germánico, instituido en 962; el Imperio Austrohúngaro, sede de la Casa de Habsburgo, dinastía que detentaba la corona imperial desde 1273; el Imperio Otomano, regido por la familia Osmán desde 1280; y el Imperio Ruso, conformado por Iván el Terrible entre 1462 y 1505. Entre los cuatro sumaban más de 2.500 años de historia. 3

también un El, y como tal asimilable a los objetos. Pero “mientras se despliega sobre mi cabeza el cielo del Tú, los vientos de la causalidad se aplastan bajo mis talones y el torbellino de la fatalidad se detiene”. La relación no está mediada por nada. Sólo se produce cuando “todos los medios están abolidos”. La experiencia es siempre pasado, porque la experiencia es el uso, que exige siempre su consumación para alcanzar la satisfacción; de allí que la experiencia califique al presente como instantáneo, fugitivo, justamente porque jamás conoce al presente. La relación, por el contrario, es sólo presente, sin exigencias de consumo o de uso; el verdadero presente es persistente y duradero. Ambas dimensiones, la relación y la experiencia, son constitutivas del hombre. Pero su discernimiento, que no es sencillo -se trata de un proceso “profundamente dual”- es necesario por una razón de salud espiritual, ya que es posible vivir sólo en la dimensión de la experiencia, creyendo que en ella se agota la vida humana. Y allí se instala la reflexión, pedagógica, de Buber. El hombre, en la experiencia, aparece “inclinado sobre las cosas, con la lupa objetivadora de su mirada de miope, y ordenándolas una a una en un panorama, gracias el telescopio objetivador de su mirada de présbite, las aísla para considerarlas... o las dispone en un esquema de observación... Pero ese mundo “ordenado” “no es el lugar donde puedas encontrarte con otro. No podrías vivir sin él, su sólida realidad te conserva; pero si mueres en él, tu sepulcro estará en la nada”. Inevitable melancolía Pero la historia se mide en términos de la experiencia. Lo que se llama habitualmente “progreso” es el aumento del mundo del Ello. En principio, fuera del reduccionismo que significa esa visión, no implica una falsedad. Pero oculta la circunstancia de que el desenvolvimiento de la “capacidad de experiencia y utilización” se hace a costa de la otra capacidad, la de entrar en relación. Y el hombre sólo vive cabalmente, sólo participa de la vida del espíritu, en la relación. Porque “el espíritu no está en el Yo, sino entre Yo y Tú. No es como sangre que circula en tí, sino como el aire que respiras”. He allí entonces la extraordinaria paradoja de la historia, que mientras construye sin cesar nuevos útiles para el hombre, pareciera que lo incapacita más para su destino cabal, que sólo se cumple en la relación, no en el mundo de los útiles. Pero esta paradoja llega a su máxima intensidad cuando se considera que no se trata solamente de “alcanzar” el Tú, yendo “más allá” del Ello. El propio “alcance” de la relación, dado en la respuesta al Tú, se torna nuevamente una experiencia: Pero es aquí donde se levanta en toda su fuerza el destino propio del fenómeno de la relación. Cuanto más vigorosa es la respuesta, tanto más se apodera del Tú, tanto más hace de él un objeto. Sólo el silencio en presencia del Tú -silencio de todos los lenguajes, espera muda en la palabra indivisa, indiferenciada, que precede a la respuesta formulada y verbal- deja al Tú su libertad, y permite al hombre establecerse en esa relación de equilibrio en la que el espíritu no se manifiesta, pero está ahí. 4

Una respuesta, cualquiera que sea, encadena al Tú al mundo del Ello. Esta es la melancolía del hombre, y su grandeza.

En esta paradoja radical de la vida humana, propia de su dualidad constitutiva entre el Yo-Tú y el Yo-Ello, dice Buber, nacen el conocimiento, la obra, la imagen, el símbolo. Decisión, acto, reversión La experiencia no consuma lo humano; la acción, como acto libre, no pertenece a la experiencia sino a la relación. No hay “decisión” propiamente dicha sino en el Yo-Tú, y la decisión es libre justamente porque es por completo ajena al mundo de la causalidad. Esta idea concierne directamente, como es obvio, a un especial concepto de libertad, y se topa con la percepción corriente que de ella se tiene. Porque la libertad entendida en función del mundo de la utilidad y el provecho no es propiamente libertad sino más bien esclavitud: “Es libre el hombre que dejando de lado todas las cosas, toma su decisión del fondo mismo de su ser, se despoja de todos sus bienes y de sus ropas para presentarse desnudo ante el Rostro”. El Rostro es la presencia del otro, la encarnación del Tú, que en el otro humano, en el prójimo, es además reflejo del Tú eterno, y como dirá más tarde Levinas, la auténtica prueba del Infinito. Lo que proviene del mundo del Ello tiene, en vez del Rostro, la expresión de la necesidad. Por ello no puede corresponderse con la libertad. Lo que se corresponde con la libertad es el Destino. “Destino y Libertad”, dice bellamente Buber, “se hallan solemnemente comprometidos el uno al otro”, y juntos proporcionan el sentido de la vida. El destino no es por eso un límite ni una necesidad, sino el ámbito natural de la decisión, de la genuina y verdadera decisión. Y la decisión es el ejercicio de lo humano, también el gesto propio de la filiación divina. Por eso el Diablo no es “sino aquel que de toda eternidad jamás se ha decidido”. En la decisión se funda la persona pero también la cultura. No se puede ser sólo decisión, porque transcurrimos en el mundo del Ello, y esto vale tanto para la persona como para las culturas, pero no hay cultura sino basada en el fundamento originario de la decisión. “Toda gran cultura... reposa sobre un originario fenómeno de relación”, y “si una cultura deja de tener como centro un fenómeno de relación viviente y sin cesar renovado, se congela, se torna un mundo del Ello, penetrado sólo de cuando en cuando por los actos eruptivos y fulgurantes de espíritus aislados”. Pero si la libertad reposa en la decisión y no en la experiencia, en el encuentro y no en el uso de los útiles, si lo valioso de las culturas históricas es su fundamento en algún gran fenómeno de relación, ¿Para qué ha servido la historia? ¿Es sólo “humo, polvo, sombra y viento”, como diría Calderón? Por supuesto que cabría responder, siguiendo al mismo Calderón, que sólo es el escenario para el ejercicio de la libertad-destino, es decir, la historia no es más que el “gran teatro del mundo”. Pero Buber, al parecer, fue más lector de Dante que de Calderón, y entiende que la historia recorre un camino inefable, que “conduce a través de sus ascensos y sus declinaciones, no un camino de progreso y evolución, sino un descenso en espiral a través de los círculos del mundo subterráneo del espíritu, al que también cabe llamar ascenso hacia ese torbellino tan profundo, 5

tan sutil y tan complicado que ya no sufre ni avance ni retroceso, sino sólo esa reversión inédita, el abrirse paso”. Una apreciación a contrapelo del iluminismo europeo de los siglos XVIII y XIX... ¡el progreso se parece más bien a un descenso! Y aun se pregunta Buber: “¿Nos será menester ir hasta el fin por este camino, hasta la prueba de las tinieblas últimas? Allá donde crece el peligro, también crece la fuerza salvadora”. No faltaría quien, escandalizado ante estas afirmaciones, no sólo las tildara de irracionalistas sino de reaccionarias. Pero la otra paradoja, la gran paradoja del iluminismo, es haber trocado el destino en fatalidad, aunque para ello, primero, haya debido hacer un cambio más sutil y más escamoteador: haber cambiado la libertad en arbitrariedad. Frente a todas las variantes conocidas de la fatalidad desde el siglo XVIII, de izquierda y de derecha, cabría concluir, con toda la claridad con que lo muestra el “pensamiento único” instaurado en las dos últimas décadas del siglo XX, y admirándose de que ya Buber lo advirtiera en 1922, que “no se tiene otra alternativa que la opción entre la esclavitud voluntaria y la rebelión inútil”, aunque se la decore con el “dogma del progreso gradual”. Pero esta falsa opción, encadenada al mundo de la necesidad, de lo útil, del provecho, tiene un extraordinario cerrojo, que es el reemplazo de la libertad por la arbitrariedad. Desde que se acepta por libertad la facultad de hacer cualquier cosa -limitada sólo por el “derecho”, que es por otra parte sólo convencional, y su vez también arbitrario- desaparece el sentido de la vida. Por ello la dupla arbitrariedad-fatalidad es la contracara de la Libertad-Destino. Al hombre “le es menester sacrificar su pequeño querer sin libertad, regido por las cosas y por los instintos, a su gran querer que se aleja de la acción determinada para ir a la acción destinada”. He allí la reversión. El dogma del curso ineludible de las cosas no deja lugar a la libertad, ni a su revelación más concreta, aquella cuya fuerza cambia la faz de la tierra: la reversión. Ese dogma ignora que el hombre que supera la lucha universal mediante la reversión rompe en pedazos la trama de los hábitos instintivos, se libera de las ataduras de su clase y reanima, rejuvenece, transforma las estáticas estructuras históricas.

La reversión recupera el mundo, reinstala la realidad, hace estallar el solipsismo de la perpetua infancia sumergida en la necesidad y la satisfacción insatisfecha. Hay dos actos por excelencia que obran la reversión, y liquidan la abolición de la realidad decretada por la fatalidad-arbitrariedad: la plegaria y el sacrificio. Revelación y teofanía “Las líneas de las relaciones”, dice Buber, “si se las prolonga, se encuentran en el Tú eterno”. Y contestando a sus propias fuentes religiosas, acerca del abuso del “nombre” de Dios, proclamará: “¿Qué importan todas las divagaciones respecto de la esencia de Dios y de las obras de Dios en comparación con la verdad única de que todos los hombres que han invocado a Dios realmente han pensado en Él?”.

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Es la única relación en la que el Tú está siempre disponible -el “Dios no se muda” de la octavilla de santa Teresa de Ávila- y por ello es el fundamento de la reversión, es decir, del tránsito de la arbitrariedad a la libertad. Tránsito que no es solamente un cambio del fin, de aquello que se tome como centro o como meta, sino de la naturaleza del movimiento; es decir, del uso, el provecho, el consumo, a la solidaridad de la pura relación, porque “aquél para quien el mundo es esencialmente aquello de lo cual extrae un provecho, encara también a Dios de la misma manera. Su plegaria será una manera de exonerarse en una audiencia con la descarga de la voz en el vacío”. En la relación con el Tú divino se completa la relación, y se recupera plenamente el mundo; la realidad descubre su sentido a pesar de todo. Hay entonces la cabal emancipación -que no negación- del mundo ilusorio de la experiencia. Ilusorio no por inexistente, sino por parcial y separado. Sólo aquí acontece la emancipación del “tormento de lo finito”, la tenaz “persecución de consecuencias”, y la acción deja de ser vana para convertirse verdaderamente en “voluntaria, es sentida como una misión, es útil, forma parte de la creación; pero ya no es una acción que se imponga al mundo; nace de él orgánicamente como si fuera una no-acción”. La relación con el Tú eterno, cuando es plena y total, cuando es capaz de librarse de toda mediación, da lugar a la revelación. El hombre recibe en ella, antes que nada, la Presencia, prefigurada en el presente genuino de la relación Yo-Tú ya considerada. Es una Presencia que confirma el sentido de un modo irrevocable. La revelación, por tanto, no sólo está al alcance de todo hombre, sino que es la forma más acabada de su destino. La revelación “histórica” que está a la base de las grandes religiones monoteístas, sostiene Buber, son semejantes en su fondo a esta revelación personal y “muda”, que acontece y puede acontecer entre cualquier Yo y el Tú divino. Esta relación busca, como el Yo-Tú del prójimo, trascender del plano personal, y da lugar al culto. Esta relación es el mayor acto humano posible porque es, como acabamos de ver, un acto que reúne lo humano y lo divino. “No es la potencia propia del hombre la que actúa aquí”, sostiene Buber, “ni es tampoco solamente el pasaje de Dios, sino que es la mezcla de lo humano y de lo divino”. La historia, de este modo, resulta de enhebrar los actos divino-humanos, que a través de aquellos fenómenos de relación originarios ya aludidos, y de sus reviviscencias, han ido suscitando “nuevas provincias del mundo y del espíritu”. De este modo, “sin cesar, nuevos ámbitos se tornan en regiones de una teofanía” en un proceso que a su vez cumple un derrotero reiterado, en el que Buber discierne cuatro momentos: Los tiempos en los cuales aparece el Verbo viviente son aquellos en los que se renueva la solidaridad de la conexión entre Yo y el mundo; los tiempos en los que reina el Verbo efectivo son aquellos en los que se mantiene el acuerdo entre el Yo y el mundo; los tiempos en que el Verbo se torna corriente son aquellos en que el mundo y el Yo pierden su realidad y se vuelven extraños el uno al otro, en que se completa la fatalidad... hasta que llega el estremecimiento, la suspensión del aliento en la oscuridad, y el silencio de la preparación. 7

Porque como está dicho, la relación no es la contradicción de la experiencia, sino su superación y a la vez la que le otorga sentido. No se trata de una opción, sino de una complementación. Y el drama humano no es un drama de opciones, sino de separaciones; en todo caso, de ablaciones. Pero Martín Buber no podría creer en algo tan ajeno a su universo espiritual como la circularidad de la historia; el derrotero que él señala no se repita cada vez, lo que le quitaría sentido en su conjunto. Hay pues una dirección: En cada nuevo Eón la fatalidad se torna más opresora, la reversión más asoladora. Y la teofanía se torna cada vez más cercana, se aproxima siempre más a la esfera que está colocada entre los seres; se acerca al reino que se esconde en medio de nosotros, en el intervalo mismo que nos separa a unos de otros. La historia es una misteriosa aproximación. Cada espiral de su ruta nos conduce al mismo tiempo hacia una perdición más profunda y hacia una conversión más total.

He aquí, pues, que el descenso a los Infiernos tiene sentido. En medio del horror y del dolor, en la oscuridad y en el silencio, se sostiene la espera de una nueva reintegración del Verbo y el mundo, que no será la misma de antes. Éste era el mensaje esperanzador que lanzaba Martín Buber tras el dolor de la hecatombe.

Lo social está más allá de la ontología Ética e infinito es un diálogo de Emmanuel Lévinas con Philippe Nemo, cuyo eje son las instancias principales del pensamiento levinasiano, de manera que permite “reconstruir” de algún modo el itinerario de ese pensamiento, reconsiderado desde la madurez de su autor. El punto de partida de Lévinas es en cierto modo el mismo de Buber: el hecho social. Como afirma Jean Lacroix, el personalismo es una “metafísica del ser social”.6 Es interesante observar cómo Lévinas reivindica a Durkheim en su formación, ante el reproche encubierto de su interlocutor por haberlo puesto en el mismo nivel que Bergson, y advierte que su sociología entrañaba un metafísica también, en la “idea de que lo social es el orden mismo de lo espiritual, nueva intriga en el ser por encima del psiquismo animal y humano”. De modo similar es destacable la presencia significativa, entre sus maestros de Estrasburgo, de la disciplina “Psicología Colectiva”. La primera cuestión que se impone, desde ese punto de partida, es que desde el saber no se rompe la soledad del sujeto, ni siquiera en la comunicación de ese saber. “El saber es, en realidad, una inmanencia, y no existe ruptura del aislamiento del ser en el saber”, sostiene Lévinas, y por ello, “lo social está más allá de la ontología” y el aislamiento sería el hecho que “marca el acontecimiento mismo de ser”. Este encierro que el conocimiento no puede superar deja ver, como en Buber, el sesgo de la influencia kantiana. Encierro kantiano que ya Schopenhauer pretendiera franquear a través de la Voluntad, y que Lévinas atraviesa a través de la “socialidad”.

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LACROIX, Jean, Marxisme, existencialisme, personnalisme. Présence de l’éternité dans le temps, 4ème. ed., Presses Universitaires de France, Paris, 1960, p. 2. 8

En razón de su fuerte vínculo discipular con la fenomenología, uno de los primeros esfuerzos de Lévinas, en el desarrollo de su reflexión, fue mostrar que la relación con el otro no puede reducirse a la intencionalidad husserliana. Indagando a la relación erótica y a la relación filial, Lévinas muestra en qué medida las relaciones con la alteridad “contrastan con ésas en las que lo Mismo domina o absorbe o engloba a lo Otro y cuyo modelo es el saber”. La Ética como Filosofía Primera Estas “nuevas bases” desde las cuales se propone pensar lo social implican un cuestionamiento a ciertas tradiciones del pensamiento filosófico y político. La historia de la filosofía, según Lévinas “puede ser interpretada como una tentativa de síntesis universal, una reducción de toda la experiencia, de todo lo que tiene sentido, a una totalidad en donde la conciencia abarca al mundo, no deja ninguna cosa fuera de ella, y así llega a ser pensamiento absoluto”. Este esfuerzo culmina y se cierra, en cierto modo, con Hegel, pero sin embargo, según Lévinas, lo ha hecho con “pocas protestas”. Ahora bien, esta idea de “totalidad” no puede abarcar ni comprender el verdadero carácter de la relación intersubjetiva, y por ello la “libertad” que por ejemplo menta el liberalismo es una libertad en la que en realidad falta lo esencial. El liberalismo es hijo de la idea de totalidad, de la “racionalización” de la sociedad. Por ello afirmará Lévinas, con extraordinaria simplicidad y elocuencia, que “es extremadamente importante saber si la sociedad, en el sentido corriente del término, es el resultado de una limitación del principio que dice que el hombre es un lobo para el hombre, o si, por el contrario, resulta de la limitación del principio según el cual el hombre es para el hombre”. ¡Extraordinaria inversión de la fórmula de Lucrecio, erigida por Hobbes en paradigma de la modernidad! En definitiva, estas nuevas bases desde las cuales debe comprenderse lo social, indican que “la experiencia irreductible y última de la relación”, no está en la síntesis de los sistemas, “sino en el cara-a-cara de los humanos, en la socialidad, en su significación moral”. Y de allí que deba considerarse, a contrapelo de la tradición filosófica clásica, que la filosofía primera no es la Metafísica sino la Ética. Hospitalidad e Infinito Ahora bien, la naturaleza de la relación con el otro es la responsabilidad. Porque el otro -que se me presenta, antes que nada, como un rostro- establece un mandamiento sobre mí, “como si un amo me hablase”, dice Lévinas; por tanto, implica una respuesta, cualquiera que sea. No puedo eludir la respuesta, no puedo ser indiferente al Rostro. Paradójicamente, la imposición del rostro es la de su desprotección, es “el pobre por el que yo puedo todo y a quien todo debo”. Ésta es, según Nemo, la “experiencia crucial” en que se asienta la metafísica levinasiana. Y valiéndose del argumento cartesiano que de la idea de Infinito extrae una prueba de la existencia de Dios (“el pensamiento no ha podido producir algo que lo sobrepase”), aunque desconfíe del argumento, pensando en términos socráticos, plantea una extraordinaria analogía, donde la 9

presencia del rostro del otro ofrece también un acceso a la idea de Dios, porque en su aproximación “se produce la misma superación del acto por parte de aquello a lo que él lleva”. Nemo complementa la referencia a este argumento con una cita de Totalidad e Infinito que la hace más explícita, en toda su magnífica sencillez: La infinición se produce en el hecho inverosímil en el que un ser separado, fijado en su identidad, el Mismo, el Yo, contiene sin embargo en sí lo que no puede contener ni recibir por la sola virtud de su identidad. La subjetividad realiza estas exigencias imposibles: el hecho asombroso de contener más de lo que es posible contener... recibiendo al Otro, como hospitalidad. En ella se lleva a cabo la idea de lo infinito.

Sujeto proviene de sujeción Por ello la responsabilidad es lo esencial de la subjetividad, que al revés de la idea predominante en la filosofía, no es un para-sí, sino un para-otro. Su origen no está en realidad en mí, sino en el Otro, y allí radica su misterio, su trascendencia al “conocimiento”. El vínculo con el otro no es conocerlo; el vínculo con el otro radica en la hospitalidad íntima que surge en la respuesta, en la responsabilidad de decirle “heme aquí”. Invirtiendo una expresión de Lévinas, diría que en su pensamiento, diálogo es antes que nada diaconía, servicio y ofrenda al otro: “Hacer algo por otro. Dar. Ser espíritu humano es eso”. Y bien entendido, esto significa que la relación intersubjetiva es una relación asimétrica: soy responsable del otro sin aguardar ninguna reciprocidad, de forma totalmente incondicionada, y agrega Lévinas, “aunque ello me cueste la vida”. La recíproca, en todo caso, es asunto del otro. Lo humano, pues, es la “brecha” del ser histórico y objetivo, es “el ser que se deshace de su condición de ser: el des-inter-és. Esto es lo que quiere decir el título del libro De otro modo que ser. La condición ontológica se deshace, o es deshecha, en la condición o la incondición humana”. He aquí la consecuencia con la frase de Dostoievski, “Todos somos responsables de todo y de todos, y yo más que todos”. Conocimiento y testimonio Kierkegaard, uno de los maestros lejanos de Lévinas, sostenía que el caballero de la fe es un testigo, no un maestro. En definitiva, la filosofía de Lévinas concluye en eso, en lo humano como testimonio. El “Heme aquí” dicho al otro es en esencia el mismo “Heme aquí” dicho a Dios. En el “Heme aquí”, la respuesta fundamental, la respuesta originaria, la respuesta, está presente, como hemos visto, el acceso al Infinito; el “Heme aquí” es, entonces, también, un testimonio, el testimonio del Infinito. De manera similar a la “revelación” buberiana, irrumpe aquí la principal vivencia de lo humano. Con una cita de De otro modo que ser, Nemo explicita la idea: “La gloria del Infinito se glorifica en la responsabilidad, no dejando al sujeto ningún refugio en su secreto que lo proteja contra la obsesión por el Otro y cubra su evasión”. 10

¿Por qué el testimonio llega mucho más allá del saber, por qué lo humano significa el “estallido ético de la ontología”? Dice Lévinas en De otro modo que ser: La gloria del Infinito es la identidad an-árquica del sujeto desemboscado sin posible escapatoria, yo abocado a la sinceridad, aportando signo al otro -del cual soy responsable y ante quien soy responsablede esa misma donación del signo, es decir, de esta responsabilidad: “heme aquí”. Decir anterior a todo dicho que testimonia la gloria. Testimonio que es verdadero, pero con una verdad irreductible a la del develamiento y que no relata nada, que se muestra. Decir sin correlación noemática dentro de la pura obediencia a la gloria que ordena; sin diálogo dentro de la pasividad sometida de golpe al “heme aquí”. La distancia que se alarga conforme a la medida en que la proximidad se aprieta, la gloria del Infinito es la desigualdad entre lo Mismo y lo Otro, la diferencia que es también la no-indiferencia del mismo respecto al otro, y la substitución, que a su vez es una no-igualdad consigo, un no-recubrimiento de sí por sí, una desposesión de sí, una salida de sí de la clandestinidad de su identificación...

He aquí la indagación y expresión de la alteridad que ofrece Levinas, que da un vuelco por sobre el encierro ontológico, y que representa a lo humano, paradoja radical, como la “infinita excepción a la esencia”. Frente al saber tematizador, irrumpe entonces el testimonio, que se asemeja más bien al saber profético, y que ante la pregunta de Nemo, Lévinas remite a un texto del profeta Amós, que dice que si “Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?”. Respirando el humo de los hornos La pregunta “primera” de Heidegger, la leibniciana expresión ¿Por qué hay algo y no más bien nada? ha quedado muy atrás. La responsabilidad radical de lo humano nos ha llevado a otro lugar. Desde el “Heme aquí”, la pregunta primordial de lo humano ha irrumpido de otro modo: ¿Acaso me debo yo al ser? ¿Es que siendo, persistiendo en el ser, yo no mato?... No se puede, en la sociedad tal como funciona, vivir sin matar, o al menos, sin preparar la muerte de alguien. En consecuencia, la cuestión importante del sentido del ser no es: ¿Por qué hay algo y no nada? sino ¿Es que siendo, yo no mato?

En este punto se bordea el límite de lo humano, y también el límite de la respuesta. Nemo recuerda una frase de Pascal, citada en De otro modo que ser: “Aquí está mi lugar bajo el sol. He aquí el comienzo y la imagen de la usurpación de toda la Tierra”. Y no se trata de concluir que la única salida para no matar al otro es el suicidio, sino que “una vida en verdad humana no puede quedarse en vida satisfecha en el seno de su igualdad al ser, vida de quietud. Que se despierte hacia el otro, es decir, tiene siempre que desembriagarse; que el ser jamás es -al contrario de lo que dicen tantas tradiciones tranquilizadoras- su propia razón de ser, que el famoso conatus essendi no es la fuente de todo derecho y de todo sentido”. Esta conciencia sorprendente y conmovedora puede considerarse, tal vez, como una nueva respuesta, más completa, más honda, más explícita, que la de Buber, a males mucho más radicales que aquéllos que impregnaban el mundo en 1922. Entre 1922 y 1982 el “descenso”, en los términos de Buber, pronunció su declive. Los diez millones de muertos de la Primera Guerra Mundial progresaron hasta alcanzar alrededor de cincuenta millones en la Segunda Guerra Mundial. Nadie hizo todavía la estadística de los muertos de la Tercera Guerra Mundial, también llamada irónicamente “guerra fría” porque los muertos fueron puestos esta vez, por sagacidad de 11

los contrincantes, fuera de su propio territorio, ya que eligieron para combatir el resto del mundo. Si la guerra de trincheras había sido el símbolo más acabado de la carnicería entre 1914 y 1918, las cámaras de gas y el bombardeo estratégico fueron el símbolo de la segunda carnicería. De la matanza científica de los hornos y las cámaras, el mundo fue exorcizado por el juicio (no el de Nüremberg sino el de la opinión pública) y la condena explícita. El segundo aun es reivindicado, aunque haya sido demostrada su inutilidad estratégica y distinguidos autores del propio campo angloamericano hayan destacado la degradación moral que supuso. El bombardeo estratégico, que inauguró la táctica de la matanza a mansalva de civiles a través del bombardeo de ciudades y no de objetivos militares, ha sido calificado por el historiador Paul Johnson “como una etapa crítica del proceso de derrumbe moral de la humanidad en la época contemporánea”7 (aunque cabría preguntar por qué el “derrumbe moral” al que se alude se atribuye a la “humanidad” y no a los promotores y actores de la Segunda Guerra Mundial). Y si bien el mundo finalmente salió -o eso se cree- de la instancia final del bombardeo estratégico, llamada M.A.D., por las siglas en inglés de la expresión “mutua destrucción asegurada”, sólo lo hizo para ingresar en la increíble “Edad del Mercado”, donde finalmente regiría la “libertad” irrestricta, con la única salvedad de la “ley” de la sobrevivencia de los más fuertes. Frente a esta terrible realidad, sólo emerge la pregunta primaria, ¿Es que siendo, yo no mato? En palabras de Lévinas: La humanidad que asistía, de Sarajevo a Camboya, a tantas crueldades en el curso de un siglo en que su Europa, en el interior de sus “ciencias humanas”, parecía ir hasta el final de su asunto; la humanidad que en todos estos horrores, respiraba -ya o todavía- los humos de los hornos crematorios de la “solución final”, en donde la teología bruscamente pareció imposible, ¿va, indiferente a abandonar al mundo al sufrimiento inútil, dejándolo ir a la fatalidad política -o a la deriva- de las fuerzas ciegas que infligen la desgracia a los débiles y a los vencidos y que se la evitan a los vencedores, unirse a los cuales resultaría importante para los malvados? O incapaz de adherirse a un orden -o a un desorden- al que sigue pensando diabólico, ¿no debe, en una fe más difícil que hace poco tiempo, en una fe sin teodicea, continuar la Historia Santa; una historia que apela, por ello, más a los recursos del yo en cada cual y a su sufrimiento inspirado por el sufrimiento del otro hombre, a su compasión que es un sufrimiento no-inútil (o amor), que ya no es sufrimiento “por nada” y que tiene de entrada un sentido? ¿No estamos todos como el pueblo judío en su fidelidad- abocados al segundo término de esa alternativa, en la salida del siglo XX y después del dolor inútil e injustificable que en él se ha expuesto y mostrado ostensiblemente sin sombra alguna de teodicea consoladora?

He aquí el camino desde el “Yo y Tú” hasta el sujeto como sujeción, al “Todos somos responsables de todo y yo más que todos”. Y siguiendo la idea de Lévinas de que nuestra fe hoy es una “fe más difícil”, tal vez cabe recuperar la reflexión de Kierkegaard en Temor y temblor, y buscar en la figura

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JOHNSON, Paul, Tiempos Modernos, trad. de Aníbal Leal, Javier Vergara, Buenos Aires, 1988, p. 376. Winston Churchill fue el promotor de esta nueva y sorprendente táctica, que culminaría en la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Sin las aterradoras secuelas de ellas, Lübeck, Rostock, Colonia, Hamburgo, habían corrido antes la misma suerte. Todo culminó en la célebre Operación Trueno sobre Dresde, que se cumplió la noche del Martes de Carnaval, el 13 de febrero de 1945. Se mató a unos 135.000 hombres, mujeres y niños en medio de una tormenta de fuego que consumió en minutos las 2.100 manzanas céntricas de la ciudad. Paul Johnson llamó a esta operación “el más grande desastre moral anglonorteamericano en la guerra contra Alemania”. Según Johnson, se ideó como una manera de congraciar a Stalin y mejorar las condiciones de la negociación del mundo de posguerra. 12

de Abraham la forma de “exorcizar” al Doctor Fausto, señor del mundo moderno, y aun a Sócrates, señor del mundo clásico.

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