2002 Ortega y la desintegración española

September 14, 2017 | Autor: José Ramiro Podetti | Categoría: Philosophy of History, Spain
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Descripción

Ortega y la desintegración española José Ramiro Podetti El problema primero, plenario y perentorio “El impulso inicial para Ortega es la obsesión por el problema de España”,1 y en ello no hace más que continuar con lo que fuera el motivo principal de la creación y la reflexión de la Generación del 98; motivo que además influirá en la articulación de su pensamiento filosófico en torno a ideas tales como la inseparabilidad de las circunstancias y el yo, o de la “razón histórica” como clave interpretativa del hombre y la cultura. España es el asunto porque el pensador no puede pasarla por alto como problema central de su pensar. En las propias palabras de Ortega, a diferencia de cualquier persona en Francia, Inglaterra o Alemania, “sociedades dotadas de todas sus funciones esenciales”, “el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio”.2 Y de modo similar a Ángel Ganivet, Miguel Unamuno o Ramón del Valle Inclán, vivirá su conciencia de España dolorosamente, en abierta pugna con la visión conformista, abotagada, con que la Restauración y su trágica sucesión habían intentado disimular la crisis final del otrora Imperio Español: Sufro verdaderas congojas oyendo hablar de España a los españoles, asistiendo a su infatigable tomar el rábano por las hojas. Apenas hay cosa que sea justamente valorada: se da a lo insignificante una grotesca 3 importancia, y en cambio los hechos verdaderamente representativos y esenciales apenas son notados.

Esta falta de discernimiento, que deriva en la trágica incapacidad de entender -y por lo tanto de asumir- la realidad española, resulta por demás provocativa frente a la crisis, una crisis que muchos empiezan a sentir como terminal, y frente a la cual se yergue, monstruosa -esperpéntica la verá Vallé Inclán- la fatuidad de un pensamiento cuando se enajena de su contexto humano, histórico y social. Por ello insistirá Ortega, en sus Meditaciones del Quijote, que “mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos de Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo”.4 Y veinte años antes que Toynbee, entenderá que el hombre y la cultura son ininteligibles fuera de su relación con el medio y de la respuesta a los desafíos que el medio encierra, afirmando que “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”. 

Trabajo realizado en el marco del seminario sobre Ortega y Gasset dictado por la doctora Mercedes Rovira, Universidad de Montevideo, 2002. 1

ROVIRA REICH, María de las Mercedes, Ortega desde el humanismo clásico, prólogo de Antonio MillánPuelles, Eunsa, Pamplona, 2002, p. 103. 2 ORTEGA Y GASSET, José, “Prólogo para alemanes”, cit, en ROVIRA REICH, M., Ob. cit., p. 104. 3

ORTEGA Y GASSET, José, España invertebrada, bosquejo de algunos pensamientos históricos, 14ª edición, Revista de Occidente, Madrid, 1966, p.5. En lo sucesivo, EI. 4 ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote, Obras Completas, 2ª edición, Espasa-Calpe, Madrid, tomo I, p. 46. 1

De modo que ese “problema” español, que no sólo es primero y perentorio -donde lo primero podría explicarse por lo segundo- sino que es además, “plenario”, es “el” problema, reaparece elevado a consideración filosófica: la relación entre hombre y circunstancia. Con la riqueza y peculiaridad que la idea alcanza, en el grado de dependencia que establece entre la integración de la persona, la plenitud del sí mismo, y la circunstancia: literalmente, se entiende como “la otra mitad de mi persona”. En este universo espiritual, generacional y personal, surgen las reflexiones de España invertebrada. Reflexión sobre la circunstancia española, condición necesaria para la reintegración del hombre español, es, paradójicamente, una larga meditación sobre la desintegración. La desintegración española desde ambos lados del Atlántico España invertebrada fue escrito en 1921 y publicado al año siguiente con éxito editorial. En el prólogo a la segunda edición, cumplida en el mismo año, Ortega justificó el libro como versión confidencial de algunos pensamientos, advirtió que la obra era sólo un “ensayo de ensayo”, y que no la hubiera publicado de haber previsto tal repercusión, porque sus temas eran de “tal dimensión y gravedad” que hubieran requerido “la plenitud de desarrollo y esmero que les corresponde”. Tal tema era nada menos que “definir la grave enfermedad que España sufre”.5 España invertebrada no era, sin embargo, una propuesta de reflexión novedosa para los españoles. Por el contrario, se ubicaba dentro de una línea de pensamiento sobre la nacionalidad hispánica que había hecho un tópico de la crítica y reversión de la visión convencional de las “Glorias de España”. Tópico que proporcionara, además, uno de los rasgos más característicos de la Generación del 98. Esta línea de pensamiento comenzó, en el ensayo, con el Idearium español de Angel Ganivet en 1897, y en el intercambio epistolar entre Ganivet y Miguel Unamuno del mismo año (aunque publicado en 1912 bajo el título El porvenir de España) y continuaría, entre otros ensayos, con el libro Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de Unamuno, publicado en 1913. Especialmente la conclusión de este último libro, titulada “Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”, y que es una contraposición de los mitos del Fausto y Don Quijote, está enfocada sobre las mismas cuestiones que España invertebrada y utiliza el mismo recurso de ver a España desde el espejo de Europa. Hay por supuesto diferencias importantes entre uno y otros, pero más allá de los matices entre estos ensayos, y de las diferencias cronológicas entre sus autores -que ubican a Ortega, veinte años más joven que Unamuno y Ganivet, por fuera, estrictamente, de la Generación del 98- hay un hilo conductor entre ellos. Ortega afirmó alguna vez que España “pareció caer” al terminar el siglo XIX, pero que después de 1898 “una nueva generación le devolvió su espíritu”.6 Con mayores o menores esperanzas sobre la 5

EI, p. 4.

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En la conferencia pronunciada en el Teatro de la Opera el 22 de Noviembre de 1916, promovida por la Fundación Patriótica Española a beneficio de sus escuelas sobre el tema “España y el carácter de los españoles”. ORTEGA Y GASSET, José, “Párrafos sobre América”, Recopilación Fundación Banco de Boston, 2

eficacia de su acción, los escritores del 98 compartieron en general la idea que ésa era su misión: recuperar el espíritu español. Ahora bien, la aguda y prolongada crisis española, que en parte culmina en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, terminó identificada por un símbolo, que fue la Independencia de Cuba. Y más allá de un sinfín de otras consideraciones posibles, el símbolo del supuesto fin de España fue la pérdida de Cuba porque América había sido la principal obra española. “Para mí es evidente”, dirá por ejemplo Ortega, “que se trata de lo único verdadera, substantivamente grande que ha hecho España”.7 Porque si bien las proyecciones europeas de España estaban ya lejanas en el tiempo, la España africana perduraría en el siglo XX, y en el siglo XXI aun permanecen restos del Imperio Español en África, en Ceuta y Melilla.8 La caída de Cuba, sin embargo, se convirtió en el disparador simbólico de la meditación de toda una generación española. Indirectamente, también lo sería para América, aunque no por el hecho en sí, sino por un libro, elaboración intelectual de aquel hecho, que abriría un nuevo momento, también en la cultura hispanoamericana, el Ariel.9 Y el Ariel, más allá de su inmediata repercusión, también resultó el momento inaugural de un ciclo de reflexión sobre el destino hispanoamericano, que entre su extensa progenie incluye El porvenir de la América Española, del argentino Manuel Ugarte, publicado en Valencia en 1910, dos años antes que se publicara, con título sugestivamente similar, la correspondencia entre Ganivet y Unamuno. De manera que la Guerra de Cuba y su desenlace significarían un estímulo equivalente para el pensamiento español como para el pensamiento hispanoamericano. Por otra parte, ambas respuestas, la peninsular y la americana, operarían a su vez recíprocamente. El impacto del Ariel en la Generación del 98 española ha quedado registrado por Juan Ramón Jiménez: Una misteriosa actividad nos cogía a algunos jóvenes españoles cuando hacia 1900 se nombraba en nuestras reuniones a Rodó. Ariel, en su único ejemplar conocido por nosotros, andaba de mano en mano

Buenos Aires, www.piedraverde.com/ortega/textos. 7

EI, p. 145. El tema de las proyecciones españolas sobre el mundo había sido tópico de Ganivet -un año antes de la caída de Cubacomo una “rosa de los vientos” donde se conjugaron la política africana de Castilla (Sur) con la política italiana de Aragón (Este), la política americana de Isabel (Oeste) y la política centroeuropea de los Austrias (Norte). GANIVET, Angel, Idearium español, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1940, pp. 76 y ss. 9 El libro clásico de Rodó tuvo un origen muy preciso, que ha sido relatado por su amigo Víctor Pérez Petit: Ambos seguían cotidianamente las alternativas de la guerra entre España y Estados Unidos que culminaría, a la vez, con la derrota de España y la Independencia de Cuba, y como otros latinoamericanos, se sentían frente a la paradoja de que el logro de los anhelos de Martí fuera, a su vez, el anuncio de una hegemonía de los Estados Unidos en América. Según el recuerdo de Petit, Rodó reiteraba en sus conversaciones: “Habría que decir todo esto, bien profundamente, con mucha verdad, sin ningún odio, con la frialdad de un Tácito”. Así nació el Ariel. Citado por Emir Rodríguez Monegal en su prólogo al Ariel, Obras Completas de José Enrique Rodó, 2ª ed., Aguilar, Madrid, 1967, p. 196. 3 8

sorprendiéndonos. ¡Qué ilusión entonces para mi deseo poseer aquellos tres libritos delgados, azules, 10 pulcros, de letra nítida roja y negra: Ariel, Rubén Darío, El que vendrá.

Es significativa esta coincidencia, porque el hecho representó la posibilidad de un diálogo y una reflexión en común dentro del mundo español e hispanoamericano, ante el desafío de la emergencia de los Estados Unidos y su renovada promesa de predominio del espíritu anglosajón. Pero la fuerza de ese instante, en el que alguien podría haber pensado que auguraba una reunificación de otro orden, de aquel mundo, por encima del Atlántico, se disipó rápidamente en cursos diferentes. Pero cabe rescatar el esfuerzo de quienes entrevieron que el diálogo del mundo hispánico podría ser mutuamente provechoso: uno de ellos fue justamente Ortega y Gasset. En Mayo de 1917, Ortega percibía la grandeza posible de un mundo hispanoamericano, que más allá de los Estados, pudiera encarnar una presencia significativa en el inmenso desafío del siglo XX; un mundo del cual la España peninsular sería tan sólo una provincia más: Allende la guerra, envueltas en la rosada bruma matinal, se entrevén las costas de una edad nueva, que relegará a segundo plano todas las diferencias políticas, inclusive las que delimitan los Estados, y atenderá preferentemente a esa comunidad de modulaciones espirituales que llamamos la raza. Entonces veremos que en el último siglo y gracias a la independencia de los pueblos centro y sudamericanos, se ha preparado un nuevo ingrediente presto a actuar en la historia del planeta: la raza 11 española, una España mayor, de quien es nuestra península sólo una provincia.

Y en este contexto, los intelectuales españoles recibían una misión común con los intelectuales hispanoamericanos: “Más para ello es preciso que los escritores españoles -y por su parte los americanos- se liberten del gesto provinciano, aldeano, que quita toda elegancia a su obra, entumece sus ideas y trivializa su sensibilidad. El literato de Madrid debe corregir su provincianismo en Buenos Aires y viceversa”.12 Para concluir el programa intelectual y político, sostenía Ortega: “El habla castellana ha adquirido un volumen mundial: conviene que se haga el ensayo de henchir ese volumen con otra cosa que emociones y pensamientos de aldea”.13 En forma muy parecida, ya lo había sostenido Ganivet veinte años antes, pugnando por superar el aislacionismo provinciano y las problemáticas aldeanas que generaba si existía la intención de seguir marcando una presencia en el mundo: “Hay que sacrificar la espontaneidad del pensamiento propio; hay que fraguar ideas generales que tengan curso en todos los países, para aspirar a una influencia política durable”.14 De manera similar, el programa novecentista hispanoamericano, y mucho más aun, el de las vanguardias que irrumpirán en todo el continente a partir de 1920, irá en procura de la universalización de su expresión, por un lado, y de la restauración de la unidad hispanoamericana 10

Citado por FOGELQUIST, Donald F., Españoles de América y americanos de España, Editorial Gredos, Madrid, 1968, p. 302. 11

ORTEGA Y GASSET, José, “Palabras a los suscriptores”, Obras Completas, T. II, edición 1950, p. 130. Idem. 13 Idem 14 GANIVET, A., Ob. cit., p. 83. 12

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por sobre la fragmentación del siglo XIX. La diferencia en su crítica radicará en que mientras los hispanoamericanos inician un proceso de reivindicación de su pasado cultural, los españoles harán más bien lo inverso, atacando duramente la imagen grandilocuente, pero vacía, de la tradición hispánica. Pero en ambos casos se estima necesaria una nueva visión -una nueva perspectiva, diría Ortega-, coincidiendo en darle gran preeminencia a la “razón histórica” para la inteligibilidad del presente. Así, afirmará Ortega: “La aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos”.15 De partes del todo a todos aparte “Maquiavelismo es principalmente el comentario intelectual de un italiano a los hechos de dos españoles”.16 España invertebrada consta de dos secciones que si bien están adecuadamente interconectadas, también guardan unidad temática y sentido propio con independencia una de otra. La primera parte, “Particularismo y acción directa” es una breve filosofía de la nación; la segunda, “La ausencia de los mejores” es más bien una similarmente breve filosofía de la sociedad. Es decir, fiel a su perspectivismo, Ortega discrimina su visión de España desde el punto de vista nacional y desde el punto de vista social. Ampliando la idea que había usado Theodor Mommsen para su popular Historia de Roma, Ortega y Gasset afirma que la historia de las naciones es un vasto y complejo movimiento de incorporación y desintegración. En realidad, de la idea original de Mommsen queda muy poco, y surge la duda de si la invocación no es más que un pretexto para validar la propuesta, al colocarle, casi como epígrafe, la expresión del historiador consagrado con el Premio Nobel en 1902. Porque lo que en Mommsen es un proceso lineal de asimilaciones irreversibles desde un centro que se expande para luego desaparecer, en Ortega se troca en una dinámica sin fin, en donde unidades preexistentes se articulan y desarticulan al compás del equilibrio entre fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas. Equilibrio análogo al juego de las fuerzas contrarias que sostienen toda casa del hombre desde que se inventó la techumbre: Pero la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de su período formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración. Es preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional, no como una coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre gravitando sobre las pilastras no es menos esencial al edificio que el empuje contrario ejercido por las 17 pilastras para sostener la techumbre.

Esta hipótesis de Ortega se basa ostensiblemente en el caso español. En definitiva la unidad nacional no sería producto exclusivo del “impulso de totalización”, como lo llama, y que en primer lugar cabe atribuir a Castilla, porque Castilla posee también, como lo mostrará en el tiempo, el impulso contrario de “particularización”. El verdadero agente de tal proceso será pues un delicado 15

EI, p. 6. EI, p. 46. Los españoles son Fernando el Católico y César Borja, llamado Borgia por los italianos. 17 EI, p. 28. Las cursivas son mías. 16

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equilibrio entre principios centrípetos y principios centrífugos (y aquí juega muy bien la metáfora de la casa), que sólo puede tener éxito en la medida en que el resultado unitario satisfaga y contemple debidamente a los intereses particulares, que siempre y en cada caso, permanecen y son además los básicos, originarios e insoslayables. No entender esta realidad, que es dinámica, que por lo tanto está abierta siempre, es lo que no permite entender, por ejemplo, el fenómeno de los separatismos españoles. Es notable que esta sencilla como convincente argumentación no esté plenamente asumida ochenta años después de su formulación. La responsabilidad de los movimientos vasco y catalán, dice Ortega, es tanto de esas regiones como de Castilla; más bien, es responsabilidad primaria de Castilla, que al recaer en su propio particularismo, hizo perder justificación a la nación española como tal. Porque la incorporación histórica no es dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían... y entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado 18 la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados.

Este equilibrio no es, por cierto, una obra sencilla. En rigor, proviene de algo que Ortega califica como “el poder creador de naciones”, y que se aproxima mucho a un cierto “élan” romántico que no explica. “El poder creador de naciones es un quid divinum, un genio o talento tan peculiar como la poesía, la música y la invención religiosa”. Una idea que además debe aplicarse, por legítima extensión, a los dirigentes de las naciones, o sea, los políticos. “Pueblos sobremanera inteligentes”, continúa Ortega, “han carecido de esa dote, y en cambio la han poseido en alto grado pueblos bastante torpes para las faenas científicas o artísticas”.19 Y recurriendo a una comparación que guía toda la argumentación, las similitudes entre Castilla y Roma, Ortega las ve por supuesto como “mal dotadas intelectualmente”, pero a pesar de ello “forjaron las dos más amplias estructuras nacionales”. La idea del equilibrio de los impulsos no impide a Ortega hacer una amplia valoración del carácter y el sentido del momento incorporativo, y de quien representa la iniciativa del impulso totalizador en la historia de España, Castilla. En el breve capítulo “Tanto monta”, Ortega hace un inspirado homenaje a Castilla, la misma Castilla a quien hará también responsable principal de los fracasos de España. Y esta recorrida por la intimidad de la política castellana parece el correlato de la predilección por el paisaje de la meseta de todos los escritores del 98. Castilla “manda” -antes ha dicho que mandar es una “exquisita combinación de “convencer” y “obligar”- por la energía que ha puesto en mandarse a sí misma. “Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás”. Pero además Castilla es la primera en superar la estrechez aldeana porque es la primera, junto con Aragón, en concebir proyectos internacionales:

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EI, p. 27. Las cursivas son mías. EI, p. 43. 6

Las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde fuera; sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre, política de poco calado.20 “España”, en definitiva, no tiene un correlato real (ese correlato, en todo caso, serían las Españas). Como unidad, es una pura idea, un proyecto, “un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y orientarlo”. ¿Qué fue “España”, en definitiva? Fue el primer proyecto global, se diría hoy, fue la primera Weltpolitik, dice Ortega. Fue el resultado de conciliar las proyecciones internacionales “naturales” de las Coronas de Castilla y Aragón (África y el Mediterráneo) que las “tensaban” como un arco hacia el exterior, con la aspiración (o inspiración) mayor, surgida del campamento de Santa Fe: la de hollar el Océano hacia Occidente. En esa conjunción de ideas y proyecciones, nace la gran política española que inspiraría la filosofía del Totus Orbis vitoriano, y uno de los grandes tratados de Política en Occidente -El Príncipe- puede nacer, como dice Ortega, de la reflexión de un italiano sobre la acción de dos españoles. He aquí, pues, que la unidad española no se hace discutiendo desde las políticas aldeanas de castellanos y aragoneses, sino desde sus fantasías externas, desde sus imaginarias proyecciones sobre el orbe conocido y desconocido. En palabras de Ortega, “los españoles nos juntamos hace cinco siglos para emprender una Weltpolitik y para ensayar otras muchas faenas de similar velamen”.21 La integración se hace en nombre de una integración mucho mayor, porque “la idea de grandes cosas por hacer engendra la unificación nacional”, continúa Ortega, y trae en su auxilio a Maquiavelo, que explica la política de Fernando el Católico como el “tener siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la consideración del fin que alcanzarán las resoluciones y las empresas nuevas”. No se trata, entonces, de que las regiones españolas hayan encontrado súbitamente su concordia, por obra de un cambio de ánimo, o porque sus habitantes se hayan visto sorpresivamente dominados por la tolerancia y la comprensión frente a sus diferencias y rivalidades. Se trata de que alguien supo proponer empresas grandes y realizables, y de que además, en su mayor parte, las empresas se vieron acompañadas por la fortuna. Este proceso empieza a revertirse cuando el impulso hacia el exterior se extingue, ocupado en sí mismo. Ortega, al igual que la mayoría de su generación, será impiadoso con el siglo XVII: considera que el proceso de incorporación se detiene, y revierte hacia el inverso de desintegración, a partir de 1580. Pero más allá de si la fecha es ésa o 1643, o 1701, o 1808, lo significativo de 1898 es que la desintegración devuelve a España “su nativa desnudez peninsular”, sólo para que a poco se empiece a “oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos...”

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EI, p. 43. EI, p. 45. 7

Y así como la incorporación es el proceso por el cual grupos humanos que eran “todos aparte” pasan a ser “partes de un todo”, la desintegración es la reversión del partes de un todo a todos aparte. Con sus consecuencias desde el punto de vista de dejar de sentirse copartícipes del destino común, de la desaparición de los intereses comunes y su reemplazo por el dominio de los intereses particulares. La amplia reflexión de Ortega sobre el fenómeno del particularismo está llena de conclusiones sugerentes y universalizables, a pesar que se hayan formulado desde el caso español peninsular. Por ejemplo, resalta el hecho ya señalado de la medida en que la dispersión no es obra de los fragmentos que se separan cuanto de la defección del centro unificador: “cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”.22 Pero el particularismo no es solamente un fenómeno de desintegración territorial, sino también social, y cuando llega rompe también con la solidaridad social, aísla la visión y el comportamiento de los grupos en función de sus directos intereses, sin comprender que los mismos están ligados, en distintas medidas, pero siempre en alguna, a los intereses de los restantes, y por lo tanto es impensable la imposición de unos a costa del sacrificio sistemático de los otros. Al menos, si ése es el criterio, no existe entre los distintos grupos lazos que justifiquen el nombre de “sociedad” para el conjunto: “Particularismo es aquel estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás”.23 Las armas del particularismo son la “acción directa”, con lo que se alude a cualquier mecanismo por el cual un grupo social o político pretende imponer su voluntad sin el consenso de los restantes, y los “pronunciamientos”, caso particular de la acción directa y prototípicos de la historia peninsular del siglo XIX. Ejemplaridad y docilidad En la segunda parte de España invertebrada, “La ausencia de los mejores”, Ortega expone sus ideas sociales, que luego retomará más ampliamente en La rebelión de las masas. Algunos matices de su expresión, dependientes de una realidad de peso desproporcionado en España, como lo fue hasta el siglo XX el resto de una antigua aristocracia, generan a veces resistencias indebidas a su pensamiento. Un ejemplo simple es su concepto del rol de la aristocracia o “minoría selecta”; en realidad, cuando la sociología usa el término “clase dirigente” o “dirigencia”, o la ciencia política el de “élite”, piensan en realidades muy similares. El concepto clave del pensamiento de Ortega en este aspecto es que cuando el hombre actúa en función política, su eficacia depende del grado de confianza que reciba de la gente, pueblo, ciudadanía o cuerpo electoral, como prefiera llamarse. La acción política requiere ese vínculo 22 23

EI, p. 55. EI, p. 73. 8

profundo de la confianza, del que el voto es solo un instrumento, nunca una finalidad en sí misma. La confianza proviene de un conjunto de factores, y puede además tener diversas calificaciones, pero en definitiva, si es genuina, proviene de la percepción de las cualidades particulares de la persona que la recibe. Esta perspectiva valora el elemento humano por sobre el elemento técnico, en la eficacia de la política. Porque el cuerpo social no responde a leyes como las de la mecánica, y la mejor receta fracasa en su aplicación si no existe el vínculo que permite movilizar y actuar a la sociedad como cuerpo. Por ello el dirigente no depende tanto de su patrimonio técnico -sin desmerecerlo tampoco- como de su capacidad de interpretar las solicitudes e intereses de quienes depositan en él su confianza. Juicio que presupone, naturalmente, que el dirigente no traiciona deliberadamente esa confianza, en cuyo caso ya no debería hablarse de sociedad “política” al vínculo que está establecido entre el pueblo y el o los dirigentes: “Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él”.24 En rigor, cuando el vínculo funciona correctamente, y el dirigente es merecedor de la confianza, es eficaz en su función, revirtiendo sobre la gente la confianza en una conducción acertada de los asuntos públicos, no hay “masa” sino “pueblo”; es decir, un conjunto de individuos responsables. Los dos términos de la ecuación política son, pues, “ejemplaridad” y “docilidad”. Ejemplaridad del dirigente y del conjunto de dirigentes, de la élite, y docilidad del pueblo en el cumplimiento de la responsabilidad social. Ortega tomó distancia del concepto tradicional de aristocracia: “Nada se halla más lejos de mi intención, cuando hablo de aristocracia, que referirme a lo que por descuido suele aun llamarse así”.25 Cabría no obstante preguntarse por qué insistió en usar esa palabra, particularmente tomando en cuenta la situación española, y el grave compromiso que la vieja aristocracia tenía con la crisis del país y con la desintegración del ideal español. Pero en España invertebrada queda claro el sentido del término, y que no tiene que ver con un estamento social sino con una condición fundamental y exigible para quienes tengan vocación política. De modo similar, el término “masa” no debe adscribirse a “masa trabajadora”, por ejemplo, salvo en el caso en que también se lo aplique a “masa profesional”, “masa terrateniente”, “masa empresarial”, etc. Es decir, a una condición social propia de un grupo cuando ha roto los vínculos de confianza con sus dirigentes, y transita sin conducción alguna, presa de impulsos momentáneos, generalmente urdidos por grupos de interés circunstanciales, y no contemplando y conteniendo los intereses de conjunto. Valga la afirmación tanto para el grupo social en sí mismo como para la nación de la que forma parte. Aclarada la idea, es necesario agregar su componente histórico. Ortega marca aquí su matiz particular en la interpretación del mal que aqueja a España, y lo lleva mucho más lejos que cualquiera de sus congéneres críticos de la visión convencional. En efecto, sostendrá que los 24 25

EI, p. 91. EI, p. 115. 9

problemas de España se deben a una embriogenia defectuosa que es capaz de llevar tan lejos como al mundo visigótico. Su visión radica en la ausencia de feudalismo propiamente dicho en territorio español, debida al tipo social visigodo, que generó en España una larguísima tradición de “ausencia de los mejores”: Creo que se entenderá mejor lo que antes he dicho: en España lo ha hecho todo el pueblo, y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer. Pero una nación no puede ser sólo pueblo: necesita una minoría egregia, como un cuerpo vivo no es sólo músculo, sino además ganglio nervioso y centro 26 cerebral.

De manera que no hay cambio posible en España sin cambiar ese temperamento milenario del español, que incluye, como un ingrediente entre otros, la aversión por los mejores. Más allá de otros matices que podrían agregarse, con lo expuesto puede afirmarse que el pensamiento de Ortega en España invertebrada distinguió algunos elementos básicos de la situación de España a partir de la liquidación del último resto del viejo Imperio español en América, contribuyendo, de acuerdo a su declarado propósito, a dejar de “tomar el rábano por las hojas”. Cabría analizar las razones que impidieron articular en continuidad esta reflexión a ambos lados del Atlántico. La meditación política de los españoles del 98 y de sus inmediatos descendientes no alcanzó a torcer el rumbo de la decadencia española, que concluiría en la dictadura de Primo de Rivera primero, en la fugaz “república roja” luego, y en la matanza de un millón de españoles en la Guerra Civil. La meditación política de los hispanoamericanos del 900, por su parte, no alcanzó a torcer el “todos aparte” que ellos quisieron trocar en “partes del todo”, y los países iberoamericanos tienen hoy, en los albores del siglo XXI, un destino tanto o más incierto que el que Rodó apreciaba en los albores del siglo XX, porque decidieron seguir “todos aparte”. ¿Hubiera sido distinto si españoles, portugueses e iberoamericanos, hubieran podido llevar a cabo la “gran alianza peninsular” que soñaron Antonio Sardhina y Ramiro de Maeztu? Al menos un resto de aquel designio pervive, aunque muy menguado, en el fundamento político del Mercosur, que es la alianza del mundo mestizo portugués con el mundo mestizo castellano, aunque sea en su dimensión exclusivamente sudamericana.

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EI, p. 146. 10

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