-“Levinas: Gracias, cristianos” (artículo publicado en el periódico Avvenire en la sección “Agora” 10 de Septiembre de 2000). En: Anatellei nº 18 (2007) pp. 25-34. ISSN: 1850-4671. Revista del Latindex.

September 1, 2017 | Autor: Marta Palacio | Categoría: Émmanuel Lévinas
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Descripción

Levinas: Gracias, cristianos

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--------------------------------------------------------------------------------------------Artículo publicado en el periódico Avvenire en la sección “Agora” de cultura, espectáculo, costumbre y religión. Domingo 10 de Septiembre de 2000.

Levinas: Gracias, cristianos Inédito. La confesión vibrante del gran filósofo: durante el nazismo la Iglesia nos ayudó a los hebreos

Quisiera, de modo simple, contarles cómo en el curso de los años mi actitud personal respecto al cristianismo ha experimentado un cierto cambio precisamente gracias a la obra de Franz Rosenzweig. Me aproximé por primera vez al tema por casualidad, en el rincón de una sala, con un amigo, el poeta Claude Vigée. A su parecer se produjo una suerte de confesión de fe. Una profesión de fe que compromete solamente a quien está hablando. Nosotros, los hebreos, conservamos cada uno la propia libertad de expresión; no tenemos, a pesar de la estabilidad de la ley, orientaciones dictadas por la Sinagoga. Ni obligaciones y menos aún que sean oficiales. Cada uno es, por lo tanto, en cierto sentido, libre de declarar sus “eventos interiores”. Es con este espíritu que quisiera contarles aquí lo que dije por primera vez a un amigo. En mi primera infancia -tres cuartos de siglo atrás- el cristianismo me hablaba como un mundo completamente cerrado del cual, como hebreo, no podía esperar nada bueno. Las primeras páginas de historia del cristianismo que pude leer relatan sobre la Inquisición. Tenía ya ocho o nueve años cuando aprendí sobre el sufrimiento de los marranos en España. Un poco más tarde tuvo lugar la decisiva lectura de la historia de las Cruzadas. De niño vivía en un país donde no existía ningún contacto social entre hebreos y cristianos. Nací en Lituania, un bello país, con hermosos bosques y gente buena, muy católica, pero donde no nos frecuentábamos entre hebreos y cristianos sino por motivos puramente económicos. Más tarde, leí el Evangelio. Pienso que de aquella lectura, que no me contrariaba, subrayé una antitesis: la representación y la doctrina del hombre que encontraba me parecían siempre cercanas. Me encontré en el Capítulo 25 del Evangelio según Mateo en el cual un grupo de personas se sorprende al escuchar que han abandonado o perseguido al buen Dios, y se les dice que cuando echaban a los pobres que tocaban sus puertas era en realidad al buen Dios en persona al que estaban dejando tras la puerta. Más tarde, después de haber aprendido los conceptos teológicos de transustanciación y de eucaristía, me decía que la verdadera eucaristía se daba en el encuentro con otros en vez que en el pan y en el vino, y que es en este encuentro que residía la presencia personal de Dios; y todo esto ya lo había leído en el Antiguo Testamento, en el Capítulo 58 de Isaías. El sentido era el mismo: hombres ya “espiritualmente refinados” que quieren ver el rostro de Dios y gozar de su proximidad sólo verán su rostro cuando hayan liberado a sus esclavos y nutrido a cuantos tengan hambre. Esta es la antítesis. Y, me permito decir, esta fue también la comprensión de la figura de Cristo. Lo que quedaba incomprensible no era tal figura sino la teología realista que la rodeaba. El drama entero de su misterio 1

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teológico permanecía para mí ininteligible. Y todavía es así, a pesar de conceptos como la Kenosis de Dios, la humildad de su presencia en la tierra, sean tan cercanos a la sensibilidad judía con todo el vigor de su sentido espiritual. Pero no es todo. La cosa peor era que todos aquellos actos de la Inquisición y de las Cruzadas estaban ligados al signo de Cristo: la Cruz. Todo aquello parecía incomprensible y requería una explicación. Acá está lo esencial: siendo Europa cristiana no podía hacer nada para enderezar las cosas. Es la primera cosa que debo decir. Y permanece siempre muy vivo en mí. La lectura del Evangelio siempre ha estado comprendida según mi parecer, según nuestro parecer de la historia. Llegamos ahora a aquello que ustedes llaman “holocausto” y nosotros la “Shoah”. Aquí estallaron dos evidencias. Antes que nada, el hecho que todos aquellos que participaron de la Shoah habían recibido en su infancia el bautismo católico o protestante ¡no hallaron ningún impedimento para ello! En segundo lugar, algo muy importante, es que en este tiempo se me mostró claramente aquello que ustedes llaman caridad o misericordia. Donde aparecía una sotana negra, había un refugio. El diálogo, en algunos lugares, todavía era posible. Un mundo sin posibilidades es un mundo desesperado. Les cuento una historia. Durante la guerra fui movilizado en un servicio de la capital. Un compañero en la oficina había perdido a un hijo. El padre era hebreo pero la madre cristiana. El servicio fúnebre se desarrolló en la Iglesia de San Agustín. Era antes del 10 de mayo de 1940, pero nuestro mundo anterior ya estaba en crisis. Durante la ceremonia fúnebre estaba cerca de una imagen, tela o fresco, que representaba una escena del Libro I de Samuel: Ana conduce al templo a su hijo Samuel. Este era todavía mi mundo. Sobre todo Ana, extraordinaria figura de mujer hebrea. Pensé en su oración silenciosa: “sus labios se movían pero su voz no se sentía”; he pensado en la equivocación del sacerdote Elí y en cómo ella responde: “No, mi señor, soy una mujer adolorida; no he tomado ni vino ni bebida embriagante. Sólo estaba desahogándome delante de Dios”. Esta mujer pronunciaba la verdadera oración del corazón: el desahogo de un alma. Relación auténtica, solidez del alma, personificación de la relación. Eso es lo que he visto en el templo. ¡Qué proximidad! Tal proximidad permanece en mí. Pienso que soy deudor de tal caridad. Debo la vida de mi pequeña a un monasterio en el cual mi esposa y mi hija fueron salvadas. Su madre había sido deportada, pero mi mujer y mi hija encontraron refugio y protección en el convento de las Hermanas de San Vicente de Paul. Cuanto les debo sobrepasa el agradecimiento y el reconocimiento va mucho más allá. La cosa más importante en aquel período era la posibilidad de hablar con alguien. Pero todo aquello es en fin de cuentas sentimentalismo. Ya antes de la guerra leyendo a Rosenzweig conocí su tesis sobre la posibilidad filosófica de pensar la verdad como apertura hacia dos formas: la hebraica y la cristiana. Posición extraordinaria: el pensamiento no procede hacia su cumplimiento a través de una sola vía. La verdad metafísica sería posible esencialmente a través de dos expresiones. No siempre he estado de acuerdo con todas las articulaciones del sistema de Rosenzweig. No creo que las articulaciones como las desarrolla sean válidas definitivamente. Pero, la misma posibilidad de pensar sin compromisos ni traiciones bajo las formas: la hebraica y la cristiana, aquella de la misericordia cristiana y aquella de la Torah hebraica, me ha permitido comprender la relación entre hebraísmo y cristianismo en su positividad. Puedo decirlo en otros términos: en su posibilidad de diálogo y de simbiosis.

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He acogido muy positivamente la declaración del Concilio Vaticano II, Nostra Aetate. He comprendido el cristianismo en su “vivir y morir para todos los hombres”. Los cristianos atribuyen mucha importancia a cuanto llaman fe, misterio, sacramento. Al tal respecto, les cuento una pequeña historia: Hannah Arendt, poco antes de su muerte, contaba a la radio francesa que cuando era niña, en su ciudad natal, Königsberg, un día le dijo al rabino que le enseñaba religión: “he perdido la fe”. Y el rabino le contestó: “¿Quién te la pide?”. La respuesta es típica. Aquello que importa no es la fe sino el “obrar”. El obrar significa, sin duda, el comportamiento moral pero también el rito. ¿Acaso creer y obrar son diferentes? ¿Qué significa creer? ¿De qué cosa está hecha la fe? ¿De palabras, de ideas, de convicciones? ¿Con qué creemos? ¡Con todo el cuerpo! ¡Con todos mis huesos (Salmo 35, 10)! El rabino quería decir: “Hacer el bien es creer.” Esta es mi conclusión.

Traducción: Marta Palacio y Fiorella de Ferrari

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