- “Islam oculto, evangelización y represión inquisitorial” y “En ambas orillas” en Entre tierra y fe. Los musulmanes en el reino cristiano de Valencia (1238.1609), Piqueras Sánchez, Norberto (coord.) (ISBN: 978-84-370-7368-2) Valencia, Universitat de València, 2009, pp. 111-132, y 133-167.

August 29, 2017 | Autor: Rafael Benitez | Categoría: Moriscos
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Descripción

Entr tierr y f. Los musulmanes en el reino cristiano de Valencia (1238-1609)

111 Islam oculto, evangelización y represión inquisitorial Rafael Benítez Sánchez-Blanco Universitat de València

Con la conversión forzosa de los mudéjares de la Corona de Aragón, completada a lo largo de 1526, Carlos V consiguió la unificación religiosa de iure en sus dominios a costa de crear un problema de difícil solución. Los nuevos convertidos carecían por completo de instrucción religiosa y sólo eran cristianos de nombre. Su asimilación tropezará con el rechazo social de los cristianos viejos y con los intereses de los señores. La actuación decidida de ciertos sectores eclesiásticos con el apoyo de la Corona no va a conseguir romper estas resistencias –entre ellas, la de la propia comunidad morisca– y la pasividad de otra parte del clero. Pero además, la política real no mantendrá en todo momento la misma línea de actuación.

El islam morisco Los moriscos realizan las prácticas islámicas que, según su situación dentro de la comunidad cristiano-vieja y las presiones a que están sometidos, pueden. En primer lugar, la oración: la zalá. Además, figuran entre las principales el ayuno durante el ramadán, las abluciones rituales, las prohibiciones sobre alimentos. La zalá era el precepto que más fácilmente podían cumplir, por poderse efectuar en privado, aunque también se tienen noticias de su realización en grupo en mezquitas clandestinas. Siguiendo la prescripción musulmana, se oraba mirando a la alquibla, sobre una alfombra, y siguiendo los movimientos rituales, mientras se recitaban suras del Corán. Antes de orar, el morisco debía haberse purificado. La ablución ritual o guadoc, que debía realizarse antes de la primera oración de cada día, se efectuaba particularmente los viernes y en las fiestas principales. El agua debía ser limpia; el lavatorio seguía un orden ritual, comenzando por las manos y concluyendo por la cabeza, y se recitaban suras. Especial importancia tenía el guadoc en las ceremonias de bautismos, matrimonios y entierros. Los moriscos cumplían el ayuno del ramadán, que debía guardarse todo el mes lunar desde la aparición de la luna del ramadán, abarcaba desde el alba hasta que surgía la primera estrella. Puesto el sol, hacían los moriscos una comida, y otra, llamada zahor, antes del amanecer. Si el morisco procura no respetar las fiestas cristianas, trabajando los domingos siempre que le es posible, guarda, en cambio, las musulmanas. Los viernes tenían por costumbre cambiarse de ropa y arreglarse. Hacían una comida especial, con carne a ser posible, actitud polémica hacia el ayuno y la abstinencia cristianos, y por la noche se reunían a hacer zambras. Además de los viernes, las fiestas principales eran la alfitra, o de la ruptura del ayuno, que tenía lugar durante tres días al concluir el ramadán. Era la fiesta de la caridad, en que debían dar limosna a los pobres. La segunda era la pascua, «la gran fiesta», en que sacrificaban carneros de forma

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Vista del macizo del Caroig y de la muela de Cortes desde la ermita de Santa Ana en La Llosa de Ranes

112 ritual en conmemoración del sacrificio de Abraham. Festejaban especialmente a los profetas; era la axura, que se celebraba el décimo día de la luna de muharram. Los principales acontecimientos de la vida, como el nacimiento, el matrimonio o la muerte, se acompañaban de celebraciones, en que es difícil distinguir los aspectos sociales, propios de unas costumbres tradicionales, y los religiosos. Ceremonias que además se superponían a las cristianas en caso de no poderlas evitar. Tras el bautismo del recién nacido, los moriscos celebraban las fadas. En primer lugar lavaban al niño; por una parte, le frotaban con agua caliente para quitarle los óleos, con lo que pensaban anular los efectos del bautismo, y a continuación realizaban las abluciones rituales. Después le vestían con galas moriscas, le adornaban con colgantes, que podían ser de carácter mágico algunas veces. Le imponían luego un nombre musulmán, por el que será conocido familiar e incluso públicamente, dando lugar a diferentes combinaciones entre nombres y apellidos musulmanes y cristianos. Ligada al nacimiento estaba la costumbre de la circuncisión, que los moriscos llevan a cabo siempre que pueden, y que juzgan muy superior al bautismo cristiano. Problema más complejo es el matrimonio, dadas las complicadas costumbres de esponsales, a lo que hay que añadir el desprecio de la ceremonia cristiana; hay así moriscos que no se casan por la Iglesia, y que, por lo tanto, ante ésta viven amancebados. Sin embargo, en el caso del morisco esta práctica era considerada como herética y materia de la Inquisición. Otro de los problemas que las costumbres matrimoniales plantean de cara a la legislación eclesiástica es el de los matrimonios en grados de consanguinidad prohibidos. La costumbre de casarse entre primos hermanos se mantiene, y, aunque las autoridades tienen interés en obtener de Roma dispensas de consanguinidad, los moriscos consideran, una vez más, la prohibición un artificio inventado por los papas para obtener dinero, y no solicitan las dispensas. Al margen de la ceremonia cristiana, en su caso, celebraban la boda siguiendo su costumbre. El comienzo de la cohabitación por los desposados debía tener, para que el matrimonio fuera válido, gran notoriedad. Una serie de ritos acompañan también al morisco al fin de su vida. Procuraban no avisar al sacerdote, al menos a tiempo de que el enfermo recibiera los últimos sacramentos estando consciente. El morisco fallecía haciendo la zalá, ya que es en el trance supremo cuando, acuciado por el problema de la salvación, se reafirma en su fe islámica. Tras el fallecimiento se lava al difunto de manera ritual, se le aplican ungüentos y se amortaja con sus mejores ropas. Llegado el momento del entierro, evitan ser enterrados en las iglesias y cementerios cristianos, procurando, en cambio, una tumba profunda excavada en la tierra virgen. Puesto de lado, de cara hacia la alquibla, cubierto con losas o tablas, y luego con tierra mullida. Pero junto a estas prácticas que desde el punto de vista cristiano y, por supuesto, morisco tienen un significado religioso, hay otros elementos integrantes de la vida cultural morisca con un mayor o menor contenido religioso, aunque no contrarios en sí al cristianismo, que, no obstante, provocan la reacción de los cristianos viejos. Hay que destacar, en primer lugar, que es difícil aislar el componente religioso del cultural más amplio, ya que el islam no se limita a ser una doctrina religiosa, sino que, como los propios moriscos reconocen con orgullo, es una guía para todos los aspectos de la vida. Por otra parte, aunque la represión se justifica con motivos religiosos, su raíz es más profunda: es el rechazo de una comunidad

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113 extraña. Así, las costumbres alimenticias, la práctica del baño, el vestido, la lengua... son otros tantos aspectos culturales que serán criticados y atacados. Y que son utilizados por los moriscos como signos de identidad y diferenciación frente a los cristianos viejos. Por prescripción coránica, los moriscos se abstenían de probar, e incluso tocar, el cerdo; especialmente el tocino y toda la comida elaborada con él. Pero hay casos en que se manifiesta auténtica repugnancia física, ya que la práctica religiosa se ha incorporado a algo tan sólidamente enraizado en los hábitos culturales como son las costumbres alimenticias. No obstante, el rechazo del cerdo, fuente de mil anécdotas, es signo de mahometismo y causa de bromas y denuncias. Tampoco podían beber vino, aunque esta prohibición no parece que se guardara escrupulosamente, y se tomaron incluso medidas para evitar que los moriscos se emborracharan. La carne que consumían debía haber sido muerta de una manera especial, uno de cuyos requisitos era que la nuez del animal quedara junto a la cabeza. El animal debía, además, estar desangrado. En la práctica se traducía esto en la existencia de carniceros que mataban las reses a la morisca. Pero casi todas las costumbres alimenticias moriscas son sospechosas: hasta su frugalidad o su afición a las hortalizas y frutas, todo ello es objeto de críticas, que tienen amplio eco literario. La costumbre del baño, al margen de las implicaciones religiosas del guadoc, era algo consustancial de la cultura morisca e incomprensible para los cristianos viejos. Por ello, la simple higiene personal es motivo de sospechas y denuncias. La lengua árabe era un elemento importante de afirmación cultural con implicaciones religiosas: medio idóneo de transmisión de la doctrina coránica, de recitar oraciones... En la evangelización se tratará de llegar al morisco por medio de la lengua, buscando predicadores con conocimiento del árabe –como el polémico Fr. Bartolomé de Los Ángeles que actúa en Valencia–, publicando catecismos en árabe... Estos intentos se contradicen con los llamados a desterrar el empleo del árabe por los moriscos. La lengua era una causa más de separación entre ambas comunidades. El vestido morisco, en cambio, no tenía ninguna vinculación de tipo religioso, y, sin embargo, se verá como muestra de pervivencia del islamismo. Se trata, por tanto, de desarraigar un hábito cultural en la búsqueda de una asimilación por los moriscos de las formas de vida de los cristianos viejos. Toda una serie de medidas tratan desde 1500 de erradicar su uso entre los granadinos. Con los valencianos se lleva a cabo, como en otros aspectos, una política más moderada. La mayoría de los moriscos seguían siendo musulmanes de forma más o menos oculta. Evidentemente, la mayor densidad de población morisca, y sobre todo si va unida a ausencia de cristianos viejos, como sucedía en muchas aldeas de Valencia, y también de Aragón y Granada, permite una mayor libertad en la práctica islámica. Estos pueblos –e incluso comarcas– plenamente moriscos suelen corresponder a zonas de dominio nobiliario, donde los señores pasan por alto tales prácticas a fin de conservar y aumentar sus vasallos. Las oscilaciones entre tolerancia y represión y la desigual virulencia de ésta es otro elemento a tener en cuenta. De esta manera, el juego de factores, como la homogeneidad y coherencia de la comunidad morisca, la desigual tolerancia de los señores, el diferente comportamiento de la represión, da lugar a una gran cantidad de casos particulares. Generalizando, puede afirmarse que Granada y Valencia eran las regiones más islamizadas y donde la actitud contraria al cristianismo y el mantenimiento de formas religiosas musulmanas

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114 Esta página y páginas 116 y 117:

Confirmación de la Concordia de Toledo de enero de 1516 entre Carlos V, el inquisidor general, Alonso Manrique, y los representantes de las aljamas. Valencia, 21 de mayo de 1528. Archivo General de Simancas, Estado, legajo 329-I, 224. Nº reg. exposición: 22

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115 estaban más extendidas. La tardía conquista cristiana de Granada y la importancia del poblamiento morisco, junto con la protección señorial y una mayor perduración como mudéjares de los valencianos, a lo que hay que sumar la facilidad de los contactos con el exterior por vía marítima de unos y otros, lo explicarían. En la práctica, el islam morisco se halla empobrecido. Empobrecimiento lógico de una comunidad que tiene que practicar su religión de forma subterránea, que externamente debe dar muestras de fe cristiana y cuya capa dirigente está siendo desarticulada. Pero empobrecimiento mayor o menor según las circunstancias señaladas. Así, mientras en Granada y Valencia se conserva la lengua árabe, aunque en forma dialectal, ésta es incomprensible para los moriscos castellanos, y posiblemente para la generalidad de los aragoneses. Sabemos como la práctica de la circuncisión era habitual entre valencianos y granadinos. Pero, incluso entre los granadinos, el conocimiento y la práctica islámica se enriquecerán durante la guerra de 1568-1570 gracias al adoctrinamiento que reciben de los berberiscos que vienen a ayudarlos y gracias, y esto es significativo, a la práctica pública del islamismo. La instrucción religiosa musulmana, de carácter clandestino, es un elemento clave para comprender la permanencia morisca en su fe. Es una tarea conjunta de toda la comunidad; en primer lugar, los alfaquíes, que siguen existiendo en Valencia hasta la expulsión de principios del siglo xvii. La represión es particularmente dura con ellos, consciente de su importancia como mantenedores del celo religioso de los moriscos. Pero la instrucción y la corrección de los que no cumplen corresponden, en diverso grado, a todos. Circulan entre los moriscos libros religiosos, que serán copiados y leídos al resto por los miembros cultos de la comunidad. Libros que se esconderán cuidadosamente a pesar de la dureza de las penas que lo castigan. El empleo del aljamiado –escritos romances en caracteres árabes– permite ocultar su contenido a los extraños donde el árabe ha desaparecido, o ayudar a recordar las oraciones cristianas, que era muy conveniente saber en el momento de comparecer ante el tribunal inquisitorial. Se transmiten, así, por escrito fórmulas y oraciones, argumentos polémicos contra el cristianismo, pero también, dado el carácter global que el islam tiene, principios jurídicos, recetas para curar enfermedades, fórmulas mágicas, a las que tan devotos son los moriscos. Existe además, en el nivel básico, una difusión religiosa entre parientes, vecinos, amos y criados..., en la que la mujer tiene un papel destacado.

La política aculturadora Ante el desafío de conseguir la aculturación de los moriscos, los principales responsables de haber decidido la conversión forzosa –Carlos V y el inquisidor general Alonso Manrique– diseñaron una estrategia coherente que partía de moderar la presión inquisitorial, en claro contraste con la brutal persecución inicial de los judeoconversos, y que daba tiempo a una paulatina desaparición de los rasgos culturales externos: lengua árabe, vestimentas tradicionales... El punto de partida está en lo concedido por la Concordia de Toledo de 1526. Los doce alfaquíes que negociaron el acuerdo pretendían con sus peticiones asegurar la continuidad de la tradición cultural mudéjar; piden así que durante cuarenta años puedan usar sus vestidos «moriscos», hablar algarabía o «lenguaje morisco» y, en especial, que la Inquisición no

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118 proceda contra sus personas ni bienes; solicitan igualmente –sin limitación temporal– tener cementerios propios. Pero, en cambio, solicitan que se iguale la situación de la minoría con la de los cristianos viejos en el empleo de armas, y en pagar «los pechos y servidumbres y otras rentas» y poder cambiar de domicilio. Las respuestas están muy matizadas: se les concede que puedan tener sus cementerios y seguir, por ahora, con sus morerías en el realengo. En cuanto a las armas y la igualación de los servicios, el rey concede que una vez convertidos sean tratados como cristianos, pero en el último aspecto quiere salvaguardar los intereses señoriales, lo que convertirá en letra muerta la declaración general; por ello se quejarán los moriscos de tener que vivir como cristianos y pagar como moros. Por su parte, Manrique acepta las peticiones sobre lengua y vestido, pero reduce el plazo a diez años solamente. Y queda, por último, la primera y principal petición: la inhibición inquisitorial durante cuarenta años. La respuesta del inquisidor general es: «Que se les guarde y se haga con ellos como se hizo con los moros de Granada que se baptizaron y quedaron christianos». La interpretación que se difunde entre los moriscos es que «se les daría liçençia para vivir como moros por tiempo de cuarenta años». La reacción conjunta de Carlos V y del inquisidor general es inmediata. Se escribe a los virreyes de Aragón y Valencia ordenando que se haga pública la interpretación correcta del acuerdo hecha por el inquisidor general y la Suprema. La declaración de Manrique señala cómo no se les concedió que la Inquisición no procediese contra ellos en cuarenta años sino «que se haría con ellos lo que se hizo con los nuevamente convertidos del Reino de Granada, es a saber, que por cosas livianas y de achaques que se hiciesen por descuido, no siendo ceremonias de su dañada secta de Mahoma, salvo cosas en que podrían caer por la vieja costumbre y no por se apartar de nuestra sancta fee [...], serían benignamente tratados». Como complemento necesario de la política de represión cultural y religiosa se planteó de inmediato la necesidad de instruir cristianamente a los nuevos convertidos; para ello se recurrió a campañas misionales, basadas en el modelo americano, y a la creación de una infraestructura parroquial que se quiso crear rápidamente. De forma lógica, dado el absentismo episcopal de este periodo y la compleja geografía eclesiástica valenciana, se recurrió al nombramiento de comisarios apostólicos extraordinarios dotados de amplios poderes para crear parroquias y para reconciliar a los moriscos con la Iglesia; el principal fue Antonio Ramírez de Haro. El proyecto evangelizador, a pesar del importante esfuerzo realizado en diseñar un plan parroquial y en llevar nociones cristianas a bastantes poblaciones moriscas, tropezó con obstáculos casi insuperables. Unos de tipo material: falta de medios suficientes para tan enorme empresa. Otros jurídicos: perdonar y reconciliar con la Iglesia, sin guardar las rígidas normas inquisitoriales, a los que habían vuelto al islam exigía unas autorizaciones especiales que el papa sólo estaba dispuesto a otorgar con carácter temporal y con bastantes limitaciones, de forma que resultaban insuficientes para atraer a los moriscos. Por otra parte, aunque se avanzó mucho en la fundación de nuevas parroquias, la plena ejecución del proyecto no fue posible por la resistencia de los interesados en las rentas eclesiásticas, como sucedió en buena parte de los dominios del duque de Segorbe. A estos problemas hubo que sumar otros: los señores se quejaban de que las huidas «allende» hacían disminuir sus rentas y achacaban la culpa a la presión inquisitorial. Al tiempo plantearon un contencioso

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119 San Vicente Ferrer ante una audiencia mudéjar en una tabla del Retablo de san Vicente Ferrer de Miguel del Prado. Probablemente se trata de una milagrosa multiplicación de los alimentos, siguiendo el ejemplo de Jesús. Museo de Bellas Artes de Valencia. Inv. 175.

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120 contra el Santo Oficio, pero que en el fondo apuntaba contra sus vasallos, por la confiscación de los bienes de estos en caso de condena inquisitorial. Alegaban que los fueros les autorizaban a recuperar el dominio directo de los bienes de sus vasallos enfiteutas. Abrumado por estos problemas, sometido a una creciente presión por las exigencias de su política exterior, sin poder ni querer enfrentarse a los nobles, Carlos V adopta una resolución ambigua. Otorga un privilegio en 1533, que no resolvía el contencioso sobre el dominio útil de los bienes enfitéuticos confiscados –que de acuerdo con los fueros los señores reclamaban– pero que al tiempo limitaba la represión inquisitorial al paralizar en la práctica las confiscaciones. Significaba una inflexión en la línea de moderación inquisitorial marcada inicialmente, que se va a acentuar en el decenio siguiente hasta culminar con la total inhibición del Santo Oficio con relación a los delitos moriscos en 1543. La expresión más clara de la política morisca del emperador, y de sus deficiencias, la podemos ver en la campaña de reconciliación y evangelización impulsada en 1543, que dirigida por Ramírez de Haro, y sin intervención inquisitorial, debía permitir ganarse a los moriscos y superar el «pecado original» de la conversión forzosa. Pretendía completar lo necesario «per a la instructió e doctrina dels novament convertits de moros a la sancta nostra fe cathòlica». Se elaboraron por entonces las Instructions e ordinacions per als novament convertits del Regne de València. Se trata de un texto fundamental en la reglamentación eclesiástica de la minoría, que con modificaciones estará vigente hasta la expulsión. En ellas se desarrolla un plan coherente de aculturación, en el que se fijan unos objetivos, se marca un ritmo, se configuran unos medios. El objetivo final es la aculturación completa del morisco. Se ha asumido plenamente que la instrucción religiosa, sin cambio cultural amplio, resulta inútil. La clara visión del primer arzobispo de Granada, Fr. Hernando de Talavera, subyace en el fondo. Además del cumplimiento religioso cristiano –«lo que toca al servicio de Dios y buena guarda de nuestra Santa Fe Católica»–, decía Talavera a sus moriscos del Albaicín a comienzos del siglo xvi, para que los christianos de naçión [...] non piensen que aún tenéys la seta de Mahomad en el coraçón es menester que vos conforméys en todo y por todo a [... los ...] christianos y christianas en vestir y calçar y afeytar, y en comer y en mesas y viandas guisadas como comúnmente las guisan, y en vuestro andar y en vuestro dar y tomar, y mucho y más que mucho en vuestro hablar, olvidando quanto pudiéredes la lengua aráviga y faciéndola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas.

Esta idea se va a aplicar también en Valencia. Aquí, sin embargo, el ritmo fijado es más lento; no se pretende una ruptura brusca, sino que se espera conseguir la asimilación gracias a un proceso evolutivo: «La intenció dels commissaris e ordinari és paulatim portar-los a la verdadera conexença de la sancta fe cathòlica». Este carácter gradual marca una diferencia notable con la política seguida en el Reino de Granada, más radical, al menos sobre el papel. En las Ordinacions se fijan grados de represión distintos según la importancia atribuida a las prácticas. Se establecen tres niveles: – En primer lugar la zalá, el ayuno del ramadán o de las fiestas musulmanas y la circuncisión. Todo ello se considera muestra de apostasía, y debe ser puesto en conocimiento de la Inquisición, que, por otra parte, está inhibida en este momento central del siglo xvi. La atención represiva se centra particularmente en los alfaquíes, de los que se teme que sigan practicando su magisterio.

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– Un segundo nivel comprende las ceremonias musulmanas con ocasión de nacimientos, en los entierros y en los matrimonios; estas prácticas se condenan, pero sin la gravedad atribuida a las anteriores. También se prohíbe matar la carne a usanza morisca; jurar por Mahoma, la alquibla o el ramadán; que las mujeres se alquenen o se hagan señales en el cuerpo. – Tiene, por último, especial importancia lo relativo a la lengua y al vestido, porque contrasta claramente con la política propugnada en Granada, y es la piedra de toque que permite afirmar el carácter más moderado y gradual del proyecto de aculturación en Valencia. Así, frente a la prohibición tajante del empleo del árabe hablado y escrito, hecha a raíz de la junta de la Capilla Real de Granada (1526), las instrucciones de Ramírez de Haro ordenan, tan sólo, «que ningú puga posar a sos fills nom de moro, sots pena de un ducat; ni nomenar a altre en lo primer nom de moro, sinó de chrestià, sots pena de sis diners. E que los pares y mares treballen a sos fills, quant seran de poca edat de parlar-los en lengua valenciana,

Relación del auto público de fe que se celebró en Valencia el 25 de julio de 1571. Archivo Histórico Nacional, Inquisición, libro 912. Nº reg. exposición: 25

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123 El Corán de Segorbe es un texto en árabe del siglo xiv, policromo, encuadernado en pergamino, custodiado en el Archivo Municipal de Segorbe. Nº reg. exposición: 7

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124 Jerónimo Jacinto de Espinosa, Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, Museo de Bellas Artes de Valencia. Inv. 567. El santo está representado ejercitando la caridad, virtud en la que destacó. Nº reg. exposición: 26 Página siguiente:

Autor anónimo, Muftí, personaje turco, siglo xvi. Real Colegio de Corpus Christi, P 342. Esta representación de un muftí, es decir, de un jurista intérprete de la ley islámica a través de fatwas o dictámenes jurídicos, da idea del interés existente en la época por el mundo otomano. Nº reg. exposición: 40

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125 per què quant sien grans puguen dexar la algaravia més fàcilment». En cuanto a los vestidos, frente a las reiteradas e incumplidas prohibiciones hechas en el Reino de Granada, en el de Valencia las Ordinacions se limitan casi a una declaración de intenciones: «Que a poch a poch se abstinguen de fer vestiduras a la morisca y que treballen axí hòmens com dones en lo vestir conformar-se ab los christians vells perque entrells y los altres noy haja differència en lo vestir». Se va, así, articulando en diferentes niveles represivos el objetivo final de erradicar la cultura musulmana, pero con una cierta benevolencia en el tratamiento de lo que no se considera fundamental desde el punto de vista religioso cristiano. Junto a ello, un segundo aspecto destaca en las instrucciones de Ramírez de Haro: la configuración de unos medios para llevar a cabo el plan. Aquí lo fundamental es la acción parroquial; no en vano era este el objeto principal de las comisiones recibidas por Haro. A pesar de lo completo del plan diseñado, se tropieza con la falta de medios para llevarlo a efecto: Ramírez de Haro, investido de poderes pero enfermo, no puede él solo aplicarlo. Se tropieza, además, con la creciente resistencia cultural de los moriscos. Esto último era un factor que Carlos y sus consejeros habían menospreciado, y que la inhibición del Santo Oficio había reforzado. Las presiones eclesiásticas denunciando la apostasía morisca se dejan sentir con fuerza sobre los centros de toma de decisión a mediados de siglo. A partir de entonces, los prelados valencianos, animados por los nuevos aires provenientes del Concilio de Trento, van, poco a poco, interesándose por el problema morisco. Tomás de Villanueva lo hará a regañadientes, ya que prefería dedicarse a los cristianos viejos y confiar la atención a los moriscos a un comisario apostólico, pero no dejará de pedir remedios; lo mismo hará su sucesor Francisco de Navarra. Son años de temor ante la amenaza turco-berberisca, que se extiende a unos moriscos de cuyo desarme se habla mucho sin que, por el momento, se atrevan a llevar a cabo. El emperador, absorbido por los problemas europeos, resiste todas las presiones y no quiere revisar sus planteamientos. Con Felipe II se entrará en una época de importantes decisiones que comienzan con el desarme de 1563. Poco después, en las Cortes de 1563-1564, los estamentos, conscientes de que algo había que hacer, intentan encaminar la política por los derroteros que a ellos les interesan: saben que no se puede tolerar ya el islamismo y que hay que favorecer la evangelización, pero pretenden que se haga por medio de los prelados y excluyendo al Santo Oficio. El choque decisivo se produjo en una junta de altos consejeros y expertos reunida en Madrid a fines de 1564. La Inquisición, dirigida por Fernando de Valdés, quiere recuperar el control sobre los moriscos; el nuevo arzobispo Martín Pérez de Ayala, con el respaldo de los miembros del Consejo de Aragón, desea asumir el protagonismo de la evangelización y del castigo. En medio de esas tensiones Felipe II define personalmente la política que se seguirá. Su proyecto es, en el fondo, el de su padre de 1543, con el cambio, exigido por los tiempos y por la resistencia

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126 morisca, de volver a activar la Inquisición, en un primer momento de forma moderada. Es decir, confía plenamente en una campaña misional que serviría para «convertir» y para reconciliar con la Iglesia a los moriscos, al tiempo que permitiría conocer la realidad de las parroquias. A su frente estaría un comisario real e inquisitorial que coordinaría tanto la acción pastoral de los delegados episcopales como la de los inquisidores. Después de esta campaña de choque, el Santo Oficio pasaría a perseguir la apostasía morisca sistemáticamente. De nuevo se tropieza con inercias y resistencias. Unas derivan de problemas personales: algunos de los prelados están demasiado viejos o enfermos, y mueren antes de poder llevar adelante el plan; es el caso de Martín Pérez de Ayala o de Fernando de Loazes; otros se muestran poco animados, como inicialmente lo estuvo Juan de Ribera, mientras que a alguno, como al obispo de Tortosa, su precipitación le lleva a fracasar estrepitosamente en La Vall d’Uixó, donde los moriscos se manifestaron ante él alegando no ser cristianos por haber sido bautizados a la fuerza. En definitiva, no resultó nada fácil lograr la coordinación necesaria del Santo Oficio y los prelados para poner en marcha la campaña evangelizadora y de reconciliación con la Iglesia. Los señores, por su parte, vuelven a sus demandas contra la confiscación de los bienes por la Inquisición, herida que se había cerrado en falso en tiempos del emperador. Y para colmo de males, la presión, paralela pero más intensa, ejercida en el Reino de Granada había conducido a buena parte de los moriscos granadinos a la rebelión y la guerra que –como escribió Diego Hurtado de Mendoza– «en cuanto duró tuvo atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos», en particular del Turco y los argelinos en un momento de máxima tensión en el Mediterráneo. En Valencia, la situación en los años de la guerra fue hábilmente manejada con las negociaciones sobre el problema de la confiscación que culminan en la Concordia de 1571. Los puentes del diálogo no se rompieron como en la Granada inmediatamente anterior al estallido bélico, y permitieron desactivar un conflicto potencial. Se logró, al tiempo, romper la tradicional solidaridad entre señores y moriscos enfrentados abiertamente por los bienes amenazados por la confiscación inquisitorial. Los barones no tenían inconveniente en que la Inquisición confiscara el dominio útil en poder de los vasallos moriscos, siempre que en aplicación del fuero ellos pudieran consolidarlo con el directo. Se trataba, en definitiva, de expulsar al campesino de la tierra que trabajaba para poder establecer unas nuevas condiciones de tenencia. Los vasallos, con buen sentido, preferían evitar pura y simplemente la confiscación mediante un acuerdo con el Santo Oficio, y lo lograron pagando la importante suma de 2.500 libras anuales; lo que no impedía, en cualquier caso, que la persecución arreciara en los años siguientes. La guerra de Granada produjo mucho miedo y dio lugar a discusiones sobre la posibilidad de deportar a los moriscos. La dispersión de los granadinos por los territorios de la Corona de Castilla y el temor a nuevas sublevaciones provocó un cambio de mentalidad en muchos, que sufrían mal el islamismo morisco al tiempo que sentían con intensidad las amenazas, más imaginadas que reales, de las conspiraciones moriscas con los múltiples enemigos de la Monarquía. Surgen así voces críticas con la pervivencia de los moriscos, y si la más retumbante fue la del dominico Fr. Jaime Bleda, la más influyente fue la de D. Juan de Ribera, arzobispo de Valencia y patriarca de Antioquía.

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Francisco Domingo Marqués, El beato Juan de Ribera en la expulsión de los moriscos, 1864. Museo de Bellas Artes de Valencia. Inv. 64. La recreación decimonónica presenta al arzobispo consolando a una familia morisca camino del exilio. Nº reg. exposición: 27

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128 Carta del médico morisco Dr. Javar a su hermana desde Bona (Argel), 26 de octubre de 1577. Archivo Histórico Nacional, Inquisición, legajo 552/9. Nº reg. exposición: 41

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129 Proceso inquisitorial de Baltasar Alaqua, 1572. Archivo Histórico Nacional, Inquisición, legajo 548/7. Nº reg. exposición: 28

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Martín de Ayala, Catechismo para instruccion de los nueuamente conuertidos de moros ... impresso por orden del patriarcha de ... Don Iuan de Ribera, Valencia Pedro Patricio Mey, 1599. Biblioteca Histórica de la Universitat de València. BH Z-6/135. Iba realmente dirigido a los curas y predicadores encargados de la evangelización de los moriscos. Nº reg. exposición: 29

Sus proyectos respecto a los moriscos chocaron por partida doble con los de Felipe II. En primer lugar, por su defensa a ultranza de la evangelización cotidiana a través de los párrocos, frente a la confianza del rey en la vía de la campaña misional extraordinaria. Ribera llevó a cabo una revisión del plan parroquial elaborado en los años treinta, en el que hay que destacar el aumento de las dotaciones de los párrocos de 30 a 100 libras anuales, y su preocupación por los aspectos materiales del culto. Ordenó la destrucción de las iglesias que habían sido antes mezquitas y la construcción de nuevos templos, para que nada recordara a los moriscos el culto islámico. Sin embargo, la falta de acuerdo entre el monarca y el prelado, unida a los problemas jurídicos con que tropezó, una vez más, la plena realización de los planes parroquiales, impidió que antes de final de siglo se avanzara de forma decisiva por ninguna de las dos vías. El segundo campo de desencuentro entre ellos fue el político: en 1582 Ribera aboga abiertamente por la deportación a Castilla de los moriscos valencianos como primer paso para erradicarles. Felipe II, en una nueva decisión personal, se resistió a la recomendación de expulsarles que una junta reunida en Lisboa, bajo el impulso del duque de Alba, hizo en septiembre de 1582. El rey seguirá insistiendo hasta su muerte, con cabezonería, en su proyecto de evangelización y reconciliación definido en 1565. Será ya en tiempo de su sucesor Felipe III cuando, por fin, la campaña misional se lleve a la práctica y fracase, ya que a estas alturas los moriscos estaban poco interesados en los edictos de gracia inquisitoriales, que era lo que, en definitiva, ofrecía la Iglesia. Al no haber confiscación de bienes, uno de los principales atractivos de la gracia desaparecía, y en cambio se temían las negativas contrapartidas de confesar espontáneamente ante los notarios inquisitoriales: una recaída conducía inexcusablemente a la hoguera. Más valía, pues, esperar a que la lotería de las delaciones condujera a la sala del secreto, y de la tortura, antes que precipitarse de forma voluntaria hacia ella. Tampoco se produjo el milagro de las conversiones por efecto de la predicación; no obstante, la diplomacia de Felipe III logró que Roma resolviera los largos pleitos planteados contra la reforma parroquial de Ribera y las nuevas parroquias se extendieron por el Reino. Era el momento de aplicar la política propuesta en un principio por el arzobispo de Valencia, consistente en el trabajo evangelizador de los párrocos, mejor preparados y pagados, y en la represión inquisitorial contra la resistencia morisca. No sabemos cuál podría haber sido el resultado a largo plazo de esta política que se enfrentaba a los obstáculos que habían bloqueado la línea seguida por Carlos V y Felipe II. Por fin parece contarse con medios bastantes para adoctrinar a los moriscos de forma continuada, y con una respuesta inquisitorial firme para intentar doblegar por la fuerza el empobrecido islamismo y sus soportes culturales y sociales. El momento parecía propicio para aplicar una política cuyos pilares no eran nuevos,

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131 ya que la instauración de una red parroquial se llevaba intentando desde hacía más de tres cuartos de siglo, y la decisión de lanzar a la Inquisición contra los moriscos se había tomado a mediados de los sesenta. Lo que era nuevo era la coyuntura general que hubiera permitido una acción más amplia y constante sobre la minoría si se hubiese abandonado la obsesiva búsqueda de una urgente solución casi mágica. Pero el principal defensor del proyecto parroquial, Juan de Ribera, había desesperado de la posibilidad de convertir a los moriscos, de lo que le persuadió todavía más el fracaso anunciado de la campaña misional de comienzo del siglo xvii. Ribera, entonces, presiona sobre el nuevo monarca para convencerle de la necesidad de expulsar a los moriscos. Con habilidad consigue convertir el problema religioso de la apostasía morisca en una cuestión política, no por la vía fracasada del peligro inmediato de las conspiraciones, en el que los consejeros, bien informados, no habían creído mucho y seguían sin creer, sino por la del castigo divino. Movido por un profundo profetismo, interpretaba los desastres militares españoles como muestra del desagrado divino ante la tolerancia de los sacrilegios cometidos por los moriscos; temía

Plano de la cárcel de la Inquisición de Valencia, libro quinto de cartas escritas por el tribunal de la Inquisición de Valencia al Consejo de la Inquisición, desde 1581 a 1584. Archivo Histórico Nacional, Inquisición, libro 915. Nº reg. exposición: 32

Islam oculto

132 –hay que conceder que sinceramente– que Dios permitiera una nueva «pérdida de España» como castigo. Los argumentos de la conspiración y la apostasía que, por separado, no habían convencido a Felipe II, ejercieron, en esta visión global con tintes proféticos, un gran influjo en su hijo que se decidió, en enero de 1602, a expulsar a los valencianos. Sin embargo, la negativa del confesor real y del duque de Lerma y la sorprendente propuesta de Ribera de comenzar por los de la Corona de Castilla y excluir de momento a los de la de Aragón, impidió la aplicación de la medida.

Balance final Al plan de evangelización, tan trabajosamente diseñado, puede considerarse que le faltó decisión y respaldo en su puesta en práctica; faltaron medios suficientes para tan enorme empresa; se tropezó con el absentismo, la ausencia de colaboración o el desinterés de bastantes prelados. En definitiva, aunque se avanzó mucho en la fundación de nuevas parroquias, la plena ejecución del proyecto no fue posible hasta principios del siglo xvii por la resistencia a colaborar de bastantes de los interesados en las rentas eclesiásticas. Como consecuencia, la cura de almas, fundamento de la evangelización, siguió siendo deficiente en muchas partes. Faltó constancia en la tarea, a pesar de la reiteración de las campañas, en gran parte por cuestiones de índole política, tanto interna –choque de jurisdicciones, sobre todo entre la Inquisición y los prelados o los comisarios apostólicos– como las derivadas de conflictos exteriores, que hacen que el problema morisco pase a un segundo plano ante los desafíos con que se enfrentaron Carlos V y Felipe II. Una presión inquisitorial sometida a altibajos y que, aunque finalmente se dejó sentir con fuerza, había perdido a causa de la Concordia de 1571 una de sus armas principales: la confiscación de bienes. Y para completar el cuadro, la negativa de los señores a rebajar los derechos que cobraban; algo que hubiera facilitado la asimilación de la minoría. Por todo esto, la evangelización de los moriscos puede considerarse, de forma mayoritaria, como un rotundo fracaso. Debe considerarse, además, y no en último lugar, la resistencia religiosa del morisco, su postura polémica frente al cristianismo, su rechazo de éste, la perduración, a pesar de su indudable empobrecimiento, de prácticas islámicas subterráneas. Pero además hay que tener en cuenta la imposibilidad de separar los aspectos religiosos del conjunto más amplio de la cultura morisca. Y en este ámbito cultural se produce una oposición entre la comunidad morisca y la sociedad cristiano-vieja en que aquella se inserta y por la que se verá rechazada. En efecto, la polémica rebasa el ámbito religioso, para transformarse en un enfrentamiento cultural más amplio. No se trata de que los moriscos cumplan religiosamente como cristianos que son, sino que se les exige que se asimilen en todo su comportamiento a los cristianos viejos, que renuncien a su identidad. Pero al mismo tiempo se fijan una serie de barreras legales y sociales que impiden la plena integración de la minoría morisca en la sociedad cristiano-vieja. 

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133 En ambas orillas Rafael Benítez Sánchez-Blanco Universitat de València

No se puede concebir a los moriscos de modo aislado. No estaban ni en una orilla ni en la otra, sino en medio de un río, entre la tierra y la fe. La mayoría buscaba desesperadamente conservar ambas; algunos, sacrificando su tierra a su fe, emigran. Bernard Vincent, El río morisco

Con estas palabras, el profesor Vincent estableció las coordenadas entre las que trascurrió la vida de los moriscos. Eran españoles, y de ahí su apego a la tierra que les vio nacer y de la que se consideraban, con justicia, como sucedía con los granadinos, más «naturales» que algunos de los cristianos viejos que habían venido a repoblar el reino recién conquistado. Y eran musulmanes, forzados –por su condición oficial de cristianos– a ocultar su fe de miradas inquisitivas; criptomusulmanes, en consecuencia, viviendo como minoría en una sociedad mayoritariamente cristiano-vieja. Condición que les vinculaba no sólo a un universo religioso diferente al de sus convecinos sino, sobre todo, a una realidad política que se encontraba, accesible, en la otra orilla del Mediterráneo. El inicio de la guerra de Granada en 1482 plantea para los musulmanes granadinos el problema moral de permanecer bajo el dominio político de los cristianos, en una condición de inferioridad que suponía un menosprecio para el islam y un peligro para la pureza religiosa del creyente, que se vería influido, sin duda, si no por la presión, al menos por el ejemplo de los cristianos. Son conocidas dos fatwas –respuestas jurídicas– del teólogo argelino Al-Wancharichi, fechadas en 1484 y 1495, en que, a preguntas de los granadinos sobre la posibilidad de vivir en tierras conquistadas, responde recordando el mandato coránico de emigrar a tierras del islam, sin poner como pretexto el amor a la patria o la protección de los bienes. Pero distingue entre los fuertes, capaces de resistir la emigración, obligados por tanto a ella, y los débiles, incapaces de afrontarla; estos últimos recibirán, muy posiblemente, el perdón de Dios aunque se mantuvieran bajo dominio cristiano. En esta categoría estaban los que no sólo permanecieron en España como mudéjares, sino los que además se vieron obligados a convertirse al cristianismo, en la Corona de Castilla en 1502 y en la de Aragón en 1525. Una fatwa del muftí Al-Magharawi, fechada en 1504 pero que circuló a lo largo del siglo xvi, expone lo que en estas condiciones el creyente está obligado a hacer. Recoge los principios de la takiya –prudencia, disimulación– y al-niya –intención. Los débiles, sometidos a graves presiones para que renieguen del islam o realicen prácticas contrarias a él, están autorizados a evitar el martirio y a someterse externamente, siempre que en su corazón y su intención sigan fieles, para lo cual deben realizar las ceremonias islámicas que les sean posibles, en especial la oración (zalá), precedida de los lavatorios rituales (guadoc) y la limosna (azaque). Desde estos principios se explican tanto la postura mayoritaria de aceptar

134 el bautismo y permanecer en España manteniendo un cripto-islam, como la de aquellos que optaron por la emigración al norte de África, o incluso a Constantinopla.

La emigración a tierras islámicas Los Reyes Católicos permitieron la emigración legal durante la conquista del Reino de Granada, autorización que se mantuvo hasta el fin del siglo xv. El objetivo declarado era ruralizar a la población y «eliminar a los más molestos seguidores del islam», por lo que se dieron facilidades a la salida. Pero junto a esta emigración legal y controlada comienza pronto, coincidiendo incluso en el tiempo, otra ilegal. Las fugas se incrementaron a comienzos del siglo xvi como consecuencia de los decretos de conversión de los mudéjares castellanos. Se observa ya un fenómeno que será típico del Reino de Valencia más tarde, el desplazamiento sucesivo de comunidades moriscas hacia la costa, a poblar lugares abandonados, antes ocupados por otros correligionarios, como paso previo para dar el salto al norte de África; un mismo pueblo puede así vaciarse varias veces. Un proceso semejante se observa en el Reino de Valencia en los años veinte del Quinientos, en el momento de la conversión forzosa. Sólo que aquí nos encontramos con una política real contraria a facilitar la salida de los mudéjares y orientada, pues, a no dejarles más opción que el bautismo... o la emigración clandestina. El motivo era evitar el daño que la pérdida de vasallos podía producir a los señores; Carlos V lo expresa llanamente: hay que evitar «que se vayan, que sería la destructión de los cavalleros y daño grande del Reyno». Uno de los medios para lograrlo fue ordenar que en este momento la salida legal se realizara atravesando toda España, para embarcar en La Coruña. Por si este impedimento no era obstáculo suficiente, se negoció con la elite mudéjar para conseguir su respaldo a la conversión a cambio de concesiones en el mantenimiento temporal de sus rasgos culturales (Concordia de Toledo de enero de 1526). Las medidas tuvieron éxito ya que no se ha localizado, por el momento, ningún testimonio de salidas a través del recorrido oficial. No se pudo evitar, en cambio, que se multiplicaran las huidas desde la costa del Reino, que sí se constatan incluso antes del bando de conversión, en cuanto se difunde la noticia de que se va a decretar la medida. La reacción del gobierno es también inmediata, en un doble ámbito: legal y militar. En el primero, se promulgan duras medidas, con pena de muerte, contra los que intentasen abandonar el Reino y fuesen capturados, contra los que cambiasen de domicilio sin permiso señorial y contra sus encubridores. A una orden de fines de 1525 siguen otras muchas reiteradas en los tres años siguientes, y que lo serán por los sucesivos virreyes a lo largo del siglo xvi: por ellas, la movilidad de los moriscos y su acercamiento a la costa quedaban seriamente limitados. Las autoridades son conscientes enseguida de que se produce un acercamiento en relevos hacia las poblaciones costeras donde esperan el momento oportuno para pasar a África y renegar. Pero no bastaba con publicar normas, hacía falta poner mecanismos para vigilar su cumplimiento. Es lo que se hará con la organización de la guarda de la costa, dirigida a evitar la huida «allende» en fustas que vienen a recogerles. Su actuación se centra en la zona costera desde Gandía hasta Benidorm, donde se producen las salidas más numerosas. Una vez pasado el

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135 Seyyid Murad, Gazavat-i Hayreddin Pasa, siglo xvi. Relato épico en turco que narra las hazañas de Jairedín Barbarroja. Real Biblioteca de El Escorial, ms. 1663, f. 1r. Nº reg. exposición: 43

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136 Autor anónimo italiano, Algeri, impreso por Antonio Salamanca, [Roma], 1541. Biblioteca Nacional de España, Grabados históricos, Invent/21886. Nótese que el mapa está invertido con relación a la orientación normal, y que Valencia aparece abajo, justo a la derecha de la cartela. Nº reg. exposición: 42

primer momento de tensión por efecto del decreto de conversión, parece cambiar el modelo de comportamiento y en lugar de salidas globales de todo un pueblo estamos ante el paso al norte de África de determinados individuos o de algunas familias que aprovecharían las oportunidades que ofrecían la venida de los corsarios a las costas valencianas. En definitiva, la emigración continuó durante la época carolina sin el carácter masivo del primer momento; se trata de un goteo. Contribuye a ello tanto la política morisca de Carlos V, favorable a una cierta tolerancia de hecho, como la presencia de las galeras imperiales que dificultan los traslados al norte de África. Estas huidas provocaron graves tensiones entre los señores y la Inquisición valenciana. Los señores achacaron a la persecución del Santo Oficio contra los nuevos convertidos el que estos optaran por emigrar, con las consecuencias de despoblamiento y pérdida de rentas. En consecuencia, desarrollaron una ofensiva en las Cortes y fuera de ellas para lograr que Carlos V impusiera al inquisidor general una limitación de la represión; lo consiguieron en un proceso que arranca con un privilegio imperial de 1533, que prácticamente limitaba la confiscación de bienes, continúa con la supresión de las multas en 1537 y culmina con la inhibición inquisitorial del conocimiento de los delitos de los moriscos en 1543, por un pe-

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137 riodo de 16 años. Se abre entonces una fase en que los moriscos se recatan poco de vivir, según dicen múltiples denunciantes, como «moros en Argel». El auge otomano-berberisco y el paralelo retroceso hispánico de mediados de siglo va a favorecer un repunte de la emigración, gracias al incremento de las incursiones piráticas sobre las costas peninsulares, que son aprovechadas para el traslado de moriscos. La guerra de Granada (1568-1570) provocó, además de la deportación de la población morisca al interior de Andalucía y de Castilla, una nueva oleada de migraciones de los granadinos al norte de África. En cuanto a los valencianos, Juan Francisco Pardo ha analizado algunos episodios del decenio 1571-1580 a partir de documentos de la Audiencia, de los cuales obtiene rasgos interesantes sobre la práctica de la migración en este periodo. Así, en la primavera-verano de 1571 la Audiencia juzgó tres embarques en la comarca de La Safor, en torno a Gandía; los condenados, muchos de ellos en ausencia, ya que la guardia costera sólo consiguió evitar la huida de unos pocos de los que lo intentaron, provenían de una variedad de lugares comarcanos y sólo algunos constituían grupos familiares, predominando la presencia de individuos aislados. Se constata, también, la frecuencia con que las fustas norteafricanas hacían el recorrido hasta la misma costa. En otro caso, los que pretenden escapar provienen de comarcas del interior caracterizadas por su fuerte implantación morisca, como es la zona de Segorbe, quienes se ponen de acuerdo con otros de la costa para comprar una barca a un cristiano viejo; esta vez la aventura salió mal y fueron apresados. No siempre era seguro fiarse de un cristiano viejo para la embarcación. Lo más habitual, y prudente, era aprovechar la llegada de embarcaciones norteafricanas para, en ellas, pasar a la otra orilla.

El corso y la defensa Esto nos lleva a analizar la relación entre emigración morisca y corso. Los moriscos eran, en definitiva, europeos en tierras islámicas, y allí aportaron una serie de habilidades y técnicas. Entre ellas, y no de las menos importantes, estaba el conocimiento de las costas peninsulares y los contactos con los correligionarios que habían permanecido en ella. Una vez más, es Bernard Vincent quien nos ha dejado un análisis incisivo del mecanismo de actuación. El punto de partida es, como habitualmente en el corso, una villa: Túnez, Bizerta, Argel, Tetuán, Larache, Salé. La empresa obtiene sus beneficios económicos de la captura de cautivos o del botín (ganado). Pero junto a estos rasgos comunes el corso realizado por los moriscos presenta otros específicos. Las expediciones tienen un objetivo preciso, fruto del conocimiento que sus instigadores tienen de la realidad de las costas españolas: los lugares más convenientes para el desembarco y el recorrido hasta llegar a su objetivo final han sido minuciosamente estudiados, y la operación suele contar con complicidades desde tierra. Y la llegada de los corsarios al lugar elegido es acogida con júbilo por los moriscos, y con terror por los cristianos viejos que vivían en él. Se produce la rebusca de estos últimos, la destrucción de los bienes que no puedan llevarse y, particularmente, de algunos elementos simbólicos: iglesias, cruces, ayuntamientos... La alegría inicial y la rabia posterior hacen que la razzia pueda demorarse demasiado tiempo facilitando la reacción de

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138 La costa de Moraira según el ingeniero G. Antonelli, 1596. Panorámica del portet y del cabo o la punta de Moraira. La torre de la Punta ya existía pero se pide una nueva más cercana al embarcadero, que actualmente se conoce como el Castell. Archivo de la Corona de Aragón, MP-23/3.

las fuerzas defensivas. En ocasiones acaba, por ello, en fracaso y con la captura de los mismos corsarios. Fenómeno constante durante todo el siglo xvi, que aunque se prodiga en verano no conoce paralización en invierno, ya que bastan unos pocos días de bonanza para poder hacer el viaje de ida y vuelta entre las dos orillas. Sus efectos sobre las poblaciones costeras granadinas o valencianas fueron graves. La vida en la franja costera suponía un peligro constante que despobló algunas de las zonas más expuestas, lo que a su vez, en un círculo vicioso, facilitaba los desembarcos. El aprovechamiento de las típicas hoyas y llanuras costeras mediterráneas exigía, pues, además del coste vital y económico provocado por la toma de cautivos entre los cristianos viejos, un gasto en defensa que recaía sobre muy diversos partícipes, y entre ellos, en primer lugar, los vecinos de las poblaciones litorales. En el Reino de Granada, el impuesto conocido como farda de la mar estaba destinado a financiar el sistema defensivo de torres y vigilancia que cubría desde Tarifa a Lorca; a él estaban obligados a contribuir tanto los cristianos viejos como los moriscos. Pero estos además pagaban en exclusiva un servicio, la farda ordinaria, cuyo objetivo principal era el pago de las compañías militares destacadas en el Reino. En el Reino de Valencia la constitución de un sistema defensivo fue más lenta y difícil por efecto de los roces entre las diversas instituciones implicadas: la Monarquía y sus agentes en el Reino, los representantes estamentales –brazos durante la celebración de las Cortes o juntas de estamentos fuera de ellas, y la Generalidad, encargada de gestionar el cobro y pago de los servicios del Reino–, además de los municipios y en especial el de la ciudad de Valencia y de alguno de los grandes señores. Pero a pesar de ello, la presión combinada del corso otomano-argelino y las huidas de los moriscos les acabó por convencer de la necesidad de llevar a cabo una modernización de la estructura defensiva, tanto material –mejora de las fortificaciones, construcción de torres de vigilancia, artillería...– como humana, con la creación de la guarda de la costa que finalmente, a partir de mediados del siglo xvi, adquirió carácter permanente. Por último, ya a fines del mismo siglo, se constituyó la milicia efectiva: consistía en una fuerza de 10.000 soldados voluntarios, miembros de las clases acomodadas del Reino, que sin

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139 Memorial del maestre racional de Valencia para el príncipe Felipe (futuro Felipe II) sobre las necesidades defensivas del reino, h. 1551. Archivo General de Simancas, Estado, legajo 307, 276. Nº reg. exposición: 45

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140 Juan Pantoja de la Cruz, Retrato de Felipe III, 1606. Museo Nacional del Prado, P2562. Nº reg. exposición: 46 Página siguiente:

Anónimo valenciano, Gran Soldán, h. 1600. Real Colegio de Corpus Christi. P 341. Una muestra más del atractivo de los temas turcos.

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141 dejar sus ocupaciones habituales estaban preparados, adiestrados y armados para acudir a la defensa en caso necesario. Fue una fuerza importante llegado el momento de la expulsión de los moriscos.

Esperanza en el triunfo del islam La inmensa mayoría de los nuevos convertidos optó, tanto en la Corona de Castilla como en la aragonesa, por permanecer en su patria. Incluso para ellos, el islam, y no sólo como fenómeno religioso sino tal vez más como realidad política y cultural en sentido amplio, siguió constituyendo un referente vital básico. Una expresión del sentimiento de pertenencia al islam era mostrar alegría por sus triunfos militares, o pesadumbre por sus derrotas. El fracaso imperial ante Argel en 1541, y el de Felipe III de 1601, o la pérdida de La Goleta en 1574, provocaron manifestaciones de alegría en los moriscos. O interceder a Alá para que diera el triunfo a los musulmanes: es lo que hicieron unos alfaquíes valencianos que indujeron a los demás moriscos a que ayunasen durante seis días y orasen para que Alá diese la victoria a Barbarroja frente al emperador en la empresa de Túnez (1535). En definitiva, para muchos de los moriscos que permanecieron en la Península, en una situación de sometimiento, existió una esperanza de liberación que vendría del islam otomano y norteafricano. Confiaban en la ayuda exterior, no sólo para emigrar; el gran objetivo final era invertir la situación creada por la reconquista cristiana y volver a poner Al-Andalus bajo dominio islámico. Durante todo el siglo las autoridades españolas temen la confluencia entre la llegada de la flota turca, la más temida, o de otras norteafricanas, y las rebeliones moriscas, tanto si se trata del apoyo a levantamientos en marcha de los moriscos, como si se presume que estos aprovecharían la llegada de la flota, para levantarse. Ya durante el proceso de conversión de los valencianos se sospechó que las fustas argelinas vendrían en socorro de los que se habían subido a la sierra de Bernia, cerca de Altea (verano de 1525), pero las galeras imperiales, que habían traído prisionero a Francisco I, capturado en Pavía, patrullaban las costas valencianas e impidieron ese año la presumible operación. Al año siguiente los mudéjares sublevados en la sierra de Espadán tomaron la plaza costera de Chilches con la intención de que sirviera como cabeza de puente para la escuadra de Barbarroja. Como escribe Juan Francisco Pardo, en todo caso los corsarios faltaron a la cita de Chilches en 1526 y no hay pruebas de que se unieran a la lucha de los valencianos contra el ejército real. Todo se limitó a una operación de transporte al norte de África desde la zona de Benidorm, próxima a Bernia. De forma mucho más heroica lo narra, desde la otra orilla, la crónica de Barbarroja, según la cual los moros rebelados en la sierra «enviaron 12 hombres de los principales a Argel con cartas para Hayradin Bey [...] y le suplicaron que les socorriese». De inmediato Barbarroja les envió una flota de 36 galeotas bien armadas. Los refuerzos desembarcaron y subieron a la sierra, de forma que con su «llegada los moros

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142 se animaron tanto que juntos arremetieron y los desbarataron a los enemigos». Después, en siete viajes, trasladaron hasta 70.000 personas a Argel. Si, durante esta primera sublevación destacable, el apoyo otorgado a los musulmanes españoles por sus correligionarios argelinos forma parte de la historia legendaria más que de los sucesos constatables, durante la segunda –la guerra de Granada (1568-1570)–, que se desarrolló a una escala sin comparación, la ayuda exterior para los rebeldes influyó en el desarrollo del conflicto. En efecto, Abén Humeya, proclamado rey por los sublevados, envió embajadas a Argel y Constantinopla, tratando de internacionalizar el conflicto. Logró el envío de asesores militares que instruyeron a los moriscos y les animaron a una resistencia mayor. En esto consistió, fundamentalmente, la esperada ayuda otomana, mientras Euldj Alí empleaba las fuerzas argelinas en la toma de Túnez (invierno de 1569-1570) y Selim II enviaba la flota otomana, aprovechando la situación de Felipe II, para tomar Chipre (1570). De forma que Braudel se pregunta: «¿Pensaron alguna vez los turcos, realmente, en acudir en ayuda de los moriscos? Es bastante dudoso», responde. La guerra de Granada marcó una cesura en la historia de los moriscos. La constatación del peligro que suponían sus estallidos pesó, a partir de entonces, en la opinión y en la Corte. La deportación de los granadinos por la Corona de Castilla extendió el miedo al morisco por ámbitos antes tranquilos. La solución de «meterlos la tierra adentro» aplicada a los granadinos comienza a proponerse, en los años setenta, en relación a los valencianos como antecedente a las demandas, más radicales, de expulsión que se escucharán pronto. A ello contribuye un fenómeno que se agudiza en esta etapa final: la multiplicación de noticias sobre conspiraciones de los moriscos con los enemigos de la Monarquía, tanto europeos como de la otra orilla del Mediterráneo. Bajo el impacto de lo sucedido en Granada, se teme que un levantamiento morisco en conjunción con una invasión exterior –turcos, argelinos, hugonotes...– pueda poner en grave peligro a España. La Inquisición, sobre todo los tribunales de Zaragoza y Valencia, tendrá un activo papel en el descubrimiento de estas conspiraciones, pero también en la creación de un estado de temor en la Corte, que no se corresponde con la realidad de la amenaza. Los consejeros de Felipe II, y en especial el vicecanciller del Consejo de Aragón, D. Bernardo de Bolea, y los virreyes valencianos de los años setenta, el marqués de Mondéjar y Vespasiano Gonzaga, no creen en la posibilidad de un ataque turco o argelino. En estas conspiraciones aparece una serie de elementos comunes: la embajada morisca al sultán para transmitirle su angustiosa situación y una petición de auxilio, así como el ofrecimiento de colaboración con un levantamiento masivo y con aportaciones económicas; la respuesta favorable del sultán, plasmada en planes concretos; la labor de los espías-conspiradores que deben preparar el terreno en España. Se mantiene así la esperanza en una liberación que vendría por la llegada de la armada turca. Por su parte, el gobierno de la Monarquía, con el rey a la cabeza, no cree en la veracidad de estos avisos, pero teme un movimiento desesperado de los moriscos difícil de someter en un momento en que la tensión internacional crece, pero no en el Mediterráneo, donde el enfrentamiento con el Turco conoce una época de tregua, sino en el norte de Europa. El momento de máxima tensión fue sin duda el año 1582, en el momento en que se está llevando a cabo la anexión de Portugal por Felipe II. Llegan entonces noticias de que se «trataba cierto levantamiento» en la Corona de Aragón. El virrey de Aragón, conde de Sástago, convencido de que tienen que estar

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143 Joan Sarinyena, El patriarca Juan de Ribera, 1607. Real Colegio de Corpus Christi. P 253.

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144 Memorial anónimo denunciando el islamismo de los moriscos y el incumplimiento de sus obligaciones cristianas. S.f. (hacia 1550), Archivo General de Simancas, Estado, legajo 329-I, 223. Nº reg. exposición: 30

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145 implicados los moriscos, lo comunica a los inquisidores de Zaragoza y al rey. Se respira inquietud ante los inconvenientes que puedan suceder y la maquinaria inquisitorial se acelera. Las diligencias inquisitoriales tienen éxito: el 30 de enero de 1582 los inquisidores de Valencia remiten dos cartas en árabe, dirigidas a Argel, con proyectos de insurrección. Eran la respuesta a otras dos provenientes de Argel reclamando mayor energía a los conspiradores y ofreciendo el apoyo otomano, como garantizaba la supuesta firma del capitán de la flota turca, Euldj Alí. Las cartas son remitidas hacia Lisboa, donde Felipe II quedará visiblemente afectado. Contesta el 12 de febrero, a vuelta de correo: Ha muchos años que traigo no poco, sino mucho cuidado de lo que a esto toca, paresciéndome que se debería remediar de una vez para quitar de esos Reinos y los de la Corona de Aragón este inconveniente por que vemos que ni el camino de la blandura, ni el del castigo (conservándolos) aprovecha con ellos, y assí será menester, por caso necesario y forçoso, tractar muy de propósito y con gran fundamento del remedio general que esto podrá tener, que no holgaría yo poco verlo en mis días por lo mucho que importa y va en ello y assí estoy resuelto en mandar tratar dello lo más presto que se pueda.

Se temía, una vez más, una amplia sublevación de los moriscos de Valencia y Aragón con apoyo de los argelinos, de los hugonotes franceses, e incluso de los portugueses, aprovechando la presencia en Argel de la flota turca al mando de Euldj Alí. En definitiva, todo quedó en una intrincada invención efectuada por un tal Gil Pérez, señalado en los registros inquisitoriales como «espía doble». Pero la reacción de la elite dirigente de la Monarquía fue en esta ocasión mucho más adelante. D. Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, con el respaldo del cardenal Quiroga, inquisidor general, y del Consejo de Inquisición, defendió la necesidad de expulsar de España a los moriscos. A su propuesta se sumó una junta de consejeros reunida en Lisboa en septiembre de 1582, con la participación del gran duque de Alba. Sólo la prudencia de Felipe II bloqueó el proyecto. El apoyo efectivo de los turcos fue muy limitado, en gran medida por lo que el propio vicecanciller Bernardo de Bolea había resaltado: sin contar con una base en el Mediterráneo occidental para invernar, la flota otomana no se arriesgaría en una gran operación tan lejos de sus mares. En definitiva, la lucha de ambos imperios era, como la caracterizó I. A. A. Thompson, «la confrontación ritualizada de dos superpotencias ideológicamente hostiles separadas por dos mil millas de mar, que se pavonean en el límite de sus territorios, incapaces ambas de infligir una herida mortal». A pesar de ello, se mantuvo entre los moriscos una esperanza mesiánica en el triunfo islámico.

La decisión de expulsar a los moriscos Habían sonado claramente voces que solicitaban la expulsión de los moriscos, ante el temor a que se repitiera, a gran escala, lo sucedido en Granada y a que, esta vez sí, la sublevación contara con el apoyo firme del Turco. Felipe II no aceptó nunca estas propuestas, posiblemente porque no creía en la veraci-

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146 Acuerdo del Consejo de Estado proponiendo a Felipe III la expulsión de los moriscos. Madrid, 4 de abril de 1609. Archivo General de Simancas, Estado, legajo 218. Nº reg. exposición: 54 Página siguiente:

Edicto del marqués de Caracena, virrey de Valencia, por el que se ordena la expulsión de los moriscos del reino y se fijan las condiciones del destierro. Valencia, 22 de septiembre de 1609. Real Colegio de Corpus Christi, Fondo Gregorio Mayans, Varia, 550 (18). Nº reg. exposición: 55

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147 dad de la amenaza otomana durante el último cuarto del siglo xvi. Pero junto al peligro bélico, otra de las causas de larga duración que respaldaba las peticiones de expulsión fue la resistencia de los moriscos a la aculturación y el mantenimiento de un cripto-islam, más o menos rico y vivo según las diversas comunidades moriscas. La Iglesia española tridentina no podía tolerar el escándalo de la apostasía morisca, por lo que el islamismo fue duramente perseguido por la Inquisición a partir del inicio del reinado de Felipe II. Se abre entonces una etapa de intensa actividad inquisitorial en la que el principal paciente del Santo Oficio fue el morisco, en particular en los tribunales de Granada, al menos hasta poco después de la deportación de los granadinos, Valencia y Zaragoza. La persistencia del islamismo morisco provoca denuncias proféticas que relacionan los desastres que afligen a la Monarquía –como la derrota de la armada contra Inglaterra en 1588– con la pervivencia islámica en España, y anuncian mayores males si no se pone remedio. La voz del arzobispo Ribera es la que con más insistencia efectúa este tipo de denuncias, pero no la única. En este marco deben considerarse los problemas políticos de comienzos del siglo xvii: el nuevo monarca, Felipe III, y su valido, el duque de Lerma, fracasados los intentos de lograr un triunfo militar que permitiera iniciar el reinado con prestigio, se ven forzados por motivos económicos a llegar a acuerdos de paz en los conflictos del norte de Europa. Se intentó compensar el retroceso en ese ámbito con una empresa gloriosa en el Mediterráneo, como podía ser la toma de Argel; el resultado fue un estrepitoso fiasco (1601). La ocasión, que coincide además con el fracaso de una campaña de evangelización y conversión de los valencianos trabajosamente preparada durante años, es aprovechada por el arzobispo Ribera para solicitar la expulsión de los moriscos. Sus memoriales convencieron a Felipe III pero provocaron la división de los consejeros, en particular la oposición del duque de Lerma y del confesor real. Por el momento se archivó la propuesta, pero queda de manifiesto un claro cambio en la postura del monarca en relación con la de su padre. Especialmente dura y difícil fue la negociación con las Provincias Unidas. Lerma necesitaba la paz debido a la situación crítica de la Hacienda española, pero Felipe III se resistía a hacer concesiones a los holandeses en lo que afectaba a la soberanía, y exigía que se garantizara la libertad religiosa a los católicos de las Provincias Unidas. Ninguna de las demandas era aceptable para los holandeses. Ante esta situación de bloqueo la posición del duque de Lerma se debilitaba dentro de la Corte española; optó entonces por

En ambas orillas

148 ofrecer al piadoso Felipe III una gran empresa que pudiera compensar ante Dios el abandono de los católicos holandeses a su suerte, al tiempo que respondía a las demandas de una parte de la Iglesia española y ponía fin a los temores, en gran parte infundados, de una invasión de la Península por los enemigos de la Monarquía con el respaldo de una sublevación morisca. La propuesta discutida en el Consejo de Estado el 30 de enero de 1608 no era otra que la expulsión de los moriscos. Frente a la postura favorable de los demás consejeros partidarios de no esperar más y planificar todo para la expulsión de los valencianos después del verano, se impuso la opinión del confesor real, el dominico Javierre, que abogó por la reunión de una junta de prelados en Valencia que organizase un último intento, casi desesperado, de evangelización y conversión. Esta campaña misional no llegó a realizarse; a la muerte de Javierre pocos meses después, el duque de Lerma, acuciado por la necesidad de que Felipe III y el Consejo de Estado dieran el visto bueno a la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas, volvió a plantear el tema. En su reunión del 4 de abril de 1609 el Consejo aceptó la expulsión y comenzó a estudiar el procedimiento para llevarla a cabo. La decisión de la expulsión se fundamentó en la razón de estado, por el presunto peligro que suponía un posible apoyo de los moriscos a una supuesta amenaza de invasión de España, esta vez por los marroquíes con el auxilio de los holandeses. La Monarquía alega la traición para justificar jurídicamente la expulsión por el delito de lesae maiestatis humana. No recurre, pues, a la sentencia de herejía –lesae maiestatis divina–, como algunos altos consejeros habían defendido, ya que era imposible cumplir las exigencias jurídicas de un proceso inquisitorial. No obstante, la justificación que se presenta ante la opinión pública es, sobre todo, de tipo religioso: la apostasía morisca. En efecto, se acusa de forma global a los moriscos –no debe olvidarse que son cristianos bautizados– de seguir fieles a la fe islámica a pesar de todos los esfuerzos realizados para convertirlos. De forma inmediata comenzaron los preparativos de la expulsión; se decidió comenzar la expulsión por los valencianos para proseguir a continuación con los castellanos. El 4 de agosto, en Segovia, Felipe III firma las instrucciones para los generales encargados de llevar a la práctica la decisión. Con el mayor secreto se fue preparando el decreto de expulsión mientras las flotas se reunían en las Baleares, frente a la costa valenciana. La elaboración fue complicada, en particular por el problema de qué hacer con los buenos cristianos, con los niños y con los matrimonios mixtos. En efecto, los problemas derivados de la fundamentación legal y de la justificación moral de la expulsión son complejos. No existía para los moriscos la posibilidad de escapar a la medida mediante una conversión religiosa, dado que ya eran oficialmente cristianos y que la expulsión responde a una condena por traición. Pero al mismo tiempo, al justificarse la decisión por cuestiones morales –la apostasía– fue necesario dejar abierta alguna posibilidad de escape para los que fueran buenos cristianos, ya que repugnaba enviarles a Berbería, donde resultaba evidente que renegarían de la fe cristiana. Finalmente, el día 22 de septiembre se pregonaba por las calles acostumbradas de Valencia el bando del marqués de Caracena, notificando la expulsión de todos los moriscos del Reino. 

Rafael Benítez Sánchez-Blanco

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