\" El dolor en Spinoza \"

June 7, 2017 | Autor: Trilles Karina | Categoría: Spinoza, Dolor
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Descripción

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“El dolor en Spinoza” Karina P. Trilles Calvo (Universidad de Castilla-La Mancha)

Valga como antesala que quien les habla no es spinozista, sino que bebí tempranamente de la fenomenología de Merleau-Ponty y cerca de aquel manantial me quedé. Sin embargo, este enraizamiento no es ciego a la riqueza de nuestra disciplina, a la presencia de otros pensadores que, como es el caso de Spinoza, marcaron un corte en la historia del pensamiento occidental, fisura hiriente que no ha calado con igual fortuna en filosofías postreras. No deja de llamar la atención que el Spinoza que rompió con el arraigo dualismo cartesiano y formuló un peculiar “paralelismo” entre cuerpo y mente, apenas sea mencionado en el trabajo de Merleau-Ponty, obra cuyo objetivo es idéntico. Misterio o capricho de las tradiciones… El asunto que aquí nos trae es tan espinoso como ineludible: el dolor. Omnipresente en nuestras vidas con sus múltiples grados, molesto hasta el retorcimiento mas necesario para nuestra supervivencia –recuérdese la Insensibilidad Congénita al Dolor que obliga a la revisión diaria de cada milímetro de la persona para evitar su muerte por una derrame, una infección que no siente. No sabemos si por ser fastidioso o por su necesidad de mosca, no ha sido plato de buen gusto para los pensadores de ahí que no sea fácil encontrarnos con un tratamiento digno de esta problemática existencial. A grandes rasgos, nos topamos con dos grupos bien diferenciados: por un lado, hallamos pensadores que convierten a sus hermanastros (léase tristeza, melancolía, náusea…) en el objeto de sus desvelos, aludiendo subrepticiamente (casi dejándolo “caer”) al dolor, como si su sola mención lo tentase. Por otra parte, encontramos una serie de filósofos que lo convierten en algo marginal, dándole cabida en alguna cita, en alguna respuesta… Spinoza, reconozcámoslo, uno de los pocos que lo llama por su nombre, aunque pronto prefiere el derrotero de la melancolía. Lo que quisiera presentarles no es un escrito cerrado que rebose sapiencia, quizás porque tras dos décadas siguiendo esos derroteros, ya sea hora de cambiar.

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Mi pretensión es ofrecerles unas breves reflexiones en las que asoman mis dudas, los interrogantes abiertos que son esenciales a la filosofía y que, ciertamente, pronto olvidamos para tornarnos académicos de pro. Comencemos por lo más básico (no por ello más fácil) y es la formulación de un paralelismo “cuerpo-alma” que va a condicionar, obviamente, su propuesta acerca del dolor. Deformados por nuestro cientifismo, el primer impulso es interpretar dicho planteo en términos causales idénticos, i.e., no solo buscar la causa en el alma (o en el cuerpo) y el efecto en el cuerpo (o en el alma), sino pretender que sean de la misma naturaleza. Así, si la causa es un pensamiento anímico su correlato debe ser un pensamiento corpóreo, o si el origen es un movimiento del cuerpo, su efecto ha de ser un movimiento del alma. Esto es un absurdo porque perseguir la unión del cuerpo y del alma no ha de conllevar la (con)fusión de lenguajes ni la anulación de las peculiaridades de cada uno. Cansados estamos de leer titulares (sobre todo en revistas deportivas) que la mente corre los último kilómetros de un maratón, pero si el atleta no coloca un pie delante y otro detrás difícilmente alcanzará la meta. El movimiento es corpóreo, la idea mental y de aquí surge un interrogante aún no resuelto: ¿puede el cuerpo pensar? Esta, desde luego, es otra historia. Estas diferentes actuaciones o caracteres no deben hacernos recaer en un problemático dualismo, sino que hemos de abrir nuestra visión considerando que mente y cuerpo son como un mismo lenguaje con distintos acentos y giros que no impiden la comunicación. Piensen, por ejemplo, en las distintas denominaciones que recibe la fruta “nectarina” en diferentes puntos de España: nectarina, pelón, ratones (Salamanca)… Seguimos en el ámbito del castellano (continuamos en la esfera del ser humano), pero con la peculiaridad de cada tierra (cuerpo-alma). Puede que no se comprenda nuestra insistencia en este punto, pero la creemos necesaria ya que así será más convincente la explicación de Spinoza y no le estaremos recriminando constantemente que con su lenguaje parezca defender solapadamente el dualismo gangrenoso. Spinoza insiste con frecuencia (con diversas fórmulas) que el ser persevera en su ser, afirmación que no cabe comprender en términos sustancialistas, sino “modales” o relacionales. Esta perseverancia no ha de arrastrarnos a la idea de un ser orondo, pleno, pero tampoco ha de hacernos caer en el error de considerar

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que esté siempre en el intento de conseguir su compleción como si perseverar en su ser fuese un esfuerzo asintótico agónico. A esta concepción contribuye, quizás, su uso del vocablo “potencia” que, recurriendo a nuestra tradición aristotélica, nos induce a pensar en lo que no es en acto, lo incompleto que ha de aspirar a su consecución plena. La potencia spinoziana es en acto de modo que el rol que desempeña en el ser es que continúe en acto en su nudo de relaciones que lo constituye. Dicho burdamente, es el modo en que la maquinaria permanezca en funcionamiento. Esta potencia encuentra, en el caso del ser humano, una concreción o alianza en los afectos que consiguen “una fuerza mayor de existir o menor que antes” (p. 197), un “apego” superior o inferior a la existencia, nuestra agarre en ella. Los afectos, no crean, no presentan tan amplio espectro como el que hoy manejamos, sino que Spinoza reconoce tres afectos primitivos: alegría, tristeza y deseo, elección acertada que, sin embargo y a nuestro juicio, debería introducir al miedo. Son éstos los que van a condicionar el actuar humano y es en su explicación donde cabe tomar en cuenta nuestra anterior insistencia en que almacuerpo son un único lenguaje con vocablos y dejes propios. En la Proposición XI, Spinoza defiende que el ánima experimenta notables alteraciones debido a la alegría y a la tristeza, la primera porque supone “pasar a una mayor perfección” (133), mientras que la segunda conlleva transitar a una menor (ibid.). Vayamos con cuidado porque ambos términos no significan que el ser humano se “haga” más perfecto o “decaiga” en su ser, sino que se “arraiga” con mayor fuerza (no física) a la existencia en la alegría y se desapega en la tristeza. En el primer caso, la persona dichosa reafirma o crea relaciones con lo que hay y en las que ella se hace, mientras que el sujeto alicaído reniega y/o quiebra estos lazos. Y, obviamente, puede tratarse del mismo ser humano inmerso en esta rueda de creación/arraigo y derribo/desapego. No cabe ser tremebundos al escuchar esta versión, pues parece que estamos hablando de zurcidoras y dinamiteros. En sí, todo es complicadamente sencillo. Imagínense que están observando una figurita de supuesta porcelana, de esas que nos obsequian en las bodas. En concreto, piensen en una cabeza de caballo del tamaño de una mano de color azul celeste que nadie dudaría en calificar como “horrible”. Cuando estamos alegres, nuestro “agarre” a la misma es mayor y le hacemos

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hueco en nuestra vida colocándola, por ejemplo, en un estante (muy al fondo, eso sí). Si estamos apenados, no sería de extrañar que terminase en la basura. Constante (re)creación y aniquilación. Ahora bien, Spinoza aclara que ambos afectos primigenios impresionan solo al alma, i.e., es un lenguaje de la región mental que, desde luego, tiene su acento propio cuando nos “trasladamos” a la comarca de la conjunción anímico-corpórea. En este caso, la alegría se torna en placer y regocijo, al tiempo que la tristeza muta en dolor y melancolía. Por fin nos hemos topado con el dolor que deviene un derivado de la raíz tristeza, es una clase de tristeza (pp.171-172). Ello no ha de entenderse en términos causales (siguiendo con nuestro prejuicio cientifista), como si el dolor originase la pena o como si ésta ocasionase el sufrimiento, relación que no encontramos en Spinoza. La clave de la interpretación está, a nuestro juicio, en la Proposición XLI en cuya Demostración especifica que “la tristeza (…) es un afecto que disminuye o reprime la potencia del obrar del cuerpo” (p.218). Pasamos, pues, de la menor perfección a una merma en la capacidad de actuar de la corporeidad lo que, obviamente, repercute en su relación con su derredor, su modificación, etc. Por eso el dolor es tristeza, porque aquel nos impide desempeñar funciones habituales que convierten nuestro vivir en un constante trasiego del que no nos damos cuenta hasta que una punzada nos devuelve nuestra impotencia. ¿Quién no ha descubierto de lo maravilloso que es escribir a pluma hasta que una molesta tendinitis le ha mostrado que no puede obrar? He aquí el dolor, la barrera que nos desapega y nos incapacita para actuar… la impotencia de responder. La perfección de la sencillez. No es necesario entrar en vericuetos neurológicos para ofrecer una definición del dolor, sino atender a lo que las experiencias (quien sabe si propias) nos ofertan. No dudamos de nuestra deriva fenomenológica, pero como bien reconocía nuestro maestro Fernando Montero Moliner, la fenomenología estaba presente aquí y acullá mucho antes de que Husserl la formulase expresamente.

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