Conquistar y colonizar en las regiones meridionales

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Descripción

EDUARDO AZNAR · DOLORES CORBELLA · BERTA PICO · ANTONIO TEJERA (EDS.)

Le Canarien Retrato de dos mundos II. Contextos

Instituto de Estudios Canarios 2006

INSTITUTO DE ESTUDIOS CANARIOS FONTES RERUM CANARIARUM XLIII

ESTA EDICIÓN HA CONTADO CON LA PARTICIPACIÓN DEL PARLAMENTO DE CANARIAS, DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE CULTURA, CONSEJERÍA DE EDUCACIÓN, CULTURA Y DEPORTES DEL GOBIERNO DE CANARIAS, EL SERVICIO DE PUBLICACIONES DEL CABILDO INSULAR DE FUERTEVENTURA Y EL CABILDO INSULAR DE LANZAROTE.

© 2006, Los autores © De esta edición: 2006, Instituto de Estudios Canarios C/ Bencomo, 32. Apartado de Correos 498 38201 La Laguna (Santa Cruz de Tenerife) Tratamiento de texto y maquetación: MPaz Sastre Impresión: Gráficas Sabater ISBN: Depósito legal: TFTodos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en –o transmitida por– un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de los autores y la Editorial.

LE CANARIEN RETRATO DE DOS MUNDOS II. CONTEXTOS

ÍNDICE Prólogo I. EL MARCO DE LA CONQUISTA

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1. Miguel Ángel Ladero Quesada, «Jean de Béthencourt, Sevilla y Enrique III» ............................................................................................................................ 2. Michel Bochaca y Mathias Tranchant, «En toile de fond à l’expédition canarienne de Jean de Béthencourt en 1402: la façade atlantique de la France et la place de La Rochelle au début du XVe siècle». 3. Eduardo Aznar Vallejo, «Conquistar y colonizar en las regiones meridionales» .............................................................................................................................. II. DESCRIPCIÓN DE LOS ABORÍGENES Y DEL MUNDO NATURAL

.......................................

4. Wilfredo Wildpret de la Torre y Victoria Eugenia Martín Osorio, «Los paisajes vegetales de las Islas Canarias a la llegada de los normandos a principios del siglo XV» ................................................................. 5. Juan José Bacallado, «La fauna antigua de las Islas Canarias según la visión de los europeos» ................................................................................. 6. Antonio Tejera Gaspar, «Los aborígenes canarios en la crónica Le Canarien» ............................................................................................................................... III. ICONOGRAFÍA

......................................................................................................................................

7. Etelvina Fernández González y Fernando Galván Freile, «La ilustración de los manuscritos de Le Canarien» ................................................. 8. Rosario Álvarez Martínez y Lothar Siemens Hernández, «Las referencias musicales en Le Canarien. Su importancia para fijar la cronología de las fuentes» .................................................................................................. IV. ASPECTOS LINGÜÍSTICOS DE LOS MANUSCRITOS

.................................................................

9. Berta Pico Graña, «La lengua de los manuscritos» 7

.................................

LE CANARIEN: RETRATO DE DOS MUNDOS II

10. Maximiano Trapero, «La toponimia de Canarias en Le Canarien: problemática de una toponomástica inaugural» ...................................... IV. RECEPCIÓN DE LE CANARIEN

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11. Sergio Baucells Mesa y Jorge Onrubia Pintado, «Betancores y Maciotes. La conquista francesa y Le Canarien en la primera histotoriografía canaria (siglos XV-XVIII)» ................................................................ 12. Dolores Corbella, «Tradición manuscrita: las primeras traducciones de Le Canarien» .............................................................................................................. 13. Juan Manuel Bello León, «La transmisión de Le Canarien en los siglos XIX y XX» ................................................................................................................ 14. Carlos Brito Díaz, «En las nieblas de la historia: fortuna literaria de Jean de Béthencourt y Gadifer de La Salle» .......................................

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I EL MARCO DE LA CONQUISTA

CAPÍTULO 3

CONQUISTAR Y COLONIZAR EN LAS REGIONES MERIDIONALES Eduardo Aznar Vallejo

La expedición francesa a Canarias tenía un doble objetivo: conquistar y colonizar el territorio. Esto la separaba de otras anteriores, orientadas al pillaje o al trueque comercial. Dichos objetivos exigían algunos conocimientos previos y recursos humanos y técnicos que permitieran la adaptación al nuevo medio. Tanto en uno como en otro campo, los expedicionarios debieron de enfrentarse con dificultades, propias de una empresa realizada en un ámbito lejano y extraño para ellos. La principal fuente para conocer este proceso es Le Canarien, cuya información se puede completar y contrastar con algunos documentos coetáneos y posteriores de carácter diplomático, eclesiástico, comercial, etc. 1. EL MARCO POLÍTICO La historia de la citada expedición comienza por el conocimiento que del Archipiélago tenían los integrantes de la misma. En este punto hay que recordar que el redescubrimiento de las Islas se había producido unos setenta años antes 1. En la actualidad, se suele colocar el inicio de este acontecimiento en el viaje de Lanzarote Malocello (1336) y en su representación en el portulano de Dulcert (1339). A partir de entonces se sucedieron una serie de viajes, conocidos a través de algunos relatos y, sobre todo, de su reflejo en la cartografía. Los avances en la exploración fueron rápidos. Baste señalar que la representación de todas las islas del Archipiélago se contiene en las cartas

1 Salvo indicación expresa, los detalles de este proceso pueden seguirse en Aznar Vallejo (2001).

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Pizzigani de 1367; es decir, menos de treinta años después del reflejo de dos islas y un islote por Dulcert. Esto no equivale, sin embargo, a un conocimiento cabal y profundo del Atlántico Medio, pues en dichas representaciones se producen reiteraciones y la convivencia de islas reales con otras de carácter mítico. Y lo mismo cabe decir de los relatos de viajes que no alcanzan exactitud y pormenor hasta Le Canarien. La moderna historiografía sitúa el inicio de los relatos de exploración en la relación atribuida a Boccaccio del viaje hispano-italiano de 1341, ya que las referencias a la estancia de Malocello en Canarias son posteriores o de carácter cartográfico. Los integrantes de dicha expedición avistaron trece islas, en cinco de las cuales encontraron pobladores, y desembarcaron en algunas de ellas. Las referencias a indígenas y ciertas realidades económicas permiten identificar con bastante seguridad algunas islas del archipiélago canario. Ahora bien, existen dudas acerca de si la descripción incorpora también otras islas de la Macaronesia, incluye los islotes de Canarias y si la ausencia de habitantes en algunas islas era real u obedecía a un proceso de ocultamiento. El equipo militar de la expedición, en el que se contaban máquinas de asedio, permite asegurar el escaso conocimiento previo de la realidad a la que se dirigían. Otros viajes dejaron menores referencias literarias a pesar de su trascendencia en otros terrenos. Es el caso de las expediciones comerciales y misioneras de los mallorquines, asentados desde 1342 en Gran Canaria y autores de diversos procesos de aculturación, tanto en el plano religioso como en el de los préstamos materiales. El eco de las mismas se circunscribe a ciertos documentos públicos y privados o a su difuminado reflejo en obras de carácter moral, como el De nobilitate et rusticitate del canónigo suizo Hemmerling. Otro tanto cabe decir de las primeras expediciones castellanas, cuya mención en las crónicas de la época es de carácter episódico, por más que sus repercusiones en el conocimiento geográfico y económico del archipiélago estén fuera de toda duda. La mejor documentada es la de 1393, recogida por la Crónica de Enrique III, en la que marinos vascos y andaluces recorrieron el archipiélago canario, llevando a Sevilla al «rey y la reina» de Lanzarote, con más de ciento sesenta personas y muchos cueros y cera. Antes existieron otras como la del vasco Martín Ruiz de Avendaño, cuya estancia en Lanzarote dio pie a la leyenda de la Infanta Ico; o la del capitán Becerra, mencionada en la Pesquisa de Cabitos. A estos datos hay que sumar los provenientes de la documentación de archivo, especialmente la notarial, que da cuenta de la compraventa de esclavos canarios en mercados peninsulares. Las noticias también podían tener un origen mixto (literario y cartográfico), como es el caso del Libro del conosçimiento. Redactado en Sevilla en la segunda mitad del siglo XIV, por un presunto fraile mendicante, 62

CONQUISTAR Y COLONIZAR EN LAS REGIONES MERIDIONALES

en él se incorpora una relación de escalas desde Fez hasta Río de Oro, en la que se incluye a Canarias. Para la descripción de este sector geográfico se sirve de un portulano, cuyo prototipo se sitúa entre el de Dulcert y el de Cresques (1375). Inicialmente, estos dos tipos de testimonios se vieron influidos por la tradición de Las Afortunadas, como prueba el hecho de que ya en 1337 Petrarca afirmara «de las que tanto por experiencia como por lo que los viajeros cuentan, no tenemos menos información que de Italia y Francia»2. De ahí los intentos de hacer coincidir las islas mencionadas por Plinio con las que se iban reconociendo y la coexistencia de islas reales e islas míticas. En el portulano de Dulcert, por ejemplo, junto a Lanzarote, Fuerteventura y Lobos se representan (a la altura de Madeira) San Brandán, Primaria, Capraria y Canaria. Los siguientes mapas van incorporando nuevos nombres, tanto de los que designan islas que hoy consideramos reales como de los que nombran islas que catalogamos de ficticias, verbigracia Brasil. Es posible que parte de tales denominaciones sean meras corrupciones de otras anteriores. Así, la isla de Roco (Rocho) podría ser versión del Rachan recogido en el Libro del conosçimiento. Y Legname, luego traducido como Madeira, podría proceder de Lagnam (Cordero), nombre árabe de una de las Islas de la Felicidad 3. La isla del Infierno (Tenerife), por su parte, podría derivar de Infernane 4. Este estado de incertidumbre inicial se refleja también en la investidura papal del reino de La Fortuna (1344). En el documento de concesión las islas se reparten entre el Mediterráneo y el Atlántico sin ninguna precisión, lo que provocó la reacción del monarca inglés, al considerarse afectado en sus dominios. Sin embargo, a lo largo del siglo XIV los conocimientos sobre el archipiélago canario, sus gentes y producciones, mejoraron sustancialmente, lo que convirtió a este espacio geográfico en un ámbito no apto para el descubrimiento pero sí para la aventura. Por lo que llevamos dicho, los viajeros franceses contaban con una información básica acerca de lo que les aguardaba, tanto por los datos llegados a su país como por los contactos de dicho reino con el de Castilla.

2

III,

1, 3.

Carta recogida en la colección Familiarum rerum libri. Vid. Petrarca, 1990: Lib.

Debo la sugerencia al profesor J. M. Barral Sánchez. Este nombre está vinculado a las higueras del infierno, citadas por Zurara (197881: cap. LXXVII) y por Fernandes (1940: 59), donde señala que los moros las llaman fernayn. Tales plantas corresponden a la tabaiba dulce (euforbia balsamifera). Así lo propone Bourdon en su edición de la crónica de Eanes de Zurara (1994: 329), en la que señala que en Mauritania se denomina afernane o infernane. 3 4

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LE CANARIEN: RETRATO DE DOS MUNDOS. II

En el primer caso, hay que recordar que la investidura papal del reino de La Fortuna fue realizada en Aviñón en favor de don Luis de la Cerda, conde de Talmond y almirante de Francia. El anuncio de su concesión fue presenciado por Petrarca, lo que explica seguramente la referencia antes citada y la contenida en De vita solitaria («eo siquidem patrum memoria Ianuensium armata clasis penetravit»)5, en relación a la de 1341 o a otra de 1339-406. También llegaban a Francia las novedades cartográficas. Es más, Carlos V hizo saber al rey de Aragón su interés por «unum haber mappamundum ex eis cui fiunt in partibus istis», deseo que se encuentra en el origen de la confección del famoso Atlas Catalán de 13757. Y lo mismo sucedía con los productos canarios, especialmente los esclavos. Así lo certifica el hecho de que los expedicionarios llevasen dos aborígenes para que les sirviesen de trujamanes (G, fol. 13v)8. Este bagaje explica que el destino del viaje fuese conocido desde el inicio de la expedición, como prueba la respuesta del monarca francés a la reclamación de los embajadores ingleses. En ella se indica taxativamente que Béthencourt y de La Salle habían vendido todos los bienes que poseían en el reino y habían marchado a las islas de Canaria y El Infierno para conquistarlas9. También explica que los expedicionarios contasen con medios de ayuda, como un ejemplar del Libro del conosçimiento y mapas (G, fols. 27 y 33v); y que interpretasen en clave histórica algunos de los episodios de la expedición insular, caso del «castillo viejo de Lanzarote» o del «testamento de los trece hermanos» (G, fols. 14v y 18v). En este contexto, no podemos olvidar la posible participación de franceses en la expedición castellana de 1393, capitaneada por Álvaro Becerra. Juan Íñiguez de Atabe, el testigo mejor informado de la Pesquisa de Cabitos, afirma que en la citada expedición viajaron dos franceses, origen de la información de Béthencourt sobre las Islas10. Autores posteriores, comenzando por Viana11, identifican a uno de dichos viajeros con Serbán o Servant, al que Margry hace coincidir con la persona de Cerrant, maestre del navío del primer via-

Lib. II, Sec. VI, cap. 3. Vigueras Molíns, 1992: 257-258. 17 Rubio i Lluch, 1908-1921: I, 294. 18 Las referencias a Le Canarien van incorporadas al texto, dado que no necesitan mayor explicación, e indican el manuscrito y el folio. Están tomadas de la edición de Pico, Aznar y Corbella (2003). 19 Archives Nationales (Paris) J 645ª nº 17 y 20 (cfr. Cioranescu, 1982: 151). 10 Aznar Vallejo, 1990: 225. 11 Viana, 1968: I, canto II, 15. 15 16

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je de los franceses 12. Fréville va más allá y declara que el segundo francés era el propio Jean de Béthencourt 13. Con ser esto importante, aún lo fue más el apoyo castellano, tanto a nivel político como de particulares. En el primer caso, los monarcas autorizaron la empresa desarrollada en un ámbito geográfico que se habían reservado; autorizaron la saca de productos y tomaron bajo su tutela a los conquistadores; aceptaron el homenaje de Béthencourt y le proporcionaron 20.000 maravedís en ayudas; y exoneraron de quintos a las mercancías enviadas desde el Archipiélago14. Su acción se enmarca en un doble proceso: regulación de la soberanía política sobre los nuevos territorios y amistad franco-castellana. Los derechos sobre las regiones de infieles habían enfrentado a la Santa Sede con las monarquías nacionales15. El papado pretendía que la soberanía de dichas regiones le correspondía en calidad de Vicario de Cristo, quien poseía el título de Rey de Reyes. Los monarcas se arrogaban idéntica prerrogativa, aún reconociendo que la ocupación debía estar motivada por causa fidei, y relegaban al sumo pontífice al papel de confirmante de sus empresas y, en caso de necesidad, al de árbitro en sus litigios. Esta postura es la que había terminado por imponerse, tras la negativa de Castilla y Portugal a reconocer la concesión de Principado de La Fortuna. Desde esta perspectiva resulta difícil admitir que Béthencourt y de La Salle pretendieran rivalizar con los monarcas hispanos. También resulta inimaginable que Castilla tolerase tal intromisión, que iba contra su reserva de soberanía y contra las rentas que le proporcionaban las depredaciones de sus naturales. Además, Castilla y Francia eran sólidos aliados desde el advenimiento de la dinastía Trastámara. Y este hecho no varió durante el reinado de Enrique III, por más que el nuevo rey inglés fuera hermanastro de la reina castellana. La guerra civil que acompañó la instauración de la dinastía Lancaster favoreció el desarrollo de la piratería e hizo inviables los deseos de entendimiento anglo-castellanos16. Para mayor abundamiento, conviene recordar que en la puesta en marcha de la alianza naval entre Castilla y Francia tuvo un papel decisivo Robin de Braquemont, embajador francés y pariente de Béthencourt, Además era cuñado del almirante castellano, Diego Hurtado de Mendoza, y jefe de la guardia pontificia de Aviñón, lo que le constituiría en máximo valedor de los intereses políticos y religiosos de

12 13 14 15 16

Margry, 1896 : 127. Fréville, 1857 (apud Maffiotte La Roche, 1903: 43). Los detalles pueden consultarse en Aznar Vallejo, 2004: 1940-1969. Ibídem. Suárez Fernández, 1959: cap. VII. 65

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su pariente17. Los expedicionarios también contaron con apoyos privados, caso de los ofrecidos por el comendador de Calatrava, Juan de Las Casas y el arcediano de Reina. Los dos primeros eran miembros de linajes castellanos interesados en las expediciones a Canarias, que consiguieron por este medio autorizaciones para proseguir sus actividades en el territorio. El tercero era canónigo de la sede hispalense y estaba vinculado a Robin de Braquemont18. En otras ocasiones, la contribución fue de carácter personal. La presencia de castellanos es señalada por Le Canarien en diversos pasajes. Unas veces lo hace de forma individualizada, caso de Sancho Calleja, Alfonso Martín, Terrín, Madrigal o el caballero farfán; en otras ocasiones, las referencias son de carácter colectivo, caso de las tripulaciones de las naves Morelle, Tranchemar y la que acompañó a Gadifer en su periplo insular o los ochenta hombres de armas enviados por el rey de Castilla. Estos datos están corroborados por múltiples testimonios contenidos en la Pesquisa de Cabitos19, por la existencia de la Vicaría franciscana de Canarias20 y por algunas muestras de toponimia de este origen recogida por los franceses, caso por ejemplo de La Gran Aldea (G, fol. 9; B, fol. 10v). 2. LA CONQUISTA Las operaciones militares recogidas por los cronistas no responden a la imagen tradicional, en la que grandes y poderosos ejércitos arrollan a una población inerme. La situación se presenta más igualada, aunque a la larga fuese favorable a los conquistadores. El primer elemento que hay que tener en cuenta es el relativo al número de combatientes. Las cifras aportadas por Le Canarien son imprecisas y cambiantes, pero incontestables en cuanto a la exigüidad de la tropa (G, fols. 3v y 4; B, fols. 4v y 8). La versión G habla de sesenta y tres hombres al iniciar la última etapa del primer viaje, cifra que el texto B reduce a cincuenta y tres. La escasez de expedicionarios se achaca a las importantes deserciones sufridas en Andalucía. La primera de dichas versiones coloca el montante inicial en doscientos ochenta hombres; mientras que la segunda lo reduce a ochenta, aunque

Sánchez Saus, 2005: 188 y ss. Aznar, Corbella, Pico y Tejera, 2006: notas 86, 87 y 151 del texto G. 19 Aznar, 1990: 189, 191-192, 193, 196, 200 y 220, testimonios de Antón Fernández Guerra, Pedro Fernández Chichones, Juan García Bezón, Diego de Porras, Juan Rodríguez de Cubillos y Juan Mayor. 20 Sobre la citada Vicaría véase Rumeu de Armas (1967). 17 18

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más adelante se contradice y señala que perdieron al menos doscientos expedicionarios. La veracidad de tales estimaciones choca con la utilización de una única nave y, a juzgar por el grabado del texto G, de un solo mástil, lo que las hace harto improbables. A los sesenta y tres o cincuenta y tres hombres de armas hay que sumar las mujeres traídas del Poitou, los marineros y los «incorporados aquí» (G, fol. 15v). La cantidad resultante no superaría, en el mejor de los casos, el centenar de personas al iniciar el desembarco. Posteriormente vinieron otros. Es el caso de los llegados en el barco proporcionado por el rey castellano, cuya dotación era de ochenta hombres, entre los que se contaban cuarenta y cuatro «preparados para quedarse aquí» (B, fol. 24v). Dicha información parece demasiado optimista, dado que no existen referencias posteriores a este grupo tan numeroso y homogéneo. Además, el relato del viaje de este barco a Fuerteventura y al resto del Archipiélago sólo recoge entre 30 y 35 castellanos, a los que se unieron cuatro franceses y dos majos (G, fol. 17; B, fol. 26), de tal suerte que el abandono de veintiún castellanos redujo los acompañantes de Gadifer a doce o trece. No todo fueron incrementos, pues el contingente también sufrió pérdidas, por muerte o deserción. La más significativa de éstas es la de Bertin de Berneval y sus secuaces. A este respecto, la versión B señala que el patrón de La Morelle se negó a embarcarlo con treinta de los suyos, aduciendo, aparte de otras consideraciones, que ello despojaba a Béthencourt y Gadifer «de los pocos hombres que les quedaban» (B, fol. 8v). Es cierto que la población aborigen con la que debieron enfrentarse tampoco era muy abundante. En el caso de Lanzarote, los cronistas calculan una población de trescientas personas y entre ellas doscientos hombres de pelea (G, fols. 36 y 20; B, fol. 30). Ambas cifras no casan bien, ya que las mujeres y niños debían suponer más de la mitad del total, pero sirven para evaluar los pobladores en un número inferior al medio millar. Los datos posteriores corroboran esta imagen, ya que los prisioneros se cifran entre ochenta y cien, los muertos en cincuenta y se señala que quedan grupos libres, empezando por el propio rey y sus dieciocho acompañantes (G, fols. 20, 21v y 22; B, fol. 29v). Presumiblemente, la mayoría de los comprendidos en estas estimaciones serían hombres de pelea, lo que apunta de nuevo hacia los dos centenares de combatientes. Para El Hierro, la crónica supone que las ciento doce personas que fueron capturadas con engaños constituían la práctica totalidad de la población insular, tras la reciente captura de otras cuatrocientas (G, fol. 19v; B, fol. 69). Esto último entra en colisión con la conservación de abundante toponimia aborigen, lo que resulta imposible sin el concurso de la población anterior. En cualquier caso, los cálculos nos conducen hacia los cinco centenares de habitantes, como expectativa más optimista. 67

LE CANARIEN: RETRATO DE DOS MUNDOS. II

Respecto de Fuerteventura no existen estimaciones globales, por lo que hemos de contentarnos con cifras aisladas, especialmente las consignadas en los momentos de la rendición y bautismo de los dos reyes de la isla (B, fol. 61). El número de neófitos reseñado es de 42 en el primer caso, y 47 en el segundo, aunque hay que advertir que no se trata de cuantías totales, pues la Crónica recoge otro bautismo colectivo (22 personas) y la paulatina cristianización de toda la isla. La cortedad de estas estimaciones puede generar sorpresa, pero ésta desaparece cuando las ponemos en relación con otras posteriores, del mismo o de distinto contexto poblacional. A mediados del siglo XV, Zurara consigna 60 hombres de pelea entre los indígenas de Lanzarote; 80 entre los de Fuerteventura y 12 entre los de El Hierro21. Íñiguez de Atabe, secuestrador de Lanzarote entre 1450 y 1454, afirmó que en la misma existían 70 hombres de pelea, contando en ellos los 25 ó 30 que él había llevado22. Al final de la centuria, Bernáldez anota menos de 100 vecinos y moradores en Lanzarote y 80 en El Hierro23. La excepción a la norma, en las islas frecuentadas por los franceses, era Gran Canaria, cuyos habitantes pretendían ser 10.000 combatientes, 6.000 de ellos hidalgos (G, fols. 19 y 34v; B, fols. 48v y 68v). Gadifer puso en duda esta afirmación, basándose en que nunca había visto más de 700 u 800. A pesar de ello, calculó en 100 arqueros y otros 100 hombres las fuerzas necesarias para instalarse en Telde y realizar la conquista de la isla, lo que prueba que esperaba enfrentarse a un poderoso enemigo. En los combates, la relación de fuerzas parece favorecer a los aborígenes. Gadifer se presenta con 20 hombres para detener a los 40 ó 50 reunidos en la casa del rey de Lanzarote (G, fol. 13v; B, fol. 22) Afche utiliza 22 ó 23 hombres para intimidar a los 7 franceses encargados de transportar la cebada (G, fol. 14v; B, fol. 23). Los castellanos que acompañaron a Gadifer en la primera entrada en Fuerteventura, que no llegaban a la decena, hubieron de enfrentarse a 45-50 majos (G, fol. 18; B, fol. 27). El grueso de dicha expedición, cuyo número rondaba los 40, fue recibido en Gran Canaria por 500 indígenas (G, fol. 18v; B, fol. 28), etc. La diferencia de número se veía compensada por el mejor armamento de los franceses. Su principal ventaja radicaba en las armas de tiro (ballestas y arcos), que les permitían mantener alejados a sus enemigos. Así lo recoge la Crónica en el ataque de 60 aborígenes contra los franceses que se

21 22 23

Zurara, 1978-81: cap. VIII. Aznar, 1990: 231. Bernáldez, 1962: 136-137. 68

CONQUISTAR Y COLONIZAR EN LAS REGIONES MERIDIONALES

encontraban en la costa de Fuerteventura y que pudieron retroceder dos leguas sin pérdidas, gracias a los proyectiles (B, fol. 55). En el cuerpo a cuerpo también contaban con ventaja, gracias a sus espadas, lanzas y venablos. A ello unían la existencia de medios de protección corporal (arneses) y exentos (paveses), con los que limitaban el efecto de las piedras empleadas por sus contrincantes. Su importancia en el combate hizo que los aborígenes los adoptasen, mediante la reutilización de los capturados a sus enemigos (B, fol. 44v). La suma de ambos elementos explica, según los cronistas, la rendición de los de Erbania, quienes tomaron tal decisión por las «armaduras y artillería» de sus enemigos (B, fol. 59v). El número y el armamento no son los únicos elementos que explican el balance de la contienda, pues hay que considerar otros como el conocimiento del terreno, las obras de fortificación o la estrategia. El primero favorecía a los naturales, especialmente cuando combatían contra recién llegados. Así se recoge en el episodio en el que 42 habitantes de Fuerteventura sorprenden a 10 castellanos recién llegados (G, fol. 32v). O en el de la utilización de habitantes de Lanzarote para contrarrestar el ataque de los 60 majos antes citados (B, fols. 54v y 55). El mismo sentido tiene la infructuosa búsqueda de aborígenes durante los primeros desembarcos. La utilización de lugares fortificados favorecía, por el contrario, a los europeos. Con la excepción de Rico Roque –abandonada por los hombres de Béthencourt–, las defensas francesas resultaron inexpugnables para los indígenas, tanto por las obras de fortificación como por las armas de tiro que las custodiaban. Tanto la de San Marcial de Rubicón, conocida por la arqueología24, como la de Valtarajes, descrita por la Crónica, se componían de una torre y un perímetro defensivo, que no incluía el total de las viviendas, por lo que constituía un complemento de la torre y un lugar de refugio en caso de ataque (B, fol. 58v). Además, las fortificaciones podían ser auxiliadas desde el mar, dada la nula o escasa distancia desde los puertos. Los aborígenes también poseyeron lugares fuertes, que los franceses calificaron de castillos. De los escasos datos sobre los mismos parece desprenderse que se trataba de lugares abruptos, tal vez con algunas obras de refuerzo, que servían de refugio. Serían, por tanto, un precedente de las fortalezas citadas por las fuentes castellanas y que han pervivido en la toponimia canaria. No se trataba, por tanto, de poblados fortificados. De los conocidos por los franceses, los más reputados eran los de Fuerteventura, calificados «de los más fuertes que se pueden encontrar en parte alguna»

24 Un resumen de las campañas de excavación puede verse en Tejera Gaspar y Aznar Vallejo (2004).

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LE CANARIEN: RETRATO DE DOS MUNDOS. II

(B, fol. 54). Es posible que «el viejo castillo de Lanzarote» fuese una muestra de este tipo de edificaciones, aunque recibiese luego cierto influjo exterior. Según Le Canarien, los de Erbania habían sido abandonados por no contar con carne salada para poder resistir asedios. Ahora bien, dicha explicación no parece la más plausible. Por un lado, dicho tipo de combate no figura reseñado en la Crónica y la carne seca podía cumplir el mismo fin; y, por otro, resulta innegable la inferioridad aborigen en una guerra de posiciones. La táctica empleada por los franceses descansaba sobre dos pilares: defensa en posiciones fortificadas e incursiones en terreno enemigo. Las primeras resultaban, como hemos indicado, prácticamente inexpugnables y ofrecían medios para controlar ciertos elementos básicos, como el agua o los lugares de desembarco. Además, servían como refugio para repobladores y población sometida y constituían lugar de almacenamiento de víveres y pertrechos. Las salidas estaban orientadas a la captura de prisioneros, la obtención de alimentos e impedir la siembra y otras actividades de los enemigos. Habitualmente se desarrollaban mediante pequeñas partidas, que solían tender emboscadas. Así se recoge en el episodio en que 8 arqueros se apuestan en la montaña, mientras el resto marcha de manera distendida para atraer a los aborígenes; con la idea de atacarlos luego de manera inesperada (B, fol. 56). En otras ocasiones, por contra, adoptan la forma de enfrentamiento abierto. Así sucede, por ejemplo, en el ataque contra un poblado en el que los franceses matan a 10 majos y capturan mil cabras (B, fol. 55). O en la batida organizada por Gadifer y los castellanos, precedida de una vanguardia de exploración (G, fol. 17v). La suma de estos dos pilares tiene su mejor expresión en la desesperada defensiva de Gadifer de La Salle, que, a falta de refuerzos, decidió atacar a los hombres de pelea, matando a muchos y apresando a otros para venderlos, al tiempo que retenía junto a sí a mujeres y niños. Los combatientes aborígenes también empleaban «las astucias de la guerra». Prueba de ello es el ya mencionado ataque a 10 castellanos bien equipados, aprovechando la bisoñez de éstos, pues «nunca se lanzan así contra gentes que ya conocen» (G, fol. 32v). Este hecho está especialmente relacionado con el conocimiento del terreno, que propiciaba las emboscadas; y con la protección del clan o tribu, como se ve en el pasaje en que 45 indígenas atacaron y persiguieron a los franceses hasta que sus mujeres e hijos se hubieron alejado25.

Episodios similares están recogidos en Zurara (1978-81: cap. LXVIII) y en la reclamación de Catalina Pérez, viuda de Pedro Saavedra, contra el gobernador Francisco Maldonado (vid. Aznar Vallejo, 1998a). 25

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3. LA COLONIZACIÓN Este proceso, entendiendo por tal la transformación de las realidades preexistentes, comenzó desde el mismo momento del asentamiento de los repobladores. Inicialmente se trató de la interrelación de estructuras yuxtapuestas, aunque cada parte entendía que la suya era la dominante. Dicha política se desarrolló mediante pactos, que fijaban las obligaciones y derechos de los grupos concertados. El primero en acordarse fue el de Lanzarote. En él se estableció la colaboración entre ambas poblaciones, que se traducía en el compromiso de los franceses en defender a los majos, a cambio de facilidades para la instalación (G, fol. 4). El acuerdo debió de hacerse en plan de igualdad, por más que Le Canarien señale que el rey del lugar prestó obediencia a Béthencourt, pues poco más adelante la propia crónica señala que lo hizo «como amigo y no como súbdito». En su génesis no medió la violencia, hecho que Torriani atribuye al cambio de la actitud belicosa de los aborígenes, logrado por los lenguas de la expedición26. Aunque Le Canarien silencia su actuación, la misma parece lógica. Primero para convencer a los indígenas de que acudiesen a la cita, ya que estos podían haber permanecido ocultos como hasta entonces. Segundo, para mostrarles lo ventajoso o lo inevitable de la alianza con los europeos. Ignoramos si la elección del lugar de encuentro se debió a razones rituales o de seguridad de las partes, aunque la Crónica muestra que se trataba de un lugar diferente al de la primera entrevista y que ambas partes acordaron su elección. El lugar escogido para la instalación de los franceses, San Marcial del Rubicón, parece indicar –por su lejanía de los principales asentamientos aborígenes– la búsqueda del mantenimiento de los respectivos sistemas de organización y la existencia, por tanto, de relaciones episódicas. El pacto parecía estable y de interés para ambos grupos, como prueba el hecho de que los europeos se aprestasen a la conquista de Fuerteventura, dejando una pequeña guarnición en Lanzarote. Sin embargo, su vigencia fue efímera, ya que en la primera ocasión en que los majos solicitaron la protección frente a los castellanos, Bertín de Berneval aprovechó la ocasión para traicionar a los supuestos protegidos. A partir de entonces, la alianza quedó rota y fue sustituida por una agria guerra, que dio paso a nuevas formas de relación política. La primera fue el apoyo francés a Afche, para que se proclamase rey a cambio de ayuda y de hacer bautizar a sus partidarios (G, fol. 13; B, fol. 21v). Este episodio plantea interrogantes sobre la organización política de la isla. En primer lugar, ¿se trataba de reavi-

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Torriani, 1959: 38. 71

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var la antigua organización binaria de la isla, cuya existencia sugiere Torriani? En este caso, ¿el centro del segundo bando se hallaba en el sur de la isla, como apunta el hecho de ser Alfonso, lengua de la expedición y promotor de la instalación en el Rubicón, sobrino de Afche? Por último, ¿el intento de Afche pretendía contrarrestar la consolidación del grupo del norte, apoyado por los europeos desde la época de Lanzarote Malocello? Fracasado este proyecto de interferencia política, se acudió a atraer a parte de la población, bautizándola e instalándola en el Rubicón. Por último, conseguida la rendición de Guadarfía se instauró una organización genuinamente francesa y común a las restantes islas. En Fuerteventura no existió pacto y el de El Hierro no tuvo ocasión de desarrollarse por la felonía de Béthencourt (B, fol. 69). La preparación de éste fue encomendada a Augeron, hermano del rey de la isla (aunque la Crónica lo presenta como natural de La Gomera). Dicho personaje había estado prisionero en la Corona de Aragón y de allí pasó a Castilla. Una vez en este reino, su rey lo entregó a los franceses para que actuase de trujamán. Su mediación consiguió la comparecencia del jefe tribal y ciento once de sus hombres, quienes, a pesar de estar bajo salvaguarda, fueron hechos prisioneros. Treinta y uno de ellos, entre los que se contaba el rey, fueron reservados para Béthencourt. El resto fue repartido como botín y consta que parte de ellos fueron vendidos como esclavos. Resulta difícil interpretar tales cifras, ya que el número de prisioneros asignados a Béthencourt supera la porción atribuible al quinto señorial. En cualquier caso, parece que el destino reservado a la mayoría fue el abandono de su isla. Así se desprende de la afirmación señorial de que, sin los ciento veinte repobladores normandos, la isla «habría quedado desierta y sin alma alguna». Es posible, sin embargo, que los vendidos como esclavos permanecieran en su tierra, ya que la Crónica los opone al grueso que siguió a la tropa conquistadora. Esta idea se halla reforzada por el mantenimiento de la toponimia aborigen de la isla, hecho que resulta imposible sin la conservación de una parte significativa de la población autóctona. En conclusión, el pacto, en caso de estar formalizado, no llegó a entrar en vigor. Fracasada la instalación mediante acuerdo y tras la subsiguiente guerra, la colonización avanzó mediante la instauración de una organización propiamente francesa, que afectó a la economía, la sociedad y la administración laica y eclesiástica del territorio. En el plano económico, el primer objetivo de los repobladores fue asegurarse el abastecimiento de cereal y vino, base de su dieta alimenticia (G, fols. 9v, 10v, 20, 22 y 31; B, fol. 12v). Hasta entonces habían dependido de las producciones locales, caso de la confección de pan de cebada (G, fol. 16v; B, fol. 23). Pero, dado que la economía aborigen estaba orientada hacia la ganadería, los aportes eran insuficientes, como queda evidenciado 72

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en la necesidad de consumir carne en Cuaresma (G, fol. 7). Inicialmente, el déficit se cubría con importaciones, especialmente de Castilla, tal como reflejan los cargamentos de los navíos que avituallaban a los franceses (G, fols. 10 y 31). Tras la instalación de los colonos, correspondió a éstos su obtención. El medio para hacerlo fue la concesión de tierras, bien para el propio consumo, caso de los artesanos, bien para el abastecimiento general, caso de los campesinos (B, fol. 63v). Además, los recién llegados fueron incorporando a su dieta algunos de los recursos insulares, caso de carnes (G, fols. 7 y 21v), quesos (G, fol. 35v; B, fol. 50 y 50v), higos (G, fol. 18v; B, fol. 28), dátiles (B, fol. 66), pescados y mariscos27. Todo lo cual no les eximía de seguir recibiendo productos del exterior, en especial trigo y vino, dado que las cosechas no alcanzaron las expectativas iniciales28. Las producciones locales y sus derivados (cueros, grasas…) se veían incrementadas por los bienes obtenidos mediante recolección: orchilla y sangre de drago (G, fol. 18v; B, fols. 25v y 28). El destino mayoritario de éstos era la exportación. Por esta razón, los cronistas ponderan la facilidad de comunicación con Europa, que se traducía en travesías de cinco o seis días desde Sevilla y menos de quince desde La Rochelle (G, fol. 26; B, fol. 36v). Dicho comercio servía también para abastecer el territorio de manufacturas, dado que los pocos artesanos instalados en el Archipiélago sólo producían artículos de primera necesidad y escasa cualificación. Por ello, las importaciones de jergones, mantas, fustanes y un largo etcétera de productos estaba a la orden del día (B, fol. 31), preludiando lo que iba ser una situación habitual en decenios posteriores29. Los planes de desarrollo económico descansaban sobre la atracción de repobladores y la aculturación de los aborígenes. Aunque desde la primera expedición existía afán repoblador, como lo evidencia la presencia de mujeres del Poitou (G, fol. 10), no será hasta el regreso de Béthencourt de Normandía cuando dicho espíritu se desarrolle. En ese momento, el contingente ascendía, según la estimación de Le Canarien, a ciento sesenta «hombres de pelea» (B, fol. 63v). A ellos hay que sumar veintitrés mujeres casadas y, seguramente, algunos menores. Tales cifras parecen incrementadas deliberadamente, dado que sólo disponían de tres embarcaciones, seguramente veleros tipo barco (B, fol. 64: una nave y dos barcos; B, fol. 68: tres galeras). A pesar de ello, las cifras y los medios marcan diferencias entre los dos viajes, que son netamente favorables al segundo.

27 28 29

En este caso, las evidencias son de carácter arqueológico. Vid. nota nº 24. Los detalles pueden verse en Aznar Vallejo (1998b). Ibídem. 73

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Entre los repobladores se contaban hidalgos, artesanos y campesinos. A juzgar por los datos de la Crónica, los primeros eran poco numerosos. No en vano, sólo se atribuye esta condición a Jean de Bouille, Jean de Plessis, Maciot de Béthencourt y varios hermanos de éste. La mayoría de los restantes eran campesinos, como se desprende del hecho de que los ciento veinte instalados en El Hierro fuesen «los más entendidos en la labranza». Conviene precisar, no obstante, que la separación entre agricultores y artesanos era tenue, tal como evidencian el ofrecimiento de tierras a los segundos (B, fol. 63v) y el escaso desarrollo económico del momento, que imposibilitaba el desarrollo autónomo de la actividad manufacturera. Por esta razón, el elenco de oficios era muy reducido, limitándose a carpinteros y albañiles (B, fol. 70v), por más que la crónica hable de «Jean Le Masson y otros artesanos, entre los que había carpinteros y gente de todos los oficios» (B, fol. 71v). El alistamiento de estos colonos se obtuvo gracias a las dificultades que sufrían en sus lugares de origen y a la promesa de tierras en el Archipiélago. Las primeras, debidas en gran medida a la guerra de Cien Años, quedan de manifiesto en el ofrecimiento de acompañar «al señor de Béthencourt sin pedir salario alguno, e incluso había quienes se sentían contentos de aportar su provisión de víveres» (B, fol. 63v). El ofrecimiento de tierras se dirigió a todos los grupos, aunque tuvo una repercusión especial en el caso de los artesanos, ya que en la región existían muchos «que no tenían un palmo de tierra y vivían con muchas estrecheces», a quienes el conquistador prometió «tratar lo mejor posible, mejor que a cualquier otro que estuviese dispuesto a ir» (B, fol. 63v). El resultado fue positivo, ya que «nadie quedó descontento» (B, fol. 69v), por más que el reparto fuese desigual, «según lo que parecía razonable» (B, fol. 72) «y le correspondía» (B, fol. 69v). Los hidalgos recibieron además fortalezas, aunque no queda claro el alcance de este término (B, fol. 69v). No creemos que se trate de recintos fortificados, de los que no han quedado vestigios en las Islas; sino de casas fuertes o casas-torres, cuya estructura constructiva y disposición las separaba de las casas llanas del resto de la población. Este parecer se ve avalado, además de por algunas tipologías constructivas de las islas orientales, por una compraventa de 1430 en que se alude a una casa y torre de Jean de Béthencourt en el valle de Santa Inés30.

30 Museo Canario, Inquisición, sig. CLXI-12 (1580): testimonio de Ginés de Cabrera, comisario del Santo Oficio y beneficiado de Fuerteventura, de la existencia de una casa y torre en la collación de Santa Inés, que fue propiedad de Jean de Béthencourt y que fue vendida en 1430. Fue testigo de dicha venta Pedro Picar, abuelo de Salvador Perdomo, lo que sirve para probar la limpieza de este último (1580).

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La concesión de bienes se veía reforzada por la propaganda acerca del carácter edénico del Archipiélago, lugar «donde vivir muy a gusto y sin gran esfuerzo físico» y «donde no vive ningún animal venenoso» (B, fols. 63 y 36v). Además, los colonos disfrutaron de un benigno régimen impositivo, como se verá más adelante. La incorporación de los aborígenes supuso, en primer lugar, la supresión del estado de guerra. Durante éste, el plan de Gadifer había consistido en combatir a los hombres de pelea y retener a mujeres y niños para bautizarlos y vivir con ellos (G, fol. 15; B, fol. 24). Aunque la confrontación a los primeros podía llegar a la muerte, debemos entender que dicho fin estaba reservado a quienes resistían con las armas y no a quienes se entregaban. Así parece desprenderse del hecho de que en el grupo de los ochenta bautizados en Pentecostés se contasen «hombres, mujeres y niños» (G, fol. 15v; B, fol. 24). La misma idea de respeto a los sometidos se encuentra en la cita «que si Gadifer y los hombres hubiesen querido coger prisioneros para pedir rescate se habrían resarcido de los gastos que les ocasionó este viaje, pero Dios no lo quiera, pues la mayoría ha recibido el bautismo y Dios no permita que la necesidad les obligue a tener que recurrir a venderlos» (B, fol. 24). A este respecto hay que recordar que en el balance de las hostilidades se anota: «han quedado pocos supervivientes que no estén bautizados, especialmente de los que podrían perjudicarlos» (B, fols. 29v-30). Los naturales eran necesarios, en primer lugar, para reparar los daños causados por la guerra. Por esta razón, prisioneros de Fuerteventura pasaron a Lanzarote, en unión del rey de esta isla, para poner la tierra en cultivo y volver a abrir las fuentes y aljibes, destruidos por orden de Béthencourt e imprescindibles para atender al ganado doméstico y montaraz (B, fol. 54). Por la misma razón, los prisioneros de Fuerteventura «se encontraban dispersos realizando algunas tareas, como guardar ganado u otras ocupaciones que les habían mandado» (B, fol. 57). Su concurso se amplió a otros menesteres, como los militares. La evidencia al respecto no se limita a la petición del rey de Lanzarote de «tela para vestidos y artillería, pues todos los pobladores de Lanzarote se preparan para ser arqueros» (B, fol. 54), pues consta la presencia de aborígenes de dicha isla en la reconstruida fortaleza de Rico Roque (B, fol. 54v). Su conocimiento del país resultó de gran utilidad para la puesta en marcha de las actividades de los colonos, tal como señala la crónica al indicar que «andan yendo y viniendo con las gentes de dicho señor y les proporcionan lo que necesitan de todo cuanto se puede conseguir» (B, fol. 61v). Luego, ellos mismos se fueron abriendo a las nuevas actividades, «labrando, plantando y edificando con ahínco», además de contribuir a la edificación de las iglesias «trayendo piedras, trabajando y ayudando en lo que saben» (B, fol. 78v). 75

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La cooperación de los naturales exigía un cambio en las relaciones entre ambos grupos. Por ello, Béthencourt ordenó que se les tratase con «la mayor benevolencia posible» (B, fols. 1v y 70), se mostró «cariñoso» con ellos (B, fol. 71) y les concedió audiencia para atender sus pretensiones (B, fol. 71v). Este trato paternalista no puede ocultar, sin embargo, que se les consideraba inferiores a los repobladores. Así se refleja en la política de repartimiento de tierras, ya que «era comprensible que /los normandos/ estuvieran mejor que los naturales canarios» (B, fol. 72). Los jefes tribales recibieron un trato especial, visible en diversos campos. En el terreno de la concesión de bienes, el rey de Lanzarote y los monarcas de Fuerteventura recibieron importantes cantidades de tierras (300 y 400 acres de tierra, respectivamente), aunque sujetas al quinto, pues era deseo del conquistador que tuviesen «mejor casa y hacienda que ningún otro canario» (B, fol. 72). Además, conservaron cierta representación de la comunidad, tal como se evidencia en las citadas solicitud de ayuda del rey de Lanzarote para convertir a sus hombres en guerreros y comisión para que pasase a su isla en compañía de sus súbditos a reparar las fuentes (B, fol. 54). Encontramos otros signos de estima hacia sus personas en el hecho de que fuesen convocados para la despedida oficial de Béthencourt (B, fols. 72v-73) y que el nombramiento del vicario señorial para Fuerteventura se hiciera en presencia de los jefes tribales de la isla (B, fol. 61v). En cualquier caso, su situación era inferior a la de los hidalgos franceses y no suponía el mantenimiento de sus antiguos poderes. El aumento de relaciones se tradujo en un mejor conocimiento de las respectivas lenguas. Los trujamanes aborígenes habían constituido una pieza clave en el contacto con las poblaciones insulares. Primero Alfonso e Isabel, majos traídos por los franceses en la primera expedición (G, fol. 9). Luego otros, conforme fue aumentando el número de islas conocidas y, con él, las necesidades de comunicación (G, fols. 19v y 32; B, fols. 28, 29 y 67). Su concurso resultaba crucial, tal como muestra la petición para que los amotinados entregasen a la canaria Isabel, imprescindible para «hablar con los habitantes de la isla» (B, fol. 15v). El papel de estos intérpretes iba más allá de la mera transmisión de información, al estar encargados de ejecutar algunas tareas, como se ve en el episodio en el que Jean Le Courtois se sirvió de ellos para hacer venir a treinta prisioneros dispersos por Fuerteventura para realizar diversas tareas (B, fol. 57). Su número fue aumentando con el tiempo, como indica el hecho de que fuesen tres los que acompañaban a Béthencourt por Lanzarote (B, fol. 71). Y otro tanto sucedía con los franceses, ya que «eran muy numerosas las personas que hablaban y entendían la lengua del país, especialmente de los que habían llegado primero» (B, fol. 71). La convivencia favoreció la adopción de usos y costumbres europeos por parte de los aborígenes. A lo dicho a propósito de las actividades eco76

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nómicas y guerreras, hay que sumar lo relativo a las relaciones familiares y el adoctrinamiento religioso. Las primeras eran una constante de la vida canaria desde el siglo XIV, cuando la entrega de mujeres constituyó una de las bases de los pactos entre aborígenes y europeos. Tales vínculos respondían a dos causas principales. Por un lado, la escasez de mujeres entre los repobladores. Por otro, la necesidad de estrechar los lazos entre las aristocracias locales y europeas31. Este proceso será una constante en las islas señoriales, donde la población inicialmente heterogénea fue fundiéndose poco a poco, ayudada por la exigüidad de sus componentes, de tal modo que a fines del siglo XV sus miembros eran denominados en las islas de realengo como gente de las islas, sin hacer distinción de procedencia. La aculturación religiosa durante este período tomó direcciones distintas según se tratase de islas conquistadas o de islas sometidas a influjo. En las primeras, la conversión estaba ligada al hecho de la conquista, como pone de manifiesto la relación entre rendición y bautismo recogida por Le Canarien. Es el caso de los 80 neófitos de la Pascua de Pentecostés de 1403; de Guadafrá y el grueso de sus súbditos; del rey de Maxorata y 42 de sus hombres, bautizados tres días después de su entrega; o del rey de Jandía y 47 de sus guerreros, bautizados inmediatamente después de su rendición. A pesar de ello, existió un esfuerzo de instrucción religiosa, cuyo ejemplo más patente es el catecismo contenido en la Crónica. Éste estaba pensado como un instrumento para la futura evangelización, que sería confiada a buenos clérigos que «vengan pronto por aquí, lo corrijan todo, dándole la forma y la disposición adecuadas» (G, fol. 25; B, fol. 36). Se compone de una sucinta Historia de la Salvación y de un resumen de tres de las habituales siete partes de la doctrina cristiana: artículos de la fe, mandamientos y sacramentos. De los diez mandamientos sólo presenta dos y de forma abreviada: amor a Dios y al prójimo; y de los siete sacramentos olvida mencionar la confirmación y la extremaunción. Según Sánchez Herrero, su modelo parece hallarse en los tratados de doctrina cristiana de algunos sínodos franceses del siglo XIII, concebidos para la conversión de los cátaros32. En ambos casos se trataba de poner fundamentos nuevos, no de profundizar en situaciones plenamente admitidas. El proceso colonizador culminó con la organización política del territorio. La personalidad de la misma está estrechamente ligada a la particular relación de Jean de Béthencourt con el rey de Castilla33. Para enten-

31 Un buen ejemplo de ello es la sucesión del último «rey» de Lanzarote, cuyo árbol genealógico puede verse en Álvarez Delgado (1957). 32 Vid. Sánchez Herrero (1998). 33 Salvo indicación expresa, los detalles de este apartado y su apoyatura documental pueden seguirse en Aznar Vallejo (2004).

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der ésta es preciso resolver una serie de interrogantes. ¿Sus títulos de posesión arrancaban del hecho de la conquista y del posterior pleito homenaje a Enrique III o de la autorización real para efectuar dicha conquista? En este caso, ¿tal autorización fue obtenida por él o le fue traspasada por Robin de Braquemont? Por último, ¿la titularidad de la empresa era privativa de Béthencourt o era compartida con Gadifer de La Salle? Para responder a la primera pregunta conviene recordar lo que hemos dicho acerca de la pugna política sobre las regiones de infieles y a propósito de las relaciones franco castellanas. Desde esta perspectiva, resulta difícil admitir que los conquistadores pretendieran rivalizar con los monarcas castellanos. La posibilidad de que cubriesen su acción con el manto protector del rey de Francia chocaba con idéntico escollo, aunque curiosamente está recogida en la primera carta de ayuda de Enrique III, al señalar que Juan de Béthencourt «vasallo del rey de Francia, mi hermano, e su camarero e conçejero, me hizo saber como él e mosén Gadifis su compañero por mandado del dicho rey fueron a las yslas de Canaria...». La cuestión era de enorme importancia, por lo que posteriormente fue utilizada por los señores para defender sus derechos. En el contrainterrogatorio a los testigos recibidos de oficio, en el interrogatorio propio y en los considerandos del procurador señorial de la Pesquisa de Cabitos, por ejemplo, se insiste en que las Islas fueron ganadas por el barón normando y confirmadas por el rey. Las dudas antes expuestas nos inclinan a pensar en la existencia de una previa autorización regia, tácita o expresa. De ésta no existe evidencia documental, aunque está recogida por la crónica de Juan II, que la atribuye a la mediación de Braquemont e insiste en que «estas yslas son de la conquista del Rey». También se encuentra presente en las deposiciones de la práctica totalidad de los testigos recibidos de oficio por Esteban Pérez de Cabitos, en clara oposición a los testigos presentados por la parte señorial. Resultan especialmente instructivas las afirmaciones de Juan Íñiguez de Atabe, con diferencia el testigo mejor informado de toda la Pesquisa. Según él, Béthencourt «traxo cartas del rey de Françia... para el rey Don Enrrique... rogándole que dexase al dicho Mosén Joan que conquistase las dichas yslas... E el dicho Señor Rey al dicho ruego le dio liçençia». Además, la posible autorización casa bien con la temprana cooperación del monarca castellano, quien desde el 3 de diciembre de 1402 autorizó la saca de productos y tomó bajo su tutela a los conquistadores. La respuesta al segundo interrogante apunta inequívocamente a la mera intermediación de Braquemont, a pesar de la opinión en contra de algunos autores. Este grupo, que arranca de Zurita y Salazar Mendoza, se basa únicamente en una mala lectura de la crónica de Juan II, en la versión de Galíndez de Carvajal. En Le Canarien, La Pesquisa de Cabitos y la his78

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toriografía local antigua no existen indicios de tal posibilidad. La opinión en contra tiene fundamentos más firmes. Como hemos visto, la versión primigenia de la crónica de Juan II señala taxativamente a Robin de Braquemont como intermediario. Y a ello no se opone la afirmación de Íñiguez de Atabe de que Béthencourt trajo cartas del monarca francés, sino todo lo contrario. Sabemos que el barón normando no compareció ante el rey en el viaje que le condujo a Canarias, por lo que dichas cartas debieron ser presentadas por un representante regio, probablemente el citado Braquemont. Lo anterior no equivale a minimizar el papel de este personaje, que también medió en la obtención de bulas papales para apoyar la empresa. Es posible que tales gestiones hayan sido onerosas, lo que explicaría la referencia de la crónica castellana «al empeño de la villa de Vetancor por cierta contía de coronas» y la de Le Canarien al arrendamiento «de la tierra de Béthencourt y la baronía de Grainville, lo que le reportaba hasta el vencimiento determinada cantidad de dinero al año». Aunque también es posible que la ayuda a devolver fuese meramente económica. Con un aval o con otro, Béthencourt y de La Salle ocuparon parte del territorio y buscaron el respaldo del rey castellano, que lo otorgó en varios momentos. El primer de ellos es la mencionada merced de sacas y recepción bajo su «tutela y defendimiento» de las islas incorporadas y de sus conquistadores. El segundo momento está representado por la exención de quintos. A tenor de lo expresado por Le Canarien, «solicitó del rey el quinto de todas las mercancías que vinieran de las Islas» (B, fols. 18v y 42v), podría entenderse que la donación consistía en el valor de tales quintos, aunque lo cierto es que la merced de la Corona consistía en la exención de dichos derechos, pues sus producciones provenían de un territorio incorporado al ámbito fiscal castellano34. Ahora bien, los productos canarios que interesaban en Castilla se obtenían mayoritariamente en las islas insumisas, lo que permitió al señor cobrar derechos sobre los mismos, comenzando por su antiguo socio (G, fol. 6v). Este hecho está relacionado con un notable cambio en las relaciones entre los nobles franceses y el monarca castellano. Este cambio está basado en el homenaje prestado por Béthencourt al rey de Castilla, que supuso la enfeudación del territorio. La versión B de Le Canarien afirma que la iniciativa del homenaje la tomó Béthencourt, quien ofreció al rey castellano «algo de lo que nunca había oído hablar» (B, fol. 18v), aunque reconoce

La sobrecarta de dicho privilegio, dada a petición de Fernán Peraza (vid. Aznar Vallejo, 1990: Parte Documental II, nº 7) deja claro dicho extremo al señalar que los productos canarios sólo debían pagar almirantazgo y alcabalas «como cualquier otra ropa de mercaderes». 34

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que pidió autorización para la conquista (B, fol. 18) y que en dicho encuentro le pidió una nave y hombres para auxiliar a la tropa que se encontraba en el Archipiélago (B, fol. 19). Como fruto del mismo, el barón normando es presentado como vasallo del monarca castellano, no de su homólogo francés, y señor «de las yslas de Canaria», es decir de todo el Archipiélago. Además, los expedicionarios reciben ayudas directas del rey, valoradas en 20.000 maravedís. Desconocemos la fecha de tan importante documento. Tradicionalmente se ha fechado en otoño de 1403, seguramente por creerlo en relación con la concesión de quintos de 28 de noviembre de 1403. Es probable que sea anterior, ya que a comienzos de dicho año se produjo un hecho sumamente revelador del nuevo ambiente de cooperación. Se trata del pregón dado en Sevilla en nombre de Jean de Béthencourt rey de Canaria. Aunque la referencia al mismo omite su contenido, resulta fácil imaginar que se trataba de la prohibición real de hacer incursiones en el Archipiélago sin autorización del conquistador. Le Canarien pone en relación ambos hechos al consignar que «el rey de Castilla mandó pregonar por su reino que nadie se atreviera a ir a ellas sin el mandato y la autorización de Béthencourt, pues así lo había impetrado del Rey sin mencionar a su compañero Gadifer». Incluso relaciona esta reserva con el pleito-homenaje, ya que añade que Gadifer «rogó a los que estaban al mando de la barca que aceptasen admitirlo con ellos, ya que tenía gran deseo de visitar todas las islas y tomar posesión de ellas en nombre de Béthencourt y en el suyo, pues entonces ignoraba completamente todo lo que Béthencourt le había hecho». El resultado de estas restricciones fue la escasa afluencia de navíos a las Islas. De ella se hacen eco los redactores de Le Canarien al indicar «estamos muy extrañados de que las naves de España y de otros sitios que acostumbraban frecuentar estos parajes ya no vengan» y al explicar que la barca que trajo ayuda del comendador de Calatrava y de Juan de Las Casas el 1 de julio de 1403, lo hizo a cambio de la autorización para hacer botín en las Islas. El mercado sevillano también acusó estos cambios, como lo prueba que los arrendadores de la renta de «moros, tártaros y canarios» de dicho año solicitaran una rebaja en sus pagos, dada la disminución de esclavos canarios a causa de la protección real al territorio. Le Canarien no recoge esta gradación en las relaciones, sino que presenta a Béthencourt pidiendo al rey autorización para la conquista y solicitando ser acogido como vasallo, a cambio de entregarle las islas en homenaje y de recibir el señorío, el quinto y la acuñación de moneda. Este último aspecto no consta documentalmente hasta el segundo pleito-homenaje, por lo que el pasaje parece una refundición, debida al compilador de la versión B de la Crónica (B, fol. 52v). Siempre según este texto, tras la ruptura con Gadifer y antes de su vuelta a las Islas, Béthencourt recibió confirmación ampliada de sus 80

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poderes. Como ésta fue autentificada por un escribano sevillano llamado Sancho, parece también confusión con el pleito-homenaje de 1412 y con el escribano Sancho Romero. La enfeudación de Béthencourt supuso la ruptura con su socio Gadifer de La Salle, que pretendía tener parte en el señorío. La versión B de Le Canarien pretende que el segundo se incorporó a la empresa durante un encuentro fortuito en La Rochelle, pero la documentación prueba la planificación conjunta de la misma. En las instrucciones del monarca francés a sus embajadores, de 1 de julio de 1402, se les ordena decir que Béthencourt y de La Salle han abandonado el reino, vendiendo sus propiedades, para ir a conquistar las islas de Canaria y El Infierno. Además, hemos visto que la autorización de sacas de finales de dicho año menciona a ambos socios. Y lo mismo hacen las bulas de indulgencia y patronato, de 22 de enero de 1403, e incluso la bula de creación del obispado de Rubicón, de 7 de julio de 1404. Cioranescu supone que el acuerdo fue verbal, que se hizo en París a comienzos de 1402 y que ambos nobles reclutaron participantes en Bigorre y Normandía antes de encontrarse en La Rochelle, puerto intermedio entre ambas regiones. La convicción de Gadifer de La Salle en los derechos que le asistían en este tema explica, aparte de su sorpresa e indignación, sus infructuosas reclamaciones. La primera la presentó ante su compañero, al que solicitó las islas de Fuerteventura, La Gomera y Tenerife, «de las que le había hablado en otra ocasión» (B, fol. 41v). Ante la negativa de éste, que alegaba «que había hecho homenaje de ellas al rey de Castilla», recurrió al monarca castellano. Tampoco entonces obtuvo satisfacción a sus demandas, por lo que decidió regresar a su país (B, fol. 46). La naturaleza del señorío así creado venía marcada por el «pacto feudal» existente entre el rey castellano y su nuevo vasallo, expresado en el mencionado pleito-homenaje. En virtud de éste, el señor recibía una serie de prerrogativas en los terrenos administrativo, judicial, económico, etc., que convertían al territorio en un auténtico señorío «inmune». Convertido en único señor, Béthencourt estableció el régimen administrativo del territorio. Las noticias de Le Canarien al respecto son bastante precisas, dado que recoge las instrucciones que el señor dio antes de partir para Normandía (B, fols. 69v-74). A través de ellas, podemos ver que el carácter inmune del señorío concedía al conquistador un alto grado de autonomía y le permitía actuar al margen de la norma castellana. Por esta razón, el marco legal del nuevo territorio era el derecho «de Francia y Normandía». Tales prerrogativas fueron ejercidas inicialmente de forma personal, delegándolas luego en Maciot de Béthencourt, encargado de velar por «su honor e interés». Éste ostentó los títulos de gobernador y lugarteniente, cargos que durante la conquista de Lanzarote había desempeñado Bertin de Berneval por delega81

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ción de los dos jefes de la expedición (B, fol. 7). Los poderes de Maciot eran plenos y se extendían a todos los campos (guerra, justicia, edificios, reparaciones, mandatos y ordenanzas). La remuneración de sus servicios consistía en un tercio de las rentas señoriales de forma vitalicia, régimen que luego le sería guardado por el Conde de Niebla. Algunas fuentes colocan a su lado a Jean de Berry (o Juanín de Béthencourt), pero queda clara una prelación a favor del primero. Le Canarien sólo habla de Maciot al reflejar las disposiciones del señor y los primeros actos de gobierno de sus representantes; buena parte de los testigos de la Pesquisa de Cabitos lo presentan como único gobernador; la bula de 1419 distingue entre el tratamiento de militis otorgado a Maciot y el de domicelli dado a Juanín; y en la donación del señorío a don Enrique de Guzmán sólo actúa Maciot, quien es además el único beneficiario de un tercio de las rentas, tanto en el período francés como en el castellano. La primera muestra de la singularidad del nuevo señorío era su régimen fiscal. Los ingresos señoriales descansaban en el quinto de la producción agraria, aunque los repobladores de la segunda expedición gozaron de nueve años de exención. Esta exacción se mantuvo sin cambios hasta 1426, cuando el conde de Niebla la limitó a los productos objeto de exportación35. A esta renta principal se unía el gravamen sobre la recogida de orchilla. De éste no consta la cantidad, aunque bien pudiera tratarse de otro quinto. En cualquier caso, la actividad seguía siendo muy atractiva para los vecinos, como prueban las revueltas antiseñoriales cuando la actividad se transformó en monopolio señorial. La crónica no menciona otros tipos de renta, por lo que hemos de entender que el quinto sobre el botín se confundía con el de la producción. Otra peculiaridad del régimen administrativo concernía a la aplicación de la justicia. Ésta era competencia del gobernador, quien debía contar con dos alcaldes en cada isla. Éstos juzgaban en primera instancia y las alzadas contra sus sentencias se veían en la curia señorial, donde los hidalgos prestaban su concurso para que las sentencias fueran fruto «de gran deliberación». Parte de las rentas señoriales sirvieron para crear las iglesias. Durante los cinco años que siguieron a la partida de Béthencourt, dos tercios de los quintos sobre la producción se emplearon en la construcción de los templos insulares. Además, el señor donó ciertos bienes (vestiduras, una imagen de la Virgen, ornamentos, un misal y dos campanas pequeñas, pero de gran peso) a la iglesia de Fuerteventura, a la que impuso el nombre de Santa María de Béthencourt (B, fol. 67v). La traza de dichos edificios fue confiada a Jean Le Maçon, intérprete de los deseos del barón normando. Sus

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Aznar Vallejo, 1990: 150. 82

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dimensiones podemos imaginarlas a través del proyecto de restauración del templo de San Marcial del Rubicón, ya que fue abandonado durante el siglo XV y su iglesia no sufrió las transformaciones de la de Santa María de Betancuria36. En el campo de la administración eclesiástica, cada templo constituyó una parroquia insular. El cura-párroco de Lanzarote fue Jean Le Verrier, también administrador del obispado. Con toda probabilidad, el de Fuerteventura fue Fray Pierre Boutier, aunque carecemos de menciones expresas a este hecho. Tal situación se agrava en El Hierro, isla de la que desconocemos el titular y su fecha de provisión. Como la población era suficiente para mantener tan exiguo clero, el conquistador ordenó que éste se sustentara con el treintavo de las rentas eclesiásticas, en lugar del diezmo. Las relaciones de Béthencourt con la mitra canaria resultan muy difíciles de establecer37. Sabemos que su primer titular, fray Alonso de Barrameda, no pasó al obispado, pero ignoramos la causa. ¿Fue por oposición del conquistador normando, interesado en mantener el pretendido derecho de patronato que le concedía la bula de enero de 1403, como propone la historiografía tradicional? Parece que no. Le Canarien recoge que al partir Béthencourt de las Islas no existía prelado, por lo que éste decidió una reordenación en el reparto de las rentas eclesiásticas y prometió obtener el nombramiento de un obispo. Ahora bien, tal gestión se realizó, según la misma fuente, en Roma y con el apoyo del monarca castellano, quien propuso el candidato a la silla episcopal. Estos hechos retrasarían la gestión –en caso de ser cierta– hasta 1416, año en que Castilla retiró la obediencia a Benedicto XIII. Dicho retraso casa bien con la situación de sede vacante, producida por el traslado de fray Alonso al obispado Libariense en 1415. La posibilidad de que la embajada a la Santa Sede corresponda a 1412, tras el homenaje al monarca castellano, y que se hiciera ante el papa Luna, tropieza con el hecho de que en marzo de dicho año fray Alonso asistiera como obispo de Rubicón al sínodo de la provincia hispalense, lo que indica que se encontraba en el pleno ejercicio de sus funciones. En este supuesto, el único resquicio temporal corresponde al tiempo que media entre el acto reseñado y el 8 de diciembre de 1414, cuando Benedicto XIII absolvió al obispo de la suspensión que había dictado contra él, no sabemos cuánto tiempo antes. En favor de la primera hipótesis, hay que recordar también que la persona propuesta por Juan II a Béthencourt, Alberto de Las Casas, podría tratarse de Martín de Domibus, cuyas bulas Martín V ordenó aplicar a fray Mendo, segundo obispo de la diócesis.

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Vid. nota nº 24. Las referencias de este apartado pueden verse en Aznar Vallejo (2004). 83

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Tales precisiones sirven también para matizar otros episodios habitualmente utilizados para forzar la interpretación de dichos acontecimientos. En primer lugar, la suspensión de las bulas que apoyaban la empresa, decretada por Benedicto XIII el 1 de noviembre de 1414, medida tradicionalmente explicada por las veleidades romanistas de los Béthencourt. Sin embargo y como hemos visto, no parece probable una actuación del conquistador al margen del monarca castellano, por lo que su adopción pudo deberse al deseo del papa de presionar al obispo para que cumpliese sus directrices. Las reclamaciones de 1418-19 para la devolución de los ingresos obtenidos por la predicación de tales bulas en algunos lugares de la Corona de Aragón son de distinta naturaleza y obedecen probablemente al deseo de eludir su pago, aprovechando para ello la confusión creada por el cambio de obediencia papal. En este sentido, el rey negó que tales bulas hubiesen sido revocadas por Martín V. Lo anterior plantea dudas sobre la personalidad del obispo que es alabado en Le Canarien por su labor en las Islas. Ya hemos dicho que no puede tratarse de fray Alonso de Sanlúcar. No parece probable que lo fuera fray Alberto (o Martín) de las Casas, a pesar de lo que parece desprenderse de la Crónica, pues su provisión episcopal no prosperó. Tampoco creemos que se refiera a Jean Le Verrier, a pesar de su carácter de administrador y coadjutor del obispo, ya que en este supuesto la fuente hubiera sido más precisa. Todo ello nos induce a pensar en fray Mendo, lo que pone en tela de juicio su enemistad con Maciot de Béthencourt por el trato a los naturales, supuesta causa de la expedición de Pedro de Barba para la transmisión del señorío y de la suspensión de las bulas.

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