VAQUERIZO, D. (2015), Escatología y miedo a los muertos... Discurso ingreso AAH, con contestación de S. Gómez

June 29, 2017 | Autor: Desiderio Vaquerizo | Categoría: Funerary Archaeology, Archaeology of Roman Hispania, Funerary Practices
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Descripción

ACADEMIA ANDALUZA DE LA HISTORIA Discurso de ingreso del Ilmo. Sr. Prof. Dr. D.

DESIDERIO VAQUERIZO GIL ESCATOLOGÍA Y MIEDO A LOS MUERTOS EN EL MUNDO ROMANO

Con contestación de la Académica Numeraria Ilma. Sra. Profª. Dra. Dña.

SOLEDAD GÓMEZ NAVARRO

CÓRDOBA, 21 DE FEBRERO DE 2015

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"... La muerte ha dado lugar a todo tipo de historias sobre los Manes. No todos, después de la muerte, nos encontraremos en el mismo estado en que estábamos antes del nacimiento. El cuerpo o el alma no tienen mayor sensibilidad después de la muerte que antes del nacimiento. En verdad, la misma vanidad que nos impulsa a perpetuar nuestro recuerdo nos lleva también a concedernos gratuitamente la vida más allá de la muerte. Si se admite la inmortalidad del alma, si se sostiene la teoría de la metempsicosis, si se declara que las sombras de los Infiernos poseen una cierta sensibilidad, si se honran los Manes o se diviniza a alguno que no es ya ni siquiera un hombre, ¿por qué no pensar que exista alguna diferencia entre nuestro modo de respirar y el de los otros seres?; ¿por qué no predecir una inmortalidad similar a muchos seres más longevos que nosotros que encontramos en esta tierra? ¿Qué es, pues, en última instancia, por sí misma la sustancia del alma? ¿Qué será de la materia? ¿Donde acabará el pensamiento? ¿Cómo podría el alma ver, comprender, tocar? ¿Cómo podría servirse de estas facultades o, sin éstas, qué le quedaría? Aún es más, ¿cuál será su morada? Y después de numerosos siglos, ¿cuál será el número de estas almas o sombras? Se trata de quimeras pueriles, de sueños generados por una humanidad ávida de supervivencia. Fue, de hecho, la vanidad la que incitó a Demócrito a preconizar la conservación de los cuerpos humanos y a prometer la resurrección; pero, si así fuese, ¿por qué él no resucitó? ¡Oh pobre, no es sino una locura la que quiere renovar la vida en la muerte. Los hijos del hombre ¿no tendrán nunca paz, si su alma en el Empíreo o su sombra en los Infiernos permanecen conscientes? Acunando estas ilusiones se destruye lo mejor que ha creado la naturaleza: la muerte. Al tiempo que redobla la pena del hombre, que no sólo debe morir, sino también admitir la existencia de un más allá. De acuerdo, si es dulce vivir, ¿quién, en cambio, podría decir que lo es haber vivido? ¡Cuanto más simple y seguro sería limitarnos a nuestra experiencia personal y sacar una lección de serenidad del que fue nuestro estado antes del nacimiento¡” (Plinio el Viejo, Historia Natural, VII).

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Excmo. y Mgco. Sr. Rector de la Universidad de Córdoba, Sres. Presidente y Secretario de la Academia Andaluza de la Historia, Sr. Decano, Sr. Coordinador de la Academia en Córdoba, autoridades presentes, señores Académicos y Académicas, compañeros y alumnos de la Facultad, queridísimos miembros de la Cátedra de Mayores, señoras y señores, amigos y amigas, es para mí un verdadero honor ser recibido hoy en esta institución, cuya propia nomenclatura incorpora ya la esencia principal de su razón de ser y de su objetivo último: Academia por cuanto representa de investigación y de compromiso con la ciencia y la sociedad que la sustenta; Andaluza, de hecho y por derecho, al exceder sus intereses el marco de una comarca o provincia concretas en beneficio de los estudios regionales; y “de la Historia” por ser su fin la indagación en todo aquello que nos ha conformado como pueblo, desde los albores de la Prehistoria a nuestros días. Es, pues, su carácter holístico, transversal y diacrónico, con todo lo que ello representa a la hora de propiciar el acercamiento con vocación innegociable de rigor y solvencia a una tierra marcada desde siempre por la multiculturalidad, el mestizaje, su predisposición natural a hacer suyas nuevas influencias, y una facilidad para el hibridismo que la ha convertido en referente etnográfico, además de regalarle conspicuos momentos de protagonismo en la historia no sólo nacional, sino también del mundo. Gracias, en consecuencia, de todo corazón, a quienes un día me consideraron merecedor de tan inesperado privilegio, que supone integrarme de lleno en un proyecto de enorme alcance. Intentaré, en la medida de mis modestas posibilidades, estar a la altura del reto. También, a nuestro Rector Magnífico, Prof. Dr. José Carlos Gómez Villamandos, por haber querido engrandecer este acto con su presencia, a pesar del esfuerzo que supone sacrificar la mañana del sábado después de una semana con la agenda desbocada; a nuestro Decano, Prof. Dr. Eulalio Fernández, que ha sabido transformar esta Facultad en los últimos años hasta hacer de 5

ella algo muy parecido a lo que siempre soñamos, por acoger hoy este acto, y, por supuesto, al presidente y al canciller-secretario de esta docta institución, D. Fernando de Artacho y D. Luis Manuel de la Prada, respectivamente, por trasladarse hasta Córdoba y refrendar con su presencia tan solemne ceremonia. Mi agradecimiento, igualmente, de corazón y sin reservas, a la Académica Numeraria Profra. Dra. Soledad Gómez Navarro, por haber aceptado sin dudar un instante contestar a mi discurso. A la amistad que nos profesamos desde hace treinta años se unen mi profunda admiración por sus capacidades docentes e investigadoras, reconocidas unánimemente por quienes la conocen, han seguido sus clases o leído su obra, su fuerza, su coraje y su capacidad de superación ante todo tipo de adversidades, y, por supuesto, mi cariño incontestable y eterno, a ella y a su familia, que me abrió las puertas de su casa sin condiciones desde el momento mismo de conocerme. Por último, gracias a todos y cada uno de ustedes, por respaldarme una y otra vez de manera tan generosa y unánime. Siempre he dicho que mi mayor logro en la vida, el más importante de cuantos éxitos pueda, humildemente, haber cosechado, son mi familia y mis amigos, y hoy, como no podía ser menos, vuelvo a estar rodeado sin fisuras por unos y por otros, incluidos entre estos últimos, con pleno merecimiento, los miembros actuales de mi equipo, sin los que no sería posible el camino diario. Disculpen, pues, de entrada, si la emoción nubla o entorpece en algún momento mis palabras. Entiéndanlo, por favor, como un signo más del agradecimiento, enorme y categórico, que, desde lo más hondo y entrañable de mi alma, querría transmitirles. Con la venia… He elegido para este discurso un tema que me ha ocupado ya en diversas ocasiones (Vaquerizo 2009, 2010 y 2014) y que es derivación lógica de mis trabajos de las últimas décadas sobre el mundo funerario romano. Hablo del miedo a los muertos, de 6

indicios arqueológicos rituales y ceremoniales que nos aportan un gran volumen de información sobre las creencias y la escatología de aquella sociedad, sobre su posición ante el mundo o su forma de entender la vida y también la muerte. Son indicios materializados particularmente en forma de enterramientos anómalos (por cuanto no convencionales) de ciertos individuos, devueltos a la tierra en posiciones heterodoxas, con huellas, a veces, de enfermedades raras y/o contagiosas, malformaciones congénitas o muertes violentas. Destacan entre ellos los enterramientos en procubitus, o decúbito prono, que no suelen diferenciarse del resto en cuanto al tipo de tumba elegido, el ajuar incorporado, la edad o el género de los fallecidos; pero también aparecen otros muchos decapitados, mutilados, sujetos con grandes piedras o incluso atravesados por clavos en sus puntos vitales, como el cráneo, los pulsos o las ingles. A veces, son individuos que portan ajuares importantes, lo que no parece casar muy bien, de entrada, con la idea de marginalidad en sentido estricto. El conocimiento de este tipo de prácticas aumenta a diario en las provincias occidentales de Roma, y sus cronologías oscilan entre el Alto y el Bajo Imperio, aun cuando se retrotraen sin dificultad en algunos casos a época prerromana y perduran, quizás con significados análogos, en momentos posteriores. Recientemente, de hecho, según me informa Miguel Alba, han sido hallados en Mérida una decena de cadáveres decapitados y enterrados boca abajo pertenecientes a época islámica. Del mismo modo, en las excavaciones del cementerio anejo a la Ermita de Santa Clara (Puerto de Santa María, Cádiz), de donde partían las peregrinaciones a Santiago de Compostela y el comercio con América, activo entre fines del siglo XV y el siglo XIX, “… los cuerpos aparecen boca arriba y, además, con muchos elementos de religiosidad, más abundantes en las tumbas del Barroco: medallas, cruces, rosarios. Otros, en cambio, aparecen boca abajo y sin ningún

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objeto”1. Son sólo dos ejemplos, pero confirman que cabría, quizás, rastrear tan singular rito hasta prácticamente nuestros días. La muerte como tránsito … incierto Desde que tiene memoria, el hombre ha padecido siempre, en mayor o menor medida, la pérdida de sus congéneres -más, cuanto más allegados-, y ante el dolor que provoca este truncamiento -tan traumático como misterioso- diseñó desde muy pronto una serie de ritos destinados, en último extremo, a conjurarlo para así poder hacerlo más llevadero (Belcastro, Mariotti 2010, 13). Usamos de la conceptualización ideológico-religiosa al dictado de los tiempos y de la cultura dominante (Ortalli 2010, 23), pero en el fondo, antes como ahora, sólo perseguimos superar nuestro terror, visceral, atávico, a un trance -porque la muerte es un proceso, no un suceso (Alfayé 2009, 283)- al que sabemos que habremos de enfrentarnos a solas, sin paliativos ni componendas, sin subterfugios ni chantajes, desnudos y acobardados a la hora fatídica de traspasar un límite del que nadie nos ha informado de manera fehaciente, una frontera de la que ignoramos qué hay al otro lado, y que por si produjera poco reparo por sí misma, suele ir acompañada de dolor, agonía y sufrimiento. Es, pues, el momento de tirar de creencias, de promesas de resurrección, de ansias de permanencia, de pactos con Dios, los dioses, o el mismísimo diablo si necesario fuere, en la esperanza de que, cual Fausto, por alguna conjunción extraña de circunstancias, pudieran prolongar un poco más nuestra existencia. Aun cuando, más inconsciente que conscientemente, evitemos pensar mucho en ello, en lo más profundo del corazón anhelamos que nuestra inevitable separación del mundo de los vivos -y consecuente integración en el de los muertos- transcurran de forma no traumática y sin incidencias, y para ello nos consta que es inexcusable ser enterrados conforme a las normas 1

El País Andalucía de 26 de julio de 2011, p. 8.

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preestablecidas, cumplir uno por uno los ritos de paso que otros muchos codificaron y depuraron a lo largo de los siglos. Aspiramos, en tal lance, a vernos arropados por el mayor número posible de miembros del grupo -cuya presencia, además de aportar consuelo, mide el impacto público del óbito, la popularidad y el prestigio de la familia afectada-, e invertimos cuanto esté en nuestra mano para evitar que lo prometido, si es que tiene algún viso de realidad, se nos escape por haber obviado algún trámite o requisito. Algo que los romanos tuvieron meridianamente claro; de ahí, como veremos, lo inquietante de algunos enterramientos que rompen por completo la norma. Si bien en esto, como hoy, habría tantas actitudes como individuos, en función de la época, la tradición y la ideología religiosa en el caso de que se profesara alguna, aparte de llevar una vida virtuosa al romano le preocupó siempre cómo habría de morir, su forma mortis. También, tener acceso al ceremonial funerario mínimo necesario (funus) para hacer menos duro su tránsito al otro mundo, disponer de una tumba (iusta sepultura; Cic. De leg. 2, 57) en la que reposar para siempre sus restos (ossa), ya fueran cremados, inhumados o embalsamados, integrado y protegido por comunidad de difuntos divinizados (Manes), y, de ser posible, un titulus sepulcralis o epitafio sobre soporte duro que garantizara la conservación de su nombre (memoria) de su nombre por los siglos de los siglos (perennitas). Sólo así, una vez cumplidos todos y cada uno de los preceptos legales, consuetudinarios y religiosos, su espíritu podría alcanzar la condición de anima quiescens (Tertuliano, De anima 57; Cfr. Ortalli 2010, 26). Por eso, uno de los mayores castigos que se podía infligir a criminales, proscritos o individuos cuya vida o profesión hubiera estado regida por la infamia, era la negación de la sepultura. Resulta muy ilustrativa a este respecto la anécdota recogida por Suetonio (Vesp. 5, 4) del perro que apareció ante Vespasiano con una mano humana en la boca cuando el emperador estaba comiendo. Sabemos, de hecho, que brujos y hechiceras acudían de noche a las fosas comunes de Roma y entorno a recoger hierbas y 9

huesos de muertos mal sepultados o arrojados sin más a la fosa a fin de utilizarlos en sus rituales de magia negra2. Así ocurrió de hecho en los jardines que Mecenas creó en el Esquilino sobre uno de los puticuli más importantes de la Urbs3, que obviamente no fue vaciado con carácter previo (Horacio, Sat. I, 8, 8-10 y 19-22; Cfr. Fernández Vega 1994, 144)4. Según la tradición, en el momento mismo de la muerte el último hálito de quien dejaba para siempre este mundo (agere, efflare animam, reddere vitam) era recogido por el familiar más allegado con un beso5, evitando así que su alma pudiera caer en manos de espíritus malignos o víctima de maldiciones y conjuros. Enseguida, se activaban toda una serie de protocolos bien tipificados y de fuerte valor simbólico que comenzaban con la conclamatio6, 2

Este tipo de prácticas preferían cadáveres frescos, pertenecientes a individuos muertos de manera violenta y a ser posible prematura (Lucano, Phar. 6, 712), lo que les hacía especialmente idóneos para la necromancia (Alfayé 2009, 189). 3 “Se les llama puticuli porque el tipo de sepultura más antiguo era practicado en el interior de pozos (puteis) y el nombre de puticuli deriva del hedor de los cadáveres” (Pompeius Festus, De verborum significati quae supersunt cun Pauli epitome, nn. 241: puticuli). 4 “… antes el consiervo enterraba aquí en una pobre caja los cadáveres que traía de las tristes habitaciones, aquí estaba el cementerio común para la plebe miserable…; aquellas mujeres que remueven las almas humanas con sus encantamientos y con sus filtros venenosos. A éstas yo no puedo perderlas ni impedirles de ningún modo que, apenas la vaga luna descubre su hermosa faz, vayan recogiendo huesos y hierbas maléficas” (Horacio, Sat. I, 8, 8-10 y 19-22). 5 Parece probado que esta costumbre se practicó cuando menos ocasionalmente, como testimonian textos y epitafios: Viva viro placui prima et carissum (a) coniux / quoius in ore animam frigida deposui / ille mihi lachrimas morientia lumin (a) pressit / post obitum satis hac femina laude nitet (CIL VI, 6593 = CLE 1030; Cfr. De Filippis 1997, 50). "... los condenados son encerrados en prisión; su suplicio ha sido decidido... las desventuradas madres pasarán toda la noche ante la puerta. Se les impide ver a sus hijos por última vez. Ellas no piden más que una cosa: permiso para recoger con un beso el último suspiro de sus hijos" (Cicerón, Contra Varrón, V, 118). 6 Ceremonia en la que, apenas se había producido una muerte, los parientes y amigos del difunto presentes gritaban el nombre de aquél en series de tres veces que podían repetirse hasta el momento del sepelio, a fin de comprobar su fallecimiento.

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expresión evidente de la condición de funesta que afectaba a la familia desde que se producía el fallecimiento, mecanismo eficaz para fijar el alma al cuerpo tras haberlo abandonado, y arma poderosa contra las fuerzas del mal, a las que se pretendía disuadir con los gritos. Con este mismo fin, gobernado como todo lo relacionado con la muerte por el miedo (o, cuando menos, la profilaxis), en muchos velatorios se hacía sonar de forma sistemática una caña rajada o una carraca, además de acompañarlo de música presencial cuando los medios económicos lo permitían. Seguían el lavado y acicalamiento ritual del cadáver, después el velatorio, que se podía prolongar hasta siete días por miedo a la muerte aparente7, y por fin la humatio, incluso en el caso de que el cadáver hubiera sido cremado8. Si en ese momento el individuo no era enterrado conforme mandaban los cánones al uso, garantizándole así el regreso a la tierra, su alma se veía condenada a vagar por los siglos de los siglos, robándole con ello el descanso merecido9. Así ocurría, de 7

"... Aviola, un personaje que había alcanzado el consulado, volvió a la vida cuando estaba ya sobre la pira funeraria y, dado que no pudo ser auxiliado ante la violencia de las llamas, fue quemado vivo. Otro tanto se dice que le ocurrió a L. Lammia, un anciano pretor. Por su parte, C. Elio Tuberone, que había ejercido la pretura, habría sido sustraído a la pira, según afirma Messala Rufo y la mayor parte de los escritores... Varrón, a su vez, pone en evidencia que, mientras era vigintirviro encargado de la distribución de la tierra en Capua, vió a un hombre, ya muerto y expuesto, volver a pie desde el foro a su propia casa. Un caso que se habría verificado también en Aquino" (Plinio el Viejo, Historia Natural, VII, 52). “ …He aquí que el padre destapa con sus propias manos la cubierta de la urna, y encuentra a su hijo que en ese mismo instante salía de su sueño de muerte y renacía a la vida. Lo tomó entre sus brazos, incapaz, en la alegría del momento, de pronunciar una sola palabra, y lo presentó a la gente. Después, envuelto todavía en la mortaja, llevó al niño ante el tribunal” (Apuleyo, Metamorphoseon X, 12, 1-3). 8 Sólo entonces el lugar de la cremación adquiría pleno valor de locus religiosus (Varrón, Ling. 5, 23; Cicerón, Leg. 2, 56-57; Servio, Aen. 6, 176; Petronio, Satyr. 114; Horacio, Carm. 1, 28; Cfr. De Filippis 1997, 66 ss. También, Scheid 2007, especialmente 24). 9 "Caius Tullius Hesper construyó para sí mismo este altar, en el que deberán ser depositados sus huesos. En caso de que alguno lo violare o lo trasladara de su lugar, yo espero que viva largo tiempo entre dolores del cuerpo, y que, cuando muera, no lo

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facto, con los condenados a muerte, los insepultos o los suicidas, que, según la famosa inscripción sarsinense de Horatius Balbus (CIL XI 6528), del siglo I a.C., no podían ser enterrados en el espacio funerario comunitario10. Dicho terror se incrementaba en el caso de los ahorcados: “En Roma se consideraba que el espíritu residía en el aliento, y al morir el cuerpo y exhalar el ultimo aliento, se liberaba el espíritu. El ahorcamiento no permitía que se expulsase el ultimo aliento al bloquear la tráquea, por lo que el espíritu se quedaba encerrado, pasando a engrosar la categoría de los temidos lemures” (Faro, García-Berberana 2010, 324). Otro tanto ocurría con los ajusticiados en la cruz, que, como aquéllos, morían en condición impía al sustraerse del contacto con la tierra (Desideri 1995; Ortalli 2010, 209); de ahí el horror que suscitaban, lo que explica que debieran ser enterrados en el plazo máximo de una hora desde el momento en que se producía la denuncia de la muerte, so pena de fuertes multas. Lo constata un epígrafe de la primera mitad del siglo I a.C. recuperado en la antigua Puteoli (actual Pozzuoli), que incluye los detalles de la concesión de las honras fúnebres a la empresa de libitinarii de la ciudad (De Filippis 1997, 68-69, y 91-92; Aa.vv. 2004) y fija como enterramientos prioritarios los de los muertos prematuros, particularmente los niños (Alfayé 2009, 186). Tampoco escapaban de ello los soldados que morían de forma violenta y en ocasiones yacían en una fosa común o tirados en cualquier zanja sin haber recibido los rituales preceptivos (Ogden 2001, 12 ss.; 2002, 151 ss.). Obviamente, como ocurre también hoy, no se enterró igual a un emperador que a un soldado, a un indigente que a una criatura. Lo que si, en cambio, compartieron fue su poder contaminante. La muerte era tenida por algo funesto, y al término del ritual se hacía necesaria una purificación en profundidad, con acojan en el infierno (entendido como Más Allá)" (Dessau, H., Inscriptiones Latinae Selectae, 8184). 10 Vid. a este respecto el interesante relato sobre al zapatero Meter Plogojowitz, muerto en Breslavia (actual Polonia) en 1591, que ilustra fantásticamente el tema, en Belcastro et alii 2010, 48 ss.

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agua y fuego (suffitio), de todo aquello que se había visto afectado por la misma, incluidos la casa, la familia y quienes habían tenido algún tipo de contacto con el cadáver. Cada persona era rociada con una rama de laurel o de olivo (ambos, árboles de fuerte contenido simbólico, relacionado entre otros aspectos con la inmortalidad) y debía saltar un fuego en el que se habían quemado previamente sustancias diversas de carácter depurador. Hasta que terminaban los ritos de purificación comprendidos en las llamadas feriae denicales, nueve días después del sepelio, la familia entera se mantenía de luto riguroso, endosando los lugubria, símbolo de su carácter funesto. En ese momento tenía lugar la cena novendialis,11 con la que el núcleo familiar se abría de nuevo a la comunidad y a la vida, afectando el luto desde entonces sólo a las mujeres12, que solían guardarlo durante un periodo comprendido entre diez y doce meses (Dig. 3, 2,

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La mejor descripción de una cena novendialis que conozco la recoge el Satiricón de Petronio, cuando el constructor Habinas, al incorporarse ya borracho al banquete de Trimalción, cuenta que viene de participar en una de ellas celebrada por Eccisa en honor de un esclavo manumitido de forma póstuma, cuyo gasto cuantifica en unos cincuenta mil sestercios. Sólo se queja de que se les obligó a verter la mitad de la bebida sobre los huesos del homenajeado: “… empezamos por un cerdo coronado con salchichas; a su alrededor había morcillas y además butifarras, y también mollejas muy bien preparadas; todavía había alrededor acelgas y pan casero, de harina integral, que, para mí, es mejor que el blanco; pues me da vigor y, cuando he de hacer cierta cosa muy personal, la hago sin lágrimas. El plato siguiente fue una tarta fría cubierta de exquisita miel caliente de España. Por eso no probé bocado de la tarta, pero me atiborré de miel hasta aquí. A su alrededor había garbanzos y altramuces, nueces a discreción y una manzana por persona… Por último tuvimos queso tierno, mistela, un caracol por persona y unos trozos de tripas, y unos higadillos al plato, y huevos con caperuza y nabos, y mostaza, y un plato de mierda… También pasaron una bandeja con aceitunas aliñadas: no faltaron personas tan groseras que se llevaron hasta tres puñados. En cuanto al jamón, se lo perdonamos” (Petronio, El Satiricón, 65-66; Biblioteca Clásica Gredos 1988, pp. 96-97). 12 “A las mujeres les corresponde llorar; a los hombres, recordar” (Tácito, Germania 27, 4).

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11, 1; Séneca, Epist. 63,1313; ad. Helvia 16, 1). Un año concretamente les fue decretado por el senado a las mujeres de Roma tras la muerte de Augusto, y otro tras la de Livia (Dión Casio 56, 43, 1)14. Funus, rito y ultratumba Los romanos -cuya concepción del mundo funerario, e incluso algunos aspectos de los protocolos celebrativos del mismo, reflejan fuertes influjos de la cultura griega recibidos de manera directa o a través del intermediario etrusco-, pensaron de forma mayoritaria que, en el mejor de los casos, sus muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en forma de sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo, habitando para siempre la que estaba destinada a ser su aeterna domus (Ortalli 2010, 27). Ahora bien, entre el fallecimiento y la muerte “verdadera” hay siempre un periodo intermedio extremadamente crítico para unos y para otros (Alfayé 2009, 183), que marca la separación definitiva del mundo de los vivos y la entrada en el de los muertos. Como consecuencia, entraña graves peligros por su carácter liminal, a caballo entre ambos estados, y hay algunos fallecidos que se resisten a integrarse en el inframundo, lo que en época romana obligó eventualmente a rituales suplementarios que comentaré más abajo. De ahí la importancia de la sepultura, del ajuar funerario y, por supuesto, de las ofrendas periódicas (Prieur 1991, 143), al propio difunto y a los dii inferi (Tirelli 2001, 252-253, fig. 8).

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"Los antepasados han fijado para las mujeres un año de duelo, no como ellas deben manifestar la intensidad de su dolor sino su duración: para los hombres no existe generalmente un plazo legislado, puesto que no es decoroso" (Lucio Anneo Seneca, Epist. 63,13). El luto, asociado a las lágrimas, aparece en algunas inscripciones funerarias hispanas, generalmente tardías, calificado en ocasiones de un eterno echar de menos al fallecido (tristes sine fine). Así, en un titulus cordubense de entre los siglos II y III d.C (Hic sita est infans patri per saecula flenda / quam raptam adsiduae mater maerore requerit; CLE 445; Cfr. Hernández Pérez 2001, 76-77). 14 Cfr. De Filippis 1997, 70-71, 81 y 88 ss. para el luto por la muerte de los niños.

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Para algunos, es posible que el término funus derive de las cuerdas de estopa (funes) que, cubiertas de sebo o de cera, se usaban para las antorchas con que se alumbraban los entierros nocturnos en época arcaica (Servio, Aen 6, 224, citando a Varrón; Cfr. De Filippis 1997, 59). Pues bien, si el funus, entendido como el conjunto de ritos y ceremonias que tenían lugar desde el fallecimiento hasta la restitución de la pax deorum, regulados unos y otras por el ius pontificium, no se desarrollaba en su integridad, las almas de los muertos podían convertirse en entes amenazantes para quienes aún habitaban la tierra; por eso, era necesario aplacarlas mediante celebraciones diversas: visitas a la tumba, ofrendas de flores y alimenticias, o comidas de diverso tipo (cenae, silicernia y libaciones, generalmente de vino puro, sangre o leche, que simbolizaban la vida y la regeneración, claves últimas de inmortalidad; Bendala 1996, 54 ss.), destinadas, sin excepción, a ser “compartidas” por el difunto (Ortalli 2001, 231 ss., figs. 9, 15 o 16). Tales banquetes y ceremonias, como el documentado en la pintura parietal de la tumba homónima carmonense, fechada en época de Tiberio-Claudio (Bendala 1996, 57, fig. 3; Guiral 2002, 83 ss., lám. I), tenían lugar en fechas relacionadas directamente con el homenajeado: su dies natalis, su dies mortis, o bien los días que el calendario romano reservaba explícitamente para el culto a los muertos, distribuidos entre febrero y junio: Parentalia15, Rosalia…16, 15

“Es un testimonio de respeto el tratar de aplacar en sus sepulturas a las almas de los antepasados y llevarles modestas ofrendas a las tumbas que se les han levantado. Los Manes exigen pequeñas cosas: la piedad les resulta más grata que los ricos presentes. La profunda Estigia no posee dioses ávidos. Una teja velada por las coronas votivas, unas semillas desparramadas, unos pocos granos de sal, dones de Ceres empapados en vino y algunas violetas esparcidas; que una vasija dejada en medio del camino contenga estos presentes. No prohíbo ofrendas mayores, pero con las mencionadas puede aplacarse las sombras de los muertos. Después de levantar el hogar para el sacrificio, añadid las plegarias y las fórmulas apropiadas. Esta costumbre, justo Latino, la trajo a tus tierras el más acabado modelo de piedad. Él solía presentar solemnes ofrendas al Genio de su padre. De aquí aprendió el pueblo estos piadosos rituales. Pero en el pasado tiempo … olvidaron la celebración del día de los difuntos” (Ovidio, Fastos,

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que buscaban renovar el luto y los lazos familiares, además de asegurar la existencia al deudo desaparecido, recordándolo y nutriéndolo a un tiempo; a veces en el marco de collegia funeraticia17 encargados de velar por que se cumplieran todos los pasos del ritual funerario en homenaje a sus asociados; y, por supuesto, los Lemuria (Ovidio, Fast. 5, 419-492)18. Estas últimas fiestas, que se desarrollaban en mayo, estaban destinadas específicamente a conjurar lemures, larvae, umbrae…(Persius 5, 185; Horatius,

II, 533-548, refiriéndose a las fiestas de las Parentalia, que se celebraban entre el 13 y el 21 de febrero). 16 De Filippis 1997, 96 ss. Además de evocar la primavera tan característica de los países mediterráneos, las rosas simbolizaban los Campos Elíseos, lo que explica su representación también frecuente en la pintura funeraria (Guiral 2002, 87). 17 Asociaciones de carácter habitualmente gremial o religioso, que mediante el pago de una cuota anual (stipendium) o mensual (stips menstrua) quedaban comprometidos a velar por que los funerales de sus socios reunieran los requisitos mínimos; algo que no siempre se cumplió, ante la negativa por parte de determinados domini a entregar para las honras fúnebres los cadáveres de algunos de sus esclavos, aun a pesar de que estuviera inscrito en un collegium. Sobre el tema, vid. Santero 1978. En Corduba, capital de la Bética, nos han llegado algunas noticias del collegium que 2 aglutinó a los gladiadores (familia universa, CIL II /7, 362), lo que explica posiblemente el alto número de epígrafes funerarios recuperados en una de su necrópolis, así como su uniformidad (Sánchez, Vaquerizo 2010). 18 “Cuando la noche se halla en la mitad de su curso y ha traído el silencio requerido por el sueño, cuando los perros y vosotras, multicolores aves, permanecéis callados, el hombre, cumplidor del ancestral rito y temeroso de los dioses se levanta -ninguna ligadura presentan sus pies- y hace un gesto introduciendo su pulgar entre los demás dedos juntos, para que ninguna sombra vana le salga al encuentro de su silenciosa marcha. Una vez haya purificado sus manos en agua corriente, se da la vuelta después de haber cogido previamente habas negras que va arrojando con la cabeza vuelta; al tiempo que las arroja va diciendo: ‘Lanzo estas habas y con ellas me redimo a mí y a los míos’. Esto lo dice nueve veces sin mirar a sus espaldas. Si tiene la creencia de que la sombra recoge las habas y sigue tras él sin que nadie lo vea, toca nuevamente el agua, hace resonar el bronce de Temesa y eleva una súplica para que los espíritus abandonen la casa. Cuando ha dicho nueve veces: ¡Salid de aquí, Manes de mi familia’, vuelve la mirada y piensa que ha cumplido punto por punto el ritual” (Ovidio, Fasti V, 430 ss.; Cfr. Blázquez, J.M.; Martínez, J.; Montero, S., Historia de las religiones antiguas. Oriente, Grecia y Roma, Madrid, 1993, p. 530).

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Epistulae 2, 2, 208), espíritus molestos y muertos malignos que vagaban entre los vivos, aterrorizándolos. Podían, en consecuencia, provocar “accidents, plagues, bad harvests, miscarriages, death, disease and other misfortunes”; de ahí que fuera necesario conjurarlos mediante ritos purificadores específicos de aversión, apaciguamiento e inmovilización (Alfayé 2009, 182). Bien atendidos, los espíritus de los familiares fallecidos (Manes) (Pastor 2006)19, convenientemente deificados (Cic., Leg. 2, 22), se erigían en importantes aliados, protectores de la familia y de su papel en el mundo, incluso intermediarios con el Más Allá. “Deorum Manium iura sancta sunto”, rezaba la décima de las XII Tablas (Cic., Leg. 2, 22), poniendo en evidencia el carácter sacro de los difuntos como colectividad, diluidos en una masa anónima en la que, según la creencia generalizada, con base quizá, de nuevo, en viejas tradiciones de origen etrusco, se integraba a su muerte el fallecido, al que se podía revitalizar devolviéndole la capacidad de comunicar con los vivos mediante ofrendas de sangre (Cfr. De Filippis 1997, 25 ss.)20, de las que se alimentaban también los vampiros. En caso contrario, pasaban a ser potencias sobrenaturales nocivas21, deseosas de cobrar venganza o provocar determinados males si les era convenientemente requerido. Se utilizaban para ello muñecos de vudú (Maioli 2010, 165), o tabellae defixionum: laminillas de plomo posteriormente enrolladas y atravesadas por un clavo, en las que magos, brujas y nigromantes contratados al efecto escribían de forma bustrofédica (al revés, como si las letras se reflejaran en un espejo) 19

En opinión de algunos autores, Manes derivaría del calificativo manus: bueno, por lo que designaría a los “buenos por excelencia” (De Filippis 1997, 25). 20 “Como se consideraba que las almas de los difuntos se propiciaban con sangre humana, (los antiguos) inmolaban en el curso de las exequias prisioneros o siervos jóvenes adquiridos para la ocasión. Después pareció oportuno disimular la impiedad con el placer para lo cual, después de haberlos preparado para hacerse matar, enseñándoles a usar bien o mal las armas entonces disponibles, los llamaban a morir en el día fijado para las exequias ante las tumbas” (Tertuliano, De spect. XII, 2, 4) 21 Umbras vagantes hominum ante diem mortuorum et ideo metuendas (Pomponio Porfirio, Epod. 2, 2, 209).

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maldiciones, juramentos o fórmulas imprecatorias que hacían su efecto más devastador cuando eran incorporadas a tumbas de muertos prematuros, en particular, como ya antes avanzaba, de niños, deseosos de volver a la tierra para vengarse por haber fallecido ante suum diem (una revisión reciente para las de época tardorrepublicana en Díaz Ariño 2008, 72-73, 213-214 y 216 ss., U29 y U33-37; también, Marco Simón 2010). Significativa en este sentido es la tumba tardía (Nº 8, s. VI d.C.) de un neonato recuperada en la necrópolis de Baggiovara (Módena), al que se acompañó de varios sapos descabezados (cmo mínimo, cuatro). Sus excavadores atribuyeron tal práctica a su carácter anfibio, capaces por tanto de sobrevivir entre dos mundos, lo que haría de ellos elementos especialmente propiciadores del tránsito de difuntos impuros, precoces o peligrosos al otro lado, al tiempo que animales ctónicos relacionados con la muerte y la regeneración (Labate, Palazzini 2010, 123; Mariotti, Milella, Belcastro 2010, 127). Sin embargo, en una tabella defixionis recientemente publicada por A.U. Stylow (2012) se alude metafóricamente al silencio en un litigio como “una rana sin lengua”, lo que me sugiere de entrada cierto paralelismo con la tumba modenese y el hecho concreto de que los sapos en cuestión aparezcan descabezados; sustitutivos simbólicos, quizás, del infante, al que se habría evitado decapitar, como en tantos otros caso de adultos, para sujetarlo definitivamente a la tumba22. Este carácter de muerte prematura podía mantenerse hasta edad relativamente avanzada, si, por ejemplo, a quien fallecía le sobrevivían sus padres o no había llegado a contraer matrimonio. De hecho, el mundo romano consideraba también prematuros a las mujeres muertas de parto y a los jóvenes -o no tanto- que habían fallecido innupti y sin descendencia (sirva como ejemplo extremo una vestal de sesenta y seis años que fue enterrada con su muñeca; Martin-Kilcher 2000, 64; Vaquerizo 2004). Todos ellos quedaban en 22

Otros puntos de vista en Mariotti, Milella, Belcastro 2010, 126-127.

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una especie de limbo temporal, a caballo entre el mundo de los vivos y el de los muertos (Virgilio, Eneida VI, 426 ss.), que los convertía en seres fronterizos y potencialmente malignos (sobre el tema, Alfayé 2009, o Sevilla 2012, entre otros). Como a tantas otras culturas, al romano le interesó por encima de todo perdurar en el tiempo, “sobrevivir” más allá de la muerte (Ortalli 2010, 25); algo para lo que, con toda la lógica del mundo, y siempre que tuvo ocasión de preverlo, procuró rodearse en su tránsito al Más Allá de las máximas garantías posibles. Por eso, además de ritual, tumba, ajuar y, según los casos, algunos amuletos como falos e higas, se hizo acompañar circunstancialmente de una o varias monedas con las que pagar al barquero Caronte (naula), colocadas en el interior de su boca o en la mano, para que resultaran bien visibles y no dieran lugar a confusiones23. Esta práctica aparece bien atestiguada en las fuentes escritas (Propercio, IV, 11, 7; Luciano, Sobre el duelo, 10; Apuleyo, Amor y Psique VI, 18, 5; Cfr. Poux 2009, 36), si bien la realidad arqueológica demuestra que en lugar de las piezas de plata predominan las de bronce, conforme a un criterio que prima el valor simbólico sobre el económico. Así ha sido comprobado recientemente en Lugdunum, donde las monedas elegidas para uso funerario durante la época de Augusto son en su inmensa mayoría ases con el altar de las Tres Galias en el reverso emitidas en la propia ciudad (Flück 2009). También en Cádiz, donde los últimos estudios sobre el numerario de época tardorromana utilizado en ambiente funerario han detectado un cierto predominio durante el siglo III de los tipos que incluyen el altar de consagración de Claudio II (López Eliso 2009, 549), lo que podría reforzar el valor escatológico con matices religiosos y de invocación. Cierto es que hablamos siempre de un número bastante escaso de ejemplares, y que esa misma tendencia se observa entre la numismática de

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Una mujer inhumada en la Necrópolis Septentrional de Córdoba (concretamente, en Avda. de las Ollerías, 14), portaba dos: una sobre el pecho y otra en la mano izquierda (Penco et alii 1993, 53 ss., tumba 9; Marfil 1997b, 156, tumba 9).

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circulación ordinaria, pero esto no le resta interés a la hipótesis. Habrá que estar atentos, pues, por si conforme avanzan los estudios de carácter monográfico se observa algún criterio simbólico en la selección de los tipos monetales destinados al ajuar del difunto y, si es así, tratar de interpretarlos en cada caso. Estas son las interpretaciones más habituales; sin embargo, también han sido aventuradas otras, entre las cuales el posible carácter benéfico del metal en el que fueron fabricadas y su consideración como símbolo de riqueza, elemento de prestigio social, medio de pago o de cambio con el que garantizar el paso de la vida a la muerte (igualando en dicho trance a ricos y a pobres), talismán, amuleto, o, simplemente, objeto destinado a aplacar a determinados potencias malignas, incapaces de penetrar en las formas redondas (Cantilena 1995, 186 ss.; De Filippis 1997, 55-56; Ceci 2001, 90-91; Pellegrino 2001, 125; Moreno Romero 2006, 249250). No hay que olvidar, por otra parte, que el uso de monedas como parte del ajuar funerario, además de documentarse en puntos y culturas muy diversos del Mediterráneo antiguo (sin que llegara jamás a ser una norma), con intensidad variada y en cronologías a veces muy distantes entre sí, se mantendría también entre los primeros cristianos, llegando incluso hasta hoy. Su asociación a otros elementos de tipo apotropaico más o menos normalizados como (además de los clavos que enseguida comentaré) tintinnabula, falos, higas, tabellae defixionum, etc., incide en la necesidad evidente de buscar protección ante la muerte, que da entrada a un mundo ignoto y tenebroso, plagado de seres de todo tipo, no siempre benignos. No parece, pues, demasiado lógica una interpretación única en el tiempo ni en el espacio; por el contrario, creo más procedente atribuir a dicha costumbre un valor polisémico y variable, que no siempre entroncará con las bases del mito griego en que se inspira, constatado por primera vez a finales del siglo V a.C. en Las Ranas, de Aristófanes (vv. 140 y 270). Las monedas aparecen, de hecho, vinculadas en ocasiones a uno o varios clavos (generalmente de bronce) que, según todos los 20

indicios, incorporaban un componente mágico “simpático” de cara al viaje sin retorno que representa la muerte (Ceci 2001; Tsaliki 2008; Alfayé 2010; Vaquerizo 2010; Ortalli 2010, 28 ss.; Maioli 2010; Cavallini 2011, 49 ss.)24. Son grandes clavos sin finalidad funcional alguna, por cuanto no se corresponden con restos de lechos, féretros, angarillas o cualquier otro tipo de estructura lígnea depositada en la tumba y desaparecida por la acción del fuego o del tiempo. Su objetivo último ha sido muy discutido, pero hay cierta unanimidad en asignarles un cierto carácter preventivo, en el marco de un conjunto de ceremonias un tanto indeterminadas (piaculum), relacionadas tal vez con el hecho de dejar testimonio material de la inexorabilidad del destino y, más en particular, de fijar el cadáver -frecuentemente, de nuevo, un immaturus- a la tumba, impedir su huida, y también protegerlo frente a fuerzas malignas y posibles profanaciones; por tanto, con afán profiláctico y defensivo, nunca ofensivo25. Dicha premisa resulta evidente cuando tales clavos fueron embutidos en órganos o puntos “vitales” del cadáver, como ha sido constatado en Bolonia. El que aparezcan con la punta doblada puede deberse a una inutilización intencionada, o bien a que fueran insertos en algún soporte de materia orgánica que pudo servir además como base de un conjuro, una imprecación o una defixio (Maioli 2010, 166). La presencia de estos grandes clavos (por lo general, de bronce y cierto tamaño, aunque los hay también de hierro e incluso de vidrio, lo que incide en su valor simbólico; Costantini 2007-2008, 161) es relativamente frecuente en las necrópolis béticas, caso por

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En una de las necrópolis de Aquileia los clavos fueron sustituidos por tribuli férreos (al menos una docena), dispuestos de forma apotropaica alrededor de la urna cineraria altoimperial del militar galo Q. Etuvius Capreolus, muy posiblemente con intención de dificultar -como se hacía con la caballería- su eventual retorno al mundo de los vivos (Ortalli 2010, 27-28). 25 En la misma línea cabría interpretar algunos enterramientos de niños fijados a la sepultura mediante grandes piedras sobre el vientre o que aplastan su cabeza; una síntesis reciente en Sevilla 2012, 217 ss.

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ejemplo de Italica, Munigua, Baelo Claudia o Carteia26, asociados a enterramientos de cremación o a tumbas de inhumación, infantiles o de posibles ajusticiados. También se constatan en otras necrópolis hispanas, como Plaza de Vila de Madrid, en Barcelona (Beltrán de Heredia 2007, 42), o Valentia (Garcia Prosper 2001, 82), y no faltan en áreas funerarias de la propia Roma, frecuentemente asociados a monedas (Ceci 2001, 90), o del resto de Italia (Pellegrino 2001, 125) -a veces, con una alta representación (Ortalli 2001, 236-237, fig. 21)-. A pesar de que su interpretación no es aceptada por todos, parecen parte importante del ritual funerario (Paris et alii 1926, 87 ss., y 119, fig. 70; Remesal 1979, 41; Sillières 1997, 198; Schattner, 2003, 130-31), con un sentido profiláctico y apotropaico que tenía como finalidad última proteger al muerto frente a los malos espíritus y los profanadores de tumbas, pero también asegurarse de que, conforme a su nueva condición, quedaba inmovilizado en su lugar de enterramiento y, tras “morir” por segunda vez, no volvería a perturbar con su presencia a los vivos (vid. revisiones del tema, con argumentos de peso que abundan en estas hipótesis, en Alfayé 2009, 199 ss., y 2010; Rossi 2011, 180 ss., o Vaquerizo 2009, 2010 y 2014). Quizá los ejemplos más significativos de la finalidad escatológica de tales objetos, por haber sido bien excavados y estudiados de manera reciente, son algunos de los enterramientos documentados en el entorno de Bolonia (Belcastro, Ortalli 2010). En efecto, varios de ellos aparecen decapitados, mutilados y, sobre todo, “enclavados” en transfixiones post-mortem que, como enseguida señalaré, podrían haber marcado el clímax de las prácticas nigrománticas contra muertos reluctantes y sus comportamientos 26

En el Complejo Funerario 03 de su Necrópolis Septentrional, correspondiente a una mujer adulta inhumada en decúbito supino bajo cubierta de tegulae dispuestas en horizontal, ha sido recuperado un clavo de bronce de 9 cm, al que acompañaba una moneda del mismo material. Podría ser un hecho casual, debido, según los excavadores, a la presión ejercida por la cubierta de la tumba, pero lo cierto es que el cráneo de la fallecida apareció completamente aplastado (Gestoso, López 2009, 64 ss. y 128-129).

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malignos (vid. infra la referencia al Pseudo-Quintiliano), tal vez exigidas explícitamente por la comunidad en la que se insertaban el fallecido y su familia (Alfayé 2009, 207-208). Sepulturas anómalas27 A estas alturas del discurso no creo que ninguno de ustedes albergue duda alguna sobre el alto componente escatológico del funus romano, en buena medida -con independencia del nivel social y/o económico del o los afectados- gobernado por la superstición, el miedo a los muertos, el pánico ante el carácter implacable e inmisericorde de los dioses del inframundo, y las prácticas mágicas, encaminadas eventualmente a garantizar al fallecido un correcto paso al otro lado, defenderse de él, o utilizarlo como intermediario con el Más Allá. Pues bien, es en este contexto, dominado por los fantasmas, las sombras errantes y los aparecidos, que causaban pavor entre la población de la época28, en el que vienen desde hace 27

Entiendo por sepulturas anómalas aquellos enterramientos no convencionales con relación a la cultura, la población o la época a la que pertenecen, en razón, entre otras muchas, del tipo de tumba, la posición, orientación o características estructurales de la misma, la colocación del cadáver o las prácticas rituales asociadas de forma intencionada a su deposición última (en el momento de la muerte, durante el sepelio, o transcurrido ya un tiempo desde el mismo), o a veces un cúmulo de todas ellas, siempre con intención necrofóbica y destinadas básicamente a impedir el regreso del difunto a la vida, asegurándolo en su sepultura. Un concepto muy debatido en estos últimos años, sobre el que, sin embargo, parece haber cierta unanimidad entre los investigadores, cada vez más interesados por “lo diferente” (sirvan como ejemplos Tsaliki 2008; Belcastro, Mariotti 2010, 14-15; Duday 2010, 39 ss.; Zamboni, Zanoni 2010, 147 ss.; Cavallini 2011, 47 ss., o Vaquerizo 2014). 28 Hay muchos relatos antiguos que hablan de espectros y fantasmas. Uno de los más famosos fue escrito por Plinio el Joven, quien en una carta a Licinio Sura, comandante del ejército de Trajano, cuenta lo siguiente: "... Había en Atenas una casa grande y cómoda, pero maldita y con mala fama. En el silencio de la noche se oía un sonido metálico; poniendo oído se sentía resonar un ruido de cadenas primero lejanas, después más cerca. A poco aparecía un espectro; se trataba de un viejo de una delgadez extrema, andrajoso, con una larga barba descuidada y cabellos hirsutos. Portaba cadenas en los pies y en las manos hierros que hacía sonar. A causa de lo cual

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algún tiempo despertando un interés creciente ciertas sepulturas que rompen la norma, bien por la disposición en la que fueron enterrados sus ocupantes, las particularidades de su deceso, las mutilaciones o patologías que muestran sus restos, o las prácticas rituales que los acompañan, entre las cuales tabellae defixionum y clavos de bronce ocupan precisamente un lugar de preferencia29. los habitantes de la casa pasaban noches siniestras y horripilantes, obligados por el terror a velar... En consecuencia, la casa fue abandonada al fantasma; pese a lo cual fue puesta en venta, esperando que alguno, ignorando semejante tara, quisiera adquirirla o comprarla. Llegó a Atenas el filósofo Atenodoro. Leído el aviso, se informó sobre el precio y su baja cuantía le puso en sospecha. Tras las correspondientes averiguaciones, conoció toda la historia, no obstante lo cual, o mejor dicho por ello mismo, alquiló la casa. Para pasar la noche se hizo preparar un ligero lecho bajo el pórtico de la casa... Vio y reconoció la aparición que le habían descrito. Allí estaba, tiesa, haciendo una señal con el dedo, como el que llama... Sin dudar, Atenodoro tomó la lucerna y siguió a aquel fantasma. Éste caminaba lentamente, como si se lo impidiesen las cadenas. Después de girar para dirigirse al centro de la casa, desapareció de improviso, dejando solo a su acompañante. Atenodoro, una vez sólo, amontonó en aquel punto hierbas y hojas, señalando exactamente el sitio. Al día siguiente acudió a los magistrados, solicitándoles una excavación. Enredados y mezclados con plantas se encontraron huesos dispersos, ya descompuesto completamente el cuerpo. Recogidos por iniciativa de la administración pública, tales huesos fueron enterrados. Después de ello, aquella casa no fue nunca más visitada por los Manes, ya aplacados en una sepultura dispuesta según el rito" (Plinio el Joven, Epístolas, VII, 27). Otro más, en este caso de Suetonio, hace alusión al destino del cuerpo del emperador Calígula tras su asesinato el año 41 d.C: "... Su cadáver, transportado secretamente a los jardines de Lamia, fue parcialmente quemado sobre una pira de fortuna y cubierto tan sólo por un sutil estrato de tierra herbosa; después, más tarde, cuando sus hermanas volvieron del exilio, el cuerpo fue exhumado, quemado y convenientemente enterrado. Existen testimonios de que, en tal lapso de tiempo, diversos espectros aterrorizaron a los que custodiaban los jardines y que en la estancia en que había sido asesinado todas las noches, hasta que fue destruida por un incendio, ocurrieron diversos episodios terroríficos" (Suetonio, Caligula, 59). 29 No hace falta insistir en el papel determinante que en tales estudios (multidisciplinares por definición) desempeña la Antropología Física, por desgracia presente sólo de forma muy ocasional en las excavaciones y posterior valoración de los restos (cuando no se tiran directamente…). Ejemplo paradigmático de lo que digo son los trabajos contenidos en Murphy 2008, o Belcastro, Ortalli 2010 (particularmente, Belcastro, Mariotti 2010).

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Los romanos inhumaron en las más variadas posturas, aunque primó la posición en decúbito supino, que en líneas generales podría identificarse con el sueño, en esa estrecha afinidad que desde su nacimiento mostraron Thánatos e Hypnos. “Tienes al sueño por una imagen de la muerte, y cada noche te entregas a él”, escribió Cicerón, añadiendo que era así como pensaban quienes no temían a perder la vida (cfr. De Filippis 1997, 34). En este mismo sentido cabe quizá interpretar la alusión a la muerte como descanso que aparece con frecuencia en los tituli sepulcrales (hic ego sepultus iaceo placidusque quiesco30; CLE 541: Ilipa, ss. II-III d.C.; Cfr. Hernández Pérez 2001, 102-103), aunque en muchos de ellos lo que subyace en el fondo es un ejercicio de consolatio, entendido el óbito como el final resignado de todos los males y contraponiendo la tranquilidad del difunto al dolor de los familiares, que se pretende atemperar. Sin embargo, en estos últimos años empezamos también a detectar enterramientos en decúbito lateral y, con algo más de frecuencia, en decúbito prono u otras posiciones singulares o extrañas (vid. al respecto de todo ello Vaquerizo 2010)31. Se trata de una práctica bien documentada en el mundo funerario del Imperio Occidental, caso, por ejemplo, de Italia, donde hay novedades impactantes y muy recientes en las regiones de Emilia Romagna y el Veneto (Belcastro, Ortalli 2010; Rossi 2011; Cavallini 2011, 55 ss.), Helvetia (Castella, Blanc 2007, 336, figs. 7-8) o Gallia (Blaizot et alii 2007, 313, fig. 6), donde comienzan a menudear en los dos primeros siglos del Imperio y hay alguna necrópolis en la que los enterramientos ventrales llegan a representar el 75% de las inhumaciones detectadas, Britannia, donde abundan especialmente las decapitaciones en cronologías algo más tardías, centradas entre 30

“Aquí estoy sepultado, y plácidamente descanso”. Ilipa se corresponde con la actual Alcalá del Río, en la provincia de Sevilla. 31 En muchos casos con huellas, los difuntos en cuestión, de enfermedades raras o muertes violentas, si bien la casuística es, como enseguida veremos, bastante amplia (Alfayé 2009; Sevilla 2011; Cavallini 2011).

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los siglos IV y V d.C. (Mcwhirr, Viner, Wells 1982; Burleigh 1993; Baills-Talbi, Dasen 2008, 606-607), centradas entre los siglos IV y V d.C., norte de Europa (Bergen et alii 2006) y, por supuesto, Hispania32. En todas estas provincias y zonas, los enterramientos en procubitus o con los cadáveres sometidos a prácticas aparentemente vejatorias (¿quizá mejor profilácticas…?), no suelen presentar singularidades especiales en cuanto al tipo de tumba elegido, el ajuar incorporado, la edad o el género de los fallecidos (salvo, quizá, cierto predominio de mujeres jóvenes), aun cuando en alguna de ellas sí son frecuentes las huellas de enfermedades especialmente agresivas, las ataduras y las heridas, las ejecuciones, o la fijación de los cadáveres mediante los más diversos métodos33. Muertos no muertos Por razones obvias de espacio no puedo entrar en un examen detallado de ejemplos, hispanos o no, que ya he realizado en otros trabajos (Vaquerizo 2009, 2010 y 2014), pero partir de su análisis, histórico, arqueológico y ritual, parece que, con excepción de casos muy contados en los que las inhumaciones en prodecubitus, acompañadas a veces de decapitaciones, posiciones extrañas u otras circunstancias poco normativas, podrían obedecer a falta de cuidado, desinterés, guerras, masacres, epidemias o ejecuciones (Alfayé 2009, 208-209), cuando la Arqueología documenta tales prácticas de ninguna manera cabe hablar de 32

Mergelina 1927; Blanco, Fuste, García 1967; Núñez 1995; Polo, García Prosper 2002; García Prosper, Guérin 2002; Garralda, Cabellos 2002; Guerrero Misa, Ruiz 2004; Casal et alii 2004; Tinoco, 2005; Jordana, Malgosa 2007; Pérez Maestro 2007; Macías López 2007 y 2009, a y b; García Prosper, López, Polo 2009; Alfayé 2009; Faro, García-Berberana 2010; Sevilla 2011, o Vaquerizo 2009, 2010 y 2014). 33 Cabe, además, la posibilidad de que todo este repertorio de ritos se diera también, de forma cuando menos ocasional, en individuos cremados. Así parecen demostrarlo, por sólo poner un ejemplo, las dos ollae ossuariae, de barro y de plomo, depositadas boca abajo en un supuesto bustum rectangular de ladrillo cubierto por tegulae a doble vertiente de Italica (Fernández López 1904, XLVIII).

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casualidad, dada la extraordinaria tipificación del funus en Roma, a pesar de su carácter heterogéneo, cada vez más evidente. Así parecen demostrarlo las fuentes escritas, cuando hablan de rituales específicos destinados a conjurar el peligro potencial de determinados tipos de difuntos (Alfayé 2009). Las interpretaciones más aceptadas hasta el momento hablan de “marginados” que recibían sepultura en áreas diferenciadas (o no), de noche y poco menos que a escondidas (De Filippis 1997, 91), conforme a ritos que los distinguían peyorativamente de sus coetáneos, como criminales, ajusticiados34, suicidas, discapacitados, enfermos contagiosos (afectados por diversos tipos de indigni morbi, como lepra, tuberculosis, demencia, rabia, porfiria, incluso ceguera), individuos de profesión infamante, víctimas del rayo, ahogados, morosos35, o, simplemente, muertos prematuros; porque todos ellos lo fueron de una u otra forma, olvidados de los dioses y una amenaza latente (larvae, nocturni lemures, umbrae errantes…) para sus congéneres; en particular para los más cercanos. Su peligrosidad derivaría, en consecuencia, tanto de lo que fueron y cómo se comportaron en vida (ob adversa vitae merita, Apul., De deo Socr. 15, 153; cfr. Ortalli 2010, 29), como de las circunstancias específicas de su fallecimiento (Alfayé 2009, 183 ss.); o, mejor aún, de su fallecimiento incompleto, retenidos a este lado, o en el terreno liminal del paso entre ambos mundos (no vivos, pero tampoco muertos), por alguna razón escatológica. En el caso de los enterramientos en posición ventral hay quien piensa que buscaban, sencillamente, facilitar la vuelta del difunto a la tierra (Baills-Talbi, Dasen 2008,602). Otros, en cambio 34

Por regla general, pasados a espada o decapitados. Tampoco hay que descartar otras formas de muerte violenta, como la asfixia, o el ahogamiento. Para alguno de ellos se ha llegado a sugerir la muerte por horca (Blanco, Fuste, García 1967, sepultura 21, pág. 16), si bien no existe certeza al respecto. 35 A aquéllos que morían insolventes sus deudores tenían la potestad legal de privarles de sepultura e incluso de desmembrarlos y esparcir sus restos (Ortalli 2010, 29).

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(por ejemplo, Rossi 2011, 168), tienen claro que su objetivo era confundir al fallecido en el caso, improbable, de que pudiera llegar a despertarse, o levantarse; confinarlo definitivamente a la tumba, aplastado por el peso de la tierra36; invertir su estado natural condenándolo para siempre a mantener el rostro vuelto al infierno (Ortalli 2010, 34). Un tercer grupo, por fin, recuerda que el alma abandonaba el cuerpo por la boca, por lo que colocando al difunto boca abajo se le impedía dejar el cadáver, o volver a él y reanimarlo (Cavallini 2011, 55)37. Al enterrarlo boca abajo, descuartizarlo, mutilarlo, echarle piedras encima o sujetarlo con clavos y maldiciones (a veces, todo en uno)38, queda claro el interés de los vivos por sujetar definitiva e irremisiblemente la salma a la sepultura ante el temor, o la certeza contrastada, de que el finado pudiera regresar al mundo para vengarse por la marginación que sufrió, las circunstancias de su muerte39, o el carácter precoz de ésta (Baills-Talbi, Dasen 2008, 606 ss.). Sirve de ejemplo impagable en este sentido el ritual descrito en la X Declamatio Maior del Pseudo-Quintiliano, titulada De sepulcrum incantatum: un mago contratado al efecto por un marido y padre desesperado consigue con su ars contra natura fijar a su sepultura a un joven de alma inquieta (el hijo de aquél) que se le aparecía cada noche a la madre con intención de consolarla, hasta sustraerla por completo de la realidad, mediante ceremonias de nigromancia progresivamente agresivas ante la reluctancia del 36

De forma que “if they wished to leave their tombs they could only dig further down and sink lower in their tombs, as explained by numerous anthropological parallels” (Alfayé 2009, 210). 37 Sea como fuere, como en tantos otros casos no sería prudente descartar otras razones, más complejas o particulares desde los puntos de vista ritual, familiar, social o ideológico. 38 Como enseguida veremos, candados o llaves refuerzan también en ocasiones el simbolismo de la fijación (Alfayé 2009, 196). 39 Por las que debía ser aplacado, apaciguado, consolado, ante la crueldad o la especial violencia de la misma, ya fuera enfermedad, crimen, accidente…, supuestamente no merecidos.

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muerto, que incluyen cadenas (catenae)40, piedras (lapis), ferro magico y mucrones (tal vez clavos: Alfayé 2010). Ofrece así, en un caso de apariciones y ritos post mortem (manipulaciones del cadáver, ya en proceso de descomposición o parcialmente esqueletizado, incluidas), una recopilación de toda la casuística expuesta más arriba que coincide en líneas generales con lo expresado por muchas tabellae defixionum o las prácticas características del vudú (cfr. Alfayé 2009, 190 ss., y 197 ss.). Mortes singulares: reflexiones, indicios, escatología… Los romanos entendían como mortes singulares todas aquellas que de una u otra forma interrumpían de un modo traumático el ciclo natural de la vida, casi siempre lejos del anhelo tan antiguo como el hombre de morir de viejo, en la propia cama y arropado por la familia41. Fue, de hecho, aspiración común morir en brazos de la persona amada, como reflejan por ejemplo un carmen sepulcrale de Astigi redactado en el siglo I d.C.42, o la dedicatoria de un marido ursonense (CIL II2/5, 1074), que en el siglo II d.C. increpa a los fata envidiosos por la muerte de su esposa lejos de su tierra de origen (Inuida fata, quid est quod … rapta peregrino contumulata solo?), al tiempo que canta con entusiasmo sus virtudes (casta pia exemplum sola) (Hernández Pérez 2001, 15 ss., 34 ss. y 158 ss.; Fernández Martínez, 2007, 95 ss.). 40

Salvo en el caso de una urna de cremación, de cronología dudosa, recuperada en la necrópolis celtíbero-romana de Luzaga (Guadalajara) (cfr. Alfayé 2009, 197, Fig. 16), las cadenas como tales no han sido documentadas en Hispania, pero tal vez puedan ser entendidos como tales los grilletes de hierro que portan algunos cadáveres (vid. por ejemplo García Prosper, Guérin 2002, 212, fig. 6, para Valentia, o Cavallini 2011, 53 ss., Fig. 4, para York). 41 Es lo que para otras épocas de la historia se ha denominado la “buena muerte”. 42 En él, una viuda se lamenta de no haber podido ser ella quien lo hiciera en los de su esposo (optaram in manibus coniugis occidere), con el que, no obstante, cumple escrupulosamente el deber de pietas, dotándolo de una tumba digna y deseándole un buen descanso (ossibus opto tuis sit pia terra levis) (CLE 1138, 2; Cfr. Hernández Pérez 2001, 24 ss.)

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Uno de los tituli más completos en este sentido de entre los conservados en Hispania es el epitafio métrico (casi una elegía) de un legionario nacido en el entorno del ager Dertosensis y caído con sólo dieciocho años en Siria. Su madre43, con un gran conocimiento de la poesía de Ovidio, además de dolerse por la muerte del hijo en tierra tan ajena a la de su origen, o porque no hubiera sido posible recuperar su cadáver, hace una descriptio mortis de enorme intensidad, evocando con gran patetismo que no pudiera darle el último beso mientras lo abrazaba en su lecho de muerte, ni estrechar su mano o cerrar sus ojos (Hernández Pérez 2001, 63 ss.). Las mortes singulares han dejado, de hecho, un reflejo relativamente frecuente en la epigrafía funeraria romana, bien estudiado en los últimos años (Gallego, García, García 1998): mientras en el Norte y Este de Europa (Britannia, Germania, provincias danubianas…) las causas fundamentales tienen que ver con los conflictos armados (lógicos, si tenemos en cuenta el limes), en las Galias e Hispania predominan las acciones criminales, la enfermedad, los accidentes, el suicidio…; y en el caso de las mujeres44 la muerte por parto e incluso por violencia doméstica. En Baetica, sin embargo, la epigrafía no es demasiado elocuente al respecto. Destaca a pesar de ello Corduba, donde tenemos bien documentada la muerte en combate, tras un palmarés más o menos extenso, de casi dos decenas de jóvenes gladiadores (CIL II2/7, 353-369; Sánchez, Vaquerizo 2010)45, y un caso muy singular que

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Que ya había perdido a su marido, por lo que se califica a sí misma, poniéndolo en boca del hijo muerto, como desierta, desolada, huérfana y abandonada (te miseram, mater, quae sic deserta quereris…) (Hernández Pérez 2001, 80). 44 Que, conforme a los parámetros de representatividad en los tituli sepulcrales, suponen sólo una quinta parte de la muestra analizada. 45 Entre ellos Actius, murmillo, muerto con 21 años en el siglo I d.C. tras vencer en seis combates. En su epitafio, además de las fórmulas epigráficas de cierre habituales en la época, y una dedicatoria por parte de su esposa, incluye un carmen sepulcrale en dos senarios yámbicos con una maldición (… lo que cualquiera de vosotros desease para mi ya difunto, eso mismo hagan los dioses con él esté vivo o

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merece la pena destacar. Se trata de una inscripción de edad augustea procedente de la Necrópolis Septentrional (concretamente, del entorno de la Puerta del Colodro), que recoge el epitafio de un matrimonio -además de un personaje posterior, Decimus Vergilus Amarantus, de 80 años, que reutiliza la lápida-: él, posible centurión del ejército; ella, una liberta del suegro, muertos ambos por un morbus indignus identificable posiblemente con una peste o enfermedad similar (CIL II2/7, 287) A día de hoy no podemos determinar qué tipo de rito funerario recibieron estos individuos, pero es muy posible que se integraran entre las categorías de fallecidos -no excluyentes entre sí- que, según las fuentes escritas (Virg., Aen., 6. 315-534; Sil. It., Pun., 13. 532-562; Lucian., Kataplous, 6-7; Tert., De anim., 56-57) podían causar problemas a los vivos debido a sus acciones en vida (profesión, comportamiento inmoral, particularidades físicas o mentales, delitos de sangre…), o la forma de su muerte (morbus indignus, suicidio, parto, violencia inducida…). Los antiguos los clasificaron en tres categorías: insepulti (ataphoi, atelestoi), immaturi (aōroi) y biaiothanatoi (Alfayé 2009, 187): niños y jóvenes muertos de forma prematura, mujeres fallecidas de parto, enfermos singulares o deformes, víctimas de magia negra, de la envidia o del mal de ojo46, locos, lunáticos, soldados, gladiadores, prostitutas, empresarios y trabajadores de pompas fúnebres, enterradores, criminales, actores, proxenetas, brujas, hechiceros, suicidas (en particular, ahorcados), etc.; tipos en los que seguramente se integran la mayor parte de los ejemplos vistos más arriba, objeto de sepulturas “anómalas” por posición, rito o tratamiento del cadáver. Según a quiénes de ellos, y en según qué circunstancias, se les podía negar el derecho a una tumba digna (tirándolos a un río o entregándolos, incluso, a los perros), relegarlos

muerto…) destinada a quien pudiera sentir el deseo de profanar la tumba o albergara malos sentimientos hacia él (CIL II²/7, 353; Sánchez, Vaquerizo 2010, 1). 46 Al respecto, vid. los interesantes trabajos contenidos en Neira Jiménez 2014.

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a fosas colectivas o, en el mejor de los casos, enterrarlos conforme a un ritual funerario adaptado a sus particulares vicisitudes47, ocasionalmente en áreas marginales que suponían su exclusión de la comunidad de los muertos, como muchos de ellos habían pasado ya su existencia excluidos también de la de los vivos. Significativo a este respecto es el puticulus de época altoimperial excavado recientemente en Augusta Emerita, activo por un periodo de unos cuarenta años. Contenía 64 inhumaciones (único rito funerario documentado, mientras en el resto de la ciudad prima la cremación), practicadas en fosa simple, a veces con revestimiento de tegulae o lajas de pizarra y cubiertas de este mismo material, con los cadáveres en decúbito supino48, decúbito lateral (derecho e izquierdo), decúbito prono49 y también posturas singulares, como por ejemplo sentado o “de rodillas”, lo que parece indicar que fueron empujados sin demasiados miramientos desde el borde de la zanja50. En él están representados todos los rangos de 47

Que podía incluir: “orientamento e posizione ‘anomali’ nell collocare la sepoltura, appesantimento del corpo mediante grossi blocchi di pietra, deposizione prona, inserimento di amuleti nella tomba, legatura del corpo, rimozione o mutilazione di parti dello scheletro, cremazione parziale, trafittura del corpo con paletti di legno o chiodi metallici” (Belcastro et alii 2010, 49). 48 Los ajuares se repiten en algunos de los individuos para los que se eligió esta modalidad de enterramiento, caso de los nº 41. 45, 51, 57 o 60 (Pérez Maestro 2007). 49 Diez, de un total de sesenta y cuatro. En varios de ellos no pudo determinarse el sexo, mientras entre el resto predominan los individuos masculinos, con sólo un adulto femenino seguro (nº 27). 50 “La disposición de los esqueletos parece indicar que algunos de ellos fueron literalmente arrojados y otros colocados, bien directamente sobre la basura, bien introducidos en posturas antinaturales en estrechas fosas. La postura de algunos individuos presentaba una actitud tan forzada que parecen haber apoyado los brazos para amortiguar el golpe al caer al foso. Algunas inhumaciones habían sido removidas para alojar a un nuevo individuo y, en algunos casos, un individuo fue depositado sobre otro” (Pérez Maestro 2007, 302). El puticulus aprovechó una antigua cantera, reutilizada de manera simultánea como vertedero, y sus dimensiones eran: 43,47 m. de longitud, 29,62 m. de anchura y 4,5 m. de profundidad, todo ello expresado en sus valores máximos.

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edad y ambos sexos (desde nonatos, enterrados ocasionalmente en ollas de cerámica o bajo fragmentos de ánfora, a adultos de edad indeterminada), aunque parece observarse cierto predominio de mujeres jóvenes y bebés, ya nacidos o muertos antes de nacer. En cualquier caso, el hecho de que aparezcan en decúbito prono o cualquier otra posición poco frecuente no implicó necesariamente la falta de atenciones a la hora de ser enterrados. Así, por ejemplo, uno de los cadáveres en decúbito prono, joven y de sexo indeterminado, llevaba como ajuar “dos ungüentarios de vidrio depositados junto a la cabeza, una jarrita de vidrio junto al rostro, una ollita de cerámica común sobre el frontal y una jarra de cerámica común junto a los pies” (Pérez Maestro 2007, 295-296, nº 7). Del mismo modo, un individuo joven femenino enterrado en posición sedente portaba un gallo bajo su brazo izquierdo, además de una “ollita de cerámica común, 3 platos y una aguja de hueso junto a los pies” (Pérez Maestro 2007, 298, nº 32); mientras un nonato, sepultado en el interior de una olla de cerámica monoansada, incorporaba con él un pequeño falo de bronce (Pérez Maestro 2007, 300, nº 46). No faltan, finalmente, algunos de ellos con restos de ofrendas funerarias de carácter alimenticio o simbólico, como el adulto masculino enterrado en decúbito supino con una mandíbula de cerdo junto a su mano derecha (Pérez Maestro 2007, 298, nº 31), el nonato depositado junto a otro bajo la parte superior de un ánfora, con la mandíbula de un burro o de un potro sobre las cervicales (Pérez Maestro 2007, 299, nº 39), o el adulto inhumado en decúbito supino bajo un amontonamiento de piedras con una pata delantera de vacuno junto a su pierna derecha (Pérez Maestro 2007, 300, nº 50). La mayor parte de los adultos recuperados habían realizado en vida trabajos físicos de mucho esfuerzo y, salvo en un caso, no parecen haber sufrido una muerte violenta. Se hace difícil, pues, encontrar una explicación unívoca a una casuística tan compleja, que tiene como único hilo conductor el rito funerario empleado, la deposición en una fosa común a las afueras de la 33

ciudad y quizá el escaso poder adquisitivo de los allí enterrados, debiendo posponer el establecimiento de cualquier otra motivación a una publicación más exhaustiva del conjunto. ***** Todo parece, pues, indicar que estamos ante la aplicación arqueológica práctica de ceremonias mágico-religiosas (o cuando menos rituales)51 de purificación, apaciguamiento y sujeción a la sepultura de individuos ajenos a la norma, y por tanto no reconocidos oficialmente por la moral, la religión ni la ley de la época (Ortalli 2010, 36), capaces de canalizar su hostilidad y su marginación regresando de la muerte en forma de espíritus malignos, fantasmas, aparecidos, espectros o sombras amenazantes -larvae, lemures- para exigir un funeral digno (Plin., Ep. 7. 27. 4-11; Lucian., Philops., 30-31; Cfr. Alfayé 2009, 184) o vengar su desgracia en los vivos. Con ello toma carta de naturaleza una nueva dimensión a la hora de enfrentar el hecho funerario en arqueología que, sin duda, incide en la necesidad perentoria de extremar el rigor en la excavación de tumbas y restos a fin de detectar con mayor precisión las huellas de los rituales que conformaron el funus, pues sólo cuando se detecte intencionalidad expresa en el rito observado (ajeno por tanto a las prisas, el descuido o la indiferencia), podremos hablar de enterramientos no convencionales, de deseo explícito de protección, defensa o sujeción profiláctica del difunto a su lugar último de reposo. Y, por supuesto, intensificar la multidisciplinariedad de los estudios, en particular los análisis antropológicos, porque sin la ayuda de antropólogos y forenses es difícil a veces percibir ciertas perturbaciones que pueden afectar a los restos óseos propiamente dichos o a las ceremonias de las que el individuo fallecido fue objeto ante mortem, peri (circa) mortem, quizá como causa de ella, o post mortem, durante el sepelio, con el cadáver en pleno proceso de descomposición o ya parcialmente esqueletizado. Una singular forma de defensa -no de ofensa- por parte de quienes, sin duda, sintieron 51

Hasta ahora conocidas sólo a través de los textos.

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pavor ante la posibilidad de verse acosados, perturbados o amenazados por muertos no bien muertos, pero también de piedad, al facilitar su integración entre quienes habitaban antes que ellos y para siempre el mundo de ultratumba52. ¿Cabría, tal vez, rastrear algún componente etnográfico o social que fijara un origen común, o una comunidad cultural para tales rituales…? ¿Fueron prácticas aceptadas y en uso por parte de toda la sociedad, o quedaron imitadas a ciertos sectores sociales, económicos o culturales? ¿Deben ser interpretadas igual en Germania que en Britannia, Hispania o Gallia? ¿Se mantuvieron inalterables o, por el contrario, evolucionaron a lo largo del tiempo? Por el momento conviene ser extremadamente cautos en las conclusiones, dado el estado inicial de los estudios, la ausencia de excavaciones rigurosas y contrastadas, y el número relativamente limitado de casos conocidos. ¿Cómo entender, en efecto, tantas particularidades detectadas53, o que algunos de los cuerpos fueran arrojados sin más en la fosa o el ataúd, acompañándolos después de su correspondiente ajuar, pero descuidando en apariencia aspectos normativos y fuertemente ligados a lo emocional como son, por ejemplo, el amortajamiento o la posición última del cadáver…? Es disparidad aparente que en el fondo, sin embargo, parece equivaler a pura uniformidad (al menos, por lo que se refiere a determinadas regiones, grupos humanos o incluso familias), por lo que implica de componente escatológico frente a los muertos no del todo integrados en el Más Allá (living corpse; Alfayé 2009, 184), a los que se provocaba una “segunda muerte” (ésta, definitiva) por ser

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Se explica así que tales prácticas puedan aparecer eventualmente en zonas marginales de las necrópolis, quizás delimitadas al efecto con carácter también excluyente. 53 La casuística se revela enorme y heterogénea, en función de las zonas, las causas de la muerte, las características personales del finado, o los rituales concretos que acompañaron al sepelio o las neutralizaciones posteriores.

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amenaza potencial y espantosa para los vivos. Habrá, pues, que seguir trabajando sobre el tema, extremar el rigor estratigráfico, arqueotanatológico y antropológico de los estudios en aras de un corpus documental contrastado, en el espacio y en el tiempo, que permita interpretaciones bien contextualizadas y coherentes, tanto desde el punto de vista cualitativo como cuantitativo. Por el momento, y con esto termino, basta quizás con descartar la identificación lineal, unívoca y obligada de muchos de estos inhumados como individuos excluidos en sentido estricto del grupo social, supuestos su convivencia frecuente con el resto de la comunidad en las mismas áreas funerarias -de Hispania, y de las otras provincias donde se documentan-, el celo puesto en las sepulturas de muchos de ellos, los ritos que acompañaron su funus (incluidos tumbas y ajuares), y, en ocasiones -y aquí podría estar la clave-, para sorpresa de quienes dos mil años después nos vemos en la tesitura de interpretar lo ocurrido, el hecho de que incluso compartan familiarmente el mismo ataúd con otros enterrados en el más convencional decúbito supino. La elección de rituales anómalos para individuos que también lo fueron implicaría algún tipo de simbolismo o mensaje subiliminal, explícito y comprensible sin dificultad en su momento, gobernado por el miedo y circunstancialmente también el deseo añadido de proporcionarles paz, amarrándolos de paso a la tumba. “De la misma forma que este cachorro está vuelto boca abajo y no puede levantarse, que tampoco ellos puedan; que sean atravesados como lo está éste”, dice una tabella defixionis recuperada en el interior de la tumba galorromana de una niña que fue enterrada con su perrito en Villepouge y Chagnon (Charente-Inférieure, Galia). Apareció ensartada, junto a otra tablilla, por un clavo54. Es muy curioso en este sentido que, según cuenta Plinio (Nat. Hist. 28, 63), la forma de curar la epilepsia consistía 54

Audollent, A., Defixionum Tabellae, París, 1904, 111-112; Cfr. Sevilla 2012, 219; sobre el tema, vid. también, por ejemplo, De Filippis 1997, 108 ss.

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precisamente en fijar un clavo en el mismo punto del suelo en el que había golpeado la cabeza del enfermo durante su crisis. De ese modo la enfermedad quedaría fijada al suelo, liberando al epiléptico. Más o menos como los vivos pretendían librarse de aquellos muertos reluctantes que se resistían a pasar al otro lado amenazando su paz en forma de aparecidos, fantasmas o espíritus55. Muchas gracias. Bibliografía AAVV (2007), El yacimiento arqueológico Tossal de les Basses. Seis mil años de historia de Alicante, Alicante. ALFAYÉ, S. (2009), “Sit tibi terra gravis: magical-religious practices against Restless dead in the ancient world”, en Marco, F.; Pina, F; Remesal, J. (Eds.), Formae mortis: el tránsito de la via a la muerte en las sociedades antiguas, Instrumenta 30, Barcelona, pp. 181-215.

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“La pobre madre del chiquillo lo estaba llorando y éramos muchos los que compartíamos allí su tristeza: de pronto las Estrigas -seres maléficos que según la creencia popular raptaban a los niños mientras dormían y les chupaban la sangre (Ovidio, Fastos VI, 131-132)- empezaron a silbar; parecía aquello un galgo persiguiendo a una liebre. Estaba con nosotros un capadocio, corpulento, muy valiente y fuerte de veras: podía ser un toro embravecido. Este hombre echa mano a su espada, se lanza decidido a la calle, con su mano izquierda debidamente protegida, y traspasa a una de esas furias por aquí…, en pleno estómago. Oímos un gemido, aunque, a decir verdad, a ellas no las vimos. Nuestro héroe, volviendo dentro, se dejo caer en una cama: tenía el cuerpo todo morado, como herido a latigazos: una mano maligna había caído sobre él. Nosotros, cerrando la puerta, volvemos a velar al muerto; pero al tocar la madre a su hijo para abrazarlo, se encuentra con un manojo de paja. No tenía corazón, ni intestinos, ni nada: evidentemente las Estrigas habían robado al niño y habían puesto en su lugar a un muñeco de paja. Os lo aseguro, debéis creerme: hay mujeres con dotes extraordinarias, hay brujas nocturnas que trastornan todo lo habido y por haber. En cuanto a nuestro fornido gigante, ya nunca más recobró su color natural, y pocos días después se murió de un ataque epiléptico” (Petronio, El Satiricón, 63, 4-10).

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Discurso de contestación por la

Académica Numeraria Ilma. Sra. Profª. Dra. Dña. Dña

SOLEDAD GÓMEZ NAVARRO

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Buenas tardes: Ilustrísimas autoridades universitarias, de la Academia Andaluza de la Historia, compañeros académicos, compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras, alumnos de la Cátedra Intergeneracional y de la Facultad, familia, amigos todos, CON LA VENIA, Me cabe hoy el honor, que agradezco, de acompañar a Desiderio Vaquerizo en este acto de su singladura vital y académica, así que como es de bien nacidos ser agradecidos, permítanme que mis primeras palabras sean para expresar mi más sincera gratitud al profesor Vaquerizo, que acaba de leer ese magnífico discurso de entrada en esta Academia, por haberse atrevido a pensar en mí para realizar su laudatio y responder a su discurso, y por sus palabras hacia mi persona y, sobre todo, hacia mi familia –se nota que me conoce muy bien-, así que gracias, Desiderio, muchas gracias. Como también él acaba de expresar, han pasado más de tres décadas desde que nos conocemos y se inició la dilatada y profunda amistad que nos une. No sé si recordará que fue un día de otoño de 1982 haciendo el viejo Curso de Adaptación Pedagógica, cuando el profesor Vaquerizo, que es de una promoción anterior a la mía, quiso saber quién lo precedía en las listas de las únicas becas que entonces existían para la investigación, las del Plan de Formación del Personal Investigador del Ministerio –o FPI-, que era quien les habla, y que por la Universidad de Córdoba él cerraba y que luego conseguimos ambos. No solo han pasado desde entonces bastantes años, como habrán fácilmente notado, sino que empezaban también así dos vidas paralelas en el plano profesional, pero solo por unos pocos años, porque pronto la suya adelantó a la mía, avanzó más rápidamente y, sobre todo, se aseguró laboralmente mucho antes que la mía, y desde entonces claramente se distanció sobremanera. 53

Quizás jugó a su favor un poquito la diosa Fortuna, la suerte, que siempre hay, efectivamente, que contemplar, pero sin duda también su extraordinaria laboriosidad y el seguir y desarrollar de forma inquebrantable e inflexible un plan sistemático de trabajo, porque, como dijo Picasso, o quizás fue Dalí, que siempre las musas lo encontraron con los pinceles en la mano, en efecto, no existe otro secreto que el trabajo. En todo caso, hemos “fabricado el tiempo”, como dice Natalie Zemon Davis a propósito de otra cuestión que no viene al caso, una expresión que me gusta pero que, sobre todo, me parece muy acertada e inteligente56. Es evidente, pues, ese largo y hondo poso de amistad, que sin ambages yo he querido expresar y reiterar explícitamente, mas no se espere que el mismo explique, justifique o provoque la glosa fácil, complaciente, o de aliño, únicamente, porque no es necesario: Los méritos hablan por sí solos y avalan sobradamente, si bien espero clemencia porque ha sido harto difícil sintetizar un Curriculum Vitae que supera las cien páginas hasta el año pasado, donde todo es sustantivo y jugoso, sin concesiones pues a la vacuidad, y que obviamente habla de una carrera muy sólida, brillante y fructífera. Para salir lo más airosa posible me he fijado en lo más relevante o singular en cuanto especial y/o único, espero haber acertado y, sobre todo, estar a la altura de tan gran empeño. Como muchas veces el mismo profesor Vaquerizo ha expresado, el contacto de este pacense de Herrera del Duque con la ciudad de Córdoba se remonta a 1973 cuando comienza sus estudios de Bachillerato Superior en la antigua Universidad Laboral, donde permanecería tres años hasta la conclusión del Curso de Orientación Universitaria –el añorado COU-, una etapa que tanto le marcó sobre todo en la forja de su persona y de su carácter, como él mismo ha señalado varias veces, la última hace poco más de un mes

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En la Introducción a la obra dirigida por Georges Duby y Michelle Perrot: Historia de las mujeres, 3 (dirs.: Arlette Farge y Natalie Zemon Davis): Del Renacimiento a la Edad Moderna, Madrid, Taurus, 1992, p. 12.

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en el Diario Córdoba, aunque desde ahí y hasta el presente, ha sido casi un cordobés más, y digo “casi”, porque nunca ha olvidado su tierra natal, como debe ser, porque quien olvida sus raíces, olvida su memoria y quién es. Entre 1976 y 1981 cursa la extinta y magnífica Licenciatura de Filosofía y Letras en la Sección de Geografía e Historia. La Memoria de Licenciatura en 1984 sobre Poblamiento indígena y romanización en la Siberia extremeña (Badajoz), y la Tesis Doctoral, en 1987, sobre La cultura ibérica en el sureste de la actual provincia de Córdoba. El yacimiento del Cerro de la Cruz (Almedinilla), ambas redactadas con su beca de FPI, culminan su formación académica al ser el grado de doctor el máximo que confiere el Alma Mater, como es sabido, pero, sobre todo, señalan que la Arqueología sería su vocación y dedicación profesional para siempre; marcaban de alguna manera sus mismas más habituales líneas de investigación, como luego diré; e inauguraban un camino profesional sólido y, especialmente, despejado, pues tras un par de cursos como profesor de Enseñanza Secundaria, que de todo se hacía/hacíamos en aquellos años, también muy difíciles, para salir adelante, obtiene su plaza de funcionario en 1988 como Profesor Titular de Universidad en el Área de Arqueología de esta Facultad de Filosofía y Letras. En condición ya de tal, completa su formación con dos estancias largas en Roma en 1992 y en 1995. Pero nada es casual o fortuito: Sin duda contó con personas que le influyeron y le encaminaron adecuadamente, aunque claves fueron, curiosamente, mujeres –excepción hecha del profesor Martín Bueno-, como la recordada Mª Dolores Asquerino y Pilar León, ambas profesoras de esta casa, y aun antes, Ana Mª Vicent, como directora del Museo Arqueológico de Córdoba; sin desmerecer a ninguna, quiero recordar especialmente a la primera, a la profesora Asquerino, quizás porque fue la primera, y esto siempre es importante, que animó y dirigió los primeros trabajos de investigación del profesor Vaquerizo, teniendo luego la generosidad de encomendarlo a la catedrática del Área, la profesora Pilar León, y 55

también porque he entendido que en este texto tenía la oportunidad de brindarle mi pequeño tributo al inmenso magisterio y buen hacer de aquella compañera, que a mi juicio no ha tenido el reconocimiento merecido. Pero volvamos al nuevo académico. Ser Profesor Titular le colocaba en la posición que siempre había deseado y para la que había trabajado sin desmayo, y que solo era dar rendido cumplimiento a los cometidos y obligaciones que el BOE impone al profesor universitario, esto es, docencia e investigación, y también gestión, camino en el que el profesor Vaquerizo ha tocado, en símil flamenquil, todos los palos, y siempre bien, lo cual es francamente muy difícil, y que la obtención de su plaza como Catedrático de Arqueología en 2002, solo ha continuado e intensificado. Veamos, pues, cómo ha practicado y fructificado esa triple faceta del profesor universitario: Docencia, Investigación y Gestión. En cuanto a la docencia, es indudable la amplísima experiencia al respecto del nuevo académico, y ya sea docencia reglada y no reglada. La primera, amplia, variada, diversificada y completa, recorriendo del Grado al Postgrado -máster y doctorado-, le califican como un magnífico profesor, como lo prueban sus casi siempre cinco puntos sobre cinco en las encuestas del alumnado sobre la labor docente, balance que, unánime e ininterrumpidamente, es muy difícil de alcanzar y sobre todo de mantener; la obtención de “Reconocimiento a los Mejores Docentes” que la UCO estableció en el curso 1998-1999, para todas sus asignaturas impartidas en dicho curso; el que haya coordinado varios Programas de Doctorado, alguno de ellos interuniversitario, y dirigido hasta su extinción, en este mismo curso académico, el Máster oficial con Mención de Calidad en Arqueología y Patrimonio. Ciencia y Profesión, organizado por las Universidades de Córdoba, Huelva, Málaga y Pablo de Olavide, teniendo en cuenta que dicho máster supuso durante años el acceso a un Doctorado en Arqueología con Mención de Excelencia que coordina igualmente, habiendo sido acreditados ambos por parte de la ANECA; o su 56

frecuente presencia como profesor invitado en cursos y programas de doctorado y másteres, oficiales o propios, de distintas universidades nacionales y extranjeras como Madrid, Salamanca, Padua o Pisa, entre muchas otras, lo que significa que ha mantenido un alto nivel de movilidad internacional mediante estancias periódicas en el extranjero. Idéntico resultado si se examina su docencia no reglada, fundamentalmente, pero no solo, en la Cátedra Intergeneracional de la UCO, de éxito asegurado pues sus clases son siempre de las primeras que se completan y las más llenas, o en la ingente cantidad de cursos y seminarios impartidos en Córdoba y en gran parte del territorio peninsular, y donde siempre ha mostrado su mucho saber sobre el mundo prerromano y en especial romano. Mención especial merece en este apartado su labor, entre 1996 y 1998, como director de los Seminarios Universitarios Fons Mellaria, su etapa en el Secretariado de Estudios Propios de la UCO en el que entró en 1999 y dirigió hasta 2002, creando durante este tiempo la Universidad de Verano Corduba, de la que fue director durante tres ediciones hasta la última fecha indicada, y magnífico ejemplo de lo bien que el profesor Vaquerizo marida docencia y gestión, y además abre caminos, otra de sus virtudes y rendimientos, puesto que hoy la Universidad de Verano es una espléndida realidad, y como también después haría con otra experiencia, la de la Calidad de la UCO, gestión asimismo hoy plenamente consolidada quizás por las firmes bases de que gozó, los principios, que por eso son tan importantes, como digo. Pero si vasta es su docencia, qué decir de su investigación, impresiona e impresionante, y tanto la que ha desarrollado de forma individual, como la colectiva, incentivando a ella y creando, otra vez, muy sólidas bases de continuación en la investigación de la Arqueología cordobesa. Es tan amplia su cosecha en esta faceta, tan vasta su experiencia en la práctica arqueológica, como formador de nuevos investigadores, como coordinador de campañas arqueológicas o director de excavaciones, y tan productiva su labor 57

en dar a las prensas resultados, que necesariamente tengo que ser selectiva; para ir por orden, comienzo por su investigación individualizada. En este sentido, la Siberia extremeña, Almedinilla y Córdoba; el pasado ibérico y romano; y las imbricaciones culturales y la muerte, me parecen que compendian bien espacial, temporal y temáticamente, lo que han sido los principales focos del interés investigador del profesor Vaquerizo Gil. Su memoria de licenciatura permitió que conociéramos que existía en España, concretamente en Extremadura, una comarca natural denominada Siberia, la Siberia extremeña, y que los distintos pueblos que la componen pronto empezaran a serme familiares aporreando sus nombres en la vieja máquina de escribir, que aún conservo -y lo que es mejor, que aún funciona perfectamente- en que el texto de aquélla se pasó. Si interpreto bien aquel primer fruto de investigación, ahí ya combinaba lo que iban a ser sus dos principales temáticas, el mundo indígena prerromano, que luego recibe el impacto de la cultura romana, y ésta misma, sugestivo y sugerente campo de indagación para comprobar los múltiples posibles influencias o rechazos culturales que trataría de probar y cerrar su tesis doctoral a través del yacimiento almedinillense del Cerro de la Cruz, y sobre el que tenemos resultados absolutamente indispensables como El yacimiento ibérico del Cerro de la Cruz (Almedinilla, Córdoba). Avance a su Excavación Arqueológica Sistemática57; y, sobre todo, La cultura Ibérica en Córdoba. Un ensayo de síntesis58. Pero le pudo el pasado romano, en el que prácticamente ha centrado sus dos últimas décadas de investigación, y, en concreto, su mundo funerario, una línea tan interesante como quizás para aquel espacio cultural aún poco explotado, lo que explica que en ella se haya centrado -e hizo bien, es una de las que más enseñan

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Córdoba, Diputación-Ayuntamiento de Almedinilla-Centro Asociado de la UNED de Córdoba, 1990. 58 Córdoba, Universidad-Cajasur, 1999.

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sobre la vida-, produciendo un extraordinario balance en forma de monografías como autor único, coautor, editor científico y coautor; de artículos de revistas, nacionales e internacionales siempre de impacto y reconocido prestigio y aun en varios idiomas; y de otras publicaciones, que solo en libros como editor científico y coautor rozan la veintena, y de artículos en revistas nacionales e internacionales superan generosamente la cincuentena, y donde títulos como Córdoba en tiempos de Séneca. Catálogo de la Exposición conmemorativa del MM Aniversario del nacimiento de Lucio Anneo Seneca59; Espacio y usos funerarios en el Occidente Romano60; Las áreas suburbanas en la ciudad histórica. Topografía, usos, función61; o Córdoba, reflejo de Roma, Catálogo de la recordada magna exposición celebrada al efecto hace apenas tres años y coedición con Mª Dolores Baena y Carlos Márquez62, entre muchos otros, repito, son ya de indispensable consulta para quien desee adentrarse en el conocimiento científico de la cultura romana, en general -cordobesa o no, porque las investigaciones y aportaciones del profesor Vaquerizo han superado también ampliamente este ámbito-, y tanatológica en particular, donde prácticamente ha transitado todas sus posibles aristas: la agonía, el acompañamiento fúnebre, la sepultura, los rituales post mortem como el luto y las ofrendas, o la religiosidad inherente a la muerte. A ello ha de sumarse asimismo un casi innumerable conjunto de trabajos presentados como comunicaciones y casi siempre ponencias por invitación en bastantes reuniones científicas

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Córdoba, Diputación Provincial, 1996. Córdoba, Seminario de Arqueología, con apoyo del Proyecto Funus, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología –DIGICYT- y la Unión Europea –Fondos Feder-, 2002. 61 Córdoba, Grupo de Investigación Sísifo-Universidad-Ayuntamiento de Córdoba, con la colaboración del Ministerio de Ciencia e Innovación y la Unión Europea a través de sus Fondos Feder, 2010. 62 Córdoba, Ayuntamiento, Diputación y Universidad de Córdoba, Junta de Andalucía y Fundación Viana, 2011. 60

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nacionales e internacionales, recorriéndose casi todo el solar patrio y buena parte de nuestro entorno europeo más cercano, y siempre del más alto nivel, todo lo cual dibuja, como decía, un panorama que apabulla y absolutamente apabullante pero sobre todo de calidad. Y no de otro cariz es el resultante si pasamos a su investigación colectiva, esto es, tanto constituyendo e impulsando grupos y proyectos de investigación autonómicos, nacionales e internacionales, como incentivando a la investigación a jóvenes historiadores, licenciados e investigadores, y a todos los que se han acercado a su despacho con ideas claras sobre su formación presente y futura en la Arqueología y, especialmente, con ganas de trabajar y sentido del deber y del cumplimiento, como lo prueban, si no he contado mal, sus treinta y dos memorias de licenciatura y trabajos fin de máster dirigidos y presentados hasta 2014, o las nueve tesis doctorales defendidas, algunas de las cuales han sido objetivo de diversos Premios de Investigación, y a las que se suman las que aún están en elaboración. Pero quizás la faceta más destacada del profesor Vaquerizo Gil por sus extraordinarias dotes para organizar y llevar a cabo tareas -lo cual no es fácil por lo general, y menos, aunque me cueste reconocerlo, en las Humanidades, en particular, donde sin duda aún tenemos que aprender de nuestros colegas de Ciencias en la constitución de equipos eficientes de investigación, en colaboración y coordinación-, sea la de constituir grupos y proyectos de investigación activos, dinámicos y sobre todo fructíferos, porque sin duda los ha hecho producir, y bien, y plano de la investigación colectiva en el que hay que destacar el que dirija desde el año 2000 el Grupo de Investigación Sísifo, en el Plan Andaluz de Investigación, cuyos miembros han sido distinguidos en los últimos años con numerosos reconocimientos a su labor investigadora; el que haya sido Investigador Principal de numeroso proyectos, entre los cuales encabeza actualmente uno de carácter internacional patrocinado por el Ministerio de Educación, otro más por la Fundación Española 60

para la Ciencia y la Tecnología del Ministerio de Economía y Competitividad, y un tercero a cargo del Ministerio de Cultura; el que haya sido Investigador Principal entre 2001 y 2011 del convenio de colaboración en materia de arqueología sostenido por su Grupo con la Gerencia Municipal de Urbanismo del Ayuntamiento de Córdoba, en cuyo marco se generó un nuevo modelo de gestión de la arqueología urbana aplicada a la ciudad histórica como yacimiento único; o el que dirija desde 2011 el atractivo proyecto de cultura científica Arqueología somos todos, que se ha convertido en un referente internacional sobre transferencia del conocimiento. En todo caso, aspectos sonoros de esta investigación individualizada y colectiva, y, a la par, incentivación a la misma investigación porque el proceso se retroalimenta, son dos especialmente, a mi entender. Por un lado, su faceta como creador de vehículos de expresión y publicación, ya bien acreditados, fundando las revistas de divulgación científica Anales de Arqueología Cordobesa, de periodicidad anual, que dirige desde su origen y que ya ha sobrepasado ampliamente los veinte números; Anejos de Anales de Arqueología Cordobesa, que co-dirige con Juan Francisco Murillo Redondo, y Res Novae Cordubenses. Estudios de Calidad e Innovación de la Universidad de Córdoba, de la que dirigió los tres primeros volúmenes. A ellas se suman la serie Monografías de Arqueología Cordobesa, que inició en 2010 una nueva etapa, y que ha logrado ya su número veinte, infinidad de artículos divulgativos y de conferencias impartidas, el haber sido comisariado de varias exposiciones, y la dirección de la página web www.arqueocordoba.com, pionera y paradigmática de este tipo de herramientas. Por otro lado, y esta segunda dimensión es muy importante y sobre todo muy difícil, haber sabido crear escuela y, especialmente, verla funcionar plenamente establecida: En efecto, ser testigo de que dos discípulos llegan a consolidarse en la carrera académica universitaria -casos de los profesores y compañeros de esta casa José Antonio Garriguet y Alberto León- y otra persona 61

más, no discípulo en este caso pero sí colaborador muy directo cuando empezaba la cultura de la Calidad en esta Universidad, hoy plenamente desarrollada y establecida, llega a uno de los puestos más importantes de la gestión universitaria, como es el caso del profesor Alfonso Zamorano, deben de ser la mejor recompensa y el fruto más logrado de cualquier profesor universitario: Crear y consolidar escuela. Y también el profesor Vaquerizo ha desarrollado y destacado en la tercera y última parcela del docente universitario, en la de la gestión, no quizás en su primera línea en cuanto a máxima responsabilidad -aunque lo intentó y esto a veces es lo que importa-, pero sí abriendo sendas, como ya dije, y poniendo en marcha nuevas experiencias, que también es muy importante: Ahí están sus logros en los ya mencionados Seminarios Universitarios Fons Mellaria, germen de la actual Universidad de Verano Corduba; sus también varias experiencias en la organización de exposiciones y reuniones científicas; y sobre todo su quehacer entre 2002 y 2006 como Comisionado del Rector para la Gestión de la Calidad y Proyectos de Innovación de la Universidad de Córdoba con rango de vicerrector, así como presidente de la Comisión Asesora de Calidad creada al efecto y donde, como miembro de ésta última, brindándome así mi primera experiencia de gestión fuera de la Facultad, que siempre le agradeceré, tuve oportunidad directa de comprobar personalmente cómo trabaja y cómo consigue resultados. A los tres planos de docencia, investigación y gestión, el profesor Vaquerizo ha sumado dos más, uno de ellos, también frecuentado, y cada vez más, por el profesorado universitario que entiende/entendemos la difusión y divulgación científica como una obligación genuina de nuestras tareas, al devolver a la sociedad lo que está invierte en sus docentes y, sobre todo, para mostrarle la finalidad de lo que hacemos; pero el otro sin duda menos común. Me refiero a su tarea en lo que hoy se denomina pomposamente

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transferencia del conocimiento, y a la de escritor de literatura, aunque, en realidad, y bien pensado, son una misma cosa. En la primera, y como parte de su compromiso permanente con el entorno en el que desarrolla su labor, y más en particular con la ciudad de Córdoba, desde el 2009 colabora como columnista en el Diario Córdoba, con una periodicidad quincenal, producto de lo cual ha sido la monografía Córdoba, a pie de tierra que ha recopilado sus artículos de prensa hasta 2013, y que ha suscitado gran expectación63, sin olvidar el abultado número de publicaciones de alta divulgación en que ha ido comunicando sus investigaciones, o la ya mencionada última experiencia de Arqueología somos todos. En su faceta como escritor literario, más rara en el mundo académico, ciertamente, aunque de alguna forma también difusión del conocimiento, como decía, y también estupenda, porque el profesor Vaquerizo, de letra fácil, certera e incisiva, escribe muy bien, ya ha dado a las prensas cinco novelas de bastante buena acogida de crítica y público, y donde puede detectarse su experiencia y experiencias y, sobre todo, su personalidad: Rigor, disciplina, laboriosidad, cumplimiento, amor al trabajo bien hecho, ambición que cuando persigue el bien de la ciencia y el progreso es loable, lealtad…, valores todos ellos que son él, el profesor Vaquerizo, como todos sabemos, y que, en realidad, pensándolo bien, lo hacen -o nos hacen, a los que también podemos compartirlos- unos afortunados porque nos los llevamos como generación ante un mundo que empezamos a no entender o a no entender bien. Con todo lo señalado, es claro que los reconocimientos tenían que llegar al profesor Vaquerizo, y llegaron, bien en forma de nombramientos, como el muy reciente de Académico Correspondiente de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, o como miembro de Comités científicos de evaluación docente y de investigación; o de premios, también 63

Córdoba, El Almendro, 2013.

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varios en su haber y de reconocido prestigio: Premio Extraordinario de Licenciatura, “Cordobeses del Año”, obtenido de forma conjunta, “Juan Bernier” en varias ediciones, II Premio “Fundación Caja Rural a la recuperación del Patrimonio Histórico Artístico de Córdoba y Provincia”, “Averroes de Oro Ciudad de Córdoba a las Ciencias 2012”, Premio a la “Transferencia del Conocimiento a la Sociedad 2013” del Consejo Social de la UCO, Premio “Vaccea 2014” en la categoría de Investigación y Divulgación Científicas de la Universidad de Valladolid, y una Mención especial de los Premios “Europa Nostra” 2013 por su conocido y ya citado proyecto “Arqueología somos todos”. De la experiencia y saber acumulados precisamente en una de las líneas de investigación que más ha frecuentado en los últimos tiempos ha dado magnífica prueba el discurso que acaba de pronunciar y todos oír, que, por su temática, la muerte, a la que dediqué varios años de mi vida64, y que aún sigue estando ahí, como esos lugares, sobre todo los primeros, a los que uno siempre vuelve, me ha provocado y suscitado muchas cosas, que sin embargo pueden compendiar las dos grandes cuestiones que, a mi juicio, lo vertebran y sobre las que quiero reflexionar desde mi perspectiva de modernista y especialmente como persona que ha pensado y sigue pensando mucho en el tema de la muerte, a saber: La perpetuación de ritos romanos en el Cristianismo católico, y la muerte en sí misma, como realidad, como hecho, como acto absolutamente ineludible. 64

Gómez Navarro, Soledad: El sentido de la muerte y la religiosidad a través de la documentación notarial cordobesa (1790-1814), I: Análisis y Estudio de los Testamentos, Granada, Ilustre Colegio Notarial, 1985; “El ritual de la muerte en su perspectiva histórica: Córdoba en los siglos XVII y XVIII", en Encuentros con la Muerte, Córdoba, Universidad, 1991, 75-135; La muerte en la provincia de Córdoba. Inventario de escrituras notariales de Córdoba, Montilla y Fuente Obejuna (1650-1833), Sevilla, 2 Ilustre Colegio Notarial, 1996-1998 ; Una elaboración cultural de la experiencia del morir. Córdoba y su provincia en el Antiguo Régimen, Córdoba, Universidad, 1998; Materiales para la experiencia del morir en la Córdoba del Antiguo Régimen: Historiografía, Heurística, Metodología, Córdoba, Universidad, 1998.

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Por lo que respecta a la primera cuestión, no es de extrañar ese mantenimiento o perpetuación de ritos paganos romanos en la concepción y experiencia de la muerte cristiana católica -católica, repito, que no es lo mismo que la muerte protestante, en absoluto; de hecho, es la gran irresoluble brecha que diferencia y distancia a protestantismo de catolicismo, lo que sustentan sus respectivas teologías de la muerte-, porque en gran medida la muerte romana se cristianizó con la emersión del Cristianismo de las catacumbas, la romanización favoreció y fue un canal para la romanización –por cierto, qué estupendo proyecto interdisciplinar surgiría de ahí, para testar este aserto-, hasta el punto de que, de hecho, las áreas menos romanizadas fueron también las menos cristianizadas o remisas a la cristianización, y es lógico que así fuera tanto porque cuando un sistema cultural sometido se libera, trata cuanto antes de adaptarse adoptando la realidad existente, como porque, por esta misma razón, el romano –mejor dicho, grecolatino- era precisamente ese ámbito cultural previo y dominante. De ahí que casi todos los actos, gestos y ritos que el profesor Vaquerizo ha ido desgranando tengan su parangón en el ritual funerario católico de la España Moderna, como sucede, ante mortem, mortem y post mortem, con la angustia en la agonía; la conclamatio o llamar tres veces al difunto para asegurarse de que está realmente tal, como aún hoy se hace con el Papa, y como recogían mis documentos testamentarios cordobeses del Antiguo Régimen cuando el escribano expresaba que “instalado en una pieza de las casas horno habitadas por el difunto, vi el cuerpo del referido en una cama baja de figura cadavérica, por haber fallecido de su enfermedad, y para certificarme de ello, le [por lo] llamé tres veces por su nombre y no me respondió, y para que conste lo pongo por diligencia”65, o en altas e inteligibles voces “llamé por su dicho

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Archivo Histórico Provincial de Córdoba –AHPCO en lo sucesivo-, Protocolos Notariales de Córdoba –PNCO-, Oficio 2, protocolo 198 (1800), 17-46r., fº 20v.: Inventario de bienes dejados por Blas Gómez.

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nombre y apellido hasta tres veces, esforzando la voz y no me contestó, infiriéndose de ello y de las demás señales visibles hallarse muerta”66; la inhumación como opción de sepultura generalizada y extramuros hasta el siglo VI después de Cristo67; el recuerdo del difunto en las celebraciones del novenario, cabo de año y día de los difuntos, festividad escogida por Odilon de Cluny en 1048 para conmemorar a todos los que ya habían abandonado este mundo, y extendida desde muy poco antes del siglo XIII a toda la Iglesia latina hasta el presente; o las ofrendas sobre la tumba, tan habituales en el mundo gallego o vasco, por ejemplo, aún en plena época Moderna, y tan paganizantes que, por lo mismo, serán objeto constante de los esfuerzos de recristianización de las autoridades eclesiásticas hispánicas del Barroco y aun del Barroco tardío, en pleno siglo XVIII. Y lo mismo puede decirse si me fijo en conceptos más genéricos sobre la muerte que tan magistralmente ha desgranado el discurso que acaba de pronunciarse: El miedo a la muerte, actitud dominante en los testamentos cordobeses del Antiguo Régimen por cierto: Incierto es el momento, el momento en que el óbito se produzca, como bien dicen los documentos de última voluntad: “Temiéndome de la muerte, natural, y su hora incierta”68, no el hecho, el hecho, el morir, es seguro-, y que no es lo mismo que el miedo a los muertos, como luego diré; la prevención, casi pavor, a ser enterrado vivo, asimismo sentimiento muy presente en las expresiones testamentarias sobre todo desde la segunda mitad del siglo XVIII, y quizás causa de esas formas “raras” que a veces se han encontrado en las excavaciones arqueológicas, como el mismo profesor Vaquerizo ha planteado como hipótesis, aunque tampoco podría descartarse las epidemias, cuando, en efecto, los 66

AHPCO, PNCO, Oficio 13, protocolo 135 (1830), 164-317v., fº 164v.: Inventario formado a los bienes dejados por doña Francisca García y Aguayo. 67 Ariès, Philippe: El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983, p. 34. 68 AHPCO, PNCO, Oficio 26, protocolo 58 (1760), 264-267v., fº 264r.: Testamento de doña María de Ossorio, Sotelo, Pozo y Barrientos.

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enterramientos eran masivos y poco ortodoxos desde el punto de vista ritual, si no mediara la crisis demográfica, o por lo que se cubría la cara de la personas difuntas con una tela, para comprobar si respiraban -“hallé a la susodicha tendida en su cama, cubierta la cara con un pañuelo blanco y, habiéndola descubierto y llamado tres veces por su nombre y apellido, a ninguna me respondió por lo que, y demás señales que le advertí, la hallé estar cadáver”, redactaba otro escribano cordobés sobre doña Francisca Javiera de los Cobos69-; el destino de los niños no bautizados -el limbo, espacio de la geografía de la eternidad recientemente suprimido, por cierto, por la jerarquía eclesiástica-; la debida preparación de las próximas parturientas a la muerte, quienes, también en el catolicismo postridentino, debían disponer su testamento por el posible óbito en el parto o el postparto; las apariciones y los espectros, los muertos entre los vivos -aquí sí los muertos, como antes decía, el miedo a su regreso-, de vieja tradición popular ya desde la alta Edad Media, y durante toda la Modernidad -piénsese en la Santa Compaña gallega, por ejemplo-, pese a los infructuosos esfuerzos de la alta clerecía por extirpar estas creencias tan poco cristianas; la identificación de la muerte con el sueño -sueño eterno dirá el discurso y el ritual cristianos70-; la muerte como fin de los trabajos de este mundo, como vía de un mejor mundo; los gestos en el momento del morir, como acompañar al moribundo, tocarle las manos, despedirse, actos tan profundamente arraigados en las acciones y conciencia colectiva, que la Iglesia recomendaba a familiares, amigos y deudos que no lloraran inmediatamente tras la expiración porque el oído es de los últimos sentidos que se apaga y los llantos podían llevar al moribundo-difunto, si aún, efectivamente, no había abandonado este mundo, a nueva desesperación rebelándose contra la idea de dejarse ir, de marchar

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AHPCO, PNCO, Oficio 5, protocolo 171 (1820), 254-360v., ff. 259v-260r.: Inventario de los bienes dejados por la supradicha. 70 Ariès, Philippe: Op. Cit., pp. 27-29.

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en paz; sobrevivir más allá de la muerte en las fundaciones y los legados píos perpetuos, una forma como otra cualquiera de inmortalidad por el recuerdo; la mala fama también en el Catolicismo del suicidio o de la muerte violenta, pero, curiosamente, y a la par, también la cristianización de esta acción con el acompañamiento al reo en el patíbulo, si era ajusticiamiento, de generalmente un fraile franciscano, o con la obra de caridad de enterrar a los difuntos, si la muerte había sido violenta por decisión propia o ajena, o en los caminos y sin nadie que reclamara el cadáver, que practicaban las hermandades de Misericordia o de la Caridad, según los lugares, y presentes en todo el orbe católico precisamente con aquel como uno de sus principales carismas; la cruz, en fin, en este singular repaso a la escatología católica, como forma infamante de castigo y ajusticiamiento en el mundo romano, pero la cruz, locura para los griegos, escándalo para los judíos, salvación para los cristianos, magnífico ejemplo de este sincretismo cultural del que vengo desde hace un rato hablando. Por otra parte, todo lo que he indicado incide y lleva a la misma muerte, a la gran pregunta, la otra gran cuestión que ya anuncié que creo que revolotea en todo el texto del profesor Vaquerizo, y sobre la que ahora reparo para terminar el mío: Qué sabemos o, mejor, qué podemos saber de la muerte como realidad, como hecho, como fuerza inevitable, como fenómeno propiamente dicho. Por ser de esos hechos o realidades radicales que antes o después siempre interpelan al individuo, en realidad lo que expresaré a continuación es fruto de mi pensamiento al respecto después de muchos años asimilando conocimientos sobre el tema, que la posibilidad de esta contestación me da la oportunidad, que agradezco, de volar sobre ellos y ver el bosque; también de volcar lo que he ido pensando en los últimos tiempos para entender esta cosa tan rara que es la vida y la muerte, cuando alguien muy querido ya no está en el mundo que vemos con los sentidos, así que también lo que a continuación expongo es de alguna manera un 68

pequeño homenaje a los que nos dejaron aquí abajo. Repito: Qué sabemos -mejor, qué podemos saber- de la ineludible frontera que es la muerte, de cómo viene, de qué se experimenta, de qué sucede en su decurso y después, qué sabemos o podemos saber del más allá. La muerte ha venido siempre envuelta en ropaje religioso básicamente por el desconocimiento humano del evento, porque desconocemos qué hay detrás, por el miedo, la angustia o la ansiedad que lo desconocido suele desencadenar, y que las religiones han sabido administrar, calmar y/o domesticar. Eso también explica que la muerte sea de esos temas existenciales axiales, de esos radicales, que antes o después obligan al ser humano a preguntarse por ellos, en realidad, lo que es una de las clásicas de las preocupaciones de la filosofía -recuérdese el existencialismo de Unamuno, por ejemplo-, que enfrentan al individuo consigo mismo, con uno mismo, desde la fe o no, esto quizás es lo de menos, pero sí a tomar postura consciente y claramente cuando el adulto es plenamente tal. Para eso se busca conocimiento, lecturas, nos hacemos preguntas…, y un buen día se tropieza con algún instrumento que puede ayudar, con alguna clave sobre la que poder construir algunas certezas o ideas. En mi caso fue la literatura científica sobre Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), interesantes investigaciones científicas emprendidas desde la Psicología, la Psiquiatría y sobre todo la Medicina -en modo alguno, pues, desde la religión- por los doctores Elisabeth Kübler-Ross71, y Raymond Moody72, pioneros en este tipo de investigaciones -desde la ciencia, insisto- sobre personas que en fase terminal y sobre todo protagonistas de experiencias de “muerte clínica” y después reanimadas, les han descrito cómo se sentían tras aquel proceso, sus experiencias y sus pensamientos al

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La muerte: un amanecer, Barcelona, Ediciones Luciérnaga, 1989; y Sobre la muerte y los moribundos, Barcelona, Grijalbo, 1993. 72 Vida después de la vida, Madrid, Nuevos Temas, 1991.

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respecto, y a cuyos trabajos han seguido con matices propios los de Marianne Andrau73, John Bowker74, Sherwin B. Nuland75, Scott Rogo76, Dorothy Rowe77, Ganga Stone78, o los de los españoles José Luis Olaizola79, y, sobre todo, José Miguel Gaona Cartolano80, la más reciente y muy acreditada, por cierto, aportación al respecto. Y como puede conocerse a Dios, a quien nadie ha visto, a través de la persona y mensaje de Jesucristo, a quien sí se vio y existió, como expresaba san Juan, me he servido, aplicando el tan conocido y útil método científico de la comparación, de las conclusiones de esas investigaciones, para conocer un poco más acerca de la muerte como hecho, como fenómeno. Puede argumentarse que las personas entrevistadas no estaban en sus mejores condiciones físicas y sobre todo psicológicas, anímicas, por el impacto sin duda fuerte de la experiencia vivida, pero todas están en la misma situación y, lo que es más importante desde el punto de vista metodológico, los testimonios se repiten, coinciden extraordinaria y masivamente, lo que les confiere solidez y el inexcusable principio científico de la verosimilitud. En todo caso, es un camino, no sé si provechoso o no, acertado o no, pero, en todo caso, una posibilidad de aproximación, de acercamiento, al conocimiento de lo que puede suceder en el momento de morir y de lo que puede haber detrás, y desde un 73

Más allá de la muerte. Las huellas de un destino inevitable, Barcelona, Ediciones Apóstrofe, 1994. 74 Los significados de la muerte, Gran Bretaña, Cambridge University Press, 1991. 75 Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Madrid, Alianza Editorial, 1993. 76 La existencia después de la muerte. Argumentos en favor de la supervivencia después de la muerte corporal, Barcelona, Ediciones Apóstrofe, 1991. 77 La construcción de la vida y de la muerte. Dos interpretaciones, Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1989. 78 Palabras de vida y muerte, Barcelona, Ediciones B, 1997. 79 Más allá de la muerte. El país sin descubrir, Barcelona, Planeta, 1994. 80 Al otro lado del túnel. El camino hacia la luz en el umbral de la muerte, Barcelona, Círculo de Lectores, 2012.

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camino científico porque se trata de propuestas científicas desde disciplinas científicas, como digo. Y las conclusiones, por encima de estados, creencias, condiciones materiales o culturas de los distintos testimonios, son bastante coincidentes y sorprendentes: Una aplastante mayoría habla de paz, beatitud, bienestar, encuentro con los ya desaparecidos -familiares, amigos, conocidos…-, la vida vivida en un flash, nuevas y muy diferentes sensaciones -traslaciones, sentidos muy despiertos y de potencialidades desconocidas, nuevas, gratificantes, poderosas, que permitían a quienes narraban estas experiencias ver sin ser vistos, oír sin ser escuchados, retener todo por trivial o anecdótico que fuera, como luego probaban exactamente al relatar sus vivencias, y lo que de alguna forma indica que algo sigue uniendo y, por tanto, que cabe cierta forma de “comunicabilidad” entre un lado y otro de la frontera; posibilidades infinitas, pues, de conocimiento y muy diferentes al mundo sensorial terrenal, otra realidad, en definitiva, donde todo se amplifica, es de otra forma y adquiere otra naturaleza y otra dimensión-; el túnel, de alguna forma el cielo en la tierra, el encuentro con el SER -con mayúsculas, ¿Dios…?- que espera y abraza, y, sobre todo, que la experiencia les afectó siempre, que nada fue igual desde entonces, en suma, que les cambió. Es lo que dice la ciencia, las aportaciones científicas médicas indicadas: Que el paso, el tránsito, es llevadero; que existe vida tras la muerte, aunque es otra vida y diferente, obviamente, a la que conocemos por los sentidos corporales -¿espiritual…?-; y que esa otra VIDA -con mayúsculas- porque abre perspectivas, percepciones y experiencias inimaginables, es deseable, precisamente por cómo es. Quizás solo sean reacciones químicas del esencial compuesto químico -físico y químico- que somos, ante una situación difícil y/o traumática como es el dejar de respirar para siempre, pero, en todo caso, es una posibilidad de conocimiento, no sé si de certeza -eso queda para cada uno-, de que existe vida tras la muerte -esa otra VIDA-, y que esta otra VIDA es anhelable, lo que hace entender el 71

“muero porque no muero” de santa Teresa, ahora que celebramos conmemoración de su nacimiento, aunque esta frase no implica, en modo alguno, parálisis o quietismo, en absoluto, antes al contrario, trabajar y afanarse con más empeño mientras caminamos en el mundo terrenal, y por lo que también la santa de Ávila, siguiendo con su ejemplo, asimismo decía que “Dios también anda entre pucheros”, que es lo mismo que nuestro castizo “a Dios rogando y con el mazo dando”, o los paulinos “he combatido bien mi combate”, y “he llegado al final del camino”. Pero los testimonios que los doctores señalados analizan también hablan a veces de experiencias desagradables, perturbadoras y muy negativas -malos recuerdos, asaltos de monstruos, pesares, arrepentimientos, deseos de volver atrás y de corregir, de hacer lo que no se hizo, de tormentos, ¿del infierno en la tierra de alguna forma…?-, y de cómo, tras esa muy malhadada experiencia, porque han pensado que no han actuado bien, todos reconocieron su firme decisión de cambiar el rumbo de sus vidas hacia el bien y lo positivo, de mejorar en suma. En todo caso, y sin seguir de lo últimamente expuesto necesariamente un principio moral como causa-efecto, porque quizás también pueda obedecer al desajuste de algún componente químico en el complejo hecho que es el morir, por si acaso, y porque es muy humano buscar siempre lo mejor, lo placentero, lo agradable…, quizás convenga cuidar esa parte de uno, esa parte del individuo, de cada individuo, inasible, única e intransferible, que ayuda a sentirnos bien, que nos da lo que nos distingue, que nos identifica -¿el alma…?-; y a trabajar la confianza, la esperanza, la esperanza de que la espera tenga su fruto, la esperanza en el encuentro futuro con el SER con mayúsculas y con los seres que ya se fueron. Todas las experiencias cercanas a la muerte también prueban que todo está en el interior de cada uno, en la parte única e irrepetible de cada uno, que el bien y el mal, que el SER luminoso y el que no lo es -¿Dios y el ángel caído…?- también, y por tanto que 72

existen; así que porque todo está en uno mismo, en el interior, en realidad todo se reduce al sabio y viejo principio del “conócete a ti mismo”, a la construcción de una vida interior, a escuchar la voz que puede hablar, la vida del Espíritu -otra vez, ¿del alma…?-, a nutrirla y alimentarla, a enriquecerla. La fe puede ayudar, ayuda -aunque tampoco es camino fácil porque existe la noche oscura-, pero no es imprescindible porque muchos de los sujetos entrevistados afirmaron no ser creyentes, si bien todos coincidieron en que mantener bien y bien vigorizada esa parte inasible del ser humano que identifica y diferencia a cada uno -¿alma…?-, compensa, y puede, puede -otra vez la esperanza-, tener su fruto en el encuentro futuro. Quizás es esto lo que el discurso eclesiástico católico del Antiguo Régimen quería expresar y comunicar con interiorizar y preparar la muerte en la vida…, vivir el momento del paso, ser conscientes del mismo, lo que en modo alguno es posible en el nacimiento. En todo caso, dos observaciones pueden ser útiles: Una, las experiencias de los testimonios estudiados quizás puedan servir para asentar un cierto conocimiento de lo que espera cuando llega la muerte y de lo que ésta esconde; y dos, que parece que reporta buenos frutos -emocionales, sensitivos, incluso físicos…, ¿espirituales?- para afrontar el fin de esta vida trabajar lo más posible en mejorar la parte espiritual de cada uno, preparar mejor eso que nos hace diferentes, por si acaso…, aunque obviamente esto es solo una propuesta de pensar, una propuesta de actuar, una propuesta de forma de vida, nada más: Sin entrar en el misterio de la enfermedad desde la visión cristiana que puede brindar los mejores e irrepetibles momentos de convivencia con el ser querido que se fue, esa propuesta puede significar asumir la muerte en la vida, recordar a los que se han ido -palabras, eventos, imágenes…-, hablar con ellos, porque mientras viven en el recuerdo, viven, son invisibles, no ausentes.

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Profesor Vaquerizo, el tiempo se nos ha ido -también se nos han ido…., que, según lo que aquí acabo de expresar, al menos yo deseo y espero encontrar-, hemos vivido mucho, hemos entretejido el tiempo, como decía al comenzar. La madurez y solidez de su discurso es magnífico indicativo de que seguirá dándonos muchos frutos de tanta calidad como el que hoy aquí ha manifestado; todos, empezando por la docta institución que lo ha acogido y a la que sin duda enriquecerá sus serias contribuciones, siempre se lo agradeceremos; que así sea, y por mucho tiempo. HE DICHO. Mmgg.

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