Utopía y distopía en Salomé, una pieza teatral poco conocida de Rosario Castellanos

June 6, 2017 | Autor: Rosario De Swanson | Categoría: Hispania, Rosario Castellanos, Literatura mexicana
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Descripción

UtopÃ-a y distopÃ-a en Salomé, una pieza teatral poco conocida de Rosario Castellanos Rosario M. de Swanson

Hispania, Volume 95, Number 3, September 2012, pp. 437-447 (Article)

Published by The Johns Hopkins University Press DOI: 10.1353/hpn.2012.0101

For additional information about this article http://muse.jhu.edu/journals/hpn/summary/v095/95.3.de-swanson.html

Access Provided by The American Association of Teachers of Spanish and Portuguese at 10/04/12 10:05PM GMT

Utopía y distopía en Salomé, una pieza teatral poco conocida de Rosario Castellanos Rosario M. de Swanson Marlboro College, USA Abstract: En su drama Salomé (1952), Rosario Castellanos incluye elementos de utopía y distopía para llevar a cabo una crítica severa a las condiciones sociales que oprimen a la mujer y a la población indígena de Chiapas en una época en la que, a pesar de los múltiples cambios que trajo consigo la Revolución de 1910, aún permanecía sujeta a códigos sociales que perpetuaban su marginación política y social. De manera conmovedora, el drama descubre los mecanismos a través de los que se produce la opresión de la mujer privilegiada y la participación de esta última en la reproducción de la opresión de la mujer indígena. Keywords: contemporary Mexican theater/teatro mexicano contemporáneo, feminism/feminismo,

Indigenism/indigenismo, Mexican literature/literatura mexicana, Rosario Castellanos, Salomé

Y los signos se cierran bajo mis ojos como la flor bajo los dedos torpísimos de un ciego. Pero yo sé: detrás de mi cuerpo otro cuerpo se agazapa, y alrededor de mí muchas respiraciones cruzan furtivamente. . . . Pero yo no conozco más que ciertas palabras en el idioma o lápida bajo el que sepultaron vivo a mi antepasado. —Rosario Castellanos

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n México, las artes en general, el teatro en particular, han desempeñado un papel trascendental como herramientas para el análisis, la disección y la crítica de la realidad política y social. Dado el carácter participativo de múltiples capas de la sociedad (dramaturgo, director, actores, empresarios, público receptor de la obra), no es sorprendente que el teatro en México haya sido usado como herramienta para efectuar cambio.1 Nadie es más consciente de ello que Rosario Castellanos, quien en toda su obra somete a juicio crítico el lugar que procesos históricos (la Conquista, la Independencia, la Revolución) han asignado a la mujer y al indígena en el texto social.2 Con todo, la producción dramática de Castellanos es escasa y comprende apenas cuatro piezas: la trilogía formada por Tablero de damas, Salomé y Judith, escrita hacia 1952 durante su regreso a Chiapas, y su célebre drama El eterno femenino, publicado póstumamente en 1975 (P. Schwartz 56–58). Tablero de damas toma como centro la figura de Gabriela Mistral para hablar de las dificultades de la mujer escritora en un ambiente hostil. Salomé y Judith se basan en temas bíblicos que Castellanos traslada a Chiapas para enfocarse de lleno en la condición femenina y en la problemática indígena. En Salomé, objeto de discusión del presente trabajo, la autora incluye elementos de utopía y distopía para hacer una crítica a las limitaciones impuestas a la mujer en una sociedad cuasi-colonial dividida profundamente por conflictos de raza, clase y género aun a pesar de los logros de la Revolución Mexicana.3 En el drama, los deseos de la protagonista por un destino mejor encarnan el ideal utópico. No obstante, este resulta inalcanzable a menos que primero la AATSP Copyright © 2012

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protagonista adquiera consciencia clara de las estructuras que la oprimen y del papel que ella misma desempeña en su propia opresión y en la opresión de otros. De ahí que la obra termine cuando el velo se descorre para descubrir ante ella una realidad distópica. Con ello, la autora sugiere que es solamente después de adquirir esta consciencia que la cristalización de ese ideal utópico puede comenzar. La palabra utopía se deriva de dos términos griegos relacionados entre sí: eu topia, el mejor de los lugares o buen lugar; y, ou topia, en ninguna parte. Por consiguiente, la utopía describe una realidad ideal pero inexistente. De acuerdo con E. D. S. Sullivan, el concepto de utopía como visión alterna de la realidad surge con la obra de Tomás Moro (1516), influenciada por el descubrimiento de las Américas, pero sus raíces se remontan a la República de Platón. De ahí que toda utopía, en tanto que imagina o propone un modelo alternativo de organización social, conlleve necesariamente una dimensión política. Sin embargo, como apunta Erika Gottlieb, la visión utópica no sería posible sin el conocimiento cabal de su contrapartida: la distopía. Es decir, la imaginación de una sociedad hipotética gobernada por la justicia es posibilitada gracias al conocimiento de primera mano de injusticias y aberraciones existentes en la realidad del escritor (26). La utopía y la distopía, por lo tanto, aun cuando pertenezcan al espacio discursivo de la ficción, están ancladas en una ontología de lo político real. Según Fernando Aínsa, la búsqueda utópica en América Latina por el “deber ser” de la realidad es lo que ha impulsado el ideario revolucionario muchas veces de forma convulsiva (165). No obstante, con frecuencia su práctica ha desembocado en la creación de una utopía cerrada, regida por un aparato estatal corporativo o policial cuya principal razón de ser es controlar; en contradicción con la utopía abierta cuya visión del devenir cambiante y cambiable incluye la recuperación de expresiones culturales marginadas empero imprescindibles para su realización (78–98). Esta es justamente la crítica que Castellanos hace al proyecto de la Revolución, dado que la estabilidad de su orden social se apoyaba en estructuras que mantenían a la mujer y al indígena en estado de sometimiento. De acuerdo con Jean Franco, la reformulación del imaginario mexicano a partir de la Revolución de 1910, arraigado en el patriotismo criollo de épocas anteriores, significó ante todo la modernización de la nación y no la transformación de las condiciones sociales de grupos marginados, especialmente de la mujer (Las conspiradoras 20–21). La ideología posrevolucionaria proponía a la mujer ideal como soltera y casta; y a la maternidad y al matrimonio como las mejores vías de realización para ella y, en consecuencia, para la nación (Franco 140–41). Nada ilustra mejor este credo que la introducción de Gabriela Mistral a su antología Lecturas para mujeres recopilada para la Secretaría de Educación Pública (1922–24) a cargo de José Vasconcelos; texto íntegro asignado hasta hoy día como lectura de rigor en muchas de las escuelas preparatorias mexicanas. Según Mistral, la mujer, sea profesionista, obrera, campesina o simple dama, su única razón de ser sobre el mundo es la maternidad, la material y la espiritual juntas, o la última en las mujeres que no tenemos hijos. . . . Para mí, la forma del patriotismo femenino es la maternidad perfecta. La educación más patriótica que se da a la mujer, es por lo tanto, la que acentúa el sentido de la familia. (xv–xviii)

A pesar de la intención de valorar el trabajo de la mujer, este se limita a su función meramente reproductiva. La pedagogía de Mistral al servicio de la ideología patriarcal en el México posrevolucionario exalta la labor reproductiva de la mujer como la cumbre del patriotismo y el hogar como el espacio femenino por excelencia. Sin embargo, el ideal femenino en el ideario posrevolucionario es casi el mismo que el postulado un siglo antes por el patriotismo criollo en vísperas de la Independencia mexicana. Margarita Vargas explica que en el periodo posterior a la Independencia el objetivo principal de la literatura romántica, escrita en su mayor parte por hombres letrados que desempeñaban cargos políticos, era mexicanizar las letras (83). En su deseo por unificar y desarrollar la recién

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emancipada nación, los intelectuales se dieron a la tarea de afirmar su diferencia de la metrópoli española, asimilando el pasado indígena a la nueva nación mexicana como parte del proyecto de formación discursiva de la nación. De ahí que dos de las preocupaciones principales del patriotismo criollo hayan sido asimilar las culturas indígenas al pasado nacional (O’Connell, “Pre-Columbian” 2) y establecer un modelo ideal de mujer mexicana que era casi siempre esposa, hija o madre, y paciente, buena y casta; es decir, lo contrario de la Malinche (Vargas 84–90). En cierto sentido, a pesar de las múltiples contradicciones arraigadas en la historia de la conquista y de la colonización de los pueblos construidos como indios, en el periodo nacional estas inseguridades fueron proyectadas en la figura de la Malinche, cuya histórica y compleja participación fue racionalizada por la perspectiva dominante como una traición (Paz 77–80).4 Hecho sorprendente, si se considera que esta sentencia que pesa por encima del paradigma Malinche es emitida desde la perspectiva de quienes, aunque habían participado en la subyugación de la población indígena y mestiza, pretendían ahora representar y hablar en nombre de esta misma población auto-otorgándose el liderazgo político y cultural. Cabe notar que la inclusión de elementos culturales producidos por los grupos subordinados, en este caso la mujer y el indígena, se realiza especialmente en la literatura, como producto de las mediaciones de un grupo intelectual criollo cuya perspectiva dominante se había apropiado del papel de sujeto creador de la cultura (Guerra Cunningham 170).5 Por otra parte, como se observa en el pasaje anterior, las propuestas de Mistral con respecto a la mujer no representan una gran desviación de las postuladas por el patriotismo criollo de casi un siglo antes: si bien la Revolución abrió las puertas de las escuelas a las mujeres, su educación tenía como fin aleccionarlas en su lugar y función, pero esta vez adecuados a los parámetros del patriotismo posrevolucionario. Lo que salta a la vista es cómo en ambos proyectos se insiste en limitar la labor de la mujer a la función reproductiva, y su esfera de influencia al espacio del hogar. En ambos casos, el condicionamiento pedagógico de la mujer supone su exclusión de las labores simbólicas de la nación, excepto como madre de futuros ciudadanos mexicanos. Esto se debe a que en América Latina la valoración de la labor intelectual por encima de la labor física permitió la subordinación de mujeres, indios y otras castas al proyecto intelectual de las élites letradas (Franco, “Beyond” 360–61).6 La función reproductiva de la mujer, en tanto que el cuerpo es intrínseco a las labores del parto y por ello similar a la labor del trabajador, es entendida como labor física y, por consiguiente, susceptible de ser subordinada a la labor intelectual. Por tanto, el cuerpo como locus de actividad es el vínculo que conecta la subordinación de la mujer con la subordinación de las masas indígenas al proyecto político de las élites. Por ejemplo, con respecto al trabajo de las soldaderas en la Revolución, Florencia Mallon explica que, debido a la separación ideológica de las esferas consideradas como propias para hombres y mujeres, este fue racionalizado como extensión de su labor reproductiva o como violación de los roles de género en caso de ser aceptado como bélico (7). Las soldaderas habían invadido un espacio masculino por excelencia, el campo de batalla, revelando la división de esferas como una construcción. Dado que esto representaba una amenaza a la estabilidad del sistema patriarcal, ahora reestructurado como democrático, una vez terminada la batalla, las soldaderas fueron destituidas del ejército y como consecuencia del archivo oficial (Salas, Soldaderas 101). De su participación solo quedan datos imprecisos, recortes de periódicos, fotos que no siempre las identifican por nombres propios. Más aún, aunque reconocida como “mujer de armas tomar”, la imagen de la soldadera que sobrevive en el corrido mexicano no necesariamente habla de sus hazañas; reitera, en cambio, su lugar como compañera o amante del soldado. En la mayoría de ellos, la soldadera no aparece anclada dentro de un marco histórico y geográfico que la humanice; su figura desprovista de historia flota en la letra de la canción como un extraño reflejo de su suerte en el archivo oficial.7 Conviene aclarar que en el periodo posterior a la Revolución, la integración de grandes segmentos de población indígena a la nación involucraba, en cierto modo, la pérdida de su cultura y etnicidad, su conversión en trabajadores mexicanos, problemática que Castellanos

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examina cuidadosamente en muchas de sus obras, principalmente en su novela Balún Canán (1957). Por otro lado, también se debe subrayar que la construcción de una nación no es solamente un proyecto discursivo, sino que también requiere de grandes cantidades de labor física, en términos reales, de hombres y mujeres; de ahí que la labor de grandes grupos de ciudadanos sea central para su existencia. Paradójicamente, es precisamente su poder como fuerza capaz de transformar el estatus quo lo que muchas veces determina su marginación en el ámbito político. Esta maniobra permite que la fuerza de trabajo sea amoldada con más facilidad a los objetivos dictados por la agenda política del momento dirigida desde arriba. Con ello, se perpetúa la jerarquía entre labor intelectual y labor física, a la vez que se enmascara el valor de esta última para la supervivencia del sistema. De cierta forma, después de la Revolución, en México se aceleró un proceso de desarrollo que había dado comienzo un siglo antes y que no podía proceder sin el trabajo físico de hombres y mujeres, aunque supeditado al proyecto de una élite intelectual criolla. Como consecuencia, tanto para la mujer como para mucha de la población indígena, la Revolución no representó un cambio sustancial, sino más bien una suerte de permutación sin cambio. Que Castellanos estaba plenamente consciente de la parálisis atemporal que parecía aprisionar a la mujer se sabe debido a que vivió estas limitaciones en carne propia, y por ello dedicó gran parte de su obra a este tema.8 Por ejemplo, en uno de sus primeros ensayos titulado La mujer y su imagen (1968), Castellanos explica que la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito . . . el hombre convierte lo femenino en un receptáculo de estados de ánimo contradictorios y lo coloca en un más allá en el que se nos muestra una figura, si bien variable en sus formas, monótona en su significado. (564)

Más tarde en Mujer que sabe latín (1973), Castellanos se queja de que “[e]l ideal femenino de la cultura de Occidente (de la que—en gran parte—somos herederos) presenta una serie de constantes que se manifiestan a lo largo de los siglos y varían apenas con las latitudes que abarcan” (877). Empero, quizá, su protesta más fuerte, además del drama El eterno femenino, se encuentra en su poema “Meditación en el umbral” en el que después de hacer un repaso de la nulidad de posibilidades para la mujer concluye que debe haber “Otro modo de ser humano y libre / Otro modo de ser” (citado en Palley 73). Por consiguiente, el hecho de que Castellanos, aunque escribe Salomé en el periodo posrevolucionario, lo sitúa durante la dictadura de Porfirio Díaz, no resulta ser una mera coincidencia, ya que con ello subraya la continuidad de la opresión de la mujer. Escrito en versos cuyo lirismo evoca el teatro de Sor Juana, la Salomé de Castellanos está ambientada en San Cristóbal de las Casas en la época del porfiriato, en el contexto de una sublevación chamula.9 Según Nanette Rodney, aunque los detalles sangrientos de la historia de Salomé recogida en el evangelio según San Marcos han cautivado la imaginación de pintores, compositores y escritores, es en la versión de Oscar Wilde (1891) en la que la figura de Salomé adquiere un papel protagónico (190–200). La Salomé (1952) de Castellanos, aunque sigue de cerca el guión establecido por Wilde, introduce una serie de cambios para adaptar el drama al contexto mexicano. Dentro del repertorio de imágenes al que Castellanos acude hacen su aparición, además de la figura paterna, la madre biológica y el hombre indígena, la figura seminal de la nana indígena. Además, en la versión de Castellanos, la figura paterna ha sido suplantada por la figura del dictador que representa el poder, al que Salomé y su madre pertenecen. El cacique indígena ocupa la figura mesiánica de Juan Bautista y, como este, es un paria en su sociedad, porque opta por vivir fuera de los parámetros de la misma y reniega de sus reglas. Su figura es inteligible al poder como amenaza que debe ser vencida, no obstante, como en el relato bíblico, su sublevación y muerte final presagian el derrumbe del sistema. Entre los cambios más importantes que la autora efectúa para adaptar la trama al contexto mexicano, destaca la ausencia de la danza de los siete velos por la cual la figura de Salomé es

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universalmente conocida. Castellanos sustituye la intensa pasión que Salomé siente por Juan Bautista, vuelta aún mayor cuanto más el profeta la rechaza, por la atracción que la protagonista siente por el cacique indígena. De este modo, la atracción hacia lo prohibido es lo que desencadena el proceso de individuación de la protagonista, la separación de la madre, el rechazo de las normas propias de su clase, su rebeldía. Cabe aclarar que la crítica ha visto en Salomé una versión temprana de la femme fatale, simbólica de la lucha de la mujer por la independencia y la igualdad de los sexos (Kulterman 187). Aún así, es importante notar que el guión es fiel a las expectativas de una sociedad patriarcal, dado que la realización de la individualidad de la mujer se cifra en ser amada por un hombre. Sin embargo, siguiendo a Doris Sommer, es posible leer el deseo de Salomé como metáfora del deseo de integración de la cultura indígena a la cultura nacional y su rebeldía como un intento por superar las limitaciones impuestas en ella por su género. De esta manera, por un lado se analizan las relaciones que madre e hija guardan con la clase en poder a la que pertenecen y de la cual derivan su poder con respecto a la población indígena; y por otro, cómo este mismo sistema que les otorga poder sobre el indígena, las oprime y limita. Asimismo, se examina la problemática de mujeres como la nana indígena, que por servir en la casa del patrón, son rechazadas por su cultura, aunque tampoco tienen cabida en la cultura de los amos. A este efecto, la acción del drama gira alrededor de cuatro diálogos claves: entre Salomé y su madre; entre Salomé y la nodriza; entre la nodriza y el cacique indígena; entre Salomé y el cacique indígena. El drama abre con la figura de la madre bordando frente a un bastidor en su aposento. Salomé entra temerosa, pues ha escuchado “pasos furtivos / y gritos sofocados” (323–24). La madre explica que el jefe de la insurrección ha sido apresado y acto seguido lamenta su “juventud de virgen pisoteada”, su sexualidad de “hoguera apagada”, “[su] castidad sin mérito” (324–25). Cuando Salomé le pregunta por qué no huyó, responde: “¿A dónde? Mis hermanas / tienen su propio infierno. / Y fui educada para obedecer / y sufrir en silencio. / Mi madre en vez de leche / me dio el sometimiento” (326). El interior de la casa como marco escénico donde se desarrolla toda la acción enfatiza el control que se ejerce sobre la sexualidad y las labores del cuerpo de la mujer mediante su confinamiento al espacio doméstico. De igual manera, dentro de la tradición, representada por la madre bordando junto al bastidor, el hogar se muestra como el lugar natural de la mujer en el espacio de la nación; empero, su discurso revela que la aceptación de este responde a un patrón heredado y no a una voluntad propia (fui educada para obedecer, dice). Otra pieza que se revela es el rol fundamental que juega la madre en la reproducción del orden patriarcal, ya que el sometimiento de la mujer se aprende de otras mujeres: se mama con la leche de la propia madre. Pero además, como bien observa María Salgado, las palabras de la madre ponen al descubierto “que su situación no es individual sino constitutiva del mundo femenino: así vivió su madre, así viven ella y sus hermanas, y así vivirá Salomé” (189).10 El siguiente intercambio destaca la tensión entre madre e hija. La madre le dice: “Mi puñado de mirra, mi manantial secreto. / Yo me alzaré ante el mundo para que no te hiera” (326). Salomé la rechaza con estas palabras: [Madre] “Tus brazos me asfixian / ¡yo quiero respirar en las praderas! . . . / Quiero el amor y su aniquilamiento” (326–27). Más que rechazar el amor materno, a Salomé le aterra terminar como su madre, condenada a lamentar su suerte bordando. No obstante, Salomé, como hiciera su madre antes que ella, cifra su libertad en el matrimonio. Por otra parte, su rechazo no deja de tener consecuencias: como a la madre le fue imposible escapar al sistema, esta se encargará de que, llegado el momento, Salomé tampoco lo haga. De esta manera, la madre cumple con el objetivo de su educación: volver realidad las paredes de la opresión. El hecho de que sea otra mujer la que ejecuta este dictamen dificulta, por un lado, que exista solidaridad entre mujeres; y, por otro, que se desmantelen esas estructuras, dado que opaca sus causas verdaderas. La entrada de la nodriza hace volver el enfoque hacia la problemática de la mujer indígena. La nodriza irrumpe en escena diciendo que el líder de la sublevación indígena ha escapado y que las tres mujeres corren peligro. Salomé se extraña de que la nodriza sienta temor de gente

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de su misma raza. La nodriza responde: “Niña, olvidé su lengua, no aprendí sus costumbres / y nunca usé su ropa. / No digas que es mi raza. / No tengo más familia / que esta casa . . . / He de morir hasta una muerte ajena / puesto que amamanté hijos que no eran míos / y me crié en el patio de las huérfanas” (328–29). Si en el diálogo anterior se aprende que la sujeción de la mujer privilegiada se reproduce a través de otras mujeres, en este intercambio se observan las dinámicas que hacen posible la sujeción de la mujer indígena. El énfasis en su función reproductiva apunta a la explotación a que fue sujeta la mujer indígena que no solamente careció de derechos sobre su cuerpo, sino también sobre el usufructo de su labor reproductiva, dado que tuvo hijos propios pero amamantó a hijos ajenos. Tampoco sabe qué fue de ellos (“Aaaay, aaay mis hijos”, grita la llorona en su avatar de Malinche).11 En cambio, su cuerpo sirvió como sustituto del cuerpo y de la labor reproductiva de la mujer privilegiada, cuyo ocio se convirtió en signo del privilegio de su clase. Como habría de observar Betty Friedan, el ocio de la mujer privilegiada, no solo se fundamenta en la explotación de otra mujer, sino que conduce irremediablemente hacia el tedio, hacia un aburrimiento exacerbado por su confinamiento al espacio doméstico que no puede transgredir, ya que entrar en la fuerza de trabajo puertas afuera implicaría la negación y pérdida de su estatus como mujer privilegiada (15). No así la labor de la nodriza, que queda encubierta porque acontece puertas adentro y porque su carátula exterior es la de la mujer privilegiada. No obstante, desde la perspectiva del poder, articulada por Salomé, a pesar de que la nodriza ha sido despojada de su lengua y cultura original, no puede ser vista como otra cosa sino india. Dado que tampoco es admitida en la cultura de los amos, la nodriza carece de una base ontológica desde la cual reclamar reconocimiento de su persona y personalidad. El no ser de la nodriza queda implícito en el hecho de que se la reconozca exclusivamente por la labor reproductiva de su vientre enajenado; de ahí que carezca de nombre y simplemente se la llame “nodriza”, o, como en Balún Canán, “nana”. En este sentido, la nodriza se asemeja al campesinado de raíces indígenas profundas, compuesto por hombres y mujeres, que apoyó la Revolución: ellos también fueron despojados de su cultura, expulsados de sus tierras, obligados a servir en la casa del amo y al mismo tiempo excluidos de las estructuras de representación y del poder al que fueron y aun hoy son obligados a servir. En este momento, la construcción de una base desde la cual reclamar la legitimación de la mujer mexicana de raíz indígena pero culturalmente mestiza, proyecto utópico de la Revolución mexicana, está en vías de ser. Mas esto no quiere decir que ella sea un sujeto dócil, por el contrario, la nodriza en su respuesta ofrece resistencia al discurso del poder y replantea su identidad, desde la perspectiva de los vencidos, no como algo fijo, sino como un proceso histórico violento que de algún modo la ha insertado, aunque de manera marginal, en el seno de la familia de Salomé, y por ello reclama filiación con ella: “No tengo más familia / que esta casa” (328), dice. Dicho de otro modo, ella reclama inclusión en la nación mexicana. Mas, desde la perspectiva del poder, si bien no existen diferencias culturales entre Salomé y su nodriza, una vez salvada la brecha cultural, el eje de poder se canaliza hacia factores de raza y clase para mantener la jerarquía entre ambos grupos. Salomé, como producto de la clase en poder reproduce el orden social, y por ello no puede ver a la nodriza como parte de sí misma aún cuando la nodriza la haya criado. Hay que subrayar que la perspectiva de poder en el contexto del drama no es la europea sino la mexicana, constituida siempre en relación con lo indígena, ya para diferenciarse de ella, como en los proyectos de modernización y homogeneización de la nación, ya para afiliarse con ella como en el discurso del criollismo y del mestizaje, o como en el indigenismo como práctica literaria y social en la que Castellanos participó de lleno. Conviene destacar que, para Castellanos el indigenismo como práctica literaria era una herramienta que permitía examinar las contradicciones del nacionalismo mexicano y por extensión los mecanismos que prolongaron la opresión de los pueblos indígenas, a pesar de las promesas de la Revolución (O’Connell, Próspero’s Daughter 2).

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Con la entrada en escena del cacique chamula, la acción del drama se centra en la tensión entre la nodriza, Salomé y este. El cacique, a diferencia de la nodriza, representa a la comunidad indígena que, si bien vive en condiciones coloniales, ha sabido resistir y mantener autonomía cultural. El cacique llega huyendo hasta los aposentos de Salomé, quien lo recibe solemne y en actitud de entrega. La nodriza, con temor, le dice: “Señor, no me castigues / Yo no menosprecié a los de mi raza. / Pero entre ellos y entre todos soy la despreciada” (334). Una vez más, la nodriza habla al poder con la verdad. Rechaza, de este modo, interpretaciones patriarcales de la historia mexicana que le han asignado el lugar de traidora, el lugar de Malinche, en el texto social. La respuesta del cacique a la nodriza incluye una visión sorprendentemente humanista y humanitaria: “No vine a castigar. / Vine a pedir piedad para mi hermano. / Porque si yo pidiera justicia los pilares de la ciudad se vendrían abajo” (334). En cierto modo, no hay marcha atrás. La mejor respuesta es la humana: dejarles ser, permitirles coexistir como pueblos indígenas con culturas diferenciadas en el espacio de la nación. Salomé, creyendo que el cacique es el hombre anunciado que viene a rescatarla, ordena que se le atienda con viandas. El cacique agradece su bondad con este discurso: “Porque a la sed del prófugo le diste / más que una esponja con vinagre y más / que una vana disculpa a su congoja. / No importa tu color ni el escalón / de tu casta. / Más cerca estás de mí / que todas las mujeres de mi raza . . . / aceite vivo eres / de la más viva lámpara” (335–36). Una vez más, Castellanos subraya la importancia del reconocimiento de la humanidad de los pueblos indígenas como un elemento ético clave en el diálogo entre culturas. La respuesta de Salomé, la acerca momentáneamente a él, porque reitera su voluntad de escapar de las paredes de esa casa: “¿Me llevarás contigo? No tolero / más agobio de celdas / ni más chales sombríos encorvando mi espalda. / Quiero la sencillez / de tus sandalias. / Yo te juro / que habré de merecer el seguir de tus pisadas”, le dice (335–36). Este es el momento en el que el drama se acerca más a la utopía de comunión y entendimiento con la cultura indígena, pero es solamente un momento. Su magia se rompe con la llegada de la madre, que se interpone y acusa a Salomé de traición llamándola víbora. Como respuesta, el cacique chamula aparta a la madre con violencia y toma a Salomé como rehén. La acción del cacique chamula hace que Salomé se dé cuenta de que ella no es otra cosa sino una pieza valiosa en la lucha por el poder, no una entidad en sí misma, “Tú también, tú también” (339), exclama. Acto seguido, conforme con el destino trágico del drama, Salomé lo entrega a los guardias. A la muerte del cacique chamula le sucede la locura de Salomé. Sin embargo, Castellanos ha deslizado un giro inesperado en la trama. Si en la versión de Wilde la balanza de poder se resuelve en favor de Salomé, que enloquece porque por fin ha logrado obtener el objeto de su deseo, en la versión de Castellanos, la locura de Salomé se fundamenta en el nacer a la conciencia de su lugar como sujeto, que no es uno, como dice Luce Irigaray. Es decir, la acción del cacique chamula revela que, aun cuando pertenezca a la élite, su género la inserta dentro del juego político como mercancía intercambiable, como una pieza de ajedrez en el juego político del poder. De ahí que prefiera la muerte del cacique, aun cuando esto la hunda en la locura, a ser espejo de los deseos del otro. Salomé vuelve sobre sus pasos y dice en voz fuerte según las indicaciones de la autora: “Madre, mujeres todas que antes de mí y conmigo / soportasteis un yugo de humillación . . . / Yo me reconocí, más allá de mi dicha, / heredera de la mitad oscura / del mundo, confinada en la mitad sombría de la casa . . . / ¡Estáis en mí vengadas! . . . / sabedlo: / La acción de Salomé os abrió una cancela. / Aunque ella se tapió para sí misma la última rendija” (340). Con ello, la autora parece sugerir que si bien la acción de Salomé no logra transformar el estatus quo, la locura, y la lucidez anterior a la locura, son una especie de doble conciencia a su condición verdadera. En las palabras de Salgado, Salomé entiende por fin que en su cultura no hay alternativas viables a los modelos femeninos prescritos por los códigos patriarcales; de ahí que el rechazo de estos la conduzca a la locura y a una especie de muerte en vida (191). En cierto

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modo, ella carece también de una base ontológica como sujeto desde la cual reclamar inclusión en la gran nación mexicana. El drama cierra no con la cabeza de Juan Bautista en una bandeja de plata, sino con la cabeza de Salomé sobre el regazo de su nodriza que reza la siguiente plegaria: “Ovillito del sueño . . . / teje para mi niña el cojín más mullido . . . / En tus rodillas, tierra / la deposito . . . / Que donde va su corazón no vaya / el frío” (342). En esta escena final, Salomé y la nodriza parecen ser imágenes especulares la una de la otra; juntas forman una pantalla a modo de díptico en la que se proyecta la realidad distópica de México. La realidad mexicana que se presenta al final del drama es desgarradora. La rebelión chamula ha sido apagada. El cacique ha muerto y con él la esperanza de entendimiento entre culturas en el espacio de la nación. En cuanto a Salomé, como se demuestra en el discurso anterior, al rechazar el lugar y la misión que el patriarcado le asigna, adquiere conciencia plena, pero solo para darse cuenta de que no puede transformar su situación: que en el patriarcado el sujeto femenino no existe, que este no le otorga a la mujer la posibilidad de representar el papel de sujeto (Salgado 194). De ahí que la imagen casi infantil de Salomé en el regazo de la nana sugiere su retorno a una etapa anterior a las estructuras de opresión, donde si bien no puede ser a plenitud, por lo menos puede empezar a imaginar mundos aún no reales. Con ello, la autora sugiere que la búsqueda de otras formas de ser humano y libre requiere el regreso a esta etapa anterior al nombre del padre para tender puentes de solidaridad con el otro, en este caso la nodriza como emblema de la mujer indígena oprimida. Por otra parte, a pesar de que la locura y el silencio final de Salomé identifican la experiencia de la mujer con el espacio de la pérdida, es decir como fuera de las labores simbólicas de la nación, han vuelto inteligible la continuidad de la opresión de la mujer en el México posrevolucionario. La figura de la nodriza, aunque inteligible a través de su diálogo, dado que también permanece confinada a “la mitad sombría de la casa”, tampoco alcanza significación en el espacio de la nación. En cierto modo, ambas mujeres se encuentran sin communitas, ya que aún no tienen lugar en las estructuras de la sociedad mexicana de la época (Turner, citado en Davies 124–28). Las bases de su legitimación se suponían fraguar con la Revolución, cuyo proyecto utópico, como demuestra Castellanos, quedó inconcluso. De este modo, el drama marca el desencanto con el proyecto utópico de la Revolución que, institucionalizado bajo estructuras democráticas corporativas y patriarcales, desembocó en la creación de una sociedad antitética que excluía y oprimía tanto a mujeres como a indígenas. Por ello, la Revolución de 1910, como lo fue Juan Bautista antes de la llegada de Cristo, no fue sino el signo de un cambio trascendental que aun está por venir. Por tanto, si se toma como punto de partida el contexto político del porfiriato en el que Castellanos sitúa el drama, o el contexto posterior a la Revolución y durante las reformas de Cárdenas, en el que lo escribe, los cuales fueron grandes momentos de crisis y transformación, hasta pensar en el momento actual puede verse que este proceso utópico comenzado con la Revolución aún sigue vivo en las luchas que los marginados de la nación, las mujeres, los pobres, los homosexuales, los que emigran al otro lado, y sobre todo los indígenas Zapatistas, llevan a diario. NOTAS 1  En México, esta función se remonta a Sor Juana, pero en el siglo XX el cuestionamiento penetrante de la historia y de los mitos mexicanos se reanuda con las obras de Rodolfo Usigli: El gesticulador (1937) y la trilogía Corona de sombra (1943), Corona de fuego (1960) y Corona de luz (1963). Cabe mencionar que los documentos de Usigli forman parte del Walter Havighurst Special Collections Library de la Universidad de Miami. Este diálogo es seguido por Carlos Fuentes y renovado por la perspectiva de la mujer en las obras de Rosario Castellanos, Elena Garro (Un hogar sólido [1958]), Pilar Campesino (Superocho [1979]) y en casi toda la producción de Sabina Berman, comenzando con Herejía (1973). Vea Latin American Women Dramatists: Theater, Texts, and Theories y “Spanish American Theatre: Twentieth Century” en The Cambridge History of Latin American Literature. Para un estudio centrado en El eterno femenino de Castellanos, vea A Rosario Castellanos Reader (1988), de Maureen Ahern y The Subject’s Tragedy: Political Poetics, Feminist Theory, and Drama (1992), de Linda Kintz.

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 Para dos estudios muy completos sobre la obra de Castellanos, vea A Rosario Castellanos Reader (1988), de Maureen Ahern y Próspero’s Daughter (1995), de Joanna O’Connell. 3  Aunque se menciona Salomé (1957) en varios estudios sobre la obra y la biografía de Castellanos, incluyendo los citados en el presente estudio, no existe mención de la puesta en escena. Al respecto, vea también ¡Ay vida, no me mereces! (1985), de Elena Poniatowska y Rosario Castellanos: Un largo camino a la ironía (1984), de Nahum Megged. 4  La Malinche fue la mujer india que Hernán Cortés recibió como regalo en Tabasco poco antes de la Conquista de México. Dado su lugar como esclava, se convirtió en su amante y en su traductora durante la conquista de México. Que la racionalización de la participación de la Malinche como traición es una interpretación patriarcal de la historia es evidente al compararla con la interpretación que se le ha dado a la participación de los tlaxcaltecas. Al respecto, vea Victors and Vanquished: Spanish and Nahua Views of the Conquest of Mexico (2000), de Stuart B. Schwartz; “Sobre la imposibilidad de Antígona y la inevitabilidad de la Malinche: La reescritura de la alegoría nacional” en Las conspiradoras (1994), de Jean Franco; y “‘Mother’ Malinche and Allegories of Gender, Ethnicity and National Identity in Mexico”, de Sandra Messinger Cypess en Feminism, Nation, and Myth: La Malinche (2005). 5  Entre los textos que abordan la cuestión del otro desde la perspectiva latinoamericana se encuentran Sobre literatura y crítica latinoamericanas (1982), de Antonio Cornejo Polar; Decadencia y auge de las identidades (1992), editado por Guillermo Bonfil Batalla; y Latin American Identity and Constructions of Difference (1994), editado por Amaryll Chanady. Otros textos claves son Orientalism (1978), de Edward Said y Black Skin, White Masks (1967), de Frantz Fanon. 6  Parte del proyecto utópico de la independencia fue la eliminación del sistema de castas, cuyo fin era limitar el acceso de estas a oficios y profesiones reservadas para criollos o peninsulares. Según Leslie Rout, las castas pueden reducirse a tres tipos de mestizajes: euroafricano (mulatos), euroindígena (mestizos) y afroindígena (zambos) y las variedades resultantes de esas mezclas. Rout cita tablas de castas de México archivadas en el Museo Nacional. Vea The African Experience in Spanish America (1976), de Leslie Rout. En México, sobreviven en el habla popular (prieto, moreno, zambo) como rastro de su existencia en la colonia; la categoría aún vigente es la de indio. Las culturas africanas, dado que no eran vistas con habla y cultura diferenciadas, pues su estatus como esclavos había dictado una integración forzada “rápida”, se subsumen dentro del mestizaje, y con ello se borra su historia. Hoy día se está haciendo un esfuerzo tremendo por recuperar esta “memoria negra” perdida. Vea el proyecto Nuestra tercera raíz, dirigido por la antropóloga afromexicana Luz María Martínez Montiel en el sitio de CONACULTA. El texto de Ilona Katzew “Identity and Social Stratification in Colonial Mexico”, aunque se basa en el desarrollo del género pictórico conocido como pintura de castas, explica el sistema de castas en el siglo XVIII. La abolición del sistema de castas es el proyecto utópico de los arquitectos de la independencia, principalmente de José María Morelos y de Vicente “el negro” Guerrero, ambos de ascendencia indígena y negra. Vea La población negra de México (1990), de Gonzalo Aguirre Beltrán y The Legacy of Vicente Guerrero: Mexico’s First Black Indian President (2001), de Theodore G. Vincent. 7  Se ha hecho un esfuerzo titánico por recuperar el legado de las soldaderas; vea Hasta no verte Jesús mío (1969) y Las soldaderas (1999), de Elena Poniatowska y Soldaderas in the Mexican Military (1990), de Elizabeth Salas. Con respecto al corrido, vea The Mexican Corrido: A Feminist Analysis (1990), de María Herrera-Sobek. 8  Este es el tema central de su drama El eterno femenino (1975) y de su poesía de tema feminista. Para una introducción a la temática de la poesía de Castellanos, vea la antología Meditación en el umbral (1985), editada por Julián Palley y A Rosario Castellanos Reader (1988), de Maureen Ahern. 9  “Hombres murciélago”: en tzotzil; la denominación chamula se basa en que fueron usados como animales de carga (mulas) por colonos primero y más tarde por criollos. Hoy día los tzotziles forman una de las grandes bases de la rebelión zapatista en Chiapas. 10  Este estudio difiere del de Salgado en que, para ella, Salomé opera como doble del mito de la Bella Durmiente. 11  El antecedente de esta leyenda aparece en el sexto presagio funesto recogido en el excelente texto Visión de los vencidos (1998), editado por Miguel León Portilla. 2

OBRAS CITADAS Afroamérica. La tercera raíz. Ed. Luz María Martínez Montiel. 2012. Web. 14 ago. 2012. Impreso. Aguirre Beltrán, Gonzalo. La población negra de México: Estudio etnohistórico. México, DF: Fondo de Cultura Económica, 1990. Impreso. Ahern, Maureen. A Rosario Castellanos Reader. Austin: U of Texas P, 1988. Impreso.

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