Una Concepción Moderna de la Virtud Cívica

October 16, 2017 | Autor: Jordi Tena-Sánchez | Categoría: Political Philosophy, Republicanism, Liberal Egalitarianism, Civic Virtue
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THÉMATA Revista de Filosofía

T THÉMA TA Reviista de Fiilosofía Número 44

Sevilla, 20 011 Esta reevista es accessible on-line en e el siguientee portal: www.instituciional.us.es/reevistas/revista as/themata/httm/presentaciion.htm http://w

Número 44

THÉMATA Revista de Filosofía

2011

http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/htm/presentacion.htm Directores: Jacinto Choza, Juan Arana. Secretario: Francisco Rodríguez Valls Comité de Redacción: Luis Miguel Arroyo, Federico Basañez, Avelina Cecilia, Concepción Diosdado, Jesús de Garay, Javier Hernández Pacheco, Alejandro Martín Navarro, Clara Ríos, Ignacio Salazar. Comité Consultivo: Jesús Arellano (^) (Sevilla), Modesto Berciano (Oviedo), Alexander Broadie (Glasgow), Lawrence Cahoone (Boston), Carla Cordúa (Santiago de Chile), Angel D'Ors (Madrid), Ignacio Falgueras (Málaga), Tomás Gil (Berlín), Mario González (São Paulo), Nicolas Grimaldi (París), Fernando Inciarte (^) (Münster), Alejandro Llano (Pamplona), Pascual Martínez-Freire (Málaga), Carlos Másmela (Medellín, Colombia), José Rubio (Málaga), Otto Saame (^) (Mainz), Roberto Torretti (Santiago de Chile), Jorge Vicente Arregui (^) (Málaga), Héctor Zagal (Ciudad de México). La Revista Thémata está siendo recogida, analizada e incorporada, de modo sistemático, en las siguientes Bases de Datos y Repertorios Biliográficos: Bases de Datos CThe philosopher's index. Bowling Green State University. CFRANCIS. PHILOSOPHIE. CNRS. INST. France. CBASE ISOC-FILOSOFIA. CINDOC. CSIC. España. CUlrich's Internat. Periodicals Directory, R.R. Bowker, New York, USA. CDialog Journal Name Finder, Palo Alto. CA. USA.

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Redacción y Secretaría: Thémata. Revista de Filosofía. Universidad de Sevilla. Facultad de Filosofía. Calle Camilo José Cela s.n. E-41018 Sevilla. F 954.55.77.57, 954.55.77.55 Fax: 954.55.16.78. E-mail: [email protected]

Distribución, suscripciones, ventas números atrasados: www.lospapelesdelsitio.com Precio del ejemplar: 35 euros 8 Thémata. Revista de Filosofía Depósito Legal: SE-72-2002 ISSN:0212-8365

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Repertorios Bibliográficos CRepertoire bibliographique de la philosophie, Louvain, Belgique. CBulletin signaletique. Philosophie, CNRS, France. CThe philosopher's index, Ohio, USA. CIndice español de humanidades. Filosofía, CINDOC, Madrid

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ÍNDICE Homenaje a Isabel Ramírez Luque Presentación, Manuel Barrios. Universidad de Sevilla…………………………………………..11 Despedida a Isabel, Juan Arana. Universidad de Sevilla………………………………………..12 Recuerdos de Isabel, Jacinto Choza. Universidad de Sevilla…………...……………………….16 Urbanización y ciudadanía en la sociedad global, Isabel Ramírez Luque. Universidad de Sevilla…………………………………………………………………...……………24 Última lección de cátedra La primera palabra y la última palabra, José María Prieto Soler. Universidad de Sevilla……………………………………………………………………………………………………53 Estudios Relatividad especial y teoría cuántica: ¿Son realmente compatibles?, Rafael Andrés Alemañ Berenguer. Universidad Miguel Hernández de Elche……………………..…65 La fisiología del saber de la experiencia y los frutos de su posesión, José Barrientos Rastrojo. Universidad de Málaga……………………..…...………………………….79 ¿Por qué es placentera la risa y por qué es perceptible desde fuera?, Teresa Bejarano. Universidad de Sevilla…………………………………………...………………….……97 Temporalidade e atemporalidade na experiência musical. A música como metáfora da existência humana, José Bettencourt da Câmara. Universidade de Évora………..…….114 Hacia una definición hegeliana del arte, Carlos Blanco, Harvard University………..…….126 La escena del Fedro de Platón: Un ejemplo de thíasos filosófico, Nemrod Carrasco. Universidad de Barcelona……………………………………………….…...…………147 La ética periodística como ética aplicada, José Manuel Chillón Lorenzo. Universidad de Valladolid……………………………………………………………………..……163 El símil del espejo como la contemplación de la imagen en la verdad en Nicolás de Cusa, Catalina Cubillos. Universidad de Navarra……….……………………………….…184 Religión y misticismo en Russell, Antoni Defez. Universitat de Girona……………………..199 El joven Heidegger y los presupuestos metodológicos de la fenomenología hermenéutica, Jesús Adrián Escudero. Universidad Autónoma de Barcelona……………...213 Los componentes últimos del universo, Miguel Espinoza. Université Strasbourg………….239 La lógica de la oposición en la física de Anaximandro, Pitágoras y Heráclito, Gustavo Fernández Pérez. IES. Isabel de Castilla (Ávila)……………………………………..262 De la autonomía del arte y la epistemología: Sobre héroes y tumbas como marco de un «Informe sobre ciegos» metaliterario, Enrique Ferrari. Universidad de Valladolid………………………………………………………………………………….…….....290 Para una lectura de Kierkegaard. Comunicación edificante y existencia, Diego Giordano. Søren Kierkegaard Forskningscenteret. København………………………………301 La oposición de pasiones y su superación en el trato social según Hume: familia, castidad y cortesía, Ana Marta González. Universidad de Navarra………………………….308 Jerarquía temporal en Bergson y Whitehead, Pete A. Y. Gunter. University of North Texas……………….…………………………………………………………………..……326 La prudencia epistemológica cartesiana, Salvador Jara Guerrero. Universidad Michoacán de San Nicolás de Hidalgo…………………………………………………………….343 El espíritu de la materia. Meditaciones poético-filosóficas, Martín López Corredoira. Instituto Astrofísico de Canarias………………………….…………………….…..353 Una aportación en torno al habla política: fraseología, habladuría y sincerismo, Alicia María de Mingo Rodríguez. Universidad de Sevilla…………………………………….387

El papel político de la asociación. Tocqueville y la adaptación democrática de los poderes intermedios de Montesquieu, Alfonso Osorio. Universidad de Navarra……….…..406 La importancia del cuerpo como “constitutivo formal” de todo viviente en la filosofía de Schopenhauer, Javier Pérez Jara. Universidad de Sevilla………………………424 Yuxtaposición e inferencia, Jesús Portillo Fernández. Universidad de Sevilla……….…….439 Una protobioética en la España del siglo XVIII: el caso del Padre Feijoo y sus escritos médicos y biológicos, José Manuel Rodríguez Pardo. Gijón………….…………..…..454 El Frankenstein de Mary Shelley (1797-1851), Francisco Rodríguez Valls. Universidad de Sevilla……………………………………………………………………………....473 Marx y el marxismo, César Ruiz Sanjuán. Universidad Complutense de Madrid………....485 Max Scheler y Leonardo Polo: Dos caminos distintos con muchas afinidades, Alberto Sánchez León. Riga (Letonia)……………………………………………………………..505 Richard Rorty: La franqueza del filósofo, Manuel Sánchez Matito, Universidad de Sevilla……………….……………………………………………………………………………...517 El reduccionismo fisicalista en la obra Biológica de Linus Pauling, Francisco Javier Serrano Bosquet. Instituto Tecnológico de Monterrey…..………………………….….532 Una concepción moderna de la Virtud Cívica, Jordi Tena-Sánchez. Universitat Autònoma de Barcelona……………………………………………………………………………..554 Sección Bibliográfica Realidad, arte y conocimiento. Luis Álvarez Falcón. Barcelona, Horsori, Barcelona, 2009 (César Moreno Márquez); El abuso del mal. Richard J. Bernstein. Buenos Aires, Katz, 2006 (Maximiliano E. Korstanje); Ludwig Wittgenstein (1889-1951). El Cuerpo. La Religión. La Política. Mario Boero Vargas. Madrid, Revista “Estudios”, 2009 (Joaquín Jareño Alarcón); Contra Natura. El desafío axiológico de las nuevas tecnologías. José A. Marín Casanova. Sevilla, Paso-Parga, 2009 (Reyes Gómez González); Heidegger de camino al holocausto. Julio Quesada Martín. Madrid, Biblioteca Nueva, 2008 (Víctor González Osorno); Antropología y utopía. Francisco Rodríguez Valls, Sevilla/Madrid, Thémata/Plaza y Valdés, 2009 (José Antonio Cabrera Rodríguez); Paz, guerra y violencia. Luís G. Soto. A Coruña, Espiral maior, 2006 (Oscar Horta); Libertad, objeto práctico y acción. La facultad del juicio en la filosofía moral de Kant, José M. Torralba. Hildesheim, Olms, 2009 (Javier Pérez Jara); ¿Qué es la naturaleza? Introducción filosófica a la historia de la ciencia. Héctor Velázquez Fernández. México, Porrúa, 2007 (Martín López Corredoira)…………….……..567 Noticias y Comentarios Testamento fallido. Más sombras que luces en el último libro de Eduardo Punset, Juan Arana. Universidad de Sevilla……………………………………………………………….599 Raimundo Pánikkar, In Memoriam, Jacinto Choza. Universidad de Sevilla……………….605 Dos simposios. Reseña crítica, José Domingo Vilaplana Guerrero. Paterna del Campo…………………………………………………………………………………………………..613

HOMENAJE A ISABEL RAMÍREZ

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PRESENTACIÓN

La profesora Isabel Ramírez Luque entró a formar parte del claustro de la Facultad de Filosofía en el año 1980, recién concluidos sus estudios de licenciatura. Pertenecía a la primera promoción de alumnos que cursaron la especialidad de Filosofía entre 1975 y 1980, en la que, en aquel entonces, era la “Sección de Filosofía” de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla. Siempre supo mantener la jovialidad de sus años de estudiante y combinarla con la seriedad de su dedicación a la tarea intelectual a lo largo de los treinta años en que ejerció su actividad académica en nuestro Centro. Como docente supo ganarse la admiración de sus alumnos por el nivel de sus lecciones y por el tono vital tan positivo con que las impartía. Su idea de la Universidad le llevó constantemente a enseñar más allá de las aulas y a convertir su hogar en foro de debate y de transmisión de ideas. Como investigadora centró su atención desde muy temprano en el área de conocimiento a la que se adscribiría como Profesora Titular: la Estética y la Teoría de las Artes. Sus estudios sobre la estética de Antonio Machado y de Hegel inauguraron una forma de trabajar la disciplina que la profesora Ramírez supo aplicar hasta sus intereses intelectuales más recientes, como fueron la teoría estética del arte fotográfico, del diseño o de la arquitectura y el urbanismo. Fue paradigmático su interés por estar al día de las últimas manifestaciones artísticas de las post-vanguardias. Hasta su jubilación por motivos de enfermedad, la doctora Isabel Ramírez fue Vicedecana de Estudiantes y Actividades Culturales. Por su carácter juvenil y siempre abierto a la sorpresa fue un cargo que supo desempeñar con gran solvencia. Además de múltiples proyectos de administración ordinaria, organizó innumerables actividades que llenaron de inquietudes la, a veces, monótona vida de la docencia reglada, apoyando a la Delegación de Alumnos. Por todo ello, por su actividad profesional encomiable, por su profunda humanidad, cálida y generosa, la Facultad no le debe más que reconocimiento y gratitud. Sevilla, Noviembre 2010 Manuel Barrios Casares Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla

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DESPEDIDA A ISABEL RAMÍREZ Juan Arana. Universidad de Sevilla Es cruel y paradójico que un profesor tenga que escribir la nota necrológica de quien se contó en sus alumnos. El orden natural de las cosas hubiera preferido la situación inversa. Sin embargo, como en algún lugar dice Borges, la realidad carece de escrúpulos literarios: se permite todas las libertades... Y así se ha dado el caso de que, tras enterrar hace pocos años al que fue su marido, Manolo, tengamos que lamentar ahora la desaparición de Isabel, una de las personas más admirables y queridas que han pasado por las aulas de la Facultad de Filosofía de la Hispalense. Persona de talla poco común, ha dado una lección de coraje a todos los que la conocimos y soportado con entereza un abrumador catálogo de padecimientos. A lo cual ha sabido añadir una sorprendente habilidad para disfrutar las buenas cosas de la vida, que abundan incluso en existencias tan probadas como la suya. Veo que esta inconexa semblanza ha adquirido muy pronto un tono hagiográfico, pero no lo lamento, pues en verdad creo que Isabel, mujer de recia fe religiosa, supo hacer justicia a la vocación de alcanzar la santidad personal no a costa sino por medio de su propia felicidad y a través de un esfuerzo constante en pro de la dicha ajena. Pero no voy a competir a la hora de recordar sus virtudes y hechos con los muchos que la conocieron mejor que yo. Tan sólo rescataré tres o cuatro momentos de su biografía, momentos que presencié y que han dejado en mi memoria (que no es nada del otro mundo) huellas indelebles. El primer episodio se remonta al año en que terminó la carrera, hacia 1980. Recuerdo que vino a mi despacho entre mayo y junio para comentar algo que he olvidado. La anécdota se ha desdibujado, pero en cambio es muy viva la impresión que me produjo su ilusión y lozanía. Estaba llena de entusiasmo por la filosofía y por la vida; Manolo y ella acaban de saber que se les abrían las puertas para trabajar en la Facultad (tenían los mejores expedientes de nuestra primera promoción de licenciados); los dos iban a unirse ante Dios y ante los hombres para afrontar juntos los desafíos vitales, cualquiera que fuera su signo... Era fácil contagiarse de sus ganas de no dejar piedra sin remover, de su avidez por derrochar con generosidad las energías de la juventud y realizar un montón de cosas grandes y buenas... Sentí que la pareja recién fichada nos devolvería con creces cualquier beneficio que hubiera recibido de nosotros, que sacudiría muchas telarañas, que introduciría un espíritu de sana emulación dentro de un colectivo que ya empezaba a mostrar cierta tendencia a empantanarse en problemas de escasa envergadura... Pocas semanas después tuvo lugar la cena de fin de carrera, a la que asistimos el cuerpo docente en pleno —aquéllos eran otros tiempos—. Isabel demostró entonces que, si era la primera a la hora del trabajar, tampoco se quedaba atrás cuando tocaba el jolgorio. En el fin de fiesta repartió a cada [12]

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profesor una caricatura de su mano con una letrilla alusiva. Todavía conservo la mía: «De Aristóteles a Newton y de Descartes a Planck, dirán las generaciones: ¡qué bien lo ha hecho este hombre! Ahora —¡cachis en la mar!— tendremos más que estudiar.» El colectivo académico es proclive a celillos profesionales y envidiejas cicateras: que si tu despacho es más grande que el mío, que si me has robado una idea, un becario, una silla... ¡Peste de enanismo mental! Los alemanes dicen que Dios derrochó sabiduría y poder a la hora de crear der Professor, pero lo compensó haciendo que surgiera a la vez der Kollege. Sin embargo, no tiene que resultar así siempre. Isabel fue un ejemplo vivo de que la propia satisfacción puede encontrar bases mucho más firmes que el simple pisoteo de las pretensiones del vecino. Se alegraba sin reticencia alguna de estar rodeada de personas que pudieran merecer su admiración y apoyo. Diría incluso que encontraba cosas que admirar y apoyar donde no era nada obvio conseguirlo. Con desenfado y sin darse importancia animaba a que cada cual sacara adelante lo mejor de sí. Al tiempo, ella y Manolo impulsaban sin agobios sus carreras, sin descuidar ninguna de sus vertientes: investigación, docencia, gestión, intercambio académico... Si hubiera que destacar alguna, yo elegiría la tutorial: los despachos de los dos se convirtieron en punto de encuentro para la consulta, la confidencia, la búsqueda de ánimo y consejo. Aquella labor de acogimiento no terminaba en el recinto universitario, sino que se prolongaba de manera natural en su domicilio particular, que pronto se convirtió en el «hogar del filósofo». Profesores, alumnos y postgraduados encontraron allí el ambiente propicio para abrir el corazón, vaciar el alma de penas, reencontrar ilusiones perdidas, reforzar motivaciones languidecientes... Manolo e Isabel supieron ejercer de buenos samaritanos en innumerables ocasiones, y en la ayuda al prójimo encontraron la fuerza para sobrellevar sus propios quebrantos. Porque éstos no dejaron de presentarse: el hijo que no llegó, la adopción que del modo más injusto e incomprensible les fue negada, la poca comprensión y apoyo de algunos colegas (el dicho alemán no carece después de todo de cierta base)... Isabel y Manolo tuvieron que vivir en calidad de eslabón más débil (desde el punto de vista de la jerarquía universitaria) los tiempos más turbulentos que atravesó la Facultad de Filosofía en toda su historia. Sólo por su grandeza humana y excelencia profesional consiguieron salir adelante a pesar de todo. Y además sin perder el buen humor: el de Manolo no dejaba de estar sazonado con notas de negro pesimismo y vitriólica ironía; el de Isabel nacía de la simple grandeza de alma, pues no encontraba dentro de la suya indicios para sospechar estrechez en ninguna otra.

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Por otra parte, nunca faltó a ninguno de los dos el afán aventurero. Al igual que se arriesgaban a abrirse a los demás, emprendían valerosamente los más insospechados periplos, que hubieran desanimado a quien no padeciera las limitaciones físicas de Manolo. Retengo como otro de los momentos estelares de nuestra relación un encuentro en la terraza del Hotel Stanley de Nairobi: ella, Manolo, Jacinto, Marita y yo habíamos desembarcado allí con el motivo —por no decir que con el pretexto— de un Congreso Mundial de Filosofía. Sin acordarnos apenas de nuestras ponencias, nos sentíamos exploradores de lo ignoto: únicamente hablamos de guepardos y jirafas, restaurantes donde ofrecían filetes de cocodrilo, carreteras embarradas y enormes lagartos en los aledaños de los lodges: ¡qué buena salsa para acompañar un guiso de juicios sintéticos a priori, círculos hermenéuticos o criterios de demarcación! No nos hacía falta ser fieros cazadores ni potentes creadores de sistemas para sentirnos absolutamente felices, porque sabíamos —Isabel la primera— que la exclusividad y la prepotencia eran del todo prescindibles para que nuestros descubrimientos geográficos, filosóficos y —en definitiva— humanos fueran genuinos. Con el tiempo pudimos celebrar la superación de todas las contrariedades y la feliz obtención del rango de Profesor Titular tanto de Manolo como de Isabel. También sufrimos con dolor (pero a la vez con la entereza que sabían infundirnos) los interminables problemas de salud que les salieron al paso. En cierta ocasión visitó Sevilla el profesor Rafael Alvira y se mostró interesado en saludar al matrimonio. Isabel estaba ingresada porque le acababan de extirpar un riñón (a causa no sólo de padecimientos «naturales», sino en parte como consecuencia de una desafortunada acción terapéutica). La visitamos en el hospital, sin que los dolores y la rabia de sufrir por causa de un error ajeno hubieran dejado en su omnipresente sonrisa un gesto de amargura. Estaba tan alegre y llena de proyectos como siempre. Unos años después, al volver de un viaje a México, Marita me comunicó la trágica noticia de la muerte de Manolo. La impresión más viva que me ha quedado de aquel suceso fue el acto de homenaje que se celebró poco más tarde en la Facultad. Isabel se encargó de cerrarlo y a todos nos maravilló su canto de amor al compañero desaparecido y de fe en la plenitud de aquella vida truncada, canto que ni siquiera improvisó porque, aun no teniendo delante papel alguno, le salió de lo más hondo. Su corazón, partido por la mitad, seguía latiendo con más fuerza que nunca. Y bien que la necesitaría luego. Sola y a la vez acompañada del ausente recorrió el largo camino que aún tenía por delante. Aquí habría mucho que contar, pero sólo añadiré una anécdota. Hace un año o así le llamé por teléfono. «Isabel, ¿cómo estás?» «¡Bien, bien! Pero los del hospital me han hecho una faena. Han pasado la quimioterapia del viernes al martes, y el miércoles tengo billetes para viajar a Laponia con mi sobrina. ¡Le hace tanta ilusión! Pero, claro, después de cada sesión necesito tres o cuatro días para reponerme...» Quedé pasmado de lo que me contaba y no supe qué decir. Al cabo de un mes volví a hablar con ella: «¿Cómo te ha ido, Isabel?» «¡Estupendo, estupendo! Viajamos en trineo, vimos manadas de renos, auroras boreales...» «¿Y

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la quimioterapia?» «¡Oh, sí! Me la pusieron el día anterior, pero prácticamente no tuve reacción. La semana que viene me dan otro chute...» ¿Quién necesita indagar el sentido de la existencia después de haber tenido amigos como Isabel? Como se supone dijo Aristóteles, el movimiento se demuestra andando.

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RECUERDO DE ISABEL Jacinto Choza, Universidad de Sevilla Manuel Pavón Rodríguez, Profesor Titular de Filosofía de la Naturaleza de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla, murió el 14 de febrero de 2003, en su casa de la calle Goya en Sevilla, y le hicimos un homenaje el 10 de abril de 2003 en la misma Facultad. Entre los diversos participantes en el acto, yo pronuncié y escribí una semblanza de Manolo, que se publicó en la revista Thémata, n1 32, 2004, pp. 17-18 (http://institucional.us.es/revistas revistas/ themata/ pdf/32/02%20choza.pdf ). AConocí a Manolo e Isabel el año de mi incorporación como profesor Agregado a la Facultad de filosofía de Sevilla, 1981-82. Estudiaban entonces quinto curso, y formaban parte de la primera promoción de licenciados de esta Facultad, que realizaron sus estudios en el antiguo edificio de la escuela de Bella Artes Santa Isabel de Hungría, en la calle Gonzalo Bilbao 7. Esta Facultad estaba entonces en fase constituyente, y yo me sumé en calidad de vicedecano al equipo gestor, compuesto por don Jesús Arellano, como Decano, José Luis López López como Secretario primero y como Decano después, y que contaba con Pepe Villalobos como único catedrático joven, que con don Jesús y don Patricio Peñalver formaban el trío de máximo rango académico. Manolo e Isabel eran ya novios e iban a casarse al terminar la carrera, pues ambos tenían perspectivas de quedarse a trabajar como ayudantes en la Facultad, y así fue. Ese año yo no di clases en quinto curso y no establecí una relación muy estrecha con ellos. El curso siguiente, tras acceder a catedrático de universidad en noviembre de 1982, lo pasé fuera por completo, hasta que me incorporé de nuevo en octubre de 1983. Y ahí es donde empieza la historia de una amistad entre nosotros tres, de la cual quiero destacar los aspectos adecuados para perfilar los rasgos más característicos de la vida y la personalidad de Manolo. Esa vida y esa personalidad, él mismo, más que sus escritos y acciones, son los que merecen esa eternidad que nosotros ahora remedamos con nuestra conmemoración.@ Isabel Ramírez Luque, su inseparable compañera de curso, luego esposa y más tarde viuda, nuestra compañera en la Facultad de Filosofía desde mediados de los 80, falleció el pasado agosto en Sevilla, después de una pelea con un cáncer que había empezado años antes de la muerte de Manolo. Me resulta un tanto extraño, cercana ya la edad de mi jubilación, hablar también del paso de Isabel por esta vida, como hablé del de Manolo. Porque lo normal es que los más jóvenes recuerden a los más mayores y no al revés, y porque es engañoso pensar que uno puede abarcar la vida de otra persona porque puede medir los años de la de ella con los propios. Yo abarco los cincuenta y pico años de Isabel. Su vida medía eso en tiempo, y se puede contar en palabras. Pero esa vida, como la de todos los seres humanos, es infinita. En este caso, haberla [16]

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compartido en muchos momentos me permite asomarme a puntos donde esa infinitud se abría en direcciones asombrosas. Me gustaría relatar algunos recuerdos sobre su noviazgo y matrimonio, su tesis, oposiciones y vida intelectual, y su dedicación a las actividades religiosas. 1.- Noviazgo y matrimonio Por lo que se refiere a su noviazgo y matrimonio, hay que dejar constancia de que era una de las chicas más guapas de su curso, con un cuerpo espléndido, y una cara y una melena maravillosas. Pero eso irradiaba inteligencia, simpatía, comprensión, y un montón más de cualidades, cada una de las cuales eclipsaba a las demás, de manera que era una fiesta estar hablando con ella de lo que fuese. Desde el principio de la carrera ella se sintió muy atraída por Manolo, y formaron muy pronto una pareja familiar para profesores, alumnos y personal de administración y servicios (PAS) de la facultad, cuando estábamos en la calle Gonzalo Bilbao y cuando nos vinimos a la Avenida de San Francisco Javier. Todos la adorábamos, y especialmente Álvaro y Antonia, que llevaron el bar de la Facultad durante toda la vida de Manolo e Isabel, y que lo siguen llevando después de la muerte de ambos. La pareja era inseparable y persistente. Se les notaba que querían estar siempre juntos y que lo estarían. — Sí, pero tuve que declararme yo, porque él no soltaba palabra. Y cuando comprendí que no la iba a soltar nunca, entonces decidí hablar yo. — Claro, Jacinto. Cómo iba yo a decirle nada a ella. En mi silla de ruedas. Un hombre así no puede decirle a una mujer que la quiere ni... — Claro, claro, lo entiendo, y... )qué le dijiste Isabel...? — Pues eso... que podíamos casarnos... y seguir haciendo la vida juntos... — Sí así fue... Luego Manolo me contó las condiciones que se había puesto a sí mismo y las promesas que se había hecho a sí mismo al plantearse casarse con Isabel, para no ser un lastre para ella y para darle toda la felicidad que se merecía. — Lo primero que me juré es Aantes muerto que enfermo@, porque la enfermedad es la manera más canalla de retener y dominar a una persona, especialmente si es buena y te quiere. Manolo cumplió esa promesa, y la alentó y apoyó en todos sus proyectos. Pero los proyectos de Isabel no eran proyectos normales. Entre ellos estaba dar la vuelta al mundo, visitar los cinco continentes, desde Canadá a Chile y la Tierra de Fuego, desde Mombasa a Casablanca y El Cairo, desde Moscú a Glasgow, desde Lisboa a San Petersburgo, desde Atenas a Pekín, y no solamente una vez, sino, en algunos casos, varias veces. Yo nunca he conocido a una mujer más libre para hacer planes a pesar de estar casada que Isabel. Y nunca he conocido poliomielítico que haya viajado tanto como Manolo. Los planes de Isabel eran permanentes. En las vacaciones de Navidad, en las de Semana Santa, en las de verano, porque Isabel hacía amigos

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en todas partes (al igual que Manolo), y luego volvían porque les invitaban. Y además, nunca he visto viajes que requirieran tanta preparación. Isabel buscaba rutas aéreas, formas de transporte de los aeropuertos a los hoteles, y se aseguraba de que todo eso pudiera hacerse con una silla de ruedas. Podría haber creado una agencia de viajes para minusválidos, señalando las rutas que tenían facilidades de acceso en todo el mundo. Porque ir a Inglaterra y a los países anglosajones del primer mundo se puede hacer con los ojos cerrados, pero a los del tercer mundo... eso es otra cosa. Esa actitud de los dos presidía siempre sus relaciones matrimoniales, pero eso no significa que todo fuera siempre un camino de rosas. El momento más duro de su vida quizá fue aquél momento en que supieron que no podían tener hijos y, después del trago que supuso para los dos encajar esa certeza, iniciar el calvario del proceso de adopción de un niño. Baterías de tests psicológicos para ambos, entrevistas, encuestas, viajes, visitas, planes a dos años, a tres años, a más... Posibilidades de niños con 3 años, con 6 años, con 9. Más tarde, nuevos obstáculos, y, finalmente, cancelarse toda posibilidad. No hay nada más impío que relatar esto en cinco líneas cuando ha significado noches sin dormir, días sin dirigirse palabra, tardes llorando, nudos en la garganta sin poder hablar. Pero tras un hundimiento y otro, y otro y otro, la pareja volvía a salir como los corchos que caen por una catarata en un abismo y luego se reúnen en el primer remanso a la salida de los remolinos. Vivieron muchos momentos así. Yo viví algunos con Isabel, y también con Manolo. Cuando murió Manolo yo estaba de viaje. Llegué al día siguiente y fui a su casa de la calle Goya. Isabel estaba sentada en una butaca, ya con los ojos secos de lágrimas y la mirada completamente perdida y dolorida. No nos dijimos nada. Solo nos abrazamos un buen rato. Allí estaba el padre de Manolo y los padres de Isabel, y su hermano. Luego Isabel fue recuperándose. Regaló los libros de Manolo a los amigos que los quisieron recoger como recuerdo (yo cogí, entre otros, Anatomía del poder, de Galbraith, que no tiene su ex libris), y los que quedaron los entregó a la biblioteca de la facultad. Luego hizo lo mismo con los suyos cuando su jubilación por enfermedad se hizo obligatoria. Es una bendición muy grande para cualquier persona que se marcha al otro lado de la muerte, tener algo que dejar para otras o para una institución, de entre las cosas que estaban integradas en su vida. Porque lo que vivieron unos años se capitalizó y sigue dispensando vida para otros un tiempo más. Al otro lado de la muerte era el título de uno de los libros míos que les regalé. El subtítulo era Las elegías de Rilke. Cuando Isabel terminó de leerlo me comentó con una leve sonrisa de comprensión. —Es tu autobiografía. Me quedé muy sorprendido porque no me lo esperaba. Ni me había pasado por la cabeza que ese libro pudiera tener ese significado. Pero pronto comprendí que era verdad. Me di cuenta de que ella me había comprendido a mí y mi vida de un modo muy intenso (mi vida hasta los 50 años). Podía comprender a las personas mejor de lo que ellas se comprendían a sí mismas

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2.- Tesis y oposiciones. Vida intelectual. Cuando regresé a Sevilla en 1983 Isabel estaba haciendo su tesis sobre la estética de Hegel. Se la dirigía José Luis López. No pocas de las tardes que me pasé en su casa dándole vueltas a la tesis de Manolo sobre la Crítica del juicio de Kant, le dimos vueltas a la suya también. Era tan idealista y tan ingenua en lo que se refiere al trabajo académico que le escandalizaban algunos de los trucos que yo le enseñaba y le parecían una forma de ser deshonesto. — Eso no es deshonesto. Si tú conoces un texto que ves citado por otro, y te interesa mucho, pero no puedes consultar el texto en el libro original, puedes citarlo como Acitado por... el autor del que has tomado el texto@, y ya está, sin problemas. Manolo asentía y entonces ella consideraba moralmente aceptable la propuesta. Después de la tesis vinieron la publicación y la preparación de artículos para las oposiciones. Luego las oposiciones. Luego el tomar en propiedad la plaza que tenía en la Facultad como interina. Luego la adscripción al área de estética dejando la de filosofía, cuando se hicieron nuevas demarcaciones administrativas en las asignaturas de la carrera. Luego, la adscripción al departamento de Estética e Historia de la Filosofía. Luego las clases en la facultad de filosofía y en la de periodismo. Estudió mucho la historia de la pintura, y con frecuencia hacía viajes con los alumnos a Madrid o a otras ciudades donde se celebraban exposiciones de pintores de primera fila. También le gustaba mucho la fotografía, y posteriormente se dedicó a la arquitectura y al urbanismo. En 2007 formamos con Jesús de Garay un equipo para hacer un trabajo con el Departamento de Filosofía de la Universidad Católica de Chile sobre AVirtudes públicas y diálogo social@, donde ella presentó un estudio sobre urbanismo. No le dio tiempo acabarlo del todo. Jesús, Nacho Salazar y yo estuvimos muy pendientes de ella, porque hizo el viaje con muchas molestias abdominales. Pero seguía sin quejarse nunca. A la vuelta organizó una exposición de fotografías sobre AEl cuerpo vivido@. Una visión completamente inédita del cuerpo de la mujer. El cuerpo femenino ha sido y es objeto de culto en la historia de la pintura, la escultura y la poesía. Cuerpo desnudo y siempre divinizado. Cuerpo para ser adorado, contemplado, imitado, celebrado, deseado, acariciado e incluso relatado y cantado. Pero las mujeres reales tienen otro cuerpo. También femenino, en el que se perciben huellas de cesáreas, de golpes, de hambre, de soledad, de vejez. También esos cuerpos son cuerpos de almas femeninas, también esas almas están presentes y se expresan en esos cuerpos. También esos cuerpos son amables y también necesitan ternura. Esa exposición fue un éxito. Y tuvo que repetirla en diversos lugares. En la semblanza de Manolo Pavón, conté cómo era la dedicación de él y de Isabel a los alumnos. Cómo formaban grupos de estudiantes de quinto curso, o

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que ya habían acabada la carrera, para ayudarles a preparar oposiciones, cómo celebrábamos con ellos comidas y reuniones de diverso tipo en su casa, y cómo se formó la tradición de hacer torrijas para los alumnos entre Manolo, Isabel y yo en la semana de pasión. Eso también formaba parte de su actividad profesional y de su vida intelectual. Y en ese aspecto de atención humana a los compañeros y alumnos ninguno de los dos sobresalía sobre el otro. Su casa era un hogar para muchos de nosotros porque era la casa de los dos. 3.- Dedicación a las actividades religiosas. Desde que yo la conocí, y seguramente desde su infancia, Isabel era una mujer muy religiosa, muy volcada en las tareas de la parroquia, en la asistencia a marginados, en los estudios teológicos, y en las prácticas religiosas católicas, Aen la periferia progre de la Iglesia Católica@, como decía Manolo. Vivía mucho sus creencias y las cuidaba y pulía, tanto a nivel práctico como a nivel teórico. Por eso compartíamos muchos puntos de vista desde que nos conocimos, aunque yo nunca había estado en grupos de catequesis de primera comunión, de confirmación o de matrimonio, ni había participado como actor o como organizador en las liturgias de las eucaristías dominicales, ni me había comprometido en la asistencia a enfermos terminales, inmigrantes, prostitutas o mendigos. Algunas veces nos contaba a Manolo y a mí algunos de los problemas que se encontraba con algunos de eso grupos, si eran problemas especialmente dramáticos o increíbles, y también nos contaba algunas conversaciones con sus compañeras o con sus amigas teresianas, con las que siempre tuvo una estrecha relación. Al final de su vida esa relación de afecto y cooperación llegó a adquirir la forma de un cierto vínculo oficial entre ella y la institución teresiana. Disfrutaba de los diálogos teológicos entre Manolo y yo, porque a los dos nos gustaba conversar mucho sobre problemas teológicos. Uno de nuestros temas recurrentes era la otra vida. La vida eterna, la felicidad eterna y la desgracia eterna. Otros eran la redención, la eucaristía, algunos sacramentos, algunos preceptos morales y la moralidad en general. Algunos aspectos de la historia del cristianismo o de la política vaticana. Y ella normalmente se quedaba escuchándonos y disfrutaba cada vez que yo salía airoso ante alguna de las objeciones Aimpías@ que ponía Manolo. Había algo así como una especie de solidaridad o complicidad de los dos creyentes ante el ateo, aunque el ateo sabía de asuntos religiosos tanto o más que nosotros y era de una calidad espiritual insuperable. Algunas veces hablábamos también de corrientes de espiritualidad. Como tenían amigos en casi todas las familias religiosas, conversábamos sobre el estilo de los dominicos, los franciscanos, los jesuitas, el opus, los neocatecumenales, y algunos más. Conforme iba tratando más a Isabel iba admirando cada vez más su tolerancia, comprensión y apertura hacia todas las formas de vivir el cristianismo y cualquier religión. También cualquier forma de irreligiosidad, de agnosticismo o

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de ateísmo. Y yo aprendí de ella en eso. No hay nada más respetable y sagrado que el modo en que cada persona se relaciona con la trascendencia. Nada más respetable quería decir para ella que esos modos son siempre para proteger, para alimentar, para cobijar, y que el dolor, la esperanza y la alegría que surge de ellos merecen siempre solidaridad, amparo, acompañamiento, discreción y no injerencia. Isabel no tenía muchas imágenes ni objetos religiosos en su casa, que, sin embargo, estaba bien surtida de objetos de arte, aunque no abarrotada: cuadros, láminas, fotografías, telas, algunos jarrones, y, por supuesto, muchos libros de pintura, escultura y arquitectura, y muchos discos de música sinfónica desde el siglo XV al XX. Cuando la enfermedad empezó a cebarse sobre ella, su temperamento entusiasta, aventurero, alegre, positivo, afable, solidario y cariñoso no se resintió para nada. Seguía trabajando, viajando, cuidando a sus grupos de catequesis, sus clases, sus alumnos, seguía con sus prácticas religiosas y con todo el conjunto de prácticas profanas que le divertían, como el teatro, el cine, el baile, las exposiciones, la semana santa, algunos mítines políticos y asambleas universitarias. Y no es que no tuviera dolores. No es que no fueran insufribles las secuelas de la quimioterapia, que lo eran. No es que no pasara momentos de llanto amargo y solitario, que los pasaba. Y no es que no sintiera rechazo hacia la muerte, que lo sentía. Pero no lo manifestaba. Cuando iba a verla al hospital siempre respondía a las preguntas: — Pues... bien. Aquí vamos tirando. O también: — Pues nada hijo, que no hay manera, que la quimio no ha hecho el efecto que se esperaba. Así un día y otro. Una semana y otra. Un mes y otro. Un año y otro. Quizá diez años así. Una de las veces que fui a verla al hospital Virgen del Rocío y había pasado muy mala noche, después de algunos meses con mucha incertidumbre sobre las posibilidades de salir adelante, la vi a punto de echarse a llorar. Estaba en la habitación con su madre y alguien más. La cogí del brazo y salimos a pasear por el pasillo. Y entonces rompió a llorar. No le dije nada. La abracé hasta que se le pasó el llanto. — Jacinto, yo no soy fuerte. Yo no soy valiente. La abracé y le di un par de besos. Luego se calmó y volvimos a la habitación. Cuando le daban el alta volvía a casa, y volvía a hacer vida normal. Vida normal para ella significaba hacer un pequeño viaje a Nueva Delhi o a Buenos Aires, pasarse allí una semana o diez días y volver a Sevilla. — Es que yo vivo al día. Y tengo que aprovechar los minutos. Porque nunca se sabe. — Claro, nunca se sabe. Además, si no hicieras eso no serías tú. Cuando la conciencia de la muerte es muy viva, porque la muerte está muy cercana y puede llegar en cualquier momento, y porque se ha escapado de ella en varios momentos en que se pensaba que no había escapatoria, el modo en que la persona así mira las cosas y el modo que los demás miran a esa persona tienen un punto de excepcionalidad, de extrañeza, y de admiración si se trata de alguien

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que puede reír, disfrutar, hablar, bromear, viajar... Las cosas normales se vuelven cosas llenas de misterio, y las personas también. Algunas veces iba a su casa a verla y casi siempre había allí compañeros de los grupos de catequesis, de la parroquia, de la institución teresiana o de la facultad. Yo me sentía muy a gusto en esos grupos los ratos que pasaba con ellos, y experimentaba un tipo de solidaridad y compañía muy entrañables. En parte se puede creer que lo que se vivía allí era espíritu de comunidad cristiana (Aprogre@, como diría Manolo). Estoy seguro de que lo que más amaba Isabel era la filosofía y su enseñanza, el arte y su enseñanza, la religión y su enseñanza. Eso que algún filósofo llamaría el espíritu absoluto, y su enseñanza. Y estoy seguro de que le gustará que yo aproveche estos momentos en que la recordamos para ensalzar esos amores suyo. Con sumo gusto lo hago porque esos amores de ella son también los míos. Pero quiero tomar una precaución, y es la de aclarar que aborrezco las manifestaciones de duelo por quienes nos dejan, que toman ocasión de esa partida para ensalzar ideológicamente la filosofía, el arte o la religión. Y las aborrezco porque instrumentalizan el momento solemne de la partida, colocan en un segundo lugar a la personan y proclaman la grandeza y superioridad de la ideología. Lo he visto, y por eso quiero aclarar que Isabel no tenía ese sentido alegre y positivo de la vida porque fuera cristiana, o porque fuera santa, cosa que seguramente era. Porque puede haber personas con un profundo sentido cristiano de la vida, y con una profunda santidad, que no son alegres ni positivas. Es decir, que la altura de las cualidades morales y religiosas de las personas, aunque tengan sus manifestaciones perceptibles siempre, no están dadas en esas manifestaciones, y que esas manifestaciones positivas pueden ser de muchos tipos, aunque no se cuenten entre ellas la alegría y el entusiasmo. Isabel era tan alegre y positiva, resultaba tan confortable estar con ella, y podía uno tener la sensación de que se perdía algo si no la trataba más, no porque fuera cristiana, o artista, o filósofa, sino porque era Isabel. Porque hay muchos cristianos, artistas y filósofos de los que no decimos eso, aunque tengan otras cualidades positivas. Desde luego para Isabel ser así era un don. Un don para ella y para los demás. Y un don que se puede pensar proveniente de un donante divino. Como es un don ser así para el Himalaya, para la bahía de Cádiz o para las camelias. Creo que este es el sentido cristiano de las cosas que ella y yo compartíamos, y el que a ella le puede alegrar que yo proclame como nuestro. En la misa de funeral que se ofició antes de su incineración en el tanatorio de la S-30, completamente abarrotado de gente, estaba su amigo el sacerdote dominico Pedro León, amigo también de Manolo desde hacía muchos años. El no pronunció la homilía. Lo hizo el oficiante, cuyo nombre ignoro. En esa homilía, glosó las palabras de San Pablo en la Epístola a los Romanos 8, 31-35: A¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? 32 El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, )no nos concederá con él toda clase de favores? 33 ¿Quién podrá acusar

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a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? 35 ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo?@ Como podéis comprender, comentó, ahora sabemos que no hay juicio y condenación, que no puede haberlo, que eso son creencias antiguas, superadas. Sin duda habrá enfoques desde los cuales estas palabras resulten excesivas. Pero son las más adecuadas para el funeral de Isabel. Porque dan la medida del corazón de Isabel.

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URBANIZACIÓN Y CIUDADANÍA EN LA SOCIEDAD GLOBAL1 Isabel Ramírez. Universidad de Sevilla Plantear los problemas de habitar y organizar el espacio en una sociedad global, supone partir de la aceptación de que vivimos tiempos de profundas transformaciones, de incertidumbre e incluso de caos. Los cambios que están teniendo lugar en nuestras sociedades desde hace algunos años, que afectan a todas las manifestaciones culturales y al mundo de la vida, están modificando radicalmente el alcance del conocimiento, el universo de las relaciones interpersonales y el concepto de ciudadanía. Somos testigos de la aparición de sociedades cada vez más plurales que exigen nuevas alternativas de convivencia para paliar una mayor conflictividad social, de economías y políticas cada vez más interdependientes que posiblemente buscan una mayor eficacia pero que tienen ante sí el reto de construir un mayor igualitarismo. Precisamente la evidencia de estos cambios provocó en las últimas décadas del siglo XX una serie de debates en torno a la crisis de los principios axiales del ideal Moderno, que se veía sobrepasado, cuestionado. Ya conocemos las distintas posiciones que mantuvieron en este duelo autores como Habermas y Touraine, Lyotard, Derrida y Foucault, Vattimo, Jameson, Tolfler o Bell, que centraron sus diatribas, y estoy simplificando mucho, en torno a la cuestión de si la Modernidad estaba definitivamente agotada, y en ese caso cuáles serían los nuevos parámetros de nuestra cultura, o si aquella aún podía ser fuente de inspiración para vertebrar nuestra sociedad. De ahí que aparecieran calificativos como postmoderno, neomoderno, postindustrial o postsocial, para hacer referencia a la conciencia finisecular de que nuestro tiempo era otro, a la convicción de que una época había concluido para dar lugar a otra que abordamos desde la indeterminación y la incertidumbre. El horizonte se presentaba como problemático porque había que descubrir sobre qué ejes se estaban articulando esos cambios. 1 Este texto, sobre el que trabajó Isabel desde 2007 hasta principios de agosto de 2010, fue elaborado en el marco de un proyecto de cooperación universitaria entre la Universidad de Sevilla y la Universidad Católica de Santiago de Chile, financiado por la AECI, y está incluido en un libro colectivo que se editará próximamente. El tema del proyecto es Racionalidad política, diálogo social y virtudes públicas. Aunque lo consideraba ya prácticamente terminado, a Isabel le hubiera gustado realizar una última revisión del texto, para introducir algunas precisiones. No obstante, dada la calidad de su escrito, hemos optado por publicarlo sin modificaciones (La revisión del texto es de Jesús de Garay).

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Y posiblemente uno de los ámbitos privilegiados para experimentar esa perplejidad que provocan los nuevos tiempos y visualizar de alguna manera la transformación de las sociedades y los modos de relación, sea precisamente el de la construcción del espacio habitado. La arquitectura, ya lo decía Ruskin, es la más política de las artes puesto que responde de algún modo (fundamentalmente desde la Modernidad) a los hábitos y necesidades de sus habitantes, así como a los ideales que sustentan un determinado estado de la cultura, del mismo modo que el urbanismo responde a una determinada visión de las estructuras sociales, creando un entramado donde se presentan e intentan resolver las tensiones que se plantearán necesariamente entre los diferentes agentes sociales, y sobre el que se irá dibujando un retrato (aunque sea robot) del concepto y de la imagen del mundo que caracterizan a una determinada comunidad en unas coordenadas espaciotemporales concretas. Decía que esto sucede fundamentalmente en la Modernidad porque ésta se objetivó social, política y culturalmente en la ciudad. El desarrollo de la ciudad moderna, provocado por la Revolución Industrial, marcó el comienzo del urbanismo como proyecto de creación de sociedades adaptadas a las exigencias de los nuevos ideales, defendidos éstos con un entusiasmo y una pasión que posiblemente nunca antes se habían experimentado. En este sentido el urbanismo, la ciudad como tejido donde toman cuerpo las ideas que sustentan la conciencia histórica, se convierte en un territorio idóneo para analizar los motivos de la crisis de la Modernidad, a la que se ha hallado tan vinculado, para entender los entresijos que sustentan actualmente nuestro modo de habitar. Partiendo del análisis de la ciudad moderna, que ha sido puesta en tela de juicio, tal vez podamos abordar y entender el fenómeno urbanístico contemporáneo, aunque siempre, paradójicamente, desde la conciencia de su singularidad. Cada día contemplamos cómo los modos de vinculación social, la configuración de las comunidades, los entornos de trabajo, las estructuras económicas, nuestros relatos, están cambiando. Esto supone que para construir un lugar donde habitar y convertirlo en hogar para el ciudadano contemporáneo, tendremos, necesariamente, que reinventarnos en el sentido de establecer nuevas fórmulas económicas, de desarrollar tecnologías más eficaces, de promover formas de organización política diferentes, nuevas estrategias de comunicación y de socialización, un nuevo entorno simbólico y, desde luego, unos parámetros estéticos capaces de entablar un diálogo con otros modos de experimentación. Habitar es mucho más que resolver un problema de defensa física frente al medio ya que define el modo en que los seres humanos se apropian de sí mismos y de su entorno. Habitar es un acto de conciencia y el urbanismo una metáfora de la cultura. Por eso resulta tan interesante como fenómeno cultural a analizar, porque a través del hecho urbanístico podemos rastrear los factores que conforman el edificio social para ver cómo se articulan y modifican.

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Urbanismo, de utopía a problema. Los primeros esbozos de lo que podríamos considerar como urbanismo moderno, tienen lugar en los albores de la revolución industrial. Esta provocó un cambio radical en los modos de apropiación del espacio, que tiene su origen en una migración descontrolada de los habitantes del campo a las ciudades, a la búsqueda de ese mundo mejor prometido por la industria. Los resultados fueron campos desiertos y ciudades superpobladas que hubieron de crecer rápidamente, lo que provocó que también lo hicieran caóticamente. El hacinamiento, la falta de higiene de los emergentes barrios de la pobreza y la marginación, cambiaron el rostro de las ciudades, ahora saturadas, y disolvieron los criterios que la sustentaban, aquellos que le habían permitido crecer orgánicamente en el pasado. Por otro lado, también el espacio ciudadano cambiaba de la mano de la burguesía en ascenso, interesada no sólo en “protegerse” de la emergente clase obrera, sino también en aprovechar esta nueva situación en su propio beneficio. Los intereses del capital, la transformación del espacio ciudadano en espacio mercantil, hicieron que proliferaran los trazados dibujados a regla para aprovechar al máximo el terreno que comenzaba a encarecerse y del que se pretendía sacar la máxima rentabilidad. Todo esto no hizo más que aumentar el malestar de la ciudad, cada vez más segregada, más sin carácter y profundamente enferma. Como señala Ragon, “el urbanismo ha sido una reacción contra las enfermedades de las ciudades”2, y ese urbanismo fue iniciado sobre todo por políticos e ideólogos, conscientes de que las profundas transformaciones que había provocado el inicio de la era industrial, exigía un nuevo concepto de ciudad adaptado a un nuevo concepto de hombre y de sociedad. La necesidad de dar una respuesta racional, ordenadora, que paliara en lo posible el desastre, suscitó la aparición de diferentes propuestas de ciudades modernas. Aparecen las utopías de los socialistas franceses y anglosajones como Fourier, Saint-Simon, Cabet, George y Owen, las ciudades ideales de Morris, Richardson y Ruskin, que inspiraron algunas obras de literatos utopistas como es el caso de Verne o Wells, que tendrán una continuidad tanto en los proyectos de muchos arquitectos y urbanistas3 del siglo XX como en los relatos de ficción contemporáneos. Todas estos constructos, ya presentaran una ciudad de carácter maquinista, regida por los avances de la tecnología y la ciencia, ya fuera una ciudad más humanista, regida más por la necesidad de crear comunidades a la medida 2 Ragon, Michel: Historia mundial de la arquitectura y el urbanismo moderno, Destino, Barcelona, 1979, p. 22. 3 Es el caso por ejemplo de la Ville radieuse de Le Corbusier, inspirada en el falansterio de Fourier.

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humana que por la lógica de la producción, preconizaban la necesidad de romper con la ciudad tradicional, incapaz de resolver los problemas de una sociedad nueva, a la que correspondería necesariamente una nueva ciudad. Por todo esto decía anteriormente, que la ciudad moderna es el tomar cuerpo y visibilidad, la objetivación de los ideales que sustentaban el proyecto de la Modernidad, que propugna la equivalencia entre racionalización y humanización del espacio. El urbanismo moderno por lo tanto aparece y se convierte en problema cuando se plantea la cuestión de las posibilidades técnicas, políticas, sociales, etc., de dar respuesta a la necesidad de habitar del hombre del momento. Por eso todos esos diseños urbanos que van apareciendo en la era de la Modernidad, pretenden ofertar una propuesta de solución de los problemas concretos de cada época, partiendo de un ideal de hombre, de sociedad y de naturaleza. La idea era la de plantear un modelo de hábitat que pudiera llevar a la realidad una nueva cosmovisión, surgida de la confianza creciente en las fuerzas de la industrialización y la racionalización. Por lo tanto lo que pretendía el urbanismo moderno era construir un modelo a partir de los principios de la Modernidad, que eran los de la racionalidad moderna: los principios del conocimiento y de la eficacia, que es lo mismo que decir los principios de la ciencia y la técnica. Y precisamente por ello se espera que dicho modelo de ciudad pueda aspirar a tener validez universal. De hecho muchos de los desarrollos de la arquitectura y el urbanismo del siglo XX, además de inspirarse en algunos de los modelos de ciudad decimonónicos, tomaron como punto de partida esta premisa. Por ejemplo el planteamiento de Gropius, que impregnará toda la ideología y el trabajo de la Bauhaus, propone una arquitectura racional perfectamente adaptada a las costumbres, al trabajo y a la vida del hombre (ideal) contemporáneo. Su idea de la construcción como obra de arte total, fruto del hermanamiento entre arte y tecnología, y la de un diseño de calidad que pueda producirse industrialmente, catalizan una de las grandes utopías de la civilización industrial: la de que es posible instaurar un modelo estandarizado basado en principios racionales, la de que es factible hacer una arquitectura y un diseño funcionales exportables por lo tanto a cualquier lugar del mundo. El impacto de esta arquitectura racional y del estilo internacional en todo el mundo, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, lo conocemos todos. Bajo su influjo se construyeron gran parte de los edificios que configuran el skyline de Chicago, la ciudad de Chandigarh en la India (Le Corbusier), o edificios tan significativos como el edificio Seagram de Nueva York (Mies van de Rohe) o el de la General Motors de Detroit (Kahn). De Japón a Brasil, de México a Moscú, de Alemania a Argentina, se dejó sentir la impronta de estas propuestas. En efecto este modelo de construcción y de ordenamiento urbano se exportó incluso a espacios y comunidades donde no se había vivido la revolución industrial, de forma que pasó a ser una propuesta homogeneizadora, independizada de la problemática social y del entorno de ideas que la originó. En

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ese sentido se podría decir que durante décadas hubo una verdadera colonización cultural a través de la exportación indiscriminada de determinados modelos de construcción, que no siempre resultaron eficaces por su alto grado de abstracción en relación tanto al entorno medioambiental como al cultural. E incluso cuando se traspasan los límites estrictos de esta arquitectura racionalista, se mantiene sin embargo la idea de que es necesario crear espacios adecuados a una determinada concepción del espacio y en función de un concepto ideal de ciudad. Por ejemplo, la construcción de Brasilia en los años 50 como la nueva capital administrativa de Brasil, gracias al trabajo de urbanistas como Lucio Costa y al diseño arquitectónico de Niemeyer, se hizo según los principios de la llamada Carta de Atenas de 1933, donde quedaron consensuados y consagrados los principios urbanísticos y de construcción que pretendían tener validez universal. Esta ciudad fantástica que surgió de la nada, se ideó como una versión radical y perfectamente adecuada a la imagen de esa ciudad del futuro perfectamente adaptada a su función, que había surgido años antes en aquella Carta que resumía las conclusiones del IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM). Este texto, que fue redactado por Le Corbusier, se convirtió en un texto de obligada referencia, en un manual para una generación de arquitectos y urbanistas que, en muchos casos, aplicaron de forma automática los conceptos y propuestas que allí se planteaban, sin someterlos a ningún tipo de crítica o adaptación. Esto hizo que las soluciones no fueran siempre las más idóneas. Pero, en el fondo, este texto conjugaba todos los elementos que componían un concepto moderno del habitar y la idea de la necesidad de construir un espacio racional, adaptado a las condiciones de las sociedades postindustriales. Sólo había que construir, a partir de estos principios, las ciudades ideales. Así quedaron fijadas las cuatro funciones clave del urbanismo: habitar, trabajar, recrearse y circular. Para cada una de ellas se delimitaron espacios bien diferenciados, perfectamente adaptados a su finalidad, para responder a las exigencias de la vida moderna creando unos servicios que aseguraran una alta calidad de vida. Todo esto, evidentemente, ponía en tela de juicio el carácter y la configuración de la ciudad tradicional, mucho menos eficiente, más desordenada, más densa, peculiaridades estas que impedían una adecuada calidad funcional. A pesar de ello, las propuestas de la Carta no suponían un desprecio absoluto de la ciudad histórica, aunque propugnara la necesidad de una nueva forma de habitar adecuada a los nuevos tiempos. De hecho fue el primer documento internacional que recogió los principios y las normas generales sobre la conservación y restauración del patrimonio histórico. El problema de este proyecto a gran escala, pensado para cambiar los esquemas habitacionales de la comunidad internacional, es que en aras de la higiene, la adaptación a las supuestas necesidades de los habitantes de la nueva cultura, rompió con el tejido ciudadano tradicional sin ofrecer una alternativa no ya de construcción y organización sino de socialización.

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Se pensó más en el habitante que en el vecino, en las vías de circulación más que en las de comunicación, en zonas de ocio más que en otras que invitaran al encuentro. De hecho en nuestras ciudades existen lugares vacíos, fríos, de puro tránsito, “agujeros negros” donde no juega ningún niño, donde nadie se para a charlar o tomar el sol. El punto que tal vez se olvidó es que la cohesión social no surge de la nada sino que la crean los propios agentes sociales, de manera que la sistematización de las condiciones que permiten la agrupación de los ciudadanos, no asegura la vinculación, la colaboración, el asociacionismo o la mutua ayuda. En este sentido la funcionalidad no asegura las virtudes sociales, aunque se objetiven las condiciones materiales que, en principio, pueden facilitarlas. Proyectos del propio Le Corbusier como el plan Voisin o L’Unité d’habitation de Marsella, perfectamente diseñadas para cumplir las cuatro funciones antes señaladas, imponían un esquema racional, la de la casa como machine à habiter, un orden funcionalista y mecanicista que respondía perfectamente a los esquemas de la industria y la técnica. El problema es que, como señalaba Francastel, “en el mundo soñado por Le Corbusier la alegría y la limpieza serán obligatorias”4. Es esta obligatoriedad la que en último término frustra el proyecto de la arquitectura y urbanismo modernos. Como en el primer artículo de la Constitución Española de 1814, donde se dice que los españoles serán benéficos, felices, la Modernidad piensa la felicidad como la consecuencia necesaria de lo que son sólo sus condiciones de posibilidad. Del mismo modo en arquitectura se pretendía establecer una correlación entre las soluciones teóricas y técnicas de la construcción y la habitabilidad de lo construido. El problema es que no se tuvo en cuenta a los agentes sociales, y de hecho esta correlación acabó siendo una disociación. En último término lo que se pone en cuestión es la equivalencia entre racionalización y humanización, que fue unos de los pilares del pensamiento moderno y que el fenómeno urbanístico se apropió como uno de sus ejes fundamentales. En este sentido, como ya apuntamos, la crisis de los presupuestos de la Modernidad, inciden necesariamente en el ámbito de la construcción del hábitat. La destrucción a partir de los años 60 de algunos espacios diseñados desde aquellas premisas por ser considerados como inhabitables, supone la percepción del fenómeno urbanístico en las sociedades industriales como un lugar de enajenación y deshumanización, y esto nos lleva a pensar que los ámbitos de racionalización de la modernidad no fueron siempre capaces de responder a las demandas y necesidades del habitante real. El espacio moderno se construyó como un espacio tecnocratizado, lo que hace que surja la tensión entre las decisiones de los expertos y la opinión de los 4 Francastel, Pierre: Art et technique aux XIX et XX siècles, Gallimard, Paris, 1956. p.34.

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ciudadanos que necesitan intervenir también en la construcción del espacio. Es evidente que en las sociedades postindustriales el proyecto urbanístico se proyecta y se impone “desde arriba”, pero también es cierto que los ciudadanos ejercen la crítica porque la urbanización y estetización del espacio también es una demanda desde abajo puesto que ellos son los usuarios. De hecho cualquier intervención urbanística en nuestras ciudades suscita polémica, voces a favor o en contra que se escuchan en la calle y a través de los medios de comunicación. Este ha sido, efectivamente uno de los ámbitos fundamentales de la crisis de la democracia, la pérdida de protagonismo real del ciudadano en las decisiones más allá de su participación en las urnas, que tiene un caso paradigmático en la enajenación del espacio respecto de la participación. La experiencia de las últimas décadas ha sido la de la ineficacia de ciertos proyectos utópicos de construcción del espacio y de organización social, la de la agonía de un determinado concepto moderno de ciudad por alejarse en exceso de las necesidades relacionales y estéticas del habitante y la de la inconveniencia de ciertas normativas estatales y de ciertos diseños urbanísticos que han dejado tras de ellos espacios difíciles de ocupar. El urbanismo de los nuevos tiempos. Habitar en la Era de la Información Frente al deseo moderno de crear un espacio ciudadano integrado, que respondiera a una concepción racional del mundo, aparece una nueva forma de ciudad que parte de la fragmentación, de la renuncia a plantear ningún esquema que nos sirva para vertebrar el espacio. La constatación de la imposibilidad de organizar el espacio citadino, dada la complejidad de su morfología y la inexistencia de un programa al que apelar, ha llevado a la sustitución de la ciudad moderna por la ciudad postmoderna. No es posible una articulación porque no hay un concepto de mundo, sino que coexisten una multiplicidad de ellos entre los que no es posible establecer ninguna priorización porque no hay tampoco un orden de valores común. Según señala Fredric Jameson, desde la mentalidad postmoderna no es posible plantear la organización y la transformación del espacio circundante, sino que ocupamos y construimos el espacio desde la individualidad, desde la autosuficiencia, llegando en último término a una situación de aislamiento puesto que resulta imposible la articulación con el entorno5. Como él mismo señala, la

5 Vid. Jameson, Fredric: Teoría de la postmodernidad, Trotta, Madrid 1996.

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postmodernidad es la forma cultural del capitalismo actual6, caracterizada por lo que denomina la “sordera histórica”7. Esto supone, pues, una nueva experiencia y un nuevo concepto de sujeto. Del sujeto moderno confortablemente instalado en la seguridad de la racionalidad y en los esquemas de progreso y de futuro que regulan su vida, a la experiencia de la inestabilidad, de la ausencia de sentido, de un sujeto sin pasado ni futuro que ha de reubicarse en su espacio. Tendrá por lo tanto que buscar unas nuevas coordenadas que sustituyan a aquellas que le permitían asumir un papel y una identidad en el entramado social, tendrá que reubicarse para poder encontrar nuevos modos de integrarse en una realidad urbana diferente y tendrá que consensuar con otros lo que podemos entender como virtudes sociales dado que, del mismo modo que coexisten diversos conceptos de mundo, también lo hacen distintos esquemas de valores que no admiten además, desde el punto de vista postmoderno, ninguna jerarquización. Por lo tanto, de aquí surgen una serie de problemas del hombre postmoderno como son la cuestión de la identidad, la de la articulación de las relaciones sociales y la de los valores culturales. El problema de la identidad surge porque el sujeto, expulsado del paraíso moderno, tiene que reubicarse en su mundo, en el subjetivo y en el social, y, cómo no, en el espacio de una nueva totalidad urbana. Como señala Baudrillard, el deseo de tiempos anteriores de “parecerse a los demás y perderse en la multitud” ha sido reemplazado por el de “parecerse únicamente a uno mismo”8. Frente al espacio moderno perfectamente articulado y socialmente integrado (o al menos esa era la pretensión), el espacio público postmoderno aparece fragmentado y sin ningún proyecto de de ordenamiento. En el mundo de la movilidad y la continua transformación, es muy complicado prever o planificar las relaciones entre los sujetos y entre los diversos grupos sociales. En sociedades como las nuestras cada vez más multirraciales y multiculturales, de grandes movimientos migratorios y donde las fronteras tienden a cambiar y a diluirse, aparecen nuevos grupos sociales, nuevas asociaciones entre los ciudadanos, marcadas por distintos criterios como pueden ser la religión, el país de origen, la pertenencia a un determinado barrio9, etc. 6 “Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’". Jameson, Fredric: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Barcelona 1991, trad. J. L. Pardo Torío, p.46 7 Jameson, Fredric: Teoría de la postmodernidad, o.c., pgs. 9 y 11. 8 Vid. Baudrillard, Jean: El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama 1998. 9 Como ejemplo anecdótico, en Sevilla el barrio de Triana, que fue siempre su arrabal y tuvo siempre un carácter peculiar, se autodefine como “república independiente”. En grandes ciudades como Berlín o París nos encontramos con barrios con un carácter muy

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Todo esto hace que se establezcan nuevas relaciones humanas y nuevas identidades, fruto del encuentro entre distintas mentalidades, diferentes tradiciones culturales e históricas, diversas ideologías, costumbres y hábitos, que transmutan continuamente el carácter y la composición de nuestras colectividades. A un mundo caracterizado por la movilidad, le corresponden sociedades complejas, plurales, donde aparecen nuevas identidades que alteran su naturaleza. La aparición de sujetos, entidades y colectivos nuevos, marcan una impronta en el tejido social, contribuyendo con elementos culturales, con modos de pensar y de actuar, a la vez que son asimilados en mayor o menor por el contexto ya existente. La interculturalidad es, más que nunca, un fenómeno de nuestra época que conlleva experiencias enriquecedoras para nuestras sociedades a la vez que inserta en su entraña el conflicto. Lo diferente, lo diverso, lo otro, provoca a la vez valoración y rechazo. Nuestra cultura es, por lo tanto, cada vez más fronteriza y tiende al mestizaje de todo tipo, sea racial o cultural. Esto es lo que nos sitúa en la experiencia una nueva identidad basada en la provisionalidad, la relatividad y el cambio. En este sentido el carácter de una ciudad vendrá dado por estos elementos de contaminación mutua y el ciudadano se dará cada vez más al nomadismo, ya sea interior o exterior. Del mismo modo que la ciudad moderna se convirtió en un gran laboratorio donde ensayar los principios de la racionalidad, la ciudad de nuestro tiempo se convierte en un espacio de experimentación y observación de los comportamientos sociales. En la ciudad conviven espacios muy heterogéneos y habitantes de muy diverso origen que dan lugar a un universo híbrido, donde acontece una contaminación dialéctica entre lo local y lo global. A la vez que se subraya la identidad de las diferentes manifestaciones culturales, se homogeneíza la experiencia a través de los medios de comunicación electrónicos, que se convierten en vehículos de globalización. La sociedad de los media se convierte en un espacio donde conviven y entran en mutua relación diversas imágenes de diferentes contextos, pero a la vez es un espacio creado por una cultura de masas donde aquellas se organizan según principios homogeneizadores. Esta cultura del simulacro10 y el espectáculo ofrece un sistema de valores efímeros y fácilmente sustituibles, creados por la industria cultural e implantada a través del engranaje publicitario que proporcionan los medios de comunicación masiva. Como señala Castells, gracias a los medios de comunicación electrónicos, capaces de absorber e integrar todas las formas culturales, todos los modos de

marcado por el origen étnico, por el estilo de vida y la ocupación de sus habitantes, etc, o por la combinación de diversos criterios. 10 Vid. Baudrillard, Jean: Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1998

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interrelación se integran en un modelo cognitivo común. Las diferencias se diluyen en un contexto semántico múltiple pero compartido11. Precisamente lo que marca según él un verdadero cambio de época, el comienzo de la Era de la Información, es precisamente que todas estas imágenes, formas y expresiones culturales, ya sean de carácter popular o especializadas, conviven y se entrelazan en un único universo digital, que constituye el nuevo contexto simbólico del hombre del siglo XXI. Esto supone, siempre siguiendo el pensamiento de Castells, un cambio estructural de nuestras sociedades mucho más radical que el que produjo la revolución industrial, que hace de ellas una realidad básicamente diferente de la que surgió de la Modernidad12. En las sociedades postindustriales el espacio social no es ya un espacio físico donde tienen lugar los intercambios, donde son posibles las interacciones y las relaciones de forma directa, sino que se trata de un espacio virtual donde la interacción consiste en intercambio y comunicación de la información. Los medios de comunicación electrónicos han creado un entorno virtual donde estamos conectados y tiene lugar gran parte de nuestra vida, dando lugar a una sociedad de redes donde los distintos lugares, imágenes y significados quedan interrelacionados dando lugar a una multiplicidad de sentidos. Este cambio estructural tendrá, evidentemente, un impacto sustancial sobre la experiencia y el diseño de la ciudad y el espacio. Estamos asistiendo, y lo haremos aún más en el futuro, a una transformación de las formas urbanas que, a diferencia de las propuestas modernas, no tienen vocación de modelo único y aplicable universalmente, sino que tienen cada vez más en cuenta las condiciones del entorno natural y cultural y las necesidades específicas del contexto en el que surgen. Por otro lado la ciudad contemporánea está integrada en una red de intercambios y relaciones que proporciona un nuevo sentido del espacio, tanto de su concepto como de su uso, y de los flujos que tienen lugar tanto dentro del contexto urbano como en el interurbano. A partir de estos datos, se pueden prever una serie de consecuencias para el desarrollo futuro del hábitat humano, no sólo desde el punto de vista de la planificación urbanística sino también de las relaciones sociales y, por lo tanto, de los valores comunitarios. Se dibuja, por lo tanto, un nuevo rostro citadino.

11 Vid. Castells, Manuel, La Era de la Información, 3 vols., Alianza Editorial, Madrid, 1997-98 12 Ibid., vol.1, pgs. 55 y ss.

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Construyendo la ciberciudad Decíamos antes que la irrupción de los medios de comunicación electrónicos, había provocado una transformación radical de nuestra cultura a todos los niveles, constituyendo un nuevo contexto para la vida del ser humano. Por lo tanto la metamorfosis que está teniendo lugar en la ciudad contemporánea tienen origen, nada más y nada menos, que en un cambio civilizatorio. Los medios de comunicación actuales no son simplemente un elemento añadido sino constitutivos del núcleo central de significación del mundo urbano actual, de manera que podríamos concluir diciendo que la cultura urbana de nuestro tiempo es cultura mediática. Esta ciudad informacional, tal y como la denomina Castells, se caracteriza por ser un nuevo entorno urbano, posibilitado gracias al desarrollo de la informática y las telecomunicaciones, que hace factible el procesamiento de la información y la creación de sistemas de comunicación. Por lo tanto el paradigma de este nuevo entorno no sería tanto la de producción de bienes (que sería el característico de la Era industrial) sino la de crear información13. En este sentido los medios de comunicación se constituyen en el nuevo espacio de nuestras ciudades. Los cambios en los medios, soportes y procesos de comunicación están provocando cambios radicales en conceptos fundamentales en el ámbito ciudadano como son los de lo público y lo privado, el de espacio-tiempo o los modos de relación y participación, que están llevando a la necesidad de esbozar nuevos escenarios urbanos. La ciudad tradicional había tenido como base la idea de constituirse como un lugar físico donde se producía el intercambio (transaccional, comunicacional, etc.) de los ciudadanos. Hasta ahora la proximidad física era necesaria para que la administración y la jurisprudencia, la economía y el comercio, los procesos educativos y culturales tuvieran lugar, pero las nuevas tecnologías de la comunicación hacen innecesaria esta circunstancia. Se puede asegurar la comunicación y se pueden llevar a cabo transacciones de cualquier tipo sin que sea indispensable un espacio físico compartido. La firma electrónica, la banca digital, las videoconferencias o las tiendas on line son sólo unos pocos ejemplos absolutamente cotidianos, que nos hablan de cómo la presencia física ha dejado de ser indispensable para solucionar problemas cotidianos en nuestras sociedades. Las nuevas tecnologías han establecido, pues, una nueva relación espaciotiempo capaz de modificar y conectar los espacios, obligando a una redefinición del concepto del ámbito citadino. Este ya no se define básicamente en términos de extensión, superficie, área o zonas, sino que lo hará cada vez más en referencia a los de relación, correspondencia, conexión, comunicación, vínculo o enlace. 13 Vid. Castells, Manuel, La ciudad informacional. Tecnologías de la información, reestructuración económica y el proceso urbano-regional, Alianza, Barcelona, 1995.

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El desarrollo de la informática y la electrónica está constituyendo, pues, un nuevo territorio definido justamente por la interconectividad. No es importante ya el límite físico y la situación geográfica de la ciudad, sino su capacidad para generar tramas de comunicación e intercambio, de entrar a formar parte de redes urbanas más complejas, de vincular espacios reales o virtuales. En este sentido el territorio que se trata de hacer habitable, que se intenta construir y urbanizar del mejor modo posible, es el del imaginario social. Este nuevo espacio construido por las redes y autopistas de la información, que abre posibilidades ilimitadas de comunicación e interrelación, subvertirá el orden que emanaba de las demarcaciones territoriales y de las circunscripciones de los centros de poder de la ciudad. Lo que nos descubren las nuevas tecnologías electrónicas es que estos centros pueden ser desplazados, que los lugares pueden ser reemplazados por espacios comunicacionales donde ya no existe la mediación de la materialidad ni los condicionamientos del lugar físico. Y esto, inevitablemente, incidirá en los modos de relacionarse, participar y producir de los habitantes. Si existe un nuevo sentido de la espacialidad urbana que ha dejado sin sentido la idea de la necesidad de un espacio físico como lugar natural de encuentro, y de un centro como espacio privilegiado de interacción, información e intercambios, es evidente que todo ello está afectando a la vida cotidiana del ciudadano y lo hará aún más en el futuro. La posibilidad de trabajar telemáticamente, sin moverse de casa, sólo con tener un terminal conectado al centro de trabajo; la oferta de espacios de ocio y de relaciones humanas por Internet que nos permiten hacer amigos o buscar pareja en cualquier lugar del planeta; la existencia de foros de debate de todo tipo que nos permite la discusión y el intercambio; la posibilidad de hacer negocios, comprar o vender sin movernos de nuestro domicilio, está cambiando nuestro modo de trabajar, de comunicarnos y conocernos, de participar y de habitar el espacio. Ya no hay ágora fuera de los chats y vivimos una crisis de los espacios comunes. Prácticamente todo es visitable vía Internet, tenemos relaciones virtuales de todo tipo, expresamos nuestras opiniones y pensamientos a través de un blog y paseamos extrañados por nuestras ciudades, asombrados por la cantidad de cambios que ha sufrido, cambios que señalan lo prolongado de nuestra ausencia. Por otro lado, el crecimiento imparable de las grandes urbes hace cada vez más inviable la idea de lugares físicos de encuentro. Ya sea por los tiempos de desplazamiento, por la disolución de los territorios a los que tradicionalmente se asignaba esta funcionalidad o por su multiplicación hasta el infinito, estamos asistiendo a la fragmentación de la urbe. A pesar de ello, y conviviendo (al menos todavía) con la ciudad que evoluciona de la mano de la telemática, subsisten espacios que tienen una cierta centralidad y significatividad, sirviendo de referente para el habitante. Por ejemplo en las grandes aglomeraciones, la tendencia será la de buscar esos espacios de

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intercambio en los barrios o comunidades locales, donde las relaciones de todo tipo son más viables y cercanas. Por lo tanto, aún estamos lejos de algunas propuestas que podríamos calificar de ciencia ficción moderada como la de Willian J. Mitchell que, llevando hasta sus últimas consecuencias algunos de los planteamientos de Castells, nos plantea una versión en positivo de la ciberciudad. El punto de partida es que tendremos que volver a pensar el concepto de urbanismo, de ciudad y de espacio, si atendemos al hecho de que cada vez más los intercambios de todo tipo (sociales, políticos, culturales, administrativos, etc.), tienen lugar en el ciberespacio. Esto supone que somos, también cada vez más, habitantes de la ciudad de bits14, una ciudad intangible, un universo virtual, donde los edificios se han convertido en software. Si las ciudades preindustriales, dice Mitchell, nos ofertaron techos y paredes que nos proporcionaron cobijo frente al medio, si las ciudades industriales construyeron sofisticados sistemas de conducción y aprovechamiento de la energía, las del siglo XXI serán espacios inteligentes, organismos vivos cuyo sistema nervioso será Internet15. Por lo tanto el urbanismo no se centraría tanto en diseñar edificios significativos ya sea porque respondan a la demanda social o porque tengan un evidente valor simbólico, sino en hacer edificios inteligentes que interactúen con sus habitantes a través de dispositivos electrónicos conectados en red, gestionados informáticamente. Como señala Mitchell, el hormigón y el acero seguirán siendo importantes, pero se les unirán el silicio y los programas. “Los edificios del futuro inmediato funcionarán cada vez más como enormes ordenadores con multitud de procesadores, memoria distribuida, numerosos mecanismos de control y conexiones de red para unirlo todo (…). El sistema operativo de la vivienda será tan esencial como el tejado, y desde luego más importante que el sistema operativo del ordenador”16. 14 Como señala Mitchell, en esta urbe global que se nos viene encima “sus lugares serán construidos virtualmente por software, en lugar de físicamente con piedras, y estarán conectados por conexiones lógicas más que por puertas, pasajes y calles.” Mitchell, William J., City of bits. Space, place and the Infobahn, The MIT Press, Cambridge, MA, 1995, p. 24. 15 “En el pasado lejano, un edificio era poco más que esqueleto y piel. A partir de la revolución industrial, adquirieron una elaborada fisiología mecánica —sistemas de calefacción, ventilación y aire acondicionado, suministro de agua y eliminación de residuos, sistemas de energía eléctrica y de otros tipos, sistemas de circulación mecánica y una amplia variedad de instalaciones de seguridad y protección— (…). Actualmente, en los albores de la revolución digital, los edificios están siendo dotados de sistemas nerviosos artificiales, sensores, pantallas y equipos controlados por ordenador; la estructura es un chasis para sofisticados sistemas electrónicos que juegan un papel cada vez más importante en la respuesta a las necesidades de sus moradores”. Mitchell, William J., E-topía, Gustavo Gili, Barcelona, 2001, p.65. 16 Ibid. p.71-72

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En consecuencia, la importancia de la fisicidad de las construcciones pasa a un segundo plano, desbancada por la importancia del componente virtual. Las paredes se convierten en ventanas electrónicas, los sistemas de circulación que interrelacionaban las distintas partes del edificio han dejado paso a una red de conexiones cibernéticas y las antiguas jerarquías espaciales se diluyen en un multifuncional universo digital. En este sentido, la ciudad se puede entender, más que como un territorio físico, como un sistema de espacios virtuales interconectados gracias a las autopistas de la información, cuyos barrios son comunidades virtuales creadas en función de los intereses de los usuarios, donde los internautas pueden interactuar y relacionarse con otros17. La Ciudad de Bits no se circunscribe, pues, a ningún lugar, sino más bien es un espacio diferente que actúa con diferentes reglas, y desde ahí se proyecta sobre la ciudad tradicional. Para Mitchell, el sistema mundial de computación — el ágora electrónica— subvierte, desplaza radicalmente, redefine nuestras nociones de lugar, reunión, sociedad y vida urbana”18. Los espacios virtuales están cambiando los espacios actuales19. Posiblemente sea en su obra E-topía donde Mitchell deja volar un poco más su imaginación, y, siguiendo el estilo de la literatura clásica de anticipación, traza a grandes pinceladas lo que podría ser el futuro de nuestras ciudades, si atendemos a los cambios que ya se están produciendo en nuestros entornos. Si en City of bits había planteado la necesidad de un diseño urbano que entendiera la ciudad como un entramado de espacios interconectados, en E-topía concreta esta idea dibujando los rasgos característicos de la ciberciudad como ciudad inteligente, económica y ecológicamente más rentable. Es evidente que si la tendencia es a la desmaterialización, es decir, si antes determinados servicios y actividades necesitaban espacios físicos para poder tener lugar y ahora no, porque es factible su realización en la ciudad de bits, eso supondrá un cambio en el paisaje ciudadano. Esto lleva consigo, evidentemente, una reducción del gasto puesto que no es necesario disponer de un espacio físico (tener un espacio en Internet es mucho más económico que adquirir o comprar un local) y, en el caso de las transacciones

17 Partiendo de la base de que participan en juegos de construcción electrónica, donde el sujeto escapa de las imposiciones del “mundo real”, pudiendo re-diseñarse puesto que la representación virtual es altamente manipulable. 18 Mitchell, William J., City of bits. Space, place and the Infobahn, oc., p.8. 19 Ibid. p. 60. Esta es la conclusión de lo que Mitchell señala en las páginas anteriores, al analizar cómo los nuevos modos de información y distribución están cambiando el consumo y nuestra experiencia en un sentido amplio. La posibilidad de poder acceder a libros electrónicos, alquilar películas y descargarlas on line o hacer una visita virtual de un museo, nos da idea de cómo los lugares y objetos físicos pueden ser “sustituidos” por realidades virtuales.

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comerciales, una mejora de los precios para el usuario ya que se elimina toda intermediación20. Por otro lado, desde el punto de vista medioambiental es también más rentable. Como señala Mitchell, un bit usado no contamina, del mismo modo que un correo electrónico no consume papel o un portal en la Web es más ecológico puesto que no deja residuos. Y, desde luego, se economizan muchos recursos materiales necesarios para la construcción de edificios, puesto que al aprovechar mejor los ya existentes, disminuye la demanda edificatoria. Esto se repite cuando analiza otro de los supuestos de E-topía, el de la desmovilización. El hecho de que, gracias al ordenador, podamos solucionar muchas cuestiones desde casa sin necesidad de desplazarnos, que, cada vez más, podamos realizar nuestro trabajo sin necesidad de ir cada día al centro de trabajo, que podamos tener una vida social activa (aunque sea virtual) sin tener que movernos de casa21, está cambiando nuestra idea de unir espacio arquitectónico con una determinada función22. De hecho, como señala Mitchell, estos ámbitos serán cada vez más multifuncionales, de manera que, contrariamente a lo que planteaba le Corbusier, no es necesario establecer una distinción entre los espacios de trabajo, ocio y circulación23, sino que, por el contrario, pueden convivir sin problemas. Por ejemplo si, como antes comentábamos, tenemos la posibilidad de tener un teletrabajo que se puede hacer desde casa, ésta se convierte en un lugar polivalente donde tiene lugar no sólo la vida privada y social del hombre, sino también su vida laboral. Es evidente que todo ello supondrá un ahorro de tiempo en los desplazamientos, de gasto en los transportes (tanto por parte del usuario como desde el punto de vista de las infraestructuras), y también una clara repercusión medioambiental: menos tráfico supone menos consumo de combustible y, por ende, menos contaminación. Siempre es más eficiente, como Mitchell señala, mover bits que personas y mercancías24. Hasta aquí nada que objetar. Las ventajas resultan enormes y parecen resolver algunas de las cuestiones que más nos preocupan en las sociedades

20 De esto tenemos ejemplos cotidianos. Reservar un hotel, comprar desde una bicicleta hasta una cámara fotográfica, suele ser más económico si lo hacemos vía Internet. 21 Para ello contamos con direcciones en Internet donde encontrar amigos o pareja, intercambiar opiniones o simplemente charlar. 22 Como señala Mitchell, “la distribución electrónica de servicios elimina largos trayectos hasta puntos de acceso intermedios”, la telemática nos permite trabajar para una empresa italiana viviendo en Argelia, o diseñar desde México para una firma española. 23 No es necesario puesto que se eliminan los efectos indeseables de ruido y contaminación, de manera que más bien habría que tender a la interrelación. Vid. Mitchell, William J., Etopía,o.c., pgs.80-81. 24 Mitchell, William J., E-topía,o.c., p.157.

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contemporáneas como es el problema del tráfico, el de ahorrar energía y recursos naturales, producir menos residuos, disminuir la contaminación, etc. Pero, esta ciudad invisiblemente inteligente, basada en redes de información de alta velocidad, a la que estamos razonablemente abocados según este tecnófilo moderado, ¿es asumible y deseable? Como siempre parecen saltar las alarmas. Desde que Mary Shelley creó a la criatura de Frankenstein, para dar forma a nuestros miedos sobre el uso irresponsable e inadecuado de la tecnología, y desde que vimos en 2001. Una odisea en el espacio a la supercomputadora Hal, que demostró ser funesta para la vida de los tripulantes de la nave, los tecnófobos afilan sus armas. Lógicamente asaltan las dudas sobre qué puede suceder en un mundo totalmente interconectado, donde nos podemos sentir vulnerables ante un ataque cibernético, sobre quién va a acceder a estas redes y quien las va a controlar, o sobre si todo esto va a menoscabar nuestra intimidad o va a cambiar radicalmente la forma de relacionarnos. Mitchell es consciente de que estos proyectos suscitan dudas razonables, pero señala que el problema para asumir este futuro que se nos avecina, es fundamentalmente cultural. Las redes digitales de telecomunicaciones no van a crear nuevas estructuras ciudadanas sino que transformarán las que ya existen, adaptando los espacios, edificios e infraestructuras que ya tenemos, a las necesidades de los nuevos tiempos. De hecho plantea la idea de una “transformación suave”25, dado que los cambios que producen estas redes son desde luego menos traumáticos y devastadores que los que provocó la revolución industrial. En este sentido las infraestructuras de las telecomunicaciones son mucho menos intrusivas pues al ser más “invisibles”, no necesitan de grandes espacios y son menos destructivas tanto para el entorno natural como para el patrimonio histórico. Se trata de una “revolución de terciopelo”, sutilmente progresiva y nunca destructiva. Por lo tanto la E-topía no se plantea como una distopía sino todo lo contrario. El futuro no es Blade Runner ni extrañas ciudades futuristas, sino ciudades parecidas a las actuales pero invisiblemente inteligentes. La ciberciudad ya acampa entre nosotros. Los nuevos retos de la ciudad contemporánea Todos estos datos nos hacen pensar en la multiplicidad de elementos a tener en cuenta en la elaboración de un modelo de ciudad para el siglo XXI. Algunos ya son parte de nuestra realidad cotidiana y otros aparecen en el horizonte anunciando posibilidades para el futuro. Por lo tanto podemos plantear, sin la intención de ser exhaustivos, algunas de las características de las distintas imágenes del concepto de ciudad contemporánea que surgen en nuestros días. 25 Ibid. p.162-163.

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En primer lugar la imagen de la ciudad difusa. Nos estamos refiriendo a la tendencia, que ya vivimos desde hace tiempo, a constituir regiones metropolitanas, formadas por constelaciones de concentraciones urbanas, integradas entre sí tanto por una serie de infraestructuras de carácter físico como virtual26. En segundo lugar, tendríamos que referirnos a la imagen de la ciudad policéntrica, que surge como consecuencia de la pérdida de la centralidad y la disgregación de las actividades y de los poderes fácticos de la ciudad, provocada por las nuevas tecnologías y por el crecimiento a escalas que comienzan a ser inmanejables de la ciudad contemporánea. Tanto el impacto de las telecomunicaciones como la conversión de la ciudad en un sistema metropolitano de ciudades, está favoreciendo esta estructura de constelación de poblaciones, donde está dejando de funcionar la dialéctica centroperiferia para dejar paso a la idea de diversos centros conectados entre sí27. La tercera cuestión sería que estos cambios estructurales están transformando las relaciones sociales, donde la dialéctica se establece entre la idea de individualización y comunalización. Es decir, vivimos en una cultura cada vez más basada en la conciencia de la individualidad, pero donde creamos continuamente redes de relación para compartir intereses. Todo ello conlleva un nuevo planteamiento urbanístico, dispuesto a crear nuevas estructuras que respondan a las necesidades y nuevas formas de relación de los habitantes. Es previsible que cambien los entornos de trabajo28, de modo que también lo hará el transporte, la vivienda, etc. Por otro lado, el hábitat habrá de acomodarse a los cambios que acaecen en el terreno de la comunicación entre personas, no sólo en el ámbito urbano, sino también (lo que es cada vez más frecuente) entre personas de distintos lugares y culturas. Y no sólo eso, sino que también habrá que abordar los problemas que estos cambios están provocando en los patrones de comunicación. Es un hecho que está habiendo un recrudecimiento de las diferencias sociales, de los conflictos interculturales causados por la inmigración, de la soledad en las grandes ciudades, que provoca aislamiento social. A esto se une la aparición de un nuevo

26 Ciudades como Los Ángeles, México D.F., Londres o París, ocupan un extenso territorio, cuyas fronteras difícilmente podemos establecer puesto que se trata de metrópolis formadas por una constelación de aglomeraciones que se han ido sumando a un núcleo primigenio, o cuya estructura desde un principio tuvo un carácter abierto. 27 De hecho experimentamos cada vez más, incluso en las ciudades más antiguas, que el “centro histórico” ya no es como antaño el centro comercial y de intercambios, sino que aparecen nuevos “centros” que cumplen mejor dichas funciones por la cercanía, mayor facilidad de acceso, etc. 28 Hay una tendencia a flexibilizar horarios y a realizar trabajos desde casa, gracias a las posibilidades que ofrecen las redes telemáticas.

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tipo de pobres, los no informados, aquellos que no pueden o no saben acceder a las nuevas redes de comunicación29. Evidentemente el nuevo urbanismo no aspira a resolver esos problemas pero sí a tenerlos en cuenta y subsanarlos en lo posible, desde la tarea que asumen arquitectos y planificadores de la ciudad. Por lo tanto, encontramos una nueva actitud en los responsables de la organización y gestión de las ciudades, conscientes de que se trata de una tarea en equipo y que tiene que tener en cuenta la realidad del mundo y la sociedad contemporáneos. Si en un principio los problemas de habitabilidad y urbanización se habían centrado en cómo ofertar vivienda, higiene, servicios y calidad de vida en los espacios urbanos, ya que en muchas ocasiones se habían visto desbordados por un aumento desmesurado de la población, que había dado lugar a la aparición de asentamientos irregulares y faltos de los servicios más básicos, a partir de ahora se trata de conseguir a través del hábitat un espacio socializado donde puedan ponerse las bases que eliminen la segregación y la conflictividad social. Además de los problemas de cómo hacer compatible el crecimiento y el desarrollo armónico de las ciudades, el desarrollo económico (la industria y el comercio), con el respeto por la historia y el medioambiente, ahora se trata de traspasar los límites de la ciudad y las comunidades locales, para pensar en global. Pensar el espacio en el siglo XXI supone iniciar una reflexión sobre el modo más adecuado de proyectar los espacios en una sociedad cada vez más interconectada, de manera que cada vez se es más consciente de que no valen las soluciones aisladas sino en relación a la totalidad. Las sociedades del siglo XXI son sociedades planetarias, de manera que no se pueden concebir las ciudades más que en red, y los ciudadanos son cada vez más ciudadanos del mundo. Como dicen los ecologistas hay que actuar en lo local pensando en lo global. Por lo tanto estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo sentido del lugar y de la pertenencia, así como de las relaciones ciudadanas y de los valores fundamentales que se priman en el contexto social. Si antes el ciudadano anclaba en un lugar por razón de su nacimiento, de su etnia, nacionalidad, etc., y se sentía identificado con una cultura y costumbres determinadas que definían su identidad, ahora esa identidad convive con la experiencia de la pertenencia a una comunidad internacional. La experiencia de la interconexión y la incidencia a nivel mundial de los problemas y las medidas económicas, de las decisiones políticas que afectan a diversas comunidades, de los parámetros culturales, éticos o estéticos, nos llevan a la conciencia ineludible de que los juicios, determinaciones, intereses y propuestas de entidades locales, nacionales o de comunidades de naciones, afectan cada vez más a la totalidad del planeta. 29 Vid Castells, Manuel, La Era de la Información, o.c., vol.3, pgs. 95 y ss.

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Por lo tanto los principios del urbanismo y de la construcción del hábitat, habrán de basarse en esta nueva circunstancia de nuestras sociedades, que ya no son Modernas. Si la Carta de Atenas de 1933 había intentado responder (aunque era de ámbito europeo) a las necesidades entendidas como universales del habitar del hombre del momento, que habitaba en ciudades marcadas por el desarrollo de la industria y por el maquinismo, ahora habría que replantear estos principios en una sociedad postindustrial, caracterizada por la incidencia de los medios de comunicación electrónicos. Una nueva Carta de Atenas para el siglo XXI El Consejo Europeo de Urbanistas, teniendo en cuenta las nuevas cuestiones y problemas que surgen en nuestro entorno cultural, comenzaron a plantearse desde los últimos años del siglo pasado, la necesidad de unificar esfuerzos y dar unas directrices generales que, como su precedente, la Carta de Atenas de 1933, sirviera de referente común a los urbanistas profesionales que trabajan en Europa. Pero dado, como señalábamos anteriormente, el alto grado de homogeneización que existe en las sociedades contemporáneas, pensar y construir el espacio en Europa no difiere básicamente de hacerlo en otras culturas. Salvando, por supuesto, ciertas características o problemáticas que pueden ser más específicas del espacio europeo, o que se dan en otros lugares con menor intensidad, los planteamientos generales que se ofrecen en este nuevo documento, podrían servir sin duda para ofrecer unas pautas globalmente válidas. La Nueva Carta de Atenas, cuya redacción definitiva aparece en 2003, pretende no solamente analizar los problemas del habitar contemporáneo, sino también subsanar los errores de fondo que estaban a la base del texto del año 1933, que hicieron conflictiva su aplicación, no sólo en lo referente a los principios del habitar sino también desde el punto de vista de la función que arquitectos y urbanistas tenían según dicho texto. Ya en la redacción de 1998 leemos lo siguiente: “Al preparar este Carta, el Consejo Europeo de Urbanistas ha sido consciente de la gran influencia de la Carta de Atenas de 1933, y de las deficiencias de los tipos de estructuras y esquemas urbanísticos resultantes de su aplicación. Se ha preparado una nueva Carta más adecuada a las décadas venideras, que tiene en cuenta en primer lugar al ciudadano a la hora de tomar decisiones organizativas. El concepto principal que se desarrolla en ella es que la evolución de las ciudades debe ser el resultado de la combinación de las distintas fuerzas sociales y de las acciones de los principales representantes de la vida cívica. A juicio del Consejo Europeo de Urbanistas, se necesita un nuevo marco para el urbanismo que satisfaga las necesidades socioculturales de la generación actual y de las futuras. En este contexto en continua evolución, el papel del urbanista profesional, como coordinador y mediador cualificado, es crucial. Se propone que el elemento

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fundamental de la nueva Carta sea un compromiso general con la construcción de las ciudades, donde el urbanista no figure como un Gran Maestro, sino como alguien que posibilita y coordina el desarrollo. (…) El papel del planificador urbano en este proceso debe consistir en proporcionar una visión de futuro de las ciudades e ilustrar, así como a inspirar, a los ciudadanos del mañana”30. Este texto introductorio que fue suprimido de la redacción definitiva (aunque no de su espíritu), comienza marcando una diferencia metodológica fundamental con respecto a la versión de 1933. La “cura de humildad” sufrida por arquitectos y urbanistas, después de la debacle del movimiento Moderno, hace que reconozcan la insuficiencia de sus planteamientos, a la vez que contemplan su tarea como una aportación cualificada a un trabajo que es de equipo, donde la presencia de las fuerzas sociales y del propio habitante son importantes. Posteriormente, en el texto definitivo de 2003, se hace aún más explícita la renuncia a establecer cualquier regla o canónica, urbanística o de construcción, tal y como se hizo en el pasado, se reconoce la limitación del papel de la planificación en una sociedad en perpetua evolución, muy compleja, y donde los sujetos de dicha evolución son múltiples y dependientes entre sí. Así se explicita: “Es importante reconocer que la Carta del Consejo Europeo de Urbanistas sustituye a la Carta de Atenas original de 1933, que contenía una visión preceptiva de cómo deberían desarrollarse las ciudades, con zonas de vida y de trabajo con alta densidad, conectadas por sistemas de transporte masivo muy eficientes. Como contraste, la Nueva Carta y esta revisión, inciden sobre los residentes y los usuarios de la ciudad y en sus necesidades, en un mundo que cambia rápidamente. Promueve una visión de La Ciudad Conectada que puede lograrse por la planificación y por los urbanistas. Contempla nuevos sistemas de gobierno y nuevas formas de involucrar al ciudadano en los procesos de toma de decisiones, haciendo uso de las ventajas de nuevas formas de comunicación y de la tecnología de la información. Al mismo tiempo es una visión realista, que distingue entre los aspectos del desarrollo de la ciudad en los que la planificación puede ejercer una influencia real y aquellos en los que tiene un papel más limitado”31. El punto de mira ha cambiado radicalmente. Los urbanistas modernos entroncaban directamente con la tradición de los utopistas, tendiendo a hacer diseños de ciudades adaptadas idealmente a las necesidades que planteaban las nuevas sociedades industriales (vivienda, trabajo, transporte…). Después de la crisis del pensamiento moderno, se opta por una “visión realista” del proyecto urbanístico, se suprime la fórmula con pretensión de validez universal para centrarse en las necesidades no sólo funcionales sino también vitales del ciudadano.

30 Nueva Carta de Atenas (versión preliminar de 1998), Introducción. 31 Nueva Carta de Atenas 2003 (versión definitiva), Anexo, Antecedentes históricos.

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Y desde luego se parte de la base de que no existen soluciones definitivas en un entorno social y cultural donde los cambios son vertiginosos, posiblemente mucho más rápidos que los que tenían lugar en las primeras décadas del siglo XX. Ahora las propuestas tenderán a ser más flexibles y diferentes, adaptadas al contexto en que se inscriben, pues no es lo mismo proyectar un mercado en Kenia que en Islandia. Por otro lado la conciencia de los cambios que ya se han producido y los que seguirán generando las tecnologías de la información, que anuncian un desarrollo insólito de las posibilidades de comunicación a nivel mundial, conlleva el reconocimiento de nuevos modos de participación social. De aquí la conciencia de que, dada la complejidad de las sociedades contemporáneas, y el aumento de las posibilidades de participación que se ofrece a los ciudadanos, la tarea del urbanista ni se realiza en solitario ni es capaz de resolver por sí misma todos los aspectos que tienen que ver con el desarrollo de las ciudades. Esto no implica que no se subraye el papel del urbanista en una sociedad cambiante, que ha de evolucionar aún más en el futuro, como inspirador, coordinador y planificador de esas ciudades futuras. Pero planificador, como se especifica en la Carta, en el sentido de mediador. “Planificar no es solamente preparar un plan sino, más bien, un proceso político que pretende un equilibrio entre todos los diferentes intereses —públicos y privados— para resolver demandas contrapuestas sobre el espacio y los programas de desarrollo”32. Por lo tanto el papel que se le asigna es mucho más exigente y delicado que en el pasado. No sólo habrá de tener un conocimiento sobre los factores que constituyen el aspecto teórico-práctico de la planificación urbana contemporánea sino que también habrá de informar, formar y promover el análisis, la crítica y la participación, no sólo diseñará propuestas respetuosas con el medio ambiente y con el patrimonio cultural, no sólo elaborará prospectivas para el desarrollo urbanístico futuro, sino que también asumirá un papel como consejero político y mediador y como gestor urbano33. Esto supone una exigencia de virtudes públicas en el planificador pues, en primer lugar, ha de tener como valores fundamentales los de justicia social y solidaridad, de igualdad y colaboración, a fin de hallar las mejores soluciones que garanticen el bienestar público. Y, por supuesto, sin dejar de tener en cuenta los factores medioambientales, sociales y económicos que hay que respetar para conseguir un desarrollo sostenible de las tramas urbanas. Todo ello apunta a la existencia de un orden de valores sobre el que se sustentan las propuestas de la Nueva Carta de Atenas que, aunque aparezcan a modo de declaración de intenciones, y a veces obviando los inevitables obstáculos que suponen los intereses de carácter económico y político, ofrecen al menos un horizonte de eticidad social mucho más claro y evidente del que podíamos 32 Ibíd. Parte B, ap. B3 El compromiso de los urbanistas. 33 Ibídem.

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encontrar en la versión de 1933, más preocupada posiblemente por problemas de carácter técnico que pudieran ofertar una mejora de la vida del ciudadano. No era fácil en aquel momento histórico proponer una solución a los problemas del habitar surgidos en sociedades sometidas a cambios radicales, donde la densidad poblacional de las ciudades había aumentado de forma desmedida, provocando una degradación de las condiciones de habitabilidad. Pero no se trataba solamente de ofertar más espacio, más luz, más espacios verdes, más higiene en suma, sino de restablecer unas condiciones que atendieran a las necesidades tanto fisiológicas como psicológicas de los individuos, en un adecuado orden social. Es decir, se trataba de conseguir lo que Le Corbusier definía como el “resplandor de la persona en el marco del civismo”34. En aquel momento era urgente realizar una tarea de ordenación en las ciudades cuyo equilibrio se había visto roto por el advenimiento del maquinismo, dando lugar a urbes densamente pobladas, caóticas, poco salubres, que no tenían en cuenta para nada las necesidades vitales de sus habitantes35. El ritmo frenético que imponía el maquinismo, esas “velocidades mecánicas”, puso también de relieve la inadecuación de las vías de comunicación, que carecían de la flexibilidad y resultaban insuficientes para la circulación36. Pero curiosamente las soluciones que se buscaban para organizar este desastre ciudadano (del cual el problema circulatorio era sólo una parte), partían justamente de los principios de racionalidad que sustentaban esta sociedad maquinista. Había que “sanear” la ciudad, acabar con los espacios insalubres, sustituirlos por espacios soleados y por zonas verdes, lo cual exigía una “cirugía” perfectamente planificada que no dudaba en demoler sin problemas todo aquello que estorbara e hiciera inviable el proyecto del urbanista37. De hecho la idea de la ciudad que subyace en la primera Carta de Atenas es la de una unidad funcional, la de una empresa que crece y se desarrolla según un plan general, donde se prevé en lo posible, sin dejar espacio al azar, el futuro desarrollo de la urbe38. 34 Le Corbusier: Principios de urbanismo (La Carta de Atenas), Ariel, Barcelona 1971, traducción de Juan Ramón Capella, 1ª parte: “Generalidades”, punto 2. 35 Ibid. 1ª parte: “Generalidades”, punto 8 36 Ibid. 2ª parte: “Estado actual de las ciudades. Críticas y remedios”, puntos 51 a 58. 37 Tenemos notables ejemplos de ello en las renovaciones radicales de muchas ciudades europeas (Viena, París…) que tienen lugar en el XIX para acomodar la ciudad medieval a las exigencias de los tiempos modernos. Tal vez el caso más paradigmático sea el de París, donde Hausmann, no sólo por conveniencia urbanística sino también por motivos políticos, realiza una intervención bastante traumática en la ciudad tradicional. Ya en el siglo XX, el propio Le Corbusier propuso ciertas intervenciones igualmente radicales en el mismo París, como fue el Plan Voisin que quedó sólo en proyecto, aunque su idea de l’Unité d’habitation se hizo realidad en Marsella. 38 “La ciudad definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo”.

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Por lo tanto se contempla la posibilidad de planificar, de establecer leyes urbanísticas (y desde luego leyes que permitan una liberación del estatuto del suelo), que hagan posible una ciudad capaz de construirse y crecer adecuándose a las cuatro funciones primordiales del habitar, según los criterios que establece el urbanismo moderno. Como decía Le Corbusier, la previsión sucederá al azar y el programa a la improvisación39, de manera que todas las posibles iniciativas deberán ser articuladas en un plan general, que establecerá siempre la subordinación de aquellas a los intereses públicos. Pero, como antes señalábamos, se trataba no sólo de establecer un ordenamiento urbano racional, sino adecuado a las necesidades físicas y espirituales del habitante. La confianza en que este programa podría llevarse a cabo siempre y cuando se dieran las condiciones necesarias para ello, efectivamente entronca con la aspiración moderna de poder proporcionar al hombre las infraestructuras y las condiciones objetivas para que su vida fuera más benéfica y feliz, o al menos donde sus necesidades vitales básicas fueran cubiertas. El problema es que la felicidad es una extraña circunstancia que escapa a toda planificación, y que los intereses, tanto económicos como políticos, impiden, o al menos entorpecen, la plena realización de estos programas que habían de diseñar los urbanistas. Estos debían de partir de un análisis de la realidad del lugar: los recursos naturales, la topografía, la economía, las necesidades sociales, la política, el desarrollo de las comunicaciones, los valores espirituales…Sólo así podrán establecer unas “reglas inviolables (que) garantizarán a los habitantes el bienestar del alojamiento, la facilidad del trabajo, el empleo feliz de las horas libres. El alma de la ciudad quedará vivificada por la claridad del plan”40. Así pues será el valor de la eficacia y la claridad de una planificación capaz de crear bienestar en todos los ámbitos de la vida del hombre y de construir una ciudad a la medida humana, lo que primará como objetivo prioritario. Y el artífice de todo ello no puede ser más que el especialista, es decir, aquel capaz de planificar no con la frialdad del geómetra sino como el creador de un cuerpo con órganos bien diferenciados, donde cada uno cumple su función, garantizando no sólo el orden y la felicidad presente sino también la futura, puesto que el análisis riguroso de todos los factores implicados en el fenómeno del habitar permitiría una prospectiva del desarrollo ciudadano41. Si anteriormente habíamos hecho referencia a la aseveración de que la arquitectura es fundamental para todo, es evidente quién habrá de ser este especialista. “¿Quién podrá adoptar las medidas necesarias para llevar a buen fin esta tarea, si no es el arquitecto que posee un perfecto conocimiento del hombre, Le Corbusier, ibíd., “Conclusiones”, Punto Doctrinal 84. 39 Ibíd., Punto Doctrinal 85. 40 Ibíd. Punto Doctrinal 86. 41 Ibídem.

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que ha abandonado los grafismos ilusorios y que, con la justa adaptación de los medios a los fines propuestos, creará un orden que llevará en sí su propia poesía?”42 Esa poesía del orden y la funcionalidad es la que subyace a la definición de Le Corbusier de la casa como machine à habiter y a la concepción de la ciudad como un universo de interacciones bien planificado, capaz de responder a las necesidades productivas de las sociedades industriales, a la velocidad de la vida moderna, donde cada función exigía sus espacios que quedaban así perfectamente distribuidos y ordenados, donde peatones y automóviles transitaban por vías diferentes, perfectamente ajustadas a las necesidades circulatorias. Es posible que esta imagen de ciudad perfectamente planificada, a la medida de las necesidades humanas y funcionando con la exactitud de un reloj suizo, pueda parecernos cuanto menos ingenua, un tanto utópica y, sin duda, heredera de un concepto maquinista del mundo y de las relaciones que en él se establecen. En esta que podríamos llamar machine à vivre, se expresa y toma cuerpo, al fin y al cabo, la conciencia moderna de ruptura con el régimen anterior y se inaugura el concepto de urbanismo contemporáneo. El urbanismo entendido como ordenación de los lugares para acoger y hacer la vida de los hombres en todos sus aspectos (material, espiritual, sentimental, etc.), ya sea a nivel individual como colectivo, es un concepto que nace de las entrañas del espíritu nuevo de la Modernidad. Este obliga a romper con el modelo anterior o, tal vez diríamos mejor, con la ausencia de paradigma, puesto que la ciudad premoderna no tenía a la base un arquetipo determinado. Ya no es posible mantener el esquema de la ciudad tradicional, que había crecido de forma orgánica, al impulso de las necesidades de habitación que iban apareciendo, y sin ningún ordenamiento explícito, promoviendo la aparición de ciudades-laberinto, donde los ciudadanos estaban abocados no sólo a la interacción sino a comunitarismo. En esto consistió la grandeza de la Carta de Atenas de 1933, que logró sintetizar y sistematizar los esfuerzos que desde los ámbitos políticos, sociales y urbanísticos habían tenido lugar desde el siglo anterior, para lograr una transformación del hábitat en coherencia con las transformaciones radicales que provocaron la industrialización y el consecuente cambio cultural. La propuesta de una serie de parámetros que hicieran posible un hábitat realmente adaptado a las nuevas necesidades del habitante de la ciudad moderna, llevó al intento de establecer un orden que destacó la belleza y la poesía de la función, y todo ello promovió un nuevo impulso renovador que vivificó el arte de construir. La Carta de 2003, sin embargo, surge en un entorno social e ideológico muy diferente, marcado, como ya se comentó en el apartado anterior, por el nuevo

42 Ibíd. Punto Doctrinal 87.

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contexto de comunicación y simbolización que hacen posible los medios de comunicación electrónicos. La Nueva Carta de Atenas comparte con aquella de 1933 el deseo de impulsar un nuevo modelo de ciudad que responda a las necesidades de la nueva cultura (en nuestro caso la de la información), pero, a diferencia de la primera, estableciendo un diálogo fundamental y no sólo de compromiso con la historia y respetando los aspectos históricos, políticos, sociales y económicos de cada realidad local. En ningún caso se trata de una preceptiva, como ya se señaló anteriormente, sino de una oferta desde los parámetros europeos (desde los que también partió la Carta de 1933) a la resolución de los problemas de las nuevas ciudades y de los nuevos modelos de ciudadanía: “(…) una de las contribuciones principales de Europa en el siglo XXI será el nuevo modelo de sus ciudades antiguas y modernas: ciudades que estarán verdaderamente conectadas, que serán innovadoras y productivas, creativas en la ciencia, cultura e ideas, aunque manteniendo condiciones de vida y trabajo decentes para su población; ciudades que conectarán el pasado con el futuro a través de un presente vital y vibrante.”43 A pesar del tono desiderativo, proyectivo y hasta un tanto propagandístico del texto, que hace rememorar el voluntarismo de los manifiestos de las primeras vanguardias, aquí se apunta a lo que es el núcleo de las propuestas de la Nueva Carta que es la de encauzar esa conectividad entre ciudades, que, por otro lado, es ya un hecho inevitable. Es una realidad que en una cultura en red, donde se disuelve la diferencia entre centro y periferia, la articulación de los lugares también siguen esta lógica de la indeterminación. Las ciudades cada vez más pierden sus límites y su especificidad al diluirse en un continuo urbano posibilitado por redes de comunicación y transporte, capaces de conectar actividades que estaban dispersas, comunidades que permanecían lejanas, pero con un claro coste de degradación y fragmentación del espacio, de pérdida de identidad de ciudades y sociedades que llevan a la aparición de no-lugares. Consciente de ello y de sus consecuencias, las propuestas que se presentan van encaminadas al establecimiento de unas formas de conexión que, respetando las diferencias culturales y la idiosincrasia de los lugares, establezcan un vínculo tanto a nivel espacial como temporal, tanto a nivel social como económico, que permita mantener el reconocimiento de la identidad junto a la conciencia de la pertenencia. Esta conectividad se propondrá a varios niveles. Por un lado la conexión a nivel social, por otro a nivel económico y por último a nivel medioambiental.

43 Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 5 “La síntesis espacial”, ap. Un nuevo modelo para Europa.

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La conectividad social44 apunta a la necesidad de hacer posible una ciudad para todos, abierta a la participación no sólo de los individuos sino también de las comunidades, y al intercambio entre generaciones y entre culturas, que harán posible una identidad ciudadana renovada resultante de la conservación del patrimonio cultural e histórico, en diálogo con otras realidades y tradiciones culturales. Es evidente que en una sociedad multicultural y no igualitaria, no siempre es fácil establecer esta conexión, puesto que surgen conflictos tanto a la hora de establecer los derechos y deberes de los distintos grupos culturales, como de atajar las importantes disparidades económicas creadas por el sistema económico actual. Es obvio que no es tarea de los urbanistas corregir los desequilibrios sociales, pero sí conectar con los intereses de la ciudad, proyectar pensando en una mayor accesibilidad de todos a los servicios básicos (educación, salud, vivienda, etc.), así como a los espacios de ocio e intercomunicación, utilizando creativamente las nuevas tecnologías que favorecen desde el intercambio de información a la movilidad y los transportes. La conectividad económica45, que tiene como objetivo la creación de empleo y el logro de la máxima competencia a niveles generales, ha de partir de la combinación de dos fuerzas principales: la globalización y la especialización (local o regional). En el primer caso se trataría de desarrollar actividades económicas que respondan a las demandas globales, en el segundo de desarrollar productos o servicios que tienen que ver con la idiosincrasia de cada lugar. Y para optimizar los recursos de cada ciudad, éstas se integrarán en diversas redes ya sea para entrar en contacto con otras ciudades que tienen parecidas especialidades o que comparten intereses comunes, tanto desde el punto de vista económico como cultural, para desarrollar proyectos en común y aumentar su competitividad, ya sea para intercambiar bienes y servicios con aquellas que ofertan una especialización diferente a la propia. En cualquier caso estamos abocados a formar parte de una red de ciudades policéntrica, capaz de activar, hacer crecer y proyectar la competencia económica de las ciudades, sin anular sino más bien incentivar la especialización de cada una de ellas y el carácter peculiar de cada ciudad, resultante de una combinatoria de factores. “Los factores que afectan a las actividades económicas (el patrimonio cultural y natural, la existencia de mano de obra formada y con experiencia, el medio ambiente agradable, la situación estratégica y otros) se combinarán de diferentes formas en cada ciudad, lo que contribuirá a la diversidad urbana, y permitirá a cada ciudad determinar su propio equilibrio entre la prosperidad económica y la calidad de Vida”.46 44 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 2 “La conectividad social”. 45 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 3 “La conectividad económica”. 46 Ibidem, ap. La diversidad económica.

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La conectividad medioambiental47 apunta a la necesaria relación de los seres humanos con el entorno natural como contexto de supervivencia. Se trata, por lo tanto, de subrayar la importancia de plantear ciudades sostenibles, que usen racionalmente sus recursos adecuándolos a sus necesidades reales y acudiendo, cada vez más, a fuentes de energías renovables y no contaminantes. Y no se trata sólo de economizar sino también de reciclar y reutilizar para que se constituyan ciudades saludables sin polución ni degradación. El objetivo sería pues conseguir una ciudad que no se construya contra la naturaleza sino a favor de ella, minimizando el inevitable impacto medioambiental y favoreciendo la presencia de áreas naturales no sólo en torno a la ciudad sino en el corazón de las urbes. No menos importante que la conservación del patrimonio cultural será la del patrimonio natural, conscientes de la degradación sufrida en los últimos tiempos debido a la contaminación de mares y océanos, de la tierra y el aire, provocada por la sobreexplotación de los recursos naturales. La reducción del consumo de energía, de los gases de efecto invernadero, el control del uso de la tierra, contribuirán a la protección de nuestro patrimonio natural. Es decir, la Nueva Carta de Atenas, partiendo de las nuevas realidades a las que se enfrentan las sociedades contemporáneas, plantea, aunque de un modo general y bajo la forma de un discurso de buenas intenciones, los retos que supone la construcción de las ciudades del siglo XXI.

47 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 4 “Conectividad medioambiental”.

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ÚLTIMA LECCIÓN DE CÁTEDRA

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LA PRIMERA PALABRA Y LA ÚLTIMA PALABRA1 José María Prieto Soler. Universidad de Sevilla Usamos palabras, desde los primeros intentos en el balbuceo inicial hasta el balbuceo final. Partimos de unos sonidos ininteligibles y acabamos poco a poco en otros. La vida se desarrolla alrededor del trato con la palabra, van saliendo, desarrollándose, extinguiéndose. “¿Qué leéis, mi señor? Palabras, palabras, palabras”. Las escribimos, al principio salen garabatos, después vamos mejorando la letra, menos los médicos, no sé por qué, poco a poco se va descomponiendo hasta terminar en palotes. Con esas palabras y letras intentamos expresar ideas, inicialmente desdibujadas, inconexas, incompletas; después se van haciendo más precisas, e incluso alguien propuso que deberían ser claras y distintas; no parece que se le haya hecho mucho caso. Cuando las fuerzas decaen, también se aflojan las cuerdas que atan los elementos de las ideas, y en fragmentos, como un valioso jarrón roto, ruedan y recuerdan de refilón que hubo un momento de esplendor. Cuando al final de su vida el puntual profesor de Kaliningrado quiso esbozar una Filosofía en su exposición completa que podemos medio leer en el llamado Opus postumum mezcló “el espacio en que centellean las estrellas no es una cosa existente fuera de mí, sino una representación que es eficiente por sí misma” con una referencia a “pesada hinchazón en la boca del estómago, como una piedra”, efecto posiblemente de una ingesta excesiva de abadejos bálticos, acompañados de vino portugués, café y tabaco. Carece de interés general mencionar aquí mis dolencias y debilidades gastronómicas, pero desde luego puestos a escoger prefiero una acedía de Sanlúcar a un abadejo del Báltico. No todas las palabras e ideas dichas a lo largo de una vida tienen el mismo significado, sin embargo nos sentimos con frecuencia arrastrados hacia una philosophia perennis, ante la imposibilidad de abarcar en el ahora pensante la totalidad de la historia y también movidos por el peligroso pedagogismo. Nos lo advertía el filósofo jardinero: “Hombre feliz, huye a velas desplegadas de cualquier paideia”, y siglos después desde la Cabaña: “Tres peligros son una amenaza para el pensar… el peligro malo, el peligro confuso, es el filosofar” Cuando la palabra se hace reflexiva y aspira a fundamentarse tomamos decisiones sobre ellas y sobre las ideas que queremos expresar. Cuando vamos a fijarlas en escritura nos enfrentamos al papel en blanco o a la pantalla vacía del 1 El texto que sigue corresponde a la lección impartida por el Profesor Emérito de la Universidad de Sevilla José María Prieto en Las lecciones suspendidas. Jornadas de homenaje a antiguos Profesores de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla el 14 de abril de 2010. Sirva también como homenaje tributado por todo el equipo que realiza Thémata, Revista de Filosofía, al entrañable maestro que tantas enseñanza nos dio, da y seguirá dando a sus compañeros de departamento.

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monitor. Este momento hace recordar la soledad del portero ante el penalti. ¿Cómo poner la primera palabra, la primera idea, que incluya ya la última como cierre y conclusión? “¿Por dónde empezaremos?”, leemos en el Parménides. Vacilaciones, correcciones, enmiendas se producen hasta conseguir la expresión deseada. En el arte antiguo, se llamaban arrepentimientos, en italiano pentimenti, incluyendo un matiz moral de mala acción. Da la impresión de que los artistas modernos no se arrepienten de nada. El escribiente da muchas vueltas en torno a lo que quiere decir y en el peor de los casos para eso está la papelera. A veces cuando estamos leyendo algo no convincente, nos gustaría que el autor hubiera sentido algún arrepentimiento y hubiera desistido de seguir en su momento. ¿Cuándo sobreviene la primera palabra, la primera idea? ¿Qué significa ese primun, eso primario, originario y qué vinculación tiene con lo que vendrá después? ¿Qué grado de integración tiene cada parte del desarrollo en el arranque, en qué medida cada parte hace referencia al inicio y se mantiene en una aceptable coherencia? ¿Lo hemos dicho ya todo en la primera palabra? Si en algunas artes se conocen casos de niños prodigio, en filosofía no se ha dado el caso. Sí tenemos todos recuerdos de estudiantes espléndidos que han avanzado con más rapidez. En algún momento de la adolescencia o de la primera juventud se ha presentado una inclinación hacia la filosofía, y con ella algún barrunto de pensamiento, alguna proximidad a determinadas cuestiones o alguna querencia hacia algún enfoque. Es un largo y a veces tortuoso e incluso penoso camino de selección y elección. Si en la naturaleza la evolución de las especies está sometida a coyunturas accidentales, a riesgos imprevistos y a dificultades sin límite, el sacar a flote la idea no corre menos vicisitudes, e inclusive es un proceso más intenso porque ocurre en los límites temporales de una vida. Nadie de pronto se ha puesto a componer su sistema de filosofía de un tirón, como escribiendo al dictado de un espíritu inspirador, los pasos, detalles y entresijos de su teoría. A todos los sistemas, por muy detallados que se hayan descrito, les falta o les sobra algo. Gracias a esta inconclusión, a esta falta de cierre total, la filosofía continúa y algunos vivimos de ella. Estaríamos hace tiempo en el paro si alguno de nuestros excelsos predecesores hubieran alcanzada la excelencia total. En esta lucha interminable con palabras e ideas, hay que tomar decisiones, seguir un camino u otro, dejar un planteamiento para seguir otro, elegir entre posibles. Es una tarea arriesgada, en especial en los momentos iniciales, porque como dice la frase del Filósofo, recordada por el de Aquinas, “pequeño error al principio es grande al final”, es decir, de cómo sea la primera palabra depende cómo vaya a resultar la última. ¿Cuándo se produce la decisión, cómo es, qué efecto produce? Se habla de momentos privilegiados, de circunstancias especiales que ponen en marcha las palabras y las ideas. Esa comprensión inicial de algo brota del fondo personal de sí mismo, del temperamento, del carácter, de la sensibilidad, de la voluntad y la inteligencia, de la propia personalidad, inmersas en una cultura y en un ambiente. ¿Está todo ya decidido y contenido en la idea nuclear?

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Señalo algunos momentos. De múltiples formas lo que se mueve y lo que permanece, lo mismo y lo otro, atrajo al pensamiento antiguo y nunca ha dejado de fascinar a los hombres de todas las culturas y de todos los tiempos, constituyendo la puesta en marcha de muchas filosofías y de expresiones de gloria o tristeza. Se produjo un cambio motivado por un hecho: el haber conocido a uno de los atenienses más feos, como un sileno o un sátiro, despertó en Platón toda una larga serie de pensamientos en los que en parte nos apoyamos todavía. Otros después leyeron en su Parménides y comentaron exhaustivamente frases como: “—Empecemos, pues —dijo Parménides—. Si el Uno es, ¿podría ser muchos?”, y siguieron leyendo que “haya un Uno o no lo haya, él y los otros, con respecto a sí mismo y en sus relaciones mutuas, son absolutamente todo y no lo son, parecen serlo y no lo parecen. —Verdaderamente es así.”, y desde entonces un cúmulo de intuiciones sobre intuiciones abrieron el camino de lo que llamamos neoplatonismo, aún vivo. Se parte de una visión nuclear: un punto más allá de cualquier determinación, ni ser, ser sin ser, más allá del ser, algo más que divino, tinieblas más que luminosas, decía el Pseudodionisio, y que por su intensidad y densidad (“sólo el Uno reza”, en expresión de Proclo) estalla en un proceso o proódos y se recupera en un retorno o epistrophé. Esta idea ha fascinado desde Plotino y Proclo hasta hoy, véase Cómo no hablar, de Derrida. Cuesta comprender la pervivencia y transformaciones del esquema neoplatónico, presente desde el Eriúgena o la Summa de Tomás hasta la Fenomenología del espíritu y más acá. A veces se tiene la impresión de que no hemos salido del neoplatonismo, como tampoco hemos conseguido salir de esa derivación del neoplatonismo que es el romanticismo. Me alegra mucho que Jesús de Garay haya tomado este tema entre sus investigaciones. Sólo algunos intentos parecen abrir otras posibilidades para el futuro, fuera del esquema circular, del pensamiento en danza inteligible sobre sí. Me referiré a otra escena en otro momento. Alguien acompañado por su madre, apoyados sobre una ventana en el puerto de Ostia Tiberina, recorrían “gradualmente todos los seres corpóreos hasta el mismo cielo… y subíamos todavía más arriba… a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente… sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es… y llegamos a tocarla un poco con el ímpetu de nuestro corazón”, y así de esta experiencia fue saliendo el pensamiento agustiniano. A veces también en el estado de prisionero o desterrado brota el impulso para iniciar el pensamiento desde una melancolía consoladora; aunque lejos de su “hermosa biblioteca decorada con vidrios y marfil, “parecióme que sobre mi cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes…”, es la filosofía que trae el consuelo levantando el problema: “es que tú no sabes quién eres”. También la noche despierta el anhelo que trae la nueva idea: el monje en la Abadía de Bec no podía dormir aquella noche, de súbito: “lo que buscaba se manifestó a su inteligencia”, al fin, después de acercamientos y rehuidas, desesperanzas y aproximaciones, “en el propio conflicto de pensamiento se mostró de tal manera lo que ya desesperaba de encontrar, que abracé con pasión el [55]

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pensamiento que aturdido rechazaba”: el ser mayor que el cual nada puede ser pensado fue pensado de pronto. Desde luego no tan de pronto si se ha estudiado a Platón y Séneca, por eso en los textos hay que prescindir en general de las retóricas idealizadoras. Recordemos ahora a la Profetisa del Rin, ese verdor de las orillas y de las praderas del caudaloso y mitológico río fue la impresión que cautivó a Hildegard von Bingen, la viriditas, el verdor era el principio de la vida que surgía por doquier como una explosión exultante de lo divinoso, y así su sorprendente y audaz música asciende del verdor terrestre a las verdes praderas del Edén. Heredera y continuadora del mejor neoplatonismo la mística especulativa medieval continuó la búsqueda de un absoluto sin ser, la intensidad de la nada, la tiniebla, el abismo indecible más allá de cualquier fundamento, el fundamento sin fundamento. Más tarde, en noviembre de 1438, nos encontramos con un germánico Cardenal en aquel frágil barco que de Atenas a Venecia, en compañía de Gemistos Plethon y Basilios Bessarion, llevaba una carga de más de 800 manuscritos griegos y bizantinos que aún reposan en la Biblioteca Marciana. Nicolás contemplaba la infinitud del mar y la finitud del límite en el horizonte ensamblando el cielo y la tierra, la conciliación de los contrarios en el infinito se presentaba ahí, la unión finita de la infinitud del cielo y la tierra, la presencia de lo infinito en lo finito se hacía pensamiento, esa misma conciliación de los arcos entrecruzados del claustro del Hospital de San Nicolás que él mismo diseñó en su Kues, en su Cusa natal, a orillas del Mosela, donde quiso que descansara su corazón, en Roma el cuerpo. Demos otro salto. Aquellos jóvenes del Tübinger Stift, del Seminario de Tubinga, querían cambiar el mundo y lo dijeron pronto y claro. A mediados de 1796 escribieron, los tres o alguno de ellos, unas hojas que hoy llamamos “El más antiguo Programa de Sistema del Idealismo alemán”. Hegel y Hölderlin tenían 26 años, Schelling, 21. En 33 líneas, está incoativamente presente todo. Entresacamos algunas frases: “Naturalmente, la primera idea es la concepción de sí mismo como un ser absolutamente libre”, “solo lo que es objeto de la libertad se llama idea”, “absoluta libertad de todos los espíritus que llevan en sí un mundo intelectual, y que no han de buscar fuera de sí ni Dios ni inmortalidad”, “el acto más elevado de la razón… es un acto poético, y verdad y bondad sólo están hermanadas en la belleza”, “el filósofo debe poseer tanta fuerza estética como el poeta… la filosofía del Espíritu es una filosofía estética”, “ya no hay filosofía, historia alguna, sólo la poesía sobrevivirá a todo el resto de las ciencias y de las artes”, “hemos de tener una mitología; esta mitología debe estar, empero, al servicio de la ideas, tiene que devenir mitología de la razón”, “ deben, entonces, tenderse por fin la mano ilustrados y no ilustrados, la mitología ha de de devenir filosófica para hacer razonable al pueblo, y la filosofía ha de devenir mitológica para hacer sensible a los filósofos… ¡reina por entonces la libertad general y la igualdad de los espíritus! —Un espíritu más elevado, enviado del cielo, debe fundar esta nueva religión, ella será la última, la mayor obra de la humanidad”. Casi no haría falta leerse todas las obras que vienen después desarrollando este [56]

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programa: las intuiciones básicas, llegadas desde distintos ámbitos, están ahí. Lo demás es ripieno, como dicen los italianos, el relleno. No alargamos las referencias. En algún momento y por imprevisibles vías se producen una iluminación y un punto de atracción sobre el que girarán las decisiones y los desarrollos posteriores. Por eso, habría que adelantarse a ese momento para una comprensión no sólo histórica sino metodológica: ¿qué es lo previo a lo previo? ¿dónde buscar y encontrar el no-pensamiento antes del pensamiento? No hay pensamiento y de pronto hay pensamiento. No hay nada y de pronto hay palabras y expresiones. ¿De dónde viene el cambio? ¿Qué ha pasado y por qué? Bucear en lo previo es preguntarse: ¿Quién soy? Sigue teniendo vigencia la antigua recomendación délfica: Conócete a ti mismo, a la vez que se comprueba su continuado olvido. Es más fácil hablar de lo demás que de uno mismo. Saltar por encima por esto previo origina problemas y pone en riesgo la seguridad de la construcción posterior. Platón lo recordaba: “Una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre” (Apología 38a). No hay tarea más arriesgada e interminable. Goethe ya viejo y tal vez desengañado escribía estos versos: “Nadie puede conocerse a sí mismo, / ni de su yo mismo desprenderse; / más, no obstante, es conveniente / que intentemos diariamente, / aunque desde fuera parezca poco, clarificar/ lo que somos y lo que fuimos / lo que podemos y lo que pretendemos.” (Gedichte. Nachlese. Zahme Xenien, VII / de los libros VII-IX de las Xenias Pacatas o Epigramas suaves). Algunos pensadores han llamado la atención al respecto. Fichte escribió en la Introducción a la teoría de la ciencia, V: “qué clase de filósofo se elige, depende, según esto, de qué clase de hombre se es; pues, un sistema filosófico no es como un ajuar muerto, que se puede dejar o tomar, según nos plazca, sino que está animado por el alma del hombre que lo tiene”, y añadió “el supremo interés y el fundamento de todo interés restante es el para nosotros mismos. Así en el filósofo. No perder su yo en razonamiento sino retenerlo y afirmarlo, este es el interés que guía invisible todo su pensar”. En otro plano William James aludió a que los conceptos filosóficos son expresiones temperamentales del filósofo y de su época, de modo que la historia de la filosofía es una pugna entre temperamentos humanos. La centralidad del yo hace que su análisis sea el punto de arranque. Sin embargo llevadas las especulaciones filosóficas por su aspiración trascendental, la consideración efectiva del yo empírico en cuanto tal es con dificultad recuperable. Para Arellano el proceso trascendental se inicia en la autoconciencia de la primera posición del ser. Este primer momento es el “encontrarse existiendo”, el acontecimiento absoluto en que se inicia el pensamiento trascendental. Pero el primer momento no es ese: la primera posición no surge cuando el pensante escribe “encontrarse existiendo” o “a las cosas mismas” o cualquiera otra proposición con pretensión absoluta. Esto es, el primer momento no es la primera palabra en la que ya está presente la última palabra, sino el yo que pre-piensa. El primer momento del pensamiento debe partir del análisis del yo-sí mismo que piensa la primera palabra.

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La importancia de la autoclarificación existencial se muestra en que es mencionada a lo largo de la historia, desde la therapeia tes psychés, el cuidado del alma de los griegos, pero se tropieza con los enigmas de la interioridad humana, ese homo-abyssus, el abismo del hombre agustiniano, la impenetrabilidad, la profundidad del cor, del corazón, su incomprensibilidad. Jaspers marca tres funciones de lo general en el pensamiento esclarecedor de la existencia: conducir al límite, la objetivación en lenguaje psicológico, lógico y metafísico y el pensamiento de una generalidad específica para la aclaración de la existencia a través de signos existenciales en que “se capta la libertad como la actividad de aquel ser cuyo ser depende de él mismo” (Filosofía I, p.406). Pero un planteamiento no intrahumano elimina la complejidad del sujeto empírico. En el yo se encuentran muchos planos, el yo real, el ideal, el idealizado, el yo ante la autoridad, el público-oficial, el privado. ¿Cómo soy, cómo me gustaría ser, cómo actúo al exterior o al interior, cómo me presento? Esta diversidad de planos se manifiesta en una diversidad de rostros, incluso la pretensión de philosophe masqué —enmascarado, como el jinete— es ya un rostro tipificado. Zonas de la conciencia marcan territorios distintos: lo abierto, lo ciego, lo oculto, lo desconocido, que entran en relación con el otro que a su vez se manifiesta desde alguna zona. ¿Desde dónde se habla y hacia quién se habla? Los estudios de Jacques d’Hondt: Hegel secret. Recherches sur les sources cachées de la pensé de Hegel, muestran la dificultad de captar algunos aspectos de Hegel sin atender a las ocultaciones ante el republicanismo y la masonería. El temor a la desnudez del alma atenaza. Sin embargo es la aclaración de sí la que pone en camino hacia la transparencia, provoca la caída de máscaras y roles, abriendo la posibilidad de ser sí mismo. Esa posibilidad permitirá la comprensión de sí y de los demás fuera de cualquier retórica o poderío. A ello se refería el Maestro Eckhardt cuando hablaba de Gelâzenheit, abandono, y Abegescheidenheit, desnudez. Mónica Mexías, que pasó por nuestras aulas, lo expresó poéticamente: “Asomarse a cada cosa / descendiendo hasta su origen, escudriñar / los sueños de los que nunca duermen, descubrir / el deseo que precede a las intenciones, dejar / de fingir que no huimos de nosotros mismos, aceptar / que se ignora para qué sirve un hombre, vivir / a espaldas de la ilusión, vivir.” Desbrozar esta maraña del yo interior es tarea casi imposible. Algunos lo han pretendido: Confessiones de Agustín es el intento de clarificación de la interioridad como paso previo a la especulación, el recorrido de la interioridad en su status empírico y en su relación constituyente con el mundo, ¿qué soy en conexión con lo que he sido y seré? Y Agustín elabora una interpretación aporética del yo concreto cuya existencia temporal no es solo duración (antes, ahora y después), sino también proyección (pasado, presente y futuro), y en especial emplazamiento (comienzo, camino y destino). Este planteamiento impregna todos sus escritos. Sucede a veces cuando leemos a un autor que no sabemos dónde está, desde dónde nos habla. Con Agustín siempre sabemos quién es y dónde está: esto soy yo. Tal vez por este motivo su presencia ha pasado por

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los siglos, hasta hoy, y así la rastreamos en Rilke, Heidegger, Arendt, Lyotard, etc. Los antiguos, en general, se dieron cuenta del problema y según expuso Foucault en Tecnología del yo la vinculación entre “conocerse a sí mismo” y “ocuparse de sí mismo” forman la techné tou biou, el arte de la vida, que se desarrolla con vistas a la clarificación de sí a través de la melete, la meditatio, y la gymnasia o exercitatio. De esta manera, la revelación del 2yo — en las expresiones autobiográficas y epistolarias, el examen de sí y de conciencia y la askesis, en la que a través de la asimilación de la verdad se llega a “estar preparado” (paraskeuoazo) para una cierta claridad — es alcanzable en parte con dificultad por lo que vamos indicando y por las transferencias que se proyectan y cruzan, pues como dice Agustín “el hombre es muy inclinado a sospechar de otro lo que experimenta en sí” (En.in Ps 118, XII, 4). Si en el trabajo psicoanalítico se precisa previamente hacer el extenso análisis de larga duración llamado pedagógico, tal vez en una tarea de alto riesgo como la filosofía, si se quiere que se siga distinguiendo de otra cosa, tal vez sería interesante una propedéutica parecida, al girar en gran medida en torno del ser si mismo clarificado. Al menos desde Descartes, y ya anticipado por el pensamiento anterior, el ser sí mismo es el concepto crucial de la civilización occidental, entendido como capacidad de juzgar para autodeterminarse, ser libre y actuar. La constitución del sí mismo se realiza en un entorno de condicionamientos psicológicos, psicovitales, sociales, económicos, históricos, culturales, espirituales, que hacen la travesía arriesgada. Para Dieter Henrich, con quien me parece recordar se ha relacionado Barrios, en su último libro Denken und Selbstsein, considera que el puzle fundamental de la subjetividad es que ser un sujeto de conocimiento y acción está constituido por tener una especie de autoconocimiento. Y una vez más se vuelve a decir que no parece que se pueda explicar en términos ordinarios, ya que cualquier autoatribución ya presupone una conciencia del sujeto al cual la atribución está siendo hecha Esto lleva a pensar que el origen de nuestra autoconciencia parece siempre encerrado en sí para nosotros. Nosotros somos “vida consciente”, en la que normas y conflictos con esas normas interconexionados provocan una complejidad que permite alguna comprensión de la subjetividad. El acople de la espontaneidad de la autoconsciencia con el entorno se realiza teniendo en cuenta la profunda complejidad de la vida consciente, que se conduce hacia algo, de modo que no meramente es “tener una vida”, sino “conducir una vida”: esto es lo que constituye el núcleo de nuestra autocomprensión. Por eso para Henrich el sentido básico de la libertad está en relación por completo con el tipo de deliberación. Lo que cuenta para los individuos es su orientación básica en la vida, en definitiva, desarrollar un “carácter ético”, dirigirse por normas básicas, tener la habilidad de dar a la vida consistencia, claridad y dirección.

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A lo que íbamos, el análisis de sí es lo previo a lo previo, y esta clarificación es la cuestión a resolver. En los sonidos lo previo es el camino hacia la música, la nomúsica, el momento de la afinación, el des-concierto, el clave mal temperado. Lo demás, el programa, ya se sabe, va de suyo. Ruidos por doquier acompañan al desarrollo de la vida y escuchar algo sobre sí es el reto. Agustín escribió: “Así como el torrente se forma con las aguas de lluvias abundantes, y se desborda, hace ruido, corre, y corriendo se desliza, es decir, completa su curso, así acontece con toda esta corriente de la mortalidad… en medio de su curso, mete ruido y pasa” (En. in Ps. 109, 20). Y en Confessiones el torrente es la canción: “Y lo que sucede con el canto entero… es lo que sucede con una acción más larga… esto es lo que acontece con la vida total del hombre... y esto lo que ocurre con la vida de la humanidad…” (XI, 38). Un torrente, un canto, no el silencio, no el silencio místico, no al silencio gnóstico ni neoplatónico, que es como un vacio, que se ha colado subrepticiamente en las místicas posteriores, incluso en las de mayor belleza literaria. El espíritu se presenta ruidosamente. En el ruido de los tiempos nos reconocemos, nos autoconstituímos. El silencio, sin embargo, es breve, no llega a una hora, “se hizo un silencio en el cielo como de una media hora”, dice el Apocalipsis (8,1), como preparación del ruido, trompetas, truenos, terremotos, rugidos, fragores, blasfemias. El silencio no es la tranquilidad y la placidez, sino la preparación del estallido que se avecina. El miedo al ruido, a la disonancia es parejo al miedo a la libertad, como también a lo que por algunos se llama fealdad. El ruido es el estallido del silencio, de la tensión contenida. Por eso nos admira la música de la solitaria de San Petersburgo, Galina Ustwolskaja. Ese es el tema: las variaciones del agua, las variaciones de las sílabas y de las palabras, de los sonidos. Un tema con variaciones, la vida individual e histórica, lo mismo desplegándose en lo otro siendo lo mismo. Variaciones, diferencias decían en castellano antiguo, en Francia doubles: variaciones, diferencias, dobleces sobre lo mismo. Como la primera palabra, el tímido, ingenuo tema inicial es sometido a todo tipo de alteraciones, violencias, transformaciones, que lo van alejando y haciendo casi irreconocible, pero al final, como la última palabra, reaparece como era al principio, manifestando en despedida la nunca desaparecida dulzura y bondad inicial. La vida como un torrente o un canticum, en cuyo transcurso intentamos reconocernos y sobrevivir. Nos queda la custodia del misterio. Todo es despedida (“así vivimos nosotros, siempre en despedida” Rilke). Todo se desvanece, la última palabra también, en forma de sílaba, de letra o de infantiles garabatos o palote, balbuceo en fin. El escenario va cambiando, los decorados no se reconocen, las entradas y salidas se han desplazado, el elenco y la utilería son diferentes, algunos protagonistas han desaparecido, el argumento no se entiende, la acción dramática es otra. Y como Tamino alguien exclama: Wo bin Ich?, ¿dónde estoy?, la interrogación que llega hasta el Hans Castorp de Thomas Mann: “En dónde nos encontramos? ¿Qué es eso? ¿Dónde nos ha transportado el soñar?” La última palabra ha quedado fuera de contexto, y debe volver al principio. Nos podemos despedir con frases del Próspero de Shakespeare: “Tranquilízate. Nuestro divertimento ha dado fin. Los actores eran espíritus, y se han disuelto en el aire, en el impalpable aire… el inmenso globo, y cuanto en él [60]

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habita, se desvanecerá, e igual que se ha esfumado el etéreo espectáculo, no dejará rastro. Estamos hechos de la misma materia que los sueños y nuestra breve vida culmina en un dormir. Me siento afligido. Disculpa mi flaqueza: mi achacoso cerebro está turbado” (La tempestad, IV, escena única). La última palabra se difumina y se transforma en lejano susurro ininteligible, en primera palabra. Antonio Millán-Puelles contaba que un día paseando por los campos de su pueblo Alcalá de Gazules un labriego le preguntó que a qué se dedicaba, él le explicó que estudiaba unas cosas que cuando se las aprendía se las enseñaba a otros, y estos otros cuando se las habían estudiado se las enseñaban a otros y así sucesivamente, a lo que el labriego le respondió: Bueno, si se queda entre ustedes, ni me interesa ni me preocupa. Platón lo corrobora, en medio de los galimatías del Parménides, y como excusándose dice: “Todo quedará entre nosotros”. Espero que también lo que he dicho aquí. Mantengámonos jóvenes, como los griegos, según se lee en el Timeo: “los griegos seréis siempre jóvenes… carecéis de conocimientos encanecidos”. ¡Fuera canas de cualquier tipo! Agradecimientos Mi gratitud al Decanato y a toda la Facultad por este acto, que en la parte que me corresponde agradezco profundamente, y por el objeto entregado que me servirá de permanente recordatorio. En 1951 hice el Examen de Estado, ¡qué nombre!, para entrar en esta Universidad. Desde entonces hasta ahora han transcurrido casi 60 años. Casi toda una vida. Casi mi casa. En 1956 di las primeras clases como Ayudante de clases prácticas — comentarios de textos y des-explicación del Millán-. Cobraba 333 pesetas con 33 céntimos. Nunca me pagaron los 33 céntimos; tal vez haga ahora una reclamación con intereses. Últimamente me ha alegrado ver la foto del Sevilla F.C. ante la portada principal de la Universidad: son mis dos amores que han fundado mis dos aficiones. ¡Al fin, en esa foto veo resuelto el problema de la unión del mundo sensible y del mundo inteligible! Todo ha cambiado mucho. Cuando entraba el Rector Mota en el Patio de Laraña, los estudiantes nos poníamos de pie. También esta Universidad de hoy está obligada a ser otra cosa. Quiero pronunciar los nombres de algunas personas de esta Casa filosófica que ya no están entre nosotros y a los que he tenido un gran cariño, Patricio Peñalver, Esperanza Pérez-Hick, Antonio Del Toro, Manolo Pavón, Antonio Fernández Gago, Emilio Díaz Estévez, mi amigo desde estudiantes, y Jesús Arellano, a quien también conocí en 1951. A todos los echo mucho de menos. Mi agradecimiento a todos los presentes. He pasado y pasaré muy buenos ratos aquí, he aprendido muchísimo de todos vosotros, de vuestros libros y

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escritos, de las conversaciones, en especial señalo a la gente de mi Departamento, José Luis Mancha, Gemma de Vicente y a la guapa de María del Mar Caliani. Estoy muy reconocido a José Luis López y José Villalobos por su acogida en la Facultad, cuando hace años tuve que dejar el ICE. Y a Juan Arana por su insistencia para que formara parte del Departamento de Filosofía y Lógica. Quiero mencionar a dos personas que he tenido presente durante estos años, Oswaldo Market, el primero que estudió con Arellano en 1947 y que con no muy buena salud está en Lisboa, y Salvador M. Delgado Antolín, que dejó silenciosamente la Facultad por lo que consideró un deber superior y se fue con su familia me parece que a Brasil. Era un buen profesor y buena persona. Ahora tendrá 51 años, no he sabido nada de él. No puedo dejar de nombrar a Maruja Gallego y a todo el personal de la Biblioteca por lo bien que hacen su trabajo y por tantas facilidades que me han dado siempre. Y de recordar también en las personas de las familias Blázquez y Ojeda a tantas hermosas personas que me han auxiliado. Disculpad el tiempo que os he ocupado, en especial a nuestro filosófico Sr. Rector, cuya presencia he agradecido. Aunque la culpa de todo esto la tiene la amabilidad del Decano.

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ESTUDIOS

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RELATIVIDAD ESPECIAL Y TEORÍA CUÁNTICA: ¿SON REALMENTE COMPATIBLES? Rafael Andrés Alemañ Berenguer. Universidad Miguel Hernández de Elche Resumen: Pese a lo que se supone usualmente, la compatibilidad entre la física cuántica y la relatividad especial se halla lejos de estar garantizada. El hecho de que el instante del colapso de la función de onda dependa de cada observador inercial, rompe con la interpretación de la probabilidad cuántica como una propiedad objetiva de los micro-objetos. Las alternativas parecen ser el abandono de la equivalencia entre sistemas inerciales, o un replanteamiento de nuestras ideas sobre una posible estructura subyacente al espaciotiempo. Abstract: As opposed of what is usually believed, a real compatibilty between quantum physics and special relativity is far form bein granted. The fact that the instant of the wave-function collapse depends on inertial observers ruins the propensity interpretation of quantum probability as an objective property of the micro-objects. The alternatives seem to be the abandonment of the physical equivalence among inertial frames, or a reformulation of our ideas on a possible underlying structure for space-time.

1. Introducción La convicción de que las leyes de la naturaleza deben formar un cuerpo coherente y armónico impulsó a comienzos del siglo XX la búsqueda de una combinación adecuada entre la recién formulada la física cuántica y la no mucho más añeja relatividad especial de Einstein. Desde sus orígenes se vio con claridad que la relatividad especial se fundamentaba sobre dos postulados (Einstein 1905, Misner et al 1973, Friedman 1991) a saber: (1) el principio de relatividad, y (2) la velocidad de la luz, c, como constante universal. El primero de ellos garantizaba la equivalencia física de todos los sistemas de referencia inerciales, mientras el segundo afirmaba la invariancia de c para todos los observadores inerciales y su carácter de límite máximo para cualquier interacción física. La mayor parte de las discusiones sobre la compatibilidad entre la relatividad y la teoría cuántica se han centrado en la posibilidad de una comunicación más rápida que la luz (o FTL por sus siglas en inglés); es decir, sobre el postulado (2). Muy pocos han sido los análisis dedicados a la difícil conciliación de la teoría cuántica en cualquiera de sus formas con el principio de relatividad, el postulado (1), en el cual posiblemente se encuentre la clave de la controversia. La ecuación de Dirac para el electrón pareció un primer paso en la dirección correcta, como sugería su acertada predicción del espín. Sin embargo, los sistemas cuánticos se representan mediante operadores de densidad o vectores de estado (tradicionalmente llamados “funciones de onda”) en un espacio de Hilbert, [65]

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y su evolución tiene lugar en ese mismo escenario abstracto que no guarda relación directa, en modo alguno, con nuestro familiar espacio-tiempo en el que se aplican los principios de la relatividad especial. Como no tenemos forma de obtener el espacio-tiempo como caso límite de un espacio de Hilbert, el hecho de que las funciones cuánticas de estado obedeciesen las transformaciones de Lorentz, no garantizaba un significado físico tan directo como en la relatividad. Es más, el proceso más importante desde un punto de vista empírico, la reducción o “colapso” de la función de onda, aún carecía de un adecuado tratamiento relativista, por cuanto era expresada todavía como un acontecimiento instantáneo. El posterior desarrollo de la teoría cuántica de campos, trocando funciones de onda por distribuciones de operadores sobre espacios de Fock, no mejoró las cosas. La relatividad especial1 combina las coordenadas de espacio y tiempo en un entramado espacio-temporal que constituye de por sí el escenario de todos los acaecimientos del universo. Por otra parte, la teoría cuántica permite la existencia de estados “entrelazados”; es decir, estados en los cuales las propiedades de las partículas sólo pueden definirse de manera conjunta y por ello los resultados de las medidas se encuentran correlacionados con independencia de la distancia que las separe. El problema surge cuando las transformaciones relativistas de espacio y tiempo convierten los entrelazamientos entre sistemas espacialmente separados en correlaciones entre estados cuánticos en distintos instantes. Y no parece haber una salida natural a este conflicto, que comparativamente ha recibido mucha menos atención que famosas paradojas como las asociadas con el gato de Schroedinger (problema de la transición del régimen cuántico al clásico) o con los efectos EPR (problema de la no localidad cuántica). En los dos siguientes apartados se indicará someramente las razones —bien conocidas en su mayoría— de la conjunción entre las premisas cuánticas y el postulado (2), lo que redunda en la imposibilidad de señales FTL. Los apartados cuarto y quinto se dedicarán a discutir los escollos, comparativamente mucho más serios, que presenta la conciliación de los requisitos cuánticos con el postulado (1). Finalmente se expondrán las líneas de avance que —en opinión del autor— sugieren expectativas más prometedoras para un futuro que no parece muy cercano. 2. EPR y comunicación FTL En 1935 Einstein publicó, junto a Boris Podolsky y Nathan Rosen, un famosísimo artículo (Einstein et al, 1935) en el que se describía una situación experimental que pasó a la historia de la física como “experimento EPR”. Esta 1 El controvertido vínculo entre la física cuántica y la relatividad general no se menciona directamente al tratarse del objetivo central del programa de las teorías de campo unificado, o “teorías del todo”.

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experiencia imaginada se basaba en el análisis de lo que sucedería de estudiar un sistema de dos partículas elementales tras su interacción, y de él parecía deducirse que existían propiedades físicas bien determinadas que la teoría cuántica era incapaz de evaluar. Con ello concluían el sabio alemán y sus colaboradores que la aparente indeterminación de la física cuántica era producto de nuestra ignorancia de ciertas variables que influían en el comportamiento de los cuantones —las conocidas como “variables ocultas”— y no una característica inherente a los procesos naturales. La clave del razonamiento EPR residía en la posibilidad de realizar una medición sobre una de las dos partículas del sistema cuando ambas estuviesen suficientemente alejadas entre sí para que resultase razonable suponer que cada una de ellas no podía influir en la otra; una condición que recibe el nombre de causalidad local. De no ser así, habríamos de aceptar una especie de “fantasmal acción a distancia”, en palabras de Einstein. Las primeras experiencias concluyentes al respecto2 (Aspect et al, 1982) confirmaron plenamente la teoría cuántica descartando la viabilidad de teorías con variables ocultas locales, sin avalar por ello la existencia de una suerte de “acción a distancia” instantánea en la teoría cuántica. La acción a distancia, tal como siempre ha sido entendida en física, se refiere a la actuación de fuerzas entre cuerpos físicos, cosa que no sucede en el efecto EPR. Estas correlaciones a distancia no violan los principios de la Relatividad, ya que en ellas ni se transmite información ni energía a mayor velocidad que la luz. Que no hay transmisión de energía resulta evidente si pensamos en que la energía de cada partícula sigue invariable cualquiera que sea su espín. Lo único que podría alterar la energía total sería la interacción gravitacional, electromagnética o nuclear de alguna de estas partículas con una tercera. Pero en ese caso ya no nos encontraríamos ante una correlación a distancia sino ante una de las interacciones bien conocidas ya por la física. Tampoco existe intercambio de información a velocidad superior a c, como es fácil de comprender imaginando un sistema de señales “morse” que operase conforme a los principios cuánticos. Para que se dé una verdadera comunicación el emisor ha de poder controlar las señales que envía al receptor de acuerdo con un código convenido, que en el caso del morse es la alternancia de puntos y rayas. Ahora bien, si el transmisor morse se comportase como los espines correlacionados de la física cuántica, cada vez que el emisor pulsase el interruptor de señales, sería incapaz de saber si lo que envía es un punto o una raya. Por su parte, el receptor se vería imposibilitado de interpretar las señales que le llegan, ya que éstas se dan en una secuencia completamente aleatoria. Es 2 En estos experimentos se contrasta una versión más estricta de la no localidad en la que se estudian las correlaciones existentes entre distintas componentes del espín. Por otra parte lo que se sometió a comprobación experimental directa no es la desigualdad de Bell, sino la de Clauser —Horne, algo menos restrictiva, que toma en cuenta la eficiencia del aparato detector.

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decir, a fin de enviar mensajes más rápidos que la luz, habríamos de controlar los valores que adquiere el espín que medimos en cada momento, condición ésta expresamente prohibida por la física cuántica. Desde un punto de vista empírico estricto, es cierto que los fenómenos EPR no permiten enviar señales más veloces que la luz (Hall 1987, Ghirardi et al. 1988, Florig y Summers 1997, Ziman y Stelmachovic 2002, Peres y Terno 2004, De Angelis et al 2007). Que las correlaciones cuánticas del tipo EPR entre pares de cuantones no pueden ser utilizadas para enviar un mensaje al observador de uno de ellos mediante la realización de operaciones sobre el segundo cuantón3, constituye hoy un teorema (Eberhard 1978, Ghirardi et al 1980) que permanece sin refutar. De hecho, sólo cabe abrir la discusión acerca de posibles interacciones físicas más rápidas que la luz en el nivel cuántico, presuponiendo —contra los propios fundamentos de la teoría cuántica— que los fotones del experimento de Aspect poseen, cada uno separadamente, un estado de espín bien definido antes de la medición. 3. La dualidad onda-corpúsculo Las correlaciones EPR se interpretan como el cumplimiento en parejas de cuantones entrelazados de las desigualdades de Heisenberg, las cuales se deducen de (a) el álgebra de conmutadores, pnqm - qmpn = -ihδψnm, que es un postulado de la teoría cuántica; (b) la definición de promedio cuántico, que es otro postulado; (c) la definición estadística de desviación típica; y (d) la desigualdad de Schwarz, tomada del análisis matemático (Margenau 1950, Lindsay y Margenau, 1963, Bunge 1967, Bunge 1983). Nada se dice sobre el tipo de entidad al que se aplican —onda o corpúsculo— de forma que los argumentos antes expuestos para excluir las comunicaciones EPR tal vez no sirven en experiencias centradas en los aspectos duales de los cuantones, como el experimento de la doble rendija4. Supongamos dos observadores situados en ambos extremos de una región espacial tan vasta como se quiera, y un haz de fotones que va hacia el observador situado a la derecha mientras sus correspondientes parejas entrelazadas viajan hacia el observador de la izquierda. Ahora imaginemos que los de la derecha se hacen colapsar de modo que al pasar después por una doble rendija ya no producen el patrón de interferencias ondulatorias sino el típico de partículas. Por el hecho de estar entrelazados, los fotones que viajaban hacia la izquierda también colapsarán y al pasar por un par de rendijas similares producirán también un patrón similar. Entonces de acuerdo con un código preestablecido podríamos decidir si colapsamos o no los fotones de la derecha, lo cual provocará 3 Una correlación no necesariamente comporta la facultad de enviar señales o transmitir información, a cusa de la posible “incontrolabilidad” de las señales. Véase Earman (1987), p. 453. 4 Agradezco a mi amigo y colega el profesor Ángel Torregrosa, su especial insistencia sobre la clarificación de este asunto.

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un cambió en el patrón observable cuando atraviesen las rendijas los de la izquierda. Si provocamos el colapso se verá un patrón corpuscular, por ejemplo, que puede interpretarse como el “uno” de un código binario. Y si no colapsamos aparecerá el patrón ondulatorio, que será el “cero” binario. Como el colapso es instantáneo en el sistema de referencia de ambos observadores —que, recordémoslo, pueden hallarse tan alejados entre sí como se quiera— cada uno de ellos puede transmitir instantáneamente al otro una serie de unos y ceros, que tras haber sido descodificados verificarán una comunicación FTL. No se discute si un procedimiento semejante es técnicamente factible, sino tan solo la posibilidad teórica de lograrlo; y no hay tal. La distinción entre un patrón ondulatorio o corpuscular únicamente se consigue tras acumular un número suficiente de impactos en la pantalla situada tras la doble rendija. Cuanto más distanciados mutuamente se encuentren ambos observadores, mayor será la superficie abracada por el frente de la onda de probabilidad representada por la función ψ, y mayor habrá de ser también el área de la pantalla receptora. Por tanto, los impactos incidentes quedarán dispersados sobre un área muy extensa y tardaremos más en discernir si el patrón es ondulatorio o corpuscular. Tardaremos de hecho más tiempo que el empleado por una señal luminosa que viajase entre ambos observadores. Y eso en el mejor de los casos, porque en general necesitaríamos alguna indicación de que la serie de fotones enviados hacia nosotros había llegado a su fin y el mensaje podía descodificarse. Dicha indicación, obviamente, no podría transmitirse por el mismo procedimiento del colapso inducido a distancia. La insuperabilidad de c vuelve a quedar a salvo, lo que es otra forma de decir que la teoría cuántica respeta de hecho el postulado (2) de la relatividad especial. Pero, ¿qué sucede con el postulado (1)?; ¿resultan compatibles los requisitos cuánticos —en especial, el colapso de la función de onda— con la equivalencia física de todos los sistemas inerciales? 4. Entrelazamiento cuántico y relatividad La dificultad esencial estriba en concebir el colapso de la función de onda como un proceso físico en un cierto marco espacio-temporal, pues una medición realizada sobre un miembro de una pareja de cuantones entrelazados colapsa la superposición y cambia el estado del otro componente de la pareja. El dilema es obvio: ¿cómo pueden expresarse estos colapsos en términos espacio-temporales?; ¿es aceptable su índole instantánea y no local en un contexto relativista? Acaso parezca que estos interrogantes quedarían resueltos considerando las probabilidades cuánticas como una medida de nuestra ignorancia. Pero hacerlo así nos escoraría hacia la interpretación de Einstein, en la cual la física cuántica se juzga incompleta precisamente porque algunos observadores —quienes no han percibido el colapso— carecerían de información suficiente, mientras que otros — aquellos para los cuales el colapso ha sucedido— disponiendo de la información necesaria podrían prescindir de las probabilidades.

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Para comprender los problemas que la correlación cuántica no local plantea a la relatividad, basta imaginar las descripciones espacio-temporales que de una misma experiencia EPR ofrecerían dos observadores inerciales. El observador A en movimiento, por ejemplo, hacia el dispositivo experimental consideraría — según su plano de simultaneidad— que la medición sobre el primer fotón hace saltar al segundo fotón a un estado de espín correlacionado con el primero. Por el contrario, el segundo observador B, que se aleja de los experimentadores, afirmará con razón que es el colapso espontáneo del segundo fotón a un estado definido de espín lo que origina el resultado de la medición, que para B es posterior. La cuestión no es baladí, puesto que si los dos observadores se hallan físicamente en pie de igualdad, la perspectiva espacio-temporal de B introduce una flagrante violación de los postulados cuánticos: la superposición de estados de espín del segundo fotón colapsa espontáneamente sin interacción externa. Y ambas descripciones espacio-temporales discrepan sobre cuál de los sucesos es un resultado aleatorio (un colapso espontáneo de Ψ o uno inducido por la medición), y cuál es producto de la correlación. Como todo cuanto sabemos hasta ahora indica que el colapso de Ψ depende del sistema de referencia en el cual se contempla, lo que infringe abiertamente la invariancia relativista, una posible vía de escape pasaría por admitir la prevalencia de una de estas dos descripciones contrapuestas. Ya sea el observador A o el B, siguiendo con el ejemplo previo, sólo uno de ellos posee la perspectiva física correcta; tan solo uno “ve” —por decirlo así— lo que realmente ocurre. El inconveniente de esta opción es que favorece el punto de vista de uno de los sistemas de referencia sin que aparentemente haya razones de peso para ello. ¿Por qué ha de concederse prioridad al observador A, que ve antes la medida del primer fotón, sobre el B?; ¿realmente ocurren colapsos espontáneos previos (no considerados por la teoría cuántica usual) que inducen los resultados de las medidas en los experimentos EPR? Con todo, supongamos que para cada foliación del espacio-tiempo contamos con una serie de estados que abarcan todos los sucesos físicos a lo largo de las sucesivas hipersuperficies que constituyen la propia foliación. El reto ahora sería acomodar la noción de “colapso de la función de estado” en semejante imagen de la realidad sin sacrificarla condición de que no haya foliaciones privilegiadas que suministren la única serie correcta de estados, ni el requisito de que las diferencias entre las series de estados contenidas en diversas foliaciones se deban enteramente al hecho de que distintas foliaciones reordenan localmente las series de manera diferente. La pregunta es, ¿pueden satisfacer, o no, las descripciones relativistas del colapso la típica evolución local de la función de onda, preservando a la vez una noción aceptable5 de probabilidad cuántica? 5 Aquí, la palabra “aceptable” implica el cumplimiento del teorema de no señalización, de modo que las correlaciones EPR no permitan enviar señales más veloces que la luz ni establecer relaciones de simultaneidad a distancia. Véanse al respecto Eberhard (1978), o Ghirardi, Rimini y Weber (1980)

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En beneficio de la claridad, supongamos que en todo instante t existe una función aleatoria, Pt, que asigna una cierta probabilidad de acaecimiento a cada posible suceso pasado, presente o futuro. La distribución probabilística Pt′ correspondiente a un tiempo t′, posterior a t, se obtiene imponiendo sobre Pt condiciones dependientes de la serie completa de estados del sistema6 entre t y t′. Ahora bien, en un espacio-tiempo galileano, con una foliación distinguida gracias al concepto de tiempo absoluto, el cómputo de los estados intermedios entre dos instantes dados carece de ambigüedad. En un marco relativista, sin embargo, dados dos puntos A y A′ sobre la línea de universo de un objeto, ¿cómo seleccionar los sucesos de los que depende la evolución de la función estocástica a fin de obtener las probabilidades adecuadas de los distintos sucesos posteriores a A, (el propio A′ entre ellos)? No queda claro, por ejemplo, si debemos incluir —y cuáles— los sucesos espacialmente separados de aquél cuya probabilidad tratamos de calcular. En cualquier caso, para cada hipersuperficie espacial Σ, tendremos una distribución de probabilidad PΣ condicionada por todos los sucesos pertenecientes al pasado de Σ. Esta es la razón de que necesitemos especificar la hipersuperficie espacial a la cual nos referimos cuando buscamos calcular la probabilidad de un cierto estado en un sistema S dentro una región espacio-temporal Ω. O en otras palabras, es indispensable saber de qué sucesos depende nuestra probabilidad condicionada (que justamente por ello es “condicionada”). Existe un elaborado modelo de reducción del vector de estado, debido a Fleming (1989), de acuerdo con el cual los valores de espín de los fotones utilizados en los experimentos EPR se consideran propiedades relativas a un cierto sistema de referencia, o más concretamente, relativas a un hiperplano espacial especificado7. Esta propuesta sugiere que la búsqueda de una conciliación entre la no separabilidad cuántica y la localidad relativista, obliga a considerar las propiedades afectadas por el entrelazamiento cuántico, no como rasgos intrínsecos de los micro-objetos, sino como propiedades relacionales (es decir, propiedades que adquieren significado en relación con algo externo al objeto que las posee). En Myrvold (2002, p. 449) se nos ofrece una excelente muestra de las respuestas al uso sobre este problema: “... The state defined on σp is entangled, 6 Podría objetarse que la totalidad de las “historias” (series completas de estados) de un sistema entre dos instante dados, conformase un conjunto infinito no numerable. Por ello resultaría imposible —al menos en la definición usual de probabilidad— asignar a cualquier historia individual una valor probabilístico no nulo. Este dilema cuenta con dos vías de escape: o bien alteramos la noción ordinaria de probabilidad condicionada, o bien establecemos restricciones adecuadas sobre el dominio de nuestra función de probabilidad. Véase una interesante discusión de las alternativas en Lewis (1980), pp. 263-293. 7 Una descripción no muy técnica junto a una evaluación crítica de este punto de vista se encuentra en Maudlin (1994) pp. 204-212, 233-234; (1996), pp. 298-303. Una discusión más detallada del asunto se halla asimismo en Dorato (1996), pp. 593-595.

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whereas the sate defined on σp′ is factorizable, even though the two hyperplanes intersect Particle 1’s worldline at the same point P. This circumstance, a consequence jointly of the relativity of simultaneity and of modelling collapse as a local change in the sate vector, can with justice be called the relativity of entanglement”. Sin embargo, difícilmente podemos juzgar legítima una respuesta semejante. La clave de la cuestión radica precisamente en nuestra incapacidad para construir una imagen coherente del mundo si dos hiperplanos de simultaneidad que intersectan una cierta línea de universo en el mismo punto dan lugar a dos estados cuánticos diferentes, uno entrelazado y otro no, para un mismo objeto físico. Por tanto, nada ganamos recurriendo a una denominación rimbombante como “relatividad del entrelazamiento” que tan solo encubre nuestra falta de una solución definitiva al dilema. Dado que “entrelazamiento” y “no entrelazamiento” son dos categorías ontológicas incompatibles, carecemos de toda justificación para adscribirlas al mismo punto espacio-temporal (y a la entidad física que lo ocupe). La argumentación de Myrvold, además, culmina con una sorprendente afirmación (Ibid., p. 463): “... Insofar as there is a wave function at all, whose square gives a probability density for the location of a single particle (and this must, in a relativistic context, be regarded merely as an approximation), it is a foliation-relative object: not a function mapping spacetime points onto numbers but a functional taking both a spacelike hypersurface and a point on that hypersurface as arguments (...). There is no contradiction, therefore, in the claim that the collapse of the wave function is simultaneous with respect to every reference frame and, in general, with respect to any foliation of spacetime into hypersurfaces of simultaneity”. Un examen cuidadoso de todo cuanto se ha dicho hasta ahora, no obstante, invita a conclusiones diametralmente opuestas a las de Myrvold. Sí parece haber una genuina contradicción porque en cada foliación las hipersuperficies de tipo espacial definen vectores ortogonales de tipo tiempo para asignar distintos parámetros temporales a cada (hiper)plano de simultaneidad. En consecuencia, un suceso identificado en una foliación dada como el colapso de una función de onda, no necesariamente ha de serlo también en otra foliación diferente. 5. El colapso cuántico en distintos sistemas inerciales Las dificultades no desaparecen cuando abandonamos los entrelazamientos cuánticos y nos limitamos a la indeterminación propia del comportamiento de un solo cuantón. Supongamos para fijar ideas que en un instante t un átomo radiactivo presenta, según nuestros cálculos, una probabilidad igual a 0,5 de desintegrarse al día siguiente. Ahora bien, una afirmación semejante tan solo tiene sentido si en el instante t no hay un futuro “prefijado” por la geometría de Minkowski que sustenta la relatividad especial. De tener un cuadro espaciotemporal completo en el que dicho átomo estuviese desintegrado a las veinticuatro horas a partir de t, la probabilidad entendida como una propiedad objetiva del fenómeno físico, no debería ser 0,5 sino 1. Si la relatividad especial [72]

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aboga por una imagen estática del espacio-tiempo, imposibilita a la vez la asignación de probabilidades objetivas y no triviales a los fenómenos cuánticos (Shanks 1991, Sobel 1998). La respuesta a este dilema no parece tan sencilla si pensamos en una pareja de observadores A y B tal como los describe la relatividad especial. Suponiendo que B se mueva con respecto al átomo radiactivo de modo que para él la desintegración no se ha producido, su plano de simultaneidad le permite asignarle una probabilidad de desintegración igual a 0,5 en el instante t. Pero si A se mueve de manera adecuada, su plano de simultaneidad intersectará la línea de universo del átomo radiactivo en el futuro de B. Entonces, para A en el instante t′ el átomo permanecerá intacto o se habrá desintegrado, y asignará, por tanto, una probabilidad 0 o 1 a cada suceso. Todo indica, en apariencia, que A y B no coincidirán en las distribuciones de probabilidad atribuidas a los mismos fenómenos (Fleming, 1989), aun cuando sus sistemas de referencia inerciales sean perfectamente equivalentes desde una perspectiva relativista8. Dicho con un lenguaje algo más técnico: sabemos que cada sistema de referencia inercial selecciona un hiperplano espacial de simultaneidad en el espacio-tiempo relativista de Minkowski. Y también sabemos que en cada uno de esos hiperplanos la función de estado Ψ define una distribución de probabilidad ρψ = Ψ2. Pero si no existe un hiperplano privilegiado —que concrete la noción de “simultaneidad absoluta”— y dado que en general no concordarán los diferentes cálculos realizados en distintos planos de simultaneidad, ¿sobre cuál de ellos evaluamos Ψ2? Se sabe que en la vecindad de regiones espacio-temporales en las que se produzca un colapso de la función de onda, resulta imposible aplicar coherentemente las transformaciones de Lorentz. Pura y simplemente, no podemos realizar una transformación desde un hiperplano de simultaneidad para el cual el colapso se sitúa en su futuro, hasta otro hiperplano con respecto al cual ese mismo colapso está en el pasado. Sólo renunciando a tratar por separado estos puntos singulares —los colapsos— se evitan las dificultades. Por el contrario, las transformaciones han de aplicarse a segmentos finitos de la línea de universo de un sistema cuántico, segmentos que ahora sí pueden incluir también un colapso de la función de onda. Aun así el coste es elevado, pues el colapso del estado cuántico tiene lugar instantáneamente en cada hiperplano de simultaneidad asociado a cada sistema inercial de referencia. Parece claro que diferentes sistemas de referencia en movimiento inercial relativo asignarían a los distintos puntos de una línea de universo de un cuantón diferentes probabilidades sobre el resultado de una medida, dependiendo de si los planos de simultaneidad asociados a cada referencial se encuentra en el futuro o en el pasado de la medición. Esto es así, en efecto, y con ello la interpretación 8 Un tratamiento sin tecnicismos de esta delicadísima cuestión se ofrece en Maudlin (1994), pp. 204-212, 233-234 y Maudlin (1996), pp. 298-303. Una crítica más profunda puede hallarse en Dorato (1996), pp. 593-595.

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propensiva de la probabilidad queda despojada —al menos en un contexto relativista— de su mayor atractivo. Ya no podemos considerar que las probabilidades cuánticas son propiedades inherentes a un objeto microfísico, como su carga eléctrica o su espín, sino rasgos parcialmente dependientes del marco espacio-temporal escogido para su descripción. Roger Penrose (1991, p. 366) sintetiza la cuestión con diáfana transparencia9: “Debería dejar claro que la compatibilidad entre la teoría cuántica y la relatividad especial que proporciona la teoría cuántica de campos es solo parcial […] y es sobre todo de naturaleza matemáticamente formal. La dificultad de una interpretación relativísticamente consistente de los «saltos cuánticos» […], la que nos dejaron los experimentos de tipo EPR, no es ni siquiera esbozada por la teoría cuántica de campos. Tampoco hay todavía ninguna teoría cuántica de campo gravitatorio consistente o creíble. […]” 6. Discusión del problema Tan complicado resulta lograr una compatibilidad auténtica entre el componente probabilístico de la física cuántica y el formato espacio-temporal de la física relativista, que algún experto ha llegado a sostener por escrito la imposibilidad de construir una teoría física realista capaz de acomodar en su seno tanto los fenómenos cuánticos como las exigencias de covariancia relativista (Albert, 2000). La teoría de Einstein sustenta una visión geométrica del espaciotiempo, en la que pasado presente y futuro componen una estructura única, en total oposición al indeterminismo cuántico, promotor de una realidad esencialmente probabilista, y por ello aleatoriamente abierta a numerosas posibilidades de futuro. Ahora bien, si “futuro” es un término relativo —de acuerdo con Einstein, lo que para unos es futuro para otros puede ser presente o pasado— ¿qué sentido tiene semejante indeterminismo? Esto choca frontalmente con las interpretaciones que atribuyen un carácter intrínseco objetivo a las probabilidades cuánticas. Recurriendo al análisis del principio de relatividad especial efectuado en Friedman (1991, pp. 186-197), podríamos decir que rompe la identidad entre el grupo de equivalencia (los sistemas de referencia inerciales) y el grupo de simetría (conjunto de transformaciones que dejan invariantes los objetos geométricos) que se da la relatividad especial. El colapso de la función de onda introduce una disparidad física (referenciales en los que la función a colapsado, o no) entre sistemas que mantiene su grupo de simetrías espacio-temporales (las estructuras métrica y conforme de los conos de luz y de los hiperplanos de simultaneidad, por ejemplo, siguen siendo las mismas). Necesitaríamos garantizar la adecuada covariancia tanto de Ψ, al transformarse entre sistemas de referencia inerciales, como de una regla para calcular las probabilidades de transición, y de una ecuación de evolución para Ψ (excepto, quizás, durante el 9 Cursiva en el original

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colapso). Asimismo, cuando Ψ fuese autoestado de un cierto operador, la probabilidad de obtener el autovalor correspondiente debería ser igual a 1. ¿Podemos definir entonces un conjunto completo de operadores conmutables utilizando las simetrías espacio-temporales de las transformaciones de Lorentz? Si la respuesta resulta negativa no será posible definir el estado físico de un sistema mediante una autofunción común a todos esos operadores. La relativización de los estados cuánticos según la hipersuperficie espacial donde nos hallemos, parece ser el modo natural de extender la no localidad cuántica al dominio relativista. Dejando a un lado la introducción subrepticia de referenciales privilegiados10 (oculta a menudo bajo nombres aparentemente asépticos, como “dependencia del hiperplano”) cabría imaginar una contrapartida tensorial para el cálculo de probabilidades, que la hiciese tan independiente del sistema de referencia como son las magnitudes espacio-temporales en la geometría de Minkowski. Desafortunadamente, el empeño parece condenado al fracaso. En la geometría de variedades distinguimos entre diversos tipos de objetos invariantes bajo cambios de coordenadas según su grado de generalidad: los escalares (números reales cuyo valor no depende del referencial en que se calculan), los vectores o los tensores. Las densidades de probabilidad, por el contrario, son funciones reales de variable real que si fuesen independientes del referencial —como los escalares— ofrecerían iguales probabilidades a todos los observadores en movimiento relativo inercial, en flagrante contradicción con la realidad. Pero si la densidad de probabilidad como tal función cambiase su valor según el sistema de referencia, perdería su naturaleza escalar por la propia definición de cantidad escalar. La búsqueda de algo semejante a un “tensor de probabilidad” empeoraría las cosas, puesto que tras el colapso algunos de los estados cuánticos —de hecho todos menos uno— adquieren una probabilidad nula. Ahora bien, ningún cambio de coordenadas puede convertir un tensor nulo en otro que no lo es, de modo que las probabilidades deberían anularse en todo momento y lugar, lo cual es absurdo. Apelando al ejemplo de la relatividad general, algo semejante ocurre con la energía gravitatoria, cuyo correcto tratamiento exige la introducción de un pseudo-tensor (que sólo se comporta de modo tensorial bajo ciertos cambios de coordenadas), pues la estricta aplicación del formalismo tensorial conduciría al problema de la anulación antes mencionado. Así ocurre porque la energía gravitatoria —si cabe hablar propiamente de ella en relatividad general— es una magnitud no local, y tal vez este dato nos proporcione una pista de la dirección en que se podría abordar la controversia en un futuro. La insuficiencia de nuestros esquemas de razonamiento para combinar plenamente la relatividad especial con la teoría cuántica, ¿no nos estará 10 La gravedad cuántica de bucles prescinde de foliaciones privilegiadas, y la teoría topológica de campos cuánticos ni siquiera cuenta con una noción física de “interacción local”.

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revelando la existencia de propiedades no locales cuya manifestación se ha formalizado hasta ahora mediante distribuciones de probabilidades que se interrumpen abruptamente en un proceso de colapso local y no relativista? No se trataría ya de las viejas variables ocultas en su versión no local, pues tales variables presuponen un espacio-tiempo tradicional, sino algo radicalmente distinto. Quizás las distancias y las duraciones, junto con el espacio y el tiempo como conceptos subyacentes, no sean sino meras aproximaciones o afloramientos macroscópicos de una estructura interna todavía por descubrir. La posible existencia de ciertos elementos “pre-geométricos”, a partir de los cuales construir nuestras nociones de materia, espacio, tiempo, y también la de interacción, bien podría contener la solución al conflicto entre la relatividad especial y la teoría cuántica11. 7. Conclusiones La supuesta compatibilidad entre la relatividad especial y la teoría cuántica deja fuera el colapso de la función de ondas, cuya interpretación física parece depender del sistema de referencia escogido. Se diría que hemos de abandonar el principio de relatividad o renunciar a una concepción objetiva de las probabilidades cuánticas. Si bien la teoría cuántica en su forma actual respeta el postulado de constancia de la velocidad de la luz, que prohíbe la propagación de interacciones físicas a velocidad superior a c, no sucede con lo mismo con el principio de relatividad, que establece la equivalencia entre todos los sistemas inerciales. La fuente principal de las dificultades se halla en la libertad de los diferentes observadores inerciales para definir sus propias superficies espaciales de simultaneidad. Con ello, en cada sistema de referencia inercial obtendremos distintas distribuciones de probabilidad para un mismo proceso cuántico, y el colapso de la función de onda resultará imposible de relativizar. En síntesis: O bien abandonamos la equivalencia relativista de todos los sistemas inerciales −sin otro motivo para ello− y adoptamos un hiperplano de simultaneidad privilegiado con respecto al cual se considere que el colapso es genuinamente “real”, O bien rechazamos la interpretación propensiva de la probabilidad cuántica, que considera tales probabilidades como propiedades intrínsecas de los microobjetos cuánticos en pie de igualdad con su carga eléctrica, su espín, o cualquier otra de sus características distintivas. O hallamos una estructura matemática que concilie la covariancia relativista con el comportamiento probabilista de los cuantones.

11 El hecho de que la aplicación repetida de transformaciones supersimétricas a un cuantón provoque un desplazamiento espacial, refuerza esta percepción.

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A juzgar por las consideraciones anteriormente expuestas, parece muy plausible que el espacio y el tiempo no sean los conceptos últimos sobre los que se forje un entendimiento verdaderamente básico de la naturaleza. Más bien parece que deberían ser reducibles a unas entidades fundamentales todavía por dilucidar. Y si el espacio-tiempo posee una estructura interna, las nuevas propiedades que cabe esperar de ella acaso se manifiesten en lo que se nos antoja como incomprensibles pautas de comportamiento de los sistemas cuánticos. Las nociones de distancia y duración habrían de contemplarse también con este nuevo trasfondo, y posiblemente entonces obtendríamos una justificación para esa no localidad cuántica que tanto perturba la ortodoxia relativista, así como también para la paradoja EPR y la del gato de Schroedinger. El interrogante de qué pueda ser esa estructura interna del espacio-tiempo, solo el porvenir de la investigación científica podrá disiparlo. Referencias Albert, David Zachary, 2000. Special Relativity as an Open Question. En Breuer, HughPeter & Petruccione, Francis, Relativistic Quantum Measurement and Decoherence, Berlin: Springer, 2000, pp. 1-13. Aspect, Alain, Dalibard, Jean, Roger, Germaine, Physical Review Letters 49, 1982, p. 91, p. 1804. Bunge, Mario, Foundations of Physics, New York-Berlin-Heidelberg, Springer, 1967. Bunge, Mario, Controversias en física. Madrid, Tecnos, 1983. De Angelis, Thomas, et al, Experimental test of the no signaling theorem. En http://arxiv.org/abs/0705.1898v2, 2007 Dorato, Mario, On Becoming, Relativity and Nonseparability, Philosophy of Science 63, 1996, pp. 585-604. Earman, John, 1987. What is Locality? A Skeptical Review of Some Philophical Dogmas. En Kargon, Richard & Achinstein, Philip, Kelvin’s Baltimore Lectures and Modern Theoretical Physics. Historical and Philosophical Perspectives, Cambridge (Mass.): MIT, 1987, Ch. 2. Eberhard, Philip Herbert, Bell's Theorem and the Different Concepts of Locality, Il Nuovo Cimento 46 B, 1978, pp. 392-419. Einstein, Albert, Zur Elektrodynamik bewegter Körper, Annalen der Physik 17, 1905, pp. 891-921. Einstein Albert, Podolsky, Boris, Rosen, Nathaniel, Can quantum-mechanical description of physical reality be considered complete?, Physical Review 47, 1935, pp. 777-780. Fleming, Gordon Newman, 1989. Lorentz Invariant State Reduction, and Localization. En Fine, Albert & Forbes, Melvin, PSA 1988, East Lansing (MI): Philosophy of Science Association, 1989, pp. 112-126. Florig, Michael, Summers, Seymour James, On the statistical independence of algebras of observables, J. Math. Phys. 38, 1997, pp. 1318- 1328. Friedman, Michael, Fundamentos de las teorías del espacio-tiempo, Madrid, Alianza. 1991 Ghirardi, Gian-Carlo. Rimini, Andrew, Weber, Thomas, A general argument against superluminal transmission through the quantum mechanical measurement process, Lettere al Nuovo Cimento 27, 1980, pp. 293-298. Ghirardi, Gian-Carlo, et al., Experiments of the EPR Type Involving CP-Violation Do not Allow Faster-than-Light Communication between Distant Observers, Europhys. Lett. 6, 1988, pp. 95-100.

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Rafael Andrés Alemañ Berenguer Dpto. CC. de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica Edif. Torrevaillo (Despacho de A. Fimia) Avda. Universidad, s/n., 03202-Elche (Alicante) [email protected]

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LA FISIOLOGÍA DEL SABER DE LA EXPERIENCIA Y LOS FRUTOS DE SU POSESIÓN1 José Barrientos Rastrojo. Universidad de Málaga Resumen: Este trabajo analiza los requisitos necesarios para obtener un tipo específico conocimiento: el saber de la experiencia o la experiencia de vida. La edad, vivir experiencias, la paciencia, el retiro socializado y el abismamiento son elementos necesarios para producirlo. Por otra parte, investiga las transformaciones que este saber crea en las personas. Transitando por estas inmediaciones, podremos diferenciar los falsos mesías de los auténticos caminantes de vida. Pensadores orteguianos, como Zambrano, Marías, López Aranguren, y el alemán Spranger serán nuestro punto de partida y guía de este proyecto. Abstract: This work analyses what are the requisites to get a specific kind of knowledge: Knowledge of experience or experience of life. Age, to live experiences, patient, to live a “social retreat” and to go inside ourselves (“abismiento”) are items needed to produce it. On the other hand, it researches mutations this knowledge create into people. In doing so, we could differ falses messiahs from authentic walkers of life and knowledge. Orteguian thinkers as Zambrano, Marías, López Aranguren, and the german Spranger will open and will lead this project.

Introducción a una descripción del saber de la experiencia. El saber de la experiencia o experiencia de la vida alude al conocimiento adquirido a través de experiencias cruciales de la existencia y a la ciencia que proporciona una agudeza intelectiva profunda. Esta agudeza permite dictaminar, expertamente, ante circunstancias que demandan una acción determinante en el futuro personal. Conseguirlo depende del maridaje entre una visión amplia de los factores que influyen en un contexto específico, el conocimiento de principios básicos articulados vitalmente y una suerte de intuición (una visión interior que integre la complejidad de la circunstancia) de la que emerja la respuesta. Uno de nuestros artículos anteriores2 resumía el saber de la experiencia como el sumatorio de conocimientos teóricos, puesta en práctica de los mismos, evidencias extraídas del acto de actualizar las informaciones referidas, reflexión posterior de 1 El presente trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación (I+D+i) del Ministerio de Ciencia e Innovación, sobre "Ciencia, tecnología y sociedad: estudio multilineal de las comunidades de conocimiento y acción en el ciberespacio" (Referencia FFI2009-07709). 2 Cfr. J. Barrientos, “El rostro de la experiencia de la vida desde la marea orteguiana y zambraniana”, Endoxa, UNED, 2010. En prensa.

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lo acontecido (de los hechos vividos y las emociones conclusivas) y cristalización del conocimiento en máximas y en ideas, que se saben como verdad3 Aquella investigación, por una parte, avanzaba algunos requerimientos para destilar el contenido de esta singular aproximación a la realidad vivida y, por otra, dotaba al saber de la experiencia de las siguientes características4: El saber de la experiencia es personal e intransferible, puesto que constituye el producto del propio recorrido existencial. Coincide con el saber del alma, esto es, con el conocimiento de experiencias que forjan nuestra intimidad más profunda, aquella que determina nuestros anhelos, pesares, conductas o cosmovisiones específicas. El saber de la experiencia no puede transmitirse desde máximas conceptuales impuestas. Se enseña por medio de vías de comprensión indirectos como la narración, la metáfora, la poética o con el ejemplo personal. Su asistematicidad no litiga con la posibilidad de ser una aprehensión totalizadora del uni-verso. Esta totalización no es totalitarismo, puesto que no se impone coercitivamente. De hecho, aunque adolezca de sistematicidad, el fragmento es expresión del todo, de la verdad profunda. La evidencia conforma su esqueleto, antes que el juego razones-conclusiones, propio de conocimientos argumentativos. Dispone de una triple fontanalidad: las intelecciones de los entes (epistemología ontíca), el marco histórico del sujeto (apriorismo y las creencias nodales de quien lo construye. Aquella exposición finalizaba con un desafío, para el que no disponíamos espacio en las limitaciones espaciales de aquel momento: comprendido su rostro, se hacía imprescindible entender la fisiología de la aproximación de un sujeto al saber de la experiencia. Éste reto ocupará las siguientes páginas. 2. El proscenio al saber de la experiencia. 2.1. La edad de la experiencia. La noción asociada al saber de la experiencia más reiterada está ligada a la de, por decirlo metafóricamente, las canas. Spranger ha explicado esta ligazón. Para ello, distingue “tres fases de desarrollo de la estructura del alma humana”5. El niño se funde con la realidad “formando una sola cosa, con los datos del ambiente”. En este contexto, no es posible una reflexión autónoma, es decir, 3 La definición surge de nuestra investigación reciente sobre María Zambrano (J. Barrientos, Vectores zambranianos para una teoría de la Filosofía Aplicada a la Persona, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2010, p. 555). No nos detenemos en ella debido a las limitaciones necesarias del presente artículo. 4 La fundamentación de cada punto se encuentra en nuestro mencionado artículo “El rostro de la experiencia de la vida desde la marea orteguiana y zambraniana”. 5 Spranger, Eduard, La experiencia de la vida, trad. José Rovira Armengol, Realidad, Buenos Aires, 1949, p. 41.

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apartada de la realidad. El muchacho y la edad de la maduración miran a lo objetivo, real y externo, por lo que pierden asidero con su yo, condición básica para nuestro tema. “Con la edad viril, comienza la tarea más seria de reconciliar lo ideal con la realidad, encajar lo ideal en el mundo no pocas veces renuente”6, es decir, se facilita la atmósfera benevolente para gestarse el saber de la experiencia. Por otra parte, José Luís López Aranguren dictamina que este conocimiento “parece ser adquirido a través de los años”7. La duda creada por el verbo parecer es un acierto, puesto que no toda persona en edad avanzada usufructúa (usa y disfruta de) esta sapiencia. Aceptada tal posición, habría de evitarse la falacia del consecuente aplicado al caso: si bien la edad parece ser requisito de la sabiduría, podrá ser razón necesaria pero no suficiente. No todo anciano (persona con años y canas) es acreedor de sabiduría, aunque es más probable topar con personas en edad vetusta que dispongan de él que con niños o jóvenes que la posean. Por otra parte, la antigüedad clásica conceptuó la sabiduría como la coronación de la edad, siendo, por el contrario, objeto de mofa aquel anciano que no la detente. Muestra de ello es la siguiente sentencia del Tratado del alma de Séneca. No hay cosa más torpe que ver un viejo de mucha edad que, para probarlo, no tiene otro testimonio más que los años y las canas.8 En suma, aunque la experiencia sea consumación propiedad de los “años avanzados”9, se han de añadir otros ingredientes, que veremos más adelante, para detentarla, puesto que tener la tarea escrita no es razón suficiente para que vaya a resolverse. 2.2. La autoridad del saber de la experiencia. Esta ciencia no es directamente proporcional al reconocimiento obtenido o a los premios ostentados o, como gusta decir a Spranger, no es deudora del mérito o la dignidad10. Análogamente a la distinción entre liderazgo y dirección11, la experiencia de la vida se asienta en una “auctoritas” que supera cualquier tipo de reconocimiento externo o designación de un superior. El hecho de que se reconozca a las personas con esta autoridad es resultado de una experiencia interna profunda, que es manifiesta externamente. El “respeto a

6 Ibídem, pp. 41-42. 7 J.L. López Aranguren, “La experiencia de la vida” en Autores varios, Experiencia de la vida, Alianza, Madrid, 1966, p. 26. Las cursivas son nuestras. 8 L.A. Séneca, Tratados filosóficos. Cartas, trad. Pedro Fernández Navarrete y Nicolás Estevanez, Porrúa, México, 2000, p. 136. 9 Cfr. E. Spranger, op.cit., p. 11. 10 Ibídem. 11 El líder recibe su autoridad de la impronta de su carisma sobre los inferiores; por su parte, el director impone su poder desde la potestad que le confiere una autoridad superior.

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las canas y los años” es fruto de una vida que produjo algo más que claridad en las sienes y acumulación de días en la vida. Quien, sin poseer esta autoridad, la perora como si dispusiese de ellas genera discursos impositivos que recuerdan senilidades antes que decoro laudatorio de la experiencia vital12. En esta línea, se mueve la conexión de Miguel de Molinos, de la que beberá María Zambrano13, entre el teólogo y el contemplativo. El primero disfruta de conocimientos teóricos en extensión casuística o de premios en número superlativo; el segundo procede desde una experiencia de vida que le permite dictaminar con prudencia y sabiduría y que no anhela égloga alguna. Dicho de otra forma, el primero parece y el segundo es. Las palabras del segundo no se arremolinan en torno a un “saber estudiado y aprendido, ni tampoco ideado o construido. No es un saber intelectual”14, sino de un padecer experiencias. De esta forma, su fuente no es la teoría, apegada exclusivamente a lo intelectual, sino la evidencia, que añade una segunda fuente: la vida reflexionada. La evidencia suele ser pobre, terriblemente pobre en contenido intelectual. Y sin embargo, opera en la vida una transformación sin igual que otros pensamiento más ricos y complicados no fueron capaces de hacer.15 A diferencia del científico que funda sus asertos en razones, la persona madura (sabia si se quiere) responde desde el cúmulo de experiencias pasadas que, progresivamente, han destilado insondables enseñanzas. 2.3. La adquisición “peligrosa” del saber de la experiencia. La edad facilita y/o afianza el encuentro con la sabiduría, pero no la asegura. La experiencia decide la adquisición de nuestro fugaz saber. La experiencia generadora de su saber ha de reunir ciertas notas básicas para ser válida. Ortega y Gasset hace derivar el término “experiencia” de la raíz “per”, que cuenta con varios sentidos16. En primer lugar, “peira” significa “prueba o ensayo” y recuerda las grandes pruebas que los héroes griegos habían de culminar para conseguir el trofeo del amor de mujeres o de las hojas doradas del laurel olímpico. No es extraño, en segundo lugar, que el concepto quede hermanado, también, con “periculum”, puesto que las hazañas de un Ulises o un Hércules no están exentas de peligros y riesgos, conducentes a la muerte o al extravío existencial sempiterno. En tercer lugar, el peligro acontecía durante viajes a lugares desconocidos.

12 Cfr. J.L. López Aranguren, “op.cit”, p. 34. 13 Cfr. J. Barrientos, “Bases formales metafísicas de Miguel de Molinos dentro las concepciones filosóficas de María Zambrano”, Estudios filosóficos, número 169, 2010. En prensa. 14 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 36. 15 M. Zambrano, La confesión: género literario, Siruela, Madrid, 1995, p. 69. 16 J. Ortega y Gasset, Obras completas VIII, Alianza, Madrid, 1994, p. 175.

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Per se trata originariamente de viaje, de caminar por el mundo cuando no había caminos, sino que todo viaje era más o menos desconocido y peligroso. Era el viajar por tierras ignotas sin guía previa.17

Sintentizando el apunte etimológico, no hay experiencia allá donde no hay novedad e incertidumbre, pues esto es lo que nos trae cualquier Odisea. Ahora bien, para capturar el saber de la experiencia no es preciso convertirse en héroe griego, puesto que nace incluso en las actividades más baladíes de la vida como la primera vez que se conduce un automóvil o que se realiza una receta culinaria o cuando nunca antes hemos accedido a Internet. Ni que decir tiene que habrá varios niveles de aquilatamiento (de posesión de quilates) de la experiencia. Percatémonos que no estamos aquí refiriéndonos a un “know how” de tipo técnico sino a una configuración más profunda. Si bien, el “know how” será la base de nuestra ciencia. Imaginemos el pintor a quien se enseña a manejar los pinceles: el primer paso demanda este conocimiento técnico, aunque su saber experimentado exige una suerte de autonomía frente a ese uso estereotipado inicial. A medida que el uso y el aprendizaje se afianzan por la repetición, el peligro disminuye, la novedad fallece y la intranquilidad inicial entra en aguas calmas. Por ende, la circunstancia deja de ser experiencia puesto que se pierde su raíz de peligrosidad y su capacidad para transformar al sujeto en algo diferente. Este es el pilar de la justificación del argumento de Julián Marías de la cortedad de experiencia en medio de la acerca de prolijidad de años o vivencias: El campesino, o la mujer escasamente cultivada, muestran en ocasiones una sorprendente acumulación de experiencias de la vida, unida a una gran pobreza de “experiencias”: son gentes que han hecho siempre lo mismo, a quienes nunca les ha pasado nada.18

No se trata de que “nunca les haya pasado nada” sino que han deambulado por un elenco reducido, mermando el peligro y reduciendo la corona del saber de la experiencia. Sólo quien está en constante peligro es acreedor de una experiencia de vida densa y profunda. 2.4. La reubicación existencial que acomete el saber de la experiencia. La experiencia provoca cambios esenciales en la persona, lo resitúa ontológicamente en niveles de conocimiento superior. Nuestro pintor pasa de aprendiz a maestro. El traslado de un nivel a otro se representa por el paso a través de puertas. Esas puertas son circunstancias de quiebra, cuya superación 17 Ibídem, p. 176. 18 J. Marías, “Un escorzo de la experiencia de la vida” en Autores varios, Experiencia de la vida, Alianza, Madrid, 1966, p. 116.

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no permitirá al héroe regresar atrás. Ortega y Gasset advierte de la vinculación entre “peiro”, relacionado con el aludido “per” y “portus” (puerta). La ex-periencia implica salir por puertas a ámbitos desconocidos e inhóspitos. Además, el filósofo de la razón vital asocia “peiro” y “póros”, que está ligado a la semántica de “camino” y al acto de “atravesar”. El peligro de la experiencia no siempre conduce a la elevación del héroe. La caída es un riesgo real que acomete por una temporada o para siempre. Si es temporal, no ha de rechazarse, puesto que la evidencia de “la finitud vital”, de la caída, forma parte de un saber posterior, siempre que se admita la propia debilidad. Si comparamos un fallecimiento cercano y el concepto de “muerte” ofrecido por un diccionario, es más probable que el primero conduzca al saber de la experiencia. En el “libro”, la muerte aparece como término objetivo, intelectual y desapasionado; mientras que la experiencia del fallecido se siente como la vida muerta que nos atraviesa en primera persona, es decir, se identifica a la muerte como fenómeno entrando en nuestro ser. Este ingreso es resultado del cariño que nos despierta la otra persona y del sentimiento de ausencia rechinante en nuestra esencia. Nuestro ser es, como ha estudiado muy acertadamente Levinas, una construcción de la alteridad19. Razón de ello es que haya una reubicación de nuestro ser ante el cuerpo sin vida que ante el libro. 2.5. Experiencia y padecimiento. Visto lo anterior, comprendemos la relación entre el saber de la experiencia y la tragedia atisbada con acierto por María Zambrano: Entiendo por experiencia el saber trágico —que Zeus había de aprender padeciendo—. Según Santo Tomás, la mística ¿no es el conocimiento experimental de Dios? Pues en eso estamos queramos o no queramos. Y una servidora añade siempre: pasivamente, y padeciendo activamente.20

La red sémica del “padecimiento” señalado por Zambrano es sinonímica de “sentirse afectado”, incluyendo ésta tanto resultados positivos (entes de disfrute) como negativos (entes dolorosos).

19 Un estudio interesante que extiende la conceptualización levinasiana al concepto de la alteridad intercultural se encuentra en la obra Interculturalidad y convivencia (GONZÁLEZ ARNÁIZ, Gr.: Interculturalidad y convivencia. El “giro intercultural” de la filosofía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008). 20 M. Zambrano, Cartas de la Pièce (correspondencia con Agustín Andreu), PretextosUniversidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2002, p. 80. Cursivas de la autora. El conocimiento trágico aludido aparece en SC como “ese que se adquiere padeciendo el conflicto hasta apurarlo” (M. Zambrano, El sueño creador, Turner, Madrid, 1986, p. 79).

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El padecimiento posee el doble movimiento de recibir la afección y de actualizarlo, mediante una reflexión y profundización. Las verdades de ese padecimiento irán ascendiendo a la superficie y dotan de un saber transformador. La transformación es constante como la necesidad de mantenerse en situación peligrosa. En palabras de Zambrano, se trataría de mantenerse en el “incipit vita nuova”21. Esta circunstancia a que nos anima la pensadora exige vivir cada una de las experiencias como una oportunidad de renovación que dé a luz a los rebordes ocultos del propio ser. Los lados de sombra del ser han de verse como desafíos que deberán exponerse, como puertas a ser abiertas. Su clausura está motivada por los miedos a transitar por piélagos desconocidos. Quien se atreva a atravesar esas puertas ensanchará las fronteras de su ser y ampliará su experiencia de vida. Se llama, pues, a un ““incipit vita nova” total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas de siempre o por nacientes”22. Los beneficios apartarán la amenaza de la consternación. ¿Qué significa este “Incipit vita nova”? No puede responder más que a la alegría de un ser oculto que comienza a respirar y a vivir, porque al fin ha encontrado el medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida.23

2.6. El método de la sierpe como formalidad del saber de la experiencia. En terminología zambraniana, el saber de la experiencia se acoge al método de la sierpe24. Frente al método arquitectónico, el saber de la experiencia no se dirige de directamente a su objetivo sino que admite que su adquisición se opera de modo transversal, oblicuo, fragmentario y en penumbra. Sin embargo, crea una certidumbre desconocida en los resultados del método científico. Tal método [el de la sierpe], es obvio, no puede pretender la continuidad ni el sistema, sino que por el contrario, se presenta como esencialmente discontinuo y fragmentario, y

21 Esta idea posee ascendencia en la obra de Dante y es una constante en la última etapa de los escritos de nuestra pensadora. La propia vida de la autora destila una ciencia experiencial recabada a lo largo de años gracias a la aplicación de la teoría del “Incipit vita nuova” a su propio transcurso cotidiano. 22 M. Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, Barcelona, 1993, p. 15. 23 Ibídem. 24 Sólo éste es capaz de acceder a la verdad propia del saber de la experiencia: “Verdad esquiva que en ningún modo ha permitido ser pensada, ser reducida a concepto, ni apresada en ideas, ser despegada de sí misma, en suma; verdad que el intelecto humano, hasta ahora, no ha podido captar para dominar, que ha exigido perderse en ella —la entrega de nuestro ser— porque no es cosa que se sepa, verdad de la mente, sino íntegra verdad de la vida” (M. Zambrano, La España de Galdós, Biblioteca de autores andaluces, Barcelona, 2004, p. 108).

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será a su vez, oblicuo y alusivo, respetando las curvaturas y descensos de la luz, la multiplicidad en que se nos aparece el tiempo más allá del pensar discursivo y lineal.25

El método lógico-argumentativo descansa en un edificio basado en conclusiones sustentadas por razones. El sustento de sus verdades se hospeda en el de sus razones. Esas razones son de índole cognitiva, o si se quiere, lógicoargumentales. Pero la vida excede estas inmediaciones. El resultado es claro: como la mariposa dentro de la red o escapa o se muere, la vida dentro de la red conceptual muere o no es alcanzada. El método de la sierpe alcanza con mayor competencia la vida. Desde el método arquitectónico, es posible edificar un ensayo sobre el tema “la libertad”. Ahora bien, el conocimiento de la libertad no se restringe a esta aproximación: el día que sale de las rejas el preso que lleva veinte años dentro hace acopio de un saber sobre la libertad que no se caza con un conjunto de palabras o razones. Su saber sobre la “libertad” ha requerido años de anhelos, de frustraciones por no poder salir los días en que, por ejemplo, nacieron sus nietos o se casaron sus hijos y de nostalgias por no disfrutar del abrazo de su familia el momento de su excarcelación definitiva. Análogo patrón se opera en la comparación entre el lector voraz de manuales sobre el amor y el poseedor de una relación afectiva estable durante cinco, quince o cincuenta años. María Zambrano parangona el aprendizaje del saber de la experiencia al camino que recorre Virgilio en La Divina Comedia: siempre en ascensión a Beatriz, con una trayectoria con retrocesos y avances, y nunca con un sendero lineal sino en espiral. Semejante trasiego encontramos en el aprendizaje vital de don Lope en la obra Tristana de Pérez Galdós o en el del abuelo de las dos niñas de la obra homónima del autor madrileño26. María Zambrano, con su afilada pluma metafísica y metafórica, describe así este método de sierpe cuando reseña la vida de Dante en su obra autobiográfica Vita Nova. Y la “Vita Nova” de Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un centro, pues, que ha sido despertado.27

El fiador del saber de la experiencia se ha cultivado desde estas latitudes: con avances, retrocesos, iluminaciones puntuales, desfallecimientos, pero superando obstáculos y abriendo puertas. Al fin y al cabo, respetando la estructura de la vida que, mal que nos pese, se suele acomodar a los senderos con forma de

25 Autores varios, María Zambrano. Premio Miguel de Cervantes, 1988, p. 115. 26 Nos referimos a sus novelas Tristana y El abuelo. 27 M. Zambrano, La confesión…, p. 16.

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serpiente antes que al camino recto. Aunque la línea más corta entre dos puntos suele ser la recta, escasamente coincide con la de la existencia cotidiana. 2.7. El retiro. El saber de la experiencia conduce al sujeto a su centro, a través de evidencias particulares. Esta realidad se repite en los grandes filósofos que para alcanzar sus teorías se apartaron del mundo: Las Epístolas morales a Lucilio elaboradas en la villa senequista alejada de la corte de Nerón, las Consolaciones de Boecio escritas en la cárcel, los Ensayos de Montaigne construidos en su castillo francés, el Discurso del Método cartesiano proyectado al calor de la estufa y detrás de la ventana, El príncipe de Maquiavelo producido en San Casciano de Val di Pesa, la Política de Dios y Gobierno de Cristo de Francisco de Quevedo gestado en la Torre de Juan Abad, los Claros del Bosque de Zambrano ideados en La Pièce o los Caminos del Bosque de Heidegger proyectados en la Selva Negra son un pequeño elenco de ejemplos. El retiro de la vida tumultuosa facilita el acceso a la autenticidad del yo y la decantación de la verdad. Esta idea se encuentra en el estoicismo senequista y, más tarde, en traducciones teológicas de autores como Agustín de Hipona28. Marías precisa el lugar al que hemos de retirarnos: “a la vida donde reside su sentido y significación”29, donde radica el sentido y significación de las cosas o a la vida de sentido y significación. Habitualmente, intuimos (nos afincamos en) los entes como medios y no como fines. Así, impedimos que se manifiesten como ellas mismas son. “Habitamos” la naranja como un instrumento para prevenir un resfriado, el aceite será herramienta para prevenir afecciones cardíacas, el hierro será material para fabricar aleaciones metálicas que, por ejemplo, sirvan para la creación del chasis de un coche; el árbol se utilizará para la elaboración de papel o, lo que es más grave, las personas se usan para intereses específicos (Antonio se convierte en un trampolín para medrar en la empresa o Fátima sirve como paño de lágrimas en los momentos de depresión; así se coarta parte de su esencia). Por medio de estas reducciones, se escapa el autentico “sentido y significación” de las entidades citadas. En el diario vivir, nos atenaza la dimensión pragmática de la vida, es decir, nos movemos para alcanzar objetivos, olvidando de otras dimensiones de la vida. Durante el retiro, recuperamos la conciencia profunda inherente a lo que nos rodea, es decir, recuperamos (o, al menos, nos acercamos) su verdad (o su significado y sentido) y, por ende, una mirada auténtica.

28 Apuntamos a su conocida es su frase: “No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad; y si hallas que tu naturaleza es mudable, levántate por encima de ti mismo”. Ni que decir tiene que él equiparaba esa verdad con Dios. 29 J. Marías, “op.cit”, p. 117.

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Este cambio de ópticas es descrito tanto por E. Spranger30 como por María Zambrano con un doble movimiento. Nos quedamos con la metáfora zambraniana: Un buzo que desciende al fondo de los mares para reaparecer, luego, con los brazos llenos de algo arrancado, quizás con fatigas sin cuento, y que lo da sin darse siquiera mucha cuenta de lo que le ha costado y de que lo está regalando.31

Adquirir el saber de la experiencia exige asumir este doble movimiento, demanda un retiro primero apartado y luego prolijo en frutos. 2.8. El retiro asociativo y el “comercio efectivo con la realidad”. El retiro donde florece el saber de la experiencia no se equipara con el aislamiento solipsista. Que la soledad sea precisa en ciertos momentos no es óbice para que el sabio demande el contacto con el mundo. Comte-Sponville clarifica los territorios de esta ciencia. En cuanto a la soledad (…) el sabio está más cerca de la suya en la medida en que está más cercano a la verdad. Pero la soledad no es el aislamiento: es cierto que algunos la viven como ermitaños, en una gruta o en un desierto, pero otros la viven en un monasterio, y otros incluso — la mayoría—, en la familia o en la colectividad… Estar aislado es estar sin contactos, sin relaciones, sin amigos, sin amores, y eso, por supuesto, es una desgracia.32 Sin asistir a la vida del otro, se lesionan las referencias desde las que aprender, puesto que la alteridad proporciona la materia que funciona como punto de partida de la reflexión.33 Encuentro en mi circunstancia otras vidas que no me son totalmente ajenas, porque sus circunstancias se “comunican” con la mía, y tengo acceso a ellas no sólo como “cosas”, sino como vidas.34

Según Julián Marías, esta apertura rompe la clausura cognoscitiva del noúmeno kantiano35. En el contacto directo con lo otro, allende un contacto ideal, 30 “Si se quiere que el hombre haga experiencias, es necesario el doble movimiento de sumirse en sí y salir se sí mismo” (E. Spranger, op.cit., pp. 43-44). 31 M. Zambrano, Filosofía y educación, Ágora, Málaga, 2007, p. 107. 32 A. Comte-Sponville, El amor. La soledad, trad. Godofredo González Rodríguez, Paidós, Barcelona, 2000, p. 29. 33 “La experiencias de la vida se adquiere en la soledad a la que se retira uno, se entiende, desde la convivencia. El principal factor es la asistencia a la vida de los demás, que es siempre interpretada y de este modo se hace transparente o, al menos, translúcida” (J. Marías, “op.cit”, p. 119) 34 Ibídem. Pág. 135. 35 Cfr. J. Marías, “op.cit.”, pp. 132-133.

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metafísico e insensible, la alteridad nos es accesible desde su propia entraña y no como objeto cerrado, es decir, se nos aparece desde su “sentido y significado” sin coartarle ni cortarle ninguna dimensión. La experiencia de la vida se eleva sobre la clausura que impondría una visión recluida y apartada. La experiencia de la vida no es en último rigor experiencia de mi vida, aunque se propendería a pensarlo así; acaso de ésta no cabe, en pleno rigor del término, experiencia; en todo caso, y vistas las cosas desde el otro lado, es precisamente la presencia de otras vidas que no son la mía la que decanta esa experiencia de la vida.36

La experiencia, anotará López Aranguren citando a Zubiri, “es el comercio efectivo con la realidad”37. El mismo Zubiri define en El hombre y Dios la experiencia como “probación física de la realidad”38, evidenciando esta transacción entre el sujeto y lo óntico. En este sentido, uno de los marcos que configuran la experiencia es “la manera peculiar como cada época siente su propia inserción en el tiempo, su conciencia histórica”39. Esta experiencia no personal se halla integrada, ante todo, por una capa enorme de experiencia que le llega al hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma precisa de experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de experiencia impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su entorno. En una zona más periférica, pero enormemente más amplia aún, se extiende esa forma de experiencia que constituye el mundo, la época y el tiempo en que se vive.40

Spranger coincide con la necesidad intersubjetiva de esta ciencia al afirmar: La experiencia de la vida no brota de los meros objetos del aprender, sino que su punto de aparición se halla precisamente en la conjunción del sujeto vivo con el mundo del noyo. El mundo de los objetos contiene, en este caso, tanto cosas y acaecimientos como otras personas.41

2.9. Abismamiento I: búsqueda de la autenticidad. “La experiencia de la vida está más en función de la profundidad con que se vive que del tiempo —breve o largo— que se ha vivido”42. Salir indemne del peligro que caracteriza a la consecución de la experiencia facilita (y conmina a) una agudeza existencial motivada por la profundización que se ha precisado. Si

36 J. Marías, “op.cit.”, pp. 133-134. 37 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 30. 38 X. Zubiri, El hombre y dios, Madrid, 1984, p. 95. 39 X. Zubiri, “Sócrates y la sabiduría griega”, Escorial 2, 1940, p. 191. 40 Ibídem. Pág. 190. 41 E. Spranger, op.cit, p. 33. 42 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 40.

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Séneca recordaba que la guerra hace al guerrero, la prueba mejora a aquel que sale victorioso. La experiencia de la vida constituye una excavación que, si se cumplimenta, resultará en una visión lúcida muy útil en los momentos de dificultad. María Zambrano bosqueja el sendero de esta trayectoria vital en los siguientes términos. Un método que pretende otorgar un camino al pensar, por el que éste pueda penetrar, descender, curvarse en los recovecos oscuros del sentir, “repartir bien el logos por las entrañas”, hacer descender la luz, dar luz a la sangre, y ascender desde esas oscuras cavernas del sentido hasta la luz trayendo las razones halladas en el sentir, dándoles cauces ya de conciencia, despertándoles a la realidad, haciéndoles ser.43

Esas oscuras cavernas se traducen en la vida por emplazamientos existenciales que provocan reacciones disfuncionantes en el sujeto. Sin embargo, también es el océano en que nacen sabidurías valiosas. Imaginemos una persona intransigente, que se plantea indagar en las razones de esa inflexibilidad y que la supera después de un tiempo de autoconocimiento. La oscuridad de su terquedad habrá sido tanto piedra dolorosa en el camino como piedra de toque para el cambio. Vencer en medio de las pruebas precisa coraje y una “particular profundidad y sensibilidad fina”44. Cómo alcanzarla es tarea del héroe, además de requisito, será recompensa del padecimiento. De ahí, la inferencia de Spranger: “los romos, los no capaces de sufrimiento, son más pobres que quienes perciben y sienten el embate de las olas del mundo”45. Esta batalla mortal contra los envites de la vida se corresponde con el proceso de maduración. Su retribución consiste en la superación del relativismo inscrita en las aseveraciones gnoseológicas comunes y, por extensión, de la incertidumbre de las opiniones del individuo. Por el contrario, el héroe de estas expediciones existenciales alcanza verdades propias de una filosofía perenne, dando lugar a una transvaloración de sus valores de tintes nietzscheanos. Una existencia humana genuina es un constante buscar el más alto valor o último sentido bajo el cual haya de verse la vida. “El ser-maduro lo es todo”. Pero sólo se alcanza la madurez emprendiendo audazmente una traslación de los valores de provisionales sistemas de valores y descendiendo cada vez más hondo en lo profundo del ipse, pues sólo allí se “revelan” los verdaderos valores.46

La audacia compete a la vivencia peligrosa de la experiencia y a la agudeza necesaria en estos trasuntos épicos. 43 Autores varios: María Zambrano. Premio Miguel…, pp. 115-116. 44 E. Spranger, op.cit., p. 15. 45 Ibídem. 46 E. Spranger, op.cit. Pág. 35. Las cursivas son nuestras.

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Añádase a todo esto que el descenso intrépido del mar picado sirve para taladrar y descubrir una esencia que dista de la visión superficial que la sociedad posee del sabio. Estas experiencias, además, nos descubren un destino que trasciende las determinaciones históricas en que vivimos; en definitiva, el gran regalo es que, en estos trances, hacemos acopio de nuestra identidad. Ser “auténtico”, es decir, hablar y actuar tan sólo de acuerdo con mi esencia profunda, “mi verdad” consistirá entonces en irme conocimiento a mí mismo cada vez más a fondo. Tal cosa no se produciría, naturalmente si no me ocurrieran ciertos acontecimientos exteriores. Pero la cuestión principal es, si yo saco de ellos algo fecundo para mí, y en qué sentido obtengo resultados de mis destinos e incluso de vivencias menores.47

Un paréntesis para advertir al lector que esta coyuntura es la condición mínima de la libertad. Según explicaba Kant en un tono estoico la libertad máxima (la perfecta disciplina del cuerpo) “consiste en vivir de acuerdo al propio destino” y “la felicidad es consecuencia de adoptarlo”48. Toda esta visión de Spranger se hermana con la “palabra verdadera” de María Zambrano, que recogemos a continuación. Nos puede dar la palabra verdadera, pura y diáfana “la voz que corresponde a la palabra que sale del llanto o que sale de él, ya limpia. La voz del que ha renunciado al llanto y se le ha bajado desde los ojos abiertos, tan abiertos por eso al alma como una lluvia, no del cielo, pero sí de los ojos que están mirando al cielo. Y esta voz es la de la diafanidad”. Son las palabras del saber de la experiencia, del saber vivido y padecido, no sólo razonado; del saber que no se queda tras la barrera de la vida, sino que se enfrenta a ella y la enviste, la capea como puede.49

Subraya con acierto, la pensadora española, una inferencia que ya trajimos a la palestra: el saber de la experiencia se construye como “saber vivido y padecido”. Zambrano se funda en su razón-poética que, junto a la parte intelectiva, solicita a la experiencia para conformar una totalidad (no univocidad) más plena. Esta totalidad (que integra pensar y vida) fue quebrada por la modernidad. La autora de Claros del bosque tratará de recorrer el camino que cure la herida. Las ideas han dejado de ser para la vida, y la vida, por el contrario, ha llegado a ser para las ideas. Pero, en este mismo instante, las ideas han perdido su maravillosa realidad de intermediarias, de ventanas comunicadoras, poros por donde la inmensa 47 Ibídem Pág. 17. 48 Cfr. I. Kant, Lecciones de ética, trad. Rodríguez Aramayo y Roldán Panadero, Crítica, Barcelona, 2002, p. 199. 49 M. Gómez Blesa, “Introducción” en M. Zambrano, Las palabras del regreso, Amaru ediciones, Salamanca, 1995, p. 8. Cursivas de la autora.

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realidad penetra en la soledad del hombre para poblarla y alimentarla, y se convierten en una pálida imagen de sí misma, en una mistificación de las ideas verdaderas, y así el extremo intelectualismo viene a hacer traición a la verdadera inteligencia en el instante mismo en que se vuelven de espaldas a la realidad.50

Sin duda, asistimos a aseveraciones zambranianas nada divorciadas de lo que André Comte-Sponville dictaminará más de medio siglo después: La sabiduría (…) es el fruto de un trabajo (…) que implica, sí, un esfuerzo del pensamiento, pero que no puede reducirse a éste. La vida no es una idea. Incluso añadiría: todas las ideas, en cierto sentido, nos apartan de la vida.51

2.10. Abismamiento II: etapas. El abismamiento integra tres momentos constitutivos: perderse, encontrarse y reflexionar sobre uno mismo y sobre la experiencia52. Habitualmente, el hecho de perderse se conceptúa como un instante de extravío a evitar por el sujeto. Sin embargo, el “aprender cayéndose” o el “escarmentar en la propia piel” son máximas dramáticas con utilidad epistémica, es decir, sirve para destilar un conocimiento al que no se puede acceder de otro modo. Quien olvida esta utilidad apenas se apercibe del sufrimiento adosado a ellas. La persona con sabiduría reconoce el coraje del heterodoxo y le anima en su trayecto; al fin y al cabo, se trata de alguien que se busca a sí mismo, se construye el propio camino y no se limita a aceptar vías no nacidas de él mismo. Ante los nuestros, perderse es, puede ser, abrir un camino diferente o recoger una tradición olvidada. Es que se podrá estar segura nunca de que el “hereje” nacional no es fiel al primer hombre, al primero de todos quizá, que lucha por recobrar su voz y su figura en la historia.53

50 M. Zambrano, Senderos. Los intelectuales en el drama de España. La tumba de Antígona, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 75. De aquí, surge la metáfora de la red para atrapar un conocimiento, que fenecería entre sus garras constatando la inconmensurabilidad entre intelección cognitiva y vida: “Ortega usaba a menudo en clase la metáfora de la red para hablar de la razón cuando pretende captar la realidad múltiple; la red que imponer su estructura, ese mínimo de estructura indispensable, ya que es indispensable la razón a la vida humana” (M. Zambrano, Delirio y destino (los veinte años de una española), Mondadori, Madrid, 1989, pp. 200-201). 51 A. Comte-Sponville, op.cit., p. 19. 52 La concomitancia de estas fases pone de manifiesto la concordancia entre las lecciones de María Zambrano y la Terapia de Aceptación y Compromiso que nace en España una década después de la muerte de nuestra pensadora. Hemos dedicado un estudio a esta cuestión en “Investigación sobre las concomitancias entre el zambraniano filosófico y la Terapia de Aceptación y Compromiso”, Revista límites, Chile, 2010. En prensa. 53 M. Zambrano, Delirio y destino…., p. 126.

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A los sones filosófico-poéticos de Zambrano, se unen los pedagógicos de la Terapia de Aceptación y Compromiso para defender este primer paso del conocimiento del sí mismo como medio para un saber transformador y terapeútico. La terapia supone clarificar el rumbo de la vida, perderlo, aprender a darse cuenta cuanto antes (del costo y el beneficio de haber perdido el rumbo) y retomarlo de nuevo como una elección personal.54

Encontrarse constituye la fase en que el sujeto descubre un fondo fiable en el que volver a asentarse tras el desvarío previo. Sobre esa roca, el individuo urbanizará los diversos grosores de su vida. Se ha de subrayar que el individuo no crea la roca sino que la encuentra. Por tanto, el proceso aquí descrito lo determina la búsqueda y no la suma artificial de ladrillos55. La aceptación de la propia debilidad, la escucha de la esencia interior, la mirada compasiva ante el sí mismo y la atención abierta a lo que se es son formas adecuadas de flexionarse sobre uno mismo y, con suerte, de descubrir comarcas ocultas hasta entonces. Esta circunstancia dista mucho de la coyuntura previa al descubrimiento persona, que es trazado en los siguientes términos: Al recaer su mirada sobre sí, al mirarse como tal, el sujeto se encuentra opaco, porque se mira pretendiendo verse a sí mismo, y tal mirada, por su misma naturaleza, produce la opacidad, la soledad incomparable, el castigo de la falta de quietud, de arraigo, y la necesidad subsiguiente de tener que buscarse más allá del sí mismo conceptual. Estamos en las antípodas del “sentir originario”.56

El pragmatismo de la cotidianidad, la disposición y la ex-posición hacia el exterior, los miedos e incertidumbres generados al poner los ojos en la desnudez propia son trabas para alcanzar esta última fase. He ahí por qué hay tantos sujetos que sólo poseen las canas y los años para demostrar su edad. 2.11. Anexo: aplicación de la urdimbre previa del saber de la experiencia en las cristalizaciones dolorosas. Ciertas eventualidades se abordarían mejor desde una metodología liberadora fundada en el saber de la experiencia que desde el peregrinaje por diversas ciencias terapéuticas. 54 M.C. Luciano (dir.), Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT). Libro de casos, Promolibro, Valencia, 2001, p. 102. Cursivas de la autora. 55 Ha de destacarse este punto porque la modernidad ha vivido bajo el anhelo de la construcción y decisión absolutista, mientras que la propuesta zambraniana respira bajo el esquema de la escucha y aceptación de realidades que no dominamos totalmente. 56 M. Zambrano, Notas de un método, Editorial Mondadori, Madrid, 1989, p. 52.

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Franquear los abismos nacidos de duras exposiciones existenciales al raso rinde resultados útiles para los sujetos clausurados en una severidad existencial dolorosa, es decir, crear circunstancias que ayuden a exponerse a la auténtica verdad a individuos que se atrincheran en posiciones intransigentes que, realmente, sirven para ocultar sus miedos. Nos referimos a padres con estrictos códigos de conductas, jefes con normativas puritanas en ambientes que no las precisan o profesores que ocultan sus incertidumbres en máscaras esquivas e insociables reacias al intercambio con los alumnos. En este epígrafe, resumimos brevemente, las fases de la travesía a recorrer por aquellos que quieran liberarse de estas cárceles y falsías de cuyas cerraduras ellos mismos poseen la llave. La situación inicial es la de una persona rigurosa en demasía con una visión ocluida a ciertas regiones de lo real. El miedo o la búsqueda de certidumbres forjan una cosmovisión sedienta de seguridad y fundada en la falsedad con matices más o menos intensos de hipocresía. La posibilidad de mirar allende la unicidad absolutista, segunda etapa de nuestra estrategia, quiebra el enclaustramiento anterior57 y se opera una primera disolución de la contumacia despótica anterior. Preguntar por un más allá, abrirse a opciones que quiebren lo establecido es piedra de toque en nuestra estela liberadora. Un horizonte de aceptación de lo plural erige la tercera fase de nuestro método. Una democracia de pareceres forja la respuesta ideal a la dictadura ontológica previa, pues “la democracia es el régimen de la unidad de la multiplicidad, del reconocimiento, por tanto, de todas las diversidades, de todas las diferencias de situación”58. Ahora bien, una constante eclosión sin decantación sume a la persona en la confusión y relativismo. La última fase evita este riesgo: la condensación de una polifonía de voces. No hay una razón para que la imagen sea la de un edificio más que la de una sinfonía (…). Y la sinfonía hemos de escucharla, actualizarla cada vez; hemos de rehacerla en cierto modo, o sostener su hacerse: es una unidad, un orden que se hace ante nosotros y en nosotros (…). El orden de una sociedad democrática está más cerca del orden musical que del orden arquitectónico.59

La riqueza zambraniana podría ofrecernos otros métodos60, pero quedamos en éste como ejemplo de la ductilidad de sus aseveraciones en la aplicación concreta. 57 Esto puede aplicarse a campos que trascienden lo personal. Por ejemplo, la superación del absolutismo político depende de una fase cuyo corazón se identifica con lo que aquí destacamos: “La sociedad o el modo de vida democrático es la liberación de todo absolutismo. Y el absolutismo, cualquiera que sea su origen y su argumento, es mirado desde la persona humana, un quedarse encadenada en un momento absoluto, y en él detenerse o abismarse” (M. Zambrano, Persona y democracia, p. 202). 58 M. Zambrano, Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996, p. 204. 59 Ibídem, p. 206. 60 Hemos descrito en otros trabajos las seis etapas de un proceso, análogo al presente, que

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3. Conclusión. En síntesis, los elementos claves para una aprehensión correcta del saber de la experiencia serían: (1) Edad con experiencias vividas y vívidas. (2) Disponibilidad de evidencias consecuentes de episodios significativos en la propia existencia. (3) Arrojo frente a sucesos peligrosos. (4) Coraje para atravesar puertas, que ayudan a madurar o para exponer la propia debilidad. (5) Capacidad para abrirse a la realidad de los entes más allá de sus notas pragmáticas. (6) Asumir el padecimiento doloroso y valentía para elevarse de ellos con una nueva mirada. (7) Paciencia y humildad para aceptar el método de la sierpe antes que caminos más directos. (8) Disponibilidad de un retiro no solipsista. (9) Compromiso con la autenticidad en lugar de huida. El saber de la experiencia es el fruto maduro de un conjunto de ingredientes que, prudente y valientemente, han de cocinarse durante años. Esto se articula en un perenne “perderse, encontrarse y reflexionar sobre uno mismo y sobre la experiencia acaecida”. Su resultado no es la imposición ensoberbecida por una falsía ideológica sino la asunción humilde del débito a ese saber. Sólo de este modo se operará la transformación de la cosmovisión del individuo desde el leibniciano “nihil est sine rationem” al aperturismo heideggeriano “saber es poder aprender”61. Bibliografía Autores varios, Experiencia de la vida, Alianza, Madrid, 1966. Autores varios, María Zambrano. Premio Miguel de Cervantes, 1988, Anthropos-Ministerio de Cultura-Dirección General del Libro y Bibliotecas, Barcelona, 1989.

cataliza la disolución de las obstrucciones intelectivas: (1) existencia de sentimientos enquistados y cierre del sujeto que los sufre; (2) primera apertura: intento de hacer visibles la razón de los sentimientos; (3) segunda apertura: con ayuda de un interlocutor, se ofrece tiempo y espacio oportuno para que los sentimientos florezcan; esta fase estará asistida (a) por la escucha misericordiosa y atenta y (b) por la luz del entendimiento; (4) perseverancia y esperanza en el proceso; (5) aparición de lo inesperado: ruptura del quiste sentimental; (6) condensación de una novedad sentimental aperturista (Barrientos, José: Vectores zambranianos… p. 1041). 61 M. Heidegger, Introducción a la metafísica, trad. Pilar Ángela Ackermann, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 17.

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Barrientos, José, “Bases formales metafísicas de Miguel de Molinos dentro las concepciones filosóficas de María Zambrano”, Estudios filosóficos, número 169, 2010. En prensa. ― Vectores zambranianos para una teoría de la Filosofía Aplicada a la Persona, Vicerrectorado de investigación de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 2010. Cavallé, Mónica, La sabiduría recobrada, Oberón, Madrid, 2000. Comte-Sponville, André, El amor. La soledad, trad. Godofredo González Rodríguez, Paidós, Barcelona, 2000. Freire, Paulo, Pedagogia do oprimido, Paz e terra, Rio de Janeiro, 1987. Gadamer, Hans Georg, El estado oculto de la salud, trad. Nélidad Machaim, Gedisa, Barcelona, 2001. Heidegger, Martin, Introducción a la metafísica, trad. Pilar Ángela Ackermann, Gedisa, Barcelona, 2001. ― Sein und Zeit, Tübingen, 1953. Kant, Inmanuel, Lecciones de ética, trad. Rodríguez Aramayo y Roldán Panadero, Crítica, Barcelona, 2002. Luciano, María del Carmen (dir.), Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT). Libro de casos, Promolibro, Valencia, 2001. Ortega y Gasset, José, Obras completas VIII, Alianza, Madrid, 1994. Pérez Galdós, Benito, El abuelo, Visión Libros, Madrid, 2002. ― Tristana, Alianza editorial, Madrid, 2007. Séneca, Lucio Anneo, Tratados filosóficos. Cartas, trad. Pedro Fernández Navarrete y Nicolás Estevanez, Porrúa, México, 2000. Spranger, Eduard, La experiencia de la vida, trad. José Rovira Armengol, Realidad, Buenos Aires, 1949. Zambrano, María, Cartas de la Pièce (correspondencia con Agustín Andreu), PretextosUniversidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2002. ― Claros del bosque, Seix Barral, 1993. ― Delirio y destino (los veinte años de una española), Mondadori, Madrid, 1989. ― El hombre y lo divino, Fondo de cultura económica, Madrid, 1993. ― El pensamiento vivo de Séneca, Cátedra, Madrid, 1992. ― El sueño creador, Turner, Madrid, 1986. ― Filosofía y educación, Ágora, Málaga, 2007. ― La confesión: género literario, Siruela, Madrid, 1995. ― La España de Galdós, Biblioteca de autores andaluces, Barcelona, 2004. ― Las palabras del regreso, Amaru ediciones, Salamanca, 1995. ― Notas de un método, Editorial Mondadori, Madrid, 1989. ― Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996. ― Senderos. Los intelectuales en el drama de España. La tumba de Antígona, Anthropos, Barcelona, 1989. Zubiri, Xavier, El hombre y dios, Madrid, 1984. ― “Sócrates y la sabiduría griega”, Escorial 2, 1940. Págs. 187-226.

Prof. Dr. José Barrientos Rastrojo Calle Manuel Alonso Vicedo, 10 Urbanización Simón Verde 41927 Mairena del Aljarafe

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¿POR QUÉ ES PLACENTERA LA RISA Y POR QUÉ ES PERCEPTIBLE DESDE FUERA? De la captación de la mente ajena a la risa Teresa Bejarano. Universidad de Sevilla Resumen. ¿Por qué es placentera la risa? Dado que toda risa atiende a una expectativa ya frustrada, el niño al reír estaría llevando a cabo un preentrenamiento de una capacidad crucial —la de pensar contenidos que el sujeto sabe que son meramente mentales—. De hecho, la risa es ideal para ese ejercicio, pues (como intento mostrar) envuelve justo aquellos contenidos que, entre todos los contenidos meramente mentales, son los más fáciles de captar. Así la risa, como todo placer, guía al niño hacia conductas de algún modo útiles. ¿Por qué la risa es perceptible? Por supuesto, y como es bien conocido, la risa compartida refuerza los vínculos dentro del grupo, pero además y más específicamente, ejercitaría el mismo tipo de capacidad que da lugar a la captación de esos contenidos mentales que son las normas sociales compartidas. Por último, sitúo estas propuestas en un marco antropológico más general. Abstract. Why is laughter pleasant? Since all laughter attends to an already frustrated expectation, when a child laughs, he or she would be putting into practice a pre-training of a crucial ability- that of thinking contents which the child knows to be merely mental-. In fact, laughter is ideal for that exercise, as (I intend to prove) it involves just those merely mental contents which are the easiest to grasp -others’ expectations-. So laughter, like any other pleasure, guides the child towards behaviours which are somewhat useful. Why is laughter perceptible? Of course, as it is well-known, shared laughter reinforces the links within the group, but also and more specifically, would exercise the same type of ability which leads to the grasping of such mental contents which constitute shared social rules. In the Third Section, I put these proposals in a general, anthropological frame.

Introducción ¿Por qué es placentera la risa? Si el concepto de placer lo colocamos dentro del marco de la evolución y de las adaptaciones ventajosas, entonces se nos aparece como un ‘mecanismo enseñante’ que guía al organismo hacia los estímulos y las conductas apropiadas para su éxito biológico. El placer puede señalar tanto conductas que por sí mismas ya son intrínseca e inmediatamente ventajosas como igualmente otras conductas, en sí mismas inútiles, pero que servirían para ejercitar y potenciar destrezas extremadamente ventajosas. Este último tipo, que es el ligado al juego, podría ser también el que está envuelto en la risa. Así que reformulando la pregunta obtenemos: ¿Qué habilidades se estarían ejercitando en la situación placentera que supone la risa? Tras distinguir (en 1. 1) tres tipos de comicidad —situación cómica, broma y chiste—, nos preguntamos cómo ha de ser una expectativa frustrada para que [97]

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pueda dar lugar a la risa. Proponemos (en 1. 2) que, si es propia y referida al entorno vigente, entonces desaparece de inmediato como contenido de la mente. La puesta al día perceptiva, el atenerse a la última noticia sobre el entorno, eso es de obligado cumplimiento para todo organismo que pretenda sobrevivir. Para quien se ha caído, por ejemplo, la expectativa inmediata habrá de ser la de levantarse. En cambio, esa ley de la inmediata puesta al día no reza para algunas expectaciones. En concreto, no reza para las que estamos pensando como ajenas, o sea, que estamos atribuyéndole a otra persona (esas expectaciones son las que intervienen en la situación cómica y en la broma), ni tampoco para aquéllas que, incluso siendo propias de uno, no se refieren al entorno real y vigente (ésas son las que intervienen en el chiste). Volviendo a la cuestión de qué habilidades se estarían ejercitando y desarrollando con la risa, nos fijamos en el tipo de contenidos mentales que son esas ‘expectativas frustradas que no desaparecen sino que, resistiendo al cambio y a la puesta al día, permanecen en la mente’. Está claro que se trata de contenidos que el sujeto sabe que son meramente mentales. Esta calificación es sumamente importante. Contenidos del mismo tipo, o sea, contenidos no perceptibles en el entorno, los hallamos al estudiar dos capacidades que muy verosímilmente son exclusivamente humanas —una, la captación que el sujeto tiene de creencias diferentes a las que él tiene sobre el mismo asunto, y otra, la memoria episódica o ‘mental time travel’—. En los tres casos encontramos, repito, contenidos que el sujeto sabe que son meramente mentales (en 1. 3). Pero, al lado de la semejanza, conviene también subrayar (en 1. 4) que las expectativas ajenas serían particularmente fáciles de captar. Por un lado, una expectativa es más dinámica y saliente que una creencia o percepción; por otro lado, para los procesos de alto nivel (como es el pensamiento de un pensamiento), la captación interpersonal es siempre más temprana y fácil que la intrapersonal. Esta mayor facilidad de los contenidos meramente mentales que intervienen en la risa es, huelga decirlo, lo que cabía esperar a partir de la hipótesis de la risa como ejercicio potenciador. Pero hasta aquí nuestra explicación de la risa serviría igualmente para una risa que no tuviera vertiente externa alguna. Así pues, esa explicación es en el mejor de los casos insuficiente. Necesitamos, pues, explicar por qué la risa es una pauta tan llamativamente perceptible, tanto por la vista como por el oído. Contestando primero en un plano muy general, recogemos la bien conocida propuesta de que la risa compartida fomenta la vinculación social dentro del grupo (en 2. 1). Pero, dado que elementos cohesionadores del grupo hay muchos, conviene especificar de qué modo la risa desempeña esa función. Debemos además ver la relación sumamente estrecha que esta segunda función de la risa (función social y predominantemente adulta) tendría con la anterior —la del ejercitar en el niño capacidades cognitivas exclusivamente humanas—. Llevados por estas cuestiones, sugerimos (en 2. 2) que las expectativas frustradas que intervienen en la risa de grupo se parecen a las normas sociales. Unas y otras, además de ser conscientemente compartidas, son también meramente mentales. [98]

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Por último, intento (en 3) situar estas propuestas sobre la risa en un marco más amplio. La clave está en el carácter exclusivamente humano de la risa ante lo cómico. Sin ese carácter, por cierto, no se habría originado mi interés ni por la risa ni por las otras cuestiones puntuales de las que llevo muchos años ocupándome. Ese marco antropológico amplio enfoca los siguientes interrogantes: ¿Hay un núcleo básico de la exclusividad humana? ¿Cómo se relacionan directamente con ese núcleo algunas características psíquicas humanas, y cómo se derivan de él las demás? Por supuesto, mejor que marco, sería mejor llamarlo mera curiosidad ambiciosa o agenda para un futuro a largo plazo. A pesar de todo, y ésta es la sugerencia que con más ahínco quiero ofrecer al lector, el trabajo en esa agenda es una opción que está ahí y que puede ser interesante. Primera Parte: ¿Por qué es placentera la risa? 1. 1) Situación cómica, broma y chiste: Tres diferentes tipos de risa Entre las ocasiones que nos parecen cómicas y nos producen risa, podemos distinguir a primera vista tres tipos: el chiste, la broma, y la situación risible en la que vemos a alguien. ¿Qué es lo que tienen de común estos tres tipos?: esta pregunta es la que realmente interesa. Pero empecemos por preguntarnos en qué se diferencian. El chiste es una narración verbal, que un hablante le cuenta a un oyente y que versa sobre un episodio pasado o ficticio. En la broma, en cambio, el agente, normalmente un grupo de personas, toma medidas para que otra persona —la víctima, digamos— incurra en una conducta cómica. Por último, en el tercer tipo la situación cómica surge por casualidad, y es simplemente gozada por quienes la observan. Si atendemos al niño, veremos que el chiste es el tipo de adquisición más tardía. No sólo se trata de que necesite de modo imprescindible la comunicación verbal, sino también de que es un habla forzosamente desplazada del aquí y del ahora la que en él ha de intervenir. Así, si queremos buscar los orígenes de la risa, haremos bien en buscar más allá del chiste. De los dos tipos restantes —la situación cómica observada casualmente, por un lado, y la broma, siempre tramada deliberadamente, por el otro— también podemos sospechar que la broma sería posterior. Sólo tras experimentar el placer de la risa se empezaría buscar activamente el modo de suscitar situaciones cómicas. Es ciertamente verdad que en el nivel del niño esto no tiene por qué cumplirse. El niño puede tener su primera experiencia cómica al observar como cómplice una broma tramada por un adulto. Sin embargo, en los orígenes históricos, la broma, cabe quizá pensar, no habría estado en el comienzo mismo. Así, el orden de aparición de los tres tipos de risa es probable que fuera: primero, la risa ante una situación casual que el que ríe ha descubierto como cómica, segundo, la broma, tercero, el chiste.1 1 En realidad es totalmente inexacto decir que habríamos abarcado todos los tipos de risa.

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1. 2) La capacidad exclusivamente humana que subyace a los tres tipos. ¿Cómo puede haber expectativas desmentidas que se resistan sin embargo a la puesta al día? Pero ¿puede encontrarse alguna definición común a los tres tipos de comicidad? Tomemos como punto de partida la relación que Kant propuso entre la expectativa burlada y la risa. Yo creo que si puntualizamos que la expectativa burlada es la que el que ríe ha atribuido al individuo envuelto en la situación cómica, entonces esta definición ampara sin problemas los dos primeros tipos de risa. Está claro que si es la expectativa realmente propia la que queda desmentida por los hechos, eso no suscita la risa (al menos no la suscita de modo inmediato y directo). El matiz interpersonal ha de ser explicitado y añadido a la propuesta de Kant (En Bejarano, 1997 ya aparecía un antecedente aproximado de esta formulación). Después glosaremos la implicación que esto tiene con respecto a la exclusividad humana del descubrimiento de lo cómico. Ahora atendamos a que, reformulando así la idea de las expectativas desmentidas, podemos verla ejemplificada en la risa que se suscita en los espectadores por la caída de quien ha ido a sentarse en el sitio habitual sin darse cuenta de que el asiento ya no está allí, o, incluso más simplemente, la caída de alguien antes de alcanzar el punto hacia el que era muy claro que quería llegar. Igualmente, la broma se nos aparece como el intento de provocar deliberadamente alguna situación de esa clase. Pero quizá convenga que nos preguntemos por qué la frustración de una expectativa propia no da lugar de modo inmediato y primario a la risa. Yo sugiero que, en vez de limitarnos a decir que la expectativa propia frustrada no puede suscitar risa, habría más bien que decir que esa expectativa desaparece de inmediato como contenido de la mente propia. La puesta al día perceptiva, el atenerse a la última noticia sobre el entorno, eso es de obligado cumplimiento para todo organismo que pretenda sobrevivir. Para quien se ha caído, por ejemplo, la expectativa inmediata habrá de ser la de levantarse. Cualquier otro propósito habrá de quedar en un segundo plano. En cambio, la ley de la inmediata puesta al día no reza para las expectaciones que estamos pensando como ajenas, o sea, que estamos atribuyéndole a otra persona. Esas expectaciones, pues, aún después de haber sido desmentidas por los hechos, siguen como antes del desmentido. Pero en la mente de quien las piensa está activado a la vez y simultáneamente el conocimiento de aquellos hechos. Hay dos líneas mentales en el ser humano (Bejarano, 2003). Veamos cómo es en la risa la relación entre esas dos líneas. La expectativa que se está pensando como ajena se mantiene, repito, sin cambios, pero a la vez y simultáneamente se la piensa como El tipo de risa estudiado por Nietzsche y Foucault, o ‘lo cómico absoluto’ de Baudelaire, es un asunto casi omnipresente en la posmodernidad. Para un ejemplo reciente, véase Castillo, 2008. Pero aquí no vamos a enfocar esa risa sofisticada. Para mis particulares intereses filosóficos es mucho más interesante el universal humano que constituye la risa.

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envuelta en un peligro no ya inminente, sino aún peor, en el peligro que ya la ha desmentido.2 Así pues, para mantenerla sin cambios, hay que pensarla como radicalmente ajena. De aquí obtendremos en las próximas páginas la explicación de por qué es placentera la risa. Pero antes de eso, hay que pasar revista al tercer tipo de risa. La risa ante los chistes no parece que pueda ser incluida en la definición kantiana reformulada con la que estamos trabajando. Veamos despacio lo que sucede en este tipo de risa. La primera parte del chiste suscita en el oyente unas expectativas acerca de cuál será su continuación, y son justo esas expectativas las que quedan desmentidas por el final del chiste. La punch line es como viene llamándose a esa divisoria crucial que separa las dos partes de todo chiste (véase, por ejemplo, Partington, 2009). En definitiva, aquí, a diferencia de lo que sucedía en los otros dos tipos de risa, las expectativas frustradas no son ajenas, sino propias de la persona que ríe. ¿Tenemos que renunciar pues a nuestra pretensión de estar ya trabajando con una definición válida de la risa en general? Yo no creo que tengamos en absoluto que renunciar. Las expectativas son, sí, propias del que ríe con el chiste, pero no son expectativas que conciernan al entorno real de quien ríe, sino que se aplican sólo a la situación narrada en el chiste, o sea a un episodio ficticio bien diferente a lo que es la realidad vigente de esa persona. La diferencia con los otros tipos de risa es, desde luego, notoria, hay que reconocerlo. En el chiste hay siempre un elemento no sólo de sorpresa sino también de admiración ante el ingenio de la secuencia narrativa, elemento que no aparece en absoluto en la broma o en la mera observación de situaciones cómicas. El carácter ulterior y sofisticado que antes, al atender al desarrollo del niño, ya habíamos detectado en 2 La presencia de una expectativa en inminente peligro de ser desmentida podría explicar el análogo no humano que más cerca está de la risa. Me refiero a la risa ante la cosquilla que se observa en chimpancés y en bebés de una edad muy inferior a la del descubrimiento de lo cómico (San Agustín, por cierto, en las Confesiones, libro segundo, llama ‘cosquilleo del corazón’ a la risa —y más concretamente a la risa de un grupo de bromistas—.) La clave estaría en la explicación de Blakemore et al. (1999) de por qué uno no puede hacerse cosquillas a uno mismo. Al poder en esa situación el sujeto predecir exactamente dónde y cuándo sentirá el roce sobre su piel, ese roce resultará atenuado para el sujeto (Se llama atenuación o cancelación al hecho de que se descartan como novedades del entorno todas aquellas sensaciones que son consecuencia de los propios movimientos de uno. Así es como se separan dentro de los movimientos captados por la retina aquéllos que son movimientos de los objetos y aquéllos otros que son la mera consecuencia del giro que uno le ha dado a la propia cabeza). Del mismo modo, la cosquilla sólo es posible si las expectativas del sujeto de que la planta de su pie, por ejemplo, va a ser tocada no logran un completo éxito predictivo, o sea, fracasan en precisar con exactitud el espacio y el tiempo del toque. La bien fundada previsión que el sujeto tiene de tal fracaso inminente sería así la causa responsable de la risa ante la cosquilla. Los dos tipos de risa —la que deriva del descubrimiento de lo cómico y la que es suscitada por la cosquilla— son ciertamente muy diferentes, y sólo el primer tipo es exclusivamente humano porque sólo él requiere la captación de la interioridad ajena. Eso es verdad. Sin embargo, el hecho de envolver previsión del fracaso inminente de alguna expectativa, ese rasgo, repito, sería común a los dos tipos.

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el chiste, se confirma. Sin embargo, el requisito de que la risa envuelve expectativas de un tipo excepcional —expectativas que, por no ser propias del sujeto, o, al menos, no ser propias del sujeto en su entorno real, resisten a la normalmente implacable puesta al día perceptiva— aparece común a todos los tres tipos de risa. Nótese que la obediencia o no obediencia a la puesta al día perceptiva es un criterio que sirve para diferenciar entre las sensaciones inmediatas —éstas sí obedecen— y otros contenidos mentales como evocaciones o simulaciones, que no obedecen (véanse, por ejemplo, Myin & O’Regan, 2009, pg. 196, y Kirsh, 2009, pg. 279), o, para decirlo con los términos que aquí estamos usando, entre la primera y la segunda línea mental. 1. 3) Una ventaja adaptativa que debe ser ejercitada. O por qué la risa es placentera. ¿Pueden esas expectativas de tipo excepcional tener relación con el hecho de que la risa sea placentera? Ésta va a ser la primera propuesta del presente trabajo. Para ello empecemos por el concepto de placer. Si colocamos ese concepto dentro del marco de la evolución y de las adaptaciones ventajosas, entonces el placer se nos aparece como un mecanismo que guía al organismo hacia los estímulos y las conductas apropiadas para su éxito biológico (Lorenz, 1966). El placer puede señalar tanto conductas que por sí mismas ya son intrínseca e inmediatamente ventajosas como igualmente otras conductas, en sí mismas inútiles, pero que servirían para ejercitar y potenciar destrezas extremadamente ventajosas. El segundo tipo de placer es el ligado al juego de los animales jóvenes. Entre los seres humanos, este segundo tipo de placer se daría lo mismo que en los animales, pero con la novedad, claro está, de poder estar a veces al servicio de capacidades exclusivamente humanas. Los niños disfrutan así de varios tipos de juegos que están ausentes en los animales, eso es claro. Sin embargo, la explicación funcional y evolutiva que hemos expuesto se mantendría en esos tipos. Pero no podemos seguir sin contestar dos preguntas. Una: ¿Qué habilidades se estarían ejercitando en la situación placentera que supone la risa? Otra: Si el placer de la risa está ligado al ejercicio necesario para el desarrollo ontogenético, ¿por qué ríen también los adultos y no sólo los niños? Concentrémonos ahora en la cuestión de cuáles son las habilidades que se estarían ejercitando y desarrollando con la risa. Ya hemos mencionado el elemento de captación de la mente ajena que la risa necesariamente envuelve. Pero esa captación está envuelta en otros muchos procesos aparte de la risa. Debemos entonces ceñir un poco más nuestra respuesta. ¿Cuál sería la habilidad más concretamente ligada a la risa? Creo que la clave estaría en el rasgo común a todos los tipos de risa, a saber, la inmunidad al cambio (o sea, la resistencia a la puesta al día) de una expectativa.3 3 Éste sería el rasgo común a los tres tipos de risa. Si nos preguntamos, en cambio, por

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Esta inmunidad o permanencia sería un enorme progreso si se admite que la memoria episódica (o memoria que revive episodios pasados) es exclusiva de los seres humanos. Pero ¿se puede admitir eso? Ciertamente, este asunto es muy controvertido. Suddendorf & Busby, 2003, Suddendorf & Corballis, 1997 y Corballis, 2009, creen que el ‘mental time travel’ es inaccesible a los animales, pero hay otros autores que no están de acuerdo. Yo, sin embargo, veo indicios a favor de la exclusividad humana de ese tipo de memoria. Los mencionaré muy brevemente. El pensar en un episodio pasado en cuanto pasado, o igualmente en una posibilidad futura en cuanto futura, requiere necesariamente dos líneas mentales (ya que ni animales ni humanos —salvo durante el sueño, en que están a la vez inmóviles y refugiados— pueden permitirse desatender su entorno). En cambio, esa dualidad de líneas no la exigen en absoluto las capacidades animales, o sea, no la exigen ni las expectativas envueltas en la conducta dirigida hacia una meta, ni tampoco la lección útil extraída de episodios pasados. (Cada lección útil sería activada de nuevo sólo cuando se produce un reencuentro con algún rasgo propio del episodio pasado correspondiente.) El viaje mental en el tiempo, además de ser un atisbo, digamos, de eternidad, tendría consecuencias como la explicación causal o la capacidad numérica, que podrían ambas vincularse a la memoria episódica. La explicación causal puede definirse como la construcción de un puente entre la realidad presente y una situación pasada. Por obra de alguna causa, la situación pasada cambió hasta transformarse en la realidad presente. Así la realidad presente puede ser descrita como ‘situación pasada + causa’, o sea, adquiere una formulación nueva que habría sido imposible sin la capacidad de memoria episódica. Igualmente, si empezamos por imaginar una secuencia de situaciones donde un nuevo elemento es siempre añadido al conjunto de la situación anterior, si partimos de eso, repito, entonces la capacidad numérica exclusivamente humana (no el subitizing ni ninguna otra forma de conteo no verbal, sino la función ‘+1’ ella misma) se nos aparecerá como una consecuencia de la memoria episódica de una situación anterior. Así volvemos a encontrar aquí que la situación presente podrá recibir una formulación nueva —‘situación pasada + 1’—. Volviendo a nuestro hilo, la preservación del recuerdo episódico podría ser tan importante que para su ejercicio y desarrollo en el niño se haya puesto a punto un mecanismo guiador. Ese placer o mecanismo guiador impulsaría al niño a buscar y detectar un tipo de situaciones donde tal preservación sería ejercitada y desarrollada. La dinámica común a todos los juegos se aplicaría aquí a la sofisticada capacidad que supone la memoria episódica.

habilidades ligadas exclusivamente a la risa ante los chistes y potenciadas por ella, entonces tendremos que atender a la “comprensión de las ambigüedades derivadas de propiedades estructurales o léxicas del lenguaje, e incluso, en el contexto de ‘discusión con iguales’, la explicitación metalingüística de una ambigüedad” (Yuill, 2009).

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1. 4) Del mantenimiento de la falsa expectativa ajena a la memoria episódica: Una trayectoria de desarrollo que puede ser defendida Como quizá haya ya advertido el lector, hay un problema. La preservación del recuerdo que estaría envuelta en la comprensión humana del número o en las explicaciones causales es una preservación muy diferente a la que subyace a la captación de lo cómico. Una situación es cómica porque el observador ha atribuido al protagonista de la situación una expectativa que queda desmentida por los hechos. O sea, en la risa, el contenido mental pasado que se mantiene en el recuerdo es un contenido ajeno, un contenido que quien ríe atribuye al protagonista (en la situación cómica y en la broma) o a sí mismo pero no en relación con su entorno real sino sólo en cuanto espectador de un episodio ficticio (en el chiste). En cambio, esa atribución interpersonal está ausente en la preservación de recuerdos envuelta en la memoria episódica así como en las sugeridas consecuencias de esa memoria (en el número y en la causalidad, ya se sabe). Para agravar más el problema, el contraste entre interpersonal e intrapersonal no es la única diferencia. La preservación de recuerdos mantiene situaciones que ya no son reales pero que lo fueron, o sea, situaciones que, si las referimos en tiempo pasado, darían lugar a oraciones verdaderas. En cambio, las expectativas desmentidas envueltas en todos los tipos de risa nunca llegaron a realizarse. Lo único que sería verdad acerca de ellas en una oración en tiempo pasado es que alguien las creía o esperaba.4 ¿Nos obligan estas diferencias a renunciar a nuestra propuesta? Yo empezaría por invocar aquí el principio vygotskiano del origen interpersonal de los procesos psíquicos superiores. Al principio del desarrollo, los procesos son interpersonales y sólo más tarde se intrapersonalizan. La inmunidad a la puesta al día aparecería antes —aparecería a una edad más temprana— para las expectativas ajenas, o sea, atribuidas al protagonista de la broma o de la situación cómica, y sólo después iría apareciendo para los contenidos propios —o sea, los contenidos inmediatamente anteriores del individuo que ríe—. Esos contenidos pueden ser, o bien expectativas no referidas al propio entorno sino al episodio ficticio del chiste, o bien, como en la memoria episódica, contenidos que fueron verdaderos pero que ya no están vigentes. Pero, volviendo a lo que nos interesa, habría una justificación para el hecho de que sean ajenos los contenidos mentales envueltos en las situaciones cómicas primarias. Pero ¿por qué la permanencia en la atención tendría que aparecer antes para la expectativa desmentida que para la percepción caducada? Yo diría que la percepción es un contenido subordinado siempre al avance hacia la meta y menos dinámico o emocional, pues, que las expectativas hacia la meta. Así, aquella prioridad —es decir, el que la expectativa sea el primer tipo de contenido que 4 No estoy aquí en absoluto atendiendo el efecto beneficioso que el humor de un dibujo, por ejemplo, puede tener sobre el recuerdo de ese dibujo (cf. Takahashi & Inoue, 2009). Lo que aquí me interesa es la potenciación de la capacidad misma de memoria episódica.

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puede resistirse a la puesta al día— ‘hace sentido’. Además, la expectativa ajena, su avance hacia una meta, es muy fácilmente inferible a partir de la observación de la conducta de ese individuo. En definitiva, los hechos encajan —o no chocan al menos— con nuestra sugerencia de que, si la risa es placentera, ello es justo para que, llevado por ese placer, el sujeto obtenga un preentrenamiento para una capacidad ventajosa de aparición más tardía. Para buscar una panorámica de ese desarrollo, convendría que nos fijáramos en el juego del escondite. Este juego está ligado a la risa y por eso no lo podemos asimilar a los juegos de persecución, preparatorios para la lucha y la caza adultas, que se observan en tantos animales. Sea, pues, nuestra cuestión la de por qué se suscita risa en la situación del niño que está escondido. El niño escondido está siempre atento a los pasos y sucesivos intentos de la persona buscadora, y así, cuando ésta se dirige a un sitio equivocado, él le atribuirá una expectativa que él, el niño escondido, sabe que es falsa. Ciertamente, cuando la persona buscadora fracase, esta persona abandonará inmediata y automáticamente su pasada expectativa y enfocará otras posibilidades. Pero ¿qué pasa en la mente del niño escondido? Ese niño que ha atribuido expectativas falsas a la persona buscadora no tendrá que someter esas expectativas a la inmediata, automática e implacable puesta al día perceptiva, sino que podrá mantenerlas en la segunda línea de su mente durante unos momentos. De ahí que el niño escondido ría y disfrute durante el choque entre el contenido desmentidor (su propio conocimiento) y el contenido que tiene que ser desmentido (las equivocadas sospechas de la persona buscadora). Pero todo esto ya lo habíamos visto antes y no es lo que nos interesaba poner de relieve. Enfoquemos, pues, el rasgo diferencial que el juego del escondite aporta. Yo diría que ese rasgo consiste en la concreción espacial de la diferencia entre el punto de vista propio y el ajeno. El niño sabe muy bien dónde él está: éste es un contenido básico y primario de la primera línea mental humana (o, dicho de otra forma, de la única línea de la mente de los animales). La base de toda distalidad perceptiva es siempre la ubicación espacial del cuerpo del organismo que percibe. El egocentrismo de toda percepción tiene aquí su raíz. Frente a ese ‘aquí’ —un aquí en el que el organismo no tiene nunca que pensar y que es más primario que cualquiera de sus percepciones—, aparece en el juego del escondite, y concretamente para el niño escondido, una falsa ubicación propia, la falsa ubicación en la que la persona buscadora espera hallar al niño. El contenido de que yo no estoy aquí sino allí es seguramente la expectativa falsa más llamativa que se puede atribuir a un compañero. Por un lado, el niño escondido la percibe claramente en la conducta de la persona buscadora; por otro lado, su falsedad es un hecho primario y básico como ningún otro.5 Claramente éste es un buen 5 Compárese con el juego de esconder y buscar objetos. Éste es de aparición mucho más tardía en el niño. La creencia o percepción acerca del paradero de un objeto es sin duda un contenido mental mucho menos básico que el del ‘aquí’ egocéntrico. Pero creo que debemos insistir un poco más en el carácter sumamente primario y temprano del juego del escondite

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comienzo para la captación de expectativas falsas ajenas. Por eso hay un placer conectado con este juego y con esta risa. Más tarde en el desarrollo podrá intrapersonalizarse el proceso de captar elementos meramente mentales, y entonces podrá aparecer la capacidad de atender a los propios contenidos ya no vigentes. Esta última capacidad será inmensamente más ventajosa para las destrezas intelectuales. Pero seguramente sin el ejercicio de la capacidad de atender a las expectativas falsas de otra persona, sin ese ejercicio, repito, no habría podido florecer aquella otra superior capacidad. El placer de la risa y de juegos como el del escondite tiene una fuerte justificación en el marco de las ventajas adaptativas. Segunda Parte. ¿Por qué los adultos ríen, y por qué la risa es llamativamente perceptible? 2.1) Risa y vinculación social Hemos explicado la risa en virtud de su influencia en el desarrollo del niño: El placer que supone la risa incitaría al niño a atender a situaciones cómicas, y de este modo, a potenciar su capacidad para mantener al margen de la puesta al día perceptiva algunos contenidos mentales. Ahora bien, es un hecho obvio que los adultos también ríen. ¿Es ésta una objeción insalvable? Yo empezaría por mirar más en general al juego. No es sólo la risa sino también el gusto por muchos juegos lo que persiste en la edad adulta. ¿Es sólo una reliquia de la niñez ese gusto por los juegos que es observable en el adulto? Yo creo que, muy por el contrario, el hecho de que el placer de la risa o del juego siga estando presente en los adultos es necesario para que los adultos guíen y (del escondite sin objetos, puntualicemos). Al comienzo del juego, el niño escondido podría tener unos instantes de risa mientras que percibe la indecisión del buscador, y ve cómo éste en un momento dado mira en una dirección y al momento siguiente en otra dirección que conlleva un diferente grado de peligro para el niño. La risa de esos primeros instantes es análoga —nótese— a la provocada por la cosquilla, o sea a un tipo de risa que, como vimos en la anterior nota 2, es ontogenéticamente y filogenéticamente anterior a la risa provocada por la situación cómica. Ahí el niño ríe ante todo porque advierte que no puede prever con exactitud cuándo será él descubierto. Pero en seguida, surgirá el otro tipo de risa. El buscador muestra —muestra a las claras con su conducta— que alberga la expectación de encontrar al niño en el sitio B, y el niño mientras tanto está en el sitio A. En esa circunstancia, la risa surgirá si el niño es capaz de seguirle atribuyendo al buscador esa expectativa, a pesar de que para él, o sea, para el niño, la expectativa está ya desmentida. Pero esto ya lo habíamos visto arriba. Lo que ahora conviene subrayar es que en el juego del escondite, el niño advierte la posibilidad de prolongar durante todo el juego un gozo igual o superior al de los primeros instantes, y, más en concreto, nota que esa posibilidad se acerca más conforme más atiende él a la interioridad de la persona que lo está buscando a él. En definitiva, el juego del escondite es ideal como guía y preentrenamiento de la mencionada capacidad —la capacidad exclusivamente humana de captar una interioridad diferente a la propia—.

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acompañen al niño en sus primeros acercamientos a tales situaciones. Esta respuesta, como digo, vale tanto para la risa como para el juego. Pero todo esto nos sugiere una cuestión que todavía no hemos mencionado, a saber, la de por qué la risa es perceptible desde fuera, o sea, por qué no se limita a ser un placer interno. Hasta aquí nuestra explicación de la risa serviría igualmente para una risa que no tuviera vertiente externa alguna. Así pues, esa explicación es en el mejor de los casos insuficiente. Necesitamos, pues, explicar por qué la risa es una pauta tan llamativamente perceptible, tanto por la vista como por el oído.6 Y, lo que es casi lo mismo, por qué la risa se da más fácilmente en grupo, y por qué la broma, sobre todo, es casi inconcebible sin un grupo de cómplices. Ciertamente hay disponible una respuesta muy válida. Varios autores han subrayado cómo la risa fomenta la vinculación social dentro del grupo —ver, p. e., Lefcourt, 2005—, y, a la vez (piénsese en los chistes ridiculizadores), la separación respecto a otros grupos distintos. Yo no creo que para afirmar la generalidad de esa función de la risa sea impedimento alguno el hecho de que a veces, ante una situación cómica o ante un chiste, nos riamos a solas. Lo mismo que la función de germinar es propia de todas las semillas, aunque sólo muy pocas lo consiguen, igualmente algunas risas podrían no ser advertidas por nadie sin que ello nos impida afirmar su función social. Hay que tener en cuenta además que el que no haya nadie a varios metros a la redonda es —lo es hoy y lo era aún más en épocas pasadas— una situación poco frecuente. Es el momento ahora de que nos preguntemos si acaso es innecesaria nuestra anterior explicación del placer envuelto en la risa. Recuérdese que hay dos rasgos de los que dar cuenta: por un lado, el que la risa sea placentera, y por otro lado, el que sea llamativamente perceptible. ¿No será entonces preferible una explicación 6 Esa pregunta la han formulado varios autores en relación con el rubor. Por supuesto, cabe sostener que el rubor sería un mero efecto secundario sin función propia alguna. Pero también se podría optar por atribuirle una función adaptativa. Yo no tengo nada claro qué decidir en esa disyuntiva. Pero, si tuviera que pensar en una función de ‘los síntomas visibles de la vergüenza’ (esta terminología es menos restringida —más universal— que la de ‘rubor’), si tuviera que hacerlo, repito, yo atendería a lo siguiente. El individuo que está aprendiendo de un experto el modo de de ejecutar algo se ruborizará muy probablemente cuando se equivoque delante de ese experto. Aceptemos que el aprendizaje técnico es crucial en la sociedad humana, y que para el aprendiz es, pues, importantísimo evitar el rechazo de los expertos y seguir conectado a ellos. Lo que de ahí nos resulta es que será muy ventajoso para el aprendiz mostrar una señal fiable que pueda indicarle al experto que él, el aprendiz, es consciente del enorme desfase entre su conducta y el modelo. El rubor sería esa señal que alerta al experto acerca de la interioridad del aprendiz. (Concomitante con el rubor, aquí intervendría también la admiración —la admiración mostrada por el aprendiz, por un lado, y el placer del experto de sentirse admirado, por el otro lado). El hecho de ruborizarse estaría así reclamando la atención hacia la propia interioridad, o, dicho de otra forma, protestando contra una visión incompleta y superficial que otras personas podrían tener de uno (Nótese que esta formulación ampara también la vergüenza de sentirse desnudo —la vergüenza de Adán y Eva que refiere el Génesis—).

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que, como la de la vinculación social, explique los dos rasgos de un solo tiro? Como sucede tantas veces, aquí estarían frente a frente la parsimonia de la explicación y la parsimonia de la realidad. ¿Una sola explicación para dos rasgos, o, por el contrario, dos funciones reales para un solo rasgo? Yo lo que puedo ahora contestar a esto es, primero, que modos de acrecentar la vinculación social hay muchos (y que por tanto es verosímil que la risa se haya originado para otra función aunque después acabe además acrecentando esa vinculación), segundo, que el niño, que por necesidad absoluta está vinculado con los adultos que le rodean, no tendría por qué desarrollar tan pronto (tan exageradamente pronto como desarrolla la risa, quiero decir) un modo de reforzar su vinculación social, y, tercero, que la analogía con el juego simbólico, a veces solitario pero siempre un momento de gozo para el niño, no debe ser pasada por alto. 2. 2) El tipo especial de vínculos sociales que es promovido por la risa Centrándonos de nuevo en la función social de la risa, y dado que son muchos los recursos que pueden ser empleados en tal función, conviene que nos preguntemos por el modo específico en que la risa contribuye a ella. Cuando compartimos la risa, cada uno de nosotros sabe, primero, que los demás están atendiendo a lo mismo que él, y, segundo, que los demás saben que él sabe eso. Como se puede ver, he aplicado a la risa el esquema que Grice, 1957 dio para la comunicación lingüística. Pero para subrayar qué es lo que sucede en el caso particular de la risa, conviene que lo comparemos con la comprensión del gesto de apuntar. En este último caso se cumple también, es obvio, el esquema de Grice. Pero hay una diferencia muy notable con lo que sucede en la risa. El gesto de apuntar señala de modo explícito cuál es el blanco de la atención conscientemente compartida. Desde luego, tal explicitación puede ser muy tosca, puede no evitar la ambigüedad (Ver —mucho mejor que el irreal Gavagai de Quine— los ejemplos de Tomasello, 2008, sobre los múltiples significados que puede comunicar un gesto de apuntar). Pero, de cualquier forma, el gesto de apuntar hace intervenir siempre un objeto real. En cambio, en la risa, el pivote sobre el que se basa la comicidad de la situación, es —lo hemos visto— un elemento meramente mental, una expectativa que no llegó a hacerse real pero que ha sido inferida por los que ríen. Esto redundaría en una complicidad mayor para la risa que para las otras aplicaciones del esquema de Grice. Por decirlo con otras palabras, la risa, comparada con el gesto de apuntar o con un lenguaje de tipo primario, requiere de un modo mucho más intenso el que los participantes ‘estén todos en el ajo’. Así el que un niño llegue a captar la comicidad de una situación y a reír con los mayores es captado por todos como un ingreso real del niño en las actividades del grupo. Pero ¿por qué la perceptibilidad de la risa de cada uno por los demás sería útil? Es famosa la sugerencia de que la risa serviría para que los humanos se reconociesen unos a otros como humanos. Pero yo rechazo esa sugerencia. Por mucho que novelas o filmes acerca de la prehistoria nos hayan hablado de la [108]

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conveniencia de un rasgo por el que los humanos pudieran distinguirse a sí mismos frente a los Neanderthales, yo pienso que nunca se daba realmente la confusión que presuntamente tendría que ser evitada por tal rasgo. Así pues, hemos de seguir preguntando. Aparte de la ya mencionada tempranísima integración del niño en el grupo, ¿hay alguna otra ventaja en la perceptibilidad de la risa? ¿Hay alguna otra ventaja en la conscientemente compartida atención a un contenido meramente mental? Aquí quizá haya que pensar que las normas sociales son también conscientemente compartidas y asimismo de carácter meramente mental.7 En este punto, el autor de referencia obligada es Searle (1995) Pero, además de las instituciones sociales que enfoca Searle, habría que considerar ‘la adicción a las narraciones’ (Sperber; ver también Harris, 2000), el interés por los antepasados, y de seguro muchos otros rasgos. Nosotros paramos aquí. Lo que nos importaba en el asunto de los contenidos mentales conscientemente compartidos era, ante todo, mostrar que en ese punto la risa no estaba aislada. Además ya hemos llegado a ver que las dos funciones que hemos asignado a la risa —la más propiamente adulta y la del niño, o, en otras palabras, la función social y la función de ejercicio o preentrenamiento de capacidades— están estrechamente relacionadas en cuanto que ambas derivan de justo mismo el núcleo. Más en concreto, tenemos que la particular función social que es específica de la risa (la de estimular la convergencia de un grupo sobre unos elementos puramente mentales) ha de tener como requisito previo la capacidad de cada individuo de captar tales elementos, y tenemos también que es el comienzo (las aplicaciones más fáciles) de tal capacidad lo que la otra función de la risa fomentaría. Líneas atrás, intentando defender la dualidad de funciones de la risa, escribí que, puesto que hay muchos modos de acrecentar la vinculación social, es verosímil que la risa se originara para otra función aunque después acabe además acrecentando esa vinculación. Ahora podemos puntualizar ese argumento y mejorar aquella verosimilitud. La risa tendría en el niño otra función que, aunque diferente a la social, no deja de estar relacionada estrechamente y causalmente con ésta última. Tercera Parte: ¿Por qué empezaron a interesarme estos asuntos? 3) El marco en el que se inscribe la presente propuesta sobre la risa Los antiguos se referían a cada paso a la naturaleza humana, a los rasgos característicos de esa naturaleza, a si el alma humana es naturalmente cristiana, como formuló Tertuliano, o no lo es. En nuestros días, nosotros hablamos más bien de cuál es el núcleo primario de la exclusividad humana. ¿Se trata de un mero cambio terminológico sin consecuencias? ¿Es sólo el efecto trivial de una 7 Quizá convenga subrayar que niños en edad preescolar ya gustan de mostrarse conocedores expertos de las normas convencionales del grupo (la norma, p. e., de dónde se cuelgan los abrigos): Warneken & Tomasello, en prensa.

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moda? Yo no lo creo así. Las nuevas formulaciones permiten acercar este asunto a datos que son accesibles. En este caso, el cambio de una interrogación por otra nos pone en camino hacia las respuestas respaldadas y fundadas que anhelamos. Por supuesto, el camino será largo, pero no por ello el avance conseguido es menos importante. Por un lado, la exclusividad humana, es posible acotarla de un modo bastante preciso mediante la comparación con los animales. Por otro lado, para descubrir el núcleo primario de esa exclusividad, hay que tener en cuenta, no sólo la universalidad del rasgo por el que en cada caso nos estemos preguntando, sino quizá más aún, el hecho de que ese rasgo aparezca pronto en el niño. Una vez que se haya así obtenido un rasgo que pueda aspirar a ser considerado nuclear y primario para la exclusividad humana, quedará, por supuesto, otra tarea, a saber la de intentar mostrar cómo se relacionan con ése los demás rasgos característicamente humanos. Todo esto constituye una agenda para varias futuras generaciones, en mi opinión. Quienes ahora vivimos estamos sólo arañando la entrada. Yo he sido, sí, muy consciente siempre de que se necesitarán varias generaciones. Pero ello no me ha impedido en absoluto apasionarme por esta tarea. El gesto de apuntar, el sentido de lo cómico, la capacidad simbólica, el lenguaje pleno o sintáctico, todos estos puntos —una vez uno, otras veces, otros— han aparecido a lo largo de los años en mis trabajos. Antes de los trabajos particulares, ya estaba la curiosidad por la cuestión general, eso está claro. Pero también es verdad lo contrario: El marco general ha llegado a tener algún atisbo de forma y de entidad sólo después de los trabajos sobre los diferentes puntos. Volvamos pues al tema aludido en el título de este parágrafo. ¿Cuál es el marco en que se inscriben estas páginas? O, preguntándolo de otro modo, ¿por qué me interesa a mí la risa? Echemos una mirada a los otros elementos que se inscriben en el mismo marco. El receptor del gesto de apuntar ha de captar, claro está, cuál es el objeto al que otro individuo está mirando. Pero hoy podemos estar razonablemente convencidos de que la capacidad para una tal captación la poseen los chimpancés. ¿Por qué entonces los chimpancés a lo largo de los millones de años nunca desarrollaron el gesto de apuntar? Nadie duda hoy de que el diferente estilo de vida —más cooperativo en los humanos, más individualista en los chimpancés— está detrás de la presencia o ausencia del gesto. Pero ¿es el diferente estilo de vida la causa directa e inmediata? ¿O habría, por el contrario, que buscar dentro del individuo humano una capacidad cognitiva que le permite a él la comprensión del gesto de apuntar, y cuya ausencia en los chimpancés les impide a éstos tal comprensión? Por supuesto, esa capacidad —insisto— habría aparecido en la evolución porque era útil para el estilo de vida cooperativo que un nuevo entorno exigía. Pero lo que ahora nos interesa es si hay o no hay tras la comprensión humana del gesto de apuntar una capacidad cognitiva exclusivamente humana. La idea es que detectar el contenido visual de otro sujeto empieza a resultar extraordinariamente demandante cuando ese otro sujeto, en vez de atender sólo al entorno, está también dirigiéndose a nosotros, o comunicándose o [110]

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interactuando con nosotros. En una palabra, sólo en esas circunstancias, o sea, cuando sé que yo estoy siendo pensado por el otro, es cuando —por primera vez en la evolución— la interioridad atendida ha de ser pensada como realmente ajena. (Sólo cuando sé que yo estoy siendo pensado por el otro, es cuando por primera vez necesito una mente exclusivamente humana: Cuando von Baader lanzó su ‘Cogitor, ergo sum’ no podía seguramente ni soñar que dos siglos después su propuesta recibiría un apoyo empírico nada despreciable.) Y de ahí deriva sin más, claro está, la gama de sentimientos llamados por Lewis (2000) ‘de segundo orden’: vergüenza, sentido del ridículo, culpa... Y del lenguaje sintáctico, ¿qué podemos decir? En mi opinión, el lenguaje sintáctico habría comenzado sólo cuando surgió la función comunicativa predicativa, o, más en concreto, cuando surgió el deseo de completar, poner al día, corregir o transformar de alguna manera el contenido que algún sujeto tuviera sobre un determinado asunto. Así pues, el requisito crucial era captar un contenido que fuera diferente del que uno mismo tuviera sobre el mismo asunto. En definitiva, pues, ¿cuál es la base que da lugar al lenguaje sintáctico y de la que históricamente éste habría derivado? La captación de una interioridad que haya de ser pensada necesariamente como ajena. Respecto a la risa —o, más concretamente, la risa ante lo cómico—, aquí hemos propuesto que en sus orígenes, tanto ontogenético como histórico, dependería de la captación de una expectativa que, mientras vigente aún en alguien, aparecería, en cambio, a los ojos del sujeto que ríe, como ya caducada y desmentida. La diferencia entre la interioridad inferida y la interioridad propia consiste de nuevo aquí en una separación drástica. El contenido del otro sujeto es necesariamente expulsado de nuestra propia interioridad, por más que nosotros estemos pensando en tal contenido. Como antes dijimos, la idea es que a partir de esa capacidad nuclear se podrían explicar las otras capacidades exclusivamente humanas. A esa idea le he dado vueltas en distintos trabajos. La inteligencia derivaría de la capacidad básica a través, y por la mediación, del lenguaje sintáctico. Ello es obvio en las tareas de razonamiento. Para explicar la creatividad, en cambio, habría que acudir, por lo pronto y entre otras cosas, a ese rasgo de la sintaxis por el cual un mismo contenido holístico puede ser reformulado una y otra vez mediante composiciones distintas. ¿Y qué hay de la libertad moral? Ésta se derivaría aún más directa e inmediatamente de la capacidad básica, o sea, de la capacidad de captar una interioridad como realmente ajena. En cuanto sean pensados por mí unos intereses que se me presenten como contrarios a los míos, en cuanto eso suceda, ya ahí surgiría, por muy apagada e incapaz que de momento sea, una cierta reclamación sobre mí de esos intereses. La libertad estribaría en llevar o no llevar a cabo acciones para fortalecer esa reclamación —esa reclamación que es siempre demasiado débil, extremadamente débil, en principio, ya lo hemos dicho. Todo esto es lamentablemente vago. Lo de que no está probado, eso no lo digo siquiera, porque sería grotesco hacerlo. Huelga recordar que nadie ha refutado la tesis de que la sintaxis en su núcleo universal sería innata, prelingüística e intrínseca a toda percepción. Y esa refutación sería un primer paso con vistas a [111]

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dar por probadas algunas de las sugerencias anteriores. Así pues, en mis trabajos, lo único que habría es un documento de trabajo, un borrador completamente en crudo, que ha de tener siempre cerca la papelera por lo que pueda ocurrir. A pesar de ello, a mí me gusta mi tarea, y, lo que es mucho más importante, creo que es útil que se lleve a cabo. Lo que quiero, pues, lo que deliberadamente estoy pretendiendo, es hacerle ver al lector que esta agenda, este amplio programa de investigación a largo plazo, está ahí, y que es una opción que debe ser tenida en cuenta. Referencias Bejarano, T. (1997). La risa y los distintos niveles de interpersonalidad. Pensamiento, 53 (207), 473-486. Bejarano, T. (2003). Metarepresentation and human capacities. Pragmatics and Cognition, 11 (1), 93-140. Blakemore, S. J., Frith, C. D. & Wolpert, D. M. (1999). Spatiotemporal prediction modulates the perception of self-produced stimuli. Journal of Cognitive Neuroscience 11, 551-559. Castillo, R. (2008). Los reinos de la ironía. En Muñoz, J. & Martín, F. J. (eds.), El animal humano: debate con Jorge Santayana (pp. 47-64). Madrid. Biblioteca Nueva. Corballis, M. C. (2009). Mirror neurons and the evolution of language. Brain and Language, 112 (1), 25-35. Grice, H. P. (1957). ‘Meaning’. The Philosophical Review, 66: 377-88. Harris, P. L. (2005, ed. orig. 2000). El funcionamiento de la imaginación. Mexico. Fondo de Cultura Económica. Kirsh, D. (2009). Problem solving and situated cognition. En P. Robbins & M Aydede (eds.), The Cambridge handbook of situated cognition (pp. 264-306). Cambridge U. P. Lefcourt, H. M. (2005). Humour. En C.R. Snyder & S. J. Lopez (eds.), Handbook of positive psychology (pp. 619-631). Oxford U. P. Lorenz, K. Z. (1972; ed. orig. 1966) Evolución y modificación de la conducta. México, Siglo Veintiuno Editores. Myin, E. & O’Regan,, K. (2009). Situated perception and sensation in vision and other modalities: A sensorimotor approach. En P. Robbins & M Aydede (eds.), The Cambridge handbook of situated cognition (pp. 185-200). Cambridge U. P. Partington, A. S. (2009). A linguistic account of wordplay: The lexical grammar of punning. Journal of Pragmatics (41), 1794-1809. Quine, W., van O. (1960). Word and Object. MIT Press. Searle, J. R. (1995). The construction of social reality. London. Penguin. (También ed. esp. 1997: La construcción de la realidad social. Barcelona. Paidós.) Suddendorf, T. & Busby, J. (2003). Mental time travel in animals? Trends in Cognitive Sciences, 7: 391-396. Suddendorf, T. & Corballis, M.C. (2007). The evolution of foresight: What is mental time travel and is it unique to humans? Behavioral and Brain Sciences, 30, 299-313. Takahashi, M. & Inoue, T. (2009). The effects of humor on memory for non-sensical pictures. Acta Psychologica, 132 (1), 80-84. Tomasello, M. (2008). Origins of human communication.Cambridge, Mass. MIT Press. Tulving. E. (1983). Elements of episodic memory. Clarendon Press, 1983

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Teresa Bejarano. Universidad de Sevilla [email protected]

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TEMPORALIDADE E ATEMPORALIDADE NA EXPERIÊNCIA MUSICAL. A música como metáfora da existência humana José Bettencourt da Câmara. Universidade de Évora Lessing não poderia imaginar o sucesso que teria a sua proposta de organização das artes segundo essas duas grandes coordenadas que estruturam a nossa percepção do mundo, a nossa própria existência nele: o tempo e o espaço. Quase popular, banalizada talvez, a distinção entre artes do tempo e artes do espaço configura um elementar “sistema das artes” a que, mais do que qualquer outro dos que a história do pensamento estético nos oferece, frequentemente recorremos, sem geralmente termos presente o nome daquele a quem o devemos. No conjunto das várias modalidades de expressão artística, é a arte dos sons uma das que certamente logo remeteremos para o grupo das artes do tempo: ela surge-nos mesmo, porventura, como a mais temporal de todas as artes, se assim nos pudermos exprimir — com a poesia, permanecendo esta marcada pela função representativa, referencial, da palavra. Outras artes que também se desenrolam no tempo dependem, com mais evidência do que a música, do espaço: é o caso do teatro, como o da dança, em que particularmente se articulam tempo e espaço, pelo movimento expressivo do corpo humano. Quanto às próprias artes ditas do espaço, a pintura e a escultura por exemplo, essas apenas nos sugerem o tempo por via da eventual correspondência entre espaço e tempo, isto é, de algum modo por analogia, visto devermos continuar a interrogar-nos sobre o que poderá significar, na realidade, a hipótese duma temporalização do espaço, ou duma espacialização do tempo. Abertos a propostas recentes de cientistas mais ou menos sensíveis à amplitude da interrogação filosófica, propostas que parecem vir abalar o que nesta matéria durante milénios foi tido por evidente, manteremos decerto que a experiência nos dá o espaço como reversível (g regressar a lugares aprazíveis onde já estivemos), mas o mesmo não se verifica com o tempo (não podemos regressar aos momentos felizes do nosso passado). Movemo-nos no espaço, que surge pelo menos com a estabilidade necessária a que esse movimento seja possível, mas o tempo, em que o nosso movimento se inscreve igualmente, esse não permanece, não permanece o que nele vamos vivendo, que perdemos à medida que vivemos. Assim, quando nos referimos à dicotomia que se articula em artes do tempo e artes do espaço, pressupomos que estas últimas são estáticas e as primeiras, dinâmicas, pertencendo as do espaço à ordem da simultaneidade, as do tempo, à da sucessão. Dizer, pois, que a música é arte do tempo equivale a afirmar que ela releva da sucessão, é dinâmica — por conseguinte, mesmo que até certo ponto repetível, ela é irreversível (veremos como serve esta característica à apreensão da sua essência). Ela existe para nós, percepcionamogla, como realidade que se processa no tempo: tem início num determinado momento, desenvolve-se a seguir durante [114]

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algum tempo e, por fim, acaba. Não precisamos de ser músicos para sabermos que a obra expressa na partitura, perante o maestro, se inicia quando este, erguidos os braços, oferece à orquestra um primeiro gesto, que suscita um primeiro som. E a aventura prossegue: imóveis, somos levados, também nós, num gratificante percurso, somos implicados numa história em que muitas vezes nenhumas palavras intervêm, em que sonhamos, exultamos, repousamos — história que se encerra, como todas as histórias, numa última página. Sem prescindir do espaço, naturalmente, a música concerne antes de mais ao tempo, ou talvez devamos afirmar que, sendo som, ela é tempo, o que procuraremos entender em que medida deve tomar-se ao pé da letra. Constitui a obra musical algo previamente configurado pelo compositor para ocorrer durante um lapso de tempo; ela não permanece, imóvel, perante nós, como a obra pictórica, ou uma escultura, remetidas por isso para o âmbito das artes do espaço. No caso da arte musical, a obra surge-nos aparentemente tão liberta do espaço que não a vemos, não conseguimos tocá-la: a sua exterioridade reduz-se ao som que algures se desdobra, e se nos oferece, invisível, ao longo de uma fracção maior ou menor de tempo. O tópico da “imaterialidade”, do carácter etéreo da música, foi glosado por alguns, como garantia da sua capacidade de exprimir o interior do homem: a riqueza e a ambiguidade do sentir, o recôndito pulsar da vida subjectiva. Hegel, nas Lições sobre a estética (que ele não escreveu, mas pronunciou, e discípulos mais tarde publicaram), insistiu nesta qualidade da música, possibilitada, segundo ele, pela própria natureza do som: “Devido ao facto de a expressão musical ter por conteúdo a própria interioridade, o fundo e o sentido mais íntimos da coisa e do sentimento, e também ao facto de, em vez de proceder à formação de figuras no espaço, ter por elemento o som perecível e evanescente, ela comunica os seus movimentos à sede mais profunda da vida da alma.” (Hegel, La peinture — La musique, Aubier, Paris, 1965, p. 182.) Porque não admitir, assim, que pode a música constituir uma metáfora adequada da existência humana, do ser igualmente temporal do homem — que, enquanto indivíduo, tem início na concepção, vive também por algum tempo e se esfuma na morte, porventura a barra final da sua existência? Como não admitir essa semelhança entre o modo como se nos dá o ser da obra musical e como, seres mergulhados no tempo, experimentamos o nosso próprio ser? Porque não admitir ainda que grande parte do mistério da música ancore no próprio mistério do tempo, que uma abordagem fenomenológica da música possa contribuir, talvez particularmente, para a compreensão da natureza do tempo? Por outro lado, nessa homologia com o próprio ser do homem encontraremos eventualmente a chave para o desvendamento do segredo último da música: porque, em pletora, ela brota necessariamente do homem, porque, coextensiva ao seu destino, expressão eloquente da multiplicidade de culturas e civilizações, com ela deparamos em qualquer lugar e em qualquer momento do devir histórico. Assim, também, apreenderemos melhor as razões do seu peculiar fascínio enquanto forma de arte, a sedução que sobre (quase) todos vem exercendo — em especial sobre tantos intelectuais, filósofos e escritores sobretudo, que, sem a [115]

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haverem praticado, sobre ela discorreram, tentando descortinar as fundas raízes desse fascínio. *** Quando nos propomos reflectir sobre o tempo, o que desde logo constatamos é, seguramente, a dificuldade de defini-lo, embora saibamos todos, visto que todos o experimentamos, de que dimensão do real se trata. Muitos dos grandes nomes da história do pensamento filosófico esbarraram face a este desafio, acabando por declarar a sua impotência para dizer o que é o tempo. Reconhecemo-nos todos, por isso, no que disse Agostinho de Hipona na seguinte passagem das suas Confissões (Livro XI), depois tantas vezes revocada: “Que assunto mais familiar e mais frequente nas nossas conversas do que o tempo? Quando dele falamos, compreendemos o que dizemos. Compreendemos também o que dizem quando dele nos falam. O que é portanto o tempo? Se alguém mo perguntar, eu sei, se o quiser explicar a quem me fizer a pergunta, já não sei.” Talvez pouco mais consigamos dizer sobre o tempo além de que o experimentamos como um fluxo: de facto, como algo que parece fluir, em cujo seio deparamos já com a nossa própria existência fluindo. Donde a analogia, de que habitualmente nos socorremos, com tudo aquilo que vemos perante nós correr: a água do rio que desce, o barco descendo nela. Porém dizer, e explicar, em que consiste esse movimento não parece estar ao nosso alcance, dificuldade que radicará na própria experiência do tempo, que não apreendemos directamente mas por via do que temos por efeitos do seu perpassar: as folhas das árvores que amarelecem e caiem, após havermos usufruido do seu frescor, certos sulcos que se vão cavando na face dos que nos são próximos, na nossa própria face. O tempo escoa-se, a nossa vida escoa-se com ele! Estaremos irremediavelmente condenados à metáfora, quando ousamos proferir seja o que for sobre o ser do tempo? De qualquer maneira, referimo-nos todos a um tempo que passou, por oposição àquele que neste momento vivemos e àquele que mais tarde iremos viver, o que designamos como os três modos do tempo: passado, presente e futuro. Exprimimo-nos ainda como se no seu movimento o tempo, vindo do passado, avançasse no sentido do futuro, passando pelo presente. Consideramos que o passado já não existe, o futuro, que ainda não existe. E do presente que dizer? Que afinal só ele tem realidade, uma vez que passado e futuro se definiriam pelo facto de não existirem? Também aqui nos poderíamos inclinar para a resposta negativa, visto que o presente, se existe, deixa logo de existir — tão velozmente que não será estranho duvidar de que tenha chegado a existir, isto é, que alguma duração seja possível consignarlhe. Ou deveríamos antes propor, ultrapassando já, resolutamente, os limites da experiência, que o presente é eterno, porque é nele que vamos existindo, porque nele outros existirão depois de nós? Mas como garanti-lo, se morremos todos...?! Tempo e espaço, realidade única que afinal só as palavras (enquanto outras não forem inventadas?) nos levam a distinguir? A própria ideia do fluxo do tempo, de que partimos, não parece isenta de contaminações espaciais: concebemo-lo [116]

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como alguma coisa que algures se movesse, compreendendo-se que a linha tenha sido tomada como figura visual do tempo (timeline). Efectivamente, à ideia da linearidade do tempo não será alheia a percepção do movimento dos corpos que, percorrendo a distância entre dois pontos mais ou menos afastados, se deslocam no espaço. Trata-se, aliás, de ancestrais contaminações na história da reflexão filosófica: na Grécia antiga, defenderam os Epicuristas que, tal como o espaço, seria o tempo constituido por fracções indivisíveis dele mesmo (atomismo do tempo), e os famigerados paradoxos de Zenão, que ainda hoje utilmente evocamos, ao suscitarem a questão do espaço, suscitam conjuntamente esse enigma que para o intelecto constitui o tempo. É também difícil dissociar a ideia comum de tempo da de acontecimento. Vemo-lo como algo em que algo acontece, destacando os factos que nele ocorrem e conectando-os uns a outros segundo as noções de causa e de efeito. Sobretudo o conhecimento do passado humano, do tempo histórico, parece depender deste pressuposto: embora outros modos de abordagem da história tenham sido propostos recentemente (uma história de estruturas, não a tradicional história de acontecimentos), não parece viável prescindir completamente da noção de acontecimento na investigação do nosso passado, do tempo vivido pela espécie humana. Significativamente, é definindo-o como acontecimento que melhor exprimimos o que é o fenómeno musical. Constitui-o um processo que implica a matéria, segmentos de espaço, mas que respeita antes de mais ao tempo, um processo de ordem eminentemente temporal. Podemos, devemos afirmar, sem risco de parecermos retóricos, que a música não existe, mas acontece, ou melhor, apenas existe acontecendo. Também a música se escoa, perante, dentro de nós, como o tempo, ou diremos ainda que ela se escoa com o tempo, pelo tempo. É o que pretendemos significar quando afirmamos que a natureza da música repousa particularmente na sua temporalidade, que depende o seu ser antes de mais do tempo. Diverso dos acontecimentos que apercebemos no espaço, em especial daqueles a que acedemos pela visão, o acontecimento musical, que não vemos, não deixa de ser apercebido como tal, como algo que acontece fora de nós, mas simultaneamente nos acontece: algo que nos envolve, nos transporta e ainda, o que não deixaremos de acentuar, nos transforma. Provavelmente não lhe conseguiremos designar o sentido, pelo menos com a nitidez com que divisamos as formas do mundo exterior, ou com a precisão com que as palavras nos designam as coisas (é certamente o que pretendeu dizer Maurice Merleau-Ponty quando nas páginas iniciais de L’oeil et l’esprit afirmou que a música fica “demasiado aquém do mundo e do designável”), mas nem por isso é a música menos eficaz no que faz acontecer em nós. O que na obra musical acontece quando nos é oferecida numa execução, as transformações de que ela é feita, ocorrem também no nosso íntimo recesso — e tão poderosa é a música nesse influxo que por vezes nos chega a co-mover até às lágrimas! Para apreendermos até que ponto depende a música do tempo, podemos atentar nos efeitos que tem sobre nós, como nos elementos que nela própria [117]

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conseguimos discernir. Dos chamados parâmetros da música, é o ritmo que melhor exprime a sua temporalidade. O que designamos melodia resulta do facto de podermos recorrer, ordenando-os consecutivamente, a sons de diferentes alturas, ou frequências; a harmonia, por seu turno, é possível graças à nossa capacidade de escutarmos simultaneamente vários sons, de diversos timbres e frequências. Mas tanto a não simultaneidade, a sucessão de sons, na melodia, como a simultaneidade dos mesmos, na harmonia, não deixam de implicar o tempo, visto o global ser temporal da música. Também a harmonia, a simultaneidade de diferentes sons, se verifica, progride no tempo, não menos do que o conjunto de sons consecutivos que fazem uma única linha melódica. Do mesmo modo o timbre, que depende de factores que existem na natureza, em troços de matéria (o objecto que é o instrumento, ou o instrumento que é a voz humana), existe no tempo, como qualidade de sons que se desdobram no tempo. É da natureza temporal da música que o ritmo retira o seu estatuto de primeiro parâmetro musical, explicando-se assim porque pode haver música sem melodia, pode havê-la sem harmonia, porventura mesmo sem timbre, mas não sem ritmo. Reduzida ao seu elemento nuclear, seria a música exclusivamente rítmica ainda música, não sendo possível, pelo contrário, concebermos melodia ou harmonia sem qualquer interferência do ritmo. A ordem do ritmo é, ela mesma, temporal, no sentido que tem o tempo como sua matéria-prima: ao organizar o som, o criador musical assume simultaneamente o tempo, estruturando-o de acordo com o que pretende comunicar, ou antes segundo pulsões, pressupõem alguns, que o impelem e o determinam no acto de criar. Os critérios dessa organização, os da regularidade ou da irregularidade, da homogeneidade ou da diferença, da precisão ou da fluidez, servem esses objectivos mais ou menos conscientes que o norteiam no processo de produção da obra. Ancorado no tempo objectivo, é do tempo vivido que o ritmo na realidade se alimenta: primeiro (em sentido cronológico), o do compositor, depois o do intérprete e do ouvinte, que na vivência da obra assim se juntam ao autor. Na experiência musical, o tempo é sempre o tempo vivido de alguém, o que quer dizer que ela não se efectivaria sem interferência da emoção. Configurando a nossa história de seres que, envoltos do mundo, a ele reagem, a emoção é por isso, com o tempo, um dos elementos constitutivos da experiência musical. A obra, que acolhe em parte a vida emotiva do seu criador, acolhe-a ainda de intérpretes e de ouvintes que ao longo do tempo a forem revivendo. Donde a justiça das recentes abordagens hermenêuticas da arte, que pressupõem como seu sentido a soma das suas interpretações, passadas, presentes e futuras. A natureza performativa da arte musical, a sua dependência de um acto de recriação que a actualiza, torna bem evidentes as razões dessa orientação estética, que diversamente se aplica a todas as formas de arte. É ainda pelo facto de se alimentar do tempo vivido que o ritmo entra em conflito com a prática do compasso, para que se orientou a evolução da música no âmbito da civilização ocidental. A barra de compasso é, como justamente se diz, da ordem do intelecto, alheia à íntima natureza da experiência musical. O seu [118]

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carácter mensurado confina-a à música escrita — que não é música, como acentuaremos. Aquilo em que a medida do compasso possa parecer natural pertence já ao ritmo, às suas qualidades, a aspectos da própria experiência do tempo, de que ele exaure. A obra musical só pode ser vista como uma fracção de tempo que de certo modo se socorre do som para materializar-se. É esta imbricação da natureza da música no que nos surge como o ser do tempo que determina o abismo existente entre a música escrita, música de algum modo espacializada, e a música viva, que assim poderíamos, com redundância, dizer “temporalizada”. Temos, sobretudo aqueles que profissionalmente se dedicam à música, de afastar a ideia de que esta seja, ou esteja na partitura. A comparação da partitura com a fotografia énos aqui útil: se algum direito assistia a Roland Barthes para considerar que a fotografia mutila o real porque o imobiliza, porque mata aquilo que na vida é vida, com razão maior poderíamos escusar a partitura, a música escrita, que realmente não chega a dar-nos a evidência da natureza da música. Redundante, a expressão “música viva” diz contudo, adequadamente, aquilo de que aqui se trata: a partitura está para a música como a múmia está para o ser vivo que já foi. O facto de nos espectáculos musicais a sentirmos como obstáculo prende-se com este afastamento, senão incompatibilidade, entre música escrita e música viva, com o facto de, por força do seu próprio modo de ser, apenas podermos compreender a música enquanto acontecimento. Na experiência do tempo como fluxo tem origem o que poderíamos chamar, com alguma dose de analogia, a linearidade, quer dizer, a sucessibilidade da experiência musical — dimensão que a partitura, cuja artificialidade vimos de denunciar, por outro lado evidencia, transferindo-a do tempo para o espaço, encontrando para ela alguma correspondência visual. A noção de antes e depois segundo a qual se organiza a nossa vivência do tempo traduz-se no domínio da música nessa linearidade, que na melodia, sequência estruturada de sons, elementarmente se exprime. Terá sido em parte este facto que, no decurso da história das ideias sobre a música, levou alguns a defenderam que na melodia encontramos o elemento primeiro, principal desta arte? Dizer linearidade ou caducidade significa aqui o mesmo, referindo-se ambos os termos à efemeridade essencial da música, que se faz desfazendo-se, por assim dizer. Efemeridade que implica outra característica determinante do fenómeno musical: a sua irrepetibilidade, ou irreversibilidade. Cada interpretação duma mesma obra, como empiricamente sabemos, é única, quer dizer, é sempre, necessariamente diversa — diversa de todas as outras interpretações, eventualmente pelo mesmo intérprete, radicando na irreversibilidade do tempo essa unicidade, que não poderíamos ver negativamente, mas como outro dos traços essenciais da música e um dos sinais impressivos da sua grandeza. A técnica da gravação de som que veio possibilitar a reprodução ilimitada duma determinada interpretação pode, entre outros aspectos negativos, induzir a ideia de que seria contornável a efemeridade da música. Que fazer? Não admitir essa cristalização da obra na que é apenas uma circunstancial concepção da mesma, como o director de orquestra que recusasse gravar qualquer das suas [119]

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geniais interpretações, ou pelo contrário refugiar-se no estúdio de gravação, recusando apresentar-se em recitais e concertos, como fez um pianista que não tinha motivo para queixar-se de insucesso na sua carreira artística? Não importa, agora, discutir eventuais dimensões práticas da questão: atente-se no cerne da problemática que por detrás das duas atitudes se perfila, na necessidade de não esquecermos que só na contingência do seu acontecer nos comunica a obra musical os valores que consubstancia. Merece cuidado a ideia, que por vezes se insinua, da obra como entidade que resistisse à efemeridade da música: como se por ela, por via da sua indestrutível individualidade de algum modo se vencesse a transitoriedade do tempo. O que não dizemos no sentido romântico da eternidade que, por suas obras, teriam conquistado os grandes criadores, mas no de que ao compormos a obra, ao dá-la por acabada, a libertaríamos da fugaz, mortal condição de todas as coisas que, ocorrendo no tempo, acabam num determinado momento. Como se a caducidade do tempo pudesse ser vencida, ou compensada, pela durabilidade da matéria, do espaço, a cuja ordem pertence a partitura! É verdade que a obra musical se define por uma identidade que podemos exprimir nos termos da análise musical, ou ambiguamente pela qualidade das emoções que ela desperta em nós: uma “Quinta sinfonia” e um “Segundo concerto” podem ter sido compostos em dó menor, ou uma “Missa” em si menor; um canto da montanha pode ser alegre, ou triste, e outro, da planície, talvez plangente, ou então vivo; também uma obra instrumental poderá, por escolha do autor, apelar a determinadas atitudes afectivas, evocar impressões exteriores à música, ou até imagens, e outra, também por opção do compositor, manter-se longe do contágio daquilo que não é exclusivamente música, ou seja, o puro som. Para além disso, todas dispõem efectivamente de individualidade, o que implica que as reconhecemos, após conhecê-las, ainda que sejam em dó ou em si menor como tantas outras, ainda que sejam alegres ou dolentes, se o são, como tantas outras. Não obsta essa individualidade, todavia, ao facto de que qualquer obra musical nos atinge por via duma interpretação, no duplo sentido (que não é duplo afinal) que tem a palavra em domínio musical e em todos os outros domínios: sem prejuízo dessa identidade que nos permite reconhecê-la para além das diferenças de interpretação, ela muda, e é bom, é imprescindível que mude de execução para execução. Só por ingenuidade, ou estreiteza de visão, poderíamos esperar preservar, ou mesmo favorecer, a identidade da obra omitindo a interpretação. Pelo contrário, é no facto de prescindir dessa extraordinária característica da arte musical que reside um dos limites maiores das obras que recorrem apenas a meios não humanos, a máquinas, para se efectivarem: continuando a consistir numa fracção de tempo, a obra musical electroacústica mantém a sua identidade enquanto obra, mas priva-se do que é um dos factores mais interessantes da experiência musical: a presença viva (ou o seu registo, no caso da gravação) de alguém, isto é, de um corpo expressivo que se encarrega da sua revivificação, interpretando-a. Tal é o assumir pela música da temporalidade a que está submetido o ser do homem que podemos interrogar-nos sobre o que terá obtido alguma da música [120]

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dita de vanguarda no que, segundo o entendimento de alguns, seria a sua ambição de ultrapassar a linearidade do tempo. Por hipótese, venceria essa linearidade a obra musical que, acontecendo toda ao mesmo tempo, num único momento, estaticamente se prolongasse numa espécie de ataraxia, que significasse como que a negação possível do movimento? Que fracção de tempo duraria? Seria constituida por um único som, por um único acorde? Ao fim de pouco tempo, mais não faria essa obra que se nos desse toda no seu início do que o enfado que algumas vozes irónicas já desmontaram literariamente na ideia comum de eternidade (Eça de Queirós, A perfeição). E que mais poderia o autor de um belíssimo Quatuor pour la fin du temps do que simplesmente apelar à pessoal convicção, inerente à sua própria crença religiosa, duma eternidade que se sucederá ao fim do tempo, convicção que paradoxalmente exprime pelos temporais meios que lhe oferece a sua arte? Talvez não devêssemos confundir o que, por força da busca de caminhos novos para a expressão musical, significou o abandono de cânones seculares de discursividade musical com prometeicas tentativas de ultrapassagem de condições que, implicando já o próprio ser, inexoravelmente impendem sobre as formas de expressão humana. A definição da música como acontecimento não nos permite admitir como obra musical uma porção de tempo em que nada aconteça, sob pena de termos de reconhecer que falhámos a nossa tentativa de definição. O estabelecimento de quatro minutos e trinta e três segundos (4’, 33’’) de silêncio valerá como obra musical tanto quanto uma superfície vazia delimitada por uma moldura constituirá uma obra pictórica. Ao tédio de ali, assumidamente, nada acontecer (pode, é verdade, dizer-se que alguma coisa sempre acontece num determinado lapso de tempo, nem que seja a expressão incontida do nosso tédio) poupa-nos uma “segunda versão” (?) da obra proposta pelo autor com título muito mais “reduzido” (0’, 00’’)... Como se verificou no contexto de diversos “ismos” que na história das artes visuais no século XX se sucederam, devemos concluir que estes ensaios se saldaram antes de mais por suscitarem a radical questão da essência da obra de arte, quer dizer, daquilo que a arte tem de ser sempre, sob risco de, ao ultrapassar os seus limites, deixar efectivamente de ser? *** Como nenhuma outra forma de arte porventura, a música faz-se, pois, do tempo. Porém, se nos contentássemos com uma descrição da experiência musical nos exclusivos termos que acima utilizámos, falharíamos em parte a nossa tentativa de entendimento do fenómeno que nos propusemos abordar. Não porque fosse falso o que sobre a música foi referido, mas por dela dar-nos apenas uma dimensão que, sendo determinante, é, de qualquer modo, parcial. Lembremos, primeiro, que já a experiência sonora não é, por natureza, atomística: também na corrente percepção auditiva não são elementos esparsos, absolutamente individualizados, que consecutivamente apercebemos. Escutamos o mundo, uma parte dele, em sons simultâneos ou sucessivos a que a percepção em todo o caso dá forma. Do mesmo modo, é a obra musical na totalidade que, [121]

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independentemente das suas dimensões e características, experienciamos, e é essa totalidade que em nós permanece para além da audição. Para sermos fieis ao fenómeno nas diversas dimensões com que ele se nos apresenta, temos mesmo de reconhecer que a experiência musical não se reduz ao exclusivo momento da escuta da obra, ou ainda menos à apreensão parcelar dos sons que a fazem, à sequência de sensações que ela determina em nós. Se assim fosse, pouco dela chegaria a interessar-nos, dificilmente se justificaria o esforço de a fazer. Efémera, não pode a música sê-lo a esse ponto: precisando o que antes foi escrito, deveremos talvez propor que ela não será, em rigor, efémera, não se perde totalmente à medida que, momento a momento, se vai fazendo. Fazemo-la, procuramo-la, porque ela permanece em nós, por algo de importante que nos cede. Exageramos se dissermos que, ao sairmos de um concerto ou recital, trazemos connosco as obras escutadas? Dirão alguns que isso só é possível afirmar metaforicamente, pressupondo que não é a metáfora a própria coisa, a realidade para que remete, diferença que não devemos escamotear. E lembrarão talvez que se quisermos usufruir novamente da obra musical só nos resta regressar, num outro dia, à sala de concertos. É, evidentemente, diversa a nosa relação à obra musical enquanto esta é executada e, em toda a sua pujança, se nos oferece durante algum tempo, de quando apenas a rememoramos, ainda sob o seu pertinaz feitiço. Mas é isso precisamente que nos obriga, por mais sensíveis que fôssemos aos argumentos a que acabamos de atender, a admitir que algo subsiste da experiência musical até depois do seu termo. Entre um extremo da proposta da completa caducidade do momento e o outro da negação do tempo como pura aparência, devemos talvez, dialecticamente, ensaiar uma terceira via que nos parece induzida pela natureza da experiência musical. Acordaremos todos, obviamente, em que a obra acaba quando termina a sua execução — quando o cantor se cala, quando o chefe de orquestra deixa cair os braços; mas experimentamos igualmente que não se extingue então o sentido da música, que não se restringe o seu alcance ao estrito tempo da duração da obra. O que começa com a própria experiência da música, com a emoção que ela desperta em nós, não morre por força da barra final que na partitura a encerra. Se é verdade que a música não existe sem o que não é música, ou seja, que não se entende o tempo tornado música sem a separação do tempo que permanece não musical (o do quotidiano, o do som não assumido, ou recusado pelo compositor), também o é que ela se projecta de algum modo no próprio silêncio em que parece dissolver-se: na vida, que não é música, mas inclui a música. Feita de tempo, diversa embora do tempo de que se fez, a obra musical inunda esse outro tempo com uma dimensão que ele não tem, capacidade que não reclamaremos decerto como apanágio da música, mas caracteriza pelo menos as artes ditas do tempo. Ou mesmo, nalguns aspectos, toda a forma de expressão artística, visto que afinal, como em outros textos temos acentuado, a arte não vale por aquilo que mimeticamente fosse buscar à realidade, mas pelo que generosamente lhe acrescenta, no mínimo pelo que dela transfigura.

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Em que consiste esse depósito, por assim dizer, que em nós vai deixando a música? A resposta a esta difícil questão já foi dada, em parte, por tudo aquilo que se vem propondo sobre a “mensagem” da obra de arte, no caso, da obra musical. Cremos que quando disso falamos pretendemos referir-nos precisamente a essa capacidade que tem a música, feita da transitoriedade do tempo, de comunicar-nos algo de não caduco, de perene — que, sendo dela, se torna nosso verdadeiramente. Não é o que reconhecemos quando dizemos que trazemos a música para a própria vida, ou mesmo que pode a música transformar a nossa existência, sem isso significar que ela tenha, por si, o condão de salvar o mundo? Não se explicaria este extraordinário fenómeno por unilateral qualidade da própria música, nem por qualidade exclusiva do sujeito que a vive, mas pela perfeita adequação do ser da música ao ser do homem, adequação que encontrámos na temporalidade de ambos. Temporalidade, contudo, que agora podemos melhor aperceber: a sucessividade e a caducidade que a música vai beber ao tempo, fazendo-as suas, configuram nela, como no homem, uma dimensão que não parece incompatível com outra que, diversa, contrária porventura, de certo modo a compensa. A noção de perda inerente à nossa experiência do tempo, expressa no caso da experiência musical pelo facto de termos de aceitar o fim do estado de inebriamento em que ela eventualmente nos mergulhe, não obsta à vivência dos valores como duradouros, o que talvez denotem particularmente os valores artísticos. Podemos afirmar ainda, no que se refere às artes do tempo, que a sua pregnância as faz ultrapassar de alguma forma o tempo de duração da obra? Não vemos que a esta pergunta possa a resposta ser outra que não a afirmativa. Assim se justifica a proposta da ideia de atemporalidade, que seria porventura desnecessária se não fosse redutora a corrente concepção do tempo, que para o descrever se limita a considerar a sua transitoriedade: como se este consistisse, para nós, num mero processo sucessório em que aquilo que vem depois nada retém do que antes ocorreu. Sendo-nos vedado falar de intemporalidade, a não ser como reverso vazio da temporalidade, estará ao nosso alcance pelo menos intentar uma reflexão sobre essa dimensão da nossa existência que designamos por atemporalidade, para a qual poderá contribuir a análise da experiência musical. Demonstra esta, por uma das suas dimensões essenciais, que o tempo não é apenas esse monstro que vai consumindo insaciavelmente a nossa existência? Se algo do primeiro andamento duma sinfonia subsiste ainda depois de executado, ao longo da execução do segundo, e assim de seguida, até ao último andamento, permitindo-nos falar duma percepção da obra como tal, sem que isso represente um mero jogo verbal sem vislumbre de correspondência na realidade, que podemos daqui inferir sobre a própria natureza do tempo? Porquê, como somos capazes de experimentar simultaneamente o fim da obra musical e sentir que o seu sentido se ancora em nós e permanece, penhor de algo de fundo, de profundamente necessário ao nosso ser? Decorre esta fundamental aptidão da sua condição de arte, de que a música comunga com as demais formas de arte, ou releva, como talvez subentenda o que vimos dizendo sobre a sua [123]

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específica natureza enquanto modalidade artística, de alguma particular característica dela? Alargando o âmbito da interrogação até além da estética e da teoria da arte, quer isto dizer que o tempo, de que se nutre a música, não é completamente transitório, isto é, que deixa o seu fluir em nós um lastro que ele já não devora? Filhos de Cronos, devorador de seus filhos, como eloquentemente consignou a mitologia, consegue alguma dimensão do nosso ser resistir a esse vórtice em que experimentamos se esvai, momento a momento, a nossa existência? Parece, com efeito, a descrição que empreendemos da experiência musical denotar que o tempo enquanto vivido pelo homem (se é o tempo mais do que isso, quer dizer, se podemos afirmar que ele existe sem o homem) não pode descreverse apenas como cascata de momentos sucessivos em que nada subsistisse dos momentos anteriores, mas sim como processo minimamente cumulativo, permitindo que do passado algum traço, de algum modo, persista no presente, assim se garantindo um futuro. É, como todos sabemos, carregando o nosso passado, com o seu peso simultaneamente positivo e negativo, que vamos vivendo a nossa vida, o tempo que nos vai sendo dado viver. A memória, que uns entenderão como o penhor de eternidade que nos resta, constituirá para outros a evidência, a garantia desse arrastamento do passado no presente e, assim, o meio de no futuro preservarmos a nossa existência íntegra. Baste-nos por ora, face a esse outro desafio que para o entendimento representa a memória, frisar apenas o inestimável valor que por ela advém à existência humana. Valor não cerceado, ou ainda menos negado, pelo facto de ela não nos dar o ser na plenitude da sua presença: presença duma ausência, a memória configura precisamente essa capacidade que temos de experimentarmos o nosso passado enquanto tal, isto é, como a vida que perdemos mas, paradoxalmente, permanece nossa para sempre. Também no que respeita à experiência da música, é graças a esse extraordinário mecanismo, por assim dizer, que trazemos connosco os sons escutados, que conseguimos guardar, do que ela nos deu — de si mesma, do seu criador, dos seus (re)criadores — alguma coisa que no processo da sua execução se não perdeu, nos foi eficazmente comunicado. Arrancando-nos aos limites do presente, trazendo passado e futuro para um quotidiano feito da caducidade do momento, também o sonho — aqui menos no sentido das imagens que involuntariamente nos assediam durante o sono do que no das construções da imaginação que todos experimentamos em estado de vigília — pode entender-se como especial interveniente nessa dimensão que no homem parece resistir à transitoriedade do seu ser. Individual ou colectivo (como os poderíamos separar?), ressalta nele essa promiscuidade das diferentes dimensões do tempo, essa fuga do fragmentário, do caduco, para um tempo de integridade que não é verdadeiramente o dos nossos dias. Que representa, por exemplo, o sonho duma sociedade perfeita que acalentaram quase todas as utopias históricas senão o apelo a um nebuloso futuro de harmonia, mais raramente, a uma ancestral idade de ouro, que nos daria, ou teria dado, aquilo que o conflituoso presente nos nega? Propondo-se-nos como um universo que se desejaria perfeito (tenha-se presente a riqueza de conotações, musicais ou não, que confluem na [124]

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palavra “harmonia”), a música é, por essa ambição, utópica. O sentido do que Cioran, com coragem blasfema, disse da obra de Deus por oposição à perfeita obra de Johann Sebastian Bach talvez deva serenamente reduzir-se a esse aspecto da obra musical, que se nos apresenta realmente como ensaio, ou sonho, de um verdadeiro cosmos, rechaçando, ao mesmo tempo compensando, as imperfeitas formas do mundo em que emerge. A música, que dissemos a mais temporal de todas as artes, como que recusa por outro lado o tempo, que se nos esfuma a cada momento vivido, em que vamos perdendo os valores de presença que poderíamos tomar por definição mesma do momento. Intrinsecamente feita de tempo, não a diríamos intemporal, mas ela parece carregar essa recusa do fim definitivo que, como fôlego silencioso, talvez subjaza toda a acção humana. Ser no tempo e ser para a morte, como foi designado, não chega o homem ao fim do seu percurso tal como nasceu, de mãos vazias, mas já portador de toda uma história: simultaneamente, a que lhe foi dado viver e ele escolheu viver. Grande porque faz sua a nossa mortalidade, a música é-o também porque acolhe, se não o nosso desejo de eternidade, o que apenas uns chegarão a afirmar, então a experiência do absurdo de tudo perecer, a que em algum momento da sua existência todo o indivíduo humano deveria abrirse. Na música encontramos, como dissemos, uma adequada metáfora da nossa existência não só porque assume a finitude dessa existência, mas ainda porque guarda as marcas da sua abertura à transcendência. José Bettencourt da Câmara [email protected]

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HACIA UNA DEFINICIÓN HEGELIANA DEL ARTE Carlos Blanco, Harvard University 1 Resumen: La reflexión filosófica de Hegel sobre el arte constituye una de sus contribuciones más bellas al idealismo alemán. Hegel poseía un gran conocimiento de la historia del arte occidental. El objetivo de este artículo es analizar el tratamiento hegeliano de la naturaleza del arte, con el ánimo de identificar las principales categorías que emplea, y cómo sus consideraciones quedan integradas en su sistema general de pensamiento. Abstract: Hegel’s philosophical reflection on Art is one of his most beautiful contributions to German idealism. Hegel had an outstanding knowledge of the history of Western Art. The aim of this paper is to analyze the Hegelian treatment of the nature of Art, trying to identify the main categories he uses and how his considerations are integrated within his general system of thought.

La obra filosófica de G.W.F. Hegel (1770-1831) no se puede entender sin su intento de comprensión unitaria de todos los fenómenos del mundo de la naturaleza y del espíritu. La síntesis hegeliana es, de esta manera, uno de los intentos más extraordinarios que ha conocido el pensamiento occidental por unificar la diversidad en un marco conceptual común. La Ilustración había transformado decisivamente el panorama intelectual europeo. La educación que Hegel recibió primero en la facultad de teología de Tübingen (donde trabó amistad con Hölderlin y el precoz Schelling) y más tarde en Berna y Frankfurt am Main, se caracterizaba por la preponderancia de la obra de I. Kant, que había inaugurado una etapa de cuestionamiento crítico en la filosofía occidental sobre el alcance y los límites de la razón humana. Durante su estancia en Jena, Hegel tuvo la oportunidad de conocer a los principales representantes del movimiento romántico, que por entonces despuntaba en Alemania, con nombres tan relevantes como los de los hermanos Schlegel, Novalis, Tieck, Fichte o Schiller, todos ellos claves en el desarrollo de la filosofía clásica alemana y, en lo que nos concierne, en la sistematización de la estética romántica. En uno de sus trabajos tempranos, Diferencias Entre los Sistemas Filosóficos de Fichte y Schelling (1801), Hegel había definido la filosofía de Fichte como la afirmación de la supremacía del “ego” sobre la naturaleza. La naturaleza, de hecho, es definida en el sistema fichteano como el no-yo, como la negación del yo 1 Visiting Fellow, “Committee on the Study of Religion”, Harvard University, Barker Center, 02138 Cambridge MA (USA). E-mail: [email protected]; carlos.s.blanco@gmail. com

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que es necesaria para que el yo culmine su auto-conocimiento. Por el contrario, Hegel piensa que la filosofía de Schelling ha intentado reconciliar el “ego” con la naturaleza en lugar de sostener una subordinación ontológica. La obra de Hegel consistirá, precisamente, en una tentativa de reconciliación entre la naturaleza y el espíritu aún más ambiciosa (y a la larga más exitosa e influyente) que la del Sistema del Idealismo Trascendental (1800) de Schelling. Tal síntesis se fundamentará en la descripción de las etapas que el espíritu atraviesa en su evolución, incesante pero también traumática, hasta lograr reencontrarse consigo mismo, tal y como aparece formulada en la Fenomenología del Espíritu (1807). En 1817, Hegel publicará su monumental Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, en el que une armónicamente sus trabajos previos sobre ciencia de la lógica, filosofía de la naturaleza y filosofía del espíritu, dando como resultado el que quizás sea la tentativa “más atrevida y ciertamente fructífera llevada a cabo por cualquier pensador desde Plotino para sistematizar el pensamiento de toda una civilización”2. El interés de Hegel por la filosofía es un interés verdaderamente universal. Ningún área tradicionalmente incluida dentro de la reflexión filosófica escapa a su poder sintético. En lo que respecta a la estética, Hegel es sin duda uno de los pensadores más relevantes. Sus Vorlesungen über die Ästhetik, compiladas y editadas por H.G. Hotho tomando como referencia las clases dictadas por Hegel en la Universidad de Berlín, constituyen una buena prueba no sólo de la hondura filosófica de Hegel en su tratamiento de los principales conceptos de la estética (lo bello, el arte…), sino que dejan traducir un asombroso conocimiento de la historia de la arte en sus diversas formas y mediaciones culturales. A diferencia de Kant, quien indudablemente elaboró una poderosa filosofía de la estética, pero de cuyos escritos difícilmente se deducirá un amor apasionado por las artes, en el caso de Hegel puede percibirse cómo nuestro autor irradiaba un auténtico entusiasmo por el arte. Hegel, de hecho, y al contrario que Kant, había recorrido las grandes capitales europeas, visitando sus museos más célebres. Consta que en 1822 viajó a los Países Bajos, en 1824 a Viena y en 1827 a París, y parece ser que Hegel asistía con frecuencia a la ópera. Causó en él un impacto duradero la audición de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, producida por Mendelssohn tras décadas de olvido de la obra del genial compositor alemán. La estética de Hegel analiza el arte no como una manifestación aislada de la creatividad humana, sino como un momento culminante en la evolución del espíritu. La tríada de lo bello, lo bueno y lo verdadero, en la que resuenan los trascendentales de la filosofía escolástica, es en Hegel la tríada del arte, la religión y la filosofía como determinaciones supremas del espíritu. En el arte, el espíritu inicia el reencuentro definitivo consigo mismo como espíritu absoluto, reencuentro que culmina definitivamente en la filosofía, donde el espíritu 2 H. Paolucci, Hegel: On the Arts. Selections from G.W.F. Hegel’s “Aesthetics or Philosophy of Fine Arts”, abridged and translated with an introduction by H. Paolucci, Griffon House, Smyrna 1977, ix.

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absoluto es noeses noeseos, el “pensamiento que se piensa a sí mismo” en el supremo acto de pensar, concepto formulado por Aristóteles en el libro XII de la Metafísica y que Hegel incluirá como colofón de su Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas. La esencia del arte es la belleza, la esencia de la religión es la bondad (subyace aquí la reducción de la religión a ética que había llevado a cabo Kant en su Crítica de la Razón Práctica y en La Religión dentro de los Límites de la Mera Razón) y la esencia de la filosofía es la verdad. Estos tres momentos representan las etapas culminantes de la evolución del espíritu, que tras el largo y no poco traumático proceso de auto-alienación, de salida de su ensimismamiento inicial, atravesando los distintos estadios del mundo de la objetividad natural y de la historia, vuelve a sí como espíritu absoluto, como espíritu que asume y supera (en la Aufhebung) la subjetividad y la objetividad, lo infinito y lo finito. La principal diferencia que existe entre la aproximación hegeliana a la estética y el acercamiento que se había venido dando con la Ilustración reside en la importancia del elemento histórico. La racionalidad ilustrada se caracterizaba por una pugna con lo histórico. La devaluación de la historia ha sido una constante en el pensamiento racionalista. Ya Descartes negaba el carácter científico de la historia al considerar que sobre hechos particulares no podían establecerse principios o reflexiones generales, que es la base de la ciencia3, que mediante deducciones diesen lugar a afirmaciones específicas, y siglos antes Aristóteles había establecido que del pasado no cabía ciencia4. La Ilustración, aunque privilegiase la dimensión científico-técnica de la razón humana en comparación con la filosofía continental del siglo XVII, también dio muestras de un gran anti-historicismo. El ansia de romper con la tradición anterior, cambio éste impulsado por las luces que proceden exclusivamente de la razón humana y no de prejuicios o de creencias históricamente aceptadas, motivó que la historia no fuese apreciada en su justa medida, y que el ideal de conocimiento cierto y universal se reservase para las matemáticas y las ciencias experimentales. La Crítica de la Razón Pura (1781) de Kant es un buen ejemplo de ello. Difícilmente encontraremos en esta obra monumental del pensamiento ilustrado una alusión a la relevancia del entendimiento histórico de la racionalidad humana y de las creaciones humanas (el arte, la ciencia, la técnica…). Lo que se buscaba era un modo de conocimiento, ejemplificado fundamentalmente por las disciplinas científicas y matemáticas, que permitiesen al ser humano llegar a verdades ciertas y universales que pudiesen verificarse y hacerse evidentes para todos. La historia, por el contrario, parecía sujeta a disputas sin fin e incapaz de proporcionar certezas universales. Todo cambiará en el siglo XIX. Con el advenimiento de la conciencia histórica, que empieza en los epígonos de la Ilustración y que se despliega con inusitada 3 Cf. F. Copleston, History of Philosophy : From Descartes to Leibniz, Newman, Westminster 1959, 90ss. 4 Afirmación recogida en la Poética 9, 1451b 3ss.

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fuerza durante el romanticismo, la crítica del esquema de racionalidad de la Ilustración dará paso a una racionalidad esencialmente histórica. El ser humano se comprenderá así mismo no como un sujeto que piensa (el ich denke kantiano), sino como un sujeto que piensa y actúa en la historia. La filosofía de Hegel constituye quizás el intento más atrevido, y al mismo tiempo poderoso e influyente, de integrar la historia en un sistema coherente, universal y certero de racionalidad humana que hemos conocido en el mundo occidental. Por primera vez (aunque podríamos identificar precedentes notables en la obra de G.B. Vico) la historia no se concibe como un apéndice de la síntesis racional que elabora la filosofía, sino como una de sus partes integrantes. El giro histórico protagonizado por Hegel se traducirá, en el caso de la estética, en una justa apreciación de la historia del arte. La historia del arte no recibió la suficiente atención en la Ilustración, más preocupada por establecer cánones de belleza y armonía con base en la racionalidad (una racionalidad que, en el fondo, se inspiraba en las matemáticas) que por examinar la evolución de las ideas artísticas a lo largo de los siglos y en las distintas culturas. En el romanticismo, sin embargo, la historia será contemplada como una fuerza de desarrollo vital. La transformación operada por el romanticismo en la estética se deja ver también en la ruptura con la imitación como esencia del arte. Si para los ilustrados la belleza artística sólo podía hallarse en la imitación de las formas naturales, en una imitación que reflejase sus armoniosas proporciones y su regularidad, el romanticismo no examinará el arte desde la óptica de la imitación, sino desde la perspectiva de la subjetividad humana que ansía expresarse en la obra artística. La estética hegeliana, por su parte, al no centrarse en la imitación racionalista de la naturaleza, supone también una decisiva apertura en la extensión del concepto de lo artístico, que a partir de este momento estará en condiciones de abarcar otras culturas y de abrirse a otras visiones del arte que, por no amoldarse a los criterios de la Ilustración, se habían quedado al margen de la reflexión filosófica. Es mérito de Hegel haber reconocido lo artístico más allá de las fronteras que la estricta racionalidad occidental había impuesto a lo artístico. La superación de ese límite, el vencimiento de la barrera levantada por la afirmación de la imitación como modelo de belleza en exclusiva, obligará a la estética hegeliana y post-hegeliana a identificar el arte y su auténtico valor con la expresión de la subjetividad. Así, y en palabras de Hegel, “una vez que está claro que el verdadero contenido de todo genuino arte debe ser necesariamente ideal, no naturalista, es posible establecer comparaciones, al menos en términos de contenido, entre las obras maestras del arte griego y las de los pueblos que nunca pretendieron tanto como obtener su inspiración artística de la naturaleza, sino que más bien

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buscaron representar en el arte una presencia ideal del espíritu en el universo, experimentada como sobrenatural y divina”5. La frase de Hegel es suficientemente elocuente: la estética de la Ilustración, al focalizarse únicamente en la imitación de la naturaleza como fuente de la belleza artística, no fue capaz de percibir el valor de las manifestaciones artísticas de otras culturas y pueblos del globo que no sintieron esa necesidad de imitar la naturaleza para expresar la belleza. La imitación, en la línea de los cánones artísticos legados por el mundo clásico, Grecia y Roma, y que volvió a conocer un nuevo apogeo con el Renacimiento y finalmente con el neoclasicismo en el siglo XVIII, no es la única fuente de belleza artística. Otras culturas, en lugar de mirar a la naturaleza, encontraron en la interioridad humana su inspiración. No querían representar la naturaleza, sino representar al mismo espíritu humano, tal y como se había “encarnado” en sus respectivas culturas. Hegel comienza su exposición sobre estética proponiendo una definición de la belleza artística: “la belleza artística, más que la belleza natural, es el objeto de la estética, que puede ser llamada más propiamente la filosofía de las bellas artes”6. En este párrafo, Hegel reafirma su convicción de que la belleza artística no puede reducirse a una mera imitación de la belleza natural. La rebasa necesaria y constitutivamente. Al sostener esta superioridad de la belleza artística sobre la belleza natural “queremos decir que la belleza del arte pertenece a la mente y que sólo la mente es capaz de la verdad”7. La belleza responde al juicio de la mente. Es la mente la que encuentra belleza en las creaciones ideadas y ejecutadas por el hombre, porque sólo la mente descubre la verdad. Por verdad Hegel no entiende una verdad matemática o científica, sino una verdad que brota de la subjetividad humana: la verdad de cómo se concibe a sí mismo el ser humano en sus manifestaciones artísticas, por lo que “para ser auténticamente bello, algo tiene que tener un elemento de mente y ser el producto de la mente”8. En el esquema hegeliano de la evolución de la idea, ésta se presenta en primer lugar como idea en sí, objeto de estudio de la ciencia de la lógica. Seguidamente, la idea sale de sí, se aliena, se extraña, y se despliega en el mundo de la objetividad: es la idea fuera-de-sí, la idea objetiva, campo de estudio de la filosofía de la naturaleza. Y en el momento final de la evolución de la idea, ésta vuelve a sí asumiendo la idea en sí y la idea fuera-de-sí. La idea es ahora espíritu, pertenece al mundo de la interioridad y de las creaciones humanas, espíritu primero subjetivo (en la psicología, en el estudio de la subjetividad humana), luego objetivo (en la historia, en el derecho, en las instituciones sociales y políticas…) y finalmente absoluto en el arte, la religión y la filosofía. La naturaleza responde a la auto-alienación de la idea, que necesita salir de sí para reconocerse. El arte, por el contrario, es una etapa culminante de la 5 Op. cit. xviii. 6 Op. cit. 1. 7 Op. cit. 2. 8 Ibid.

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evolución de la idea, en la que la idea es ya espíritu y se identifica con las creaciones más elevadas del ser humano. Es por ello que en el arte la belleza es resultado de la actividad de la mente. No es una belleza objetiva o espontánea, sino una belleza buscada e ideada por la mente, y la belleza que percibimos en la naturaleza es un reflejo de la belleza de la mente, que se encuentra a sí misma expresada en las formas naturales. En su condición de producciones de la actividad mental, las obras de arte son para Hegel espirituales. Ya hemos podido ver cómo en Hegel la idea se convierte en espíritu cuando inicia el proceso de retorno después de haberse alienado como idea objetiva, y que ese espíritu coincide fundamentalmente con la esfera de lo humano. La creación artística es tan propia de la mente como lo es el pensamiento, por lo que “cuando la mente examina el arte a la luz de consideraciones científicas, de hecho se limita a satisfacer su necesidad más íntima”9. La mente necesita expresar su subjetividad como arte. Lo necesita porque constituye un momento inexorable en la dinámica del espíritu. Como consecuencia de este planteamiento, puede decirse que al filósofo le interesa el arte como necesidad absoluta del ser humano. No le interesa el arte como una necesidad puramente contingente del hombre, sino que “la necesidad humana de arte, no menos que su necesidad de religión y de filosofía, tiene su raíz en su capacidad de reflejarse a sí mismo en el pensamiento”10. El arte, la religión y la filosofía, lo hemos reiterado, no surgen por casualidad en la historia de la humanidad. Surgen como resultado necesario de la evolución del espíritu. En ellos, el espíritu es espíritu absoluto, espíritu en el que la idea ha logrado vencer su ensimismamiento inicial (la idea como lógica) con su alienación, su salir fuera de sí y extrañarse en el mundo de las entidades objetivas (la naturaleza) desprovistas de racionalidad, reencontrándose a sí misma como mente que asume lo subjetivo y lo objetivo y, sin aniquilarlos, los supera. Esa integración entre la idea y la materia se efectúa primero en el mundo de la interioridad humana, en la psicología, seguidamente en la historia y en las estructuras sociales, políticas y económicas que el ser humano ha diseñado a través de los siglos, y finalmente en el arte, la religión y la filosofía como momentos, como determinaciones supremas a las que el espíritu se ve sujeto antes de ser espíritu verdaderamente absoluto. La dinámica del espíritu conduce necesariamente al arte. El hombre no puede vivir sin arte, como no puede vivir sin religión o sin filosofía, razona Hegel, lo que se debe no a una exigencia que el ser humano se imponga a sí mismo, sino a una exigencia del absoluto. El absoluto necesita del arte, de la religión y finalmente de la filosofía para completar el proceso universal que le guía hacia su constitución definitiva en espíritu absoluto. Para Hegel, la aproximación empírica al arte es indispensable, pero debe partir de consideraciones históricas. No basta con estudiar la obra artística en su 9 Ibid. 10 Op. cit. 3.

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materialidad de forma aislada, como una entidad descontextualizada del momento histórico en que se ha realizado. Pero tampoco es posible estudiar el arte con un entendimiento puramente abstracto y teórico de la idea de belleza en sí, al modo de Platón. La verdadera finalidad de la estética debe consistir, precisamente, en combinar la universalidad metafísica atribuible a la idea de belleza en sí, y lo genuinamente particular de la obra artística concreta que expresa a su manera y con sus particularidades la idea de belleza en sí. El hombre es una conciencia pensante. No es un ser inmediato y singular, como las demás criaturas que habitan en el mundo, sino que en virtud de la actividad de su mente se “reduplica”, y existe para sí porque se piensa a sí mismo. Y esta reduplicación la lleva a cabo teórica y prácticamente. El ser humano se piensa a sí mismo en la filosofía o en la disquisición teórica sobre quién es, qué puede conocer, qué puede hacer o qué le está permitido esperar (refiriéndonos a los grandes interrogantes propuestos por Kant), pero también se piensa a sí mismo en la práctica, por ejemplo al dar nueva forma a las cosas externas. La transformación de la humanidad se inscribe dentro de la actividad más específica y propia del ser humano: la constitución de mundos. El hombre no se limita a vivir y actuar en el mundo que la naturaleza (entendiendo por naturaleza no una entidad estática, sino la naturaleza en evolución, la naturaleza que de acuerdo con las leyes de la evolución ha ido determinando el modo en que se configura la vida) le impone, el mundo con el que se encuentra con independencia de su acción. El hombre crea mundos, constituye mundos en los que se refleja a sí mismo. Con esos mundos, el hombre es capaz de humanizar lo no-humano: la naturaleza, el espacio, el tiempo. La constitución de mundos en la historia es una etapa necesaria de la evolución del espíritu. En la actividad humana el espíritu ya no se encuentra alienado, extrañado en la esfera de las formas objetivas de la naturaleza. En la actividad humana, el espíritu retoma la iniciativa y vuelve a sí, subjetivizando, humanizando el mundo que le rodea. La antropología y las ciencias sociales han expresado esta idea diciendo que en el ser humano la naturaleza se convierte en cultura. Todo es cultural en el hombre, porque todo está mediado por su actividad reflexiva. Toda actividad humana, incluso las aparentemente más básicas y coincidentes con las necesidades fisiológicas que también hallamos en el reino animal, atraviesan una mediación cultural. La alimentación es cultura en el hombre, y no mera satisfacción de un instinto natural. De hecho, un observador privilegiado de lo humano como Sigmund Freud definirá cultura como “todo aquello en que la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas y se distingue de la vida de los animales”11. Esta definición, sumamente sucinta, le sirve a Freud para caracterizar como cultural todo aquello que no se puede explicar en términos puramente zoológicos. En otras palabras, cultura sería en el ser humano lo que le distingue del resto de los animales. 11 S. Freud, El Porvenir de una Ilusión, Alianza, Madrid 1984, 214.

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Y la cultura ha tomado dos direcciones fundamentales. La primera hace referencia al intento de dominio de la naturaleza que ha protagonizado la especie humana. Mediante la cultura, y sobre todo a través de la ciencia y de la técnica, el ser humano logra dominar la naturaleza. Fuerzas otrora incontrolables que escapaban a su poder, pasan a ser comprendidas y doblegadas. Y, por otra parte, la cultura manifiesta una segunda dirección: la de gestar organizaciones para regular las relaciones humanas. En la filosofía de Hegel, la cultura se manifiesta ciertamente en el dominio de la naturaleza y en la edificación de un mundo social, que son en realidad aspectos convergentes de una misma actividad humanizadora que proyecta la mente humano en lo que le es externo (la naturaleza, los otros…). Pero en último término, la cultura alcanza lo absoluto, la determinación suprema e insuperable que puede experimentar el espíritu, cuando se expresa en el arte, en la religión y en la filosofía. En el caso del arte, “al poner el sello de su ser interior sobre las cosas, confiriéndoles sus propias características”12, el hombre se reduplica a sí mismo, se piensa a sí mismo, y en este poder de reflexionar sobre su propio ser y de concebirse continuamente radica su libertad espiritual. Si en toda actividad humana se manifiesta esta capacidad de reduplicación, esta conciencia que le permite al hombre pensarse y a sí mismo y transformar la realidad exterior a él en base a su idea y al poder de su mente, ¿dónde reside la especificidad del arte? El arte se distingue de otras realizaciones humanas, ante todo, en que está hecho para la aprehensión sensible del hombre, de tal manera que en última instancia se dirija a su mente, “para así encontrar una satisfacción espiritual en ello”13. El arte está concebido para ser contemplado con los sentidos, la religión para ser vivida con el corazón, y la filosofía para ser pensada. Estas tres actividades supremas del espíritu responden a la belleza, la bondad y la verdad, las tres ideas supremas del espíritu: lo estético, lo ético y lo noético. “Las formas sensibles y los sonidos del arte se nos presentan no para levantar o satisfacer el deseo sino para suscitar una respuesta y un eco en todas las profundidades de la mente”14. Es interesante notar que la grandeza del arte no consiste en la realización material de una obra bella. La grandeza del arte consiste en que esa realización material sea capaz de suscitar una respuesta, un eco en la conciencia. La obra artística tiene que apelar a la interioridad humana. En ella, el hombre ha querido reflejar su idea de belleza y espera reencontrarse consigo mismo, quiere reconocerse como creador. El arte no es ornamento o decoro, sino pensamiento de lo bello. El arte no es sólo exterioridad, sino exterioridad destinada a apelar a la interioridad.

12 H. Paolucci, op. cit. 4. 13 Ibid. 14 Ibid.

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“Así, lo sensible puede espiritualizarse en nosotros porque en el arte es lo espiritual lo que aparece en forma sensible”, y “esto es lo que constituye genuinamente la imaginación productiva artística, la fantasía”15. La obra sensible sólo es verdadero arte si existe como fruto de una auténtica actividad productiva del espíritu, de manera que lo espiritual y lo sensible se unan como una síntesis indivisible, superando toda dialéctica, toda contradicción entre sensibilidad y espíritu. La fantasía artística es así el espíritu en cuanto creador, que ejecuta las ideas de la mente, haciendo que el arte en realidad surja de lo más profundo de la conciencia. “Cuando esa fantasía es verdaderamente artística, es la imaginación de una gran mente y de un gran corazón quien toma y crea las ideas y las formas de tal modo que exhiban los más profundos y universales intereses humanos en representaciones sensibles completamente formadas”16. Y, continúa Hegel, el arte no puede limitarse a ser una imitación de la naturaleza. La mera copia de lo existente es superflua, porque no añade nada a lo existente. En todo caso corre el riesgo de desvirtualizarlo. La más genuina actividad humana no es la imitación, sino la creación. La imitación es una parodia de la vida auténtica, pero no consigue vivificar, dar lugar a nueva vida. Lógicamente, el arte presenta formas naturales, pero “lo que el mundo natural ofrece no puede convertirse en regla para el arte, y mucho menos puede ser su finalidad la mera imitación de la apariencia externa como externa”17. ¿Cuál debe ser, así pues, el contenido propio del arte? ¿Un contenido de carácter didáctico? ¿Debe ponerse el arte al servicio de la enseñanza, al igual que las vidrieras y los pórticos de las catedrales medievales respondían al deseo de transmitir los contenidos de la fe cristiana a quienes no podían leer? Si el arte se redujese a didáctica, lo sensible en el arte sería sólo el medio para alcanzar dicha finalidad, la de enseñar, siendo imposible percibir la fuerza de la contradicción entre lo espiritual y lo sensible. Para Hegel, la grandeza y el poder del arte no residen en la pacífica expresión de la idea en la forma material. La grandeza y el poder del arte, la fuerza que es capaz de suscitar en el espíritu, radica en que es capaz de expresar esa contradicción entre la materia y la idea, contradicción que clama por una síntesis superadora y reconciliadora. La realidad no es pacífica, sino dialéctica. La belleza no puede surgir de la paz armoniosa entre los contrarios, sino de su pugna en busca de una síntesis superadora e integradora que dé lugar a un mundo nuevo en el seno de la subjetividad humana y de la historia. Tomar conciencia de la contradicción es abrir las puertas de la contemplación de la belleza, del bien y de la verdad. Sólo cuando el espíritu ha adquirido esa conciencia es capaz de tomar las riendas de la historia y de iniciar la reconciliación definitiva entre todas las contradicciones de la mente, la historia y el mundo. Sólo entonces el espíritu es espíritu absoluto, y “cuando la experiencia 15 Ibid. 16 Ibid. 17 Op. cit. 5.

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cultural de toda una era se hunde en esta contradicción, es tarea del filósofo mostrar que ningún término posee la verdad en sí mismo, que cada uno es parcial y se auto-disuelve, que la verdad se encuentra en la conciliación y en la mediación de los dos, y que semejante mediación o reconciliación en realidad se ha realizado ya y siempre se auto-realiza”18. La tarea del filósofo es ser portavoz de la dinámica del espíritu, mostrando que la verdad no puede hallarse nunca en la parcialidad, en el compromiso con uno de los dos polos de la relación dialéctica. La verdad no puede encontrarse en la aceptación pacífica de la contradicción o en privilegiar la tesis o la antítesis. La verdad sólo puede concebirse como una totalidad que integra y al mismo tiempo supera la tesis y la antítesis. La verdad es de hecho la síntesis que unifica sin anular. Cuando en una civilización las contradicciones se hacen patentes, nada más lejos de la labor del filósofo, de la labor de quien tiene encomendada la tarea de buscar y expresar la verdad, que inclinarse por uno de los términos de la contradicción. El filósofo debe ser heraldo de la necesidad de una síntesis nueva, de un mundo nuevo que reconcilie los opuestos: “lo sensible y lo espiritual que luchan como opuestos en el entendimiento común se revelan como reconciliados en la verdad expresada en el arte”19. He aquí la naturaleza del arte: el arte expresa la verdad, porque es capaz de reconciliar lo sensible y lo espiritual (que procede de la actividad de la mente), superando la contradicción. Y sólo en esa superación se puede manifestar la verdad, porque en esa superación se trasciende la parcialidad de lo sensible o de lo espiritual. Lo sensible por sí solo no brota de la interioridad de la conciencia humana. Olvida el mundo de la subjetividad, el mundo del espíritu. Lo espiritual, por sí solo, permanece como idealidad abstracta y ensimismada si no sale al exterior y conquista el mundo de las formas físicas. La verdad reside en lo espiritual que se apropia de lo sensible, lo asume y humaniza. El propósito del arte es, por tanto, el de revelar la verdad, el desenvolvimiento de la verdad. La verdad se descubre al ser humano en su dimensión estética en el arte, porque con el arte se ha reconciliado la oposición entre lo espiritual y lo sensible. La reconciliación suprema sólo se da en la filosofía, cuando el espíritu se ha convertido en espíritu verdaderamente absoluto, pero se anticipa en el arte y en la religión como determinaciones necesariamente previas. Podemos notar la estrecha afinidad que existe entre la noción hegeliana de revelación de la verdad y la aletheia griega, tal y como la entiende Heidegger en su lectura etimológica del término: a-letheia, “apertura”, “desvelamiento”, el estado en el que un cierto objeto se muestra como evidente y clara y distintamente perceptible para el sujeto. En Hegel, el desvelamiento de la verdad es progresivo y dialéctico. Para que la verdad se desvele, tiene que atravesar una serie de momentos o etapas, de determinaciones, que constituyen de por sí estados parciales que buscan una 18 Ibid. 19 Ibid.

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superación integradora, unificadora y renovadora. El desvelamiento de la verdad no es pacífico, sino trágico. Hay una lucha entre opuestos, un conflicto que genera una dinámica creativa que da luz a una síntesis más abarcante y asimiladora. Sólo con la mediación de esa pugna, de esa contradicción entre momentos opuestos, entre la tesis y la antítesis, es capaz de desvelarse la verdad, de presentarse a los ojos humanos, como totalidad que supera la parcialidad de los opuestos. En el arte, la verdad se desvela justamente porque el ser humano, en las creaciones estéticas, supera la parcialidad de la materia sensible y de la idea pura en su abstracción subjetiva. En el arte se supera la dualidad entre la teoría (la contemplación de la idea) y la praxis (la realización efectiva de la idea), porque el artista pone por obra la idea, abriendo así el velo de la verdad. En la belleza artística se resuelven las contradicciones entre la mente abstracta y la naturaleza real y concreta, lo que para Hegel constituye uno de los grandes logros intelectuales de la modernidad20. En la Crítica del Juicio, sin duda uno de los tratamientos filosóficos del arte más notables que ha conocido el pensamiento occidental, Kant había establecido que en la belleza artística, la percepción y la sensación, el concepto y el objeto, son exaltados a una universalidad espiritual. El problema es que como observa Hegel, la reconciliación de que habla Kant es puramente subjetiva y no responde a la verdad del arte en sí mismo. Sin embargo, e independientemente de esta puntualización, es interesante advertir cómo pese a las diferencias entre los dos grandes filósofos alemanes, subyace una coincidencia de fondo en lo que concierne a la actividad cognoscitiva del ser humano: al conocer, el hombre unifica la percepción y la sensación, su mundo interior y sujetivo con el mundo exterior y objetivo. El mundo objetivo sin el concurso de la mente sólo proporciona sensaciones que no han sido elaboradas, de manera que puedan transformarse en conceptos inteligibles para el hombre. Pero la mera reflexión, sin la ayuda de la sensibilidad, operaría en el vacío. El concepto es justamente el resultado de la actividad reflexiva del sujeto sobre los datos de la sensibilidad empírica. El concepto es la universalidad, la superación simultánea de la parcialidad de lo empírico y de la parcialidad de la mente. En el concepto se logra una síntesis. La reconciliación entre espíritu y materia es, en Kant, una reconciliación únicamente subjetiva, argumenta Hegel. La verdadera reconciliación entre espíritu y materia no puede limitarse a la esfera de la subjetividad, a la elaboración de un concepto que satisfaga las exigencias propias de la percepción humana y de la sensibilidad, sino que debe manifestar la verdad del arte en sí, la verdad del arte como determinación suprema del espíritu. Podemos notar cómo el espíritu de Hegel y su dinámica de desenvolvimiento no es una mera idealidad, sino que es actualidad pura. La mente humana reconoce ciertamente esa dinámica, pero esa dinámica, ese progresivo desenvolverse del espíritu en su búsqueda de la reconciliación final consigo mismo, es necesaria e independiente 20 Op. cit. 6.

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de la actividad de la mente. Es la dinámica del absoluto, que es absoluta y necesaria. La mente humana constituye un momento inexorable en esa dinámica, pero el movimiento del espíritu le antecede. Por tanto, la belleza artística que se reconoce en el juicio estético no puede limitarse a la formulación de un concepto que supere la dualidad entre percepción y sensación, sino que debe obrar una reconciliación real y efectiva. El tratamiento científico del arte se levanta sobre la misma base que el de la religión y la filosofía, dice Hegel, porque las tres son momentos de la mente absoluta, de la mente que contempla la verdad en su plenitud. Arte, religión y filosofía sólo difieren en las formas en que traen su contenido, el absoluto, a la conciencia humana, y “las diferencias en la forma están implícitas en el contenido que comparten”21. Ahora bien, ¿cuáles son los modos que tiene la mente finita de aprehender el absoluto? La primera manera es el conocimiento inmediato y sensible. La segunda hace referencia al pensamiento pictórico e imaginativo. La tercera supera las dos anteriores y se expresa en el pensamiento libre de la mente absoluta. La primera forma de aprehensión del absoluto se identifica con el arte: “el arte es así la auto-gratificación más inmediata de la mente absoluta”22. En el propio absoluto el que se reconoce a sí mismo en la obra artística a través de la mente humana. El ser humano, su conciencia y su creatividad, actúan como momentos al servicio del absoluto. En ellos toma el absoluto asiento en la primera de las tres etapas supremas de su desenvolvimiento. En el arte, la creatividad se expresa materialmente, y el pensamiento del absoluto está ligado a la contemplación de la materialidad de la obra concreta de arte. En la religión, el pensamiento del absoluto también permanece vinculado a las representaciones simbólicas de las distintas tradiciones religiosas de la humanidad. Hay, sí, fantasía y creatividad, pero fantasía y creatividad que no han logrado expresarse como concepto, como contenido universal independiente de las representaciones específicas que adopte en las distintas tradiciones religiosas. Es en la filosofía donde el pensamiento se ve libre de las ataduras de lo sensible y de las representaciones imaginativas. El pensamiento piensa libremente el absoluto sin sentirse ligado a la sensibilidad (esencial para expresar la belleza) o a la religión (esencial para sentir el absoluto). El absoluto, más que contemplarse o vivirse, se piensa y se actualiza. La verdad del arte es el absoluto que se presenta como un objeto en forma sensible, mientras que en la religión, el culto hace que el sujeto se identifique aún más con el absoluto. El sujeto participa en la “vida” del absoluto. Por último, la filosofía “une las formas de aprehensión del arte y de la religión”23, y en ella la objetividad es objetividad de pensamiento y la subjetividad es también 21 Op. cit. 7. 22 Ibid. 23 Op. cit. 8.

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pensamiento, porque en el pensamiento se dan a la vez lo más íntimo y subjetivo junto con lo más objetivo (la idea). ¿Cuál es, en consecuencia y después de esbozar estas reflexiones sobre el absoluto y su desenvolvimiento, la finalidad del arte? El fin del arte es “la representación sensible del absoluto en sí mismo”24. El absoluto en sí se representará sensiblemente en el arte, subjetiva e interiormente en la vivencia religiosa, y de manera plena y definitiva en la filosofía como pensamiento del absoluto, ya que en la filosofía es el absoluto mismo mediante la mente quien se piensa a sí mismo, en el acto supremo de pensar. ¿Cómo logra el arte reconciliar el contenido y la forma en una totalidad unificada? El contenido del arte no puede ser, prosigue Hegel, algo inherentemente abstracto, porque la verdad no es abstracta. La verdad es concreta, lo que no quiere decir que por concreto entienda aquí Hegel lo sensible, sino que lo concreto incluye la subjetividad y la particularidad con la universalidad. La verdad se manifiesta, de esta manera, como universal-concreto. La obra del arte no está centrada en sí misma, como en las cosas meramente concretas de la naturaleza extrínseca a la mente humana. Al contrario, la obra del arte “es esencialmente una pregunta, dirigida a la respuesta de alma humana, una llamada a las afecciones y a la mente”25. La obra de arte no está determinada de cara a la subjetividad humana. Su grandeza reside en que la particularidad que le impone la sensibilidad no es óbice para que la obra de arte pueda sugerir a la mente humana mucho más de lo que salta a simple vista. En el arte, la apariencia es vencida por la captación de significados más profundos. Es el triunfo del absoluto, capaz de hacer que de la particularidad de la expresión sensible y material, surja todo un mundo de significados que apelan directamente a la interioridad humana. Y en esa apelación a lo más profundo de la conciencia, Hegel ve el desvelamiento del absoluto. El absoluto se reconcilia consigo mismo en esa apelación a la conciencia humana, en esa reconciliación que se da en el juicio estético entre la particularidad de la expresión sensible, determinada y finalizada, y la universalidad del mundo de los significados, indeterminados y constitutivamente abiertos. Volvemos a presenciar también en este punto una importante coincidencia con el pensamiento de Heidegger. Heidegger concibe la tarea de la filosofía no tanto como una provisión de respuestas a los interrogantes humanos (como por ejemplo hacen las ciencias experimentales), sino como un continuo suscitar preguntas. De hecho, la pregunta más elevada y de mayor hondura filosófica, “¿por qué el ser y no la nada?”, con la que comienza su Introducción a la Metafísica (1953), escapa a toda respuesta, si por repuesta entendemos una definición, un acotamiento de los términos del problema que resulta de la formulación de la pregunta. En la pregunta, el pensamiento muestra piedad, recogimiento y reverencia ante la 24 Ibid. 25 Op. cit. 9.

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realidad, en lugar de tratar de agotarla y de someterla a sus categorías. Preguntar, aunque la pregunta supere la capacidad humana de respuesta, constituye un modo de expresar la admiración, el sobrecogimiento y la perplejidad, que han desempeñado un papel tan importante en la génesis de la filosofía. En el arte se produce un fenómeno similar. La misión de la obra de arte no es ofrecer respuestas a toda posible pregunta que se le pudiese plantear. Concebir la obra de arte desde esta perspectiva implicaría cerrar el arte sobre sí mismo. El arte es, sin embargo, apertura a la subjetividad humana y a su capacidad de extraer significados de la materialidad con que se expresa la obra artística. La obra artística pregunta a la conciencia, le interpela, invitándole a encontrar un significado. En el arte, como en la religión y en la filosofía, se contempla esa suprema actividad del espíritu en su constitución de mundos. La belleza artística exige una particular armonización de forma y contenido: “en la belleza artística ideal, la perfección de la forma deriva en último término de la perfección de contenido”26. La idea es lo bello en el arte, pero aquí Hegel no está hablando de la idea de la lógica: debe ser una idea que se adecue recíprocamente a su forma en el arte. Así, la idea se convierte en lo que Hegel llama “el ideal”27. El ideal no es la simple corrección, el dar expresión apropiada a cualquier significado para poder reconocerlo objetivamente. El hecho es que la unidad existente entre la forma y el contenido en la obra artística es tan intensa que el defecto en la forma surge por un defecto en el contenido. Y llegados a este punto, Hegel introduce una separación sumamente importante en lo que respecta a la búsqueda de una definición de arte que satisfaga a una las exigencias de extensión y de intensión: no basta con la perfección técnica para que una obra pueda ser calificada como obra de arte, porque “mayor o menor talento en aprehender o imitar las formas de la naturaleza no es lo principal aquí”28. ¿Qué es entonces lo principal? Lo principal es cómo la idea y su expresión se adecuan recíprocamente en el ideal. El ideal constituye la correspondencia de la verdadera idea y la verdadera forma, y la belleza artística no es sino una totalidad de formas y etapas particulares que ha sido necesario atravesar hasta lograr una reconciliación entre los aspectos divergentes de la idea, de acuerdo con el esquema de desarrollo dialéctico de la idea que caracteriza la filosofía hegeliana. Hay tres modos fundamentales de relacionar la idea y la representación artística para Hegel: simbólico, clásico y romántico. En el arte simbólico se busca la perfecta unidad de la forma y del contenido que

26 Op. cit. 9. 27 Ibid. 28 Op. cit. 10.

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el arte clásico encuentra y que el arte romántico trasciende. La idea todavía no ha encontrado su verdadera forma en este arte. La idea busca expresión en formas naturales que deja casi inalteradas, pero “el elemento de verdad aquí descansa en el hecho de que en todos los objetos naturales como externamente existentes, hay un aspecto que puede y representan para nosotros un significado universal”29. La idea busca en vano su expresión en las formas naturales, porque difícilmente encontrará en éstas una representación que satisfaga todas sus exigencias. Hegel ve la expresión máxima del arte simbólico en la conciencia estética que describe el panteísmo artístico oriental, en el que los objetos naturales son elevados al ámbito de las ideas, interpretándolos como signos. Y “particularmente en la India, la forma artística simbólica se desarrolla inicialmente a través de etapas de simbolismo inconsciente y por tanto fantástico”30. Pero, a juicio de Hegel, ninguna cultura ha dado una expresión más completa al arte simbólico que el antiguo Egipto: “Egipto es la tierra de los símbolos”, y la esfinge de Giza no es sino el verdadero símbolo de lo simbólico31. Es justo decir que Hegel exhibe un extraordinario conocimiento del arte indio, egipcio y finalmente de la poesía islámica y hebrea como ejemplos de la sublimidad. Por “sublime”, noción tan importante en el romanticismo, Hegel entiende “el intento de expresar lo infinito sin encontrar una forma adecuada para ello en el plano fenoménico”32. Lo sublime es inexpresable, y al intentar expresarlo, la expresión externa debe ser negada, aniquilada por lo que ella misma revela. Es así que en lo sublime, lo positivo y lo negativo son dos momentos inexorables de la representación artística. Sin embargo, en el arte simbólico, “significado y forma permanecen inadecuados en su reciprocidad”33. Este aspecto pertenece a la esencia misma de lo simbólico, y se trata de su incapacidad de ir más allá de una unidad imperfecta del alma del significado con su forma corporal. Una vez examinadas las características más relevantes de la forma simbólica del arte, Hegel se detiene en la forma clásica del arte. En ella se da una particular unidad de forma y de significado que coincide con el verdadero concepto de lo bello, y éste es el gran logro del arte clásico. En el arte clásico, la forma logra una adecuación tal con el contenido que se consigue una verdadera belleza y un verdadero arte. En el arte clásico, el poder de la idea es tan notorio que es la propia idea quien determina la forma de la obra artística. Es el contenido mismo, como idea o espíritu, quien determina la forma que debe encarnarlo de manera auténtica y plena. En el arte clásico, el espíritu se convierte en el contenido de la obra, y el 29 Op. cit. 11. 30 Op. cit. 12. 31 Op. cit. 14. 32 Op. cit. 16. 33 Op. cit. 21.

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cuerpo humano en su forma, en su habitáculo, porque el cuerpo es la morada del espíritu. La cultura griega llevó el arte clásico a su máxima realización. En la cultura griega, en las grandes obras del arte griego como las Cariátides, la idea que el espíritu quiere ejecutar en la materia es tan elevada, que sólo el cuerpo humano es capaz de darle forma. Sólo el cuerpo humano satisface las exigencias tan excelsas y sublimes del espíritu. Y para Hegel, el universo religioso politeísta va parejo con la forma clásica del arte. En el politeísmo, la realidad divina se representa como individuo en una pluralidad de formas, como un noúmeno que adopta diferentes fenómenos, ninguno de los cuales agota en exclusiva la riqueza del absoluto divino: “la pluralidad de formas que lo divino se da a sí mismo en el politeísmo griego es, sin embargo, una pluralidad en la que cada forma, en su divinidad esencial, es siempre y al mismo tiempo el todo”34. En el politeísmo, lo divino no se contiene en exclusiva en la forma de una única divinidad, pero esa divinidad específica contiene verdaderamente lo divino. La síntesis entre universalidad y particular es ahora manifiesta. Zeus domina el Olimpo pero no anula el poder de los demás dioses. Ahora bien, ¿podía continuar el ideal griego de belleza más allá de la cultura griega? El ideal griego de belleza terminó agotándose, y Hegel ve en la importancia que adquirió la sátira en el imperio romano tardío un síntoma de transición hacia un nuevo arte, y una señal del evidente agotamiento que experimentó el arte clásico al cabo de los siglos. La forma romántica del arte sucede, en lo cronológico y en lo ontológico, a la forma clásica del arte: “para expresar su contenido nuevo y más espiritual, el arte romántico abandona la perfección auto-limitadora del ideal clásico de belleza artística”35. La perfección clásica se asociaba a la idea de límite. En efecto: el contenido de la idea era de tal plenitud que por sí mismo determinaba la forma que debía adoptar la obra artística. Sólo el cuerpo humano, con sus armónicas proporciones, era capaz de dar satisfacción a las exigentes demandas de la idea. Pero la perfección, necesariamente y por concepto, debía limitarse. La perfección era perfección en el límite. La cultura griega no asociaba la perfección a la ausencia de límite, sino a la asunción del límite. El límite acota y permite que exista auténtica armonía y proporción. La perfección reside en la esfera, finita y perfectamente limitada y definida en las relaciones entre sus partes, entre su superficie y su volumen. Por el contrario, con el advenimiento de la mentalidad moderna, la perfección irá identificándose paulatinamente con la infinitud. Lo perfecto es lo infinito, lo que trasciende todo límite y no está sujeto a ningún límite. En el arte simbólico el objetivo era dar una forma espiritualizada a un contenido que derivaba de la esfera de la naturaleza. En el arte clásico, por el contrario, se invierten los términos: “se reconoce al espíritu mismo como el 34 Op. cit. 30. 35 Op. cit. 36.

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contenido propio del arte, y la naturaleza suple, con la forma natural del ser humano, la forma sensible más adecuada para la manifestación externa del espíritu”36. La perfección clásica radica, de esta manera, en que la individualidad espiritual y la representación corporal son capaces de interpretarse mutuamente y de modo completo. El cuerpo es en el arte clásico la forma externa natural del propio espíritu. La armonía entre materia e idea es plena, porque en ningún ser de la naturaleza se da de modo más acabado que en el ser humano, síntesis de cuerpo y alma, cuerpo espiritualizado y espíritu encarnado. Pero esta exigencia de correspondencia entre la idea y la materia lleva necesariamente a la autolimitación. El principio de perfección que definió el arte clásico y que le permitió obtener tan altas cotas de belleza es también su defecto fatal. La auto-limitación impuesta por los ideales clásicos de belleza y de correspondencia entre la idea y su realización material exige avanzar hacia un tercer estadio. Así como la forma simbólica del arte, con la primacía de la naturaleza, que determinaba el contenido de la idea necesariamente como símbolo, tuvo que ser negada por el arte clásico, en el que es el contenido de la idea, el espíritu, el que determina la materia, el propio arte demanda una superación. Nada más bello se puede hacer que lo que ya han logrado los clásicos, dice Hegel. Entonces, ¿cómo será posible idear una nueva forma de arte si no es posible superar en belleza las obras legadas por el arte clásico? ¿No será, acaso, que el arte como creación del espíritu humano lleva una imperfección intrínseca que le permite conseguir esa superación que trascienda simultáneamente las limitaciones de las formas simbólica y clásica del arte? La respuesta de Hegel es que la limitación del arte “consiste en el hecho de que el espíritu, que es una universalidad concreta e infinita en sí mismo, no puede presentarse según su verdadero concepto en una forma objetiva y de manera sensible”37. Pero la mente es capaz de identificar el verdadero concepto del espíritu. El espíritu es una universalidad concreta e infinita, una superación de las dualidades antagónicas, y ese concepto verdadero del espíritu se transforma, con la llegada del movimiento romántico, en el contenido del arte romántico. La época de Hegel ha contemplado, por tanto, el surgimiento de una nueva forma artística: la forma romántica del arte. Y su contenido coincide esencialmente con el de la religión cristiana, la religión absoluta para Hegel. En Grecia, la unidad de lo divino y de lo humano era puramente inmediata en su objetividad sensible: “no es para el espíritu una posesión de la subjetividad interior”38. La verdadera unidad sólo puede obtenerse en la inteligencia interior y auto-consciente, y no en la forma humana que existe sensiblemente tal y como se percibe inmediatamente en su externalidad.

36 Op. cit. 36. 37 Op. cit. 37. 38 Ibid.

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La limitación impuesta por el arte clásico, en el que la idea modelaba la materia y sólo el cuerpo humano era, en último término, capaz de dar respuesta a las elevadas exigencias de la idea, impedía que la auténtica interioridad del espíritu pudiese expresarse materialmente. Pero con el cristianismo se produce un nuevo amanecer en la historia del arte. Es el cristianismo y no el arte, prosigue Hegel, quien trae la unidad de lo divino y de lo humano ante nuestra inteligencia como una unidad consciente y subjetiva que sólo el conocimiento espiritual y el espíritu pueden realizar. Esa conciencia es subjetiva e individual, que abandona la adecuación recíproca entre la forma y el contenido que había dominado la idiosincrasia artística del período clásico, liberándose de toda atadura. El arte romántico es así la auto-trascendencia del arte mismo39, la liberación definitiva de los límites que la materia pueda imponer a la idea. En el arte romántico, el espíritu se ha reencontrado definitivamente consigo mismo. Ha superado la parcialidad de la permanencia en su esfera de interioridad subjetiva o la parcialidad de alienarse en el mundo exterior de los contenidos materiales, siempre incapaces de darle adecuada expresión. El espíritu es ahora espíritu absoluto en el arte. Es el arte absoluto, como para Hegel la religión absoluta es el cristianismo por lograr una síntesis inigualable entre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito. En el arte romántico se da la absoluta interioridad, la subjetividad infinita de Dios, como verdadero contenido de la obra. El Dios romántico es visible en su invisibilidad, y en la obra artística romántica su “encarnación humana es tal que somos capaces de sentir enseguida su la presencia de lo divino en él”40. El centro de este nuevo arte no es sino la historia de la redención, la historia de Dios. Al igual que el esquema dialéctico del exitus-reditus del espíritu hasta reencontrarse consigo mismo como espíritu absoluto, atravesando todos los avatares de la naturaleza y de la historia, es en la filosofía de Hegel una transposición de la teología cristiana, y en particular del misterio pascual de Cristo, a la reflexión filosófica para descubrir su verdadero y universal contenido con independencia de las representaciones concretas que haya podido adoptar en las distintas tradiciones religiosas; en la estética hegeliana late también y de manera claramente perceptible ese núcleo cristiano que siempre inspiró el pensamiento del gran filósofo alemán. La redención late en el arte romántico. El romanticismo es la expresión artística de la redención del hombre llevada a cabo por la divinidad, y en “su significado sustancial, la redención consiste en la reconciliación de Dios con el mundo y por tanto consigo mismo a través del hombre”41. Difícilmente podía condensarse en tan pocas palabras la esencia misma del pensamiento hegeliano, su clave más profunda e íntima. Toda la ambiciosa y monumental descripción fenomenológica de las etapas que atraviesa el espíritu no es sino la filosofía de la 39 Op. cit. 38. 40 Ibid. 41 Op. cit. 39.

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redención, la elucidación del contenido filosófico que el cristianismo expresa mediante la doctrina de la redención. Dios sale de sí mismo, de su infinita subjetividad, y sale al mundo de lo exterior. Se niega a sí mismo, se abaja, desciende en un supremo acto de synkatábasis o condescendencia, y regresa finalmente a sí mismo como espíritu absoluto, espíritu que ha sido capaz de superar lo infinito y lo finito, la subjetividad divina y el mundo, la dialéctica entre la libertad y la naturaleza. En el arte clásico no era posible introducir la negatividad del mundo, negación de la infinita interioridad de Dios. El mal, el sufrimiento, la finitud, quedaban al margen de la expresión artística. Era un arte ajeno a la historia. Un arte de las formas universales. Un arte de lo bello en sí. Pero era un arte cerrado sobre sí mismo. Un arte que no se había abierto al proceso dialéctico que inunda y define la realidad. En el are romántico, por el contrario, todas las oposiciones son superadas por el amor. El amor se convierte, para Hegel, en el contenido del arte romántico, ya que manifiesta todas las fases por las que el espíritu absoluto debe pasar en su regreso, una vez se ha reconciliado con lo otro, con su negación, y vuelve a sí mismo habiendo trascendido toda tesis y toda antítesis, toda afirmación y toda negación. Y si el amor es el contenido del arte romántico, también es su forma. Ya no sólo externaliza la idea en la materia, sino que la obra artística romántica también interioriza la idea, la idea que después de abandonar el mundo de la interioridad y posarse en el de la exterioridad, vuelve a la interioridad habiendo superado exterioridad e interioridad, y por tanto reflejando la verdad del espíritu. ¿Por qué el amor? Porque el amor es el olvido de uno mismo, de tal modo que en su olvido se logra la auténtica posesión de uno mismo. Dios es amor para el romántico, como para el Nuevo Testamento. De hecho, cuando el arte romántico trasciende la temática puramente religiosa, sus temas principales son el honor, la fidelidad y el amor. Sólo el romántico percibe la infinitud de la subjetividad. Esas tres formas universales del arte (simbólica, clásica y romántica) no dejan de ser meras abstracciones hasta que no se incorporan en obras reales de arquitectura, escultura, pintura, música y poesía. La arquitectura consiste para Hegel en “manipular la naturaleza externa inorgánica: la materia en sí es su material en su externalidad inmediata, y sus formas son las mismas que las de la naturaleza inorgánica, pero ordenadas de acuerdo con las relaciones de simetría que establece el entendimiento abstracto”42. La arquitectura coincide en lo fundamental con la forma simbólica del arte, y prepara el camino para que Dios more entre los hombres. La arquitectura construye el templo de Dios en su comunidad. Podemos apreciar nuevamente la importancia de la temática religiosa en la obra hegeliana. La escultura, por su parte, coincide esencialmente con la forma clásica del arte: “la forma infinita de la mente, que ya no es meramente simétrica, se 42 Op. cit. 64.

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concentra ahora en modelar su correspondiente existencia corporal”43. La naturaleza externa ya no se manipula sólo en base a sus cualidades mecánicas, como en la arquitectura, sino según las formas ideales de la figura humana, haciendo uso pleno de sus tres dimensiones espaciales. El escultor da forma a la materia para reflejar en ella una idea. Y si la arquitectura construye el templo de Dios, el templo en el que pueda habitar el espíritu, la escultura edifica la estatua de Dios que se ubica en el templo. Una vez descritas brevemente las artes de la arquitectura y de la escultura, el análisis estético entra necesariamente en la esfera de la subjetividad. Ocurre así en la pintura. La visibilidad de la pintura está subjetivamente idealizada, y ya no necesita la masa mecánica sobre la que trabaja el arquitecto, ni la especialidad que requiere la escultura. En la música se alcanza un grado de subjetivación y de particularización aún más profundo, porque “la música idealiza lo sensible al concentrar la externalidad del espacio, cuya semejanza es retenida totalmente por la pintura, en un único punto”44. La materia en su idealidad, sin espacio, dilatada en el tiempo, es el sustrato de la creación musical. En el sonido, materia prima de la música, la materia pierde su especialidad y se dilata en el tiempo. Es la energía. La música, al permitir esta ruptura con la especialidad, que para Hegel había sido una de las causas principales de la auto-limitación de la forma clásica del arte, se sitúa en el centro mismo del arte romántico. Pero el modo más espiritual de representación en el arte romántico no es la música, sino la poesía. Ni siquiera las sonatas de Beethoven son capaces de llegar a la intimidad de la conciencia como los versos de Goethe o Schiller. En la poesía, lo audible y lo visible son meros indicadores de la idea, signos de la idea, que se ha hecho en sí misma concreta al pensamiento: “el verdadero medio de la representación poética no es, por tanto, la palabra visible o audible en sí, sino la imaginación poética o la intuición intelectual en cuanto tales. Y como este elemento les es común a todas las formas de arte, la poesía las recorre todas —la simbólica, la clásica y la romántica— y se desarrolla independientemente en cada una”45. La poesía es el arte verdaderamente universal, pues asume los modos de representación de las demás artes, y todas las formas artísticas. Podemos comprobar cómo en la caracterización hegeliana de las artes se da una progresiva reducción de dimensiones: si en la arquitectura y en la escultura teníamos las tres dimensiones espaciales, en la pintura sólo hay dos (y el descubrimiento renacentista de la perspectiva supone un verdadero hito en la historia de la estética, de profundas connotaciones filosóficas), mientras que en la música ya no hay dimensiones. La onda sonora musical es energía que se desplaza en el aire.

43 Ibid. 44 Op. cit. 66. 45 Ibid.

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En la escultura, el artista modela y es capaz de sobreponerse a la gravedad mecánica de la materia. En la música, la materia está en su puro movimiento, desplazándose como vibración en el aire. La poesía, por su parte, integra las notas de las artes visuales y de las musicales, y su medio propio es la imaginación, lo que le permite expresar todo cuanto la mente es capaz de concebir46. La tarea del filósofo que reflexiona sobre el arte no puede consistir en el simple criticismo de las obras artísticas concretas, sino en la búsqueda del concepto fundamental de lo bello y del arte a través de todas las etapas por las que ha transitado en el curso de su realización. Y es que Hegel intentó integrar las artes en la dinámica misma del espíritu, en las determinaciones sucesivas que va adquiriendo hasta convertirse en espíritu absoluto. Eso es justamente el arte: una determinación suprema del espíritu. Carlos Alberto Blanco [email protected]

46 Op. cit. 143.

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LA ESCENA DEL FEDRO DE PLATÓN: Un ejemplo de thíasos filosófico Nemrod Carrasco. Universidad de Barcelona Resumen: El Fedro es un diálogo platónico entre dos almas que deben reconocerse como amigas. Pero lo que el Fedro intenta no es precisamente exhibir la amistad, sino ocultarla o, más bien, dramatizarla mediante la puesta en escena de un thíasos. Muchos estudiosos del diálogo no han creído necesario prestar atención a este detalle aparentemente insignificante. En este artículo queremos defender que la intención platónica va mucho más allá de lo que podría parecer un mero recurso literario. Platón ofrece la escenificación de un thíasos con el fin de re-ubicar la actuación erótica de Sócrates en la memoria de sus conciudadanos. Lo que desea mostrar es la comprensión y práctica del autoconocimiento socrático en el trastornado mundo educativo de la Atenas del siglo V aC, así como su férrea oposición a la retórica de la ciudad. Abstract: The Phaedrus is a platonic dialog between two souls to be recognized as friends. But the aim of Phaedrus is not exactly to show the friendship, but to conceal it or, rather, dramatized it by the staging of a socratic thiasos. Many scholars have not found necessary to pay attention to this seemingly insignificant detail. In this article, however, we want to defend that the platonic intention goes far beyond. Plato offers a staging thiasos to re-locate erotic action of Socrates in the memory of their fellow citizens. He wants to show the understanding and the practice of the Socratic selfknowledge in the upset educational world of the Athens of the 5th century b.C, as well as his strong opposition to the rhetoric of polis.

Introducción El Fedro comienza con una salida de la ciudad en la que Sócrates se siente atraído por Fedro. La zanahoria que Fedro lleva delante suyo es un escrito de Lisias sobre éros (230d6-e1). Fedro ama los discursos porque está enamorado de su belleza y, de no haberse encontrado con Sócrates, se habría ido a pasear siguiendo los preceptos de su médico y se habría aprendido de memoria el discurso de Lisias. A Fedro le sientan bien los discursos y cuanto más los practica más sano y bello se vuelve. Sócrates, por el contrario, vive esta pasión de manera enfermiza (228b8: nosoûnti) y está tan deseoso de escuchar el lógos prometido por Fedro (227b8-9) que está dispuesto a traspasar los muros de la ciudad. A un lector habitual de los diálogos platónicos esta situación debería resultarle extraña: Sócrates jamás abandona la ciudad y él mismo ofrece buenos motivos para no hacerlo cuando confiesa que los campos y los árboles no tienen nada que enseñarle (230d4-6). El Sócrates del Fedro presenta esta peculiaridad que merece ser examinada: el éros es una razón suficiente para verle hacer algo que habitualmente no hace.

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Sócrates y Fedro coinciden en que no son los discursos a secas, sino los bellos discursos los que conviene amar. Sócrates ha visto que esta cualidad se encuentra en Fedro y es tan bella que lo atrae de una manera irresistible. Lo que no tiene tan claro es que Fedro se sienta igualmente atraído por lo bello que cree ver en él. La duda expresada por Sócrates es si esa atracción por la belleza de los discursos es realmente compartida por ambos1. El autoconocimiento de Sócrates dependerá de que Fedro se convierta en un verdadero amante de la belleza y esté dispuesto a interrogarse por aquello que lo une con Sócrates. Podría considerarse que esta es la tesis del Fedro. El Fedro es, ciertamente, un diálogo sobre el autoconocimiento; pero, ¿de quién o de qué exactamente? No se puede comprender el texto sin haber profundizado en la respuesta a esta pregunta, aunque resulta sorprendente que algunos de sus mejores analistas, obsesionados con limitar su examen al éros o la retórica, les haya pasado desapercibido que la clave del Fedro, como ocurre frecuentemente, se encuentra en el momento inicial del diálogo, es decir, en la puesta en escena2. Al proceder así se quedan dentro de la superficial idea de que la escenificación platónica obedece a un mero recurso literario. Al advertir que su única función es la apertura dramática del Fedro, dejan de lado el punto más profundo y riguroso del diálogo: el hecho de que el Fedro es la imitación de un thíasos y se ocupa de aquello que el erotismo socrático busca movilizar en el alma de Fedro. La palabra thíasos designaba en la Grecia de Solón una asociación amistosa, un culto más o menos organizado, cuyos phíloi se encargaban de celebrar las fiestas en honor a una divinidad3. En el siglo VI a.C, la juventud femenina de los estratos sociales superiores de Lesbos, como en otras partes, se asoció en thíasoi, donde las muchachas disfrutaban de compañía y amistad, honraban a los dioses con cantos y danzas y se entrenaban en una vida feliz y decorosa para sí mismas bajo la protección especial de Afrodita. En esas congregaciones la joven dejaba de pertenecer al mundo de la infancia para ser promovida como miembro total de la 1 A Fedro le encanta sentirse atraído por Sócrates: el problema es que su fuente de atracción es Lisias, cuyo lógos apela a todo aquello que le hace sentir bello. Sócrates está complacido con poder oír a Fedro y cree conocerlo como se conoce a sí mismo (228a6-7). Fedro, por el contrario, parece incapaz de autoconocerse porque confunde lo bello con lo que Lisias considera justo y apropiado para él, es decir, le falta cuestionar lo que éste le atribuye y hace de su belleza algo atractivo para Sócrates. La cuestión sobre éros no es distinta a la cuestión sobre el autoconocimiento. 2 Ya uno de los primeros comentaristas, el neoplatónico Hermias, se refería a las distintas opiniones sobre el «argumento» del Fedro en el que no estaba claro si era del «amor» o de la «retórica» de lo que fundamentalmente hablaba (8, 21 ss.). Dicearco, el discípulo de Aristóteles, creía que el mismo aliento poético que inspira a muchas de sus páginas entorpecía la ligereza y claridad del diálogo (Diógenes Laercio, III 38). No es una creencia aislada. Entre los intérpretes contemporáneos, Ferrari (1987) piensa que el diálogo está roto, el examen de Nussbaum (1986 [1995]) prescinde de la parte retórica y Derrida (1975 [1997]) prefiere anular su parte erótica en favor de la dialéctica. 3 Daremberg-Saglio (1926-1931, 266-67)

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comunidad de los adultos y considerada capaz de procrear por el ritual del matrimonio. Si el thíasos es tan importante es justamente porque constituye, conforme a las imágenes que suscita y de acuerdo con los ritos que exige llevar a cabo, el vehículo de toda iniciación, incluso de aquellas iniciaciones que no tratan estrictamente de este pasaje. Aunque se trata de una sacralización diferente, hay que tener presente que el principio general de iniciación también se mantiene constante en el Fedro. Ahí asistimos al tema de la separación, de la muerte transitoria, los motivos de la recepción de una enseñanza secreta, de la purificación, etc.; todos estos temas se encuentran en el diálogo en formas diversas. Hay un saber que debe ser transmitido y un medio con el que preparar el encuentro con lo bello. Tal iniciación explica, en diferentes niveles, el rol desempeñado por el erotismo socrático a lo largo del Ilisos, un río cuyo recorrido era conocido precisamente por ser un itinerario mistérico, así como el tipo de divinidades que necesariamente presiden la escena y el papel decisivo de las Musas. La disposición platónica de la escena responde a una intención inequívoca: imitar la práctica del arte amatorio a través de un thíasos socrático, cuyo encuentro transforme el erotismo de Fedro en un conocimiento de la belleza. En este artículo tan sólo pretendemos esbozar los elementos fundamentales del θίασος socrático tal como éstos se nos muestran a partir del Fedro platónico. El hecho de esclarecerlos es especialmente importante, no sólo porque permite articular la cuestión del autoconocimiento con la propia forma del diálogo, sino porque muestra el modo en que Platón nos lo presenta bajo el despliegue de un thíasos filosófico. Tres son los momentos básicos que lo conforman: 1) El texto escrito que Fedro lleva oculto bajo su manto y que ya no podrá declamar de memoria cuando Sócrates lo descubra (227a1-229a1). A mi entender, el que Sócrates y Fedro puedan leer conjuntamente el escrito de Lisias constituye el motivo posibilitador del thíasos; 2) La atopía desde la que habla Sócrates y a la que debería desplazarse Fedro (229a2-230b1). Para que tenga lugar el θίασος, es necesario que Fedro se sitúe en la misma posición que Sócrates, esto es, en la extrañeza de uno respecto de sí mismo; y 3) La iniciación mistérica (230b2-e6). Aunque el encuentro entre Sócrates y Fedro se desarrolla fuera de la ciudad, el que resulte bello depende de que ambos se inicien en los misterios del lugar sin quedar completamente absorbidos por su belleza. 1. El descubrimiento del rollo escrito (227a1-229a1) Una de las cosas más instructivas que se puede hacer con el Fedro de Platón es jugar el juego de los experimentos mentales. ¿Y si Fedro no se hubiese encontrado con Sócrates? ¿Y si hubieran tomado el mismo camino que Fedro tenía pensado hacer (como casi hicieron)? ¿Y si Sócrates no hubiese descubierto el escrito de Lisias oculto tras el manto de Fedro? ¿Habría sido el mismo diálogo? Lo que es seguro es que Fedro habría refrescado su cuerpo mientras recita el discurso que ha oído de Lisias esa misma mañana en casa de Mórico (227b5-6). Nadie duda de que Fedro estaría encantado de poder incorporar completamente [149]

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este lógos, hasta el punto de hacerlo pasar como suyo. Pero al encontrarse con Sócrates, el propósito de Fedro resulta truncado y escoge serle indispensable al menos en un sentido: mientras Sócrates no pueda acceder al escrito de Lisias, Fedro sabe que puede arrastrarle adónde él quiera. El lector intuye que, de no mediar la exhibición de Fedro, Sócrates podría leer el discurso con toda probabilidad en la ciudad y a su propia conveniencia. Lo cierto es que, al llevarlo oculto, Sócrates está dispuesto a comportarse como aquel amante que sigue al amado a cualquier lugar en su deseo de escuchar el lógos de Lisias. El interés de Sócrates no se agota en Fedro; también le interesa el tema de la conversación que sostuvo Lisias, así como conocer el argumento por el que cree que el joven enamorado debe entregar sus favores preferiblemente al no-amante (227c5-9). Lo decisivo es que Sócrates no puede aproximarse a Lisias sin la intervención de Fedro, y Lisias sólo puede hacerse presente gracias a la ejercitación de su lógos. Fedro se convierte así en el mediador entre Sócrates y Lisias. Por un lado, Sócrates es el amante de los discursos sometido a Fedro; por otro lado, Fedro es el amado que se ofrece a reemplazar el banquete dado por Lisias en la casa de Mórico (227b3-4). De modo que ésta es la situación inicial del diálogo: Lisias se encuentra restituido en el lógos de Fedro, Fedro está ubicado en un lugar hecho a la medida de su lógos, y Sócrates arde en deseos de que Fedro se comporte con arreglo a la imagen que tiene de él: “¡Oh Fedro! Si yo ignorara a Fedro, entonces, no me conocería a sí mismo. Pero nada de esto es así; bien sé que, de oír el discurso de Lisias, no iba a oírlo tan sólo una vez, sino que querría hacérselo decir nuevamente, a lo cual se dejaría persuadir con muy buen ánimo. Pero a ése tampoco le habría de bastar esto, sino que finalmente, llevando consigo el escrito, volvería a ver los pasajes que más le interesaran; y ocupado con ello se sentaría aquí desde primera hora de la mañana; cuando llegara a cansarse, saldría a dar un paseo —según mi sospecha, ¡por el perro!, podría saberse ya de memoria el discurso, si éste no fuera excesivamente largo. Y se encaminaría fuera de las murallas para repasarlo. Entonces encontraría a un hombre enfermo de escuchar discursos, y como quiera que lo viera, se alegraría por tener a alguien que pudiera acompañarle en su delirio coribántico y le invitaría a seguir su camino. Pero cuando aquel apasionado por los discursos le pidiera hablar, ahí se ablandaría, como si no ardiera en deseos por decirlos; y, sin embargo, aunque nadie quisiera escucharlo, trataría finalmente de hacerse entender por la fuerza. Así que tú, querido Fedro, pídele que lo que no tardaría en hacer de todas formas, lo haga igual ahora mismo” (228a5-c4)4

Sócrates no se dirige directamente a Fedro, sino que ofrece una imagen de su encuentro. Es tal su distanciamiento que llega a hablar del propio Fedro en tercera persona. Esta distancia entre Sócrates y Fedro no se explica, pero está claro que, en un lenguaje como el griego, que carece de un pronombre de tercera persona, el diálogo es un criterio suficiente para excluir a quien no habla y el no 4 Seguimos, con ligeras modificaciones, la edición y traducción de Léon Robin, Les Belles Lettres, 1961.

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hablar de algo5. En cierto sentido, la imagen de Sócrates pone de manifiesto lo único que espera de su encuentro con Fedro, cuya aspiración fundamental es ejercitar su propia gimnasia retórica ante Sócrates (228e1). En primer lugar, Fedro no sabe en boca de quién habla Lisias. Se sabe que Lisias ha escrito “sobre un bello muchacho que es seducido, pero no por un amante; [...] puesto que dice que debe otorgar sus favores a quien no está enamorado, con preferencia al que lo está” (227c5-9).

Sin embargo, Fedro jamás dice que Lisias piense el discurso con vistas al noamante: sólo queda claro que el destinatario del lógos, el bello normalmente joven, no debe relacionarse con alguien que esté enamorado. Que Lisias hable en nombre del no-amante no es algo evidente si el no-amante no puede dirigir su lógos al joven bello sin volverse de algún modo amante. En segundo lugar, Fedro ignora en qué sentido Lisias habla de éros, ya que el discurso apela a todo aquello que al joven se le supone precisamente por el hecho de que, al igual que el noamante, tampoco está enamorado. De ahí que éros se considere fuera de lo que dice Lisias y que haya un sentido en que no hay diálogo porque no se habla de éros. Lisias ha escrito un discurso que habla sin hablar de éros y se pronuncia sin que el orador se convierta automáticamente en amante. No es difícil observar que la premisa misma del discurso establece un tipo de relación idéntica a la que tendría un escritor que se dirige a un lector que está dispuesto a complacerle leyendo cualquier cosa que ponga en el libro. De acuerdo con esta premisa, Lisias sería el amado que, oculto tras el rollo escrito, se hace presente a través de Fedro; Fedro sería el amante que se hace pasar por Lisias mientras lee el libro y comparte con Sócrates su delirio por los discursos (228c1); Sócrates actuaría como el amante enfermo (228b6) que desea escuchar un discurso que le pregunta directamente si debe complacer a alguien como Fedro. Curiosamente, cuando Sócrates parece aludir a esta cuestión, que es la cuestión del discurso de Lisias, asume que Fedro acabará imponiendo su deseo por la fuerza (228c4-5). Fedro desea ser complacido por Sócrates como amante, pero desconoce las intenciones de Lisias con él mismo. Esto explica que Fedro engañe a Sócrates ocultándole el escrito, pero también que sea incapaz de ver cómo el escrito le oculta a su vez el engaño de Lisias. Lo que le permite engañar lo mantiene engañado. Ésta parece ser la diferencia crucial entre Sócrates y Fedro en este momento del diálogo: Sócrates sabe que la exhibición retórica de Fedro amenaza con situarlo en el mismo lado que él y, aunque ama los discursos, es consciente del riesgo de quedar atrapado en una escritura —la de Lisias— que amenaza con desposeerlo de aquello que sabe hacer —el arte de dialogar. Sócrates sabe lo que hay que saber de Fedro para que Lisias no lo arruine y en esto parece consistir su autoconocimiento. El problema es que Sócrates no puede dejar de lado a Fedro 5 Benveniste (1966, 251-257)

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mientras sea el mediador que permite el contacto con Lisias. Sólo cuando Sócrates descubra el libro de Lisias, podrá prescindirse de esta mediación: “Pero antes, querido mío, me tendrás que dejar ver lo que tu mano izquierda parece ocultar, bajo el manto... Pues sospecho que tienes el discurso mismo. Si es así, por lo que a mí respecta ten en cuenta lo mucho que te amo, pero con Lisias aquí presente, no pienso dejarme utilizar para que te ejercites conmigo” (227d7-e2).

Si el poder de Fedro ya no es necesario para reordenar el lógos de Lisias, basta con hacerlo presente mediante su lectura conjunta. Esta es la clave que hace posible el thíasos. En el preciso momento en que el escrito se descubre bajo el manto de Fedro y Lisias se presenta ligado a la lectura de su libro, Fedro y Sócrates pueden comenzar a experimentar algo que difícilmente podrían haber alcanzado el uno separado del otro: el delirio por el lógos. Esta experiencia coribántica (228c1) tendría que desplazar a Fedro de Lisias y presentar una imagen de Lisias que fuera significativamente diferente de la resultante de una lectura solitaria. No está del todo claro que cada cual, por separado, hubiese coincidido en proyectar la misma imagen de Lisias. Lo cierto es que este descubrimiento ofrece la posibilidad de compartir el entusiasmo por el lógos y generar un vínculo que la superioridad erótica de Fedro impedía. Fedro quería convertir a Sócrates en un amante de su lógos, mientras Sócrates proyectaba la imagen de Fedro para no convertirse en un amante de la escritura de Lisias. El amor a los discursos de Sócrates lo unía a Fedro, pero no era estrictamente equivalente, ya que el conocimiento de Sócrates incluía lo que necesitaba saber de Fedro para no acabar como él. Ahora este conocimiento se revela insatisfactorio si el lógos de Fedro puede transformarse en un diálogo sobre el amor que comparten. El rasgo crucial del Fedro consiste precisamente en que el autoconocimiento no es algo que Sócrates ni Fedro puedan saber de antemano qué es: el autoconocimiento de Fedro pasa por reflexionar en el diálogo su amor por los discursos; el autoconocimiento de Sócrates exige cuestionarse el amor que le une a Fedro. Si el Fedro ejemplifica la relación de ambos con el conocimiento de sí mismos, el diálogo debe erigirse en la forma discursiva más apropiada para que sean amigos. La situación inicial del diálogo establece así una relación entre los dos componentes básicos del erotismo socrático: la capacidad de reconocer al amante y al amado (Ly. 204b8-c1) y el empleo del diálogo como vehículo discursivo. Sócrates quería convertir su capacidad en un conocimiento, mientras la irrelevancia de Fedro para reproducir el lógos de Lisias convierte el diálogo en el interrogante a resolver. El conocimiento de Sócrates sobre Fedro lo alejaba de la comprensión que ha de tener de sí mismo como amante; el interrogante sobre si Sócrates y Fedro son realmente amigos deben resolverlo dialogando entre sí. En otras palabras, la claridad con la que Sócrates creía conocer a Fedro se ha vuelto tan irrelevante como su lógos; por otro lado, el camino que deben atravesar juntos todavía resulta muy oscuro y es demasiado pronto para afirmar que vayan a recorrerlo. Ahora el diálogo hará un alto en el camino para que puedan sentarse y [152]

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leer el escrito de Lisias. La condición para que pueda comenzar el thíasos ya está dada. 2. La atopía o extrañeza de Sócrates (229a2-230b1) En algún lugar próximo al camino que han seguido fuera de la ciudad, Fedro pregunta a Sócrates si no es ahí donde se dice que Bóreas había raptado a Oritiya (229b5-7). Sócrates responde: “Así se dice” (229b8), pero cuando Fedro conjetura que el lugar del rapto probablemente estaba situado donde ahora se encuentran y cree deducirlo a partir del encanto, la pureza y la claridad del riachuelo —sería, en efecto, un lugar “muy propio para que jugaran las doncellas en sus orillas” (229b9-10)- Sócrates asegura que debe localizarse dos o tres estadios más abajo, cerca del santuario de Agras (229c1-3). Mientras Fedro se entrega a una forma tenue de racionalización para confirmar su hipótesis, Sócrates deduce que la elección ateniense del lugar del altar está basada en la versión oficial del lugar del rapto de Oritiya (229d2-4). No sería extraño que Sócrates hubiera atendido el mismo relato registrado por Heródoto, según el cual los atenienses consagraron un altar a Bóreas en el Iliso después de prometerles su ayuda durante la invasión persa de Jerjes (VII, 188-192). Como es sabido, el resultado fue una terrible tempestad que sacudió la costa de Magnesia y se cobró cuatrocientos barcos persas. Fedro sabe que la retórica opera sobre lo que se dice y pregunta a Sócrates si está convencido de la verdad de ese relato (229c3-6). Sócrates responde “mandando a paseo” (230a3: chaírein) esta cuestión, como propia de una sabiduría “rústica” (229e3), y se limita a obedecer (peíthetai) lo que se cree habitualmente (nómos): “Si fuera un incrédulo, como los sabios, no sería un tipo extraño [átopos]; y, como un sofista, contaría además que [Oritiya] fue empujada por el soplo del Bóreas de las rocas vecinas, mientras jugaba con Farmacía, y que al morir así nació la leyenda de su rapto por Bóreas. O que fue en el Areópago, pues también se cuenta que fue allí y no aquí donde fue raptada” (229c6-d4)

Fedro tendría que estar acostumbrado a leer entre líneas ya que los sabios mencionados por Sócrates habrían interpretado este relato como una alegoría: cuando Bóreas despeña a Oritiya, en realidad podría significar que la naturaleza del deseo está enlazada con la muerte6. El rapto de Oritiya glosaría el carácter 6 Vermeule (1979, 168) ha estudiado esta conjunción entre el amor y la muerte a propósito de los relatos acerca del rapto de mujeres: “A las mujeres griegas no se les permite en general alcanzar el cielo; su cielo sólo se concebía en el sexo, en la fugaz unión nocturna con un Olímpico, en el apareamiento perpetuo con el señor de la tormenta en una cueva oscura, en el viaje dentro de una ola de Océano para un olvido pacífico. Es por la belleza de las mujeres que descienden el viento del Norte Bóreas o bien sus hijos; descienden como el éros de Íbico, el viento-tormenta, o el éros de Safo, que resuena como el viento que se abre paso

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azaroso y sumamente violento de su muerte, de modo que la acción de “agarrarla” (229d1: anápraston) captaría el sentido en que fue violada por Bóreas y no meramente “empujada” (229c10: ôsai). Oritiya significa “la que grita furiosa en las montañas” y esto mismo es lo que hacían las mujeres en los festivales dionisíacos. La violación de una virgen no sólo sugiere que los misterios del Iliso están de algún modo relacionados con Dioniso: su relato implicaría que cualquier encuentro en ese mismo lugar entre el amante y el amado corre el riesgo de ser violento a menos que Sócrates y Fedro se vuelvan amigos. Sin embargo, lo decisivo no es la advertencia del relato: Sócrates ha dicho lo que se dice y, al parecer, Fedro esperaba de Sócrates que opusiera a lo que se dice algún tipo de explicación igualmente racional. En cambio, Sócrates se limita a decir que apenas tiene tiempo para examinarse a sí mismo: “He aquí, querido mío, la razón: aún no soy capaz, según la inscripción délfica, de conocerme a mí mismo; y así, se me muestra ridículo examinar las cosas ajenas mientras aún desconozco la mía propia. De ahí que deje estas cosas tal como están y siga lo que se cree habitualmente sobre ellas, y examine, como ahora decía, no éstas sino a mí mismo, no sea que sea un monstruo con más repliegues y tufos que Tifón, el que erupta, o bien una criatura más mansa y sencilla, que por naturaleza traiga algo divino y le sea dado sin tufos” (229e5-230a8).

Según los oráculos de la Pitia, Sócrates debe pasar la vida filosofando y examinándose a sí mismo y a otros7. En la Apología, todo el acento se pone en su examen de otros, como si el filosofar equivaliera al conocimiento de la propia ignorancia respecto de las cosas más importantes. Tal como surge en el Fedro, el conocimiento de la propia ignorancia va unido al conocimiento de sí mismo y a la exigencia de situar su alma entre la sophrosýne simple de una criatura divina o la hýbris compleja de un Tifón. Sócrates se encuentra tan dominado por su atracción a los discursos que no hay en él ni un rastro de sophrosýne. Los bellos discursos lo reducen a un estado comparable al de las personas poseídas por el frenesí coribántico. Semejante estado parece ser exactamente lo contrario del carácter moderado de la criatura divina, cuya phýsis es extremadamente simple para hacer resonar cualquier discurso en su interior. Podría suponerse que su alma es más compleja (230a6: polyplokóteron) que Tifón. Tifón, el último de los hijos de la tierra en amenazar a los dioses olímpicos entre los robles de la montaña (286 P.; 47 D). Como Eros y Thanatos, los dioses del viento desempeñan un papel doble en el juego de los mortales que hacen desaparecer, iluminando sus piras funerales o empujándoles al amor, tal como Bóreas se llevó a Oritiya de esa orilla cubierta de césped en Atenas”. 7 No deja de ser curiosa la presencia de Sócrates en un lugar tan mistérico como el Iliso a tenor de la leyenda tan significativa que nos ha transmitido Hegel (Leçons sur l’histoire de la philosophie, París, NRF, 1970, vol. I, p. 74): Sócrates, un personaje singular de los atenienses, jamás se hizo iniciar en los misterios de Eleusis. Sócrates, el más sabio de los griegos, habría sido el único no iniciado en la revelación de los misterios.

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y fuente principal de todos los vientos después de su derrota, ejemplificaba la propia mímesis porque, según Hesíodo, tenía capacidad para reproducir el sonido de cualquier ser, ya fuera un dios o una bestia (Th. 820-80). El alma de Sócrates podría resultar tan compleja como las múltiples voces del dios8. Ahora bien, por muy distintas que sean las voces de Sócrates, lo cierto es que éste enmudece cuando aparece la voz de su daímon. El daímon se opone a menudo, e incluso en cuestiones de muy poca monta, cada vez que Sócrates está por hacer algo equivocado e inconveniente. Aunque no esté claro el provecho que pueda obtener de Fedro, el daímon le ordena estar con él (242b9-c3)9. Este mandato insinúa la diferencia específica entre Sócrates y Tifón: Sócrates sólo puede reconocerse a través de otro que es Fedro. Esta consecuencia es tan evidente que se manifiesta justo antes de que Sócrates reconozca que difícilmente abandona la ciudad porque sólo ahí los seres humanos, y no los lugares y los árboles, están dispuestos a enseñarle (230d4-6). Sólo hay seres humanos que pueden prestarse al empeño socrático de descubrir si su alma se aproxima a una bestia o a un dios. La intervención del daímon muestra que ningún hombre puede conocerse a sí mismo desde la autosuficiencia de su alma. Por esta razón, Sócrates se siente extraño (átopos) a sus propios ojos. El deseo de autoconocerse lo enfrenta a su propia atopía. Sócrates está lo suficientemente distanciado de su imagen como para que su daímon le obligue a construir una imagen de la belleza que le gustaría compartir con su amado10. Fedro, por el contrario, se encuentra tan apegado a su imagen que es incapaz de extrañarse y volverse bello. Fedro parece estar más cerca de Tifón que de Sócrates, aunque éste sólo pueda conocerse a sí mismo a través de Fedro. Este enigma hace de Sócrates un extranjero y obliga a convertir a Fedro en su guía (230c7), aunque el apelativo resulte a priori desconcertante: “Y tú, asombroso amigo, te muestras como un tipo de lo más extraño. Pues siendo de Atenas cualquiera diría que eres un extranjero al que se debe guiar, y no un nativo.

8 Griswold (1986, 40) 9 Pero el silencio del daímon tampoco garantiza que cualquier encuentro sea provechoso. Sólo cuando el poder del daímon contribuye a que alguien esté junto a Sócrates se puede alcanzar un beneficio inmediato. En el Teages, Sócrates aduce como ejemplo lo que en una ocasión le contó Arístides sobre sus experiencias con él: nunca aprendió nada de Sócrates, pero el hecho de estar junto a él en la misma casa fue de un provecho maravilloso. Si el daímon no se opone a que Sócrates esté junto a Fedro y además se lo exige, este puede tener una experiencia añadida: la posibilidad de aprender alguna cosa de Sócrates. 10 Curiosamente, Sócrates no puede prescindir de éros, el arma empleada por Zeus en su combate contra Tifón Tal como comenta Nónnos, Zeus tuvo un conocido aliado contra Tifón: éros, cuya flecha permitió que la música de Cadmo encantara a Tifón. Pero al asegurar que éros entra y metamorfosea el corazón salvaje del demonio, Nónnos recuerda lo que Hesíodo había dicho en otras palabras: al principio de todo hubo el Caos, después apareció la tierra y éros, y sólo éros fue capaz de hacer reanimar esa masa indeterminada e inerte.

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Esto es que jamás abandonas la ciudad, ni para viajar más allá de la frontera; creo incluso que ni siquiera has puesto un pie fuera de las murallas” (230c5-d2).

Si analizamos la intervención de Fedro, se podría entender simplemente que a Sócrates le resulta extraño el lugar porque sólo ha abandonado la ciudad en contadas ocasiones y desconoce lo que hay más allá de las murallas11. Pero Sócrates es extranjero en otro sentido: redescubre fuera de la ciudad lo que debe hacer y sujeta el mandato de examinarse a sí mismo al examen de Fedro, cuya bella guía resulta indispensable. 3. La iniciación mistérica (230b2-e6) Sócrates necesita la guía de Fedro en un lugar cuya atracción resulta irresistible para ambos12. La fuente común de esta atracción se atribuye a las Musas, que ponen a prueba a todos aquellos que han de pasar con sus naves por ella. De entrada, Fedro parece una víctima fácil de las Musas y está dispuesto a no conocerse a cambio de más discursos. Su amor a los lógoi es tan grande que, al igual que las Musas, no parece querer saber nada de los hombres directamente; contrariamente a Sócrates, es posible que aprenda más de los árboles y del campo que de los hombres en la ciudad (230d4-6). Si las Musas amenazan con hacerles ignorantes con sólo transitar cerca de ellas y Sócrates no puede permitirse el lujo de declinar la guía de Fedro, es fácil advertir el riesgo que corren ambos de ignorarse mutuamente en este lugar de paso. Fedro admira profundamente la pureza del arroyo (229a9-11), disfruta caminando descalzo (229a4) y le encantaría seducir a Sócrates mientras permanecen cómodamente recostados en la hierba. Sócrates parece tan poseído como Fedro: “¡Por Hera! ¡Qué lugar más bello para dar una vuelta! Pues este plátano es realmente muy corpulento y elevado. Y este sauzgatillo, es grande y prodigiosamente umbroso, y como está en el apogeo de su florecimiento, puede dejar el lugar impregnado de su fragancia. Y también, el encanto sin igual de la fuente que mana debajo del plátano, y su agua, que hiela de espanto, tal como mi pie se encarga de atestiguar. A alguna ninfa o al Aqueloo, a juzgar por esas estatuillas e imágenes de dioses, debe estar indudablemente consagrada. Y fíjate también, si quieres, en el aire que hay aquí, ¿no es 11 Cornford (1952, 66-67) señala lo insólito de ver a Sócrates “conducido lejos de los lugares que nunca abandonaba. En el marco de su arte dramático, Platón no puede indicar más claramente que este Sócrates poético e inspirado era desconocido para sus acompañantes habituales”. 12 “El lugar en cuestión”, dijo Thompson (1868 [1973], 9), “lo descubre fácilmente el visitante actual; indudablemente, sólo hay un lugar que responda a las condiciones, y responde a ellas perfectamente”. Robin (1961, X-XII) acompaña incluso el diálogo de una descripción arqueológica y un croquis, aunque admite que los alrededores han cambiado lamentablemente. Los intentos más recientes de describir y localizar con precisión el escenario del Fedro se encuentran en Wycherley (1963, 88-98) y Clay (1979, 345-353).

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envidiable y sumamente delicioso? ¡Una clara melodía estival que se hace eco del coro de las cigarras! Pero lo más refinado de todo es el césped, porque en la suave pendiente que crece es apropiado tener la cabeza hermosamente reclinada” (230b2-c6).

De la descripción de Sócrates, casi todo recibe algún epíteto de elogio: el lugar, el plátano, el sauzgatillo, la fuente, el aire primaveral, las cigarras y la hierba. Sólo las figuras y estatuas del lugar, situadas estratégicamente en el centro de la enumeración, carecen de una adjetivación precisa. Sócrates es incapaz de decir si las imágenes de los dioses son bellas y transmite la sensación de que la belleza del lugar le impide conocer en qué sentido los dioses pueden ser peligrosos. Parece olvidar que ahí fue donde una joven doncella fue arrebatada por el apasionado dios del viento y que estas imágenes (agálmata y kórai) consagran el lugar a las ninfas y a una divinidad fluvial llamada Aqueloo, el padre de la seductora Siringe, la célebre ninfa amante de Pan13. Así se manifiesta irónicamente el dios de la demencia erótica al que Sócrates y Fedro dirigen su plegaria final (279b10-c8). ¿Qué poder, sino el suyo, convocaría a los amantes a cultivar su amistad? Cargada con poderes dionisíacos, la escena resulta tan ambigua como la belleza de los dioses del lugar. El lector sabe que el recinto está consagrado a Aqueloo y que probablemente formaba parte de una serie de cultos distribuidos a lo largo del Iliso en los márgenes de la antigua ciudad, en un lugar ajardinado en el que la presencia de las ninfas era inevitable. El démos donde se practicaban la mayoría de estas celebraciones religiosas estaba ubicado en el suroeste de la pólis y se denominaba Agrai, “el campo”. A pesar de la presencia de distintos cultos, Pausanias cree que el santuario al que se refiere la escena está dedicado a Ártemis Agrótera14. Al igual que Bóreas, se trata de una divinidad que parece 13 Las kórai probablemente no eran estatuas como las célebres doncellas de la Akrópolis, sino más pequeñas, como unas muñecas que debían situarse cerca de la fuente. Las agálmata seguramente eran piedras votivas, aunque podrían ser otros objetos que complacieran a los dioses. Como indica Larson (2000, 127), no deja de ser curioso que entre la fecha dramática del Fedro (414) y su fecha de composición (370) se esculpieran las primeras reliquias conocidas en el Ática a las ninfas. 14 En efecto: “A través del Iliso hay un distrito de Atenas llamado Agrai y un templo de Ártemis Agrótera (la Cazadora). Se dice que Ártemis sólo cazar aquí cuando venía de Delos, y que esta por esta razón la estatua lleva un arco” (Pau. 1.19.6). Sin embargo, hay que mencionar cinco cultos más en Agrai: Zeus Meilichios, Demeter y los misterios menores, Meter, Aqueloo y las Ninfas. Estos cultos estaban interrelacionados en alguna medida y no es sorprendente ver en las ninfas el nexo de unión. Cerca del estadio y a lo largo del río se encontró una reliquia dedicada a las ninfas y a “todos los dioses” por una compañía de hombres y mujeres que trabajaban alrededor del Iliso. La reliquia se presenta dividida en dos partes: la superior está presidida por la iconografía convencional de las ninfas (Hermes conduce la danza mientras Pan y Aqueloo están presentes); en la parte inferior encontramos a Deméter y Kore, así como un héroe que se acerca a ellas con un caballo (probablemente Demofón). Esta reliquia muestra la proximidad entre el culto del Iliso a las Ninfas y los misterios menores de Deméter y Kore, cuyos iniciados se bañaban en el río.

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avenirse con la ciudad: Ártemis Agrótera es invocada por haber salvado a los griegos en su triunfo militar sobre los persas, aunque sólo baja a la ciudad en raras ocasiones, cuando la necesitan15. En un himno de Calímaco, se le oye decir lo siguiente: “Que todas las montañas sean mías”16. Como indica Gregorio Luri: “No es al cobijo de la venerable y domesticada sombra del olivo a donde deberemos acudir para dar con su rastro. Pero tampoco le gusta la completa intemperie, el exclusivo dominio del bosque. Quizás por ello sus santuarios acostumbran a encontrarse en las “eschatiai”, entre la tierra cultivada y el bosque, o entre “to astu” y el mar”17.

Como Ártemis Agrótera, el resto de los dioses del lugar no están alejados de la ciudad, pero tampoco están tan cerca como para decir que son bellos: tan sólo acuden a la ciudad cuando se encuentra amenazada de destrucción. El templo no se encuentra en un territorio totalmente salvaje, completamente ajeno a la ciudad y a las tierras habitadas por hombres. Se trata más bien de los confines, las zonas limítrofes, las fronteras donde se codean lo salvaje y lo cultivado. Las tierras baldías frecuentadas por los dioses no son del todo civilizadas ni del todo salvajes, del mismo modo que el recorrido a lo largo del Iliso no es todo lo bello que podría parecer. El Fedro se sitúa en un lugar difuso, una eschatia, frente al cual la tarea más importante es mantenerse alerta: la belleza apacible de las aguas contrasta con la violencia sacrificial de Bóreas; Sócrates se desdobla en Tifón, una alteridad espantosa con la que puede identificarse; las cigarras representan las profetas de las Musas (262d4), pero como todo insecto, con su cuerpo segmentado y sus ojos compuestos, podrían confundirse con un monstruo si pudieran verse a la supuesta escala de un Pegaso y una Quimera. Lo bello y lo monstruoso se hallan en una relación contigua que puede llevar a la confusión, pero también al autoconocimiento. Sócrates confirma esta posibilidad al desviar a Fedro del camino de Megara y situarlo en este lugar de paso donde, además de encontrarse el culto a Ártemis, se celebran los “misterios menores” de Agra18. Motte (1973, 422-423) ha señalado que este tipo de iniciación Para Robin (1961, XII), la escena platónica estaría dedicada a Deméter, un “Mètroon, que poseía el demos de Agra y que, en el siglo pasado, todavía se veía sobre las pendientes rocosas que sobresalían del río”. 15 Jenofonte asegura que los atenienses conmemoraban en el santuario de Ártemis Agrótera el triunfo militar de los griegos en Maratón y que lo hacían sacrificando quinientas cabras cada segunda quincena septiembre (An. III, 2, 12). También circulaba una versión de Pseudo-Plutarco en la que se decía que no era a Hécate sino a Ártemis Agrótera a quien se le ofrecían en ceremonia los efebos sacrificados en Atenas para rememorar aquella victoria decisiva sobre los persas. 16 Call. Ar. 18 17 Luri (1994, 79) 18 Como señala Kerenyi (1967, 90-91), Sócrates jamás menciona explícitamente los misterios de Agra, que servían como preparación para los misterios mayores. Pero para sus contemporáneos es evidente que se refiere a ellos cuando se habla de una iniciación graduada que debe comenzar en la belleza corpórea y conducir finalmente a la belleza del

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no podría hacerse sin recorrer el campo, este jardín inquietante que es el centro por excelencia del thíasos y, en general, de los cultos religiosos que suponen algún tipo de entusiasmo o posesión divina, pero tampoco sin el patronazgo sagrado de las Musas. Las teofanías de las Musas tienen lugar en sitios próximos a arroyos, fuentes o corrientes de agua, lo que hace que su culto se vincule con el de las Ninfas. En la elección platónica de este sitio pesa sin duda el recuerdo de la virtud purificadora de las aguas. Tampoco se puede olvidar que Sócrates y Fedro se encuentran arropados por la sombra de un sauzgatillo, cuyo nombre parece derivar de su parecido físico con los sauces, y cuya denominación científica (Vitex agnus-castus o “árbol casto”) hace alusión a su supuesta capacidad para disminuir la líbido19. La naturaleza de Sócrates se siente tan próxima a la de Fedro que le invita a compartir su delirio coribántico. Pero lo que está en juego en este pasaje no es meramente poner en contacto el alma del amante con la del amado. Que ese contacto sea bello y no sucumba al poder fascinador de las Musas dependerá de que el discurso de Sócrates se exprese en una imagen que despierte el erotismo de Fedro y, a la vez, lo modifique de un modo filosófico. Sócrates desea convertir a Fedro en un amante de la belleza y sueña con autoconocerse, aunque la naturaleza de Fedro no acabe de prestarse a ese propósito. La razón es que el encuentro entre Sócrates y Fedro está ligado en todo momento a Lisias, cuyo lógos es comparado con un festín (227b8: eistía). Lisias ha servido un banquete a sus huéspedes en la casa de Mórico20 (227b5-6) y ha cocinado un lógos del que Fedro se ha nutrido21. Sin embargo, Sócrates sabe que alma mediante la contemplación de las ideas (250b3-c3). Las alusiones son claramente figurativas, aunque “el tono original de los ritos está reproducido fielmente: el tono de Agrai es más físico que el de Eleusis, más espiritual” (1967, 46). 19 Es relativamente conocida la tradición de las matronas que mantenían su castidad acostándose sobre hojas de sauzgatillo para alejar las tentaciones, y no es extraño que algunos monjes en la Edad Media masticaran sus hojas con el mismo propósito. En Grecia, es imposible no recordar la Tesmoforia, de la que los hombres quedaban excluidos y servía a las mujeres para celebrar la reunión definitiva de Deméter con su hija. El vitex era una de las plantas esenciales para realizar los rituales secretos que se llevaban a cabo durante este festejo y, junto a la granada, el poleo y el pino, era reconocido por sus cualidades anticonceptivas, así como por otros efectos antieróticos. Si admitimos estas propiedades del vitex, es posible que Sócrates y Fedro busquen refugiarse tras él para proteger su sophrosýne de los excesos de éros. La ironía platónica consistirá en mostrar lo contrario. 20 Sería muy tentador afirmar que ésta es la casa del trágico Mórico, que se da a conocer como un ilustre glotón en La Paz de Aristófanes. Lo cierto es que los datos no son muy precisos. En cualquier caso, Mórico es el sobrenombre del dios Dionisos, “el que va manchado”, porque se cuenta que su casa estaba embadurnada con levaduras durante la vendimia. De ahí que Platón describiera la atmósfera de la casa como dionisíaca, sin excluir ninguna alusión a la conocida glotonería de Mórico. 21 Aunque la cocina y la medicina puedan enfrentarse diferenciando la buena de la mala comida (Pl. Gor. 464d4-5), Fedro es ajeno a este combate porque, escogiendo el placer, restablece al mismo tiempo su salud. Podría decirse que la oratoria culinaria de Lisias induce su creencia antes incluso de que Fedro abra su boca. No le hace falta asegurar que el

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el festín al que debe entregarse Fedro es de otro tipo (236e7-8); de lo contrario, jamás le exhortaría a formar parte de un banquete en compañía de dioses (247a8)22. Si partimos del hecho de que Sócrates y Fedro están dispuestos a ofrecer un discurso bello a Ártemis Agrótera, así como a los demás dioses del lugar, es fácil observar la absoluta vulnerabilidad socrática a la locura y al amor. El Sócrates del Fedro es completamente erótico. Y por ello es también enormemente sensible a la música. A pesar del estrecho vínculo entre Fedro y Lisias, todavía media una distancia entre ambos, justo por compartir con Sócrates esa obsesión por la musa poética23. Cuando empieza el festín de Lisias, todavía está algo oscuro (227a5). Ya no lo está cuando empieza la conversación entre Sócrates y Fedro. Pero en este último caso nos enteramos de que en el transcurso de ella se alcanza el mediodía, de modo que las cigarras pueden verlos con claridad (259a2). Nada parecido sucede respecto del banquete con Lisias. La diferencia entre ambas situaciones es tan marcada que el diálogo entre Sócrates y Fedro es este tránsito de la una a la otra: por un lado, el lugar de encuentro entre Fedro y Lisias, que corresponde al tópos de los discursos “urbanos” y “democráticos” (227d2-3), el espacio de la logographía que se impone en la ciudad situando el éros del lado de la sophrosýne; por otro lado, el jardín de los discursos bellos, el lugar del thíasos, que no reúne ni

placer que ofrece es realmente el propio de Fedro; es evidente que debe ser experimentado si Fedro, que se nutre de los lógoi de Lisias, desea ejercitarlos. 22 Para los griegos, es un acto sagrado el quemar carne en un altar para alimentar a los dioses con el humo, y luego comerse la carne. Este tipo de sacrificio podría describirse como una comida comunal con la deidad. La palabra equivalente a 'dios' en griego, theós, se deriva curiosamente de la palabra que significa "humo". De hecho, todo el Fedro se podría pensar como un escenario sacrificial, ya que en él: a) el dios del viento consuma su unión erótica con Oritiya; b) Sócrates desea conocer su propio hálito (psyché); y c) mirarse a sí mismo significa encontrarse frente a frente con un doble en el que viene a reflejarse su terrible vaporosidad (Tifón). 23 La idea de que la verdadera música, concebida como don de los dioses, se encuentra en la filosofía constituye un lugar común en la Academia de Platón. En ello radica una idea genuinamente helénica según la cual la música revela y vincula a los hombres con el orden real y necesario de las cosas. En este sentido, P. Boyancé (1937 [1972], 250) señala que Platón se comporta como un parédro, “compañero de las Musas”. El testimonio más elocuente de ello está en el Fedón, en el pasaje del sueño de Sócrates y el consejo repleto de misterio y devoción que Sócrates recibe: “Compón música y trabájala” (Phd. 60e6). Aristóteles, por su parte, siguiendo los ecos del Fedón, da a entender en su Protréptico que la filosofía es la verdadera música y en lo que atañe a la organización de los θίασοι filosóficos, reconoce tácitamente el vínculo de los hombres con el todo, a través de las Musas. De ese modo, no es extraño que Sócrates inicie su primer discurso con una invocación a las Musas o que el segundo funcione como una kathársis musical, repleta de colorido, metáforas y personificaciones pitagóricas, lo cual parece enlazar con una frase casual del Eutidemo que parece indicar que Sócrates había tomado parte personalmente en los ritos coribánticos (Euthd. 277d5-8).

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a Sócrates ni a Fedro, sino que supone la presencia del otro, el poseído por el dios, el amante que se ha de autorreconocer como amante de lo bello. Si los lógoi pertenecen a los lugares en que son digeridos, el paso de la casa de Mórico al thíasos significa el pasaje por un lugar cuyos discursos, aunque extraños a la ciudad, no pueden serle completamente ajenos en cuanto a éros. El sueño del legislador es que el ciudadano perfecto y completo debe hacer de cada cual un amante, como si toda la vehemencia de éros pudiese quedar confinada en el estrecho canal que la ciudad define en su obstinada pureza. El problema es no se puede escribir una ley sobre el deseo de que el amado sea tan bueno como sea posible. Para acceder a esta verdad sobre éros, la belleza del amante debe estar ligada a la del amado, y el amado no puede alcanzar la belleza hasta realizar en su alma el deseo del amante. En el Banquete, esa verdad es la manera que tiene Sócrates de atravesar el error que el resto de discursos sobre éros es incapaz de percibir. Cuando pasamos al Fedro, la conveniencia de compartir esta experiencia es lo que Sócrates se propone persuadir frente a la retórica de la ciudad. 4. Consideraciones finales La comprensión del Fedro como un thíasos filosófico escenifica el recorrido inverso de la logographía que triunfa en la ciudad. Al imitar el erotismo socrático, Platón introduce una nueva forma de iniciación. Aunque se funda en una relación consigo mismo, es un conocimiento de sí mismo a través del otro. El sentido de este encuentro hace posible una autoiniciación: no es una iniciación en los misterios de un dios exterior a sí mismo sino el reconocimiento de una belleza divina en el interior de sí. Hay tres momentos clave de la escena inicial que permiten el despliegue de esta autoiniciación filosófica: a) el descubrimiento del rollo escrito; b) el extrañamiento de Sócrates; y c) la iniciación mistérica. El thíasos es posible gracias al escrito de Lisias. La imagen que Sócrates se hace de Fedro impide inicialmente que Sócrates esté dispuesto a dialogar y, en consecuencia, escuche lo que Fedro podría llegar a decir. Pero como éste se ve a sí mismo siendo imprescindible a Sócrates piensa someterlo a su retórica a menos que se desvíen del camino de Megara. El descubrimiento del escrito de Lisias está ligado a la apuesta de Sócrates por el Iliso, este itinerario mistérico cuyo fin es un mouseîon (278b9), y abre la posibilidad de que cada cual problematice la imagen que tiene del otro examinando conjuntamente la de Lisias. La atopía es la discordancia que Fedro debería reconocer con su propia imagen. Después de descubrir el rollo escrito, Fedro se vuelve prescindible de acuerdo con la imagen que Sócrates tenía de él. El problema es que la imagen que Sócrates tiene de sí tampoco es evidente. Sócrates se siente extraño porque al reflejo de su imagen le acompaña, por un lado, una pasión enfermiza por los discursos que lo hace irreductible a la sophrosýne de una simple criatura divina y, por otro, un erotismo maniático que le impide alcanzar la autosuficiencia mimética de un Tifón. Mientras el autoconocimiento de Sócrates obliga a restablecer un diálogo del que Fedro había sido eliminado, Fedro, que confiaba en

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ser la Musa de Sócrates, resulta paradójicamente indispensable en un sentido desconocido para él. El thíasos es el vehículo a través del cual Sócrates y Fedro han de autorreconocerse como amantes de lo bello. Sócrates necesita hablar con los hombres, pero no habla ni se halla presente donde se exhibe la retórica de Lisias. A Fedro le encanta el habla silenciosa de los árboles, pero se ve obligado a dialogar cuando desearía ejercitarse retóricamente. Sócrates habla donde no suele hablar, y Fedro no habla donde suele hablar. Pese a todo, la atracción de Sócrates y de Fedro respecto del lugar es tan evidente como la belleza que los envuelve. Por su apariencia, este lugar alcanza lo que la retórica sólo puede conseguir por medio del lógos. Pero su apariencia es tan ambigua como los discursos que se darán en el thíasos. Sócrates y Fedro corren el riesgo de quedarse encantados por las Musas, en una inclinación que exceda la iniciación e impida acoger la belleza que ofrece el dios a quien quiera acceder a una visión purificada. Lo que está en juego es la posibilidad de un autoconocimiento mutuo y que este deseo se muestre como algo bello. Bibliografía Benveniste, E. Problèmes de linguistique generale, Paris, 1966. Boyance, P. Le culte des Muses chez les philosophes grecs, Paris, Boccard, 1937. Clay, D. «Socrates' Prayer to Pan». En G. Bowersock, W. Burkert, and M. Putnam (eds.), Arktouros: Hellenic Studies presented to Bernard M. W. Knox, Berlin, 1979, pp. 345-353 Cornford, F.M. Principium Sapientae, Cambridge, 1952 (trad. esp. Principium Sapientae, Madrid, 1992). Daremberg-Saglio, Le Dictionnaire des Antiquités Grecques et Romaines, Paris, Hachette, sub voce thíasos, 1926-1931. Derrida, J., La diseminación, Espiral/Fundamentos, 1997, pp. 91-263. Ferrari, G.R.F. Listening to the Cicadas, Cambridge Classical Studies, 1987. Griswold, Ch. Self-Knowledge in Plato’s Phaedrus, Yale University Press, 1986. Kerenyi, K. Eleusis, New York, Pantheon Books, 1967. Larson, J. Greek nymphs: Myth, Cult, Lore, Oxford University Press, 2001 Luri, G. «A la sombra de Ártemis. Reflexión sobre los espacios mítico e histórico de La república». Convivium 7, 1994, pp. 1-20. Motte, A. Prairies et jardins de la Grèce antique, Bruxelles, Palais des Académies, 1973. Nussbaum, M. La fragilidad del bien: Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, Madrid, Visor, 1995, pp. 269-308. Robin, L. Platon. Oeuvres complètes. Tome IV (3ª partie), Paris, Les Belles Lettres, 1968. Thompson, W.H. The Phaedrus of Plato, New York, 1868 [1973]. Vermeule, E. Aspects of death in early Greek art and poetry, University of California Press, 1979. Wycherley, E. «The scene of Plato’s Phaedrus». Phoenix. 17, 1963, pp. 88-98

Nemrod Carrasco Col·legi Major Penyafort, 643 08028 Barcelona [email protected] [email protected] [162]

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LA ÉTICA PERIODÍSTICA COMO ÉTICA APLICADA José Manuel Chillón Lorenzo. Universidad de Valladolid Resumen: La consolidación de la ética periodística como saber es una tarea todavía en ciernes. Para poseer una entidad intelectual suficiente, lo específico del periodismo informativo, esto es, tanto sus conceptos como su praxis, tendrá que encontrarse con las reflexiones morales que siempre han ocupado a la ética como saber filosófico. En este artículo, se explica esa vinculación interdisciplinar entre el saber periodístico y el discurso filosófico tratando de descubrir las contribuciones que tanto la ética de la responsabilidad de Weber, la prudencia de cuño aristotélico o algunas aportaciones de la ética kantiana y de las éticas dialógicas pueden hacer a la constitución de la ética periodística como ética aplicada. Abstract: The constitution of journalistic ethics since knowing with a solid intellectual entity is a task still in the making. The specific of informative journalism (theory and practice) has to connect with the properly philosophical moral reflections. In this paper, we explain that connexion studying the contributions that ethics of the responsibility, the prudence like professional virtue or some notions of kantian ethics and discourse ethics can offer to journalistic ethics.

1. Introducción: status quaestionis Si algo tienen los principios es que demuestran su valor cuando efectivamente sirven para orientar la praxis y cuando se pueden volver a invocar toda vez que las acciones concretas, sometidas a circunstancias convulsas, parezcan haberlos perdido de vista. Si alguna vitalidad poseen los fundamentos es la que le da el hecho de que, a pesar de los deterioros exteriores, siempre permanece su forjado estructural. Pues bien, así puede entenderse la relación entre la ética y las éticas aplicadas. Aquella, por ser el estudio de la dimensión moral del ser humano y, por tanto, de los principios, de los fundamentos; esta, por encargarse de encalcar estos principios morales en unas coordenadas sociales concretas o en los quehaceres profesionales determinados. De esta manera, la ética posee la vitalidad que le da el estar permanentemente expuesta a la intemperie de la realidad y el estar continuamente sometida a condiciones y no precisamente de laboratorio. Mientras, las éticas aplicadas saben dónde están sus amarres, cuáles son sus fundamentos y qué criterios han de seguir para evaluar sus propios procedimientos y, si ha lugar, reorientarlos. ¿No es este el eterno debate teoría-praxis? Evidentemente. Pero un debate que puede plantearse, en términos kantianos, sin tener que reconocer la tremenda distancia que parece existir entre el limbo de los principios teóricos y los circunstanciales criterios prácticos. De hecho, explica Kant en Sobre el tópico: Esto puede ser correcto en teoría pero no vale para la práctica (1999, p. 241) que también es teoría incluso un conjunto de reglas prácticas cuando tales principios [163]

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han sido pensados con la universalidad que les da el haberlos abstraído de condiciones, “que influyen directamente en su aplicación. Mientras que no se llama práctica a toda manipulación sino a aquella consecución de un fin que sea pensada como cumplimiento de ciertos principios del proceder representados con universalidad”. En definitiva, como explicará poco más adelante, cuando una teoría no posee una aplicación práctica, lo que necesita, curiosamente, es más teoría. ¿No es la ética aplicada una disciplina teórica con su propio objeto material y formal, que dirían los clásicos, cuyos principios teóricos nacen del conocimiento de los problemas más candentes y de las circunstancias profesionales que están llamadas a pensar para transformar? ¿Y no son esas circunstancias las que se imponen y las que retroalimentan los propios principios teóricos de la disciplina? Pues bien, de esta mutua y constante influencia entre la teoría y la praxis depende el especial estatuto de las disciplinas aplicadas, necesariamente abiertas a nuevas, mejores y más actuales interpretaciones y orientaciones sobre la dimensión moral de la acción humana. Es ya un lugar común aceptar que la Bioética, la Ética ambiental o incluso la Ética empresarial forman parte de las disciplinas que engrosan la lista de éticas aplicadas. Disponen de principios propios, conocen las prácticas profesionales o disciplinares desde las que piensan, y se presentan como expresiones del progreso moral de una sociedad especialmente compleja que tiene que resolver problemas específicamente contemporáneos tan lejanos a los de la cuna griega de la filosofía o a los de la modernidad kantiana, por poner algún referente. Podría parecer entonces que las éticas aplicadas tienen que emprender un camino desde cero por la asimetría entre las cuestiones más candentes de la actualidad y los presupuestos y planteamientos aparentemente caducos de la historia del pensamiento moral. Sin embargo, una mirada más perspicaz descubrirá que, aunque la faz de los problemas sea tan distinta e impensable para los filósofos de antaño, las cuestiones fundamentales sobre las que pivotan son exactamente las mismas que las que tratan los pensadores de hogaño: el debate sobre la idoneidad de los medios en relación a los fines perseguidos; el valor de la virtud; la cuestión de la prioridad innegociable de la dignidad humana; la autonomía moral… Tan nuevas y tan clásicas, tan de ayer y tan hodiernas. Es evidente hasta qué punto la consolidación del saber ético aplicado depende de que se acierte en el establecimiento de estos vínculos entre las cuestiones morales más perentorias de nuestros días y los planteamientos morales de los gigantes de la reflexión ética, a cuyos hombros debemos seguir subidos. Vínculos que tienen que estar continuamente rehaciéndose en una labor hermenéutica constante ante los retos apremiantes que a diario plantea una sociedad tan cambiante como la nuestra. Pues bien, si la ética periodística puede considerarse ética aplicada es porque la praxis periodística, afectada como pocas por las ínfulas de una revolución tecnológica de consecuencias casi imprevisibles, es permeable a las propuestas éticas sistemáticas. Aristóteles, Kant o Weber entre otros, tienen algo que decir sobre los principios morales que guían la acción humana también cuando esta acción está dedicada profesionalmente a la producción de información mediáticamente transmitida. Así pues, para justificar en qué sentido la ética [164]

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periodística es una ética aplicada y contribuir a esa tarea de dotar de entidad intelectual suficiente esta disciplina, proponemos dos recorridos teóricos complementarios. El primero tratará de comprender la ética periodística como ética de la responsabilidad trasladando las reflexiones weberianas sobre la vocación política al ejercicio profesional, también público, de la información periodística. El segundo, por su parte, sugerirá una ética del profesional asentada en la virtud correspondiente a la misión pública responsable: la prudencia de cuño aristotélico. Recorridos que se completarán con un rastreo por la ética kantiana y por las aportaciones de la pragmática de Habermas. Se va a hablar de fundamentos, de principios y se va a hablar de teoría periodística y de praxis informativa. ¿Será esta una buena manera de ‘filosofar sobre un problema real’, que diría Popper? 2. La dimensión moral de la acción pública del periodista: Ética de la responsabilidad El periodismo informativo es un hacer. Y como hacer, es el resultado de una acción personal y profesional libre. Las sociedades modernas así lo han querido: que sea el periodismo, y en concreto el periodismo que sirve la información a los ciudadanos, el que haga gala del derecho a la libertad de expresión que vertebra la democracia y consagra como valor fundamental del ordenamiento jurídico el pluralismo social y político. Pero, como le sucede a todo ejercicio de la libertad, no está exento de responsabilidad. Parece claro, pues, que la ética periodística deberá pensar los fundamentos morales de esta relación entre la libertad profesional ejercida y la especial responsabilidad pública debida. ¿Especial responsabilidad pública? Antes de abordar esta cuestión, propongo que se recuerde la ya clásica distinción de Aranguren entre moral como estructura y moral como contenido. Aranguren diferenciaba así entre la constitutiva dimensión moral de toda acción humana, en la medida en que pone en juego la libertad con la que el hombre se hace, y la posterior calificación de esa acción desde los patrones y criterios morales que se manejen. Las acciones humanas podrán ser morales o inmorales pero nunca amorales. Evidentemente tampoco la acción profesional del periodista. Decidir de qué informar, qué incluir, cuánto espacio reservar, qué omitir o en qué dirección investigar, por ejemplo, son acciones profesionales en las que se pone en juego la libertad del periodista en el medio concreto. Y de ese ejercicio libre, profesional y estructuralmente moral, depende la satisfacción del derecho fundamental de los públicos a recibir la información veraz que necesitan para ser auténticamente ciudadanos. De ahí esa especial responsabilidad por la que nos preguntábamos antes. Una responsabilidad que nace de la capital misión otorgada por las democracias al periodismo informativo y de la que depende, también, la corrección y la autenticidad del propio sistema. Hay pocas profesiones en las que cualquier movimiento, cualquier opción o decisión tenga tal repercusión pública. Probablemente sólo la política y el periodismo. Por ello, creo que una buena forma de tratar la especificidad de la ética periodística puede [165]

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consistir en recurrir a Max Weber y a la concepción de la dimensión moral de la acción pública política que propone: la ética de la responsabilidad. Vamos a ello. ¿Es posible la regulación ética de la política a sabiendas de que esta tiene como medio específico de acción la consecución del poder tras el que se encuentra la violencia? Esta es la pregunta clave de Weber en La política como vocación, texto que recoge la conferencia que el sociólogo alemán pronuncia en la Asociación Libre de Estudiantes de Munich durante el invierno revolucionario de 1919. En ella Weber trata de proponer una determinada concepción de la política, una concepción realista que tenga en cuenta las situaciones reales en las que se desenvuelve la acción del político para pensar, desde ahí, la posibilidad de una ética correspondiente a esa misión pública. Una concepción realista bien lejos, eso sí, del realismo político maquiavélico más férreo que subordina la ética a la consecución estratégica de los objetivos de la política siempre enfandangados de poder. Y lejos también del purismo moral de quien decide no mezclarse en cuestiones mundanas que puedan mancillar sus manos de persona con convicciones irreprochables. ¿Qué relación guarda el político profesional, que sabe del escabroso terreno donde se juega la política, con la necesaria orientación moral de sus acciones? Y este es su planteamiento central: “Toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: la ética de la convicción y la de la responsabilidad” (Weber 1999, p. 164). La diferencia entre estas dos formas de orientar éticamente la acción reside, en un primer momento, en la incompatibilidad que parece existir entre ambas, ya que el hombre que actúa por convicciones se desentiende de las consecuencias efectivas que pueda tener su acción, sean las que sean. Ahora bien, Weber enseguida apela a la experiencia para advertir que, en no pocas ocasiones, para conseguir fines buenos hay que utilizar medios que no lo son tanto. Lo que sucede es que este cálculo moral de medios en virtud de los fines es insoportable, por irracional, para quien actúa conforme a la ética de la convicción. Se trata de un ajuste entre el objetivo final y los medios, entre el interés personal y el social que debe ser continuamente ensayado por quien quiera ser político de vocación. La tarea política, en este sentido, ha de llevarse a cabo con la cabeza, aunque no sólo, porque en ningún caso la política puede desentenderse de su propio objeto: la consecución del poder. Un objetivo que, por cierto, reclama y precisa planteamientos eficaces, sobre todo teniendo en cuenta hasta qué punto el nuevo pluralismo social ha puesto en jaque la posibilidad de encontrar un bien común único susceptible de ser alcanzado mediante un argumento racional. Y es que la ética que corresponde a la acción pública política no puede obviar las consecuencias de esta acción en virtud de convicciones morales inquebrantables. La transposición inmediata de una moral de principios absolutos (como la ética de la convicción) a las condiciones efectivas de la política sería el motivo perfecto para despreciar la interferencia moral en las gestiones públicas. Y precisamente

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porque Weber no está dispuesto a esta disección entre ética y política1 y a la consiguiente reducción de la moral a la esfera privada, propone la ética de la responsabilidad como el lugar ético propio de la política: una ética que, en absoluto, desprecie los principios; una ética vertebrada por la importancia de la decisión personal; una ética que, lejos de obviar las consecuencias de cualquier acción en virtud de la bondad de las intenciones, las asuma como constitutivo esencial de su reflexión. El político responsable es aquel que tiene los pies en la cruda realidad y que ejerce el poder motivado por unos principios que, necesariamente, so pena de ser inútiles, abandonan su carácter absoluto obligados por la misma realidad; principios que no sólo están al comienzo de cada acción política, sino al final, cuando el político maduro, el político de vocación diga: “aquí me detengo”. Y se detenga porque, dar un paso más no sea sino traicionar las convicciones por la fuerza de las circunstancias. Se precisa vocación política para conciliar convicciones personales y exigencias públicas. Urgen políticos de vocación para evitar el hiato entre la moral individual vivida y la renuncia a los principios que puede imponer la cruda realidad. Vocación, en definitiva, para hacer de toda misión pública una tarea éticamente responsable. ¿Se puede hablar, en este mismo sentido, de vocación periodística? ¿En qué medida el discurso sobre la dimensión moral del periodismo puede ilustrarse desde una posible ética de la responsabilidad? Preguntarse por la responsabilidad del profesional de la comunicación equivale a preguntarse por la justificación de su actividad en la vida social. (Azurmendi 2001, p.139). ¿Qué función cumple? ¿Cuáles son las expectativas de los ciudadanos sobre los medios de comunicación y sobre sus profesionales? En primer lugar puede decirse que la responsabilidad de los periodistas es el tributo que la profesión debe a la sociedad que le otorga el papel esencial de dar cobertura al derecho fundamental de los públicos a recibir información veraz, lo hemos apuntado ya. Y es que, los medios son eso, medios que sólo tienen sentido si contribuyen a ese fin que les da sentido. “Casi nunca se le presta la debida atención al hecho de que la responsabilidad del periodista es muy grande; por lo general, el sentido de responsabilidad de un periodista honrado no suele estar por debajo del de un científico; más bien, está por encima, como lo ha demostrado la guerra” (Weber-Koyacsics 1983, p. 98) La tarea periodística también es una llamada, una vocación a la responsabilidad por la acción pública. Y en ese sentido, el sujeto de la información tiene que saber adaptar los valores reconocidos, las normas legisladas y las 1“Es necesario leer a Max Weber teniendo en cuenta el trasfondo de la discusión en la filosofía alemana en torno a la relación entre política y moral. Weber es heredero, en forma desigual, de dos tradiciones contrapuestas: la que con Kant intenta unificar política y moral, y la que con Hegel, postula una oposición inevitable entre ambas. Su postura ha de entenderse como un intento de mediación crítica entre esas dos tradiciones, ambas insuficientes” González (1998), p.134

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virtudes morales vividas a las obligaciones y exigencias profesionales. Acomodar ámbitos tan dispares es difícil y, a veces, en el ámbito laboral poco beneficioso. Pero de la constatación de esta tensión (también constitutiva de la acción política que quiere comportarse éticamente y en general de toda acción humana) y de la opción más acertada, depende la talla moral del periodista informativo y de la misma empresa periodística. El periodismo presta un servicio a la sociedad. Un servicio que nunca puede renunciar a poner en práctica las convicciones morales profesionales para servir a algún oportunismo de tipo empresarial o político. Pero un servicio público que tampoco puede desconocer ni las condiciones reales en las que se desenvuelve la información a diario, ni las rutinas profesionales que hacen de la verdad esperable del periodismo una verdad informativa construida2 por el sujeto informador, ni, por supuesto, la adscripción ideológica del medio al que sirve. Por eso el periodista responsable debe tener en cuenta las posibles repercusiones así como las consecuencias previsibles de sus acciones. Esta es, ni más ni menos, la responsabilidad por la acción de la que hablaba Weber para la política. De hecho, como reconoce García Avilés (2001, p. 73) los problemas de credibilidad de los medios surgen por la falta de adecuación entre la praxis periodística y las expectativas de los públicos cuando estos saben que no están recibiendo el servicio público que se merecen. Y es que, como explica el profesor Agejas (2002, p. 18), el profesional de la comunicación y de la información no puede eludir una realidad incontestable ya que, “el compromiso personal con la verdad tiene una inmediata y querida dimensión y repercusión social”, o como lo expresa la Declaración de Principios Internacionales de Ética Profesional del Periodismo de la UNESCO: “la responsabilidad social del periodista se da porque la información se entiende como un bien social y no un simple producto”. La propuesta de Weber abre de nuevo el debate moral entre medios y fines, entre el valor de unos y la oportunidad de los otros, entre, en definitiva, teleologismo y deontologismo. Ambas son perspectivas teóricas éticamente extremas. La primera, porque desconoce los principios morales más básicos y los sacrifica en aras de un único fin. La segunda porque, también en el extremo, sólo habla de deberes en abstracto difícilmente practicables en circunstancias tan proteicas como las que envuelven al periodista. Para comprender mejor ambas perspectivas éticas en términos de ética periodística, el profesor Rodríguez Duplá toma como ejemplo el periodismo de Günter Wallraff, sus actitudes y sus métodos tal y como se describen minuciosamente en su obra Cabeza de Turco. Lo que realmente le convierte en teleologista —reconoce Duplá— es la convicción de que su fin denunciatorio justifica el empleo de medios vedados para el periodista: falsa identidad, mendacidad, engaños para acceder a informaciones reservadas... (Cfr. Dupla 1995, 174-190). En mi opinión, la estrategia de Wallraff está amparada en la convicción fundamental que ha guiado al periodismo autoconsiderado como ‘perro guardián’ del bien y del interés público. Es tan 2 Sobre este asunto de la verdad informativa como verdad construida puede verse nuestro artículo (2007), pp. 95-125.

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importante que el público conozca la verdad que, los instrumentos utilizados, los mecanismos empleados y las estrategias programadas, sean las que sean, resultan redimidas por ese supuesto bien común3. Al menos esta es la tesis de los mentores de la llamada ‘Social responsibility theory’, una teoría que enfatiza la libertad de expresión e introduce en la reflexión mediática dos nociones que no pueden obviarse: la que tiene que ver con el ‘bien público’ y la que insiste en la cada vez mayor responsabilidad de la prensa que debe concienciar al público ejerciendo as a watchdog on government. Ian Richards, estudioso y crítico de esta teoría, advierte de que hay algunas exageraciones en estos planteamientos. Por ejemplo: es verdad que la sociedad tiene derecho a conocer los government business, pero ¿son acaso los medios y no los gobiernos los responsables de informar sobre ello? ¿Cómo puede determinar el medio qué actividades están justificadas en el interés público cuando en sociedades plurales, como por ejemplo Australia, hay muchos públicos y, por tanto, con seguridad, muchos bienes públicos posibles? (Richards 2005, pp. 8ss)4 Acceder con identidad falsa a una fuente de información, hacerse con documentos reservados o intervenir escuchas telefónicas, por muy reconocidos que sean los fines buscados, implica engaño, robo o atenta contra la intimidad. Garantizar un derecho no puede hacerse a costa de conculcar otro(s). Los principios éticos fundamentales y la conciencia moral exigen la precaución de suspender, de momento, esas líneas de investigación. ¿Y olvidarlas? La experiencia, según reconocen los propios periodistas, dice que el uso de tales procedimientos, moralmente mediocres, se incrementa cuanto más interesa la rapidez por la exclusiva, la foto para la portada, en definitiva, cuanto más se pone 3 El estudio de campo de Wilkins-Coleman (2005) pp. 93ss, es muy instructivo en este sentido. Después de catalogar multitud de casos históricos de triunfo del argumento teleologista en los periódicos, el trabajo recoge una encuesta realizada a profesionales con la siguiente cuestión: ¿Está justificado el empleo de las siguientes prácticas cuando se trata de escribir una interesante historia o es vital para el interés público? Estas prácticas, dieciséis en total, pudieron calificarse como no justificadas en ningún caso o justificadas. Los mismos periodistas, a pesar del grado de justificación que les otorgaron a las mismas, las denominaron deceptive journalistic practices, es decir, prácticas periodísticas engañosas. Por cierto que la encuesta se realizó on line en el año 2002 a los periodistas asociados a IRE (Investigative Reporters and Editors) que ya hemos citado en las páginas dedicadas al periodismo de investigación. Estas 16 prácticas engañosas iban desde claiming to be someone else, altering quotes, altering photographs, making aun untrue statement to readers/viewers, hasta otras tan curiosas como getting employed in a firm or organization to get inside information. A juzgar por las propias respuestas de los periodistas, las estrategias de Wallraff serían éticamente reprobables. 4 Algunas otras preguntas, también muy sugerentes son, “Why should the media watch the governors rather than the governed? From what should the media be ‘free’, and what should they be ‘free’ to do? Whose duty is it to ensure that the media carry out any responsibilities they might have? And, to whom are individual journalists responsible – their publics, their news sources, their editors, their proprietors, or, perhaps, themselves? Richards (2005) pp. 8ss.

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en solfa la noción de servicio público y de responsabilidad informativa. La prudencia, como virtud moral y profesional, lo veremos enseguida, juega a favor de la investigación sin premura, de la astucia profesional sin argucias reprobables y del mantenimiento pertinaz de tales líneas abiertas al encuentro de pruebas verificadoras que no sacrifiquen la verdad por apresurarse, precisamente, a dar con la verdad. La ética profesional, entendida como ética de la responsabilidad, en ningún caso puede hacer que el periodismo rescinda su latente contrato público con la sociedad a la que sirve, pero sí puede hacerle entender que a la verdad, al conocimiento de la misma, puede llegarse de otra manera, aunque esto exija más tiempo, mayor capacidad reflexiva y una precaución que, en algunas ocasiones, impondrá moratorias ante determinadas líneas de investigación. La mentira no puede encontrar justificación, ni siquiera for the public good. (Bok 1989, p.174). “Trust in some degree of veracity —explica casi al comienzo de su obra — is the fundation of relations among humans; when this trust shatters or wears away, institutions collapse” (Ibid, p. 31). Con todo, el teleologismo parece invocarse en estrategias periodísticas tan comunes como programar contenidos en virtud de las decisiones de la audiencia que, soberanamente, somete los productos mediáticos a una especie de test de rentabilidad: si la cuota de share es suficiente, los beneficios publicitarios serán mayores. El programa vale, aunque no valga. Y en este caso, los programadores, a sabiendas de la gravedad moral que supone mantener ciertos tipos de programas y ciertos tipos de contenidos en las parrillas, justifican sus decisiones porque estas no son más que la satisfacción de los intereses de una audiencia variopinta que posee valores distintos y convicciones morales distintas que hay que respetar, disfrazando de democráticas y de consecuentes con el pluralismo, decisiones que sólo tienen a la vista el fin del mayor beneficio, la lógica del mercado. Y así vemos cómo triunfan discursos demagógicos que tratan de asimilar, en palabras de Aznar (2002, p.129) dos ámbitos tan distintos como la democracia y la televisión. Una determinada concepción de la democracia, simplista e interesada, les lleva a tomar decisiones en relación a los sondeos de opinión, con una tesis de partida aparentemente democrática: todas las preferencias son equivalentes entre sí. De tal manera que, forzar una concepción o, “introducir criterios de discriminación cualitativa entre las preferencias del público, parece antidemocrático y elitista”. (Aznar 2002, p. 73) Mediocracia (Consejo de Europa) videopolítica y sondeocracia de Sartori o democracia de audiencias (concepto propuesto por Bernard Manin en su estudio sobre la evolución de las formas de ejercer la representación en democracia) son algunos de los conceptos comúnmente utilizados. ¿Qué reflejan estos términos? Ni más ni menos que el intercambio entre las formas de hacer política y las estrategias mediáticas de tener audiencia. No en vano, el término sociedad de la información se define, precisamente, mediante lo que Habermas llama fluidificación de la política, esto es, la comprensión del quehacer político en cuanto determinado por la condensación y por la aceleración de los flujos de comunicación, por la economía de la información y por la revolución tecnológica. [170]

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(Habermas 2009, p. 152). Sin embargo, me parece que, tras estos planteamientos, laten dos presupuestos discutibles: uno, que las audiencias son activas y reflexivas en orden a la elección de sus preferencias y otro, que sólo así triunfa la noción de autonomía que libera al espectador de ese soniquete elitista y antidemocrático. Pero entonces, he aquí el peligro, puesto que la mayoría reflejada en los índices de audiencia y sondeos de opinión son la pauta a seguir, son la expresión del interés público, los criterios morales cualitativos se verían sin ningún pudor desplazados por los cuantitativos, es decir por los beneficios mercantiles. Y de nuevo, a la palestra, el teleologismo ético de corte utilitarista. El famoso ‘la audiencia ha decidido que’ se presenta como una de las manifestaciones más conspicuas de la libertad mediática de los públicos. ¿Las audiencias son las que eligen o son los medios los que se lo dan? Tomemos como ejemplo de respuesta la crítica que Kant hace al inmoralismo político y aceptemos como modelo su respuesta: los partidarios del realismo de tipo maquiavélico insisten en tomar al hombre tal y como es sin darse cuenta de que, los hombres son, precisamente, tal y como esta política inmoral los ha hecho. ¿Serán también las audiencias como los medios las han hecho? A pesar del rechazo que suscita esta justificación moral teleológica de un quehacer falto de escrúpulos morales, la ética de la responsabilidad no puede recusar definitivamente el teleologismo. Es preciso bordear algunos límites para conseguir bienes mayores, o por lo menos para no hacerse responsables de un pecado de omisión por no poner todos los medios para destapar tramas corruptas o irregularidades en la gestión pública, por ejemplo. Reconocer que estos fines motivan y justifican la acción profesional del periodista, aunque su libertad transite más por vericuetos legales y morales que por sendas llanas y rectas, es parte de una sensata concepción del quehacer periodístico. Pero entonces ¿qué valor tienen las convicciones morales para el periodista? ¿Pueden ser puestas en cuarentena ante cualquier oportunidad? Quizá sea el momento para criticar esa clasificación weberiana que considera la ética de la convicción como una moral absoluta. Es bien sabido que éticas como la del Sermón de la Montaña, por tomar su mismo ejemplo, no están constituidas por principios acósmicos y tan absolutos que no puedan ser vividos, pues, de esta manera, no sólo no valdrían para entender y regular la fatigosa y mundana acción política sino tampoco la más sublime acción del místico. Con todo, hay algo en lo que Weber ha estado listo: las decisiones del político tienen per se consecuencias públicas, muchas de ellas impredecibles, en virtud de las cuales tiene que obrar. La clave está en que, la personalidad moral del actor público tiene límites de cuyo reconocimiento depende su talla moral. Este es el valor de las convicciones. Es el “aquí me detengo” que pronuncia el político de vocación. Pues bien, el servicio público que el periodismo presta a la sociedad se manifiesta también cuando el periodista suspende una información, una investigación o hace caso omiso a una filtración porque sus convicciones ya no pueden estirarse más, porque los principios

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morales ya no soportan dar un paso más allá en su adaptación a las circunstancias. Es, ahora, el “aquí me detengo” del periodista5. Hasta donde sé, la ética de la responsabilidad de Max Weber me parece una de las propuestas intelectualmente más consistentes de desautorización del teleologismo oportunista, sin que ello suponga renunciar al fin que necesariamente persigue toda acción y que le da sentido, así como de actualización del deontologismo, sin que ello reste un ápice al reconocimiento de principios absolutos insobornables. Una especie de término medio, una responsabilidad en definitiva, medida por el político de vocación. Aquel que ha hecho de su dedicación profesional una forma de vida. Y esta, según creo, es la aportación más singular de Weber al debate ético contemporáneo: descubrir que la carga de la prueba de la ética profesional la soporta la acción concreta del profesional, su forma particular de orientarse por principios morales, de vivir las virtudes y de estar en las circunstancias. De este equilibrio a tres bandas depende la genialidad y creatividad que siempre acompañan a la vida moral. 3. La prudencia como virtud. Lecciones aristotélicas para el periodismo La ética periodística, entendida como ética de la responsabilidad, conoce las dificultades por las que pasa la vivencia práctica de los valores teóricamente reconocidos pero sabe, o al menos el periodista responsable debe saberlo, que no merece ningún crédito aquella profesión que obligue a la persona a dejar sus convicciones morales a la puerta del trabajo como si de un pesado fardo se tratara. Por ello, “una de las tareas prioritarias de quienes estudian cuestiones relacionadas con la deontología de la comunicación consiste en desmontar un dilema inexistente: la elección entre ser buena persona o buen directivo”. (Sánchez Tabernero 2001, p. 23) ¿Cómo converge entonces esta ética profesional con la vivencia moral de la persona? O de otra manera, ¿hay alguna virtud personal que pueda ser considerada virtud profesional? ¿Podemos hablar de algo así como de virtud periodística? ¿Es posible referirnos a la vida buena del profesional del periodismo informativo? En principio, parece que se puede establecer una relación teóricamente nada forzada y prácticamente muy fecunda entre la moral personal (como vivencia de las virtudes que conducen al hombre a la vida buena, a la excelencia) y la responsabilidad de cada acción particular en la medida de su repercusión pública. Pero vayamos más despacio, vayamos a los orígenes del problema por excelencia de la primera filosofía moral: ¿cómo se adquiere la virtud? ¿Se puede 5 La Constitución Española de 1978 reconoce, a este respecto, el derecho fundamental denominado cláusula de conciencia que protege a los periodistas frente a cualquier cambio en la línea editorial de la empresa informativa y frente a la posible conculcación de sus convicciones fundamentales. Este derecho fundamental está desarrollado y regulado por la Ley Orgánica 2/1997 de 19 de junio.

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enseñar a ser virtuoso? Claro que se puede, responderá Platón, en la medida en que se ponga en conexión la esencial relación que los sofistas se empeñan en deslegitimar: la que se da entre virtud y conocimiento. Enseñar la virtud es animar a aprenderla y aprender depende no de “introducir la vista a los ojos que no la tienen, sino de orientar la mirada” (República, 517d). Y todo ello porque, sólo conociendo el bien, sólo haciendo el progressus del saber, puede ponerse en práctica lo conocido, puede hacerse el regressus del ejercicio político. La virtud se aprende, así lo reconoce también Aristóteles. ¿Cómo? Siéndolo, es decir, realizando acciones determinadas que, por el hábito, terminan siendo parte de nuestra forma de ser: “No son, pues, por naturaleza ni contrarias a la naturaleza las virtudes implantadas en nosotros. Estamos más bien adaptados por naturaleza para adquirirlas, pero lo que las madura en nosotros es el hábito”. (EN 1103a 23-26) Y es que, ser virtuoso es ser auténticamente, es realizarse plenamente. Y como la virtud tiene que ver con el deber ser, qué mejor que descubrir qué somos, cuál es nuestra esencia, para saber consecuentemente qué debemos hacer. El comportamiento moral exige conocimiento, exige voluntad, exige deliberación de medios y exige libertad en la elección de los mismos, no en vano estamos hablando de comportamiento práctico (EN 1114b 25ss). En este sentido, la ética de Aristóteles puede calificarse como ética de la felicidad, entendida esta como la plenitud definitiva del ‘deber ser’ del hombre, es decir de la racionalidad. Pero la felicidad no sólo está reservada al misticismo del sabio estudioso de las ciencias teoréticas. Más acá, en la dimensión práctica de la vida humana y, en concreto en la política, es posible encontrar la felicidad esta vez entendida como ‘vida buena’. La ética no tiene sentido en sí misma si no es orientada hacia la política, por ello, el individuo es en potencia respecto de la comunidad que es acto y de cuya ligazón depende la auténtica ciudadanía. La polis es escuela de virtud y, de esta manera, ser una persona buena pasa por ser un buen ciudadano. No puede existir una sima que separe la excelencia a título individual del compromiso cívico, por tanto, del compromiso público. Pues bien, del mismo modo, la búsqueda de la ‘vida buena’, de la vida feliz para el periodista como tarea moral por excelencia nos obliga a buscar aquella virtud que hace a los periodistas mejores personas siendo mejores profesionales. Si se entiende que la profesionalidad periodística lo es esencialmente por su estrecha vinculación con lo público, tal virtud no puede ser sino la prudencia, esa especie de bisagra entre la sabiduría y la acción, entre la teoría y la praxis, entre las convicciones morales más preclaras y su adaptación a las circunstancias concretas más adversas. Vayámonos por un momento a las fuentes. Aristóteles define la prudencia como, “aquella disposición que le permite al hombre discurrir bien respecto de lo que es bueno y conveniente para él mismo” (1140a 25) Y así es prudente el hombre, prosigue Aristóteles, “no en un sentido particular, como para la salud y el vigor del cuerpo, sino sobre las cosas que deben contribuir de modo general a su virtud y felicidad”. Al ser una disposición, como dirá después, racional, verdadera y práctica (1140b 4ss) no parece poder entrar en el ámbito de la episteme teórica sino más bien del lado del conocimiento práctico. Además, el hecho de ser praxis y no poiesis la sitúa, también, como [173]

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componente de la acción humana orientada por la virtud y ajena a la producción de objetos propia de la técnica. Pero orientada por la virtud, eso sí, intelectual (dianoética), marcada por la racionalidad de los fines y por la verdad, en este caso práctica: la verdad que atañe al vivir real del hombre, no la verdad esperable, por ejemplo, de la matemática. La prudencia es la virtud del hombre particular que tiene que habérselas con decisiones no del todo seguras, con medios no del todo válidos y con fines no del todo claros. La prudencia no es más que la herramienta moral que acompaña al hombre ante el riesgo inherente a toda acción libre, ante la incertidumbre constitutiva que significa vivir y, por tanto, tener que actuar. La felicidad que el hombre busca como fin último en cada una de sus acciones consiste en un estilo de vida moral que no puede ser desconectado del modo de vida esencial que le es propio: la racionalidad. Por eso, el ejercicio de la razón y la vida humana vivida en verdad exigen la puesta a punto de disposiciones prácticas orientadas por ingredientes como: la instrucción o el conocimiento, la memoria de la experiencia pasada y vivida y los posos que ella deja para el aprendizaje práctico, la circunspección y, por tanto, el análisis de las circunstancias concretas y el sopesamiento de los riesgos que conllevan y, por último, la aplicación de la ley general o universal al caso particular. El hombre prudente, siendo un hombre calculador que valora todas las decisiones en función de su conexión con el fin último, decidido por él mismo en términos de costes-beneficios, no opera con una habilidad instrumental. Eso no es la prudencia. “Por tanto, si el deliberar bien es propio de los prudentes, la buena deliberación consistirá en una rectitud conforme a lo conveniente para el fin aprehendido por la verdadera prudencia” (1142b 30ss). La prudencia es un ejercicio racional pero no de la racionalidad estratégica, sino de la racionalidad práctica que orienta la vida humana del hombre particular hacia la felicidad. “La prudencia —insiste Aristóteles— tiene por objeto lo humano y aquello sobre lo que se puede deliberar; en efecto, afirmamos que la operación del prudente consiste sobre todo en deliberar bien, y nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no tiene un fin, y este consiste en un bien práctico” (1141b 3 y ss). Por eso, precisamente, el hombre prudente no sólo conoce lo universal, sino también lo particular: el terreno donde se juega la acción humana. Y además, el hombre prudente es el que elige teniendo en cuenta el término medio (1106b 36) en el que se haya la virtud. Un término medio ni geométrico ni aritmético sino un término medio medido ahora por el hombre que ya ha elegido y vivido de forma prudente, que ya ha demostrado fehacientemente su responsabilidad. El hombre prudente es, en definitiva, el que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. Por tanto, parece evidente que la prudencia exige una aptitud, una destreza que no se confunde con la propia prudencia, “aunque la prudencia no exista sin ella” (1144a 28). Y esta destreza será buena cuando el fin sea laudable, pero si el blanco, si el objetivo no es bueno, se convierte en una mera habilidad. Muchas aptitudes personales favorecen la realización de acciones prudentes y, por ello, nadie duda del valor de la creatividad, la originalidad, el olfato... pero tampoco nadie duda de que esas capacidades puedan ponerse al servicio de fines dudosamente morales. [174]

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Pero todavía hay algo más que es muy interesante en la reflexión de Aristóteles: tal es la importancia de la prudencia que, aunque no sea verdad que todas las virtudes, “sean especies de la prudencia, como gustaba decir a Sócrates” sin embargo, “ninguna virtud se da sin la prudencia. Señal de ello es que aun ahora todos, al definir la virtud, después de indicar la disposición que le es propia y su objeto, añaden ‘según la recta razón’ y es recta la que se conforma a la prudencia” (1144b 20 y ss). Por tanto, no hay virtud que no tenga que estar entreverada por la prudencia ni tampoco hay prudencia sin ejercicio moral, sin virtud. “De otro modo degenera o resulta ser solamente un género de astucia susceptible de enlazar medios para cualquier fin, antes que para aquellos fines que son auténticamente buenos para el hombre” (MacIntyre 1987, p. 195) Pues bien, se puede reconocer que la prudencia es la virtud periodística por excelencia. Con la siguiente precisión, para acertar prudentemente no hay lecciones, no hay teorías. O al menos no hay teorías que no nazcan de la propia praxis prudente, de la propia praxis del periodista prudente. Sin prudencia, la veracidad, la precisión y la honestidad, como actitudes profesionales específicamente periodísticas, se mantendrían como ideales publicitarios del quehacer periodístico, como recomendaciones teóricas sin ningún valor práctico, como instrucciones de manual que hay que abandonar cuando mandan las circunstancias. La prudencia hace de estas actitudes personales ejercidas habitualmente auténticas virtudes morales. Buscar la verdad, como objetivo de toda labor informativa, puede llevarse a cabo ejerciendo profesionalmente esas actitudes que al periodista le aseguran estar orientado al horizonte de toda información periodística: la verdad que late como principio y fundamento para el periodismo y al que cada construcción informativa debe lograr ajustarse. El profesional tiene que saber qué son estas actitudes y conocer cómo ejercerlas para entrenarse en ellas. Pues bien, este entrenamiento, este hábito, es el requisito indispensable para configurar el carácter moral del periodista veraz, preciso y honesto. Mas ese ejercicio, esa puesta en marcha de unas actitudes profesionalmente exigibles, necesita de otra virtud, la prudencia, que no reste un ápice de profesionalidad a la tarea, sino que, es más, garantice la vinculación esencial entre el comportamiento moral personal y el desarrollo de la labor profesional del periodista. De la actitud del periodista, en concreto de la veracidad, depende que el profesional lleve a cabo la transición entre los tres niveles ontológicos de realidad en sí (lo que sucede), la realidad fenoménica o realidad que graba y capta con sus instrumentos profesionales, y la realidad informativa que construye y llega a los públicos6. Pero a las actitudes personales de veracidad, precisión y honestidad se le plantean a diario retos mayores y más complicados que los que ningún tratado teórico puede contener. La pléyade de circunstancias obliga al periodista profesional a no poner entre paréntesis las actitudes que hacen grande su misión pero tampoco a desatender a 6 Hemos tratado esa tridimensionalidad de la realidad en el periodismo informativo en nuestro trabajo (2007), pp. 156-163

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los contextos reales en los que nace la noticia. Sólo la prudencia, entendida como esa especie de lucidez intelectual para la acción moral, hace vivibles los principios y prácticas las actitudes que generan virtudes en el profesional que, así, se hace responsable. Sólo la prudencia podrá guiar el razonamiento práctico del periodista acerca de qué es lo que debe hacer en cada circunstancia. Y es que, el hombre prudente de Aristóteles, tal y como recuerda Aubenque, reúne cualidades como el buen sentido y la singularidad, el bien natural y la experiencia adquirida, el sentido teórico y la habilidad práctica, la rectitud, la eficacia, el rigor, la lucidez precavida, el heroísmo, la inspiración y el trabajo. El prudente es, “ni ‘alma bella’ ni Maquiavelo, es indisolublemente el hombre del interior y del exterior, de la Teoría y de la práctica, del fin y de los medios, de la conciencia y de la acción” (Aubenque 1999, p. 138). Aristóteles no habló en vano. Reducir toda actitud profesional a una actitud prudente construiría una ética profesional de un exceso subjetivista peligroso que podría llegar, en el extremo, a un término medio insoportable para cualquier conciencia moral: por ejemplo, dar la misma voz, conceder el mismo espacio a víctimas que a verdugos. Prudencia sin virtud moral se convertiría sin más en una estrategia, en una argucia susceptible de justificar cualquier fin. Por eso, lo que me parece más apremiante es tomar una buena lección aristotélica: ninguna virtud, ninguna actitud puede ejercerse sin la prudencia, es decir, sin la virtud del sentido de la realidad, sin la virtud que obliga al valor a salir de lo abstracto de las ideas y a jugarse el tipo en lo concreto de las circunstancias. Y por eso, ni siquiera los códigos deontológicos, las normas de conducta o de procedimiento agotan la riqueza de una realidad circunstancialmente variopinta e inabarcable7. Al final, la ley, el espíritu de la norma, debe saber ponerse en práctica. ¿Algún modelo? Sí, el periodista prudente. El que ha hecho de su profesión un servicio para los otros y precisamente, en ese quehacer, se ha hecho más persona, más virtuoso, más excelente. Sin embargo, ninguna norma, ningún libro, ningún, ni siquiera, ejemplo a seguir, libera al hombre, en este caso al periodista informativo, de tener que jugársela en el campo, de tener que elegir. Y esa libertad constitutiva del periodista que opta es la que sustenta la responsabilidad que guía su acción profesional. Esta es la clave de conexión entre la ética de la responsabilidad periodística y la virtud profesional entendida en términos de prudencia. Entre Aristóteles y Weber. Y en eso consiste la vida buena del periodista, del informador: en saberse responsable de ofrecer a la comunidad la información que esta necesita para ser políticamente activa. Que puedan darse los valores a los que aspira el periodismo informativo exige la comparecencia de la prudencia profesional para medir, para adaptar los medios de los que disponemos al fin buscado. Esta es, ni más ni menos la dimensión pública de la(s) virtud(es) periodística(s). Responsabilidad pública del profesional

7 El propio Aristóteles ilustra este significado de la prudencia con la imagen de la regla de los arquitectos lesbios que se adapta a toda superficie. Cfr. EN 1137b 29-33

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del periodismo que genera credibilidad8 en los públicos. La vinculación entre prudencia y responsabilidad consiste, entonces, en no renunciar a las convicciones, a las virtudes morales de la profesión, asumiendo que la verdad de las mismas está en su capacidad para ser auténticos valores vivibles por el profesional de vocación. Y ese es el periodista de vocación: el profesional prudente y responsable. La prudencia, que exige experiencia en el sentido de entrenamiento para saber cuajar teoría y praxis, puede aprenderse. Y esto es clave. Solo la paideia, sólo la educación deshace el círculo vicioso de la definición aristotélica por medio de la cual la prudencia se define por el término medio y este último como aquello que el hombre prudente convierte en verdad práctica. De esta manera, la virtud de la prudencia, como virtud profesional del periodismo, exige buenas dosis de educación teórica así como buenos y sólidos argumentos básicos que forjen y fortalezcan la acción periodística para asumir el riesgo que supone siempre el tener que elegir profesionalmente. La prudencia como virtud, en definitiva, juega en contra de las voces posmodernas que pretenden eliminar el estudio de la ética periodística o reducir esta a deontología. La ética puede aprenderse para que las decisiones profesionales sean decisiones nunca vacías, sino plenas, en el sentido de ser decisiones llenas, decisiones guiadas por auténticas convicciones. 4. Pautas kantianas y dialógicas para una ética periodística La razón práctica ilustrada cumple ‘mayoría de edad’ cuando rompe sus ligazones metafísicas o religiosas, cuando abandona para siempre las servidumbres que no le permiten tanto campar a sus anchas cuanto andar a tientas. La conciencia moral individual y libre que se autoimpone normas emanadas de su propia razón es el tabernáculo improfanable. Así lo expone Kant: “Con la idea de la libertad hállase inseparablemente unido el concepto de autonomía, y con este el principio universal de la moralidad que sirve de fundamento a la idea de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos” (1973, p.121). Pero esa autonomía de la razón y la ley moral que la propia razón se exige seguir no dan con principios particularistas que buscan intereses individuales (en una heteronomía promulgadora de imperativos hipotéticos como hasta ahora habían sido las éticas de fines o éticas materiales) sino con principios que sólo tienen 8 Una relación esta, la que se da entre prudencia-responsabilidad-credibilidad, para la que Aristóteles también tiene unas palabras: “De que sean por sí dignos de confianza los oradores, tres son las causas porque creemos, fuera de las demostraciones. Y son las siguientes: la prudencia, la virtud y la benevolencia, porque los oradores que cometen falsedad acerca de las causas en que hablan o dan consejo, ya por todas estas causas, ya por alguna de ellas: pues o bien por falta de prudencia no estiman rectamente, o bien con recto juicio, por maldad no dicen lo que piensan o bien son prudentes o probos, pero no miran con buenos ojos, por lo cual cabe que den el mejor consejo quienes lo conocen” Retórica, 1378a 7ss

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valor moral por ser universales e incondicionados: todos los hombres deben cumplirlos y además, siempre. Deberes, por tanto, no subordinados a los resultados. De tal manera que, el concepto de autonomía en Kant hace compatible el actuar por deber (tal y como supone el estar sometidos a la ley) y la dignidad del sujeto moral, auténtica legisladora universal. El imperativo categórico, la ley fundamental de la razón pura práctica (Ibid, p.57) es, en este sentido, la expresión máxima del deber que no se somete ni a beneficios, ni a fines, ni puede ser estratégicamente utilizado ni instrumentalizado. No cabe duda de que esta concepción de la autonomía moral contiene en sí rasgos muy apreciados por la conciencia moral contemporánea, tal y como puede comprobarse en la Declaración de los Derechos Humanos, por tanto en conquistas que ya han constituido el humus moral de la sociedad. Que la dignidad de la persona humana pueda ser la exigencia moral, el imperativo categórico del periodismo informativo sobre el que no quepan negociaciones ni prebendas, parece un pilar básico incondicionado y universalizable de la ética periodística, y su respeto, esto es, la representación de la ley en sí misma, un síntoma, el mejor síntoma, de la altura moral del profesional de la información. En palabras del propio Kant: “Los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho”. (Ibid, p. 83) Si los medios de comunicación y su labor informativa respetan y hacen respetar la dignidad humana, si el límite intransitable de sus acciones profesionales está marcado por el respeto a la norma moral comúnmente compartida y expresada en los derechos humanos, estarán favoreciendo el progreso de la historia en sentido ilustrado. Y esta es la clave: la constitución de una filosofía moral periodística en términos kantianos es la expresión de un quehacer informativo que se compromete sobre todo con la libertad del hombre. ¿Vivimos, pues, en una época ilustrada? Se pregunta Kant en su opúsculo Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1999, p. 69). Evidentemente no, pero vivimos en una época de Ilustración. Es decir, en una época que va progresivamente avanzando hasta ese momento en el que el género humano se servirá con seguridad y provecho de su propio entendimiento. En realidad, la historia misma es la historia de este progreso ilustrado cuya narración sistemática es posible si es que cabe descubrir un hilo argumental y explicativo entre todo el maremagnum aparentemente dispar de hechos y acontecimientos. ¿Cuál sería este eje vertebrador? Ni más ni menos que el desarrollo definitivo de todas las capacidades racionales del hombre. Esto es, que el hombre pueda hacer un uso crítico de su razón sin que ello obste a su obligación de obedecer las normas. Es el uso público y privado de la razón: ¡Razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! (Kant 1999, p. 71) O lo que es lo mismo, que el respeto a la leyes no paralice las ansias humanas de progreso y de mejora. Y es que, la capacidad de la razón para determinar la voluntad y constituirse de esta manera en razón práctica va unida a la perentoria tarea de análisis del presente en el que la libertad tiene que habérselas con el tiempo. Sólo así la razón se hace responsable del presente que vive y que tiene que pensar. Y esta es la imborrable [178]

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herencia de la Ilustración: proyectar sobre la actualidad la capacidad crítica. Mas, ¿no es la actualidad una dimensión temporal esencialmente mediática? ¿No es la actualidad el propio presente construido por el periodismo informativo? Pues bien, he aquí la aportación de la propuesta moral kantiana a la ética periodística: que toda construcción informativa, sea la que sea, o mejor dicho en términos kantianos, tenga la materia que tenga, se proponga como máxima el imperativo moral y profesional con la siguiente forma: haz que tu acción profesional informativa contribuya a promover el respeto por el hombre y su dignidad. En la capacidad de las empresas mediáticas y de los propios periodistas para darse esta norma inquebrantable de su actuación moral, reside la dimensión ilustrada de los medios. Dimensión que ineludiblemente implicará que estos sirvan como los cauces contemporáneos para que tanto profesionales como públicos, en cuanto ciudadanos, hagan uso público de su razón, es decir, pasen por el tamiz racional y crítico todo el presente, la actualidad. ¿O acaso una sociedad de la información como la nuestra puede obviar la específica y especial contribución de los medios de comunicación al progreso histórico que se postula? Ahora bien, el principio de universalización kantiano, ese para todos y para siempre, esgrimirá Habermas, parece incontestable mas no en la forma de un imperativo esencialmente monológico, como si cada persona por sí misma fuera capaz de saber si un deber moral puede ser universalmente (con)seguido. Y es que, la razón humana es constitutivamente dialógica. He aquí pues la tesis esencial de las éticas discursivas. Recordemos que, estas teorías éticas parten de un factum que ya no es la conciencia moral, la capacidad de la razón humana para hacer juicios morales, sino el hecho del lenguaje con el que las personas, interlocutores válidos, pretenden entenderse, como si el lenguaje fuera la instancia que permite transitar del sujeto aislado a la intersubjetividad. Por eso quien habla reconoce implícitamente a su(s) interlocutor(es) la capacidad de proferir palabras, de entenderse y de llegar a acuerdos. ¿Cuáles son los presupuestos racionales de estas acciones comunicativas, como las llama Habermas? Uno de estos presupuestos es el de la corrección de las normas. De tal manera que, toda norma que se proponga pueda llegar a ser discutida, esto es, puedan ponerse en tela de juicio, mediante una argumentación, sus pretensiones de validez como norma. Si la argumentación acerca de la pretensión de verdad de las proposiciones recibe el nombre de discurso teórico, en este caso, preocupados como estamos de la corrección de las normas morales, nos referimos a un discurso de tipo práctico. Un discurso que se da cuando concurren condiciones comunicativas de sobra conocidas: que se mantenga una lógica mínima en la argumentación, que el hablante afirme únicamente lo que cree, que todo sujeto capaz de lenguaje y de acción pueda participar y que cualquiera pueda problematizar cualquier afirmación. Parece evidente, pues, que la legitimidad de las normas, en sociedades plurales como las nuestras, no puede venir dada de antemano, independientemente del diálogo inclusivo de todos los afectados en condiciones discursivas. Se salvan así dos extremos a cual más pernicioso: el de la imposición normativa que se oculta tras el reconocimiento de verdades previas y anteriores a la disposición social de los hombres y que quieren hacerse valer sin [179]

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someterse a las exigencias discursivas. Y el extremo del convencimiento retórico propio de una racionalidad instrumental que comprende el acuerdo en términos negociación. La racionalidad comunicativa, sin embargo, descubre que el telos del lenguaje es el entendimiento, el acuerdo. Desde el Peri hermeneias de Aristóteles se sabe hasta qué punto legein ti es posible solo si semainein ti. Esto es, proferir palabras es una actividad eminentemente racional sólo si estas se entienden, sólo si la sociedad en la que está inmerso el hablante sabe lo que este quiere decir. ¿Qué otra marca común puede esperarse de sociedades plurales sino la racionalidad que vertebra todo acto comunicativo? ¿Y no será el lenguaje y su intrínseca búsqueda de acuerdos la mejor señal para saber que el proyecto ilustrado de libertad es todavía un proyecto inacabado? Y los medios de comunicación, nacidos ni más ni menos que para la libertad, ¿no encontrarán pautas para la constitución de la ética profesional en su capacidad para descolonizar el mundo de la vida y, por tanto, en su contribución decisiva al progreso ilustrado y emancipador del hombre? Es evidente la proximidad entre las propuestas discursivas y la apuesta por una democracia deliberativa garantizada por una opinión pública libre, madura y responsable. Pues bien, también la dimensión moral del periodismo tiene sus evidentes repercusiones políticas, y por eso, de la buena praxis periodística depende que se acelere la construcción del espacio público deliberativo en el que los ciudadanos no sólo tienen a su disposición la información necesaria para participar en el sistema, sino que encuentran en los medios auténticos canales de participación en lo público. Pero cuidado porque los medios también pueden incidir en la dirección opuesta. En sociedades del conocimiento como las nuestras, el estrecho vínculo entre información y poder y la influencia apabullante de los medios de comunicación hacen que estos dispongan de una faz autoritaria casi anexa a su potencial emancipador (cfr. Habermas 1987, p. 553-554). Una doble naturaleza que afecta sobremanera al discurso moral sobre el proceder mediático. He insistido en que, de la buena praxis periodística depende la autenticidad del sistema democrático, según las éticas discursivas. Pero, ¿de qué depende esa buena praxis? ¿Qué condiciones tienen que darse para que las normas reguladoras del quehacer informativo profesional pasen el test discursivo? En primer lugar, y según lo dicho, sería preciso tener en cuenta a todos los afectados por ellas y no aceptar como correcta sino la norma que todos pudieran querer. Con lo cual, el debate típicamente deontológico sobre si regulación estatal o autorregulación de los medios, discursivamente, parece solventado: ni puede ejercerse sólo una regulación externa por contravenir la libertad de expresión garantizada por las democracias, ni la deriva mediática actual parece aconsejar sólo normas autorreguladas sin ningún tipo de control público. Periodistas, empresa informativa, estado y públicos pueden considerarse como los afectados por las normas que rigen la profesión. ¿Cómo, entonces, tenerlos en cuenta? Promoviendo encuentros para que las decisiones informativas más cotidianas se tomen contando con la corresponsabilidad de todos los miembros de una redacción. Favoreciendo iniciativas empresariales para que los departamentos contables comprometan los beneficios legítimos al servicio público y responsable [180]

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del periodismo. Ofreciendo plataformas para que distintos grupos de afectados puedan expresarse, destinando espacio para que los ciudadanos puedan problematizar cualquier afirmación que haya hecho el medio9 o aquellas que le puedan afectar, destinando secciones específicas para que los públicos puedan expresar sus posiciones, deseos y necesidades o incluso promoviendo instituciones de consumidores de información que recojan la sensibilidad pública ante determinadas programaciones o incluso ante una investigación periodística particular, ante procedimientos periodísticos moralmente controvertidos o ante las informaciones relativas a temas de un calado especial como son las tragedias, la violencia doméstica, la inmigración… Y, por qué no, creando un consejo Estatal que vigile el proceder mediático y tenga fuerza punitiva. Un consejo independiente, eso sí, de los vaivenes ideológicos de los partidos de turno. Aunque, qué duda cabe, la mejor demostración de condena no es otra que la condena moral que castiga con nulas cuotas de share o con tiradas sin demanda. Requisitos, todos ellos, con los que el periodismo podrá justificar las pretensiones de validez de las normas éticas que persigue, siendo a la vez el cauce y el medio para una ciudadanía activa y una democracia auténtica. Con todo, la ética discursiva vale como ética de procedimiento, esto es, como una especie de mecanismo moral para saber si las normas emanadas de la praxis profesional tienen legitimidad o no. Pero la ética no puede reducirse a norma, a ley codificada, a código deontológico. Ni el más amplio de los Estatutos de redacción puede acoger la multiplicidad de situaciones, de dilemas o de problemas que forman parte de la tierra del periodista, de la circunstancia profesional. Las sociedades no sólo piden a los medios que limiten su potencial para no atentar contra unos derechos a costa de salvaguardar otros. Las sociedades también exigen que los medios promuevan valores como la libertad, la tolerancia, el pluralismo, el respeto a la infancia, la condena del terror y de la violencia. Máximos que no resultan garantizados por los mínimos normativos sino por la excelencia a la que está llamado el profesional. Por ello, educar en la virtud a los futuros profesionales es, según creo, una buena manera de hacer de los medios de comunicación servidores de esos grandes y perennes ideales morales a los que nunca debe renunciar la reflexión ética. 5. Conclusión La expresión correcta y la palabra adecuada, la selección y ordenación de las informaciones o de las imágenes y fotografías, la exigencia de una documentación lo más amplia posible, la comparecencia de todas las voces protagonistas sin menosprecio de ninguna… todas estas y muchas más son rutinas profesionales que tienen, sin duda, una dimensión moral. Y por ello, la ética periodística, indirectamente, y los códigos deontológicos fundados en ella, directamente, 9Ahí está la Resolución 74/26 sobre el derecho de réplica del ciudadano ante la prensa que fue adoptado por el Consejo de Ministros el 2 de julio de 1974

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proponen normas que repercuten en el lenguaje y en la expresión, en la edición y en la documentación, en la redacción y en la locución y por tanto, en todo quehacer en la medida en que la ética trata de iluminar la acción y estas son expresiones de la acción profesional del informador. Y es que, la ética no es una condición ocasional sino que debe acompañar siempre al periodismo como, “el zumbido al moscardón” en la feliz expresión de García Márquez10. Que la ética periodística sea una ética aplicada implica que en el planteamiento de las grandes y más acuciantes cuestiones morales relativas a la práctica periodística, no está sola. El planteamiento de la dimensión moral del periodismo informativo puede hacerse desde la necesidad de constituir una disciplina con la entidad propia de las sabidurías aplicadas, a la vez que desde la urgencia de disponer de toda una tradición de pensamiento moral que conocer, que invocar y a la que referirse más que nunca en estos momentos en los que el periodismo está aguijoneado por profesionales y empresarios carentes de escrúpulos morales. Momentos, por cierto, en los que también el mismo saber periodístico está en ciernes. Bibliografía AGEJAS ESTEBAN, J. A. (2002): “Ética: realización personal y desarrollo social” en AGEJAS-SERRANO (coords.), Ética de la comunicación y de la información, Ariel, Barcelona, 2002. pp. 17-37 AUBENQUE, Pierre. La prudencia en Aristóteles. Crítica, Barcelona, 1999. AZNAR, Hugo. “Naturaleza de la comunicación audiovisual: todo por la audiencia” en AGEJAS-SERRANO (coords.), pp. 55-74 “Democracia y audiencias: el lugar de la ética en la comunicación” en Verdad y Objetividad: desafíos éticos de la sociedad de la información, Actas del I Congreso Internacional de Ética y Derecho de la Información. Fundación Coso, Valencia, 2003. pp. 129-140 AZURMENDI, Ana. Derecho de la Información: guía jurídica para los profesionales de la comunicación. Eunsa, Pamplona, 2001. BOK, Sissela. Lying: moral choice in the public and private life, Random House, New York, 1989. CHILLÓN LORENZO, José Manuel. “La verdad periodística. En busca de un nuevo paradigma” en Universitas Philosophica 48, pp. 95-125 Periodismo y objetividad. Entre la ingenuidad y el rechazo. Biblioteca Nueva, Madrid, 2007. GARCÍA AVILÉS, José Alberto. “Autorregulación profesional y estándares en el periodismo audiovisual” en CODINA, Mónica (ed.) De la ética desprotegida: ensayos sobre deontología de la comunicación. Eunsa, Pamplona, 2001.

10 Hasta tal punto es decisivo tener esto en cuenta que, según cuenta Ian Richards (2005) en la Introducción de su libro, la primera condición para construir una ética periodística es que los profesionales entiendan que, “each and every one of their profesional decisions have an ethical dimension” desde, “who to interview and who not to interview; who to quote and who not to quote; which angels to emphasise and which to play down” hasta, “decisions about how the information will be presented, and to whom”

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José Manuel Chillón Lorenzo Departamento de Filosofía Universidad de Valladolid Prado de la Magdalena s/n [email protected]

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EL SÍMIL DEL ESPEJO COMO LA CONTEMPLACIÓN DE LA IMAGEN EN LA VERDAD EN NICOLÁS DE CUSA1 Catalina Cubillos. Universidad de Navarra Resumen: En una serie de pasajes, la doctrina del autoconocimiento es desarrollada por Nicolás de Cusa a la luz del símil del espejo, una metáfora platónica, propuesta en el Alcibíades mayor. Sobre esta base, el Cusano comprende el conocimiento de sí mismo del hombre como la contemplación de la imagen en la verdad divina. Abstract: In several passages, the doctrine of self knowledge is developed by Nicholas of Cusa in the light of the platonic metaphor of the mirror, proposed in the First Alcibiades. On this basis, Cusanus understands the self knowledge of human being as the contemplation of the image in the divine truth.

Una de las grandes virtudes de Nicolás de Cusa es su capacidad de plasmar su pensamiento en imágenes y símbolos, que conducen al lector como “guiándolo de la mano”2 a través del recorrido de sus argumentos. La elocuencia simbólica de representaciones como el icono omnividente de Dios, la lente del berilo, el juego de las esferas o los innumerables ejemplos matemáticos que ilustran su filosofía ofrece una inestimable ayuda para adentrarse en una reflexión que podría resultar excesivamente ardua sin estos auxilios. En efecto, este destacado compositor de metáforas y analogías logra modelar su especulación teórica con tal plasticidad, que el lector llega a olvidar la dificultad inherente al texto, cautivado por la claridad de los ejemplos sensibles. Entre todas las metáforas del Cusano, hay una que reviste especial luminosidad y belleza: la metáfora especular, como paradigma de la contemplación temática de la imagen en la verdad de su ejemplar3. Nicolás la 1 Agradezco la atenta revisión y oportunas correcciones y sugerencias de Cesare Catà y Miguel Saralegui para este artículo. 2 El Cusano demuestra ser consciente de la importancia de estas “manuductiones” para remontarse de lo sensible a lo inteligible en repetidos pasajes de su obra. Cfr. por ejemplo, Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, I, c. II, 8, 4-6: “Exemplaribus etiam manuductionibus necesse est transcendenter uti, linquendo sensibilia, ut ad intellectualitatem simplicem expedite lector ascendat”. Cito la obra de Nicolás de Cusa según la edición crítica de Heidelberg: Nicolai de Cusa Opera Omnia. Iussu et auctoritate Academiae Litterarum Heidelbergensis ad codicum fidem edita, Lipsiae in Aedibus Felicis Meiner, Hamburgi, 1932 ss. Utilizo las traducciones al castellano de Ángel Luis González, publicadas por Eunsa, salvo en el caso de los tratados Dialogus de genesi, De filiatione Dei y De venatione sapientiae, donde la traducción es mía. 3 Hay que aclarar que en la mayoría de estos textos el símil del espejo no se presenta con la finalidad de tematizar la estructura del autoconocimiento, sino como una analogía para

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presenta en numerosos pasajes a lo largo de su obra, donde caracteriza a la mente humana —imagen de la Visión absoluta— como un ojo viviente que contempla en sí mismo, como en un espejo, a Dios y la realidad total4. Esta analogía encuentra un claro antecedente en el símil del ojo-espejo propuesto en el diálogo platónico del Alcibíades mayor, donde se presenta el yo humano como un ojo que para conocerse a sí mismo con perfección tendría que contemplarse, si tal cosa fuese posible, en el espejo de la divinidad5. El examen de esta metáfora platónica otorga, por tanto, una importante clave hermenéutica para reconstruir una doctrina del autoconocimiento humano en Nicolás de Cusa a la luz de los presupuestos establecidos en el diálogo entre Sócrates y el joven Alcibíades6. 1. El símil del espejo en el Alcibíades mayor En el complejo pasaje del Alcibíades mayor, se intenta profundizar en el sentido de la inscripción délfica “conócete a ti mismo”, para lo cual se desarrolla la metáfora del espejo conectándola con la visión. Para indagar cómo uno se podría conocer mejor a sí mismo, Sócrates, apelando a la vista como paradigma del conocimiento en el plano sensible, le pregunta a Alcibíades qué ocurriría si el precepto délfico se dirigiera a nuestros ojos, a qué tendrían que mirar éstos para conocerse. Para interpretar el mandato délfico no se alude, como podría esperarse, a la introspección. Así, ya desde el comienzo, la argumentación del diálogo asume una perspectiva estrictamente definida, descartando la posibilidad de entenderse desde uno mismo y admitiendo así de modo implícito que no existe un acceso directo del yo a sí mismo y, por consiguiente, el autoconocimiento sólo se podrá alcanzar de manera mediada. En otras palabras, será preciso mirar a algo para conocerse. Con la aserción implícita de esta tesis fundamental, la siguiente pregunta a Alcibíades, qué tipo de objeto es de tal índole que al mirarlo nos veamos a explicar ciertas doctrinas filosófico-teológicas, como la creación o la filiación divina. Sin embargo, a la luz de su contenido, es posible delinear un modelo bastante preciso de autoconocimiento, análogo al modelo establecido en el Alcibíades mayor. 4 Cfr. entre otros, Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, II, c. II, 103; De dato Patris luminum, II, 99, 9-17; De visione Dei, VIII, 30; De aequalitate, I, 9, 11-15; Directio speculantis seu de non aliud, XX, 92; De venatione sapientiae, XVII, 50, 1-7. 5 Cfr. Platón, Alcibíades I, 132 c - 133 c. Cito según la traducción de Gredos: Platón, Diálogos, vol. VII: Dudosos, apócrifos, cartas, traducciones, introducciones y notas por Juan Zaragoza y pilar Gómez Cardó, Gredos, Madrid, 1992. A lo largo de este artículo, me refiero al Alcibíades considerándolo como un diálogo auténtico de Platón. Acerca de la discusión sobre su autenticidad, Cfr. la introducción a la edición inglesa de Denyer, Nicholas (ed.), Plato: Alcibiades, Cambidge University Press, Cambridge, 2001, p. 15 ss. 6 Si bien es posible establecer esta vinculación entre la filosofía de Platón y la de Nicolás de Cusa respecto al autoconocimiento de la imagen en la verdad divina, no se puede soslayar el profundo significado cristiano que presenta la noción de imagen en el Cusano, ausente en su homólogo platónico.

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nosotros mismos, encuentra espontáneamente respuesta: el espejo. Sócrates reconduce esta propuesta en la dirección que le interesa, argumentando que no resulta indiferente de qué clase de espejo se trate; debe ser uno de la misma naturaleza del que se contempla. En caso contrario, el espejo entrañaría el peligro de perder al sí mismo, cosificándolo, entendiéndolo según la naturaleza del objeto que lo refleja y no tal como es en sí. La clase de espejo buscada debe ser, por consiguiente, un ojo; más específicamente, la pupila de un ojo, que es como un espejo que refleja la imagen del que lo contempla7. “Por consiguiente, si un ojo tiene la idea de verse a sí mismo, tiene que mirar a un ojo, y concretamente a la parte del ojo en la que se encuentra la facultad propia del ojo: esta facultad es la visión”8. En este esquema, el yo se presenta como objeto temático de su propio conocimiento, como algo que se ve en lo visto: el ojo se ve a sí mismo —él es para sí mismo objeto de su propia visión— en el reflejo de la pupila de otro (ojo) de su misma naturaleza. Este modelo se aplica de manera análoga al autoconocimiento del alma humana, que se presenta como una estructura de autoconocimiento mediado, admitiendo la premisa de que para conocer el propio yo, hay que dirigirse a otro, que cumpla la función del ojo-espejo. No puede tratarse, por tanto, de una cosa física, pues se entiende que el sí mismo se encuentra en el interior del hombre, en el alma, y en la mejor parte de ésta, la racional, por lo que “si el alma está dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca”9. Ahora bien, puesto que la parte racional del alma es lo supremo en el hombre y “quienquiera que la mira y reconoce todo lo que hay de divino, un dios y una inteligencia, también se conoce mejor a sí mismo”10, es posible avanzar todavía un paso más en el autoconocimiento: la parte más divina del alma, es, a su vez, reflejo de la divinidad y, por tanto, la imagen más adecuada del sí mismo sólo se encuentra —suponiendo que eso sea posible para el hombre— al contemplarse en ella. “Sin duda porque, así como los espejos son más claros, más puros y más luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y más luminosa que la parte mejor de nuestra alma (…) Por consiguiente, mirando a la divinidad empleamos un espejo mucho mejor de las cosas humanas para ver la facultad del alma, y de este modo nos vemos y nos conocemos a nosotros mismos”11. La metáfora especular desemboca así en el paradójico principio de que para alcanzar el perfecto autoconocimiento, el alma debe contemplarse

7 La perspectiva adoptada, que identifica el sí mismo con el ojo y no con el ver, manifiesta una clara sustantivación del sí mismo. 8 Platón, Alcibíades I, 133 b. 9 Platón, Alcibíades I, 133 b. 10 Platón, Alcibíades I, 133 c. 11 Platón, Alcibíades I, 133 c.

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objetivamente en otro, un sujeto ontológicamente superior, que le presenta lo mejor acerca de ella misma. En el pasaje de Alcibíades I, 132 c - 133 c, encontramos, así, una teoría sobre el autoconocimiento mediada y temática, en la cual se sugiere que el yo sólo alcanza la perfecta autocontemplación de sí mismo en la divinidad. Como intentaré mostrar a continuación, en Nicolás de Cusa se encuentran unas premisas semejantes. En efecto, desarrollando la tesis que Platón sólo llegaba a sugerir en el Alcibíades, el cardenal presenta abiertamente a Dios como el espejo reluciente que le descubre al hombre la verdad sobre sí mismo. 2. El autoconocimiento divino en De visione Dei VIII El símil del espejo aparece explícitamente conectado con el autoconocimiento en el tratado De visione Dei. Allí Nicolás acude a la metáfora del ojo como espejo para explicar la visión creadora de Dios, desarrollando una teoría acerca del ser de la divinidad como un ojo viviente que contempla toda la realidad en sí mismo. “Señor, ves y tienes ojos. Eres ojo, porque tu tener es tu ser. Por esto contemplas todas las cosas en ti mismo”12. Al igual que en el Alcibíades, en este pasaje, el ojo representa simultáneamente al sí mismo y al espejo reflectante (en este caso, el ojo-espejo viviente de Dios). Pero para conectar esta doble caracterización, el Cusano afirma la posibilidad de la identificación del sujeto con su operación —el ojo divino con la visión—, estableciendo una nueva premisa, ausente en la argumentación platónica. Como consecuencia, descarta la posibilidad de un autoconocimiento mediado en el caso de Dios: siendo Él un ojo viviente que se identifica sin residuos con la visión absoluta, no necesita mirar a nada fuera de sí mismo para conocerse: al contemplarse, se conoce a sí mismo y a todas las cosas en sí mismo. Él es la unidad absoluta en la cual no se distinguen un sujeto, un objeto y un acto de conocer13 y por eso no necesita ser determinado por ningún

12 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 1-2. 13 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, XXIII, 104, 10-12: “Cum igitur ante aliud cernat, in ipsa visione non est aliud videns, aliud visibile et aliud videre ab ipsis procedens”. En este sentido, como hacen notar varios autores, en el mismo término 'De visione Dei', el genitivo 'Dei', es, a la vez, subjetivo y objetivo, manifestando que la visión que Dios tiene de sí mismo no es distinta de la visión que tiene de las criaturas, esto es, su visión creadora (Cfr. Schulz, Walter, El Dios de la Metafísica Moderna, traducción de Filadelfo Linares y revisión de Cecilia Frost, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1961, pp. 19-20; Hopkins, Jasper, Nicholas of Cusa’s dialectical mysticism. Text translation and interpretive study of De visione Dei, The Arthur J. Banning Press, Minneapolis, 1988 (2ª edición), p. 17; Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 182 ss.; González, Ángel Luis, “La articulación de la trascendencia y de la inmanencia del Absoluto en De visione Dei de Nicolás de Cusa”, en Nicolás de Cusa, La Visión de Dios, introducción y traducción de Ángel Luis González, Eunsa, Pamplona, 2007 (5ª edición), p. 17).

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objeto externo —por lo demás, no existe un otro fuera de Él14— para conocerse. La visión de Dios representa, por tanto, una estructura inmediata de autoconocimiento. ¿Qué ocurre con el autoconocimiento que el hombre tiene de sí mismo? La respuesta se sugiere inmediatamente a continuación: “si en mí, la vista fuera el ojo, como es en ti, mi Dios, entonces yo vería en mí todas las cosas, por ser el ojo como un espejo”15. A diferencia de Dios, en el hombre no se identifican la visión y el ojo; por eso, no es capaz de ver en sí todas las cosas. Como el ojo no es la visión, sino que tiene la capacidad de ver, no puede autodeterminarse a ver desde sí mismo sin mediación alguna, sino que tiene que ser estimulado por un objeto diverso de él mismo. “Sin embargo, como nuestra vista no ve por medio de un ojo reflectante más que aquello a lo que se dirige de modo particular, ya que su poder puede determinarse únicamente por el objeto, no ve todas las cosas que se captan en el espejo del ojo. En cambio, tu vista, al ser un ojo o espejo viviente, contempla en sí misma todas las cosas”16. A partir de este pasaje, se podría conjeturar que así como el poder de la vista finita sólo puede determinarse a conocer mediante un objeto externo, también el autoconocimiento exigirá una mediación para llevarse a cabo. En palabras más simples, que como la mente humana necesita del concurso de un objeto para conocer en general, también lo necesitará para conocerse a sí misma. Esta hipótesis se refuerza al considerar que la falta de unidad en el hombre, que establece una distancia entre sujeto y operación en el acto cognoscitivo, necesariamente implica la imposibilidad de una reflexión completa sobre sí mismo. Ahora bien, esta conjetura supone la afirmación implícita de que el autoconocimiento es temático, que el yo se conoce de la misma forma que conoce a las cosas, a modo de objeto. Por eso, si se trata de una inferencia cierta, Nicolás descartaría, al igual que Platón, la posibilidad de un autoconocimiento inmediato del hombre. Este texto indicaría entonces una primera pista acerca del camino para alcanzar la verdad sobre sí mismo: puesto que el hombre, por su falta de unidad, conoce necesariamente de modo mediado —a través de otro— y la divinidad es el ojo-espejo que refleja en sí todas las cosas, parece natural que constituya también el medio idóneo para autocontemplarse. Sin embargo, hay que reconocer que, por sí solo, este pasaje no basta para confirmar tal suposición. Para eso, es preciso llevar a cabo un examen de otros pasajes que esclarecen su sentido y muestran otros aspectos fundamentales de la doctrina del Cusano acerca del conocimiento de sí.

14 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, VI, 20, 7-9: “‘Non aliud’ autem, quia a nullo aliud est, non caret aliquo, nec extra ipsum quidquam | esse potest”. 15 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 2-4. 16 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 7-10.

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3. El autoconocimiento por analogía entre el alma como principio del mundo inteligible y Dios como complicatio omnium En el pasaje del De visione Dei, hay un elemento que merece la pena destacar: para el Cusano, el intelecto humano comparte la naturaleza especular de la Visión absoluta y, por consiguiente, su perfecto autoconocimiento implicaría también el conocimiento de la realidad total. El ojo humano, aunque no sea capaz de verse a sí mismo, es efectivamente un espejo, en el que están reflejadas las especies de todas las cosas. Por eso, si pudiera verse, no sólo se vería a sí mismo, sino a toda la realidad, como un espejo viviente y cognoscente en acto17. Por eso, el hecho de no que no conozca “todas las cosas que se captan en el espejo del ojo”18 es un claro indicio de que tampoco se conoce actualmente a sí mismo. En esta línea, en el tratado de madurez De venatione sapientiae, Nicolás de Cusa suscribe explícitamente la doctrina platónica del conocimiento propuesta en el Alcibíades mayor —que ha recibido a través de la Teología Platónica de Proclo—, según la cual todas las cosas están en el intelecto según el modo de ser del intelecto19 y, por lo tanto, el alma intelectiva, cuando escruta dentro de sí, contempla a Dios y a todas las cosas20. Esta aseveración, absolutamente compatible con el paradigma del ojo-espejo, exige sin embargo una aclaración: ¿cómo compaginar esta tesis, que parece establecer un conocimiento actual de la totalidad por parte del hombre, con la afirmación de la imposibilidad de un conocimiento inmediato de la realidad del De visione Dei? ¿y cómo se relaciona esta cuestión con el problema del autoconocimiento? Para responder a estas preguntas, es preciso profundizar en los presupuestos de este pasaje. Para Nicolás de Cusa, el conocimiento se produce por asimilación. La mente humana complica en sí misma las nociones que forma para conocer las cosas, asimilándolas a su propio modo de ser; no sólo en un sentido estático, conteniendo en su simplicidad unitaria la pluralidad diversa de las cosas sensibles que conoce, sino, ante todo, en un sentido dinámico, en cuanto es principio activo de unificación de las mismas21. En este sentido, en cuanto crea el mundo de los 17 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 2-7: “Nam si in me visus esset oculus sicut in te deo meo, tunc in me omnia viderem, cum oculus sit specularis et speculum quantumcumque parvum in se figurative recipiat montem magnum et cuncta, quae in eius montis superficie exsistunt; et sic omnium species sunt in oculo speculari”. 18 Cfr. Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 10. 19 Cfr. Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 49, 9-11. 20Cfr. Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 49, 3-5; Cfr. Proclo, Teología platónica, I, 3, 15, 21-23. En su ejemplar de la versión latina de la Teología platónica de Proclo (Codex Cusanus 185), Nicolás comenta al margen de este pasaje: ‘pulchra hic’; Cfr. anotación 10, en Cusanus-Texte, III: Marginalien, 2: Proclus Latinus, 2.1: Theologia Platonis, Elementatio theologica, herausgegeben und erläutert von Hans Gerhard Senger, Carl Winter Universitätsverlag, Heidelberg, 1986, p. 53. 21 Cfr. Martínez Gómez, Luis, “El hombre “mensura rerum” en Nicolás de Cusa”, en

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conceptos complicándolo activamente en sí misma, constituye la más pura imagen de la identidad e igualdad divinas22. Así como Dios —vis entificativa— llama a las cosas del no-ser a la existencia, el intelecto —vis assimilativa— eleva el mundo sensible a su propia unidad inteligible, creando el mundo de las nociones23. Y de este modo, opera como nexo último entre el mundo finito y suprainteligibilidad de Dios24, pues para alcanzar la identidad absoluta, lo sensible busca la discriminación de la razón; la razón, la unidad del intelecto; y el intelecto, a su causa absoluta, la verdad que complica en su simplicidad a todas las cosas25; de modo que todas las cosas alcanzan la fuente de su ser por medio de él26. En esta teoría, el conocimiento de las cosas está íntimamente vinculado con el autoconocimiento del alma como imagen de Dios, porque al conocer las cosas asimilándolas a sí misma, el alma se reconoce como una imagen viva e intelectual del creador: “Por tanto, como el conocimiento es asimilación, encuentra todas las cosas en sí misma como en un espejo vivo de vida intelectual, que, mirando en sí mismo, las ve en su conjunto asimiladas en sí mismo. Y esta asimilación es una imagen viva del creador y de todas las cosas. Pero como es imagen viva e intelectual de Dios, que no es diverso de ninguna cosa, del mismo modo, cuando entra en sí misma y se conoce como una imagen tal como es su ejemplar, lo contempla en sí. Pues conoce sin duda a este Dios suyo, del cual ella es semejanza”27. En este pasaje, la metáfora del espejo opera como nexo lógico entre el autoconocimiento del alma y el conocimiento de Dios: en el mismo acto de

Philosophica: al filo de la historia, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1987, pp. 66-67. 22Como apunta D’Amico, en el hombre como imagen de Dios se espejan los atributos divinos del acto creativo y de la capacidad complicativa, los cuales posee por su inteligibilidad (Cfr. D’Amico, Claudia, “Nicolás de Cusa, “De mente”: la profundización de la doctrina del hombre-imagen”, en Patristica et Mediaevalia XII (1991), p. 60). 23 Cfr. Nicolás de Cusa, Idiota de mente, VII, 99, 4-7; De beryllo, 7; De principio, 21, 8-17. 24 Como explica Santinello, la naturaleza humana ha sido llamada a efectuar la mediación entre Dios y lo creado por su comunidad con el mundo corpóreo: “Ed ecco allora la natura intellettuale creata farsi tramite e mediatrice, perché ad essa sono finalizzati i gradi inferiori del mondo sensibile e vegetativo. Ciò avviene, però, non nella natura angelica, che è capace di conscenza ma non ha commercio col mondo inferiore, bensì nella natura intellettuale umana, la quale è inserita nella vita animale corporea, chiamata così a rispondere all’universale finalità della manifestazione divina” (Santinello, Giovanni, “L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en Doctor Seraphicus, 37 (1990), p. 92). 25 Cfr. Nicolás de Cusa, Dialogus de genesi, IV, 169, 1-10. 26 “Unde quantum omnes res post simplicem mentem de mente participant, tantum et de dei imagine, ut mens sit per se dei imago et omnia post mentem non nisi per mentem” (Nicolás de Cusa, Idiota de mente, III, 73, 9-11). 27 Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 50, 1-7.

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reconocerse a sí misma como un espejo vivo, el alma se conoce como imagen de otro espejo mayor del que ella procede28. En este punto, es posible reconocer un primer momento de autoconocimiento en todo acto cognoscitivo, en cuanto el alma ve las nociones de las cosas precontenidas en ella misma y se reconoce como su prototipo nocional29, esto es, como principio unitario del conjunto de los inteligibles30. Como explica el Cusano en De aequalitate, el alma, al reflejar su luz inteligible sobre las cosas inferiores a ella, las vuelve inteligibles y así, al conocerlas en su verdad participada, se conoce a sí misma como causa de su verdad nocional, en cuanto “actualiza lo cognoscible extrínseco por lo consustancial intrínseco”31. Entonces, al contemplar su propia potencia iluminadora y unificadora y encontrar en sí misma la razón de la verdad que ve en las cosas32, se reconoce como la viva imagen de la visión absoluta, por su carácter de espejo vivo que contempla en sí nocionalmente todas las cosas33. El Cusano desarrolla así un modelo atemático de conocimiento, por el que el alma se conoce a sí misma en su operación, como inteligible por sí y causa de la inteligibilidad de lo conocido. Esta concepción, ciertamente, se aleja del texto del 28 “L’intelligenza è coscienza di sé, non come di un sé generico, ma di un se stesso che è imagine di altro da sé. Analiticamente si possono distinguere i due concetti. In realtà essi sono reciprocamente condizionati: se conosce se stessa come immagine, la natura intellettuale in qualche modo, almeno implicitamente, debe conoscere anche colui di cui è immagine. Nel saper di essere immagine è compreso anche il sapere (solo implicito, imperfetto, a-tematico, o comunque lo si voglia limitare) l’altro di cui si è immagine” (Santinello, Giovanni, “L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en Doctor Seraphicus, 37 (1990), pp. 92-93). 29 Nicolás de Cusa, De aequalitate, 9, 3-8: “Et in se verius omnia videt quam sint in aliis ad extra. Et quanto plus egreditur ad alia, ut ipsa cognoscat, tanto plus in se ingreditur, ut se cognoscat. Et ita, dum per proprium intelligibile alia intelligibilia mensurare et attingere satagit, per alia intelligibilia suum proprium intelligibile sive seipsam mensurat”. Cfr. también Nicolás de Cusa, Idiota de mente, VII; De beryllo, 6, 7-8; De principio, 21, 4-8. 30 Como sostiene Bonetti: “Il conoscere è in questo senso l'esprimersi stesso del principio intellettuale, dell'inteligenza, nella molteplicità degli intelligibili, affinché l'intelligenza possa ritornare a sé nella piena coscienza di possedere in sé la notio della totalità del reale” (Bonetti, Aldo, La Ricerca Metafisica nel Pensiero di Nicolò Cusano, Paideia editrice, Brescia, 1973, p. 138). 31 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 6, 9-11. 32 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 8, 29 - 9, 3. Así, por ejemplo, en la unidad de esencia de un silogismo de tres proposiciones lógicamente iguales resplandece la unidad esencial del alma intelectiva en su operación racional. El alma se ve a sí misma en la alteridad de su operación; en sí misma, sin alteridad. 33 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 9, 8-15: “Anima igitur veritatem quam videt in aliis per se videt. Et est notionalis ipsa veritas cognoscibilium, quoniam anima intellectiva vera notio est. Visione intuitiva per se lustrat omnia et mensurat et iudicat per notionalem veritatem veritatem in aliis. Et per eam, quam in aliis comperit aliter, ad se revertitur, ut eam, quam in aliis aliter vidit, in se intueatur sine alteritate veraciter et stabiliter, ut in se quasi in speculo veritatis notionaliter omnia perspiciat et se rerum omnium notionem intelligat”.

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Alcibíades, donde no se consideraba tal posibilidad. Sin embargo, esta estructura no constituirá para Nicolás de Cusa el modelo más acabado de conocimiento de sí mismo, sino tan sólo una señal que conducirá al hombre a la plenitud del autoconocimiento. El alma no puede conocerse perfectamente a sí misma de este modo, pues al tiempo que se reconoce como medida de lo inferior a sí misma, se descubre simultáneamente como medida por otro —mensura mensurata— y esta constatación la lleva a buscar su propia mensura en lo superior a sí misma, en Dios, la medida absoluta34. Como escribe el propio Nicolás: “la mente es una medida viva que, midiendo las demás cosas, aferra su propia capacidad. Lo hace todo para conocerse. Ahora bien, buscando su propia medida en todas las cosas no la encuentra sino allí donde todas las cosas son una. Allí está la verdad de su precisión, porque aquí está su ejemplar adecuado”35. El primer momento atemático de autoconocimiento desemboca de este modo en una exigencia radical de conocer la verdad acerca de sí mismo en lo superior a sí36. Así se cumple en la filosofía del Cusano el principio enunciado en el Alcibíades de que es preciso dirigirse a la divinidad para alcanzar la verdad sobre sí mismo. 4. La inversión de las determinaciones: la contemplación de la imagen en la verdad divina Este movimiento se explica porque en la metafísica del Cusano el ser más íntimo del hombre consiste en ser imagen de Dios. Y la verdad de la imagen no es la imagen, sino su modelo37. El autoconocimiento se encuentra, por tanto, en 34 Como explica Gamarra: “De este modo la mens es la referencia última en el mundo, mientras que ella misma, en cambio, debe referirse a una instancia superior que es la misma luz increada, ya que el puro autoreferirse no sería otra cosa que la aparición de su propio ser medido, es decir, de su finitud y de su carácter de creatura” (Gamarra, Daniel, “Mens est viva mensura. Nicolás de Cusa y el acto intelectual”, en Anuario Filosófico, XXVIII/3 (1995), p. 601). 35 Nicolás de Cusa, Idiota de mente, IX, 123, 5-9. 36 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, XX, 92, 13-19: “Cum haec igitur vera supponat, animam in|quit, quae quidem omnia posteriora se ipsam contemplans in se animaliter complicat, ut vivo in speculo cuncta inspicere, quae eius participant vitam et per ipsam vivunt vitaliterque subsistunt. Et quia illa in ipsa sunt, ipsa in sui similitudine sursum ascendit ad priora, quemadmodum haec Proculus in eius recitat theologia” (Cfr. Proclo, Teología Platónica, III, 2). 37 Como sostiene González, “la verdad de lo creado, por así decirlo, no va más allá de su ejemplar; lo que la doctrina cusánica sugiere entonces es que la verdad de la imagen no es la imagen, sino el ejemplar del que la imagen es imagen” (González, Ángel Luis, “Ver e imagen del ver. Acotaciones sobre el capítulo XV del De visione Dei de Nicolás de Cusa”, Anuario Filosófico, XXVIII/3 (1995), p. 638). Cfr. Nicolás de Cusa, Sermo LXXIV, 8, 1-4: “Et adverte quo modo veritas imaginis est exemplar. Quanto enim verior est imago, tanto verior relucentia exemplaris. Imago in se nihil est, sed omne id, quod est in imagine, est exemplar”.

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íntima relación con el conocimiento de Dios; porque, como señala Santinello, consiste precisamente “en el descubrimiento, en toda la intensidad de su significado, de que el hombre es imagen viva de Dios”38. Como explica Álvarez Gómez, se da “una reciprocidad necesaria entre conocerse a sí mismo y conocer a Dios”, porque la naturaleza intelectual es imagen de la verdad y, por tanto, “el movimiento de vuelta hacia sí misma es un movimiento hacia la verdad”39. Conocimiento de Dios y autoconocimiento constituyen las dos caras de un mismo movimiento de la criatura a su principio. En este sentido señala Nicolás en un célebre pasaje de De visione Dei: “¿cómo te darás a mí, a menos que tú no me des a mí a mí mismo? Y cuando descanso así en el silencio de la contemplación, Tú, Señor, me respondes diciendo en lo más íntimo de mi corazón: Sé tú mismo y yo seré tuyo”40. Este ser uno mismo, consiste en tener conciencia de sí mismo como imagen de Dios y, como tal, mirar hacia el ejemplar. En este sentido, la única manera de llegar a la autotransparencia, consiste en dirigirse hacia Dios, y este dirigirse hacia Él es también un autoconocerse, porque el ser del hombre consiste en ser imagen de Dios. En el capítulo XV del De visione Dei, para explicar esta relación entre imagen y ejemplar, Nicolás retoma la metáfora del espejo que había expuesto en el capítulo VIII, y en un claro desarrollo de la última sugerencia del pasaje del Alcibíades platónico, caracteriza a Dios como el espejo de la verdad, de quien todas las cosas que son, reciben lo que son. Cuando alguien mira en ese espejo — explica— ve su propia forma en la forma de las formas y considera que la forma que ve en ese espejo es la figura de su propia forma, como ocurre con los espejos materiales. Sin embargo, lo verdadero es lo contrario: lo que ve en el espejo de eternidad no es la imagen, sino la verdad, de la que él mismo es imagen41. Y exclama a continuación, en otro célebre pasaje: “Eres, pues, Dios mío, de tal modo sombra que eres la verdad. Eres mi imagen y la imagen de cualquiera de modo

38 Cfr. Santinello, Giovanni, “L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en Doctor Seraphicus, 37 (1990), p. 94. La relación entre el autoconocimiento y el conocimiento de Dios constituye un claro desarrollo de la doctrina agustiniana sobre la íntima presencia de Dios en el alma humana. Cfr., por ejemplo, san Agustín, Confessionum libri tredecim, 1, 2, 2; 10, 5,7; 10, 27, 38; De Trinitate, 12, 4, 4. 39 Álvarez Gómez, Mariano, “Añoranza y conocimiento de Dios en la obra de Nicolás de Cusa”, en Pensamiento del ser y espera de Dios, editorial Sígueme, Salamanca, 2004, p. 92. 40 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VII, 25. Ahora bien, en el conocimiento de Dios, que es también el propio autoconocimiento, juega un papel fundamental la libertad. El hombre sólo se autoconoce en la medida en que se dirige a Dios libremente y esto supone la conciencia de su propio ser imagen, esto es, ser él mismo. “Has puesto en mi libertad que, si yo lo quiero, yo sea yo mismo (…) Pero como has establecido esto en mi libertad, no me coartas, sino que esperas que yo escoja ser yo mismo. Por tanto, de mí depende y no de ti” (Nicolás de Cusa, De visione Dei, VII). 41 Cfr. Nicolás de Cusa, De visione Dei, XV, 63, 6-11.

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que eres el modelo”42. Comentando este texto, señala Schulz que Dios puede ser incluido en el ver del hombre, precisamente porque el hombre se funda en el ver mismo, en la visión absoluta de Dios: “Lo inquietante de mi sombra reside en que ella es mi imagen inaprehensible y sin esencia: yo soy su imagen originaria, su realidad. Ahora bien, hemos de preguntar de nuevo: ¿acaso con su afirmación de que Dios me sigue como sombra, no ha despotencializado de hecho el Cusano a Dios? La grandeza de Nicolás de Cusa en cuanto pensador se revela en que ha meditado a fondo y con plena conciencia este problema, y en virtud de esta meditación a fondo, invierte las determinaciones: Dios es la imagen originaria y yo su sombra”43. Así, mediante el símil del espejo, Nicolás de Cusa expone una estructura de autoconocimiento temática y mediada análoga a la del Alcibíades platónico, en la cual, para alcanzar el conocimiento de sí, el sujeto debe dirigirse a Dios, que es la verdad y la medida más adecuada del sí mismo. Sólo en Dios, que para el Cusano no es otro o diverso, sino la igualdad irrestricta, el hombre puede lograr la identidad absoluta y, en esa medida, la plena igualdad consigo mismo, necesaria para la reditio completa sobre sí. No la encuentra en sí mismo, porque es inidéntico consigo mismo, sino en Dios, principio fontal de la autoidentidad participada de todas las cosas44. De este modo, el otro encuentra la plenitud de su autoidentidad en la identificación con otro que es No-otro de él y de todas las cosas.

42 Nicolás de Cusa, De visione Dei, XV, 64, 6-8. 43 Schulz, Walter, El Dios de la Metafísica Moderna, traducción de Filadelfo Linares y revisión de Cecilia Frost, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1961, p. 22. Ahora bien, en mi opinión, Schulz va demasiado lejos en su interpretación, pues considera la relación entre Dios y el hombre como una relación dialéctica, en la cual, Dios depende de la subjetividad finita tanto como ella de Él, en cuanto la subjetividad es la imagen visible del Dios invisible, pero no hay una distinción sustancial entre ambos. Si bien hay que reconocer la dificultad de este punto de su filosofía, Nicolás de Cusa subraya a lo largo de su obra que la dependencia es de la criatura respecto a Dios, como la imagen frente a su ejemplar y no al revés. Como afirma Beierwaltes, se trata de una relación asimétrica: “… “nuestro” ver (a Dios en la imagen) es al mismo tiempo un ser vistos por Él (que contempla desde la imagen), pero de tal modo que nuestro ser vistos por la mirada divina, en tanto que el ver de Dios que se dirige activamente a nosotros y nos contempla del todo, tiene él mismo la prioridad ontológica: existe “antes” de que nosotros nos volvamos a él” (Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de Alberto Ciria, Pamplona, Eunsa, 2005, p. 218). 44 Mariano Álvarez Gómez expresa con gran claridad esta idea: “Para el Cusano este conocimiento de la propia naturaleza no le es posible al entendimiento simplemente por la reflexión sobre el acto de conocer, ya que ésta queda enmarcada en la alteridad, sino en la ratio infinita. Únicamente en ella puede el entendimiento conocerse no quasi in alio, sino como en lo más propio, y poseerse a sí mismo” (Álvarez Gómez, Mariano, “Añoranza y conocimiento de Dios en la obra de Nicolás de Cusa”, en Pensamiento del ser y espera de Dios, editorial Sígueme, Salamanca, 2004, p. 90).

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5. La plenitud del autoconocimiento en la deificación Con estos presupuestos, resulta natural que el Cusano sostenga que el pleno autoconocimiento de sí mismo sólo se logre al partir de este mundo, en la visión beatífica. Nicolás la tematiza en el opúsculo De filiatione Dei. Esta pequeña obra analiza un pasaje del evangelio de Juan: “a todos aquellos que lo recibieron, les dio el poder de ser hechos hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre”45. A la luz de este pasaje, explica que la filiación divina “no es otra cosa que la deificación, que es llamada theosis por los griegos”46. El fenómeno de la theosis o deificatio47 corresponde a la visión de Dios en la vida eterna. Acogiendo el Verbo de Dios, que es la vida de nuestro espíritu, éste participa de su divino poder, de tal modo que alcanza la aprehensión de la verdad, no oscurecida como se presenta en este mundo sensible, en imagen y en enigma, sino tal como es intelectualmente visible en sí misma48. Esta visión sobrepasa las fuerzas del hombre, superando cualquier modo de intuición49. En este mundo, ciertamente, no podemos alcanzar esta plenitud de nuestro intelecto. Como reconoce Nicolás, en una explicación con resonancias platónicas50, aquí sólo podemos conocer lo contracto y todos los conceptos de nuestra mente — también los de felicidad, verdad, esencia, poder, que parecen perfecciones irrestrictas— son restringidos. Por eso, para alcanzar la deificación, el hombre no debe apegarse a las cosas sensibles, que son signos de la verdad, sino hacer uso de ellas, como si fueran libros que contienen las expresiones de la mente divina. Sólo así, en la otra vida, podrá ascender a las cosas eternas51. Entonces, al partir de este mundo, el intelecto humano, liberado de las sombras, podrá obtener la vida divina y la intuición de la verdad52. En esto consiste precisamente la maestría a la que el ser humano está llamado: en “pasar del conocimiento de las cosas particulares al arte universal, entre los cuales no hay proporción”53; del conocimiento de las cosas finitas al conocimiento intelectual de la verdad, el único objeto del intelecto, al cual éste busca como a su propia vida en todos los objetos particulares de este mundo54. Entonces, se hará uno con el arte divino, 45 Juan, 1, 12. 46 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 52, 1-2. 47 Sobre este concepto en el Cusano, Cfr. Hudson, Nancy, Becoming God: The Doctrine of Theosis in Nicholas of Cusa, The Catholic University of America Press, Washington, D.C., 2007. 48 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 53, 1-8. 49 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 54, 4-5. 50 Cfr. por ejemplo Platón, Fedón, 74 a - 75 d, donde, en el contexto de una justificación del conocimiento por reminiscencia, se argumenta que la experiencia jamás alcanza la perfección de las Ideas (en su peculiar formulación platónica de “lo x mismo”). 51 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 61, 1-12. 52 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 54, 1-16. 53 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 57, 3-4. 54 “In mundo intellectuali non est nisi obiectum unum intellectus, scilicet veritas ipsa, in

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conteniendo en sí “a Dios y a todas las cosas, de tal modo que nada escapa o está fuera de él, pues en el intelecto, todas las cosas son el mismo intelecto”55. En este contexto, encontramos nuevamente el símil del espejo, para explicar cómo en la divinidad el hombre se autoconoce y conoce todas las cosas. El Verbo de Dios —explica el Cusano— es como un espejo de la verdad, completamente liso y perfecto, sin mancha ni límite alguno. Todas las criaturas son como espejos contractos, con diferentes grados de curvatura; y, entre ellas, las intelectuales son como espejos vivos que se curvan o se enderezan según su voluntad56. Sólo en el espejo de la verdad se refleja perfectamente la multitud de los espejos contractos tal como son. En los espejos contractos, el reflejo resplandeciente del primer espejo, el mismo para todos, aparece reflejado de tantos modos como espejos hay. Cada uno irradia su brillo según su propio modo. Por su parte, los espejos intelectuales, si acogen el resplandeciente reflejo del espejo de la verdad, lo verán en sí mismos y en él, a todos los demás espejos —también el suyo propio— según su propio modo de ser57. La deificación es descrita, así, como un mutuo reflejarse, en el que el hombre, si acoge libremente la luz del espejo de la verdad, ve la imagen resplandeciente del espejo divino y en él, su propia imagen y la de todas las cosas. Se cumple así la indicación del pasaje, citado al comienzo de este artículo, del De visione Dei: “Si en mí, la vista fuera el ojo, como es en ti, mi Dios, entonces yo vería en mí todas las cosas, por ser el ojo como un espejo”58. Por la autocontemplación del espejo humano en el espejo de la visión divina, el hombre también alcanza la ciencia de todas las cosas, haciéndose como Dios: “con la recepción de la luz resplandeciente del espejo primero, el espejo vivo —casi un ojo viviente— se intuiría en ese espejo de la verdad a él mismo, tal y como él es, e intuiría todas las cosas en sí mismo, según su propio modo”59. Al ver a Dios, se ve a sí mismo y a todas las cosas, porque Dios es el espejo luminoso en el cual todas las cosas resplandecen en su verdad y al recibir la luz divina, adquiere, según su propio modo de conocer —por eso es casi como un ojo viviente— la misma ciencia de Dios60. quo habet magisterium universale. Nam nihil in variis obiectis particularibus quaesivit medio sensuum intellectus in hoc mundo nisi vitam suam et cibui vitae scilicet veritatem, quae est vita intellectus” (Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 57, 9-13). 55 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 59, 5-6. Esta doctrina de la omnisciencia como fruto de la deificación presupone la noción renacentista de perspectiva, como ángulo de visión esencialmente limitado, y la posibilidad de aunar la totalidad de los puntos de vista en el infinito. Sobre esta doctrina en el arte renacentista y su relación con el pensamiento de Nicolás de Cusa, Cfr. Catà, Cesare, “Perspicere Deum: Nicholas of Cusa and european art of the fifteenth century”, en Viator. Medieval and Renaissance studies, 39 (2008), n. 1, pp. 285-305. 56 Sobre este punto, Cfr. también Nicolás de Cusa, Idiota de mente, XIII, 149. 57 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 65-67. 58 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30. 59 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 67, 7-10. 60 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 67, 1-5: “Quando igitur aliquod intellectuale

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El intelecto separado en la vida eterna llega a ser, así, a semejanza de Dios, sujeto, objeto y acto de entender61. Está unido a Dios y a todas las cosas, porque en el entendimiento, todo es entendimiento, y la filiación consiste en esta plena unidad de la criatura intelectual con Dios, que es para ella la verdad absoluta. “Para él, Dios no será otro de su propio espíritu, ni diverso ni distinto; ni otra la razón divina, ni otro el Verbo de Dios, ni otro el Espíritu divino. Pues toda alteridad y diversidad queda muy por debajo de la filiación. El intelecto purísimo hace que todo lo inteligible sea intelecto, dado que todo inteligible es, en el intelecto, el intelecto mismo. Porque todo lo verdadero es verdadero e inteligible por causa de la verdad misma. Ésta constituye por sí sola la inteligibilidad de todo lo inteligible”62. Como en la eternidad no hay alteridad alguna, la deificación supone alcanzar la plena identidad con Dios, el uno que contiene en sí todas las cosas, y por consiguiente, la identidad absoluta. “La filiación es, en fin, la remoción de toda alteridad y diversidad y la resolución de todas las cosas en el Uno, que es, a su vez, transfusión del Uno en todas las cosas. Y esto mismo es la theosis”63. No obstante, como explica Beierwaltes, el hombre no se extingue como individual, sino que es en Dios y Dios es en él; y por eso, se contempla en Dios mismo tal y como él es. Así, la diferencia del hombre que lo determina como finito se suprime en la coincidencia divina64. Nicolás de Cusa entiende el autoconocimiento en último término como deificación. El hombre se hace uno con Dios en la visión beatífica. Al contemplarlo, por ser Dios la visión absoluta y el espejo de la verdad, se ve a sí mismo y a todas las cosas en Él; como un espejo que refleja en sí mismo el destello resplandeciente del espejo infinitamente perfecto, que lo contiene a él y a los innumerables espejos que representan a todos los seres que existen. Y puesto que el entendimiento se hace uno con lo que entiende, en ese acto de conocimiento, al conocer a Dios y a todas las cosas en sí mismo sin alteridad, se hace semejante a Dios, uno solo con Dios. En este sentido, la “visio Dei”, como un mirar a la cara doblemente recíproco, “en el fondo es después de todo un único acto en el que las miradas diferentes se encuentran y se enlazan”65. La metáfora vivum speculum translatum fuerit ad speculum primum veritatis rectum, in quo veraciter omnia uti sunt absque defectu resplendent, tunc speculum ipsum veritatis cum omni receptione omnium speculorum se transfundit in intellectuale vivum speculum”. 61 “Extra enim intelligibile nihil intelligitur. Omne autem intelligibile in ipso intellectu intellectus est. Nihil igitur remanebit nisi ipse intellectus purus secundum ipsum, qui extra intelligibile nihil potest intelligere esse posse. Cum igitur hoc ita sit, non intelligit intellectus ille aliud intelligibile neque erit eius intelligere aliquid aliud, sed in unitate essentiae est ipse intelligens et id quod intelligitur atque actus ipse qui est intelligere” (Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 69, 12-18). 62 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 69, 1-7. 63 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 70, 1-2. 64 Cfr. Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 230. 65 Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de

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del Alcibíades es llevada así a un extremo que Platón sólo llegaba a sugerir, al entender la autocontemplación del hombre en Dios como theosis, como unión efectiva, que eleva la naturaleza humana a la misma actividad de la naturaleza divina. Catalina Cubillos, [email protected]

Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 219.

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RELIGIÓN Y MISTICISMO EN RUSSELL1 Antoni Defez. Universitat de Girona Resumen: Russell, pese a ser un furibundo anticlerical, fue un agnóstico capaz de apreciar los aspectos positivos del misticismo. En este artículo se analizan sus opiniones sobre la religión, el misticismo y la creencia religiosa, presentando además cuáles serían las insuficiencias e incongruencias de su planteamiento. Abstract: Although Russell was a frenzied anticlerical, he was an agnostic capable to value the positive aspects of mysticism. In this paper his views on religion, mysticism and religious belief are analysed. Special attention is paid as well to the insufficiencies and incongruities of his positions.

Russell fue un agnóstico, pero también un anticlerical que a menudo adoptaba un estilo tan exaltado que le hizo ganar una fama de ateo que no correspondía a la verdad. De hecho, en su opinión, la existencia de Dios era una posibilidad, aunque sería una posibilidad que empíricamente tendría en contra toda la evidencia de que podemos disponer. Por ejemplo, en una de las entrevistas para la televisión realizadas por Woodrow Wyatt en 1959, y publicadas posteriormente con el nombre de Bertrand Russell Speaks His Mind, tras reconocer que de joven era profundamente religioso —“nada me interesaba tanto como la religión exceptuando las matemáticas”— dice Russell: No, yo no creo que Dios no exista. Creo que la posibilidad de su existencia se encuentra al mismo nivel que la existencia de los dioses olímpicos y la de los dioses de la mitología nórdica. También pueden haber existido los dioses del Olimpo y del Valhalla. No puedo probar que no hayan existido, que no existan, pero tampoco creo que el Dios de los cristianos tenga más verosimilitud de la que tenían aquellos. Creo que son una mera posibilidad2.

De acuerdo con Russell, el valor los argumentos tradicionales para demostrar la existencia de Dios es nulo, y si en alguna ocasión alguien los ha aceptado habría sido más por la necesidad de creer en sus conclusiones que por su supuesta fuerza demostrativa. Ahora bien, Russell no se detenía en la imposibilidad de resolver el problema de la existencia de Dios, sino que iba más allá y, adentrándose en la cuestión de cómo había de ser el ideal de vida de los seres humanos, reclamaba lo que podríamos calificar de un vivir sin Dios. En efecto, para Russell, el influjo de las religiones sobre la vida humana, a pesar de 1 Este trabajo forma parte del Proyecto de investigación “Cultura y religión: Wittgenstein y la contrailustración” (Ref: FFI2008-0086), financiado por DGICYT. 2 Russell, B., Russell Speaks His Mind, London, Arthur Baker Ldt., 1960, pág: 23.

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que haya podido tener algún aspecto positivo, ha sido en general bastante nefasto: (...) porque se consideraba importante que la gente creyese en algo sobre lo que no existía evidencia alguna, y eso falsificaba la manera de pensar de esas personas; falsificaba los sistemas educativos y originaba, diría yo, una completa herejía moral: esto es, que es correcto creer en determinadas cosas y erróneo creer en otras, independientemente del problema de saber si dichas cosas son verdaderas o falsas. En general considero que la religión ha hecho mucho mal, principalmente santificando el conservadurismo y la adhesión a las costumbres tradicionales y, sobre todo, santificando la intolerancia y el odio3.

Como vemos, el planteamiento de Russell es el propio de un ilustrado: ni tan siquiera sería el caso que la religión hubiese sido un estadio negativo pero necesario para la formación de la humanidad; tampoco, que los humanos necesiten de la religión —vivir en el temor de Dios. No, precisamente todo lo contrario, ya que la religión habría impedido y estaría impidiendo todavía la liberación y la realización de los seres humanos. Y eso, de entrada, porque el origen de la creencia religiosa no sería otra cosa que el miedo: El hombre se siente bastante impotente, y hay tres cosas que le hace sentir miedo: una es lo que la Naturaleza le puede inflingir, ya que podría herirle el rayo o ser engullido por un terremoto; la segunda, lo que le podrían hacer otros hombres, como matarlo en una guerra; y la tercera, que tiene mucho que ver con la religión, es lo que sus propias pasiones violentas pueden obligarlo a hacer y que sabe que en un momento de calma lamentaría haber hecho. Por esta razón el miedo es la compañera inseparable de mucha gente durante toda su vida, y la religión ayuda a disminuir la ansiedad que provoca ese miedo4.

Sí, la religión puede ayudarnos a disminuir la ansiedad que provoca el miedo. Sin embargo, y esto sería lo inaceptable, al precio de mantenernos en el miedo, obligándonos a ser unos seres incompletos: la religión hace que los humanos sean inmaduros, dependientes y no autónomos, impidiendo así su libertad. En este sentido, de aquellos que creen que sin religión serían incapaces de enfrentarse a la vida y delegan sus problemas en Dios o en los sacerdotes, dice Russell: Diría que demuestran un tipo de cobardía que en cualquier otra esfera se consideraría motivo de menosprecio, pero que en relación con el ámbito religioso se ve digna de admiración (...) Todo el mundo debería poder plantar cara a la vida con las armas que ésta le ha dado. Es un requisito que forma parte de... del coraje5.

3 Russell, B. (1960), pág: 23. 4 Russell, B. (1960), pág: 24. 5 Russell, B. (1960), pág: 29.

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Decíamos hace un momento que Russell era un ilustrado, y eso se haría patente también en la respuesta que ofrece a la posible réplica que, desde un punto de vista religioso, se podría hacer afirmando que la gente, en realidad, abraza la religión por amor: en su opinión, la familia, la patria y la humanidad son realidades que por sí mismas deberían ser ya suficientes para llenar de sentido y de finalidad la vida de los individuos. Igualmente esta posición ilustrada se aprecia en la relación que, según Russell, habría entre la falta de bienestar colectivo y la adhesión a las creencias religiosas: Estoy seguro de que si continuasen estallando guerras importantes, si hubiese mucha pobre gente viviendo bajo la férula de un opresor, la religión continuaría siguiendo el curso que ha seguido hasta ahora, pues he observado que la creencia en la bondad de Dios es inversamente proporcional a su evidencia. Cuando no hay evidencia de ninguna clase, el pueblo cree en Él a ojos cerrados, pero cuando la vida humana mejora el resultado es el contrario. Por eso creo que si la gente consigue resolver sus problemas sociales, las religiones desaparecerán gradualmente. Sin embargo, si no lo consiguen, no creo que desaparezcan6.

Estas opiniones de 1959 —Russell tenía 67 años—, aunque expresadas muy sintéticamente, son en esencia las mismas que ya había mantenido en 1927 en la conferencia “Por qué no soy cristiano” y en 1930 en “¿Ha hecho la religión contribuciones útiles a la civilización?”; y están presentes también en el famoso debate radiofónico que en 1948 mantuvo en la BBC con el jesuita F.C. Copleston. En efecto, en la conferencia de 1927, tras criticar los argumentos clásicos en favor de la existencia de Dios —el de la primera causa, el de la ley natural, el del diseño, el argumento moral y el de la reparación de las injusticias— y tras mostrar igualmente que Jesucristo no era tan sabio ni tan bueno como tradicionalmente se ha pensado —Buda y Sócrates estarían por encima de Jesucristo—, Russell se explaya con la idea de los efectos nocivos de la religión, los cuales no sólo irían en contra de la libertad humana, como ya hemos visto, sino también en contra de la felicidad y el progreso moral: A menudo se ha dicho que atacar a la religión es un gran error porque la religión hace a los hombres virtuosos (...) A mí me parece que la mayoría de la gente que la acepta ha sido extremadamente mala. Y eso es un hecho a tener en cuenta: en cualquier época a medida que la religión ha sido más intensa y más profundas las creencias dogmáticas, mayor ha sido la crueldad y peores las condiciones de vida. En la llamada “edad de la fe”, cuando los hombres realmente creían en la religión cristiana en toda su plenitud, existió la Inquisición, con todas sus torturas. Hubo millones de mujeres desafortunadas quemadas como brujas, y toda clase de crueldades practicadas en personas de todo tipo en nombre de la religión. Al observar el mundo, es posible encontrar que cualquier pequeño avance en el progreso del sentimiento humano, que toda mejora en la ley criminal, que todo paso hacia la disminución de las guerras, que toda acción encaminada a un mejor trato de las 6 Russell, B. (1960), pág: 31.

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razas de color, o incluso a la mitigación de la esclavitud, que todo progreso moral que habido en el mundo ha sido obstaculizado constantemente por las iglesias organizadas. Afirmo con toda la intención que la religión cristiana, en tanto que organizada en iglesias, ha sido y todavía es el principal enemigo del progreso moral. (...) Hay muchas otras maneras como actualmente la Iglesia, a través de su insistencia en lo que ha decidido llamar moralidad, causa inmerecidos e innecesarios sufrimientos a todo tipo de gente. Y, por supuesto, se opone aún en buena parte al progreso y mejoramiento de todos los medios que disminuirían el sufrimiento en el mundo, porque ha elegido considerar como moralidad un cierto conjunto de estrechas reglas de conducta que nada tienen que ver con la felicidad humana. Y cuando se dice que sería conveniente hacer alguna cosa en concreto porque ésta contribuye a la felicidad de los seres humanos, responde que eso en absoluto importa. “¿Qué tiene que ver la felicidad con la moral? La finalidad de la moral no es hacer feliz a la gente”7.

Poca broma, pues, con el anticlericalismo de Russell y la contundencia de su estilo. Volvamos, sin embargo, a su análisis de la creencia religiosa. Como ya hemos visto, en su opinión el valor de los argumentos sería nulo, de manera que no es extraño que nos diga que las razones de su aceptación son, en realidad, emocionales. Bien, que los motivos sean emocionales no tendría por qué hablar en contra de la creencia religiosa —de hecho, muchos creyentes estarían de acuerdo; el problema es que serían, como ya se ha apuntado, motivos emocionales provocados por el miedo: Creo que la religión se basa primaria y fundamentalmente en el miedo. En parte, es el terror ante aquello desconocido y, en parte, (...) el deseo de sentir que tenemos un hermano mayor que nos protege en todos nuestros problemas y conflictos. El miedo es la base de todo —el miedo a lo misterioso, el miedo al fracaso, el miedo a la muerte. El miedo es el origen de la crueldad y, por lo tanto, no es sorprendente que crueldad y religión hayan ido de la mano. Y es que el miedo es la base de ambas8.

Sin embargo, no todo estaría perdido: el Russell de 1927, haciendo gala de un optimismo —cómo no— típicamente ilustrado, confía en la ciencia y en la bondad y la inteligencia naturales de los seres humanos: La ciencia puede ayudar a liberarnos de ese miedo cobarde en que la humanidad ha vivido durante muchas generaciones. La ciencia puede enseñarnos, y creo que nuestro corazón también, a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con nuestro esfuerzo que este mundo sea un lugar donde podamos vivir, en vez de ser lo que las iglesias han hecho de él a lo largo de todos esos siglos. Debemos mantenernos firmes y mirar el mundo a la cara —sus cosas buenas y malas, las bellas y las feas; ver el mundo tal como es y no tener miedo. Dominar el mundo con la inteligencia, y no estar simplemente sometidos al terror que nos provoca. Toda concepción de Dios es una concepción que deriva del antiguo despotismo oriental, cosa 7 Russell, B., Why I Am Not a Cristian and Other Essays on Religion and Related Subjects (1957), London & New York, Routledge, 1996, págs: 15-17. 8 Russell, B. (1960), pág: 18.

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que es indigna de hombres libres. Cuando en la iglesia vemos a personas que se humillan y dicen ser pecadores miserables y otras cosas por el estilo, eso me parece menospreciable e indigno de seres humanos que se respetan a sí mismos. Debemos mantenernos erguidos y mirar al mundo de frente. Debemos hacer del mundo lo mejor que podamos, y si no acaba siendo tan bueno como quiséramos, con todo, aún será mejor de lo que las iglesias han conseguido en todos estos siglos. Un mundo bueno necesita conocimiento, bondad y coraje; no un arrepentido anhelo del pasado, ni poner dificultades al pensamiento con palabras pronunciadas hace mucho tiempo por hombres ignorantes. Necesitamos una mirada no atemorizada y una inteligencia libre. Hay que tener esperanza en el futuro, y no estar mirando siempre a un pasado que ya està muerto, un pasado que confiamos será superado por el futuro que puede crear nuestra inteligencia9.

Como vemos, Russell combina dos tipos de aproximaciones al fenómeno religioso. Por una parte, el análisis de la creencia religiosa desde una perspectiva epistemológica en tanto que creencia mantenida por un individuo —una relación entre hombre y Dios sin intermediarios— y, en este sentido, Russell se interesa en clarificar cuál sería la evidencia a su favor —los argumentos—, o si hay otras motivaciones y causas, como sería, por ejemplo, la necesidad de seguridad que origina el miedo. Y, por otro lado, Russell analiza la creencia religiosa contextualizada social e históricamente —es decir, la religión—, y es aquí donde nos presenta los daños que ocasiona y las dificultades que genera al avance de la humanidad, al progreso de la libertad y la felicidad. Ambos enfoques, según Russell, serían complementarios y necesarios y, de hecho, en más de una ocasión parece como si los resultados del segundo fuesen una muy buena razón en contra de la mera creencia en Dios. Con todo, démonos cuenta que el análisis epistemológico que hace Russell gira en torno de la creencia religiosa entendida, como acabamos de decir, como la actitud proposicional que mantiene un individuo —el creyente— respecto de la existencia de otro individuo —Dios. No hay en Russell, por tanto, y a diferencia de lo que es posible encontrar, por ejemplo, en el pensamiento del segundo Wittgenstein, un análisis epistemológico de la creencia religiosa como forma de vida de una comunidad, una praxis social ritualitzada que da por aseguradas o ciertas muchas otras creencias distintas a la de la mera existencia de Dios. En Russell la consideración de la creencia religiosa como fenómeno social únicamente está dirigida, como ya hemos visto, por el interés de mostrar las nefastas consecuencias de la creencia religiosa organizada, aspecto por cierto que es totalmente ausente en las reflexiones wittgenstenianas 10. 9 Russell, B. (1960), págs: 18-19. 10 En realidad, así como Russell considera la creencia en Dios como un caso de “creer que...” —creer que un determinado objeto existe—, Wittgenstein, respecto de la creencia religiosa individual, presentaría la creencia en Dios más bien como un caso de “creer en...”, es decir, una creencia equivalente a una actitud —la actitud de confiar en...—, y, así, como una praxis que, en el caso de las religiones, sería una praxis social. A su vez, y como ya hemos visto, para Russell, la creencia en Dios entendida como un caso de “creer en...” sería

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Pues bien, dejando de lado la cuestión de si el anticlericalismo de Russell está justificado o si es excesivo, tenemos el problema de si su análisis epistemológico de la creencia religiosa es correcto o no; y, en concreto, la cuestión de si su agnosticismo es o no aceptable. Y es que de una lectura atenta de sus intervenciones en el debate con Copleston podría sacarse la impresión de que algo no funciona bien del todo en su planteamiento; incluso la impresión de que Copleston acaba ganándole la partida. Ocupémonos, por tanto, de esta cuestión, aunque sea brevemente. Russell arranca el debate aceptando que no es posible demostrar la no existencia de Dios, y que su posición es agnóstica. En este sentido, Russell podría haber afirmado también, pero no lo hace, que no es lo mismo decir que no es posible demostrar la existencia de Dios que decir que no es posible demostrar la no existencia de Dios, ya que ambas afirmaciones tendrían una fuerza ilocucionaria diferente: la carga de la prueba siempre recae en el creyente, es decir, en aquel que cree, pues es él quien debería demostrar que Dios existe, y no al revés. Como decimos, Russell no hace este movimiento, pero podría haberlo hecho congruentemente con sus planteamientos. Sin embargo, ésta no sería ahora la cuestión importante, sino el problema de la significatividad del concepto de Dios. Y es que declararse agnóstico o aceptar la idea de que no es posible demostrar la no existencia de Dios —o la existencia de Dios, da igual— parece presuponer que el concepto de Dios es significativo, es decir, que no es ningún sinsentido. O dicho con ejemplos que Russell hizo famosos con su teoría de la referencia: que el concepto de Dios está en un nivel semejante al de “el rey de Francia” y no al de “el cuadrado redondo”. En efecto, mientras que “el rey de Francia” sería una expresión que remite a un predicado significativo —“ser rey de Francia”— aunque en la actualidad no habría ningún individuo que satisfaga este predicado, la expresión “el cuadrado redondo” no remitiría a ninguna posibilidad, pues ser cuadrado y redondo al mismo tiempo es algo imposible, un sinsentido. En otras palabras: no es posible que nada satisfaga el supuesto concepto “ser cuadrado redondo”. Por el contrario, la no satisfacción del concepto “ser rey de Francia” es sólo empírica: únicamente a partir del hecho de que Francia es una república, no es posible que alguien sea rey de Francia —bueno, también podría suceder que Francia fuese una monarquía, pero que no estuviese claro si en un momento determinado hay o no un rey a causa de problemas en la sucesión o respecto de la legitimidad real. Así las cosas, si el concepto de Dios funciona como el del rey de Francia, entonces la cuestión de si Dios existe o no será un cuestión contingente —es decir, justamente el ámbito donde podemos encontrar la influencia negativa de la religión respecto de la libertad y la felicidad humanas. (Respecto del planteamiento wittgensteiniano, vid., Wittgenstein, L., Lectures and Conversations on Aesthetics, Psychology & Religious Belief, Oxford, Basil Blackwell, 1966; y “Remarks on Frazer’s Golden Bough” en Philosophical Ocasions 1912-1951, Indianapolis & Cambridge, Hackett Publishing Company, 1993).

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que podría tanto existir como no existir—, y determinar su existencia o su no existencia debería efectuarse por medios empíricos, bien directamente o bien indirectamente a través de las consecuencias de su existencia o su inexistencia. En definitiva, lo que valdría para la existencia o la inexistencia de cualquier objeto o fenómeno, también debería valer para el caso de Dios. Y claro, de la misma manera que, a veces, puede resultarnos empíricamente difícil o imposible determinar que algo existe, también podría suceder que en el caso de Dios fuese empíricamente difícil o imposible determinar su existencia, o su inexistencia — por ejemplo, podría suceder que Dios se nos ocultase sistemáticamente. Pues bien, que ésta era la posición de Russell se hace evidente en el siguiente diálogo sobre el carácter de ser necesario que tendría Dios: RUSSELL: (...) Un ser que ha de existir y que no puede no existir, sería seguramente, de acuerdo con usted, un ser cuya esencia presupone la existencia. COPLESTON: Sí, un ser cuya esencia es existir. Sin embargo yo no querría argumentar la existencia de Dios sólo a partir de la idea de su esencia, porque no creo que tengamos aún una clara intuición de la esencia de Dios. Pienso que debemos argumentar desde el mundo de la experiencia hacia Dios. RUSSELL: Sí, veo bastante clara la diferencia. No obstante, un ser con suficiente conocimiento podría afirmar con verdad: “Aquí tenemos a ese ser cuya esencia implica la existencia”. COPLESTON: Sí, ciertamente, si alguien viese a Dios, él vería que Dios ha de existir11.

El problema, sin embargo, es que parece que en realidad Russell no ve bastante clara la diferencia, a pesar de que él diga lo contrario, y Copleston, por su parte, es mucho más hábil. Efectivamente, Copleston no quiere defender el llamado argumento ontológico —el argumento que pretende deducir necesariamente la existencia de Dios a partir de su esencia—, porque no cree que tengamos, al menos de momento, una clara intuición de la esencia de Dios. En otras palabras, y como en el pasado ya mostró el enfrentamiento entre la teología positiva y la teología negativa, Copleston sabe que todo argumento a priori a favor de la existencia de Dios ha de partir de la comprensión del concepto de Dios como siendo el ser infinito, es decir, el ser que contiene en grado infinito todas las perfecciones, incluida la de existir. Y claro, resulta problemático o imposible explicar como un ser finito —el ser humano— pueda comprender esta idea de un ser cuya esencia sería infinita. No es extraño, por tanto, que Copleston prefiera argumentar desde el mundo de la experiencia hacia Dios. Russell, como decimos, no vería clara la diferencia, porque, de haberla visto, no diría que tenemos el concepto de un ser cuya esencia incluye la existencia, y que todo el problema reside en el hecho de que no sabemos si existe o no un ser como éste. ¿Por qué no dice Russell en este contexto que el concepto de Dios —el concepto de ser necesario o el concepto de ser infinito que, a la vez, es el ser necesario— es un sinsentido como lo sería el concepto del cuadrado redondo? Y 11 Russell, B. (1996), págs: 131-132.

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que no lo diga no deja de sorprender porque poco antes del diálogo que acabamos de transcribir había afirmado que el predicado “necesario” únicamente era significativo en relación a las proposiciones de la lógica: (...) yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga ningún significado concreto llamar “contingentes” a otros seres. En mi opinión, estas expresiones sólo tienen significación dentro de una lógica que yo rechazo (...) La palabra “necesario” es, me parece, una palabra inútil, salvo cuando es aplicada a proposiciones analíticas, no a cosas12.

Y algo semejante pasaría con la idea de que Dios es la causa del mundo o que el mundo como un todo tiene una causa, es decir, respecto de la respuesta a la pregunta tradicional de por qué hay algo más bien que nada: El concepto de causa en todos sus aspectos es un concepto que nosotros derivamos de nuestra observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer que la totalidad tenga una causa, fuera la que fuese (...) El concepto de causa no tiene aplicación respecto del todo13.

Y claro, si este uso de la palabra “causa” no tiene significado, y si tampoco lo tiene el de “necesario” en relación a los objetos, es decir, si no tiene sentido decir de un objeto que existe necesariamente y que además es la causa del mundo, ¿qué queda del concepto de Dios? En otras palabras: ¿respecto de qué Russell era agnóstico? ¿No sería más coherente afirmar que el concepto de Dios —el ser infinitamente perfecto que existe necesariamente y que es la causa del mundo— es un sinsentido? De hecho, como muestra el caso del budismo, ni la religión ni el misticismo necesitan de un dios14. Pues bien, sea como fuere, Russell no sigue 12 Russell, B. (1996), pág: 129. 13 Russell, B. (1996), pág: 134. 14 Sin duda, podríamos intentar exculpar a Russell por no tratar el concepto de Dios como un sinsentido afirmando que el concepto de Dios, en realidad, no está al mismo nivel que el concepto del cuadrado redondo, esto es, que no es un sinsentido: de hecho, ¿no sería Dios, a diferencia de lo que sucede con el cuadrado redondo, una realidad concebible y, por ende, posible? ¿Però qué debemos entender aquí por “concebible”? Desde luego, en un sentido “Dios” y “el cuadrado redondo” no estarían al mismo nivel, pues la cancelación del significado que origina predicar a la vez “cuadrado” y redondo” de un mismo objeto no parece que se aplique al caso de Dios. Un cuadrado redondo no es algo concebible, es algo imposible. Ahora bien, ¿es éste el único sentido en que cabe entender lo inconcebible? ¿Debemos detenernos en la idea de que es concebible todo lo que es lógicamente posible, es decir, todo aquello que no representa una contradicción lógica? Por un lado tendríamos, como el mismo Russell nos indica, la posibilidad de impugnar los predicados que típicamente se atribuyen a Dios: por ejemplo, “necesario”, “causa”, “existencia necesaria”. Y en ese caso se podría decir que el concepto de Dios carece de sentido no porqué sea autocontradictorio, como sucede con el cuadrado redondo, sino porqué es impropio atribuirle los predicados que supuestamente le caracterizan. Por otro lado, sin embargo, aún habría otra manera de entender cómo el concepto de Dios es inconcebible, a saber, que es

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esta ruta, sino que centra su análisis en el concepto de existencia, criticando el uso de la palabra “existencia” como una propiedad de los objetos y, en concreto, de Dios. En su opinión, decir que algo existe no sería otra cosa que la manera ordinaria de expresar que un objeto satisface un determinado predicado. Y es que en sentido lógico, como muestra la cuantificación, “existencia” no sería una propiedad: RUSSELL: (...) Si usted, sin embargo, dice “Sí, Dios es la causa del mundo” está usando Dios como un nombre propio: entonces “Dios existe” no será un enunciado que tenga un significado; eso es lo que quiero defender. Y es que, consecuentemente, decir que eso o aquello existe nunca puede ser una proposición analítica. Por ejemplo, supongamos que usted toma como tema suyo “el existente cuadrado redondo”; parecería que es una proposición analítica decir “el existente cuadrado redondo existe”, pero no, no existe. COPLESTON: No, no existe, pero usted no puede decir que no existe a no ser que tenga un concepto de lo que es la existencia. Por lo que respecta a la frase “cuadrado redondo existente”, yo diría que no tiene en absoluto significado. RUSSELL: Estoy completamente de acuerdo. Sin embargo, y cambiando de contexto, yo diría entonces lo mismo en relación al “ser necesario”15.

En suma: la posición de Russell, a pesar de lo que él mismo dice sobre los conceptos “causa” y “necesario”, parece ser que lo que no tiene significado no es el concepto de Dios, sino la afirmación de su existencia, ya que esta afirmación se basa en el supuesto de que la existencia es una propiedad. Y aquí habría un punto de coincidencia entre Russell y Copleston: que, en contra del argumento ontológico, no es posible establecer a priori la existencia de Dios. La diferencia, sin embargo, es que según Copleston es posible establecer a posteriori la existencia necesaria de Dios, es decir, que su existencia es una propiedad necesariamente suya en función de su perfección infinita, mientras que, de acuerdo con Russell, únicamente podríamos establecer a posteriori la existencia de Dios, pero no como una propiedad suya y mucho menos como una propiedad necesaria suya, sino tal y como se determina la existencia de cualquier objeto conocido por descripción, a saber, en la medida en que hay un objeto que satisface el predicado que lo describe16. inconcebible en relación a nuestros conocimientos más acreditados. En otras palabras: que siendo aparentemente concebible, no lo es en realidad, pues cualquier cosa que podamos decir de él, desde la más literalmente antropomófica hasta la más conceptualmente sofisticada —por ejemplo, que piensa, que actúa, que nos escucha, que habla, que vela por nosotros, que nos quiere puros, que nos castiga, que es la respuesta a todos los interrogantes, etc.—, siempre estará construida con conceptos que extraídos del lugar donde tienen un uso apropiado pierden su significación, es decir, que no sabríamos en realidad de qué estamos hablando cuando hablamos de Dios. En este último caso, el concepto de Dios no estaría muy lejos de conceptos como “centauro”, es decir, de las quimeras. 15 Russell, B. (1996), pág: 131. 16 Por ejemplo, en el artículo de 1905 “On Denoting”, aplicando su teoría de las

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Llegados aquí, parece que Copleston esté en mejor posición. Russell, desde su agonosticismo, sólo puede afirmar que no tiene ninguna evidencia a favor de la existencia de Dios o, si se quiere, y diciéndolo en su propia terminología, que él de Dios nunca ha tenido ningún conocimiento directo ni por descripción. Es decir, y si se me permite la broma, todo viene a parar a la idea de que a Dios no te lo puedes encontrar en la parada del autobús, porque si te lo encontrases ya no sería Dios. Y eso precisamente es lo que Copleston necesita porque, del hecho de que Russell, o cualquiera otro, no se haya encontrado nunca a Dios en la parada del autobús, no se sigue que Dios no exista, sino que Dios, en el mejor de los casos, no coge el autobús. Queda, por lo tanto, incólume la idea de que si algún día viésemos a Dios —por ejemplo, después de la muerte—, podríamos comprobar que Dios existe necesariamente: COPLESTON: (...) Es únicamente a posteriori, a través de nuestra experiencia del mundo, como llegamos a conocer la existencia de este ser. Y a partir de aquí podremos argumentar que la esencia y la existencia deben ser idénticas. Y es que si la esencia de Dios y la existencia de Dios no fuesen idénticas, entonces debería ser encontrada más allá de Dios alguna razón suficiente de su existencia17.

Como señalábamos antes, negar la inteligibilidad del concepto Dios no tiene por qué llevarnos a abandonar la creencia o la actitud religiosa ni tampoco el misticismo, como muestra el caso del budismo, o como mostraría también una lectura no teísta del Tractatus Logico-Philosophicus de Wiitgenstein. A tal efecto sólo habría que interpretar el último párrafo de esta obra, el famoso “De lo que no se puede hablar, hay que guardar silencio”, como queriendo decir no que haya algo de lo que no se puede hablar, sino que no hay nada de que hablar, ya que lo descripciones, Russell escribía: “ “El ser más perfecto tiene todas las perfecciones; la existencia es una perfección; luego el ser más perfecto existe” se transforma en “Hay una entidad x y solamente una que es la más perfecta; ésta tiene todas las perfecciones; la existencia es una perfección; luego esta entidad existe”. Como demostración falla por falta de prueba de la premisa “hay una entidad x y solamente una que es la más perfecta” “. (Russell, B., Logic and Knowledge. Essays 1901-1950 (1956), London & New York, Routledge, 1992, pág: 53) 17 Russell, B. (1996), pág: 132. Como vemos, Copleston, con la idea de que podríamos comprobar a posteriori que Dios existe necesariamente, pretende escaparse de la crítica que D. Hume e I. Kant hicieron a los argumentos a posteriori para demostrar la existencia de Dios. Como es bien sabido, el problema, según estos autores, consistían en el hecho de que todo argumento a posteriori, si quiere ser demostrativo respecto de la existencia de Dios y no de otra cosa —por ejemplo, la materia eterna, la existencia necesaria de la materia eterna—, tenía que incluir necesariamente un argumento a priori —la presuposición de que Dios existe necesariamente, el supuesto de que Dios es el ser infinitamente perfecto y, a la vez, necesario. Copleston, por tanto, pretende huir de este círculo vicioso, afirmando que la comprensión de que Dios es al mismo tiempo el ser infinito y el ser necesario no seria una presuposición, sino algo que alcanzamos, o alcanzaremos, con la contemplación de la esencia de Dios.

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místico sería únicamente el milagro de la existencia del mundo —lo que acaece— como un todo inalterable, el destino18. Con todo, como es sabido, el mismo Wittgenstein en sus diarios propicia una lectura teísta de su misticismo en tanto que allí nos muestra su lucha, nunca resuelta del todo, por creer en un dios personal, y por vivir una religiosidad de talante tolstoiano19. Pero no nos apartemos de Russell, y centrémonos ahora de su actitud hacia el misticismo. Pues bien, a diferencia de la creencia religiosa, Russell mantenía hacia el misticismo una actitud que no dejaba de ser en el fondo respetuosa: de hecho, este sería el elemento respetable de la creencia religiosa, a saber, en tanto que puede ser a veces expresión de una actitud o de una emoción mística. El problema, sin embargo, es que frecuentemente se ha intentado convertir esa actitud o emoción en conocimiento, cosa que Russell no acepta. Por ejemplo, en 1935 en Religión y ciencia Russell afirma que el misticismo vendría caracterizado por las siguientes tres tesis: 1) que toda división y separación es irreal, y que el universo es una sóla unidad indivisible; 2) que el mal es ilusorio, y que la ilusión surge de considerar falsamente una parte como subsistente por sí sola; 3) que el tiempo es irreal, y que la realidad es eterna, no en el sentido de que dure siempre, sino en el sentido de que está totalmente fuera del tiempo20. Como es fácil de apreciar, estas tesis tienen una clara pretensión cognoscitiva y presuponen que la iluminación o la revelación son la fuente del conocimiento de la realidad en sí misma. Russell, por su parte, no está dispuesto a tanto: según él, únicamente la ciencia puede ser conocimiento, y el misticismo sólo tiene una significación emotiva que, además, no debería contradecir a la ciencia. Dicho con palabras del mismo Russell: Creo que cuando los místicos contrastan “realidad” con “apariencia”, la palabra “realidad” no tiene un significado lógico, sino emotivo: significa que, en algún sentido, es importante. Cuando se dice que el tiempo es “irreal”, lo que debería decirse es que, en algún sentido y en algunas ocasiones, es importante concebir el universo como un todo, como el Creador, de existir, lo habría concebido al decidir crearlo. Así, todo proceso estaría dentro de un todo completo: el pasado, el presente y el futuro existirían en algún sentido juntos, y el presente no tendría esa realidad preeminente que tiene para nuestras maneras usuales de aprehender el mundo. Si se acepta esta interpretación, el misticismo expresa una emoción, no un hecho; no afirma nada y, por consiguiente, no puede ser ni confirmado ni contradicho por la ciencia. El hecho de que los místicos hagan aserciones se debe a su inhabilidad para separar lo emotivamente importante de la validez científica21.

18 Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus (1921), Madrid, Alianza, 1987. 19 Vid., Wittgenstein, L., Notebooks (1914-1916), Oxford, Basil Blackwell, 1979, 11-VI-16 y ss; también, Diarios Secretos, Madrid, Alianza, 1991, y Movimientos del pensar (1997), Valencia, Pre-Textos, 2000. 20 Russell, B., Religión y ciencia (1935), México, FCE, 1961, pág: 123. 21 Russell, B. (1961), pág: 128.

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En suma, el misticismo, a pesar de contener “una sustancia de sabiduría” — como dice Russell—, debería liberarse de su pretensión cognoscitiva y de la huida del mundo real que, a veces, conlleva: Si la emoción mística se libera de creencias no garantizadas y no es tan abrumadora que arranque al hombre enteramente de los negocios ordinarios de la vida, puede dar algo de gran valor: la misma cosa, aunque en una forma exaltada, que es dada por la contemplación. El aliento, la calma y la profundidad pueden tener su fuente en esta emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la mente llega a ser un espejo de la vastedad del universo22.

En 1914 en el ensayo “Misticismo y lógica”, incluido en el libro del mismo título publicado en 1917, Russell ya había expresado una idea semejante, aunque con unos matices diferentes: (...) aunque el desarrollo completo del misticismo me parece erróneo, con una suficiente contención encontramos un elemento de sabiduría que debemos aprender de la manera mística de sentir, y que no parece alcanzable por ningún otro camino. Si eso es verdad se debería recomendar el misticismo como una actitud hacia la vida, y no como una profesión de fe sobre el mundo. Continuaré manteniendo que el credo metafísico es un error producido por la emoción, aunque esta emoción, como colorante y conformadora de todos los otros pensamientos y sentimientos, sea la inspiradora de lo mejor que hay en el hombre. Incluso la cuidadosa y paciente investigación de la verdad por la ciencia, que parece la verdadera antítesis de la precipitada certeza metafísica, puede ser nutrida y alimentada por el gran espíritu de reverencia en que vive y se mueve el misticismo23.

En efecto, si en el último texto que comentábamos de 1935 Russell afirmaba que el misticismo tendría una vertiente positiva, ahora vemos que en 1914 se trataba de un aspecto, además de positivo, recomendable e, incluso, algo a imitar: La metafísica, o el intento de concebir el mundo como un todo por medio del pensamiento, se ha desarrollado desde el comienzo por la unión y por el conflicto entre dos impulsos humanos muy diferentes: uno que empuja al hombre hacia el misticismo, el otro que lo empuja hacia la ciencia. Algunos hombres han alcanzado la grandeza sólo en uno de estos impulsos, otros en el contrario (...) Pero los mejores hombres que han sido filósofos han sentido la necesidad tanto de la ciencia como del misticismo: su vida ha sido el intento de armonizarlas, y eso, por su ardua incertidumbre, hará que para ciertas mentes la filosofía sea siempre más importante que la ciencia o la religión24.

Y otra vuelta de tuerca más. Así como no es la misma cosa constatar la vertiente positiva del misticismo que recomendarlo, tampoco sería lo mismo recomendarlo que afirmar que es inevitable. Sin duda, se puede encontrar en el 22 Russell, B. (1961), págs: 129-130. 23 Russell, B., Mysticism and Logic, London, George Allen and Unwin Ldt., 1917, págs: 1112. 24 Russell, B. (1917), pág: 1.

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misticismo algo positivo, pero no asumirlo —por ejemplo, porque se considera que ya se dispone de otras herramientas para conseguir un resultado semejante. O es posible también, como hemos visto, recomendarlo. Ahora bien, si decimos que el sentimiento o la actitud mística son inevitables estaríamos yendo más allá de la mera constatación de su valor positivo: ¿por qué y en razón de qué debería ser inevitable? Bien, la respuesta no puede ser otra que porque es metafísicamente inevitable y, por tanto, necesario —de hecho, ésta sería la manera como los místicos siempre se han entendido su misticismo. Y que el misticismo sea metafísicamente inevitable y necesario quiere decir que sólo a través suyo es posible alcanzar la visión correcta —la visión metafísicamente correcta— del mundo y de la vida. No que alcancemos una visión interesante o complementaria a la visión científica y mundana de la realidad; ni tan siquiera que alcancemos una visión necesaria para conseguir determinados efectos prácticos —por ejemplo, vivir más sabiamente— que consideramos valiosos. No, metafísicamente inevitable y necesario significaría aquí que hay una única visión del mundo metafísicamente correcta —el conocimiento de la realidad en sí misma— y que la actitud o la emoción mística son necesarias para alcanzarla. No es extraño, por tanto, que en este contexto se nos hable de iluminación o de revelación. Russell no llegó tan lejos, pero por ejemplo Wittgenstein sí, por lo menos el Wittgenstein del Tractatus, ya que no sólo lo místico existe —existe en un sentido metafísico que en nada correspondería a la existencia empírica—, sino que además da lugar a la visión correcta del mundo, aquella visión que se obtiene subiéndose a la escalera filosófica tractariana. ¿Qué valor filosófico y vital podría tener para Wittgenstein el misticismo si fuese únicamente una manera interesante de mirarse las cosas? Es más, lo místico deberá ser algo inexplicable o resistente a cualquier reconstrucción empírica: ha de estar más allá de la ciencia y de los conocimientos mundanos, y ha de ser inmune a ellos. Como decimos, Russell no va tan lejos, pero sorprende que no se percate de que ésta es la lógica interna del misticismo, y que se conforme con destacar su vertiente positiva y recomendable. De hecho, Russell en la Introducción que en 1922 escribió para la edición inglesa del Tractatus no reprochaba a Wittgenstein su misticismo, sino que Wittgenstein acabase diciendo muchas cosas sobre lo que él mismo decía que no se podía hablar significativamente: Lo que ocasiona tal duda es el hecho de que, después de todo, Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir, sugiriendo así al lector escéptico la posible existencia de una salida, bien a través de la jerarquía de lenguajes o bien de cualquier otro modo. Toda la ética, por ejemplo, la coloca Wittgenstein en la región mística inexpresable. A pesar de eso es capaz de comunicar sus opiniones éticas. Su defensa consistiría en decir que lo que él llama “místico” puede mostrarse, pero no decirse. Puede que esta defensa sea satisfactoria,

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pero por mi parte confieso que me produce una cierta sensación de disconformidad intelectual25.

El carácter empíricamente inexplicable de la actitud mística es un tema que no es nuevo —está presente en toda la mística—, y tiene, por cierto, un claro paralelismo con la manera como los filósofos creyentes han tratado el concepto de Dios: por ejemplo, Descartes hacía de la idea de Dios una idea innata; Berkeley, contraviniendo su propio empirismo, hablaba de “noción”; Kant, a su vez, lo hacía en términos de “concepto puro” —el Ideal de la razón pura. La estrategia está clara: que el concepto de Dios no sea empírico, que no derive de la experiencia, porque de no ser así, podría tratarse de una simple creación humana, una invención individual o colectiva. Y lo mismo, como estamos diciendo, sería aplicable a la experiencia mística: su valor filosófico depende de su carácter empíricamente intocable. Pues bien, Russell, a pesar de su anticlericalismo, no se habría apartado en el fondo de esta manera de pensar al no tratar el concepto de Dios como un pseudoconcepto, o al recomendar el misticismo como una emoción o una actitud. Con todo, tenemos que reconocer que Russell no cayó en el error que suele propiciar la idea de que, dada la supuesta naturaleza intocable de la experiencia mística y de la creencia religiosa, éstas son también inmunes a toda crítica, que son simplemente bienintencionados asuntos individuales, un simple negocio entre los hombres y la divinidad, o entre los hombres y el carácter sagrado del mundo. No, Russell, como hemos visto, lejos de esta ingenuidad, no descontextualiza social e históricamente la creencia religiosa ni la actitud mística, y señala los que, en su opinión, son los peligros o sus efectos perniciosos. Y es que Russell, pesar a ser un pensador en cuyo horizonte intelectual aún tenían sitio Dios y la emoción mística que puede provocar el misterio del mundo —él no era ateo, ni positivista— fue, como ya decíamos al comienzo, un pensador ilustrado. Antoni Defez Martín C/ Murta nº 28, pta 30 46020 - Valencia [email protected]

25 Wittgenstein, L. (1987), Apéndice, pág: 196.

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EL JOVEN HEIDEGGER Y LOS PRESUPUESTOS METODOLÓGICOS DE LA FENOMENOLOGÍA HERMENÉUTICA1 Jesús Adrián Escudero. Universidad Autónoma de Barcelona Resumen: El presente artículo expone y analiza los presupuestos metodológicos de la llamada transformación hermenéutica de la fenomenología iniciada por el joven Heidegger a partir de las lecciones del semestre de posguerra de 1919. En primer lugar, se desglosan las etapas de desarrollo de su fenomenología hermenéutica y se establecen las profundas diferencias con la fenomenología reflexiva de Husserl. En segundo lugar, se explicitan los postulados de esta fenomenología hermenéutica, la cual opera con el presupuesto de la diferencia ontológica e introduce una nueva noción de mundo entendido como significatividad. Abstract: The present article exposes and analyses the methodological assumptions of the so called hermeneutical transformation of phenomenology initiated by the young Heidegger in the postwar semester of 1919. First we show the development stages of his hermeneutical phenomenology, and establish the deep differences with Husserl’s reflexive phenomenology. Second we make clear the postulates of this hermeneutical phenomenology, which puts in place the ontological difference and introduces a new concept of world understood as meaningfullness.

Sin duda, la cuestión del ser constituye el hilo conductor que articula la densa actividad filosófica y dibuja el horizonte dentro del cual se ha de enmarcar cada aspecto de la obra de Heidegger.2 Ser y tiempo arranca con el firme propósito de una elaboración concreta de la pregunta por el sentido del ser a partir de un análisis preparatorio de las estructuras ontológicas de la vida humana. La publicación de las primeras lecciones de Friburgo (1919-1923) y de las de Marburgo (1924-1928) permite ahora reconstruir con precisión los contornos de esa pregunta. Desde la evidencia textual que nos proporcionan las lecciones de juventud, se puede afirmar que el pensamiento del joven Heidegger gira en torno 1 El presente trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación FFI 2009-13187 FISO financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. 2 Una cuestión presente desde su precoz lectura en 1907 del libro de Brentano sobre el significado del ente en Aristóteles hasta su última carta oficial, redactada dos semanas antes de su muerte y dirigida a los participantes del Xº Coloquio Heidegger celebrado en Chicago (cf., respectivamente, Heidegger, Martin: «Mein Weg in die Phänomenologie». En Zur Sache des Denkens, Max Niemeyer, Tubinga, 1976, pp. 81-92 y Heidegger, Martin: «Grüßwort an die Teilnehmer des zehnten Colloquiums vom 14.-16. Mai 1976 in Chicago (11. April 1976)». En Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges (GA 16), Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main, 2000, pp. 747-748.

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a la pregunta por el sentido mismo de la vida fáctica, tal como lo atestigua el currículo que redactó en 1922 para optar a una plaza de profesor titular en la Universidad de Gotinga: «las investigaciones que sustentan la totalidad del trabajo realizado de cara a mis lecciones van encaminadas a una sistemática interpretación ontológico-fenomenológica del problema fundamental de la vida fáctica»3. La vida humana y su comprensión del ser son los ejes que vertebran buena parte de la obra temprana de Heidegger. El calidoscopio de referencias filosóficas que encontramos en esta fructífera etapa ofrece una imagen bastante fidedigna de la genealogía de esa pregunta y de los requisitos metodológicos necesarios para desarrollarla con éxito. De esta manera, el intento heideggeriano de aprehender la realidad primaria de la vida humana pasa por dos decisiones fundamentales. En primer lugar, una decisión eminentemente metodológica, que ya en los cursos universitarios de 1919 le lleva a un desmontaje crítico de la historia de la metafísica y a una transformación hermenéutica de la fenomenología de Husserl. Dos momentos imprescindibles de su método filosófico: un momento destructivo y otro momento constructivo. El primero destapa el intrincado mapa conceptual de la filosofía y retrotrae el fenómeno de la vida a su estado originario. El segundo propone un análisis formal de los diversos modos de realizarse la vida en su proceso de gestación histórica. Sin ellos resulta vano aventurarse en la senda de una articulación categorial del ámbito de donación inmediato de la vida fáctica y de su carácter ontológico. En segundo lugar, una decisión temática que en los primeros años de Friburgo desemboca en una exploración sistemático de los rasgos fundamentales de la vida humana. Precisamente, la pregunta por el sentido del ser de la vida ateorética y arreflexiva proporciona el punto de partida y facilita el hilo conductor de la pregunta por el ser en general. A partir de este planteamiento y una vez completada metodológicamente la hermenéutica fenomenológica del Dasein, vemos como la pregunta por el ser va adquiriendo cada vez más protagonismo en las lecciones de Marburgo hasta convertirse en el tema central de Ser y tiempo. La gradual publicación de los primeros cursos de los años veinte ha venido a confirmar la idea de que el programa filosófico del joven Heidegger empieza a tomar forma en estos años.4 En cualquier caso, ha de quedar claro que la tematización del ser precisa de los dos elementos indicados: el elemento temático y el elemento metodológico. 3 Heidegger, Martin: «Vita». En Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges (GA 16), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, p. 44. Esas investigaciones, iniciadas alrededor de 1919/20 en el marco de la discusión con la hermenéutica, el vitalismo, el neokantismo y la escolástica, cristalizan luego en el Informe Natorp (1922) y en las lecciones Ontología. Hermenéutica de la facticidad (1923). 4 Para más información, remitimos a Adrián, J.: «Der junge Heidegger und der Horizont der Seinsfrage», Heidegger Studien 17, 2001, pp. 11-21 y Kalariparambil, T.: «Towards Sketching the ´Genesis´ of Being and Time», Heidegger Studien 16, 2000, pp. 189-220.

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Estos dos elementos, esto ejes, estos dos momentos se desarrollan simultáneamente a partir de las primeras lecciones de Friburgo. No es que primero se analicen las estructuras ontológicas de la vida fáctica y después se desarrolle la fenomenología hermenéutica, ya que el análisis de esas estructuras precisa de antemano del método hermenéutico-fenomenológico. Y tampoco es que primero se produzca la transformación hermenéutica de la fenomenología, porque esa transformación se lleva a cabo precisamente como resultado de la necesidad de hallar un método alternativo al de la fenomenología husserliana capaz de aprehender el significado de la vida. El tema y el método son dos elementos inseparables, forman parten de una misma preocupación y fueron tratadas simultáneamente por el joven Heidegger. De hecho, el método queda definido por el tema mismo, la vida fáctica. Esquemáticamente las lecciones que inauguran la actividad académica de Heidegger en pleno período de posguerra se plantean el reto de elaborar un nuevo concepto de filosofía, que no encorsete y someta el fenómeno de la vida a los patrones científicos de conocimiento. Una y otra vez surge la misma pregunta: ¿cómo es posible aprehender genuinamente el fenómeno de la vida sin hacer uso del instrumental tendencialmente objetivante de la tradición filosófica? La respuesta es tajante: hay que suspender la primacía de la actitud teórica y poner entre paréntesis el ideal dominante de las ciencias físicas y matemáticas que impregna el quehacer filosófico desde Descartes hasta Husserl. El resultado final de esta tarea de lento y sistemático escrutinio de las verdaderas estructuras ontológicas de la vida humana queda reflejado en los diferentes y recurrentes análisis del tejido ontológico de la existencia humana que Heidegger lleva a cabo en el transcurso de la década de los años veinte: en 1919 se habla de una ciencia originaria de la vida; en 1922 de una ontología fenomenológica de la vida fáctica; en 1923 de una hermenéutica de la facticidad; en 1925 y en 1927 de una analítica existenciaria del Dasein; en 1928 de una metafísica del Dasein. He ahí el núcleo en torno al cual gira la labor filosófica del joven Heidegger hasta la publicación de Ser y tiempo: mostrar fenomenológicamente las diferentes formas de ser del Dasein para desde ahí aprehender el sentido del ser desde el horizonte de la historicidad y de la temporalidad. Aquí no es lugar de exponer cómo ese análisis de la vida se lleva a cabo en el marco de una compleja y densa apropiación de elementos de la tradición cristiana (Pablo, Agustín, Lutero), mística (Bernardo de Claraval, Teresa de Jesús, Eckhart) y hermenéutica (Schleiermacher y Dilthey) y, sobre todo, de una estimulante confrontación con la filosofía práctica de Aristóteles. La pluralidad de estas líneas de investigación habrá de culminar al final de su período de Friburgo en la primera formulación explícita de su proyecto filosófico en torno a una hermenéutica de la facticidad que, temáticamente, desemboca en una investigación exhaustiva de las estructuras ontológicas del Dasein y que, metodológicamente, se traduce en la conocida fenomenología hermenéutica. Aquí, más bien, nos interesa poner al descubierto los presupuestos metodológicos de esta transformación hermenéutica de la fenomenología que empieza a tomar cuerpo en las lecciones del semestre de posguerra de 1919 bajo la forma de una [215]

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ciencia originaria de la vida. 1) En primer lugar, se desglosan las etapas de desarrollo de la fenomenología hermenéutica de Heidegger y sus profundas diferencias con la fenomenología reflexiva de Husserl. 2) En segundo lugar, se explicitan los postulados de una fenomenología hermenéutica que, por una parte, opera con el presupuesto de la diferencia ontológica y que, por otra parte, establece la prioridad de la comprensión sobre la percepción y pone en juego una nueva noción de mundo. Etapas de desarrollo de la fenomenología hermenéutica Husserl y Heidegger comparten la máxima fenomenológica de «a las cosas mismas». Sin embargo, se distinguen en el modo de acceso y de tratamiento de esas cosas. Nos hallamos ante dos conceptos de fenomenología que se diferencian básicamente en la determinación de la intuición fenomenológica: Husserl comprende esta intuición en términos de un «ver reflexivo»; Heidegger, en cambio, la entiende en términos de una «intuición hermenéutica». Como ha señalado en repetidas ocasiones Herrmann, la fenomenología de Husserl se determina a partir de una actitud eminentemente teorética y reflexiva, mientras que la versión heideggeriana de la fenomenología se caracteriza por su dimensión ateorética y prerreflexiva.5 Dicho en otras palabras, Husserl se mueve en las coordenadas de una fenomenología reflexiva; Heidegger, en cambio, desarrolla una fenomenología hermenéutica.6 A continuación se analiza con algo más de 5 Cf. Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Der Begriff der Phänomenologie bei Husserl und Heidegger, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1981; Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Wege und Methode. Zur hermeneutischen Phänomenologie des seinsgeschichtlichen Denkens, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1990, pp. 15-22; y últimamente a partir de un pormenorizado análisis de las lecciones del semestre de posguerra de 1919 en Herrmann, Friedrich-Wilhelm.: Hermeneutik und Reflexion, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, pp. 11-98. 6 La literatura secundaria sobre la relación Husserl-Heidegger es realmente extensa. Con respecto a la cuestión que nos ocupa aquí, a saber, la transformación hermenéutica de la fenomenología, remitimos, junto a los trabajos arriba citados de Herrmann, a los de: Adrián, Jesús: «Hermeneutische versus reflexive Phänomenologie. Eine kritische Revisión Heideggers frühe Stellung zu Husserl ausgehend vom Kriegsnotsemester 1919», Analecta Husserliana LXXXVIII, 2005, pp. 157-173; Biemel, Walter: «Heideggers Stellung zur Phänomenologie in der Marburger Zeit», Phänomenologische Forschungen 6/7, 1978, pp. 123; Fabris, Adriano: «L’‹ermeneutica della fatticità› nei corsi friburghesi dal 1919 al 1923». En Volpi, Franco (ed.): Heidegger, Laterza, Roma, 1997, pp. 57-106; Figal, Günther (ed.): Heidegger und Husserl. Neue Perspektiven, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2009; Gadamer, Hans-Georg.: Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik (Gesammelte Werke, Band 1), J.C.B. Mohr, Tubinga, 1986, pp. 258-275; Gander, Hans-Helmut.: Selbstverständnis und Lebenswelt. Grundzüge einer phänomenologischen Hermeneutik im Ausgang von Husserl und Heidegger, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2001; Grondin, Jean: Einführung in die philosophische Hermeneutik, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1991, pp. 119-137; Jamme,

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detalle cómo el joven Heidegger va desarrollando durante los años veinte su fenomenología hermenéutica en contraposición con la fenomenología reflexiva de Husserl. La fenomenología hermenéutica pasa principalmente por cuatro momentos de desarrollo: el primer momento tiene lugar en las lecciones del semestre de posguerra de 1919 La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo, en las que se acomete una primera crítica de los postulados teoréticos de la fenomenología husserliana al mismo tiempo que se sientan las bases de la hermenéutica fenomenológica a partir del primado de lo preteorético; el segundo momento de desarrollo de la fenomenología hermenéutica se produce en las lecciones del semestre de invierno 1923/24 Introducción a la investigación fenomenológica: por una parte, se alaba el descubrimiento husserliano de la intencionalidad como constitución fundamental de la conciencia en Investigaciones lógicas, pero, por otra parte, se acusa al Husserl de Ideas de distanciarse de la fenomenología al interpretar la subjetividad desde el punto de vista del ego cogito cartesiano. Este distanciamiento se consuma en un tercer momento en la extensa crítica inmanente a Husserl que encontramos en las lecciones del semestre de verano de 1925, Prolegómenos para la historia de una historia del concepto de tiempo, donde Heidegger se posiciona frente a temas clave de la fenomenología husserliana como la intencionalidad, la conciencia, el ser y la intuición categorial. El cuarto y último momento se completa en Ser y tiempo con la elaboración plena del concepto de la fenomenología hermenéutica del Dasein.

Christoph: «Heideggers frühe Begründung der Hermeneutik», Dilthey Jahrbuch 4, 1986/87, pp. 72-90; Kalariparambil, Tommy: Das befindliche Verstehen und die Seinsfrage, Duncker&Humblot, Berlín, 1999, pp. 67-148; Merker, Barbara: Selbsttäuschung und Selbsterkenntnis. Zu Heideggers Transformation der Phänomenologie Husserls, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1988; Pöggeler, Otto: Schritten zur einer hermeneutischen Philosophie, Karl Alber, Friburgo y Munich, 1994, pp. 227-247; Richter, Erick: «Heideggers Kritik am Konzept einer Phänomenologie des Bewußtseins». En Coriando, Paola-Ludoviko.: Vom Rätsel des Begriffes, Duncker&Humblot, Berlín, 2000, pp. 7-29; Riedel, Manfred: «Urstiftung der phänomenologischen Hermeneutik. Heideggers frühe Auseinandersetzung mit Husserl». En: Jamme, Christoph y Pöggeler, Otto (eds.): Phänomenologie im Widerstreit, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1989, pp. 215-233; Rodríguez, Ramón: La transformación hermenéutica de la fenomenología. Una interpretación de la obra temprana de Heidegger, Tecnos, Madrid, 1997; Thurner, Rainer: «Zu den Sachen selbst! - Zur Bestimmung der phänomenologischen Grundmaxime bei Husserl und Heidegger». En: Schramm, A. (ed.): Philosophie in Österreich, Verlag Hölder-Picheler-Tempsky, Viena, 1996, pp. 261-271; Xolocotzi, Ángel.: Der Umgang als Zugang. Der hermeneutischphänomenologische Zugang zum faktischen Leben in den frühen Freiburger Vorlesungen Martin Heideggers, Duncker&Humblot, Berlín, 2002.

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1.1 Primer momento de desarrollo. La primera formulación de la fenomenología hermenéutica que encontramos en las lecciones del semestre de posguerra de 1919, La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo, se enmarca en el intento de aprehender temáticamente la experiencia originaria de la vida preteorética y de responder metodológicamente al esfuerzo por lograr un adecuado acceso a este ámbito de lo preteorético. Tema y método se relacionan íntimamente. La tematización fenomenológica de un nuevo campo de investigación como el de la vida preteorética requiere de un nuevo método de análisis. El ámbito de lo preteorético no resulta accesible desde la reflexión y la teoría. La necesidad de hallar un método capaz de aprehender las tramas de significado en las que se da primariamente la vida desemboca en el desarrollo de una fenomenología hermenéutica de la vida fáctica y ateorética como la que encontramos en las primeras lecciones de Friburgo. Las diferentes formulaciones de esta hermenéutica, como la ciencia originaria de la vida (1919), la ontología fenomenológica del Dasein (1922), la hermenéutica de la facticidad (1923) y la analítica existenciaria de Ser y tiempo (1927), arrancan de esta experiencia originaria y determinan la metodología de la investigación heideggeriana. Por tanto, se puede decir que el descubrimiento de la dimensión preteorética de la vida en las primeras lecciones de 1919 es el punto arquimédico sobre el que descansa la transformación hermenéutica de la fenomenología y marca el inicio de un camino filosófico que se prolonga durante las lecciones de Friburgo y Marburgo hasta desembocar en Ser y tiempo. Las mencionadas lecciones del semestre de posguerra de 1919 esbozan todo un nuevo programa filosófico en el que el joven Heidegger se replantea el objeto de estudio y la metodología a emplear. El objeto de estudio es la vida fáctica y el método es la hermenéutica. Tema y método están íntimamente interrelacionados. El método no se reduce a la mera aplicación de una técnica general, sino que debe tener en cuenta el modo de ser del ente temático. Como ya reconoce tempranamente Heidegger en las lecciones del semestre de invierno de 1919/20, Problemas fundamentales de la fenomenología, «el método filosófico tienes sus raíces en la vida misma»7. Así, pues, desde el prisma temático la filosofía se concibe como ciencia originaria de la vida y de las vivencias. Y a este nuevo enfoque temático le corresponde un peculiar tratamiento metodológico, a saber, la fenomenología hermenéutica, que al igual que la vida y la esfera de las vivencias tiene un carácter esencialmente ateorético y preteorético. La pregunta que realmente inquieta al joven Heidegger es la de cómo se accede primariamente a esta esfera de la vida preteorética ignorada hasta la fecha por la historia de la filosofía. He ahí la tarea de estas primeras lecciones friburguesas: mostrar la posibilidad y la viabilidad de una fenomenología no 7 Heidegger, Martin: Grundprobleme der Phänomenologie (GA 58), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1993, p. 228. En próximas referencias GA 58.

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reflexiva capaz de delimitar y articular sistemáticamente el ámbito de manifestación de la esfera primaria de la vida humana. Esta esfera primaria permanece inicialmente oculta, distorsionada, desfigurada, desplazada por la incuestionable primacía de la actitud teorética y reflexiva que gobierna la filosofía moderna desde la atalaya del sujeto de conocimiento. De ahí que sea necesario romper con el primado de lo teorético en aras de acceder al suelo originario del que brota la vida en su darse inmediato y captar la vida en su carácter significativo. ¿En qué ámbito se mueve, pues, una ciencia filosóficamente originaria? Heidegger se traslada en las lecciones del semestre de posguerra de 1919 al nivel de la relación primariamente práctica que establecemos con el mundo de la vida. La posibilidad de elaborar un nuevo concepto de filosofía emana de esta relación originaria entre vida y mundo. El origen de toda filosofía se remonta al subsuelo todavía no horadado por la reflexión del mundo de la vida. De entrada, pues, «hay que romper con el predominio de lo teorético»8. Esto no significa lanzarse ciegamente a los brazos de la praxis del mundo de los valores y de las rutinas de la actitud natural, ya que la misma distinción entre teoría y praxis, entre irracional y racional se realiza en el marco de la misma actitud teorética que se pretende superar. Nos hallamos —como comenta Heidegger en un tono henchido de pathos— en una «encrucijada metódica que decide sobre la vida y la muerte de la filosofía en general»9: o bien seguimos el camino trazado por la tradición filosófica y su modo reflexivo de explicar el fenómeno de la vida, o bien abrimos una nueva vía de acceso a la vida que habrá de conducirnos por caminos todavía no surcados por la filosofía y nos permitirá saltar a un mundo diferente. Naturalmente, ese mundo es el mundo de la vida y de las vivencias, el mundo de lo ateorético y de lo arreflexivo, en definitiva, el mundo simbólicamente articulado en el que ya siempre se encuentra anclada la vida. Se trata de un mundo revestido del manto de la significatividad, un mundo al que accedemos de una manera directa a través de cierto grado de familiaridad con él, que nos resulta ya siempre comprensible de un modo u otro. Un mundo, por tanto, que se nos abre hermenéutica y no reflexivamente: «en lugar de conocer cosas, hay que comprender mirando y mirar comprendiendo»10. No se niega el conocimiento en general, sólo la primacía otorgada infundadamente al conocimiento de tipo teorético y objetivante. El conocimiento del mundo de la vida se basa en un mirar ateorético, en un comprender no reflexivo. El conocimiento preteorético que adquirimos a partir de nuestro contacto directo con el mundo de la vida se condensa en la comprensión y no tanto en la explicación. Esto no significa que el acceso reflexivo a la esfera de las vivencias sea falso o erróneo. Simplemente es 8 Heidegger, Martin: Die Idee der Philosophie und das Weltanschauungsproblem, en: Zur Bestimmung der Philosophie (GA 56/57), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1987, p. 59 (trad. cast. de Jesús Adrián: La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo, Herder, Barcelona, 2005). En próximas referencias GA 56/57. 9 GA 56/57, p. 63. 10 GA 56/57, p. 65 [cursiva del autor].

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un modo derivado, es un acto de segundo orden que sólo es posible a partir de la comprensión previa, atemática y prerreflexiva del mundo inmediato de la vida y de las vivencias. La segunda parte de las lecciones de 1919 La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo muestra como la realización filosófica de una ciencia originaria de la vida está íntimamente relacionada con una transformación hermenéutica de la fenomenología. Heidegger se interroga: ¿cómo experimentamos la vida, cómo aprehendemos la realidad antes de toda consideración científica, observación valorativa o concepción del mundo? De entrada se invoca el principio de todos los principios según el cual «todo lo que se manifiesta originariamente en la ‹intuición› se ha de tomar simplemente [...] como lo que se da»11, para añadir a continuación que la aplicación que hace el propio Husserl de ese principio se limita a la descripción de los diferentes modos de darse las cosas a una conciencia orientada únicamente de forma teorética. Heidegger replica que en las vivencias que tenemos en nuestro mundo circundante raras veces nos comportamos siguiendo un patrón teorético. La actitud originaria de la vivencia no es de este tipo. Para ilustrar este cambio de perspectiva se parte del análisis fenomenológico de una vivencia inmediata de nuestro entorno más familiar y cotidiano: la vivencia de «ver una cátedra». Veamos a continuación la densa descripción fenomenológica de esta vivencia de nuestro mundo circundante inmediato (Umwelterlebnis). «Ustedes entran como siempre en el aula a la hora acostumbrada y van a su puesto de costumbre. Retengan con firmeza esta vivencia del ‹ver su puesto›; o bien, si ustedes quieren, pueden compartir mi propia experiencia: entro en la clase y veo la cátedra. Nos abstenemos de cualquier formulación lingüística de esta experiencia. ¿Qué ‹veo›? ¿Superficies marrones que se cortan en ángulo recto? No, veo algo diferente. ¿Acaso una caja, en concreto, una caja mayor montada sobre una más pequeña? ¡De ninguna manera! Yo veo la cátedra desde la que he de hablar. Ustedes ven la cátedra desde la cual se les habla, y en la que yo he hablado ya. En la vivencia pura, como suele decirse, no se da ningún nexo de fundamentación. O sea, no es que primero yo viera superficies marrones que se cortan, y que luego se me presentaran como cajas, después como pupitres y finalmente como pupitre académico, de manera que yo pegara en la caja la etiqueta de la cátedra. Todo esto es una interpretación mala y tergiversada, un cambio en la dirección de la mirada pura de la vivencia. Yo veo la cátedra de golpe; no la veo aislada, sino que veo el pupitre como si fuera demasiado alto para mí. Veo un libro puesto allí, como molestándome inmediatamente (un libro, y no un número de páginas historiadas y salpicadas de manchas negras), veo la cátedra en una orientación, en una iluminación, en un trasfondo. [...] Este objeto que aquí percibimos tiene de alguna manera el significado concreto de ‹cátedra›. [...] En la vivencia de ver la cátedra se me da algo desde un entorno inmediato. Este mundo que nos rodea no consta de cosas con un determinado contenido de significación, de objetos a los que además se añada el que hayan de significar esto o aquello, sino que, por el contrario, lo significativo es lo primario, es lo que se me da inmediatamente, sin ningún rodeo intelectual a través de 11 GA 56/57, p. 109 [cursiva del autor].

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una captación desnuda de la cosa. Viviendo en un mundo circundante, hay significación para mí siempre y por doquier, todo es mundano, ‹mundea›»12.

El ejemplo de la vivencia del mundo circundante de la cátedra ilustra el modo primario de darse las cosas. Éstas no se manifiestan primariamente en la región interior de la conciencia según el tradicional esquema sujeto-objeto; antes bien, nos resultan accesibles y comprensibles desde la pertenencia previa del sujeto a un mundo simbólicamente articulado, es decir, desde el horizonte de precomprensión del mundo inherente al ser humano. La vivencia inmediata del mundo circundante no arranca de la esfera de objetos colocados ante mí y que percibo, sino del plexo de útiles de los que me cuido y comprendo. No es que primero veamos colores, superficies y formas de un objeto para posteriormente asignarle un significado; en realidad, de alguna manera ya comprendemos las cosas gracias a nuestra familiaridad con el mundo en el que habitualmente vivimos. La cátedra se da inicialmente en un contexto significativo, en una situación hermenéutica determinada como la de la clase magistral impartida en el aula universitaria de siempre, y sólo después se percibe con sus cualidades objetivas como el color, la forma, la ubicación, el peso, etc. Efectivamente, si reflexionamos sobre el acto de «ver una cátedra» pasamos de repente a otro orden, que ya no es el del percibir. En el orden de la percepción todavía pensamos según el modelo de sujeto y objeto: existe un yo que percibe un objeto con diferentes propiedades. Heidegger argumenta que al entender la percepción como la experiencia privada de un sujeto aislado se corre el riesgo de un individualismo metodológico que distorsiona por completo la experiencia humana del mundo. Heidegger ofrece una explicación hermenéutica de nuestra experiencia que hace posible comprender a los seres humanos como habitando un mundo simbólicamente estructurado, en el que cada cosa ya se comprende como algo. El sentido de la vivencia de la cátedra se comprende de golpe, antes de descomponerla reflexivamente como un cuerpo denso, de superficie ligeramente rugosa, de color gris y colocada encima de la tarima. No, toda esta serie de determinaciones puramente objetivas sólo «es una interpretación mala y errónea, una desviación de la mirada pura de la vivencia»13. Asimismo, el significado de la cátedra no es un significado aislado, no remite a un acto de comprensión cerrado y completo, sino que se enmarca en un plexo de significados. Pero se podría objetar que el significado concreto de «cátedra» sólo resulta comprensible a aquellos que están familiarizados con un aula universitaria. Así, por ejemplo, quizás un campesino de la Selva Negra no logre captar el significado completo de la «cátedra». A lo sumo verá el lugar que ocupa el profesor. Pero en ningún caso percibirá un simple cuerpo material; antes bien, en cada caso comprenderá ese algo como algo concreto dentro de su respectivo horizonte de comprensión. Aun cuando viera la cátedra sólo como una caja o como 12GA 56/57, pp. 70-71 y 72-73, respectivamente [cursiva y entrecomillados del autor]. 13 GA 56/57, p. 71.

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una talanquera, el campesino no vería simples cuerpos desnudos, sino un objeto con el significado de caja o talanquera. Es más, señala Heidegger, imaginemos que por la puerta del aula entrara un senegalés que nunca en su vida ha visitado un aula universitaria. Incluso en este caso extremo, el senegalés asignaría a ese algo que nosotros llamamos «cátedra» un significado que, evidentemente, se integraría en su contexto cultural de comprensión. Por ejemplo, podría ver la cátedra «como algo relacionado con la magia o como algo que sirve de escudo para protegerse de las flechas del enemigo»14. Y al igual que el campesino de la Selva Negra, el senegalés no se limitaría a aglutinar una colección de datos sensibles alrededor de un cuerpo determinado. No, de entrada ya lo comprendería de esta o aquella manera. Es más que probable que el ver del senegalés no esté familiarizado con el mismo horizonte de comprensión de un estudiante alemán, pero en ningún caso su ver se reduce a un simple acto de percepción. Sus vivencias, como las de un estudiante alemán, también tienen una estructura hermenéutica. El ejemplo de la cátedra pone de manifiesto que la vida humana vive esencialmente en horizontes de significatividad con independencia de su nacionalidad, localización geográfica, contexto cultural y sistema de creencias. Y en cuanto pertenece a la esencia de la vida humana comprenderse en y a partir de estos horizontes, ésta no se relaciona tanto con cosas simplemente percibidas como con cosas primordialmente comprendidas. Por tanto, el mundo circundante no mienta la totalidad de las cosas percibidas, ni siquiera la totalidad de cosas en general. El mundo condensa la totalidad de significaciones desde la que se comprenden las cosas y las personas que comparecen en el trato con el mundo circundante de la vida. La percepción y el conocimiento no sólo significan percepción de algo y conocimiento de algo, sino percepción y conocimiento en un mundo, en un horizonte. Este horizonte significativo es anterior a todo acto de percepción y de conocimiento, puesto que ya todo acto lo presupone y lo pone en juego tácita o expresamente.15 Queda claro, pues, que la investigación filosófica 14 GA 56/57, p. 71. 15 Este ya resaltado en cursiva remite a una estructura ontológica de hondo calado para el desarrollo del programa filosófico del joven Heidegger: la estructura del «cómo hermenéutico» de la comprensión primaria sobre la cual se funda el «cómo apofántico» de la proposición. Formular una proposición, expresar un juicio es exponer algo, es decir algo de algo. Pero esa misma operación predicativa es secundaria respecto al estar ya en el mundo propio de la vida humana. El mundo se abre a la experiencia antepredicativa como un mundo en cierto modo significado, situado en una determinada interpretación. La proposición, por tanto, no mantiene ninguna relación originaria con el ente; es más, la proposición sólo es posible sobre la base de un estado de descubierto previo que actúa a modo de condición de posibilidad de todo enunciado. La universalidad de la «estructura del cómo» y la tesis de Ser y tiempo de que «toda simple visión antepredicativa de lo a la mano ya es en sí misma comprensora-interpretante» (SuZ, p. 149) sólo son posibles desde el trasfondo de la transformación hermenéutica de la fenomenología iniciada en los primeros cursos de Friburgo.

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de la vida y de las vivencias sólo es posible desde el contexto significativo de la vida misma. En definitiva, con el reconocimiento de la referencia al mundo (Weltbezogenheit), de la significatividad (Bedeutsamkeit) y de la autosuficiencia (Selbstgenügsamkeit) como elementos constitutivos de la vida fáctica se consuma en el joven Heidegger un cambio radical de perspectiva: se pasa del paradigma de la percepción de la filosofía de la conciencia al paradigma de la comprensión de la hermenéutica. En definitiva, nos hallamos ante dos formas de «ver» la cátedra: una desde la actitud teorética de la fenomenología husserliana y otra desde la actitud ateorética de la hermenéutica heideggeriana. Y a estas dos formas de «ver» le corresponden dos formas de acceso fenomenológico: la del método de la reflexión descriptiva de Husserl y la del método de la comprensión hermenéutica de Heidegger.16 1.2 Segundo momento de desarrollo: la crítica al giro cartesiano de Husserl. La intensa discusión con Descartes que Heidegger lleva a cabo primero en las lecciones de 1923/24 Introducción a la investigación fenomenológica y, mucho más tarde, en los seminarios de Le Thor (1969) y de Zähringen (1973) es indirectamente una discusión con Husserl, como han reconocido acertadamente Marion y Greisch.17 La naturaleza teórica de la fenomenología husserliana no deja ver en realidad las cosas mismas; más bien las desfigura desde el prisma de la subjetividad reflexiva. En el transcurso de las lecciones de 1923/24 Heidegger acusa a Husserl de cartesianismo por defender —tanto en su conocido artículo de 1911 La filosofía como ciencia estricta como en Ideas— la idea moderna de certeza y evidencia.18 Con mayor rotundidad que en los primeros cursos de Friburgo, Heidegger afirma que el criterio de la evidencia que maneja Husserl está determinado por «el predominio de una idea de certeza vacía y por ello 16 Para más información sobre estos dos métodos, véase Herrmann, F.-W.: Hermeneutik und Reflexion, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, pp. 67-98. 17 Cf. Heidegger, Martin: Vier Seminare, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1977, pp. 64-138. Además, Greisch, Jean: «L’hermenéutique dans la phénoménologie como telle», Revue de Métaphysique et de Morale 96, 1991, p. 50; Marion, Jean-Luc.: Réduction et donation. Recherches sur Husserl, Heidegger et la phénoménologie, Press Universitaires France, París, 1989, pp. 121ss. 18 Heidegger, Martin: Einführung in die phänomenologische Forschung (GA 17), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1994, p. 43 (trad. cast de Juan José García Norro, Introducción a la investigación fenomenológica, Síntesis, Madrid, 2008, en este caso, la traducción es nuestra). En próximas referencias GA 17. Para más información, veáse Gander, Hans-Helmut: «Phänomenologie im Übergang. Zu Heideggers Auseinandersetzung mit Husserl». En Denker, Aalfred, Zaborowski, Holgar y Gander, Hans-Helmut (eds.): Heidegger Jahrbuch I. Heidegger und die Anfänge seines Denkens, Karl Alber, Freiburg y Munich, 2004, pp. 303-306.

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fantástica»19. La adhesión husserliana a la noción de evidencia está motivada por la «preocupación por un conocimiento absoluto»20 que encaja con su idea de una fenomenología como ciencia estricta libre de todo presupuesto. La meta final es «asegurarse y fundar una cientificidad absoluta»21 que se inspira en el ideal de conocimiento matemático defendido por el programa cartesiano. Pero de esta manera las cosas no se muestran desde sí mismas, sino desde la imposición de un determinado tipo de conocimiento con pretensión de certeza absoluta como el conocimiento físico-matemático. El predominio de la idea de una certeza absoluta y de un conocimiento absoluto explica el hecho de que la conciencia se convierta en el verdadero campo de estudio de la fenomenología. La intención última de Husserl es purificar el campo de la conciencia de cualquier residuo naturalista, historicista y psicologista para alcanzar así el fundamento de una filosofía como ciencia estricta. Pero, a juicio de Heidegger, el procedimiento husserliano «absolutiza la idea de un tratamiento científico de la conciencia»22. Esto significa que se antepone el criterio de la cientificidad y de la certeza absoluta a la simple donación de las cosas mismas. Las cosas mismas quedan sometidas de entrada a este ideal de cientificidad, lo cual también explica que el conocimiento matemático de la naturaleza encarne el prototipo de conocimiento por excelencia: un «conocimiento justificado», un «conocimiento válido» y un «conocimiento evidente y universalmente vinculante»23. Sin embargo, el excesivo énfasis puesto en la preocupación cartesiana por la certeza desfigura algunos de los hallazgos fenomenológicos de Husserl, particularmente el de la intencionalidad. La intencionalidad queda desfigurada en el momento en que se la comprende como un comportamiento primordialmente teorético que condiciona el modo de ver y de analizar los actos intencionales.24 Este modo de tratamiento de las vivencias provoca una paralización y una objetivación de la corriente vital de la conciencia. De hecho, esta es una de las principales objeciones que Natorp ya realizara a Husserl tras la publicación de Ideas I: el hecho de que toda experiencia, en cuanto expresada en conceptos, queda objetivada y se somete a un proceso de homogeinización que disuelve la particularidad de toda experiencia vivida.25 Heidegger asume buena parte de las observaciones críticas de Natorp y valora muy positivamente su insistencia en el carácter dinámico y cinético de las vivencias.26 19 GA 17, p. 43 [cursiva del autor]. 20 GA 17, p. 43 [cursiva del autor]. 21 GA 17, p. 72 [cursiva del autor]. 22 GA 17, p. 71 [cursiva del autor]. 23 Cf. GA 17, pp. 83 y 101. 24 Cf. GA 17, p. 271. 25 Cf. Natorp, Paul: «Husserls Ideen einer reinen Phänomenologie», Logos 7, 1917/18, pp. 215-240. 26 Sobre el eco de las objeciones de Natorp a Husserl, véanse las lecciones del semestre de posguerra de 1919 (GA 56/57, pp. 99-108) y las lecciones del semestre de verano de 1920 (GA 59, pp. 92-147). En estas últimas lecciones también queda muy patente la influencia de

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1.3 Tercer momento de desarrollo. La realización plena del programa fenomenológico de una ciencia originaria de la vida y de una hermenéutica de la facticidad plantea finalmente la cuestión del ser, tanto la del ser en general como la del ser de la intencionalidad operativa en todos los actos de la vida fáctica. A juicio de Heidegger, esa doble cuestión responde a una exigencia interna de la fenomenología misma. Dar cumplimiento a esa exigencia supone revisar la noción husserliana de conciencia pura como campo temático de la fenomenología y el método de las reducciones a ella vinculado. Esta labor se lleva a cabo con extrema minuciosidad en la extensa introducción preparatoria de los cursos del semestre de verano de 1925 Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo.27 En ellas Heidegger concreta su postura frente a temas básicos de la fenomenología transcendental de Husserl. A partir de ese momento la relación Husserl-Heidegger se articula en torno a dos polos: continuidad y ruptura. Por una parte, continuidad formal y metodológica y, por otra parte, ruptura en planteamientos y en respuestas a aquellos temas básicos. Será como un pensar desde Husserl contra Husserl en nombre de un inicio radical y de un retorno a las cosas mismas. La aplicación radical del lema husserliano exige una crítica interna de la fenomenología de la conciencia pura para salvaguardar la prioridad del ser. La ontología emergente perfora las estructuras lógicas de la fenomenología y la autodonación del ser acaba imponiéndose sobre la productividad reflexiva de la conciencia. Los focos de la crítica de Heidegger se concentran en el tema de la conciencia, en la cuestión de la reducción, en la comprensión de la intencionalidad y en el estatuto de la intuición categorial. Por cuestiones de espacio, nos limitamos a la crítica heideggeriana de la intencionalidad. En los cursos de 1921/22 Heidegger manifiesta: «lo que realmente me inquieta es: ¿ha caído la intencionalidad del cielo? Y si es algo último, ¿cómo se ha de entender esto último? [...] La intencionalidad es la estructura formal fundamental de todas las estructuras categoriales de la facticidad»28. Heidegger no duda en instalar la intencionalidad sobre el fundamento de nuestro estar-en-el-mundo, dentro del cual nos la tenemos que ver la obra de Dilthey, en especial el carácter histórico de la realidad inmediata de la vida y su capacidad de autocomprensión. Hemos abordado esta cuestión más ampliamente en Adrián, Jesús: «Hermeneutische versus reflexive Phänomenologie. Eine kritische Revisión Heideggers frühe Stellung zu Husserl ausgehend vom Kriegsnotsemester 1919», Analecta Husserliana LXXXVIII, 2005, pp. 163-166. 27 Cf. Heidegger, Martin: Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffes (GA 20), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 21988, pp. 34-182 (trad. cast. de Jaime de Aspiunza: Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo, Alianza Editorial, Madrid, 2006). En próximas referencias GA 20. 28 Heidegger, Martin: Phänomenologische Interpretationen zu Aristoteles (GA 61), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1985, p. 131. En próximas referencias GA 61.

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práctica y teóricamente con las cosas y con los otros seres humanos. El contexto estructural del que arranca la reflexión heideggeriana es el horizonte del mundo pre-dado y el ser de la conciencia que se extiende en la temporalidad. Con este empuje ontológico se rompe la imagen ingenua de una conciencia que se constituye a sí misma. El mundo y la temporalidad son ahora condiciones de posibilidad de la conciencia misma. Ésta ya no es constituyente, sino algo constituido mundana y temporalmente. He aquí la raíz del Dasein como proyecto arrojado (geworfener Entwurf). El Dasein conserva las posibilidades de abrir comprensivamente el mundo, pero dentro de un horizonte ya siempre precomprendido en cada caso. Se consuma así la ruptura definitiva de la noción clásica del subiectum como algo inmóvil, encerrado en sí mismo y fundamento absoluto de toda realidad. En opinión de Heidegger, el error de Husserl consiste en situar el mundo en el ámbito de la constitución inmanente de la subjetividad transcendental. ¿Pero cómo puede el sujeto salir de sí mismo y alcanzar finalmente los objetos? La mundanidad del sujeto es el verdadero problema. La vuelta a las cosas mismas nos lleva al enigma de la mundanidad del sujeto; lo enigmático es la relación entre la interioridad de la vida subjetiva y la exterioridad con la que el hombre se ve a sí mismo. La posición transcendental olvida que la percepción de una cosa, por ejemplo, es ella misma percepción en el mundo, porque el mismo sujeto se ve en el mundo; la percepción no es un acto que se lleva a cabo fuera del mundo, sino que es una actividad de la subjetividad corporal, de una subjetividad que sólo percibe cosas en la medida en que proyecta horizontes que se pueden verificar por el movimiento del cuerpo. La percepción es el acto de una conciencia concreta enmarcada en su corporalidad y no el acto de una conciencia abstracta. El error fundamental de Husserl, como ya observara agudamente MerleauPonty, se halla en su misma noción de conciencia pura y en su concepción de la reducción como acceso a esta conciencia. No solamente porque una reducción completa sería únicamente posible para un espíritu puro, ya que incluso nuestras reflexiones tienen lugar en el seno del flujo temporal que intenta apresar, sino, sobre todo, porque no hay tal conciencia pura. Sólo hay conciencia comprometida. En efecto, no es nuestro contacto con el mundo el que reposa sobre una conciencia constituyente; al revés, es nuestra conciencia misma la que se inserta en el contacto vital con el mundo: «no hemos de preguntar si realmente percibimos el mundo; más bien, al contrario: el mundo es lo que percibimos. [...] El mundo no es lo que yo pienso, sino aquello que vivo; yo estoy abierto al mundo, me comunico indubitablemente con él, si bien no es de mi posesión, ya que es inagotable»29. Estamos comprometidos con el mundo. Nuestro cuerpo nos ha ligado a él con una multitud de hilos intencionales, antes de que este mundo aparezca como 29 Merleau-Ponty, Maurice: Phénoménologie de la perception (Avant-Propos), Gallimard, París, 1945, pp. xi-xii. La mundanidad del mundo, lo que hace mundo al mundo, es la facticidad. La reducción eidética, señala Merleau-Ponty, es el método de un positivismo fenomenológico que funda lo posible sobre lo real.

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representación en la conciencia. La conciencia representativa no es más que una forma de conciencia.30 Nos hallamos, pues, ante dos versiones de la intencionalidad: una husserliana, aislada del mundo y enclaustrada en su propia actividad noética; otra heideggeriana, abierta al mundo en su dimensión noemática.31 Estas dos formas de ver la conciencia intencional, una desde la óptica de la intentio y la otra desde la del intentum, responden a dos maneras diferentes de comprender la reducción y la intuición categorial. El proceso reductor husserliano cancela las cosas del mundo natural para referirlas a una subjetividad lógica y pura. Pero precisamente ese prejuicio epistemológico oculta lo que Heidegger busca: las cosas mismas en su estar en el mundo. El concepto de reducción ha de ser reformulado en una perspectiva ontológica, de tal manera que el referente transcendental sea el ser, descubierto y comprendido en y desde sí mismo. De este modo, mientras que la subjetividad husserliana dirime el problema del saber, el Dasein heideggeriano aborda la cuestión de la existencia. La prioridad teórico-especulativa de la conciencia pura cede el puesto al Dasein en su relación cotidiana con lo que está a la mano y de lo que se (pre)ocupa. La conciencia, según Heidegger, ha de ser reubicada en su estar en el mundo. La reducción fenomenológica de Husserl, que remite todo fenómeno al yo puro, ha de ser sustituida por la reducción ontológica que retrotrae todo ente a su estar en el mundo. El sujeto ha de entenderse sobre la base de la intencionalidad. Heidegger reprocha a Husserl el haber transformado la reducción fenomenológica en una actividad de separación diametralmente opuesta a la naturaleza relacionante de la intencionalidad. Este es el núcleo de la crítica de Heidegger a Husserl, que un amplio sector de la historiografía filosófica ha asumido acríticamente. En defensa de Husserl, cabe recordar que la fenomenología transcendental no está interesada en qué son las cosas sino en los modos en que las cosas están dadas. La fenomenología transcendental trata de descubrir las leyes esenciales bajo las que opera necesariamente la conciencia para constituir un mundo significativo. Dicho en otras palabras, la realidad es lo que nos está abierto como 30 Cf. Merleau-Ponty, Maurice: Phénoménologie de la perception, pp. iii-iv. La posterior fenomenología genética del último Husserl reconoce este hecho al admitir que toda reflexión debe empezar volviendo a la descripción del mundo de la vida (Lebenswelt). 31 De esta manera se hace explícito que Heidegger nunca abandonó la intencionalidad como sugieren algunos autores, sino que la interpretó de una forma radicalmente originaria. Por ejemplo, Agamben habla del abandono de la noción de intencionalidad (cf. Agamben, Giorgio: «La passion de la facticité», en: Heidegger. Questions ouvertes, Osiris, París, 1988, pp. 65-66). A nuestro juicio, nos parece más acertada la tesis de Herrmann que muestra la intencionalidad como hilo conductor de la fenomenología de Heidegger (cf. Herrmann, Friedrich-Wilhelm.: «Die Intentionalität in der hermeneutischen Phänomenologie». En Die erscheinende Welt. Festschrift für Klaus Held, Duncker&Humblot, Berlín, 2002). Encontramos una postura similar a la de Herrmann en Buchholz, R.: Was heißt Intentionalität? Eine Studie zum Frühwerk Martin Heideggers, Die Blaue Eule, Essen, 1995, pp. 54ss y 80ss).

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real, tanto en la percepción cotidiana como en la investigación científica, y tal apertura es un logro directo de la actividad intencional de la conciencia. El objetivo de la reducción fenomenología es lograr un acceso a esta actividad constitutiva de la conciencia. Con frecuencia se ha dicho que la actitud de Husserl es transcendental, mientras que Heidegger y Merleau-Ponty rechazan el punto de vista transcendental al situar las estructuras constitutivas en el ser-en-el-mundo. Pero esta interpretación, por más que se haya extendido en la literatura secundaria, es simplista. En primer lugar, tanto el Dasein heideggeriano como el cuerpo vivo de Merleau-Ponty (concepto, por cierto, que procede directamente de Husserl) son transcendentales en el sentido de que posibilitan la apertura o la manifestación del mundo como un todo significativo. Y, en segundo lugar, si bien muchas partes de la obra publicada en vida de Husserl se concentran en las estructuras constitutivas de la conciencia transcendental, la gradual publicación de nuevos escritos en el marco de la Husserliana indica que estos análisis no son plenamente representativos de sus investigaciones filosóficas de madurez.32 Husserl amplió considerablemente sus investigaciones a medida que desarrolló su pensamiento. Recuérdese los análisis de las estructuras pre-egológicas del cuerpo, los tres volúmenes dedicados la fenomenología de la intersubjetividad y los diferentes trabajos dedicados a la vida histórica y cultural. Así, por ejemplo, diferentes escritos husserlianos de principios de los años veinte permiten mostrar que el paso de una fenomenología estática a una genética es un movimiento interno de la misma fenomenología husserliana. 1.4 Cuarto momento de desarrollo: el concepto pleno de fenomenología hermenéutica. La fundación de la fenomenología hermenéutica en el semestre de posguerra de 1919 arranca de una experiencia temática originaria que precisa, a su vez, de un tratamiento metodológico igualmente originario. Desde el punto de vista temático se trata de la experiencia originaria de la vida ateorética que, al mismo tiempo, remite a la experiencia metodológica originaria de que el acceso al ámbito de lo ateorético no se logra desde la reflexión. La fenomenología reflexiva de Husserl, que Heidegger conocía a la perfección como asistente suyo y atento lector de sus trabajos, sólo permite el acceso y la descripción de las vivencias de la conciencia desde el ámbito teórico, pero no ofrece herramientas para comprender el fenómeno de la vida preteorética. En este sentido, Heidegger transforma hermenéuticamente la fenomenología husserliana estableciendo con ello un concepto absolutamente nuevo de fenomenología. A la luz de los tres momentos de desarrollo de la fenomenología hermenéutica analizados anteriormente, queda claro que la fenomenología hermenéutica del Dasein sólo es posible desde el 32 Cf. Welton, Donn: The Other Husserl. The Horizons of Transcendental Phenomenology, Indiana University Press, Bloomington, 2000; Zahavi, Dan: Husserl’s Phenomenology, Stanford University Press, Stanford, 2003.

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trasfondo y la discusión con la fenomenología reflexiva de la conciencia. También se han indicado las similitudes y las diferencias entre la fenomenología reflexiva de Husserl y la fenomenología hermenéutica de Heidegger. ¿Qué elementos nuevos aporta el concepto de fenomenología hermenéutica elaborado en Ser y tiempo? Tanto Husserl como Heidegger parten del mismo principio fenomenológico. Sus respectivos modos de tratar los fenómenos se adhieren a la máxima del regreso «a las cosas mismas», pero ambos se diferencian sustancialmente en el método de acceso a las cosas. Husserl opta por el método reflexivo de las reducciones; en Ser y tiempo y en las lecciones del semestre de verano de 1927 Los problemas fundamentales de la fenomenología se amplía el método de acceso hermenéutico con la incorporación de la reducción fenomenológica, de la construcción fenomenológica y de la destrucción fenomenológica.33 La reducción fenomenológica asegura el punto de partida de la investigación, la construcción fenomenológica asegura el acceso fenomenológico al fenómeno del ser y la destrucción fenomenológica se encarga de penetrar a través de los encubrimientos dominantes. En la medida en que el análisis fenomenológico aparta la mirada de los entes intramundanos y fija su atención en la precomprensión atemática que se tiene de la constitución ontológica de estos, la reducción fenomenológica es el primer paso hacia la tematización expresa del ser del ente. La construcción fenomenológica desvela y abre el modo de ser propio del ente: por una parte, el ser del ente que no tiene la forma de ser del Dasein se desvela como ocupación (Besorgen) en el marco de un todo de conformidad y, por otra parte, el ser del Dasein que se hace patente como existencia y cuidado (Sorge) en el horizonte significativo del mundo. Y, finalmente, la destrucción fenomenológica permite penetrar críticamente en los fenómenos encubridores que acompañan a toda investigación, permitiendo distinguir entre fenómenos verdaderos y encubridores, entre fenómeno y apariencia. Tanto Husserl como Heidegger hablan de una reducción, pero en dos sentidos completamente distintos. En palabras de Herrmann, «ambos sentidos de ‹reducción› se distinguen como la reflexión y la hermenéutica y, de esta manera, como la conciencia y el Dasein»34. Esta afirmación hay que enmarcarla en las diferencias anteriormente establecidas entre la fenomenología reflexiva de Husserl y la fenomenología hermenéutica de Heidegger. La reducción transcendental husserliana que permite poner al descubierto el ser absoluto de la conciencia pura se realiza en actitud reflexiva, mientras que la reducción hermenéutica heideggeriana que desvela los modos de ser del Dasein procede en términos comprensivos. Precisamente el parágrafo metodológico de Ser y tiempo 33 Cf. Heidegger, Martin: Die Grundprobleme der Phänomenologie (GA 24), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 21989, pp. 26ss (trad. cast. de Juan José García Norro: Los problemas fundamentales de la fenomenología, Trotta, Madrid, 2000; en este caso las traducciones son nuestras). En próximas referencias GA 24. 34 Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Hermeneutik und Reflexion, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, p. 150.

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determina la fenomenología como hermenéutica.35 La primera tarea de la hermenéutica se concreta en una fenomenología del Dasein, es decir, un análisis de las estructuras ontológicas fundamentales del Dasein y de los modos de ser de los restantes entes. Ahora bien, en la medida en que el desvelamiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del Dasein abre «el horizonte […] de los entes que no son el Dasein»36, se puede decir que la hermenéutica también elabora las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica. En resumidas cuentas, «ontología y fenomenología no son dos disciplinas diferentes junto a otras disciplinas de la filosofía. Los dos términos caracterizan a la filosofía misma en su objeto y en su método de tratarlo. La filosofía es una ontología fenomenológica universal, que tiene su punto de partida en la hermenéutica del Dasein»37. Así, pues, con la incorporación de los tres elementos metodológicos de la reducción, de la construcción y de la destrucción se completa la hermenéutica fenomenológica del Dasein que se remonta a las primeras formulaciones de la ciencia originaria de la vida en el semestre de posguerra de 1919. 2. Los postulados de la fenomenología hermenéutica El giro metodológico de la transformación hermenéutica de la fenomenología y el despliegue del análisis temático de los modos de ser de la vida humana se asientan en un presupuesto que opera implícitamente en el pensamiento del joven Heidegger: la diferencia ontológica. La ontología hermenéutica de Heidegger ya no opera con el binomio empírico-transcendental, sino con el binomio óntico-ontológico. Esta cuestión plantea de inmediato la vieja polémica de si Heidegger todavía se mueve en las coordenadas de la filosofía transcendental o, por el contrario, lleva a cabo una destranscendentalización de ésta.38 No vamos a entrar aquí en este debate. Más allá de las similitudes y disimilitudes con la filosofía transcendental nos interesa mostrar la complicada

35 Cf. Heidegger, Martin: Sein und Zeit, Max Niemeyer, Tubinga, 161986, § 7 (trad. cast. de Jorge Eduardo Rivera: El ser y el tiempo, Trotta, Madrid, 2003; en algunas ocasiones nos separamos ligeramente de la traducción de Rivera). En próximas referencias SuZ. 36 SuZ, p. 37. 37 SuZ, p. 38. 38 La tesis de la continuidad con la filosofía transcendental ya fue defendida en un temprano trabajo por Schulz, W.: «Über den philosophiegeschichtlichen Ort Martin Heideggers», Philosophische Rundschau 1 (1953/54), p 79. La tesis de la destranscendentalización ha sido sostenida repetidamente por Apel (cf. Apel, Karl-Otto: Die Transformation der Philosophie. I. Sprachanalytik, Semiotik und Hermeneutik, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1973, pp. 22-52 y 94-105 y Apel, Karl-Otto: «Sinnkonstitution und Geltungsrechtfertigung. Heidegger und das Problem der Transzendentalphilosophie». En: Forum für Philosophie Bad Homburg (ed.): Martin Heidegger: Innen- und Außensichten, Suhrkamp, Frankfurt del Main, pp. 143-150).

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maniobra de Heidegger de seguir una estrategia transcendental sin un sujeto transcendental. Las lecciones del período de Friburgo y Marburgo, contempladas ahora desde su historia efectual, se imparten en plena fase de desmoronamiento del neokantismo y de un creciente auge de la filosofía de la vida. Dilthey, Nietzsche y Bergson habían sustituido las operaciones generativas del yo transcendental por la productividad, no pocas veces opaca y difusa, de la vida. Pero no habían logrado liberarse del modelo expresionista de la filosofía de la conciencia, pues para ellos sigue siendo válida la idea de una subjetividad que se exterioriza en objetivaciones del espíritu humano para fundir después esas objetivaciones en la vivencia. Heidegger retoma productivamente esos impulsos, pero huyendo de la primacía que desde Kant detenta el concepto de subjetividad transcendental. Tanto la ciencia originaria de la vida como la hermenéutica de la facticidad descrita en los apartados anteriores se asientan en una crítica radical del sujeto transcendental del conocimiento. La aplicación de la metodología científica resulta a todas luces insuficiente para comprender y articular la red significativa de la realidad humana. La aprehensión de la significatividad de la vida humana en su facticidad concreta requiere de un modo de acceso diferente al que proporcionan las ciencias: el acceso hermenéutico. Sin embargo, esa crítica, que se sirve solapadamente de la diferencia ontológica entre ser y ente, entre Dasein y entes que no son del mismo modo de ser que el Dasein, queda parcialmente presa del planteamiento transcendental que intenta superar. El mismo intento de disolución del concepto de subjetividad se atiene a la actitud transcendental de un esclarecimiento reflexivo de las condiciones de posibilidad del ser-persona como estar-en-el-mundo. La filosofía del sujeto ha de ser superada por una filosofía igualmente sistemática. Y esto es lo que proporciona la ontología fundamental al proceder también en términos transcendentales. Es cierto que la hermenéutica de la facticidad pone fin a la primacía metodológica de la autorreflexión que todavía obligaba a Husserl a proceder en términos de reducción transcendental. Con todo, el lugar de la autoconciencia husserliana lo ocupa ahora la articulación conceptual de la comprensión preontológica del ser y de los plexos de sentido en que la existencia cotidiana se encuentra ya siempre. El hombre se halla inserto desde su nacimiento en un conjunto de relaciones con el mundo y ocupa una posición privilegiada frente al resto de los entes intramundanos. Frente a la filosofía del sujeto esta estrategia conceptual aporta una ganancia evidente: el conocimiento y la acción ya no necesitan concebirse como relaciones sujeto-objeto. Los actos de conocimiento y la acción se pueden entender ahora como derivados de los modos subyacentes del estar dentro de un mundo intuitivamente comprendido en lugar de colocarlos en la región de un sujeto que se enfrenta al mundo. En definitiva, el proyecto de proporcionar una ontología fundamental a través de un analítica existenciaria del Dasein representa, como ha señalado muy gráficamente Lafont, «el intento de

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seguir una estrategia transcendental sin un sujeto transcendental»39. Pero esto no es posible en el marco de la clásica distinción empírico/transcendental. La transformación hermenéutica de la filosofía requiere de un nuevo marco conceptual que haga posible esa transformación. Aquí es donde interviene la diferencia ontológica. Desde las primeras lecciones de Friburgo y Marburgo hasta la redacción de Ser y tiempo, Heidegger alude una y otra vez al factum de nuestra relación simbólicamente mediada con el mundo y a la universalidad de la estructura de la comprensión. Esta posición se concreta metodológicamente en una transformación hermenéutica de la fenomenología que se asienta en dos cambios fundamentales. En primer lugar, la sustitución del modelo de la percepción presente en la filosofía de la conciencia por el modelo de la comprensión propio de la hermenéutica: «nuestras percepciones y concepciones más inmediatas están ya expresadas, es más, están interpretadas de un determinado modo»40. Esta tesis se repite de diferentes maneras desde las lecciones de 1919 hasta la afirmación de Ser y tiempo de que «toda simple visión antepredicativa de lo a la mano ya es en sí misma comprensora-interpretante»41. El elemento clave de la transformación hermenéutica de la fenomenología es la afirmación radical de la prioridad de la comprensión sobre la percepción. El ejemplo de la vivencia inmediata de la cátedra ilustra a la perfección el significado y el alcance de esta transformación. Por una parte, esta transformación permite pasar del tradicional paradigma mentalista al paradigma hermenéutico: el mundo ya no se manifiesta en la región interior de la conciencia, sino que el individuo ya está previamente arrojado a un mundo simbólico que hace posible la inteligibilidad de la realidad. Y, por otra parte, dicha transformación muestra que la estructura primaria de nuestra relación con el mundo es de carácter significativo o, lo que es lo mismo, que la supuesta percepción pura de los entes en realidad sólo es una abstracción derivada de nuestra experiencia cotidiana del estar en el mundo. El fenómeno que hace plausible esta transformación es la anticipación de sentido, el hecho de movernos siempre ya en una comprensión del ser como condición de posibilidad de nuestra experiencia en el mundo. En segundo lugar, esta transformación lleva implícita la sustitución del concepto tradicional de «mundo» entendido como conjunto de todos los entes por el concepto hermenéutico de «mundo» como un todo simbólicamente estructurado 39 Lafont, Cristina: «Hermeneutics». En: Dreyfus, Hubert y Wrathall, M. (eds.): A Companion to Heidegger, Blackwell, Oxford, 2004, p. 268. Y en el mismo texto de Lafont se encuentra un interesante desarrollo de este nuevo marco conceptual de la diferencia ontológica (cf. Lafont, «Hermeneutics», pp. 268-274) que resume los resultados de su pionero trabajo Sprache und Welterschließung. Zur linguistischen Wende der Hermeneutik Heideggers (Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1994, pp. 30ss). 40 GA 20, p. 75 [cursiva del autor]. 41 SuZ, p. 149.

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cuya significatividad hace posible la experiencia intramundana del trato con los entes. En los diferentes análisis de la estructura del mundo circundante que encontramos en las lecciones de juventud —desde las lecciones del semestre de posguerra de 1919 La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo y las lecciones del semestre de invierno de 1919/20 Problemas de la fenomenología hasta las lecciones del semestre de verano de 1923 Ontología. Hermenéutica de la facticidad y las lecciones del semestre de verano de 1925 Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo— encontramos el mismo concepto de mundo que en Ser y tiempo. Desde la perspectiva del manejo cotidiano y práctico de las cosas y de los objetos físicos del mundo, se desarrolla el concepto de mundo entendido como un «contexto referencial de la significatividad» (Verweisungszusammenhang der Bedeutsamkeit), como una «totalidad significativa» (Bedeutsamkeitsganzheit).42 Los resultados de estos análisis del mundo son especialmente relevantes para la crítica heideggeriana de la filosofía de la conciencia. Las consecuencias de este cambio de perspectiva son inmediatas. Mientras que la filosofía de la conciencia toma el modelo de la relación sujeto-objeto, es decir, la de un observador extramundano situado frente a la totalidad de los entes contenidos en el mundo, la transformación hermenéutica de la fenomenología remite a la vida humana, es decir, a un Dasein que se encuentra en un mundo simbólico compartido con otros. Con ello se consuma una destranscendentalización de los conceptos filosóficos heredados, quedando excluido todo recurso a un sujeto transcendental constituyente del mundo. Por ello, el punto de partida obligado de esta nueva perspectiva es la facticidad de un Dasein que ya no es sujeto constituyente del mundo, sino que participa de la constitución de sentido inherente al mundo en el que se encuentra ya siempre arrojado. Las diferencias específicas que la posterior Kehre traerá consigo no se remiten tanto a estas dos premisas, la de un mundo holísticamente organizado y la de la subsiguiente destranscendentalización del sujeto, como a un problema estructural, que ya se vislumbra en los primeros cursos de los años veinte y que se hace claramente patente en Ser y tiempo. Como apuntan las acertadas interpretaciones de las dificultades metodológicas internas de Ser y tiempo de Tugendhat y Lafont, la raíz de este problema ha de buscarse en la incompatibilidad entre la transformación hermenéutica pretendida por Heidegger 42 Cf. GA 56/57, § 14; GA 58, § 24; GA 63, § 24; GA 20, § 23; SuZ, § 18, respectivamente. Así, pues, la interpretación pragmática del mundo como una totalidad de equipamientos a disposición del Dasein es completamente errónea. No hay que olvidar que Heidegger introduce un concepto de mundo totalmente nuevo y opuesto a las dos nociones tradicionales de mundo: por una parte, la empírica que considera el mundo como la totalidad de entidades a las que también pertenece el ser humano y, por otra parte, la transcendental que entiende el mundo como la totalidad de las entidades constituidas por la instancia extramundana de la subjetividad transcendental.

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y la base metodológica desde la que intenta llevarla a cabo, a saber, la pretensión de elaborar una ontología fundamental basada en la analítica existenciaria del Dasein o, dicho de otro modo, el hecho de remitir la constitución del mundo a la estructura existenciaria del Dasein.43 El mismo Heidegger explica la necesidad interna de la Kehre como un intento de superar la preeminencia del Dasein dogmáticamente presupuesta en Ser y tiempo. La instancia que permitirá esa superación será el lenguaje. De este modo, al desaparecer toda instancia extramundana, Heidegger se ve obligado a introducir un cambio metodológico que le lleva a sustituir el binomio empírico/transcendental por la mencionada diferencia ontológica. De entrada, es cierto que el término técnico «diferencia ontológica» todavía no se utiliza en Ser y tiempo y, por supuesto, no se menciona en ninguna de las lecciones del período de Friburgo y Marburgo. Este concepto aparece por primera vez en el curso del semestre de verano de 1927, Los problemas fundamentales de la fenomenología, para señalar la «diferencia entre Ser y ente»44. Y un año más tarde, en las lecciones de 1928, se ofrece una explicación más completa de esta expresión.45 Pero, a nuestro juicio, ese supuesto metodológico, sin el que no se comprende buena parte de la argumentación heideggeriana, opera tanto en las lecciones de juventud como en los escritos posteriores y, obviamente, también en Ser y tiempo. En el caso de la vivencia del mundo circundante analizado anteriormente a partir del ejemplo de la cátedra, ya se anuncia una diferencia ontológica esencial: la diferencia entre la apertura previa de un mundo significativo que permite la comprensión del ser de las cosas y el descubrimiento de los entes que se produce en mi trato con ellos. En las primeras lecciones y en Ser y tiempo el acento se coloca en el desvelamiento que la vida fáctica o el Dasein hace del ser de las cosas existentes en cuanto estar-en-el-mundo. El acento, por tanto, recae en la comprensión del mundo. Asimismo, en nuestro comportamiento también distinguimos entre la apertura de mi existencia en el mundo y el descubrimiento de los entes intramundanos.46 En este sentido, podemos afirmar que la diferencia 43 Cf. Lafont, C.: Sprache und Welterschließung. Zur linguistischen Wende der Hermeneutik Heideggers, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1994, pp. 25-45 y Tugendhat, Ernst.: Der Wahrheitsbegriff bei Husserl und Heidegger, Walter de Gruyter, Berlín, 1967, p. 264. Tugendhat señala que precisamente el intento de destranscendentalización empuja a Heidegger a esa ruptura metódica. Pero al abandonar el supuesto del sujeto transcendental en favor de la diferencia ontológica también ha de renunciar a las pretensiones de universalidad y necesidad inherentes a ese sujeto. 44 GA 24, p. 22. 45 Cf. Heidegger, Martin: Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz (GA 26), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 21990, § 10). En próximas referencias GA 26. 46 Herrmann ha caracterizado en diferentes escritos esta doble apertura en términos de una apertura extático-horizontal: por un lado, la apertura de mi existencia como apertura extática y, por el otro lado, la apertura de los entes que no son Dasein como apertura horizontal (cf., por ejemplo, Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Hermeneutik und Reflexion,

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ontológica ya está presente implícitamente en los análisis de la vivencia del mundo circundante. De ahí que hablemos de una presencia latente de la diferencia ontológica. Heidegger interpreta el elemento distintivo de la vida humana —a saber, la prioridad del Dasein sobre las restantes entidades— de una manera esencialmente diferente a la filosofía transcendental. A diferencia de Kant, el análisis heideggeriano no descansa sobre el hecho de la razón, sino sobre el hecho de que el ser humano tiene cierto grado de precomprensión del ser que Heidegger califica de «comprensión del ser mediana y vaga»47. Y es precisamente esta comprensión la que permite al Dasein aprehender la diferencia entre ser y entes y, con ello, alcanzar una comprensión de sí mismo, de los otros y de cualquier cosa que pueda comparecer en el mundo. Sin embargo, esta interpretación de la diferencia ontológica implica mucho más que el hecho de adscribir al Dasein la simple capacidad intuitiva de distinguir entre ser y entes. Como señala Lafont, también implica: a) el hecho de que los entes sólo resultan accesibles a través de una comprensión previa de su ser, lo cual equivale a reconocer la prioridad transcendental del ser sobre cualquier otro ente: «el ser jamás es explicable por medio de entes, sino que ser es siempre lo ‹trascendental› respecto de todo ente»48; b) comprender la prioridad transcendental en términos hermenéuticos: «sólo si hay comprensión del ser se hace accesible el ente en cuanto ente»49; c) y, por último, el reconocimiento del estatuto detranscendentalizado de la comprensión del ser en cuanto contingente, históricamente variable y plural.50 El hecho de que podemos distinguir intuitivamente entre las entidades de las que hablamos y el modo de entenderlas parece bastante plausible. En cambio, la aceptación de los otros hechos resulta cuanto menos problemática si no se acepta el presupuesto de fondo de lo que podemos llamar «idealismo hermenéutico». Sobre la base de la diferencia ontológica, la prioridad transcendental del ser sobre los restantes entes se retrotrae a la pre-estructura de la comprensión del Dasein. De esta manera, la precomprensión del ser de los entes que atesora el Dasein hereda el estatus transcendental que tradicionalmente se otorga al conocimiento sintético a priori: esta precomprensión esa anterior a toda experiencia de los entes, pero determina toda comprensión de los mismos.51 Nos movemos, por Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, p. 141). 47 SuZ, p. 5. 48 SuZ, p. 208. 49 SuZ, p. 212. 50 Cf. Lafont, Cristina: «Hermeneutics». Enn: Dreyfus, Hubert y Wrathall, M. (eds.): A Companion to Heidegger, Blackwell, Oxford, 2004, pp. 268-269. 51 Aquí radica la transformación hermenéutica de la filosofía transcendental. De acuerdo con Heidegger, las entidades no son accesibles sin una comprensión previa de su ser. Esto es una manera de expresar el idealismo transcendental de Kant en términos de la diferencia ontológica. Parafraseando el principio kantiano de los juicios sintéticos, el idealismo hermenéutico de Heidegger podría expresarse de la siguiente manera: la condiciones de posibilidad de la comprensión del ser de los entes son al mismo tiempo las

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tanto, en el horizonte de una estructura holística de la comprensión en la que el significado determina la referencia. Este tipo de holismo del significado ya está presente en la rotunda afirmación de las lecciones del semestre de 1919: «lo significativo es lo primario»52. Ya en las lecciones del semestre de verano de 1923 se apunta hacia un nexo entre ser y significatividad: «‹significativo› equivale a: ser, ser-ahí en el modo de un determinado sig-nificar»53. Pero a medida que la ontología fundamental va tomando cuerpo, la presuposición de un sentido unitario del ser se hace cuanto menos problemática, ya que se va haciendo cada vez más patente la diferencia entre las estructuras ontológico-formales del Dasein en general y sus concretizaciones óntico-históricas. Y sin una previa justificación se afirma que entre ambas existe una relación de fundamentación. En una carta dirigida a Husserl en 1927, Heidegger menciona que el modo de ser del Dasein es totalmente distinto al de los restantes entes y que como tal «alberga la posibilidad de la constitución transcendental»54. En el último curso de Marburgo de 1928, Principios metafísicos de la lógica, se ahonda en esta diferencia ontológica y se señala que «la necesidad interna de que la ontología vuelva sobre el lugar del que surgió se puede clarificar a partir del fenómeno originario de la existencia humana: que el ‹ente› ‹persona› comprende el ser; en la comprensión del ser descansa, a su vez, la realización de la diferencia entre ser y ente; sólo hay ser si el Dasein comprende el ser. Con otras palabras: la posibilidad de que en la comprensión se dé el ser tiene como premisa la existencia fáctica del Dasein»55. Esta nueva perspectiva trae consigo dos importantes consecuencias para el pensamiento de Heidegger. Por una parte, la relación sujeto-objeto de la condiciones de posibilidad del ser de estos entes (cf. Lafont, «Hermeneutics», p. 283). Obviamente, no se trata de volver a un modelo de conocimiento prekantiano en el que se establezca una relación intramundana entre un sujeto y un objeto. Para Heidegger, la cuestión ontológica no se puede pensar en términos de una relación empírica y óntica entre dos entes, sino como un problema transcendental. Se anuncia así la necesidad de una transformación ontológica fundamental de la filosofía transcendental que se consumará en Kant y el problema de la metafísica: «el conocimiento transcendental no investiga pues a los entes mismos, sino la posibilidad de la comprensión previa del ser, es decir, la constitución ontológica del ente. Elevar la posibilidad de la ontología a problema significa: interrogar por la esencia de la comprensión del ser, filosofar en clave transcendental» (Heidegger, Martin: Kant und das Problem der Metaphysik, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 51991, p. 16.). 52 GA 56/57, p. 73. 53 GA 63, p. 93. 54 Heidegger, Martin: «Brief an Husserl» (22 de octubre de 1927). En: Husserl. E.: Phänomenologische Psychologie (Anhänge) (Husserliana IX), Martinus Nijhoff, La Haya, 31968, p. 600. 55 GA 26, p. 199.

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conciencia objetivante ya siempre se encuentra sumida en el nexo estructural de la conformidad, por lo que los entes intramundanos se manifiestan primariamente como útiles y no como objetos de la observación teórica. Por otra parte, ese enraizamiento ya siempre presupuesto de la conciencia objetivante y del Dasein en el horizonte abierto del estar-en-el-mundo ha de entenderse en términos dinámicos y temporales. De esta manera, el Dasein no sólo es dependiente de la constitución de sentido del estado de abierto, sino que también «pre-es» temporalmente. Precisamente el análisis de la estructura de la temporalidad del ya-siempre-estar-en-este-mundo lleva a la ineludible comprensión de la historicidad del Dasein finito. Todo el esfuerzo de destranscendentalización desplegado por Heidegger se concentra en estos dos aspectos. A ello cabría añadir la consideración, comúnmente aceptada y desarrollada en detalle por Gadamer56, de que a la estructura del comprender (que condiciona temporal e históricamente tanto la vida cotidiana como la ciencia) le es propia una precomprensión del mundo que se articula lingüísticamente a partir de un público estado de interpretado del mundo del Dasein: «el Dasein no logra liberarse jamás de este estado interpretativo cotidiano en el que primeramente ha crecido. En él, desde él y contra él se lleva a cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, todo redescubrimiento y toda reapropiación. No hay nunca un Dasein que, intocado e incontaminado por este estado interpretativo, quede puesto frente a la tierra virgen de un ‹mundo› en sí, para solamente contemplar lo que le sale al paso»57. Aquí se hace patente aquella dimensión del «ya siempre» de la estructura previa e irrebasable del mundo con la que la fenomenología hermenéutica de Heidegger se distancia del modelo óptico y prelingüístico de la evidencia de la fenomenología de Husserl. Volvemos así sobre los pasos del programa heideggeriano de una radicalización de la fenomenología en la que, como se ha intentado mostrar, Heidegger sustituye la intencionalidad husserliana por lo que él denomina el estado de abierto. La conciencia no puede producir simultáneamente aquello por lo que primeramente existe, la referencia a los objetos. La referencia ha de existir con antelación a la conciencia y a sus posibles operaciones en un ámbito objetual previamente abierto en general, el sentido del ser. Heidegger lo expresa de la siguiente manera: «dirigiéndose hacia y aprehendiendo algo, el Dasein no sale de su esfera interna, en la que estaría 56 Un tema profusamente desplegado en la tercera parte de Verdad y método y que, como reconoce Gadamer, se inspira en buena parte en la transformación hermenéutica de la fenomenología de Heidegger. 57 SuZ, p. 169.

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primeramente encapsulado, sino que, por su modo primario de ser, ya está siempre ‹fuera›, junto a un ente que comparece en el mundo ya descubierto cada vez»58. Con la incorporación del fenómeno del mundo, la ontología fundamental encuentra una respuesta satisfactoria al problema de la constitución de sentido. Una respuesta que presupone la diferencia ontológica.

Jesús Adrián Escudero Departamento de Filosofía Facultad de Letras Universidad Autónoma de Barcelona 08193 Bellaterra [email protected]

58 SuZ, p. 62.

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LOS COMPONENTES ÚLTIMOS DEL UNIVERSO Miguel Espinoza. Université Strasbourg «I do not profess to know what matter is in itself, and feel no confidence in the divination of those “esprits forts” who, leading a life of vice, thought the universe must be composed of nothing but dice and billiard-balls. I wait for the men of science to tell me what matter is, in so far as they can discover it, and am not at all surprised or troubled at the abstractness and vagueness of their ultimate conceptions: how should our notions of things so remote from the scale and scope of our senses be anything but schematic? But whatever matter may be, I call it matter boldly, as I call my acquaintances Smith and Jones without knowing their secrets: whatever it may be, it must present the aspects and undergo the motions of the gross objects that fill the world». Jorge Santayana Resumen: De acuerdo con la filosofía de la naturaleza iniciada por algunos presocráticos, por Leucipo y Demócrito (quienes integran elementos eleatas y pitagóricos), el análisis del universo no iría al infinito sino que se detendría en unidades últimas, los átomos. El problema es el siguiente: si existen componentes últimos, ¿cómo imaginarlos o concebirlos de tal manera que los sistemas naturales, sea cual fuere su nivel de emergencia ― por ejemplo inerte, animado, sensible, racional ― tengan las propiedades y comportamientos que nuestra experiencia revela? Para procurarnos algunos elementos de respuesta, se expone y se evalúa una visión, necesariamente esquemática, de algunas de las soluciones mayores que se han propuesto: los átomos de los antiguos, los átomos de los modernos, las mónadas leibnizianas y las entidades actuales whiteheadianas. Finalmente se hace notar una serie de aporías del atomismo, seguidas de una lista de propiedades o de exigencias que los componentes últimos del universo, si existen, tendrían que tener o satisfacer, para que la naturaleza sea como es en todos sus estratos emergentes. Abstract: «The ultimate components of the Universe». According to the philosophy of nature inaugurated by some Presocratic thinkers, by Leucippus and Democritus (who integrated some Eleatic and Pythagorean elements) the analysis of the Universe would not mean an infinite regress but would end in ultimate unities, the atoms. The problem is the following: If there are such ultimate components, then how should we conceive them so that natural systems, irrespective of their level of emergence ― for instance, inert, animated, sensible, rational ― have the properties and behaviour revealed by our experience? In order to get an idea of the answer, I put forward what has to be here a brief account and assessment of some major solutions: the atoms of ancient thinkers, the atom according to modern science, the Leibnizian Monads and the Whiteheadian actual entities. Finally, I call attention to a series of aporias of atomism, followed by a list of properties the ultimate components of the Universe, if they exist, should have or satisfy, so that nature be as it is in all its emergent strata.

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I. Principios de la tradición atomista La eliminación del estrato explicativo de la ciencia significa la amputación de su parte más interesante y tiende a rebajar la humanidad a la animalidad. ¿Cómo entender que desde que el pensamiento racional existe hasta ahora tantas generaciones hayan dedicado sus vidas a explicar el mecanismo del mundo? Habría que dar cuenta de este hecho histórico y sicológico. Y para explicar el mecanismo del mundo hay que desarrollar una ontología. Las propuestas atomistas examinadas a continuación son construcciones ontológicas en vista de una explicación última de la formación del mundo. La filosofía de la naturaleza inaugurada por los presocráticos, por Leucipo y por Demócrito, elaborada luego de manera magistral por Aristóteles, nos ha legado dos grandes tradiciones, el atomismo y el hilemorfismo. El primer principio de la inteligibilidad natural según Platón y Aristóteles es la forma, el eidos, la razón de las cosas, aunque la explicación metafísica de la forma del platonismo y del aristotelismo difiere. Por otra parte, el género detrás de las diferentes especies de atomismos es que el mundo consta de últimos constituyentes indivisibles e invariantes. Ahora bien, estos últimos componentes han sido concebidos de diferentes maneras, lo que explica el carácter multifacético del atomismo: materialista, pansiquista, mecanicista u organicista. El problema examinado aquí es el siguiente: si existen últimos componentes, entonces ¿cómo hay que imaginarlos o concebirlos de tal manera que los sistemas naturales, sea cual fuere su nivel de emergencia, tengan las propiedades y comportamientos que nuestra experiencia revela? Dado el reducido espacio de un artículo, inconmensurable con la extensa y rica historia del problema, una selección drástica se impone, razón por la cual daré una breve idea esquemática de sólo algunas de las soluciones mayores que se han propuesto, evaluando de paso, con respecto a cada cosmología, qué aspectos son admisibles y cuáles son inaceptables y por qué razón, sin pretender, evidentemente, a la exhaustividad. Finalmente propondré, a modo de conclusión, una lista de las propiedades que tendrían que cumplir los últimos componentes del universo para que el mundo sea como es. Antes de entrar en la explicación y en la discusión de nuestro problema, es útil explicitar los principios de la tradición atomista: El primer principio es un axioma de existencia, ontológico: afirma la existencia de últimos componentes del universo. Los sistemas naturales no son divisibles al infinito sino que están compuestos, en última instancia, de una multiplicidad de últimos constituyentes. El segundo principio es ante todo un axioma de orden racional que implica una exigencia ontológica: se trata de la conservación de la sustancia, la idea de que en la evolución de los sistemas, en todo orden de devenir, algo cambia pero también algo queda porque « nada sale de la nada… ni desaparece en la nada », como lo escribió Lucrecio en el siglo I a.C. Lo que queda a través del devenir, sea cual sea su naturaleza, es siempre un nuevo arreglo de últimos constituyentes. En efecto, si hubiera creación y aniquilación en sentido estricto, el principio de [240]

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causalidad sería inoperante, y tanto el conocimiento en general como la ciencia en particular serían, en consecuencia, imposibles. El tercer axioma afirma la emergencia de sistemas: los últimos componentes del universo se unen y se separan repetidamente, uniones y separaciones de últimos constituyentes que explican tanto la corrupción de sistemas como la formación de nuevos sistemas que pueden ser cada vez más complejos y presentar propiedades emergentes, las cuales hacen posible la aparición de nuevos comportamientos que obedecen a su vez a nuevas leyes emergentes. Es probable que haya además otros principios racionales o presuposiciones de nuestro problema ― cómo tienen que ser los últimos componentes del universo, si los hay ― pero estos tres son centrales. Desde un punto de vista atomista, sin estos axiomas hay que abandonar toda esperanza de comprensión racional del mundo. II. Los átomos de los antiguos Los historiadores enseñan que lo esencial de la doctrina atomista fue imaginado mucho antes de la Antigüedad Clásica griega. Al parecer los primeros filósofos griegos la trajeron de Oriente y en particular de la India, donde la doctrina atomista forma parte del sistema filosófico y religioso llamado Vaisechika. La primera tentativa de solución de nuestro problema ― cuál es la naturaleza de los últimos componentes del universo, si los hay ― la constituye el átomo de los antiguos. Leucipo y Demócrito tuvieron la intuición de que todo está hecho de átomos. Alrededor del año 400 a.C. Demócrito declaró: « si todo cuerpo es divisible al infinito, entonces una de dos cosas: o bien no quedará nada o quedará algo. En el primer caso, la materia sólo tendría una existencia virtual, y en el segundo, uno se plantea la pregunta: ¿qué queda? La respuesta más lógica es la existencia de elementos reales e indivisibles llamados, en consecuencia, átomos ». Si los cuerpos fueran divisibles al infinito, o bien no quedaría nada, y en ese caso la materia sería un nombre sin realidad, o bien los cuerpos estarían compuestos de puntos inextensos, lo que es contradictorio. Por eso la división al infinito es imposible, ella se detiene necesariamente en magnitudes últimas, los átomos. Y Demócrito agregó: « Por convención lo dulce, por convención lo amargo, por convención lo caliente, por convención lo frío, por convención el color: pero en realidad átomos y vacío ».1 Sólo las cualidades primarias (de orden matemático o cuantitativo) son reales, mientras que las cualidades secundarias (las sensaciones de color, de sabor, etc.) son apariencias y tienen que explicarse como epifenómenos de las combinaciones atómicas. Tal vez la mejor manera de definir el atomismo consiste en decir que, de acuerdo con esta doctrina, no existe en el universo ningún movimiento, ninguna alteración, ninguna transformación, ninguna generación sin que haya un nuevo 1 Mullach, Fragmenta philosophorum graecorum, París, 1860, p. 357 y s.

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arreglo atómico del sistema que cambia. Se trata sin duda de una de las intuiciones científicas y metafísicas más profundas, la que ha sido, además, acertada habida cuenta de la calidad y de la cantidad del conocimiento que ha permitido obtener. Es como si la naturaleza le hubiera permitido al hombre, desde los comienzos del pensamiento racional (occidental), tener una de las intuiciones más adecuadas, una de las llaves que abren el fondo de las cosas: todo lo que existe, sea cual sea su naturaleza o su forma, está compuesto de los mismos elementos, los átomos eternos, ni creados ni destructibles. La tradición atomista no es la única en postular elementos últimos; por ejemplo, también los hay en la tradición hilemórfica, dinamicista y escolástica, pero a diferencia del atomismo donde los átomos son universalmente los mismos ― difieren solamente por su peso y masa, y no por sus naturaleza ―, para el hilemorfismo cada clase de seres o de cosas consta de minima diferentes de extensión concreta, de partes últimas diferentes. Otra especificidad del atomismo puro es la dimensión de los átomos: serían éstos infinitamente pequeños y van allá de lo que se puede imaginar. Y a pesar de eso, tienen un peso, una masa y una extensión reales. El Ser de Parménides es uno e inmutable, y las paradojas de Zenón, su discípulo, tenían como objetivo mostrar que el movimiento, el paso del tiempo, son sólo ilusiones de la percepción. Pero el movimiento, el cambio, es evidente, « habría que ser un vegetal para negarlo » se burla Aristóteles, y escribe: « En efecto, sus premisas [las de los eleatas] son falsas y sus silogismos erróneos… En cuanto a nosotros, establecemos como principio que los seres de la naturaleza, en totalidad o en parte, se mueven ».2 Por eso para explicar el ser y el devenir a Leucipo y a Demócrito se les ocurrió romper el Ser parmenídeo, y los trocitos son los átomos. La eternidad de los átomos, su carácter indestructible, es una propiedad heredada de la eternidad del Ser de Parménides. Desde ese entonces el movimiento, el cambio, todo devenir, sea cual fuere, llegó a ser imaginable como una simple translación de los átomos en el vacío. Los primeros pensadores modernos abandonan en la explicación del devenir el rol de los principios internos, no hay ni causa formal ni causa final, ni predominio de la cualidad: se explica por figura y por movimiento. Y de todos los movimientos, el desplazamiento de un objeto es el más inteligible. Así se explica que el mecanicismo sea la base de muchas teorías en las ciencias naturales y que la mecánica racional sea el modelo de todas ellas. Vimos la contribución eleata a la atomística; el otro componente es pitagórico: la idea de que las cosas son números, colecciones de unidades o puntos, razón por la cual el mundo es matemáticamente conocible. Así, si nos representamos los ogkoi o puntos extensos ordenados en figuras, como las piezas de dominó, tal vez la idea de que las cosas son números resulte menos chocante y permite entender las transformaciones, un rectángulo en cuadrado o en otro rectángulo. Luego viene la generalización: dados el vacío infinito y el movimiento de los átomos, toda forma, toda metamorfosis, toda desagregación, todo nuevo arreglo resulta de 2 Aristóteles, Física, I, cap. 2., 185a 9 - 14.

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combinaciones de unidades, de átomos eternos e indeformables. De esta manera la explicación matemática del mundo quedó asociada al atomismo, vínculo que será reforzado por la física moderna.3 Según los antiguos atomistas, las únicas propiedades de los átomos son su insecabilidad absoluta, su indeformabilidad, su eternidad, sus formas geométricas con los ganchos que les permiten unirse, su movilidad y su peso. Merece la pena hacer notar que los átomos, según Demócrito, tienen una forma geométrica: esto es excepcional dentro de la visión atomista, y deja al atomismo democríteo inmune a la crítica hilemorfista de que la falta más grave del atomismo es la ausencia del concepto de forma. (Quisiera agregar, de paso, que esta crítica, dirigida generalmente contra las diferentes especies de materialismo, es acertada, dado el alto valor explicativo de las formas geométricas). Para Leucipo y Demócrito el peso atómico era, al parecer, sólo una consecuencia derivada de la magnitud, en cambio pasó a ser una propiedad primitiva en Epicuro. Una superficie lisa es una especie de entarugado perfecto de átomos triangulares. El agua corre porque sus átomos son redondos. Hay frutas ácidas porque están hechas de átomos puntiagudos. La percepción es un tránsito de átomos que van de un objeto a un organismo y éste los recibe en función de la forma de los átomos y de la forma de los orificios de sus aparatos sensoriales. Los atomistas antiguos tenían dos problemas principales: por una parte, explicar la formación de cosas diferentes a partir de átomos idénticos, y por otra, los que creían en la libertad humana, tenían el problema adicional de explicarla porque sucede que la teoría atomista de Leucipo y de Demócrito es determinista: los átomos, pesados, caen en el vacío de manera vertical y mutuamente paralela. Pero si los átomos y los conglomerados atómicos no se chocan, no se encuentran, no se entrecruzan, entonces no se explica la deformación ni la formación de nuevos seres y objetos, y si el movimiento está determinado, la libertad humana no existe. Para resolver estos problemas Epicuro imaginó el clinamen: en su caída, los átomos son capaces de desviarse espontáneamente, sin causa interna ni externa, y por eso la desviación está, espacial y temporalmente, causalmente indeterminada. Se ve que desde los tiempos antiguos se creyó necesario agregar una hipótesis ad hoc y arbitraria para dar cuenta de la espontaneidad y de la libertad. Pero como lo ad hoc y lo arbitrario son irracionales, incompatibles con la ciencia, lo coherente es reconocer que si hay sistemas libres o espontáneos, absolutamente desprovistos de causas, entonces no son comprensibles. La gran intuición atómica de los antiguos sorprende puesto que nada de lo que vemos la sugiere. En consecuencia, de acuerdo con el atomismo, la diversidad natural, las diferentes fases de la materia (sólida, líquida, gas, etc.), así como la existencia de los diversos niveles de organización (materia viva, materia sensible, materia de pensamiento) todo eso no es otra cosa sino átomos unidos de maneras 3 Ver, por ejemplo, Abel Rey, La Science dans l’Antiquité. La maturité de la pensée scientifique en Grèce, Albin Michel, París, 1939, pp. 393 - 419.

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diferentes. En los textos antiguos, como en el libro de Lucrecio De la naturaleza de las cosas, se encuentran ejemplos como éste: de la tierra, materia inanimada compuesta de cristales, crece la hierba, materia vegetal. Así de la materia inanimada surge la materia animada. Luego el cordero come la hierba y la materia inanimada, por intermedio de la materia animada, da nacimiento a la materia sensible. Finalmente el hombre se come el cordero y la materia se convierte en materia de pensamiento. El reconocimiento realista del valor científico de la hipótesis atómica contrasta con la crítica negativa de un idealista como Schopenhauer quien no ve en los átomos sino infantilismo y error porque, según él, toda investigación tiene que empezar desde el interior del sujeto, desde el ego cogito cartesiano o de lo a priori kantiano, y no, de manera realista, desde la naturaleza objetiva.4 Típicamente, los idealistas confunden lo primero en el orden del conocer con lo primero en el orden del ser. El problema es precisamente saber, una vez más, cómo tienen que ser los últimos componentes de la naturaleza para que surja, entre otros sistemas, el hombre y su actividad intelectual. III. Los átomos de los modernos Durante la Edad Media el atomismo estuvo casi olvidado. Los problemas de filosofía natural fueron planteados, por lo general, dentro de la tradición hilemórfica. La doctrina que prevaleció fue el minimismo, la idea de que cada ser consta de partes mínimas más allá de las cuales el ser pierde su esencia. Los minima se combinan guiados por la influencia directora de la forma, organización que permite, en algunas circunstancias y según las partes en presencia, fundir las partes en un nuevo ser. Le parecía a los medievales que esta explicación es preferible a la dada por el atomismo: los átomos pueden mezclarse, pero si fueran observables, seguiríamos distinguiéndolos porque se aglomeran en un todo cuyos componentes siguen siendo heterogéneos. En cambio cuando las partes de especies diferentes reaccionan de tal manera que hay emergencia de una nueva sustancia, como cuando se combina el hidrógeno y el oxígeno en las proporciones y en las condiciones apropiadas obteniendo agua, el resultado no es una simple mezcla de elementos que manteniendo su identidad siguen siendo heterogéneos, sino la emergencia de una nueva sustancia homogénea. Se consideraba entonces que el atomismo, que intenta describir la cohesión de los átomos solamente mediante sus contactos, era útil en el mejor de los casos para explicar las propiedades físicas, pero no para dar cuenta de lo que ocurre en los fenómenos químicos o biológicos.5 4 Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, edición inglesa The World As Will And Representation, Dover, New York, 1969, volumen II, pp. 314 - 317. 5 Ver Albert Farges, Matière et forme en présence des sciences modernes, Libraires Berche et Tralin, París, 1908, Capítulo II «L’Atomisme», y Norma E. Emerton, The Scientific Reinterpretation of Form, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1984, Capítulo 3

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En el origen del pensamiento moderno, los científicos o filósofos muchas veces se limitaron a copiar, casi tal cual, las explicaciones de los primeros atomistas griegos. Para los antiguos, como para los modernos anteriores a Newton, las únicas propiedades de los átomos eran la insecabilidad absoluta, la indeformabilidad, la eternidad, las formas geométricas con los ganchos que les permiten unirse, la movilidad y el peso. Newton agregó la impenetrabilidad y sometió los cuerpos a una fuerza que actúa misteriosamente a distancia, la gravitación universal. Según Newton, todo lo que existe físicamente son cuerpos compuestos de átomos. La materia y la luz son corpusculares. Los cuerpos se atraen y se chocan porque están compuestos de átomos impenetrables. Los átomos son concebidos como pequeños objetos ultra-sólidos. (Hoy habría que agregar que estos átomos eran concebidos como “indestructibles” en la medida en que la física newtoniana no es relativista y por eso la masa no se puede convertir en energía). El único comportamiento de los cuerpos en el espacio y en el tiempo es la acción por contacto o la acción a distancia. El movimiento en el universo no es otra cosa que una gigantesca partida de billar que se desarrolla en el espacio y en el tiempo absolutos, en una especie de marco que podría existir incluso vacío, sin cuerpos, sin materia, sin fuerzas ni radiación. La metáfora del universo como una partida de billar con objetos materiales inertes contrasta, nítidamente, con la visión biológica del mundo que era aquélla de Aristóteles (el estagirita pasó parte de su tiempo mirando el desarrollo de los huevos de gallina). En una palabra: comparando el desarrollo de un huevo con el comportamiento de una bola de billar tendremos una idea metafórica de las visiones del mundo de Aristóteles y de los modernos fisicomatemáticos. El universo newtoniano está perfectamente determinado por causas eficientes, por los movimientos de los cuerpos presididos por la ley de la gravitación universal. Fue el universo newtoniano el que sirvió de modelo al determinismo de Laplace: si se conocen con exactitud las condiciones iniciales del universo y las leyes de su evolución, entonces en principio y gracias al cálculo, todo es conocible, calculable: el pasado, el presente y el futuro — no hay lugar para ninguna especie de espontaneidad ni de libertad, como ocurría con el atomismo determinista de Leucipo y de Demócrito.6 Hacia mediados del siglo XVIII Boscović propuso una concepción diferente. Sus átomos no son corpúsculos como los átomos newtonianos sino puntos geométricos sin extensión. La dinámica del universo se explica porque cada punto inextenso es centro de una fuerza única cuyo modo de acción varía de acuerdo a la distancia con respecto al punto. La concepción de las unidades últimas como fuerzas permitió a Boscović evitar uno de los problemas del atomismo precedente, a saber, cómo explicar el devenir natural si las únicas sustancias son los átomos inmutables. La misma fuerza puede ser repulsiva o atractiva dependiendo de si «Mixtion and Minima : The Beginnings of a Corpuscular Approach to Form». 6 Pierre Simon de Laplace, Essai philosophique sur les probabilités, París, 1814, cap. 1 «De la probabilité».

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se acerca al punto o si se aleja de él. Después de muchas oscilaciones la fuerza llega a ser definitivamente atractiva y disminuye según la ley de Newton, proporcionalmente al cuadrado de la distancia. Desde ese momento, las teorías que postulan la existencia de átomos como centros de fuerza se inspiran de Boscović. Pero la concepción de este físico es difícilmente aceptable: primero, no se ve cómo algo inextenso, un punto geométrico de dimensión nula, puede formar cosas extensas; luego no se entiende cómo desde un punto geométrico puede emanar una fuerza capaz de una actividad física; y por último tampoco se entiende cómo una fuerza única puede tener propiedades incompatibles como ser atractiva y repulsiva — por qué, a partir de un cierto límite, pasaría de un modo a otro.7 La concepción del universo, desarrollada y afinada en la física matemática por una larga serie de científicos desde Galileo y Descartes hasta nuestros días, ha dado la tradición científica más productiva de la humanidad. Me refiero al conocimiento objetivo del mundo físico. Durante algunos períodos se han elaborado críticas anti-mecanicistas, románticas o fenomenológicas que no han conseguido constituir una ciencia rival y paralela al mecanicismo atomista. (Por otra parte, podemos depositar esperanzas de nuevos desarrollos del conocimiento renovando la tradición de la inteligibilidad de la forma, diferente del mecanicismo atomista, pero no es éste el lugar para la justificación de esta idea). Entre los múltiples elementos que no habría que olvidar para completar este cuadro fisicista, anterior a 1900 y basado en el comportamiento de objetos inanimados, habría que mencionar al menos la física de fluidos, los trabajos de Maxwell sobre el electromagnetismo y el descubrimiento de la constancia de la velocidad de la luz en el vacío. Estos trabajos o datos son lógica y empíricamente incompatibles con la mecánica racional newtoniana, y la solución de esta incompatibilidad vendrá, como se sabe, un poco más tarde, con el desarrollo de la física relativista que abandonará las ideas de espacio y tiempo absolutos. En química y según la ley de Proust, toda molécula contiene, por cada sustancia elemental, un número entero de átomos, y por lo tanto su composición no puede variar de manera continua sino mediante saltos discontinuos que corresponden a la entrada o a la salida de por lo menos un átomo. «John Dalton supuso [entonces] que las sustancias elementales de las cuales se componen los diversos cuerpos están formadan por una clase determinada de partículas que son todas rigurosamente idénticas (una vez aisladas), partículas que atraviesan, sin dejarse nunca subdividirse, las diversas transformaciones químicas o físicas

7 Ver, por ejemplo, Émile Meyerson, Identité et réalité, París, 1908, edición Vrin, París, 1951, p. 71 y s. La tesis de Meyerson según la cual explicar quiere decir reducir la diversidad a la identidad encuentra una ilustración en el hecho de que finalmente, detrás de la diversidad de cambios, detrás de todo devenir, queda la identidad de los átomos invariables.

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que sabemos provocar, y que, insecables por estos medios de acción, pueden ser llamados átomos, en el sentido etimológico».8 Hacia 1900 Planck, gracias a su trabajo sobre el espectro de la radiación del cuerpo negro, descubrió la noción de quanta o átomos de energía. Luego Einstein, en su estudio del efecto fotoeléctrico, hizo ver que la luz está compuesta de un cierto tipo de átomos, los fotones, corrigiendo la idea que prevalecía en el siglo XIX de que la luz era una radiación continua, un fenómeno ondulatorio divisible al infinito.9 Pero no sólo los átomos de luz tienen un doble comportamiento, corpuscular y ondulatorio, también los electrones o átomos de materia presentan esta dualidad de comportamiento, como lo demostró Louis de Broglie: los electrones, estudiados individualmente, tienen un comportamiento aleatorio e imprevisible, pero cuando un gran número de ellos atraviesa, por ejemplo, un cristal de níquel, entonces hay una difracción típica del comportamiento ondulatorio. Hoy la física cuántica no elige entre el continuo y el discontinuo, entre lo ondulatorio y lo corpuscular porque los elementos últimos de la física son ondulatorios y corpusculares. Y la creencia en la solidez, o en la ultra-solidez de los átomos se abandonó cuando a comienzos del siglo XX Perrin, Rutherford y Bohr pudieron mostrar la compleja estructura planetaria interna de los átomos. En consecuencia lo que hasta entonces se llamaba «átomos» ya no son entidades indivisibles sino que están compuestas de un núcleo y de una serie de electrones planetarios repartidos según leyes estrictas en niveles energéticos sucesivos. Pero este modelo planetario también resultó inadecuado cuando la mecánica cuántica obligó a abandonar la noción de órbita electrónica. Por ejemplo, en el átomo de hidrógeno el núcleo está rodeado por una nube continua de electricidad negativa cuya carga total es igual a la carga de un electrón.10 Desde fines de los años 1960 se ha desarrollado la teoría de cuerdas. Su interés no es solamente físico sino también filosófico porque renueva la tendencia de la razón a exigir la unidad en la multiplicidad. Se intenta imaginar una forma unificada de conciliar el comportamiento dual ondulatorio y corpuscular de los elementos físicos, se busca representar de una forma unificada las diferentes fuerzas o interacciones de la física: la fuerza gravitacional, la electromagnética, la interacción débil y la interacción fuerte. Se espera, en particular, que la teoría de cuerdas se desarrollará en una teoría cuántica de la gravitación. ¿Y qué son estas cuerdas, estos últimos constituyentes del universo? La mecánica cuántica presupone que los componentes últimos son como puntos de dimensión nula, mientras que la idea central de la teoría de cuerdas es que tales entes últimos son objetos extensos unidimensionales, extremadamente pequeños, tal vez del orden 8 Jean Perrin, Les Atomes, París, 1913, edición Flammarion, París, 1991, p. 44. 9 Ver, por ejemplo, Vasco Ronchi, Histoire de la lumière, Armand Colin, París, 1956. 10 Ver, por ejemplo, Emile Borel, L’Evolution de la mécanique, Flammarion, París, 1943, y Feynman Lectures on Physics, por Richard Feynman, Robert Leighton y Matthew Sands, vol. 3 «Quantum Mechanics», Addison-Wesley Publishing Company, Inc., Reading, Mass., 1965.

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de la longitud de Planck, 10-35 m, y que vibran con ciertas frecuencias específicas. (Aunque las teorías de cuerdas también consideran objetos de dimensiones superiores, hasta más de veinte). Ahora bien, cada modo de vibración hace aparecer la cuerda como un objeto diferente, por ejemplo, como electrón o como fotón. Se conciben las cuerdas como objetos susceptibles de partición cuyas partes se pueden combinar y recombinar, lo que les daría la apariencia de objetos que emiten y que absorben otras partículas, y de esta manera emergerían las interacciones entre las partículas. Así las cuerdas estarían en la base de una Teoría del Todo.11 En cuanto a la emergencia de sistemas cada vez más complejos hasta llegar a los sistemas que tienen nuestra propia dimensión, se reconoce que las moléculas se componen de átomos, compuestos de partículas elementales, que están probablemente compuestas de quarks. También se reconoce que los átomos están atados por fuerzas electromagnéticas y los núcleos por las interacciones fuerte y débil. Todo esto lo enseña la teoría de las partículas elementales. Y para tener una idea de la emergencia de la estructura de la materia en todas sus fases, y de los fenómenos térmicos y magnéticos, entre otras propiedades, se cuenta en física con las leyes de la termodinámica y de la mecánica estadística. Los átomos ya no son representables como bolitas elementales, ni como sistemas solares en miniatura, ni tienen en general ninguna figura representable espacial y visualmente (la reciente teoría de cuerdas es tal vez una excepción). Lo atómico se puede calcular, pero la física ya no nos da una imagen del universo. Muchos especialistas nos piden ver en la mecánica cuántica un formalismo «que funciona» y nada más. Esta situación es una desgracia para la inteligibilidad de la naturaleza porque no hay que olvidar que, desde el punto de vista de la comprensión del mundo, ni la teoría ni el cálculo son valiosos en sí sino que son un medio para entender, y el sujeto del entendimiento no es una calculadora ni un ordenador sino una mente humana con sus propias exigencias. Una de las funciones principales del cerebro es representar nuestro entorno espacial para orientarnos, y si algo no se deja representar espacialmente, geométricamente, mecánicamente, será difícilmente comprensible. IV. Mónadas Ahora bien, a pesar de todas las sofisticaciones introducidas por la física reciente, la visión global del mundo basada en un materialismo de lo inanimado no cambia: se trata todavía de un universo compuesto exclusivamente de propiedades físicas tales como las describe la física, propiedades con las cuales no se puede construir la totalidad de lo revelado por la experiencia humana — aunque, como lo vimos, los antiguos tenían conciencia de la cadena que va de lo inanimado a lo animado y al pensamiento. En la Monadología de 1714 Leibniz 11 Ver, por ejemplo, Roger Penrose, The Road to Reality, Jonathan Cape, Londres, 2004, cap. 31 «Supersymmetry, supra-dimensionality, and strings».

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escribe que tenemos que reconocer «que la percepción y lo que depende de ella es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por las figuras y los movimientos. Y haciendo creer que hay una máquina cuya estructura haga pensar, sentir y tener percepciones, se podrá concebirla aumentada conservando las mismas proporciones de tal manera que se pueda entrar en ella como se entra en un molino. Pero no se encontrará en el interior de esta máquina sino piezas que se empujan unas contra otras, y nunca se encontrará con qué explicar la percepción».12 «Sólo átomos y vacío», decía Demócrito. Quisiera recordar que hoy mismo, a pesar de todo el conocimiento mecanicista de la sensación, alguien como Gerald Edelman dice que no tenemos una explicación científica de su aspecto cualitativo.13 Es entonces curioso que algunas personas, tomando la parte por el todo, afirmen que todo es físico, en el sentido definido por la física de hoy. La especificación la física de hoy no está de más porque nadie puede adivinar cuáles serán los conceptos y poderes de la física de mañana. Quién sabe: tal vez los conceptos de la física por venir serán más idóneos que las nociones actuales para describir la totalidad de la experiencia humana. No se ve por qué las abstracciones no admitirían mejoramiento. Claro que un progreso en ese sentido presupone que se ha tomado conciencia del problema, y es a esa toma de conciencia — que los últimos componentes, si existen, deben permitir la explicación de las propiedades y del comportamiento de todas las clases de sistemas — a la que este ensayo quisiera contribuir. Una actitud severa y menos optimista es expresada por Paul Valéry: «Cuando se dice que la vida, la sensibilidad, la conciencia se deben a fenómenos fisico-químicos, se profiere una absurdidad. Pues esta físico-química, o bien es aquélla del futuro, y podemos prestarle todos los poderes y todos los éxitos que queramos… ― y la proposición es incontestable pero es nula ― o bien se trata de la físico-química actual, y la proposición es falsa».14 Si todo no es físico en el sentido en que lo físico es descrito por la física actual, entonces tal vez todo está hecho de átomos de naturaleza síquica: eso parece haberse dicho una serie de panpsiquistas. «La naturaleza está llena de vida», escribió Leibniz al comienzo de los Principios de la naturaleza.15 Hoy sabemos que el descubrimiento de Stanley de los virus-moléculas muestra que hay una continuidad de lo biológico a lo químico. Según la naturaleza inerte o viva del entorno, un virus puede multiplicarse o no. Un virus sólo puede multiplicarse utilizando el equipo enzimático de una célula viva. La controversia entre el carácter vivo o inerte de los virus está de actualidad y se plantea junto a la 12 G. W. Leibniz, Les principes de la philosophie dits Monadologie, párrafo 17, in Leibniz Œuvres, editadas por Lucy Prenant, Aubier Montaigne, París, 1972. 13 Gerald M. Edelman, Bright Air, Brilliant Fire: On the Matter of Mind, Basic Books, 1992. 14 Paul Valéry, Cahiers, Gallimard, París, 1974. 15 Leibniz, Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, párrafo 1, in Leibniz Œuvres, op. cit.

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pregunta: ¿qué es la vida? cuya respuesta evoluciona con el progreso del conocimiento.16 Hay grados de conciencia: los humanos y los animales estamos evidentemente atentos y conscientes durante algunas horas diarias; también hay momentos de somnolencia, como cuando “nos dejamos estar” viajando en tren, o antes de dormir por la noche, y luego está el sueño profundo, la inconciencia. Reconozcamos (sin sonrisa irónica) que algo tiene que haber potencialmente en los electrones y en las otras partículas elementales que les permite llegar a producir grados diferentes de conciencia en el sistema nervioso central porque el cerebro se compone de asambleas de neuronas, las asambleas de neuronas se componen de neuronas, las neuronas de moléculas, las moléculas de átomos y los átomos de partículas elementales. Leibniz empieza su Monadología escribiendo que «la mónada no es nada sino una sustancia simple que entra en los compuestos».17 «Mónada» quiere decir «unidad». En este contexto las mónadas son los verdaderos átomos de la naturaleza, los elementos de todas las cosas. Las sustancias simples tampoco tienen extensión ni figura. A pesar de eso están indisolublemente vinculadas con la materia, y tanto la impenetrabilidad de la materia como la extensión de los cuerpos están derivadas de las mónadas-fuerzas que componen los objetos. Yendo de lo más concreto a lo más abstracto, habría que decir que primero están las mónadas que componen los objetos individuales concretos, y estos objetos concretos son espaciotemporales. En consecuencia el espacio y el tiempo no son sustancias absolutas, como lo pensaba Newton, sino dimensiones ideales, relaciones derivadas de los objetos concretos. Concebida a imagen y semejanza de la divinidad y en analogía con el alma humana, la mónada tiene un principio de unidad interior de orden espiritual, en clara oposición con los átomos mecánicos. La mónada es una fuerza activa primitiva, una especie de entelequia porque tiene una perfección y suficiencia que le permiten ser fuente de sus acciones internas. De su propia ley, de su autonomía, se deriva toda la actividad de la mónada. Vimos que los átomos de Boscović también son fuerzas, pero en ese caso eran fuerzas fisicas, mientras que en la monadología leibniziana se trata de átomos síquicos. Cada mónada es diferente de todas las otras y está sometida a un cambio incesante que viene de su propio interior, como nosotros lo constatamos durante nuestra propia vida. Pero ¿cómo es posible que algo simple, como la mónada, cambie? Respuesta de Leibniz: porque la mónada envuelve una multiplicidad en la unidad. Recordemos que desde los tiempos antiguos, desde Pitágoras, y a pesar de algunos cambios ontológicos y semánticos, una constante es que la monadología es la ciencia de la unidad en la multiplicidad. En la sustancia simple, sin partes, hay sin embargo una multiplicidad de afecciones y de 16 Ver, por ejemplo, Erwin Schrödinger, What is Life & Mind and Matter, edición Cambridge University Press, 1967. 17 Leibniz, Monadología, op. cit., párrafos 1 y 2.

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relaciones. Eso ocurre por ejemplo en cada uno de nosotros que, siendo uno, percibimos y reflejamos una multiplicidad de cosas y de propiedades. Y por analogía es imaginable que así ocurre en todas las mónadas. Leibniz postulaba una especie de «simpatía universal», para usar un término de los estoicos, porque todo lo que sucede en cualquier parte del universo se deja sentir en todas partes del universo: «Todo cuerpo se resiente de todo lo que pasa en el universo; de tal manera que aquél que lo ve todo podría leer en cada cosa lo que se hace en todas partes e incluso lo que se ha hecho y lo que se hará notando en el presente lo que está alejado, tanto en los tiempos como en los lugares». Y toda materia está vinculada porque todo está pleno.18 (Esta reflexión de Leibniz hace pensar en el determinismo laplaciano). Por eso el cuerpo de cada mónada recibe todos los efectos que vienen de todas partes en cada momento de su existencia, reflejan todo lo que pasa en el universo. Sin embargo — y esto es curioso — las influencias, contrario a lo que se observa en el determinismo laplaciano, no son causales. Pero no se entiende cómo una influencia o un reflejo existen sin ser causal. Solución de Leibniz: estas correspondencias resultan de la armonía preestablecida por Dios. Pero sólo un creyente se satisface con tal respuesta. Sería más honesto reconocer que no se ha entendido, que se llegó a un callejón sin salida, lo que fuerza a modificar la teoría. Las mónadas no pueden nacer ni morir naturalmente: Dios las crea de manera abrupta. Todo se pasa como si Dios se multiplicara, como si produjera pequeños dioses. Las mónadas son eternas, indestructibles. Cada mónada es una perspectiva del universo, mientras que Dios es todas las perspectivas, en número infinito, al mismo tiempo. El universo no existe fuera de las mónadas. Como todas las perspectivas nacen de Dios, los problemas de la filosofía son en el fondo, en la filosofía leibniziana, problemas de teología. Las mónadas no tienen ventanas, son impenetrables. Por eso son inalterables por algo externo. Sin embargo son capaces de apetición y de percepción, aunque no todos los actos de apetición y de percepción son conscientes, y los que son conscientes no lo son con el mismo grado de lucidez. «La percepción y lo que depende de ella es inexplicable por razones mecánicas, es decir por la figuras y por los movimientos».19 La materia, el nacimiento, la muerte son solamente fenómenos, apariencias, en los cuales las mónadas se oscurecen o se clarifican. Así el mundo es una representación, lo que significa que la monadología de Leibniz es una cosmología idealista. Pero ¿cómo es posible que el mundo sea sólo fenómeno, sólo apariencia o representación? ¿Cómo entender que haya una realidad en nuestras percepciones? ¿Cómo explicar hechos tan evidentes como la comunicación entre personas o el orden causal del mundo que todos conocemos? La respuesta de 18 Leibniz, Ibid., párrafo 61. 19 Ibid., párrafo 17.― Para tener una crítica leibniziana elaborada del mecanicismo cartesiano se puede leer el libro de Yvon Belaval, Leibniz critique de Descartes, Gallimard, París, 1970, especialmente los capítulos VI y VII, «Les fondements de la physique» y «Les principes de la physique”» respectivamente.

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Leibniz, que ya encontramos al tratar de explicar la existencia de influencias no causales, es, una vez más, tan rotunda como inverosímil: la concordancia de nuestras percepciones, la ilusión de realidad objetiva e independiente resulta de una armonía universal entre todos los seres preestablecida por Dios.20 Otra de las críticas de las cuales puede ser objeto la mónada es que Leibniz intentó presentarla a la vez como una sustancia y como una relación, como si el aspecto sustancial ―la unidad cerrada― y el aspecto relacional ―la mónada lo refleja todo― tuvieran la misma importancia, lo que es imposible. Un punto de controversia es la relación entre las mónadas inextensas y la materia extensa. Las mónadas, según Leibniz, son inextensas, sin embargo habría que reconocer que son también materia extensa puesto que están en todas partes y que no hay extensión sin mónadas: hay ahí una incoherencia. Ahora bien, aparentemente la única manera de salvar la coherencia consiste en interpretar, como acabo de hacerlo, diciendo que para Leibniz la materia es solamente un fenómeno, una ilusión, que resulta de la impenetrabilidad de las mónadas. V. Entidades actuales Pasemos ahora a un cierto género de cosmología emergentista, que se desarrolla en parte, pero sólo en parte, en continuidad con la monadología leibniziana. La intuición principal del atomismo emergentista es que todo lo que existe está hecho de las mismas entidades últimas que existen en el mismo espaciotiempo, pero se reconoce el surgimiento de sistemas que tienen propiedades que no existen en las partes componentes. Algunas moléculas tienen un comportamiento colectivo, una adaptación mutua, inexistente en los átomos que las componen. Nos lavamos con agua y no con sus componentes por separado. Los niveles de emergencia varían según los emergentistas, pero hay que reconocer al menos los niveles físicos, biológicos, psicológicos y sociales en una cadena de seres que se conoce cada día mejor. Lo insatisfactorio de esta visión, globalmente razonable, es que en su estado actual es poco explicativa: se constata la existencia de sistemas de diferentes grados de complejidad que manifiestan comportamientos diferentes, se los puede describir, se muestra que hay elementos físicos en las reacciones químicas, elementos físicos y químicos en los seres vivos, elementos orgánicos en los seres pensantes, pero en cada caso no se sabe cómo, causalmente, continuamente, lo animado surge de lo inanimado, lo sensible de lo animado, ni cómo el intelecto nace del sistema nervioso central. Tampoco sabemos explicar de manera satisfactoria las relaciones en sentido inverso: cómo lo social y lo cultural influyen causalmente sobre el entendimiento, el cual remodela el cerebro, que remodela a su vez el arreglo de los últimos componentes. Aquí nos faltan los conceptos y las leyes que tienen que servir de puente para describir la causalidad entre los diferentes estratos de la misma «materia» o «capacidad» última. Llama la 20 Ibid., párrafos 59 y 60.

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atención que las disciplinas destinadas a servir de puente como la bioquímica, la biosociología, la sicofisiología, la sicolingüística, etc. descubren a su vez sus propios problemas en su propio estrato y tienden a independizarse, complicando el cuadro emergentista. ¿De qué están hechas, pues, todas las cosas? Una breve digresión sobre los simbolismos nos hará entender mejor el programa de Alfred North Whitehead, pertinente para nuestro problema principal. En primer lugar, los conceptos fundamentales como la sustancia, el espacio, el tiempo y la causalidad tienen el más alto interés porque expresan o reflejan necesidades vitales, concretas y profundas como la alimentación y la reproducción, y por eso son compartidos, en gran parte, por los animales superiores. Luego tratamos de entender el mundo y nuestra experiencia gracias a la multiplicación de conceptos cada vez más abstractos. Son conceptos derivados, de menor interés y con los cuales nos sentimos menos comprometidos. Finalmente los formalismos abstractos del lenguaje natural dotados de semántica han sido prolongados por las ideas o formalismos sintácticos matemáticos, todavía más abstractos que los conceptos del lenguaje natural. Ahora bien, todos los conceptos son necesariamente abstracciones y los aspectos parciales separados de las cosas contrastan con la riqueza de aspectos de las cosas concretas. No hay que confundir en consecuencia lo abstracto con lo concreto. Whitehead erigió esta advertencia en una de las definiciones de la filosofía: la filosofía es la crítica de las abstracciones. Y si las cosmologías que conocemos son incapaces de hacer justicia a la riqueza de nuestra experiencia, si son incapaces de describir y de explicar convenientemente los diferentes sistemas del mundo, si desembocan en una dualidad sustancial como la distinción entre lo mental y lo físico, o si al contrario se afirma que todo es exclusivamente físico o exclusivamente mental, es porque se ha confundido lo abstracto con lo concreto, la parte con el todo. Por eso Whitehead postula que hay que repensar nuestras categorías, los conceptos básicos del conocimiento. Así, entre las categorías de la existencia se encuentran los «eventos» o «entidades actuales» u «ocasiones actuales», y los «objetos eternos». «Evento» es el término utilizado por Whitehead en La ciencia y el mundo moderno (1925), y su equivalente en Proceso y realidad (1929) es «entidad actual». En su libro filosófico principal Proceso y realidad escribió que «no hay manera de ir detrás de las entidades actuales [o eventos] para encontrar algo más real».21 «Una teoría de la ciencia que descarte el materialismo debe responder a la pregunta en cuanto al carácter de estas entidades primarias. No puede haber sino una respuesta sobre esta base. Debemos comenzar con el evento como unidad última del fenómeno natural».22 El haber llamado «eventos» a los últimos constituyentes muestra claramente que estos no son ni unidades inmutables ni 21 Alfred North Whitehead, Process and Reality, The Macmillan Company, 1929, edición Free Press, 1969, p. 23. 22 A. N. Whitehead, Science and the Modern World, The Macmillan Company, 1925, edición Free Press, 1967, p. 103.

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entes eternos como los átomos de los antiguos o las mónadas leibnizianas: no son sustancias sino relaciones. Cada entidad actual está relacionada con todas las otras entidades actuales gracias a las «prehensiones», término que describe a la vez el aspecto subjetivo de la percepción y el hecho que la percepción participa en la constitución del objeto. No todas las prehensiones son conscientes o cognitivas.23 Una especificidad de esta concepción es que no se distinguen las relaciones externas de las relaciones internas. Tradicionalmente, cuando un sistema es considerado como una sustancia, se lo concibe como una unidad que tiene un borde nítido que lo separa del ambiente. De esa manera los componentes internos del sistema tienen entre ellos relaciones internas, y el sistema global tiene con los otros sistemas, a través de su borde o frontera, relaciones externas. Pero en el contexto whiteheadiano, cuando se dice que todo es, en el fondo, un evento, se implica que no hay relaciones externas: todas las relaciones son internas, constitutivas de su ser. Por eso la unidad de todo lo que existe es la unidad de una red de relaciones. La entidad actual es una entidad organizadora, y como la mónada, es una unidad en la multiplicidad. No existe un ego sustancial ni ningún otro objeto que no sea una red de relaciones, un conjunto de perspectivas o de modos de percepción de otras entidades actuales y sistemas. Toda entidad actual tiene percepciones o prehensiones, aunque, como en Leibniz, no todas las percepciones son conscientes. Todo sistema, o todo «organismo» ― para utilizar el término de Whitehead ― está constituido por entidades actuales. Los biólogos del siglo XIX descubrieron que había organismos sumamente pequeños y en un nivel donde no se sospechaba su existencia. Prolonguemos esta tendencia al límite, parece sugerir Whitehead, y descubriremos que todos los sistemas, de una u otra manera, son organismos. Un organismo no es sólo un ente vivo tal como lo conocemos a nuestra escala, sino todo conjunto de entidades actuales. Por eso un cristal es también un organismo. Con el término « organismo » se quiere enfatizar que los componentes de los sistemas no son mutuamente indiferentes sino que, al contrario, todos son mutuamente sensibles, se toman en cuenta. «La ciencia está adquiriendo un nuevo aspecto que no es ni puramente físico ni puramente biológico. Está llegando a ser el estudio de organismos. La biología es el estudio de los grandes organismos, mientras que la física es el estudio de los pequeños organismos».24 Puesto que los organismos incluyen como ingredientes otros organismos, surge la pregunta de si el análisis puede ir al infinito, y Whitehead responde, como los primeros atomistas, que parece muy improbable que haya en la naturaleza una regresión infinita. Del hecho que los eventos se toman en cuenta se sigue que presentan una especie de lucidez. Sus comportamientos son función del contexto o del plan de conjunto en que se encuentran involucrados. La influencia del plan de conjunto 23 Ibid., p. 69. 24 Ibid., p. 103.

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sobre el comportamiento de las partes tiene que concebirse como una causa formal o final. Así, fuera del cuerpo humano, un electrón se comporta de acuerdo con las leyes de la física solamente, pero el mismo electrón al interior del cuerpo se comporta también de acuerdo con las leyes de la biología, de la sicología y de la lógica 25 porque los electrones son integrantes tanto de los órganos como de las neuronas con las cuales sentimos y pensamos. Aunque Whitehead no lo dice, esta visión debería permitir explicar, en principio, verticalmente (si se me permite la imagen) el comportamiento de lo superior por lo inferior (lo mental por lo físico) e, inversamente, el comportamiento de lo inferior por lo superior (lo físico por lo mental), tanto como la explicación horizontal de un comportamiento (lo físico por lo físico y lo mental por lo mental). Así como las mónadas leibnizianas son análogas al alma humana, así las entidades actuales whiteheadianas tienen un polo mental además de un polo físico. El polo físico es el aspecto que permite a la entidad actual recibir lo que está dado por el pasado; es un efecto físico que se conforma al pasado o causa física. En cambio el polo mental es el aspecto de la entidad que responde a lo dado, es lo que le permite determinarse, hacer alguna contribución. “Una entidad actual es al mismo tiempo el producto del pasado eficiente y es también, según la frase de Spinoza, causa sui.26 No hay que ver aquí una renovación del dualismo cartesiano de lo físico y lo mental porque todas las entidades actuales tienen ambos polos, y además el polo mental no implica conciencia: ésta aparece solamente en los sistema más complejos, en los sistemas nerviosos centrales de los animales porque sólo éstos permiten a las potencialidades de las entidades actuales desarrollarse al punto de producir estados conscientes. Otra semejanza entre las entidades actuales y las mónadas leibnizianas es la manera gradual en que se concibe la conciencia. Ahora bien, la existencia de un polo mental en toda entidad actual no significa que la filosofía de la naturaleza whiteheadiana sea un panpsiquismo porque aunque la conciencia sea una manifestación de la experiencia, la conciencia no es coextensiva a todo lo real.27 Entre las diferencias importantes entre la monadología y la teoría de las entidades actuales está el hecho de que las mónadas, siendo cerradas, la visión del mundo es forzosamente idealista — el mundo es mi representación —, mientras que las entidades actuales, siendo relaciones, están abiertas de par en par, hay una realidad en sí, independiente de las entidades actuales y al menos parcialmente conocible, y ésa es la base del realismo. Un realismo que Whitehead opuso al idealismo moderno heredero de Descartes y de Kant.28 No porque algo sea claro, distinto y primero en el orden del conocer, es también primero en el orden del ser (como ya tuve ocasión de decirlo), y Whitehead agrega que lo más probable es que lo contrario sea verdad. Reprocha tanto a Hume como a Kant el 25 Ibid., pp. 79-80. 26 Process and Reality, op. cit., p. 174. 27 Process and Reality, op. cit., pp. 213, 214, 290, 291. 28 Ibid., Part II, Ch. VI «From Descartes to Kant».

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desarrollo de filosofías que han sido víctimas del olvido de la experiencia primitiva en el modo de la eficacia causal. Es decir que en el análisis de la experiencia se ha omitido la influencia maciza del pasado que pone exigencias sumamente estrictas a un presente que tiene que conformarse al pasado, como ocurre con el determinismo laplaciano. Recordemos que todo realista hace observar, contra el empirismo, fuente de idealismo, que el mundo no equivale a la experiencia que tenemos de él. Por eso es inverosímil que los límites del mundo sean los límites de nuestras mentes, o de nuestras categorías, o los límites del lenguaje, o que ser, consiste en ser el valor de una variable. “Para Kant, el mundo emerge del sujeto; para la filosofía del organismo, el sujeto emerge del mundo”. En la visión organicista el orden del mundo se explica gracias a las múltiples relaciones causales que tienen los organismos, y no, como ocurre en Leibniz, gracias a una armonía preestablecida por Dios. Whitehead abrigaba grandes esperanzas en las entidades actuales. No quería que su idea no tuviera ninguna justificación científica y reconoce que su cosmología estuvo inspirada por los nuevos avances de la ciencia durante el siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX. Por eso trató de mostrar que las nuevas teorías, como la física relativista y la física cuántica, encajan con el sentido de su cosmología del organismo.29 Sobre este punto lo esencial es que las nuevas teorías muestran desde adentro, es decir partiendo de una crítica y de un despliegue internos, que las abstracciones del mecanicismo materialista clásico son sólo verdades a medias. Las nociones de espacio, de tiempo, de materia y de energía necesitan ser repensadas. Whitehead habría estado de acuerdo con algunos postulados de la reciente teoría de cuerdas vibratorias. En su cosmología la vibración es fundamental: los eventos vibran. La materia no puede estar compuesta de puntos localizados de manera simple en el espacio y en el tiempo porque si fuera así, no hay ninguna posibilidad de explicar fenómenos biológicos o psicológicos como el crecimiento o la comunicación. No hay que cometer entonces, como lo hacen mecanicistas y materialistas, ni la falacia de la localización simple ni el error de la localización errónea de lo concreto (por ejemplo, el seudo problema de la relación entre el cuerpo y el espíritu resulta de considerar como concretas estas dos nociones abstractas).30 El tiempo no puede concebirse como si estuviera constituido de instantes semejantes a puntos discretos sin duración. En ese caso, el instante presente estaría desconectado del pasado y del porvenir y caeríamos así en un solipsismo del tiempo presente, mientras que en realidad el presente de un organismo es el resultado del pasado, se ha conformado al pasado. En ese sentido (como ya tuve ocasión de decirlo) el pasado, macizo, subsiste en el presente. Y el presente está, qué duda cabe, preñado del futuro. En unas líneas reminiscentes de Leibniz, 29 Science and the Modern World, op. cit., cap. VII «Relativity» y cap. VIII «The Quantum Theory». 30 Ibid., cap. III.

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Whitehead escribe: «Mi teoría envuelve el completo abandono de la noción de que la localización simple es la manera primaria en que las cosas están implicadas en el espaciotiempo. En cierto sentido, todo está en todas partes en todo momento. Pues cada localización hace intervenir un aspecto de sí en todos los otros lugares. Así cada punto fijo espaciotemporal refleja el mundo».31 Supongo también que Whitehead habría sabido sacar partido de los experimentos recientes sobre la noseparabilidad: ellos muestran que una vez que dos partículas han interactuado, siguen formando un solo sistema a pesar de su separación aparente en el espacio y en tiempo. Digo esto porque el filósofo inglés hace notar que el espacio no sólo separa los objetos sino que tiene también la capacidad de unirlos. Ya hemos visto que un objeto guarda en sí como elementos constitutivos ciertos aspectos de las cosas que ha encontrado.32 Si los únicos elementos últimos fueran las entidades actuales o eventos, unidades del devenir, entonces nada sería conocible ni reconocible. Por eso los eventos no agotan el conjunto de los elementos últimos y hay que reconocer, según Whitehead, la existencia de los objetos eternos. «Eterno» significa aquí «no evolutivo», pensamiento contradictorio al interior de una filosofía que privilegia el devenir en desmedro del ser. Estos objetos tienen en su cosmología aproximadamente el rol atribuido a las formas en la filosofía platónica y a los universales, a las especies o características de las filosofías realistas de estilo aristotélico. Un objeto eterno es un universal que, en consecuencia, no se agota por estar presente en una entidad actual. Todo lo que existe no es la pura unidad de actividad, la entidad actual, extremadamente pasajera, sino que, gracias a los objetos eternos que ingresan en las entidades actuales, éstas pueden formar «sociedades», conglomerados durables, estables, y por lo tanto conocibles y reconocibles. Como el eidos aristotélico, un objeto eterno es una posibilidad o potencialidad de determinación para las entidades actuales. Si una entidad actual, un organismo o un sistema tiene tales y cuales propiedades, es porque está determinada por tales y cuales objetos eternos. Los objetos eternos no son solamente lo que la tradición ha llamado cualidades primarias, sino que son también cualidades secundarias. Nos acercamos así a la tradición de la inteligibilidad de la forma mencionada al comienzo de este ensayo, diferente de la tradición materialista y atomista, y se entiende, de paso, de qué modo la filosofía organicista de Whitehead renueva el problema platónico y aristotélico de la relación entre la materia y la forma.33 No me detengo a examinar aquí el grado de claridad de la noción de objeto eterno ni a averiguar si lo que garantizan los objetos eternos puede ser realizado 31 Ibid., p. 91. 32 Ver, por ejemplo, los trabajos del equipo de Alain Aspect in Physical Review Letters, vol. 49, p. 1804, o la discusión de Aspect sobre la no-separabilidad con varios filósofos franceses in Bulletin de la Société Française de Philosophie, enero-marzo 2002, sesión del 11 de marzo de 2001. 33 Process and Reality, op. cit., pp. 53-57, 341-343.

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también por las entidades actuales ― en ese caso los objetos eternos serían superfluos. Lo menos que se puede observar con respecto a este último punto es que hay una indecisión porque el objeto eterno no siempre fue, en la mente de Whitehead, lo único capaz de garantizar la permanencia de un objeto. Resulta que un sistema o sociedad de entidades actuales presenta una permanencia, y en ese caso uno se pregunta para qué sirve el objeto eterno. Por una necesidad racional de búsqueda de unidad y de simplicidad interna al atomismo, habría que favorecer la idea según la cual los últimos constituyentes del universo son de un solo género, por ejemplo, las entidades actuales. Por otra parte, dada la evidencia del devenir ― las cosas se forman, evolucionan y se transforman (aunque nada sale de la nada ni va hacia la nada) ― es indispensable reconocer que lo actual en un momento dado es solamente posible. Lo actual sale de lo posible. En la medida en que los objetos eternos son posibilidades con las cuales se intenta explicar el devenir, toda cosmología tiene que tener lugar para algo que tenga ese rol. VI. Algunas aporías del atomismo En primer lugar, si se presupone, como es tradicional, que los átomos son unidades simples últimas, entonces ontológicamente todo objeto diferente de los átomos es un compuesto o síntesis de átomos. Todo objeto tiene un estatuto ontológico diferente del estatuto de los átomos componentes. Se sigue ― yendo de los objetos a las unidades componentes ― que las propiedades de los objetos no pueden traspasarse a sus unidades componentes últimas. Pues bien, por ejemplo la extensión y la solidez, siendo propiedades de los cuerpos, no pueden ser características de los átomos: los átomos no son entonces unidades extensas corpusculares, objetos ínfimos ultrasólidos, como lo pensó Newton. Como se sabe, la física contemporánea abandonó este tipo de materialismo atomista porque ahora se piensa que los componentes últimos del universo son unidades de energía. Sin embargo, se trata todavía de unidades, por lo que todo lo que se consiga decir, con razón, contra la idea de que lo único real son las unidades últimas, afectará también a las unidades de energía. Así, sean lo que sean las unidades últimas, no pueden atribuirse a ellas las propiedades de los objetos. En segundo lugar, si se afirma que las propiedades de los objetos no son las mismas que las propiedades de los componentes últimos pero que, de todas maneras, la sustancia material está compuesta de átomos, entonces sigue una consecuencia grave: los objetos con sus propiedades no son reales sino sólo fantasmas subjetivos, fenómenos, es decir, manifestaciones, invenciones o construcciones de nuestros órganos y facultades. Sólo las cualidades primarias serían reales, mientras que los objetos con sus cualidades secundarias serían ilusiones. Esto contribuye de manera decisiva al dualismo de la materia y del espíritu que toda filosofía natural razonable evita. En tercer lugar, si el atomista reconoce que los objetos son tan reales como las unidades componentes, entonces se llega al emergentismo de los objetos y de las propiedades, resultado paradógico para la tradición atomista reduccionista y anti-holista. [258]

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Finalmente, es posible reconocer que además de los átomos hay (según la expresión medieval) «vínculos sustanciales», particularmente visibles en los seres vivos. Los vínculos sustanciales entre los átomos pueden concebirse como una especie de percepción inconsciente que favorece la acomodación mutua de las partículas, razón por la cual el ser vivo sería un objeto armónico. Después de la Edad Media, la importancia del vínculo se encuentra junto a las mónadas leibnizianas y a las entidades actuales whiteheadianas: todas ellas tienen esta capacidad perceptiva. Pero lo anterior no significa que estos pensadores hayan resuelto satisfactoriamente el problema de la emergencia de objetos reales en tanto que compuestos de unidades últimas. Por una parte, en Leibniz, un objeto no puede sustentar sus propias características porque no es en sí mismo una unidad real sino un agregado de unidades reales, de mónadas, por lo que la unidad del objeto emergente, en tanto que unidad, es sólo fenómeno. Por otra parte, hay en Whitehead una contradicción patente: un objeto es un conjunto armónico de entidades actuales, una «sociedad» descrita como algo que se autosustenta, lo que es incompatible con su principio ontológico: las entidades actuales son las únicas razones. Se sigue que un objeto puede autosustentarse ― ser una sustancia, tener autonomía ― sólo en un sentido derivado. Estos problemas, inherentes, como acabamos de verlo, a toda concepción atomista de la materia, nos permiten preguntarnos hacia dónde se inclinan nuestras preferencias. Si se me permite expresar las mías, yo diría que no podemos sino reconocer lo indispensable de la materia en tanto que sustrato universal; de una materia que aspira a la forma; de una materia emergentista gracias al rol de los vínculos o relaciones. VII. Una concepción de los últimos componentes del universo Es hora de presentar una síntesis de las propiedades que tendrían que tener los últimos componentes del universo ― si existen ― de tal manera que sus combinaciones hagan que las diferentes clases de sistemas naturales tengan la riqueza de aspectos y de comportamientos que nuestra experiencia revela. El recurso a la razón en esta síntesis, expresada en modo hipotético o condicional, ha sido restringido al uso que a menudo se le ha dado en el atomismo, una tradición eminentemente racionalista donde la razón busca la unidad, la identidad y la reducción. No todos los elementos de la lista que sigue están explícitamente justificados por las discusiones precedentes, pero todos son compatibles con las conclusiones, al menos parciales, a las que hemos llegado. Así este resumen es a la vez una síntesis de lo ya hecho y una indicación de lo que queda por explicar. (I) Definición del atomismo: no existiría en el universo ningún movimiento ni ninguna modificación sin que haya un movimiento o modificación en el arreglo de los últimos componentes del sistema que se mueve o modifica.

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(II) Los últimos componentes del universo tendrían que ser simples, porque si fueran compuestos, entonces sus componentes, a condición de no ser a su vez complejos, serían los verdaderos últimos constituyentes del universo. (III) Los componentes últimos del universo serían eternos, ni creados ni aniquilables. Se trata de una consecuencia del principio racional según el cual nada sale de la nada ni desaparece en la nada. (IV) En la medida en que la supuesta eternidad de los átomos implica la inmutabilidad, en esa medida la explicación atómica del devenir es imposible porque, en efecto, ¿cómo explicar lo que se mueve con lo inmóvil? (V) En cuanto al origen de los componentes: es imaginable que salieron todos de una sola unidad, o que muchos de ellos existen, en gran número, eternamente. La alternativa depende de la relación entre las unidades y el espacio. Si el espacio tiene una existencia independiente de estas unidades, entonces podría haber hecho presión sobre el único átomo del comienzo para dividirlo. Pero si el espacio se confunde con la materia, entonces se puede imaginar que desde siempre existe un número elevado de átomos. (VI) Si los componentes últimos del universo están en todas partes, entonces son necesariamente extensos porque el aspecto extenso de la naturaleza no es una ilusión de los sentidos. (VII) Mientras más alta es la organización de un sistema, mayor importancia cobra la irreversibilidad temporal. El tiempo es una propiedad derivada del movimiento de los sistemas, y como ya lo anotamos recién en (I), no hay movimiento sin modificación en el arreglo de los últimos componentes del sistema que se mueve o modifica. (VIII) Los últimos componentes del universo tienen relaciones causales complejas y de diferentes órdenes porque de otra manera no se concibe cómo estas unidades podrían formar parte de sistemas emergentes. Hay sistemas organizados (entes vivos, órganos, animales) que presuponen orden y jerarquía, y por lo tanto una subordinación de elementos a una estructura, simetría o causa formal, a un principio organizador. (IX) Se sigue que los últimos componentes del universo no podrían ser elementos cerrados, indiferentes a su entorno, lo que reduce drásticamente sus grados de libertad. (X) Los últimos componentes del universo no son puros eventos sin que algo ocurra. No es concebible una relación sin soportes. El soporte de la relación es un objeto distinguible de su entorno, y por eso la distinción entre las relaciones internas del objeto y sus relaciones externas es, por lo menos en algunas circunstancias, necesaria.

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(XI) Si se piensa que los componentes últimos del universo son de una sola clase, es por necesidad racional: la razón, en todo lo que hace, busca la unidad. (XII) Finalmente, ¿hay, en la naturaleza, componentes últimos idénticos? La respuesta afirmativa agrada a la razón, pero no veo cómo podríamos verificarla: los límites de la naturaleza no son los límites del experimentalismo.

Miguel Espinoza Departamento de Filosofía Universidad de Estrasburgo E-mail: [email protected] http://miguel.espinoza.pagesperso-orange.fr

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LA LÓGICA DE LA OPOSICIÓN EN LA FÍSICA DE ANAXIMANDRO, PITÁGORAS Y HERÁCLITO. Gustavo Fernández Pérez. IES. Isabel de Castilla (Ávila) Resumen: Los primeros filósofos se sirvieron de parejas de opuestos para interpretar la estructura cósmica y el proceso de la naturaleza: «lo caliente y lo frío» en Anaximandro; «lo par y lo impar» en Pitágoras; y la oposición misma como principio fundamental del mundo y de la vida en Heráclito. Este escrito se centra en la evolución del pensamiento presocrático sobre los opuestos, así como en sus consecuencias para la comprensión de la naturaleza. Abstract: The first philosophers resorted to pairs of opposites to interpret the cosmic structure and the process of Nature: ‘hot and cold’ in Anaximander, ‘even and odd’ in Pythagoras, and the opposition itself as a fundamental principle of the world and life in Heraclitus. This paper focuses on the evolution of pre-Socratic thought about opposites and its implications for the understanding of Nature.

1. El concepto de naturaleza en los primeros presocráticos. La pregunta por la naturaleza es tan remota como la propia filosofía1. Se trata de un problema elemental como pocos, sin límites cerrados, que constituye el trasunto y la base primaria del resto de los planos. Investigar la naturaleza requiere profundizar en la paradójica relación entre lo uno y lo múltiple, que configura el devenir, así como en la pugna perpetua entre los pares de opuestos que tejen y destejen el mundo fenoménico; también reunir y pensar en una misma intuición el horizonte de lo cósmico, lo humano y lo divino, por medio de relaciones fecundas de ida y vuelta2. La naturaleza, causa de vida y movimiento, es una realidad auto-poética, determinada de un modo inmanente por las presencias y relaciones que ella misma determina, naturante a un tiempo que naturada, por decirlo en términos spinozianos. Lo natural acapara los temores e inquietudes que provoca en el hombre arcaico cuanto le rodea, aquello que le envuelve al tiempo que le sobrepasa, aquello que no comprende por completo a

1 Hasta donde tenemos noticia, Anaximandro fue el primer filósofo que dejó un escrito en prosa «sobre la naturaleza» (cfr. 12 A 7 DK). La denominación perì phýseōs, aunque posterior, no es ni mucho menos azarosa, sino que apunta con tino e intención al objeto de estudio de estos pensadores; lo confirma un conocido pasaje de Platón, en el que Sócrates rememora su interés de juventud por «ese tipo de saber que llaman investigación sobre la naturaleza» (perì phýseōs historía). Cfr. Platón, Fedón, 96a 7. 2 Cfr. Calvo Martínez, Tomás, La noción de Physis en los orígenes de la filosofía griega, Daimon 22, 2001, p. 36.

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pesar de ser lo más cercano e inmediato3. Se trata de un principio fundamental de racionalidad, de una circunstancia radical para la vida y, en suma, del suelo sobre el que se asienta lo humano mismo4. Sabido es que el término encierra varios sentidos básicos en la filosofía griega5: 1. En sentido extensional, la naturaleza es todo cuanto hay, el conjunto de seres que componen el universo (phýsis tō̃n pántōn). 2. En sentido intensional, la naturaleza es el conjunto de cualidades propias que hacen que un ser sea «lo que es» (tò tí ē̃n eīnai). 3. En el caso de los presocráticos, la naturaleza es el fondo sustantivo del que nacen todas las cosas, al que retornan todas al morir, al tiempo que la potencia que permite su desarrollo (archḗ tō̃n pántōn). Incidiendo en los primeros filósofos, podemos destacar dos perspectivas parejas. Por un lado, la naturaleza es entendida como lo primario, lo fundamental, aquello que, perseverando, hace que las cosas nazcan y se renueven. Esto nos conduce a un concepto capital, el de archḗ o principio del que procede todo cuanto es y al que retorna todo cuanto deja de ser. De este modo, la naturaleza es la realidad más radical, aquello que permanece como sustento y componente básico de todo lo que hay6. Por otro lado, la naturaleza es entendida como principio del movimiento, a la vez que responsable de la presencia de todos los seres. En este sentido, la naturaleza es la fuente del nacer de cada cosa, siempre que dicho proceso surja del mismo ser que nace. O dicho en términos aristotélicos, todos los entes que son «por naturaleza» (phýsei) tienen en su interior el principio de su propio movimiento, desarrollo y expresión7. Los primeros filósofos, por tanto, redujeron la variedad fenoménica del cosmos a un principio dinámico pero sustantivo, que para unos era de naturaleza determinada, sea material o numérica, y para otros de naturaleza indeterminada. Del elemento primero surgen, a su vez, una serie de pares de opuestos que han de retornar al mismo y configuran el decurso de la propia naturaleza. Pero, aunque tengan un calado físico evidente, no se puede olvidar el alcance metafísico de las teorías arcaicas sobre la oposición:

3 No es preciso demostrar que la naturaleza existe, como dijo Aristóteles, porque es una evidencia de la experiencia (ek tē̃s epagōgē̃s). Cfr. Aristóteles, Física, II, 1, 193a 3-5. 4 Cfr. Espinosa Rubio, Luciano, Sobre metafísica y filosofía de la naturaleza. En VV. AA., Metafísica y pensamiento actual. Conocer a Nietzsche, Salamanca, SCLF, 1996, p. 142. 5 En un sentido amplio, el concepto de naturaleza alude para los griegos a la cualidad, propiedad o determinación de una cosa que hace que sea, en justeza, lo que es, como consecuencia de un principio propio e inmanente. Cfr. Whitehead, Alfred N., The Concept of Nature, Cambridge, CUP, 1982, p. 3. 6 Cfr. Conche, Marcel, Présence de la nature, París, PUF, 2001, pp. 3-13. 7 Cfr. Aristóteles, Física, II, 1, 192b-193b. A este respecto, cfr. Collingwood, Robin G., The Idea of Nature, Oxford, Clarendon Press, 1945, pp. 81-85.

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«Pues todos, como constreñidos por la verdad misma (hyp’ autē̃s tē̃s alētheías), han dicho que los elementos (tà stoicheĩa), y lo que ellos llaman «principios» (tàs archás), son contrarios (tanantía).»8

Este texto de Aristóteles, que diferencia los elementos físicos de los principios metafísicos que operan en la naturaleza, confirma que la especulación presocrática sobre la oposición (enantíōsis) no es un aspecto pasajero o colateral de su pensamiento, sino fundamental para comprender su concepción del cosmos y de la vida; quizá también para comprender el nacimiento de la propia filosofía, ya que, pese a ser delimitada tradicionalmente como estudio del ser u «ontología», brotó y se desplegó primero como un profundo estudio sobre el devenir, concebido como pugna o sucesión de opuestos, esto es, como «enantiología»9. Se constata, por tanto, que la especulación misma sobre la contrariedad acompañó desde el comienzo a la concepción filosófica de la naturaleza, como veremos. 2. La oposición como límite e injusticia en Anaximandro. El primer tratamiento sobre los opuestos de un modo propiamente filosófico lo encontramos en Anaximandro. El milesio propuso un «primer principio» indeterminado e ilimitado, ajeno e inmune a cualquier forma de oposición, del que proceden todos los opuestos que rivalizan en el mundo fenoménico. Cada uno prevalece sobre su pareja durante un cierto tiempo y, como desagravio por su injusticia, debe cederle su lugar: «El principio de los seres es lo ilimitado (tò ápeiron) […] y las cosas perecen en lo mismo que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente justa retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo (katà tḕn toū chrónou táxin) (12 B 1 DK; 12 A 9 DK).»

El ápeiron es la fuente común de los contrarios, pues, no siendo ninguno en concreto, está en todos a la vez, los traba y los muda unos en otros, siendo aquello a lo que todos tienen que volver cuando desaparezcan. Por eso Anaximandro despojó de determinaciones a este principio y lo adjetivó como «indeterminado»,

8 Aristóteles, Física, I, 5, 188b 27-29. Esta misma afirmación se repite en Física, 188a 19; Metafísica, 1004b 29; 1075a 28; 1087a 29. 9 Cfr. Martano, Giuseppe, Contrarietà e dialettica nel pensiero antico, vol. I, NápolesFlorencia, Il Tripode, 1972, p. 19. El término enantiología, de enantíos (“contrario”, “opuesto”) y lógos (“estudio”, “ciencia”), caracteriza muy bien este aspecto del pensamiento arcaico; aparece por primera vez en Platón. Cfr. Sofista, 236e 5. Cfr. Ánta. En Chantraine, Pierre, Dictionnaire étymologique de la langue grecque: histoire des mots, París, Klincksieck, 1980, pp. 91-92. En el presente escrito se toman como sinónimos los términos contrario y opuesto, ya que ambos se solapan en los presocráticos, aun sabiendo que, según Aristóteles, el primero tiene menos extensión que el segundo. Cfr. Aristóteles, Metafísica, ∆, 10, 1018a 20-34. Cfr. Aristóteles, Categorías, 9a 16-14a 25.

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como algo que puede llegar a ser —sin serlo de hecho— todas las cosas del cosmos. Así, este principio es «ilimitado» o «indeterminado» (tò ápeiron)10, «ingénito» e «imperecedero» (agénēton kaì áphtharton), «divino» (tò theῖon), «lo abarca todo y todo lo gobierna» (periéchein hápanta kaì pánta kybernᾶn) (cfr. 12 B 6 DK; cfr. 12 A 15 DK), «inmortal e indestructible» (athánaton gàr kaì anṓlethron) (cfr. 12 B 3 DK; cfr. 12 A 15 DK), es «eterno» (aídion) y «nunca envejece» (agḗrō) (cfr. 12 B 2 DK), siendo a la vez, principio y fin de todas las cosas11. Esta consideración del «primer principio» representa un notable esfuerzo de abstracción, puesto que se trata de una realidad unitaria que subsiste bajo los cambios, pero resulta más relevante aún el esfuerzo de considerar esta realidad subyacente como ilimitada e imperceptible12. Ciertamente, el archḗ debe ser ilimitado e indeterminado por definición, pues, de ser limitado o determinado, ¿qué lo limitaría o determinaría? Si hubiera algo que pudiese limitar al principio natural, éste dejaría de serlo de inmediato y en sentido estricto. «Lo ilimitado» ha de limitar todo sin estar limitado por nada, ya que encierra todas las posibilidades sin confundirse con ninguna, procura la multiplicidad fenoménica siendo una unidad invisible y fundamental, y permite el nacimiento de toda oposición siendo enteramente ajeno a la misma. Pero, paradójicamente, la realidad sólo puede estar equilibrada si frente al uno ilimitado existe una pluralidad ilimitada de seres limitados13. Para explicar cómo del ápeiron, sin determinaciones ni cualidades, pueden surgir los elementos determinados, Anaximandro apela a la «separación» de la realidad en pares de contrarios: «caliente-frío», «seco-húmedo» (cfr. 12 A 9 DK). A partir de esta oposición nace la pugna y la «injusticia», dando inicio de este modo al devenir cósmico14. A su vez, fruto de la tensión entre los contrarios, que forman

10 “El término griego ápeiron puede ser traducido por «ilimitado» o «indeterminado», y parece que Anaximandro quiso unir ambos sentidos en la misma palabra, pues el término peírata no fue utilizado como «límite» solamente, sino también como cierta definición y determinación”. Fränkel, Hermann, Poesía y filosofía de la Grecia Arcaica, Madrid, Visor, 2004, p. 251. 11 “Parece que no tiene principio (ou taútēs archḗ), sino que es el principio de las otras cosas, y a todas las abarca y las gobierna […] y es lo divino, pues es inmortal e imperecedero, como afirma Anaximandro y la mayor parte de los fisiólogos”. Aristóteles, Física, III, 4, 203b 10-15. 12 Con el adjetivo neutro sustantivado tò ápeiron asistimos al nacimiento del lenguaje de la filosofía griega. Cfr. Gigon, Olof, o. c., p. 67. En verdad estamos ante una ruptura con lo representable —y tal vez con lo pensable—, pues lo que nos presenta Anaximandro es «un abismo». Cfr. Castoriadis, Cornelius, o. c., p. 250. 13 Gigon, Olof, o. c., p. 72. 14 La salida de las cosas del ápeiron es una separación de los contrarios que luchan en este mundo a partir de la unidad fundamental. Cfr. Jaeger, Werner, Paideia, Madrid, FCE, 1990, p. 158. Este planteamiento es similar al de Heráclito, quien afirma: “Las cosas frías se calientan, lo caliente se enfría, lo húmedo se seca, lo reseco se humedece” (22 B 126 DK).

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y transforman todas las cosas, acontece su desaparición para volver de nuevo al ápeiron, que de esta manera consuma un ciclo y restaura el equilibrio en lo ilimitado, esto es, la «justicia»15. Nótese que el tiempo es entendido cíclicamente como el tránsito entre un punto inicial y un punto final (que no es sino un nuevo inicio, puesto que ambos se entreveran en el ápeiron), y aparece también como juez, ya que es quien disuelve y resuelve todas las disputas e injusticias. Así, pues, este mundo (junto con los «innúmeros mundos» cuya posible existencia postula el milesio) está destinado a desaparecer, y de la sustancia primitiva reaparecerá otro nuevo (cfr. 12 A 14 DK), restaurando el equilibrio entre la pluralidad visible y la unidad invisible de la que brota. Advierte una cosa T. Melendo que resulta esencial para comprender el alcance de la oposición en Anaximandro, a saber, que el surgimiento de los contrarios a partir de lo ilimitado implicaría una tensión más radical: la que media entre lo limitado y lo ilimitado16. Surge entonces la pregunta por el nexo que los une, una vez producida la «separación». ¿Subsisten las oposiciones en lo uno o aparecen sólo en lo múltiple? ¿Se trata de un «primer principio» que es a un tiempo uno y múltiple? ¿Qué sucede con lo ilimitado una vez que ha dado lugar al cosmos? ¿Cabe algún modo de ser en el desaparecer? Por lo pronto, sólo podemos admitir que lo ilimitado se dispone como una suerte de «mezcla» —a la vez una y múltiple— que cobija en su interior los diversos contrarios y de la que éstos se separan por un procedimiento que vuelve a recordar a Heráclito: «el movimiento eterno» (kínēsin aídion) (cfr. 12 A 17 DK). La respuesta aristotélica no deja lugar a dudas: «Otros afirman que los contrarios (tàs enantiótētas) están contenidos en el Uno y emergen de él por separación (ekkrínesthai), como Anaximandro y también cuantos dicen que los entes son uno y múltiples, como Empédocles y Anaxágoras, pues para éstos las cosas emergen de la Mezcla (ek toũ mígmatos) por separación (12 A 16 DK)17.»

Cfr. Kahn, Charles H., Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, New York, Columbia University Press, 1960, pp. 182ss. Sobre esto, cfr. Bröcker, Walter, Heraklit zitiert Anaximander, Hermes 84, 1956, pp. 382-384. 15 “Según la manera arcaica, no podía Anaximandro representarse una cualidad determinada sin acompañarla por su opuesto polar. Lo que es limitado deberá delimitarse frente a su opuesto. Por eso, según su doctrina, las realidades evolucionan de manera que, en su momento, a partir de lo ilimitado-indeterminado aparece un par de cualidades determinadas contrapuestas. Después, cada una de las cosas que ha llegado así a ser se hunde de nuevo en lo ilimitado-indeterminado, al mezclarse los opuestos que se habían engendrado, perdiendo su especial naturaleza”. Fränkel, Hermann, o. c., p. 251. 16 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo, Anuario Filosófico 20, 1987, p. 133. 17 Aristóteles, Física, I, 4, 187a 20. Como indica A. Bernabé, “mientras que lo ilimitado es uno, eterno, inmortal, indestructible y carece de vejez, lo abarca y lo gobierna todo, surgen mecánicamente pares de contrarios en su interior”. Bernabé, Alberto, Lo uno y lo múltiple en la especulación presocrática, Taula 27-28, 1997, p. 82.

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Lo que parece evidente, tomando como referencia los textos conservados, es que Anaximandro vislumbró una distinción tajante entre los contrarios, una vez establecido el predominio temporal de unos sobre otros, lo que acarrea una injusticia que debe ser reparada. Se puede pensar que la propia escisión en el mundo del ser en los seres es una culpa que debe purgarse. Por tanto, si la injusticia nace de la separación misma de los contrarios de la unidad primigenia, parece que el estado de justicia consiste en la reunificación de las parejas de contrarios en lo ilimitado, esto es, en una suerte de armonía invisible, por decirlo en términos heraclíteos, que atempere la tensión que se aprecia en el mundo visible. Lo que en Anaximandro implica una cierta injusticia metafísica es la presencia misma de los contrarios, o, lo que es lo mismo, la preeminencia de unos sobre otros, la ruptura de la unidad o equilibrio con su pareja18. ¿En qué consiste, pues, la injusticia que debe ser reparada? Por un lado, el pensamiento de que la individuación misma conlleva una culpa no es propio de la religión griega sino más bien de la hindú: según las Upanishad, el principio vital, el yo personal (ātman) tiende a unirse de nuevo con el principio universal de donde procede (Brahmān). Sólo por el verdadero conocimiento de esta unidad (o mejor, nodualidad), y no por las obras, se puede alcanzar en última instancia la liberación, se puede escapar de la rueda de las reencarnaciones (samsāra), al saber que ātman es Brahmān, que el ser humano es una chispa del todo, alcanzando de este modo la unión con lo absoluto19. Por tanto, parece que no es la separación de la unidad lo que constituye una injusticia, sino el hecho de imponerse sobre su contrario, sobrepasando los límites naturales y rompiendo el equilibrio del cosmos20. Por otro lado, el tiempo, cuyo cometido es impartir justicia, no debe ser entendido como una instancia sobrenatural, sino como el resultado del juego mismo de los contrarios, que produce y regula el devenir cósmico, en el seno de lo ilimitado (tò ápeiron), que todo lo circunda (periéchein hápanta) y todo lo gobierna (pánta kybernãn), que trasciende e integra las oposiciones, sin ser afectado por ellas, siendo adjetivado consecuentemente como «lo divino» (tò theĩon)21. Esta idea 18 Cfr. Zeller, Eduard; Mondolfo, Rodolfo, La filosofia dei greci nel suo sviluppo storico, parte I, vol. II, Florencia, La Nuova Italia, 1968, p. 204. 19 Cfr. Pániker, Salvador, Filosofía y mística. Una lectura de los griegos, Barcelona, Kairós, 2003, pp. 60-65. 20 Ante esta idea de culpa o injusticia vienen a la mente las palabras que Sófocles puso en boca de los ancianos corifeos en su obra Edipo en Colono, que denuncian el carácter efímero de la felicidad humana, el acecho sin tregua de los males y el dolor, y la imposibilidad de luchar contra lo que no se puede cambiar: “El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón (Mè phỹnai tòn hápanta nikã lógon). Pero ya que se ha venido a la luz lo que en segundo lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes allí de donde se viene”. Sófocles, Edipo en Colono, 1224-1229. Parejas son las palabras de Segismundo en un célebre soliloquio de La vida es sueño: “…pues el delito mayor del hombre es haber nacido”. Cfr. Calderón de la Barca, Pedro, La vida es sueño, jorn. I, esc. ii. 21 Cfr. Classen, Carl J., Anaximander, Hermes 90, 1962, pp. 168-169. “El tiempo es visto

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tan fecunda para la posteridad, la de la unificación de la contrariedad en lo divino o coincidentia oppositorum, aparecerá de nuevo en Heráclito, si bien con tintes propios. Hay que destacar que Anaximandro no concede prioridad ontológica ni moral a unos contrarios respecto de otros, esto es, no hay polos positivos ni negativos en la relación enantiológica, lo que le acerca a Heráclito y le separa de Pitágoras, como veremos22. Por otro lado, aunque el nacimiento de la contrariedad conlleva finitud y límite, resulta una novedad en el pensamiento griego que no se conciba lo ilimitado como una instancia negativa, sino más bien como una fuente inagotable de vida23. La suposición de una unidad invisible detrás de la multiplicidad visible, en suma, fue un recurso recurrente para los primeros filósofos. Sabido es que cuando Anaximandro expuso su visión del mundo no existía aún la distinción entre sustancia y atributos, por eso consideraba los contrarios como cosas y no como cualidades de las cosas24. Por otro lado, el conflicto entre realidades contrarias constituye una evidencia inmediata en la propia naturaleza: la esencia del agua —por ejemplo— consiste en apagar el fuego allá donde lo encuentre, y viceversa. Acaso por eso no identificó el principio con algo determinado, porque si unas realidades aniquilan a otras, ¿cómo explicar el nacimiento de unas a partir de otras o, mejor, de todas a partir de una sola? ¿Por lo demás, no equivale el tránsito perpetuo de lo caliente y lo seco a lo frío y lo húmedo al paso mismo de las estaciones? «Hay algunos que suponen lo ilimitado en el primer sentido, que no es para ellos ni aire ni agua, y hacen esto a fin de que los otros elementos no puedan ser destruidos por un elemento que sea ilimitado. Porque estos elementos tienen contrariedades entre sí (échousi gàr pròs àllēla enantíōsin) —por ejemplo, el aire es frío, el agua húmeda, el fuego caliente—, y si uno de ellos fuera ilimitado los otros habrían sido ya destruidos; afirman entonces que hay algo distinto de lo cual estos provienen.»25

Según el texto de Aristóteles, Anaximandro advirtió que existe una tendencia natural entre los elementos contrarios que consiste en destruirse unos a otros. Si como un juez, en cuanto asigna un límite a cada uno de los contrarios, acabando con el predominio de unos sobre otros. Como es obvio, no sólo es injusticia la alternancia de los contrarios, sino también el ejercicio mismo de los contrarios, puesto que para cada uno de ellos nacer implica de inmediato contraponerse al otro contrario, en esto reside la primera injusticia, que habrá que expiar mediante la muerte (el fin) del mundo mismo, que más tarde volverá a nacer de acuerdo con determinados ciclos temporales”. Reale, Giovanni; Antiseri, Dario, Historia del pensamiento filosófico y científico, vol. I, Barcelona, Herder, 2005, p. 40. 22 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo, ed. cit., p. 139. 23 Cfr. Martano, Giuseppe, o. c., p. 28. 24 Cfr. Guthrie, W. K. C., Historia de la filosofía griega, vol. I, Madrid, Gredos, 1984, p. 86. 25 Aristóteles, Física, III, 204b 25.

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el mundo tiene que nacer de una sustancia única, por tanto, ésta tiene que subsistir en una cantidad tal que pueda cobijar en potencia al resto de los entes y, además, tiene que ser ajena a toda oposición. Por eso no puede ser un elemento determinado, porque si fuera el fuego o el agua el que subsistiera en tal cantidad, no podría evitar destruir a su contrario, según dicta su propia naturaleza. Con Anaximandro, en definitiva, se da una primera pero interesante desviación de la filosofía desde el terreno de la experiencia concreta y sensible hacia el terreno del pensamiento abstracto y teorético, intentando utilizar, también, un vocabulario propio y especializado. Este camino será profundizado por Pitágoras y los pitagóricos, que dieron una nueva vuelta de tuerca al problema que nos ocupa. 3. La oposición como número y armonía en Pitágoras. Pitágoras representa un avance respecto a los filósofos anteriores en el campo de la interpretación e intelección de los contrarios, aunque presente las mismas dificultades teóricas para determinarlos, como la confusión entre los aspectos ónticos y epistémicos de la oposición. En cierto modo se echa en falta el espíritu sistémico de Aristóteles y el enorme esfuerzo que hizo por categorizar lo real, pero, por otro lado, se gana la espontaneidad y la libertad de una reflexión que nace del asombro mismo ante los aspectos no dominados de lo real, que no se somete a moldes cerrados o prediseñados y que quizá nos ilumine sobre los primeros pasos de la filosofía antes de convertirse en una disciplina estricta y bien definida. ¿Acaso no se vio impelido el propio Estagirita a elaborar una rigurosa clasificación de los tipos de oposición a tenor de la presencia e importancia que tuvo esta temática en las filosofías anteriores, preocupado sobre todo por lo relativo al principio de no-contradicción? Tres son los puntos que resumen la visión pitagórica sobre este tema según Aristóteles: en primer lugar, se parte de la afirmación fundamental de que el número es el principio de todos los seres, o lo que es lo mismo: «los elementos del número constituyen los elementos de las cosas» (tà tō̃n arithmō̃n stoicheĩa tō̃n óntōn stoicheĩa pántōn hypélabon eĩnai); en segundo lugar, los propios números, por ser contrarios entre sí, introducen la oposición en el seno mismo de la naturaleza; en tercer lugar, los principios del universo pueden resumirse en diez parejas de contrarios26:

26 Esta es la lista que nos facilitó Aristóteles: «límite/ilimitado; impar/par; unidad/pluralidad; derecho/izquierdo; masculino/femenino; reposo/movimiento; recto/curvo; luz/oscuridad; bueno/malo; cuadrado/oblongo». Aristóteles, Metafisica, A 5, 986a 22ss. La comprensión de la realidad atendiendo a parejas de contrarios no es una novedad, pero la lista Pitagórica difiere de otras semejantes porque sus oposiciones no proceden sólo de los fenómenos cotidianos, sino que acompañan estas parejas con otras puramente abstractas, de las que probablemente proceden y son expresión, pues no hay que olvidar que para los pitagóricos las cosas y sus cualidades son —en sentido literal— números. Cfr. Lloyd, G. E. R., Polarity and Analogy, Cambridge, CUP, 1971, pp. 94-96.

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«Los llamados pitagóricos, dedicándose los primeros a las matemáticas, las hicieron avanzar, y nutriéndose de ellas, dieron a considerar que sus principios son principios de todas las cosas que son. Y puesto que en ellas lo primario son los números, y creían ver en estos —más, desde luego que en el fuego, en la tierra y el agua— múltiples semejanzas con las cosas que son […] supusieron que los elementos de los números son elementos de todas las cosas que son, y que el firmamento entero es armonía y número. Y cuantas correspondencias encontraban entre los números y armonías, de una parte, y las peculiaridades y partes del firmamento y la ordenación del Universo, de otra, las relacionaban entre sí sistemáticamente […] el número es principio que constituye no sólo la materia de las cosas que son, sino también sus propiedades y disposiciones, y que los elementos del número son lo Par e Impar, limitado aquél e ilimitado éste, y que el Uno se compone de ambos […] y que el Número deriva del Uno (58 B 4-5 DK).»27

Para los pitagóricos, el sistema de la naturaleza reposa sobre la base de que la materia y la esencia de cada cosa es una consecuencia conexa a los números. Según su parecer, es evidente que la naturaleza está estructurada siguiendo proporciones matemáticas, pero no lo es tanto que derive de un elemento natural concreto, sea el agua, el aire o el fuego. En este sentido, quien conozca sus propiedades y relaciones conocerá las propiedades y relaciones que se dan en el cosmos. Los números establecen el nexo de unión de cuanto hay, puesto que unos derivan de otros y todos del Uno, y la mecánica del universo entero: son la base del espíritu y el único medio por el cual se manifiesta la realidad. La unión aritmética de todos los seres establece la armonía jerárquica del universo, esto es, el ensamblaje de todos los contrarios, sobre la base de una comunicación profunda entre el macrocosmos y el microcosmos28. El pitagorismo subraya y fundamenta de este modo la universal contrariedad de todos los seres, en cuanto ésta viene referida de un modo más radical a los principios mismos de los que derivan: son los propios números los que generan las parejas de contrarios de un modo sucesivo. A diferencia de Anaximandro, encontramos una novedad en Pitágoras que será retomada por Heráclito: se trata 27 Aristóteles, Metafísica, Α, 5, 985b 22-986b 7. 28 González Urbaneja, Pedro M., Pitágoras. El filósofo del número, Madrid, Nivola, 2007, p. 91. El concepto pitagórico de armonía tiene un claro matiz musical, como veremos. De hecho, las escalas que usamos en la actualidad derivan de la que ideó Pitágoras. Sus discípulos llamaron a las relaciones cósmicas armonía de las esferas y difundieron la idea de que la música se basa en relaciones matemáticas entre números enteros simples. Si se considera una cuerda de cualquier longitud, tensión y grosor como unidad, al hacerla vibrar se produce un tono. Si se toma solamente la mitad de la cuerda, tenemos un par de opuestos. La oposición entre la cuerda completa y la mitad define los lazos del cosmos. Aunque los sonidos producidos por la cuerda completa y la cuerda a la mitad resultan diferentes, son en realidad semejantes, separados por una determinada distancia del tono principal, el Uno, es decir, no se produce nada nuevo sino que todo se origina del mismo tono. Cfr. González Ochoa, César, La música en la Grecia antigua, Acta Poetica 24, 2003, p. 103.

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del carácter abstracto o desmaterializado de algunas parejas de contrarios, como «par/impar», «límite/ilimitado» o «unidad/pluralidad», a la postre los principios de los números y, en consecuencia, de todo el universo. Además, la asociación de un número con cada una de las realidades, incluso en el campo de la moral, prescribe la concepción del mundo como un todo ordenado y proporcionado, esto es, como un «cosmos», haciendo partícipe al ser humano (micro-cosmos) de la contrariedad misma que gobierna la naturaleza29. Hay que destacar otro hecho no menos importante: para Pitágoras los motivos religiosos y morales estaban por encima de cualquier otro a la hora de poner en marcha su reflexión filosófica. La investigación del universo no se puede separar de la comprensión del ser humano y de su puesto en el cosmos. A diferencia de Anaximandro o Heráclito, la filosofía pitagórica configura un modo de vida y una forma de salvación. En ocasiones, resulta difícil conciliar el fondo intelectual de su pensamiento con su apariencia arcaica, casi mística, con sus preceptos morales, y con sus consideraciones sobre el camino del alma, semejantes a las que encontramos en los textos órficos30. Los rasgos básicos de la concepción pitagórica del alma son los siguientes: a). El alma humana procede de la naturaleza divina, a la que se asemeja, y a la que volverá al final, purificada y libre de la rueda de reencarnaciones; b). La comunidad de naturaleza entre el alma humana y lo divino expresa una conexión profunda entre el microcosmos y el macrocosmos; c). La unidad de todo debe ser finita y limitada, al contrario de lo que sucede en Anaximandro, para que el hombre la pueda asimilar en su interior; d). Esta conexión se expresa por medio de una proporción entre sus elementos, de ahí que la entendieran como ajuste o ensamblaje, esto es, «armonía», término que será retomado por Heráclito31. Los números, por tanto, son los garantes últimos de la armonía, los principios divinos que gobiernan el cosmos, revelando su estructura y la esencia de cada cosa32. Y nótese que esta estructura tiene un claro aspecto musical. Tal como relata el mito de Orfeo, la música tiene un poder mágico que afecta a todos los seres, incluso a las piedras o las aguas33. Cabe preguntarse a qué se debe este gran poder, que fue capaz de conmover los rostros de los moradores del Hades e incluso dejar dormido al perro Cerbero, infatigable guardián de su puerta. La música, dentro del mito órfico, no es un factor cívico, como establece la educación griega, sino una potencia mágica y oscura que subvierte las leyes 29 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo, ed. cit., p. 145. 30 “Para los pitagóricos la parte más importante de la filosofía era la que meditaba sobre el hombre, sobre la naturaleza del alma humana y sus relaciones con otras formas de vida y con el todo”. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 197. 31 Cfr. González Ochoa, César, La música del universo, México, UNAM, 1994, p. 9. 32 Cfr. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. I, México, FCE, 1977, p. 192. 33 Cfr. Esquilo, Agamenón, 1629-1630; cfr. Eurípides, Bacantes, 560; cfr. Píndaro, Pítica, IV, 176.

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naturales a su antojo y que puede reconciliar en unidad los principios opuestos que rigen el cosmos: vida y muerte, bien y mal, belleza y fealdad; estas antinomias llegan a anularse en la música ejecutada por Orfeo, hasta el punto de cambiar el curso natural de los acontecimientos, curar enfermedades —del cuerpo o del alma— y forzar a los hombres al encanto, presos de un poder superior, que los eleva hacia la divino34. Teniendo en cuenta este doble aspecto de la música, se entiende que Platón la desterrara —en la República— de la ciudad ideal, en cuanto objeto de deleite, para recuperarla poco después como objeto de razón, fundamental para la educación del ser humano; por eso habla de una música que entra «por el oído» y de otra que entra «por la inteligencia», aunque la mayoría —en una situación pareja a la que denunció Heráclito— «prefiera los oídos a la inteligencia» (ō̃ta toũ noũ prostēsámenoi)35; la importancia que concede a la música radica en las proporciones matemáticas que encierra, similares a las que muestra la astronomía, lo que permite reproducir esas pautas en el alma humana, armonizando sus partes. No se olvide que llegó a equipararla —en el Fedón— con la propia filosofía, al recordar un sueño recurrente de su maestro, en el que una voz le exhortaba a «hacer música» (mousikèn poieĩn); Sócrates acabó comprendiendo que eso era lo que había hecho durante toda su vida, pues «la filosofía es la más alta de las músicas» (hōs philosophías mèn oúsēs megístēs mousikē̃s), aunque próximo a la muerte, quizá por precaución, compuso un poema y mandó sacrificar un gallo a Asclepio36. Una vez dicho esto, podemos concluir que la respuesta a la pregunta sobre el origen del poder de la música la encontró Pitágoras, al señalar que las mismas proporciones que configuran la escala musical se encuentran en el cosmos y en el ser humano, lo que permite una conexión entre estos dos ámbitos; ese fue uno de 34 Cfr. Fubini, Enrico, La estética musical desde la Antigüedad hasta el s. XX, Madrid, Alianza, 1988, pp. 40-41. La relación de la música con el aspecto irracional del ser humano, y la posibilidad que conlleva de unión con la divinidad, ha sido subrayada por los poetas trágicos, al hilo de Dioniso, y estudiada en profundidad por Nietzsche. Orfeo y Dioniso resultan opuestos complementarios: uno representa la lira, otro la flauta; uno representa la serenidad, otro el desenfreno; pero ambos desatan con la música y la palabra poderes sobrenaturales e inciden en el alma humana, en una mezcla de razón y locura. Cfr. Nietzsche, Friedrich, La visión dionisiaca del mundo. En El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 1995, pp. 244-248. Según narra el mito, Orfeo murió despedazado por las ménades, por no rendir culto a Dioniso, lo que recuerda la necesidad de no separar los contrarios, so pena de acabar —como dijo Heráclito— con la vida y el cosmos. Cfr. Platón, Banquete, 179d. Cfr. Ovidio, Metamorfosis, libro X. 35 Cfr. Platón, República, VII, 531b. Platón llegó a la conclusión de que la música —no la irracional y lúdica, sino la racional- es un instrumento educativo fundamental, ya que expresa el orden que rige el alma y el mundo, de modo que permite corregir los movimientos disarmónicos del alma (anármoston psychē̃s períodon) y ajustarla consigo misma (symphōnían heautē̃). Cfr. Platón, Timeo, 47d-e. La música representa la armonía divina en movimientos mortales, de ahí que nos conozcamos al conocer el mundo. Cfr. Ibid., 80b. 36 Cfr. Platón, Fedón, 61a.

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los grandes logros de Pitágoras, a quien debemos también el descubrimiento de las razones matemáticas que subyacen a los intervalos consonantes de la escala musical. ¿No será el alma un instrumento musical que debe estar afinado con el resto de instrumentos de la orquesta cósmica para que no haya disonancias? ¿No se podrá influir en ella, o en el propio cosmos, si se sabe pulsar la cuerda adecuada?Obviamente, el concepto de armonía, como conciliación de contrarios, como acuerdo entre elementos discordantes, que vertebra la especulación metafísica de los pitagóricos, no se entiende —como dijo Filolao— sin su aspecto musical: la naturaleza más profunda de la armonía se revela a través de la música, cuyas relaciones expresan de un modo evidente y tangible la propia armonía universal (cfr. 44 B 10 DK). El propio cosmos es una gran partitura que integra dinamismos y fuerzas opuestas sin perder nunca sus proporciones. Y en la virtud el alma se encuentra concertada con la armonía de las esferas, alcanza su perfección ontológica, ética y estética37. El mundo moral se mezcla de este modo con el físico, por lo que cerramos el círculo, y llegamos —como es menester en un griego— a una teoría política para la convivencia en la pólis, de la que se hizo eco Platón38. La búsqueda del orden cósmico y su reflejo en la ciudad también fue un tema capital para el filósofo ateniense, quien puso de manifiesto que en la pólis, igual que en el individuo, lo más importante es la presencia de la justicia (relacionada con el orden de los elementos, de modo que cada uno esté en el lugar que le corresponde y realice sus funciones propias, sin perjuicio de los demás)39. En última instancia, el orden justo de la ciudad depende, como en Pitágoras, de ciertas virtudes: sabiduría, valor y templanza, cada una asociada con una parte de la misma, y del alma, aunque deben estar dirigidas por la primera, que es la más prudente40. La templanza (sōphrosýnē), dice Platón, parece más que las otras un acorde (symphōnía) o armonía (harmonía), puesto que requiere el dominio de los placeres y las pasiones; se trata de la virtud del alma considerada como un todo, en el que colaboran de un modo uniforme y armónico todas sus partes. El hombre que la posee, por tanto, tiene a tono su propia vida y en perfecta armonía

37 Como dijo Aristóteles, muchos sabios dicen que el alma —como la música— es armonía o que contiene armonía. Cfr. Aristóteles, Política, 1340b. Y que el alma —como el cuerpo— es armonía de contrarios. Cfr. Aristóteles, Acerca del alma, 407b. También Platón afirma que quien cultiva su cuerpo debe cultivar su alma en la misma medida, ejercitándose en la música y en la filosofía (mousikē̃ kaì pásē philosophía proschrṓmenon), si quiere que se le pueda llamar bello (kalós) además de bueno (agathós). Cfr. Platón, Timeo, 88c. 38 Tenemos pocos datos para dirimir la importancia política de estas consideraciones. Desde el punto de vista biográfico, Pitágoras emigró de Samos a Crotona para huir de la tiranía de Polícrates. Allí fundó su escuela y consiguió una notable influencia en la ciudad. Pero más que una ambición personal, tenemos que ver en este interés un intento de reformar la sociedad según sus propias ideas morales. Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 173. 39 Cfr. Platón, República, 433a. 40 Cfr. Ibid., 428e-429a.

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(hērmosménos), porque sus palabras concuerdan con sus acciones (sýmphōnon toĩs lógois pròs tà èrga)41. Enlazamos de nuevo —en este contexto— con el tema de la purificación del alma, cuya disonancia con el cosmos es un mal que debe ser expiado, hasta quedar libre de la rueda de transmigraciones. Para los pitagóricos, la inmortalidad del alma dependía de que fuera una armonía, de igual modo que el cosmos, pero no se trata de una armonía de contrarios físicos, sino de números. Y esto se debe a que los números estaban más próximos a lo divino que los contrarios físicos, como lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo, que eran consecuencia, a su vez, de los propios números. Por tanto, la proporción que hay entre el mundo fenoménico y la trama numérica que lo sustenta, debe ser la misma que se busque entre el cuerpo y el alma. Los pitagóricos vislumbraron un parentesco natural entre el hombre y el universo, de ahí que la tarea de la filosofía fuera revelar la estructura del mismo para entender lo divino presente en el alma humana. Para ello se necesita la contemplación, entendida como purificación o catarsis, esto es, un esfuerzo teorético que permita reproducir en el alma el orden perfecto del cosmos y, de ese modo, sintonizar con él. Sólo así puede escapar del ciclo de reencarnaciones y regresar a la naturaleza divina de la que procede. En resumen, la filosofía pitagórica representa el triunfo de lo limitado sobre lo ilimitado, destacando especialmente su capacidad para reducir las cosas a proporciones numéricas, tanto en su estructura interna como en su relación con el todo. Para expresar estas proporciones que subyacen en la naturaleza, Pitágoras utilizó el término armonía, como hemos visto, que significa unión, ajuste o ensamblaje, tanto en un contexto físico, como matemático o musical42. Este concepto remite a otras nociones parejas como orden, medida, proporción o analogía, todas ellas vinculadas con la interpretación filosófica de la naturaleza; pero la que está a la base es la idea de orden, de hecho, cuando los pitagóricos buscaban la clave de la estructura lógica y ontológica del mundo, lo primero que atisbaron fue un orden matemáticamente tejido; de esto tomó buena nota Galileo, pero sin olvidar que no estamos ante un descubrimiento exclusivo del espíritu griego, sino que otras muchas culturas como la hindú, la sumeria, la egipcia, la babilonia o la maya, basaron su idea del mundo en un orden sostenido por los números; todas ellas buscaron, además, las secretas correspondencias entre el orden cósmico y el orden de la vida humana, es decir, trataron de encontrar una relación de proporción entre ambos43. Posiblemente, todos estos significados del 41 Cfr. Platón. Laques, 188d. La música, dice el ateniense, tiene un carácter nomotético, ya que su verdad expresa una ley (nómos), que armoniza —debido a su naturaleza inteligiblela parte sensible del hombre, puesto que toda vida humana necesita ritmo y armonía, en la palabra y en la acción. Cfr. Platón, Las leyes, II, 673a. 42 Cfr. Harmonía. En Chantraine, Pierre, o. c., p. 111. Homero usó esta palabra para referirse a lo que une las diferentes partes de un todo. Cfr. Homero, Odisea, V, 248. 43 Cfr. González Ochoa, César, La música del universo, ed. cit., p. 7.

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término fueron conocidos por Heráclito, cuyo conocimiento de la filosofía pitagórica parece seguro, aunque debemos tener presente de qué tipo de «armonía» estamos hablando en cada caso. Independientemente de la traducción literal del término, más cercana a Pitágoras que a Heráclito, resulta evidente que es entendida por el primero como equilibrio y ajuste, mientras que para el segundo se manifiesta como equipotencia y tensión. Para uno, la armonía neutraliza y pacifica los contrarios, para otro, lo real radica en la contraposición misma, ya que en el momento en que desapareciera la tensión, desaparecería también el cosmos. Aquí estriba la diferencia insalvable entre ambos, en el dualismo ontológico del primero, que conduce —en este punto Nietzsche está muy atinado44— a un dualismo moral, desde el momento en que se llaman «buenos» a unos elementos (por delimitar el caos), y «malos» a sus contrarios45. Para Heráclito, no hay primacía ontológica ni moral de unos contrarios sobre otros. Tampoco se establece ningún tipo de jerarquía ni mezcla. Todos son necesarios, antagonistas al tiempo que complementarios, y entre ellos no cabe más reconciliación posible que la eterna tensión. Heráclito no entiende la presencia en el cosmos de lo uno sin relación a lo múltiple, y al revés. Incluso la propia divinidad es concebida como la unidad última de todas las oposiciones, que sólo para el hombre son susceptibles de ser desligadas (cfr. 22 B 67 DK; B 102). La posición heraclítea trata de escapar de todo antropocentrismo, de todo mecanicismo, reconociendo que el problema estriba en pensar la «unidadmultiplicidad» del cosmos sin reabsorber, reducir ni relegar uno de los términos en favor del otro; es decir, se trata de comprender cómo a partir de la discordia pueden surgir relaciones que articulen e integren los términos contrarios sin eliminar su tensión. Lo que quiso Heráclito, en definitiva, no fue concebir una unidad que se precipitara sobre los contrarios para destensarlos, sino una unidad que viviera y se realizara en la propia tensión, sin evitarla ni silenciarla. Se atisba, no obstante, una gran semejanza entre ellos, que los diferencia de los pensadores anteriores: para ambos, hay un elemento lógico permanente que se diferencia de lo físico y pasajero. Pitágoras fue el primero en profundizar en el aspecto lógico del primer principio, al hablar del número, lo que será retomado por Heráclito al hablar del lógos y no sólo del fuego46. Además, ambos reflexionan 44 Según Nietzsche, la fusión del dualismo moral con el ontológico, que le sirve de base, ha sido la tónica en Occidente, puesto que al mundo verdadero le corresponden unos valores propios, opuestos a los del aparente: “para surgir, la moral […] necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo”. Nietzsche, Friedrich, La genealogia de la moral, Madrid, Alianza, 1999, p. 43. 45 “El pitagorismo, de manera distinta a los filósofos jonios, está enraizado en los valores; la unidad, el límite, etc., aparecen situados en el mismo lado que el bien, porque son buenos, mientras que la pluralidad y lo ilimitado son malos”. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 237. Esto lo confirma Aristóteles: “Como los pitagóricos supusieron, el mal es una forma de lo ilimitado, y el bien de lo limitado”. Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6, 1106b 29. 46 Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 301. Esta relación entre lo visible fenoménico y cambiante, por un lado, y lo invisible y permanente, por otro, recuerda la relación que

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sobre el papel de la oposición en el campo de la moral y la vida humana. En el caso de Heráclito, se nota en el carácter nomotético del lógos, que no sólo ensambla los contrarios en el cosmos, sino que ajusta también la propia vida humana, transida de tensiones y lucha de opuestos, cuya virtud principal consiste en conocer la norma que opera en la naturaleza y actuar según dicha norma, esto es, «según la naturaleza» (katà phýsin). 4. La oposición como lógos y armonía en Heráclito. En un primer acercamiento al tema, hay que recordar que Heráclito admitió un primer principio —el fuego— semejante de algún modo al de los milesios, que es adjetivado como lo uno (cfr. 22 B 32 DK), lo común (cfr. 22 B 1 DK) y lo sabio, que es distinto y está separado de todas las cosas (cfr. 22 B 32 DK; cfr. 22 B 108 DK). El fuego está por encima de toda oposición, está en lo múltiple sin perder su unidad, y a su vez todo se presenta como el resultado de las transformaciones del fuego (pyròs tropaí, cfr. 22 B 31 DK)47. En el caso de Heráclito, el cosmos tiene un carácter profundamente enantiológico. No se subraya el enfrentamiento de algunos pares de contrarios, sino que se entiende la propia contrariedad como un principio cósmico máximamente universal (tanantía archaì tō̃n óntōn)48, que dispone —junto con el lógos— el ordenamiento del propio cosmos, a través del perpetuo devenir: «Es preciso saber que la guerra es común (xynón); la justicia discordia (díkēn érin), y que todo acontece por la discordia y la necesidad» (22 B 80 DK).

Este fragmento, que resume su concepción de la armonía de los contrarios, quizá haga referencia a un pasaje de la Ilíada donde se dice que «Ares es común» (xynòs Enyálios)49. Hay que notar que lo que en un primer momento se utilizó establece Platón entre el alma y el cuerpo del universo en el Timeo: «mientras el cuerpo del universo nació visible, ella [sc. el alma] fue generada invisible, partícipe del razonamiento y la armonía». Cfr. Platón, Timeo, 36e. Las similitudes con la armonía invisible de Heráclito parecen evidentes, pues el jonio enseña cómo —si se sigue la inteligencia— se puede vislumbrar, allende las apariencias, un entramado estable e interconectado que unifica lo múltiple. La misma idea está presente en Anaxágoras: “Vislumbre de las cosas ocultas son las que se muestran” (59 B 21a DK), de la que tomó buena nota Platón. 47 “Además los primeros que hablaron de la naturaleza (hoi prō̃toi physiologḗsantes) […] dicen que todas las demás cosas se generan y fluyen, sin que haya nada firme, pero que sólo una cosa permanece (hèn dé ti mónon hypoménein), de la cual todas aquellas nacen por transformación: esto parecen querer decir Heráclito de Éfeso y muchos otros”. Aristóteles, Acerca del cielo, 298b 28-32. 48 Cfr. Aristóteles, Metafísica, A, 5, 986b 3. “Lejos de ser simple coexistencia pasiva de los contrarios, la contrariedad es a la vez determinación ontológica y principio activo —lucha, discordia, guerra—. Todo lo que existe está en conflicto, no solamente con las otras cosas, sino consigo mismo”. Cornelius, Castoriadis, o. c., p. 278. 49 Cfr. Homero, Ilíada, XVIII, 309.

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para describir una realidad sociológica, es decir, el hecho de que la guerra decide de un modo necesario el destino de pueblos y hombres, reaparece ahora como un principio natural que decide, esta vez, el destino de la propia realidad. Más importante es el hecho de que la guerra, como el lógos, sea común (xynón), ya que este término tiene un significado más profundo en Heráclito que en Homero: la guerra es común porque el lógos —la ley común de todo lo que acontece— es una ley de discordia y lucha de tensiones opuestas. Y esto remite a la suposición pareja de que todo lo que existe está en proceso de cambio, sin olvidar que todo cambio es intercambio o lucha de contrarios (antamoibḗ). Por tanto, al decir que la justicia es dicordia, se está diciendo que la guerra es un aspecto fenoménico del propio lógos, al que asiste para armonizar lo real, que no puede perder nunca la tensión, a riesgo de dejar de ser lo que es. Sin tensión ni discordia nada de lo que hay existiría como tal, pero sin proporción ni armonía tampoco. Sin duda, es una constante en la filosofía griega el despliegue de pares de opuestos para la interpretación del cosmos, pero ningún otro pensador ha atribuido tanta importancia como Heráclito al hecho mismo de la oposición, al hecho de que sólo la tensión hace justicia, reunificándolos en un nivel más profundo (lo divino), donde coinciden las oposiciones, porque unifica e integra lo anti- en lo meta-, subrayando el fondo pacífico que subyace a la cara visible y polémica del cosmos, ya que los contrarios son, para la divinidad, aspectos distintos de un mismo fenómeno50. La oposición tiene un papel central en su filosofía porque los contrarios cooperan —enfrentándose— en la organización del cosmos. Además, tejen una gran red por medio de la que se trata de pensar el mundo. Nos encontramos, sin duda, ante una potente intuición que se niega a reducir la complejidad de la naturaleza a los ceñidos márgenes de la palabra escrita, de ahí el recurso constante a retruécanos y paradojas. De este modo, la tensión y la oposición, desde un punto de vista ontológico, al tiempo que el oxímoron y la paradoja, desde un punto de vista epistemológico, se revelan como elementos ineludibles, no sólo en su propio planteamiento, sino en la estructura misma de la naturaleza51. El mundo de lo múltiple es un mundo-en-contienda, un gran campo de batalla, donde toda existencia nace del conflicto y vive del antagonismo, pero no se trata de un conflicto únicamente destructor, sino también productivo, puesto que la guerra, además de ser común, es padre de todas las cosas:

50 Cfr. Rodríguez Adrados, Francisco, El sistema de Heráclito: estudio a partir del léxico, Emérita 41, 1973, p. 12. 51 “El estilo es el típico encadenamiento arcaico de contraposiciones […] Tal estilo se corresponde con la visión del mundo de Heráclito, para quien toda la vida es un juego de oposiciones que se siguen en flujo continuo […] Pero ante todo se sentía atraído por la paradoja, muy próxima a su estilo, y que se convirtió en vehículo de sus ideas […] En la filosofía de Heráclito, encuentra su culminación y su expresión teórica más perfecta la concepción polarizada que dominó la época arcaica”. Fränkel, Hermann, o. c., pp. 349-350.

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«Guerra (pólemos) es padre y rey de todas las cosas. A unas ha hecho dioses, a otras hombres; a unas ha hecho esclavos, a otras libres» (22 B 53 DK)52.

En este fragmento se presenta la guerra con los atributos de Zeus, «padre» (patḗr) y «rey» (Basileús) de todas las cosas («padre de los dioses y de los hombres» (patḕr andrō̃n te theō̃n te), según Homero)53. La Guerra, como Zeus, representa un poder supremo y único que se ejerce sobre la diversidad de las divinidades y de los hombres, garantizando así la justicia y el equilibrio en el cosmos, y salvaguardando la distancia ontológica entre dioses y hombres; no se olvide que cada ser del cosmos tiene un lugar propio y unos límites que no debe sobrepasar, so pena de quebrantar el orden natural y exponerse a un castigo por su desmesura (hýbris), impuesto por Zeus. Entendemos que la guerra tiene un sentido simbólico en la filosofía de Heráclito, lo que no impide que tenga al tiempo un fundamento real, como ocurre con el fuego. El pensador jonio se enfrentó a la realidad sin apenas un vocabulario filosófico previo, de ahí que tratara de dibujar sus intuiciones metafísicas con imágenes físicas, que pudieran referir aquello que resulta prácticamente inefable. No obstante, no parece que de los fragmentos conservados pueda desprenderse una apología del belicismo. Se trata de un proceso natural que comprende la totalidad del cosmos, generativo y regenerativo, en el que propiamente no hay vencedores ni vencidos, puesto que todos los contrarios son necesarios para que el mundo exista y mantenga su equilibrio54. 52 El aspecto positivo de la guerra sólo se hace visible para el hombre que, superando su propia individualidad, sea capaz de contemplar el devenir cósmico desde una perspectiva unitaria y global. Cfr. Gomperz, Theodor, Greek Thinkers. A History of Ancient Philosophy, vol. I, Londres, John Murray, 1955, p. 64. Cfr. Barnes, Jonathan, The Presocratics Philosophers, London, Routledge&Kegan, 1982, p. 60. Al hacer de la guerra el principio rector de la generación y el gobierno de los seres, se positiviza una realidad que, por definición, causa efectos contrarios, a la par que se invierte el significado que le dan los poetas, que hacen de ella lo más funesto y temible. Cfr. Kahn, Charles, The Art and Thought of Heraclitus, Cambridge, CUP, 1981, p. 208. 53 Se trata de uno de los epítetos más repetidos del Crónida, v. gr., cfr. Homero, Ilíada, I, 544. 54 Cfr. Kirk, G. S., Heraclitus. The Cosmic Fragments, Cambridge, CUP, 1954, pp. 42-43; 228-232. Por tanto, decir que la armonía visible del cosmos esconde una discordia invisible, sería tan cierto como decir que la discordia visible esconde una armonía invisible, puesto que la armonía es una consecuencia de la lucha: ajustamiento o justeza, un equilibrio que nace de la tensión entre los contrarios mismos, pero nunca de su reconciliación, sea por confusión, como sucede con el ápeiron de Anaximandro, o por sumisión, como sucede con la tabla pitagórica. Cfr. Brun, Jean, Heráclito, Madrid, Edaf, 1976, p. 45. No se olvide que: “La enfermedad hace a la salud cosa agradable y buena; el hambre, a la hartura; el cansancio al descanso” (22 B 111 DK). Por otro lado, la guerra o la disputa tienen que simbolizar aquí la interacción entre opuestos. Cfr. Kirk, G. S., o. c., p. 241. «Guerra» no es un conflicto bélico humano, sino uno de los nombres del principio supremo que subyace bajo las oposiciones

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La naturaleza necesita tensión, no distensión, de ahí sus críticas a Homero (cfr. 22 A 22 DK; B 42), quien expresó en un verso de la Ilíada su deseo de que cesara la discordia entre dioses y hombres, sin advertir que eso sería equiparable a la desaparición del propio cosmos55. La hostilidad con la que Heráclito trató a Homero no es sino una forma de recriminar al poeta que nos ha legado los dos poemas épicos más importantes de Occidente, el hecho de que no haya profundizado en el carácter polémico de la propia realidad; sin olvidar que no se disputan poetas y filósofos tan sólo la enseñanza de la verdad, sino también la influencia política, la capacidad de incidir directamente con su palabra en el decurso de la sociedad. De ahí que reclamen ese lugar a los poetas con sus propias armas: escribiendo en su estilo, el de la tradición narrativa, el del prestigio didáctico, el que conllevaba la capacidad de anunciar la verdad; esto se hace evidente en Jenófanes, Heráclito, Parménides o Empédocles, que traspasan numerosos conceptos de la tradición épico-religiosa al ámbito filosófico, como Justicia, Erinis, Amor, Discordia o Moira, amén de utilizar un estilo más cercano a la poesía que a la prosa56. Aunque con una diferencia esencial, sus versos no tienen un fondo mitológico, ni obedecen al argumento de autoridad, sino que tratan de ofrecer razones objetivas para comprender mejor el cosmos, la vida y lo divino, sin recurrir a causas ajenas a la propia naturaleza. En consecuencia, Heráclito ha tematizado, acaso por vez primera de un modo filosófico, el carácter dinámico de lo real, donde el devenir no es un objeto más de su pensamiento, sino el horizonte mismo donde se despliega. El devenir arrastra, dispersa y desconcierta por su carácter evanescente. Se trata de una provocación fundamental, la más paradójica y desconcertante, si cabe, que se le ha planteado a la filosofía desde sus inicios. Estrictamente hablando, no es nada, puesto que siempre está en camino de ser algo, pero en el momento mismo en que llega a ser, deja de ser. En este sentido, el problema del devenir no es un problema de ser (ni tampoco de no-ser), sino que afecta primaria y radicalmente a la propia realidad: «El devenir es anterior justamente a toda articulación de ser y de no-ser porque es algo que incide en la realidad en tanto que realidad57.

(otro nombre sería Zeus, cuyos atributos más frecuentes son citados). Cfr. Eggers Lan, Conrado; Juliá, Victoria: Los filósofos presocráticos, vol. I, Madrid, Gredos, 1978, p. 347. 55 Cfr. Homero, Ilíada, XVIII, 105. Acaso por eso dice que los hombres se engañan respecto al conocimiento de las cosas manifiestas, de modo semejante a Homero, el más sabio de los griegos, al que unos jóvenes pescadores que estaban matando piojos le confundieron al decirle: “Cuantos vimos y cogimos, los dejamos; pero los que ni vimos ni cogimos, los llevamos” (22 56 B DK). 56 Cfr. Mendoza Tuñón, Julia M., El magisterio político del poeta en el ámbito indoeuropeo, Cuadernos de Filología Clásica nº 5, 1995, p. 30. En este momento, la poesía se había tornado un instrumento para hacer públicas todo tipo de opiniones sobre el «bien común», fuesen críticas o didácticas. Cfr. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos griegos, Madrid, FCE, 1978, pp. 43-44. 57 Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, Madrid, Alianza, 1989, p. 30.

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El devenir no es algo colateral a la naturaleza, sino un componente básico y elemental de la misma. No olvidemos que el alcance de esta afirmación tiene un carácter global para Heráclito, puesto que entiende la realidad como una reunión de relaciones respectivas y medidas por el lógos en un dar-de-sí determinado. Es decir, ninguna realidad está aislada del mundo, sino que su autonomía está constitutiva e intrínsecamente referida a su dependencia respecto de las demás realidades. Pero esta remitencia, a su vez, no es posible sin el devenir, que posibilita la pugna y el intercambio de los contrarios, cuya mutua relación es también intrínseca, ya que no se entienden unos sin otros58. Al pensar el devenir se corre un doble riesgo: por un lado, el de analizar de un modo aislado la cosa que deviene, como un estado y no como un proceso; por otro, el de cosificar el propio proceso como si el devenir fuera algo que le adviene a la cosa en un momento determinado y no un elemento constitutivo de la cosa misma59. Heráclito responde a estas dos dificultades de un modo admirable. Constata el devenir, constata la tensión entre los contrarios, pero no entiende el cosmos como una representación absurda o carente de sentido. El cosmos heraclíteo resulta inconcebible sin movimiento, pero también sin permanencia, sin consistencia, sin la posibilidad de algún tipo de existencia, pues toda existencia presupone la mismidad de aquello que existe, o lo que es lo mismo, su permanencia en y a pesar del cambio: «La realidad es estructuralmente dinámica en cuanto ser siempre la misma y nunca lo mismo es un carácter primario de toda realidad sustantiva en cuanto sustantiva.»60 Es preciso señalar que Heráclito no es un filósofo del puro devenir, sino ante todo un filósofo de la unidad dinámica de la naturaleza. Ciertamente, insistió como pocos en el carácter estructuralmente dinámico de la realidad, buscando fórmulas novedosas y radicales para expresar el cambio. Pero se trata del cambio y el devenir de lo uno, que se despliega una y otra vez como múltiple, aunque permanezca en el fondo de las cosas como unidad (siendo la misma sin ser nunca lo mismo). En este sentido se desmiente la tajante contraposición entre Heráclito y Parménides, pero con una salvedad: para el jonio, la oposición surge cuando se trata de lo múltiple y de su relación con lo uno, mientras que el eléata descarta la convivencia entre ambas. Sabido es que Parménides eliminó lo múltiple por considerarlo lógicamente incongruente con la unidad del ser, y eliminó el devenir por considerarlo una intrusión injustificada del no-ser en el ámbito del ser61; pero Heráclito, igual que los milesios, aunque de un modo más profundo, parte de una intuición viviente de la unidad, que se manifiesta en lo múltiple sin dejar de ser 58 Cfr. ibid. p. 319. En eso consiste la verdadera sabiduría: en conocer la relación por la que “todas las cosas son dirigidas por todas” (ekybérnēse pánta dià pántōn) (22 B 41 DK). 59 Cfr. Álvarez Gómez, Mariano, Cómo pensar el devenir. En VV.AA., Metafísica y pensamiento actual. Conocer a Nietzsche, ed. cit., pp. 89-90. 60 Zubiri, Xavier, Sobre la esencia, Madrid, Alianza, 1985, pp. 249-250. 61 Cfr. Cappelletti, Ángel J., La filosofía de Heráclito de Éfeso, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 59.

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una. De este modo, cada uno de los seres particulares, debido a la unidad subyacente, no está aislado en su realización de los demás seres: por esa razón la justicia es discordia y la armonía es tensión. El devenir enantiológico, en suma, mantiene una lógica interna por la que a su vez es mantenido, unas medidas posibilitadas por la armonía invisible que articula y relaciona todos los elementos de la realidad visible: «Armonía invisible (harmoníē aphanḗs), más fuerte que la visible» (22 B 54 DK).

Se necesita una profunda intuición para encontrar en la discordia manifiesta una armonía invisible, que introduce la justicia en el devenir, pero no en sentido moral, sino lógico y ontológico, permitiendo vislumbrar una organización estable donde no había más que tensión, oposición e interacción. No se olvide que el incesante movimiento de la naturaleza, su perpetua fluencia, nace de la lucha misma de los contrarios. La armonía es, a un tiempo, tensa y móvil, ya que los contrarios no pueden permanecer unidos de modo que se neutralicen unos a otros62. Por tanto, esta justicia debe ser entendida como justeza, como ajustamiento y no como ajusticiamiento63. En suma, ese tránsito de toda realidad finita en su contrario va de la mano del convertirse el fuego siempre-vivo en todas las cosas, y de éstas a su vez en fuego. De este modo, la estructura del universo es constitutiva y no accidentalmente dinámica, puesto que las cosas se mueven porque el universo está en movimiento y no porque sean las relaciones entre éstas las que impriman movimiento de unas a otras64. Sin duda estamos ante la formulación más madura del planteamiento de los contrarios en el pensamiento arcaico, no superada hasta Aristóteles. Esto es evidente puesto que en la época de Heráclito no estaban aún 62 Cfr. García Junceda, J. A., Uno y múltiple: la dialéctica de los contrarios en Heráclito, Anales del Seminario de Historia de la Filosofía nº IV, 1984, pp. 29-30. 63 Zubiri reconoce que en este contexto no debe traducirse díkē por justicia, porque la justicia evoca una cualidad moral y no se trata de eso; se trata justamente del ajustamiento, de la justeza, que Heráclito conoce por el nombre de armonía. Aquí se separa de Anaximandro, quien entendía el surgimiento de los contrarios como una injusticia a expiar. El litigio, para Heráclito, permite el ensamblaje del cosmos, por eso la justicia radica en la polémica y no en la neutralización, que supondría el fin del cosmos y de la vida. Cfr. Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 321. Vlastos confirma que la justicia para Heráclito consiste en la unidad de las oposiciones en todos los niveles, del ontológico al moral. Prueba de ello es 22 B 102 DK, que apunta la coincidencia de todos los contrarios en el ámbito de lo divino, siendo los hombres, desde la limitación de su entendimiento e incapaces de percibir la unidad que subyace a la multiplicidad, los causantes de toda lectura moral sobre lo real, sobre la relación entre los contrarios. Cfr. Vlastos, Gregory, On Heraclitus. En Furley, D.J.; Allen, R.E. (Eds.), Studies in Presocratic Philosophy, vol. I, Londres, Routledge&Kegan, 1970, p. 428. Como ampliación, cfr. Vlastos, Gregory, Equality and Justice in Early Greek Cosmologies. En ibid., pp. 67-73. 64 Cfr. Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 119. Así lo indica este texto: “También el kykeṓn se descompone si no lo agitan” (22 B 125 DK).

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tematizados los modos de la oposición, por lo que podía dejar que jugasen libremente unos con otros65. No obstante, cabe atisbar al menos dos tipos de oposición, aunque entreverados, que nacen de una oposición lógica común, con algunas variables que se emplean indistintamente: contradicción, oposición, escisión, polaridad, tensión, etc. Por un lado, una oposición física: vida-muerte, vigilia-sueño, día-noche, salud-enfermedad, calor-frío, etc. Por otro lado, una oposición metafísica: todo-parte, unidad-multiplicidad, concordia-discordia, etc. El primer tipo corresponde a fenómenos visibles, el segundo a relaciones lógicas invisibles, lo que demuestra que la oposición tiene un alcance universal en Heráclito, desde lo más cercano y concreto, hasta lo más remoto y abstracto. A su vez, señala Kirk, cada tipo presenta cuatro modos de conectar la oposición: i) Las mismas cosas producen efectos opuestos sobre clases distintas de seres animados, como el agua del mar, saludable para los peces, deletérea para los hombres (cfr. 22 B 61 DK); el fango, que les gusta a los cerdos pero no a los hombres (cfr. 22 B 13 DK); o la arveja que es preferida al oro por los asnos, aunque en el caso de los hombres suceda lo contrario (cfr. 22 B 9 DK). ii) Aspectos diferentes de la misma cosa pueden justificar descripciones opuestas, como un camino, que aunque se recorra hacia arriba o hacia abajo no deja de ser el mismo, sin ser lo mismo hacerlo en un sentido que en otro (cfr. 22 B 60 DK); la escritura, que combina en un mismo movimiento lo recto y lo curvo (cfr. 22 B 59 DK); o la labor del médico, que corta y quema, algo que causa dolor, pero recibe un salario por ello, porque busca de este modo eliminar un dolor mayor (cfr. 22 58 B DK). iii) Algunas realidades sólo son concebibles por medio de sus opuestos, como la salud, que no sería agradable si no existiera la enfermedad, la saciedad respecto al hambre o el descanso respecto al cansancio (cfr. 22 B 111 DK). Lo mismo sucede con la justicia, que no tendría sentido si no se cometieran injusticias (cfr. 22 B 23 DK). iv) Algunos opuestos están enlazados de un modo esencial, siendo dos aspectos distintos y sucesivos de una misma realidad, lo caliente y lo frío (cfr. 22 B 126 DK), la noche y el día (cfr. 22 B 57 DK), vida y muerte, velar y dormir, juventud y vejez (cfr. 22 B 88 DK)66. Afinando un poco más, en suma, estos cuatro tipos de oposición se pueden resumir en dos: i-iii) opuestos inherentes a un solo sujeto o producidos simultáneamente por él; iv) opuestos conectados en un mismo proceso como aspectos sucesivos del mismo67. Por un lado, se da una relatividad respecto al sujeto que los experimenta, o bien en la esfera de los valores, donde lo justo no se entiende sin lo injusto. Por otro, tenemos una sucesión y cambio recíprocos, 65 Cfr. Jaspers, Karl, Los grandes filósofos. Los metafísicos que pensaron desde el origen, Madrid, Tecnos, 1998, p. 38. 66 Cfr. Kirk, G. S.; Raven, J. E.; Schofield, M., Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 2008, pp. 254-255. 67 Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., pp. 419-420.

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propio de cualidades o cosas que están en los límites opuestos de un continuun, aunque en el fondo confluyen, porque constituyen aspectos diferentes de la misma cosa. Todo esto nos lleva a otra consideración pareja que no se puede olvidar: cuando uno se adentra en los fragmentos se da cuenta casi de inmediato de que su idea del fuego no constituye el fondo último y más radical de su pensamiento, sino que este lugar lo ocupa la oposición, medida y mediada por el lógos, que no es sino su otra cara. El concepto de lógos impone medidas al fuego y a lo real mismo, atemperando las oposiciones por medio de una armonía invisible que todo lo liga. Existe además, por medio del lógos, una comunicación y un paralelismo entre los asuntos e intercambios cósmicos y los asuntos e intercambios humanos (cfr. 22 B 117)68. El lógos ha de ser buscado en el mundo físico, como reflejo visible de la trama invisible que lo sustenta, pero sobre todo bajo el mundo, intentando profundizar en el principio divino e inmanente que unifica la naturaleza y ajusta todas las oposiciones: si se encuentra, algo que no logran la mayoría de los hombres, se accederá a un mundo común, donde la discordia hace justicia y lo divergente se vuelve convergente para el hombre vigilante y despierto. Se trata del sentido y el fundamento del mundo, la norma y regla que todo lo determina y cuya comprensión hace todo comprensible; por eso, al comienzo de su libro, habla de un lógos o ley cósmica, que coincide con el contenido del mismo, aunque la mayoría lo ignore, incluso después de mostrarle estas razones (cfr. 22 B 1 DK)69.

68 En su acepción lingüística, lógos es palabra, todo lo que se dice o escribe, sea verdad o ficción: el lógos es la palabra del jonio, que trata de dar cuenta de la palabra de la naturaleza; como toda palabra traduce un pensamiento, podemos enlazar esta acepción con otra lógica (razón, argumento, causa). Desde un punto de vista ontológico, representa la phýsis, el entramado mismo de la realidad, cuyas notas esenciales y unitarias aglutina, al tiempo que aparece como principio rector de la misma (medida, relación, proporción, norma, principio, fundamento, reunión). Por último, de aquí se desprenden algunas consecuencias éticas, puesto que la norma natural es la norma que debe seguir el hombre para conducir rectamente su vida, dado el parentesco que vislumbra Heráclito entre el lógos de la naturaleza y el lógos humano. En suma, se trata de un concepto que limita al tiempo que posibilita la comunicación entre la lógica, la física y la metafísica, sin olvidar el aspecto práctico del lógos, que prescribe una vida secundum naturam, profundizada por buena parte de las escuelas helenísticas. Como ampliación, cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., pp. 396399. 69 Cfr. Rodríguez Adrados, Francisco, o. c., p. 12. Señala Adrados que al consistir la contextura del mundo en el lógos y tener lugar el propio devenir de acuerdo con este lógos, las bases del concepto de ley natural estaban sentadas. Cfr. Ibid., p. 7. Aunque no se puede establecer de un modo tajante si Heráclito concibió tal idea o se trata de un añadido estoico, lo cierto es que identificar el lógos con el theĩos nómos no parece algo del todo ajeno al pensamiento del jonio, siempre y cuando no se hable de una divinidad sobrenatural, sino del carácter divino de la propia naturaleza, cuyo lógos armoniza todos los contrarios que combaten en su seno.

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Por otro lado, las oposiciones no sólo se extienden al mundo físico, sino también a la vida humana: «Todo es lucha de opuestos y todo es unidad de opuestos. El cosmos brota a través de la pugna de opuestos y es él mismo la unidad escondida de estas oposiciones. Y el hombre tiene que darse cuenta de que también la ley de su vida es lucha y, más allá de la lucha misma, la identidad de los que se enfrentan.»70 Estamos quizá ante el primer uso filosófico de la idea de «ley» (cfr. 22 B 114 DK), y no sólo eso, sino que se la considera el principio rector del cosmos y el objeto más elevado de conocimiento. El término no se usa sólo en sentido político, sino que se ha extendido hasta cubrir la realidad misma. La propia idea de cosmos, aplicada al conjunto del universo, que también Heráclito utilizó en sentido técnico, presagiaba este cambio de perspectiva (cfr. 22 B 30 DK; 22 B 124 DK). La interpretación de la vida humana y el proceso cósmico como un juicio o litigio hecha por Anaximandro es un antecedente claro del planteamiento heraclíteo, por ejemplo, cuando dice que el sol no traspasará sus medidas (métra), porque si no las Erinis, ayudantes de la Justicia (Díkēs epíkouroi), lo descubrirán (22 B 94 DK)71. Aquí la justicia se incorpora al orden inviolable de la naturaleza, es decir, resume todos los precedentes jurídicos y mitológicos del término en una única «ley divina», que se diferencia de la humana, aunque sea su fundamento. Pero Heráclito no encuentra lo divino en lo eterno, sino que conecta este término con el principio legal que Anaximandro había encontrado en el proceso de la naturaleza. De este modo la armonía de los opuestos llega hasta cotas insospechadas porque el propio cambio sería una expresión de la medida misma, del lógos, un ayudante que vigila sus normas, igual que las Erinis cuidan de la Justicia. Como dice Guthrie, «había ley en el universo, pero no era una ley de permanencia, sino una ley de cambio»72, puesto que Heráclito no buscaba lo cambiante en lo permanente, sino lo permanente en lo cambiante. La naturaleza en su conjunto, en suma, incluyendo la vida humana, es al mismo tiempo lucha manifiesta y unidad latente, de modo que es la tensión la que ensambla el cosmos, cuya faz visible es una lucha perpetua, que a la postre se desvela, para la mente despierta, como un aspecto parcial de un entramado global e invisible que todo lo liga, en el que los opuestos coinciden. Tal es el alcance de la oposición, que hasta la propia divinidad se entiende como la unidad última de todos los contrarios, esto es, la unidad misma de la naturaleza (cfr. 22 B 67 DK)73.

70 Gigon, Olof, o. c., p. 222. 71 Cfr. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., pp. 117-118. 72 Guthrie, W. K. C., o. c., p. 435. 73 Junto a las oposiciones del cosmos se revelan las que se dan en el interior del ser humano, haciendo del hombre un microcosmos, cuya razón —igual que la razón común que opera en la naturaleza y de la que participa- busca la unidad última de los opuestos y la conexión de todo cuanto hay, lo que abre el camino a lo divino. A este respecto, sólo podrá ser llamado «sabio» (sophón) quien comprenda dicha unidad, que consiste en que «todas las cosas son una» (hèn pánta eĩnai, cfr. 22 B 50 DK).

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Por tanto, cuando Heráclito habló de «Dios» como instancia donde coinciden y se armonizan las oposiciones, parece evidente que estaba pensando en el lógos, contraponiendo este conocimiento, la sabiduría, con el limitado conocimiento que tienen los hombres de esta norma universal que prescribe la unidad última de todos los opuestos, ya que la experiencia inmediata de la naturaleza nos los presenta desligados: «Lo que Heráclito quiere decir es, claramente, que, en contra de nuestra propia experiencia, que distingue una cosa de otra, que enfrenta una cosa a otra, debemos ver que lo que pueda presentarse de modos tan diversos, oculta en sí mismo una identidad en la oposición.»74 Heráclito encontró impreso el sello de lo divino en la unidad-multiplicidad de la naturaleza inter-relacionada, en la unidad de todos los opuestos: «Dios (ho theós): día-noche, invierno-verano, guerra-paz, hartura-hambre. Pero se torna otro cada vez, igual que el fuego cuando se mezcla con los inciensos, se llama según el gusto de cada uno» (22 B 67 DK).

Dios, por tanto, sería aquello que expresa la unidad oculta del cosmos, la contemplación global del mismo, desde el punto de vista del lógos y la armonía que subyace a la multiplicidad fenoménica de lo real (siendo el propio lógos el que permite tal ensamblaje), desde el punto de vista de la medida que preside y procura cada una de sus transformaciones y el combate de los contrarios mismos. Según Axelos, el lógos es divino y la divinidad es lógica, de modo que ambos términos son homólogos y respectivos, pues ambos desvelan al pensamiento humano las relaciones que constituyen la naturaleza75. Dios, en suma, no es nada ni nadie concreto, sino que consiste en la tensión creadora y reconciliadora que en toda transformación y oposición se manifiesta como permanencia, que se identifica con la propia naturaleza, o mejor con el lógos mismo que la gobierna76. 74 Gadamer, Hans-Georg, Estudios heraclíteos. En El inicio de la sabiduría, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 48-49. Cfr. Drozdek, Adam, Heraclitus’ Theology, Classica et Mediaevalia nº 52, 2001, p. 51. No tenemos razón alguna para separar en Heráclito la teología del resto de sus enseñanzas: “más bien hay que concebirla como formando con la cosmología un todo indivisible, incluso si ponemos el centro de gravedad del lado teológico”. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., p. 119. Se puede ver aquí una antecedente del pensamiento de Nicolás de Cusa, para quien Dios es la complicatio del mundo y el mundo la explicatio de Dios, o lo que es lo mismo, todas las cosas están reunidas en Dios, y Dios está expresado en todas las cosas. Cfr. Zeller, E.; Mondolfo, R., La filosofia dei greci nel suo sviluppo storico, parte I, vol. III, Florencia, La Nuova Italia, 1968, p. 128. 75 Axelos, Kostas, Héraclite et la philosophie: la prémiere saisie de l´être en devenir de la totalité, París, Les Éditions de Minuit, 1968, pp. 124-125. 76 Cfr. Fränkel, Hermann, o. c., p. 370. Se trata de “una divinidad total, unas veces inmanente, otras trascendente, que domina dinámicamente el cosmos”. Nestle, Wilhelm: Historia del espíritu griego, ed. cit., p. 24. La divinidad incluye todo al tiempo que está en todo; eso es Dios, la naturaleza desde un punto de vista unitario e invisible (aspecto trascendente), pero también cada uno de sus dinamismos y oposiciones particulares (aspecto inmanente), ambos medidos y mediados por el lógos, que procura de un modo

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En resumen, se constata que todo cuanto hay está sujeto a una tensión interna, ya que todo es producto de la lucha de contrarios, por tanto, la guerra es la fuerza creadora del cosmos, amén del estado propio de los acontecimientos; por otro lado, los contrarios coinciden desde el punto de vista del sabio, lo que destaca la unidad fundamental de la naturaleza, que es una unidad dinámica, pues consiste en el eterno despliegue y repliegue de sus múltiples posibilidades. Esto es posible gracias al carácter intrínsecamente relacional de la misma, tanto desde el punto de vista de la unidad, como desde el punto de vista de la multiplicidad: «Son conexiones (synápsies): entero y no-entero, convergente y divergente, consonante y disonante, y de todas las cosas, una sola, y de una sola, todas» (22 B 10 DK).

Heráclito concibe un cosmos sustantivo, en tanto que unidad de respectividad o relación de relaciones entre todos los elementos que lo integran, pero también dinámico, como multiplicidad de mismidades en perpetuo aparecer/desaparecer, es decir, no se trata de un universo de identidades sustanciales, sino de ritmos y pautas sustantivas, que permiten atisbar la estabilidad en el devenir y la oposición gracias a la comunidad, el gobierno y la permanencia del tempo y la proporción77. Sin duda, la realidad no es para Heráclito un conjunto de entes sustanciales, sino un sistema dinámico de respectividades, un tejido cósmico remitente y reticular de sucesos interdependientes. Lo real, por tanto, se caracteriza por la natural respectividad de todos los entes. Dicho de otro modo, toda realidad es respectiva y relacional en cuanto tal, pero no sólo en sentido físico (relación de unas cosas con otras), sino ante todo metafísico o trascendental (por cuanto se trata de una estructura radical de la propia realidad que no concierne a las cosas reales en cuanto cosas, sino justamente en cuanto reales)78: «Realmente, las cosas serían como los nudos de una red, pero la realidad primaria serían los hilos de esa red y la estructura filamentosa de ella. Que se crucen en forma de nudos constituyendo en cada uno de los nudos ese algo que llamamos una cosa; bien, esto es derivado de la red, pero no es lo primario.»79 radical las regularidades que todo lo traman. 77 Entendemos que la idea de respectividad va más allá de la categoría tradicional de relación, puesto que ésta es un accidente de la sustancia, pero ninguna sustancia se define como relativa, en tanto que no depende de otra cosa para existir. Según Aristóteles, se trata del accidente por el cual una sustancia se refiere a otra (prós ti). “Se dicen respecto a algo todas aquellas cosas tales que, lo que son exactamente ellas mismas, se dice que lo son de otras cosas o respecto a otra cosa […] También la contrariedad se da en lo respecto a algo”. Aristóteles, Categorías, 7, 6a 36ss. Cfr. Aristóteles, Metafísica, ∆, 15, 1020b 25ss. 78 “Todas las cosas reales tienen en cuanto pura y simplemente reales una unidad de respectividad”. Zubiri, Xavier, Inteligencia y razón, Madrid, Alianza, 1983, p. 19. Cfr. Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 326. Cfr. Zubiri, Xavier, Respectividad de lo real, Realitas III-IV, 1979, p. 13; p. 29. Cfr. Zubiri, Xavier, Sobre la esencia, Madrid, Alianza, 1985, p. 6. 79 Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 52. No obstante, en esta

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Lo que quiso Heráclito no fue concebir una unidad que se precipitara sobre los contrarios sometiéndolos, neutralizándolos, reconciliándolos, sino una unidad que viviera y se realizase en el propio conflicto. Se trata, en definitiva, de una unidad que no se puede entender sin la multiplicidad, que no está por encima ni por debajo de los contrarios, sino en los contrarios mismos80. Esta armonía de tensiones opuestas que ajusta la naturaleza en su conjunto, muestra una cara disonante pero esconde un fondo consonante. Las connotaciones musicales, como en Pitágoras, son evidentes. Basta con leer 22 B 8 DK para sospechar que la kallístēn harmonían que se menciona, puede ser la que produce la música: «…que lo a contrapelo es concordante (symphéron), y de los elementos dispares (diapheróntōn) nace la harmonía más hermosa, y que todas las cosas suceden según discordia (kat’ érin)» (22 B 8 DK)81.

Como es sabido, tres son los términos básicos para comprender la música de la Grecia antigua: harmonía, tónos y trópos, y los tres aparecen o se presuponen en Heráclito, como en 22 B 51 DK, donde se habla de una palíntropos harmoníē (o palíntonos según otra lección). Armonía es un término que encontramos ya en la lírica arcaica, por tanto, precede a las posteriores disquisiciones de los presocráticos. Desde el punto de vista musical, se refiere al ensamblaje de sonidos diversos, simultáneos o sucesivos, cuyos ritmos e intervalos la confieren un nombre concreto, que deriva del lugar que ocupa en los modos griegos (dorio, frigio, lidio, etc.), y también un carácter acústico propio (ē̃thos)82. El termino tónos denota una idea de tensión, dependiendo de la distancia de un sonido respecto a la tónica o tono principal, lo que tiene consecuencias obvias para la red que presenta Zubiri, falta la oposición que la teje, para poder capturar toda la complejidad de la intuición heraclítea. Todo está relacionado pero esto se debe al mismo tiempo a que todo está enfrentado: oposición y relación, por tanto, son las dos caras del lógos, con las que hila el tapiz del cosmos. 80 Cfr. Heimsoeth, Heinz, Los seis grandes temas de la metafísica occidental, Revista de Occidente, Madrid, 1974, pp. 26-27. 81 Para comprender mejor este texto se puede recurrir a la escala musical, en la cual dos notas muy separadas, v. gr. una octava, conciertan mejor que otras más cercanas, v. gr. a un tono de distancia, que resultan disonantes. Cfr. García Calvo, Agustín, Razón común, Zamora, Lucina, 1985, p. 131. Lo mismo sucede en 22 B 10 DK, donde se habla de «conexiones», como «convergente y divergente» (sympherómenon diapherómenon), o consonante y disonante (synãidon diãidon), en clara alusión a la música. También podemos consultar 22 B 51 DK, donde se dice: «No entienden cómo lo divergente (diapherómenon) está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas (palíntropos harmoníē), como la del arco y la lira.» Nótese que la armonía musical es el resultado de la pugna o tensión entre diversas notas. Posiblemente, lo que hizo Heráclito fue ensanchar este símbolo cotidiano hasta hacerlo de universalidad cósmica. Cfr. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., n. 45, p. 234-235. 82 Cfr. García López, José, Sobre el vocabulario ético-musical del griego, Emérita 37, 1969, p. 341.

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propia armonía, puesto que según sea la distancia, estaremos en un modo musical u otro83. La naturaleza —como una obra musical— integra y armoniza los contrarios por medio del movimiento, y éste no es fortuito, sino rítmico y cadencioso. Igualmente, el sentido de una obra musical no depende del reposo, sino del juego dinámico de tensiones que se establece entre unos sonidos y otros. A diferencia de otras artes, que son estáticas y espaciales, como la pintura, la escultura o la arquitectura, la música tiene una esencia temporal, es una suerte de «arquitectura en movimiento» —en términos de Goethe—, que sólo se puede vislumbrar unitariamente como proceso: por un lado, presenta —como las demás— estructuras estables y bien reconocibles, pero, por otro, su ensamblaje no es simultáneo, sino que se alcanza en el decurso de la propia composición. Tomados de un modo aislado, por tanto, algunos sonidos pueden parecen disonantes, pero, desde una perspectiva global, todos conciertan dentro de una unidad consonante, subyacente y de carácter dialógico, donde varios motivos chocan y se reconcilian a lo largo de la obra84. Es suficiente para nuestro propósito señalar la semejanza de la música griega con la filosofía de Heráclito, ya que la armonía se alcanza —en ambos casos— por medio del ritmo, la medida y la tensión entre elementos encontrados85. Para finalizar, estos son los tres rasgos básicos que configuran la filosofía de Heráclito sobre los opuestos: 1-. La universalización de las oposiciones; 2-. La búsqueda de la armonía invisible que liga y ajusta tales oposiciones; 3-. La concepción de lo divino como coincidentia oppositorum. Heráclito trazó un cuadro del devenir antropocósmico, del enfrentamiento de los contrarios, del ciclo del tiempo, pero no debemos olvidar que lo que verdaderamente le interesó fue el hombre, esto es, despertar a los dormidos, tan íntimamente emparentados con la clave de la naturaleza como extraños a este parentesco. Los más, presentes están ausentes, despiertos se comportan como dormidos, no alcanzan a comprender la razón que todo lo gobierna y que sin saberlo obedecen, buscan en lo-otro-de-sí lo que está dentro-de-sí, pues lo más cercano es para ellos lo más lejano. No

83 Cfr. Redondo Reyes, Pedro, Harmonía y tónos en la práctica musical griega. En Calderón, Esteban; Morales, Alicia; Valverde, Mariano (Eds.), Koinòs Lógos: homenaje al profesor José García López, vol. II, Murcia, Universidad de Murcia, 2006, p. 880. 84 A este respecto, cfr. Sauvanet, Pierre, Le rythme grec d’Héraclite à Aristote, París, PUF, 1999, pp. 27-32. 85 Como ampliación, cfr. West, M. L., Ancient Greek Music, Oxford, OUP, 1992, esp. el cap. 3: “Stringed Instruments”, donde se analiza la lira y sus proporciones a fondo, pp. 48ss., y los caps. 5 (“Rythm and Tempo”, pp. 129ss.) y 6 (“Scales and Modes”, p. 160ss.), que se ocupan del ritmo y los modos respectivamente.

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advierten que el espacio de la interioridad se abre a lo común en la naturaleza, escuchando la naturaleza, por medio de una relación que oculta al tiempo que revela, en un horizonte cuyos límites se alejan cada vez que el hombre se acerca a ellos, pero que merece la pena seguir ensanchando.

Gustavo Fernández Pérez. [email protected]

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DE LA AUTONOMÍA DEL ARTE Y LA EPISTEMOLOGÍA: Sobre héroes y tumbas como marco de un «Informe sobre ciegos» metaliterario Enrique Ferrari. Universidad de Valladolid Resumen: Desde 1961 la crítica literaria ha entendido «Informe sobre ciegos» como un relato independiente de la novela de Sabato Sobre héroes y tumbas, sin más conexión con el argumento que la repetición de uno de los personajes. Pero cabe otra lectura, centrada en la autonomía del arte, desde la filosofía, que encuadra el capítulo en la trama central como una reflexión de las posibilidades epistemológicas de la novela, de su capacidad de penetración psicológica, al desentrañar el secreto último de la protagonista. Abstract: Since 1961 literary criticism explains «Informe sobre ciegos» as an independent story inside Sabato’s novel Sobre héroes y tumbas. There would be no connection with the argument, except a character. But another interpretation is possible from the philosophical concept of autonomy of art. It frames the chapter in central plot as a reflection about the epistemology of the novel: its capacity of psychological perceptiveness, because it can unravel the main character’s last secret.

Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. […] Viceversa, el marco postula constantemente un cuadro para su interior. José Ortega y Gasset, Meditación del marco.

(0) Alejandra, princesa marco Con el primero de los capítulos de Sobre héroes y tumbas, que plantea la historia de Alejandra a través de sus encuentros con Martín, Sabato remite a la morfología del cuento tradicional (1) para apuntalar la trama existencialista que, en un segundo nivel, abre la reflexión a lo metaliterario. Aunque no busca para el argumento (esa primera lectura sobre la incomunicación y, con ella, sobre la soledad que causa esa incapacidad de llegar al otro y conocerlo) un corsé con la estructura del cuento. Lo que quiere es un contraste: completar la figura raquítica de la princesa de los cuentos infantiles con los rasgos de Alejandra, que llevan el espectro de su carácter hasta las facciones del dragón, con una figura indefinida que toca los dos bordes, como víctima y como agresor: «Como si fuera —escribe- una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida

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de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago» (p. 115)1. Porque el corpus de temas que da forma a la novela existencialista, que recae en ese Hamlet polifónico (2), funciona como el marco (con los capítulos 1, 2 y 4) para una nueva reflexión sobre las posibilidades de la novela en lo epistémico, que remite también a la princesa de Rubén Darío, como si fuera una clave, con el primero de sus versos («La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?»), que hace posible este juego de planos unidos por el mismo tema. Aunque para Sabato Alejandra Vidal Olmos no es la poesía o la literatura misma, como en el poema de Darío, sino el punto de partida para la reflexión sobre el poder de penetración de la novela: porque su personalidad, tan compleja, forjada con un pasado tan oscuro, incomprensible para Martín, es el motivo que encauza su tesis de las graves limitaciones de la razón pura para conocer globalmente al ser humano y, desde ahí, del papel de la novela para suplir las carencias de lo meramente racional. Así, el «Informe sobre ciegos», la tercera parte del libro, que ha sido leído mayoritariamente como un fragmento autónomo, como una novela corta independiente de la historia de Alejandra y Martín, quedaría justificado como la pieza central de Sobre héroes y tumbas (el cuadro acotado por el marco) que explica todo el camino recorrido por Sabato: porque los ciegos que estudia Fernando Vidal, padre de Alejandra, es la imagen del mal, de lo irracional, de lo que es humano pero queda fuera de lo racional: lo que, en el plano epistemológico, solo conoce la novela, que son los rasgos del comportamiento de Alejandra que no puede llegar a entender Martín, pero sí el lector que, con el libro en las manos, completa la escena que le sugiere a Martín el incesto entre padre e hija, sentados los dos en un banco, con las manos cogidas, con la historia del informe de Fernando sobre los ciegos que anuncia, con su búsqueda del mal, su condena a muerte (3). Como escribe Ortega, el marco tiene algo de ventana, porque es el mecanismo que le muestra al espectador una nueva realidad, una abertura de irrealidad que se abre mágicamente, dice, en nuestro contorno real2. Alejandra, princesa y dragón para un cuento existencialista A la pregunta puramente formalista de Propp3 de qué hacen los personajes, Sabato le superpone otra, con un recorrido existencialista más hondo: por qué lo hacen. Pero con la morfología del cuento apuntala la trama desde el esquema ingenuo de los relatos infantiles para, a cada paso, sacar los rasgos que distorsionan los caracteres planos de los personajes tradicionales a partir de la relación tormentosa de Alejandra y Martín y de los apéndices de la vida de cada uno. Al remitir al cuento con el título del primer capítulo, «El dragón y la 1 La página, como en siguientes notas, hace referencia a la edición de Sobre héroes y tumbas de Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, febrero de 1999. 2 Ortega y Gasset, José. «Meditación del marco», Obras completas, Tomo II, Madrid, Alianza Editorial, 1983 p. 311. 3 Cf. Propp, Vladimir. Morfología del cuento, Madrid, Akal, 2001.

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princesa», sugiere una estructura mínima, con una trama muy breve, con el encuentro (y desencuentro) del héroe con la víctima y el agresor, que sostiene una reflexión con varias voces que remiten a las vidas de los personajes que funcionan como las figuras que entresaca Propp. Pero Sabato no quiere encajar el hilo narrativo de la novela en la estructura del cuento; sino indicar, con el paralelismo, el siguiente nivel, un nuevo camino para la interpretación del libro en clave metaliteraria, con el contraste que hace patente entre la sencillez maniquea del cuento, que busca solo una lectura de mínimos, hasta las posibilidades de la novela como cauce de conocimiento único (el «Informe sobre ciegos», por ejemplo), para el que la trama, como apuntaba Ortega y Gasset4, puede ser también mínima. El primer encuentro en el parque Lezama arranca la narración sin la historia de los protagonistas detrás: no es el narrador el que desvela al lector la biografía de Alejandra en la novela, sino Martín, o al menos a través de Martín, con sus investigaciones y el diálogo con ella, en los capítulos 1 y 2, que muestran, a la vez, su propia historia. Con lo que se abren dos líneas que convergen en una sola con dos polos en los que bailan las figuras del héroe, el agresor y la víctima, sobre todo estos dos últimos que se solapan (aunque hay otros agresores y otras víctimas5) en Alejandra: en un primer nivel con las acciones de los personajes, con 4 Para Ortega el argumento es sólo un mecanismo de articulación —el hilo en un collar de perlas— que relega, en importancia, a un segundo plano en su propuesta de una novela morosa que atienda a un imperativo de autopsia. Es el material con el que el escritor construye un mundo de nuevas relaciones unitarias (O.C. 83, I, 523). Es imprescindible, pero no es objeto del goce estético: “La prueba de ello —escribe en Ideas sobre la novela— está en que el argumento de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y entonces no nos interesa. Una narración somera no nos sabe: necesitamos que el autor se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes” (O.C. 83, III, 393). 5 Esteban Polakovic, en La clave para la obra de E. Sabato (Buenos Aires, Ediciones Universidad del Salvador, 1981 pp. 28-29), clasifica a los personajes también en dos grupos, según su cercanía hacia el bien o hacia el mal: «—Los que están con el bien: una Georgina, limpia y pura, femenina; un Bruno, abúlico sí, pero fundamentalmente honesto, contemplativo y comprensivo de las necesidades de los demás hombres, que vive de los recuerdos de un amor perdido (Georgina): un D’Arcangelo que, a pesar de su pobreza, es pura bondad, comprensión y amor al prójimo; un Juancho que se sacrifica en la atención de su padre enfermo: “Bruno con una especie de tierna humildad comprendió que él, que había recorrido tierras y doctrinas, era inferior a aquel hermano que no lo había hecho nunca”, lo que equivale a decir que una buena acción vale más que millones de libros y conocimientos humanos; un Martín que “había dividido el amor en purísimo sentimiento y en repugnante sórdido sexo que debía rechazar, aunque tantas veces sus instintos se rebelaban”; - Los que estaban con el Mal: Alejandra presa de la carnalidad; Fernando, de espíritu satánico, nihilista y sádico, perverso por querer ser perverso; los Bordenave, los Molinari; los Pérez Nasif, que levan una vida hecha de dinero y pasiones carnales (hace milenios había dicho un sabio sánscrito: “Están torturando su alma con deseos insaciables y llenos de decepción, insolencia y orgullo”): Agustina, que no es otra cosa que una nueva edición de Alejandra; Nacho y muchos otros hundidos “hasta el cuello en la basura” que es el método usado por el

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los hechos externos de la trama, y en un segundo estrato más psicológico, que carga con el peso de la novela, en torno al conocimiento del otro y de uno mismo, que puede seguirse también con el esquema de héroe, agresor y víctima desde la primera función, con la que el héroe, escribe Propp, se aleja de casa. En seguida, a las pocas líneas de empezar la novela, el lector conoce lo que Martín piensa de su madre: «Volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre diciendo “existís porque me descuidé”. Valor, sí señor, valor era lo que le había faltado. Que si no, habría terminado en las cloacas. Madrecloaca» (p. 14). Es una referencia constante, como paradigma (y causa) de aquellas mujeres que detesta, con el recuerdo de su menosprecio, hacia él y hacia su padre, que lo llevan lejos de su casa, a vivir incluso en la calle, con la idea firme de alejarse lo más posible de todo aquello yendo al sur, a la Patagonia. Pero ese alejamiento de la casa, que le viene casi impuesto por la actitud de su madre, es también salir del encierro de sí mismo a partir de la esperanza de comunión que le da Alejandra a cuentagotas, cuando le dice que lo necesita, alternando esa petición suya con la prohibición de verlo más: «Pienso que no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito» (p. 27). Con lo que las dos variantes de la segunda función del cuento tradicional (la orden y la prohibición) aquí crean un juego de ambigüedades que apuntan a la complejidad que subyace en la novela, en torno a las limitaciones que le impone Alejandra para dejarse conocer: Nunca la conoceré del todo, pensó, como en una repentina y dolorosa revelación. Estaba ahí, al alcance de su mano y de su boca. En cierto modo estaba sin defensa ¡pero qué lejana, qué inaccesible que estaba! Intuía que grandes abismos la separaban […] y que para llegar hasta el centro de ella habría que marchar durante jornadas terribles, entre grietas tenebrosas, por desfiladeros peligrosísimos, al borde de volcanes en erupción, entre llamaradas y tinieblas. Nunca, pensó, nunca. Pero me necesita, me ha elegido, pensó también. De alguna manera lo había buscado y elegido a él, para algo que no alcanzaba a comprender. Y le había contado cosas que estaba seguro jamás había contado a nadie, y presentía que le contaría muchas otras, todavía más terribles y hermosas que las que le había confesado. Pero también intuía que habría otras que nunca, pero nunca le sería dado conocer. Y esas sombras misteriosas e inquietantes ¿no serían las más verdaderas de su alma, las únicas de verdadera importancia? (p. 70) Con lo que el héroe, Martín, se encuentra perdido, y turbado, porque también él la necesita a ella. No llega a entender nunca en qué consiste o debe consistir su acción, por qué dice ella que él la ayuda, y por qué tienen que dejar de verse; por qué Alejandra se castiga así, y se menosprecia, sin desvelarle lo que la atormenta. Por eso trasgrede la prohibición (la tercera función para este cuento), Príncipe de las Tinieblas para encadenar a su carro a los que viven exclusivamente de acuerdo con su carne. El sabio sánscrito había dicho: “Los pecados del Infierno son cadenas del alma”»

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e insiste, cuando Alejandra quiere perder el contacto, en mantener la relación, y seguir conociéndola un poco más, cuando se incorporan nuevos personajes, hasta que al final, con el última negativa de ella, la sigue hasta su encuentro con Fernando, que, de algún modo, culmina su conocimiento, tan exiguo. Pero en la trama de Sobre héroes y tumbas no aparecen las últimas funciones tradicionales del cuento que deberían continuar la trasgresión de la prohibición que lleva a cabo el héroe: principalmente el enfrentamiento entre el héroe y el agresor, que se decanta del lado del héroe, y la reparación de la fechoría inicial. Porque Sabato le niega a la novela la resolución fácil del cuento. El héroe, Martín, no puede tomar la iniciativa para el último enfrentamiento, que cerraría la trama. Queda —o le dejan— al margen, sin un papel: solo el de espectador lejano, que hace más ambiguo ese título de Sobre héroes y tumbas. Es Alejandra la que toma la iniciativa al matar a su padre y prenderse ella fuego. Pero Sabato hace del final de la historia también el principio de la novela, con el recorte de periódico de la noticia, que permite al lector adelantar algunas respuestas. En vez de cerrar de modo concluyente la trama, la deja abierta, con ese movimiento circular, sin una victoria al final, al menos desde la perspectiva de Martín, que tiene que reconocer, ya de manera definitiva, su derrota: «No te entiendo… Nunca te he entendido» (p. 224). El final, con el capítulo 4, que se abre a la esperanza, es su huida, el viaje al sur, a la Patagonia, para alejarse de todo: «Una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada» (p. 476). Como escribe Roberto Bolaño: «Al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur»6. En paralelo a la otra historia de la novela, que aparece intermitente, con la retirada de los restos de la Legión con el cadáver descarnado de Lavalle. Sin una reparación del mal. A lo sumo solo un consuelo, una pequeña vía de escape, como el encuentro con un perro también abandonado, piensa Bruno (p. 154), porque no hay marcha atrás. Como le dice una vez Alejandra a Martín, como un gesto que anuncia la tesis existencialista: «Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo. ¿Te das cuenta qué tremendo?» (p. 108). Polifonía sobre la incomunicación Es el desenlace, con el héroe relegado, lo que separa esta novela de la anterior de Sabato, de El túnel, en la que Juan Pablo Castel mata a María Iribarne para acabar con una trama tejida también sobre el problema de la incomunicación: «Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté»7, escribe el propio pintor al comienzo de su confesión, que es, también, el relato de los hechos, con un primer encuentro que parece casual, la búsqueda 6 Bolaño, Roberto. «El último lugar del mapa», Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2008 p. 255. 7 Sabato, Ernesto. El túnel, Madrid, Cátedra, 1998 p. 64.

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posterior, la desesperación ante la posibilidad de perderla («Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho»8) y el final trágico: El de los personajes femeninos, que repiten unos rasgos y una función en las dos novelas: Muy jóvenes, pero con una vida aciaga detrás que les ha dado una personalidad oscura y muy atrayente, funcionan como la única posibilidad de sacar al protagonista masculino de su soledad, de poderse comunicar de un modo casi trascendente, como escribe Castel: «Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo»9. Pero en El túnel el protagonista es el que mata a María Iribarne. En Sobre héroes y tumbas es solo un personaje secundario en la muerte de Alejandra, que afecta a la trama principal (la comunicación entre ambos) pero no forma parte de ella, con lo que es posible una salida para Martín. Las dos novelas responden a la misma obsesión por comunicarse, por encontrar en el otro una verdadera comunión que salve al individuo de la soledad, pero con su segunda novela la trama existencialista no agota las posibilidades del libro, y se constituye como marco de una nueva narración autónoma que ahonda en el conocimiento del mal con un nuevo protagonista y una nueva relación de hechos. Frente al argumento de El túnel, el papel secundario de Martín, que apenas interviene, permite resolver el final trágico (inevitable en Sabato) con una trama perpendicular, el «Informe sobre ciegos», y abrir una posibilidad más o menos nítida a la esperanza para el final del libro. Escribe: Si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo que vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos), ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada? (p. 201) En una lectura metaliteraria de Sobre héroes y tumbas el primero de los dos ámbitos para el conocimiento es la conversación, centrado (aunque hay otras) en la relación de Martín y Alejandra, que tiene un solo sentido, una dirección, porque es solo Martín el que necesita saber de Alejandra, buscando en el diálogo las respuestas que son las pocas brechas que le abre al diagnóstico escéptico del sofista Gorgias sobre la imposibilidad última de la comunicación: lo que permite al lector una primera aproximación, bastante confusa, a los problemas de Alejandra. Porque la réplica al nada existe, o nada podemos conocer, o nada podemos comunicar, de Gorgias, con Sabato no puede ser contundente. Escribe: «Aparecía atormentada y parecía como si él pudiese ofrecerle agua o algún remedio, algo que le era imprescindible, para volver una vez más a aquel territorio oscuro y salvaje en que parecía vivir» (p. 42). Porque ella es la pieza fundamental del Hamlet polifónico de la novela: todos en constante reflexión sobre sí mismos, buscándose en ellos y en los demás, con la duda siempre como 8 Ibidem p. 83. 9 Ibidem p. 162.

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incipiente. Con el dilema, de raíz existencial, que resuelve Alejandra también al final con la venganza: «¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él y que así cesen?»10, como se pregunta el personaje de Shakespeare, para sintetizar todos los temas que recoge la novela a partir de las situaciones límite de los protagonistas, dejando a un lado ese «Informe sobre ciegos» que la lleva a un nuevo plano al desvelar las causas últimas de su comportamiento. En el argumento principal de la novela, detrás de la incomunicación, está el individualismo radical, la soledad, la sensación de fracaso, el dolor, la incertidumbre, el pesimismo, el tedio y la culpa, la derrota y la muerte, que son las tumbas del título de la novela. Pero la inclusión del Informe para el desenlace hace que la tesis de Sabato vaya más allá de un mero tratado existencialista (lo que es El túnel) para buscar las respuestas en la metaficción, en la ficción consciente de sí misma, como un segundo nivel cognitivo, que queda enmarcada con la relación de Alejandra y Martín. Porque la novela, solo con su trama principal, con los primeros dos capítulos, queda necesariamente abierta, sin conclusiones absolutas: Un diálogo de voces autónomas, en igualdad de condiciones, sin jerarquías, como defiende Bajtin, no puede conducir a una síntesis superadora de las diferencias con la que echar el cierre. El papel epistemológico de la ficción Después de dejar de verse, Martín vuelve a ver a Alejandra dos últimas veces, a lo lejos, una inmediatamente después, tras seguirla, y la otra un poco más tarde, por casualidad. La primera, sentada en un banco, con su padre, Fernando, dados de la mano, y la segunda entrando ella sola en el departamento de Belgrano: dos escenas finales con las que él no puede llegar a reconstruir el desenlace de la vida trágica de la muchacha, del que se entera poco después, pero que para el lector, en la novela, son los dos puntos que abren y cierran el único sentido posible para reconstruir su vida. El «Informe sobre ciegos», con estos dos engarces en la trama primaria, revela, o insinúa, primero, la relación de Alejandra con su padre, y, en tanto que queda determinada por esa relación tortuosa, la propia vida de Alejandra: una explicación última, con el incesto y el asesinato y suicidio por orden de los ciegos. Porque, como elemento autónomo, el Informe es una alegoría surrealista11 sobre el mal, sobre lo irracional, con la investigación de Fernando, pero las dos pinzas con las que se agarra a la novela, que son las dos imágenes últimas con las que se queda Martín, abren la posibilidad de una interpretación metaliteraria. 10 Shakespeare, William. Hamlet, Barcelona, Octaedro, 1999, III, i 57-60, pp. 153-154. 11 Escribe en Hombres y engranajes. Heterodoxia (Madrid, Alianza Editorial, 2000 p. 73): «La sumersión en lo más profundo del hombre suele dar a las creaciones literarias y artísticas de nuestro tiempo esa atmósfera fantasmal y nocturna que sólo se conocía en los sueños.»

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El contenido del capítulo alude al conocimiento de los ciegos, símbolo del mal, que remite, a su vez, al ser humano, pero las dos escenas que insertan el Informe en la novela concentran la atención en Alejandra, como un elemento sustancial en la preparación vital de Fernando para penetrar en el mal, hasta convertirse ella (como él) en víctima y agresor. La explicación no se presenta de manera directa, sino tangencial, porque en el informe escrito por Fernando Vidal, que quiere ser objetivo, el tema central deja fuera a su hija. Pero contextualizado en la novela, Alejandra abre la puerta al Informe para mostrar su historia, porque —escribe Sabato en Hombres y engranajes— lo femenino (también María Iribarne en El túnel) es la noche, el caos, la inconsciencia, la vida, el misterio, la contradicción, la indefinición, lo romántico, lo existencial12: lo que rebasa a Martín, que, con un enfoque masculino (con los rasgos contrarios), no puede ir más allá que entrever los vértices del problema: «Como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín se repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos» (p. 243). Que es la nueva historia de Edipo buscada por Fernando, primero con su madre y luego con su hija, que se presenta como un informe. Pero que obviamente va más allá, porque para informar de la organización de los ciegos («un mundo de seres abominables»), para conocerla, necesita primero conocerse él, con un ejercicio de introspección exhaustivo, de saberse quién es exactamente, después de adentrarse más allá de los límites del tabú, que lo lleva a lo irracional, con las posibilidades del mal experimentadas por él mismo desde niño, desde que empezó a torturar animales, hasta que llega a identificarse con el mismo mal, que lo destruye (lo mata su hija) poco después de dar con su origen13. Sabato continúa el manifiesto que Rubén Darío esconde en la Sonatina. Escribe el modernista: «Parlanchina, la dueña dice cosas banales, y vestido de rojo piruetea el bufón. La princesa no ríe, la princesa no siente». De pronto es más exigente. No quiere la literatura insustancial, de entretenimiento, vacía; sino la de la introspección, la que funciona como un mecanismo único de conocimiento. En El túnel el apunte metaliterario, metaartístico, es una pequeña ventana pintada en uno de los cuadros que abre la posibilidad de comunión entre los dos protagonistas por ser los únicos que perciben las implicaciones (emotivas) de ese elemento, fuera de las líneas racionales que determinan el resto del 12 Sabato, Ernesto. Hombres y engranajes. Heterodoxia, op. cit., p. 169. 13 Escribe Marina Galvez Acero en Ernesto Sabato: la novela como conocimiento, Madrid, Universidad Complutense, 1974 pp. 20-21: «Para resolver este tremendo enigma del origen del mal dominador del mundo, el protagonista se proclama investigador y se cree una persona idónea para este cometido, porque se parece a ellos. Fernando se esfuerza en aclarar que él mismo es un canalla con todos los atributos necesarios al respecto. Aunque se justifica al decir que “¿cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura?”, o pensando que “… no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él”. Sus sentidos, interesados durante tanto tiempo en observarlo y estudiarlo, se han ido afinando hasta limitar su campo de acción a ellos. Poco a poco, la identificación va produciéndose hasta convertirse de perseguidor en perseguido y poseído».

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cuadro. Pero solo queda apuntada, sin un desarrollo propio, solo con su papel de cupido trascendental en la relación de ambos. En Sobre héroes y tumbas, en cambio, el marco (Alejandra) y el Informe tienen un contenido con el que Sabato se recrea con una reflexión estética —al margen de la trama existencial— que aparece también en los ensayos con los que fundamentó su paso a la literatura. Porque la biografía de Ernesto Sabato queda partida en 1945, con treinta y pocos años, cuando decide abandonar su carrera como físico, que apuntaba muy alto, para dedicarse a la literatura, tras su contacto, en París, con los surrealistas: «Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos, musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas»14. Ya escribí de ello una vez15: Las matemáticas eran para él una evasión de su existencia atormentada y apostó por el compromiso, por el testimonio, con las letras. Porque entiende la novela (la llamada novela existencial o existencialista, con una nueva dimensión metafísica16, no todas) como un modo de indagar en el hombre, de dar con su condición última («la exploración de las simas del corazón humano»), sin subordinarse a la coherencia o la unicidad, sin las limitaciones de la filosofía, que para él es lo puramente conceptual: «Los seres humanos —se defiende— no son piezas de ajedrez. […] Un ser humano es algo infinitamente más complejo para obedecer a normas meramente lógicas»17. Por lo que tienen que ser los personajes, como seres encarnados que se desarrollan en diferentes circunstancias (que son los caminos que quedan sin recorrer en la vida con cada elección), al adquirir unas aristas, unos matices nuevos, los que den con ese poder de penetración insólito, que va 14 Sábato, Ernesto. Antes del fin, Barcelona, Seix-Barral, 1999 p. 67. 15 Ferrari, Enrique. «El arte, única respuesta a los ciegos. Epistemología en Sábato», Espéculo nº 36, Madrid, julio-octubre 2007. En: http://www.ucm.es/info/especulo/numero36/ sabatoce.html 16 Escribe en El escritor y sus fantasmas (Barcelona, Seix Barral, 1997 pp. 82-83): «El Zeitgeist que filosóficamente se manifestó en el existencialismo, literariamente lo hizo en ese tipo de creación que en lo esencial se inicia con Dostoievsky, correlato fiel de aquella tendencia filosófica en el terreno de las letras, hasta el punto de que muchos afirman, con ligereza, que “la literatura se ha vuelto existencialista”, cuando en verdad surgió espontáneamente un siglo antes que se pusiera de moda, y siendo que no es tanto que la literatura se haya acercado a la filosofía como esta se ha acercado a la literatura. La novela fue siempre antropocéntrica, en tanto que los filósofos volvieron al hombre concreto precisamente con el existencialismo. Pero la verdad más profunda es que ambas actividades del espíritu concurrieron simultáneamente al mismo punto y por los mismos motivos. Con la diferencia de que mientras para los novelistas ese tránsito fue fácil, pues les bastó acentuar el carácter problemático de su eterno protagonista, para los filósofos fue muy arduo, ya que debieron bajar de sus abstractas especulaciones hasta los dilemas del ser concreto. Sea como sea, en el mismo momento en que la literatura comenzó a hacerse metafísica con Dostoievsky, la metafísica comenzó a hacerse literaria con Kierkegaard.» 17 Sabato, Ernesto. Hombres y engranajes. Heterodoxia, op. cit., pp. 74-75.

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mucho más allá de las ideas del autor que los ha creado18. Lo que dice Kundera: en las condiciones de las paradojas terminales todas las categorías existenciales cambian de pronto de sentido19.

En Sobre héroes y tumbas Sabato le deja la justificación a Bruno, el personaje más reflexivo: «Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos para eso, para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso. Alejandra, pensó. Y también: Georgina. Pero ¿qué, de todo esto? ¿Cómo? Qué arduo era todo, qué vidriosamente desesperado. Además no solo era eso, no únicamente se trataba de eternizar, sino de indagar, de escarbar el corazón humano, de examinar los repliegues más ocultos de nuestra condición» (p. 152). El hombre no es razón pura, advierte, sino una atribulada mezcla de razón, de emoción y de voluntad. El Informe, con una lectura metaliteraria de la novela en su conjunto, es el caso práctico de la reflexión de Bruno: porque en un segundo nivel en la ficción, como obra literaria en la realidad de la ficción, explica la existencia de Alejandra, se adentra en ella y muestra al lector lo que en el primer nivel, en la realidad de la ficción, ha sido imposible desentrañar: esa dramática pero maravillosa combinación de espíritu y materia, de alma y de cuerpo, escribe20. Obras citadas BOLAÑO, Roberto, «El último lugar del mapa», Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2008. FERRARI, Enrique, «El arte, única respuesta a los ciegos. Epistemología en Sabato», Espéculo nº 36, Madrid, julio-octubre 2007. GALVEZ ACERO, Marina, Ernesto Sabato: la novela como conocimiento. Madrid: Universidad Complutense, 1974. KUNDERA, Milan, El arte de la novela. Barcelona: Tusquets, 1987. ORTEGA Y GASSET, José, La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, Obras completas (Tomo III). Madrid: Alianza Editorial, 1983. ORTEGA Y GASSET, José, «Meditación del marco», Obras completas (Tomo II). Madrid: Alianza Editorial, 1983. ORTEGA Y GASSET, José, «Shylock», Obras completas (Tomo I). Madrid: Alianza Editorial, 1983. POLAKOVIC, Esteban, La clave para la obra de E. Sabato. Buenos Aires: Ediciones Universidad del Salvador, 1981. PROPP, Vladimir, Morfología del cuento. Madrid: Akal, 2001. 18 Sabato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas, op. cit., p. 152. 19 Kundera, Milan. El arte de la novela, Barcelona, Tusquets, 1987 p. 22. 20 Ernesto Sabato, «Poderío e impotencia de Einstein», Atenea, año 32, vol. 121, nº 360, Concepción, Chile, 1955.

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SABATO, Ernesto, Antes del fin. Barcelona: Seix-Barral, 1999. SABATO, Ernesto, El escritor y sus fantasmas. Barcelona: Seix-Barral, 1997. SABATO, Ernesto, El túnel. Madrid: Cátedra, 1998. SABATO, Ernesto, Hombres y engranajes. Heterodoxia. Madrid: Alianza Editorial, 2000. SABATO, Ernesto, «Poderío e impotencia de Einstein», Atenea, año 32, vol. 121, nº 360, Concepción, Chile, 1955. SABATO, Ernesto, Sobre héroes y tumbas. Barcelona: Seix Barral, 1999. SHAKESPEARE, William, Hamlet. Barcelona: Octaedro, 1999.

Enrique Ferrari Nieto C./ Rastrojo 1, 7ºA 47014 Valladolid [email protected]

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PARA UNA LECTURA DE KIERKEGAARD. Comunicación edificante y existencia Diego Giordano. Søren Kierkegaard Forskningscenteret No es que yo únicamente en instantes contados lo contemple todo aeterno modo, como dice Spinoza, sino que soy siempre aeterno modo. Muchos creen también que lo son cuando, habiendo hecho lo uno o lo otro, unen o median dichos opuestos. Pero esto es un malentendido, ya que la verdadera eternidad no yace tras un tal enten-eller, sino delante de éste. (Søren Kierkegaard, 1843)

Resumen: Podemos clasificar la vasta producción literaria de Kierkegaard en dos secciones: por un lado, las obras en las que Kierkegaard usó pseudónimos (comunicación indirecta) como “identidades” para comunicar varios puntos de vista filosóficos; por el otro lado, existen las obras con contenido religisoso firmadas por él mismo (comunicación directa). En medio tenemos los Diarios que, aunque pueden ser colocados esquemáticamente en la comunicación directa, sin embargo no están destinados al público lector. Sólo leyendo los Diarios con el tacto que se tiene que conceder a una obra privada, es posible poner en claro la dual obra de autor de Kierkegaard, además de el significado profundo atribuido por Kierkegaard a la comunicación escrita. Abstract: We can sort the vast Kierkegaard's literary poduction in two branches: on the one hand the works in which Kiekegaard used pseudonyms (indirect communication), employed as "identities" to communicate various philosophical points of view; on the other hand there are works with religious content, signed by himself (direct communication). In the middle we have the Journals that, although can be schematically set in the direct communication, nevertheless they do remain papers not intended for a reading public. Solely reading Journals with the tact that one has to grant to a private work is possible to make clear the Kierkegaard's dual authorship, as well as the deep meaning attributed by Kierkegaard to written communication.

1. Una problemática coherencia En una primera toma de contacto, la escritura de Kierkegaard puede que no parezca particularmente desagradable. Sin duda no lo es en el sentido en que quizá pueda serlo la de otros de sus contemporáneos, como Hegel o Schelling. La fascinación ejercida por el filósofo danés sobre numerosas generaciones de lectores se debe en parte, más allá del lugar común de la anticipación existencialista (cf. Vecchiotti, 2001, Introducción), al enorme poder comunicativo [301]

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de su prosa. El rechazo de una terminología ardua y de la construcción argumentativa enrevesada, típica de los “profesores de filosofía” (cf. Jesi, 2001, pp. 181-192 y Cavalletti, 2001, pp. 203-223), ponen de relieve hasta qué punto Kierkegaard es un filósofo sui generis. Si bien diversas obras como el Diario de un seductor o los Estadios en el camino de la vida puedan ser leídas sin una comprensión previa de categorías filosóficas específicas, uno no debe dejarse engañar por la aparente comprensibilidad de los escritos de Kierkegaard: las dificultades son tanto más grandes cuanto menos evidentes. Y se intensifican frente a una obra que «si es verdad que con frecuencia se muestra cómo se abre y qué pretende, — escribe Fabro (1980, p. 11; la traducción del italiano es mía) — no se ve siempre ni con semejante claridad cómo se cierra y qué se haya decidido». Más allá del primer impacto, y por cuestiones de diversa índole, nos hallamos frente a un pensamiento que refleja su propia complejidad en una producción amplia e inorgánica. Una carencia de homogeneidad que causa en el lector el efecto de un Solstik1, de un «golpe de sol», frente al cual sólo caben dos posibilidades: o bien sentirse atraído o bien provocar rechazo. Desde este punto de vista, el desmesurado Diario, que por definición constituye un conjunto de escritos privados desvinculados del imperativo de una escritura ordenada, se ha mostrado un instrumento ambivalente una vez ha pasado a formar parte del dominio público2. De un lado, porque permite ahondamientos significativos, por otro, porque subraya aún más el carácter ya de por sí poco lineal de un autor que ha declarado con frecuencia su aversión hacia cualquier tipo de construcción predeterminada. Los aspectos inmediatos y esenciales de la vida del individuo no pueden ser traducidos en ciencia. Los sistemas filosóficos no son capaces de dar cuenta de las profundas diferencias que caracterizan la vida de todo hombre. En su abierta toma de posición en contra de algunas filosofías de su tiempo, se muestran los tonos diversos y polémicos adoptados por el pensamiento kierkegaardiano: lanza invectivas despiadadas, hace llamamientos a la seriedad y el buen juicio o adopta una lúcida ironía, tal como se desprende del mero título de su Apostilla conclusiva no científica a las Migajas filosóficas, que parodia claramente la hegeliana “Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas en Compendio”. Kierkegaard ha hecho de un modo específico de producción y de escritura (piénsese en la utilización de seudónimos) el espejo de su reflexión. En las últimas páginas de la Apostilla conclusiva no científica, en la sección Una

1 Este término es utilizado en el Diario a propósito del efecto producido por el Cristianismo sobre el hombre natural. C. Fabro la reutiliza para referirse a la complejidad de la obra de Kierkegaard. 2 Recordamos que tras la muerte de Kierkegaard, acaecida en 1855, era posible acceder a casi toda su obra, pero no al Diario. Este último vio la luz con la publicación del primer número, ya en 1909, gracias al trabajo pionero de Barford, luego retomado con posterioridad por Gottsched.

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primera y última explicación (En første og sidste Forklaring, 1846), relacionada con el uso de seudónimos, leemos lo siguiente: Mi seudonimia [eller Polyonymitet, intrad.] no tiene una razón accidental vinculada a mi persona; corresponde esencialmente a la naturaleza misma de la obra. Las necesidades de la fabulación, la necesidad de seriar psicológicamente los diversos tipos de individualidades, han exigido el recurso al procedimiento poético que dispone de todas las licencias en materia de bien y de mal, de contrición o alegría desbordante, de desesperación o de orgullo, de sufrimiento o de lirismo, etc., licencia que no tiene otro límite que la lógica psicológica de la idea personificada, mientras que ninguna persona verdaderamente real se atrevería ni podría permitirse esta lógica en los límites morales de la realidad. La obra escrita es ciertamente mía, pero sólo en la medida en que he hecho hablar y oír a la individualidad real en su ficción, produciendo ella misma la concepción propia de la vida que representa (1962, vol. II, p. 423 / SKS AE, 569; traducción mía del italiano).

Resulta particularmente significativo el que Kierkegaard desarrolle poco a poco sus ideas en función de los problemas, de los acontecimientos y de las decisiones que debe afrontar. Esta forma de proceder está en consonancia con su reproche a los idealistas y a todos aquellos que especulan con categorías ajenas al espontáneo discurrir de la vida La exigencia “típicamente kierkegaardiana” de colocarse fuera de la multitud para reafirmar las peculiaridades del individuo (visto que “lo real es siempre singular”) se manifiesta en el ámbito de la reflexión filosófica, política, religiosa y social. De la misma manera, la producción escrita transcurre en un alternarse de identidades seudónimas, de estilos y formas literarias. En una valoración global, la inorganicidad con la que se presenta el texto de Kierkegaard puede ser considerada como indicio de una complejidad que supera la estricta actividad literaria. Parece, más bien, que el filósofo danés se hace reconocible precisamente por el hecho de no constreñirse a ningún esquema conceptual o marco teórico. Una hipótesis de lectura Los métodos de la comunicación kierkegaardiana son: a) la comunicación indirecta, a la cual corresponden las obras seudónimas; b) la comunicación directa, en la que podemos ubicar casi todos los escritos religiosos — Discursos edificantes (a saber, las obras firmadas). En cambio, la producción literaria de Kierkegaard se desarrolla en dos direcciones: A) las obras públicas, es decir, aquéllas que están destinadas a la imprenta, y que contienen tanto a como b ; B) la gran obra privada, y de forma específica, el Diario (en la que algunos incluyen erróneamente los Papeles — Papirer —, cuando lo correcto es exactamente lo contrario). La hipótesis que proponemos no quiere de hecho poner en tela de juicio la subdivisión que en parte el propio Kierkegaard elabora (por razones [303]

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sustancialmente diversas a las aquí expuestas), sino que tiene la intención de ofrecer una clave de lectura que, insistiendo sobre una doble — y no triple — repartición (obras públicas y obras privadas), reduce la subdivisión de sus escritos con el propósito de permitir un análisis más lineal. Pese a que los escritos que componen el legado de Kierkegaard sean de tres tipos (obras seudónimas, discursos edificantes y “papeles”), no es correcto, en nuestra opinión, atribuir también al Diario el título de comunicación directa, en el mismo sentido que las obras publicadas por el filósofo danés con su nombre. El Diario y más en general los Papirer son una “cuestión privada” (tanto es así que permanecieron inéditos). Asimismo, tampoco se puede aseverar que pertenezcan a la «comunicación directa» por la mera circunstancia de que su autor no hizo uso de seudónimos. Con el Diario Kierkegaard no ha querido en modo alguno comunicar a otros, delegando esta función a las obras que recibieron el placet para su publicación, en las que sí cabría detectar una voluntad comunicativa específica. De este modo, la subdivisión incluiría dos grandes secciones, por un lado los Papeles en su conjunto, por otra las obras efectivamente publicadas —no importa si con un nombre ficticio o no dado que los contemporáneos conocían perfectamente a quién atribuir su autoría—. Teniendo presente esta indicación es posible evitar el error de atribuir a un mismo grupo de escritos y anotaciones privadas, que por añadidura es además muy amplio, una intención filosófica concreta. Pero el mismo discurso sirve, aunque de otra manera, si se intercambia el pensamiento publicado por medio de seudónimos con el pensamiento de su autor real. Kierkegaard (1846) precisa de modo oportuno: Mi relación con la obra [o sea con la producciones seudónimas] es aún más exterior que la de un poeta que crea personajes, y sin embargo es él mismo el autor. Yo soy, en efecto, impersonal o personalmente en tercera persona un apuntador que ha producido poéticamente autores cuyos Prefacios son también producción de ellos, así como lo son sus propios nombres. Por eso, no hay en los libros seudónimos ni siquiera una sola palabra que sea mía […] (ibid.)

La lectura comparada y la lógica intrínseca de las obras pertenecientes a las líneas productivas A y B ofrecen, bajo muchos puntos de vista, la clave de acceso a la comprensión de este filósofo. C. Fabro en el ensayo introductorio a los Las obras del amor (cf. Fabro, 2003) reconoce que la Kierkegaard-Renaissence, que también había dirigido inicialmente su interés hacia las obras seudónimas, en exclusiva, admite algún tiempo después que éstas no pueden permanecer aisladas del Diario y de los Discursos edificantes. Además, la naturaleza poliédrica de los intereses de Kierkegaard acrecienta la dificultad inherente a la lectura de sus escritos. Kierkegaard es consciente de ello cuando afirma que «quizás la desgracia de mi existencia consista en que me intereso por demasiadas cosas sin llegar a ninguna decisión; ninguno de mis intereses se subordina a otro, todos se dan la mano» (Kierkegaard, 1835, SKS AA:12, 20). También este aspecto puede ser encuadrado en el contexto de los [304]

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modos de producción, en coherencia con lo que el filósofo danés viene afirmando (cf. Fabro, 1979, p. 60). La cita tomada de Enten-Eller, con la que hemos abierto nuestro trabajo, apoya la imagen de un Kierkegaard que, poniéndose antes y delante de cualquier elección, se alimenta de la posibilidad que antecede a cualquier elección. Leemos en el Diario: «¡Tremendo, qué no puede desarrollar un hombre el mantenerse firme sobre el puesto y ser parado sólo por la posibilidad!» (Kierkegaard, 1962, vol. I, 446; traducción mía del italiano). El enten-eller no consiste en un aut-aut en el que uno está obligado a elegir, sino que es el conjunto formal de toda posible elección. Una perspectiva que no es ni interna ni externa, pero que de alguna forma viene ya elegida e infinita por motu contrario. Desde este punto de vista, es plausible la analogía con Nietzsche quien, en el marco de su doctrina del eterno retorno, concibe el hombre como Ecken-steher, es decir, como aquél que está en un ángulo (del mundo) detrás del cual no puede ver jamás. Y Kierkegaard escribe (2006, pp. 62-63 / SKS EE1, 48): No parto de mi axioma, ya que si partiese de él me arrepentiría, y si no partiese de él, también me arrepentiría [...]. Si yo partiese de mi axioma, ya nunca podría detenerme, pues, si no me detuviese, me arrepentiría, y si me detuviese, también me arrepentiría, etc. Ahora, en cambio, como nunca parto, siempre puedo detenerme, pues mi eterna partida es mi eterna detención. La experiencia ha mostrado que comenzar no es en modo alguno tan difícil para la filosofía. Ni mucho menos; y es que comienza con nada y, así, puede siempre comenzar. En cambio, aquello que resulta difícil a la filosofía y a los filósofos es detenerse. Incluso esta dificultad he evitado; pues, si alguien pensase que cuando ahora me detengo, realmente me detengo, mostraría que no tiene un concepto de lo especulativo. Lo cierto es que no me detengo ahora, sino que me detuve cuando comencé.

El núcleo temático del pensamiento kierkegaardiano En Kierkegaard es constante un núcleo temático bien preciso que, lejos de estar en contradicción con sus múltiples intereses — más bien en virtud de esta plurivalencia interna — se configura como el trait d’union, el hilo rojo, el fundamento en torno al cual gira cada una de sus reflexiones. Tanto en los escritos publicados como en el Diario, tanto en las cartas como en los artículos periodísticos, el filósofo danés tiene siempre presente al individuo singular (den Enkelte), destinatario ideal de un mensaje humano. Sólo en cuanto individuo, el hombre puede relacionarse con Dios; y sólo en relación con Dios puede hacerse (convertirse) en verdadero cristiano, libre y responsable. El individuo que olvida a Dios está destinado a perderse en la multitud anónima, en una exterioridad desprovista de significado. Por decirlo con V. Melchiorre, la estrategia3 adoptada por Kierkegaard parece dirigida a provocar el 3 Esta hipótesis, así como el debate más amplio concerniente a la cuestión de la verdad en

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fin de la «época de los individuos»4. Se pone así de relieve el rechazo de la “tradición metafísica” fundada sobre lo que Derrida ha denominado (en De la gramatología) el “logocentrismo”, a saber, el privilegio desmedido que la filosofía ha atribuido siempre al logos como lugar de la verdad y la certeza. Para Kierkegaard la verdad se encuadra en una perspectiva indiscutiblemente hermenéutica; la verdad forma parte del cuidado del sujeto-hombre, en cuanto es siempre «verdad para mí». Kierkegaard se pone como alférez de la íntima necesidad de conquistar la relación, auténtica y real, con un Dios que no sólo sea objeto de investigación (o mejor, que no lo sea del todo), sino que también sea vivido en Su contemporaneidad e irreductibilidad. Como C. Fabro (1980, p. 10) hace notar, con este filósofo no se trata tanto de una «doctrina» como con el sonido de una «voz»; Kierkegaard es un “Jano bifronte”, un espíritu profundamente dialéctico, en el que conviven contrastes superables tan sólo a la luz de un recorrido que asuma como su modelo de investigación la Cruz, el Verbum crucis5. El fondo de toda la obra de Kierkegaard resulta así ser intrínsecamente religioso. En la religión la existencia se califica como verdadera y única posibilidad del hombre; enten que, en el camino del Cristianismo, “elimina” eller y se revela como auténtica y única elección. El ideal proclamado por Kierkegaard es el de pedir una sola cosa: la proximidad con Dios, estar a solas con Él, atenerse a su presencia. Los rasgos “demasiado humanos” de Kierkegaard se muestran explícitamente en la indisoluble unidad de pensamiento y vida, objetivo que no ha sido ocultado por un filósofo que parece, paradójicamente, ser el mejor y más coherente intérprete de aquel conocido principio hegeliano — a quien tanta aversión profesaba, por cierto —, según el cual «das Äußere ist das Innere». Con plena conciencia, Kierkegaard declara en los Papeles que «un día, no sólo los escritos, sino también mi vida y todo el complicado secreto de su maquinaria serán minuciosamente estudiados» (1847, SKS NB3:22, 256). En la actualidad el estudio sobre Kierkegaard ha asumido como tarea propia aquello que Jaspers denominaba la Existenzerhellung, la “clarificación de la existencia”, colocándose así un punto de referencia invariable con el cual resulta obligado confrontarse, tanto para desarrollar como para combatir la dirección dada a la conciencia contemporánea. Kierkegaard, ha sido discutido durante el III Congreso Internacional de la Sociedad Italiana de Estudios Kierkegaardianos (S.I.S.K.), Catanzaro, mayo 2005, cuyas actas serán publicadas en breve. 4 La expresión es de Nietzsche. 5 Para las relaciones de Kierkegaard con la mística véase el breve excursus presente en Spera S. (1983), Introduzione a Kierkegaard, Bari: Laterza, 51-59, y el amplio estudio de Mikulovà Thulstrup M. (1977), Kierkegaards møde med mystik gennem den spekulative idealisme. In Kierkegaardiana, X: 7-39.

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Repercusiones futuras aparte, Kierkegaard ha desempeñado una función de primer orden en el clima cultural de la Dinamarca de su tiempo (movimientos reformistas, polémicas, medidas políticas, influencia del romanticismo y del idealismo, crisis de la Iglesia, etc.). A la manera de su obra lille Land, «la pequeña tierra», solía referirse a la Dinamarca surgida tras la pérdida de Noruega y de Islandia en 1814, asumiendo con ello una posición destacada en la exploración del “hombre interior”. Bibliografía Cavalletti A. (2001), Il metodo della scrittura indiretta. In: Jesi F., Kierkegaard. Torino: Bollati Boringhieri. Fabro C. (1979) ed., Kierkegaard S., Scritti sulla comunicazione. Roma: Edizioni Logos. Fabro C. (1980), Introduzione a S. Kierkegaard. In: Kierkegaard. S., Diario. 3º Edición. Brescia: Morcelliana. Fabro C. (2003), Saggio introduttivo. In: Kierkegaard S., Atti dell’Amore. Milano: Bompiani. Jesi F. (2001), Influenze e leggibilità di Kierkegaard (apéndice). In: Cavalletti A. ed., Kierkegaard. Torino: Bollati Boringhieri, 181-192. Kierkegaard S. (1955), Diario íntimo. Buenos Aires: Salvador Rueda. Traducción del italiano de Mª Angélica Bosco. Kierkegaard S. (1962), Postilla non scientifica. Bologna: Zanichelli. Edición y traducción de C. Fabro. [1846]. Kierkegaad S. (1962), Diario. Brescia: Morcellina. Edición y traducción de C. Fabro (2º edición). Kierkegaard S. (2006), O lo uno o lo otro. Madrid: Editorial Trotta. Edición y traducción de Begonya Saez Tajafuerce y Darío González. [1843]. Kierkegaard S. (1997-) Søren Kierkegaards Skrifter (SKS). Copenhague: Gads Forlag. Editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff, Anne Mette Hansen y Johnny Kondrup. Vecchiotti I. (2001), Introduzione. In: Kierkegaard S., In vino veritas. Bari: Laterza.

Diego Giordano [email protected] Søren Kierkegaard Forskningscenteret ved Københavns Universitet (Teologiske Fakultet) Farvergade 27 D - DK-1463 København K - Danmark École Pratique des Hautes Études Rue de Lille 46 75007 Paris. France

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LA OPOSICIÓN DE PASIONES Y SU SUPERACIÓN EN EL TRATO SOCIAL SEGÚN HUME: FAMILIA, CASTIDAD Y CORTESÍA∗ Ana Marta González. Universidad de Navarra Resumen: En este artículo se trata de hacer explícito el modo en que opera el principio del equilibrio de pasiones, que Hume pone en juego tanto para explicar la formación de la institución familiar como para explicar la formación de la sociedad civil. El uso consistente de este principio justifica considerar la filosofía moral de Hume como referente de una teoría psico-social de la génesis de las instituciones. Abstract: in this paper I try to make explicit the way in which, according to Hume, the family as an institution emerges from the operation of a principle that could be called “the principle of the balance of passions”; I also attempt to show the way in which civil society somehow becomes possible insofar as it represents an artificial replication of that natural balance. The consistent use of that principle justifies regarding Hume’s moral philosophy as a reference point for a psycho-social genesis of social institutions.

Introducción Dentro de los estudios más recientes sobre la ilustración se registra un marcado interés por el modo en que los propios autores ilustrados fueron advirtiendo en la aparición de la sociedad civil un camino específico de progreso o civilización: no sólo a causa de la estrecha conexión entre desarrollo económico y sociedad civil, sino también a causa de los efectos específicamente civilizadores que, sobre la psicología humana debía tener el desarrollo de un espacio social intermedio entre familia y política1. En este contexto, el pensamiento moral y político de Hume resulta especialmente significativo. ∗ Este trabajo forma parte del proyecto de investigación "Razón práctica y ciencias sociales en la ilustración escocesa" (HUM2006-07605), financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología del Gobierno de España. 1 “La economía política fue la llave a lo que la Ilustración pensó explícitamente como ‘el progreso de la sociedad’. Pero el progreso de la sociedad no era sólo una cuestión de mejora material. Acompañando la invetigación en economía política había una tercera preocupación, más general, por investigar la estructura y los modales de las sociedades en las distintas fases de su desarrollo, con el fin de recorrer y explicar el proceso histórico como un tránsito del ‘barbarismo’ al ‘refinamiento’ o la ‘civilización’. El ámbito de esta investigación era potencialmente amplio, abarcando los modales en toda su variedad, el auge y refinamiento de las artes y las ciencias, las relaciones morales, incluyendo aquellas entre los sexos, las formas de propiedad, incluyendo el ejercicio de derechos de propiedad sobre el trabajo de otros, y los medios para el castigo. Resultó que muchas de estas cosas

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Según Hume, la toma de conciencia de las ventajas anejas a la vida social resulta no tanto de una reflexión teórica sobre las virtualidades de la vida social, cuanto de la experiencia práctica que adquirimos, sin necesidad de proponérnoslo, de manera natural, en el seno de una familia. En pocas palabras, esta experiencia puede describirse como la posibilidad de superar el conflicto entre pasiones egoístas y altruistas, que se da en todo ser humano, mediante un cierto equilibrio de pasiones, que admite y adopta una forma institucional denominada familia, la cual se presenta como un referente natural para otras formas institucionales con las que se persigue lograr un equilibrio análogo mediante cierto artificio. En ambos casos se pone en juego lo que Christopher Berry ha denominado “principio homeopático”, según el cual, sólo una pasión puede restringir a otra pasión2, ya sea de manera natural ya mediante algún artificio. En lo que sigue, he tratado de ilustrar, con los propios textos de Hume3, el modo en que este principio permitiría explicar la formación de la institución familiar, y su específica contribución a la formación de la sociedad civil, a saber: en cuanto principio impulsor de la introducción de las normas convencionales de cortesía. Según esto, el principio homeopático resulta una clave interpretativa de la teoría psico-social implícita en la filosofía moral de Hume. 1. El equilibrio de pasiones en la familia El deseo de sociedad, del que Hume habla frecuentemente con carácter general, se concreta en primer término en la comunidad familiar. Precisamente en la familia los dos factores que se demuestran cruciales en la operación de la simpatía —semejanza y contigüidad— adquieren un relieve especial4. Por de pronto, la comunidad familiar se basa originariamente en la satisfacción de un deseo natural, como es el apetito entre los sexos, que, según explica Hume, se caracteriza porque más allá de sus síntomas peculiares, inflama cualquier otro principio de afecto5. Como ha subrayado Christopher J. Berry, esto nos da una idea del importante papel que la economía psíquica de la sexualidad desempeña en la configuración de la entera vida social6. estaban estrechamente relacionadas con la cuestión de cuáles formas de gobierno se asociaban a las distintas fases del desarrollo”. Robertson, J., The Case for Enlightenment. Scotland and Naples 1680-1760, Cambridge University Press, 2005, p. 29. 2 Cf. Berry, C. J., “Lust Women and Loose Imagination: Hume’s philosophical anthropology of chastity”, History of Political Thought, vol. Xxiv, nº 3, Autumn 2003, 413-433, 429. 3 Usaré las siguientes abreviaturas para las obras de Hume: Treatise of Human Nature, T. ; Enquiry of the principles of Morals: EPM; Essays Moral, Political and Literary, Essays. Para los textos en el cuerpo del artículo se emplean las ediciones en castellano recogidas en la bibliografía. 4 Cf. T. 2.1.11, 322-3. 5 Cf. T. 3.2.1; SBN, 481. 6 Cf. Berry, C. J., o.c.

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Para Hume, el apetito sexual está en la base de la unión entre varón y mujer, bien entendido que, como advierte Berry, no se trata de simplemente de la unión física, puesto que Hume considera que a dicho apetito se debe también lo que “preserve la unión entre ellos”7: por consiguiente no se limita a uniones puntuales y sin trascendencia, sino que incorpora un principio de continuidad. Esto permite cualificar la relación entre los sexos como “amor”, en el sentido preciso que Hume reserva a este término: una pasión compuesta, a medio camino entre el simple apetito, por una parte, y la amabilidad y estima, por otra8. En todo caso, la comunidad familiar posteriormente se desarrolla y refuerza mediante un nuevo vínculo, a saber, la “preocupación por la prole común”9. Este nuevo vínculo entre varón y mujer, basado ya no directamente en el apetito sexual sino en los hijos, se convierte a su vez en un principio de unión entre padres e hijos, al que se debe una nueva y más numerosa sociedad, en la que ya hay lugar para experimentar una característica oposición y equilibrio de pasiones: la que se da entre autoridad natural —basada en superior fuerza y sabiduría— y afecto natural por los niños —que, como es sabido, Hume sitúa entre las pasiones naturales10. Precisamente la familia constituye una institución o forma de vida social en la que ambas pasiones se estabilizan de manera natural. Posteriores formas institucionales tratarán de lograr un equilibrio análogo, con la introducción de ciertos artificios11. La oposición y el equilibrio de pasiones logrado en la familia no se limita a los padres sino que alcanza también a los hijos. En efecto, como hemos apuntado, para Hume el solo hecho de nacer y vivir en la familia hace que los individuos lleguen a hacerse conscientes de las ventajas derivadas de la sociedad. La costumbre y el hábito hacen su trabajo en la mente de los niños, los “moldea” poco a poco, puliendo los aspectos más duros de su carácter, así como los afectos improcedentes que impiden su coalición12. De este modo no sólo adquieren un conocimiento práctico de las ventajas de la vida social, sino que quedan adecuadamente dispuestos para alcanzarlas.

7 T.3.2.2; SBN, 486. 8 Cf. T. 2.2.11; SBN, 395. Cf. Berry, p. 420. 9 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486. 10 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486. 11 Así lo advierte Baier: “En la historia que Hume relata en el Treatise, es sólo a causa de nuestra naturalreza biológicamente dada, y algunos aspectos suyos que podemos aprobar y, en esa medida, llamar virtudes, por lo que podemos moralmente crear los artificios que de hecho hacemos. No creamos o inventamos ex nihilo, sino a partir de potencialidades presentes en la naturaleza, y todas nuestras creaciones, aunque no directamente modeladas a partir de ellas, reflejan y de hecho repiten rasgos presentes en la estructura social no artificial, la familia natural”. Baier, A., “Hume’s account of social artifice —its origins and originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, Aldershot, Ashgate, Dartmouth, 2001, 291-312, p. 303. 12 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486.

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Subrayar este punto es importante para advertir en qué sentido Hume rectifica a Hobbes o a todos aquellos autores que habrían caracterizado al ser humano principalmente en función de sus pasiones egoístas13. Sin dejar de reconocer la existencia de tales pasiones, Hume, sin embargo, quiere equilibrar un poco más el cuadro. Para ello llama la atención sobre el hecho de que, en la vida ordinaria, la mayor parte de las veces los afectos familiares sobrepujan al interés por los propios asuntos individuales, y toma esto como un dato de experiencia con el que se puede rechazar la visión hobbesiana del hombre como un ser naturalmente egoísta14. Ciertamente, a esto cabría replicar que su apelación a “la experiencia común” toma en consideración a un hombre ya socializado, en el que ya han tenido oportunidad de surtir efecto los sentimientos sociales, mientras que con la hipótesis de un estado de naturaleza, marcado ante todo por el deseo de preservar la propia vida, Hobbes se dirige precisamente a mostrar por qué razón el hombre querría entrar en sociedad en primer término. Pienso, no obstante, que, despojados de pretensiones metafísicas, ambos planteamientos —el de Hobbes y el de Hume— son relativos a distintas situaciones socio-históricas —en el caso de Hobbes la experiencia de la guerra civil inglesa, en el de Hume la experiencia del desarrollo de la sociedad comercial—, y, en esa medida, tan compatibles como incomparables. Con todo, cara a explicar el surgimiento de la sociedad civil a partir de la familia, el planteamiento de Hume tiene un interés especial. Pues él se esfuerza en mostrar cómo los elementos que hacen posible la cooperación social en primer término, se encuentran prefigurados en la vida familiar15.

13 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486. 14 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486-7. 15 Sobre esto ha insistido Baier: “La familia natural proporciona la experiencia de los beneficios de la cooperación y da a sus miembros el crucial conocimeinto de que hay condiciones en las que podemos confiar y trabajar con otros para beneficio mutuo. Lo que es más, en la interpretación que hace Hume de ella, encontramos dentro de la familia natural ‘los rudimentos de la justicia’ (T 493), no sólo en la cooperación misma, y en ese acuerdo tácito de coordinarse que figura lo que Hume llama ‘convención’, sino también en precedentes de artificios específicos, del contenido de convenciones específicas. En la familia hay una prefiguración primitiva de la propiedad (T493), de la fidelidad a un cierto tipo de tarea (T571), y de gobierno mixto, cuando 0los padres gobiernan a causad e su superior fuerza y sabiduría, y al mismo tiempo se reprimen en el ejercicio de su autoridad por el afecto natural que tienen a sus hijos’ (T 486).Uso la palabra ‘prefiguración’ (foreshadowing), porque estas anticipaciones familiares de específicos artificios sociales, siguiendo la terminología de Hume en el Treatise (p. 540), cuando dice que los líderes militares que asumen el mando en tiempo de guerra, antes de que se instituyan los gobiernos, disfrutan de una ‘sombra (shadow) de autoridad’, de forma que ‘los campos de batalla son las verdaderas madres de las ciudades’, esto es, de las comunidades gobernadas. (La metáfora biológica y femenina de Hume es aquí digna de mención)”. “Hume’s account of social artifice —its origins and originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, p. 306

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Por ejemplo, es en la familia donde por vez primera experimentamos la eficacia de la convención social básica, sobre la que descansa, según Hume, la entera vida social: la convención acerca de la estabilidad de las posesiones, gracias a la cual la pasión por adquirir se restringe a sí misma16. Además, la familia se presenta también como el lugar donde se adquiere la primera educación moral y se refuerzan los sentimientos morales; en particular, donde se inculca y desarrolla el sentido del honor y del compromiso, tan necesarios para el mismo sostenimiento de la sociedad17. En efecto: según Hume, la familia, como agente educador, desempeña un papel crucial en el asentamiento de sentimientos de honorabilidad, gracias a los cuales se refuerza la cohesión moral de la sociedad. Precisamente en este punto, Hume incorpora a su reflexión una consideración de género, en la que se pone de manifiesto la estrecha interdependencia de familia y sociedad civil. Concretamente, Hume advierte que, así como en el caso de los hombres el honor se asocia principalmente a guardar la propia palabra y a la valentía, en el caso de las mujeres se asocia de manera particular a la castidad18. En ambos casos, dice Hume, la preservación del honor depende en buena parte de que se cumplan una serie de convenciones que guardan las apariencias19. Sin embargo, hay una significativa diferencia entre las convenciones que preservan el honor de los hombres y el de las mujeres: “Si comparamos ahora entre violaciones abiertas de las leyes del honor y violaciones disimuladas, veremos que la diferencia se encuentra en que, en el primer caso, el signo del que inferimos la acción censurable es único, y basta por sí solo para fundamentar nuestro razonamiento y juicio, mientras que en el segundo caso los signos son numerosos, y de ellos nada o bien poco se sigue cuando se presentan aislados y sin la compañía de muchas y minúsculas circunstancias, casi imperceptibles. Lo cierto es que un razonamiento es siempre más convincente cuanto más singular y unido se presenta a la vista, y menos trabajo da a la imaginación para reunir todas sus partes y pasar de ellas a la idea correlativa, que forma la conclusión. La labor del pensamiento perturba, como veremos enseguida, el curso regular de los sentimientos. La idea no nos impresiona con tanta vivacidad, y por consiguiente no tiene tanta influencia sobre la pasión y la imaginación”20. (T. 1.3.13; SBN, 152-3).

Mientras que el honor de los hombres se preserva o se pierde en acciones singulares, el honor de las mujeres, dice Hume, se preserva o se pierde en función del cuidado o la negligencia en atender a una multitud de signos, algunos casi imperceptibles, relativos al trato entre los sexos. Éste sería el modo que habría encontrado la sociedad de asegurar esta virtud: vincular la buena o mala 16 Cf. T. 3.2.2; SBN, 493. 17 Cf. T. 3.2.2; SBN, 499-500. 18 Cf. T. 3.2.12; SBN, 573. 19 Cf. T. 1.3.13; SBN, 152-3. 20 Cf. T. 1.3.13; SBN, 152-3.

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reputación al cumplimiento estricto y fiel de una multitud de pequeñas y onerosas convenciones, relativas a “toda esa modestia exterior que requerimos en las expresiones, forma de vestir y comportamiento del bello sexo”21: tomadas individualmente, tales convenciones son signos que no dicen mucho; pero tomados en conjunto sugieren en el espectador una idea general acerca de la conducta de una persona: en este caso particular, de su conducta sexual. 2. Las convenciones sociales sobre la castidad y modestia de las mujeres Según Hume, todas esas normas convencionales relativas a la castidad de las mujeres, a las que va vinculada su honorabilidad social, tienen su último origen en el deseo de proteger la institución del matrimonio, cuya utilidad social, como iniciadora de la familia, y, por tanto, como inductora del proceso de socialización, es indudable22. Para Hume, estas normas sirven a la institución del matrimonio en la medida en que aseguran a los hombres la paternidad sobre los hijos: según esto cabría decir que, a pesar de su origen artificial o convencional, tienen una base natural, más o menos remota. Esto último debe entenderse bien: para Hume lo natural no son tales normas —él es explícito al respecto23— sino aquello que dichas normas tratan de proteger —el deseo de la certeza de la prole, que experimentan los padres, y que Hume — siguiendo en esto una larga tradición iusnaturalista— considera clave para la solidez de la institución. Como ha observado Berry, el argumento de Hume tiene sentido si consideramos que en otras culturas el mismo fin social —asegurar la paternidad de los hijos— se consigue mediante otras convenciones: por ejemplo, mediante harenes guardados por eunucos24. Cuestión distinta es si el fin por sí solo permite discriminar entre convenciones mejores o peores. En todo caso, Annette Baier hace notar que Hume habla de “convenciones voluntarias de los hombres (men)”, es decir, varones25. Según esto habrían sido los varones los que habrían convenido en las reglas a las que deben someterse las mujeres para preservar intacta su honra (la de las mujeres) y, de ese modo, 21 T.3.2.12; SBN, 570. 22 Vid también Tocqueville: “Nunca existieron comunidades libres sin moral, y, tal y como he señalado en la parte anterior de esta obra, la moral es obra de las mujeres. Consiguientemente, todo l oque afecta a la condición de las mujeres, sus hábitos y sus opiniones, tiene gran importancia política a mis ojos”. Tocqueville, A., Democracy in America, vol. II, capítulo IX, p. 209. 23 Por de pronto, situándolas en la parte dedicada al examen de “virtudes artificiales”. Cf. T.3.2.12; SBN, 570. 24 Cf. Berry, C. J., “Lust Women and Loose imagination”, 423. 25 A este respecto, Baier se pregunta si el matrimonio, tal y como es descrito en el Treatise, libro 3, parte 2, sección 12, cumple los requisitos que él mismo señalaba anteriormente acerca de los artificios socialmente aceptables, a saber: que sea infinitamente ventajoso para el todo social y cada una de sus partes. Cf. Baier, “Hume’s account of social artifice — its origins and originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, p. 309.

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salvaguardar la institución del matrimonio. Interpretando de este modo el texto de Hume, Baier pretende presentarle como un crítico sutil del status quo, una interpretación que ha suscitado algunas controversias y en la que resulta difícil tomar partido, aunque sólo sea porque los restantes textos en los que Hume se pronuncia sobre estas cuestiones son escritos muy retóricos, de modo que tan pronto pueden leerse en un sentido o en otro. Lo único cierto es que Hume sostiene de manera explícita —y en perfecta consonancia con el tenor general de sus demás escritos— que las normas convencionales relativas a la castidad de las mujeres servían originalmente para asegurar a los padres que los hijos a los que dispensan sus cuidados son realmente suyos26. Esto último es importante si recordamos que la consanguinidad cuenta como uno de los más poderosos principios de afecto, y el afecto a los hijos, a su vez, es una de las pasiones a las que se debe el peculiar equilibrio propio de la vida familiar. En todo caso, el argumento de Hume parte de una doble observación: la infancia de los seres humanos es prolongada y ambos sexos —no sólo el sexo femenino— muestran una inclinación a cuidar de sus hijos27. De esa observación infiere que debe haber una unión de ambos sexos lo suficientemente duradera como para que pueda cubrirse la educación de los hijos. La naturaleza de ese “debe” es mixta: pues de entrada parece una necesidad natural —la satisfacción de una inclinación—; sin embargo, se trata de una necesidad natural que debe vencer ciertos obstáculos, y que, por esa razón, requiere un complemento psicológico: la creencia en la paternidad de los hijos: no sólo en razón de ideas patriarcales acerca de la línea de descendencia y herencia, sino también porque, como hemos dicho, la consanguinidad refuerza el afecto de los padres por los hijos, uno de los factores a los que cabe apelar para sostener la virtud de la castidad tanto en varones como en mujeres. En efecto: supuesto que se resienta el amor —que opera como principio de unión duradera entre los sexos, el afecto a los hijos, que nos mueve a querer su bien, y, por tanto, a acompañarlos en su proceso de educación, puede operar todavía como un estímulo para guardar la fidelidad, en la medida en que impone una restricción al deseo individualista de placer. Ahora bien, en el caso de la mujer la seguridad en la maternidad de los hijos no ofrece problemas: la anatomía evita cualquier duda al respecto; pero sí puede ofrecerlo en el caso de los hombres. Y es en este punto donde entran las convenciones sociales sobre la castidad de las mujeres, entendida en primer lugar, en sentido estricto, como fidelidad al lecho matrimonial28. Esta fidelidad, 26 Cf. T. 3.2.12; SBN, 570-1. 27 Cf. Berry, C. J., “Lust women and loose imagination”, p. 418. 28 Excede el propósito de este artículo el examinar la interesante cuestión de cómo se ve afectado este argumento por la introducción de tecnologías reproductivas, las cuales tan pronto introducen en las mujeres un factor de incertidumbre respecto al origen de la prole, como la anulan, también para el caso de los hombres —por ejemplo con pruebas de dna. Lo

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argumenta Hume, no puede lograrse mediante la imposición de castigos penales a la mujer que falte a la fidelidad, por la obvia razón de que tales castigos no pueden infligirse sin prueba legal, que es difícil de conseguir en estos casos29. Lo único que puede hacerse, para disuadir a las mujeres de la infidelidad, es asociar la mala reputación a esa conducta30. Invocando la buena o mala reputación, Hume incorpora a la argumentación un principio altamente valorado en su filosofía moral y que no carece de precedentes clásicos: una de las definiciones de virtud que ofrece Aristóteles es la de “hábito digno de elogio”. Ahora bien, cabe preguntar: ¿es tal cosa suficiente? En particular, ¿es suficiente la amenaza de futura mala reputación para sobreponerse a la pasión presente? Probablemente no, y por eso se asocia la mala reputación no sólo a las violaciones del lecho conyugal, sino también al comportamiento ligero por parte de las mujeres, punto en el que entran en juego todas las convenciones sociales que se refieren no tanto a la castidad en sentido estricto cuanto a la modestia31. Con el término “modestia” Hume se refiere a “all expressions, and postures, and liberties, that have an immediate relation to that enjoyment”, esto es, todas las expresiones, posturas y libertades que, más o menos remotamente, apuntan al gozo sexual. La modestia tiene que ver con evitar esta clase de expresiones, lo cual se logra, según Hume, no tanto mediante sutiles razonamientos abstractos32, cuanto mediante una adecuada educación, con la que se consigue que aquellos que no tienen un interés directo en la fidelidad de las mujeres, llevados por la opinión general, también lleguen a reprobar en ellas todo “comportamiento ligero”33. Hume, en efecto, distingue entre aquellos que tienen “un interés en la felicidad de las mujeres”, los cuales desaprueban la infidelidad de manera natural, y aquellos otros que no tienen particular interés en su fidelidad, pero que, de haber una práctica asentada en este sentido, se sumarían sin más al sentir general. Cabe adivinar que los directamente interesados en la fidelidad de las mujeres son sus maridos y los que tienen la vista puesta en la solidez de la sociedad —probablemente los gobernantes—. Por el contrario, cabría suponer que los no directamente interesados en la fidelidad de las mujeres serían, ocasionalmente, las mismas mujeres, tentadas por su imaginación34, así como que se plantea, entonces, es si la certidumbre requerida para alentar la función paterna es una simple certidumbre “científica”, o debe ser, sobre todo, una certidumbre moral, basada en la confianza mutua y ratificada por la integridad de vida. Pienso que Hume se inclinaría por esta segunda opción. 29 Cf. T. 3.2.12; SBN, 571. 30 Cf. T. 3.2.12; SBN, 571. 31 Cf. T.3.2.12: SBN, 571-2. 32 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572. 33 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3. 34 “La ausencia de regulación natural del sexo en los seres humanos, cuando se les compara a otros animales, es exacerbadad por sus mayore poderes reflexivos y su capacidad

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varones sin mayor deseo de compromiso. Pues bien: según Hume, incluso estos últimos no tendrían mayor inconveniente en sumarse al sentir general, favorable a la institución del matrimonio y por tanto a la castidad y modestia de las mujeres, siempre y cuando tal sentir fuera, en verdad, un sentir general, sancionado por la educación y las costumbres: “La educación se adueña de las dúctiles mentes del bello sexo en la infancia. Y una vez establecida una regla general de este tipo, los hombres son propensos a extenderla más allá de los principios de que surgió. Así, los solteros, aun siendo viciosos, no sólo no prefieren ejemplos de lascivia o impudicia en las mujeres, sino que se irritan ante ello. Y, aunque todas estas máximas muestren una clara referencia a la generación, ni siquiera las mujeres que no están ya en edad de tener hijos tienen más privilegios a este respecto que las que están en la flor de su juventud y belleza”35. (T. 3.2.12; SBN, 572-3.)

Es un principio general de la filosofía moral de Hume que una vez que una regla se ha establecido, inicialmente por referencia a casos muy concretos, pronto se extiende más allá de los casos originales. Hume lo advierte para el caso de las reglas de justicia, y algo así parece ocurrir también con las convenciones relativas a la castidad y la modestia. Aunque se introducen originalmente para garantizar la certidumbre de la prole, y, por tanto, su especial objeto de aplicación son las mujeres jóvenes en edad de procrear, enseguida se extienden también a varones y mujeres de edad. En esto, precisamente, Hume cree reconocer una prueba más de que las normas de la modestia son normas convencionales. Tal cosa, sin embargo, no significa que la sumisión incluso de mujeres ancianas a tales normas carezca de importancia: por el contrario, es un modo de contribuir a su implantación social. Aunque algo parecido podría decirse también de la sumisión de los hombres a normas análogas, Hume reconoce que, en este caso, la sociedad acepta una mayor laxitud: “Es indudable que los hombres tienen una noción implícita de que todas estas ideas de modestia y decencia están relacionadas con la generación, dado que estas mismas leyes no rigen con la misma fuerza para el sexo masculino, donde este motivo no se da. La excepción es en este caso obvia y aplicable a todos los hombres, y está basada en una

imaginativa. Hume señala que ‘reflexionar’ sobre el sexo ‘basta para excitar el apetito’. El ‘solo pensar en ti’ puede ser sexualmente excitante y ‘tú’, gracias a la imaginación, puede ser cualquiera. La virtud artificial de la castidad es así un modo de vigilar o regular el actuar promiscuamente en el pensamiento. La regulación trata de asegurar que hay ‘alguien’ autorizado y no simplemente ‘cualquiera’, que es objeto del sexo. Del mismo modo que la posesión necesita adscribirse a un propietario a través de las convenciones de justicia, de modo que se convierta en su ‘propiedad’, así también una mujer particular debe adscribirse a través de una convención a un hombre particular, de forma que se convierta en su esposa y la descendencia sea suya… Podemos presumir, con Hume, que las mujeres ligeras (¿como Emma Bovary?) están inclinadas a dejar que sus imaginación se apodere de ellas”. Berry, “Lust women and loose imagination”, pp. 430-1. 35 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3.

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diferencia fácilmente apreciable, que produce una evidente separación y distinción de ideas. Pero como éste no es el caso por lo que respecta a las diferentes edades de la mujer, por esta razón la regla se extiende más allá del principio original —a pesar de que los hombres son conscientes de que esta nociones están basadas en el interés público— y nos lleva a aplicar las ideas de modestia a todas las mujeres, desde su primera infancia hasta la más extrema vejez y postración”36. T. 3.2.12; SBN, 572-3.

Según Hume, la razón de que la sociedad aplique con más laxitud a los varones las normas de la castidad y la modestia se debe a que implícitamente admitimos la conexión de estas normas con la generación, y entendemos que la mayor confusión respecto a la paternidad se deriva del incumplimiento de tales normas por las mujeres, mientras que no ocurre lo mismo con los hombres. Aunque basándonos en este argumento cabría admitir también cierta laxitud en el cumplimiento de esas normas por las mujeres ancianas, seguimos aplicándoles a ellas un rigor parecido, sencillamente porque en nuestra mente separamos con más facilidad la naturaleza del varón y la de la mujer que la condición de la mujer anciana y la joven. Vemos así que, con independencia de si Hume comparte o no el punto de vista de su sociedad sobre este punto, lo cierto es que no deja de advertir la doble vara de medir que rige, en esta virtud, respecto a varones y mujeres. Pues aun admitiendo que a la sociedad no le conviene tampoco el libertinaje de los hombres37, reconoce también que tolera mejor en ellos las excepciones en esta materia. En este punto se permite trazar una comparación: del mismo modo que las normas de justicia dentro de un estado no admiten excepción, pero normas análogas, aplicadas a las relaciones entre distintos estados, son más laxas, así ocurriría con las normas de castidad y modestia: se aplican con todo rigor a las mujeres y menos rigor a los hombres: “En cuanto a las obligaciones que la castidad impone al sexo masculino, cabe observar que, de acuerdo con las nociones generales de la gente, esas obligaciones guardan aproximadamente la misma proporción, con las que tienen las mujeres, que la proporción de la obligatoriedad de las leyes de las naciones guarda con la de las leyes naturales. Va en contra del interés de la sociedad civil el que los hombres tengan plena libertad para entregar sus apetitos al placer sexual; pero como este interés es más débil que el existente en el caso del sexo femenino, la obligación moral que origina deberá ser proporcionalmente más débil. Para probar tal cosa no tenemos más que apelar a la práctica y opiniones de todas las naciones y épocas”38 (T. 3.2.12; SBN, 573).

Aunque Hume distingue entre la obligación natural —esto es, basada en el interés social— de seguir ciertas normas, y la obligación moral —basada en la interiorización sentimental de las anteriores—, considera que existe una 36 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3. 37 Como observa Berry, “si la promiscuidad fuera lo ordinario, la descendencia producida al azar no tendría garantizada la supervivencia, por no hablar de la socialización”, p. 429 38 Cf. T. 3.2.12; SBN, 573.

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proporción entre la segunda y las primeras. Según esto, del hecho de que la sociedad necesite crucialmente de la castidad de las mujeres, para preservar la solidez de la institución familiar, cabría concluir la mayor obligación moral de éstas en vivir esta virtud. Sin embargo, en la medida en que la obligación moral, una vez introducida, adquiere cierta independencia39, cabría objetar que la menor relevancia social de la castidad de los varones no justifica realmente una menor obligación moral, al menos no desde el punto de vista subjetivo. Como hemos visto, también los hombres, y no sólo las mujeres, tienen afecto por los niños, y la existencia de esta pasión opera naturalmente como un contrapeso al deseo indiscriminado de placer. Por eso, si Hume se deja llevar en esto “por los sentimientos de todas las naciones y épocas”, parece, con todo, que se deja llevar, sobre todo, por la suya propia. 3. Las reglas de honor y cortesía En todo caso, en la especial obligación moral de ser castas, que Hume atribuye a las mujeres, se encuentra el papel singular que Hume les atribuye en el proceso general de civilización40. Esto se advierte sobre todo en algunos de sus Ensayos literarios, cuya interpretación es controvertida, principalmente debido al tono retórico con el que están escritos. Como es sabido, Hume dirige explícitamente estos ensayos al “Bello sexo, que son las soberanas del imperio de la conversación”, una prueba de que, como apunta Donald Siebert, Hume considera que las mujeres son piedra de toque de las pasiones sociales y el sentimiento, algo clave en la formación moral41. 39 Cf. T. 3.3.1; SBN, 577. 40 Esta es una idea que se repite con frecuencia. Vid, por ejemplo, las observaciones de Tocqueville en Democracy in America: “Las mujeres son las guardianas de la moral. Ciertamente no hay país en el mundo donde el vínculo matrimonial sea más respetado que en América o donde la felicidad conyugal sea mejor considerada y tenida en mérito. En Europa, casi todos los disturbios sociales se originan de las irregularidades en la vida doméstica. Despreciar los lazos naturales y los placeres legítimos del hogar es contraer un gusto por los excesos, una inquietud de corazón y deseos fluctuantes. Agitado por las pasiones tumultuosas que enturbian su hogar, el europeo es enervado por la obediencia que los poderes legislativos del estado reclaman. Pero cuando el americano se retira del barullo de la vida públcio al seno de su familia, encuentra en ella la imagen del orden y la paz. Allí sus placeres son simples y naturales, sus gozos son inocentes y serenos; y en la medida en que encuntra que una vida ordenada es el camino más seguro a la felicidad se acostumbra más fácilmente a moderar sus opiniones y gustos. Mientras que el europe trata de olvidar sus problemas dométicos agitando la sociedad, el americano desea, partiendo de su hogar, ese amor por el orden que luego lleva consigo a los asuntos públicos”. Toqueville, A., Democracy in America, vol. I, p. 315. 41 “Las mujeres se convierten en las piedras de toque para las pasiones sociales y para el sentimiento, y, tal y como Hume argumenta más filosóficamente en su Treatise y segunda Investigación, ‘los corazones fríos’ son siempre enemigos de la virtud”. Siebert, D. T.,

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El modo en que las mujeres ejercen su función civilizadora tiene mucho que ver con la tradición occidental de la conversación galante. Siebert ha advertido una evolución del pensamiento de Hume a este respecto: tras un ensayo temprano en el que despreciaba las novelas de caballerías, en su ensayo “Of the Rise and Progress of the Arts and Sciences”, habría llegado a apreciar el valor de la galantería en la civilización europea42. Aunque la relación entre las novelas de caballerías y la civilización europea era un lugar común43, no deja de ser interesante que, en uno de sus textos, Hume considere la galantería europea como algo hasta cierto punto natural, necesario para corregir vicios, y, por tanto, como algo necesario para la moral, puesto que sin eso no puede subsistir una sociedad humana: “La galantería no es menos compatible con el saber y la prudencia que con la naturaleza y la generosidad; y, sometida a reglas adecuadas, contribuye más que ningún otro recurso a la diversión y mejora de la juventud de ambos sexos… Si despojamos a un festín de su acompañamiento de charlas, discreteos, simpatías, amistad y regocijo, lo que queda apenas merece la pena, a juicio de los verdaderamente elegantes y sibaritas. ¿Qué mejor escuela de buenas maneras que la compañía de mujeres virtuosas, en la que el mutuo deseo de agradar afina insensiblemente el espíritu, el ejemplo de la dulzura femeninas se comunica a sus admiradores y su delicadeza nos,mantienen alertas para no ofenderlas con faltas al decoro”44.

“Chivalry and Romance in the Age of Hume”, Eighteenth-Century Life 21, 1,1997, 62-79, p. 64. 42 Cf. Siebert, D. T., 64. “Hume apunta específicamente a aquella galantería, descendiente de la caballerosidad de los tiempos anteriores, como la principal causa de esa amibilidad y refinamiento en la que los modernos superan a los antiguos. Hume se extiende en su defensa de la galantería. Frente a aquellos que la calificarían de “ridícula… un reproche más que un mérito de la época presente’, él argumenta que como ‘la amistad y la simpatía mutua’ son instintivas incluso entre los animales más fieros, la galantería puede verse del mismo modo como ‘natural en el grado más alto’. Pero no es suficiente para Hume con situar este comportamiento cortés en la naturaleza. ‘La galantería es tan generosa como natural. Corregir vicios tan groseros como los que nos llevan a cometer verdaderas ofensas sobre otros, es parte de la moral… Donde eso no se contempla en algún grado, ninguna sociedad puede subsistir (Essays, pp. 131-32). Este es un lenguaje fuerte. La galantería ya no es claramente esese adorno del que Hume se había burlado en su temprano ‘Ensayo sobre la caballerosidad’. Siebert, o.c., p. 66. 43 Así por ejemplo en Ferguson: “Si la moral de las tradiciones populares, y el gusto de las leyendas fabulosas, que son el producto o entretenimiento de edades particulares, son también indicaciones seguras de sus naciones y caracteres, podemos presumir que el fundamento de lo que ahora se considera la ley de la guerra y de las naciones, fue puesto en los modales de Europa, juntamente con los sentimientos que se expresan los relatos de caballería y de galantería. Nuestro sistema de guerra no difiere más del de los griegos que los caracteres favoritos de nuestro romance temprano difieren de aquellos de la Iliada y de cualquier poema antiguo”. Ferguson, A., An Essay on the History of Civil Society, Part IV, Section IV, p. 200. 44 Cf. Hume, D., Essays, I, vol. 3, 193. Ensayos Politicos, 74-96, p. 93.

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En efecto: según Hume, sea cual sea la cultura de un determinado pueblo, en todos ellos se han de mantener ciertas reglas de honor45, ciertas pautas acerca de lo que es o no adecuado en el trato entre los sexos, que sirven al entretenimiento, refinamiento y comunicación mutua. Sin dejar de advertir que en algunas naciones las costumbres han llegado a autorizar cierta galantería inmoral, hace notar cómo también en esos casos se procura cierta regulación: “Entre las naciones en que las costumbres autorizan hasta cierto punto una galantería inmoral, siempre que se cobra con un fino velo de misterio, inmediatamente surgen un conjunto de reglas calculadas para la conveniencia de esa relación. La famosa corte de Provenza decidía antaño todos los casos difíciles de esta naturaleza”. (EPM, 210)46.

El texto puede servir para generalizar un aspecto de la argumentación de Hume: cualquier forma de relación social requiere el establecimiento de reglas. Hume se refiere a las sociedades de juego, en las que se instituyen reglas, en gran medida caprichosas y arbitrarias, pero que han de cumplir quienes participan en el juego; se trata de reglas muy distintas de las reglas morales, de la justicia, la fidelidad o la lealtad, las cuales son enteramente necesarias para la vida común47. Pero no importa lo triviales que sean, su mera existencia es significativa de un punto fundamental: “the necessity of rules, wherever men have any intercourse with each other”48. En efecto: allí donde hay trato social, debe haber reglas49. Esto, que vale incluso para asociaciones que tienen por fin el juego, vale en general para todo trato social. Hume habla en ocasiones de una “moralidad menor” —por comparación a las normas básicas de la convivencia, relativas a la justicia. Entre estas reglas de “moralidad menor”, indispensables en el trato social, se refiere a aquellas normas que llevan a hablar modestamente de uno mismo, o las que prohíben el uso del lenguaje grosero. Hume considera que el valor que concedemos a la modestia —que en principio lleva a disimular la desagradable pasión del orgullo50, pero finalmente incluso a 45 Cf. Hume,D., EPM, p. 209, n. 170. 46 Cf. Hume, D., EPM, 210. 47 Cf. Hume, D., EPM 211. 48 Cf. EPM 211-212. 49 See Ferguson: “La convención, aunque no fundación o causa de la sociedad… puede suponerse simultánea con el trato de la humanidad… A partir de los primeros pasos, por tanto, que se dan en sociedad, se puede suponer que se han ido acumulando las convenciones en forma de prácticas, si no en forma de estatutos o instituciones expresas”. Ferguson, A., Principles of Moral and Political Science, Edinburgh, 1792, II, 232. Citado por Brysson, en Man and Society, The Scottish Inquiry of the Eighteenth Century, August M. Kelley Publishers, New York, 1968, p. 163. 50 La modestia, tal y como Hume la concibe, consiste en disimular la desagradable pasión del orgullo. Cf. T. 3.3.2; SBN, 598.

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ocultar los propios talentos51— arranca de un prejuicio: todos los hombres tienden a valorarse en más de lo que son; por ello no hay que prestar gran credibilidad a la prepotencia y a la expresión de la propia valía. Esta común experiencia estaría en la base de ciertas normas de conducta, que Hume enumera en el mismo lugar: “Debemos estar dispuestos a preferir en todo momento a los demás en vez de a nosotros mismos; a tratarlos con cierta deferencia aun cuando sean nuestros iguales; a pasar, cuando estemos acompañados, por el más sencillo e ínfimo, siempre que nuestra condición no sea claramente superior a la de los demás. Si seguimos todas estas reglas en nuestra conducta los hombres tolerarán mejor la expresión indirecta de nuestros ocultos sentimientos de vanidad”52. T. 3.3.2; SBN, 598.

Ahora bien, aquel prejuicio que nos lleva a rechazar la manifestación de orgullo como algo inadecuado, se encuentra tan arraigado, que incluso en el caso de que un hombre realmente haya hecho algo de mérito, la costumbre nos lleva a mirar con desagrado el que nos lo haga notar. La costumbre, por tanto, estaría en la base de que ciertas normas de conducta, originalmente introducidas para disimular el orgullo exagerado, terminen extendiéndose también a los casos de orgullo legítimo. En la norma social que considera de mal gusto la exhibición de los propios talentos, tenemos un nuevo caso de ese principio general, al que Hume alude con cierta frecuencia: la norma convencional, inicialmente introducida por un fin bien concreto, se generaliza y llega así a adquirir una extensión mayor de lo inicialmente previsto, llegando incluso a modificar su sentido original. Si en el origen rechazábamos el orgullo porque se supone una exageración, y por tanto falso, luego molesta simplemente por ser orgullo. Algo similar ocurre con las otras normas de cortesía, a las que aludíamos arriba: las que prohíben el lenguaje grosero. Hume advierte que muchas veces nos resulta más molesta una fina ironía que el lenguaje abiertamente ofensivo. Pero eso ocurre porque, inicialmente, lo realmente ofensivo era este último, y por esa razón fue prohibido. A partir de entonces, quien insulta abiertamente se rebaja a sí mismo en mayor medida de lo que ofende al otro53. La prohibición introducida para garantizar la convivencia, ha terminado por desactivar lo ofensivo de la conducta originalmente prohibida. Una vez introducida la convención que prohíbe el lenguaje grosero, por ofensivo, el que queda peor ante los ojos de todos no es el supuestamente ofendido, sino el ofensor. A la vista de estos ejemplos, resulta tentador interpretar la explicación que ofrece Hume de las reglas de cortesía en los términos en que lo hará posteriormente Nietzsche: como una inversión de valores, consecuencia de la interiorización de normas que vienen a contrariar ciertas inclinaciones de

51 Cf. Essays, I, Philosophical Works, vol. IV, pp. 380-383, p. 380. 52 Cf. T. 3.3.2; SBN, 598 53 Cf. T.1.3.13; SBN, 151-2.

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nuestra naturaleza. Y, en verdad, la génesis de las normas de cortesía sugerida por Hume —y más en general la génesis misma de las normas morales, en el concepto de utilidad— se presta muy fácilmente a una interpretación autodestructiva, tanto de las convenciones sociales como de la moral propiamente dicha. Sin embargo, a diferencia de Nietzsche, el propósito de Hume no es cuestionar el orden social existente, sino explicarlo partiendo de la observación de la conducta humana. Desde esta perspectiva, Hume considera que las normas de cortesía vienen a introducir un equilibrio en nuestras pasiones, de forma que faciliten el trato social y en última instancia la misma vida social. Además de los ya citados tenemos otro ejemplo particularmente significativo en aquella norma que prohíbe “repetir, en perjuicio de un hombre, cualquier cosa que se le escapó en una conversación privada”: Hume advierte con claridad que una norma como esta viene a garantizar el intercambio libre y sociable de opiniones54. En todo caso, la ley general que siguen estas normas de cortesía es la de contrapesar la pasión o inclinación natural, mediante una deliberada inclinación en sentido contrario: “El papel de la moral, y el objeto de la educación ordinaria, es corregir aquellos vicios que nos llevan a ofender a los demás. Donde no se presta atención a esto no puede haber sociedad humana. Pero a fin de hacer más fácil y agradable la conversación y el trato entre las gentes, se han inventado las buenas maneras, que han ido aún más lejos. En todos los puntos en que la naturaleza ha dado al espíritu propensión a algún vicio o pasión desagradable para los demás, la buena educación ha enseñado a los hombres a tender al lado opuesto y conservar en todo su comportamiento la apariencia de sentimientos diferentes a aquellos a los que por su natural se inclinan”55.

En una apretada síntesis, Hume enumera algunos ejemplos que hemos venido considerando: la propensión a exigir preferencia, se contrarresta con la norma que impone ser deferente con los demás y darles prioridad; la propensión a despreciar a determinadas personas, por sus achaques, indefensión, edad, etc, se contrapesa con la norma que impone mostrar mayor respeto a débiles, ancianos, enfermos, forasteros, mujeres, etc56. De este modo, como apuntábamos, las normas convencionales sirven al propósito de encauzar y facilitar nuestra inclinación sociable: “Este principio es también el fundamento de la mayoría de las leyes que regulan las buenas maneras; una clase de moralidad menor, calculada para la comodidad de las reuniones de personas y de la conversación. Tanto las excesivas formalidades como su

54 Cf. EPM 208, n. 169. 55 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, in Essays, I, vol. 3, pp. 192. “Del origen y el progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, pp. 91. 56 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, Essays, I, vol. 3, pp. 192-3. “Del origen y progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, pp. 91-2.

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escasez son condenables; y todo lo que promueve nuestra comodidad sin provocar una familiaridad impropia es útil y laudable”57.

Llegamos así al equilibrio que, según Hume, debemos alcanzar en nuestro trato social: ni excesiva formalidad ni excesiva familiaridad. Cabría detallar: ni la familiaridad propia del trato con parientes y amigos ni la frialdad propia de las reglas de justicia, inicialmente introducidas por motivos de interés. Las reglas de buenas maneras, en las que se dan cita motivos de interés y un cierto gusto por la conversación, adquirido en la familia, constituyen la pauta que ha de regir la vida y la conversación social allende la familia, es decir, esa vida y esa conversación que tiene lugar en ausencia de, o con independencia de los vínculos de amor o amistad que nos puedan unir a las personas. Así, sin dejar de recordar lo necesaria que es la constancia en las relaciones de amistad y de familia, Hume hace notar cómo la utilidad pública prevé y promueve un espacio de vida social en el cual es posible relacionarse y hablar sin reservas con muchas personas, y abandonar después esa relación, sin que tal cosa suponga un quebranto de las buenas maneras58. Sin dejar de advertir la ambivalencia de las buenas maneras —su lado negativo ya señalado por Rousseau—, Hume considera que su ausencia es igualmente ambivalente: “Del mismo modo que la cortesía moderna, que tanto adorna cuando es natural, cae a menudo en la afectación, el disfraz y la hipocresía, así la antigua sencillez, tan franca y afectuosa, degenera con frecuencia en grosería y abuso, chabacanería y obscenidad”59. En general, sin embargo, la valoración que hace Hume de las buenas maneras es positiva: ellas sirven al propósito de limitar nuestras pasiones egoístas que podrían ser causa de conflicto, y así crear un espacio social en el que nuestra inclinación sociable puede finalmente desarrollarse sin peligro. 4. Recapitulación Hume presenta la formación de la sociedad civil a partir de la experiencia de los bienes anejos a la sociabilidad, que tiene lugar en la familia, la primera forma de superación del conflicto de pasiones egoístas y sociables que acompaña la naturaleza humana; el contexto en el que se adquiere la primera educación moral y se refuerzan los sentimientos morales; en particular, donde se inculca y desarrolla el sentido del honor y del compromiso. A su vez, la sociedad civil se presenta como otro modo de superar el conflicto de pasiones que, sin embargo, no constituye una mera réplica de la familia. En efecto: la diferencia existente entre las relaciones propias del ámbito familiar — 57 Cf. EPM 209, n. 169. 58 Cf. EPM 209, n. 170. 59 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, en Essays, I, vol. 3, p. 191; “Del origen y progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, p. 90.

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comparables hasta cierto punto con las relaciones de amistad—, las relaciones propias de la sociedad civil son en principio más formales, y requieren de cierto aprendizaje social, que cabría describir como la adquisición de competencias conversacionales, enmarcadas dentro de ciertas reglas o convenciones: las reglas de cortesía. Las reglas de cortesía constituyen un artificio con el que se persigue equilibrar las pasiones egoístas y sociables, de forma que se haga más llevadero y aun grato el trato social. Son, por tanto, una forma de regular institucionalmente nuestros sentimientos en un contexto que, a diferencia del contexto familiar, no facilita por sí solo —naturalmente— dicha regulación. Así pues, aunque entre las relaciones que se establecen en el seno de la familia y las propias de la sociedad civil cabe reconocer una cierta continuidad, se da también una notoria diferencia: la diferencia que existe entre un equilibrio natural y un equilibrio artificial de las pasiones. Por otra parte, sin embargo, esas mismas normas ejercen un impacto sobre la educación moral que se imparte en la familia. Esto se advierte de manera singular en las normas convencionales sobre la castidad y la modestia, con las que la sociedad viene a reforzar o, por el contrario, debilitar, la obligación de la fidelidad matrimonial. Y a la inversa: la educación moral y cívica recibida en la familia refuerza o, por el contrario, debilita las convicciones a las que los individuos se atienen en su conducta cotidiana. Por ello, ambas formas sociales se constituyen en referente para la formación del juicio moral de los agentes individuales. De ahí también que cualquier modificación institucional termine por afectar inevitablemente a la subjetividad. Bibliografía Baier, A., “Hume’s account of social artifice —its origins and originality”, en Ethics 98, July 1988, 757-778. Reimpreso en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, Aldershot, Ashgate, Dartmouth, 2001, 291-312. Baier, A., “Good Men's Women: Hume on Chastity and Trust”, Hume Studies 5, 1979, 1-19 Berry, C. J., “Lust Women and Loose Imagination: Hume’s philosophical anthropology of chastity”, History of Political Thought, vol. Xxiv, nº 3, Autumn 2003, 413-433. Bordieu, P., Distinction: a social critique of the judgement of taste, Cambridge, Harvard University Press, 2002. Brysson, G., Man and society. The Scottish Inquiry of the Eighteenth Century, August M. Kelley Publishers, New York, 1968, reimpreso de la 1ª ed. 1945. Elias, N., Über den Prozess der Zivilisation: soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1997. Ferguson, A., An Essay on the History of Civil Society, Edinburgh, edited, with an introduction by Duncan Forbes, Edinburgh University Press, 1966. Ferguson, A., Principles of moral and political science, with an introduction by Jean Hecht, Hildesheim, Olms, 1995. Hume, D. (1978), A Treatise of Human Nature. Analytical Index by L. A. Selby-Bigge, 2nd Edition, with text revised and notes by P. H. Nidditich, Oxford, Clarendon Press. Edición castellana: Tratado de la naturaleza humana, ed. preparada por Félix Duque, Tecnos, 2005.

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Ana Marta Gonzalez [email protected]

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JERARQUÍA TEMPORAL EN BERGSON Y WHITEHEAD∗ Pete A. Y. Gunter. University of North Texas Resumen: Este artículo intenta analizar el método filosófico de Bergson y aplicarlo luego a las nociones de tiempo biológico y jerarquía temporal en biología. Para Bergson, la intuición no es un acto único, sino un número de actos, cada uno de los cuales enfocado en un nivel (amplitud) particular de duración. Tales actos, enfocados en los ritmos de los organismos vivos, pueden llevar a investigaciones en cronobiología. La filosofía de Bergson, con su diversidad de organismos existentes y niveles de proceso, tiene más semejanzas con la de Whitehead de lo que se ha creído. Abstract: This article attempts to analyze Bergson’s philosophical method and then applying it to the notions of biological time and of temporal hierarchy in biology. Intuition is not a single act, he insists, but a number of acts, each focussed on a particular level (breadth) of duration. Such acts, focussed on the rhythms of living organisms, can lead to researches in chronobiology. Bergson’s philosophy, with its diversity of real organisms and levels of process, is more like Whitehead’s than has been believed.

Hacia el final de su segunda mayor obra, Materia y memoria, Henri Bergson (1896/1959) asegura lo siguiente: En realidad, no hay un ritmo único de la duración; se pueden imaginar ritmos diferentes, que, más lentos o más rápidos, midiesen el grado de tensión o de relajamiento de las conciencias, y, por ello, fijasen sus lugares respectivos en la serie de los seres. (p.393)∗∗ Se puede tomar este pasaje sólo para referirse a los ritmos humanos de duración, los cuales, sostiene Bergson, son diversos, y cuya amplitud varía, por ∗ Este artículo fue el resultado de una charla dada por Pete Gunter en The University of Saskatoon, Saskatchewan, Canada, el 29 de mayo de 2003. El título original de la conferencia fue: Conference on Knowledge and Value as Process. La versión original en inglés fue publicada en: Interchange, Vol. 36/1-2, 2005, pp. 139-157. Agradezco su autorización. Durante el proceso de traducción recibí importantes consejos por parte de Juan Edilberto Rendón, amigo y colega; Jorge Antonio Mejía Escobar, profesor de filosofía de la ciencia del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia; Jorge Iván Castrillón y Francisco Cardona, profesores del Programa de Capacitación Docente en Lengua Extranjera de la Universidad de Antioquia. Agradezco a ellos su asesoría y amable disposición. Debo un especial reconocimiento al profesor Pete Gunter por su generosa disposición al leer y comentar una versión anterior de esta traducción. N. del T. ∗∗ La mayoría de las citas de Bergson la hemos tomado de la edición de Aguilar, siguiendo la traducción de José Antonio Miguez, 1959, para evitar traducir las ediciones inglesas citadas por Gunter, a las que se recurrirá cuando no haya sido posible localizarlas con precisión en la de Aguilar. N. del T.

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ejemplo, según el objeto sobre el que se preste particular atención (p. 214). Sin embargo, pocas páginas después aclara que aunque la conciencia humana existe en niveles variables de duración, éstos también se dan en las diferentes especies animales. La creciente complejidad del sistema nervioso (en evolución) le permite al ser vivo una libertad aún más grande, mediante "una variedad cada vez más rica de mecanismos motores" (p. 406; cf. pp. 218-221). Pero, al mismo tiempo, junto a esta creciente complejidad se encuentra una creciente intensidad de memoria concreta: "Así, entre la materia bruta y el espíritu más capaz de reflexión hay todas las intensidades posibles de la memoria, o, lo que equivale a lo mismo, todos los grados de la libertad" (p. 407). Así, Bergson sugiere una biología en la que los organismos más evolucionados mantienen ritmos de duración más largos o más amplios mientras que los organismos menos evolucionados manifiestan ritmos más breves. Esta teoría, sin embargo, deja a Bergson con una cantidad importante de duraciones qué relacionar mutuamente. Su estudio previo había explorado la duración de la conciencia humana. Materia y memoria conserva las conclusiones del primer trabajo pero las entiende como duraciones más breves y más amplias de la consciencia. Al lado de las duraciones de la conciencia humana, y ahora de otros organismos en Materia y memoria, Bergson distingue además las duraciones de la materia, a la que trata como un "presente siempre-renovado" (1896/1928, p. 178), como "modificaciones, perturbaciones, cambios de tensiones o de energía, y nada más" (1928, p. 266). Uno se pregunta, inevitablemente, cómo las duraciones, tan diversas como pueden ser, se relacionan unas a otras. ¿Se afectan las unas a las otras, y si es así, en qué medida? ¿La temporalidad de los organismos biológicos (asumiendo que exista) se relaciona con la conciencia humana en su (admitida) temporalidad? ¿Al cerebro humano? Las respuestas a éstas y a preguntas relacionadas, como probaré, no son respondidas completamente por Bergson en ningún lugar. Ellas están, sin embargo, esbozadas en términos generales en dos de sus obras: Introducción a la metafísica (1903) que bosqueja el concepto de jerarquía temporal; y la Evolución creadora (1907), a la que la Introducción es una introducción, y que explora de principio a fin la noción de tiempo biológico. Me gustaría elaborar tres puntos antes de entrar al examen de estas obras. Primero, es claro para mí que muchos comentaristas del pensamiento de Bergson han fracasado en comprender el significado de su concepto de jerarquía temporal y sus implicaciones. Segundo, quien escribe encuentra triste y no poco frustrante el hecho de que muy pocos hayan considerado las implicaciones de estas ideas para la biología. Finalmente, será interesante especular sobre el punto en el que se encuentran estas nociones temporales. Pienso, independientemente, en la obra de un contemporáneo de Bergson, A. N. Whitehead.

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Clarificaciones epistemológicas preliminares En gran parte de la filosofía del siglo XX, estuvo de moda separar la teoría del conocimiento de la metafísica. En el caso de Bergson esto no es posible. Para él, la metafísica no puede comprenderse sin el recurso a la teoría del conocimiento y, a la inversa: la epistemología (i.e., teoría del conocimiento) no puede aislarse de la teoría del modo en que las cosas son (i.e., metafísica). Es la razón por la cual, al intentar elaborar su noción metafísica de jerarquía de la duración y algunas de sus implicaciones, se hace necesario aclarar algunos malentendidos de su epistemología. Esto se hará en dos entregas. La primera obrará horizontalmente, al acentuar la metodología implicada en la consecución, posesión, y especialmente la expresión de la intuición. La segunda procederá verticalmente al poner en términos muy sencillos los pasos que Bergson da de un nivel de su jerarquía al próximo, un proceso que él explícitamente compara con la integración y diferenciación matemáticas. Con estos asuntos fuera del camino, será posible explicar la relevancia de sus ideas para la biología científica, específicamente para la noción de tiempo biológico. 1. Alcanzar, poseer, y expresar la intuición En Introducción a la metafísica, Bergson (1934/1959) introduce una nueva terminología en forma de un dramático contraste, con la "intuición" en un polo y su supuesta némesis, el "análisis", en el otro. La intuición es para él el medio por el cual la mente se aproxima y participa de la duración. El análisis, aunque útil, es presentado por él como la negación de la intuición. El análisis se define, insiste, a través de su uso de conceptos estáticos: "Es decir que el análisis opera sobre lo inmóvil, en tanto que la intuición se coloca en la movilidad o, lo que equivale a lo mismo, en la duración" (Bergson, 1934/1959, p. 1096). De esta forma, confrontamos la proporción: Análisis: Espacio = Intuición: Duración. La distinción categórica de Bergson entre la intuición y el análisis parece hacer imposible cualquier relación entre los dos términos: excepto el conflicto. Uno se acuerda aquí del para-sí y en-sí de Sartre, implicados en un combate imperecedero. Espero demostrar que esta impresión es errada. Sin embargo, es fácil ver por qué esta errónea interpretación se ha hecho tan frecuentemente. La intuición en Bergson parece ser inefable, inexpresable. Como se señalará, es lo que parece decir Bergson. Igualmente desilusionador para algunos, la intuición sólo parece alcanzarse por golpes de genio. Es decir, mientras el análisis parece resolverse a sí mismo en algoritmos, capaces de ser más o menos mecánicamente aplicados, la intuición parece anárquica: incontrolada, incontrolable. El modo más sencillo de corregir estas erróneas interpretaciones de su pensamiento es enfatizar el grado hasta el cual la filosofía de Bergson, como ve claramente Gilles Deleuze (1991, cf. cap. 1), se basa en una metodología [328]

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cuidadosamente desarrollada. Bergson tiene un método para alcanzar la intuición y, quizás más importante, un modo de salir de ella. Este método se basa en sus reflexiones sobre la historia de las ciencias. Bergson sostiene que las ciencias están enraizadas en la intuición, y la intuición implica una inversión de nuestros modos ordinarios de pensar. Él establece: Esta inversión no fue practicada nunca de una manera metódica; pero una historia profunda del pensamiento humano mostraría que le debemos lo más grande que se ha hecho en las ciencias y también lo que hay de viable en metafísica. (1934/1959, p. 1106)

Tal método sólo podrá ser desarrollado cuando se comprenda su posibilidad. Claramente, esta búsqueda de un método capaz de fundar o reestructurar las ciencias permanece como una de las metas centrales de Bergson. Claramente además, da soporte a la búsqueda siempre renovada de Bergson por un conocimiento intuitivo. Sin embargo, insiste, la intuición no puede alcanzarse sin un conocimiento intensivo y preliminar. Este es el sentido de su afirmación de que uno no puede ganar una intuición en un campo dado "si uno no ha ganado su confianza en una larga camaradería con sus manifestaciones superficiales. Y no se trata simplemente de asimilar los hechos notables" (Bergson, 1934/1959, p. 1115). Para tener acceso a la "materialidad bruta de los hechos conocidos" se requiere estudio (Bergson, 1934/1959, p. 1116). En el caso de Bergson, fueron muchos los campos a los que dedicó demasiado estudio: afasia, neurofisiología, física, termodinámica, cálculo, cosmología, biología evolutiva, genética, teorías del instinto, teorías de la percepción —y la lista podría extenderse aún más. Bergson, como dijo en cierta ocasión, pasó muchos años estudiando las ciencias, excluyendo todo lo demás.1El conocimiento, la preparación, y un estudio lo más completo de los temas relevantes, así como la familiaridad con ellos, constituyen el primer paso. Bergson suministra un ejemplo sorprendente de la necesidad de tal instrucción fáctica (y teórica) con respecto a su caso paradigma, el conocimiento de sí mismo. Esto ha sido oscurecido por la traducción imprecisa de Introducción a la metafísica en Pensamiento y movimiento. El texto establece: Incluso en el caso simple y privilegiado que nos sirvió como ejemplo, incluso para el contacto directo del yo con el yo, el esfuerzo definitivo de intuición distinta sería 1 En una carta al filósofo italiano Giuseppi Prezzolini, Bergson (1909) anota que pasó cinco años estudiando la cuestión de la afasia antes de escribir Materia y memoria, y que durante los nueve o diez años en los que se preparó para escribir la Evolución creadora se dedicó exclusivamente a lecturas sobre biología. Le manifestó a su amigo Gilbert Maire (1935, p. 156) que la preparación para Materia y memoria lo forzó durante al menos tres años a no leer otra cosa que psicología y neurología y que la preparación para la Evolución creadora limitó sus lecturas por un largo tiempo a la biología únicamente. Veinticinco años de lectura e investigación separaron la Evolución creadora de Las dos fuentes de la moral y la religión.

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imposible para quien [∗] hubiese reunido y confrontado un número muy grande de análisis psicológicos (Bergson, 1934/1946, p. 236).

El único problema con esta traducción es que omite la pequeña palabra no. Aquí la falla en insertar una palabra invierte completamente, destruye, el verdadero sentido de Bergson.2 Sin el recurso a previos análisis psicológicos, sin la gran comprensión y conocimiento que vendrían de este recurso, uno no tendría éxito en lograr un profundo conocimiento de uno mismo. Estos análisis acumulados incluirían los análisis de las psicologías idealista y asociacionista examinadas previamente en Introducción a la metafísica (Bergson, 1934/1959, pp. 1086-1093). Pero es además importante darnos cuenta de que Bergson fue uno de los primeros lectores del Traumdeutung de Freud y que él había incitado e influenciado a su colega en el Collége de France, Pierre Janet, de quien Henri Ellenberger cita (junto con Freud, Jung, y Adler) como uno de los fundadores de la "psiquiatría dinámica" (1970, p. 932).3 La psicología de Bergson, entonces, en modo alguno debería comprenderse como si requiriera del psicoanálisis. Pero no importa qué tanta materialidad bruta esencialmente analítica se explore, conocer un tema en profundidad, insiste Bergson, es enterarse de su temporalidad: comprender esa temporalidad en su plenitud, más que estar satisfechos con concepciones más o menos estáticas. Intentar comprender los problemas en términos de duración más que de espacio, en términos de dinamismo más que de una estabilidad inalterable, es el paso siguiente en la búsqueda de la intuición. Dar este paso es proceder metódicamente. Ir más allá de este punto es ir más allá de la metodología como es usualmente comprendida. Es esforzarse por un conocimiento sin haber tenido una noción definitiva de él. Ningún algoritmo puede darse para tal torsión mental.

∗ Justo aquí vendría la palabra omitida de la cual Gunter hará mención inmediatamente y que no está señalada en el original de este artículo. La advertencia, aunque válida, no es necesaria para la traducción española de José Antonio Miguez, la cual carece de este y los otros errores indicados por Gunter en la siguiente nota. 2 Errores de esta magnitud son comunes en la traducción de Andison. En la Introducción Bergson es traducido por Andison como si declarara que "uno de los objetos de la metafísica consiste en operar integraciones cualitativas y diferenciaciones " (Bergson, 1934/1946, p. 226). El francés original, sin embargo, declara "un des objets de la métaphysique est d’operer des différenciations et des intégrations qualitatives" (Bergson, 1959a, p. 1423). La traducción correcta es "uno de los objetos de la metafísica consiste en operar diferenciaciones e integraciones cualitativas." Bergson está hablando de integraciones y diferenciaciones de duraciones (¿de qué más?) y éstas tienen que ser ambas cualitativas. La traducción de Andison, desafortunadamente, ha vuelto a ser publicada recientemente por Citadle Press y Littlefield Adams. Una traducción de lejos mejor es la traducción autorizada de T. E. Hulme publicada por Hackett. 3 Ellenberger (1970, p. 932) cf. "Pierre Janet and Psychological Análisis," pp. 331-417. Para referencias a las mutuas influencias de los dos hombres, cf. pp. 354-355, 376, 394, 400, y 405.

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Seguramente ninguna defensa debería darse para esto. Saltar la brecha epistémica entre los hechos previamente construidos y los mismos hechos vistos desde la posición ventajosa del nuevo conocimiento es efectuar un verdadero salto. Los nuevos resultados, sin importar qué tanto nos hemos preparado para ellos, simplemente llegan. Como Bergson habría sido el primero en señalar, esto es cierto en cualquier campo de esfuerzo en el que se pueden hacer avances, sea en las matemáticas, en la física o en las artes. Uno puede, además, criticar la posición de Bergson de que su intuición se alcanza sólo "violentando" nuestros hábitos usuales del pensamiento, una violencia que es a menudo experimentada como "penosa" (1934/1959, p. 1105). No debería haber nada de sorprendente en esta solicitud. Quienquiera que haya intentado dejar de fumar, o incluso cambiar una manía física o un patrón de habla, sabe que transformar un hábito no es placentero. Cambiar las malas mañas del pensamiento sería todavía más difícil. Entre más fundamentales los patrones cambiados más intenso es el esfuerzo. He aquí la disonancia cognitiva sentida, la cual es epistémica. Si alcanzar una intuición es así un proceso inteligible, poseer la intuición tiene que entenderse como un proceso reflexivo: algo así como un pensar-en-lo concreto. He escrito tanto sobre este punto que tal vez se me pueda perdonar por no construir una extensa explicación de él aquí. (e.g., Gunter, 1970, 1980, 1988, 1999). "Mi intuición es reflexión", insistió Bergson (1934/1959, p. 1010). Esta reflexión incorporará características esenciales de los temas que ha encontrado. Así, contiene un contenido noético, capaz de expresarse en nuevas formas analíticas. Ahora bien, a decir verdad, aún sin explorar completamente el concepto, nos queda el más importante asunto de la expresión de la intuición. Cuando Bergson define la metafísica como "la ciencia que pretende prescindir de símbolos" (1934/1959, p. 1080), afirmación a menudo citada por los académicos que intentan comprender su pensamiento, erige una barrera mayor para la comprensión de su verdadero significado. Ya que parece estar diciendo, para repetir la acusación establecida inicialmente, que la intuición conduce a lo inefable, que termina en un conocimiento sin palabras y nada más. Para la persona que permanece por fuera de la intuición, entonces, la intuición parecerá ser un callejón sin salida. No sabemos donde está; y, que podamos decir, no va a ningún lado. Nada, creo, puede estar más lejos de la verdad. Lo que Bergson está intentando decir en esta frase es simplemente que la intuición es directa. No hay barrera histórica, lingüística o cultural que permanezca aquí entre el conocedor y lo conocido. La intuición participa de su objeto sin la intervención del lenguaje. De aquí que escape a tantos relativismos ansiosos de negar esta posibilidad. Pero el escape no puede ser permanente. La intuición, Bergson lo afirma explícitamente, tiene que usar simbolismos en su expresión (1934/1959, pp. 11071108). En todo el texto de Bergson es claro que (a) la intuición busca expresión, y (b) la expresión implica simbolismo. Diferentes intuiciones, ciertamente, implicarían diferentes tipos de simbolismo. Como he insistido arriba y además [331]

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intentaré mostrar abajo, la historia de la ciencia, para Bergson, está repleta de importantes expresiones de intuición, que implican la creación de nuevos modos de análisis que utilizan nuevos simbolismos. 2. El enfoque vertical: Intuición, Expresión, y Jerarquía Temporal Esta descripción sobre alcanzar, poseer y expresar la intuición, a decir verdad, constituye sólo un esbozo. Pero remueve algunos obstáculos a la comprensión, lo que hace posible explorar la aproximación de la intuición hacia las diferentes tensiones o ritmos de duración citados arriba y hacia sus posibles usos científicos y, o filosóficos. En las primeras obras, como observó al comienzo de este artículo, Bergson (1934/1959, pp. 1076-1116) ha distinguido una secuencia de duraciones de amplitud variable: las duraciones de la conciencia humana, de los organismos vivos, y de la materia. En Introducción a la metafísica estas duraciones están dispuestas por él en un orden exclusivo: una jerarquía de duraciones, o, un conjunto de duraciones anidadas que abarcan desde la temporalidad humana hasta la de la materia e inversamente, hacia arriba, potencialmente hacia la más larga de las duraciones, la de Dios. Bergson trae así inteligibilidad y orden a la plétora de duraciones delineadas en sus obras previas. Él expresa: La intuición de nuestra duración, muy lejos de dejarnos suspendidos en el vacío como haría el puro análisis, nos pone en contacto con toda una continuidad de duraciones que debemos tratar de seguir hacia abajo o hacia arriba: en los dos casos podemos dilatarnos indefinidamente por un esfuerzo cada vez más violento, en los dos casos nos trascendemos a nosotros mismos. (pp. 1102-1103)

En el primer caso, encontramos duraciones más y más cortas que las nuestras. En el límite estaría la repetición mediante la cual él desea definir la materia. Al proceder en la otra dirección empezamos a tensar y aproximarnos (una vez más, "hasta el límite") a una eternidad de vida e incluso móvil en la que, parece, vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser. Entre estos dos límites se mueve la intuición.4 Probablemente la cosa más notable de este rótulo es la insistencia de Bergson de que la intuición no es una, sino muchas:

4 Aquí Bergson da su versión de la "Línea Dividida" de Platón: una versión que eleva el devenir (como Bergson lo entiende) al más alto nivel y degrada al ser (comprendido como monotonía reiterada) a lo más bajo. El resultado es precisamente una línea dividida "invertida", la cual, debido a todas sus diferencias con la línea platónica tiene la función de hacer inteligibles el reclamo del autor y sus puntos de vista metafísicos. Uno pondera si Bergson encontraría plausible una "división" cuádruple de la línea y hasta qué punto le gustarían los diferentes tipos de conocimiento to eikasia, pistis, dianota, y noesis.

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La intuición de que hablamos no es un acto único, sino una serie indefinida de actos, todos del mismo género sin duda alguna, pero cada uno de especie muy particular, […] esta diversidad de actos corresponde a todos los grados del ser. (1934/1959, p. 1100)

En estos términos, la intuición que examina la duración de la conciencia humana es diferente en actitud y foco de la intuición que viene a abordar las duraciones de las cosas vivas. Ésta, a su vez, diferiría significativamente de la intuición aplicada a la materia. La calidad y contenido de cada una estarían diferenciados de acuerdo al carácter de su asunto particular. Si esto es así, entonces la intuición en Bergson es un modo de reflexión concreta que requiere una atención concentrada, aplicada a los temas específicos de los que uno tiene un conocimiento previo significativo. Es una fenomenología, empíricamente fundamentada. Hacer pasar simplemente, como muchos lo hacen, tal modo concreto de pensamiento como anti-intelectual o irracional es no entender en absoluto el asunto. La intuición en Bergson requiere una esmerada investigación metodológica (como bosquejé previamente) y tiene campos específicos de aplicación (como bosquejé aquí en las nociones de jerarquía temporal y jerarquía de la intuición). Es útil al respecto advertir la cercana analogía que Bergson establece entre la intuición y el cálculo infinitesimal. El cálculo, anota Bergson, nos permite investigar los modos del cambio, los cuales fueron inaccesibles antes de su invención. La aceleración, una idea no concebida hasta el siglo XVII, es la noción central que el cálculo intenta formalizar, al usar el concepto de lo infinitesimal. Con el concepto de lo infinitesimal, Newton y Leibniz descubrieron que era posible llegar al movimiento-en-un-punto (al incluir especialmente la aceleración en un punto) sin congelar por ello el movimiento. Este fue el notable logro del cálculo diferencial: el cálculo de la derivada. La noción inversa, la integral, puede ser usada para representar áreas o volúmenes crecientes o decrecientes.5 De aquí la insistencia de Bergson de que "la matemática moderna es precisamente un esfuerzo para sustituir el todo hecho por lo que se hace" (1934/1959, p. 1106) y su determinación para tomar el cálculo como un modelo en cuyos términos la intuición y su objeto puedan entenderse: "Resulta pues natural que la metafísica adopte, para extenderla a todas las cualidades, es decir, a la realidad en general, la idea generadora de nuestra matemática " (p. 1106). Por lo tanto, uno de los propósitos de la metafísica es efectuar "diferenciaciones e integraciones cualitativas" (p. 1106). Espero que la decisión de Bergson de usar el cálculo como una metáfora fundamental, si es comprendida, arroje una vívida luz sobre su concepto de la intuición. El cálculo infinitesimal es flexible, puede ser usado de modos 5 Como regla, los matemáticos comprenden la integral en un sentido estático: como, por ejemplo, al describir el área bajo una curva en determinado momento único o el volumen de un sólido. Pero es igualmente posible pensar la integral de forma dinámica (e.g., el área bajo una curva en el tiempo 1, tiempo 2, tiempo 3… tiempo n).

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dinámicos, requiere un nuevo método de pensamiento y un nuevo simbolismo (tradicionalmente el de Leibniz). Pero implica, en cada caso, un método preciso para calcular. Así, por analogía, la intuición en Bergson se proyecta precisa, flexible, dinámicamente entendida, y requiere nuevos modos de pensamiento. Se proyecta para concentrarse en niveles específicos de duración y para conceptualizarlos cada uno en sus propios términos. ¿Qué tiene que ver esto con la jerarquía de las duraciones? La respuesta se encuentra en el famoso Teorema Fundamental del Cálculo, un teorema unificado que establece que es posible integrar sobre las integraciones de uno o, al proceder inversamente, diferenciar bajo las diferenciaciones de uno: en ambos casos ad indefinitum. El cálculo así se comprende jerárquicamente: con niveles derivados de los niveles más bajos, y viceversa, niveles más altos (i.e., las integraciones más altas) al ascender verticalmente por encima de los niveles más bajos (i.e., las duraciones). Bergson, quien como joven profesor en el Clermont-Ferrand había pasado gran cantidad de tiempo estudiando el cálculo, difícilmente pudo no haber conocido el Teorema Fundamental. En cualquier caso, todo se aclara una vez la jerarquía temporal de Bergson y su determinación para efectuar integraciones y diferenciaciones cualitativas se comprenden en paralelo con el Teorema Fundamental. En la teoría de la intuición de Bergson, integrar es ascender en la jerarquía de las duraciones; diferenciar es descender. Cuando Carl Hausman (1999), en el mejor artículo hasta el momento hecho sobre Bergson y Charles Sanders Peirce, habla de la intuición en Bergson comparándola con un cálculo, no está usando un lenguaje inexacto (ver además Auxier, 1999, p. 266). Realizar integraciones cualitativas y, o diferenciaciones no es sólo moverse hacia arriba o hacia abajo en la escala de las duraciones y tratar, con gran especificidad, con cada una. Es incorporar las duraciones más bajas en lo más alto, o descubrir, comenzando de la duración más alta, cuáles son sus contenidos más bajos. Si Bergson tiene razón, cada cosa que existe tiene su propia duración. Sin embargo, cada una integra las duraciones específicas más bajas en su propio carácter. Lo que uno diferencia en un nivel más bajo se hace parte de cualquier integración (i.e., un ritmo más amplio de duración) en el próximo nivel más alto. No puedo abstenerme de señalar que si esto es el sentido de lo que dice Bergson, la suya no es una filosofía que elimina la individualidad. Hay individuos reales. Los alcanzamos mediante diferenciaciones cualitativas. Existen en todos los niveles. 3. Sortear el abismo: De la Epistemología a la Metafísica, a la Ciencia Por ahora es seguro y quizás fastidiosamente claro que el conocimiento para Bergson está relacionado con ritmos de duración. Sin embargo, él no entiende tales ritmos como meros factores en la subjetividad humana. Si nos trascendemos a nosotros mismos hacia las duraciones más bajas o más altas que nosotros, como él dice, esto sólo puede significar que nosotros procedemos de nosotros mismos a un mundo que no es nosotros. Así, nos movemos naturalmente desde la teoría del conocimiento al conocimiento del mundo, y así, ineludiblemente, nos encontramos [334]

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haciendo metafísica. No es así sorprendente que cuatro años después de que completara Introducción a la metafísica Bergson hubiera escrito su obra más conocida, la Evolución creadora (1907/1959). La última es una amplia aplicación de la primera. Es el desarrollo de las nociones de las jerarquías de la duración y de la integración y diferenciación cualitativas en términos de evolución biológica y cosmología física. No es posible, en un ensayo de esta extensión, describir en profundidad el argumento de la Evolución creadora. Lo que requeriría un ensayo más largo que el presente. Desde el punto de vista desarrollado aquí lo más útil para decir es que la teoría de la evolución creadora no sólo describe el devenir creativo de la vida, en contraste con la inactividad de la materia, sino que además entiende la emergencia de cada una de las nuevas especies como la creación de un nuevo modo de temporalidad y sugiere que nuestra comprensión de la vida puede ser inconmensurablemente profundizada al intentar ir más allá de nuestras viciadas representaciones espaciales hacia una comprensión del organismo sub specie durationis. Estamos justificados para creer que no sólo la vida en su perpetuo devenir, sino que cada cosa viviente, pueden ser más completamente comprendidos como una realidad temporal compuesta de temporalidades. Es tentador parar aquí y considerar las respuestas inevitables, a tal proyecto, por parte de filósofos de paradigma contemporáneo: desde los que insistirían en que tal proyecto no tiene sentido (quizás derivado de una sintaxis corrupta) hasta los que objetarían que esta no es para nada una metafísica pura, al estar mezclada con organismos y células, y cosas así. Tal vez la respuesta más efectiva es decir que, lo que quiera que sea, esta aproximación es potencialmente fructífera, tanto para la comprensión humana en general como para la ciencia en particular. Esto al menos nos llevaría al siguiente paso. Dar este paso es simplemente recordar lo que se ha dicho antes: que la intuición, como Bergson la entiende, puede expresarse en términos potencialmente útiles en las ciencias. Esto ya ha sucedido, cree él, aunque se ha perdido de vista. La ciencia moderna comenzó no sólo por el simple desarrollo de ideas ya en circulación sino a través de nuevas ideas obtenidas de la intuición (e.g., de una nueva actitud conceptual hacia el movimiento representado por la nueva posición de Galileo sobre el comportamiento de los cuerpos que caen, y, como se anotó arriba, por el método newtoniano de las "fluxiones", el precursor del cálculo). Los resultados fueron leyes matemáticas así como una nueva forma de simbolismo matemático. Las nuevas ideas, insiste Bergson, no son simplemente hábiles arreglos de las viejas. En el caso de la ciencia natural, insiste, aquellos descubrimientos que han transformado las ciencias existentes, o creado nuevas, han sido "otros tantos sondeos en la duración pura" (1934/1959, p. 1109). La expresión de la intuición es un importante simbolismo científico. Podría objetarse que tal expresión no es posible, ya que la intuición en términos de Bergson no puede implicar conceptos y el simbolismo científico es conceptual. Pero aquí uno tiene que mirar de nuevo. En Introducción a la metafísica él es muy cuidadoso de señalar que, junto a los conceptos analíticos [335]

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que estamos acostumbrados a emplear hay "representaciones fluidas" (1934/1959, p. 1085) moldeadas sobre la intuición, o "conceptos fluidos" (p. 1105) capaces de adoptar el "movimiento mismo de la vida interior de las cosas". En el contexto de la personalidad humana él denomina estos "conceptos únicos" (pp. 1092, 1094) capaces de ser desarrollados, a su vez, en conceptos analíticos ordinarios que se refieren al yo. Se sigue que la famosa intuición de Bergson contiene contenido noético, es decir, contenido conceptual en un "estado fluido". No es, como la mayoría de los whiteheadianos parece pensar, una aprehensión física de bajo grado. Ni es, como Bertrand Russell (1912) dijo pasándose de listo en uno de sus peores ensayos, el instinto de "murciélagos y abejas". Muy bien, entonces. Alcanzar una intuición es primero que todo volverse experto en un campo particular. Es, segundo, hacer un esfuerzo especial para reconceptualizar ese asunto en términos de sus procesos fundamentales (i.e., en términos de duración). Finalmente, es intentar expresar lo que uno ya sabe en términos de nuevos, o parcialmente nuevos, modos de análisis que implican, sin duda y para repetirlo, nuevos simbolismos. Finalmente, (Bergson es claro sobre esto en otra parte, pero no completamente explícito en Introducción a la metafísica) uno tendría que examinar las propias ideas, el simbolismo y todo, con respecto al asunto que uno escogió. El asunto en cuestión aquí es la biología, más específicamente, la biología en su aspecto temporal (i.e., cronobiología, tiempo biológico). Bergson protesta contra la biología de su tiempo, pues ella misma se limitó al estudio "de la forma visible de los seres vivos, de sus órganos, de sus elementos anatómicos" (1934/1959, p. 1079). Proceder de este modo es limitar la biología a un punto-deinicio cuasi-geométrico, con resultados superficiales. Es claro que en la Introducción él cree que se necesita algo más profundo. La Evolución creadora (1907/1959), que explora la temporalidad de la evolución biológica y sus organismos participantes, sugiere lo que está faltando: el estudio del organismo como una estructura temporal y no meramente como una estructura visible y geométrica. Alex Carrel (1873-1944) y Pierre Lecomte du Noüy (1883-1947) fueron amigos y colegas profesionales. Trabajaron juntos con el cuerpo médico francés, del que Carrel fue el líder, en la I Guerra Mundial. Por esta época Carrel ya había recibido el premio Nobel (1912) de medicina por su trabajo en cirugía del corazón. Por el resto de sus carreras trabajaron en el Instituto Rockefeller (ahora Universidad de Rockefeller) en la ciudad de Nueva York. Aunque ambos fueron principalmente experimentadores, Carrel fue además teórico. Su trabajo en cirugía del corazón le llevó al problema de cómo los órganos y los tejidos podrían ser conservados vivos para el trasplante. El esfuerzo en esta y otras cuestiones relacionadas lo apartaron de la cirugía hacia la biología. Temprano seguidor de Bergson, a quien conoció personalmente, Carrel tenía que insistir en que la biología había descuidado la temporalidad del organismo, que era al menos tan real y tan importante como su estructura espacial. Carrel estableció en The New Citology (1931a): El tiempo es realmente la cuarta dimensión de los organismos vivos. Entra como una

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parte en la constitución de un tejido. Las colonias de células, u organismos, son eventos que progresivamente se desdoblan a sí mismos. Tienen que estudiarse como una historia. Un tejido consiste en una sociedad de organismos complejos que no responden de manera instantánea a los cambios del medio ambiente. La extensión temporal de un tejido es tan importante como su existencia espacial. (p. 295; ver además cf. Carrel, 1931b)

El método de Carrel para estudiar los cultivos (in vitro) de células implicó la manipulación de los fluidos intercelulares. Fue capaz de extraer conclusiones de sus investigaciones que implicaban problemas de edad y la naturaleza del cáncer. Posiblemente su experimento más famoso fue mantener vivos los tejidos del corazón de una gallina durante 29 años al vaciar su caldo de nutrientes (removiendo así sus productos de desecho tóxico) y reemplazándolo diariamente. Los tejidos murieron sólo cuando un asistente olvidó renovar el procedimiento. Carrel estaba convencido de que, dadas las circunstancias óptimas, las células podrían vivir por siempre. De este modo, él se hizo a sí mismo, en la opinión de algunos, fundador de los estudios de envejecimiento y un profeta para aquellos que desean alargar la vida humana (Capiello, 1999). Estudios de apoptosis (muerte celular programada) complican grandemente este optimista panorama pero no resuelven por entero el asunto. El experimento con los tejidos de corazón habla por sí mismo.6 Pierre Lecomte du Noüy fue incitado por Carrel a explorar los ritmos en los que las heridas sanan (i.e., la velocidad de cicatrización). Él descubrió que la cicatrización implicaba dos factores: a) el área herida, y b) la edad del paciente. Sobre la base de estos factores, él desarrolló un "índice de cicatrización" como parte de una ecuación que permite la predicción del ritmo de curación en las heridas. Esta ecuación fue más tarde ampliada para incluir no sólo las simples heridas de la piel sino la sanación en lesiones, así como la sanación en animales de sangre caliente y sangre fría. En el último caso la temperatura del cuerpo tenía que ser agregada como un tercer factor. Aunque sus estudios originales de cicatrización fueron completados en 1917, fue sólo hasta Time and Life que Lecomte du Noüy hubo de resumir la obra de su vida (1936 p. 268). Allí, él argumentó que la temporalidad es de tres tipos. Al tiempo psicológico y físico tenía que agregarse el tiempo fisiológico. El tiempo físico procede en un paso regular; el tiempo fisiológico carece de esta regularidad, ya que procede en diferentes ritmos al depender de la edad. Una herida sana cinco veces más lentamente para un hombre de sesenta años que para un niño de diez. En una herida cuya sanación es demorada por la infección, la sanación se acelera una vez se cura la infección, como si recapturara el tiempo perdido. Lecomte du Noüy estaba convencido de que este tipo específico de temporalidad

6 Para una visión más amplia de las ideas de Carrel, véase Carrel (1935a, p. 400; 1935b, p. 392). Para un ejemplo de algún trabajo inspirado por Carrel, véase Missenard (1940, p. 256).

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era fundamental a todos los organismos, y a cualquier biología que pueda esperar entender la vida científicamente. La descripción dada aquí del trabajo de Carrel y de Lecomte du Noüy escasamente transmite el alcance de su investigación. Suficiente se ha dicho, sin embargo, para mostrar que fue investigación científica y que abrió el camino a un programa de investigación aún más amplio en temporalidad biológica. Algo que no logro entender, a pesar de su lugar en una institución americana de investigación, de primer orden, y a pesar de la publicidad circundante a su obra (Carrel y otro de sus eminentes colegas en el Instituto Rockefeller, Charles Lindbergh, aparecieron en la portada de la revista Time en 1935.), es que después de la II Guerra Mundial la investigación de ellos parece haber sido completamente olvidada. Cuando los estudios de tiempo biológico recomenzaron en la década de 1960 fue como si hubieran aparecido de novo, sin antecedentes. Ninguna obra reciente en este campo los menciona siquiera, y si no los menciona a ellos, entonces ciertamente tampoco la inspiración bergsoniana que ayudó a guiarlos. Es interesante que en el caso de Lecomte du Noüy, Bergson tuvo oportunidad de leer Le Temps et la vie de aquél, y responder. Cito de su carta (como está citada en Lecomte du Noüy, M, 1953): Acabo de leer "Tiempo biológico" que usted a bien me ha enviado y quiero decirle cuánto me ha interesado y enseñado su libro. Sus experimentos y sus visiones generales sobre la cicatrización que constituyen su tesis principal serían suficientes para hacer de su libro un libro importante. Pero usted no se detiene allí. Sobre estas observaciones precisas usted ha injertado un nuevo concepto de tiempo fisiológico que creo es sensato y fructífero y que nos lleva a reflexiones interesantes sobre el tiempo en general (pp. 187-188).

El filósofo ofrecía sus sinceras felicitaciones. Conclusión: Bergson, cronobiología, y Whitehead Me gustaría concluir este artículo con tres puntos: el primero, que abarca algunas ideas de la cronobiología contemporánea; el segundo, concerniente a las similitudes entre la filosofía de Bergson como la he construido y la filosofía de Alfred North Whitehead, y, finalmente, la relación de todo esto al tema de esta conferencia: racionalidad (i.e., inteligibilidad). Originalmente había esperado ser capaz de tratar aquí con alguna profundidad la cronobiología contemporánea. Si no ha resultado posible, no es sólo porque la explicación del método filosófico de Bergson requirió un espacio considerable, sino además porque la literatura sobre tiempo biológico, no existente cuando Bergson escribía, es ahora inmensa.7 Carrel y Lecomte du Noüy 7 Los siguientes son algunos trabajos representativos sobre tiempo biológico: Luce (1971, p.

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se ocuparon del tiempo biológico principalmente, pero no exclusivamente, como un fenómeno continuo y no repetitivo. Este énfasis se invierte en la mayoría de los estudios recientes, que enfatizan fenómenos cíclicos, repetitivos, o cuasirepetitivos; una aproximación realmente más cercana a Bergson y a sus ritmos de duración. Todos los procesos en los seres vivos son por definición temporales en la medida en que son procesos. Los que se repiten, sin embargo, y que reciclan dentro de ciertos límites, parecen ser los más fundamentales. El catálogo de estos es inmenso: ciclos de sueño, ciclos de temperatura del cuerpo, respiración, latido del corazón, cambios hormonales, éstos organizados en ritmos circadianos, infradianos, ultradianos. No cabe duda de que Bergson habría estado más que complacido al ver tales fenómenos investigados y su importancia reconocida. La cuestión sería hasta qué punto tales datos pueden organizarse en términos de jerarquías temporales, y hasta qué punto, diríamos hoy, ellos encarnan fenómenos lineales. La pregunta, a mi parecer, permanece abierta. Las cosas vivas son multitemporales. No sabemos aún cómo sus temporalidades se afecten las unas a las otras. Cada organismo parece desde este punto de vista como una fuga compleja, sutilmente estructurada; con un contrapunto que responde a un contrapunto. Espero que aquellos de ustedes familiarizados con Whitehead reconozcan ahora las profundas afinidades entre Whitehead y su colega francés en filosofía de proceso. Uno no tiene por qué creer que sus filosofías son simplemente idénticas para ver estas similitudes. Ni uno tiene que creer que, porque estas similitudes fundamentales existan, Whitehead obtuvo sus ideas de Bergson. En un reciente artículo de Process Studies Randall Auxier (1999) señala que la mayoría de los whiteheadianos, que siguen a Victor Lowe, se han esforzado en distanciar a Whitehead de Bergson para acentuar la originalidad de Whitehead y la presumiblemente vasta distancia entre él y el pensamiento de Bergson.8 Esta distancia ha sido comprendida mediante el presumido anti-intelectualismo de Bergson (dependiente sin duda de su presumido fracaso en saber matemáticas), y su supuesta doctrina de un devenir ininterrumpidamente continuo que lidera a su vez (es decir, que acarrea) un tipo de monismo en el que la existencia de los individuos es puesta en cuestión. Pero si la caracterización de Bergson presentada arriba es válida, estas diferencias presumiblemente rígidas tienen que ser atenuadas o rechazadas. Tomemos el anti-intelectualismo primero: es un 183), Winfree (1980, p. 530), Brady (1982, p 197), Glass & Mackey (1988, p. 248). Para uno más reciente, pero de aproximación limitada véase Strogats (2000, p. 228) que trata casi exclusivamente con "osciladores acoplados". Además Gedda y Brenchi (1978, p. 214). 8 He podido descubrir un artículo que sugiere que la metafísica de Whitehead es consistente con, y quizás aún que contiene, la noción de jerarquía temporal (en este caso descrita como "una serie anidada de duraciones"). El autor sugiere que en sus últimos estudios Whitehead se estaba aproximando a tal concepto, cf. Wolf (1981). Un punto de vista similar es perseguido por Pattee (1970). Más que tratar con ciclos ultradianos, circadianos, o infradianos comparativamente amplios, Pattee trata con ciclos celulares y químicos mucho más breves, y ciclos de tejido.

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anti-intelectualismo extraño el que, enraizado en las ciencias, busca reflexión concreta para ampliar el alcance de o establecer nuevas ciencias. Es un antiintelectualismo extraño sin duda que intenta ensanchar y hacer más flexibles las categorías de nuestro pensamiento, al hacer posible unas ciencias menos mecanicistas que a pesar de todo son científicas. Es aún un anti-intelectualismo más extraño que concede, y aún insiste sobre, la existencia de individuos mientras se rehúsaa considerarlos como atemporales. Para recurrir a la biología de nuevo, mientras insiste en su modo particular sobre la integración de los organismos, Bergson arguye que cada célula en un organismo (i.e., en un organismo multicelular) es ella misma un organismo (1907/1959, p. 434, 473, 662, y en otras partes). Y cada organismo y suborganismo, en su visión, tiene un ritmo propio e interactúa con todos los otros organismos. ¿Qué tan diferente es este punto de vista del concepto whiteheadiano de organismo, cada uno compuesto de organismos que se prehenden [prehending] y concrezan [concrescing]∗ mutuamente, para ser entendidos como eventos?∗∗ Finalmente, queda el asunto de la teoría epocal del tiempo, de Whitehead: presumiblemente contrastada con la confianza de Bergson en la continuidad absoluta. Pero desde Materia y memoria (1896/1959), que incluye por cierto Introducción a la metafísica (1934/1959) y la Evolución creadora (1907/1959), esta doctrina del devenir absolutamente ininterrumpido es rechazada. El devenir, insiste ahora Bergson, es rítmico. Si no viene en gotitas distintas, tampoco viene en un diluvio sin rumbo. Como el fuego de Heráclito, que se enciende con medida y se apaga con medida. ¿Cómo podría haber una jerarquía de tales duraciones si cada duración no hubiese tenido una amplitud distintiva y un carácter distintivo? ¿Y cómo podría haber una amplitud distintiva si hubiera, simplemente, una continuidad ininterrumpida? Bergson es muy claro en que a las duraciones de la materia física las caracteriza cualquier cosa menos que sean enteramente distintas las unas de las otras.9 ∗ Para quienes no están familiarizados con estos términos, ambos son tomados de la filosofía de Alfred North Whitehead. Prehending puede traducirse como percibir o darse cuenta de todo. Concrescing puede traducirse como llegar a existir o devenir. El significado de estos términos fue consultado con el autor de este artículo. N. del T. ∗∗ Véase nota ocho. 9 El caso más claro que nos presenta Bergson de una proporcionalidad matemática entre dos niveles diferentes de duración es el de la luz roja, que va a través de 400 billones de "vibraciones" en un segundo "ritmo" de la conciencia humana. Tal proporcionalidad no podría establecerse en los límites ("dados") no naturales de los eventos en ambas series. Por el grado de independencia que Bergson (1920, p. 262 y 1959, pp. 759ss) establece entre pulsos sucesivos de materia. En la p. 764 Bergson anota aprobatoriamente lo que dice Leibniz, que la materia es un "espíritu instantáneo". En la p. 774 él describe la materia como consistiendo en "eventos pequeños que la naturaleza mantiene distintos", y cuyos instantes están "desprovistos de memoria, o sin tener justamente más que lo necesario para echar un puente entre dos de sus instantes". No sería difícil encontrar otros pasajes en sus escritos que establezcan la misma teoría.

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Y por último, la inteligibilidad. Espero que este ensayo haya mostrado dos cosas esenciales. Primero, la filosofía de Bergson, más que ser un ensayo prolongado en el irracionalismo, es ampliamente inteligible para una mente reflexiva y así fue proyectada. Con tal de que uno no insista en congelar el mundo o su contenido, no hay obstáculo para comprender cómo se interrelacionan y cuál debe ser el carácter de cada uno. La meta de esto es incrementar nuestra comprensión de la filosofía y de las ciencias —y en otros escenarios—. Y segundo: seguramente deberíamos ser cuidadosos, a la luz de esto, en no encarcelar nuestro pensamiento en categorías previamente construidas, sino que deberíamos considerar cuidadosamente antes de decidir exactamente lo que es la inteligibilidad. Referencias Auxier, R. (1999). Bergson and the calculus of intuition. Process Studies, 28(3-4), 266. Bergson, H. (1903). An introduction to metaphysics. Revue de metaphysique et de morale. (Traducido al inglés en Bergson, 1946, M.L. Andison, Trad.) Bergson, H. (1909). Lettre à Giueppi Prezzolini, 12 juillet 1909. En R.Y.U. Ji-Seok, Une contribution á la recherche de la penseé d’Henri Bergson (pp. 77). Disertación doctoral no publicada, Universidad Charles de Gaulle-Lille III. Bergson, H. (1911). Creative evolution (A. Mitchell, Trad.). Nueva York: Henry Holt & Compañía. (Obra original publicada en 1907) Bergson, H. (1920). Mind-energy (H.W.Carr, Trad.). Nueva York: Henry Holt & Compañía. Bergson, H. (1928). Matter and memory (N.M. Paul & W.S. Palmer, Trad.). Nueva York: Macmillan. (Obra original publicada en 1896) Bergson, H. (1946). The creative mind (M.L. Andison, Trad.). Nueva York: Philosophical Library. (Obra original publicada en 1934). Bergson, H. (1959). Obras escogidas. Trad. José Antonio Miguez. México: Aguilar, 1963 g Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, (1889), pp. 49ss. — Materia y Memoria, (1896), pp. 209ss. — La evolución creadora, (1907), pp.433ss. — La energía espiritual, pp. 759ss. — Pensamiento y Movimiento, (1934), pp. 931ss. Bergson, H. (1959a). Oeuvres. París: Presses Universitaires de France. Brady, J. (1982). Biological timekeeping. Nueva York: Cambridge University Press. Capiello, V. (1999, febrero). Dr. Norman Orentreich: A true pioneering researcher on ageing. Life Extension Magazine. Disponible en: http://www.lef.org/magazine/mag99/feb99orentreich.html Carrel, A. (1931a). The new citology. Science, 73(1928), 292-298. Carrel, A. (1931b). Physiological time. Science, 74(1929), 618-621. Carrel, A. (1935a). L’homme, cet inconnu. París: Plon [traducción española: La incógnita del hombre, Buenos Aires: Joaquín Gil - Editor, 1959]. Carrel, A. (1935b). Man: The unknown. Nueva York: Harper & Brothers. Carrel, A. (1937). Forward. En P. Lecomte du Noüy (Ed.), Biological time (pp. xiv, 180). Nueva York: Macmillan. Deleuze, G. (1991). Bergsonism (H. Tomlinson & Habberjam, Trad.). Nueva York: Zone Books [traducción española: El bergsonismo, Madrid: Ediciones Cátedra, 1987]. Ellenberger, H. (1970). The discovery of the unconscious. Nueva York: Basic Books [traducción española: El descubrimiento del inconsciente, Madrid: Gredos, 1976].

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Pete A. Y. Gunter Denton, Texas 76203 e-mail: [email protected] Traducción de Asdrúbal Hernán Serna Urrea Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia Medellín, Colombia Correo electrónico: asdrú[email protected]

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LA PRUDENCIA EPISTEMOLÓGICA CARTESIANA Salvador Jara Guerrero. Universidad Michoacán de San Nicolás de Hidalgo Resumen: Clasificar las corrientes de pensamiento en un esquema binario se ha convertido en un hábito que reduce la complejidad de las ideas a dos extremos y con ello simplifica también las ideas de los pensadores. Esta tendencia ha clasificado a Renato Descartes como el padre del racionalismo. Sin embargo, una revisión más cuidadosa de su obra muestra otra faceta, menos rígida, más prudente y un interés especial por el trabajo interdisciplinario. Esta actitud prudencial que Descartes nos muestra en El Tratado de la Luz concuerda con la preocupación por la prudencia y la tolerancia de algunos pensadores de la época. Pero el interés en este trabajo es el de desmitificar la figura dogmática que con frecuencia se achaca a Descartes. Abstract: It is been a habit to classify different schools of thought in a binary scheme, reducing the complexity of the ideas to two ends and also reducing the philosopher's thought to one of the poles. This practice has classified Renato Descartes as the father of rationalism. Nevertheless, a more careful review of his work shows another face, less rigid, more prudent and a special interest for interdisciplinary work. Descarte's prudential attitude is shown in his Treatise of the Light. Other philosophers shared with him this attitude and special concern for prudence and tolerance at that time. The aim of this work is to demystify the dogmatic rationalism that has frequently been attributed to Descartes.

Puede decirse que la historia de la filosofía o de los problemas filosóficos siempre será contemporánea, porque sólo un minúsculo porcentaje de la nueva filosofía sobrevivirá quizá un par de generaciones, en cambio, los problemas clásicos nos han mostrado que resisten el paso del tiempo en un porcentaje muy alto. Algunos de esos problemas tradicionales se refieren a la naturaleza del conocimiento, ¿se trata de un des-cubrimiento de algo ya dado y existente con independencia del sujeto o es un invento, una construcción en la que buscamos una correspondencia de nuestras creencias con la realidad?, otros problemas atañen a la justificación de nuestras pretensiones de saber, a la cuestión acerca de los criterios o parámetros (si es que los hay) que permiten afirmar que sabemos o conocemos, de qué manera confirmamos o justificamos nuestras pretensiones de conocimiento. ¿Existen conocimientos indudables que nos puedan servir de base y fundamento para la construcción de los demás? Y si los hay, ¿son conocimientos derivados de la experiencia o de la razón? Y si no hay tales fundamentos, ¿son los conocimientos como nudos en una red que se dan sustento mutuamente, es la coherencia del sistema su mejor justificación? Y por otra parte, están los problemas acerca de la existencia y el conocimiento de entidades

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no observables. No se trata por supuesto de problemas simples ni pequeños, al contrario, sus ramificaciones e implicaciones son muchas y muy profundas. En estos y otros problemas es común encontrar o construir un esquema binario en el que podemos oponer el descubrimiento a la invención, el fundamentalismo unívoco y objetivo a un coherentismo subjetivo, el empirismo al racionalismo, las ciencias naturales a las humanidades, el método científico a la hermenéutica, el destino al libre albedrío, las leyes deterministas universales de la física al azar, lo global a lo local, el universalismo al relativismo, la separación y el control de variables al holismo, o la naturaleza a la cultura. Y de igual forma es también común reducir las ideas de los pensadores a dos polos. La interesante polémica entre Rober Boyle y Thomas Hobbes durante el siglo XVII ilustra el caso. En su debate en torno al objetivo de la filosofía experimental es posible ubicarlos en dos extremos, sin embargo en otros ámbitos ninguno de los dos sostiene el mismo punto de vista.1 Mientras que Hobbes mantenía que la filosofía experimental nunca llevaría al grado de certidumbre requerido por la filosofía natural, Boyle, en cambio, consideraba que el mundo es demasiado complicado para lograr conocerlo con absoluta certeza, pero estaba también convencido de que con el tiempo el conocimiento se acercaría cada vez más a las verdaderas causas de los efectos naturales.2 Esa complejidad del mundo hizo pensar a Boyle que no era posible explicarlo por medio de las matemáticas, sin embargo, reconocía su utilidad para describir fenómenos, pero afirmaba que las matemáticas no nos dan las razones por las que los cuerpos actúan de la manera en que lo hacen; por tanto, un tratamiento matemático de los fenómenos naturales nos daría como resultado un sistema, dando lugar a reglas matemáticas y no a explicaciones causales.3 Para Boyle el objetivo de la filosofía no era el encontrar la certidumbre absoluta que Hobbes pretendía, sino la búsqueda de explicaciones inteligibles acerca de los mecanismos que operan debajo de los fenómenos.4 Estas dicotomías, pero especialmente el sueño racionalista, fueron maravillosamente caricaturizadas posteriormente por Voltaire a través de Cacambo, en Cándido. Éste representa la sabiduría particular, práctica y popular que se obtiene con la experiencia de la vida y que bien podría equipararse a una posición subjetiva o equivocista y casuística, frente a su opuesto que es la actitud metafísica del Dr. Panglos, filósofo optimista, pensador teórico, teólogo-cosmo-

1 Jara Guerrero, Salvador. La Ciencia Prudencial de Robert Boyle, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2010. 2 Boyle, Robert. A Free Enquiry into the Vulgarly Received Notion of Nature, (Ed. Edward B. D. y M. Hunter), Cambridge, Cambridge University Press, 1996 p. 15. 3 Ver Hooykaas, Robert. “The experimental origin of the chemical atomic and molecular theory before Boyle”, Chymia 2: 65-80, 1949 p. 40 y Sargent, Rose Mary. The Diffident Naturalist, Chicago, The University of Chicago Press 1995 p. 66. 4 Boyle, Robert. Selected Philosophical Papers of Robert Boyle, (Ed. M.A. Stewart), New York, Barnes and Noble, 1992 p. 128.

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nigólogo, quien sólo habla y teoriza, tanto en situaciones difíciles como frente a las catástrofes. Cacambo muestra una virtud prudencial basada en la experiencia. Esa prudencia probablemente esté inspirada en el concepto de la sabiduría popular o el buen sentido común que Aristóteles identificara como la frónesis; que es una suerte de sabiduría práctica y prudente que no se opone a la pretensión de las verdades universales, representadas por la Sofía, sino que más bien se coloca como su conciencia, como el contrapeso necesario de una reflexión razonable — más que sólo racional— y prudente de las pretensiones de universalidad, con base en las particularidades de cada caso. Esta virtud sólo puede adquirirse a través de la experiencia práctica cotidiana. La actitud del Dr. Panglos es una sátira dedicada al optimismo moderno y especialmente a lo que hoy se denomina cientificismo. Es una crítica al pensamiento racionalista ilustrado, y es una burla al sueño cartesiano de lograr un conocimiento claro y distinto a través de la razón. Y es que a René Descartes se le recuerda como el padre del racionalismo por el célebre “pienso, luego existo”, reducción minimalista de la conclusión que se deriva de la duda radical. La profundidad de esa duda encierra el germen de la negación de los ídolos baconianos y la apertura de una nueva visión del mundo, la génesis de un racionalismo extremo que con el tiempo dejó de lado otros saberes y contribuyó a lo que hoy llamamos modernidad y que tiene como una de sus características esenciales a la ciencia. Se achaca a Descartes la invención de la visión cientificista del mundo. Es común referirse al cartesio como el representante de la imagen de un mundo máquina cuyo pasado y futuro están determinados como si se tratara de un autómata matemático. Las críticas de Heidegger a Descartes han contribuido de forma notable a que se observe primordialmente la búsqueda cartesiana hacia un fundamento incuestionable, especialmente clara en sus Meditaciones. Heidegger denomina o pone título a esa actitud moderna del saber como la pretensión matemática, definida como una presuposición fundamental del saber de las cosas.5 Y efectivamente, con el tiempo esa ha sido una característica esencial de la ciencia moderna. Pero poco ha sido dicho de Descartes en relación a su actitud prudencial y a su interés por el trabajo interdisciplinario, fundamentalmente en lo que se refiere a la necesidad de complementar el empirismo y la reflexión metafísica, lo cotidiano contingente y lo universal inmutable. La reflexión cartesiana, tanto en las Meditaciones como en El Tratado de la Luz, se inicia con la aplicación del principio de análisis, la división de las partes de un problema para enseguida aplicarles la duda radical. Ello consiste en que habrán de desecharse cualquier idea o pretensión de conocimiento apenas se atisbe en ellas la menor duda, no habrá cabida para ningún error que pudiera contaminar los fundamentos del conocimiento, que deberán ser claros, simples y 5 Heidegger, Martin. La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Alfa, 1964 pp. 52-58.

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distintos. Este mecanismo permite intuir los elementos primitivos o principios fundamentales, “una concepción de la mente pura y atenta tan fácil y distinta que, sobre aquello que comprendemos, no permanezca la más mínima duda”.6 Después, se deberá extraer cuanto se concluya necesariamente de esas intuiciones primarias, pero admitiendo la indeterminación de las leyes particulares porque la validez de los modelos teóricos con que es posible explicar los fenómenos no radica ya en las puras intuiciones sino en su capacidad explicativa, en su verosimilitud, se trata pues de salvar las apariencias fenoménicas. Lo anterior implica un estatuto de certeza problemático, y de ninguna manera incontrovertible. Por una parte Descartes establece una certeza metafísica de los fundamentos de los fenómenos pero a la vez admite el carácter hipotético de las leyes particulares. Al abordar los fenómenos desde estas dos posiciones, Descartes echa mano de una exposición sistemática y lógica para postular los principios fundamentales y la persuasión para justificar sus modelos particulares mecanicistas, no sin antes iniciar con la ruptura de los errores de los sentidos, primer nivel de la duda metódica. Inicia Descartes El Tratado de la Luz advirtiendo que puede existir alguna diferencia entre el sentimiento o idea que tenemos de ella y lo que existe en los objetos y produce en nosotros ese sentimiento o idea, se trata de iniciar las condiciones para la duda radical: “Pues, aunque cada cual normalmente se persuada de que las ideas que tenemos en nuestro pensamiento son enteramente semejantes a los objetos que de que proceden, no veo ninguna razón que nos asegure que sea así” y añade introduciendo la duda metódica y apelando a la experiencia: “por contra, observo numerosas experiencias que deben hacernos dudar de ello”.7 Descartes nos provee de diversos ejemplos cotidianos que utiliza como portadores de la evidencia, la experiencia nos sirve como referencia, paradójicamente nos vemos obligados a dudar de ella pero a la vez es ella la que nos permite fundamentar la duda. “La experiencia”,8 se convierte en una base para la contrastación del conocimiento pero no constituye en sí misma un recurso o fuente de conocimiento. Como bien afirma Daston, la vida diaria podía proveer de suficientes criterios, aunque imperfectos, de certidumbre moral,9 es decir, en los que no hubiera duda razonable. La experiencia tenía también, entre algunos de los virtuosos incluido Descartes, una importante función reguladora de los juicios a priori. Significaba 6 Descartes, Renato. El Tratado de la Luz, Barcelona, Anthropos, 1989 p. 13. 7 Ibid., p. 45. 8 Dear, Peter. Discipline and Experience, Chicago, The University of Chicago Press, 1995 p. 12. 9 Daston, Lorraine. Classical Probability in the Enlightenment, Princeton: Princeton University Press, 1988 p. xi.

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una prueba o confirmación, tanto en los preceptos de la cristiandad como en la filosofía natural, que no tenía que lograr rigor matemático sino sólo estar en el umbral de certidumbre que necesita un hombre razonable en su vida diaria. Así, Descartes nos ofrece como ejemplo de la diferencia entre la idea de una cosa y la cosa misma, las palabras. Con las palabras, nos dice, que no tienen ningún parecido con las cosas que significan, concebimos significados sin siquiera darnos cuenta del sonido de sus letras y sílabas, son a fin de cuentas signos que producen ideas; de igual forma la naturaleza podría proveernos de signos que nos produzcan el efecto de la luz, sin que ésta tenga nada de parecido con lo que la produce. El interés de Descartes no es demostrar que la luz es diferente a lo que percibimos sino establecer la duda: “no he aportado estos ejemplos para haceros creer absolutamente que la luz sea otra cosa en los objetos que en nuestros ojos, sino sólo para que dudéis y, guardándoos de estar preocupados por lo contrario, ahora podáis examinar mejor conmigo lo que es”.10 Descartes añade un ejemplo más, ahora acerca del calor que la sensación que nos produce es algunas veces de dolor y otras, cuando es moderado, de una especie de cosquilleo, “y no hay nada fuera de nuestro pensamiento que sea semejante a las ideas que concebimos del cosquilleo y del dolor… “11 Descartes ha introducido la duda, nuestra percepción nos engaña, o al menos es posible que así sea, y esa posibilidad es suficiente para dudar radicalmente de ello y darlo por falso. ¿Que puede salvarse de ser desechado? No pudiendo ya utilizar la percepción como referencia puesto que dada su dudosa veracidad habrá que desecharla e intuir un principio fundamental que, sin embargo, la explique: el movimiento. Aun la luz y el calor deberán ser explicados con ese principio del movimiento, es decir la sensación de cosquilleo o dolor que nos produce el fuego habrá que atribuirlo al movimiento: “yo, que temo equivocarme si supongo alguna cosa más de lo que veo necesariamente que ha de haber, me contento con concebir el movimiento de sus partes”12 Las sensaciones que nos produce calor deberán explicarse por los distintos modos de movimiento de las partículas de nuestras manos, o de cualquier otro lugar de nuestro cuerpo que puedan producir en nosotros esa impresión. Siendo la luz y el calor efectos del fuego deberán ser explicados también con el principio del movimiento de sus partes: “Poned el fuego, poned el calor y haced que arda tanto cuanto queráis: si no suponéis además que alguna de sus partes se mueve y se separa de sus vecinas, no podré imaginar que sufra alguna alteración o cambio”13 Una vez establecida la duda radical, Descartes afirma como principio fundamental que el movimiento es algo natural que inició tan pronto el mundo 10 Descartes, op. cit. p. 51. 11 Ibid., p. 59. 12 Ibid., p. 53. 13 Ibid. pp. 54-55.

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comenzó a existir y es imposible que los movimientos de las partículas que lo forman cesen nunca, sino tan solo que cambien de sujeto transmitiéndoselos unas a otras. Y no es posible concebir que un cuerpo pueda mover otro si no es moviéndose también a sí mismo. La transmisión del movimiento o conservación de la cantidad de movimiento aparece como una consecuencia de su visión plenista, es decir, concibe el mundo, el espacio, lleno de partículas de diferentes tamaños llenando en su totalidad cada lugar, cada punto, de tal forma que nada puede moverse si no es desplazando a otros cuerpos. Descartes nos obliga a dudar de todo y desecharlo, no asegura nada sino sólo los principios fundamentales mínimos que gobiernan el mundo y que Dios habría determinado al principio con la creación. Así, al referirse al vacío tiene el cuidado de no establecer una certidumbre absoluta al decir: “…con esto no quiero asegurar que no exista en absoluto el vacío en la naturaleza: sólo temo que mi discurso sería demasiado largo si intento explicar este punto y, si bien las experiencias de que he hablado no son tampoco suficientes para probarlo, sí lo son para persuadirnos de que los espacios donde nada sentimos están llenos de la misma materia y contienen —como mínimo— tanta materia como los que están ocupados por cuerpos que sentimos.”14 El cambio, el movimiento es para Descartes lo fundamental y la razón de que seamos capaces de percibir. Lo que no percibimos o lo que dejamos de percibir es lo habitual, como el calor de nuestro corazón o el peso de nuestro cuerpo, no sentiríamos ningún cuerpo si no fuera a causa del cambio en los órganos de nuestros sentidos,15 la percepción es también sólo un producto del movimiento, nuestros órganos son golpeados y les es transmitido movimiento que a su vez transmiten. Los cuerpos que nos tocan continuamente pero no producen ningún cambio y por ello no los percibimos. Más que argumentar la inexistencia del vacío Descartes nos ofrece con plausibilidad un mundo pleno. Supone la existencia de tres elementos o tipos de corpúsculos con los que es posible el armado del universo. Estos tres elementos son considerados como el mínimo posible, para explicar, junto con el movimiento, todos los fenómenos. No es preciso suponer ninguna otra cosa, nos dice Descartes, más que el movimiento, el tamaño, la figura y la disposición de sus partes. Si, como es posible imaginar, hay una gran cantidad de diminutos intervalos entre las partes de que está compuesto un cuerpo sólido, la experiencia nos indica que éstos están llenos de aire y si entre las partes del aire hay también una gran cantidad de intervalos entre sus partes, éstos no pueden estar vacíos por lo que es posible concluir que hay necesariamente otros cuerpos mezclados con el aire, los cuales llenan tan completamente como es posible los diminutos espacios que hay entre sus partes.16

14 Ibid. p. 79. 15 Ibidem. 16 Ibid. p. 83.

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Todo esto es parte de la retórica cartesiana que busca persuadir al lector de la capacidad explicativa del modelo: “Tampoco es preciso pensar que los elementos carezcan de lugar en el mundo que les esté particularmente destinado y donde puedan conservarse en su pureza natural”17 Así como en los primeros momentos de la Primera Meditación, Descartes supone la existencia no de Dios, “fuente suprema de la verdad”, sino de un “cierto genio maligno”, en la primera parte de "El Mundo", en El Tratado de la Luz, supone la existencia del genio maligno, aunque sin mencionarlo, y nos propone para alejarnos de él y sus engaños, de los sentidos y los prejuicios trasladándonos hacia un mundo ficticio, la tesis cartesiana es que en ese mundo fábula tendremos la posibilidad de saber qué es lo verdadero. Se trata de una medida radical persuasiva que permita hacer más verosímiles sus opiniones. Así, Descartes nos propone una especie de salto ontológico al olvidarnos del mundo real y pensar en una fábula, en otro mundo que nos permita desprendernos de todo el conocimiento que suponemos verdadero de este mundo. Es otro universo que Descartes irá describiendo a partir de los elementos fundamentales que le componen y sus leyes particulares acordes con los principios generales de la conservación de materia en sus tres formas o elementos corpusculares y el movimiento, y así va mostrando que en ese mundo de fábula los fenómenos son idénticos a los de este mundo real y por tanto, las explicaciones que nos otorga acerca de su funcionamiento bien pueden ser las de este mundo. Su objetivo no es el de explicar las cosas que existen efectivamente en el verdadero mundo, nos dice Descartes, sino sólo fingir uno en el que nada haya que los espíritus más comunes no sean capaces de concebir y que pueda, no obstante, ser creado tal como es imaginado o fingido. Pero en ese mundo sería imposible poner la menor cosa oscura (inexplicable), porque podría ocurrir que, mediante esa oscuridad, hubiera alguna contradicción escondida de la no se percatase y, de este modo, podría suponerse alguna cosa imposible; en cambio, al poder imaginar todo lo que se pone en ese mundo, aun cuando no tenga nada de común con el verdadero, Dios puede crearlo en uno nuevo puesto que puede crear todas las cosas que podemos imaginar.18 Descartes se aleja del sentido común y los prejuicios e inventa un mundo que si bien pudiera parecer totalmente distinto al nuestro, poco a poco se observa que las leyes que obedece (por lejanas o absurdas que parezcan) dan lugar a este mundo nuestro. Descartes utiliza simultáneamente los principios metafísicos y la confirmación empírica de su verdad a través de ejemplos prácticos persuasivos. Sin embargo el estatuto de certeza de los mecanismos particulares de los fenómenos, más allá del cumplimiento de los principios generales, es incierto. En todo caso se trata de una certeza moral cuya diferencia con la certeza metafísica cuya diferencia establece Descartes con claridad: “sin embargo, a fin de no cometer ninguna injusticia a la 17 Ibid. p. 93. 18 Ibid. p. 107.

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verdad suponiéndola menos cierta de lo que es, distinguiré aquí dos tipos de certeza. La primera es la llamada moral, esto es, suficiente para regular nuestras costumbres: es tan extensa como las cosas de las no tenemos costumbre de dudar acerca de la conducta de la vida, aunque sepamos que podría ocurrir, hablando absolutamente, que fueran falsas. El otro tipo de certeza se da cuando pensamos que es totalmente imposible que la cosa sea distinta de cómo la juzgamos. Está fundada sobre un principio metafísico bien asegurado: Dios, siendo soberanamente bueno y fuente de toda verdad, dado que nos ha creado, es cierto que la potencia o facultad que nos ha dado para distinguir lo verdadero de los falso no se equivoca cuando la usamos correctamente y nos muestra con evidencia que una cosa es verdadera”.19 En sus Principios Descartes deja en claro esa actitud prudencial, nos dice que cuanto escribe son hipótesis que bien podrían estar alejadas de la verdad, pero aunque así fuera, si las cosas deducidas de tales hipótesis concordaran enteramente con las experiencias, no serían menos útiles que si fueran verdaderas para explicar y predecir los fenómenos.20 Es interesante analizar la analogía entre los argumentos utilizados en el derecho y los usados en filosofía natural. La “ley común” inglesa, usada para los juicios de asesinato y traición, no consistía en un sistema simple y susceptible de codificación sino, en su mayoría, en una gran colección de casos anteriores. Es decir, se trataba de una ley basada fundamentalmente en la jurisprudencia. Por tanto, la certeza estaba fundamentada en la experiencia acumulada.21 Pero ya no se trataba sólo de la experiencia de un individuo, sino de un grupo heterogéneo de personas: el jurado, donde el objetivo era buscar la concurrencia de probabilidades para alcanzar la certeza moral. Mientras que la ley romana requería de la prueba total, probatio plena, que sólo se satisfacía con la confesión, así fuera con tortura, la ley común requería un juicio público con jurados. Estos con frecuencia se enfrentaban a evidencia poco familiar y casi siempre circunstancial, por lo que cada vez más debían considerar los testimonios de los testigos paralelamente con su calidad moral. Consecuentemente los jurados debían evaluar, con la evidencia, la credibilidad de ambos, testigo y testimonio.22 En el primer caso, con la confesión, el jurado se convencía de la culpabilidad plena del acusado. En el segundo, sin importar si se le declaraba culpable o inocente, el fallo siempre sería una conjetura, una inducción a partir de la evidencia; aunque nunca se tendría la certeza de una demostración, siempre se eliminaría la duda de manera razonable.

19 Ibid. p. 32. 20 Ibid. p. 28. 21 Sargent op. cit., pp.42-61 22 Shapiro, Barbara J. Beyond Reasonable Doubt and Probable Cause. Historical Perspectives on the Anglo-American Law of Evidence, Berkeley: University of California Press, 1991 p. 6.

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Estas prácticas y teorías legales del siglo XVII relacionadas con la credibilidad del testimonio y el diseño de los tribunales, se encuentran relacionadas con las primeras expresiones de la probabilidad matemática, de las que tomaron, de acuerdo con Daston, dos características: la interpretación epistémica de la probabilidad como grado de certidumbre y la primacía del concepto de esperanza o expectativa.23 La probabilidad constituía una herramienta útil que servía de guía para la acción, sobre todo respecto de lo relacionado con los préstamos, los juegos y las inversiones relativas a las importaciones, cuyo precio fluctuaba con frecuencia. Nuevamente con esto se destaca el importante papel de lo cotidiano y de la acción práctica; la experiencia toma el papel de evidencia o prueba que puede ser usada como un fundamento o base, para después ser retroalimentada y reinterpretada a la luz de las nuevas experiencias. Así, los criterios de “más allá de la duda razonable” y la “certeza moral”, tan arraigados hoy en las cortes anglo-americanas, parecen haber sido producto del esfuerzo realizado, desde el siglo XVII, por encontrar criterios de evidencia y prueba en varias áreas del conocimiento, desde la religión hasta la filosofía natural, como un punto medio entre certeza y opinión. Afirma Barbara J. Shapiro que, en general, se reconocían tres tipos de certidumbre o conocimiento, durante el siglo XVII:24 Matemático, establecido o derivado de demostraciones lógicas o pruebas geométricas. Físico, derivado de los datos sensoriales o de principios físicos. Y moral, que se basaba tanto en testimonios como en reportes de datos sensoriales, se alcanzaba como una concurrencia de probabilidades en el sentido de evidencia convergente. Esta certidumbre moral, en la que asentían aquellos “cuyo juicio estaba libre de prejuicios”, se consideraba como indudable para cualquier persona razonable, era la más relevante para el derecho, la historia y la filosofía natural. Pero las reglas mediante las que Dios hace actuar la naturaleza en el nuevo mundo cartesiano son necesarias y bastan para hacernos conocer las restantes, su estatuto de certeza no está en duda: la primera regla establece que cada parte de materia permanece siempre en un mismo estado mientras el encuentro con otras no le obligue a cambiarlo, en este caso si una parte de materia se encuentra en movimiento, continuará en ese estado de movimiento hasta que otro parte de materia lo modifique, el movimiento n se destruye, sólo se transmite entre los pedazos de materia. La segunda regla complementa la primera: cuando un cuerpo impele a otro no puede darle ningún movimiento si él no pierde simultáneamente igual cantidad del suyo. Aunque todo lo que nuestros sentidos han experimentado en el mundo verdadero (de los sentidos y apariencias), dice Descartes, pareciera ser 23 Daston op. cit., p. 6. 24 Shapiro op. cit. p. 8.

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manifiestamente contrario a las dos reglas anteriores, la razón nos las muestra tan fuertes que es imposible no suponerlas en ese nuevo mundo. La tercera regla establece que cuando un cuerpo se mueva siguiendo una curva, cada una de sus partes tiende a proseguir el suyo en línea recta. Y enseguida nos persuade con ejemplos de una rueda girando y de una honda. De todos los movimientos sólo el rectilíneo es enteramente simple. Las contribuciones cartesianas indudables a la noción moderna del mundo y especialmente de la física son, en primer lugar, el reconocimiento de la necesidad de separar el problema en partes, admitiendo que la solución a un problema complejo se reduce al tratamiento de sus partes por separado; en segundo lugar la visión mecanicista en la que es posible explicar los fenómenos naturales atendiendo exclusivamente a su estructura fundamental corpuscular como agregado material de partículas, y a su movimiento geometrizable. Sin embargo el salto ontológico cartesiano a través de la duda radical constituye un elemento fundamental en el rompimiento con el modelo medieval del conocimiento, se trata de una aportación revolucionaria que permite el cuestionamiento de los paradigmas normales, parafraseando a Kuhn. Y como última reflexión habrá que valorar la humildad cartesiana al reconocer que sus explicaciones de los particulares no son sino hipótesis heurísticas para comprender el mundo, cuyo estatuto de certeza es sólo moral y, por tanto, no se trata de verdades incontrovertibles y absolutas. Sin duda que lo anterior enaltece la obra cartesiana y desmitifica el dogmatismo que la crítica a la modernidad le ha achacado.

Salvador Jara Guerrero Facultad de Ciencias Físico Matemáticas/ Instituto de Investigaciones Filosóficas Universidad Michoacán de San Nicolás de Hidalgo [email protected] http://www.fismat.umich.mx/~sjara/

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EL ESPÍRITU DE LA MATERIA. Meditaciones poético-filosóficas Martín López Corredoira. Instituto Astrofísico de Canarias1 Resumen: Estas doce breves meditaciones poético-filosóficas son un ejercicio estilístico que trata de fusionar la sabiduría y el pensamiento con la contemplación estética. Lejos de los discursos de sectas y religiones, se habla aquí del “espíritu” como una metáfora poética de lo que los hombres son o ansían ser dentro de un mundo material, un discurso para la vida y su sentido espiritual dentro del sinsentido nihilista implícito en el materialismo/naturalismo. ¿Cómo puede esta contradicción sostenerse? ¿Cómo puede el “espíritu” sostenerse en la “materia” si ambos términos se contraponen como el día y la noche? Creo que aquí radica gran parte del conflicto emocional en el mundo contemporáneo, es éste un problema de nuestro tiempo, y estas meditaciones han sido escritas para alimentar a las mentes más inquietas en este sentido. Abstract: These twelve and brief poetic-philosophical meditations are one stylistic exercise that tries to fuse wisdom and thought with an aesthetic contemplation. Setting aside discourses of sects and religions, the term “spirit” is used here as a poetic metaphor of what human beings are, or they strive to become within a material world. This is a discourse for life and its spiritual sense within the context of the nihilistic nonsense which is implicit in materialism/naturalism. How can this contradiction be sustained? How can the “spirit” be sustained inside “matter” when both terms are as contradictory as day and night are? I believe that a great part of the emotional conflicts in our contemporary world resides in such contradiction. This is a problem of our time, and these meditations have been written for those who have a restless mind in this respect.

Prólogo Son múltiples las obras filosóficas que hablan de la verdad, la bondad y la belleza (las tres primeras partes de esta exposición). Aquí se hace de un modo 1 Breve curriculum vitae del autor: Nacido en Lugo en 1970, Dr. en Cc. Físicas, Dr. en Filosofía. Investigador en astrofísica. Autor de múltiples artículos de astrofísica teórica y observacional, de filosofía en temas diversos (varios de ellos publicados en Thémata), y de los ensayos filosóficos en libro “Diálogos entre razón y sentimiento” (1997), “Somos fragmentos de Naturaleza arrastrados por sus leyes” (2005); co-autor de “¿Dios o la materia? Un debate sobre cosmología, ciencia y religión” (2008); editor de “Against the Tide. A Critical Review by Scientists of How Physics and Astronomy Get Done” (2008). Premio Platero-2002 de Poesía concedido por el “Club del libro en Español”-Naciones Unidas (Ginebra, Suiza). Mención especial en el “XV Certamen Literario Universidad de Sevilla” (2009), modalidad de teatro, por la obra de teatro en verso de tintes filosóficos “El sinsentido de la vida” (2010).

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peculiar, en un estilo clásico de disertación poética, sin verso, o declamatoria; sin caer en elocuencias académicas, en citas de autores, notas a pie de página, ni otros recursos de textos más formales. Las palabras sirven para transmitir ideas pero también para penetrar en las altas emociones. Son múltiples también los textos existentes que apelan a lo poético, pero en muchos de ellos los juegos de metáforas se quedan en un mensaje estético vacío de ideas concretas sobre el mundo. Es en la interfase entre lo poético y lo filosófico donde habita esta obra. Como en los tiempos en que los sabios eran poetas y los poetas sabios, se ofrecen aquí unas meditaciones cuya profundidad pretende elevar al ser humano. Si se me pregunta el porqué de haber escogido este tipo de exposición declamatoria y poética para desarrollar el tema en vez de una exposición formal con argumentaciones razonadas, como sería la tónica habitual en una revista como Thémata, diría que, a mi modo de ver, no es posible tal empresa de otro modo. Si buscamos responder a unas cuestiones como las que me planteo, no podemos quedarnos en el lenguaje de significado claro y no-ambiguo, porque allí el concepto de espíritu se disuelve igual que si se tratase de nuestros sueños cuando tratamos de contemplarlos conscientemente al despertarnos por las mañanas. De hecho, en mi opinión, las exposiciones que tratan de hablar de ese lado “espiritual” del ser humano, por llamarlo de algún modo, con un lenguaje racional y una exposición sistemática de argumentaciones, caen por lo usual en cándidas visiones y boberías, o en el fanatismo. Lejos de los discursos de sectas y religiones, se habla aquí del espíritu como una metáfora poética de lo que los hombres son o ansían ser dentro de un mundo material. La visión de que todo es materia (naturaleza), o materia-energía si se prefiere, nos sitúa en un sinsentido para la existencia, un nihilismo de valores. Ello es así, no se puede sacar leche de un botijo ni se le pueden pedir peras al olmo. Pero algo llama a la voluntad humana a darle tal sentido, algo visceral pero humano más allá de los instintos de animales sin nuestra inteligencia. Y es posible que surja un apasionado y vital discurso incluso de las cabezas que contienen un modelo de Universo frío y analítico. En mis actividades como filósofo y físico arrimado más bien al materialismo y el pensamiento científico (o cientificismo, como lo llaman los enemigos del sano concepto de que todo fenómeno es explicable en términos científicos, hayamos o no encontrado aún la solución) me encuentro muchas veces con individuos que repudian automáticamente tales posiciones por una cuestión de falta de emotividad, por falta de empatía con sus inquietudes como seres humanos. Dicen los críticos algo así como “la visión del mundo materialista no deja lugar para cosas importantes como la vida, la consciencia, las personas, el amor, o la experiencia espiritual”, tiene por tanto que ser falsa; ¡hombres de poca fe! En cierto modo los entiendo, y creo que compartimos todos un anhelo por un mundo provisto de unos valores, de una espiritualidad, de un sentido estético más allá de los fríos análisis científicos. Somos humanos, ¡qué le vamos a hacer! Pero somos (algunos) filósofos también, y amamos la verdad, no podemos rebajarnos a aceptar cualquier mentira piadosa con tal de que no nos incomode.

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Si no puedes con el enemigo, únete a él—dice el refrán. Si no puedes con el destino, con el fatum que arrastra nuestras vidas, acéptalo y ámalo. No digo nada nuevo, pues la filosofía del “amor fati” tiene ya una larga tradición a sus espaldas. Y realmente no se trata de una apuesta por la resignación, sino de un auténtico éxtasis de júbilo en tal aceptación, de una amistad sincera y de un cese de hostilidades ante el destino que nos tiene secuestrados, tal cual síndrome de Estocolmo. Si de emociones se trata, si de anhelo espiritual se queja nuestro corazón, démosle rienda suelta, pero sin abandonar el pensamiento fuerte. Demos a la vida un sentido dentro del sinsentido que posee, demos un espíritu a la materia. ¿Cómo puede esta contradicción sostenerse? ¿Cómo puede el “espíritu” sostenerse en la “materia” si ambos términos se contraponen como el día y la noche? Creo que aquí radica gran parte del conflicto emocional en el mundo contemporáneo, es éste un problema de nuestro tiempo, y las meditaciones que a continuación ofrezco han sido escritas para alimentar las mentes más inquietas en ese sentido, desde intelectuales y académicos ligados a las humanidades hasta transgresores de la cultura actual, desde ancianos hasta adolescentes, desde degustadores de la poesía hasta hombres de ciencia, desde místicos y religiosos hasta ateos materialistas. Obviamente, no se puede satisfacer a todos en cuanto a la visión del mundo, pero no es mi intención aquí convencer racionalmente de ninguna idea, se trata sólo de un ejercicio literario, de un modo de afrontar la existencia jugando entre la verdad y la fantasía; es la fibra sensible la que pretende tocarse en el lector y es por ese camino, por los caminos irracionales del corazón (hablando metafóricamente, claro) por los que podrían hermanarse los seres pensantes de distintas ideologías. La razón nos separa, en lo irracional estamos más cerca los unos de los otros. El presente texto del “espíritu de la materia” es una de esas búsquedas, entre las múltiples posibles, de acercar el hombre a la verdad, sublimando aquello que anhela a partir del Ser. De la naturaleza o la verdad Cosmos Érase una vez, en algún tiempo pasado lejano, una lucha entre el orden y el caos, entre el Ser y el no-ser. Érase la Voluntad de la naturaleza pugnando por existir, por vivir, por dar forma a un Universo. ¿Leyenda? ¿Realidad? Una descripción mecánica sin términos metafísicos está más cercana a lo real, pero permítaseme usar las expresiones Voluntad o Fuerza creadora para buscar la metáfora de lo que merodea por las fantasías estéticas de un pequeño corazón perdido en la inmensidad. Esa Fuerza, ese Ímpetu, ese Querer sempiterno... fuego sin llamas entre altas temperaturas... Arden sus partículas entre la agitación. Hay un ritmo y una melodía, y la Naturaleza los está interpretando. Átomos ionizados, cuya corteza de electrones fue arrancada con violencia, vibran furiosos y se embisten los unos a los otros en una sopa incandescente. Sus movimientos caóticos buscan la forma, [355]

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el orden, el Cosmos. La radiación inmersa en el fluido está atrapada por el caldo de micropartes feroces que devoran los fotones de luz y los escupen continuamente sin que éstos tengan posibilidad de atravesar la materia. La luz, entre barrotes encarcelada, no puede vagar libremente. Noche de tinieblas, de realidad potencial aprisionada. Hubo un sueño avivado por deseos recónditos: los átomos no se movían locamente sino que coordinaban sus movimientos y constituían formas muy singulares y graciosas. Se arremolinaban en coros y se comunicaban entre sí por medio de un lenguaje ininteligible para nosotros. La visión onírica se fue metamorfoseando hacia algo que todavía no se entendía y que a los lectores se les haría en parte comprensible si se mencionasen las palabras “música” y “danza”. Las partículas en verdad seguían disposiciones ordenadas tal cual ejércitos desfilando, o grupo de bailarines de un ballet. Vibraban al unísono, se esculpían figuras. Sobre un fondo negro, hubo en el sueño electrones que, capturados por los átomos, daban lugar a líneas espectrales de diversas energías, una paleta de colores. Y se dieron ondas propagándose por fluidos formados con número inmenso de pelotitas juguetonas, olas sonoras que la fantasía expresó como Sinfonía de la Naturaleza. La mañana se preludió con un canto poético, triste y dulce, sereno y esperanzador, disolviéndose en el tiempo... hasta el despertar de la nueva era. La sopa se enfrió en el alba cósmico, y la Voluntad se manifestó dando lugar a nuevas expresiones. Su agitación caprichosa pasó a ser complejidad arquitectónica de grandes estructuras. Los electrones fueron atrapados por los átomos, los mensajeros de la luz pudieron recorrer grandes distancias sin ser obstaculizados en su camino. Las fuerzas de la naturaleza formaron condensaciones de material, estructurándolo en tejidos con muros que envolvían grandes zonas despobladas. De la leche creadora burbujeante cuajaron en sus paredes supercúmulos de galaxias, con su enjambre de cúmulos de galaxias cada uno, y miríadas de galaxias en cada cúmulo, gotas del pecho de la diosa. Hogar, madre, Vía Láctea. Galaxia, colosa de gigantescos brazos, pequeña de entre las criaturas que tintinean en los negros lagos. De la noche surgió el sueño, y del sueño los mundos. Los gases fluyeron y fríos se unieron los átomos mutuamente para originar moléculas, nubes moleculares, y criaderos de estrellas. Almas del fuego celeste, las bellas esferas radiantes alumbraron los espacios oscuros, y vivieron y murieron calentando los copos del invierno, llenando de ricos metales la pobres estepas de sus desiertos y representando la Voluntad de ser luz, dioses ilustrados, capaces de apuntar el camino a quien perdido vaga, o de iluminar al lector de los manuscritos del Cosmos. Cenizas sedientas de inmensidad y gloria danzaron alrededor de uno de tales soles. Gigantes de entre esas motas—el gran Júpiter, o el señorial Saturno— palidecieron ante el esplendor de una pequeña chispa azul: la Tierra. Ni las mismas hordas guerreras del planeta rojo igualaron a la joya de los mares de agua. Un astro vagabundo se le unió en su órbita haciéndose compañeros inseparables y, desde entonces, los seres de la parte oscura del planeta, cuando

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miran a tal astro vagabundo que llaman Luna, se acuerdan de su condición de errantes extraviados en la noche. Algo se agita en la Tierra, el Querer continúa vibrando. Hay un ritmo y una melodía, y la Naturaleza los está interpretando. Ahora la sopa está en un planeta de volcanes de lava, de fluidos líquidos y gaseosos deslizándose sobre la superficie de piedra y de tierras, entre el calor propio y del Sol. Del nuevo caldo saldrán nuevas estructuras: largas cadenas moleculares, polipéptidos, ladrillos de estructuras proteicas, armazón de la vida. Al son de la danza creadora surgieron del caldo cadenas autorreplicantes, ¡magno acontecimiento! Y de las pequeñas criaturas salieron seres más y más complejos. Bestias del barro y del fuego, artesanía del azar y la necesidad cósmicos sobre mares, ríos, montañas y llanuras llenaron de burbujeante murmullo las soledades de un lugar perdido. Del bullir de las células, animales y vegetales, se vio la superficie del globo henchida, que ya no hubo desierto ni sima donde los genes no se amoldaran al recipiente. Tal fue la eclosión de la vida que pronto hubo de caracterizarse en una lucha por la supervivencia de los mejor adaptados, ahogando empeños infructuosos. La lucha fue el Querer del Cosmos expresado en biosfera. En el sabor de la muerte, la procreación y el ciclo vital por el que unas especies devoran a otras, late en Gaia el corazón de la Voluntad. Las criaturas desarrollaron diversos sentidos, abrieron las pupilas a su entorno y fueron así espejos donde la Fuerza creadora se vio reflejada, el Cosmos de las estructuras, la luz hecha vivencia. Descansó la mirada y contempló orgullosa la creación. ¿Crear? ¿Para quién? Para los corazones grandes que sepan admirar la obra, para los seres que aman lo bello, para el fuego que no teme el infierno, para quienes buscan la luz y el calor mientras sus raíces buscan la tierra. Cosmos de la naturaleza, de la mecánica que todo lo mueve, de las leyes físicas que unen a todos los seres en uno: el Universo material. Cosmos del silencio y el sonido, de la lumbre y de las tinieblas, de la vida y de la muerte, de la pasión y de la lógica. Cosmos del devenir, del sino de la materia, del eterno retorno y de la flecha del tiempo, de la pugna revolucionaria por ser en nuevas formas o la reaccionaria añoranza de ser lo que siempre se ha sido. ¿Por qué? ¿Por qué existe? ¿Por qué la existencia del actual Universo y no de otro? Para quien lleva la fatalidad del cosmos escrita en su sangre le basta con parafrasear la spinozista sentencia: el Universo es como es y es así porque es así. En la primavera cósmica se aguarda el estío y tras él el ocaso del sueño de una noche de verano. Vendrán las radiaciones intensas a secar toda vida, caerán los fogosos colosos en colapso, se enfriarán las altas cumbres y heladas morirán las estrellas. Volverán tras muchos eones otras formas, o las mismas, o ninguna más. Un Apocalipsis último sin un después, como un principio sin un antes, o bien un ciclo eterno de épocas de belleza desplegada y de eras de recogimiento otoñal y silencio. Late en un palpitar el corazón de la Naturaleza una o muchas veces. En el aura de una diástole, habita nuestra Tierra con todos sus seres, en el Cosmos de la vida y de la muerte.

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Es el Cosmos de materia, luz y fuego, ritmo y canto, Naturaleza tocando vida alegre, muerte seria. Del silencio impele arteria vívida leche de estrellas, sangre que alumbra tras ellas estatuas de la razón, obras de la creación, sinfonía de almas bellas. Vida y consciencia Vivo y soy consciente de que vivo. Viven otros seres, llenan mi vista la vitalidad del bosque y el rebullir de ríos y mares, acarician mis oídos el canto de los pájaros y el chapoteo de los peces brincando en los saltos del arroyo. Fluye la vida en este vergel del cosmos llamado Tierra, azul gota en la inmensidad, madre de las muchas criaturas, bella hija de la Naturaleza. La conciencia, dama misteriosa, seductora de filosofillos que ven en sus redes caminos infinitos del tejido Universal, fuego que alimenta pueriles esperanzas de poseer alma desgajada del fatum. Mas el gran enigma es la vida misma. Lo demás es atributo, que no sustancia del misterio. Tal como el río lleva las muchas gotas en una sola dirección, así las muchas células hacen vida: siguiendo una sola voz. Mas el río por tener un curso no tiene identidad separada de las montañas por las que se desliza. Si mi alma siente, ¿quién siente? Si la mariposa vuela o la hormiga anda, ¿quién dirige su camino? ¿Quién me mira si los ojos de una bestia me observan? Vida hay tras todo ello, complejidad en las formas. ¿No coordina una estrella su materia para dirigir su errar en el espacio? ¿No lo hacen las galaxias? En lo diminuto, también, tras los pequeños ojos del animal que observa extrañado su existencia, se alza la materia. Sangre llevan mis venas arrojada por un corazón que no gobierno. Respira mi cuerpo mientras mi alma duerme. ¡Inconsciencias de mi ser! Mas sangre gobierno en mis venas para impelerme hacia mi cielo. ¡Deseo consciente en el puño de la vida! Que conciencia o inconsciencia hay en mucho de lo que nos rodea, todo vive y es vivido. Humano vanidoso, no es tuyo el espíritu. Todo vive, todo siente. Todo desea, la voluntad de la Naturaleza es omnipresente. Consciente eres de tu existencia, de tus deseos, ¿mas no lo es el pequeño ratón de campo, o la libélula del pantano? ¿Y no hay en toda vida un querer, un anhelo? Hasta el rosal brota de la tierra buscando la luz de las alturas y manando belleza por sus ramas. ¿Quién desea? La vida desea..., ella es Naturaleza y no posee más atributos que los del mismo Universo. Movimiento, potenciales que agolpan las partículas en busca de su... Anhelo eterno, infinito inalcanzable. Caminante que busca en su largo vagar los confines del mundo. [358]

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Reflejo de la mismidad en la existencia. Nada en sí, ilusión del que la padece, espectro que surge ante la unión y coordinación de las acciones del que vive. El arroyo baja cantando. También su voz mueve las pequeñas gotas. El volcán arroja encrespado la lava. Su ronco timbre brama ante los temerosos. No hay volcán sin montaña, ni arroyo sin ladera. Ni hay ardilla sin árbol, ni árbol sin tierra. Todo es parte de todo. Las pequeñas conciencias no son sino gran parte de una sola, tentáculos de un mismo organismo: el frío Cosmos donde nada siente realmente. Todo es energía en movimiento, sin un antes, sin un después, en un fluir del arroyo cósmico hacia un mar desconocido. ¡Ay, dolor!, ya sé que eres vida—decía el poeta. Y dicen que también eres la señal de la conciencia viva, que sin ti no hay fuego en la llama, no hay calor en la sangre, ni luz en la mirada. Que quien no siente las mordeduras de la fría noche, no alberga alma bajo el pecho siendo sólo la bestia carne. Es noche en el desierto, fría está el alma en árida llanura. La ventisca mete arena en tus ojos, que lloran, que miran callados el pozo de la existencia. Cáncer del gozo, veneno oscuro, silencio que roe las entrañas, abismo diabólico, espada, aguijón, lloro sin palabras, pasión sin grito. Rocío de lágrimas, el aire impregnado de llanto se mete en los huesos que crujen más y más con el paso del tiempo, padre que devora a sus hijos. Veneno en el alma, sangra ya tu deseo, hiere tu bramido, eleva tu fuego. Sangre de mordeduras infernales, hálito de la muerte, fuego de la vida. Dolor llaman a tu llamada, voces que quebrantan nuestros oídos. De ti huimos, de ti nos saciamos, contigo vivimos. Pena sienten los corazones cansados, errabundos en busca de lo inalcanzable. Harto la espina punzante clava y hiere al animal que en zarzas se enreda, y ¡ay, sufre! por caer en el laberinto de la existencia. Depredador o devorado, la ley de la vida es una ley de dolor. El mismo nacer chilla, el mismo mutarse desgarra, pagan las mariposas sus bellos colores con sus metamorfosis, paga la mujer su hermosura y procreación con punzantes ovulaciones o dolorosos partos. Todo cambia entre los vivos, todo se transforma hasta morir disolviéndose el polvo de estrellas que nos engendró entre agonizantes últimos suspiros. Querer y padecer, no hay conciencia en el hombre que no haya en el Cosmos: todo es un juego de la materia que es siempre la misma. ¡Ay!, que todo es terrenal y nada trasciende las leyes físicas: todo cerebros, neuronas, átomos,... y no holismos místicos ni mentalismos infantiles. Vacío y partículas en movimiento, silencio y vibraciones, que los sonidos que emanan de las altas esferas alcanzan sus últimos confines. Música triste, danza de átomos. Luna de plata, gris sobre el mar, danza con la Tierra como la Tierra danza con el Sol. Luna en la noche serena. Mira el caminante a sus ojos y pregunta: ¿cómo es que tu triste mirada se diferencia de la mía?, ¿por qué mi alma es una y la tuya es otra si somos parte del mismo Cosmos, errantes vagabundos perdidos en la misma noche? Siento mis pies helados y no tus pálidas cumbres, gobierno y elijo mis caminos, pero no los de tu orbe. ¿Qué me separa de ti? ¿Qué separa la conciencia de un hombre de la de otro hombre y aun de la de un dolor y un deseo allende los mares, allende los vacíos del Universo? [359]

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Una flor es distinta de otra flor aun del mismo perfume, aun del mismo jardín, e incluso de la misma planta. Pululan las abejas de una en otra y aquéllas compiten por atraer su atención. ¡Ah!, poderosa causa para la distancia la lucha, ¡oh dolor, oh deseo! Lucha por la supervivencia de cada brote del gran árbol, de cada criatura de la existencia de donde partir debe autorreflejo ciego para lo que no es sí mismo. Que todo es el mismo juego, mas los jugadores son muchos e interesados en ganar cada cual la partida. Los dados de la fortuna, la ruleta cósmica, han manado el despliegue de formas en nuestro planeta, formas autoconscientes y separadas entre sí, mas tal frontera entre individuos no es más que parte del juego sobre la azul gota en el espacio; vivir para luchar y luchar para vivir. La vida es quien vive, los muchos organismos son células de un mismo cuerpo que crece con sus miembros. Sonríen las aves en el cielo surcando el atardecer de fuego. Irradia luz temblorosa en los valles el verde manto. Flotan sobre el cristal de los océanos láminas de fervor. En la llanura galopa la agitación, bulle el corazón, anida un hálito de bravura. Late la pasión de la tierra, corcel sin control ni razón. Canta la ley del caos el orden supremo del Ser. Fresca nace la mañana, abre sus pétalos el albor y yergue el Espíritu su semblante. Desde la montaña sagrada, se contempla un imperio bajo la luz incipiente, el frondoso valle con sus frutos. Brota, surge de la Tierra el alimento de los sentidos. Nutre con sus rayos, ¡Sol de fuego!, la fuerza de Dionisos. Las entrañas de la bestia, el temblor de cada pequeña criatura, laten al unísono en un Querer de la madre Natura, en mil quereres disonantes que buscan confundidos el alivio de su dolor. ¡Ay!, mil hijos del devenir. Nacer para sufrir; crecer en un mundo de deseo; amar y procrear, que el deseo cósmico se perpetúe; y morir, que la burbuja se salga del océano donde olas braman. Hallar reposo en el silencio de la nada, y dejar que en polvo se conviertan nuestras pasiones. ¿Hay cosa más extraña que vivir? Sí, vivir sintiendo como el hombre lo hace, vivir perdidos preguntándose qué sentido tiene vivir. ¿Hay cosa más incomprensible? Saber que para nada se vive, que todo ha de terminar como empezó, que toda nuestra lucha es vana con la seguridad de que al final resultaremos vencidos. ¡Vivir!, un sueño en un instante, como burbuja efímera, relámpago. Chispas de la existencia, fuegos lejanos que se pierden en la inmensidad. El camino está oscuro, caminante. Tú eres la luz, tú el observador del cosmos. Sin ti el cosmos no se entiende; contigo, ser viviente, la incomprendida es tu existencia. Tu deseo, tu dolor, tu vacío... La noche se cierne, y el silencio se allega. Frío cae el retorno del negro manto. Luna y su triste mirada ¡inconsciencia del ser!, un corazón donde no hay gobierno, que late sin desearlo ni sentirlo. Perece lo que no es eterno, vive para siempre lo que realmente es.

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Fatum Creado el cielo y las estrellas, creadas las bestias y de entre aquéllas la más temible—homo sapiens sapiens—, ha de dotarse al cosmos del orden que lo sujete, de leyes que lo gobiernen. El geniecillo juguetón ya tiene su pequeño teatro y sus muñecos de trapo, ¿qué le faltan sino los hilos con los que hacer danzar las marionetas? ¡Oh, fatum! La oscura escena del inmenso vacío es de luces y sombras repleta en astros fríos e incandescentes. Orbitan planetas en su danza alrededor del fuego estelar, danzan miríadas de estrellas en torno a la hoguera del centro galáctico. Nacen del gas y del polvo y en polvo y gas mueren entre hundimientos y eclosiones, entre colores estivales y tinieblas invernales. Movimiento hay en el escenario en virtud del guión representado por la materia. ¿Quién desea su devenir, quién baila al son de “Harmonia Mundi”? ¡Oh, fatum! Como en una tormenta, el trueno y el rayo, Señores altivos del bosque sombrío, dominan desde lo alto, y el viento y la lluvia impelen al refugio. Criaturas pequeñas, hormiguitas desde las alturas, corren, sí, corren despavoridas, huyen de la tempestad que baja de las montañas. Fuerte el temor acelera sus corazones, gobierna sus voluntades, y arrastra lejos del dolor. Como en una tormenta, ¡oh, fatum! Pesadumbre, tormento, carga Atlas con el mundo, condenado a soportar su peso. Lleva cada cual su cruz, su destino grabado en sangre, en pasión. Pasiones arrastra la vida, que no razones. El temblor del cosmos, Voluntad, agita nuestras conciencias, nuestro querer, y nos condena a sufrir el sin sentido de las sinrazones. Deseo vago, incierto, querer que no se extingue hasta la extenuación, cada pequeño dios cae con su vida, dobla la columna hundido en su lastre. Doblega el anciano ánima por el camino que lo ha consumido en dura faena. Alza el joven intrépido su pecho contra su sino, mas de nada sirve la lucha, pues siempre tú has de ganar ¡oh, fatum! Oscuro señor cuyo nombre temen, sombra de las tinieblas, tuyo es el mal en este infierno. Ahh... pero esplendor en los mundos alzas, son tus intenciones puras y transparentes, blanca luz mana de tus formas en nombre de la bondad del cielo. Gigante, coloso de fuertes pies, todos somos tus hijos devorados. Tú caminas y el mundo y la historia avanzan contigo. También tú eres errante vagabundo en la noche, también se pierde tu mirada en el horizonte sin fin. ¿Adónde nos llevas, oh, fatum? Nada está escrito, la sabiduría se improvisa. No hay oráculo que dé certeza a la incertidumbre en los cuantos de tu acción. Desde el principio de los tiempos se halla la materia en turbulenta revolución, en caos frenético que desconoce su fin. La novela del cosmos se crea a cada momento, hay un pasado cierto pero no un futuro cierto. Escribe el artista inspirado, delinea los contornos al tiempo que los observa. Nuevas notas en el pentagrama llenan el tejido armónico. Escribe inspirado por las musas de la fortuna, la obra se representa al tiempo que se crea. Crea, crea, ¡oh, fatum!

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Irrevocables caen tus órdenes como una sombra que desde la lejanía se aproxima. Como la noche sigue al día, como el ocaso proyecta largos halos oscuros hasta el horizonte, ¡sombra!, llegas tú desde la eternidad hasta nuestros cuerpos, dando vida, amanecer del bosque dormido, impulso a savia y sangre de plantas y animales, aguas subterráneas y manantiales de superficie fluyen a un ritmo: fatum. Los enfermos lloran por tus designios, de los dementes culpan a tu sinrazón. A los adictos llaman de voluntad arrebatada, y a los amantes locos en la pasión engendrada. ¡Ay!, ¿mas no somos todos enfermos de adicciones, dementes en las pasiones de nuestros amores? Tuyos los designios, tuya la sinrazón, voluntad arrebatada por la pasión. Mismidad del Ser: fatum. Los imperios nacen y perecen, la historia avanza para su gloria y su perdición. En mal momento tal cual presente, caminan los pueblos hacia su destrucción, conscientes de su decadencia, sin poder detener su caída, atracción fatal. En tiempos de luz florecen los jardines de palacio, embelleciendo las piedras de la civilización. Designios del fatum. Veo un florecer en el cosmos, fatum es naturaleza, savia que riega cada rama, cada hoja. Veo un florecer, y el Universo se hizo sueño del orden, vivencia de la razón, luz en la oscuridad, sabiduría en sí misma. Se crearon los cielos y la tierra, las plantas y las bestias, y un mono desnudo se alzó entre éstas, levantó la vista al infinito y lloró enternecido por la feliz idea, pues vio que aquello era bueno, era bello. Hágase en mí tu fuego—dijo—, y la ciencia del hombre penetró los fuegos fatuos de hasta las galaxias más lejanas. Y el hombre quiso ser naturaleza, quiso ser sabio como ella, mas aquélla contestó: todo en mí es lucha, y no alcanzaréis vosotros la verdad sino en sufrimientos; todo en mí es amor, y no seréis dignos de mi abrazo caluroso si no amáis como yo lo hago: amor fati. Al fin, seres humanos, alcanzaréis la inmortalidad anhelada, os despojaréis de vuestras vestiduras y será el cosmos vuestra nueva piel. Fundidos a la eternidad, ligados a la incertidumbre del azar y las certezas de lo necesario, naturaleza es nuestra alma, siempre y en todo lugar, por los siglos de los siglos en la inmensidad. Amamos nuestro destino y nuestro destino nos ama. Siervos seremos amos, pequeños seremos grandes. Los últimos serán como los primeros, pues todo es un juego de la materia y todos participamos por igual. Fraternidad con el hermano cielo y la hermana tierra. Una sola familia unida por el amor fati. Cae la lluvia mustia sobre el lago, se enrojece el viejo árbol y el gris del cielo canta la llegada del otoño. No estés triste, flor, pues retornarán las luces de los pétalos y el verdor de la primavera. Todo va, todo viene, todo gira en un eterno retorno del destino. Aciago devenir parécele al hombre su muerte, hojas que caen, mas el viejo árbol vive, y si éste yace, el bosque pervive, y si éste desaparece... ¡ah!, confiad en la sabia naturaleza: otras luces brillarán bulliciosas y cantarán el himno “Amor fati”. Las aguas frescas del manantial fluyen, fluyen... entre escollos y socavones, caen por la ladera desde las altas cumbres. Libres discurren en su destino marcado reflejando el tintinear de las estrellas en la noche y hundiéndose en la luz del día, cayendo grávidas a su océano. En los mares la embarcación sin [362]

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rumbo, sin timón. Gobierna el azar de las olas y el viento la dirección del viejo casco de madera. Perdido en el infinito, en busca de la playa a que poder arribar. Perdido en nuestros sueños, buscamos nuestro paraíso lejano: las arenas doradas bajo el Sol y las palmeras. Sedientos y rodeados de agua, inmersos en el tiempo y ansiosos de que llegue el momento de hundirnos para siempre en tu corazón, amor fati. En los remansos de tus brazos, amada inmortal, en la paz de tu silencio, fluye el río de la vida, canto dulce y sosegado. Nada importa, nada va más allá de tus designios; indiferencia total y absoluta. A la naturaleza, sin emoción, brinda el anhelo humano el sentimiento trágico de la existencia, mas dulce, amada mía, dulce es la vida como la mar en calma tras un día de tormenta. Olas que llegan bramando desde la lejanía y dejan su murmullo apagándose al irse. Cenizas en el otoño, hojas amarillentas, cartas al amor perdido: fatum que nunca su meta alcanza, el Ser prosigue su marcha. Caballo que trota sin descanso hasta morir; fuerte el corazón terrestre de quien cansado sigue caminando, perdido sigue buscando, y sin libre albedrío sigue queriendo. De los hombres y su deber ser Vagabundo No es el ser humano sino un vagabundo, un alma errante sin más techo que las estrellas, sin más hogar que su camino, sin más amparo que sí mismo en la fría noche. Su destino es el de viajar sin metas predeterminadas, su sino es perderse en el bosque y buscar su salida, despertarse con el silencio de la mañana, alzar la vista al cielo en busca del gran mediodía, y deslizarse en la tarde hacia la oscuridad que nos adormece e invita a soñar. Feroz, el deseo ruge salvaje, se rebela el indomable contra el orden establecido, y sale al encuentro del aire limpio de las montañas y sus arroyos cristalinos. Late poesía en su arrojo, en su demencia, en su devenir impelido por el fuego, en la rojez de su mirada encendida. Fluye el mar en calma, en la vasta pradera, en el sosiego de su despreocupación, de su renuncia, en el hombre tranquilo lejano a los atisbos de la civilización. El viajero se pregunta “¿a dónde camino?”, y en el valle resuena con eco “sigue caminando”. Nómadas hemos sido, y nómadas nos pide la tierra ser. El sentido de la vida no es la civilización, no es el asentamiento sedentario que sedientos nos deja de otros lugares, otras vivencias; no es el cultivo del campo ni la crianza de una prole, y menos aún el adaptarse a la selva urbana como pisapapeles o ciberusuarios. Algo ruge todavía en nuestro corazón de simios, algo salvaje y primitivo como la naturaleza, aunque elevado y espiritual como acontece a los pequeños dioses que se anticipan a su futuro de superhombres. Feliz quien no tiene casa, porque su mundo es más grande. Feliz quien no tiene hogar, ni conyugue que lo espere cada noche. Desarraigado sin patria ni familia se puede caminar más lejos. Feliz sin vehículo propio, no es más libre [363]

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quien propiedad posee. Coche, casa y mujer, todo de alquiler—decía un paisano mío—; bueno, la mujer que sea gratuita como el aire, de uso temporal y posterior devolución...; y deambular ligeros, con la sonrisa en los labios, con la mirada al frente, seguro de uno mismo aun cuando nuestra vida segura y acomodada queda atrás. El asceta de los senderos renuncia a la seguridad de la urbe, renuncia a la riqueza material, al reconocimiento de los otros hombres. Medita en su caminar silencioso y disuelve su ego en la naturaleza que lo envuelve. No aspira a ser Señor ni súbdito, amo ni esclavo, burgués ni proletario, príncipe ni mendigo. Sólo aspira a ser sí mismo, y la esencia de su ser es la nada. Sólo aspira a encontrar el final del pozo de su alma, y hundirse en él, y encontrar en la vaciedad de la existencia aquello que llena el corazón de los hombres. Paso tras paso, atrás quedan las flores marchitas, las sombras de un pasado olvidado. Delante, siempre delante, está el cielo radiante y la primavera que espera un nuevo florecer. Paso tras paso, se suben las montañas, y una vez en lo alto... ¡ah! deja Sísifo caer su carga, baja él mismo ligero, y vuelta a empezar. Todo querer es vano, todo sufrir inútil. Olvidar, sólo nos queda olvidar, y embriagados seguir caminando. El perfume de los nuevos jardines floridos ha de servirnos de licor que excite nuestros sentidos y ahoguen nuestros recuerdos en aguas limpias de luminosos reflejos centelleantes. La flor del camino, la flor del olvido. La melodía de la canción silbada que deja atrás voces e imágenes, y penetra en los andurriales del bosque fresco, rejuvenecido, de pájaros cantando, de árboles henchido, de montes coronado. Mundo extraño la soledad acompasada del verdor bullicioso, del olor del campo. Las miradas de los curiosos ante el forastero que atraviesa cada pueblo nutren el silencio del errante. Las palabras de las gentes con quien se tropieza son su calor humano, su hogar en ninguna parte. Tal cual espíritu que ve sin ser visto, espectador ajeno a la escena teatral, contempla el caminante perdido la perdición de las demás almas, y pues que pasivo observa y sigue su trayecto sin detenerse, no actúa sino comprende la vida cuyo sentido es padecer y luchar como pies que descalzos avanzan por las piedras del destino. El ser humano no existe a nivel individual sino como parte de una sociedad, de un planeta, de un cosmos. Piérdase por tanto el uno entre los muchos, entre las gentes, en la naturaleza, en la noche bajo las estrellas. Fúndase el uno con el todo y nazca así el sueño de todos los hombres, de todos los astros. Caminemos, caminemos, persigamos el infinito en el horizonte para alcanzar la deseada unión. No es sabio ni profeta, no viene a traer la salvación de los hombres. Tampoco es hippy o adepto de alguna que otra moderna raza urbana. Sus viajes no son los de las drogas alucinógenas, ni vive en comuna, ni es mercader ambulante de pulseras y trastos. Ni mucho menos es un turista, patética representación del arte de viajar. Nada debe visitar, ni tiene su ruta planes que no improvise la vida. ¿Quién es pues? Un poeta que ni escribe ni recita, un aprendiz sin maestro y maestro sin alumnos de la escuela del mundo, un místico sin religión, un alma [364]

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perdida... Ser un don nadie en el vagabundo es una metáfora de la condición humana. Por las estepas del nihilismo, bajo un Sol abrasador, la mirada se nubla, el horizonte se vuelve borroso. Busca el sediento solitario su manantial, el fresco fluir del Espíritu, la sombra amiga que aviva el alma y da sentido a la existencia. Busca el valle fértil, de frutos jugosos que quitan la sed del viajero, de prados y arboledas, de regueros, cañadas y riachuelos. El manantial de la vida, de donde brotan el llanto del niño y la sangre apasionada de los amantes. La tierra feliz, en donde los hombres colman sus corazones. Busca en vano el peregrino, pues tal tierra no existe, pero de ilusión también se vive y camina. Miré al infinito, tras la noche estrellada, y me sentí solo. Comprendí el misterio de la oscuridad, he visto lo que su velo esconde. Todo individuo cuya verdad es la naturaleza como un todo, cuya ley es la de errar como gota de un río, cuya idea de belleza está disuelta en la eternidad, aquél, digo, a la vez se sentirá lleno y vacío, en comunión con el cosmos, con el frío cosmos, y sintiendo que como individuo no vale nada. Nada y soledad deparan a quien ve cómo su cuerpo es arrastrado por las olas, como si de una pequeña barca en alta mar se tratara. La paz del Espíritu, lejos del mundanal ruido. El secreto bajo las losas frías, el silencio eterno. En el último suspiro se halla el buen puerto de cuya añoranza se nutre el ir del infatigable peregrino. Tuyo es, caminante, el angosto pasaje hacia el fuego de las tinieblas. Es tu fe en el destino desconocido luz que alumbra los senderos de la humanidad: nada hay más cierto en la vida que su incertidumbre. Luz es el esplendor de las mañanas que el Sol eleva e ilumina, tu nuevo día en el incesante recorrido que el devenir nos trae. Al mar llegan sus pasos desde las montañas. Las aguas se ciernen sobre la costa y sus acantilados, abrumadoras en su espumoso ondear, rompiendo el silencio de la playa solitaria, arrastrando los remansos de eternidad hacia la orilla. Enmudece el tiempo entre sombras, y se allega sin prisas en las olas sobre la tersa piel acuosa. Sobre el mar de nubes suspira el ángel de cabello rizo y ojos risueños, en dulce sueño se sumerge y camina para perderse entre el espesor neblinoso. Poco a poco deja de verse su figura. Su perfil de espaldas se funde con el vapor. Que los dioses bendigan a los bohemios, porque de ellos es el sentido de la existencia. Como la vida pasa, como el corazón late, así transcurre serena, jubilosa, la existencia de lo que fluye. Perenne campo de flores, pradera de lejano horizonte que envuelve con la tela de los sueños la brisa de mañanas y tardes. Como el aire fluye, como las olas llegan, así canta el día, así brilla el cielo, así transcurre serena, jubilosa, la existencia de lo que vive. ¿Qué busca el hombre? Su cielo, su infierno, su destino fatal. Arder en su fuego, consumirse en el deseo, vivir en el ansia, hallar certeza en lo incierto, perderse y encontrarse en los brazos protectores. Huir de todo, ser de nadie, nada poseer, ser olvidado para resurgir de entre las cenizas victorioso. Arrastra la ventisca las hojas, arranca la voluptuosidad con coraje al corazón de su dormitar para elevarlo al silencio, al imperio magnánimo del Espíritu. Cae en profundo sueño envuelto en el torbellino de una tormenta que devora a sus [365]

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hijos predilectos. Cierra sus ojos en un mundo para poder abrirlos tímidamente en otro. El lento discurrir de la melodía, un solo entre la orquesta de la naturaleza, virtuoso de las cuerdas del alma en registro poético. Camino perdido hacia el horizonte sin fin, hacia lo lejano, en un lento decaer de la luz que el otoño envuelve arrastrando sus hojas con la ventisca, acaecer melancólico. Soledad llaman a quien almas se lleva, consumiendo y extinguiendo las vidas. Noche perpetua, luz de ciegos, sonido de sordos. Atraviesa con fuego calcinante las entrañas del errabundo, quema el filo que corta la respiración. Penetra en la sangre, llega a la médula y araña los huesos. Su infierno mas también su cielo. Cielo de pureza infinita, de resonancias místicas en el ocaso del mundo. Dolor que glorifica, espacio callado de dulces melodías. Paso tras paso, adelante se hallará la nueva luz, las llamas del Olimpo, y tú, solitario, llegarás a la meta para consolar las fatigas de tu cuerpo exhalante en sangre cálida, audaz. Amor Suspirar por la pasión encendida, vibrar por el corazón llameante, volar como un ruiseñor por las mañanas, cantar al amor del enamorado es harto corriente en las letras del poeta. Mas no alcanza el finito arte para dar fin a las formas de un tema infinito, pues donde el enamoramiento acaba comienzan las variaciones sobre el mismo que en vasta tierra de cultivo germinan. Hay además un amar, voluntad de entrega, que supera toda mecánica reproductora y trasciende al par hombre-mujer. Hay un amor grande, digno de filósofos, de almas grandes, alejado del minúsculo sentir de la narrativa rosa. El suelo donde enraízan las pulsiones es el mismo, todas las flores se alimentan del mismo maná, pero la más bella no es la más engalanada rosa rosa, sino la que se muestra discreta a los pocos corazones que pueden abrir sus pétalos. Nada tan vaporoso y falso como el contenido de la palabra “amor”. Decir “amor verdadero” es tal cual decir azúcar amargo o sangre azul. Nada tan parecido a un ensueño, ¡qué digo!, a un sueño, que al despertar se queda en un dulce recuerdo lejano, azúcar de juventud, en un rojo poniente, fuego de sangre. No hay verdad en el amor, mas amor hay más allá de lo verdadero, en un cielo de deleites e infierno de sufrimientos imaginarios. Hay quien llama amor al deslumbramiento de una primavera en cuerpo. ¡Mentira!, sólo es instinto sexual. Hay quien llama amor a la búsqueda desesperada de su otro yo. ¡Quimera!, sólo huye de su soledad. Hay quien llama amor a medrar o resguardarse en una seguridad a cambio de unos servicios de cama. Conocidas son las más antiguas de las falsedades: llamar alma al cuerpo o llamar amada o esposa a la prostituta. Hay quien desea un hijo, ¡poderosa naturaleza! Algunos confunden hacer obras de misericordia con la voluntad de amar. Sólo es compasión, instinto de protección de especie. ¿Dónde queda pues el amor? En un cielo de deleites e infierno de sufrimientos imaginarios. Hay quien sube las lomas de una pasión con el corazón en un puño, el pecho dilatado, doliente. Hay lágrimas que surcan el rostro, no por meros sentimientos, sino por la contemplación serena de lo bello. Dolor y belleza son las claves del [366]

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fervor llamado amor. No el mero dolor físico ni la belleza física, sino los abstractos, intelectuales, sublimación de la existencia corporal, anhelo infinito en la tierra. Amor Divino sobre todas las cosas, amor a una Divinidad imposible, inexistente, falsa. Gozo y redención a lo Altísimo. Habita en el oscuro pecho el espíritu del día, de la luz, del fuego. Claridad en el templo de piedra. Devoción, entrega, caminar descalzo por la fría losa, sentir e ir más allá de los sentidos. Despojarse de todo y entregarse al falso Dios. Darlo todo y mirar al cielo. ¿Amor, autoengaño, demencia? Amor a nuestros semejantes, a aquellos que nos aprecian y mismo a aquellos que ni nos conocen, que más alta virtud es dar sin recibir. Amor a la humanidad, entrega, fusión del individuo concreto con lo humano en abstracto. Vivir por los otros, no por caridad, ni por pena, no por interés, sino por ambiciosa aspiración de colmar nuestra sed Divina: amaos los unos a los otros, como decía el humano Jesucristo. Dulce brebaje de honda ausencia, vahído embriagador perderse en los muchos y olvidarse del propio ego. Belleza en el cristal que solidifica tras la fusión de las muchas almas entrelazadas. ¡Ah, bella utopía, bella mentira! Vivir sin vivir en uno, querer sin objeto del querer, soñar, sí, pues en la tierra no habita la ilusión. Ama el poeta, ama el artista, dibuja el músico con sonidos la sirena, la amada, la ninfa y la musa. Cada nota, cada silencio, cada atardecer rojizo contemplando el mar, buscando con la mirada perdida... el silencio, cómo calla apaciguado nuestro corazón. Lengua carnosa en espíritus mortales, agonía de cuerpos náufragos en las caricias ondulantes, gruta sinuosa y oscura en la playa que el mar devora. Los amantes descalzos caminan por la arena con el agua hasta los tobillos, los pies se hunden en cada surco y se levantan a cada paso. Caminantes unidos por sus manos dirigen su himno al Sol poniente, al atardecer rojizo que extingue las brasas llameantes de quienes escriben versos con sangre. De las vastas inmensidades del Cosmos, de sus incontables astros, nace el fuego que mora en la inmortal eternidad, Amor a la existencia y a la Naturaleza, emoción de quien es Señor y esclavo a un tiempo del cobijo oscuro o del cielo luminoso. Alma perdida en la senda de la Gloria, Voluntad sublime desde las altas cumbres. Reina primavera en el valle de luz. Eterna, eterna flor, en el valle del Sol. Reina primavera en el valle del deseo, y haz del deseo poesía, de la mujer y del hombre unidos presagios de bella ventura. Sobre la pradera agreste, tendidos entre las espigas, sienten el cálido atardecer con sus últimos rayos, hijos de la tierra, amantes en la tierra amada. Besos humedecen las secas arenas que semillas, ¡ay! semillas de la vida riegan. Hijos de la tierra, vuestra sed es insaciable, sed de luz, sed de aire, sed de engendrar. No basta el agua que beben vuestras raíces. ¡Sed de luz, sed de aire! Tierra que llama al cielo, germen que lucha por brotar. Germina en el país de los sueños, suelo de dulces trigales y álamos altivos. Cielo, mi amor de ojos color tierra, tez trigueña. Campo de hierba fresca, húmeda, empapada de flujos seminales, savia de cuerpos irrigados de leche celestial, eterna voz del camino blanco que trazan racimos estelares. Láctea [367]

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es la vía que devora y envuelve a los amantes, tersos pechos henchidos de voluptuosidad. Deseosa, ardiente, jugosos pezones tras la tela transparente, en noche de silencio. Tierra misteriosa, Cosmos oculto, el secreto de la vida lanza su grito. Reina primavera en el valle del deseo. ¡Ah!, si el deseo fuera amor... y los paisajes naturales fuesen cuerpo... su piel sería lago glaciar rosado, terso y en calma, ondulado suavemente por la brisa alpina en el atardecer, pidiendo a la noche y a las estrellas que pronto se sumerjan en sus aguas. Sus pechos son aquí dos altas montañas coronadas por la blanca leche de sus pezones. Erguidos sobriamente, majestuosos reinan, cumbres dominantes del horizonte, en los anhelos del hombre que al cielo escalar aspira. Su rostro es el mismo cielo, azul cuando está alegre, gris cuando está triste o en lluvia de lágrimas sobre sus mejillas de lago pálido. Cuando ella sonríe, cantan los pájaros de las montañas, y las aguas se tornan relucientes. Cuando ella mira, cae rendido el hombre para hundirse en sus corrientes. Nadar sobre su sábana azulada, desfallecer y dejarse arrastrar allá donde el lago desemboca, camino de arroyuelo entre la espesa vegetación, pubis a donde fluye el oscuro deseo. ¿No eres, mujer, tal cual los más bellos parajes que el hombre en sus solitarios caminos por la naturaleza busca? La luz se hace escena, el sonido música, y tus palabras dicen “te amo”. Se funden las nieves del frío solsticio invernal, reina primavera en la tierra donde los campos germinan, y nacen verdes lechos para el retozar de los amantes. Canta la mañana temprana los amoríos de la noche desnuda, roza el viento con las caricias de su piel contra la mía. ¡Ay!, eterna primavera, ¡quién te tuviera! Mas sólo es para siempre lo que nunca se alcanza. Son eternas las estrellas como distantes son los ideales de belleza incorruptibles y el amor por lo bello, lucero celestial más firme que el diamante. ¡Ay!, eterna primavera, quién pudiera... pues en la Tierra todo gira y vuelve a su posición primera, que no hay alba sin crepúsculo ni flores del Abril sin el ulterior deshojar de sus pétalos; muere lo que nace, y pues el amor es cosa ligada al nacer, se extingue en su finitud. Dolor, sólo tú permaneces, sombra de vida y muerte, pues todo lo mueves y remueves. Calor, llamas inmortales, designios inescrutables que alimentan los corazones dolidos bañados en un caldo de anhelos y abnegaciones. Espina, en la rosa que hiere a quien el embriagador perfume busca. Negra, la noche triunfa entre los que se aman, envuelta en el silencio de sórdidas miradas. Alas, para volar del nido al lugar donde nada importa, al lugar donde el corazón existe... en sueños... Luz, agonía. Amé la vida con entusiasmo, del querer de la mujer se nutrieron mis arterias y venas, del amor al amor bebieron mis ojos anhelantes de un cuerpo desnudo. Mas nunca la proximidad de los corazones ha dado en manar sangre de un cuerpo hacia otro. Cada humano es un circuito cerrado en sí mismo. Del fuego exaltado de la pasión sólo se oye silencio. Del cariño sosegado, de la ternura de un abrazo, sólo se oye silencio. Tras las ramas de los arbustos una bella muchacha se baña desnuda en la laguna. Oculta mirada la observa, lozanía de primavera en cuerpo. Sus cabellos, largos, oscuros, caen sobre sus pechos y el vagabundo calla, suspira sin ser oído. [368]

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Amarla sería un regalo de los dioses, pero sólo una noche, tal vez algunas. El alma del vagabundo pertenece al bosque, a las montañas, a las estrellas y demás astros lejanos. Quien ama demasiado no puede amar tan sólo un poco. Se aman las pequeñas cosas de la vida, sí, las florecillas silvestres, las muchachas de piel sonrosada y tersa, los atardeceres del estío, mas quien ama demasiado no puede dejar su corazón a una sola cosa. Conmueve la belleza, sí, mas aquélla es algo abstracto, algo disperso en un cosmos fundido y entremezclado. Cosmos de soledad y dolor, de colores y de encantos, donde se funden las almas en un cielo de deleites e infierno de sufrimientos imaginarios. El jardín de las virtudes Un hombre humilde vivía en una pequeña cabaña cercana a los jardines en que trabajaba. Estos pertenecían a un gran señor que residía en la mansión principal, de colosal aspecto, y veía enaltecido tal dominio con los primorosos cuidados de la circundante vegetación. ¿No eres tú, ser humano, jardinero de tus virtudes ante el cosmos grandioso? Contento, sí, de ti mismo y tu labor, al tiempo que creas satisfacción en quien observa tus flores. Del espíritu sereno, apacible de la vegetación se llena tu mirada, de la mansedumbre pastoril, de un campo de amapolas, mas también de la fortaleza de los robles en tu parque, de la sabiduría de ancianos y vetustos árboles que otros antes que tú han plantado. El corazón del jardinero se sobrecoge, vive en el regocijo de sus plantas, palpita con sus eclosiones y contracciones, nace con cada primavera y se languidece cada otoño. Es un ser moral que no espera del cielo lo que no le puede dar la tierra, es un ser de la vida, de las emociones, al que conmueven las flores, al que conmueve el dolor ajeno; incapaz de dañar un pétalo, incapaz de dañar a sus congéneres. ¿De dónde si no, jardinero, de dónde salen las virtudes si no es de un alma educada en la sensibilidad? ¿La moral? No hay sentido en tal palabra para quien sigue un bello deber ser. ¿Acaso creéis que la conducta armoniosa se sigue del reproche tal cual viejas criticonas hacia uno mismo y hacia los demás? No hay ley, no hay partitura de preceptos universales, sólo sonidos que se hacen música en los oídos más refinados. Bueno es lo bello y sólo a través del goce estético vive plenamente el sentimiento que aprecia la bondad. Que el júbilo de los corazones exaltados despierte en vosotros conductas artísticas. Que el carácter, vuestra personalidad, imprima en vuestros actos y obras el espíritu de la materia, la forma sin silueta que envuelve cuadros, esculturas, catedrales, sinfonías, poemas... y vuestros principios morales. Sólo hay una virtud y se llama nobleza, pues de ella emergen todas las demás. En buena tierra se cosecha cualquier fruto, pues sus nutrientes la hacen fértil para desplegar las formas infinitas de la belleza. Sólo falta que el ambiente acompañe, que luzca el Sol con fuerza y se rieguen de limpio fluido, destilado de la perfidia humana; entonces brotarán vigorosas las virtudes del jardín. [369]

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Es del hombre la savia viril fuego de su voluntad, el fluir del agua y el sublimarse en aire. De la mujer es la tierra, fecunda y protectora tierra, de ella mana la dulzura de sus frutos. En lo masculino, la virtud es movimiento, es progreso, es lucha más allá de su destino. En lo femenino, la eterna perpetuación, la salvaguarda de la civilización, la solidez de su amor, la madre universal. ¿Y la vida sexual? No hay tampoco ley en el imperio del fuego. Gozad, sufrid, vivid las pasiones con la intensidad del torbellino que alimenta la vorágine ansiosa de vuestros deseos. Sentid los latidos del Sol bajo vuestra mirada, bajo vuestra piel. ¿La virtud? Vergüenza debiera daros desperdiciar vuestra juventud oyendo y asintiendo a beatas impotentes para el goce. Vivir es la virtud y todo os está permitido mientras vuestra alegría no se alimente del sufrimiento ajeno. Sed de virtud, sed de perdición, ¿qué los diferencia? Hallad, hallad el infinito también en el infierno, en sus llamas, en su color vivo, refulgente es la divina belleza de la pasión. No escuchéis las palabras. No hay razón, no hay lenguaje, sólo el palpitar de la vida con sus instintos, el fervor de la materia hecha carne, la pulsión voluntariosa, Eros y Tánatos. Virtuoso aquel que proyecta sus instintos más allá del horizonte, corazón fáustico de mirada al infinito, y transforma sus anhelos en poesía escrita sobre el papel de la existencia. Sobre el muro enverdecido por el musgo trepan las ramificaciones de la vida buscando su luz, buscando el cielo de la bondad. La hiedra anida en la humedad, en el maná de donde brota generoso el silencio de beatitud. En la voz de la piedra, fría y húmeda, suena ecos de paz. De los estoicos y otros clásicos hemos aprendido que es más dueño de sí mismo el hombre que permanece inalterable ante los golpes del destino en su puerta, alejado de la ira, sostenido por su templanza. Voluntad domeñada, porte sereno, ni triste ni alegre, ni lágrimas, ni sollozos, ni carcajadas, sólo una benévola sonrisa. Cada momento se parece a lo eterno, cada lugar refleja el espacio inconmovible. Amar el silencio de las plantas, morar en la austeridad de los troncos desnudos o en la opulencia exquisita de las flores, amar los paseos solitarios por los senderos rodeados de alegría y de dolor, de rosas de vivos colores sobre tallos de espinas. Virtuoso quien silencioso bajo la noche escucha las estrellas, quien contempla extasiado la profundidad del espacio, la bóveda celestial, espectador del Universo, y no necesita gritar al cielo: “yo también estoy aquí”. Alabados los callados, los que no necesitan llamar la atención sobre sus congéneres, los que en una charla saben escuchar y no se muestran ansiosos por hablar los primeros, porque de ellos es el reino de la noche y el silencio. Sólo el humilde, el que esconde sus tesoros de bondad bajo la tierra como abono para las flores de belleza. Sólo el humilde, el manso que se regocija en lo bello de sus acciones sin presumir de ello. Sólo el silencio contiene música bondadosa, sólo el cielo elevado es contemplado por quienes bajan su cabeza ante él.

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Nobleza del alma, aristocracia del espíritu, templo del corazón, palacio de la bondad. Humildes nos quiere, recogidos en el silencio con pasos tranquilos, bajo el techo cálido del pequeño hogar. Que grande es lo que no ostenta tamaño, y no hay mejor privilegio que plegarse ante la existencia. En el desierto del nihilismo hallaréis la pureza del asceta, la espiritualidad del silencio, el monasterio que abriga el alma. Sobre la piedra desnuda y fría camina, a veces erguido, a veces encorvado, el solitario, el peregrino que busca la paz. De su fatiga, de su hastío fundido al recogimiento de su dolor, de su alegría melancólica surge el hombre santo, la noble mirada, el destino de los elegidos. Si la vida es un camino hacia la muerte, si la filosofía es la meditación sobre ello, ¿qué ha de ser nuestra moral sino un mejor dejarnos morir? Un camino hacia la nada, una anulación del ego, del ansia de vivir, del deseo. Un amor a la noche, un entregarse al gran vacío del Universo. Polvo somos, y nuestra existencia ha de servir para abonar los campos y jardines de nueva vida venidera. Que las flores se digan: aquí mis colores debo a los nutrientes que el jardinero dejó. Eterna belleza en la materia que la vida transforma en espíritu. De la belleza y los sentimientos Arte A menudo el corazón se pregunta por los abismos que separan los distintos saberes del hombre: la ciencia y la poesía, la filosofía y la música, el estudio de la historia y la pintura, la ingeniería y la arquitectura. ¿Y los abismos del tiempo? ¿Cómo frutos del mismo árbol tienen jugos de tan distinto sabor? Mas quizás sea el abismo sólo forma sin fondo. Quizás haya un único sueño humano y mil noches en la historia para soñarlo, y mil escenarios para representarlo. Vida de artista, arte para la vida y vida para el arte. El creador es fruto de un azar impredecible en el devenir de la humanidad, es el brillo audaz de una gota de agua en el sino del río de cada época, cada lugar. Nace, se hace, y además vive como artista quien artista es. No bastan grandes cualidades y potencialidades, no es suficiente con conocer la técnica, es además necesario vivir, empaparse de las aguas cuyo caudal la obra ha de reflejar. Se alimenta de Espíritu y vive en el Espíritu quien tierra en cielo convierte. El artista es héroe, es santo. Su vida no le pertenece, su causa es la creación, pequeño dios, gran siervo de la Pasión. Bohemia no harta al caminante en su ruta, la dulzura del tímido aplauso o la amargura de la indiferencia, el deseo de vida o de muerte, sueños de fama o melancolía del olvidado. Estrellas tiene el firmamento humano que dan luz al sentido de la vida. En el caos de las infinitas arenas de la costa, astros del Universo, brillan los pocos diamantes que en la orilla del corazón se sepultaron y el buceador del Espíritu afanoso busca. Finitas son las combinaciones del Gran arte entre los infinitos experimentos con sonidos, palabras, colores, formas,... mas eternos son sus [371]

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resplandores que hacen en las muchas generaciones eco de una voz clara y profunda entre el ruido humano. Eco del silencio que teje el alma, canto de sirena. Siempre la misma llamada, el mismo anhelo... el Arte por el Arte, por el hombre, por la verdad, por el Espíritu, por el sueño humano. Búsqueda de perfección y armonía, equilibrio y tensión, forma y ruptura con las formas, la tradición y lo nuevo, las raíces en la tierra y la luz lejana del astro rey. Las manos moldean el sueño humano. Barro es la vasija que los contiene; y las concavidades, los pliegues de la vida, habitan en el cascarón de la forma que el alfarero de sueños construye. De barro dice el mito que el Creador hizo al hombre. Con barro, fango de nuestras penas, representa el creador la gloria divina. Cuerpo en tierra y resplandor de eternidad en la punta de los dedos, señalando a donde nadie ha llegado, viviendo lo que nadie ha vivido. Cada obra grande es un suspiro por alcanzar lo inalcanzable. Cada poema, cada música, cada cuadro nos acercan a lo que nunca será nuestro. Princesa o príncipe azul, fantasía de ranas en un estanque bajo la luna. Cada obra magna es una promesa de alcanzar el cielo prometido. Placer hechicero, embriagadora fantasía que nos libera del cruel mundo. Sufrir sufre la vida, el arte calma las heridas, calla la sangre, alivia nuestros tormentos la bella prometida. La belleza abandona las ciudades, los corazones de sus gentes se endurecen. ¿Hemos acaso despertado del sueño? ¿Ha roto la conciencia el hechizo? Hubo un tiempo en que los jardines florecían y los pájaros cantaban a la primavera, y la primavera misma era canto y flores. Hubo un tiempo en que el arte se rendía a los pies de la belleza, y la belleza se materializaba en arte mismo. Hubo un nacer y hay un morir; hubo un Renacimiento y, ¡ay!, que se nos muere de nuevo el Espíritu. ¿Hemos acaso despertado del sueño? El verdadero arte es Espíritu, el mercado es de los artesanos. El verdadero arte alberga la belleza y la elevación del hombre a sus altas esferas, el mezquino pregona la originalidad de sus monstruos. El verdadero arte convierte materia y técnica en eternidad, la barbarie tecnológica convierte la filigrana malabar en elogio de necios. Artista grande es alma grande llena de virtudes. Creador pequeño es alma ruin llena de vicios. El artista es sabio, generoso en la obra creada, atenta ave rapaz observadora del mundo y de los hombres a quienes homenajea desde lo alto como siervo humilde en su creación. El embustero es sólo un ciego que nada ve en otro corazón que no sea el suyo lleno de codicia, es un ególatra que no expresa nada más que la vaciedad de su ser. El gran arte busca aprender de la naturaleza, de las gentes, de las montañas y los ríos, de los niños y las madres, de la sonrisa del cielo o de la aflicción de un pueblo. El pequeño embaucador ansía ser materia de estudio él mismo, y que el incauto se pregunte qué diablos quiso expresar con sus maltrechas obras que sólo miran a su retorcido ombligo. Méritos propios distinguen al arte; nada quiere decir el artista que no esté en su obra, nada hay en sus hijos que no esté en el Cosmos y en el hombre.

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¿Qué hay más allá de la creación artística? La creación total, la obra de arte total, la congregación de las distintas manifestaciones del Espíritu en una sola. ¿Y más allá? Allende la belleza imaginada se halla la belleza de la verdad. Hacer de la ciencia arte y del arte conocimiento, unir los impulsos humanos en un discurso, alzar puentes sobre los abismos que separan los distintos saberes del hombre. He ahí, creadores, vuestra labor. Quizás haya un único sueño humano... Quizás ya haya sido soñado, y sólo nos quede recordarlo. Puede ya haberse despertado, mas la sabiduría permanecerá hasta el fin de nuestra cultura. Sabiduría incomprensible, infinito en lo finito, eternidad en un instante. Saben el pincel, la pluma o el cincel dar forma a lo amorfo, y vestir de gala a la desnuda musa. Conocer la esencia del hombre y mostrársela al mundo mismo, misión del intelecto, cometido de creadores. Alzar la vista a lo inalcanzable y ponernos de camino hacia ello. ¿Y cuál es la esencia del mundo? Entre todos los perfumes del gran jardín, uno llena todo el espacio, pues sus flores se hallan en todos los rincones. Dolor su olor, mas los artistas lo llaman drama. Grande el corazón que lo conozca y se redima ante él, pues grande será su obra, espejo de los hombres y el cosmos. No hay mayor verdad que la muerte y el sufrimiento en todo lo viviente. El artista es un filósofo que ve más allá de la razón y comprende como nadie las miserias del corazón. No hay mayor belleza que la comprensión profunda de la existencia. ¡Alma, por ti lloro! Lágrimas en la emoción estética, portadora muda del grito anhelante. Lágrimas por la belleza, no por el vano sentimiento. Sentir siente el insecto, el lagarto, el ratón o el mono. Sufrir sufre la vida, la sangre. Crear sólo crea el artista, ¡alma, alma!, llora el niño mas el hombre canta. Lágrimas silenciosas Quiero cantar la canción más triste, quiero escribir los versos más melancólicos y entregárselos a mi alma afligida. Quiere el destino escribir estos párrafos, estas lágrimas vertidas sobre el papel, pequeñas escenas de la lástima que inspira el mundo material a la mente sensible. Y que pasen calladas, sin armar estruendos, ni con plañidos sonoros. Que nadie más las oiga que quien a la soledad se entrega. Que fluyan las palabras como gotas que se dirigen al río para morir en él, apagadas, entre los torrentes cristalinos que las montañas brindan. Cada mañana se borrarán las huellas de la noche oscura, los sollozos en la oscuridad. La brisa fresca lleva los sonidos del lenguaje consigo, arrastrándolos como hojas secas, amarillentas, de un otoño envuelto en nostalgia, cartas a un amor que nunca existió, amarillentas cartas teñidas por el paso del tiempo en el que el corazón aguarda triste. Vivimos en la noche invernal. El Sol es sólo un astro que deslumbra y oculta la oscuridad, amparo caluroso que seca nuestras entrañas empapadas en dolor. Las nubes grises se ciernen sobre las aguas, sigilosas, toman las posiciones del cielo, y nuestra alma, que es como el inmenso mar, coge los colores de lo que le circunda, camaleón de emociones. [373]

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Tras el sinuoso camino yace el abismo. Avanza, caminante, cauteloso por la ladera de la escarpada orilla; la tormenta y la noche pueden arrastrarte para siempre. ¿Por qué las flores tardan tanto en llegar? Entre el frío y la lluvia, dejas mis calados huesos buscando el hogar que los acojan. Ten fe en la primavera. Ten fe en la vida, en la buena voluntad de los hombres, en el sentido de la existencia, en el hogar cálido en el inmenso cosmos. Derrama tu suplicio, penitente, pues sólo la luz verás en el corazón en llamas. Ninguna religión, secta o iglesia, redimirá tu fuego, nada salvará tu ahogo. Sólo el que aprende a nadar en su sollozo puede desde el fondo salir a la superficie. Una barca navega sobre ésta, y el remero va alejándose con paso lento a través de las aguas tranquilas hacia el horizonte inmerso en brumas. Allá está el hogar de todas las almas peregrinas; allá yace la vida y en calma el querer se hunde. No son mis días sino para el anhelo de tu alma, no son mis noches sino para soñarte. Cae tan lejos la alegría de contemplar tu rostro... y sin embargo te presiento a todas horas aun sin verte. No son mis ojos para mirarte sino para verter frágiles gotas por tu ausencia. Por donde camino, no te hallo; allá donde no estoy, sé que me esperas. Desea el hombre lo que vive en el corazón de otro mundo. Llora quien ama, ama quien vive, ¿no son tus suspiros la conciencia de la existencia? ¿Por qué gime el hombre? ¿Por qué cae el hombre postrado y se emociona en lo más hondo? Piel de fino papel, delicado el órgano nervioso, alma desnuda, ¿por qué esas benditas gotas discurriendo por el rostro que contempla? Emoción estética por la belleza. No es la sensibilidad grandiosa fruto de árbol que siente el viento, el agua y la luz que lo circundan por momentos, sino de las raíces fuertes que lo ligan a la tierra, al cosmos. No vive el corazón inmerso en sublime emoción en su tiempo sino en lo perenne, en lo recóndito, profundo manantial en la gruta que el pozo de nuestros suspiros bombea en forma de lágrimas silenciosas. Suavemente suena la canción y el lago se cubre con la palidez de la luna, cara de ángel, luz de piel delicada, sensible. Con dulzura halla la melodía del Espíritu lugar en nuestras almas; melancólica, serena, tiernamente cae y yace como sábana arropando el lecho, blanca de astro triste; el halo de las gotas calladas cubre la cara oscura del transeúnte. Sobre las aguas flota un poso de aflicción nocturna. Pereced, insomnes del mundo, porque vuestra es la gracia del sinsentido de vivir. Vuestro nerviosismo débil no grita, calla y contempla ojeroso, con desasosiego mas sin ira, el crujir del alma partida en dos. Del silencio nace, se crea, el crepitar de las angustias sensibles. Noche de fuego, noche callada, bulle en pequeños pasos el deseo de la mañana. Bello mundo, ¿dónde estás? ¿No escuchas mis plegarias? Por un momento creí poder alcanzarte, pero era sólo un espejismo en estas dunas por las que camino. Mi sudor se mezcla en mis ojos con el jugo del dolor, y en la noche el frío lo hiela. Me has dejado solo en este vagar perdido, entre el calor tormentoso de unas secas arenas. ¿Acaso crees que mi llanto puede convertir por sí solo todo esto en un vergel? Bello mundo, ¿dónde estás? ¿Por qué me has abandonado? Yo pedí un cálido abrigo y me fue dado un infierno. Yo pedí una vasta tierra y me fue dado [374]

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un desierto interminable, poniéndome en medio de ningún lugar. ¿Tan lejos está la estrella alrededor de la que orbitas que no pueda llegar a ella? Dime cuál es y yo la buscaré en la noche, mi gélido cuerpo soñará contigo, y aguardará despertar en ti, lejos de mis miserias. Ardientes son las horas felices y en su burbujeo vivimos extasiados, mas no se nos olvidan los torcidos caminos. Pesan las horas tenebrosas y los largos días oscuros del corazón humano, lápidas que hunden los aires livianos de sus espontáneas alegrías. ¿Qué puede más en la vida del hombre: el drama o la comedia, la risa o el llanto? ¿Cuál es nuestra esencia y cuál lo secundario? ¿Es el mundo sucedáneo del infierno o lugar para el goce? Goce es de los sentidos, y paraíso en muchos aspectos, mas los fondos de nuestras historias no son sino tragedias más o menos endulzadas. Cuando el campo sonriente del mes de Mayo dibujó sobre su techo la amenazadora nube gris, cuando la paz limpia de la montaña vio llegar los nubarrones de tormenta, y la soledad perdida del bosque temió ser turbada,... se entristeció la flor salvaje, y el arroyo bajó estremecido, las copas de los árboles menearon su cabeza, y los animalillos se escondieron. Arremetió fuertemente la majestad de los elementos, con un ruido ensordecedor, con una luminaria celeste apabullante y ráfagas tempestuosas. Guarnecido en la oscuridad de su gruta aguarda que los estruendos del mundo externo acallen su furia, aguarda quien ansía caminar sobre los campos con olor a tierra húmeda, quien espera la dulzura del silencio tras la sombra. Mientras el cielo llora, el ermitaño sufre en las profundidades de su ser, en la cueva donde no llega la luz. El solitario, el vagabundo perdido en los tormentos de su caminar, errante en el bosque frondoso, sorprendido por las adversidades. Huyendo del mundo y perseguido por éste, allá donde va se le encoge el corazón, se ahoga en la humana inmundicia, y huye, huye... pretende dejar todo atrás, angustiado por la sombra que se posa envolviendo al caminante. No hay lugar para los que nada de este mundo desean, no hay tierra para los desterrados que anhelan el país de sus sueños, obligados a ser extranjeros en su patria, entre la incomprensión de ojos extraños. Sufre quien no vive donde su corazón desea, y se fatiga en el agobio de lo circundante... huye, desea huir, pero ¡ay! que gruesas cadenas lo sujetan, grilletes que mortifican la sangre de su prisionero; cuanto más tira más desgarra sus carnes. Solo, sólo le queda derramar las lágrimas que servirán de ungüento a sus heridas. El viejo palacio convertido en ruinas. Allá donde antes se bailaba ahora danza el viento, donde el esplendor y la suntuosidad hacían gala, visten ahora las paredes de musgo y líquenes. Hombres y mujeres reían y lloraban, nadie lo habita ya salvo algunas aves que se refugian de la lluvia bajo un techo medio hundido, soportando el peso de las horas tenebrosas y los largos días oscuros del corazón humano. El mar arrastró a la costa abandonada la perla grisácea, el nácar destilado de los sufrimientos, que gotearon como rocío de las hojas escarchadas, disperso en el gran océano. Y bajo la arena, entre incontables partículas, espera ser descubierta cuando alguien profundice con su mano bajo el manto dorado. En verdad, pocas [375]

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son las esperanzas de que alguien encuentre nuestro dolor en las arenas de una isla desierta, que alguien comprenda nuestro padecer; no obstante, la perla enterrada es igualmente bella, aunque permanezca oculta. El océano está lleno de perdidas perlas individuales; el océano es bello y sus costas lo preludian. Repican las campanas oyéndose lejanas en la llanura. Por el campo, por el campo de cereales, en una tarde de colores dorados, pasa el caminante mientras oye el golpeteo metálico de las copas invertidas que heridas suenan por el badajo. Cae la tarde, nace el ocaso, repican las campanas, muere el día herido. Así caen, una tras una, las escenas silenciosas del íntimo dolor deslizándose sobre la faz de la Tierra, vertiendo sobre sus mares las tristes palabras. El poeta las conoce, la sabia noche las reconoce, y la corriente las arrastra como el viento arrastra las hojas caídas del otoño hacia su fin determinado. Allí yacerán los eternos lamentos, dormirá la pena, la materia se hará polvo, y el polvo se disolverá en la vasta nada, flotando, arrullado en la dulce nana que extingue todo sufrimiento. El esteta Más allá del arte está la belleza, más allá del artista está el esteta. Cuando el ideal sobrepasa la forma para adoptar en los horizontes del pensamiento entidad propia, cuando la música suena sin notas y la poesía no necesita más palabras, surge entonces la virtud de una comprensión profunda de los latidos cósmicos que enaltecen la vida humana. La sabiduría del esteta, la sensibilidad del corazón adiestrado en el gusto sublime, percibe el perfume del jardín circundante, y busca en su existencia encontrar las flores que lo emanan. La gran puerta del Walhalla se abre al héroe que ha sabido sentir el paraíso en la Tierra. Buscaste, errante, en las formas imperecederas de la abstracta belleza y ahora tus sueños palpitan entre los hombres. Has bajado a los infiernos arrebatándoles su fuego tal cual Prometeo para dárselo a los hombres. Has caminado sereno hacia la extinción de los sentidos, disolviendo tus pensamientos en la senda perdida, en la muerte avenida en pulsión de los vivos. Ahora suenan las campanas y tu alma abandona el cuerpo para sumergirse en las aguas del silencio, en el plasma que exalta la existencia y nos da la vida eterna. Danzan las musas alrededor del fuego mágico entre el murmullo de la noche. Corren las pequeñas criaturas del bosque tras la luz bulliciosa. Susurran todas ellas a tu oído trasladándote al mundo irreal de las ideas estéticas, a la fantasía que cabalga a lomos del dios de las estrellas. De goce etéreo flotando más allá de las altas esferas. Allá donde el hombre confunde su felicidad con la plenitud de la obra creada y contemplada, donde se olvidan los intereses individuales para acoplarse a la manifiesta exaltación de su cultura, donde se forja el carácter humano alcanzando su templanza armoniosa, allí reside el anhelo del esteta; en el espíritu cuyo fuego arde y arderá eternamente, en lo imperecedero. Más allá del gusto y las modas, el intempestivo reino de la belleza absoluta, utopía lejana, alumbra los caminos del errante. [376]

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Allá caminante, en lo alto, en la cúspide sobre las estrellas, resplandece la nieve blanca y el hielo frío en que se congela el tiempo. La eternidad aguarda intacta, pura, la llegada de sus profetas, de los héroes o poetas que han extendido su credo por el mundo. Su contenido no tiene forma, el cielo abstracto es indescriptible, mas ello, el reino de la belleza, vive en formas concretas de paisajes en el camino hacia el infinito. Allá donde el deseo se extingue y brota de nuevo, como los ojos del Guadiana, más cerca del mar de la fantasía, en un curso que va de la tierra a los sueños. Allá tus ojos son perlas, amada mía, y las olas dibujan tu sonrisa, tus labios envolventes. Quisiera sumergirme en tus aguas y bucear hasta tus más profundas simas. Que todo en la belleza no es sino cuerpo de mujer para mis anhelos, mas el cuerpo toma otras formas, y la materia se torna en espíritu, y la tierra se transforma en líquido elemento que fluye y adopta la silueta de los sueños del esteta. Allá donde el deseo de ser deseado se expresa, viste el esteta con galas dignas de su corazón, humilde cuando se siente humilde, esplendoroso cuando reina la majestad suntuosa. No son las modas sino los modos de apreciar un orden lo que gobierna sus vestimentas. Lejos de la chabacanería plebeya del jeans, la T-shirt y el chándal, su comodidad consiste en ser algo más que un animal vestido de ropa, en portar más bien las prendas que visten a un hombre, o a una mujer, y lo definen como parte de una apreciación estética. Busca y huye, sufre y sueña. Colosal es la tarea de quien en nuestros tiempos intenta extraer agua de un desierto, de la estepa árida ajena a fines estéticos. Atenta el monstruo industrial contra la naturaleza y contra el buen gusto: deja de ornamentar la belleza, tan alabada en otros tiempos, y aplasta con su insano desarrollo el goce gratuito de bosques y mares, ríos y montañas. Ya el arte noble no imita a la naturaleza, ya no hay arte ni naturaleza, basura y plebe por todas partes es lo que queda. Colosal, sí, colosal es la tarea. Sólo la dureza a la par que la sensibilidad puede levantar la vista sobre la inmundicia y exclamar sobrecogido: mundo anhelado, ¿dónde estás? La civilización ya no es estética, debemos huir, pero ¿a dónde? ¿Dónde vive lo que ha alimentado el espíritu de occidente en siglos pasados? Tras los rayos del sol de poniente, tras la luna de cristal y el cielo estrellado. A las altas cumbres desde donde poder contemplar lejanos los nidos de turistas plebeyos, la industria del souvenir, el mercantilismo y el plástico, ¡ah belleza prostituida! A donde la poesía esté escrita con savia de verde fulgor, y tierra, y agua, aire, fuego. ¿Y el hombre?, ¿dónde encontrar lo que él escribe? ¿Dónde, soñador, encontrarás que los hombres respeten el fuego blanco sin querer teñirlo con su negro carbón, con su negro petróleo? Sigue la estela del sueño y no mires a la miseria mundana de nuestra demencia. En la paz de las montañas, lejos del ruido de la civilización donde la abstracción de la naturaleza se vuelve palpable y la belleza tangible. No se precisa del arte imitativo donde se poseen los modelos originales, no precisa el esteta ser creador ni observador crítico de obras creadas donde él mismo puede formar parte del conjunto natural escuchando la llamada del bosque. A la sombra [377]

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de los árboles la vida contemplativa alcanza mayor gozo. A la orilla de algún riachuelo discurre la vida serena, fresca y cristalina, y con ella se va nuestra mirada sedienta, ávida de sonidos callados, de murmullos en la paz de las montañas. Puede la mente anhelante situarse en otro lugar, en otro tiempo, lejos de su presente. A la luz de unos quinqués, cobra el papel de unos escritos el aspecto de un manuscrito añejo, salido del fuego tintineante y amarillento. A la luz, a la luz palpitante pertenecen los viejos recuerdos de un tiempo que la nostalgia aviva. Tintineante y amarillento, como esas viejas cartas en el baúl, de letra alambicada, temblorosa, y papel raído. En el fuego de otros tiempos, desde que la humanidad descubrió cómo crearlo y bailaba a su alrededor, en el goce, en la fascinación, en la mirada tras mil noches de San Juan. Revives su magia y escribes, como hicieron tantos otros intelectos de innumerables generaciones encandilados bajo la llama. Escribe la novela de su vida con la vida misma, sangre sobre el papel de la existencia, fuego de arterias sobre la noche. Pinta el resplandor sobre el vacío, esculpe el silencio, moldea el flujo que mana de su naturaleza, el río que late ondeando como el viento, transportando el sonido de un poema cuya melodía es alma, es rosa en el jardín del Universo. Solemne resuena y por su brillo resplandece, apoteosis febril, delirante, allí está humano tu gloria. Loable el éxtasis del placer y dolor, alabada la pasión engendrada de nobleza, el ello indefinido que se adivina tras las tinieblas, el camino sagrado que nos lleva a la cima. Entre los recovecos del alma, en la oscura y lúgubre niebla de la conciencia, tiembla quien a lo siniestro se aproxima, y explora las galerías subterráneas que alimentan el sentimiento de temor. ¡Tiembla, tiembla! Los monstruos de tus pesadillas saldrán a tu encuentro. Que la noche de los tiempos brama a sus hijos y enciende en el hogar de sus corazones la lumbre inquieta, la palpitación anhelante, el latido humano ante la divina primavera. Y la estética como saber sensible ha de profundizar en los astros que fulguran haciendo de su entendimiento voluntad de sentir. Mística sin trascendencia, amor sin persona amada, voluntad sin libre albedrío, sentimiento sin corazones. Persigue el esteta metas demasiado elevadas: el Espíritu en un mundo de materia. Pero nada es demasiado elevado para quien está acostumbrado a escalar las más altas cumbres y contemplar desde ellas las estrellas en la noche. Fundidos a la eternidad, en la viña que racimos sustenta con miríadas de luces, en el espinazo de la noche, nos preguntamos por el más allá. No es el astrónomo quien pregunta y responde hablando de nébulas llamadas galaxias, o de radiaciones cósmicas. Es el esteta el que pregunta al cielo y es la belleza lo que espera como respuesta.

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Del espíritu Armonía Belleza, alma que vuela entre las flores. Sombra bajo el jardín de la luz, silencio desde la soledad del Cosmos, del orden. Armonía y plenitud en el ser que es consciente de lo que vive en los vastos espacios entre las esferas. Percepción del bien supremo y alegría del corazón. Paz interior, reconciliación con nuestro destino: amor fati. Majestad en el imperio de los sentidos, gloria a los elegidos. Alabados los hombres de vida divina, el paraíso han hallado entre las cenizas subterráneas, y su sangre ondea al son de las llamas que a otros consumen. Allá donde se funden ser y mundo sin disonancias, allá se halla el cielo, donde fuere, hasta en el mismo infierno... Cristal que refleja los destellos transparentes y puros del tejido del Universo. Hilos finísimos que el observador pasivo teje en la naturaleza consciente. Malla, red de pasiones unificada en la oración profunda del ser que medita su existencia. Reflejos simétricos, cristal de diamante en el terciopelo de la noche, orden en la estructura del acontecer astral. Súplica humilde del que, postrado ante la inmensidad, vive en su pequeño corazón, con agradecimiento, aceptando los designios del sino. Cristal de lágrima, en la alegría y en la tristeza, en la vida serena y contemplativa. Sus hilos son cuerdas del instrumento de más bellos sonidos callados, lira del bardo, del lírico, del gélido norte o del suave mediterráneo, de la cultura fáustica y de la apolínea, de pasiones y razones. Del alma fría de la lógica y la matemática, Pitágoras y sus discípulos extraen el fluido áurico de la música, ornamento de una Idea más grande que su expresión. Filósofos y astrónomos buscan también en los filones del Universo el metal que construya la Harmonia Mundi, el orden de los planetas con distancias al astro Rey según proporciones melódicas. Vano fue el intento pues tal quimera de alquimistas no es real, mas vano no fue el espíritu pues la gran Sinfonía del orden cósmico subyace en lo profundo de las minas, no en la superficie. Su latir presentido es temple de nuestras pulsiones, de nuestras pasiones bien temperadas, fuego de volcán bajo la tierra, aguas turbulentas y, al mismo tiempo, mansas que recorren nuestra esencia. El Todo es la suma de las partes, como una Gran Sinfonía tocada con los muchos instrumentos, cada uno de los cuales no percibe la Gran Partitura pero sí toca los mismos pasajes que otros desconocidos componentes ejecutan. El arte eterno de la fuga resuena aquí y allá, la misma melodía infinita, la misma tonalidad, el mismo dolor que se transmite de unos instrumentos a otros. Sólo somos células de un ser Mayor—frío e inhumano, no se trata de ningún dios ni de designios divinos—, sólo somos fragmentos de Naturaleza, y como tales danzamos a su ritmo. Encadenados a su destino, los eslabones del Espíritu vibran con el tensar de sus extremos. Una onda de deleite para lo bello recorre la cuerda

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tridimensional; su sonido se escucha en el fondo de algunos corazones, paredes acústicas resonantes de eco perpetuo. Amor fati, venturosa vida del polvo de estrellas. Poema escrito en el destino. Más allá de las palabras, lírica sin melodía ni versos pero con ritmo, más allá del silencio, se halla el misterio de la existencia. Las religiones del mundo lo buscaron, el tejer de los espíritus en el universo, mas sólo hallaron la superstición externa; del tesoro inalcanzable nada más que el brillo lejano de su resplandor conocen los hombres. Medita el hombre en busca de la Armonía de su mismidad con las fuerzas del Cosmos, pero aquélla permanece lejana, intocable, impertérrita e indiferente a lo que unos seres menores sientan o dejen de sentir. No se trata de una sensación de paz; la diosa busca la belleza, no el cosquilleo placentero o el convertir un animal en vegetal. Busca la belleza serena, sobria, consciente, en pleno uso de facultades y lejana del atontamiento del meditador pseudomístico. No es un cerrar los ojos sino un abrirlos bien abiertos y, como dos gigantescas antenas, colectar la luz del gran enigma, admirar la armonía del Espíritu del Cosmos. Como un gran poema tejido en un telar mecánico, hilando y anudando estrofas que el Espíritu de la materia canta, surge la composición magistral, alianza de todas las fuerzas. Del imperio de la verdad, del reino de la belleza, surja la justicia en el mundo. Del silencio de muchas almas nazca la paz del Espíritu. Del convento de soledades viva la comunidad del Orden entre las altas orbes. Musita la noche las estrellas, y el silencio la música. Dormidas estaban la luz y el sonido, y al despertar vivió triunfante y jubiloso el Supremo Ser. El cielo y el mar unidos en el profundo horizonte, teñidos de la misma alegría o tristeza y cantando idéntico poema cromático, elogio de la eternidad. La mar bajo los cielos como dos amantes consumando su dicha de amor; caricias caen sobre las aguas en manojos de luz, haces entre las nubes grises. Unión de dos silencios que suspiran en jadeos de olas y brisas, murmullos de Armonía. Cumbres suaves alfombradas de césped, nubes verdes tras las cuales despunta el día en un abrirse apacible, desperezándose tímidamente hasta donde nuestra vista alcanza aquende la infinita lejanía. Nace el Sol nuevamente, y la Tierra, la Luna y los planetas siguen girando; las estrellas siguen su ruta, las galaxias siguen la suya, el Universo entero se mueve, en equilibrio o en evolución, creativo o destructor. En algún lugar, alguien contempla desde las suaves cumbres sosiego del alma; tendido sobre el verde manto, abriendo los ojos a una naturaleza en armonía. Una música de los confines del alba anuncia la nueva luz, la nueva presencia tan vieja como el mundo. Cuatro fueron los elementos del cosmos según los filósofos antiguos: tierra, aire, agua, fuego. Sean cuatro cuartetos de la armonía: luz, música, cosmos, alma: Oscuro el Universo inmerso en sombras si Luz no poseyeran sus estrellas. Colores de la mar, de flor alfombras, reflejos de cristal cielo destellas.

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Silencio sin sentido en mundo tal que Música no taña las pasiones. Sonido de verdad filosofal, belleza es Armonía de emociones. De mundos infinitos hay distancia sin Orden corazón en vacuo espacio, pues lira universal en consonancia camino es a razón, de alma palacio. ¿Qué luces, melodías o planetas, qué danza alrededor del vivo fuego, sin Mente que observe, sin estetas que entiendan Armonías del gran Juego? Lux aeterna En el espacio inmenso se pierde el rayo, el haz de gloria que alumbra los caminos del vacío. En el frío silencio, en el canto de la noche, aguas espesas inundan el fuego convirtiéndolo en voz serena. Arde sin quemar el combustible que los eones no logran desgastar. Arde la materia de nuestros cuerpos, combustión vital, y su fuego alienta el Cosmos. La danza de los átomos alrededor del fuego de la vida, la materia incansable agitada por el fluir del Espíritu. Gotas de agua en el río encaminado al gran océano. Allí, sí, átomos, gotas, fragmentos de la Naturaleza, encontraron su destino anhelado: lux aeterna. Materia cabalgando sobre los lomos de Eros, pulsión que busca la satisfacción de la libido cósmica. La noche ansía el éxtasis, polvo de estrellas que engendrará el día. Recibe el calor y la luz que necesitas para sobrevivir en las oscuras y frías noches de invierno. Abre tu alma al fuego del amor, y vive en él como si fuese una eterna primavera. Quiere el alma errante habitar en un templo de sabiduría, belleza y bondad. Como planeta o cometa sometido a su estrella, su cálido hogar está en quien alumbra su superficie y derrite los hielos que el vacío y negro espacio congelan. Quiere el vagabundo regocijarse en un abrazo y servir humilde a su amada inmortal. Quiere el cielo luminoso donde su ángel lo proteja y arrope. Abre las puertas, caminante de la noche, y en el templo hallarás el camino hacia tu astro radiante. Siente cómo nace el alba cósmica, el despertar de un nuevo tiempo sin fin que deja atrás las tinieblas de la civilización. Escucha el silencio de la mañana, y tras el silencio el canto de alegres pajarillos. Abre tus sentidos para el goce del gran

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día. Viste tus mejores galas, y levántate con entusiasmo pues ha salido el Sol. Ha venido el Sol a alumbrar nuestro espíritu y a quedarse en él. ¡Alegre la mañana! Claro y fuerte se presenta el amanecer anunciando la nueva era. Vigoroso el Sol arde para resucitar de entre sus cenizas al león imbatible que con sus garras atrapará nuestro destino. Aurora celeste que marca nuestra meta, resplandor lejano, llama de la eternidad, fuego más allá del horizonte. Desde las altas cumbres aparece, desde la orilla de los mares, cuando languidece la brisa y el Sol se posa. En la penumbra que clama el día, o en el día que clama la hora de los sueños. En el ideal, en la vida inalcanzada pero presente en potencia, en el fulgor que empuja lo humano hacia lo divino. Allí, allí está tu mundo. Sigue la senda dorada que a él te transporta. El paraíso con sus verdes prados, con su primavera sin fin, eclosión de fresca y perenne vida. El cielo anhelado, idealizado, con sus seres apacibles, con sus bellas muchachas entre susurros de brisa suave recitando poesías sin palabras. Brilla sobre el césped el reflejo de la luz eterna que el corazón hastiado del hombre imagina como paraíso perdido en los tranquilos remansos del silencio. Ya llega el hombre, ya llega... allá al final del camino se ve su luz... Allá el sediento podrá humedecer sus labios y el fatigado dar reposo a sus huesos. Allá descansará nuestro anhelo y pervivirá satisfecho por siempre. La materia ardiente deja sus cenizas consumadas, pero espíritu, ¡ah!, su espíritu le sobrevive. La corte celestial sobre nuestras cabezas abre el cielo, y la escalera del palacio se alza desde nuestros pies. Sólo hemos de caminar, subir, animados y sin temor a la fatiga, lo que se nos presenta como una tarea inacabable. Tuyo es el palacio, tuyo es el reino, y cada peldaño es un suspiro que nos eleva al gran salón de la luz. Allí nos aguarda la amada inmortal con quien bailar en la noche soleada de todos los tiempos. Ella, la luz, tomará mi mano y ambos caminaremos entre las estrellas. Nada nos fatigará, ni el ansia ha de apurarnos, ni dolor alguno afectará a nuestros sentidos. Como flotando, como vivir sin nuestros cuerpos. Materia somos, pero de un tipo muy especial; de la que el fuego enardece y sublima su luz en Espíritu. Amor palpita sobre todas las cosas en el Espíritu que alumbra los corazones y se posa como una abeja sobre la flor transportando el júbilo de la existencia. En los campos de la eternidad no tendrás que poseer ni ser poseído para amar o ser amado, porque todo fluye y se disuelve en el infinito sin barreras. Alegres nos quiere el destino de lo grande ante el sinsentido de la existencia, radiantes ante la oscuridad del Universo. Hágase la luz en nuestros corazones y alumbre cada rincón oscuro. Ni la negrura de la muerte ni el vasto silencio acallarán la explosión de júbilo que llama a los hombres fuertes a lanzar sus salvas al cielo. Trazas de sonido sobre el fondo de silencio, música lejana que enciende las ánimas hasta el transcurso de su ocaso. Siempre viva la voz que canta, el coro celestial que llena el espacio con notas que no se han de apagar.

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Corona ahora tu cabeza el laurel de la victoria, elegido entre los mortales para la lux aeterna. ¡Gloria, aleluya! Himnos triunfantes suenan a tu paso por el gran portón mientras todas las estrellas tintinean y aplauden. Victoria para el guerrero que ha sabido buscar por tierra y mar el cielo anhelado. Inmortales son las obras que perviven más allá de los individuos y civilizaciones que las crearon. ¿Nos escuchas, como yo, el sonido de otros tiempos, el color, el perfume de épocas lejanas? ¿No crees que también el futuro puede oír nuestro grito al cielo? Perenne es el canto atemporal ante el fuego de las estrellas. Perenne el canto del cisne que inmortaliza su muerte. Suenan los cantos de la profecía cumplida. Moriréis y en polvo se convertirán vuestros cuerpos, el no-ser ocupará el lugar de vuestra existencia, os uniréis al vacío del cosmos. Todo es un juego de la materia que es siempre la misma, y vosotros que nada sois en vida como individuos sino pedazos de esa materia, nada seréis cuando cese vuestro corazón de latir, cuando cese vuestra respiración. Maestro, ¿dónde hallaremos la luz eterna?—preguntan los discípulos. No la hallaréis aunque la busquéis—contestó el maestro—mas debéis buscarla en vida y ella os hallará a vosotros. Infinita es su distancia, como la extensión de tiempo anhelada; fáustica es la empresa humana que se lanza al gran océano hacia tierras inalcanzables. El cielo es la brújula del navegante, nunca estaréis perdidos porque os guiarán las estrellas y vuestro deseo de alcanzarlas. El cielo protector abrazará a sus amantes y los conducirá a su hogar, vuestro hogar para siempre. Viajad al país de los sueños mientras vuestros ojos ven y vuestros oídos escuchan, y alzad allí la bandera de la verdad que conocieron vuestras ciencias. Soñad con un mundo mejor y no querréis despertaros. Soñad con la belleza y con el amor y no querréis despertaros. Vuestras noches se fundirán con el alba, y saldrá el Sol, el fuego sonriente. Emergerán las claras mañanas y tras de las montañas surgirán voces lejanas, un himno de letra esperanzadora envuelto por voces dulces y aterciopeladas. ¡Ve!, no mires atrás, acude al canto de sirena. Tu amada te espera. Toda la leche de su pecho será la Vía Láctea que inundará con su luz eterna los vacíos de tu alma. El discurso del espíritu El caballero alado llegó en la tormenta, apartó rayos y truenos, y entre las nubes grises hizo emerger su carroza triunfante. La luz entró entonces en la Tierra de los hombres y el cielo bramó con voz grave pero acogedora, con timbre firme pero tranquilizador, como un padre que asevera pero ama a sus hijos. Ella dijo a sus discípulos, que contemplaban y oían asombrados: “¡Levantaos!, la hora ha llegado para vosotros. La sangre que brota de las fuentes bajos las erguidas corazas de vuestros pechos quiere sublimarse y escapar ligera de la gravedad que la aplasta. Quiere fundirse con los astros altivos y distantes, ansía las elevadas esferas, el silencio de la noche, el flujo de la materia en el cosmos. Ligeros, sí, como la danza, mas con la osadía de las mismas fuerzas de la naturaleza.

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¡Alzad vuestras armas! Preparaos para luchar y sufrir, pues la vida grande que os espera precisa de duras batallas. Afilad vuestras espadas, tensad vuestros arcos, armad de valor vuestra voluntad y fundidla con la mía en la gran empresa que conquistará el mundo. En la lucha por la existencia, quien no expande su reino es absorbido por el de otros. No hay autonomía posible, por eso yo os digo que os hagáis fuertes en el Imperio, y que mis palabras, como mi luz, como mi materia, formen parte de vuestros himnos. Os preguntáis cómo y dónde podéis alistaros a tal ejército, y si en sus filas caben hombres como vosotros. Muchos son los llamados y pocos los elegidos, pues los humanos os perdéis por el camino de vuestra búsqueda infinita. Queréis alcanzar mi Silencio, pero pronto os perdéis en el bullicio. Queréis ser sabios, pero pronto os conformáis con alcanzar un simple puesto del Estado en alguna academia de vuestras sociedades. Queréis tocar la belleza, pero vuestras manos sucias la desfiguran. Queréis en vosotros las nobles virtudes, pero ellas son aves que vuelan más rápido que vuestro andar. En el sufrimiento reside la más pura conciencia de la existencia, y vosotros vivís en tal plasma. Mis hijos de occidente, lo vuestro no es la meditación ni el nirvana al estilo oriental, lo vuestro es la vida, y el ego que se muestra vigilante de la vida. Vuestra esencia es la comprensión profunda del vacío de este Universo, vuestra voluntad es entendimiento de la materia, y la angustia que de ella se deriva es angustia existencial. ¡Gozadla! Cuando la vida os hiera, cuando los sinsabores de la derrota hundan las naves de vuestras empresas y sueños, acordaos de la fuerza del Espíritu. Cuando vuestro corazón lastimado quiera llorar, usad mis lágrimas. Cuando las enfermedades o accidentes azoten vuestro cuerpo, acordaos en vuestro dolor que sufrís porque existís. Y cuando un resplandor intenso sacuda vuestra médula espinal preludiando la muerte del individuo, la extinción de un ser humano, sabed que la nada comprendida habéis al fin alcanzado y la Gloria del Espíritu pervivirá igualmente. Vuestro es mi reino eterno, la noche de todos los tiempos, donde el polvo de estrellas suspendido navega por los grandes espacios, ¡catedral de vuestras oraciones! El Universo de materia, el convento de vuestra soledad y recogimiento, cielo e infierno a donde la vida peregrina y encuentra su fin. Deseáis como yo deseo porque sois naturaleza arrastrada por sus leyes. Y flotáis como nubes en el cielo zarandeadas por los vientos, aires cálidos o fríos, como hojas otoñales empujadas por el destino, como espigas de un nuevo pan que emerge con la fuerza de la tierra y son agitadas por la tempestad. Como partículas en un río de fresco caudal, danzando con las corrientes, soñando que son libres, soñando y flotando como fantasías; como nubes, como nubes de algodón en el azul del cielo, del río, del mar. Ligeros os quiero para la danza, y que en el escenario de la vida consciente saltéis fácilmente, voléis como pájaros o como las delicadas mariposas. Sensibles, admiradores de lo bello, vosotros mismos sois el ballet que interpreta mi coreografía, mi música, mis armonías. Yo dirijo vuestros cuerpos, Yo, vuestro destino. Y vosotros soñáis conmigo, con movimientos lentos o rápidos, con brío o [384]

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con pequeños pasos, suspendidos en un cielo. A veces estáis solos y danzáis virtuosamente como solistas. A veces formáis parte de un gran grupo que coordina sus quereres al unísono. Y otras veces vivís en un paso a dos, ¡amor, dichoso amor!, donde las escenas más bellas y voluptuosas emergen, florecen como almas transportadas por una brisa melódica, y abrazan los amantes la eternidad de sus suspiros, del Espíritu plasmado en cuerpos y la Idea en forma dinámica. Profundos os quiero como la noche, para que en vuestra ligereza no caigáis en el mero adorno poético sin sustancia, y que vuestras palabras sean el trasfondo deliberativo de lo trascendente en el Cosmos y sus partes. Que vuestras raíces penetren hondamente en la tierra que sustenta la vida haciendo de vuestra voluntad entendimiento. Que la mirada audaz de vuestros ojos anhelantes, ¡profundidad penetrante!, alcance con su silencio el sonido de la eternidad. Viajeros os quiero porque vuestro hogar no está en ninguna parte. Vuestro sino es flotar en el inmenso mar a la deriva, y buscar el Espíritu disperso en el ancho mundo. Sobre una balsa navegáis, y las olas os hacen danzar al vaivén de una sinfonía holista, al vaivén del sueño universal, cosmopolita, desarraigado de una tierra para formar parte de todas. Hacia la tierra prometida navegarán todas las almas que conozcan el resplandor de mi luz. Desde el alba hasta el crepúsculo, los colores del día muestran los caminos que conducen a las cumbres y sus valles, fértil suelo de la belleza, el país donde florece el árbol de la sabiduría, donde el hombre ya no sueña sino que vive la verdadera vida elevada, el intelecto entre las alturas, la grandeza de la humanidad y de toda su vida inteligente del Universo. ¡Levantaos!, el día ha llegado para quienes os aguardan. Amanece y es momento de que vosotros seáis también radiación luminosa en el sendero de otros. Enseñadles el camino, sí, mostradles el camino que de mí habéis aprendido. Sed ministros de mi nación, sed idealistas y creadores, revolucionarios y constructores, buscad la prosa en las ciencias, la música en las humanidades, el arte en el arte. Dejad que la materia, la fría materia regida por leyes físicas, forme parte de vuestro acervo espiritual, el cual transmitiréis de generación en generación a los hijos de vuestra cultura. Sed amantes de la vida, y que vuestro ejemplo cunda esparciendo la semilla de vuestros frutos. Levantaos, amigos míos, y llevad mi palabra allá donde haya oídos para captarla. Yo soy el paraíso prometido, el goce de los sentidos y la razón, la vida y la muerte. Estaré con quienes me han amado hasta su fin como individuos. Presenciaré vuestros funerales y esparciré vuestras cenizas al viento mientras un Réquiem suena lejano. Viviréis luego en mí como siempre habéis deseado, seréis de hecho parte de mí como yo soy parte de vosotros. Y el alma se separe del cuerpo de quien vivió uniendo realidad e idealismo, el cielo se separe de la Tierra de los hombres que han creído en mí. Fundidos han vivido idealismo y cielo para luego abstraerse de la materia en su pura esencia. Abrazad la esperanza de la vida eterna, la flor incorruptible, el sonido de la gloria. La noche se hace blanca de luz y bendice el matrimonio del hombre con la divinidad.” [385]

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Así habló el Espíritu, y los hombres que lo escucharon se fueron contentos a sus casas ya entrada la noche, sintiéndose con fuerza, albergando nuevos deseos de vivir. Las estrellas brillaron en un cielo cristalino y resplandeciente como pocas veces, los amantes se abrazaron con una ternura sobrehumana, los niños soñaron dulcemente, y todo el pueblo guiado por el caudillo invisible sintió que su existencia tenía un cometido. Martín López Corredoira [email protected]

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UNA APORTACIÓN EN TORNO AL HABLA POLÍTICA: FRASEOLOGÍA, HABLADURÍA Y SINCERISMO Alicia María de Mingo Rodríguez. Universidad de Sevilla

Resumen: El tema del habla política puede ser abordado desde la perspectiva de la desviación de la verdad o de las cosas mismas que en él tiene lugar. En tal sentido, y en torno a 1927, Ortega y Gasset y Martin Heidegger ofrecen dos perspectivas de gran valor (la fraseología y la habladuría, respectivamente) para pensar el vínculo entre habla y política, al tiempo que la contraposición entre fraseología y sincerismo en Ortega ofrece una pista muy adecuada para cuestionar la difícil y extraña relación que lo social, lo político y la política (y, en último término, la verdad de la democracia) mantienen con el decir la verdad. Abstract: The topic of political speech may be addressed from the perspective of the deviation of the truth or of the “things themselves” that in him takes place. In that sense, and in around 1927, Ortega y Gasset and Martin Heidegger offer two perspectives of great value (phraseology and “idle talk” (Gerede), respectively) to think the link between speech and politics, at the time that the contrast between phraseology and “sincerismo” (Ortega) offers a track very suitable for questioning the difficult and strange relationship that the social thing, the political thing and the politics (and, ultimately, the truth of democracy) support with to tell the truth.

I. En buena medida, apenas sería posible dudar de que lo que llamamos “política” también se hace con palabras, o incluso sobre todo con palabras y frases: hablamos continuamente, se dice con frecuencia que “tenemos que hablar”: proliferan los discursos, son frecuentes los mítines, raro es el día en que no hay declaraciones o se celebran ruedas de prensa y debates políticos de toda índole. Y, sin duda, hay también otro habla mucho más inexplícita, menos personal, más anónima, un habla a modo de rumor casi coral, como opinión pública o, según la locución clásica, como vox populi… que quizás fuese más verdadera como realidad de lo político, que cualquier discurso político. “Se habla” en general, hay un habla como fondo de lo político. Sí: estamos todo el día hablando entre nosotros, y es también así, o sobre todo así, hablando, como nos reunimos en el acuerdo o disentimos, como nos enemistamos y nos dejamos seducir unos por otros, nos convencemos e incluso nos decepcionamos entre nosotros. Por la boca muere el pez, dice el refrán, y otro reza que en boca cerrada no entran moscas, pero también otro proclama —y éste es mucho más cierto— que hablando se entiende la gente. En fin, y es esto lo que en principio quería decir, no descubriríamos nada nuevo al reconocer el vínculo, a todos los efectos, [387]

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entre habla y política, entendiendo ambos términos en un sentido amplio, no por un capricho anecdótico sino porque, en efecto, creo que no acertaríamos a valorar adecuadamente la relación entre habla y política si defendiésemos un criterio restrictivo de lo que debiera entenderse por habla o por política. Por una parte, habría que pensar una “política” que abarcase desde la configuración —incluso evanescente— de la vida cotidiana de la polis en cuanto polis (lo político) hasta el nivel de la práctica de la política como vocación y profesión, como cuando se dice de tal o cual persona, con un significado muy preciso, que “se dedica a la política”1. En este sentido, el fenómeno global bipolar de la política y de lo político es suficientemente amplio y ambiguo como para que, al menos, podamos servirnos por el momento de esa amplitud —que tantos quebraderos de cabeza produciría en alguna otra ocasión, más técnica y erudita, en que fuese forzosa su definición rigurosa (aunque quizás falsa, habida cuenta del vasto campo y de la complejidad de los que esa definición debiera responsabilizarse). Por lo que se refiere al lenguaje y al habla, ocurriría algo similar: abarcaría un indeterminado “lo que se dice”, “lo que se habla”, que sería difícil (por no decir imposible) objetivar, pero también la arenga, el discurso político en foros desiguales, desde el mitin más multitudinario al discurso parlamentario o la rueda de prensa. En cualquier caso, lo obvio que podría servir de punto de partida —si es que fuese conveniente partir de alguna obviedad— sería la conexión entre el habla y esa especie de fuerza y hecho de convivir que supone “lo político” y, asimismo, esa suerte de gestión pública e institucional de la convivencialidad, desde instancias de poder o representatividad, que llamamos política. Lo que aquí, en esta ocasión, más me importa es, por una parte, el habla política en cuanto política y, dentro de lo político, no cualquier cosa que un político pudiese decir, sino el habla que hace-política, que cohesiona, que ilusiona, que impreca, que acusa… el lenguaje político en cuanto tal, que nunca es simplemente enunciativo ni que se conforma con (ni que desea casi nunca) — quizás fuese conveniente reconocerlo desde este momento— la verdad, si se me permite decirlo así, y no quisiera decir con ello que, por el contrario, a la política le importase intrínsecamente más la falsedad o la mentira. Se trata, en consecuencia, de pensar en qué medida lo que cabe esperar del habla política mantiene una relación con la verdad, la sinceridad, la honestidad y, en general, una relación con “las cosas mismas” del todo problemática, ambigua e inestable, por lo que tal vez no podría ser ajena a la política la posible relevancia de la referencia crítica al mundo de la vida aunque quizás sólo fuese, en principio, como una "referencia" crítica de honestidad. Por otra parte, me importa rescatar el habla desde “lo que se dice” precisamente en su impersonalidad, en su fluir, o en su estancamiento, que no 1 La distinción entre lo político y la política es de raigambre arendtiana. Para una aproximación esclarecedora, cfr. Badillo, P., «Retos y cambios en la filosofía política hoy», en Entre Ética y Política: Materiales de Filosofía Práctica, Sevilla, Mergablum, 2004, pp. 17 y ss.

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por ser inobjetivo deja de ser, al menos en cierto modo, la expresión —la más genuina— de los con-vivientes en el horizonte de lo político. Y es en este punto en el que comienza a despuntar la pregunta acerca de si, en efecto, al habla política, también en este nivel del habla impersonal, le importa la verdad o la referencia a las cosas mismas, o si más bien, por el contrario, sólo se ajusta a su propia expresión, fortaleciéndose, más que debilitándose, en ella, en su auténtica “inautenticidad”, soberana respecto a un posible mundo verdadero. De ser así, entonces no habría una verdad por encima de ese vínculo entre habla y política o a la que éste vinculo se debiera, vínculo que pasaría a ser, de este modo, la única verdadera cosa misma. Imagino —si se me permite ser prudente— que en cierto modo Heidegger quería decir esto cuando en Ser y tiempo vinculaba el ser-con con el Uno (das Man) y la habladuría. Quisiera, así pues, ocuparme aquí de dos expresiones de lo que podríamos considerar el habla política, que si bien difieren, también comparten una doble proyección que debemos tomar como guía para el esclarecimiento del lenguaje en general, y del habla política en particular, a saber: la doble proyección de descubrimiento y en-cubrimiento, cuando oscila (lo veremos de inmediato) entre la fraseología y el sincerismo, según Ortega y Gasset, y entre la habladuría como desviación y la habladuría como expresión, según Heidegger, debiéndose tener presente que, intercambiándose, inmiscuyéndose entre sí, confirmándose y desmintiéndose, encubrimiento (en la fraseología y la habladuría) y descubrimiento (en el sincerismo y en la habladuría como expresión del ser-con) hacen conjuntamente “la verdad” del habla política y de lo político en toda su ambigüedad y, al mismo tiempo, en toda su riqueza. Pienso que, de este modo, también nos acercaríamos a comprender un poco mejor el hecho sociológico y político de la demagogia. II. Son dos, básicamente, las motivaciones críticas que organizan esta aproximación al tema del habla política, y las dos giran en torno a la potencia político-configuradora del habla en Ortega y Gasset y Heidegger. En ambos late la tensión entre la dimensión socio-configuradora del lenguaje y la pregunta por lo que podríamos considerar la lealtad o fidelidad del habla a las cosas mismas y, más en general, su dimensión expresiva. Me refiero a dos textos en torno a 1927. Comenzaré primeramente con las reflexiones que Ortega dedicó al tema «Fraseología y sinceridad», en un texto incluido en el vol. V de El espectador y que había aparecido en El Sol en febrero y marzo de 1927 y en La Nación de Buenos Aires en marzo y abril de ese mismo año2. En segundo lugar, me referiré al muy conocido § 35 de Ser y Tiempo, en el que Heidegger había abordado la “habladuría” (Gerede) como existenciario, expresión primordial, más allá de 2 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», en El espectador V, en Obras completas II, Madrid, Taurus/Revista de Occidente, 2004, pp. 593-601.

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cualquier valoración que vertiésemos al respecto, del compromiso del existente como ser-en-el-mundo y ser-con. Creo que es sumamente ilustrativo tomar como referencia esa fecha de 1927, y abordar el tema del habla política desde dos perspectivas filosóficas próximas entre sí, como las de Ortega y Heidegger, y valorar cómo se aborda lo político, su realidad, o incluso sus posibilidades, desde el tema del habla. Comprobaremos que el “tono” de ambas reflexiones es dispar, y me gustaría destacar que no se trata de asumir un punto de vista (el de Ortega o el de Heidegger) para excluir o despreciar al otro, sino más bien de combinarlos, en tanto que esa combinación se torna imprescindible para la comprensión de lo político en su complejidad. Es cierto, y lo advierto ya, que Ortega parece referirse más a lo que solemos entender por “política”, mientras que Heidegger parece aludir más a “lo social”, es decir, al ser-con. Sin embargo, justamente se trata de que debemos asumir al unísono esa doble dimensión de la política como institución discursiva del habla, y de lo político como habla desde el fondo de lo social. Espero que en el curso de este artículo pueda apreciarse con mayor nitidez a qué me refiero. III. El texto de Ortega que me ocupará preferentemente (Fraseología y sinceridad), tuvo ya su primera versión, más simple y breve, tres años antes, en 1924, en un breve texto titulado Sobre la sinceridad triunfante3. En él, Ortega se atreve a sostener osadamente (según sus propias palabras) la tesis de que las épocas clásicas son esencialmente “insinceras”. El clasicismo sólo es posible a base de insinceridad. Tras sugerir la insatisfacción que produce lo clásico, fruto de su inhumana perfección, añade que la vida clásica se compone de tópicos. Para nosotros, por el contrario, continúa Ortega, «vivir es huir del tópico», nuestra época experimenta una grave incompatibilidad con todo lo convencional. Para Ortega, esto es una ventaja, pero advierte que el resultado de la sinceridad imperante es el vaciamiento progresivo de prestigios, glorias, disciplinas y “principios”. De este modo, «el mundo vuelve a estar desnudo, a ser simplemente lo que es, sin halos patéticos, sin resonancias convenidas, sin “piezas montadas”. ¿Podremos sobre esa nuda realidad fabricar un modo vigoroso de existencia? Éste es el problema presente»4. La reflexión orteguiana es tremendamente lúcida e incluso me atrevería a decir que en buena medida premonitoria. Tres años más tarde, en 1927, se afina, complica y expande aquella tesis “breve” de 1924 sobre la contraposición entre sincerismo y clasicismo. Ortega añade al tema de la insinceridad “clásica” el de la fraseología, especialmente en un contexto político, y enfatiza el aspecto idealizante, utopista, racionalista y, en 3 Ortega y Gasset, J., «Sobre la sinceridad triunfante», en Obras completas V, Madrid, Taurus/Revista de Occidente, 2006, pp. 221-224. El texto apareció por vez primera en Revista de Occidente XI (mayo de 1924), pp. 237-241. 4 Ibid., p. 234.

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buena medida, hipócrita de la misma, que vendría, por una parte, de una suerte de “gran cultura” (por más que ésta pudiese, al menos en algún sentido, resultar “falsa”) y, por otra parte, de lo que el pueblo “quiere escuchar”. El político fraseólogo, en cualquier caso, sabe lo que debe decir, en doble referencia a una cultura ideal y a una cultura real “consuetudinaria” y “tradicional”. Hay una especie de doble sabiduría o lucidez de la fraseología. Se debe a lo ideal y al pueblo. Pero Ortega sostiene que a la altura del año en que escribe su texto (1927), ya no tiene tanta relevancia lo ideal ni lo consensual, sino más bien la brutalidad individualista y sincerista5. Luego volveré sobre esta cuestión. En lo esencial, a juicio de Ortega, hasta comienzos del siglo XX había predominado la fraseología, mientras que aproximadamente desde 1900 comienza a imperar la “sinceridad”, o mejor dicho, un fundamentalismo o radicalismo de la sinceridad al que cabría denominar “sincerismo”6, por el que se nos habrá de conocer en los siglo XXIII o XXIV. A juicio de Ortega, la modernidad había “frasificado” embriagadoramente. No vamos a ocuparnos de valorar con detalle estas tesis, sino de captar, desde dentro de la propuesta orteguiana, el juego de lo que pretende darnos a pensar. ¿Qué es, para Ortega, “una frase”? «Frase —nos dice—, en este mal sentido del vocablo, es toda fórmula intelectual que rebasa las líneas de la realidad en ella aludida. En vez de ajustarse al perfil de las cosas y detenerse donde éste concluye, en la frase se redondea la realidad como se redondea una fortuna. La fortuna se redondea a menudo fraudulentamente, y lo mismo la realidad. Se añade a ésta un suplemento falso que le proporciona grata rotundidad»7.

Sin embargo, no pensemos que con ello se pretenda minusvalorar la frase ni burlarse de ese “redondeo” que en ella parece operarse. Por el contrario, se le reconoce cuánto debemos a las frases, y especialmente en el terreno de la política. En efecto, Ortega pensaba que «casi todos los principios que han dirigido la vida europea en los últimos siglos eran, en este sentido, frases. Por lo visto, el individuo y las enormes colectividades que llamamos 5 Por más que no es nuestro tema en este artículo, pienso que en la actualidad el sincerismo ha sido casi expulsado del habla política en sentido estricto, demasiado preocupada por mantenerse en los márgenes de lo que hoy se llama lo políticamente correcto. Sin embargo, Ortega acierta en el valor que concede al sincerismo, que hoy campa a sus anchas en muchos sectores de la vida que ya podríamos llamar “socio-massmediática”, especialmente al amparo de una crítica muy expandida en los mass media contra la hipocresía, crítica de la que se puede sospechar que debe permitir e “incentivar” que aflore un abundante material para el “circo” de los mil y un realitys que invaden nuestros televisores y la mente del hombre contemporáneo (me refiero sobre todo, claro está, al televidente). 6 Ni que decir tiene que en este diagnóstico del sincerismo debió jugar un papel destacado la lectura orteguiana de la genealogía nietzscheana, que, en efecto, combina sospecha y “sincerismo” —aunque quizás Nietzsche no simpatizase con este calificativo de cara a caracterizar su propia propuesta filosófica. 7 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», p. 593.

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naciones necesitaban como de un cacodilato de esa porción fraudulenta, de ese anejo patético y mendaz. Pero el hecho de que las frases hayan demostrado tal eficacia y fecundidad basta para que las tratemos con respeto y gratitud»8.

Y un poco más adelante, proseguía: «Gracias a su capacidad de anestesiarse con frases, se ha dejado el europeo dócilmente organizar en grandes y complejas naciones; ha erigido poderosos Estados; ha acatado sucesivos credos políticos. Asimismo, porque era sensible a frases ha domesticado sus instintos dentro de ciertos moldes morales y ha suavizado el trato social merced a las pautas de la buena educación»9.

A renglón seguido, Ortega acomete, con brevedad y lucidez, un conjunto de consideraciones que recuerdan algunas aportaciones de la sexta investigación lógica de Husserl. Como se recordará, Husserl creía descubrir en la aspiración intencional de la conciencia no únicamente el “ascenso” a la significación en su pureza, sino también un “descenso” —si cabe hablar en estos términos— desde la “pureza” de las significaciones hasta el nivel de la intuición, a fin de que tuviera lugar un conocer en sentido propio. Husserl defendió en sus Investigaciones lógicas ese descenso a la intuición en la medida en que en esa “dinámica” debiera plenificarse o implementarse una mención pura que, de otro modo, se expondría a quedar vacía10. Tal es la versión husserliana de aquel conocido dictum de Kant, según el cual «los conceptos sin intuiciones son vacíos». Lo decisivo para la vida de la conciencia no sería unicamente el paso ascendente desde la intuición a la mención, de la intuición al concepto, sino también el descenso plenificador a la intuición. Es importante considerar esto, pues tanto la fraseología a que se refiere Ortega como la habladuría que tematiza Heidegger transcurren en un nivel de significaciones (y simplificaciones, puntualizaría Ortega) que podría considerarse inercial, rutinario, sin que lo hablado en cada caso fuese confrontado en el “descenso” a las “cosas mismas”, necesitando, en consecuencia, el paso impletivo a la intuición. En el horizonte fraseológico se corre el riesgo de que, autonomizándose utópico-rutinariamente el habla, las menciones pierdan la tensión intuitiva de la orientación a las cosas mismas; que sin sentirse vinculadas a una honestidad y sinceridad básicas ya no se les exigiese dicha orientación, de modo que las frases pudiesen campar a sus anchas, pues ya no se pretendería para ellas una plenitud de veracidad, porque quizás se presintiera que, si se las confrontase con esa plenitud, las frases caerían estrepitosamente de su Olimpo fraseológico. Al confrontarse con la ausencia de plenitud, las frases de la 8 Idem. 9 Ibid., p. 594. 10 Sobre esta cuestión puede consultarse Moreno, C., «Dinámica de la intuición. Reflexiones sobre la donación fenomenológica y el fin del conocimiento en Husserl», en Moreno, C. y Mingo, Alicia Mª de (eds.), Signo, intencionalidad, verdad. Estudios de Fenomenología, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005, pp. 57-70.

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fraseología se expondrían al decaimiento del prestigio de su carisma. Entiendo, en recuerdo a Weber11, que el carisma es, junto con la costumbre/tradición y la legalidad, una de las formas de legitimación del poder, y que lo propio del carisma es el asentimiento y la adhesión incondicionales a quien o a lo que lo posee, sin que importe nada más que ese mismo prestigio carismático. Valga un inciso para recordar cómo de la problematicidad de la relación entre lenguaje y política supo mucho, hace siglos, Platón. Apenas si podríamos apartar de nuestra memoria los pasajes en que el filósofo ateniense elegía como motivo de sus argumentaciones y diatribas el modo en que aquellos maestros de la virtud que decían ser los sofistas pretendían adiestrar a los más prometedores jóvenes de la polis en las artes de la retórica, con vistas al gobierno de la ciudad, concediendo más relevancia, en último término, a la seducción por la palabra que a los argumentos ascéticos de la verdad. Bastaría releer algunos pasajes del Gorgias. En realidad, la polémica con la malversación sofística del lenguaje (retórica) procede, en Platón, de una “dificultad” interna o íntima perplejidad del lenguaje mismo —y más concretamente, de la escritura— en cuanto signo. Es inolvidable, como ya se habrá supuesto, el mito que en el Fedro narra Platón del origen de la escritura en su invención por parte del dios Theuth, cuando le presenta su invento al rey Thamus y éste le reprocha que, en el fondo, lo que ha inventado iría tal vez a favor del recuerdo, pero quizás también en contra de la memoria profunda de las “cosas mismas”12. Si la retórica es posible, si el lenguaje puede apartarse de ellas, es porque en su seno está esa posibilidad de olvidar y — especialmente de aquí procedería la culpabilidad de los sofistas, a los ojos de Sócrates— hacer olvidar o distraer fraudulentamente de las cosas mismas. Si la escritura es baluarte de la memoria y, al mismo tiempo, paradójicamente, veneno amnésico, es porque al lenguaje le incumbe, es cierto, decir la verdad, pero no menos la posibilidad de encubrirla, no ya sólo porque se entregue a la mentira, sino por la dilación y distracción que fuesen capaces de introducir en el pensamiento los automatismos de su locuacidad. El lenguaje puede ser tanto extremadamente fiel como desleal para con las “cosas mismas”. A partir de estas consideraciones, no sería difícil comprender en qué medida el habla política se adecúa extraordinariamente a esta doble dimensión del habla, reconociéndosele en muchas ocasiones precisamente por el juego de esa doblez, y en otras como una modalidad de habla claramente escorada hacia la inautenticidad, lo cual constituye por completo, hoy, un lugar “común” cuando se trata especialmente de la crítica a la política (digamos, “profesional”). 11 Cfr. Weber, M., El político y el científico, Madrid, Alianza Editorial, 1969, p. 85. El tema se desarrolla con más detalle en la obra póstuma Economía y sociedad. Aunque Weber aplica el carisma a la persona del “caudillo”, aquí la asumo para referirme a la autoridad carismática de la fraseología —y luego la habladuría—, en la medida en que pasan a tener cada vez más prestigio por ser lo que son, en tanto habla política. 12 Platón, Fedro, en Diálogos III, Madrid, Gredos, 1988 (trad. de E. Lledó), 274 a-275-2ª, pp. 401-404.

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Pues bien, la frase —prosigo con Ortega—, supone un atajo, un estilo de simplificación, un recurso para “no complicarse la vida”. Mientras que la misión por antonomasia del lenguaje es reflejar el mundo, con frecuencia se escora hacia su puro “adobamiento”. Pero en ese punto comienza la historia de una ventaja — la del lenguaje— que se convierte también en la historia de un escollo o de un inconveniente. Estar en el lenguaje es exponerse al automatismo y a la mistificación del mundo. Para Ortega —volvamos a escucharle en un texto extenso, pero creo que suficientemente interesante como para que lo citemos: «Las “frases” suscitan un cosmos de “realidades” imaginarias (de seudo-realidades), que a fuer de imaginarias son inconmovibles, invariables y de una perfección formal o abstracta que ninguna realidad efectiva puede poseer: un cosmos utópico, simplificado, de aristas claras y terminantes. No tiene duda que vivir en un universo de estas condiciones es sobremanera cómodo. Lo terrible de la realidad efectiva es que contiene siempre rasgos equívocos. Nunca sabe uno bien cómo es en definitiva, y, consecuentemente, no sabe uno cómo comportarse ante ella. Y esto, en todos los órdenes. Así, cuando se nos dice que todos los hombres son iguales y que, por tanto, la justicia consiste en tratarlos igualmente, hemos definido ésta con una “frase” que nos facilita sumamente el propósito de ser justos. Pero la verdad es que los hombres son desiguales y que la desigualdad entre dos hombres cualesquiera es muy difícil de calcular. De aquí que al desasirnos de aquella frase y buscar la justicia real, descubrimos que es en sí misma problemática, equívoca, y empezamos a vacilar en nuestro juicio y mucho más en nuestra actitud. No se me oculta, pues, la utilidad de la fraseología o pensar en frases. Es la gran simplificación de la vida. No siendo cuestión las cosas [es decir, no problematizándose las cosas] —constitución del mundo, normas jurídicas y morales, principios estéticos, reglas del trato social—, podía el individuo, sin más, ordenar sus actos en vista de ellas. Sobre todo, era posible —como lo fue— la coincidencia de conducta entre muchos hombres. El estado democrático, por ejemplo, fue posible porque existía un credo político admirable, un sistema de “frases” espléndidas en el cual creían muchas gentes. Pero aquí está el conflicto. El pensar fraseológico sólo es valioso en la medida que es útil, y sólo es útil en la medida que encuentra un modo de creer afín, una propensión colectiva a creer en “las frases”. En cuanto ésta falta, pierde aquél su única respetabilidad, ya que nunca poseyó la sola virtud inmarcesible del pensamiento, que es ser verdadero»13.

La cuestión filosóficamente interesante sería, en tal sentido, no sólo la de ahondar la fraseolatría, sino la de indagar cuál sería la relevancia y eficacia desencubridora de la fraseoclasia, es decir, del empeño precisamente en lo contrario de aquello a lo que aspira la fraseolatría. ¿No habría en aquélla una voluntad de verdad y honestidad que sería, en buena medida, expresión de la voluntad de sospecha? Lo que Ortega quiso destacar, en todo caso, es que si pudiera ser 13 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», pp. 594-595. Esta idea ya se había presentado en 1917, en «Ideas sobre Pío Baroja», asociada a la reivindicación del “fondo insobornable” de nuestra vida (Obras completas II, Madrid, Taurus/Revista de Occidente, 2004, pp. 224-225). Cfr. Morón Arroyo, C., «La idea de lo social en Ortega», en Llano Alonso, F. y Castro, A. (eds.), Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Madrid, Tébar, 2005, pp 671-691.

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nefasta la fraseolatría, no menos maléfica podría resultar ser la fraseoclasia sincerista, pues Ortega se figura —tertium non datur— que más que dejar aparecer las cosas mismas, la fraseoclasia airearía, daría crédito a una realidad brutal, en la medida en que «este nuevo modo de ser se caracteriza por un afán de buscar en todo la nuda realidad, aceptando con resuelto cinismo su eventual crudeza»14. Sin embargo, en realidad, ¿por qué habría que pasar de la fraseología al sincerismo, y no meramente a la sinceridad? ¿No encubre esa misma contraposición orteguiana, en su texto, una dicotomía innecesaria, o al menos forzada, demasiado supeditada al momento histórico en que Ortega escribe y a las premoniciones que ese momento acredita? En todo caso, sabemos que, en buena medida, la fraseología se debe no únicamente a una cultura “ideal”, sino al fondo del “alma colectiva”, de la “vox populi”. «Para el fraseólogo —dice Ortega—, pensar y sentir era hacer espontáneamente, preconscientemente, el esfuerzo de ajustarse a un pensar y sentir genéricos que se consideraban como debidos. De esta manera, el individuo tendía automáticamente a instalarse y sumirse en un alma colectiva y como ejemplar»15. Refiriéndose al ámbito de la política, dice Ortega que «cuando antaño alguien creía que las cosas de su país debían arreglarse de una cierta manera y se disponía a hacer política, este vocablo —“política”— despertaba en él un vuelo sagrado de “frases” normativas. Hacer política era actuar conforme a ciertos principios estables, era idear instituciones idealmente justificadas; en suma: prestar anuencia a determinados tópicos civiles. Ahora bien; el tópico o “frase”, a fuer de fórmula genérica, está hecho siempre desde un punto de vista impersonal, pensando en todos los prójimos. La cultura fraseológica fue, a la verdad, toda ella inspirada por un simpático deseo de convivencia con los demás, por una voluntad de contar con todos. Así, su máximo fruto fue el cosmopolitismo, la filantropía, el humanitarismo y el parlamentarismo»16.

Más allá de la cultura ideal, la “colectividad” necesita ser representada por sus políticos, que le dén voz y la guíen: hombre de partido o líder, conductor que asuma la función de encauzar la necesidad expresiva y de representatividad del “sentir colectivo”. La fraseología idealista, utopista, racionalista, y la fraseología mundana, demagógica, no se excluyen. Se unen gracias al “ascendiente” de la habladuría sobre la fraseología. En todo caso, parece que cuando Ortega pensaba en la fraseología quizás estuviese pensando, ante todo, aún en un escenario de tribuna y parlamento. Por eso pone más énfasis en vincular la fraseología con el racionalismo y con la cultura “ideal”. Hoy sabemos, sin embargo —e insisto en que se trata sólo de una puntualización a Ortega—, que en nuestra sociedad del (hiper)espectáculo, la fraseología ya no se aloja únicamente ni quizás del modo preeminente en la zona 14 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», p. 599. 15 Idem. 16 Ibid., p. 600.

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del Discurso (ni, menos, del Diálogo), sino en la zona cálida, veloz, eficaz, cómoda del slogan y la consigna, quizás por efecto de aquel mismo ascenso de las masas a sujeto político protagonista del que a partir de1926, y hasta 1930, había hablado Ortega en un conjunto de textos conducente a La rebelión de las masas (1930). Mal que nos pese, estemos de acuerdo o no, el lenguaje político en cuanto tal no busca la verdad (lo que, se dirá, no significa que deba entregarse a la mentira), sino atraer, seducir, cohesionar… Es mucho menos política en cuanto política una frase como, por ejemplo, la de que «hemos reducido en tres meses la tasa de paro», que una frase —sin duda una de esas frases que hacen historia en la historia del lenguaje político, por su simplicidad y fuerza de convocatoria, y es seguro que esta frase hará historia— que una frase, decía, como la de «Yes, we can», cuya verdad no decidirá precisamente sobre su valor de convocatoria política, con la que se pretende concitar y excitar una ilusión de futuro. Ésta (la frase) “puede” políticamente más que aquella (su verdad). Podrían aducirse muchos ejemplos. Lo propio del eslogan, como lo típico de la fraseología y de la habladuría, es (lo comprobaremos en un momento) su difusividad y repetibilidad (Heidegger). IV. Tal como la concibe Heidegger, la habladuría comparte con la fraseología orteguiana su desviación de las cosas mismas y el proveer un acuerdo cómodo y básicamente no-pensante, pero la habladuría viene a ser como la dimensión turbia, “inferior”, “masiva”, de la fraseología, y, por lo demás, una dimensión de lo social que la fraseología debe ser capaz de asimilar si aspira a ser genuinamente —y en un sentido aséptico— demagógica. Para Heidegger, en efecto, lo decisivo de la realidad de “lo político” se funde, en el fondo, con la realidad de “lo social”. Al menos algunos intérpretes y comentadores apuntan, hoy en día, en esta línea interpretativa, procedente de Ser y tiempo (pienso, por ejemplo, en la línea de autores como Esposito o Nancy). Lo interesante de la aportación de Heidegger es que esa desviación de las cosas mismas en la zona más honda y anónima, más impersonal y colectiva e incluso inconsciente de la habladuría, no se corresponde con sincerismo alguno en un contexto deliberadamente fraseoclasta, sino con la expresión “espontánea” de lo social en su mero nivel “expresionista” (existenciario). Para Heidegger, no se trata de que la habladuría sea sincera o hipócrita, sino de que en ella “se hace” el ser-con, y lo auténtico es su propia inautenticidad de cara a las cosas mismas, que pasan por completo a un segundo plano. En efecto, en aquel mismo año de 1927 en el que aparecen las reflexiones de Ortega sobre «Fraseología y sinceridad», se publica Sein und Zeit en Alemania17. 17 Comoquiera que no podré entretenerme en considerar los vínculos entre las aportaciones de Heidegger y las de Ortega en El hombre y la gente, me permito remitir al lector a

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Después de que en los §§ 25-27 Heidegger hubiese tematizado el ser-con [Mitsein] y el uno/Se [das Man], en el § 35 aborda la habladuría [Gerede], para dar a entender, en lo esencial, que el ser-con se expresa en un habla anónima que actúa siempre, casi irremediablemente, como recurso y a la vez lastre de la comprensión “previa” del mundo18. Sin embargo, lo decisivo, a juicio de Heidegger, es que la comprensión transcurre, gracias a la habladuría, de un modo inercial, en la medida en que la atención del existente comprometido en la habladuría ya no se dirigiría a la cosa misma del habla, sino al “se habla” en cuanto tal, casi invistiendo al hablar de prestigio, independientemente de su autenticidad y corrección. La comprensión transcurre, de este modo, en un nivel de comprensión “en medianía” que ahorra mucho esfuerzo al existente, que debería ser el protagonista de la comprensión19. En lugar de apuntar a la cosa misma de que se trata, lo que importa en la habladuría es “que se hable”, porque la comprensión aparece como asegurada: «lo dicho es comprendido siempre, en primer lugar, como “diciente”, esto es, como descubriente»20. Y es entonces cuando el habla suple a la cosa misma; el correveidile de la habladuría suplanta al encuentro arraigado, fundamentado y auténtico o en propiedad del existente con aquello sobre lo que versa el habla. Como dice Heidegger, «El haber sido dicho, el dictum, la expresión, garantiza la autenticidad del habla y de su comprensión, así como su conformidad con las cosas. Y, puesto que el hablar ha perdido o no ha alcanzado nunca la primaria relación de ser con el ente del que se habla, no se comunica en la forma de la apropiación originaria [in der Weise der ursprünglichen Zueignung] de este ente sino por la vía de una difusión y repetición de lo dicho [auf dem

Regalado, A., El laberinto de la razón: Ortega y Heidegger, Madrid, Alianza Editorial, 1990, p. 237 y ss. 18 «La expresión lingüística alberga, en el todo articulado de sus conexiones de significación, una comprensión del mundo abierto y, cooriginariamente con ella, una comprensión de la coexistencia de los otros y del propio estar-en. Esta comprensión que está depositada en la expresión lingüística concierne tanto a la manera, alcanzada o recibida, como se descubre el ente, cuanto a la correspondiente comprensión del ser, y a las posibilidades y horizontes disponibles para una ulterior interpretación y articulación conceptual» (Heidegger, M., Ser y tiempo, ed. de J. Eduardo Rivera, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1998, § 35, pp. 190-191 —hay una ed. más reciente, del mismo traductor, en Trotta). «No hay nunca un Dasein que, intocado e incontaminado por este estado interpretativo, quede puesto frente a la tierra virgen de un “mundo” en sí, para solamente contemplar lo que le sale al paso» (ibid., p. 192). 19 «En virtud de la comprensibilidad media [durchschnittlichen Verständlichkeit] ya implícita en el lenguaje expresado, el discurso comunicado puede ser comprendido en buena medida sin que el que escucha se ponga en una originaria versión comprensora hacia aquello sobre lo que recae el discurso. Más que comprender al ente del que se habla, se presta oídos a lo hablado en cuanto tal. Él es lo comprendido; el sobre-qué tan sólo a medias, superficialmente; se apunta a lo mismo, porque todos comprenden lo dicho moviéndose en la misma medianía» (ibid., p. 191). 20 Ibid., p. 192.

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Wege des Weiter- und Nachredens]. Lo hablado en cuanto tal alcanza círculos cada vez más amplios y cobra un caracter autoritativo. La cosa es así, porque se dice. La habladuría se constituye en esa repetición y difusión, por cuyo medio la inicial falta de arraigo [das schon anfängliche Fehlen der Bodenständigkeit] se acrecienta hasta una total carencia de fundamento [Bodenlosigkeit]»21.

De este modo, en lugar de descubrir, la habladuría puede encubrir22, sin que sea necesaria propiamente voluntad de engaño alguna23. Y lo extraordinario es que, al encubrir, la habladuría des-encubre al ser-con. El ser-con es, de este modo, también su fuerza de encubrimiento. En todo caso, a pesar de que Heidegger reconozca la relevancia de la Gerede, no puede por menos que valorar negativamente el riesgo que entraña, en la medida en que «al no volver al fundamento de las cosas de que se habla, la habladuría es siempre y de suyo una obstrucción [ein Verschliessen]»24, que llega incluso a cohibir la posibilidad de preguntar y cuestionarse. Me parece acertado el que Heidegger caracterice la vía por la que se extiende la Gerede como un Weiter-reden y Nach-reden, es decir, como difusión (transmisión, traduce Gaos25) y repetición. Como dice Heidegger, «la carencia de fundamento de la habladuría no le impide a ésta el acceso a lo público, sino que lo favorece. La habladuría es la posibilidad de comprenderlo todo sin apropiarse [Zueignung] previamente de la cosa. La habladuría protege de antemano del peligro de fracasar en semejante apropiación. La habladuría, que está al alcance de cualquiera, no sólo exime de la tarea de una comprensión auténtica [echten Verstehens], sino que desarrolla una comprensibilidad indiferente [eine indifferente Verständlichkeit], a la que ya nada está cerrado [...] El desarraigado haberse dicho y seguirse diciendo basta para que el abrir se convierta en un cerrar. En efecto, lo dicho es comprendido siempre, en primer lugar, como “diciente”, esto es, como descubriente. Y de esta manera, al no volver al fundamento de las cosas de que se habla, la habladuría es siempre y de suyo una obstrucción»26.

V. Si ya resulta difícil encontrar una alianza entre sociedad y verdad — formulada en estos términos puede llegar a resultar casi irrisoria—, más difícil aún sería encontrarla cuando se tratase del juego entre política y verdad, ni en el nivel fraseológico, expuesto al idealismo fácil y al utopismo de “mercado”, con fuerte (cuando no casi inevitable) tendencia a la hipocresía (eso sí, con rentables rendimientos), ni en el nivel del Se [das Man]27, al que claramente pertenece la 21 Ibid., p. 191. 22 Ibid., p. 192. 23 Idem. 24 Idem. 25 Idem (trad. de Gaos, p. 188). 26 Idem. 27 Cfr. ibid., sobre todo el importante y muy conocido § 27, sobre «El ser-sí-mismo cotidiano

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habladuría. En todo caso, quizás sí sería necesario, al menos, pensar, de cara a lo político, el que pudiera intervenirse en aquella verdad que ante todo debe ser dicha: no ya tanto la verdad referencial de los acontecimientos, con ser importantísima, sino la verdad implícita en la honestidad del habla política como cualificación de la dignidad de la política misma28 y —no sé si sería pertinente decirlo así— la verdad de una lealtad para con el mundo de la vida, tanto en el caso de la fraseología como en el caso de la habladuría. Tal vez sea difícil exigir verdad a la fraseología política, sea “en directo” o por el camino de una sana “fraseoclasia”. Será difícil, digo, pero no es descabellado. ¿Pero a la habladuría? Si a ésta fuese absurdo exigirle “verdad”, ¿no mostraría con ello que el ser-con está, en efecto, mucho más en la proximidad de esta exigencia absurda que en la proximidad del discurso político, sea fraseólatra o sincerista? En todo caso, quizás lo decisivo fuese el encuentro de un camino no tanto hacia la “verdad”, cuanto hacia al mundo de la vida, no sólo en el terreno del habla política fraseológica sino también en el ámbito más oscuro de la habladuría. Si ya la pérdida de realidad y de verdad es de suma gravedad, más arriesgada aún es, en el caso de la sociedad y la política, la pérdida del contacto con el mundo vital, pérdida que propende a desquiciarlo y falsearlo todo. Esa necesidad de aproximación al mundo de la vida requeriría desmontar muchas fraseologías, aunque sólo fuese porque, como recordaba Ortega, «las palabras, como los navíos, necesitan de cuando en cuando limpiar fondos»29. Esto es lo que atraía a Ortega del sincerismo, en una mezcla de crítica genealógica al estilo nietzscheano y de crítica fenomenológica. Pero también habría que osar distanciarse frente a la fuerza envolvente de la habladuría e intentar intervenir en ella, lo que supondría para la política, los intelectuales o los agentes culturales, en general, un trabajo inmenso. Con la fraseología se corre el peligro de la mistificación hipócrita, mientras que con la habladuría se corre el riesgo de un “exceso” mistificador de un habla “democrática”30 de muy baja calidad, que en y el uno». 28 Cfr. Mingo, Alicia Mª de, «Una jornada de reflexión. Consideraciones sobre la minoría de la mayoría de edad y la cultura democrática», en Alfonso Castro y otros, eds., A propósito de Kant. Estudios conmemorativos en el Bicentenario de su muerte, Sevilla, Grupo Nacional de Editores (CJL, 4, CEF, 1), 2003, cap. 7, pp. 133-148. 29 Ortega y Gasset, J., «Preludio a un Goya», en Obras completas IX, Madrid, Taurus/Revista de Occidente, 2009, p. 761: «El uso de los giros “parece natural” y “es lógico” debiera suspenderse durante una generación, para ver si al cabo de ese tiempo volvían a recobrar su discreto sentido exonerándose del irresponsable que ahora transportan. Las palabras, como los navíos, necesitan de cuando en cuando limpiar fondos». 30 Denunciado por Nancy o Esposito. Puede leerse, en este sentido, Esposito, R., «Democracia», en Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, Madrid, Trotta, 1996, pp. 39-56. Vid., por ej., pp. 40-41: «En otras palabras: ¿es tan clara la barrera que divide democracia y totalitarismo, o los dos „regímenes“ se sitúan en una línea en movimiento que continuamente puede desequilibrarse y hacer caer el uno sobre el otro, como Tocqueville había precozmente intuido y rubricado en el concepto de „despotismo

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cierto momento puede favorecer posiciones excesivamente erradas, y que el Político sea tentado por el afán de convertirse en portavoz de esa habladuría sin distancia, ciega, carente de toda lucidez31. Lo inquietante de este pensamiento sobre en qué medida el habla fraseológica de la política y el habla de la habladuría pueden despedirse, en cierto modo, de las cosas mismas, señala, en la configuración de la comunidad y de la política, un riesgo de desarraigado olvido del mundo de la vida, siendo éste, sin embargo, el subsuelo genuino de la vida en comunidad. Ya no se trataría únicamente de que se señalara lo falso de un habla hipócrita, obsesionada con o atrincherada en una “cultura ideal” que ha perdido el contacto con el mundo de la vida, y en este sentido ha perdido, en buena medida, su sensatez… La pregunta decisiva —y que aquí, desde luego, en absoluto pretendo responder ni cerrar— es la del vínculo entre Habla, en la fundación, expresión y práctica de lo político, y verdad. Aunque, como ya insinué, quizás fuese mejor no formularlo simplemente en términos de “verdad”, sino de sinceridad, honestidad y expresividad. Si se puede exigir una verdad a la comunidad y a la política debería ser ante todo expresiva, no una verdad epistémica. De lo que trata el texto de Ortega es de la tensión entre hieratismo fraseológico y sincerismo expresivo. Y de lo que habla Heidegger es, en buena medida, del expresionismo de la colectividad anónima. Ambos, sin embargo, están de acuerdo en algo muy parecido, por lo que aquí les he convocado. A saber: están de acuerdo en la posibilidad que se abre, en el seno de la comunidad, de desviarse del contacto con las cosas mismas. Quizás debiésemos pensar (y ya lo he dado a democrático“? Conocemos la respuesta que la cultura liberal-ilustrada ha dado, y continúa dando, cada vez más ruidosamente, a esta cuestión: la democracia es lo otro del totalitarismo y el totalitarismo es lo otro de la democracia. Hay seguramente en dicha respuesta algo de radicalmente justo, pero probablemente en un sentido mucho más diferente y bastante más complejo de lo que inmediatamente parece ofrecernos la evidencia. Probemos a simplificar esta complejidad con una primera fórmula, y digamos: el totalitarismo no es lo otro, sino el revés de la democracia. La diferencia no es poca cosa, porque es la que hay entre una oposición simple y una oposición sometida a una arriesgada copresencia: donde el riesgo esta representado por el hecho de que el totalitarismo, a pesar de que se opone a la democracia, tiene sus raíces de modo embrionario dentro de ella y no en su exterior. La sigue como una sombra inexorable o como un fantasma siempre dispuesto a despertarse, no sólo cuando (y porque) hay poca democracia, sino también cuando (y porque), hay demasiada». El texto de Esposito es suficientemente interesante como para que el lector prosiga por sí mismo su lectura. 31 Ciertamente, el tema del Führer no encuentra cabida propiamente en Ser y tiempo, pero bastaría una lectura siquiera medianamente atenta para que se viera su sombra premonitoria proyectada en muchas zonas de la gran investigación llevada a cabo por Heidegger. En algunos sectores de la reflexión filosófico-política actual se trabaja asiduamente con la hipótesis de la malversación y falseamiento de la democracia, justamente en el sentido de que fue una democracia la que hizo posible que Adolf Hitler, por poner un ejemplo de validez unánime, llegase al poder. Me he referido a ello en la nota anterior.

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sobreentender anteriormente) que es en esta posibilidad donde radica parte al menos de la fuerza de la positividad del ser-con, de su cohesionarse, fuerza a la que ya no le importaría tanto lo verdadero o lo falso, ni la objetividad, sino otras adhesiones más probadamente “incondicionales”. El demagogo lo sabe y su figura se alza, ahora, con todo su poder y su fama. Domina la fraseología y reconoce la habladuría. Es diestro en los vericuetos de los bellos y enardecedores ideales, y tiene sensibilidad para dar crédito al fondo, el humus del Se dice del “pueblo”. En todo caso, es difícil dudar de que la lealtad a las cosas mismas, bajo la figura de lo que llamamos “lo verdadero” fuese un preciadísimo bien para una sociedad y para una política. Es necesario mantener despierto el cuidado por la verdad, así como se debe preservar el cuidado por la salud, la justicia, la educación o el arte en una sociedad que no quiera perder la cabeza. Una política empeñada en lo contrario se arriesgaría a ser suicida. Ese cuidado tendría que saber salir tanto del hipócrita idealismo fraseológico como de la amodorrante habladuría colectiva. Debería evitar, en suma, el intelecto inerte32, en palabras de Ortega, imputable a ambos. No se trata de oponerse a lo que se debe decir (tanto en el orden fraseológico como en el de la habladuría) por el simple placer de transgredirlo, sino de dejar siempre despejada la posibilidad de una distancia crítica y reflexiva acorde al ideal ilustrado de la autonomía racional33, auxiliado por —podríamos ejemplificar con— la libertad de prensa, la educación crítica, la protección de la posibilidad de disentir (ilustrable con los casos de la desobediencia civil34, de la objeción de conciencia…) o el respeto a la diferencia (protección de los derechos de las minorías), etc. Sólo así podrían interponerse objeciones contra un habla política totalitaria y frente a una colectividad que se hubiese convertido en una masa adocenada, ciega y tiránica35. Esas instancias a que acabo de referirme prefigurarían zonas de verdad y distanciamiento en las que el habla tal “como es debido”, tanto en la fraseología como en la habladuría, con ser relevante, no tendría la última palabra ni la palabra de más elevado prestigio. Si en este terreno cabe la apelación a no olvidar el mundo de la vida, es porque podría pensarse que es del Lebenswelt de donde procede uno de los recursos básicos del pensamiento crítico. Estimo que, de este modo, podría, no digo que evitarse pero sí al menos, demorarse y oponerse resistencia a la invasión vertical de los bárbaros, en expresión de Rathenau, a que se refería Ortega hacia 32 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», p. 595. 33 Ése es el tema propuesto en mi artículo: Mingo, Alicia Mª de, «Una jornada de reflexión», cit. supra. 34 Cfr. Mingo, Alicia Mª de, «Ahimsa. Sobre la no-violencia como desobediencia civil. Una aproximación al pensamiento ético-político de M. Gandhi», en Revista de paz y conflictos 3 (2010), pp. 62-75. 35 Una de las claves finales de La verdad de la democracia, de JeangLuc Nancy, radica en el elogio de lo que el pensador francés llama “inequivalencia”, que no se dejaría atrapar por el indiferentismo ni el adocenamiento igualitario y anónimo de una democracia falsa o de bajísimo nivel (cfr. Nancy, J.-L., La verdad de la democracia, Buenos Aires, Amorrortu, 2009, pp. 43 y ss.).

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el final de su artículo (que aquí nos ha servido de apoyo) sobre «Fraseología y sinceridad», a partir de los vacíos de la “insinceridad” y “clasicismo” de la fraseología36. Luego me referiré a ello con más detalle. Por cierto, no debo dejar pasar por alto que en cierta fraseología (fraseología a su estilo: brillante y filosófica) debió caer el propio Ortega como diputado, si debemos creer el testimonio de Juan Ramón Jiménez37. He tratado de mostrar cómo a partir del olvido de la referencia a las cosas mismas, en dos acontecimientos del habla con tanta relevancia política como son la fraseología (Ortega) y la habladuría (Heidegger), se anuncia una verdad del ser comunitario en que se afirma su fuerza, ciertamente, y, al mismo tiempo, el alto riesgo del intelecto inerte o de la ausencia de reflexión crítica. El desvío respecto a las cosas mismas y el descuido de la lealtad respecto a ideales (siempre intersubjetivos) de honestidad y veracidad, advierten de un enorme peligro de corrupción y mistificación de la política, en su más amplio y profundo sentido. Es en esos ideales donde se podrían encontrar lo mejor de las “frases”, a las que se habría de oponer la sinceridad, mucho más que lo que Ortega llama sincerismo. Por eso no es de extrañar que después de afirmar, un tanto dicotómicamente, el vaivén entre fraseología y sincerismo, Ortega apostase por éste (el sincerismo) frente a aquélla (la fraseología), pero pensando, a renglón seguido —y esta salvedad sería imprescindible—, en convocar a los mejores. VI. No creo que lo más decisivo —al menos no lo es en este artículo— sea que decidamos si estaríamos hoy más cerca de la fraseolatría idealista (hipócrita) o de la fraseoclasia sincerista. Creo que se trata de una cuestión de resolución imposible, habida cuenta de la enorme complejidad de nuestro tiempo. Las dos

36 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», p. 596. 37 Cito a J. Lasaga (José Ortega y Gasset (1883-1955). Vida y filosofía, Madrid, Biblioteca Nueva / Fundación Ortega y Gasset, 2003, p. 110, nota): «El lector reconocerá la frase, que se ha hecho famosa, que pronunciara Ortega al principio del primer discurso que dio en las Cortes republicanas el 30 de julio de 1931. La cita dice así: «Porque es de plena evidencia que hay, sobre todo, tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso ni el tenor ni el jabalí» (XI, 350). Y, sin embargo, una de las claves del fracaso de Ortega en la República pudo residir en el tono con que se dirigió a sus contemporáneos. Un gran escritor, cercano espiritualmente a Ortega y de gran sensibilidad lingüística como es Juan Ramón Jiménez, se hace eco en estas fechas de que los discursos de Ortega suenan ampulosos y vacuos. Juan Guerrero Ruiz, que fuera secretario personal de Juan Ramón transcribe las siguientes palabras del poeta, comentando el citado discurso: «Juan Ramón dice que aun reconociendo la superioridad de Ortega sobre muchos diputados de estas Cortes, no es disculpable que un hombre como él vaya al Parlamento a pronunciar un discurso tan vacío en el que sólo hay apenas un poco de contenido y todo lo demás es literatura, frases y metáforas de relumbrón y de mal gusto».

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respuestas serían, tal vez, válidas38. Más me importa destacar, sin embargo, que en todo caso tanto lo social, como lo político y la política parecen guardar consigo, casi como si de su tesoro se tratara, esa especie de cohesión que tanto Ortega como Heidegger tematizan, el uno con la fraseolatría, y el otro con la habladuría, independientemente de que aquella transcurra más bien en el plano del habla política como discurso, y ésta, la habladuría, en el fondo de habla del Uno. Quizás sin aquella cohesión ideal que la fraseología convoca la sociedad se disgregaría. Sin la transmisión y repetición del consenso previo de aquello que es tema de la habladuría, y sin la posibilidad de la habladuría como tal y en general, la sociedad no se “aunaría”. ¿Qué es, entonces, lo que Ortega aportó a la altura de 1927, cuando creyó detectar aquella controversia entre fraseología y sincerismo? ¿Tal vez la posibilidad de que el sincerismo supusiera la degeneración de lo social y, sobre todo, de la política? El par que forman la fraseología y la habladuría para dar cuenta de lo socio-político es poderoso, pero el sincerismo tiende a disolverlo, además, por su fuerte ingrediente de individualismo. Tal vez Ortega presintió esa fuerza del sincerismo, habiendo pasado más desapercibida a Heidegger, más ajeno a su realidad social en torno. O quizás Heidegger no llegase a vivir como Ortega aquella descomposición que supone el sincerismo, a pesar de sus efectos benéficos. Es como si Ortega hubiese querido mostrar el “destrozo” de la idealidad y de la comunidad por el más crudo realismo de realidades egoístas, inconexas, despiadadas, maleducadas y “sin miramientos”. El sincerismo corta con la fraseología y con la habladuría, porque impediría atender al “abrazo” de lo común, imprescindible a aquellas —si bien en un caso el “portador” de la fraseología pueda ser el político-demagogo y el “portador” de la habladuría sea, como dice Heidegger, el Uno / Se.... El sincerismo vendría a ser como un poner las cartas boca arriba que puede aportar lucidez, es cierto, pero que difícilmente podría potenciar el vínculo social, pues éste no cuadra demasiado con ese radicalismo de la verdad en la sinceridad a ultranza del “sincerismo” (aunque en un primer momento parezca que el “sincerismo” es muy expresivo y acorde a la realidad y verdad de la comunidad). En este sentido, es como si lo social y lo político exigiesen esa suerte de sacrificio de la verdad y realidad radicales, en favor del propio vínculo. Por eso, en última instancia, respecto a lo social y lo político el sincerismo es más circunstancial, dependiendo de épocas, personas y personajes. La fraseología y la habladuría son, por el contrario, imprescindibles de cara a la demagogia y el sentimiento empático-comunitario. Ciertamente, Ortega celebra en sus textos la sinceridad, el descubrimiento de los “fondos insobornables” de nuestra vida, incluso —pasando al terreno de la ideología— el sincerismo. A ello le invitaban las partes nietzscheana y fenomenológica de su formación filosófica. A su juicio, el sincerismo supone un revulsivo, un soplo de aire fresco frente a las apariencias simplemente corteses y falsas de la fraseolatría. Desde esta perspectiva, el sincerismo se pone al servicio 38 En todo caso, vid. lo dicho en la nota 5.

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de la verdad, la vida y el individuo. Pero a renglón seguido, Ortega no reprime en absoluto la expresión de sus temores, tanto en 1924 como en 1927. En 1924, la “sinceridad triunfante” se lleva por delante, como solemos decir, los prestigios, las glorias, las disciplinas y los “principios”. El panorama que se deja adivinar es — como debió serlo para Ortega— demoledor. Cuando se hunda la fraseología que ha alumbrado el cosmopolitismo, la filantropía, el humanitarimso y el parlamentarismo (recuerdo que son palabras de Ortega), o, por ejemplo, muy especialmente en nuestra actualidad, la construcción europea… ¿qué quedará? Y añade Ortega, en un texto que a ratos puede parecernos espeluznantemente premonitorio: «Cuando se ha descubierto todo lo que en estas cosas hay de infusión fraseológica, de tisana doctrinal, y se retira de ellas nuestra adhesión, quedan en nuestra alma, solos, mondos y lirondos, nuestros apetitos, entre ellos el brutal capricho de que los asuntos del país se arreglen a nuestro gusto. Entonces decidimos imponerlos por el camino más corto, sin contar con los demás, sin buscarle la consagración en forma de principios, normas, instituciones. Como la estética, la política desemboca en el régimen de acción directa […]. Hoy la acción directa se ha extendido a todo. Lo indirecto, lo intermediario, lo convencional queda eliminado. Así, en el trato social se prescinde de la buena educación, que es un sistema de muelles y resortes convencionales intercalado entre los individuos para evitar o, cuando menos, retrasar el mordisco. La sinceridad ha producido una espléndida nudificación de las cosas. Todo ha vuelto a estar en cueros, a no ser más que lo que es, a ostentar su forma efectiva; por lo tanto, a no ocultar cada una lo que tiene de fragmentaria, de parcial e insuficiente. En este sentido significa como un retorno al estado nativo y es, sin duda, la condición para un rejuvenecimiento del mundo. Mas, por otra parte, la sinceridad abandona cada individuo a sí mismo, suprimiendo la intervención tutelar de “las frases”. Y como la mayor parte de las gentes es incapaz de pensar y sentir si no se repite “frases”, el sincerismo causará por lo pronto, irremediablemente, un rebajamiento del nivel medio humano. La nueva época comienza por un preludio de cinismo triunfante. Es probable que al amparo de éste se produzcan transitorias invasiones de almas fabulosamente arcaicas, de tipos humanos que desde hace mucho tiempo estaban soterrados socialmente, retenidos en los sótanos del cuerpo colectivo. Por los agujeros que dejan las “frases” ausentes ascenderán al haz de la vida pública, constituyendo lo que Rathenau llamaba una “invasión vertical de los bárbaros”. De todos modos, no es posible el paso atrás. No hay manera de galvanizar la fe en las “frases”. El arcaísmo del fraseólogo no deja de serlo porque a su lado irrumpa el mayor arcaísmo del bárbaro. El área de sinceridad, una vez conquistada, debe conservarse, y sobre ella erigir una nueva casa para los hombres, una nueva cultura de más fina curva, con más dimensiones, que se ajuste mejor al perfil de lo real. A este fin importa mucho la disciplinada solidaridad de los capaces de crearla. Porque la obra es de peligro: es una guerra contra dos frentes hostiles: la “frase” y la barbarie»39.

39 Ortega y Gasset, J., «Fraseología y sinceridad», pp. 600-601. Ya desde 1917, como fecha significativa, y en general, en muchos otros lugares dispersos, Ortega y Gasset se había mostrado desconfiado frente a la “generalización” existencial y/o social de la democracia, a

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Es, pues, como si la decadencia de la fraseología fuese a reunirse con una habladuría crecientemente embrutecida. Con toda seguridad, mucho más sensible que Heidegger a las realidades políticas, Ortega y Gasset supo detectar la dificultad del habla política justamente entre la frase y la barbarie. Y ahí, en ese “entre”, aún nos encontramos, y no será por poco tiempo, porque ese “entre” es un destino de nuestro ser sociales y políticos. Alicia de Mingo [email protected]

la que —dice en Democracia morbosa— se debe tomar en una dimensión legal, más que vital. Lo que en 1924 llama Ortega “sinceridad” y en 1927 “sincerismo”, había aparecido años antes bajo la forma —muy poco “políticamente correcta”— de “plebeyismo” (cfr. Ortega y Gasset, J., «Democracia morbosa», en Obras completas II, Madrid, Taurus/Revista de Occidente, 2004, pp. 271-275). Cfr. Elorza, A., La razón y la sombra. Una lectura política de Ortega y Gasset, Barcelona, Anagrama, 1984, pp. 90-91.

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EL PAPEL POLÍTICO DE LA ASOCIACIÓN. Tocqueville y la adaptación democrática de los poderes intermedios de Montesquieu Alfonso Osorio. Universidad de Navarra Resumen: Uno de los grandes enemigos de la libertad es el individualismo. Éste aísla a los hombres, los encierra en sus asuntos particulares y les hace desentenderse de lo público. Así es fácil que sobrevenga el despotismo, que no encuentra ciudadanos que se le opongan. Para evitar estos dos males, Alexis de Tocqueville retoma los viejos remedios de Montesquieu: los poderes intermedios, adaptándolos a las sociedades democráticas. Abstract: Individualism is one of the worst enemies of freedom. It isolates people, locks them in their private affairs and makes them forget the public ones. This way it is easy for despotism to turn up, since it doesn’t find opposing citizens. To avoid both individualism and despotism, Alexis de Tocqueville recuperate Montesquieu’s old solutions: the intermediary powers adapting them to democratic societies.

Montesquieu y Tocqueville viven en circunstancias sociales y políticas muy diferentes. Sin embargo, ambos se enfrentan a problemas similares, y dan soluciones que guardan una cierta equivalencia. Concretamente, ambos se enfrentan a distintas formas de tiranía, Montesquieu propone algunos remedios para huir de ella y Tocqueville adapta a los nuevos tiempos dichas propuestas. En palabras de Díez del Corral: “Tocqueville es sucesor del Montesquieu que teorizó sobre la división de poderes, pero aún lo es más del que meditó sobre los poderes intermedios”1. En efecto, Tocqueville sigue en gran medida a Montesquieu2 en cuanto a la distribución interna del poder estatal (división de poderes), y también y especialmente respecto a su limitación desde fuera: desde instancias de poder ajenas al Estado (los poderes intermedios). Recoge el testigo de los poderes intermedios, adaptándolos a los nuevos tiempos: a la sociedad democrática que le ha tocado vivir. Esta adaptación democrática de la doctrina de Montesquieu es lo que vamos a tratar en este trabajo. Aunque con los necesarios matices, las propuestas de Tocqueville siguen siendo válidas en el mundo actual. 1 Díez del Corral, Luis, El pensamiento político de Tocqueville, Alianza, Madrid, 1989, p. 309. 2 Aunque es indudable la herencia que Tocqueville recibe de otros autores, especialmente de Pascal (Cf. Díez del Corral, Luis, El pensamiento político de Tocqueville, op. cit.), en este trabajo vamos a centrarnos en la relación concreta entre Montesquieu y Tocqueville en torno al tema que nos ocupa.

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Montesquieu vive en una sociedad aristocrática. La sociedad de Tocqueville, en cambio, es la sociedad de la igualdad de condiciones: una sociedad sin clases, sin individuos que ostenten derechos o poderes diferentes de los que corresponden al resto del pueblo. Precisamente esta igualdad se empieza a implantar en Europa durante la vida de dicho autor (y poco antes en los Estados Unidos). Sin embargo, estas conquistas llevan consigo terribles peligros. Dos de ellos, muy relacionados entre sí, son el individualismo y el despotismo. Entre estos dos peligros se da un proceso de retroalimentación o círculo vicioso (cada uno de ellos alimenta al otro), pero de algún modo podemos situar en el origen al individualismo, que encuentra un buen caldo de cultivo en la sociedad democrática. En tiempos de igualdad, según Tocqueville, el individualismo se generaliza. Se pierden los vínculos de las antiguas jerarquías aristocráticas; desaparecen los hombres poderosos sobre los que caía la responsabilidad (a excepción del gobernante) y también los hombres subordinados; cada ciudadano no tiene ya nadie por encima de quien depender, ni nadie por debajo que dependa de él. Los individuos tienden a considerarse aislados los unos de los otros, y cada uno se encierra en su familia, en sus amigos, en sus asuntos privados. Nadie se ocupa ya del bien común. Esto es lo que Tocqueville llama individualismo3. El individualismo es perjudicial en sí mismo, ya que erosiona las virtudes públicas y convierte a los hombres en malos ciudadanos. Pero su consecuencia más visible es que conduce fácilmente hacia el despotismo. En un lugar en el que los ciudadanos no ejercen su papel de tales, en el que los individuos no cuidan del bien común, ¿quién se encargará de lo público? O bien no lo hace nadie, y se cae entonces en la anarquía y en la barbarie, o bien lo hace un solo hombre o un pequeño grupo, llevando al país al despotismo. Tocqueville se inclinaba más por temer la segunda opción: los individuos, temiendo la anarquía, preferirán entregar el poder a cualquiera que asegure el orden. A su vez, el despotismo alimenta el individualismo. Al gobernante todopoderoso le interesa fomentar este sentimiento entre sus súbditos. Prefiere que nadie se preocupe del bien común, que los hombres se encierren en sus asuntos particulares, de modo que él pueda seguir gobernando a su antojo. Hasta tal punto se complementan el individualismo y el despotismo que, cuando Tocqueville se pone a describir el segundo, empieza hablando del primero: no empieza por arriba, sino por abajo; no parte de una descripción del gobierno, sino de la masa de súbditos aislados: “Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo: veo una muchedumbre innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres, con los que

3 Cf. Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II. En Oeuvres complètes, Gallimard, Paris, 1951-2003, pp. 105-106. Las obras de Tocqueville se citarán de esta edición de sus obras completas. Todas las traducciones son mías.

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llenan su alma. Cada uno de ellos, retirado aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos, él está a su lado, pero no los ve; los toca y ni siquiera los siente; no existe más que en sí mismo y para sí mismo, y, si le queda todavía una familia, se puede decir al menos que ya no tiene patria. Por encima de ellos se alza un poder inmenso...”4.

Ésta es la doble amenaza a la que se enfrenta Tocqueville. Y, como ya hemos apuntado, hereda de Montesquieu algunas soluciones, entre las cuales se encuentra la de los poderes intermedios. Si seguimos teniendo exclusivamente un gobierno poderoso y unos individuos débiles, será difícil escapar de la tiranía. Debe haber algo que equilibre este desajuste. Veamos brevemente lo que eran para Montesquieu los poderes intermedios, para analizar a continuación cómo los adapta Tocqueville para los tiempos democráticos. 1. Los poderes intermedios de Montesquieu Como es sabido, Montesquieu distingue tres tipos de gobierno. En el gobierno republicano, el poder lo tiene el pueblo o parte de él (a su vez, este tipo de gobierno se llamará democrático o aristocrático según sea todo el pueblo o sólo una parte quien detente el poder); en el gobierno monárquico un solo hombre dirige la nación según leyes fijas; en el gobierno despótico, también es uno el soberano, pero gobierna según su capricho5. Respecto de los dos últimos tipos de gobierno (monárquico y despótico), el principal medio para que la monarquía triunfe sobre el despotismo lo constituyen los poderes intermedios. En palabras de Montesquieu, “los poderes intermedios, subordinados y dependientes constituyen la naturaleza del gobierno monárquico”6. Es decir, para que haya uno solo que gobierne, y que lo haga de acuerdo con unas ciertas leyes, es necesario que existan otros poderes que pongan límites al poder central7. Los poderes intermedios (y concretamente la nobleza, que constituye para Montesquieu el poder intermedio por antonomasia8) son absolutamente necesarios para el mantenimiento de la monarquía. Hasta tal punto son 4 Ibídem., p. 324. 5 Cf. Montesquieu, De l’Esprit des Lois. En Oeuvres complètes, Gallimard, Paris, 1994, tomo II, p. 239. 6 Ibídem., p. 247. 7 “Estos tres poderes intermedios (…) evitan la acumulación de poder en un único órgano del Estado” (Iglesias, María del Carmen, Los cuerpos intermedios y la libertad en la sociedad civil, Instituto Nacional de Administración Pública, Madrid, 1986, p. 32). “La garantía de la salvaguarda de la libertad es conseguir un régimen temperado, equilibrado institucionalmente por grupos sociales, por grupos de intereses, por frenos y contrapesos, intencionalmente constituidos” (Iglesias, María del Carmen, Individualismo noble, individualismo burgués, Real Academia de la Historia, Madrid, 1991, p. 78). 8 Cf. Iglesias, María del Carmen, El pensamiento de Montesquieu, Alianza, Madrid, 1984, p. 383.

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necesarios que, sin ellos, no habría monarquía sino despotismo9. Es decir, si no hubiera poderes intermedios, el monarca no gobernaría según leyes (no sería, por tanto, monarca) sino según su propia voluntad (sería un déspota). De modo que son esos poderes intermedios los que posibilitan que la acción del soberano sea regular y moderada. Concretamente, Montesquieu afirma que, quitando las prerrogativas a la nobleza y a las ciudades, se puede caer en el despotismo10. Y es que nobleza y ciudades representan las principales formas de poderes intermedios. Por un lado, los grandes señores que, con su poder, descargan al monarca de responsabilidades; por otro, las autoridades locales (municipios, feudos…), que evitan la intromisión del rey en asuntos que no son de interés nacional. A este régimen, con un solo gobernante y unos poderes intermedios, Montesquieu lo llama, como ya hemos visto, monarquía, porque se fija especialmente en la cabeza del Estado, en la que hay un solo hombre. Tocqueville, por su parte, llama aristocracia, de modo general, a la sociedad donde no reina la igualdad de condiciones. Pero, de modo más estricto, considera que la auténtica aristocracia es aquella en que los nobles ejercen su papel de co-gobernantes y no se limitan a disfrutar de sus ventajas económicas. En esto coincide básicamente con el gobierno que Montesquieu denomina monárquico11. Sin embargo, veremos a continuación que, en opinión de Tocqueville, los poderes secundarios ya han perdido en Francia, incluso en tiempos de Montesquieu, la fuerza que habían tenido. 2. El ocaso del Antiguo Régimen A finales de la Edad Media, todos los habitantes de cada ciudad, reunidos en la Asamblea General, participaban en los asuntos municipales más importantes y elegían a los miembros del cuerpo de la villa, órgano ejecutivo de la localidad12.

9 “El poder intermedio subordinado más natural es el de la nobleza (...); sin nobleza no hay monarca: hay déspota” (Montesquieu, De l’Esprit des Lois, op. cit., p. 247. Las cursivas son del autor). 10 “Abolid en una monarquía las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza y de las ciudades: tendréis pronto un Estado popular o un Estado despótico” (Ibídem., p. 247). 11 “Tocqueville convierte lo que para Montesquieu eran simples formas de gobierno — republicano, aristocrático o democrático— en formas básicas de vida social” (Negro, Dalmacio, Virtue and Politics in Tocqueville. En Nolla, Eduardo, Liberty, Equality, Democracy, New York University Press, New York and London, 1992, pp. 55-74, aquí p. 57). Por supuesto, una comparación rigurosa y detallada entre las formas políticas de Montesquieu y Tocqueville requeriría un estudio mucho más pausado, que desviaría la atención del propósito de este trabajo. 12 Cf. Tocqueville, Alexis de, L’Ancien Régime et la Révolution, I, pp. 116-117. En estas cuestiones, para la finalidad del artículo, el interés no está tanto en una visión histórica del Antiguo Régimen, sino en cómo percibía Tocqueville su evolución.

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Todavía permitía el rey que los municipios se gobernasen a sí mismos según su propia voluntad y sus propios criterios13. Sin embargo, a medida que pasan los siglos, la situación va cambiando. La asamblea general deja de formarla el pueblo, y pasa a pertenecer a una minoría. Empieza a estar compuesta por una serie de notables, que lo son por derecho propio o por representar a alguna corporación (y, progresivamente, más por la primera razón que por la segunda)14. Los órganos locales acaban consistiendo en un grupo de oligarcas, cada vez más sumisos a las órdenes del intendente, y por tanto subordinados al gobierno central. Tocqueville cita, por ejemplo, cartas en las que los hombres que aún se llaman Pares de la villa se muestran pusilánimemente postrados ante los agentes del gobierno, y expresan una total “sumisión a todas las órdenes”15 del intendente. Desde el siglo XVII, en efecto, el rey pone a la venta los oficios; otorga, a cambio de dinero, derechos para ocupar determinados cargos. Trafica con las libertades municipales: retira a las ciudades el derecho de autogobernarse, y posteriormente vende a alguien este derecho. Si la misma ciudad está dispuesta a rescatar ese derecho con dinero, le es devuelta; si no, se vende a algún particular16. Desde entonces, las entidades locales tienen cada vez menos independencia; son gobernadas cada vez más desde la capital del país. Según se avanza a lo largo de los siglos que preceden a la Revolución, hay menos libertad local y más poder central. No quedan ya, por tanto, esos poderes secundarios de los que habla Montesquieu. Las corporaciones, los nobles, lo municipios, no tienen ya poder sobre los asuntos. De todo se encargan los enviados del gobierno central: los agentes del rey. No hay nadie, entonces, que limite los caprichos del monarca, y por tanto no hay barreras que impidan desembocar en el despotismo. “Bajo el Antiguo Régimen, como en nuestros días, no había ciudad, burgo, pueblo, ni aldea, hospital, fábrica, convento o colegio en toda Francia, tan pequeño que pudiera tener una voluntad independiente en sus asuntos particulares, ni administrar a su voluntad sus propios bienes. Entonces, como hoy en día, la administración tenía así a todos los franceses bajo tutela”17. 13 “En Francia, la libertad municipal sobrevivió al feudalismo (…). Las ciudades conservaban aún el derecho de gobernarse (…). Las elecciones fueron abolidas totalmente por primera vez en 1692” (Ibídem., p. 115). 14 Cf. Ibídem., p. 117. 15 Ibídem., p. 119. “Los oficiales municipales tienen un sentimiento adecuado de su insignificancia (…). Así es cómo la clase burguesa se prepara para el gobierno y el pueblo para la libertad” (Ibídem., p. 119). 16 “Las funciones municipales fueron entonces convertidas en oficios, es decir que el rey vendió en cada ciudad, a algunos habitantes, el derecho de gobernar perpetuamente a todos los demás (…). En realidad, quería menos abolirlas [las libertades municipales] que traficar con ellas (…). No percibo ningún aspecto más vergonzoso en toda la fisonomía del Antiguo Régimen” (Ibídem., pp. 115-116. Las cursivas son del autor). 17 Ibídem., p. 122. “Lo que hoy en día se llama tutela administrativa es una institución del

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Así empieza el camino hacia el régimen de un solo poder, absoluto, sin personas ni instituciones que le hagan sombra en lo más mínimo. Así permanecerá a finales del siglo XVIII, y quedará fortalecido tras los avatares de la Revolución. En 1789, poco antes de la toma de la Bastilla, los tres estados redactan unos cuadernos en los que expresan al rey sus exigencias. Tocqueville hace un análisis de los cuadernos de la nobleza18. La aristocracia intenta recuperar, y así lo reclama, los elementos de libertad ya perdidos. Se solicita, por ejemplo, que se devuelva a la nación el derecho a reunirse en estados generales, y también se quiere volver a las libertades locales, tal como resalta nuestro autor: “La nobleza pide unánimemente que (…) en cada provincia, en cada distrito, en cada parroquia, se formen asambleas compuestas por miembros libremente elegidos y por un tiempo limitado”19. Aquí Tocqueville ve claramente que esas libertades no existían. No es la Revolución la que las elimina, sino que llevaban ya un tiempo desaparecidas del mapa político francés. Los cuerpos secundarios formados por las autoridades locales dejaron de tener vida mucho antes de la Revolución. Eran más bien, en opinión de Tocqueville, cuerpos inertes20. Por tanto, Tocqueville, que está de acuerdo con Montesquieu en que los poderes intermedios son necesarios para que la monarquía no caiga en despotismo21, ve que aquellos faltaban al final del Antiguo Régimen, al igual que siguen faltando tras la Revolución. En cualquier caso, la monarquía y la aristocracia desaparecen (sobre todo ésta última). Los tiempos que se avecinan son democráticos, y es en ellos donde Tocqueville debe buscar la forma de asegurar la libertad. 3. La adaptación democrática de los poderes intermedios Los tiempos aristocráticos van quedando, para Tocqueville, en el pasado22. Y sin embargo, los poderes intermedios siguen siendo, en su opinión, necesarios Antiguo Régimen” (Ibídem., p. 115). 18 En ellos ve Tocqueville en qué medida estaban los nobles de entonces a la altura de su tiempo, aunque también la ceguera que tenían ante los peligros que les acechaban (Ibídem., pp. 293-301). 19 Ibídem., p. 299. 20 “Se extraña uno de la sorprendente facilidad con la que la Asamblea Constituyente pudo destruir de un solo golpe todas las antiguas provincias de Francia (…). Parecía, en efecto, que se desgarraran cuerpos vivos: no se hacía más que despedazar cadáveres” (Ibídem., p. 141). 21 “La idea de Montesquieu, de que la existencia de cuerpos intermedios entre los individuos y el Estado protege a los primeros contra el segundo, está todavía presente” (Nantet, Jacques, Tocqueville, Seghers, Paris, 1971, p. 41). 22 “El paso de la aristocracia a la democracia se presenta como axioma evidente e indiscutible, como una tendencia que domina el presente y el futuro de las sociedades” (Béjar, Helena. Alexis de Tocqueville: La democracia como destino. En Vallespín, Fernando, Historia de la teoría política, Alianza, Madrid, 1991, tomo 3, pp. 299-338, aquí p. 303).

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para no caer en el despotismo23. Estos poderes tienen su función original en aquellos tiempos monárquico-aristocráticos. Debían existir cuando el gobierno lo ejercía una sola persona, y su objetivo era evitar la corrupción del gobierno y su derivación hacia el despotismo. Pero estas circunstancias son también aplicables a los nuevos tiempos. También en democracia el que gobierna puede hacerlo de forma despótica. Esto es evidente si el que gobierna, aunque haya recibido su poder del pueblo, tiene una amplia autonomía. Pero aunque el gobernante represente fielmente la voluntad del pueblo, aunque fuera el pueblo mismo quien gobernara, también tendría la posibilidad de establecer la libertad o el despotismo. Respecto a esto, una diferencia entre Montesquieu y Tocqueville está en la concepción que cada uno tiene del despotismo. Mientras para el primero el despotismo consiste en gobernar según el propio capricho y no según leyes, para Tocqueville esta realidad viene determinada más bien por la opresión que el poder ejerce sobre los ciudadanos y la libertad que les arrebata, independientemente del procedimiento que se siga. Para este autor, el despotismo puede ejercerse también a través de la ley, especialmente por medio de leyes minuciosas que regulan toda la vida del individuo24. Así que, también en tiempos democráticos, el poder puede volverse despótico, y necesita de poderes intermedios que le pongan frenos. Pero ya no sirven los mismos poderes que describía Montesquieu. La nobleza ya no tiene lugar en los nuevos tiempos25. Hay que buscar, por tanto, sustitutos para la nobleza, otras formas de poder intermedio, otros cuerpos secundarios que puedan hacer frente de algún modo a los posibles abusos del gobernante26. Ya desde la Introducción a la primera parte de La Democracia en América, aparece una primera idea al respecto: cualquier poder que se quiera interponer frente al poder del Estado debe venir de la asociación de ciudadanos. Eliminadas las clases, nadie tiene poder más que el soberano. Los demás hombres quedan 23 “Lo que quiero subrayar es que todos esos diversos derechos que han sido arrancados sucesivamente, en nuestro tiempo, a clases, a corporaciones, a hombres, no han servido para alzar nuevos poderes secundarios sobre una base más democrática, sino que se han concentrado en todas partes en las manos del soberano” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 311). 24 “El nuevo despotismo degrada sin atormentar y penetra en las conciencias de un modo suave y callado, pero sin tregua” (Béjar, Helena, El ámbito íntimo. Privacidad, individualismo y modernidad, Alianza Universidad, Madrid, 1988, p. 64). 25 “Para 1828 [Tocqueville] había aceptado la definición de los liberales de la Restauración del principal problema al que se enfrenta una sociedad democrática moderna. ¿Cómo podía encontrarse en tal sociedad un equilibrio entre el poder central y la autonomía local, cuando la autonomía local ya no estaba garantizada por el poder aristocrático?” (Siedentop, Larry, Tocqueville, Oxford University Press, Oxford & New York, 1994, p. 9). 26 “Comprendo que, en nuestros días, no se podría recurrir al mismo medio, pero veo procedimientos democráticos que los reemplazan” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 329).

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igualados en la debilidad: ninguno de ellos tiene fuerza suficiente para poderse erigir en poder intermedio. Cada uno de ellos por separado no puede hacer nada en defensa de su libertad, no les queda más remedio que unirse entre sí, dando lugar a un poder mayor: “La asociación libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder individual de los nobles, y el Estado estaría protegido de la tiranía y de la licencia. (…) Siendo cada hombre igualmente débil, sentirá una igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestarles su colaboración, descubrirá sin esfuerzo que para él el interés particular se confunde con el interés general”27.

Hallándose este fragmento en la Introducción del libro, se entiende que es parte de su justificación: se está anunciando que en la democracia americana se va a encontrar esta colaboración mutua de los ciudadanos que pone barreras al despotismo28. Y así sucede: esto es, en cierto modo, lo que se expone en la obra. Y de nuevo, al final de la segunda parte de este mismo libro (publicada 5 años después de la primera), vuelve a plantearse la cuestión de sustituir los poderes intermedios. En esta segunda ocasión, ya nos encontramos una respuesta más elaborada: la unión de fuerzas de los ciudadanos queda encarnada en dos instituciones diferentes: las libertades locales y las asociaciones libres de individuos29. Los hombres de los municipios o de las provincias pueden unirse para elegir a algunas personas que gobiernen los asuntos locales, sin depender del gobierno central en aquellas cuestiones que no sean de interés nacional. También pueden constituirse asociaciones civiles, meras agrupaciones de individuos con diferentes fines. Éstas, por su influencia derivada de la unión de sus miembros, hacen el papel de los nobles de las sociedades aristocráticas. Así, autonomía local y 27 Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, op. cit., p. 7. “¿Cómo resistir a la tiranía en un país donde cada individuo es débil, y donde los individuos no están unidos por un interés común?” (Ibídem., p. 96). 28 “Los poderes intermedios que Montesquieu veía con optimismo, se han venido abajo poco después de su muerte (…). Si se quiere encontrar algo que los sustituya, es preciso mirar más allá de las fronteras, hacia las sociedades políticas anglosajonas” (Díez del Corral, Luis, El pensamiento político de Tocqueville, op. cit., p. 309). 29 “En lugar de devolver al soberano todos los poderes administrativos que se quita a las corporaciones o a los nobles, se puede confiar una parte de aquellos a cuerpos secundarios formados temporalmente por simples ciudadanos (…) Pienso que los simples ciudadanos, asociándose, pueden constituir seres muy opulentos, muy influyentes, muy fuertes; en una palabra, personas aristocráticas” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., pp. 329-330). “Tocqueville muestra la necesidad de desarrollar en las democracias todas las formas posibles de participación en la vida pública: en los municipios y las asociaciones o en los periódicos, para evitar que dicha participación no se reduzca al desigual cara a cara entre el individuo y el Estado” (Lamberti, Jean-Claude, Tocqueville et les deux démocraties, P.U.F., Paris, 1983, p. 275).

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asociacionismo constituyen los poderes intermedios de los países democráticos30. Dejando de lado la libertad local o provincial, que ya ha sido estudiada en otros trabajos31, nos detendremos en esta ocasión en las asociaciones formadas por la libre iniciativa de los individuos: “Independientemente de las asociaciones permanentes creadas por la ley bajo el nombre de municipios, de ciudades y de condados hay muchas otras que no deben su nacimiento y su desarrollo más que a voluntades individuales”32. 4. La asociación como persona aristocrática Los nobles de los tiempos aristocráticos son personas poderosas que no se dejan oprimir por el príncipe y que no dependen completamente de él. Ejercen funciones que posteriormente asumirá el Estado en numerosos lugares. Son, en definitiva, un límite y un estorbo para la voluntad y para los caprichos del monarca. Sin embargo, con la llegada de la democracia dejan de existir estos ciudadanos. El Estado consigue así monopolizar el poder. Ante la ausencia de personas destacadas, ante la incapacidad y la mediocridad de la masa de individuos aislados, el soberano no encuentra a ningún hombre que rivalice con él ni ejerza influencia en ninguna cuestión. La única manera de situar, frente al poder del Estado, un poder particular, consiste en reunir a muchos individuos. Cada uno de ellos es considerablemente débil e indefenso en relación con el poder estatal. Pero uniendo a muchos de ellos en una asociación, se puede reunir un poder relativamente fuerte, capaz de ejercer en cierto modo el papel que antaño realizaban los nobles33. Efectivamente, una asociación agrupa y unifica las capacidades de todos sus miembros, sumando su poder, inteligencia, habilidad… Cada uno de ellos por separado es insignificante, pero juntos forman un nuevo ser, capaz de realizar acciones de una cierta magnitud e incluso de enfrentarse al poder político. Así, la asociación se parece en cierto modo al aristócrata al que ha de sustituir: 30 “Lo que en el Antiguo Régimen, o mejor en un estado social aristocrático, descansaba en la nobleza, ya como detentadora del poder local, ya como potencia social, se traslada ahora a estos mismos poderes locales, pero asentándolos en una base democrática, y a las asociaciones” (Trías Vejarano, Juan Javier, La autonomía local y las asociaciones en el pensamiento de Tocqueville. Revista de Estudios Políticos, 123, 1962, pp. 133-194, aquí p. 173). “En la vida municipal y en las asociaciones, el individuo encuentra a la vez, en el ejercicio de su libertad, una ocasión para su elevación moral y unas defensas eficaces contra la invasión del poder central” (Lamberti, Jean-Claude, La notion d’individualisme chez Tocqueville, P.U.F., Paris, 1970, p. 74). 31 Cf. Osorio, Alfonso, Municipio y educación ciudadana. Tocqueville ante el papel educativo de la política local. Estudios sobre Educación, 5, 2003, pp. 161-171. 32 Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, op. cit., p. 194. 33 “Son las asociaciones las que, en los pueblos democráticos, deben ocupar el lugar de los particulares poderosos que la igualdad de condiciones ha hecho desaparecer” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 116).

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“Una asociación política, industrial, comercial, o incluso científica y literaria, es un ciudadano culto y poderoso al que no se podría doblegar a voluntad ni oprimir en la sombra, y que, defendiendo sus derechos particulares contra las exigencias del poder, salvaguarda las libertades comunes”34.

La libre asociación de ciudadanos no es, evidentemente, exclusiva de los países democráticos. Pero es en éstos donde dicha libertad es más necesaria, lo cual se debe a la debilidad y a la independencia de los individuos35. La debilidad hace que nadie pueda encargarse por sí solo de ningún asunto de una cierta magnitud; la independencia hace que la colaboración no sea espontánea, natural. En regímenes aristocráticos, la colaboración no es necesaria. Ya hemos señalado que el poder de algunos ciudadanos les permite desempeñar por sí mismos importantes funciones. En cambio, cuando reina la igualdad, y por tanto la debilidad, la unión de fuerzas y de inteligencias se hace necesaria, imprescindible36. La unión de fuerzas es, por tanto, más necesaria en tiempos democráticos que en tiempos aristocráticos. Pero, además de ser más necesaria, es menos espontánea y más difícil de conseguir. En las sociedades aristocráticas, las fuerzas se coordinan de forma natural sin necesidad de crear asociaciones. Hay jerarquía, hay familias, hay clanes. Existe toda una serie de cuerpos naturales que de por sí realizan esa unión de individuos. Dado que en democracia esto no se da, la colaboración hay que crearla: es necesario que existan asociaciones libres de individuos37. Dado que no hay individuos poderosos, y dado que el concurso de las voluntades sólo puede conseguirse por la adhesión libre de cada uno, la única manera de realizar grandes cosas es mediante la colaboración libre y voluntaria entre ciudadanos. 34 Ibídem., p. 330. 35 “Los hombres necesitan mucha inteligencia (...) para crear, en medio de la independencia y de la debilidad individual de los ciudadanos, asociaciones libres...” (Ibídem., p. 306). “Los principales rasgos que, a modo de tendencias, caracterizan —según Tocqueville— a la sociedad democrática moderna (…) hacen que, a diferencia de lo que ocurría en la sociedad aristocrática, el asociarse para actuar en común sea tan difícil como imprescindible en los pueblos democráticos” (Ros, Juan Manuel, Los dilemas de la democracia liberal. Sociedad civil y democracia en Tocqueville, Crítica, Barcelona, 2001, p. 233). 36 “Sucede a menudo que algunos ingleses ejecutan aisladamente cosas muy grandes, mientras que no hay empresa, por muy pequeña que sea, para la cual no se unan los americanos. Es evidente que los primeros consideran la asociación como un poderoso medio de acción, mientras los otros parecen ver en ella el único medio que tienen de actuar” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 114). 37 “En las naciones aristocráticas, los cuerpos secundarios forman asociaciones naturales que frenan los abusos de poder. En los países donde semejantes asociaciones no existen, si los particulares no pueden crear artificial y momentáneamente alguna cosa que se asemeje a ellas, no percibo ya más diques a ningún tipo de tiranía” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, pp. 197-198).

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“En los pueblos democráticos (…), todos los ciudadanos son independientes y débiles; no pueden casi nada por sí mismos, y ninguno entre ellos podría obligar a sus semejantes a prestarle su concurso. Caen todos entonces en la impotencia si no aprenden a ayudarse libremente”38.

La asociación libre de ciudadanos libres queda así bien enmarcada dentro de la teoría de los poderes intermedios. Se trata de instituciones muy diferentes en muchos aspectos de aquellas de las que hablaba Montesquieu, pero cumplen de modo similar su papel. La asociación se distingue netamente del poder del noble por su esencia (principalmente en que se trata ahora de poderes colectivos y en que no funcionan automáticamente, sino que es necesario crearlos y esforzarse por mantenerlos), pero tiene unas características comunes que, como hemos visto, la sitúan entre el poder del soberano y la debilidad del individuo39. Esto nos recuerda que es la lucha contra el despotismo lo que nos ha llevado a fijarnos en los poderes intermedios, y concretamente en la asociación como versión democrática de estos poderes. Volvamos ahora la atención, por tanto, hacia los beneficios que procura esta institución democrática. 5. Las funciones que desempeña la asociación Existe una gran cantidad de tipos de asociación, y cada una de ellas tiene sus propios fines. Las personas se reúnen para levantar edificios, para hacer negocios, para extender opiniones, para defender las buenas costumbres. En cada una de ellas, los individuos que las forman se fijan unos objetivos comunes, que constituyen la finalidad de la asociación. Sin embargo, todas ellas contribuyen, además, a la consecución de otro objetivo: la libertad política. Este objetivo es perseguido directamente por las asociaciones políticas: cada una de ellas defiende sus ideas, intentando extenderlas al resto del país, proponiendo nuevas leyes40. Por otro lado, aunque las asociaciones civiles se proponen otro tipo de fines (comerciales, industriales, religiosos, morales...41), ayudan también, como veremos en seguida, a defender la libertad. Las primeras son tratadas por Tocqueville en la primera parte de La Democracia en América. Allí señala (con reservas) la utilidad de estas asociaciones, y el bien que hacen especialmente en los Estados Unidos. Concretamente, le parece a nuestro autor que permitir sin límites el derecho de asociación política tiene sus riesgos. Un elevado grupo de personas reunidas, que 38 Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 114. 39 “Estas instituciones son las asociaciones libremente creadas por la iniciativa de los individuos, que pueden y deben interponerse entre el individuo solitario y el Estado todopoderoso” (Aron, Raymond, Les étapes de la pensée sociologique, Gallimard, Paris, 1967, p. 257). 40 Cf. Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, pp. 195-196. 41 Cf. Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., 113.

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comparten las mismas ideas, puede caer fácilmente en la tentación de querer imponerlas a toda la nación. Se puede caer fácilmente en la anarquía42. Sin embargo, este riesgo merece la pena porque estas asociaciones luchan contra un mal mayor: la tiranía de la mayoría. Mediante la asociación, la minoría reúne todas las fuerzas y medios a su alcance para contrarrestar en lo posible la omnipotencia de la mayoría. Sin una acción coordinada de los ciudadanos que quedan fuera del poder, esta omnipotencia puede terminar oprimiendo a los individuos. Como barrera contra el abuso de poder, Tocqueville no puede sino defender la libertad de asociación y animar a que se fomente esta práctica: “En nuestros tiempos, la libertad de asociación se ha convertido en una garantía necesaria contra la tiranía de la mayoría (…). Es por tanto un peligro que se opone a otro peligro más temible. La omnipotencia de la mayoría me parece un peligro tan grande para las repúblicas americanas que el peligroso medio que se utiliza para limitarla me parece incluso un bien”43.

En la segunda parte de la misma obra, antes de empezar a hablar de las asociaciones civiles, Tocqueville se refiere de nuevo brevemente a las asociaciones políticas (para explicar a continuación que éstas ya han sido tratadas, por lo que en ese lugar se va a centrar en las civiles). En esta ocasión, se declara más claramente partidario de la necesidad de su existencia, afirmando que es evidente su papel imprescindible en la defensa de la libertad democrática44. La asociación con fines políticos tiene por tanto, para Tocqueville, un carácter positivo. La ve como algo necesario y beneficioso, aunque sin ocultar los peligros que implica. En cualquier caso, lo que queda claro es que este tipo de asociación favorece la libertad política, que es fundamentalmente lo que nos interesa en este momento. Diferente es el trato que en torno a esta cuestión merecen las asociaciones civiles. No es lo mismo unirse para cambiar las leyes o el gobierno que hacerlo por cuestiones de la vida corriente. De las asociaciones políticas depende la libertad de los pueblos; de las civiles depende también su bienestar e incluso su civilización: “Si los hombres que viven en los países democráticos no tuvieran ni el derecho ni el gusto de unirse con fines políticos, su independencia correría grandes peligros, pero

42 Cf. Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, pp. 196-198. “¿Puede pensarse que se limite durante mucho tiempo a hablar sin actuar? (...) La libertad ilimitada de asociación en materia política (...) es a la vez menos necesaria y más peligrosa que (la libertad de escribir)” (Ibídem., p. 196. Las cursivas son del autor). 43 Ibídem., p. 197. 44 “Está claro que, si cada ciudadano, a medida que se vuelve individualmente más débil, y por consiguiente más incapaz de preservar aisladamente su libertad, no aprendiese el arte de unirse a sus semejantes para defenderla, la tiranía crecería necesariamente con la igualdad” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., p. 113).

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podrían conservar durante largo tiempo sus riquezas y su cultura; mientras que si no adquirieran la costumbre de asociarse en la vida ordinaria, la civilización misma estaría en peligro. Un pueblo en el que los particulares perdieran el poder de hacer aisladamente grandes cosas sin adquirir la facultad de producirlas en común volvería pronto a la barbarie”45.

En el capítulo sobre la asociación civil, Tocqueville habla por un lado de asociaciones de negocios e industriales, y por otro de asociaciones morales e intelectuales. Unas tienen el fin de realizar cualquier tipo de empresa; otras, de difundir una cierta virtud o una determinada idea46. Tanto respecto de unas como respecto de otras, Tocqueville piensa que, si no existen en las sociedades democráticas, sus tareas o bien no las realizará nadie, o bien las realizará el gobierno; y el gobierno no puede hacerlas sino despóticamente. Las grandes empresas eran anteriormente realizadas por los aristócratas. En democracia, los individuos, todos débiles, deben unirse para realizarlas. No cree Tocqueville que estas acciones deba llevarlas a cabo el gobierno. En primer lugar, porque el gobierno no puede hacerse cargo de la gran cantidad de empresas, grandes y pequeñas, que los ciudadanos pueden llevar a cabo asociándose47. En segundo lugar, porque si lo hace, los individuos perderán toda independencia, y acabarán completamente sometidos al Estado: si se quiere suplir la debilidad individual con una mayor fuerza estatal, se produce un círculo vicioso que aumenta cada vez más dicha debilidad y dicha fuerza, empujando a la sociedad hacia alguna forma de despotismo48. La ausencia de estas asociaciones lleva, por tanto, a la parálisis social o a la tiranía; a que nadie haga nada, o a que el gobierno lo haga todo despóticamente. Algo parecido sucede con las asociaciones morales e intelectuales. En democracia no hay personas notables que puedan encarnar una idea o una virtud para difundirlos en la sociedad. Tampoco puede ser el gobierno quien se encargue de ello, pues lo haría de nuevo de forma despótica49 (en él es difícil “discernir sus consejos de sus órdenes”50). Por ello, son las asociaciones las que deben ocupar una vez más el papel que antes ejercían los nobles, en este caso en la defensa de la civilización y la libertad. “Para que los hombres permanezcan civilizados o lleguen a serlo, es necesario que entre ellos el arte de asociarse se desarrolle y se perfeccione en la misma medida en que crezca la igualdad de condiciones”51.

45 Ibídem., p. 114. 46 Ibídem., pp. 115-117. 47 Cf. Ibídem., p. 115. 48 Imaginando un caso exagerado de intervención estatal en los asuntos privados, termina Tocqueville diciendo “¿Será necesario que el jefe de gobierno abandone el timón del Estado para venir a sostener el arado?” (Ibídem., p. 115). 49 Cf. Ibídem., pp. 115-116. 50 Ibídem., p. 116. 51 Ibídem., p. 117.

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Con ambos tipos de asociaciones civiles, por tanto, sucede lo mismo. Si no se crean, se puede caer en la ineficacia y en la barbarie (si nadie se encarga de estos asuntos) o en la tiranía (si el gobierno se apropia dichas tareas, como es presumible que suceda). Esto recuerda a lo que veíamos al principio sobre los efectos del individualismo. Decíamos que, si cada individuo se dedica exclusivamente a sus asuntos privados, se puede caer en la anarquía (si nadie se ocupa de lo público) o en el despotismo (si uno solo se ocupa de todo). La asociación es, entonces, la solución; con ella se evita no caer en ninguno de los dos males, sino mantenerse en el justo equilibrio: que se hagan las cosas pero sin que nadie tenga demasiado poder: “Asociaciones libres que estén en situación de luchar contra la tiranía sin destruir el orden”52. Así se resume el papel que cumple la libre asociación de ciudadanos en las sociedades democráticas. Neutraliza el individualismo y evita así caer tanto en la barbarie como en la tiranía. Al mismo tiempo, entrega el poder a quien le corresponde: las cuestiones que interesan a un determinado grupo de personas las realiza dicho grupo, reunido en una asociación. 6. El ejemplo de los Estados Unidos Hemos de recordar que todo lo anterior no lo dice Tocqueville en un tratado sobre la libre asociación. Estas ideas las expresa, como ya sabemos, a raíz de la realidad que él observa en los Estados Unidos53. Al hilo de sus observaciones y comentarios sobre la sociedad norteamericana, se eleva nuestro autor a principios generales. Al igual que sucede con la autonomía local y con otros aspectos de la libertad, Tocqueville nos presenta la América anglosajona como un modelo del que se pueden obtener lecciones interesantes. Veamos entonces cómo se vive en dicho país el fenómeno de la asociación. Lo primero que llama la atención a este respecto es la mentalidad con la que los americanos se enfrentan a los problemas comunes de la vida social54. Esta mentalidad es el motor que impulsa y dirige la creación y el funcionamiento de 52 Ibídem., p. 306. 53 “Tocqueville se maravillaba de la habilidad de los americanos en asociarse con otros para construir una escuela, un hospital o una iglesia, asumiendo que tales actividades son competencia del gobierno local o de asociaciones privadas, y no de distantes funcionarios nacionales” (Boesche, Roger, The Strange Liberalism of Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 122). “Tocqueville (…) diseña en torno [al derecho de asociación] una de las notas características del estado social americano: el espíritu de asociación” (Sauca Cano, José María, La ciencia de la asociación de Tocqueville. Presupuestos metodológicos para una teoría liberal de la vertebración social, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, p. 573). 54 “El espíritu de asociación constituye un elemento fundamental en la configuración de ese ethos democrático que Tocqueville recomienda para profundizar en la democracia” (Ros, Juan Manuel, Los dilemas de la democracia liberal. Sociedad civil y democracia en Tocqueville, op. cit., p. 245. Las cursivas son del autor).

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las asociaciones (hay que tener en cuenta que el dato definitivo en la configuración socio-política de un país no está, según Tocqueville, en las leyes ni en las circunstancias físicas, sino principalmente en las costumbres55). El angloamericano está acostumbrado a bastarse a sí mismo, a valerse en casi todo sin necesidad de recurrir al poder político56. Y esto sucede tanto en las cuestiones particulares como en las sociales. Aunque un problema preocupe a varias personas, cada ciudadano no pensará inicialmente en el Estado, sino más bien en las fuerzas individuales. Y, como cada una de dichas fuerzas resulta de ordinario insuficiente, la primera solución que aparece en sus mentes es la de unir a los interesados y solucionar conjuntamente la cuestión de que se trate. “Un particular concibe la idea de una empresa cualquiera; aunque esta empresa tenga una relación directa con el bienestar de la sociedad, no se le ocurre la idea de dirigirse a la autoridad pública para obtener su concurso. Él da a conocer su plan, se ofrece a ejecutarlo, convoca a las fuerzas individuales en ayuda de la suya y lucha cuerpo a cuerpo contra todos los obstáculos. A menudo, sin duda, tiene bastante menos éxito que si el Estado ocupara su lugar, pero a la larga el resultado general de todas las empresas individuales supera en mucho lo que podría hacer el gobierno”57.

Esta es la mentalidad y la actitud que hacen falta. Efectivamente, en cada una de esas pequeñas empresas, el Estado podría hacerlo mejor: porque tiene más medios, más agentes... Sin embargo, dicho Estado no puede dedicarse a todos y cada uno de estos proyectos58. Se concentraría en algunos de ellos y abandonaría los demás. Y en cualquier caso, como ya hemos visto, cuanto más se ocupe el gobierno de los pequeños asuntos, más despótica será su acción. Para hacer comprender esta forma que tienen los norteamericanos de afrontar los problemas por sí solos y de no recurrir más que a las fuerzas particulares de los ciudadanos, pone Tocqueville un ejemplo sencillo pero muy significativo: “Sobreviene un obstáculo sobre la vía pública, el paso es interrumpido, la circulación detenida; los vecinos se constituyen en seguida en cuerpo deliberante; de esta asamblea improvisada saldrá un poder ejecutivo que remediará el mal, antes de que la idea de

55 Cf. Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, op. cit., p. 319. 56 “El habitante de los Estados Unidos aprende desde su nacimiento que debe apoyarse en sí mismo para luchar contra los males y los obstáculos de la vida; sobre la autoridad social no lanza sino una mirada desafiante e inquieta, y no acude a su poder más que cuando no puede prescindir de él” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, op. cit., p. 194). 57 Ibídem., p. 95. 58 “Un ingeniero puede dar a carpinteros renuentes instrucciones para hacer una casa perfecta, pero vecinos actuando voluntariamente en armonía pueden construir doce casas muy buenas en la misma cantidad de tiempo” (R. Boesche, The Strange Liberalism of Alexis de Tocqueville, op. cit., p. 125).

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una autoridad preexistente a la de los interesados haya aparecido en la imaginación de ninguno de ellos”59.

Esto es lo que nuestro autor echa de menos en su país y, en general, en Europa. En Francia quizá sería esa idea de la autoridad lo primero en presentarse a las mentes de los individuos. Todo lo que supera las fuerzas de un simple particular se deja en manos del Estado. Podemos imaginarnos qué sucedería en el caso del obstáculo en la vía pública. Por muy interesados que estemos los vecinos en retirarlo, no se nos ocurre mover un dedo para lograrlo. Llamaríamos a las fuerzas públicas, protestaríamos porque la situación no había sido prevista y evitada de antemano, nos impacientaríamos por la demora en la solución del problema... No se nos ocurre pensar que, si los interesados más inmediatos nos ponemos de acuerdo y pasamos a la acción, arreglaremos la situación en mucho menos tiempo (además del ahorro en gasto público que se puede conseguir). Esta mentalidad de los americanos les lleva a asociarse con todo tipo de intenciones. Todo aquello que uno solo no pueda realizar, espera poder conseguirlo con ayuda de sus conciudadanos. “En los Estados Unidos se asocian con fines de seguridad pública, de comercio y de industria, de moral y de religión. No hay nada que la voluntad humana desespere de alcanzar por la acción libre del poder colectivo de los individuos”60. Y el ejemplo que quizá más llama la atención a Tocqueville es el de ciertas asociaciones que luchan contra enemigos morales: “En América, se unen con fines de placer, de ciencia, de religión. El apoyo que la asociación presta a la debilidad de los individuos es tan conocido que un gran número de hombres han concebido al fin la idea de asociarse para combatir a un enemigo completamente intelectual, una pasión cuyos efectos, en los Estados Unidos, son más funestos que en cualquier otro lugar: la intemperancia”61.

Efectivamente. Muchos estadounidenses se asociaron y se comprometieron a no consumir licores fuertes con el fin de invitar al resto de la sociedad a hacer lo mismo. Se quería poner la virtud de la templanza a la vista de todos los hombres. Y como ningún hombre es en democracia lo suficientemente sobresaliente para que su ejemplo sea puesto al alcance de todas las miradas, tuvo que ser una gran asociación quien encarnara dicha virtud en cada uno de sus miembros62. 59 Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, I, op. cit., p. 194. 60 Ibídem., pp. 194-195. 61 Tocqueville, Alexis de, Écrits sur le système pénitentiaire en France et à l'étranger, I, op. cit., p. 327. 62 “La primera vez que oí decir que en los Estados Unidos cien mil hombres se habían comprometido públicamente a no hacer uso de licores fuertes, el asunto me pareció más divertido que serio, y no entendía al principio por qué esos ciudadanos no se contentaban con beber agua en el interior de su familia. Acabé por comprender que esos cien mil

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7. Conclusión Tenemos, entonces, que la asociación (especialmente tal como se da en los Estados Unidos) constituye para Tocqueville un factor importante de libertad. En primer lugar, combate el individualismo, haciendo a las personas interactuar y colaborar entre sí, haciéndoles ver la necesidad del apoyo mutuo y la fuerte relación que existe entre los intereses privados y los comunes. En segundo lugar, limita el poder del Estado y sus agentes, sustituyendo en parte, en tiempos democráticos, el papel que los nobles cumplían en tiempos aristocráticos. En tercer lugar, entrega a los ciudadanos el poder que les corresponde, permitiendo que sean los interesados en un asunto quienes se ocupen de él. Para Tocqueville, la asociación libre de ciudadanos es, junto con la autonomía local, uno de los principales medios para prevenir el despotismo. No cabe duda de la relevancia que este aspecto de la teoría tocquevilleana tiene para la sociedad actual. En las democracias occidentales, los gobiernos actúan de acuerdo a las Leyes, pero en muchos lugares regulan y gestionan, cada vez más, cuestiones de la vida privada de los ciudadanos. Los Estados intentan monopolizar la educación y los medios de comunicación, ponen trabas o impuestos especiales a la compra de productos que consideran dañinos (alcohol, tabaco, comida rápida), dictan por ley el tipo de sujeción de seguridad que deben llevar los niños en los coches, dan indicaciones sobre cómo deben repartirse las tareas domésticas entre los miembros de una familia… Además, como los ciudadanos nos hemos acostumbrado a esta omnipresencia del Estado, recurrimos siempre a él ante cualquier problema: para echarle la culpa, para exigir una solución o para pedir ayuda. Este círculo vicioso parece confirmar los peores temores de Tocqueville, cuando preveía un Estado tutelar. Los ciudadanos se retiran a su esfera privada y el Estado lo ocupa todo, invadiendo al final incluso lo más privado de la vida de los individuos. Si queremos contrarrestar esta tendencia, nos será muy útil recordar y poner en práctica el consejo de Tocqueville (o el consejo de Montesquieu reformulado por Tocqueville): es necesario fortalecer la sociedad civil. Si los ciudadanos aprendemos a asociarnos como lo hacían los habitantes que Tocqueville observó en América, podremos recuperar el protagonismo de nuestras vidas. americanos, asustados por el progreso de la embriaguez alrededor de ellos, habían querido otorgar su patronazgo a la sobriedad. Habían actuado precisamente como un gran señor que se vistiera muy sencillamente con el fin de inspirar en los simples ciudadanos el desprecio por el lujo. Debe pensarse que si esos cien mil hombres hubieran vivido en Francia, cada uno de ellos se habría dirigido individualmente al gobierno, para pedirle que vigilara los cabarets por toda la superficie del reino” (Tocqueville, Alexis de, De la Démocratie en Amérique, II, op. cit., pp. 116-117).

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Ulteriores investigaciones podrían estudiar en qué medida son comparables el mundo de Tocqueville y el actual, cómo se están cumpliendo las profecías de Tocqueville, dónde y de qué manera se vive de manera pujante el asociacionismo, y cómo se puede fomentar este en los demás países democráticos. En cualquier caso, todo parece indicar que es mucho lo que aún podemos aprender de la defensa tocquevilleana de las asociaciones como poderes intermedios. Alfonso Osorio Dpto. de Educación Universidad de Navarra 31080 - Pamplona [email protected]

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LA IMPORTANCIA DEL CUERPO COMO “CONSTITUTIVO FORMAL” DE TODO VIVIENTE EN LA FILOSOFÍA DE SCHOPENHAUER Javier Pérez Jara. Universidad de Sevilla Resumen: En el presente artículo se analiza la importancia esencial del cuerpo como constitutivo formal de todo viviente en la filosofía de Schopenhauer. Desde estas premisas, se presentará esta filosofía como incompatible con cualquier forma de dualismo espiritualista, sin tener por ello que profesar una ontología corporeísta o fisicalista. En la ontología schopenhaueriana, una vez establecida la tesis de la idealidad de la materia física siguiendo la Estética Trascendental kantiana, se sostendrá que la toma de conciencia de la identidad entre nuestros actos de voluntad y nuestros movimientos corporales será la clave para identificar la cosa en sí kantiana con la Voluntad, que trasciende el propio espacio, tiempo y causalidad, marcos trascendentales de toda forma de vida. Abstract: This paper explores the key role of the body as a formal constituent of all living beings in Schopenhauer’s philosophy. From this perspective, his philosophy emerges as clearly incompatible with any form of spiritual dualism. This, however, does not lead to a reduction of all reality to bodies. Chez Schopenhauer, and following Kant’s Transcendental Aesthetics and its thesis on the ideal nature of physical matter, the identification between our body movements and our acts of will opens the way to the identification between the Kantian thing-in-itself and the world as Will. This, in its turn, tantamounts to saying that Schopenhauer’s emphasis on bodies leaves room for transcending the features common to all forms of life: space, time and causality.

§ 1. Introducción. En las páginas que siguen trataremos de recalcar una de las principales tesis de la filosofía de Schopenhauer: me refiero a la patentización y argumentación filosófica sobre la constitutiva corporeidad de todo viviente, y por tanto sobre la gratuidad de todo dualismo espiritualista, en tanto la noción de un viviente incorpóreo (es decir, de un viviente no determinado espacialmente, temporalmente y causalmente) es contradictoria desde la filosofía schopenhaueriana. Y la importancia a señalar aquí es que esta negación del dualismo espiritualista no se hace en nombre de un materialismo corporeísta, o de un “fisicalismo”, sino desde la plataforma de una filosofía que está lejos de sostener que todo lo real sea cuerpo, o materia física; es decir, en este caso, desde una filosofía en la que la realidad es conceptuada como infinita, donde los cuerpos son meras “cristalizaciones” finitas (objetividades, según Schopenhauer) del Ser que, en su esencia más allá de los fenómenos, es incorpóreo, atemporal y aespacial. Según esto, el mérito fundamental del filósofo alemán en este punto es defender, y además de un modo riguroso y crítico, la necesaria corporeidad [424]

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espacio-temporal de todo viviente desde una filosofía que no sea ella misma un materialismo corporeísta, como lo es, por ejemplo, la ontología reductivista de Hobbes. Probablemente, en la Modernidad el único autor que pueda equipararse en este intento es Spinoza, para el cual, y como es sabido, la realidad íntegra es conceptuada como un conjunto infinito de atributos inconmensurables entre sí en los que la materia física (res extensa) figura sólo como un atributo más entre los infinitos que componen la Substancia. Y, sin embargo, este filósofo defiende también, a la vez, que el pensamiento (res cogitans) es inseparable de la corporeidad y el cerebro (por eso muchos, y con razón, han hablado del materialismo spinozista). Naturalmente, hay que mencionar que la crítica del dualismo espiritualista por parte de Schopenhauer está altamente influenciada por Kant y su Estética Trascendental. Desde el famoso Teorema de la Apercepción Trascendental, por ejemplo, Kant defiende que el sujeto psicológico está siempre empíricamente determinado, y por tanto que ha de ser constitutivamente espacio-temporal, esto es, corpóreo, dado que todo lo empírico está vertebrado desde las categorías de la sensibilidad y el entendimiento, que implican, entre otras cosas, el espacio y el tiempo, y éstos el mundo de los cuerpos. No obstante, existe un gran problema para negar toda huella de espiritualismo en Kant, dado que si bien es cierto que el filósofo alemán defiende la constitutiva corporeidad de los vivientes humanos y animales, introduce, y además para su hipótesis central de la cosa en sí como noúmeno, a un posible «Entendimiento Arquetípico» capaz de intuiciones puras, y por tanto incorpóreo y no dotado de sensibilidad. Este Entendimiento Arquetípico, pues, es el propio del entendimiento divino o angélico tal como lo conceptuó generalmente la Escolástica teísta clásica. Y por supuesto estos entendimientos puros, al margen del espacio y del tiempo y la corporeidad, suponen de lleno el espiritualismo, o al menos la posibilidad de su pertinencia ontológica, dado que, cuanto menos, se acepta la posibilidad de Dios o los ángeles, prototipos metafísicos de espíritus puros. Y no menos cercano al espiritualismo está el concepto de Sujeto Trascendental kantiano, porque el idealismo trascendental se encuentra, en cuanto a su estructura interna más fundamental, enteramente dependiente de la interpretación psicologista de un Sujeto Trascendental como ego incorpóreo, dado a priori: es el ego del Yo pienso que acompaña a todas mis representaciones según Kant; un ego que pone las condiciones de posibilidad de la experiencia, uniendo el mundo de los fenómenos y de la conciencia de manera necesaria; un ego que, en la teoría kantiana, al estar dado a priori, no es cognoscible, pero sí pensable, y que tiene mucho que ver, en el fondo, con el ego cogito cartesiano, con todo lo que ello implica. Este Sujeto Trascendental, tal como está presentado en la segunda edición de la Crítica de la razón pura, sigue siendo un principio idealista y psicologista. En concreto, su «psicologismo» es heredero por completo de la Psicología de Tetens y su famosa distinción de las facultades del alma humana en entendimiento, voluntad y sentimiento (distinción que, de hecho, en manos de [425]

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Kant dará lugar a las tres grandes críticas respectivamente: la Crítica de la razón pura, que gira en torno a la facultad del entendimiento, la Crítica de la razón práctica, que hace lo propio en torno a la voluntad, y la Crítica del juicio, que gira sobre el sentimiento). Sin embargo, Schopenhauer escapará del espiritualismo haciendo radicar la «esencia» del sujeto puro del conocimiento no en un Ego incorpóreo, sino, antes bien, en el cerebro de los vivientes orgánicos. Esta tesis, repetida continuamente en el tomo de Complementos de El mundo como voluntad y representación, es sin duda de orientación claramente materialista, pero, como hemos dicho en otros lugares,1 contradictoria, porque el cerebro no puede ser la fuente de las formas a priori del espacio, tiempo y causalidad, en tanto el cerebro es ya espacial, temporal y vertebrado según el principio de razón suficiente. Es decir, Schopenhauer huye del espiritualismo contenido en la interpretación kantiana del Sujeto Trascendental a cambio de caer en un círculo vicioso, el cual sólo puede romperse cuando se niega la tesis de la idealidad de la materia física (y esto constata a mi juicio la contradicción más grave de su ontología, junto con la imposibilidad de deducir el mundo de los fenómenos plurales de una Voluntad simplicísima e inmutable). En cuanto a la cosa en sí, ésta es determinada en la filosofía schopenhaueriana como Voluntad infinita al margen de todo posible entendimiento, dado que no puede darse un entendimiento al margen de la sensibilidad (sólo hay «cognición», diríamos, si hay espacio, tiempo y causalidad). Esta tesis, por supuesto, es solidaria de un ateísmo ontológico y de la negación radical de la inmortalidad del alma. Por eso, algunos, desde Janet a Gustavo Bueno,2 han llegado a hablar del «materialismo idealista» de Schopenhauer, aunque parezca contradictoria la expresión, dado que el materialismo se suele entender como corporeísmo y el propio Schopenhauer en ningún momento se declara corporeísta, sino todo lo contrario. Y sin embargo es Fichte, en su Primera introducción a la Teoría de la Ciencia (§§ 4, 5), el que afirma que filósofos no corporeístas como Spinoza, pero que tampoco son idealistas, son, en realidad, materialistas, dado que todo «dogmatismo» (es decir, negación del idealismo subjetivo) es, si es consecuente, materialista (la conciencia es constitutivamente corpórea y un resultado de un proceso impersonal previo, etc.). Pero no es éste el momento adecuado para entrar en una discusión terminológica, baste señalar que cuando no hipostasiamos descaradamente la cognición o la volición, parece indudable, y además coherente totalmente con los resultados más fundamentados de la Biología, Psicología, Neurología, Etología, etc., que los vivientes dotados de funciones cognitivas y conductuales son unidades psicofísicas «inseparables». La conciencia no es un principio espiritual 1 Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad: sobre la inexistencia de la Idea de Dios», El Basilisco, nº 36, 2005. 2 Cfr. P. Janet, Le materialisme contemporaine, París, 1864; G. Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid, 1972.

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(es decir, hipostasiable, simplicísimo, y separable del sistema nervioso, al modo del dualismo espiritualista radical) sino un conjunto de dispositivos neurológicos enmarcados, por supuesto, y además de modo necesario, en el espacio, el tiempo y la causalidad. Dicho de otro modo: la conciencia psicológica no es ella misma cuerpo, pero su existencia es solidaria del cuerpo y del sistema nervioso. Y para defender esta tesis, como decimos, no es necesario asentarse en una ontología reductivista, como es el caso, parece indudable, del materialismo corporeísta. Pues bien, para ilustrar esto (es decir, la crítica al espiritualismo desde una ontología no corporeísta ni fisicalista), el caso de Schopenhauer me parece esencial, así como un episodio en la historia de la filosofía cuya importancia es innegable. Digamos, pues, unas palabras. § 2. El Sistema de Schopenhauer, aun partiendo del empirismo kantiano, no reniega del conocimiento metafísico, aunque éste sólo pueda ser parcial. Un ejemplo claro de esto que venimos diciendo (es decir, del materialismo sui generis no reductivista de Schopenhauer) es la crítica de este filósofo a las antinomias kantianas. En ellas, repara el filósofo alemán, los argumentos potentes siempre reposan del lado de las antítesis, y sin embargo Kant decreta luego, ad hoc, un empate entre tesis y antítesis para tratar de demostrar su teoría de que el conocimiento teórico metafísico es imposible, y que, por ende, tan buenos argumentos hay para demostrar la existencia de Dios, la finitud temporal del Mundo, etc., como para demostrar lo opuesto, al puro estilo escéptico que obligaba a mantener la epojé o suspensión del juicio (con estos empates, por supuesto, Kant trataba de bloquear el materialismo para dejar un espacio abierto a la fe religiosa). Pero Schopenhauer, aun sin renunciar nunca de las premisas fundamentales del empirismo heredado de Kant (esto es, sin renunciar nunca a la tesis de que nuestro conocimiento ha de comenzar necesaria y constitutivamente por la experiencia, o, aun mejor dicho, y con terminología del propio Schopenhauer, que el conocimiento en general se circunscribe necesariamente al ámbito de la representación, y ésta, a su vez, sólo puede moverse en el binomio sujeto-objeto, vertebrado por las categorías a priori del espacio, el tiempo y la causalidad), va más allá de Kant y piensa que las barreras que había puesto el filósofo de Königsberg al conocimiento eran demasiado estrechas, y que ni siquiera se derivaban de las premisas fundamentales de la Estética Trascendental. Dicho en otras palabras: Schopenhauer, como hemos dicho, piensa que el «empate» entre tesis y antítesis en las antinomias kantianas es puramente ad hoc y gratuito, siendo que la verdad descansa del lado de las antítesis, con lo que por tanto éstas pueden ser demostradas sin necesidad de violar la máxima epistemológica fundamental de que nuestro conocimiento se circunscribe al ámbito de la representación espacio-temporal. Es imposible aquí seguir ahondando en esta problemática; baste patentizar que, como hemos dicho, Schopenhauer sostiene por ejemplo la infinitud espacial y temporal del Mundo, así como la inexistencia [427]

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del Dios de la Ontoteología clásica. Defendiendo la eternidad del Mundo, y su carácter increado, escribe, por ejemplo: «Tomadas las cosas de forma plenamente realista y objetiva, resulta claro como el sol que el mundo se sostiene a sí mismo: los seres orgánicos existen y se propagan en virtud de su propia fuerza vital interna; los cuerpos inorgánicos llevan en sí mismos las fuerzas de las que la física y la química son simple descripción, y los planetas siguen su curso por fuerzas internas, en virtud de su inercia y gravitación. Así que el mundo no necesita a nadie fuera de él para existir. Pues él mismo es Visnu. Pero decir que hubo un tiempo en que este mundo, con todas las fuerzas que lo habitan, no existía sino que ha sido creado de la nada por una fuerza ajena y externa a él es una ocurrencia ociosa y no comprobable por nada; tanto más, por cuanto que todas sus fuerzas se hallan vinculadas a la materia, cuyo nacer o perecer no somos capaces de pensar.»3

Sobre la infinitud espacial del Mundo, y, sobre todo, sobre la inexistencia del Dios providente y omnibenevolente de la Teología cristiana, Schopenhauer tiene tanto escrito que no es necesario aquí citar más textos. Tan sólo recordemos, por ejemplo, y en lo referente a la infinitud espacial del Mundo (que Kant sostenía era imposible de conocer), que Schopenhauer comienza el segundo tomo de El Mundo como Voluntad y Representación con estas palabras: «En el espacio infinito existen innumerables esferas luminosas...».4 Y todo esto, por supuesto, sin contar con que la clave fundamental que según Schopenhauer nos permite acceder al conocimiento metafísico es, a la vez, el núcleo esencial de su sistema, esto es: la identidad entre la cosa en sí kantiana y la Voluntad. Con este parágrafo hemos pretendido simplemente resaltar que una de las mejores maneras de observar cómo Schopenhauer aborda el conocimiento teórico metafísico, yendo más allá de Kant, es mediante sus críticas a los «empates» de las antinomias kantianas, lo que le llevará a la toma de partido por las antítesis, desde luego «más cercanas» al materialismo que al espiritualismo. § 3. La identidad entre la cosa en sí y la Voluntad y entre sujeto cognoscente y volente como el núcleo del sistema metafísico de Schopenhauer. La identidad entre la cosa en sí y la Voluntad es el punto fundamental del sistema de Schopenhauer, y lo que éste considera, además, su aportación más valiosa a la Historia de la Filosofía: la resolución de la incógnita de la cosa en sí, que si en el sistema de Kant no podía figurar más que como una X indeterminada, en la filosofía de Schopenhauer podrá llegar a ser determinada 3 A. Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, Trotta, Madrid, 2006, pág. 137 (traducción de Pilar López de Santa María). 4 A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación II, Trotta, Madrid, 2005, pág. 31 (traducción de Pilar López de Santa María).

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como Voluntad, y ésta, por tanto, como el núcleo fundamental que vertebra y «teje» todo lo real, desde los fenómenos más prosaicos inorgánicos hasta las formas más excelsas del arte o de la moral. Schopenhauer, como es sabido, critica la deducción trascendental de la cosa en sí kantiana, pero no tenemos espacio aquí para exponer de nuevo sus argumentos. Sí podemos decir que, aunque Schopenhauer critique el modo de Kant de deducir la cosa en sí, esto no significa, en absoluto, que este filósofo reniegue de dicho concepto: Schopenhauer, como es sabido, vertirá durísimas críticas a la filosofía postkantiana, cuyo principal error, prácticamente, y a juicio del filósofo alemán, consiste en haber renegado precisamente de la cosa en sí de Kant y haber caído, por tanto, en sistemas excesivamente idealistas y llenos de hipostatizaciones. Recordemos, por ejemplo, cómo la cosa en sí kantiana queda completamente excluida en los sistemas de Fichte y de Hegel (en Schelling podría seguir existiendo, de alguna forma, en la figura de su Urgrund o Absoluto Primordial trascendente al mundo del espacio y del tiempo). Acudamos, por ejemplo, a un famoso texto de Hegel para traer a la memoria una de estas grandes críticas al noúmeno kantiano: «Las categorías son incapaces de ser, por consiguiente, determinaciones de lo absoluto en cuanto éste no está dado en una percepción, y el entendimiento o conocimiento es, por tanto, incapaz de conocer las cosas en sí. La cosa en sí […] expresa el objeto en la medida en que se abstrae de todo lo que éste es para la conciencia, de todas las determinaciones de la sensación, así como de todos los pensamientos determinados referidos a él. Es fácil ver lo que queda entonces: lo perfectamente abstracto, lo completamente vacío solamente determinable como «lo más-allá»; lo negativo de la representación, de la sensación, del pensamiento determinado, etc. Y es igualmente simple la reflexión de que este caput mortuum es, él mismo, el mero producto del pensar y precisamente del pensar llevado hasta la pura abstracción; un producto del yo vacío que convierte esta vacía identidad suya en objeto para él. La determinación negativa que contiene esta identidad abstracta en forma de objeto se incluye igualmente entre las categorías kantianas y resulta algo así tan enteramente conocido como aquella identidad vacía. Según esto, de lo único que hay que maravillarse es de haber leído tantas veces que no se sabe qué es la cosa en sí; nada hay tan fácil de saber como esto».5

Naturalmente, Hegel critica a la cosa en sí también en otros lugares, como en la Ciencia de la Lógica (Libro II, sección. 2º, capítulo. I, A, b, nota); o ya en la propia Fenomenología del espíritu, al comienzo de su carrera filosófica madura. No vamos aquí a exponer las consabidas opiniones de Schopenhauer del idealismo alemán postkantiano, y en especial del que consideraba su mayor contrincante, Hegel. Lo que aquí queremos dejar claro es que Schopenhauer «va más allá de Kant» sin a la vez seguir los pasos de Reinhold, Salomón Maimón, 5 G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Alianza Editorial, Madrid, 1999, §40 (traducción de Ramón Valls Plana).

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Jacobo Beck, Fichte o Hegel, es decir, sin acabar renunciando completamente a la cosa en sí de Kant. Y he aquí, sin lugar a dudas, una de las mayores originalidades del sistema de Schopenhauer: conservar la cosa en sí y a la vez permitir, al menos en parte, el conocimiento metafísico. ¿Y cómo? Ya lo hemos dicho: a través de la identificación de la cosa en sí con la Voluntad. ¿Y cómo se produce esta identificación? El camino que lleva a Schopenhauer a determinar la cosa en sí como Voluntad pasa por la identificación del sujeto cognoscente como volente a través de la toma de conciencia, por parte del sujeto corpóreo, de la identidad entre sus deseos y sus movimientos corporales; identidad, ésta, entre voluntad y movimiento corporal que le hace ver al sujeto que repara en ello, según Schopenhauer, que, en el fondo, está compuesto «interiormente» de voluntad: este «descubrimiento» luego se extenderá no sólo a todos los vivientes, sino a los cuerpos inorgánicos también: la propia materia física fenoménica en su totalidad será vista, al final, como una objetivación de la Voluntad. Pero antes de la dilucidación más amplia de esta cuestión (esto es, del acceso a la determinación de la cosa en sí como Voluntad), es necesario sentar, y aunque sea brevemente, los postulados fundamentales en que se mueve la teoría del conocimiento de Schopenhauer que, como estamos a punto de ver, critica duramente el dualismo sustancialista kantiano (proveniente, en el fondo, de Platón y Aristóteles) entre sensibilidad y entendimiento. ¿Y por qué vamos a hacer esto? La respuesta principal es que el objetivo fundamental de este artículo versa, como ya se anunció, sobre las críticas de Schopenhauer al espiritualismo. Pues bien, si no estoy equivocado, el dualismo sustancialista entre entendimiento y sensibilidad, tal como ha sido defendido a lo largo de la tradición, es solidario de una cosmovisión espiritualista, y por tanto constituye tarea fundamental el atacarlo críticamente con las armas conceptuales más precisas de que se disponga por parte de una filosofía que quiera recalcar nuestra constitutiva corporeidad. Y éste es el caso de Schopenhauer. § 4. Las críticas de Schopenhauer a la dicotomía espiritualista entre sensibilidad y entendimiento. Como decimos, Schopenhauer critica la separación kantiana y, en general, clásica, entre entendimiento y sensibilidad. Kant sostiene, como es sabido, que cabe un conocimiento empírico puro al margen del entendimiento: la sensibilidad nos otorga intuiciones empíricas enmarcadas en las formas a priori del espacio y del tiempo;6 sobre esas intuiciones aplicamos las categorías a priori del entendimiento, pero la propia sensibilidad ya da un conocimiento positivo, al modo de «intuiciones empíricas puras», aunque éstas sean confusas al margen del 6 Schopenhauer argumenta sobre la necesaria unión entre espacio y tiempo como constituyentes de la realidad empírica, por ejemplo, en Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, § 18. Si hubiese tiempo sin espacio, no habría simultaneidad, y si hubiese espacio sin tiempo, no habría cambio ni devenir.

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entendimiento. Sin embargo, para Schopenhauer, entendimiento y sensibilidad son, si no la misma facultad, sí dos facultades mucho más estrechas y unidas que lo que la tradición ha pensado; tanto que son inseparables, y que sería, pues, más correcto hablar probablemente de «dos momentos» de una única facultad epistemológica indivisible. Todo conocimiento empírico, por modesto que sea, implica no sólo las formas a priori del espacio y del tiempo, sino también del principio de razón suficiente. Es decir, sin el principio de causalidad, no existe conocimiento empírico puro, al modo de Kant. No se trata, entonces, de que la sensibilidad recoja unos datos y «se los mande» luego al entendimiento (al modo del lema tomista nihil est in intellectus quod prius non fuerit in sensu). No hay entendimiento al margen de la sensibilidad, ni sensibilidad al margen del principio de razón suficiente. Y esta premisa fundamental llevará a Schopenhauer, contra el mecanicismo de los brutos de Gómez Pereira, Descartes, Malebranche, etc., a la afirmación de que los animales no son máquinas, sino que tienen conciencia, y por tanto también entendimiento, porque no cabe una sensibilidad pura, como hemos dicho, al margen del principio de razón suficiente, como figura tradicionalmente «intelectiva». El propio Schopenhauer, como es sabido, se jactaba de lo bien que aplicaba razonamientos causales su perro, y en muchos de sus escritos pone ejemplos de la aplicación del principio de causalidad por parte de animales. Todo esto que decimos, pues, le llevará a Schopenhauer a hablar de la intelectualidad de la intuición (es necesario en este punto, y para un análisis más pormenorizado, remitirnos a Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, § 21). Sin duda, y como es natural, esta tesis nos recuerda a la teoría de Zubiri de la inteligencia sentiente; teoría que, sin embargo, (y esto a su vez no suele ser resaltado por muchos historiades de la filosofía) no cita a Schopenhauer y su tesis de la intelectualidad de la intuición empírica, como si Zubiri no hubiese estudiado a Schopenhauer (cosa harto dudosa), o no le quisiese reconocer el mérito de haber desarrollado la teoría principal de la inteligencia sensible o de la sensibilidad intelectual. Y antes de Schopenhauer se pueden encontrar fuertes críticas al dualismo entre sensibilidad y entendimiento tanto en la tradición estoica antigua como en filosofía galénica («no es el ojo el que ve, sino el Logos a través del ojo»). Y un episodio importante a señalar en la historia de este dualismo y su crítica, paradójicamente, es Gómez Pereira, el cual, en su Antoniana Margarita, suponiendo que no es posible un entendimiento sin sensibilidad, suprimió la sensibilidad a los animales, porque otorgársela habría implicado, por modus ponens, necesariamente atribuirles entendimiento, y, por tanto, alma (la filosofía de Schopenhauer, al defender la inteligencia de los animales, puede considerarse, según esto, como la contrafigura de la de Gómez Pereira, al aceptar sin embargo sus mismas premisas fundamentales). Incluso en la metafísica monadológica de Leibniz, donde toda mónada está dotada de vis apetitiva y vis cognoscitiva, pueden rastrearse las huellas de la defensa de un posible «entendimiento confuso» que incluiría, como constituyente formal suyo, la propia sensibilidad.

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Y como ya dijimos, Kant sigue estando atrapado en este dualismo espiritualista. Kant no sólo distingue bien la sensibilidad, con sus formas a priori del espacio y del tiempo, del entendimiento, con sus doce categorías puras, sino que ha defendido la posibilidad de un conocimiento sensible puro, aunque sea imperfecto y confuso. Y, por supuesto, ha defendido la posibilidad de un entendimiento puro, sin sensibilidad, que, por tanto, al poder conocer la realidad al margen de las formas a priori del espacio y del tiempo, pudiese conocerla tal como es, es decir, un entendimiento puro capaz de conocer absolutamente la cosa en sí, y por tanto «transformarla» no como un «en sí» incognoscible, sino como un noúmeno (esto es, dado a un nous): nos referimos a la hipótesis del Intellectus Arquetypus divino o angélico, el cual, como ya dijimos, es el que vertebra el consabido concepto de noúmeno. Con lo que, según esto, la idea de noúmeno, como cosa en sí solo accesible a un entendimiento sin sentidos, está fundada sobre las premisas de un espiritualismo radical completamente metafísico. Rechazado el espiritualismo y su división sustancialista entre sensibilidad y entendimiento, el concepto de noúmeno se destruye. Y esto es precisamente lo que hace Schopenhauer, para el cual el conocimiento completo de la cosa en sí, como Voluntad, es inaccesible a todo entendimiento, no sólo humano, porque el entendimiento es constitutivamente sensible y corpóreo, y por tanto siempre confinado en el ámbito de la representación. Schopenhauer, así, ya desde su temprano tratado Sobre la visión y los colores de 1816, habla de la intelectualidad de toda intuición: es imposible un conocimiento sensible puro al margen de la categoría «intelectiva» de la causalidad (a la cual han sido reducidas las doce de la consabida tabla kantiana). Conocer no es sólo percibir fenómenos en el espacio y el tiempo, sino también observar las conexiones causales entre ellos. Schopenhauer, hablando de la intelectualidad de la sensación, ha sostenido, por ejemplo, que «la vista es el sentido del entendimiento que intuye; el oído, el sentido de la razón que piensa y percibe».7 Cuando se reniega de todo dualismo sustancialista, parece indudable sostener que no cabe pensamiento al margen de las sensaciones; es decir, que el pensamiento abstracto presupone ya las sensaciones, y está dado siempre en el marco de éstas. Y todos los procesos sensible-intelectivos, a su vez, son inseparables de la actividad fisiológica de cuerpo orgánico en general, y del cerebro en particular. Schopenhauer ha visto todo esto con lucidez, y por tanto su filosofía es una crítica radical del espiritualismo, sin a la vez caer en un materialismo corporeísta «grosero», dado que, volvemos a repetir, en su ontología la materia corpórea no agota lo real, sino que antes bien es fruto de una objetivación, a través del espacio, tiempo y causalidad, de una Voluntad eterna e incorpórea. Y esta teoría de Schopenhauer sobre la inseparabilidad entre sensibilidad y entendimiento, la sostiene el filósofo desde el comienzo de su «andadura 7 A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación II, Capítulo 3, «Sobre los sentidos», pág. 57.

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filosófica»; de este modo, podemos leer, por ejemplo: «las pruebas que demuestran irrefuteblemente la intelectualidad de la intuición, las expuse ya en 1816 en mi tratado Sobre la visión y los colores».8 § 5. El cuerpo como «constitutivo trascendental» de todo viviente en la filosofía de Schopenhauer. Como ya hemos dicho, en la filosofía de Schopenhauer la voluntad humana y animal es algo así como la punta del iceberg a través de la cual podemos vislumbrar, por medio de la correspondencia entre nuestros deseos y movimientos corporales, la verdadera «naturaleza» de la cosa en sí, impulso ciego motor de todo. También hemos ya señalado, y es precisamente el núcleo del presente artículo, que Schopenhauer, siguiendo la Estética Trascendental kantiana, sostiene que somos constitutivamente corpóreos. Y que en la conciencia de nuestra corporeidad se nos muestra nuestra «dimensión» de Voluntad, cosa que no pasaría, acorde con Schopenhauer, si fuésemos meras «almas» o espíritus incorpóreos, al modo del dualismo cartesiano o de otras cosmovisiones espiritualistas radicales. Recordemos afirmaciones como «desde fuera no se puede nunca acceder a la esencia de las cosas», «para el puro sujeto cognoscente ese cuerpo es en cuanto tal una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos»,9 «el conocimiento que tengo de mi voluntad, aunque inmediato, no es separable del conocimiento de mi cuerpo»,10 «todo verdadero acto de su voluntad es también inmediata e indefectiblemente un movimiento de su cuerpo», «la acción del cuerpo no es más que el acto de voluntad objetivado, es decir, introducido en la intuición», «todo el cuerpo no es sino la voluntad objetivada, es decir, convertida en representación»11 etc., etc. (por supuesto, a parte de remitirnos al segundo libro del tomo primero de El mundo como voluntad y representación, también es necesario tener en cuenta, para los análisis que estamos aquí trayéndonos entre manos, los capítulos 20, 21 y 23 del tomo de Complementos). Y dado que Schopenhauer no es un materialista reductivista, como ya hemos dicho, en su filosofía no toda la realidad es corpórea, y esto ya sin atender a las «conciencias psicológicas» de humanos o animales, o a las ideas abstractas; la Voluntad trasciende el horizonte de los cuerpos, porque el espacio, el tiempo y la causalidad, como «condiciones de posibilidad» de los cuerpos, no son a su vez constituyentes de la cosa en sí, como ya había defendido Kant en la Crítica de la Razón Pura: la cosa en sí es atemporal, aespacial, y al margen de las categorías

8 Ibid., pág. 53. 9 Cfr. El mundo como voluntad y representación I, pág. 151. 10 Ibid., pág. 154 11 Ibid., pág. 152.

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del entendimiento (que Schopenhauer reduce como dijimos a una única sola: la categoría de causalidad o de razón suficiente). ¿Pero cuál es la función del cuerpo en los vivientes humanos y animales? Pues bien, aquí hay que señalar que en la teoría de Schopenhauer el cuerpo es un instrumento de la Voluntad con la que ésta trata de saciar sus incansables apetitos y fines volitivos. Apenas somos conscientes de la actividad biológica de nuestro cuerpo; de nuestros pulmones, genitales, hígado, riñones, corazón o cerebro funcionando; y sin embargo todos estos órganos sirven a la voluntad de vivir, de perseverar en la existencia deseando cosas y operando con nuestro cuerpo en un entorno espacio-temporal y causal. Este desconocimiento general de nuestra verdadera naturaleza por parte de tanta gente parece que nos lleva, en la filosofía de Schopenhauer, a la idea de inconsciente (que luego hará famosa Von Hartmann). Nuestra conciencia (que no puede existir sin el cerebro) es una «esclava» de las necesidades biológicas de nuestro cuerpo (fundamentalmente del apetito por la comida y el sexo),12 y estas necesidades biológicas de nuestro cuerpo no obedecen sino a lo que más íntimamente nos constituye: Voluntad ciega e irreflexiva de vivir. Y esta verdad, volvemos a subrayar, se nos da a través de la conciencia de la correspondencia entre actos biológicos, movimientos corporales, etc., y volición o voluntad general de vivir. Todo nuestro cuerpo y nuestro yo obedece, pues, a un impulso ciego de querer y desear. Diríamos que si Kant sostenía que en la experiencia de la libertad observamos nuestra dimensión «nouménica» (capaz de comenzar series causales incausadas, por ejemplo), Schopenhauer sostiene que es en la experiencia de nuestra corporeidad y actividad biológica, movida siempre por voliciones, como realmente vemos nuestra verdadera dimensión de «cosa en sí». Lo que hay «detrás» de los fenómenos no es un noúmeno asequible a un Entendimiento Arquetípico divino o angélico, capaz de tener una intuición intelectual al margen del espacio y del tiempo: lo que hay «detrás» de los fenómenos es una fuerza ciega e irracional que nosotros experimentamos íntimamente como Voluntad en nuestra experiencia corporal y fisiológica. Diríamos que la realidad es más «siniestra» y «sórdida» de lo que había pensado Kant, con su racionalismo optimista ilustrado. El Ser, en su más íntima esencia, es una pasión inútil; una «pulsión» ciega y absurda. En este sentido, podríamos reinterpretar la famosa afirmación de Heráclito que sostiene que «la Naturaleza gusta de ocultarse» a la luz de la filosofía de Schopenhauer. Así pues, como hemos dicho, nuestros movimientos corporales buscan la satisfacción de nuestra voluntad de vivir; una voluntad ciega que conduce al sujeto a un estado que oscila siempre entre el dolor y el tedio, entre la frustración y el aburrimiento. Y ésta no sólo es la esencia de la vida, sino de la existencia en general, por eso, según Schopenhauer, en esta toma de conciencia de la identidad o correspondencia entre nuestra voluntad y nuestros movimientos corporales 12 Sobre el papel fundamental que cobra la sexualidad en la metafísica de Schopenhauer como voluntad de perpetuación de la especie, ver Pilar López de Santa María, «Voluntad y Sexualidad en Schopenhauer», Thémata, 2000, nº 24.

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biológicos constatamos la esencia más intima de nuestro ser, y posteriormente, de la realidad misma: la Voluntad. Esto quiere decir que, aunque el cuerpo, por estar constituido por las formas a priori del espacio, tiempo y principio de razón suficiente, pertenezca al ámbito de la representación, es una «puerta trasera» hacia la cosa en sí. Y la representación, según Schopenhauer, es siempre Voluntad objetivada; una Voluntad que, al objetivarse para el sujeto a través de los circuitos fisiológicos de su cerebro, «esconde» su verdadera naturaleza tras el Velo de Maya. Pero podemos vislumbrar algo de esta esencia, como decimos, a través de la toma de conciencia de nuestra corporeidad y el principio que rige nuestros movimientos y acciones: la voluntad. Voluntad de vivir, voluntad de perpetuarse, voluntad de conseguir deseos y objetivos nunca saciados, y que, si se sacian, se olvidarán o devendrán en tedio para ser sustituidos por nuevos objetivos y así hasta que muramos y seamos sustituidos por otros sujetos que «perpetuarán» el absurdo y la pasión inútil de la existencia humana y animal. Es decir, el principio que rige nuestra acción es una fuerza ciega e irracional que usa la inteligencia y el cuerpo para tratar de saciar su absurdo objetivo; absurdo porque nunca podrá ser saciado, ya que consiste en un eterno querer-algo. Y sostiene Schopenhauer, como hemos visto, que todas las objetivaciones dadas en el mundo como representación denotan esta fuerza ciega, llamada Voluntad; no sólo en el ámbito de los vivientes con inteligencia; también los fenómenos naturales denotan este impulso, aunque más «objetivado», a través de fenómenos como la gravedad, la atracción magnética, etc. Sencillamente, todo en el mundo de los fenómenos es una manifestación de esta fuerza ciega e irracional que Schopenhauer llama Voluntad y que identifica con la cosa en sí kantiana. Pero, como ya hemos repetido varias veces, es a través de la autoconciencia de nosotros como sujetos corpóreos volentes, es decir, de sujetos biológicos operatorios que tratan de saciar sus necesidades, como podemos «rasgar» un poco del Velo de Maya para vislumbrar «algo de lo que hay detrás». Y por eso, según Schopenhauer, es posible la Metafísica: la cosa en sí no es absolutamente incognoscible, se puede determinar como Voluntad, aunque ésta tenga o pueda tener atributos ontológicos que no podamos conocer nunca al no poder estar dados a nuestra escala de la representación. La idea de noúmeno sigue con la primacía del sujeto, del conocimiento, pero el entendimiento es tan sólo una herramienta de la Voluntad de la que ésta se vale para tratar de cumplir sus nunca satisfechos objetivos. Y recuérdese que esta es una de las tesis principales del voluntarismo de Schopenhauer: la primacía de la volición sobre la cognición (Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, §§ 40-45). Por supuesto, con esta tesis voluntarista, Schopenhauer no sólo está situándose contra la tradición intelectualista clásica (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, etc.), sino también contra Spinoza y su no menos famosa identidad entre entendimiento y voluntad; antes bien, Schopenhauer, como en otros puntos, estaría más cerca no ya de Duns Escoto, sino sobre todo de la «vía voluntarista» de Occam, a pesar de su ateísmo. Pero también, aunque de modo sui generis, de Kant, dado que en la filosofía kantiana la razón práctica acaba teniendo primacía sobre la razón teórica, como ha sido señalado en numerosas ocasiones. [435]

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§ 6. Conclusión: la importancia de la filosofía de Schopenhauer contra el dualismo espiritualista. Al margen de que se esté de acuerdo o no con el pesimismo de Schopenhauer (recordemos su principio de retribución cósmica tan inspirado en el kharma hindú: el ser humano, al estar sometido a la voluntad, es víctima y verdugo, sufrimos daños y hacemos daños en una especie de justicia universal; o la reinterpretación que el filósofo hace de la tesis de Calderón de la Barca que pone en boca de Segismundo: «el mayor crimen del hombre es haber nacido», etc.), o con varios de sus principios ontológicos fundamentales (la idealidad de la materia física, el monismo metafísico, el voluntarismo cósmico, etc.) parece indudable que el filósofo alemán ha roto muchos mitos, algunos de los cuales, por cierto, perduran en nuestros días. Schopenhauer, por ejemplo, ha resaltado con brillantez, siguiendo la línea de Epicuro, la incompatibilidad entre los males y sufrimientos atroces del mundo con la visión de ser éste una creación ex nihilo de un Dios omnipotente, omnisciente y omnibenevolente; ha sido, probablemente, el primer filósofo que ha estudiado la sexualidad (aunque también con grandes errores, por supuesto) desde un punto de vista crítico y antiespiritualista, afirmando varias tesis sobre este tema que de alguna manera prefiguran la teoría de la evolución darwiniana, e incluso son compatibles con la Etología actual (los vivientes humanos y animales seleccionándose sexualmente de manera inconsciente en función de sus rasgos fenotípicos observables para la propagación del «mejor» ADN en la descendencia, etc.). La lista de méritos filosóficos, por supuesto, es muy amplia, aunque tampoco es corta, precisamente, la otra lista que podemos hacer con objeciones a su filosofía: monismo absoluto, fatalismo pesimista, machismo, idealidad de la materia física, credulidad de supersticiones ocultistas, psicologismo, etc. Como es natural, se pueden lanzar ciertas objeciones contra el rótulo «el materialismo de Schopenhauer» que aquí venimos presentando y defendiendo. En concreto, dos fundamentales, a saber: el crédito que da Schopenhauer a ciertas supersticiones y supercherías propias del espiritismo (magnetismo animal, apariciones de difuntos, profecías, etc.), y la propia tesis principal de que la Voluntad vertebra todo lo real. Contra estas objeciones, y por falta de espacio, aquí nos tendremos que limitar a decir sólo dos palabras: en cuanto a las supersticiones a las que sorprendentemente Schopenhauer da crédito en Parerga y Paralipómena, hay que decir que en su filosofía reciben una justificación no espiritualista: no son vivientes incorpóreos los que están detrás de esos fenómenos, sino roturas y brechas de la continuidad espaciotemporal y causal del mundo de la representación, porque, al fin y al cabo, la Voluntad, aunque ciega e inconsciente, es omnipotente (en este punto, Kant, con su negación de los milagros, está más cerca del racionalismo que Schopenhauer, para el cual la causalidad espacio-temporal puede ser quebrada puntualmente, dado que no deja de ser una apariencia de la naturaleza de los sueños, por decirlo al modo de Calderón). [436]

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En cuanto a la segunda objeción, podríamos formularla de este modo: si la materia física es, en el fondo, una objetivación de la Voluntad, y por tanto una forma de manifestación suya, ¿no habría que concluir que Schopenhauer, antes que un materialista, es, en realidad, un espiritualista absoluto, en tanto la Voluntad, considerada a lo largo de la tradición como una figura propia de la vida psíquica, anegaría todo lo real? Así habría que considerarlo sin duda si entendiésemos que la Voluntad en mayúsculas de la que habla Schopenhauer es una forma de Vida, pero la situación parece ser la inversa, es decir, la Vida es, en Schopenhauer, una forma de Voluntad, pero no recíprocamente. En realidad, la vida psíquica, para Schopenhauer, es un medio, generado por el cerebro, con el que la Voluntad se sirve para alcanzar sus fines (alimentación, reproducción sexual, descanso, etc.) y su fin máximo: la voluntad de vivir, de seguir existiendo, aunque esta existencia no tenga en sí más sentido ni objetivo que la de tratar de seguir perseverando en el ser. Por supuesto, todos estos malentendidos, conocidos explícitamente por el propio Schopenhauer, surgen del propio nombre de Voluntad, pero para Schopenhauer ésta es impersonal, no tiene pensamiento, ni percepción: sólo se manifestará como pensante y percipiente en el mundo de los fenómenos, a través de los sujetos orgánicos corpóreos humanos y animales dotados de sistema nervioso. Y esta tesis de la constitutiva corporeidad de los vivientes es la que nos permite considerar a Schopenhauer como materialista, pero no a Fichte, a Schelling o a Hegel, para los cuales, aunque de diverso modo, la Naturaleza es una forma de vida o espíritu, aunque dormido o alienado. Pero no podemos alargarnos más en este trabajo, y defenderemos, pues, que nuestra conclusión principal no puede ser otra que la del principio: Schopenhauer tiene, entre muchas otras cosas, el mérito fundamental (al menos para alguien no espiritualista, como es mi caso) de defender la constitutiva corporeidad de todo viviente sin caer en un reductivismo corporeísta. Y en esta crítica al dualismo espiritualista, cobra también especial relevancia su teoría del conocimiento, o Epistemología, donde sin duda alguna podemos encontrar también núcleos de indudable valor filosófico: se interpreten o no el espacio, tiempo o causalidad como formas a priori, también parece indudable, y aún a la luz de la moderna Fisiología, Psicología, Etología, Neurología, etc., que el entendimiento y la sensibilidad son dimensiones inseparables; la percepción incluye ya procesos indudablemente intelectivos: recordemos las leyes de la Gestalt, los esquemas cognitivos imbuidos en la percepción, etc.; pero la inteligencia no puede existir al margen de los sentidos: la inteligencia humana y animal es operatoria, y se constituye precisamente con el material fenoménico captado sobre todo por los teleceptores del sistema nervioso central. Es imposible el pensamiento al margen de las sensaciones y de las operaciones corpóreas en un entorno espacio-temporal. Las figuras que constituyen nuestra vida psíquica [437]

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(vivencias cenestésicas, cinestésicas, percepciones apotéticas, etc.) son funciones biológicas de un viviente orgánico corpóreo dotado de sistema nervioso. Por tanto, concluimos, no estará de más, sino todo lo contrario, patentizar la decisiva importancia de la filosofía de Schopenhauer en multitud de aspectos donde otras filosofías, sin embargo más famosas, se encuentran en un estado más arcaico y mucho menos compatible con las ciencias positivas del presente. Javier Pérez Jara [email protected]

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YUXTAPOSICIÓN E INFERENCIA Jesús Portillo Fernández. Universidad de Sevilla Resumen: Estudio de los valores inferidos de las relaciones yuxtapuestas en las construcciones sintácticas, en el discurso referido y en las ideas formadas mediante la percepción. Investigación sobre la potencia generativa de la yuxtaposición, transmisión de información indirecta e implicatura. Abstract: Study of the inferred values in juxtaposed relationships in the syntactic constructions, in reported speech as well as ideas formed through perception. Research on the generative power of juxtaposition, indirectly-transmitted information and implicatures.

1 La yuxtaposición: motor semántico. La yuxtaposición es el recurso sintáctico capaz de unir enunciados para formar una oración sin usar nexos, mediante signos de puntuación. Las oraciones yuxtapuestas son aquellas que hacen suceder elementos sin que en la elocución haya ningún nexo gramatical, pudiendo ser oraciones compuestas en los que la pausa y la entonación marcan la unidad semántica con la que se han expresado o pueden ser independientes. La yuxtaposición es creada mediante el asíndeton, un recurso estilístico contrario al polisíndeton que consiste en omitir las conjunciones para dar mayor fluidez, dinamismo, apasionamiento o empaque a la frase. El rasgo fónico que define a las oraciones yuxtapuestas es el descenso de la entonación en cada una de las unidades que la forman. “Desde el punto de vista del significado, las oraciones yuxtapuestas pueden tener distintos valores, ya que o bien tienen valor de coordinación (se encuentran al mismo nivel sintáctico), o bien tienen un valor de subordinación (una oración depende de la otra)1.” La potencialidad semántica de la yuxtaposición es la hipótesis en la que se apoya el presente trabajo con el objetivo de mostrar las propiedades y capacidades de este recurso para crear significados. Una investigación que pone en relación los mecanismos lingüísticos y las capacidades cognitivas del ser humano, expresión y procesamiento de la percepción. La yuxtaposición construye el mensaje a partir de la adyacencia de elementos, prescindiendo de cualquier nexo que haga de unión y explicite el tipo de relación que guardan los elementos contiguos. El receptor del mensaje necesita buscar una explicación que justifique tal adyacencia, para la comprensión del contenido es necesario inferir las relaciones que aparecen de forma implícita. El uso de yuxtaposición implica recurrir a la inferencia, ahorro lingüístico a la hora de 1 L. Gómez Torrego. Análisis Sintáctico. Teoría y Práctica. Madrid. Editorial SM. (2005).

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elidir elementos que se tienen por sabidos o entendidos en el marco concreto en el que se produce el acto comunicativo. “La inferencia es un proceso mental que ponemos en marcha para interpretar, de una manera lógica y bien adaptada al contexto de la situación de la enunciación, el contenido significativo de los mensajes que recibimos”2. En el proceso inferencial una parte de la información, que es nueva, es puesta en relación con información ya adquirida con anterioridad y cuando ese proceso de interacción suscita el efecto de multiplicación es cuando la información se vuelve relevante para nosotros. El objetivo concreto cognitivo es maximizar la relevancia de la información procesada. Muchas páginas se han escrito sobre la ingeniosa metáfora wittgensteiniana de la “caja negra”, un modo de describir la opacidad de la mente de cada uno en las relaciones con los demás. A pesar de los estudios fisiológicos basados en técnicas de neuroimagen, el desarrollo computacional y sus modelos de simulación lingüística y las investigaciones de psicolingüística, queda mucho que estudiar sobre la inferencia en el plano lógico y en el plano discursivo. El significado, ayudándonos de Levinson, es el uso propio de una palabra en una lengua dada, mientras que la significación es su contenido visto en relaciones con el contenido y la forma de otras palabras relacionadas con ella dentro del mismo sistema semántico y formal de una lengua3. La suma del significado de las palabras es siempre inferior a la intención con la que emitimos la información, captar la atención del oyente, mostrar la información como algo de interés y relevante. Es por ello que la yuxtaposición más allá de la unión aséptica entre enunciados o palabras, genera un proceso inferencial que tiene como necesidad hallar el vínculo que dé razones de la contigüidad de dichos elementos. La yuxtaposición puede verse como una implicación, un supuesto que el emisor trata de hacer manifiesto a su interlocutor sin expresarlo explícitamente. La estructura de la interpretación que se obtiene parte de tres pasos deductivos diferentes. “[...] el destinatario tiene que suplir algunas premisas, el eslabón que falta en el razonamiento y que sirve para unir el significado contenido en la pregunta con el que proporciona la respuesta. [...] combinar la premisa implicada con el supuesto explícitamente comunicado para extraer de la combinación de ambos una conclusión coherente. [...] (Y por último) utilizará todos los supuestos anteriores para obtener la conclusión implicada general.”4. Las construcciones yuxtapuestas ofrecen múltiples ventajas, basadas en la transmisión indirecta de significado, establece puentes semánticos y discursivos entre los elementos que une ofreciendo una visión integral de éstos. Dispone una jerarquía a partir de las relaciones de contigüidad al tiempo que deja abierto un 2 J. Herrero Cecilia. Teorías de Pragmática, de Lingüística Textual y de Análisis del Discurso, Colección Monografías. Cuenca (2006). 3 S.C. Levinson. Significados presumibles: La teoría de la implicatura conversacional generalizada. Madrid. Gredos. (2004). 4 Mª V. Escandell Vidal. Introducción a la pragmática. Ariel Lingüística. (2006) Pág 129

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elenco de posibilidades en la interpretación del oyente-lector al no mostrarse la relación explícitamente. La relación paratáctica yuxtapuesta une elementos a partir de una leve pausa, tiempo en el que activa la necesidad de encontrar la razón por la que los enunciados que aparecen adyacentes han sido colocados de ese modo por el redactor en el texto. El espacio existente entre los enunciados que aparecen separados por un signo de puntuación ha de ser llenado por el lector con una relación resultante del conocimiento previo de éste. Lo que en principio puede entenderse como una cuestión filológica, hunde sus raíces en planteamientos gnoseológicos como la explicación de “paquetes de ideas”, “extracciones de la realidad”. La yuxtaposición establece secuenciación entre los elementos que la componen, una focalización que puede ser dirigida mediante diversos modos, por acumulación, mediante contrastes, mediante enumeraciones, a partir de secuencias locales, secuencias temporales, etc. Cuando pensamos o recordamos, asistimos a la revisión de una serie de ideas o experiencias que han quedado almacenadas en nuestra mente y que no siempre se encuentran mediadas lingüísticamente. A veces son núcleos informativos que se van sucediendo de forma lineal en el tiempo entre las cuales hay un vínculo, un vínculo en el que tenemos que reparar al ser el motivo de enlace entre una idea y otra. La velocidad con la que establecemos puentes entre ideas nos hace ahorrar mucho tiempo y nos otorga la posibilidad de viajar rápidamente por los contenidos mentales. La yuxtaposición es una estructura sintáctica que genera relaciones lineales o subordinadas de forma implícita. Como si atendiera a la máxima del capital, el ahorro que supone, la convierte en un modo de expresión rentable e inferencial, ofreciendo a partir de un número menor de elementos mayor información en el mensaje. La vinculación existente entre los elementos yuxtapuestos aparece como un acuerdo tácito entre los interlocutores que asumen dicha relación de forma implícita, algún tipo de complicidad que hace posible la codificación y descodificación del mensaje en el mismo sentido. 2 Realidad y comunicación: polifonía y discurso referido. La complejidad del lenguaje es fiel reflejo de la complejidad de la realidad tal como la entendemos. La poliedricidad ontológica nos hace percibir y entender el mundo que nos rodea y a nosotros mismos de maneras diversas. La yuxtaposición es un riquísimo recurso que permite reunir, asimilar o citar con diversos grados de aceptación e implicación las palabras de los demás. Los parámetros temporales y espaciales no son más que herramientas al servicio de la comprensión del mundo y de las relaciones que establecemos con todo lo que nos rodea, la yuxtaposición nos permite a través de la relación de la cita directa y el marco contextual desgajar la deixis espaciotemporal del acto del habla. La segmentación que establecemos mediante la pausa en el lenguaje oral es la que al mismo tiempo distingue la autonomía y la relación de complemento y/o suplemento entre los elementos que se relacionan. Los enunciados, apoyándonos en palabras de Bajtin, son secuencias reales que han sido emitidas, contestables, [441]

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con significado lingüístico, intención y sentido comunicativo. La yuxtaposición entre enunciados genera nuevos significados y la posibilidad de intervención de diversas voces en el discurso. Es posible la disociación de los sujetos del discurso al presentar correferencias diversas. Por axioma, el discurso es heterogéneo y polifónico al arrastrar los valores de las palabras usadas, sin embargo es decisivo el modo en que son presentados linealmente en el tiempo. Yuxtaponer enunciados es algo más que ir enumerando acontecimientos uno detrás de otro, es otorgar un hilo conductor a dichos elementos con miras a conformar no solo un sentido único en la combinación. La segmentación de discurso no siempre atiende a una fácil distinción por la complejidad de las intenciones del hablante que tienen que ser tenidas en cuenta. El uso extendido de la yuxtaposición como compositor polifónico en el discurso periodístico es una herramienta idónea para separar responsabilidades del locutor frente al enunciador. La inferencia resultante de la yuxtaposición da cabida a diversas voces en el texto desvinculadas de su referencia espacial o temporal. Como si de un embudo se tratase, las construcciones sintácticas yuxtapuestas pueden concitar diferentes voces en un mismo enunciado, teniendo generando con esto un amplio abanico interpretativo. Desde la burla cómica que hace un guiño al lector o al oyente con un juego de palabras compuesto por diferentes voces, hasta la manipulación de la información de manera malintencionada. “La rapidez con la que se desarrolla el coloquio, la espontaneidad, la afectividad... favorecen la relación paratáctica entre las unidades comunicativas y, especialmente, dan lugar a la yuxtaposición, que supone una fragmentación del mensaje en unidades independientes, cuya relación significativa (si existe) entre unas y otras está implícita, pero no expresada formalmente5”. En la yuxtaposición hablamos de modus y dictum asindéticos, siendo la entonación el factor que fragmenta la comunicación. Algunos autores entienden la yuxtaposición como un tipo de coordinación cuyo rasgo característico sería la no expresión gramatical de la relación entre las oraciones que conforman un significado total. Galichet, G. afirmaba que la yuxtaposición se caracteriza por la ausencia de un elemento gramatical que dé expresión a la relación ideológica existente entre las relaciones que componen la parataxis. La yuxtaposición es una unidad oracional entonatoria e ideológica, un procedimiento pregramatical o agramatical capaz de unir oraciones. Otras virtudes de la yuxtaposición son el dislocamiento de los ejes temporal y espacial (descentramiento de la deixis), la citación directa y la ambigüedad como riqueza interpretativa. Cuando encontramos una cita y el marco contextual, el hablante expone o no su subjetividad, asumiendo o no lo que se ha dicho. La citación puede tener diversos valores en el texto, como puede ser el distanciamiento, el presentar una cita directa como un argumento de fundamentación, como un ejemplo pertinente de una declaración... etc. El 5 Herrero, G. “Yuxtaposición, coordinación y subordinación en el registro coloquial” Anuario de Lingüística Hispánica. Universidad de Valladolid. (1989)

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discurso existe como producto que hace referencia al momento del decir, pudiéndose hacer inferencias a partir de los elementos lingüísticos ya dichos. Los conectores o los marcadores textuales son elementos que sirven explícitamente de guías u orientadores que pretenden evitar la posible ambigüedad en la interpretación. La ausencia de nexos implica una propuesta en la yuxtaposición pero no dirige al lector interpretativamente. La neutralidad de la vinculación que representa, en principio, la no presencia de nexos deja abierta cierta ambigüedad entendida como riqueza interpretativa. Es por esta razón por la que abordaremos la cita directa. La cita directa es la inserción de un enunciado de discurso en la enunciación de la reproducción. Se corta una enunciación de discurso y se inserta en la enunciación de la reproducción respetando las coordenadas enunciativas, lo que gráficamente se representa con comillas. La polifonía de este tipo de yuxtaposición reside en el distanciamiento enunciativo que no suscribe ni asume lo dicho. La cita directa que aparece como un elemento yuxtapuesto tiene por característica fundamental el conservar la temporalidad que remite al origen del decir, la deixis de presente, pasado o futuro. La relación de enunciados u oraciones yuxtapuestas nos obliga a dar una interpretación, a buscar un sentido comunicativo, una relevancia entre los enunciados por su relación entre ellos y con el todo. Dicha búsqueda se da dentro del producto textual más allá de la oracionalidad de la subordinación. Nada es gratuito en el lenguaje y es por ello que el orden que mantengan los elementos en la sucesión de ellos es vital para definir la huella inferencial y la posibilidad de deducir ideologías del productor. En la heterogeneidad del texto que denota la polifonía, podemos encontrar casos en que se nos da de forma mostrada y casos en los que no aparece mostrada. La heterogeneidad mostrada, a partir de guiones, letras itálicas, comillas y otras, pueden ponernos alerta sobre el cambio de estilo, el cambio de la estructura, distanciamiento enunciativo, etc. En las notas de Zeiter sobre yuxtaposición, explica que al compararse las oraciones yuxtapuestas (asindéticas) y las construcciones sindéticas se encuentran formas de explicitar la relación mediante un nexo de coordinación, mediante un nexo de subordinación o indiferentemente con uno u otro. Sin embargo, hay muchos casos en los que las construcciones yuxtapuestas no pueden ser sustituidas por ningún elemento, “[...] construcciones incidentales, parentéticas, correctivas y conclusivas en las que las oraciones componentes forman un todo [...]6”, sin que sea posible introducir ningún nexo que catalice dicha unión. La eficacia de este tipo de construcción no solo agiliza y produce efectos dinámicos e incluso acumulativos, sino que también centra la atención en núcleos informativos sin desviar la atención en articulación lingüística. No obstante “la yuxtaposición se emplea cuando la conexión ideológica puede

6 Zeiter, B. “La Yuxtaposición”. Boletín de Filología. Tomo XIX, 1967. Publicaciones del Instituto de Filología. Universidad de Chile. Pág 289-295.

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inferirse del contexto7”, no teniendo sentido hablar de efectividad comunicativa si no se llega a inferir el contenido implícito en el asíndeton de la estructura. Para seguir comprendiendo la naturaleza de las construcciones yuxtapuestas y su relación con el conocimiento debemos plantearnos algunas preguntas: ¿Es la yuxtaposición un modo de explotación intencionado o causal? ¿Corresponde en principio a un acto volitivo? ¿Es rentable la ambigüedad a la que da cabida la yuxtaposición? ¿Encontramos regularidades en el procedimiento? ¿Qué cambios se experimentan en la relación que genera la yuxtaposición? La explotación intencionada o causal de la yuxtaposición es una cuestión que no parece tener una respuesta unívoca como ocurre con el resto de los procesos inferenciales, a menos que se tenga un dominio bastante amplio sobre todos los elementos que intervienen en el mensaje. La intencionalidad del mensaje es una propiedad aportada por el emisor que puede dejarse entrever a partir de implicaturas. No obstante y de forma análoga al hallazgo de ironías o de cualquier otro significado inferido, al no darse de forma explícita no se puede afirmar taxativamente la existencia de una intencionalidad previa o de resultados no esperados. El recurso paratáctico que tratamos, ofrece a partir de pausas silencio que rompe el continuo de la comunicación, quizá la clave de la yuxtaposición a la hora de generar nuevos significados. La prosodia está íntimamente ligada a la yuxtaposición ya que ella depende, en parte, la comprensión del mensaje y la transmisión de la información implícita. Simular una interrupción en la comunicación de una persona que habla, puede resultar muy difícil a la hora de emitir el mensaje y mantener la entonación sin que termine en cadencia al hacerse de forma intencionada. Cuando se produce una interrupción, el cese del mensaje se produce como corte uniforme de la entonación. Sin embargo, la yuxtaposición formula oraciones unidas por signos de puntuación a partir de pausas reflejo de una estructuración previa del pensamiento. Cuando enseñamos a los niños que están aprendiendo a escribir cómo se usa la coma, les mostramos las oraciones yuxtapuestas como uno de los usos correctos del signo de puntuación. Muchos de los alumnos encuentran dificultades al no entender la relación que guardan dos enunciados que en principio no tienen nada que ver, debido en la mayoría de los casos por una lectura incorrecta que no respeta el descenso de la entonación antes de la coma. La yuxtaposición proporciona calas de medida en el mensaje, huecos sobre los cuales se calibra la importancia que debe concederse a cada uno de los elementos al estar conectados y relacionados para formar un nuevo significado superior y allende al propio como enunciado autónomo. Por el hecho de no tratarse de un mecanismo explícito de expresión pesa sobre nosotros el topos de que lo que se dice se torna relevante para el emisor. Es decir, el proponer elementos organizados linealmente uno tras otro es ya indicio. La oración yuxtapuesta se incluye entre las oraciones compuestas por ese mismo motivo, el sentido lo proporciona el discurso, la dependencia discursiva y semántica que en principio 7 Idem.

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no tendría sentido de modo aislado. El sentido aparece cuando se entiende como una proyección hacia la informatividad del texto, tratándose por tanto de una organización textual y no de una organización oracional. Visto así es probable que el estudio de este recurso sintáctico haya sido tan escaso a lo largo de la historia debido al enfoque oracional, estrecho probablemente para comprender la yuxtaposición. La ausencia de conectores implica una propuesta, pero no la dirección interpretativa, a pesar de darse una relación no es una orientación obligatoria. En la cita explícita debe expresarse lingüísticamente la atribución, no teniendo que ser literal obligatoriamente. Centremos ahora la cuestión en torno a la citación directa. Podemos realizar citaciones directas a partir de la yuxtaposición originando con ello un punto de inflexión y vinculación entre dos o más momentos y circunstancias. En la cita siempre se produce el contraste del universo de citación y el del contexto de reproducción, un cambio de sujeto al que atribuimos las palabras, redirección del discurso a un auditorio diferente del de la cita y a veces la integración de la cita directa en la estructura sintáctica del marco contextual, como en el ejemplo anterior a modo de aclaración sobre el consenso en los temas del estado. Sintácticamente la cita directa, marcada gráficamente puede adoptar muchos valores dependiendo de la situación que ocupe en el texto, complemento directo, complemento circunstancial, atributo, etc. La cita directa preserva lo ajeno en su autenticidad, personalizándolo mediante elementos léxicos que limitan a la penetración del discurso citado, a pesar de poderse producir la contaminación. La concepción del presente como una instantánea que manejamos con laxitud también aparece patente en la yuxtaposición, en la que las coordenadas temporales se ven relativizadas al no contar con nexos que secuencien de manera exacta el tiempo. El uso de la yuxtaposición de citas directas concatenadas con el cuerpo principal del texto genera nuevos significados a la hora de comprender el sentido de lo comunicado. En este ejemplo anterior podemos descubrir otro valor expresivo de la yuxtaposición, su capacidad de simulación. Emular de forma paralela al relato del periodista la entrevista es lo que sucede en este caso. Aparecen yuxtapuestas respuestas que el artista dio al periodista, contextualizadas no por las preguntas expresadas explícitamente sino por la descripción del personaje por parte del redactor. Por otro lado, como ilustración del potencial del recurso que estudiamos, la elasticidad de la yuxtaposición permite insertar islotes parentéticos en diversos sitios del mensaje, posibilitando integrar datos que deben descubrirse de forma simultánea sin perder el hilo conductor. La ambigüedad generada por las relaciones yuxtapuestas es rentable para el lenguaje y quizá sea esta propiedad la que le ha hecho subsistir a lo largo del desarrollo de las lenguas. Por ambigüedad consideramos “que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión.8”. Sin embargo, la yuxtaposición es 8 Definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

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una “apertura semántica”basada en la polisemia y en la indefinición, construcción sintáctica polivalente en distintos contextos. 3 Polivalencia de la yuxtaposición: el comodín pragmático. La adyacencia de enunciados, la yuxtaposición, genera en el receptor del mensaje la necesidad de buscar la relación que dote de significado a la oración completa. Se pone en funcionamiento un proceso de empatía con el emisor, tratando de averiguar las razones que le han llevado a emitir juntos enunciados que en principio no guardan relación alguna. Cada vez que hablamos solemos cumplir lo que Paul Grice llamó “Principio de cooperación”, basado en nueve máximas que optimizan la transmisión de la información. Debemos hacer que nuestra contribución sea lo más informativa posible pero no excesivamente informativa (máxima de cantidad), no debemos mentir o decir algo de lo que no tengamos pruebas para demostrarlo (máxima de cualidad), debemos transmitir información relevante (máxima de relación), así como ser breve, ordenado, evitar expresiones oscuras y no ser ambiguo (máxima de modalidad). Partimos de la idea de que la mente nunca está vacía y que siempre manejamos información en diferentes estados mentales. Si aceptamos esta idea podemos afirmar que ninguna idea se elabora en nuestra mente de forma aislada sino que estamos siempre en contacto con otras ideas, propias o ajenas. Al comunicarnos pretendemos activar la estructura mental pertinente al contenido que le vamos a transmitir, considerando por tanto la contextualización como un proceso inferencial. Gran parte de la información que codificamos la destinamos a guiar la interpretación que tiene que seguir nuestro auditorio, ahorrando esfuerzos en el proceso de contextualización y facilitando la construcción del contexto donde debe ser interpretada la información transmitida. Es de suma importancia la interpretación de la información, el sentido que le dé el oyente al recibir la información del emisor, pues más allá del significado de las palabras en la oración está la contextualización, es decir, la interpretación. La atención y el pensamiento humano se dirigen a la información que les resulta más relevante, integrando dicha información en un contexto que usa para interpretar lo recibido. Es el destinatario, el oyente, el que tiene que asumir la contextualización / interpretación de la emisión lingüística, tratando de construir un contexto óptimo para su interpretación. A pesar de no estar determinado el contexto por el emisor, éste puede condicionarlo, guiando el discurso para crear una realidad mental que logre instalarse de forma satisfactoria en la mente del otro. La actividad intervencionista del emisor en el contenido que utilizará el receptor para interpretar la información recibida, es llamada restricción contextual. El contexto es una actividad no refleja y experta, es un proceso activo cuya naturaleza no es ocasional ni previa al enunciado. El contexto como ya hemos dicho antes no se encuentra determinado aunque mediante el forzamiento e inclusión de algún dato por parte del emisor, pueda ejercerse una ligera orientación de la interpretación.

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Es interesante para comprender los procesos mentales que interactúan en el uso y la comprensión de la yuxtaposición, reflexionar sobre el flujo de comunicación lingüística. “Se confía en la habilidad del emisor para reproducir el pensamiento del receptor que a su vez primeramente tuvo que imaginarse la mente del destinatario”9. El entorno cognitivo de una persona es el conjunto de supuesto al que tiene acceso. La eficacia en relación a objetivos relativos consiste en alcanzar un equilibrio entre el gasto y el grado de consecución. En la comunicación, tanto el emisor como el receptor, realizan un acto de creencia ciega a partir de supuestos, ya que ambos utilizan una construcción supuesta del estado mental del otro para así tratar de transmitir una información. Es decir, cuando una persona le habla a otra supone de buena fe que va a contextualizar el significado de las palabras que va a oír en el mismo sentido que él las está diciendo. De ahí la importancia de la capacidad de descripción e integración de lo comunicado dentro de un estado mental del que no tenemos noticias al estar en la mente del otro. Sperber y Wilson son quienes plantean la idea de la hipótesis del conocimiento mutuo, el contexto entendido como un subconjunto de los supuestos que el oyente tiene sobre el mundo. Esta construcción psicológica a la que hemos referido con anterioridad abarca los enunciados precedentes, la información que tengamos sobre nuestro entorno físico, expectativas, hipótesis, creencias, anécdotas o cualquier elemento influyente en la interpretación. La interpretación y la inferencia son proyecciones de la capacidad integradora de la mente humana, contextualizando a través de lo dicho en relación con lo sugerido, intenciones y objetivos que atribuimos a nuestro interlocutor. A gran velocidad integramos la información que recibimos del emisor en el cúmulo de experiencias previas ya adquiridas, en el supuesto marco que creamos y atribuimos al estado mental de la persona que habla en ese momento. En el proceso inferencial una parte de la información, que es nueva, es puesta en relación con información ya adquirida con anterioridad y cuando ese proceso de interacción suscita el efecto de multiplicación es cuando la información es relevante para nosotros. El objetivo cognitivo es maximizar la relevancia de la información procesada. La inferencia resultante de la yuxtaposición juega con la tensión variable y necesaria entre la información aportada, los conocimientos previos de los interlocutores y las posibilidades de generar información novedosa. La clave estaría en la capacidad de adivinar doblemente lo que probablemente piense la otra parte como la elección más obvia, al mismo tiempo de depender de lo que el oyente piensa que pensamos de lo que él piensa. Al igual que todos los sistemas lógicos, los sistemas de planificación son asimétricos, es decir, no es una simple retro-construcción del plan intencional del hablante ya que desde una misma conclusión podríamos llegar a infinitas premisas al igual que número indefinido de planes podrían converger en un único enunciado. La yuxtaposición, explicada con términos de Brown y Yule, es un productor remático que parte de la 9 N. Cueto Vallverdú. Representación e inferencia. Universidad de Oviedo. Oviedo-España (2002).

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inferencia. Un modo de generar información nueva mediante ostensiones implícitas por yuxtaposición, es la enumeración de datos de diferentes etapas cronológicas de un mismo objeto de estudio. De este modo se consigue a partir de enunciados contrastivos, la inferencia de información nueva que pone de relieve conclusiones resultantes de las operaciones adversativas que propician las premisas de las que se parte. Pensamos en algunos usos de la yuxtaposición para construir el mensaje: La adyacencia de oraciones negativas unidas mediante signos de puntuación, origina la suma de razones contrarias a las expectativas comunes. El valor inferido de estos usos responde implícitamente a la contrariedad que producen unos sucesos acaecidos frente a lo normal (eco habitual de la suma de voces ya manifestadas de forma explícita que aparecen recogidas en forma de retahila de razones). Otro uso habitual de la yuxtaposición en el discurso referido es la colocación de varios interrogantes, recogiendo polifónicamente voces reivindicativas que exigen explicaciones. De nuevo la acumulación como instrumento de presión, dinamiza y potencia la fuerza del mensaje, infiriéndose de este tipo de textos sentimientos de protesta y petición. Como bien señalaba Gili Gaya, la yuxtaposición puede generar valores paratácticos coordinados o hipotácticos equivalentes al significado producido mediante nexos. La yuxtaposición es un modo sencillo de construir oraciones ya que sólo necesita los elementos mínimos que funcionan de agentes activos o pasivos de la acción. Un estudiante que tenga que memorizar un temario de cara a un examen, necesita esquematizar el contenido para poder asimilarlo con facilidad. La yuxtaposición, el adosamiento de ideas que guardan relación es el proceso más elemental, al tiempo que le ahorra tener que memorizar las relaciones que de hecho se dan. Se reduce el número de palabras y se ahorra explicitar la relación entre los elementos al haberla asimilado como algo propio de los elementos yuxtapuestos. 4 La yuxtaposición: de la percepción a la idea. La adyacencia de elementos parece originar en nosotros el impulso de la búsqueda de algún tipo de relación. Del mismo modo que cualquier lenguaje puede estar formado por elementos discretos, la percepción sensorial del mundo es canalizada a través de los diversos sentidos que nos proporcionan información en bruto, posteriormente analizada y desglosada en objetos y relaciones discretas. Desde la filosofía presocrática somos conscientes de la dinamicidad perpetua de la realidad, el continuo cambio que no nos permite obtener un conocimiento a tiempo real de lo que sucede, teniéndonos que conformar con actualizaciones y verificaciones. Quisiera comenzar este apartado reflexionando sobre las dificultades que entraña representar pictóricamente o sacar una buena fotografía sobre un elemento dinámico. Cualquier fotógrafo aficionado sabe que es necesario ajustar los parámetros de la cámara para captar determinados rasgos de la escena que tenemos delante. La conversión en signos lingüísticos intercambiables de las [448]

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sensaciones requiere en primer lugar del establecimiento de límites que discriminen unos elementos de otros. Los dibujos de los niños son fiel reflejo de la idea que exponemos, representan la realidad a partir de líneas divisorias que extraen elementos de la amalgama de la realidad. El contorno o linde de un cuerpo en relación a su entorno, la necesidad de marcar extensiones relativamente estancas entre los elementos que percibimos. Desde la antigüedad la necesidad, madre del ingenio, desarrolló la agrimensura para separar cultivos, y la geometría, estudio de las propiedades y de las medidas de las figuras en el plano o en el espacio. La representación del mundo ha seguido un patrón similar a la de la concepción de los términos lingüísticos, ambos pueden ser distinguidos como elementos individuales e insertados en un medio que los completa. “El conocimiento espacial parece ocupar una posición privilegiada en la cognición y además el dominio espacial es un buen banco de pruebas para estudiar las relaciones entre el lenguaje y la cognición10”. Los sujetos son capaces de construir representaciones espaciales a partir de las descripciones verbales de otro, siendo esperable que las representaciones derivadas de la percepción del mundo sean similares a las extraídas de las descripciones lingüísticas. La imperiosa necesidad de congelar el momento de la percepción es por sí mismo el primer obstáculo que encontramos para explicar la yuxtaposición como relación paratáctica del lenguaje. Al ser capaces de construir o descubrir relaciones de sentido entre ideas que no han sido unidas mediante nexos, estamos aplicando herramientas de conocimiento a posteriori ya que necesitamos de la experiencia propia o ajena para encontrar el vínculo semántico entre las oraciones. Dicho de otro modo, la presuposición es la que tiene el papel principal en la interpretación de dos ideas yuxtapuestas. Por el simple hecho de ir juntas las ideas expresadas en el mensaje presuponemos que existe una intención explícita que constituye la piedra de toque que hace inteligible la información. La yuxtaposición por sí misma es un recurso ostensivo que marca y relaciona el perímetro de los elementos, exigiendo una explicación que justifique la contigüidad de las ideas. Igual que la sensación es el paso previo al desglose perceptivo de la información que recibimos por los sentidos, las oraciones yuxtapuestas pueden ocupar un lugar previo respecto a las relaciones sintácticas hipotácticas y paratácticas. Es decir, aunque no tendría sentido disponer un orden determinado en la aparición de estructuras sintácticas, la yuxtaposición tiene la capacidad de evocar informaciones implícitas sin tener que recurrir a nexos que articulen y den sentido al mensaje. Bajo la yuxtaposición subyace el criterio o los criterios implícitos que relacionan y presentan juntas a las ideas, el detonante que activa el origen semántico de la relación. La diferencia más notable entre la información visual y la información lingüística es la linealidad de la última. Más vale una imagen que mil palabras. La simultaneidad de la información visual es debida a su procedencia, la sensación, paquetes de 10 Carreiras, M. y Codina, B. “La construcción de modelos mentales a partir de descripciones verbales”. Psicothema. (1997) Vol. 9, nº 2. Págs. 337-346.

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información indiscriminada. Los conectores lingüísticos son herramientas artificiales al servicio del análisis de una situación determinada, herramientas gnoseológicas que a un tiempo explicitan la relación de forma precisa y cerrada. Cuando vemos un paisaje, son muchos los objetos que podemos distinguir en él: un cielo soleado, árboles de distinto tamaño y forma, rocas que sobresalen por su altura sobre la vegetación, arbustos… También podemos distinguir la gradación cromática así como la mayor o menor espesura del bosque que se levanta ante nosotros. Para darnos cuenta de esta variedad de objetos y características, aplicamos criterios de selección sobre la imagen con el objetivo de distinguirlos. Contigüidad / Vecindad / Continuidad. Orden / Desorden. Envolvimiento / Inclusión / Exclusión. Separación. Tamaño. Dirección. Situación. Orientación. Periodicidad. Sistema de Referencia. Perspectiva.

Espacio Topológico.

Espacio Euclidiano.

Espacio Proyectivo11.

En el espacio físico, elementalmente representado en tres dimensiones (altura, anchura y profundidad), se establecen relaciones de diferente tipo pero siempre las podríamos representar por ejemplo dentro de ejes ortogonales axonométricos. Podemos abogar por una perspectiva holística12 de la percepción visual, somos capaces de mirar a nuestro alrededor en todas direcciones, 360º desde nuestros ojos (teniendo en cuenta por supuesto el requerido cambio de postura y la opacidad de nuestro cuerpo), la posibilidad de construir mapas tridimensionales de lo que nos rodea y establecer relaciones como las comentadas con anterioridad. Sin embargo la comunicación lingüística es recibida auditivamente (si es oral) o visualmente si ha sido escrita y requiere ser leída. Cuando hablamos o escribimos vamos desgranando palabra a palabra, idea tras idea, el contenido que queremos transmitir. Se trata de una secuencia de carácter vectorial, con un principio y un final determinado por la misma construcción del lenguaje. Cuando alguien emite un mensaje lingüístico, al receptor no le queda más opción que la de recibir e intentar interpretarlo si lo desea, siempre conforme 11 La primera clasificación de nociones espaciales apareció en Piaget, J. La Representation de l´espacez dans l´enfant. París. Presse Universitaire (1948). 12 Doctrina que propugna la concepción de cada realidad como un todo distinto de la suma de las partes que lo componen. (R.E.A.).

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al contenido y la forma que el emisor le haya dado en el momento de la dicción o de ser escrito. Es decir, algo tan básico como la irreversibilidad en el tiempo hace imposible cambiar la forma o el contenido de un mensaje que ya ha sido emitido. Cuando percibimos visualmente no existe un orden preestablecido más allá que los criterios educacionales de cada persona que haya recibido en su vida y las limitaciones físicas de la óptica humana. Después de mirar debemos “ver” en el sentido más occidental de la palabra, tenemos que comprender. Debo advertir al lector que la comparación entre la yuxtaposición y la percepción visual parte de la idea de la representación gráfica del lenguaje. Saussure13 explicaba las relaciones paradigmáticas y sintagmáticas como mecanismos de comprensión del propio lenguaje. Las relaciones paradigmáticas son aquellas que se establecen “in absentia”, combinaciones por asociación de elementos presentes con elementos ausentes que sean evocados. Los vínculos paradigmáticos se realizan en el eje vertical, interpretando el contenido a partir las palabras que conforman el mensaje y el léxico que el lector u oyente adjunte (debido a cualquier tipo de proximidad semántica). Es la consideración vertical de la cadena de signos lingüísticos. Las relaciones sintagmáticas por el contrario son aquellas que se establecen “in praesentia”, combinaciones solo posibles entre los elementos presentes en la oración. Es la consideración horizontal de la cadena de signos lingüísticos. Ejemplifiquémoslo: El lenguaje también puede ser contemplado sincrónicamente o diacrónicamente. Considerar sincrónicamente el lenguaje es prestar atención a un momento determinado de su historia, congelar un instante y analizarlo estáticamente. Examina las relaciones entre los elementos coexistentes de la lengua con independencia de cualquier factor temporal, permitiendo describir el estado del sistema lingüístico. La descripción sincrónica del lenguaje abarca de la totalidad de los elementos interactuantes en la lengua. Un estudio diacrónico por el contrario es investigar acerca del desarrollo del lenguaje a través del tiempo. La diacronía tiene que valorar dinámicamente al lenguaje, teniendo en cuenta la aparición y la ausencia de ciertos parámetros en dicho desarrollo. El contenido de un mensaje como hemos visto con anterioridad puede transmitirse de forma explícita o implícita. Una idea puede expresarse de manera clara y detenida, estando contenida en las palabras presentes del mensaje y siendo interpretables sin necesidad de echar mano de información complementaria: mensaje explícito. Cuando el contenido es transmitido implícitamente, el emisor codifica el mensaje de tal forma que haya parte de éste sólo accesible a personas que cumplan con unos requisitos en particular (conocimientos, puntos de vista …), teniendo el mensaje un carácter más abierto. ¿Qué tipo de mensaje es el transmitido mediante yuxtaposición?

13 de Saussure, F. Curso de lingüística general. Publicado por Charles Bally y Albert Sechehaye con la colaboración de Albert Riedlinger ; traducción castellana y notas de Mauro Armiño. Madrid: Akal, 2009.

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Establece relaciones sintagmáticas ya que atiende a los elementos presentes en la oración y los interpreta mediante la suma de significados de las palabras en el orden determinado que se presentan. Establece relaciones paradigmáticas ya que requiere de información complementaria y de un tratamiento vertical para combinar por asociación y aplicar hipótesis viables que hagan comprensible el mensaje. La comprensión de una oración yuxtapuesta obviamente se realiza sincrónicamente al leerse o escuchar la oración en un momento determinado. Sin embargo requiere de una revisión diacrónica de los sucesos para calibrar las relaciones habituales entre los contenidos que aparecen adyacentes. El contenido es netamente implícito ya que se apoya sobre una estructura sintáctica asindética que requiere de vínculos externos a los elementos presentes. La imagen también puede recibir un tratamiento analítico similar al lenguaje. Quizá la yuxtaposición sea el recurso sintáctico más próximo a la simultaneidad visual, siempre refiriéndonos a una instantánea, una captura estática. La imagen de cara a ser interpretada tiene una naturaleza abierta, no conclusa respecto a sus diversas lecturas. En segundo lugar a menos que se hayan dispuesto elementos que marquen direcciones o focalizaciones, la imagen no tiene asignado un orden interpretativo, por lo que no tendría en principio sentido plantearse una visión sintagmática de ésta. Las relaciones que pudiéramos hacer nunca se harían por sustitución sino por asociación de significados siempre abiertos a otras lecturas. En la captura fotográfica tendríamos que hablar de sincronía mientras que en una composición de una obra pictórica podríamos analizar la diacronía y la suma de significados fruto de la maduración de una idea en el tiempo. Por último es relevante destacar el doble carácter explícito e implícito de la imagen, los elementos que la componen y el poder de evocación y traslación a otra escena (posiblemente distante en el espacio o en el tiempo). Cuando percibimos la realidad y queremos comunicarla, construimos un discurso basado en muchísimos factores que actúan de filtro: la percepción sensorial, el punto de vista que tomemos, la interpretación que queramos hacer de ésta a nuestra conveniencia, etc … No obstante es camino obligado la codificación lingüística, sirviéndonos de la estructura de nuestra lengua articulamos sonidos que al ser recibidos señalan referentes y relaciones de referentes reales o imaginarios. Si redujéramos la comunicación a este esquema simplista el camino inverso lo encontraríamos en el símil con los lenguajes informáticos y los navegadores o sistemas operativos. Un programador escoge un lenguaje o varios lenguajes para comunicarse, edita la página web a partir de un código que cuenta con reglas de uso e interpretación y posteriormente un navegador descodifica la información en diferentes formatos (audio, video, imagen…). El mensaje dicho de viva voz, grabado y reproducido o escrito y leído se extiende en el tiempo de forma lineal. Por esta razón se habla de anterioridad y posterioridad, el orden de los elementos del lenguaje es muy importante en la constitución del sentido del mensaje, a diferencia de la propiedad conmutativa matemática. Anteriormente hablábamos de presuposición, de hipótesis de trabajo [452]

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a partir de las cuales esperamos que las relaciones de las que tenemos conocimiento vuelvan a repetirse. Por ejemplo: “Hacía frío, se puso el abrigo”. Estas oraciones yuxtapuestas tienen en cuenta la relación entre la baja temperatura del cuerpo y el calentamiento que produce un abrigo puesto. Cualquier conocimiento que tengamos del mundo tiene fecha de caducidad o al menos carácter provisional y por esta razón la yuxtaposición al mismo tiempo que extrae información implícita está sujeta a la resistencia y veracidad de los supuestos que utiliza. Aunque la percepción del tiempo sea relativa a infinidad de factores, la comprensión del tiempo pasa el pretérito, por el presente evanescente y por el futuro. Al fin y al cabo, las dos coordenadas que hacen posible los actos cognitivos de las personas. La yuxtaposición es el mejor de los atajos del lenguaje, es un recurso económico a la par que eficaz. Referencias Bach, K y Harnish, R. M. Comunicación lingüística y actos de habla Cambridge (1979). Bosque, I y Demonte, V. Gramática descriptiva de la lengua española Madrid : EspasaCalpe (1999). Brown, G y Yule, G. Análisis del discurso. Visor. Madrid (1993). Cueto Vallverdú, N. Representación e inferencia. Oviedo-España (2002). Carreiras, M. y Codina, B. “La construcción de modelos mentales a partir de descripciones verbales”. Psicothema. Vol. 9, nº 2. Págs. 337-346. (1997). De Saussure, F. Curso de lingüística general. Publicado por Charles Bally y Albert Sechehaye con la colaboración de Albert Riedlinger ; traducción castellana y notas de Mauro Armiño. Madrid : Akal, 2009. Domingo Belando, A. “Acerca de lo que se dice.pdf” www.ub.es/tif/2004/papers/domingo.pdf (26/03/10) Gili Gaya, S. Curso Superior de Sintaxis Española. Biliograf. Barcelona. (1970). Gómez Torrego, L. Análisis Sintáctico. Teoría y Práctica. Editorial SM. Madrid (2005). Gutiérrez Ordoñez, S. Principios de Sintaxis Funcional. ArcoLibro. Madrid. (1997). Herrero, G. “Yuxtaposición, coordinación y subordinación en el registro coloquial” Anuario de Lingüística Hispánica. Universidad de Valladolid. (1989). Levinson, S.C. Significados presumibles: La teoría de la implicatura conversacional generalizada. Gredos. Madrid (2004). Piaget, J. La Representation de l´espacez dans l´enfant. París. Presse Universitaire (1948). Rojo, G. “Claúsulas y oraciones” Anuario Gallego de Filología. Verba Anejo 14. Universidad de Santiago de Compostela. (1978). Zeiter, B. “La Yuxtaposición”. Boletín de Filología. Tomo XIX, 1967. Universidad de Chile. Publicaciones del Instituto de Filología.

Jesús Portillo Fernández Dpto. Lengua y Literatura - Colegio Portaceli Av. Eduardo Dato, 20. 41018. Sevilla (+34) 954 634 500 - http://jesusportillo.es/

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UNA PROTOBIOÉTICA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII: El caso del Padre Feijoo y sus escritos médicos y biológicos José Manuel Rodríguez Pardo. Gijón Resumen: La Bioética es una nueva y reciente disciplina basada en los avances científicos y tecnológicos contemporáneos. Sin embargo, muchos de sus principios son reconocibles en la filosofía y teología escolásticas. En este caso, en la filosofía del Padre Feijoo, cuyas obras Teatro Crítico Universal (1726-1739) y Cartas Eruditas y Curiosas (1742-1760), podemos encontrar muchas cuestiones bioéticas actuales. Abstract: Bioethics is a new and recently discipline based in contemporary scientific and technological advances. But more of his principles are recognised in scholastic philosophy and theology. In this case, in the philosophy of benedictine Father Feijoo, in which works Teatro Crítico Universal (1726-1739) and Cartas Eruditas y Curiosas (1742-1760), we can find very much bioethics questions today.

1. La Teología y Filosofía escolásticas y su relación con la Bioética. La Bioética es, en su sentido más primigenio, una «Ética de la Vida» según su acuñador, Van Rensselaer Potter, en su famoso artículo de 1970 «Bioethics: The science of survival», definición que reaparecerá en su libro de 1971 Bioethics: Bridge to the future, confirmando su paternidad. Se trata de una relación entre Medicina, Ecología y Biología con vistas a la supervivencia humana que después André Hellegers tomará en un sentido distinto, en relación con la ética médica. Esta disciplina surgió en un momento histórico en el que determinadas ciencias biológicas y tecnologías relacionadas (sobre todo médicas y alimentarias), habían alcanzado un desarrollo muy importante que permitía el aumento exponencial de la cantidad humana (ya por entonces unos cuatro mil millones sobre el planeta; hoy cerca de los siete mil millones de almas); número de habitantes del planeta que planteaba la supervivencia de la especie humana en reuniones tales como el Club de Roma de 1974, paralelamente a la crisis del petróleo de 1973. No obstante, el surgimiento de la Bioética en ese momento histórico no implica que su argumentario y sus fundamentos hubieran aparecido ex nihilo en medio de esa crisis, sino que muchos de ellos partían de la tradición occidental, concretamente de la tradición cristiana. Uno de los autores pertenecientes a esta tradición, hoy caído en el olvido, es el padre benedictino español Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), autor del Teatro Crítico Universal (1726-1739) y de las Cartas Eruditas y Curiosas (1742-1760)1, obras en las que plantea cuestiones de 1 Existe edición digital desde noviembre del año 1998 a cargo del Proyecto Filosofía en Español, http://www.filosofia.org/bjf/index.htm. En adelante, usaré de las siglas TCU para

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Medicina y Biología que pueden identificarse, mutatis mutandis, con los problemas bioéticos actuales. Para aclarar estas cuestiones, habremos de explicar cómo se entendían las disciplinas biológicas en el siglo XVIII, en el contexto no sólo de la teología escolástica, de inspiración aristotélica, sino de la propia medicina de la época. Aristóteles fue el primero que dividió las distintas disciplinas relativas a los cuerpos en físicas, químicas y biológicas, según la teoría de los tres grados de abstracción, cuyo primer grado sería el movimiento (el de la materia sensible, que incluiría también a los vivientes corpóreos), el segundo grado la matemática (la materia inteligible) y el tercer grado el de las formas puras (que incluirían a los vivientes no corpóreos, las almas racionales)2. La Física (del griego physein, llegar a ser) sería concebida así por Aristóteles como ciencia del movimiento, dividida según las clases del mismo: el local o de traslación sería relativo al tratado de Física; el movimiento de alteración sería el cualitativo, lo que correspondería con la Química actual (el tratado De generatione et corruptione) y finalmente el vital o cuantitativo, sobre el aumento y disminución, estaría incluido bajo el tratado De anima (que en el caso del alma racional derivaría en la Metafísica). Pero ante todo el tratado aristotélico De anima tiene una referencia tan positiva como su etimología: el término latino anima señala directamente al animal, como ser vivo por excelencia, dotado de vida subjetiva o sensitiva (de psique), por encima de las plantas, que según la doctrina aristotélico-escolástica sólo tienen vida vegetativa, pero ambos por debajo del hombre como ser dotado de alma racional: el «animal racional» de la lógica predicamental de Porfirio. Así, el alma va asociada a los seres vivos, al «principio de la vida», tal y como señala la famosa definición aristotélica: «el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida»3. Y además el Alma es, según el Filósofo por antonomasia, «aquello por lo que vivimos, sentimos y razonamos primaria y radicalmente»4. Y precisamente las dos definiciones que señala Aristóteles servirán, por un lado, para definir a dos grupos doctrinales enfrentados que derivan de sus tesis. Por un lado los escolásticos, quienes no se conforman con la sentencia de referirme al Teatro Crítico Universal, y CEC para citar las Cartas Eruditas y Curiosas. 2 «Pero la materia puede ser inteligible o sensible, y el enunciado tiene siempre de una parte materia y de otra acto; por ejemplo, el círculo es una figura plana. Y todas aquellas cosas que no tienen materia, ni inteligible ni sensible, son directamente una unidad de cada una, como también directamente "algo", "esto", "cual", "cuanto". Por eso no figuran en las definiciones ni el Ente ni el Uno. Y la esencia es directamente algo uno y también un ente. Por eso ninguna de estas cosas tiene otra causa de ser algo uno ni de ser un ente. Pues cada una es directamente un ente y algo uno, no como si el Ente y el Uno fueran su género ni como si fueran separables de las cosas particulares». Aristóteles, Metafísica, Libro VIII, 1045a30-1045b5. 3 Aristóteles, Acerca del Alma. Libro II, 1, 412a20-23. 4 Aristóteles, Acerca del Alma. Libro II, 1, 414a12.

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Aristóteles que afirma que el Alma humana muere con el cuerpo. Concebida el Alma como principio intrínseco de movimiento, y no extrínseco como en los seres inertes, como entidad dotada, como la del resto de vivientes, de facultad vegetativa, sensitiva e intelectiva, en el caso del hombre se supondrá que es una forma inmortal que se encuentra ligada al cuerpo hasta el fallecimiento, para posteriormente sobrevivirle; tesis que defenderán Feijoo y otros muchos teóricos escolásticos aún en el siglo XVIII. Pero también, por otro, a quienes conciben que si el Alma hace que vivamos, sintamos y razonemos, el Alma misma, sin mediación de ninguna facultad o sentido corpóreo, será ella misma la vida. Por lo tanto, si el alma humana es espiritual, los animales, en tanto que corpóreos, serán elementos inertes, puras máquinas, y la única vida existente la de los espíritus puros (Dios, los ángeles, el hombre). Tradición que usaba el materialismo más grosero (el de aristotélicos como Dicearco y Estratón) para justificar el espiritualismo del hombre: San Agustín será el iniciador de estas tesis, que continuarán el médico español Gómez Pereira en su Antoniana Margarita (1554) y posteriormente Descartes y discípulos suyos como el monje Oratoriano Nicolás Malebranche. Por el contrario, Feijoo también postula la posibilidad de que los animales sean capaces de razonar en su discurso «Racionalidad de los brutos»5. En esta obra localiza comportamientos en los animales que son más que sensitivos. Y, una vez constatado que lo que no es sensitivo ha de ser racional, según el árbol predicamental porfiriano, fijista («las especies son creadas por Dios»), que se manejaba en aquella época, tales conclusiones obligaban a considerar también como animal racional al bruto, esto es, al animal irracional6. Es decir, equiparar a hombres y animales en la Scala Naturae del naturalista Carl Linneo7. De hecho, varios autores escolásticos, como el jesuita Rodrigo de Arriaga en el siglo XVII, afirmaban que racional no era una diferencia específica respecto al hombre, sino un género común a todos los vivientes, tanto corpóreos (hombres y animales) como, desde una perspectiva espiritualista, incorpóreos (ángeles y 5 Feijoo, Benito Jerónimo, «Racionalidad de los brutos», Teatro Crítico Universal, Tomo III (1729), Discurso 9º. 6 Un análisis sobre este discurso del Padre Feijoo en Rodríguez Pardo, José Manuel, El alma de los brutos en el entorno del Padre Feijoo. Oviedo, Ed. Pentalfa-Biblioteca Filosofía en Español, 2008. 7 «Supuesto esto, arguyo así lo primero. Hay en los brutos acciones que son efectos de alma más que sensitiva: Luego hay acciones que son efectos de alma racional. La consecuencia consta; porque no habiendo en la sentencia común, que impugnamos, más que tres clases de almas, vegetativa, sensitiva, y racional, así como la que fuere menos que sensitiva no puede ser más que vegetativa; la que fuere más que sensitiva no puede menos de ser racional. Pruebo, pues, el antecedente. Hay en los brutos acciones que son más que sensaciones, o de jerarquía superior a las sensaciones: luego son efectos de alma más que sensitiva. Consta también esta consecuencia, porque la causa no puede dar al efecto más de lo que tiene en sí misma; por consiguiente alma que no es más que sensitiva no puede producir actos que sean más que sensaciones». Feijoo, B. J., TCU,, Tomo III (1729), Discurso 9º, §. IV, 23.

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Dios)8. La diferencia específica se encontraría en la cualidad de su discurso: mientras el logos animal (en el mismo sentido que afirmó San Agustín) es muy limitado, el del hombre, en tanto que espíritu no ligado necesariamente al cuerpo, conoce infinitas posibilidades. Feijoo, en tanto que espiritualista, ve que la racionalidad no constituye diferencia específica entre el hombre y el resto de los animales, lo que obliga a formular un nuevo árbol predicamental. Sin embargo, estas diferencias entre hombres y animales no eran las más significativas, pues desde la lógica porfiriana la racionalidad es una característica zoológica más, que no marca diferencias esenciales dentro de las concepciones del siglo XVIII. Las diferencias entre hombres y animales se encuentran en el orden sobrenatural, el de la Gracia santificante que otorga Dios a los hombres. Desde el punto de vista de la Iglesia católica, como intérprete de la verdad que predicó la Segunda Persona de la Trinidad, Jesucristo, el hombre puede trascender su Naturaleza pecaminosa y salvarse. El sentido del hombre y de sus obras están directamente relacionados con esa salvación de su alma por medio de la Gracia, acción que justifica su papel en el mundo y lo distingue de los animales. La perspectiva cristiana, en resumen, supone la Gracia santificante como una serie de virtudes morales e intelectuales que le diferencian del animal, las virtudes teologales Fe, Esperanza y Caridad, que busca devolver al hombre a su estado natural, que según la tradición cristiana es el del paraíso. Así, la Iglesia católica supone que la revelación no es privilegio de una sociedad política determinada, trascendiendo la visión del animal político aristotélico y situándose en la perspectiva del hombre cosmopolita estoico. De hecho, el cristianismo necesitó del Imperio Romano y del Imperio Español, entre otras sociedades destacadas, para poder expandirse por todo el planeta, pero como instrumentos para propagar su fe, tanto en la Europa definida por el Imperio Romano como después por el Imperio Español en América, que una vez descubierta en 1492 y «globalizado» el mundo por Juan Sebastián Elcano en 1521, abre el camino para la evangelización de todo el orbe. 2. La protobioética del Padre Feijoo. Y es precisamente en el siglo XVIII la distinción entre Naturaleza y Gracia, la que nos permite demarcar las líneas divisorias entre una Bioética pensada como supervivencia de la especie humana dentro de la ecología (como la de Van 8 «Respondo primo, negando sequelam: nam rationale, prout est differentia hominis, denotat eum non utcumque, sed per se esse discursivum; at Angelos non est nisi per accidens discursivos, quod sufficit, ut non dicatur eadem Angeli & hominis differentia. [...] Animal aliud est intellectivum, aliud non intelletivum, & tamen intellectivum in omni sententia est commune Angelo, Deo, & homini, qui sunt sub diversis generibus». Arriaga, Rodrigo de, S. J., Disputationum Theologicarum in primam partem divi thomae. Tomus Secundus. Ludguni, 1669. Sumptibus Laurentii Anisson. Disp. XI, Sect. VIII, De discursu angelorum, n. 65, Subs. II.

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Rensselaer Potter) y una Bioética entendida en el sentido tradicional de la Ética, más concretamente de la Ética médica (como la de André Hellegers), entre lo que hoy denominaríamos como Bioética anantrópica y Bioética antrópica9. Y en efecto, la doctrina de la Gracia santificante es sumamente importante en la época de Feijoo, pues realmente las aplicaciones bioéticas acerca de la salvación de fetos y de su consideración de humanos, están implicadas en la recepción de la Gracia santificante de parte de los recién nacidos. De hecho, como afirmaba San Agustín, el bebé que no había recibido la Gracia a través del bautismo, al no haber realizado ninguna obra que permitiera juzgar si iba a recibir la salvación eterna o no, quedaba en el purgatorio, negando la doctrina de Pelagio sobre el particular, que consideraba pecaminosa: «Se trata ahora del alma de un niño que no llegó a la edad en que podía hacer uso del libro albedrío y que desde su infusión en el cuerpo hasta que fue librada de él, sin haber recibido el bautismo, no tenía otro motivo de condenación más que el pecado original [...]. Por el contrario, si pretendiendo eludir estas cuatro cuestiones, rechazadas por la recta razón, es decir, si no atreviéndose a afirmar o bien que Dios hace pecadoras a las almas que estaban sin pecado, o que se les borra el pecado original sin el sacrificio de Cristo, o que ellas pecaron en un estado anterior a su unión con el cuerpo, o, por último, que tales almas son condenadas imputándoseles pecados que nunca cometieron; si no atreviéndose a sostener esas proposiciones, que realmente no pueden ser sostenidas, dijera que los niños no contraen el pecado original y no tienen ningún motivo para ser condenados aunque mueran sin el sacramento del Bautismo, incurriría inexorablemente en la detestable herejía pelagiana»10.

Así, afirma Agustín, todos pecaron con el primer hombre, pero ese «todos» se refiere a la carne, puesto que se transmite por generación el cuerpo; así «carne de mi carne», «huesos de mis huesos», pero no «espíritu de mi espíritu»11. Así, el hombre peca al unirse al cuerpo pecaminoso, pero se libra del pecado gracias a la Gracia que confiere el bautismo. No se puede ver el pecado en presciencia, por eso Dios «castigó» al alma del hombre al encerrarla en un cuerpo pecaminoso y dotarla de libre albedrío, de capacidad de pecar libremente12. Dadas estas premisas básicas que nos ofrece San Agustín, no es difícil entender por qué en una sociedad católica era básico saber cuándo bautizar y a 9 Distinción extraída de la obra de Bueno, Gustavo, ¿Qué es la Bioética? Ed. PentalfaBiblioteca Filosofía en Español, Oviedo, 2001, pp. 12-13: «Aquí es donde es preciso distinguir las dos grandes corrientes, más o menos latentes, en las que se diversifican de hecho las escuelas de Bioética: la que pone el objeto práctico último de la Bioética en la vida humana (lo que no excluye el "control de la natalidad" de esa vida) y la que pone el objeto práctico último en la vida en general, en la Biosfera. Llamaremos, respectivamente, a estas dos corrientes, Bioética antrópica y Bioética anantrópica». 10 San Agustín, «Del alma y su origen», I, 13, 16, en Obras completas de San Agustín, Tomo III: «Obras filosóficas». Madrid, Ed. BAC, 1971. 11 San Agustín, ibidem, I, 17, 28. 12 San Agustín, ibidem, I, 7,7.

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quiénes hacerlo. Así lo señala el benedictino Feijoo a propósito de los monstruos o fetos nacidos sin tener la forma canónica habitual del cuerpo humano. Y el criterio para determinar si lo nacido es o no un ser humano, es el típicamente aristotélico de la forma que recibe la materia. Un ser sin forma humana no es un feto. Incluso Feijoo, pese a sostener la doctrina fijista de las especies animales propia de su época (las especies son creadas por Dios y se mantienen inalteradas), supone que no existe barrera entre especies distintas, pudiendo ambas concebir entre sí y obtener descendencia fértil, como también afirmaba el naturalista Linneo. Esta situación crea controversia sobre quién debe recibir los dones del bautismo para poder optar a la Gracia divina. Feijoo señala que han de ser bautizados los hijos de madre humana y bruto masculino13, pues contradiciendo a los Teólogos Morales, quienes señalan que han de bautizarse los hijos de másculo bruto y hembra racional: «La razón que dan es, porque en el primer caso hay duda, si el parto es humano, o no, por ser dudoso, si el semen femenino concurre activamente a la generación», lo que significa que «es contra una regla común de los Teólogos Morales, los cuales tratando de los sujetos capaces del Bautismo, dicen, que éste se debe administrar debajo de condición a los hijos de másculo racional, y hembra bruta; mas no a los hijos de másculo bruto, y hembra racional. La razón que dan es, porque en el primer caso hay duda, si el parto es humano, o no, por ser dudoso, si el semen femenino concurre activamente a la generación. En el segundo ciertamente no es humano, por ser cierto, que el semen viril es indispensablemente para la generación del hombre»14.

El benedictino, por su parte, no niega que en «toda generación animal natural es preciso el influjo de semen masculino; pero que ese haya de ser necesariamente de la misma especie del generando, no hay razón física, que lo convenza. Puede ser que la aura vivífica masculina, que excita la fecundidad de la hembra, sólo se termine formalmente a la razón común de animal; y que la determinación de la especie venga solo del influjo materno: Si licet, in parvis, exemplis grandibus uti»15. De hecho, según afirma el propio autor, en el Misterio de la Encarnación la fecundación fue sobrenatural y por lo tanto explicable solamente en el ámbito de la Gracia divina, y no por las leyes físicas; sin embargo, el engendro, Cristo, nació de parto natural: «No hay duda que la generación de Cristo fue milagrosa; mas supuesta la acción sobrenatural del Omnipotente, que suplió el concurso varonil, para que hubiese sin él verdadera generación, no fue milagroso, sino natural, que el engendrado fuese hombre. Quiero decir, el que María engendrase fue obra de la gracia: supuesto aquel milagro, el

13 Feijoo, B. J., «Paradojas políticas y morales», Teatro Crítico Universal, Tomo VI (1734), Discurso 1º, Paradoja Catorce, 134-144. 14 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 134. 15 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 136.

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que fuese hombre el término de la generación se debía al ser específico de María. Luego la determinación específica puede provenir únicamente del influjo materno»16.

Una vez destacada la importancia del elemento femenino en la generación del feto, Feijoo defiende el ovismo como sistema de generación de todos los seres vivos. La generación ex ovo, es decir, del huevo, aunque en el caso de los seres humanos sería del ovario, la define así el benedictino: «Es hoy opinión muy valida entre los Físicos, que la generación de todos los animales viene de verdadero huevo; de modo, que lo que antes se juzgaba propio de las aves, y peces, hoy se cree común a todos los brutos terrestres, y aun al hombre. Esta opinión no se funda en meras conjeturas, o raciocinios ideales, sino en experimentales observaciones de varios insignes Anatómicos, que en muchos cadáveres abiertos de mujeres vieron aquellos minutísimos huevecillos, de donde viene su fecundidad: y así a los receptáculos, donde están depositados, en vez de la voz con que vulgarmente se expresan, común a los dos sexos, dieron el nombre de Ovarios; descubriéndose también felizmente las Tubas, llamadas Falopianas de su inventor Gabriel Falopio, por donde desprendidos los huevos con la comoción del placer venéreo, se encaminan al útero, que es la oficina donde de ellos se forman estas racionales admirables máquinas»17.

Así, siguiendo el aristotelismo, Feijoo asevera que esos ovarios, los «huevos humanos», ya tienen en potencia la forma humana, luego la materia seminal masculina no altera su finalidad: «los huevos de cada especie de animales naturalmente están determinados, para que de ellos se formen animales de la misma especie de las hembras, donde están contenidos, y no de otra alguna. Pero esto no es menester admitir la otra sentencia célebre entre muchos modernos, que en todos los huevos, o semillas de animales, y vegetables afirman estar perfectamente organizados los vivientes, que nacen de ellas, [...], por lo que se experimenta en las semillas de las plantas (verdaderos huevos vegetables), las cuales están naturalmente determinadas a la producción de plantas de la misma especie de aquellas, donde están contenidas; siendo imposible, que de la semilla de un álamo nazca un laurel, u de la del cedro una encina. Lo segundo, porque la diferente colección de accidentes, que se nota en los huevos, o semillas de diferentes especies, muestra claramente (según la regla común de los Filósofos), que ellas son también entre sí diferentes en especie, por consiguiente determinada cada una a la producción de particular especie de vivientes. Lo tercero, porque aunque en la semilla no esté determinada la organización del viviente, no es dudable, que precede en ella una textura proporcionada para la formación del cuerpo orgánico; así, teniendo cada semilla, o huevo diferente textura de la de otra especie, debe corresponder, o formarse de ella diferente cuerpo orgánico, capaz precisamente de recibir forma de determinada especie»18.

16 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 136. 17 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 137. 18 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 138.

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Por lo tanto, ha de afirmarse que, si el principio de la generación es el huevo (el ovario), lo que se forma en dicho ovario ha de ser un feto con forma humana y por lo tanto adecuado para recibir el bautismo: «Siendo, pues, repugnante, por las razones alegadas, que del huevo, o semilla, contenida en el ovario de la mujer, se forme individuo, que no sea de la especie humana, aun cuando se siga generación por la commixtión de la mujer con un bruto, será el nacido, no de la especie del másculo, sino de la de la hembra: luego se deberá bautizar»19. Por ello, es indiferente que el concurso de la mujer en la generación sea activo o pasivo. «¿Qué importa esto, si el concurso activo del másculo no determina la especie, y el pasivo de la hembra la determina, como parece consta de lo que habemos alegado? Esto es lo que únicamente se debe atender para la resolución de si se ha de conferir el Sacramento del Bautismo al parto, o no»20. Así, suponiendo que no hay barrera para la descendencia fértil, pues es posible la fecundación de híbridos, surgen dudas que el propio benedictino considera no se deben admitir. La primera, si hay que bautizar al feto resultante de un parto producido tras relaciones sexuales de la mujer con un animal «no debajo de condición, sino absolutamente», y la segunda, si el parto de una hembra bruta relacionada con un hombre, «no puede ser bautizado, ni absolutamente, ni debajo de condición». Sin embargo, Feijoo afirma que «ni uno, ni otro consiguiente se infiere, porque la sentencia de la generación ex ovo, en que fundamos el que la determinación de las especie viene de la hembra, y no del másculo, no sale de la esfera de probable; [...] todo lo que se infiere es, que debe bautizarse debajo de condición el feto de másculo bruto, y hembra humana, dejando asimismo lugar para que también debajo de condición se bautice el feto de másculo humano, y hembra bruta»21. Y aunque siga habiendo dudas de «si es, o no humano el feto que viene de la comixtión de mujer con bruto, y entretanto que en esto hay duda, se debe administrar el bautismo condicionalmente», y pese a que el elemento masculino concurra de forma activa a la generación, nada garantiza que sea necesario tal concurso. «¿Pero quién sabe con certeza, que este concurso activo sea absolutamente indispensable? ¿Qué evidencia hay de que substituyéndose en su lugar la actividad de un bruto, no baste el influjo de la mujer para determinar la especie?». Pues, si en el ovario ya está preformado el feto, «ministrando ella la materia para la generación, que ésta sea huevo, que no, es verisímil, que esta materia, al depositarse en la matriz de la mujer, viene ya dotada de tales disposiciones, que sólo puede servir a organización propia de la especie humana. Parece, que la materia seminal femínea en hembras de distinta especie debe ser diversa; y esta diversidad, como correspondiente a la distinción específica de las

19 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 139. 20 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 140. 21 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 141.

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hembras, no puede menos de ser determinativa de la forma del feto a la misma especie de la madre»22. Semejantes conclusiones son propias de una doctrina fijista que sin embargo, al igual que la de Linneo, no postula una barrera entre especies distintas. Incluso el benedictino postula el transformismo, como si fuera Lamarck, en algunos de sus discursos. Es el caso de un supuesto «hombre anfibio» que adquirió el carácter de respirar bajo el agua por nadar en el mar, localizado en la localidad española de Liérganes23. Sin embargo, tanto el ovismo como la ausencia de barreras entre especies llegando al caso del transformismo, son doctrinas que se mantienen dentro de la órbita del espiritualismo, es decir, de la afirmación de vivientes no corpóreos, ya sean ángeles, almas espirituales, etc. Todos ellos creados por Dios. Es decir, la perspectiva de un árbol predicamental porfiriano, el mismo que el de Linneo. 3. La protobioética católica del Padre Feijoo en contraste con el Principalismo y el Casuismo. Situaremos, por lo tanto, el interés de Feijoo en comprobar cómo las cuestiones bioéticas implican tomar partido, de tal modo que el teólogo y el sacerdote confluyen en el médico de entonces, que a su vez, desde sus presupuestos, ejerce como experto en una suerte de protobioética. Como dirá el propio Feijoo, abundando en esta relación entre la medicina y la teología, el teólogo (el filósofo en el fondo) es como el médico del Alma humana: «La Teología Moral, que es la Ciencia Médica de las Almas, tiene innumerables analogías con la Ciencia Médica de los cuerpos»24. Sin perjuicio de reconocer que la Bioética como disciplina sólo puede surgir a causa del gran desarrollo científico, tecnológico y demográfico del siglo XX, hemos de considerar que el benedictino es un importante precedente y analizar sus doctrinas, rescatando lo que sea aplicable actualmente. Tal rescate lo realizaremos desde la comparación con los dos grandes grupos de corrientes bioéticas: el Principalismo y el Casuismo. Posiciones surgidas poco después de la famosa acuñación de Potter del término Bioética. Concretamente, en 1974 el Congreso de los E.E.U.U. formó la National Comission for the Protection of Human Subjects of biomedical and behavioral Research, para identificar los principios éticos básicos que orientasen la investigación con seres humanos en biomedicina y estudio de la conducta. Pero no hay que olvidar que la Comisión disponía de los antecedentes del Código de Nuremberg, de 20 de agosto

22 Feijoo, B. J., TCU, VI, 1º, 143. 23 Feijoo, B. J., «Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos», TCU, Tomo VI (1734), Discurso 8º. 24 Feijoo, B. J., «Importancia de la ciencia física para la moral», Teatro Crítico Universal, Tomo VIII (1739), Discurso 11º, §. I, 1.

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de 1947, y de la Declaración de Helsinki, de junio de 1964, cuyos caminos sin embargo resultaban de difícil aplicación. Tras más de cuatro años de trabajo, el 18 de abril de 1979, la comisión publica el denominado Informe Belmont, donde se propone un camino complementario a los códigos previos, con la aceptación de tres principios que aporten las bases para interpretar algunas reglas específicas. Estos principios son: Principio de Autonomía (o Principio del respeto por las Personas), Principio de Beneficencia y Principio de Justicia. Pese a su generalidad, estos tres principios se orientaban al consentimiento informado para el paciente, la evaluación del riesgo y el beneficio y la selección de los sujetos. A raíz de este informe, se publican los Principles of Biomedical Ethics de T. Beauchamp y J. Childress25, dos de los miembros de la comisión, en el mismo año 1979, desarrollando los tres principios del Informe Belmont y ampliándolos a cuatro: Principio de Autonomía, Principio de Beneficencia, Principio de No Maleficencia y Principio de Justicia. Estos principios son herencia de la tradición cristiana y principalmente católica, pese a que también se los ha identificado con las tesis de la moral kantiana. De hecho, los autores consideran el Principio de Autonomía como el fundamental, en línea con la distinción kantiana de la moral como autónoma y no heterónoma, libre de cualquier influencia material y basada en principios internos al individuo, aunque no niegan la libertad externa26. En suma, el imperativo categórico kantiano: «obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal»27. El Principio de Beneficencia aparece con Beauchamp y Childress como desdoblado y junto a él el de no maleficencia. El principio de beneficencia implica promover el bien y la realización de los demás. Beauchamp y Childress lo dividirían en principio de la beneficencia positiva, que nos obliga a obrar benéficamente a favor de los demás, y el principio de utilidad, que nos obliga a contrapesar los beneficios e inconvenientes para elegir lo más favorable, pues algunas intervenciones médicas, que son básicas para lograr la beneficencia del sujeto, conllevan riesgos. El principio de no maleficencia sería la obligación de no hacer daño intencionalmente, la máxima hipocrática del primum non nocere. Según la tradición medieval: «haz el bien y evita el mal»28. El principio de no maleficencia impone una obligación negativa: la prohibición de hacer el mal o daño, aunque los 25 Hay traducción española: Beauchamp, Tom y Childress, J., Principios de ética biomédica. Barcelona, Ed. Masson, 1999. 26 «La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma». Kant, M., Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Madrid, Ed. Espasa-Calpe, 1983, p. 28. 27 Kant, M., op. cit., p.72. 28 «Declinare a malo, et facere bonum, ad justitiam pertinent, ut eius partes, secundum propriam rationem boni et mali». Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II, q. 79, art. 1. c.

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autores no lo toman según el carácter absoluto que tienen los preceptos negativos de la ley natural en la teología moral católica. En el caso de la investigación médica, se trata de proteger los derechos ajenos, prevenir los daños a terceras personas o rescatarlas cuando están en peligro. El principio de justicia se refiere a lo que desde la tradición aristotélica se denomina como justicia distributiva; la injusticia conlleva una omisión o comisión que deniega o quita a alguien aquello que le era debido, que le correspondía como suyo, bien sea porque se le ha negado a alguien su derecho o porque la distribución de cargas no ha sido equitativa, lo que influye en leyes fiscales, distribución de recursos, etc. De hecho, Beauchamp y Childress citan el criterio formal atribuido a Aristóteles (casos iguales se deben tratar igualmente y casos desiguales se deben tratar desigualmente). Este formalismo implica de hecho el trato de cada caso, el casuismo. Pero, aparte del principalismo de Tom L. Beauchamp y James F. Childress, otros miembros de la comisión, como Albert R. Jonsen y Stephen Toulmin, formaron el denominado modelo casuístico29. Jonsen, antiguo jesuita, era gran conocedor del casuismo español de los siglos XVI y XVII; por su parte, Toulmin, autor procedente de la tradición de la filosofía analítica anglosajona (concretamente, del Segundo Wittgenstein), había defendido una teoría de la racionalidad muy cercana en la práctica al casuismo de Jonsen. Para ambos, los tres principios fijados tras una gran discusión lo fueron por estar enraizados en las tradiciones morales de la civilización occidental y por reflejar las decisiones de los miembros de la Comisión en cuestiones particulares de investigación con fetos, niños o enfermos. Era una forma de resolver múltiples casos. La propuesta básica de esta casuística es la de analizar diversas situaciones concretas en los cuales podrían descubrirse principios. En cualquier caso, no había una teoría ética universal y absoluta, sino distintas formas de probable aplicación, según la circunstancias, en oposición al intelectualismo moral que parecía deducirse del principalismo de Beauchamp y Childress. Esto suponía remontarse a la tradición aristotélica de la deliberación (boúlesis) sobre casos concretos. Aristóteles señala que la deliberación ha de realizarse siempre a la vista de las circunstancias concretas. Sería una ética de la virtud, basada en hábitos, frente a una ética intelectualista, de principios. En base a esta imposibilidad de principios absolutos, Tristram Engelhardt distingue en su obra Los fundamentos de la Bioética30 entre los «amigos morales», esto es, los grupos humanos agrupados en torno a preceptos religiosos, y por otro lado la bioética secular que funda su valor en ser un procedimiento para la convivencia, los que denomina como «extraños morales»31. Esta dicotomía entre ambos grupos parece insoluble sobre los principios a aplicar, salvo que 29 Su obra de referencia es Jonsen A. y Toulmin, S., The Abuse of Casuistry: a history of moral reasoning. Berkeley, Universidad de California, 1988. 30 Engelhardt, Tristram, Los fundamentos de la Bioética. Barcelona, Ed. Paidós, 1995. 31 Engelhardt, Tristram, op. cit., p. 455.

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consideremos la ética como el instrumento o el modo de solución de esas controversias, distinguiendo entre una ética secular formal32 (carente de cánones universales) y una ética religioso-continuista (con un canon universal que sería la fe en Dios. Para resolver el problema habría que conseguir una ética secular dotada de contenido, algo imposible. Pero Engelhardt considera que la moral de procedimiento podría fundamentar una bioética de procedimientos, lo que enlazaría con el casuismo de Jonsen y Toulmin, una «ética procesual», que aspiraría a formar una suerte de minima moralia, unos acuerdos base acerca del procedimiento a seguir para crear las normas. En suma, una «visión moral que pueda ser compartida por extraños morales, por las personas razonables como tales»33. De alguna manera, Engelhardt nos está diciendo que los principios no pueden ser absolutos, sino que presuponen una casuística concreta para su aplicación; los casos impondrían unas reglas limitadoras de los principios de beneficencia, autonomía y justicia según distintas circunstancias. 4. Principalismo y casuismo en el Padre Feijoo. 4.1. Principio de Autonomía. Volviendo al caso del Padre Feijoo, podríamos señalar que los principios del Informe Belmont están limitados o conformados por la distinción entre «amigos morales» y «extraños morales» que obliga a la formación de una minima moralia. Y es más, que estos principios y su limitación son identificables en los textos del benedictino. Así, para no caer en el formalismo kantiano del imperativo categórico y la autonomía de la conciencia individual, el principio de autonomía habrá de partir de los individuos humanos definidos según el canon corpóreo individual, heredado de la medicina clásica griega, sin perjuicio otras identidades nuevas (la identidad genética del ADN, por ejemplo). Pero este principio de autonomía ha de fundarse en un hecho notorio: la diversidad de cerebros de los distintos individuos. Esto implica que un feto nacido anencefálico no puede ser considerado un sujeto parte de la Bioética. El Padre Feijoo lo señala claramente al afirmar que es el cerebro y no el corazón, negando la autoridad de Aristóteles, el centro de la vida: «Pero aunque la autoridad de Aristóteles arrastró en este punto casi a todos los Filósofos de los siglos pasados; hoy, con mucha razón, reclaman contra él, y contra ellos muchos Físicos modernos, a quienes, sin la menor perplejidad, agrego mi dictamen. Lo primero, que el corazón sea principio del sentido, y movimiento, es un error tan grande, que se debe admirar, que haya caído en tan grande hombre. Los nervios son los instrumentos de toda sensación, y movimiento; y es visible, que los nervios no tienen su origen en el corazón, sino en el cerebro. Lo segundo, de aquí se infiere, que tampoco el corazón, sino el cerebro, es principio de la nutrición; porque ésta pende de tales, y tales 32 Engelhardt, Tristram, op. cit., p. 465. 33 Engelhardt, Tristram, op. cit., p. 53.

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movimientos, que en el cuerpo animado recibe el alimento, desde que entra en el estómago, hasta que segregada, y depurada con varias circulaciones la parte alimentosa, se incorpora, y fija en el viviente»34.

Como caso particular de la individualidad corpórea se presenta una cuestión de gran actualidad, ya planteada en tiempos de Feijoo, como es la de los gemelos siameses profundos, es decir, aquellos fetos unidos por alguna parte de su cuerpo, que planteaban más que nunca la pertinencia o no del canon prototípico humano. Es indudable que el principio de beneficencia es aplicable a los gemelos siameses, que son individuos humanos por tener partes comunes a los humanos canónicos; de hecho, el punto de vista católico del siglo XVIII opera con la misma regla actual del canon individual corpóreo actual: a cada individuo humano le corresponde una persona distinta, y a cada persona le corresponde un individuo. El benedictino reitera las mismas tesis en la revisión que realiza de un discurso suyo varios años después, señalando que «Dos fetos conglutinados, no es un cuerpo sólo, sino dos cuerpos conglutinados, porque cada feto es un cuerpo: y negar una verdad tan clara, es extravagancia suprema»35. Todo ello se comprueba que en la medicina actual, pues los siameses, aunque el riesgo de fallecimiento sea alto, siempre intentan ser separados por el cirujano. Sería una suerte de espiritualismo corporeista la tesis de Feijoo, doctrina en la que a cada cuerpo canónico le corresponde un Alma. Así contempló el benedictino el caso de un feto de dos cabezas hallado en la ciudad de Medina Sidonia. Feijoo defiende que el monstruo no es un sujeto corpóreo con dos personas, sino que en realidad se trata de dos seres humanos unidos per accidens. En consecuencia, estos dos seres, siguiendo el canon corpóreo humano, han de tener dos pares de pulmones, dos corazones, etc36. El benedictino aporta los datos recopilados por el monje alemán Juan Zahn, quien afirma que dispone de un catálogo de nada menos que treinta y cuatro

34 Feijoo, B. J., «Respuesta a la consulta sobre el Infante monstruoso de dos cabezas, dos cuellos, cuatro manos, cuya división por cada lado empezaba desde el codo, representando en todo el resto exterior, no más que los miembros correspondientes a un individuo solo, que salió a luz en Medina-Sidonia el día 29 de Febrero del año 1736. Y por considerarse arriesgado el parto, luego que sacó un pie fuera del claustro materno, sin esperar más, se le administró el Bautismo en aquel miembro», Cartas Eruditas y Curiosas, Tomo I (1742), Carta 6ª, 34. 35 Feijoo, B. J., «Paradojas políticas y morales», TCU, Tomo VI (1734), Discurso 1º, Paradoja Catorce, 134, Nota (a), 8. 36 Feijoo, B. J., «Respuesta a la consulta sobre el Infante monstruoso de dos cabezas, dos cuellos, cuatro manos, cuya división por cada lado empezaba desde el codo, representando en todo el resto exterior, no más que los miembros correspondientes a un individuo solo, que salió a luz en Medina-Sidonia el día 29 de Febrero del año 1736. Y por considerarse arriesgado el parto, luego que sacó un pie fuera del claustro materno, sin esperar más, se le administró el Bautismo en aquel miembro», Cartas Eruditas y Curiosas, Tomo I (1742), Carta 6ª.

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siameses nacidos en su lugar de residencia37, con un ejemplo de dos siameses, además de los hallados en Medina Sidonia, en Inglaterra, cuyo comportamiento le compelía a pensar que se trataba de dos personas distintas: «Ambos se vieron en Inglaterra; el uno en la Provincia de Nortumberland; el otro en el Condado de Oxford. Uno, y otro tenían dos cabezas, y cuatro manos; pero en todo el resto no parecían más miembros, que los correspondientes a un individuo. El primero vivió hasta edad de veinte y ocho años: con que se pudo notar, sin alguna ambigüedad, en la frecuente discordia de las voluntades, que había en aquel complejo dos almas. Razonaban recíprocamente. Unas veces estaban convenidos, otras opuestos, gustando el uno de lo que desplacía al otro. Murió el uno muchos días antes, que el otro, pudriéndose luego poco a poco el que sobrevivió. El segundo vivió solos catorce, o quince días. Pero aunque por ser tan breve su duración, no pudo llegar el caso de lograr el uso de la locución, hubo señas muy claras de la distinción de individuos, o de almas; porque sucedía dormir uno mientras velaba el otro; estar uno alegre, y otro llorando; y finalmente, murió el uno un día antes que el otro»38.

Afirmación que refuerza al comprobar que, teniendo ambos dos cabezas y por lo tanto dos cerebros, estamos ante dos individuos distintos, unidos accidentalmente: «Si cada uno de aquellos complejos tenía dos corazones, como el de esa Ciudad, el caso es idéntico; porque en lo demás también fue entera la uniformidad, teniendo así cada uno de aquellos, como éste, dos cabezas, cuatro manos, y la representación de todos los demás miembros correspondientes a un único individuo. Si no tenía cada uno de aquellos dos corazones, se sigue, que basta la duplicación de cabezas para inferir duplicidad de almas: con que de cualquier modo se infiere con la mayor certeza posible, que en el monstruoso complejo de esa Ciudad había, no una so la, sino dos almas . De modo que no me queda la m ás le ve du da e n que si hu bier a vivido algún tiempo, como los dos Anglicanos, hubiera dado las mismas señales sensibles de constar de dos almas. En la Relación no se expresa: pero de ella se infiere, que si no estaba muerto antes de salir del materno claustro, o murió al extraerle de él, o inmediatamente después de la extracción» 39.

Y así, aseverando que son dos individuos unidos de manera accidental, concluye Feijoo que ha de bautizarse al monstruo bajo condición, con una curiosa fórmula, ego te baptizo si non est baptizatus, ante la duda razonable de que la doctrina que él postula no sea cierta: «Por conclusión digo, que aunque los argumentos en que he fundado, que en todo monstruo bicípite se deben juzgar dos almas, u dos distintos individuos, sean, como me lo parece, de una gran solidez; como no se puede decir que prueban con 37 Feijoo, B. J., CEC, I, 6ª, 2. 38 Feijoo, B. J., CEC, I, 6ª, 13. 39 Feijoo, B. J., CEC, I, 6ª, 14.

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evidencia, y aun acaso se podrá dudar, de si fundan certidumbre moral (porque al fin en los discursos sobre materias pertenecientes a la Física, casi es transcendente la falibilidad) lo que en orden al Sacramento del Bautismo se debe hacer, siempre que un monstruo tal saliere en estado de poder recibirle, es aplicarle absolutamente sobre un a c abe za , co n la for ma di ri gida a u n individuo, ego te baptizo; y en la otra con la misma, proferida debajo de la condición, si non est baptizatus» 40.

Este Principio de Autonomía se ve seriamente comprometido ante casos como éstos, donde la propia denominación de gemelos siameses presupone que se trata de dos individuos que se concibieron por separado y, accidentalmente, nacieron unidos, pese a que hoy día se sabe que el feto puede sufrir alteraciones ontogenéticas (posiciones gravitacionales maternas, por ejemplo) que formen un solo individuo. De hecho, es difícil aplicar no sólo el principio de autonomía, sino también artículos como los 13, 16 y 20 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que reconocen a las personas el derecho a la libre circulación y residencia, la libertad de casarse y formar una familia y la libertad de asociación, a dos personas que permanecen unidas en un mismo cuerpo y que por lo tanto no pueden ni desplazarse libremente, ni contraer matrimonio libremente, ni tampoco elegir libremente una asociación distinta cada uno de ellos. 4.2. Principio de Beneficencia. El principio de beneficencia se basa en la Regla de Galeno, es decir: las partes constitutivas de los distintos sujetos humanos, incluso los fallecidos, son permutables entre sí mediante transplantes. Sin embargo, esta regla en Feijoo, en el estado de la Medicina en el siglo XVIII, causaría problemas en cuestiones como la transfusión de la sangre, que al no conocer los tipos de plasma sanguíneo en aquella época su utilidad era poco menos que azarosa: «De la colección de sucesos, que he referido, se debe inferir, que es insigne temeridad usar de la Transfusión para curar enfermedad alguna. Porque, aun permitiendo, (y es mucho permitir) que los experimentos referidos por Etmulero, merezcan igual fe, que los de la Academia; lo que se saca del cúmulo de unos, y otros es, que de los animales sanos, así hombres, como brutos, unos se deterioran con la Transfusión, otros no; que de los brutos enfermos sanan algunos: pero de los hombres enfermos mueren los más: luego, respecto de nuestras enfermedades, antes se debe juzgar la Medicina transfusoria perniciosa, que útil»41.

El principio de beneficencia y su desdoble en sentido negativo, el principio de no maleficencia, inciden en minimizar los riesgos para el paciente (un caso límite

40 Feijoo, B. J., CEC, I, 6ª, 53. 41 Feijoo, B. J., «Del remedio de la Transfusión de la sangre», Cartas Eruditas y Curiosas, Tomo I (1742), Carta 16ª, 10.

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sería el de los gemelos siameses, a quienes no habría que operar si su salud está en claro riesgo de ser separados), y sin duda el mayor mal es la muerte del paciente, y concretamente la de los más desfavorecidos, los no natos. Por lo tanto, el aborto sería uno de los mayores males a combatir desde el principio de beneficencia. Como es natural, hoy día los «extraños morales» y los «amigos morales» se encuentran muy polarizados en esta cuestión, pidiendo unos una ley de plazos cada vez más laxos para provocar el aborto, y otros defendiendo la vida del no nato desde el momento de la concepción. Pero también el principio de no maleficencia es aplicable a esa misma cuestión del aborto y sus leyes de plazos. Es lógico que los «amigos morales» católicos no acepten el aborto propuesto por los «extraños morales» laicos si el feto ya está animado. Pero aquí puede encontrarse una minima moralia al nivel de la ética y de la propia Medicina, en tanto que prescribe la fortaleza y se basa en la regla del «no matarás». En el caso de la teología católica, puede hablarse en términos parecidos, pues el feto humano, en tanto se supone animado, no puede ser abortado voluntariamente. Tal operación sería considerada feticidio, tal y como afirma el propio Feijoo: «La común persuasión de que el feto no se anima, sino muchos días después de la concepción, ocasiona muchos abortos maliciosos; porque juzgando, que no se pierde en la expulsión sino un poco de inánime materia espermática, se quita al delito aquel grande horror, que causa (suponiendo animado el feto) la consideración de quitar la vida a un hombre ya existente, y quitarle, no sólo la vida temporal, mas la eterna también. Es ciertísimo, que muchos, y muchas que por librarse, o ya de la infamia, o ya de la incomodidad, que les ha de ocasionar el parto, procuran el aborto; suponiendo inanimado el feto, temblarían de arrojarse a tan abominable exceso, si le juzgasen animado. Importa, pues, muchísimo, que todos estén en la persuasión de que, si no es cierto, por lo menos es muy probable, que el feto se anima, o en la concepción, o inmediatamente a ella»42.

Así, como minima moralia respecto al feto siguiendo la legislación actual, podría haber una «animación retardada», como se defendía en la perspectiva aristotélica-escolástica (40 días el feto masculino, 90 el femenino), en tanto que ambas posturas reconocen unos plazos. Sin embargo, el Padre Feijoo llega mucho más allá, pues en base a afirmaciones médicas (e incluso teológicas) señala que el feto está animado ya desde el momento de la concepción, o cuando menos que ésa es una opinión probable que ha de ser respetada y aplicada en caso de que sea necesario el bautismo de la criatura moribunda. Algo por otro lado ya refrendado por la propia Medicina de la época, al considerar que en el momento de la concepción había un ser humano perfectamente formado:

42 Feijoo, B. J., «Importancia de la ciencia física para la moral», Teatro Crítico Universal, Tomo VIII (1739), Discurso 11º, §. V, 31.

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«Para lo cual supongo (lo que nadie me negará) que en cualquiera tiempo, en que sea probable, que el feto está animado, se puede, y aún debe bautizar; pues sería una atrocísima tiranía exponer probablemente una alma, por negarle este socorro, a carecer eternamente de la vista de Dios. Puesto esto, subsumo así: Sed sic est, que es probable, que el feto desde el punto de la concepción está animado: luego en cualquiera tiempo que suceda el aborto, se debe bautizar»43.

Incluso Feijoo enmienda la posición de Aristóteles afirmando que el feto se nutre desde el momento de la concepción, y como en el hombre no puede haber forma vegetativa distinta de la sensitiva y la racional, estará vivo como ser humano desde el momento de la concepción: «Sólo propondré dos de sus argumentos. El primero, tomado de que el feto desde el punto de la concepción empieza a nutrirse, y crecer. Esto sin duda en virtud de alguna forma, que le actúa, y que tiene virtud vegetativa; pues todo lo que se nutre, y vegeta lo hace en virtud de alguna forma propia, e intrínseca, que tiene virtud vegetativa, y nutritiva. Pues como en el feto no podemos admitir forma vegetativa distinta realmente del alma racional, pues esto sería caer en el error de Aristóteles, parece preciso concederle alma racional desde el punto de la concepción. ¿Quién no ve, que esta razón por sí sola, y aun separada de todas las demás, tiene suficiente peso para hacer probable la sentencia? El segundo argumento se forma sobre la Festividad de la Concepción Inmaculada de nuestra Señora, en cuyo punto la Iglesia celebra a la Santísima Virgen adornada de la gracia: Luego desde aquel punto la supone animada, pues la gracia supone alma, a quien informe, y santifique»44.

La Iglesia católica, tomando la posición de Feijoo, defendería la no maleficencia al ser humano, excluyendo la no maleficencia para la Naturaleza, en tanto que se encuentra subordinada al servicio de las necesidades humanas. Así lo manifiesta también Feijoo cuando se pregunta «Si es racional el afecto de compasión, respecto de los irracionales»: «Y al contrario siento, que en un corazón capaz de sevicia hacia las bestias no cabe mucha humanidad hacia los racionales. Ni puedo persuadirme a que quien se complace en hacer padecer un bruto, se doliese mucho de ver atormentar a un hombre. Los Atenienses, que fueron los más racionales de todos los Gentiles, no sólo miraron esto como indicio de genio poco piadoso, mas aun de positivamente cruel. Y así castigaron severamente, según Plutarco, al que desolló vivo un carnero; y según Quintiliano al muchacho, que tenía por juguete quitar los ojos a las codornices. Y el Padre Famiano Estrada (lib. 7. de Bello Belgico) aprueba el dictamen de los que notando, que el Príncipe Carlos, hijo de Felipe Segundo, siendo niño, se deleitaba en matar por su mano, y ver muriendo palpitantes las liebrecitas pequeñas, hicieron concepto de su índole desapiadada, y feroz»45.

43 Feijoo, B. J., TCU, VIII, 11º, §IV, 21. 44 Feijoo, B. J., TCU, Tomo VIII, Discurso 11º, § IV, 22. 45 Feijoo, B. J., Cartas Eruditas y Curiosas, Tomo III (1750), Carta 27º, 8.

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En consecuencia con las afirmaciones del benedictino, se defenderá como minima moralia la no depredación de la naturaleza, pues tanto animales como plantas son necesarios para la vida humana (hoy en peligro de extinción muchos de ellos). Sin embargo, pese a que el cristianismo no predica la depredación de los animales, como se ve en el caso de Feijoo y de forma más radical con la orden de los Franciscanos, sí se considera en esta protobioética católica que los animales, dentro de una Scala Naturae fijista, se encuentran a nuestro servicio y están al cuidado, dentro de la jerarquía celestial, de los ángeles, por lo que no cabe su extinción y no ha de haber especial cuidado al respecto: «Entre los que creen, que el mundo desde s u creación hasta aho ra, está padeciendo una sucesiva decadencia mayor, y mayor cada día [...] hay muchos, que entienden esta pérdida, no sólo de los bienes muebles, mas también de los raíces: quiero decir, no sólo de los individuos, mas también de las especies. Afirman, pues, que no sólo dentro de cada especie de los individuos son menos robustos, activos, o vigorosos, mas que también algunas especies absolutamente se extinguieron; y tales, que debemos lamentar su falta, y envidiar su posesión a los pasados siglos, por su ventajosa utilidad para el servicio del hombre. [...] Pudiera esta opinión impugnarse con una doctrina teológica de Orígenes, San Agustín, Santo Tomás, y otros Padres, y Doctores, los cuales, fundados en algunos lugares de la Escritura, enseñan, que la custodia de los Ángeles, no sólo se extiende a los hombres, pero a todas las criaturas visibles; mas con esta diferencia, que para cada individuo de la especie humana está deputado su especial Ángel de guarda. En las demás especies no están distribuidos por individuos, sino que de cada especie cuida un Ángel sólo. De este modo está repartida entre varios espíritus Angélicos la custodia de los Cielos, de los Astros, de los Elementos, de los Brutos, Plantas, Metales, Piedras, &c. descansando (que viene a ser la frase con que se explica el Damasceno) todo el Orbe sobre sus hombros»46.

El límite del principio de no maleficencia se encuentra en el cadáver total, que no pertenecería a la Bioética, salvo en tanto que partes suyas (hoy día los tejidos o los órganos; en la época de Feijoo la sangre y la medicina transplantatoria en general) reinsertables en sujetos vivos. Desde el punto de vista católico, el cuerpo humano muerto, sin Alma, es materia informe y por lo tanto no pertenece al campo de la Moral ni de la Ética. Lo único que importa desde esta perspectiva es determinar cuándo se produce la muerte del individuo, para poder realizarle la absolución sacramental (sub conditione, al igual que a los siameses ya señalados) antes de que expire. La muerte, incluso a día de hoy, ni siquiera tiene una concreción científica, a pesar de los instrumentos de que dispone la medicina actual: ni el encefalograma plano ni el espejo empañado en tiempos de Feijoo son señales completamente certeras de fallecimiento47. 46 Feijoo, B. J., «Hallazgo de especies perdidas», TCU, Tomo VI (1734), Discurso 4º, §. I- II, 2. 47 Esta preocupación podemos comprobarla en los numerosos casos de enterramientos prematuros que señala Feijoo en su discurso «Señales de muerte actual», TCU, Tomo V (1733), Discurso 6º.

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4.3. Principio de Justicia. Sin duda el principio más problemático de localizar en Feijoo de los manejados por la Bioética actual es el principio de justicia. Desde nuestro punto de vista, ha de considerarse como principio meramente formal, puesto que es imposible la igualdad entre individuos (no hay clonación absoluta, en virtud del principio de identidad de los indiscernibles de Leibniz); la igualdad ha de resolverse en virtud de algún contexto determinado: igualdad económica, de altura, de peso, etc. Ya Aristóteles aplicaba la justicia conmutativa a los libres, los iguales, pero en este caso los no católicos tendrían restringido este principio, al ser «extraños morales». De hecho, aplicando la justicia distributiva, que parece vehicular a los acuñadores de este principio de justicia, los «amigos morales» católicos del siglo XVIII restringirán el principio de justicia a los católicos, aunque con la tendencia a extenderlo a toda la humanidad mediante la predicación, en tanto que sólo la Gracia, por encima de cualquier sociedad política determinada, elevará al hombre a la dignidad personal: extra ecclesia nulla salus. José Manuel Rodríguez Pardo C/Ceriñola, 18 1º B CP 33212 Gijón [email protected]

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EL FRANKENSTEIN DE MARY SHELLEY (1797-1851).1 Francisco Rodríguez Valls. Universidad de Sevilla Resumen: 1.- Introducción. Frankenstein en el imaginario colectivo; 2.- La génesis de Frankenstein. Lo antiguo y lo nuevo en la gestación de la obra; 3.- ¿Qué tiene Frankenstein que aportar a la historia de la humanidad?; 4.- Las ediciones de Frankenstein. Abstract: 1.- Introduction. Frankenstein and popular belief; 2.- Frankenstein´s genesis. Ancient and new in the making of the tale; 3.- Frankenstein´s contribution to the history of mankind; 4.- Frankenstein’s author editions.

1.- Introducción. Frankenstein en el imaginario colectivo. Frankenstein ha adquirido la categoría de mito popular. Forma parte del conocimiento habitual de la tradición que todo ciudadano occidental tiene de su cultura. Lo moderno de sus propuestas ha hecho que sea más conocido que otros productos de la cultura como puedan ser la genealogía de los dioses contenida en la Teogonía de Hesíodo o incluso que las narraciones de la mayoría de los libros de la Biblia. En el imaginario colectivo, el mito de Frankenstein ha superado las categorías del espacio y del tiempo donde se gestó: quizás la mayoría no sepa quién lo escribió, en qué lengua se redactó o los lugares donde se desarrolla la historia. El mito de Frankenstein ha adquirido el carácter anónimo de los relatos populares que superan al autor y el aquí y ahora donde se dio. Es un anónimo encarnado en el espíritu del pueblo. El mito popular narra la pasión de un científico loco que pone a su obra por encima de todo límite ético posible y que crea una criatura monstruosa recomponiéndola de trozos de cadáveres, una criatura que por su fealdad inasumible y por la soledad infernal en la que se descubre se revuelve contra su creador destruyéndolo. El éxito que tuvo tras su publicación fue enorme hasta el punto en que vio tres ediciones diferentes en vida de la autora, fue llevada al teatro con un éxito sin cuento, tuvo innumerables secuelas en el ámbito de las historias de terror, se escribía sobre él en los periódicos y se quiso interpretar por las corrientes posteriores como el monstruo del inconsciente que se revuelve contra el yo consciente o como la clase obrera alzándose contra la opresiva clase burguesa. La literatura de terror, el psicoanálisis y el movimiento revolucionario del XIX aprovecharon su influencia.

1 El primer borrador de este texto fue pronunciado como conferencia el día 29 de Octubre de 2009 dentro de los actos programados en la Semana gótica de Madrid.

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En el siglo XX hay que destacar la enorme repercusión cinematográfica que tuvo. Tanto en su vertiente trágica como cómica, siendo más exactos o menos al original literario, destacan en elaboraciones sobre su temática directores como James Whale, Kenneth Branagh, o el español Gonzalo Suárez. Por no decir nada de elaboraciones futuristas del mito que plantean los límites mismos de la humanidad en la temática que aborda la ciencia y la tecnología del siglo XX como es el caso de la película de culto Blade Runner. Mi intención aquí no es abordar el mito tal y como se da en el imaginario colectivo, mi intención es más modesta porque quiero presentarles el Frankenstein tal y como lo concibió su autora. Y la pregunta que quiero responder es cómo se acrisolaron en la mente de una joven de dieciocho años — que era la edad que tenía Mary Shelley cuando concibió la idea de su historia— los temas de su época y de su biografía personal para que dieran como resultado un producto que iba a superar todas las perspectivas, incluso, según algunos, los mismos méritos literarios de la obra tal y como quedó redactada. Quiero hacerlo tratando tres puntos fundamentales: explicar la génesis de la obra tal y como la conocemos hoy en día, explicar qué tiene que aportar esa obra a la historia de la humanidad y, por último, detenerme un momento en las diferentes ediciones de la obra para hacerles alguna reflexión que pueda serles de interés para acercarse más a ella. 2.- La génesis de Frankenstein. Lo antiguo y lo nuevo en la gestación de la obra. Mi intención en este punto es centrarme en la formación de la novela tal y como fue concebida por Mary Shelley y que fue el centro a partir del cual se transformó en mito popular. El Frankenstein de Mary Shelley toma muchos elementos de la tradición literaria y filosófica y de los movimientos contemporáneos con los que ella estaba muy familiarizada. Pero no se reducen ni a unos ni a otros. La obra aprovecha lo pasado y lo presente, pero no es repetición. Utilizando un término de un filósofo de la misma época de Mary, G.W.F. Hegel, Mary hizo una Aufhebung, una síntesis superadora, de lo antiguo y lo contemporáneo en una creación productiva para el futuro. Nos enfrentaremos ahora con qué es lo pasado y lo contemporáneo en Frankenstein. Antecedentes clásicos de la temática: dar vida a lo inerte. Las narraciones en las que se confiere vida a lo inerte no son extrañas en la historia de la humanidad. No sólo lo testimonian las creaciones por parte de diversos tipos de dioses, sino también la intervención de hombres con un especial conocimiento de la naturaleza. En ese sentido, la novela Frankenstein no aporta una novedad radical. Un ejemplo lo tenemos en el caso, muy relacionado con la obra que tratamos, del propio Prometeo. Prometeo, tal y como cuenta Ovidio en el libro I de las Metamorfosis, es plasticator, es decir, forma a los hombres con arcilla de la tierra [474]

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como lo hace un alfarero con sus obras y los inspira con su aliento. También en la antigüedad clásica, concretamente —como una de sus fuentes— en el libro X de las Metamorfosis, aparece el mito de Pigmalión. Este rey de Chipre, buscando a la mujer ideal la esculpe en mármol y pide a Venus el día de su fiesta en la isla que le conceda por esposa a alguien semejante en hermosura. Venus, agradecida por los sacrificios que Pigmalión le ha ofrecido ese día, convierte a la estatua en una mujer de carne y hueso cuando el rey la toca a su regreso de la fiesta. Otro ejemplo es la leyenda medieval del Golem, llevada a su máxima expresión en el libro homónimo de 1915 de Gustav Meyrink. En la Praga del siglo XVI un rabino hebreo conocedor de la Cábala moldeó una estatua de arcilla para que lo ayudara en sus quehaceres y colocó tras sus dientes una palabra mágica numérica que significaba la vida. Cuenta la leyenda cómo el Golem cayó en un delirio que le llevó a escaparse y a destrozar todo a su paso. El rabino se le enfrentó y borrando la palabra de su boca lo volvió a su original estado inerte. Además de la Cábala también tenemos los ejemplos de los alquimistas y magos medievales que buscaban en sus matraces la piedra filosofal, la panacea universal y el secreto de la vida misma. Esa imagen está presente en la obra de los maestros alquimistas que son inspiración de Víctor, entre otros Alberto Magno y Cornelio Agripa. Posiblemente la imagen literaria más lograda de esa búsqueda la tenemos en un libro que es un poco posterior a Frankenstein, del año 1826, el Fausto de Goethe, en el que en el segundo acto de la segunda parte, Wagner consigue crear en sus redomas un homúnculo que reclamará su derecho a la vida y se enfrentará dialécticamente no sólo a su hacedor sino incluso al diablo. Otro ejemplo en el que quizás están pensando y que forma parte de nuestro conocimiento habitual es en Pinocho: también en él se convierte un trozo de madera en un niño de verdad. Pero, permítanme que les defraude, el cuento de Carlo Collodi fue publicado en el año 1883 y, en consecuencia, no tiene influencia en la génesis de la obra. Ante esos ejemplos, que ponen de manifiesto que la creación de la vida es un tema presente desde antiguo, permítanme que llame su atención sobre las fuentes que dan origen a la vida nueva: en todos los casos son producto de fuerzas que están más allá de lo humano. Prometeo es hijo de un Titán y cuenta con el amparo de los dioses, la Venus que transforma la estatua es una diosa con poderes sobrenaturales, el rabino usa del poder sobrenatural de la magia que le proporciona sus conocimientos de la Cábala y, con respecto a los alquimistas, ¿quién puede negar que su actividad no es cercana al ocultismo, la nigromancia e incluso al satanismo? Si lo tomamos como ejemplo de síntesis de tradiciones, el propio Mefistófeles está presente en la gestación del homunculus. Por su parte, y eso es lo nuevo que introduce Mary Shelley, Victor no usa de lo sobrenatural para su propósito, aparece como un filósofo natural, un científico, que usa del conocimiento racional para llevar a cabo su experimento. En Víctor es el hombre, sólo el hombre y su inteligencia, quien saca vida de lo inerte, gesta la vida a partir de la muerte con el propósito de dar al ser humano la vida eterna aquí en la tierra.

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Antecedentes científicos: la congruencia de Frankenstein con la ciencia del siglo XIX. El prólogo de la edición de 1818 de la novela comienza afirmando que el experimento que propone no debe ser considerado como “del todo imposible” y para avalar esa afirmación cita el testimonio de la ciencia de su tiempo. Tenemos datos suficientes para saber que tanto Mary como el círculo romántico en el que se movía tenía conocimiento de los problemas fundamentales de la ciencia del momento y para saber que la posibilidad de crear vida desde lo inerte había sido discutida entre ellos en las fechas en las que a Mary se le ocurre el tema de la novela. Por concretar un poco más, hay constancia en sus diarios de que en 1816 había estado leyendo los libros Elementos de filosofía química y Discurso introductorio a un curso de lecciones de química del reputado científico Sir Humphry Davy. También se sabe que conocía los trabajos de Erasmus Darwin, abuelo de Charles y amigo de la familia Godwin, de quien se decía que había devuelto a la vida a un vermicelli aplicándole corrientes eléctricas, así como los trabajos, más representativos vistos con el paso de los años, de Franklin, Galvani y Volta. Según esas teorías, y en lo que a nosotros respecta, hablar del secreto de la vida es hablar del secreto de la electricidad. El cuerpo vivo era concebido como un generador autónomo de electricidad que se desenvuelve según las reglas que determinan la naturaleza de la electricidad. El movimiento de los nervios y los músculos era resultado de aplicar diversas corrientes eléctricas. Lo que se desconocía de la naturaleza de la vida eran los procesos químicos que generaban autónomamente esas corrientes. Si se descubriera ese proceso de producción autónoma se sabría el secreto de la vida. Ese es el gran descubrimiento de Víctor y el que decide no desvelar nunca cuando descubre el horror que su aplicación había producido. En el sentido anterior, la temática que aborda Frankenstein no es del todo original ya que, por decirlo así, estaba en el ambiente como una pretensión legítima de la ciencia del momento. Lo más original es poner en la figura de Víctor al descubridor de ese ansiado secreto: un científico brillante pero solitario y amigo de unir el espíritu de la sabiduría antigua con la ciencia moderna. Ese personaje se atreve a romper los límites que otros no se atrevían a traspasar, pero también a dar marcha atrás en beneficio de la humanidad cuando al hacerlo descubre el mal que ha producido. Pero esa idea no la debe Mary a sus conocimientos de ciencia sino a su estrecho contacto con el círculo romántico. Antecedentes literarios y filosóficos. La influencia del círculo romántico. Como es bien sabido, la primera edición de Frankenstein, impresa de forma anónima, la dedica Mary a su padre William Godwin. Esa es posiblemente la influencia más decisiva en el escrito de Mary y no sólo por la lectura directa de sus obras que hizo. No está de más destacar el ambiente de cultura que Mary vivió en su casa y el ejemplo de responsabilidad intelectual que le dieron sus padres. En su madre Mary Wollstonecraft, a la que no llegó a conocer, tuvo el [476]

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ejemplo expreso de luchar contra las convenciones sociales y de oponerse al pensamiento dominante. No en vano su madre tuvo la osadía de contestar en 1791 a los influyentes razonamientos que E. Burke hizo en su libro Reflexiones sobre la Revolución Francesa con un manifiesto de apoyo a la Revolución en su escrito Vindicación de los derechos del hombre y, al año siguiente, concretar sus pensamientos en el género femenino en su obra Vindicación de los derechos de la mujer. Su padre tampoco quedaba atrás y, especialmente por su obra de 1793 Investigación acerca de la Justicia Política, se le consideraba como uno de los pilares básicos del anarquismo de la época. Los libros de sus padres fueron ampliamente discutidos en su momento y despertaron movimiento social en su favor. Y Godwin promovía la difusión de su pensamiento: su casa era lugar de encuentro de la vanguardia de la época y refugio de filósofos, poetas y literatos malditos o, como hoy diríamos, alternativos. No es extraño, por tanto, que el joven poeta radical Percy Shelley acabara recalando en el hogar de los Godwin. No sería verdad decir que a Mary se le ofreció la mejor educación posible, pero se la orientó en los estudios, se le permitió libre acceso a la biblioteca de su padre y en su hogar conoció y escuchó a los que por aquel entonces tenían algo que decir en Europa. El ambiente de los creadores de la época estaba en su casa. Esa situación hizo que desde muy joven se interesara por autores que han dejado su presencia en su novela a través de ideas como la bondad natural del ser humano y cómo la sociedad corrompe sus buenas inclinaciones y sentimientos originales como defiende Rousseau en El Emilio, cómo se forman las ideas desde la experiencia rechazando todo innatismo según los esquemas dispuestos por Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano o la presencia de la necesidad de la “simpathy” para ponerse imaginativamente en el lugar del otro y comprenderlo de forma adecuada tal y como está enunciada en la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith. Todas esas referencias son expresas y las conocemos por la lista de lecturas que la joven Mary incluía en sus diarios. Con Shelley, el joven poeta ya casado, expulsado de Oxford por ateo, desheredado por sus tutores, escapa Mary hacia Europa en 1814. Con Shelley conocerá el espíritu del Romanticismo y a la figura del héroe romántico. A través de él conocerá también al entonces poeta más grande de Inglaterra: Lord Byron. En Víctor se ha visto representada a la figura de Shelley, que usaba ocasionalmente ese mismo pseudónimo. Ya sabemos que resumir el movimiento romántico es imposible por la diversidad de variaciones que tuvo en toda Europa y las diferentes etapas en las que se realizó. Es difícil encontrar un espíritu común a Shelley, Novalis o Bécquer, pero no creo aventurarme demasiado si afirmo que un elemento esencial a su perspectiva es su ansia de infinito: no podemos contentarnos más que con todo. De ahí el espíritu revolucionario propio del movimiento que le lleva a enfrentarse con todo aquel que establezca un límite que pretenda ser eterno y objetivo. Pero también es propio de la aspiración romántica a lo infinito su idea de que el ser humano consigue alcanzarlo sólo paso tras paso y quebrándose en su consecución: los encargados de hacer lo infinito son seres finitos que sólo pueden dar un pequeño paso antes de quedar consumados por el tiempo. De ahí que sea propio del romántico su gusto por la ruina, el [477]

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templo o la mansión derruida y cubierta de hiedra, por el cementerio, por la noche en la que se respira el fracaso de lo humano y se da rienda suelta a otros espíritus más poderosos. Pero a través de la ruina del templo se ve el cielo estrellado, frente a la cruz medio caída de la tumba se alza la luna llena victoriosa, es decir, se sigue anunciando el infinito como aquello a lo que el hombre sigue aspirando. El verano de 1816. Dar vida a lo inerte, los problemas de la ciencia del siglo XIX, las influencias filosóficas y las aspiraciones y el ambiente propio de los románticos. Nada de eso es por separado radicalmente original en la obra. Pero, sin embargo, sí lo es hacer una buena síntesis de todo ello. Todo se fundió en el crisol en los meses de verano del año 1816. En aquellas fechas Mary y su marido Percy, acompañados de la hermanastra política de Mary, Claire Clairmont, se encontraban en Suiza y coincidieron en los alrededores del lago Ginebra con Lord Byron, siempre acompañado de su médico personal el doctor William Polidori. Los protagonistas narran en sus diferentes escritos personales cómo el tiempo fue excepcionalmente lluvioso y frío aquel verano y cómo pasaban juntos las veladas en animada conversación o entregados a la lectura privada o en común. Ellos no sabían que al año 1816 se le conocerá a partir de entonces como el “año sin verano” debido a los cambios que produjo en la atmósfera terrestre la violenta erupción del volcán Tambora, hoy indonesio, ocurrida entre el cinco y el quince de Abril de 1815. Muchos de los encuentros se producirán en Villa Diodati, lugar de residencia de Byron y que había sido habitada durante el siglo XVII por el literato inglés John Milton2. Sabemos que en esos encuentro se trató de los problemas de la ciencia de la época, conversaciones en las que tendría una función destacada la opinión de Polidori como experto en ciencia, se trató de los proyectos literarios que ocupaban a los presentes y que, como diversión, leyeron en una versión francesa los relatos contenidos en el libro alemán conocido como Fantasmagoriana. En ese ambiente tenemos los ingredientes que necesitamos salvo uno: el afán de crear algo nuevo. Eso surgió cuando Byron propuso que cada uno de los cinco participantes redactara un relato de terror para leerlo en común. Esa invitación, que en algunos de los presentes cayó en saco roto, despertó el afán creativo de Mary e hizo que se pusiera a buscar tema para ello. El resultado fue un primer borrador de Frankenstein que, a impulsos de su marido, alargó hasta darle extensión de novela. Dos años más tarde, en 1818, saldría publicada anónimamente. 2 La referencia a Milton en el texto no es extemporánea ya que la influencia que tuvo su obra El paraíso perdido en toda la literatura posterior y, especialmente, en el Romanticismo inglés roza prácticamente lo proverbial. No sería extraño que en las conversaciones en la villa durante ese verano saliera a relucir más de una vez el nombre de ese autor y el tema de su obra más emblemática: la expulsión del Paraíso como consecuencia de la transgresión de la ley divina que supuso el pecado original.

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Como consecuencia de lo dicho en la totalidad del punto segundo podemos llegar a la conclusión de que en Frankenstein coinciden una temática que podríamos tildar de ciencia-ficción y un entorno de narración romántico que podríamos encuadrar, como se ha hecho con más o menos razón, en la novela gótica. Ambos elementos están en perfecta simbiosis. Frankenstein es una novela de terror natural en la que se unen lo fantástico “no del todo imposible” creado por la ciencia y una narración que pone al límite la experiencia humana y nos hace aprender de ello. Es, repito, una novela de terror natural: en ella no se aparecen fantasmas ni demonios. 3.- ¿Qué tiene Frankenstein que aportar a la historia de la humanidad? Frankenstein ha hecho una valiosa aportación a la literatura de terror. Sin duda, su argumento está a la altura de otras novelas inigualables como puede ser la más tardía obra de Bram Stoker Drácula (1897). Su presencia ha sido constante desde que se escribió y las secuelas que ha tenido son innumerables. Como antes he tenido ocasión de comentar, la síntesis de elementos que hace le otorga una novedad temática en el género. Su tema y la forma en la que está narrado hace que se despierten emociones nuevas y, sin lugar a dudas, aporta conocimientos parciales de la naturaleza humana al ponerla en situaciones límite cuando enfrenta temáticamente los entornos vitales de Víctor y de su criatura: más que decir que ambos son protagonistas cabría decir que los dos son antagonistas y que, por eso, su encuentro no puede acabar más que con su mutua destrucción. Cabe esperar desarrollos nuevos en literatura dentro de esa línea temática. También ha sido fuente de numerosas reflexiones al haber hecho pensar sobre la importancia de lo que podríamos llamar el “límite ético” en la elaboración de la ciencia y en sus aplicaciones tecnológicas. Además lo hizo en el momento oportuno: cuando la especie humana comenzaba a pensar que el conocimiento científico le podía dar el dominio absoluto sobre la naturaleza. En esos momentos comienzan los albores del positivismo y la pretensión de que sólo la ciencia puede ser guía de la humanidad y sólo a través de ella se puede alcanzar lo que ellos mismos denominaron como “orden y progreso”. Decir, en ese momento, que también la ciencia puede llevarnos a la ruina y causar la mayor de las desgracias supone ir más allá del horizonte intelectual de su tiempo y situarse ante él con una mirada crítica. ¿Cuál es el límite ético que Mary señala en su obra? Mary no critica de Víctor su pasión por el conocimiento ni su afán de contribuir con grandes obras a la humanidad, tampoco el experimento en sí mismo. Lo que critica es no haber pensado que su experimento era la creación de una persona y que, en consecuencia, aquello que iba a ser su resultado debía ser acogido como algo único tanto por él como por toda la humanidad. Mary pone los límites de la actividad científica en el respeto a la dignidad de la persona, signifique esto lo que pueda significar. El largo debate suscitado y que promovió Frankenstein ha cuajado en una toma de postura social ante la ciencia y la técnica y ha abierto [479]

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campos como pueden ser, entre otros, la política científica o la bioética. A este respecto, las reflexiones que se realizan en la novela pueden ser de interés para profundizar en lo que desde la década de 1950 se conoce como transhumanismo3. El transhumanismo propone que la especie humana tome el control de su propia evolución, que según los mecanismos naturales es aleatoria y muy lenta, y utilice sus conocimientos para realizar mejoras biológicas y mentales en ella tanto a nivel de individuo como a nivel de especie. Hacer implantes tecnológicos para mejorar, por ejemplo, la fuerza, la resistencia, la capacidad de memoria y de reflexión sería, según ellos, ventajoso desde todos los puntos de vista. En lo que a nosotros atañe: ¿qué elementos del cuerpo o de la mente podemos cambiar —a través de transplantes o implantes— sin afectar al concepto mismo de humano? Si alteramos la memoria de un cerebro o lo cambiamos por otro, ¿sigue siendo el mismo yo? ¿Podríamos construir cyborgs esclavos, mitad biológicos, mitad máquina? La imagen prometeica del Victor formador y transgresor de los límites de la naturaleza humana tiene mucho que decir, al menos como fuente de inspiración, en lo que respecta a qué es una persona y cual es su dignidad. Pero aún creo que hay una tercera aportación que hace Frankenstein a la historia de la humanidad y que toca muy de cerca a los seres humanos del siglo XXI. Frankenstein es un experimento que ahora estamos comenzando a comprender y sobre el que quiero llamar la atención para fomentarlo: Frankenstein nos hace ver la realidad desde el punto de vista de la diferencia. Eso, aunque parezca una simple palabra, supone una aportación esencial que voy a explicar de manera breve aún a riesgo de caer en simplificaciones. Durante la mayor parte de la historia de Occidente se ha estudiado al ser humano buscando definir su esencia. El camino que se pretendió para ello fue analizar lo que tenemos en común, aquello en lo que coincidimos, con el propósito de hacer una ciencia del hombre: las características del ser humano debían estar presentes en todo ser humano. Eso era coherente con la idea de ciencia que se manejaba en la Grecia clásica y que afirmaba que toda ciencia era de lo universal y sólo de lo universal. El resto de las situaciones se podían considerar como accesorias y prescindibles y había que tildarlas de accidentales. Lo individual no tenía consistencia teórica suficiente como para necesitar comprenderlo. La antropología que se construyó se enmarca dentro de lo que podemos llamar una ciencia de la identidad del hombre y de lo universal humano. En ella se destacan los aspectos cognoscitivos y abstractos frente a los más existenciales y concretos, que quedaban relegados a un segundo plano. Esa idea funcionó ampliamente salvo en momentos concretos de la historia, como es el caso de la filosofía grecoromana, de tal manera que dejaron de tratarse las cuestiones más existencialmente problemáticas para los seres humanos como son la diferencia 3 El término fue formulado por Julian Sorrel Huxley, hermano del autor de Un mundo feliz y nieto del biólogo darwinista T. H. Huxley. Para entender de manera sintética las tesis del movimiento y sus consecuencias filosóficas cfr. H. Velázquez Transhumanismo. Libertad e identidad humana. Thémata nº 41 (2009), págs. 577-590.

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sexual, la diferencia cultural, épocas de la vida como la vejez o la juventud, el peculiar conocimiento del mundo y del hombre que ofrece la experiencia vital de la amistad, etc. Heredera de esa idea, aunque ha seguido derroteros históricos distintos más de índole social que especulativa, es la creciente conciencia de que todos los seres humanos somos iguales. No voy a criticar esa idea porque soy de esa opinión, siempre y cuando se matice lo suficiente: todos los seres humanos somos iguales en derechos, pero eso no quiere decir que nuestras vidas tengan que ajustarse a un parámetro existencial claramente determinado. Legislar para todos o saber del hombre no quiere decir legislar o saber para un universal abstracto que se considera lo normal y al que hay que ajustarse para ser concebido como humano. Desde la perspectiva que les estoy explicando decir que todos los hombres son iguales equivale, precisamente, a anular lo que cada uno de ellos es propiamente. Si es verdad que todos los hombres son iguales y eso fuera cierto, también lo sería que da igual cada uno de los hombres singulares porque son perfectamente intercambiables los unos por los otros: no habría objeción para un utilitarismo salvaje que viera al ser humano como un conjunto de piezas idénticas a las que sustituir por otra igual cuando se estropean. Frente a una antropología de la identidad y de la universalidad de la esencia se ha propuesto en las últimas décadas del siglo XX una antropología de la diferencia y de la pluralidad de las existencias. No se trata de negar algo común a lo humano como podría ser, por ejemplo, su capacidad de lógos y su autonomía moral, sino de no exagerar y torcer la búsqueda de aquello en lo que coincidimos hasta el punto de olvidar que lo que de verdad somos tiene mucho que ver con la particularidad. En las últimas décadas se ha llegado a hablar de antihumanismo y de muerte del hombre. No quiere decirse con ello que el hombre ya no exista o que haya que matarlo. Lo que tienen que cambiar son las categorías con las que lo comprendemos porque las antiguas se han quedado estrechas para recoger las manifestaciones de lo humano que existen hoy día y que son absolutamente legítimas. Dicho de otra manera: ser diferente debería ser lo normal. Nadie tiene que avergonzarse de no ajustarse a la norma porque lo realmente falso es la norma. Es en esa dimensión donde Frankenstein tiene mucho que aportar todavía. Al hablarnos de la experiencia de un monstruo, al hablarnos incluso el monstruo en primera persona, nos está hablando lo diferente desde su punto de vista y nos suministra elementos para que lo podamos comprender de forma adecuada: comprender sus pensamientos y sentir sus sentimientos. Pensar en la identidad de un monstruo es pensar en la identidad de aquello que es diferente. Incluso el Diccionario de la RAE cae en el prejuicio esencialista al definir al monstruo como una “producción contra el orden regular de la naturaleza”. Le falta decir, permítanme la ironía, que hay que entenderlo como un error de la naturaleza. En Frankenstein ese “error” habla en primera persona y nos llama a escuchar las características con las que quiere ser recibido por el mundo de las personas que se ajustan a la norma. ¿Cómo entendemos habitualmente nuestra identidad? La filosofía ha sido rica en enumerar los parámetros a través de los cuales nos comprendemos a nosotros [481]

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mismos. La memoria destaca entre ellos: somos nuestra historia recordada, dar cuenta de nosotros es narrarnos a través del tiempo del que guardamos memoria. Y sin embargo, la criatura viene al mundo con plena conciencia pero sin contenidos dentro de ella. Y la narración que cuenta es su lucha contra aquellos que no le reciben por no ser normal, su identidad es una identidad negativa: soy lo que no son los demás o, incluso, soy contra los demás. Otro parámetro es el cuerpo: yo soy mi cuerpo, un conjunto de materia a través de la cual me expreso de forma unitaria. Pero la criatura tiene un cuerpo deforme y fuera de medida y, si seguimos la imagen habitual del mito, es un mixtum compositum de cadáveres humanos. ¿Cuál es su identidad corporal? Otro parámetro de identidad es nuestra relación con los otros en sus diferentes niveles: la familia de la que heredamos los apellidos, los amigos con los cuales nos socializamos, la comunidad política que nos acoge como ciudadanos, la comunidad humana que nos acoge como personas, etc. Y, sin embargo, ¿qué identidad social tiene la criatura? Sin familia que lo reciba y eduque, sin amigos ni iguales entre los que crezca la autoestima, sin nación y sin comunidad que lo reciba como persona, siendo él el único de su especie. La novedad de Frankenstein es que nos hace ver al otro no desde el punto de vista de aquello en lo que coincidimos con él sino escuchar su propia voz desde la diferencia que expresa. Y la conclusión a la que se llega, aunque pueda estar oculta por el desenlace final de la novela en la que el mundo de la normalidad burguesa representada por Víctor es aniquilado junto al mundo de la excepción representado por la criatura, es que lo diferente tiene derecho a ser aunque para aceptarlo tal y como es tengamos que crear un lenguaje nuevo, hacer nuevas categorías de lo humano para poder integrar dentro de ellas a todo lo que hasta ahora ha sido injustamente excluido. Hay que crear una nueva humanidad. Creo que, aunque desde el punto de vista dramático tenga la novela que terminar en tragedia, eso nos está llamando a que no ocurra lo mismo en nuestra sociedad, que aquí no se admite esa conclusión y que debemos actuar para que el final social de lo diferente no sea su aniquilación sino su presencia enriquecedora de aquello común que nos caracteriza. Esa lectura de Frankenstein le presta total actualidad a la obra de Mary Shelley de manera que sus pensamientos son todavía operantes para construir futuro. 4.- Las ediciones de Frankenstein. La obra por la que Mary Shelley alcanzó la inmortalidad literaria tuvo tres ediciones en vida de la autora. La primera de ellas en 1818 en una publicación en tres volúmenes que apareció anónimamente y que fue atribuida a su marido ya que de él sabemos que se encargó de las gestiones de la publicación e introdujo numerosas correcciones en el manuscrito. Por ejemplo, el prólogo de la edición es íntegramente suyo. La segunda fue más bien una reimpresión en dos volúmenes en 1823 en la que ya figuraba el nombre de Mary como autora y en la que su padre insistió mucho dados los buenos rendimientos económicos de la primera edición. La tercera se publicó en un volumen en el año 1831 con una buena [482]

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cantidad de cambios y con una nueva introducción en la que se narra la génesis de la obra. Así como la edición de 1823 no aporta nada especial a la de 1818, sin embargo sí hay algunas diferencias destacables entre ésta y la de 1831. Esas diferencias han hecho que haya partidarios de una edición más que de otra y que así se haya reflejado en las diversas ediciones posteriores que ha tenido tanto en inglés como en otras lenguas a las que se ha traducido, entre ellas las diferentes ediciones en español. Los partidarios de la tercera edición han apoyado su preferencia en que la última versión es la que recoge la voluntad definitiva de la autora sobre su obra y que es, en consecuencia, el testamento que ella misma quiso legar para que se conservara a través del tiempo. Este argumento destaca la capacidad del autor de dictaminar sobre su propia creación y su capacidad de decisión sobre cómo quiere que sea recibida por los lectores. Encierra una idea ilustrada de la creación en la que la versión posterior es siempre una mejora con respecto a las anteriores puesto que se hace siempre desde un nivel superior de experiencia y de conciencia y tiene necesariamente que concebirse como más madura. Los partidarios de la primera edición, por su parte, han destacado la mayor frescura juvenil de la primera edición que recogería, según su opinión, más el espíritu prometeico de la novela porque está más inmediatamente dentro del seno de lo que Percy Shelley llamaba una “comunidad de espíritus libres”. Es verdad que entre la Mary de 1818 y la de 1831 existen notables diferencias en sus preocupaciones vitales. En 1818 Mary está comenzando su carrera literaria y lo hace con una enorme libertad de espíritu. Su formación, su ambiente, sus ganas de triunfo le conceden una espontaneidad y una libertad a la hora de expresar sus ideas sobre la necesidad de cambio en la visión del hombre y de la sociedad que la Mary madura ha perdido. Lo digo porque en esa más tardía fecha, ya viuda, se encuentra ocupada con la necesidad de ganar una reputación social notable como señora de buenas costumbres que garantizara su posición y la de su hijo Percy Florence. Tiene una fama, una herencia y un porvenir para su hijo que proteger y al que una sospecha de radicalismo no le sentaría bien. Por poner varios ejemplos, en la última edición se insiste mucho más en el carácter de narración moral de la novela, de advertencia para todos aquellos que quieran crear e ir más allá de los logros ya alcanzados por la especie humana. En ese sentido, se agudiza la semejanza entre Víctor y Walton y convierte a toda la novela en un aviso para aquellos que quieran innovar sin haber meditado lo suficiente. Otro cambio se sitúa en cómo llega Elizabeth Lavenza a casa de los Frankenstein: en la primera edición es prima hermana de Víctor, lo que convertiría su matrimonio en una relación no del todo bien vista en la época por su cercanía al incesto; en la tercera edición, Elizabeth aparece como una extraña distinguida que por circunstancias nefastas llega hasta la pobreza y que es recogida en casa de los Frankenstein por el espíritu caritativo de la madre de Víctor. En la primera edición se es mucho más crítico con la sociedad del momento y con sus instituciones tal y como muestra el discurso de quince líneas que hace Elizabeth a Justine Moritz el día antes de su ejecución por ser acusada [483]

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injustamente por el asesinato de William (vol. I, cap. 7) y dice que la muerte de Justine será un nuevo crimen a añadir al crimen cometido. Ese discurso es eliminado en la tercera edición. Con ello se consigue borrar la sospecha de jacobinismo de la obra de Mary. El argumento más importante de los partidarios de la primera edición es que el valor literario de la primera es mayor y responde mejor a sus propósitos expresos y por eso hay que preferirla a otra supuestamente más madura. No es verdad, aducen ellos, que lo que hacemos en un estadio posterior de la vida sea necesariamente mejor que lo que hicimos antes ya que cada época responde a sus propias circunstancias y las posteriores no favorecen necesariamente, como en el caso de Mary, la libertad de creación. En cualquier caso, sí existe un acuerdo en que hay que conservar la nueva introducción que Mary añade a la edición de 1831 ya que en ella expone sucintamente, a petición expresa de los editores de Standard Novels que la publicaban, algunas aclaraciones sobre la génesis y la naturaleza de su obra. Esas razones expresas, aunque algunas estén cuestionadas por la crítica, son importantes para concebir en su plena dimensión el contexto en el que se enmarca la obra. Permítanme que concluya insistiendo en una cuestión. Frankenstein es ciertamente un clásico de terror que abre una línea de argumento nuevo que la hace conectar entrañablemente con la ciencia-ficción. Pero no es sólo eso. Es un experimento en cuya narración se tocan temas —ya mencionados— que importan mucho a los hombres y mujeres del siglo XXI puesto que nos encontramos en una situación mundial en la que se grita reivindicando el derecho a la diferencia. El terrible grito de agonía de la criatura por su monstruosidad recoge los lamentos de muchos. Las reflexiones de la criatura pueden ser puntos de apoyo para comprendernos mejor a nosotros mismos. De hecho, a partir de Frankenstein, el ser humano se está comprendiendo mejor y eso es lo que precisamente hace que se convierta en un clásico: una obra de la que podemos decir que habla a los hombres de ayer y de hoy y, en lo que se nos alcanza, hablará a los hombres del futuro. Francisco Rodríguez Valls Facultad de Filosofía c/Camilo José Cela s/n 41018-Sevilla [email protected]

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MARX Y EL MARXISMO César Ruiz Sanjuán. Universidad Complutense de Madrid Resumen: El objetivo de este artículo es poner de manifiesto las diferencias irreductibles que existen entre el pensamiento de Marx y la interpretación del mismo realizada por la corriente del marxismo que se ha establecido como hegemónica históricamente. Para ello analizamos la génesis de esta corriente y sus aspectos principales. Después los contraponemos a la concepción teórica de Marx y determinamos las diferencias fundamentales. Abstract: The aim of this paper is to show the irreducible differences that exist between Marx’ thought and the interpretation of it made by the trend of Marxism that has become historically dominant. In order to it we analyze the origin of this trend and its main aspects. Later we contrast them with the theoretical conception of Marx and determine the fundamental differences.

1. Introducción Marx pasa por ser el creador de una nueva forma de filosofía a la que la tradición marxista ha designado como “materialismo dialéctico”, así como de una nueva forma de concebir la historia que en dicha tradición ha sido denominada “materialismo histórico”, que en última instancia no sería más que la aplicación a la historia de las leyes universales de la dialéctica que dominan todos los ámbitos del ser. Estas denominaciones, sin embargo, no se encuentran en ningún lugar de la obra de Marx. Lo que nos encontramos en ella es la utilización del término “dialéctico” para designar el método de exposición de las relaciones sociales del sistema capitalista. La principal dificultad que se presenta al investigar el significado de la dialéctica en el pensamiento de Marx radica en que no es posible encontrar en su obra ninguna exposición sistemática de aquello en lo que consiste para él la dialéctica. Ciertamente se refiere en distintos lugares a su método dialéctico y lo relaciona con el de Hegel, si bien marca al mismo tiempo una distancia fundamental con respecto a la dialéctica hegeliana. Pero se trata siempre de referencias de carácter general, y Marx no aclaró nunca en qué consistía exactamente su método dialéctico. Ante la ausencia de una tematización explícita de esta cuestión por parte de Marx, Engels expuso en diversos escritos tardíos los elementos fundamentales de lo que él denomina la “dialéctica materialista”, estableciéndola como la concepción común a ambos de la dialéctica. A partir de esta interpretación de Engels ha desarrollado su comprensión de la dialéctica el “marxismo tradicional”, caracterización bajo la que se pueden subsumir todas aquellas concepciones que entienden la dialéctica como una teoría general de las leyes que rigen el curso de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, y que sostienen la existencia de una concepción general de la [485]

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historia en Marx, a partir de la cual se determinaría el colapso inexorable del capitalismo como consecuencia de sus propias contradicciones. En el presente artículo se trata de poner de manifiesto la distancia insalvable que separa a Marx de esta comprensión de su obra que ha dominado en la tradición marxista. 2. El origen del materialismo dialéctico Como sabemos por sus propias declaraciones, Marx tenía el propósito de escribir un tratado sobre la dialéctica tras finalizar su obra de crítica de la economía política: “Cuando me haya desembarazado de la carga de la economía, escribiré una «dialéctica». Las leyes correctas de la dialéctica están ya contenidas en Hegel, pero en una forma mística. Hay que deshacerse de esta forma”1. Las reiteradas afirmaciones de Marx al respecto le hicieron pensar a Engels que encontraría este escrito sobre la dialéctica en el legado de Marx: “Se trata sobre todo de un compendio de la dialéctica que Marx siempre quiso elaborar. Pero nos ocultaba permanentemente el estado de su trabajo”2. Ciertamente Marx nunca había llegado a escribir este texto sobre la dialéctica, y las esperanzas de Engels de encontrar dicho manuscrito en su legado se vieron frustradas. El hecho de que Marx no haya realizado ninguna exposición sistemática de la dialéctica ha tenido como consecuencia que la tradición marxista haya basado su interpretación fundamentalmente en los planteamientos de Engels3. Lo que Engels entiende por “dialéctica” aparece expuesto de la manera más precisa en el Anti-Dühring. Aquí sostiene que la dialéctica es “la ciencia de las leyes generales del movimiento y el desarrollo de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento”4

Por lo tanto, lo que Engels entiende por dialéctica no se limita sólo al pensamiento, sino que ésta también se extiende al desarrollo de procesos reales. Y de hecho, Engels sostiene que el pensamiento es dialéctico porque es el reflejo de la dialéctica que domina en la naturaleza, tal y como expone con toda claridad en Dialéctica de la naturaleza:

1 Carta de Marx a Dietzgen del 9/5/1868, MEW 32, p. 547. Citamos por la edición Karl Marx, Friedrich Engels: Werke (MEW), hrsg. vom Institut für Marxismus-Leninismus beim Zk der SED, Berlin, 1956 ff. Las traducciones de las citas son nuestras en todos los casos. 2 Carta de Engels a Lawrow del 2/4/1883, MEW 36, p. 3 3 Como indica P. Anderson, “el carácter latente y parcial de la producción filosófica de Marx ha sido compensado por los escritos tardíos de Engels, sobre todo por el Anti-Dühring, para sus sucesores inmediatos” (Considerations on Western Marxism, London, New Left Books, 1977, p. 59). 4 Anti-Dühring, MEW 20, p. 132

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“La dialéctica llamada objetiva domina en toda la naturaleza, y la llamada dialéctica subjetiva, el pensamiento dialéctico, es sólo el reflejo del movimiento por opuestos que rige en todos los ámbitos de la naturaleza”5

Engels considera que las leyes de la dialéctica pueden reducirse básicamente a tres: el paso de la cantidad a la cualidad y viceversa, la interpenetración de los opuestos y la negación de la negación6. Estas serían las leyes que regirían en última instancia, según Engels, en la naturaleza, la historia y el pensamiento humano. En el prólogo a la edición de 1885 del Anti-Dühring habla Engels de la necesidad de “salvar la dialéctica consciente de la filosofía idealista alemana en la concepción materialista de la naturaleza y de la historia... En la naturaleza se establecen las mismas leyes dialécticas del movimiento en la confusión de innumerables transformaciones que también en la historia dominan la aparente contingencia de los acontecimientos”7. También aquí, pues, y no sólo en la Dialéctica de la naturaleza, Engels hace explícita su concepción de la dialéctica en términos de “dialéctica real”, como una ley del movimiento de procesos reales (naturales o históricos), a la cual queda subordinada la dialéctica del pensamiento8. El otro texto de Engels que, junto con el Anti-Dühring, ha marcado de manera fundamental la comprensión del significado de la dialéctica materialista ha sido Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Engels dedicó este libro no sólo a exponer de forma resumida los aspectos fundamentales de “la nueva concepción del mundo” que ya había desarrollado con más amplitud en el AntiDühring, sino también a explicar el proceso de surgimiento de la misma. Aquí señala que le pareció “cada vez más necesaria una breve y resumida explicación 5 Dialektik der Natur, MEW 20, p. 481. L. Colletti ha puesto de manifiesto que esta “dialéctica de la naturaleza” de Engels, que pretende ser la inversión materialista de la dialéctica idealista hegeliana, en realidad no es otra cosa que una reproducción de dicha dialéctica en términos mecanicistas: “No sólo el sistema de Hegel contiene una Filosofía de la naturaleza que es enteramente idéntica a la Dialéctica de la Naturaleza de Engels, sino que toda la filosofía de Hegel se basa en la «dialéctia de la materia», dialéctica de las cosas y de lo finito”, de modo que la operación de Engels no consiste en otra cosa que en “una trancripción mecánica de la filosofía de Hegel” (Ideología y sociedad, Barcelona, Fontanella, 1975, p. 177). 6 Cf. Dialektik de Natur, op. cit., p. 348 7 Anti-Dühring, op. cit., pp. 10-11 8 Esta manera de plantear las cosas de Engels respecto a la dialéctica es, precisamente, la manera de no salir de Hegel; pues lo que éste no pretendía en ningún caso es que la dialéctica fuese meramente una dialéctica de nuestro pensar. A este respecto indica Gadamer: “En el poder del espíritu opera la estructura de la dialéctica, que como la constitución universal del ser (die universale Verfassung des Seins), rige también la esencia histórica del hombre, y de la que Hegel ha dado en su «Lógica» una explicación sistemática” (Hegels Dialektik. Fünf hermeneutische Studien, Tübingen, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), 1971, p. 89).

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de nuestra relación con la filosofía hegeliana, nuestro punto de partida y nuestra separación de él”9. Al hablar Engels de “nuestra relación con Hegel” está planteando un acuerdo común en lo esencial por lo que se refiere a dicha relación, cuando en realidad la comprensión que ambos tenían de la filosofía hegeliana y de su relación con ella difería en aspectos fundamentales, como trataré de mostrar a continuación. Pero la confusión introducida por Engels en la exposición de “nuestra relación con Hegel” se impuso en el marxismo ortodoxo, de modo que el método de Marx ha sido comprendido predominantemente a partir de la caracterización de Engels10. En efecto, ha sido la interpretación de la dialéctica de Engels la que ha dominado en el marxismo tradicional, y ha pasado a formar parte de prácticamente todos los libros “introductorios” al marxismo, imputándole a Marx a partir de aquí el sostener dicha concepción. El resultado es que aquello que suele entenderse bajo el rótulo de “materialismo dialéctico” dentro del marxismo tradicional responde en general a la posición de Engels, pero no a la de Marx11.

9 Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, MEW 21, p. 264 10 A este origen, que no se limita al Anti-Dühring, ha señalado Habermas en su estudio sobre las principales corrientes del marxismo: “El fundamento de esta ortodoxia se encuentra en la reinterpretación y ampliación que realizó Engels, y no sólo con el «AntiDühring», de la teoría de la sociedad concebida por Marx” (Theorie und Praxis. Sozialphilosophische Studien, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1978, p. 394). 11 Dado que el término “materialismo dialéctico”, tal y como se ha venido usando tradicionalmente, no tiene nada que ver con Marx, que además tampoco utilizó jamás dicho término, no lo usaré en ningún momento del presente artículo para referirme a Marx, sino a la concepción que se desarrolló dentro de la tradición marxista a partir de los escritos tardíos de Engels. A este respecto, cuando J. Hyppolite dice que “el materialismo dialéctico, fórmula de Marx y de Engels que nos parece, en ella misma, bastante oscura e incluso contradictoria en un cierto sentido” (Études sur Marx e Hegel, Paris, Marcel Rivière, 1955, p. 110), lleva razón, a nuestro parecer, por lo que se refiere a la segunda parte de su afirmación, pero se equivoca, como tantos intérpretes de su época, en la referencia histórica de la primera parte de la misma: ni Marx, ni tampoco Engels, llegaron a utilizar nunca la expresión “materialismo dialéctico” (si bien Engels sí hablo de “dialéctica materialista”, una fórmula que se puede considerar igualmente “oscura” y “contradictoria”). Tampoco son correctas, pues, precisiones como la de N. Bobbio, que afirma que en lo “referente al nombre con que actualmente se designa la filosofía de Marx, «materialismo dialéctico», hay que anotar que esta expresión no es de Marx, sino de Engels” («La dialéctica en Marx», en: AAVV, La evolución de la dialéctica, Martínez Roca, Barcelona, 1971, p. 254). El término “materialismo dialéctico” fue usado por primera vez por Josef Dietzgen en 1887 en su escrito Streifzügen eines Sozialisten in das Gebiet der Erkenntnistheorie, y su uso se hizo extensivo dentro del marxismo a partir de la sistematización del mismo que llevaron a cabo primero Plejanov y después Lenin, convirtiéndose así en la expresión canonizada para designar la “filosofía marxista”. Para el origen del término, véase la entrada «dialektischer Materialismus», en: Haug, W. F. (ed.), Historisch-kritisches Wörterbuch des Marxismus, Hamburg, Argument, 1994 y ss., vol. 2, pp. 693 y ss.

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En Ludwig Feuerbach explica Engels aquello en lo que consiste la “inversión” materialista de la dialéctica hegeliana. Señala que “Hegel no fue simplemente dejado de lado; por el contrario, se anudó a su método dialéctico. Pero este método era inutilizable en su forma hegeliana. En Hegel la dialéctica es el autodesarrollo del concepto”, y para Engels este autodesarrollo del concepto significa que “en Hegel es el desarrollo dialéctico que aparece en la naturaleza y en la historia” nada más que “la copia (Abklatsch) del automovimiento del concepto que le precede desde la eternidad, no se sabe dónde, pero en cualquier caso independientemente de todo cerebro humano pensante”12. A partir de esta caracterización de la dialéctica hegeliana, establece Engels por contraposición a ella lo que denomina la “dialéctica materialista” (una expresión ésta que Marx nunca llegó tampoco a utilizar): “Había que abandonar esta ilusión ideológica. Nosotros comprendíamos los conceptos de nuestra cabeza materialistamente como las imágenes (Abbilder) de las cosas reales, en vez de comprender las cosas reales como imágenes (Abbilder) de este o aquel nivel del concepto absoluto. Con ello se reduce la dialéctica a la ciencia de las leyes generales del movimiento tanto del mundo exterior como del pensamiento humano — dos series de leyes que son idénticas según la cosa, pero diferentes según la expresión en tanto que la cabeza humana las puede aplicar con conciencia, mientras que en la naturaleza y hasta ahora en gran parte de la historia humana se establecen de modo inconsciente. Pero con ello se convirtió la dialéctica de los conceptos simplemente en el reflejo (Reflex) consciente del movimiento dialéctico del mundo real”13

El núcleo de la crítica de Engels está en la duplicación que considera que existe en Hegel entre el autodesarrollo del concepto, por un lado, y lo que constituye sólo la copia de ello, el desarrollo del mundo real. Frente a ello, afirma que “nosotros comprendiamos los conceptos de nuestra cabeza materialistamente como las imágenes de las cosas reales”, invirtiendo el sentido de la causalidad entre ambos órdenes. De este modo determina Engels lo esencial de la inversión materialista de la dialéctica hegeliana, y concluye diciendo que “con ello la dialéctica hegeliana, que estaba de cabeza, fue colocada de nuevo sobre sus pies”14. Con esta declaración entronca Engels con las conocidas palabras de Marx en el Epílogo a la segunda edición de El Capital, donde afirma que en Hegel la dialéctica está “de cabeza” y que es necesario “invertirla”15. Engels pretende haber expuesto así la inversión de la dialéctica hegeliana mencionada por Marx, y así ha sido leído este texto predominantemente desde entonces. Estos planteamientos, como se ha señalado, pretenden recoger lo fundamental de la comprensión de la dialéctica que Engels había expresado en el Anti12 Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, op. cit., p. 292 13 Ibid., pp. 292-293 14 Ibid., p. 293 15 Cf. Das Kapital, MEW 23, p. 27

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Dühring. Aquí había definido “la dialéctica como forma suprema del pensamiento”16, marcando la separación con respecto a Hegel en términos en los que también se alude claramente a los que había utilizado Marx en el Epílogo a la segunda edición de El Capital: “Hegel era idealista, es decir, para él los pensamientos de su cabeza no valían como imágenes más o menos abstractas de las cosas y de los procesos reales, sino al revés, para él valían las cosas y su desarrollo sólo como imágenes realizadas de la «idea» que de algún modo existe antes del mundo. Con ello todo estaba puesto de cabeza.”17

Esta caracterización parece muy similar, en principio, a la que da Marx en el mencionado Epílogo. Pero Marx no afirma allí en ningún momento que el idealismo de Hegel consistiera en que los pensamientos no valieran como imágenes abstractas de los procesos reales, y la inversión a la que se refiere Marx en el pasaje que Engels cree estar reproduciendo no es, por tanto, la de dicha relación del pensamiento con los procesos reales. Para plantear la diferencia fundamental que existe entre el planteamiento de Marx y el de Engels es conveniente considerar brevemente cómo establece Engels la génesis de la “nueva concepción del mundo” que supuestamente habrían elaborado él y Marx. Señala que para aclarar “nuestra relación con Hegel” es preciso recurrir “a Feuerbach, que en algunos aspectos constituye el miembro intermedio entre la filosofía hegeliana y nuestra concepción”18. Lo fundamental de la posición teórica de Feuerbach lo resume Engels en los siguientes términos: “La materia no es un producto del espíritu, sino que el espíritu mismo es sólo el punto supremo de la materia. Esto es naturalmente puro materialismo”19. Engels pretende, por un lado, siguiendo a Feuerbach, establecer la prioridad de lo material sobre lo espiritual, impugnando la pretensión hegeliana del automovimiento del concepto y remitiendo los conceptos a la mente humana; por otro lado, Engels mantiene la pretensión de determinar como “dialéctico” el desarrollo de los procesos reales que tienen lugar independientemente de la mente humana, esto es, afirmar una “dialéctica objetiva”20. De este modo invierte 16 Anti-Dühring, op. cit., p. 19 17 Ibid., p. 23 18 Ludwig Feuerbach, op. cit., p. 292 19 Ibid., p. 277 20 Esto último es algo que nunca pretendió Feuerbach. Cuando él da una determinación de la “verdadera dialéctica”, lo hace de modo reactivo, por así decir, al solipsismo hegeliano: “La verdadera dialéctica no es un monólogo del pensador solitario consigo mismo, es un diálogo entre el yo y el tú” (Grundsätze der Philosophie der Zukunft (§ 64), Gesammelte Werke 9, Berlin, Akademie-Verlag, 1970, p. 339). Lo que ciertamente no es más que una caracterización trivial, que no va más allá de la pura etimología del término. Feuerbach no tiene ningún interés en apropiarse la dialéctica hegeliana, su único interés en este sentido es la crítica de dicha dialéctica como elemento consustancial de la filosofía idealista de Hegel.

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la prioridad de los dos niveles de movimiento que él entiende que hay en Hegel. Para Engels está, por un lado, el movimiento dialéctico del mundo real — dialéctica objetiva —, que se da antes e independientemente del proceso de pensamiento en la mente humana; y por otro lado, el movimiento de los conceptos en la conciencia humana — dialéctica subjetiva —, que no es más que una reproducción especular del movimiento real en el pensamiento. Por lo tanto, la dialéctica de los conceptos no es más que el resultado de la dialéctica real, precisamente lo contrario, según Engels, de lo que ocurre en Hegel, y de ahí resultaría la diferencia fundamental entre el idealismo hegeliano y el materialismo de Marx y Engels. Lo que se puede constatar aquí es que al recurrir Engels a Feuerbach para exponer la concepción materialista, cae precisamente bajo la crítica de Marx en las Tesis sobre Feuerbach: “Feuerbach parte del hecho de la enajenación religiosa, de la duplicación del mundo en uno religioso y otro mundano. Su trabajo consiste en reducir el mundo religioso a su fundamento humano”21. Pero Feuerbach, y aquí la crítica de Marx, no llega a “explicar” la duplicación en un mundo representado y un mundo real. Engels, por su parte, parte de la duplicación del mundo en uno conceptual y otro real, invirtiendo la preeminencia que según él tienen en Hegel, y reduciendo de este modo el mundo conceptual al mundo real. Pero Engels no explica en ningún momento tal duplicación. 3. El método dialéctico de El Capital y el materialismo dialéctico Como se ha indicado en el apartado anterior, los términos en los que Marx establece su diferencia con Hegel son distintos a los de Engels en un aspecto fundamental. Marx afirma que “para Hegel el proceso del pensar, al que llega a convertir, bajo el nombre de idea, en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real”22. En la caracterización de Engels falta el paso intermedio, que es el que determina que para Hegel el pensamiento sea “el demiurgo de lo real”: el hecho de que Hegel transforma en “un sujeto autónomo” el proceso del pensar. Lo que está implícito en esta transformación del pensamiento en un sujeto independiente es el olvido por parte de Hegel de los supuestos reales del pensamiento, que es lo que le permite a Hegel concebir un pensamiento sin supuestos. Y es aquí donde incide la crítica de Marx y a partir de donde se puede establecer la diferencia fundamental que separa a ambos. Por otro lado, Marx no afirma que el movimiento del mundo real sea para Hegel una “copia”, “imagen” o “reflejo” del automovimiento del concepto, que son los términos utilizados sistemáticamente por Engels para caracterizar dicha relación. Lo que Marx afirma es que lo real “constituye sólo su manifestación externa (seine äußere Erscheinung)”23. A esta afirmación hay que remitir como 21 Thesen über Feuerbach, MEW 3, p. 6 22 Das Kapital, op. cit., p. 27 23 Ibid.

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análoga la de la Introducción a la crítica de la economía política de 1857, en la que Marx señala que “Hegel cayó en la ilusión concebir lo real como resultado del pensamiento que, concentrándose en sí mismo y profundizando en sí mismo, se mueve a partir de sí mismo”24, y subraya que el movimiento del pensamiento no es en ningún caso “el proceso de génesis”25 de lo real. Frente a ello, Marx declara en el Epílogo a El Capital que “para mí, a la inversa, lo ideal no es nada más que lo material transpuesto y traducido en la mente humana”26. Marx contrapone así su concepción a la de Hegel. Y para no confundir esta contraposición con la de Engels, como ha hecho usualmente la tradición marxista, hay que tener presentes los términos de la misma: a lo que Marx está contraponiendo su afirmación es a la determinación de la idea en Hegel como “un sujeto autónomo”, y que como tal deviene “el demiurgo de lo real, lo cual constituye sólo su manifestación externa”. Con las palabras “no es nada más que (ist... nichts anders als)”, Marx está limitando su posición de la pretensión hegeliana de ausencia de supuestos de la idea, y estableciendo la prioridad de lo material, que constituye el fundamento de lo ideal. De este modo, Marx establece que lo ideal no se constituye en ningún momento para él en un “sujeto autónomo”, que no se fundamenta a sí mismo, sino que está subordinado a la realidad material que reproduce teóricamente. Pero además de estas diferencias en la caracterización de la dialéctica de Marx con respecto a la de Engels, hay que tener en cuenta el contexto en el que tienen lugar dichas afirmaciones. Marx no está estableciendo una teoría general del mundo, sino simplemente el método científico que utiliza en su obra. Marx habla de su método dialéctico y éste es un método para exponer la “ley económica de movimiento de la sociedad moderna”27. Ciertamente se trata de una pretensión muy limitada en relación a la concepción global del mundo a la que aspira Engels. Pero al menos se trata de un método para explicar algo, mientras que la dialéctica, tal y como la concibe Engels, no sirve para explicar nada. Por consiguiente, la crítica de Marx al idealismo hegeliano le lleva a la comprensión del proceso de conocimiento entendido materialistamente, esto es, la afirmación de la prioridad de lo material frente a lo ideal le conduce a buscar las conexiones internas del objeto, de modo que pueda ser reconstruido teóricamente. Mientras que para Engels el materialismo significa la primacía de lo material sobre el pensamiento, para Marx significa fundamentalmente la dependencia de 24 Einleitung, MEW 42, p. 35 25 Ibid. 26 Das Kapital, op. cit., p. 27 27 Das Kapital, op. cit., p. 15. En el estudio colectivo de J. Janoska et al. sobre el método de Marx, se subraya reiteradamente este aspecto: “Marx restringe la comprensión del método según su ámbito, esto es, lo remite explícitamente al objeto de la economía política como disciplina de la «ciencia social e histórica»” (Das “Methodenkapitel” von Karl Marx, Basel, Schwabe & Co. AG, 1994, p. 27). “Es en primer lugar un determinado modo de proceder en la elaboración y exposición crítica de los fenómenos de la sociedad burguesa … es la elaboración teórica de la realidad económica de la sociedad burguesa” (ibid.).

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la conciencia respecto de las condiciones sociales. Y su crítica al idealismo está centrada en olvido de este presupuesto fundamental de toda forma de pensamiento. Frente a ello, la crítica de Engels le lleva a interpretar lo que en Hegel es el desarrollo de la idea como un desarrollo de procesos reales. Lo que de este modo establece no son los elementos fundamentales de un método de comprensión de la realidad social, sino una Weltanschsauung, una concepción global del mundo en su totalidad28. En efecto, para obtener el “núcleo racional” de la dialéctica, Engels considera que hay que transponer lo que en Hegel es el desarrollo del concepto al desarrollo de procesos reales. Esta crítica a Hegel, que tiene su base en la crítica de Feuerbach, a partir de la cual deriva Engels un modelo de ruptura total, determina su comprensión del materialismo: considera que a partir de la respuesta que se dé a la “pregunta suprema de toda filosofía”, “la pregunta por la relación entre el pensamiento y el ser, el espíritu y la naturaleza”29 es posible dividir a los filósofos en dos grupos, idealistas y materialistas: “Aquéllos que afirman la originariedad del espíritu frente a la naturaleza, por tanto, que aceptan en última instancia una creación del mundo del tipo que sea y esta creación es a menudo en los filósofos, por ejemplo, en Hegel, mucho más intrincada e imposible que en el cristianismo —, constituyen el grupo del idealismo. Los otros, los que ven la naturaleza como lo originario, pertenecen a las distintas escuelas del materialismo”30. Pero la “pregunta fundamental de la filosofía”, de la que Engels habla en Ludwig Feuerbach, ya no es la pregunta fundamental del pensamiento de Marx31. Engels, en su concepción de la dialéctica, al afirmar la prioridad de lo material sobre lo espiritual, está obligado a referir la dialéctica a la materia, que habita en ella originariamente, con independencia de toda forma de pensamiento. Pero con ello, la dialéctica se convierte en un término completamente vaciado de sentido. El origen de esta crítica se remonta a Lukács, que fue el primero que 28 Como indica U. Steinvorth, Engels “ha adquirido su comprensión de la dialéctica de Hegel, al igual que Marx. Pero lo que a él le interesaba de la dialéctica de Hegel y lo que vio como su núcleo racional era algo distinto de lo que le interesó a Marx y vio como su núcleo racional” (Eine analytische Interpretation der Marxschen Dialektik, Meisenheim, Anton Hain, 1977, p. 44). 29 Ludwig Feuerbach, op. cit., p. 275 30 Ibid. 31 F. Martínez Marzoa ha puesto claramente de manifiesto en este sentido que mientras que Marx dedicó todo su esfuerzo teórico en su época de madurez a desarrollar el proyecto de una “crítica de la economía política”, que es la forma que “hace adoptar a su filosofía”, Engels, por su parte, “siguió bajo el signo de una «filosofía» genérica, de carácter convencional, «filosofía» que él atribuye a Marx, porque, en efecto, se nutre de aspectos de los escritos de juventud, pero pretendiendo dar una salida de tinte «científico», vagamente positivista, al caudal problemático allí contenido” (La filosofía de “El Capital” de Marx, Madrid, Taurus, 1983, p. 21).

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separó las concepciones de Marx y Engels respecto a la cuestión de la dialéctica. Lukács puso de manifiesto que en la concepción de la dialéctica de Engels no se presenta en ningún momento la relación sujeto-objeto, por lo que en esta concepción la dialéctica se convierte en un mecanicismo objetivo32. De la naturaleza tal y como quiere comprenderla Engels, como algo originario e independiente del pensamiento humano, se puede decir que se dan oposiciones de momentos exteriores unos otros, que tiene lugar una acción recíproca entre los distintos momentos, pero no que se da una contradicción dialéctica, al menos si los términos tienen que conservar algún sentido. La dialéctica objetiva que postula Engels no puede reconciliarse con su concepción materialista. Para fundamentar su comprensión de la dialéctica materialista, Engels remite en el Anti-Dühring al ejemplo de la planta que Hegel ha utilizado en la Fenomenología del Espíritu33. Pero para Hegel se trata de la ejemplificación de un proceso racional. Hegel concibe la naturaleza como logos inmerso en la materialidad, pero este planteamiento le está vedado a Engels dada su posición materialista. Lo que Hegel entiende por dialéctica alude a la constitución racional de lo real34. En efecto, en Hegel sí tiene sentido hablar de “dialéctica real”, porque para él la filosofía es la comprensión del proceso del logos, que a partir de su exteriorización en la naturaleza, se aprehende progresivamente como espíritu subjetivo primero, objetivo después, y finalmente como espíritu absoluto retorna a sí mismo y permanece cabe sí en lo otro de sí. Para Hegel coinciden lo real y lo racional, porque opera la traducción de lo real a la forma del pensamiento. Lo real es lo que se revela en el pensamiento como saber absoluto de la totalidad del proceso del logos. El materialismo de Engels, que quiere presentarse como la inversión del idealismo hegeliano impugnando el carácter originario del logos y estableciendo su total subordinación a la realidad material, se ve obligado a afirmar como lo originario una “dialéctica de los hechos”, que atribuye tanto al mundo natural como al mundo histórico, y establece que los dos ámbitos están sometidos por igual a leyes dialécticas. La dialéctica del pensamiento sería sólo un “reflejo” de dicho “desarrollo fáctico”. En relación a Marx, hay que señalar, en primer lugar, que no ha hablado en ningún sitio de nada parecido a una dialéctica de los hechos y, en segundo lugar, que en su comprensión del proceso de conocimiento no tiene cabida la consideración del pensamiento como un simple reflejo de lo fáctico. Pero

32 Cf. Lukács, G., Geschichte und Klassenbewußtsein. Studien über marxistische Dialektik, Berlin, Luchterhand, 1968, pp. 172 y ss. 33 Cf. Phänomenologie des Geistes, Werke 3, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1986, p. 12 34 Como señala A. Schmidt, “una dialéctica en cierto modo «presubjetiva» es posible en la Lógica hegeliana porque en el curso de la cosa la «lógica del ser» se muestra como mediada por la de la «esencia» y, finalmente, por la del «concepto», la naturaleza pasa (übergeht) al espíritu, la objetividad a la total subjetividad, lo que naturalmente no puede hacer el materialismo de Engels” (Der Begriff der Natur in der Lehre von Marx, Frankfurt a. M., Europäische Verlagsanstalt, 1971, p. 56).

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esto no fue tenido en cuenta por el marxismo tradicional, que asumió los planteamientos de Engels como la auténtica concepción “marxista”35. Ciertamente, a partir de la comprensión engelsiana de la dialéctica como ley del movimiento de procesos reales, ya sean naturales o históricos, por tanto, como dialéctica objetiva, a partir de la cual se constituye la dialéctica subjetiva como el reflejo en el pensamiento humano del movimiento dialéctico que domina todo lo real, ha derivado el marxismo ideológico su comprensión de la dialéctica. Pero hay una diferencia fundamental: Engels comprendía que con esta concepción general no se puede entender nada en particular de los procesos reales, mientras que en el marxismo ideológico se consideró como una teoría para explicar todo lo real. En efecto, si bien Engels establece una teoría general en la que se pueden subsumir todos los ámbitos del ser, tiene claro que la comprensión de los fenómenos concretos requiere un estudio empírico pormenorizado de los mismos. En este sentido observa en el Anti-Dühring sobre la negación de la negación, que ha determinado como el núcleo mismo de la dialéctica, que es “una ley del movimiento de la naturaleza, de la historia y del pensamiento extremadamente general, y precisamente por ello extremadamente importante y de amplísimo efecto”, pero que, por otra parte, “se entiende de por sí que no digo absolutamente nada respecto al proceso de desarrollo particular, por ejemplo, del proceso que recorre el grano de cebada desde la germinación hasta la muerte de la planta, si digo que es la negación de la negación”, de lo que Engels concluye que “si digo de todos estos procesos que son la negación de la negación, los agrupo a todos ellos bajo esta ley del movimiento, y precisamente por eso me pasan desapercibidas las particularidades de cada uno de estos procesos especiales en su individualidad”36. Pero ciertamente esta dimensión del planteamiento de Engels no caló en el marxismo ideológico, que se limitó a tomar la concepción mecánica de la dialéctica como un conjunto de leyes que determinan en el curso de la naturaleza, la historia y el pensamiento, convirtiendo la dialéctica en un formalismo vacío de contenido a partir del cual explicar el desarrollo de todo lo real y entendiendo que el pensamiento se limita a reflejar el movimiento dialéctico de la realidad exterior. Lenin desarrolló esta concepción en Materialismo y empiriocriticismo, que se presenta ya tipificada con el rótulo de “materialismo dialéctico”, e instituye una teoría del reflejo según la cual el pensamiento se limita a reproducir pasivamente la realidad exterior a él. Entiende el materialismo como la afirmación de la prioridad de lo real entendido como un sustrato material del que depende toda 35 A este respecto ha indicado D. Riedel que “con ello se desarrolló, debido a la simpatía merecida y a la autoridad que había adquirido Engels dentro del movimiento obrero, un límite a la recepción de Marx. Permitió que décadas después, la «concepción del mundo de Marx» se transformara en el sistema unitario, cerrado sobre sí, de la teoría científica de Marx, Engels y Lenin” («Hegel …Bedürfnis, Arbeit. Differenzen im Hegelverständnis von Marx und Engels», Beiträge zur Marx-Engels-Forschung. Neue Folge, Hamburg, 1994, p. 6). 36 Anti-Dühring, op. cit., p. 131

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forma de pensamiento: “El materialismo: reconocimiento de los «objetos en sí» o fuera de la mente; las ideas y las sensaciones son copias o reflejos de estos objetos”37. Lenin establece que la “teoría del conocimiento del materialismo dialéctico” parte de la comprensión de “la materia como lo primario y considera como lo secundario la conciencia, el pensamiento”38. Opone el carácter dinámico del “materialismo dialéctico” al carácter estático del “materialismo metafísico”, afirmando que “la admisión de elementos inmutables cualesquiera, de la «inmutable esencia de las cosas», etc., es un materialismo metafísico, es decir, antidialéctico”39. Frente a este materialismo metafísico, “el materialismo dialéctico insiste … sobre la transformación de la materia en movimiento de un estado a otro”40. Esta concepción pasó a constituir el núcleo del marxismo ortodoxo, que a nivel epistemológico no es más que un realismo ingenuo que considera el conocimiento como reflejo especular de la realidad, que entiende la naturaleza como una mecánica de fuerzas naturales y la historia como determinada por una “dialéctica” de fuerzas productivas y relaciones de producción. La incompatibilidad del materialismo así entendido y de la dialéctica fue señalada con rotundidad por Korsch en los siguientes términos: “Desde luego, un materialismo semejante, que parte de la idea metafísica de un ser absolutamente dado, a pesar de todas las aseveraciones formales, en realidad ya no es una concepción dialéctica … Cuando Lenin y los suyos trasladan la dialéctica unilateralmente al objeto, a la naturaleza y a la historia, y designan el conocimiento como mero reflejo e imagen pasiva de este ser objetivo en la conciencia subjetiva, destruyen de hecho cualquier relación dialéctica entre el ser y la conciencia”41

En un sentido similar se expresó Merleau-Ponty al afirmar que “la ortodoxia marxista” se limita a “situar en el objeto, en el ser, lo que no es capaz de residir allí: la dialéctica”42. Estas posiciones críticas y otras semejantes pasaron a constituir algunas de las principales corrientes del “marxismo occidental”43, mientras que la concepción de la dialéctica dividida en una dialéctica objetiva, que rige todos los procesos reales, y en una dialéctica subjetiva de la conciencia, que es simplemente el reflejo de la dialéctica real, quedó canonizada en el Diamat, en el “materialismo dialéctico” instituido por Stalin como la concepción oficial del marxismo. La 37 Lenin, V. I., Materialismo y empiriocriticismo, Madrid, Ayuso, 1974, p. 17 38 Ibid., p. 37 39 Ibid., p. 251 40 Ibid., p. 252 41 Korsch, K., Marxismus und Philosophie, Frankfurt a. M., Europäische Verlaganstalt, 1975, p. 62 42 Merleau-Ponty, M., Les aventures de la dialectique, Paris, Gallimard, 1961, p. 89 43 Sobre esta denominación, véase Anderson, P., Considerations on Western Marxism, op. cit.

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completa degradación teórica que experimentó a partir de aquí la concepción de la dialéctica puede constatarse a través de una simple referencia a la autocomprensión estandarizada del materialismo dialéctico en el marxismoleninismo. En el artículo “dialektischer Materialismus” del MarxistischLeninistisches Wörterbuch der Philosophie se dice: “Las dos partes integrantes fundamentales del materialismo dialéctico son el materialismo y la dialéctica, que se penetran mutuamente y forman una unidad inseparable … El materialismo dialéctico es la teoría filosófica de la materialidad del mundo, de la relación entre la materia y la conciencia; la dialéctica materialista es la teoría filosófica de la conexión, del movimiento y del desarrollo del mundo”44. 4. La crítica marxiana del sistema capitalista y el materialismo histórico En la codificación ideológica establecida por Stalin, el “materialismo histórico” no es más que el resultado de aplicar a la historia las “leyes dialécticas” universales que gobiernan el desarrollo de la realidad en todos sus niveles, con lo que quedó sancionada definitivamente la concepción de la historia dominante dentro del marxismo-leninismo tal y como había sido instituida por Plejanov y Lenin. Pero esta comprensión del pensamiento marxiano como una teoría general de la historia no se ha limitado al marxismo-leninismo, sino que se presenta asimismo en un gran número de críticas al pensamiento de Marx, que le atribuyen a éste dicha concepción. Un caso especialmente claro de esto último es la crítica de Popper, que ha tenido una fuerte influencia en posteriores críticas a Marx. La crítica de Popper tiene como blanco fundamental una supuesta concepción general del curso histórico sobre la que se desarrollaría la teoría económica marxiana. Este autor afirma que “la filosofía de la historia de Marx … basa su predicción histórica en una interpretación de la historia que lleva al descubrimiento de una ley de su desarrollo”45. A diferencia de otros “historicismos”, que es la denominación que le da Popper a estas concepciones generales de la evolución histórica que permiten hacer “predicciones” sobre el futuro de la humanidad, “en el caso de la filosofía de la historia de Marx, la ley es económica”46. Ciertamente en algunos lugares de El Capital aparecen planteamientos que apuntan a una concepción general de la historia, concretamente en el capítulo de La llamada acumulación originaria que se presenta al final de la obra, al que se 44 Klaus, G.; Buhr, M. (eds.), Marxistisch-Leninistisches Wörterbuch der Philosophie, Reinbeck, Rowohlt, 1972, p. 685 45 Popper, K., The open society and its enemies, London, Routledge and Kegan Paul, 1977, p. 9 46 Ibid., p. 10. Ésta es la idea que está a la base de la crítica a Marx que Popper desarrollará después también en The poverty of historicism. En esta obra se pone de manifiesto con mayor claridad aún que Popper realmente no distingue entre el pensamiento de Marx y la vulgarización del mismo en el marxismo ortodoxo.

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ha remitido constantemente la tradición marxista. Pero respecto a ello Marx expresó claramente en las cartas a los comunistas rusos escritas a comienzos de 1881 que ha “limitado este movimiento expresamente a los países de Europa occidental”47 y que no se trata en ningún caso de que todos los pueblos tengan que realizar el mismo proceso en su evolución histórica. Declaraciones similares se pueden encontrar también, por ejemplo, en la carta de finales de 1877 a un periódico ruso, en la que Marx afirma que no es posible comprender ningún fenómeno histórico concreto “con la pauta universal de una teoría históricofilosófica general cuya mayor virtud consiste en ser suprahistórica”48. Según la autocomprensión de Marx expresada en las cartas de esta época, sus declaraciones sobre el desarrollo histórico sólo pueden ser entendidas como afirmaciones condicionales: lo único que estaría diciendo al respecto es que si en una determinada sociedad histórica la mayor parte de los productos son intercambiados como mercancías, entonces el plusvalor se convierte en el único motivo impulsor de la producción, y el movimiento incesante de la ganancia, de un aumento del valor cada vez mayor, rige el entero funcionamiento del sistema. Una vez constituido dicho sistema, se pueden estudiar las leyes que lo gobiernan, y eso es lo que hace efectivamente Marx en El Capital. Puesto que dichas leyes rigen el funcionamiento de un sistema históricamente determinado, se trata de leyes históricas, pero no de leyes de la historia49. Frente a la extendida consideración de que la pretensión de Marx era elaborar una teoría general de la historia a partir de la cual se pudiera predecir el inexorable colapso del modo de producción capitalista, es preciso poner de manifiesto que el objetivo de su crítica de la economía política es muy distinto. Marx trabajaba de manera “totalmente colosal” en su crítica50, para poder difundir a tiempo, antes de que llegara la gran crisis del sistema que ya se empezaba a sentir, que la economía de mercado implica necesariamente la economía capitalista, por lo que sólo se puede eliminar el capital si se elimina el mercado. Transmitir esta idea resultaba de una importancia fundamental para Marx, porque la mayor parte de los autores socialistas el más influyente de los cuales en aquellos momentos era Proudhon , así como de los trabajadores, pensaban que era posible eliminar los problemas que genera el modo de producción capitalista sin eliminar también la economía mercantil. De Proudhon, cuyas teorías constituyeron la base del pensamiento socialdemócrata e intervencionista, dice Marx que “quería dejar permanecer la producción privada, pero organizar el intercambio privado de productos, que quiere la mercancía, pero 47 MEW 19, p. 384 48 MEW 19, p. 112 49 En este sentido señala C. Fernández Liria que “si bien es posible encontrar leyes en la historia no hay ni puede haber leyes de la historia. Es posible, en definitiva, investigar la ley fundamental de una determinada sociedad histórica, pero no tendremos aquí una ley de la historia, sino una ley de esa sociedad” (El materialismo, Madrid, Síntesis, 1998, p. 135) 50 Cf. carta a Engels del 18/12/1857, MEW 29, p. 232

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no quiere el dinero”51. La crítica a este tipo de planteamientos la consideraba Marx de primera importancia, porque en el caso de que una revolución proletaria tomase el poder en el contexto de las convulsiones originadas por una crisis severa del sistema, si estaba guiada por las ideas socialistas dominantes se limitaría a introducir determinadas reformas, pero mantendría la economía de mercado. Y lo que tenía que difundir la teoría científicamente fundada de El Capital era el conocimiento de que capitalismo y mercado son dos caras de una misma moneda, por lo que la única solución para los trabajadores es la completa abolición del sistema y el establecimiento de un modo de producción planificado colectivamente. Ciertamente, Marx creía que la revolución debía estar guiada por el conocimiento científico de las relaciones sociales que debían ser transformadas a través de la acción revolucionaria, que el movimiento revolucionario puramente espontáneo estaba condenado a fracasar. Ahora bien, esto no significa en absoluto que la investigación teórica de Marx estuviese subordinada a intereses externos. Como tal investigación teórica, tiene que legitimarse sólo a partir de sí misma. En las Teorías sobre el plusvalor subraya que el ideal que debe regir toda investigación ha de ser la “imparcialidad científica”52, y en referencia a Malthus dice que “a un hombre que no busque la ciencia a partir de sí misma (por muy errónea que pueda ser), sino que busque acomodarla desde fuera, a un punto de vista tomado de intereses externos y ajenos a ella, lo llamo «infame»”53. El Capital es una obra con una intención exclusivamente teórica cuyo objetivo es “desvelar la ley económica de movimiento de la sociedad moderna”. En el Prólogo a El Capital insiste repetidamente en que los principios que deben guiar toda ciencia tienen que ser la “investigación sin provecho propio”, la “investigación científica imparcial”, “el mantenimiento consecuente de un punto de vista puramente teórico”54. Y en este sentido, en la Contribución a la crítica de la economía política alaba a Ricardo porque “analiza la economía burguesa, que en la profundidad tiene un aspecto totalmente distinto a como aparece en la superficie, con tal agudeza teórica que Lord Brouham pudo decir de él: «Mr. Ricardo seemed as if he had dropped from another planet»”55. La investigación objetiva e imparcial de las relaciones económicas capitalistas es el objetivo de la obra teórica de Marx, y no descubrir una supuesta ley de la historia que determine el hundimiento del sistema capitalista y su sustitución por una forma de sociedad comunista. Esto no significa, por otra parte, que en su obra no se encuentren algunas afirmaciones sobre la evolución histórica del capitalismo. Pero lo que habrá que hacer es examinar el contexto teórico en el que se encuentran y el sentido de las mismas, en lugar imputarle 51 Carta a Weydemeyer del 1/2/1859, MEW 29, p. 573 52 Theorien über den Mehrwert, MEW 26.2, p. 119 53 Ibid., p. 112 54 Cf. Das Kapital, op. cit., p. 21, p. 22 55 Zur Kritik der politischen Ökonomie, MEW 13, p. 46

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directamente a Marx a partir de dichas afirmaciones una teoría general de la historia que estaría a la base de la totalidad de su obra56. Para ello hay que analizar la estructura de la argumentación marxiana en cada caso concreto, observar la relación en que se encuentran sus afirmaciones con el marco teórico en el que se presentan, y tener presente el objetivo al que se dirige sistemáticamente la construcción teórica de Marx57. Con respecto a las mencionadas declaraciones sobre el desarrollo histórico contenidas en el capítulo La llamada acumulación originaria, al final del libro I de El Capital, Marx afirma que llegado un punto, las formas de desarrollo se convierten en trabas para el modo de producción, lo que provocará el inevitable hundimiento del sistema58. Marx se refiere aquí a la expropiación de la propiedad privada por parte de la clase trabajadora como la “negación de la negación”59. El marxismo-leninismo ha encontrado en esta fórmula una confirmación de su interpretación mecanicista de la dialéctica que rige la historia. Ya hemos señalado anteriormente que Engels estableció la “negación de la negación” como una de las tres leyes fundamentales de la dialéctica materialista, y hemos indicado también la génesis del marxismo ideológico a partir de la interpretación engelsiana. Se puede ver ya en Lenin el desarrollo de esta forma de interpretación60. Tras citar estos pasajes de El Capital a los que nos estamos refiriendo concluye Lenin: “Tal es el proceso histórico, y si resulta al mismo tiempo dialéctico, no es ya culpa de Marx”61. Pero si en lugar de acumular distintas afirmaciones aisladas que Marx realiza aquí y montar con ellas una concepción general de la evolución histórica de carácter determinista, se toma en consideración el contexto teórico en el que aparecen estas expresiones, se puede observar que se presentan como meras expresiones aforísticas teóricamente aisladas, sin contexto alguno que las dote de

56 Esto sólo es posible, evidentemente, si estas afirmaciones se encuentran dentro del desarrollo teórico propiamente dicho de su obra. Declaraciones como las del Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, en las que Marx apunta ciertamente a una concepción global de la historia y a las que se remite incesantemente el marxismo tradicional, están fuera del desarrollo teórico de la obra, por lo que carecen de contexto teórico en el que ser enmarcadas. De hecho, en el cuerpo de la Contribución Marx no alude ni en una sola ocasión a dicha concepción, la cual efectivamente no tiene cabida en el análisis teórico que desarrolla. 57 A este respecto indica F. Martínez Marzoa que “puede constatarse que las sucesivas variaciones del plan de la obra se mueven en el sentido de que lo designado como «ley económica del movimiento de la sociedad moderna» o «el modo de producción capitalista» sea cada vez con mayor claridad un singular directamente construido como tal, y no un caso concreto de un universal” (La filosofía de “El Capital” de Marx, op. cit., pp. 25-26). 58 Cf. Das Kapital, op. cit., p. 791 59 Ibid. 60 Cf. Lenin, V. I., Fuentes y partes integrantes del marxismo, Barcelona, Grijalbo, 1970, pp. 134 y ss. 61 Ibib., p. 136

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sentido. Marx no sólo no desarrolla de forma sistemática en ningún lugar de su obra de crítica de la economía política una teoría universal de la historia, sino que en su concepción teórica no tiene cabida de ninguna manera un planteamiento semejante. Afirmaciones como las anteriormente aludidas no son en ningún caso constitutivas del análisis teórico de Marx, por lo que no se pueden sacar de ellas conclusiones respecto de dicho análisis. 5. La distinta comprensión de las crisis en Marx y en el marxismo tradicional La tradición marxista ha querido encontrar también un fundamento para la existencia de una concepción determinista de la historia en el pensamiento de Marx en las consideraciones sobre las crisis que aparecen esbozadas en el libro III de El Capital62. Estos planteamientos sobre las crisis se han puesto en conexión con la “ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio”63, la cual se ha considerado generalmente como el fundamento de la concepción marxiana de las crisis del sistema capitalista. Según esta ley, la producción capitalista conlleva la tendencia a la disminución progresiva de la tasa general de beneficio, lo que muchos intérpretes han considerado como la causa de la constante reducción en la acumulación de capital, lo que dará lugar a crisis cada vez más intensas en el sistema que acabarán teniendo como resultado el colapso definitivo del mismo. Esta interpretación del libro III de El Capital que ha dominado en el marxismo tradicional es expresada con toda claridad por Kolakowski: “El análisis de Marx de la tasa decreciente de beneficio y de las crisis económicas muestra que la necesidad de maximizar la tasa de beneficio anula su propio fin, aumentando la cantidad de capital constante y haciendo disminuir constantemente la tasa de beneficio. La misma necesidad de incrementar la plusvalía en términos absolutos conduce a las crisis y al colapso del capital”64. Ciertamente este tipo de interpretaciones pueden remitirse a determinadas declaraciones que Marx realiza en esta parte de El Capital que apuntan al fin del modo de producción capitalista, pero lo que no se encuentra aquí en ningún caso es una articulación coherente entre dichas afirmaciones y el análisis realizado, y menos aún una fundamentación teórica de lo que en ocasiones se denomina la “ley del colapso” del capitalismo, de la que Marx no habla en ningún momento. Si

62 Cf. Das Kapital III, MEW 25, pp. 251 y ss. 63 Cf. ibid., pp. 221 y ss. Marx afirma aquí que el “paulatino incremento del capital constante en relación con el capital variable ha de tener como resultado necesariamente una caída gradual en la tasa general de beneficio, si se mantienen constantes la tasa del plusvalor o el grado de explotación del trabajo por el capital” (p. 222), y sostiene que la caída de la tasa general de beneficio “surge de la naturaleza misma del desarrollo del proceso de producción capitalista” (p. 231). 64 Kolakowski, L., Las principales corrientes del marxismo I. Los fundadores, Madrid, Alianza, 1980, p. 323

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en lugar de tomar las afirmaciones aisladas que aquí aparecen por una teoría sistematizada y completa, se observan los análisis que realiza aquí Marx — fragmentarios e inconclusos, por otra parte — y su relación con dichas afirmaciones, se comprueba que éstas no se derivan ni están fundamentadas en aquéllos. Por lo que se refiere a la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio, Marx señala las distintas “causas contrarrestantes” de esta “ley”65, y a partir de su análisis no es posible demostrar de modo concluyente una dirección determinada en el desarrollo del sistema. Y por otro lado, Marx no demuestra tampoco la existencia de una conexión interna y necesaria de esta ley con las crisis del sistema capitalista, y menos aún con el colapso inexorable del mismo. Por lo que respecta a sus consideraciones sobre las crisis, Marx sostiene ciertamente que el propio modo de funcionamiento del sistema capitalista va acompañado ineludiblemente de crisis, que éstas son consustanciales al modo de producción capitalista. Pero no concluye de aquí tampoco en ningún momento el advenimiento de una crisis final con la que se derrumbe definitivamente el capitalismo. De hecho, lo que Marx afirma en distintos lugares es que las crisis son la forma destructiva a través de la cual el sistema capitalista restituye el equilibrio perdido: “Estas diversas influencias se presentan ya sea de manera más bien yuxtapuesta en el espacio, ya sea de manera más bien sucesiva en el tiempo; el conflicto entre las fuerzas contrapuestas se desahoga periódicamente en las crisis. Las crisis siempre son sólo (Die Krisen sind immer nur) soluciones violentas momentáneas de las contradicciones existentes, erupciones violentas que restablecen por el momento el equilibrio alterado”66

En otros lugares del libro III de El Capital vuelve Marx a insistir sobre esto. Por ejemplo, en el análisis de la rotación del capital comercial, señala que la autonomización del capital comercial respecto del capital industrial empuja el proceso de reproducción “más allá de sus límites”, lo que implica que la “dependencia interna y la autonomía externa impulsan el proceso hasta un punto en el que se restablece de manera violenta, mediante una crisis, la conexión interna”67. En esta cuestión es importante constatar que incluso Grossmann, que puede ser considerado el mayor defensor de la existencia de una “ley del derrumbe” del 65 Cf. Das Kapital III, op. cit., pp. 242 y ss. 66 Ibid., p. 259. Más adelante describe Marx cómo el estancamiento de la producción prepara en realidad la subsiguiente ampliación de ésta, a lo que añade: “Y así se recorrería nuevamente el círculo (Zirkel). Una parte del capital que estaba desvalorizada por paralización funcional, volvería a recuperar su antiguo valor. Por lo demás, volvería a realizarse otra vez el mismo círculo vicioso (fehlerhafte Kreislauf) con condiciones de producción ampliadas, con un mercado más extendido y con una fuerza productiva aumentada” (ibid., p. 265). 67 Ibid., p. 316

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modo de producción capitalista, tiene que reconocer que Marx no lleva a cabo en ningún lugar una exposición sistemática de esa “ley”. En efecto, mientras este autor afirma, por un lado, que el objetivo fundamental de su obra es mostrar, a partir de la teoría de Marx, el modo en que “el proceso de reproducción capitalista — debido a causas que surgen del mismo ciclo económico —, se mueve necesariamente en movimientos cíclicos ascendentes y descendentes, que se repiten periódicamente, y que conducen finalmente al derrumbe del sistema capitalista”68, reconoce, por otro lado, que “Marx no expuso la ley del derrumbe de un modo orgánico con el resto de su teoría”69. Es cierto que Marx, en su análisis de las crisis del modo de producción capitalista, habla en distintos lugares de las “barreras” y de las “limitaciones” con las que choca necesariamente el funcionamiento del sistema, pero se trata de limitaciones estructurales, no de un límite histórico del capitalismo70. A este respecto señala Heinrich que “esta «barrera» del desarrollo de las fuerzas productivas no se introduce con la evolución del sistema capitalista, sino que está siempre ya presente. De ahí que no se pueda interpretar como un indicio de una «debilidad de la edad» del capitalismo. No se puede fundamentar en ningún caso una «teoría del colapso» con el manuscrito marxiano del libro tercero de El Capital”71, de lo que este autor concluye que “frente a la idea de una crisis que haga colapsar el sistema, hay que constatar que las crisis son soluciones, aunque violentas, de contradicciones: precisamente lo destructivo de las crisis es un momento productivo para el desarrollo capitalista”72.

68 Grossmann, H., La ley de la acumulación y del derrumbe del sistema capitalista, México, Siglo XXI, 1979, p. 55 69 Ibid., p. 54 70 No faltan desde luego interpretaciones que vinculan estos planteamientos de Marx con su supuesta concepción dialéctica de la historia, de lo que concluyen que aquí se expresa el tránsito “dialéctico” a una nueva sociedad histórica. Así, por ejemplo, G. della Volpe, tras citar diversos pasajes de esta parte del libro III de El Capital en los que Marx se refiere a estos “límites” del capitalismo, se pregunta retóricamente: “¿Pero no es ésta ya la enunciación de la necesidad dialéctica del tránsito histórico, real, de la sociedad capitalista de productores a una (futura) opuesta sociedad socialista de productores?”. Y contesta: “De un tránsito que es, en efecto, un desarrollo real, en el cual la segunda sociedad conserva y potencia, del capitalismo, la producción social a través de la negación de su negativo contradictorio constituido por las relaciones privadas de producción capitalistas” (Critica dell’ideologia contemporanea. Saggi di teoria dialettica, Roma, Editori Riuniti, 1967, p. 28). Como puede verse en estas consideraciones, lo que hace este autor es doblar la lectura de estos planteamientos del libro III de El Capital con las afirmaciones sobre el desarrollo histórico del sistema capitalista contenidas al final del libro I. Pero Marx no alude aquí a ello en ningún momento, ni hay ninguna base teórica en estos textos que permita establecer tal relación. 71 Heinrich, M., Die Wissenschaft vom Wert, Münster, Westfälisches Dampfboot, 2001, p. 360 72 Ibid., p. 369.

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El análisis de Marx muestra, en efecto, el carácter estructural de las crisis del sistema capitalista, pero no concluye de aquí que conduzcan inevitablemente a su colapso. La función de las crisis en el capitalismo es la de restablecer de manera automática el equilibrio perdido, asentando las bases para un ulterior desarrollo de la producción. Por muy violento y destructivo que resulte dicho ajuste para las personas que forman parte del sistema, constituye para éste un momento constructivo, desempeña el papel de normalizar el sistema a través de la conmoción del mismo73. Así pues, frente a la interpretación del marxismo tradicional de las crisis del modo de producción capitalista como el mecanismo que llevará a la inexorable destrucción del sistema, lo que se desprende del análisis de Marx es más bien que se trata de un mecanismo de conservación de éste. Marx no ve ciertamente el sistema capitalista como una forma eterna de la producción social, tal y como hace la economía burguesa, sino que considera que el capitalismo es un modo de producción histórico y, por tanto, transitorio, que como todos los anteriores modos de producción surgidos en la historia acabará llegando a su fin. Pero no será la crisis económica lo que hará que se derrumbe el sistema, ni ninguna supuesta ley que esté determinando su destino histórico, sino la voluntad y la acción de las personas sometidas a su potencial destructivo. César Ruiz Sanjuán Facultad de Filosofía Universidad Complutense de Madrid [email protected]

73 En relación a esta cuestión indica C. Fernández Liria que cuando Marx constata a este nivel de su análisis la existencia de contradicciones en el funcionamiento del sistema, “lejos de ser el motor de un ciclo histórico entre dos modos de producción, lo que encontramos ahí, mucho más modestamente, es la explicación física del carácter necesariamente cíclico del modo de producción capitalista, es decir, el trasfondo estructural de las crisis cíclicas del capital … que lejos de anunciar su necesaria superación, formaba parte de los dispositivos propios de su permanencia” (El materialismo, op. cit., pp. 138-139).

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MAX SCHELER Y LEONARDO POLO: Dos caminos distintos con muchas afinidades Alberto Sánchez León Resumen: Pretendo en este trabajo hacer ver que entre la fenomenología de tinte realista —y en concreto la fenomenología scheleriana— y la filosofía de Leonardo Polo puede que haya más convergencias que divergencias. Me he centrado en cinco puntos en los que parece que podría haber un acercamiento, aunque no dejo de subrayar las enormes diferencias. Tales puntos son: la crítica a la filosofía moderna en sus propios términos, la actitud pre-lógica y la supra-lógica, la negación del atributo sustancia para la persona, la diferencia del yo y la persona, y la persona como crecimiento. Abstract: I try in this work to make see that among the fenomenología of realistic dye — and in I make concrete the fenomenología scheleriana — and Leonardo Polo's philosophy can that there are more convergences that differences. I have centred on five points on that it seems that there might be an approximation, though I do not stop underlining the enormous differences. Such points are: the critique to the modern philosophy in his own terms, the pre-logical attitude and the supra-logic, the denial of the attribute substance for the person, the difference of me and the person, and the person like growth.

Introducción En la introducción que hace Rafael Corazón a la obra de Polo Persona y libertad1, se atisba una posible unión entre el tema (y no método) scheleriano y la propuesta poliana. Es bien conocido que la propuesta poliana desde el abandono del límite mental pretende redirigir a la filosofía moderna hacia un puerto más luminoso que el actual. Polo quiere hacer una antropología trascendental con la peculiaridad de su método. Scheler, sin decirlo de un modo tan explícito, intenta también, ahora con lenguaje poliano, abandonar el límite, es decir, llegar a lo transobjetivo. La diferencia entre ambos es muy grande, y se focalizaría en el método que usan. Pero, más allá de la metodología, ambos abordan el tema (en uno una antropología trascendental, en el otro, un personalismo ético) con bastante finura filosófica. El objetivo de este trabajo pretende subrayar que quizás no se trate tan sólo de un atisbo, sino que puede que algunos puntos de convergencias —que ahora esbozaremos— entre el enfoque scheleriano y el poliano tengan una misma dirección de fondo.

1 Cfr., POLO, L., Persona y libertad, Eunsa, Pamplona 2007, p. 16.

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Nos limitaremos a señalar tales puntos de convergencia, y dejamos para un posible estudio ulterior el desarrollo de los temas indicados. Por otro lado, el presente artículo se hace sobre la base de un conocimiento sobre Polo y la tradición fenomenológica de corte realista, y muy especialmente la scheleriana. Entendemos que, con esta base de conocimiento se pueda seguir el artículo sin especial dificultad. 1. La crítica a la filosofía moderna en sus propios términos y la necesidad de salir del objeto “La crítica de la filosofía moderna en sus propios términos, sin acudir a instancias anteriores a ella, es la antropología trascendental, siempre que la noción de antropología trascendental no sea un desvarío. Pero el hecho de que los modernos se hayan equivocado no debe hacernos sospechar que su intento sea un delirio, porque del error no debe seguirse una paralización: ¿se han equivocado? Entonces ¿no se puede investigar aquello a que apuntan? Sí. Por eso se ha de procurar ver en qué se han equivocado y por qué, para sustituir sus enfoques por otros más acertados”2. No vamos a desarrollar ahora el por qué del error de la filosofía moderna, sino que nuestra intención se limita a esbozar puntos de encuentro desde ambas visiones. Uno de los grandes objetivos de la antropología trascendental de Polo es hacer un diálogo con la filosofía moderna. Un diálogo que no puede ser continuación, sino reconducción. Se trata de una crítica que redirija la intención filosófica moderna, pues tal intención es muy enriquecedora. “Se trata de hacer a la vez una crítica de fondo a la filosofía moderna en su propio terreno. Que la filosofía moderna sea incorrecta no comporta que el terreno que explora sea ilusorio, pues lo que ella trata de descubrir merece ser descubierto”3. Para Polo la filosofía moderna es un gran intento de profundizar en la noción del hombre, un intento que fracasa porque no consigue abandonar el límite mental, es decir, no consigue desgajarse, —abandonarlo, traspasarlo—, del objeto y se queda tan sólo en la esencia, no llegando así al ser del hombre. “Polo sostiene que a la presencia de los objetos no corresponde ni realidad ni apariencia, sino únicamente haber: hay objetos presentes”4. Pues bien, este haber el objeto manifiesta su propio límite. “Presencia y objeto son inseparables: la presencia es presencia de objeto y el objeto es objeto sólo en presencia”5. El conocimiento posee el objeto, lo ilumina. Por eso dice Polo que el conocimiento es luz6. 2 POLO, L., Antropología trascendental. Tomo I, La persona humana, Eunsa, Pamplona 1999, p. 30. 3 POLO, L., Presente y futuro del hombre, Rialp, Madrid 1993, p. 157; Cfr., RICARDO YEPES, Leonardo Polo y la historia de la filosofía, Anuario Filosófico, 1992, Vol. I, p. 106 y ss. 4 JUAN A. GARCÍA-GONZÁLEZ, “Un nuevo planteamiento del saber: la metafísica”, en Anuario Filosófico, 1992, Vol. I, p. 126. 5 IGNACIO FALGUERA SALINAS, “Los planteamientos radicales de la filosofía de Leonardo

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Hemos visto la importancia de recuperar la filosofía moderna, bien, pero, ¿por qué en sus propios términos? En sus propios términos porque la preocupación moderna no es otra que la preocupación por el ser del hombre. En efecto, es el hombre el tema que más preocupa a los modernos. Basta recordar las preguntas fundamentales que se hace Kant como baluarte de la filosofía ilustrada. La propuesta poliana es una llamada a ampliar los trascendentales, puesto que el ser humano no es un ser más del cosmos, es decir, su ser no es el ser que estudia la metafísica. De ahí que el ser humano se distinga del ser principial, del ser del cosmos. El hombre no es cosmos, es supracósmico. Tal ampliación trascendental es propiamente la antropología trascendental, o sea, la búsqueda de trascendentales antropológicos, no metafísicos, que sean capaces de responder a la preocupación moderna: el ser del hombre. En esta línea, Scheler hace una crítica a la modernidad también en su propio terreno, pues el hombre es el tema principal de su obra: “Las cuestiones: ¿qué es el hombre, y cual es su puesto en el ser? me han ocupado más profundamente que cualquier otra cuestión filosófica desde el primer despertar de mi conciencia filosófica”7. La crítica de Scheler va a ser una crítica más en el lado de la ética8 que en el de la antropología y la ontología, pero esto, de ningún modo invalida nuestro trabajo, pues es verdad que de la ética scheleriana se entreve su antropología, precisamente porque el hombre (la antropología) es esencialmente ético. Scheler no habla de abandono del límite mental, no habla de presencia del objeto, pero dice algo muy significativo al respecto. El método fenomenológico es esencialmente vivencial. Y la vivencia de la que habla Scheler cuando se refiere a la acción tiene cinco modos de expresión. No se trata ahora de hablar de esos cinco modos diversos, pero sí que conviene saber que Scheler, en uno de ellos, nos habla de una tendencia con dirección clara, pero sólo de valor, sin ningún contenido representativo de imagen. Se trata de la disposición de ánimo (Gesinnung), la cual está axiológicamente determinada pero sin conciencia de su especificación última. Se trata de una tendencia especial que va a determinar la dirección de valor de las demás tendencias que le siguen. Tal tendencia o vivencia va a determinar el acto de querer de la voluntad y el contenido por realizar. Hay aquí una dirección a lo real sin contenidos objetivos fenomenológicamente hablando. En cierto modo aquí se podría hablar de un abandono que supone el límite, es decir, el objeto, porque el objeto es el límite. Esto hace pensar que las

Polo”, en Anuario Filosófico, 1992, Vol. I, p. 78. 6 Cfr. POLO, L., Curso de teoría del conocimiento, T. I, Eunsa, Pamplona 1987, p. 158. 7 SCHELER, M., El puesto del hombre en el cosmos, Alba, Barcelona 2000, p. 29. 8 Cfr., PINTOR RAMOS, El humanismo de Max Scheler, BAC, Madrid 1978, p. 293. También esta perspectiva es muy afín a Polo. No es que se trate de dos moralismos, ni mucho menos, pero hay en ellos una preocupación no sólo por el hombre, sino por el fin del hombre. Una conlleva a la otra, como muy agudamente dijo Píndaro: ¡Llega a ser quien eres!

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dos posturas, la poliana y la scheleriana tiene ya algo en común, a saber: la salida del objeto en ambas, y, por tanto, su consiguiente traspaso. 2. Dos actitudes muy similares: la prelógica scheleriana y la supralógica poliana Es bien sabido que el método de la fenomenología consiste en una actitud prelógica, es decir, una actitud en la que partiendo de la experiencia llegamos a adoptar una actitud cuya consistencia descansa en una mirada espiritual donde recibimos unos datos, unos hechos. En efecto, la fenomenología es un saber de vivencias, un saber vital. No versa en objetos, sino en objetos vivenciados. La vivencia toca el ser del hombre. Pero tampoco se puede entender este saber como un saber pasivo. No. La actitud es actividad, acción de alguna manera. El objeto, el límite es para ambas filosofías una mera presencia. Pero la presencia no es la esencia. La pre-esencia es, sobretodo, un estado. A mi modo de ver, Scheler barrunta el límite, lo abandona y vuelve, pero son elogiosos los esfuerzos de salir de él. Ambos convergen en el abandono de la presencia, coinciden en tal necesidad. El acto de ser a veces se ha entendido como mera presencia y como esencia. Esta es la denuncia constante de Polo. Quizá esto se pueda decir refiriéndonos al acto operativo de conocer, pues lo que se conoce, se conoce en presente. Pero Polo critica el estancamiento del acto de ser en la presencia. Quedarse en la presencia es cortar con la posibilidad de distinguir la antropología de la metafísica con alcance trascendental. De ahí que Polo reclame distinguir entre acto y actualidad. No distinguir esto sería caer en el monismo. El acto actual es el pensar; el acto de ser no es actual sino trascendente y tiene que ser más que el acto de conocer cuando el acto de ser es una operación9. En Scheler lo vemos en la actitud prelógica, una actitud que, a diferencia de Pfänder, considera que no es necesario el objeto para que se capte el valor de las cosas. Tal captación se da a través de una percepción sentimental. No es la fenomenología solamente un método de pensamiento, sino, más bien un modo de intuir los hechos antes de toda fijación lógica. Tal intuición10 nos lleva a un trato vivencial con las cosas mismas. De ahí que Husserl hable de la intuición como el principio de todos los principios: que toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho de conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente (por decirlo así, en su realidad corpórea) en la ‘intuición’, hay que tomarlo simplemente como se da, pero también sólo dentro de

9 Cfr., POLO, L., Persona y libertad, p. 33. 10 Sobre la legitimidad de la intuición son muy sugerentes las páginas de RODRÍGUEZ DUPLÁ, L., en su Ética, BAC, Madrid 2001, pp. 89-92. Cf. también SEIFERT, J., Discurso de los métodos. De la filosofía y la fenomenología realista, Encuentro, Madrid 2008, pp. 23-75.

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los límites en que se da. Vemos con evidencia, en efecto, que ninguna teoría podría sacar su propia verdad sino de los datos originarios”11. Observamos aquí la diferencia fundamental de ambos métodos. La actitud prelógica fenomenológica es la intuición, una intuición originaria. La actitud poliana va más allá, adoptando una actitud supralógica, abandonando y superando el límite, traspasándolo. La intención de ambas actitudes es, a mi juicio, común a los dos métodos, que son en sí irreconciliables, pero en su caminar, no en su meta, aunque la meta de Polo parece más completa y terminada y la de Scheler más confusa, más ambigua. 3. La persona no es sustancia Podría entender la perplejidad del lector ante el epígrafe tercero. La sentencia es muy provocadora. Vamos a ver qué entienden por sustancia, pues tanto Scheler como Polo niegan tal atributo para la persona. “Persona tampoco significa sustancia. La sustancia es lo separado; pero lo separado no co-existe, sino que más bien se aísla. Las sustancias existen cada una por su cuenta; existen, pero no co-existen”12. Por su parte, Scheler al hablar de la persona dice: “la persona misma como unidad concreta y actual de todos los actos, la idea de este factor activo unitario y concreto, que no puede ser adscrito a ninguna de las llamadas «sustancias»”13. Ahora bien, ¿qué entienden ambos por sustancia? Para Polo, la sustancia tiene que ver con la existencia y está en el orden metafísico. Sin embargo, el hombre no existe, co-existe. Su ser no es el ser del mundo, del cosmos, es radicalmente distinto. La co-existencia es un trascendental antropológico, junto a la libertad y al amor donal. En ello estriba el carácter de además de la persona en Polo. Ese además o plus es el co de la co-existencia de la persona humana. Scheler concibe la sustancia como algo cósico. Equipara la sustancia a cosa. Pero la persona no es cosa sino espíritu. En este sentido coinciden plenamente, pues separan la persona del resto del mundo. Para Scheler también cabe un plus al tratar de la persona. “En la persona hay un quid cualitativo individual y único, además de la suma de los actos que se le pueden atribuir; quid o plus necesario para dar razón del mismo quid o plus que tiñe cada uno de sus actos”14. Ahora bien, si la persona no es sustancia, entonces ¿qué es? Esta ha sido la gran preocupación de los dos últimos siglos de la historia del pensamiento, y a lo largo de este tiempo, se han dado muchas respuestas, pero al 11 HUSSERL, E., Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie I, 1. Buch, 1. Abschnitt, § 24. (Tradución de J. Gaos). 12 POLO, L., Presente y futuro del hombre, p. 169. 13 SCHELER, M., Muerte y supervivencia, Encuentro, Madrid 2001, p. 66. 14 SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa 2006, p. 135.

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parecer insuficientes. Tal vez la pregunta no esté bien formulada. Responder a la pregunta qué es la persona es como querer acotar el mar. De ahí que Polo se plantee no el qué es la persona, sino el quién sea. Para Scheler la persona “es justamente aquella unidad que existe para actos de todas las posibles diversidades esenciales —en cuanto que esos actos son pensados como realizados”—15. Hay un además de sus actos, y ese plus toca de lleno al ser personal. Ese «plus» es quizá lo que mejor ‘defina’, o mejor barrunte a la persona. “Del examen de estas aseveraciones es fácil inducir que si bien la persona no es sustancia, tampoco se confunde con sus actos; siempre existen para Scheler un ‘plus’ y precedencia: un ‘plus’ en la persona, irreductible a cada uno de sus actos o a la suma de ellos; existe una precedencia de la misma respecto de los actos”16. Si tomamos el término sustancia desde la modernidad, en ninguno de los autores que nos ocupan la persona está ligada a ella. La persona no es sustancia porque simplemente no es cosa. La persona es dinámica porque es crecimiento, como veremos. La ontología clásica no sirve para llegar a la noción de persona porque considera esencial la “sustancia” humana invariable y se relega el cambio a lo “accidental”17. Pero la persona es, insistimos, acto intensivo, acto que crece, perfeccionador perfectible en palabras de Polo. La persona no es caso (actualismo) ni cosa (sustancialismo moderno). En ella no todo es tiempo, como acaso intentara Heidegger. Ese algo que es, es sustrato permanentemente dinámico: y esto sería precisamente lo metafísico que se ha querido soslayar con el prejuicio de que, lo metafísico es algo sustancial, entendiendo lo sustancial como algo parecido a un macizo de piedra inamovible, algo cósico, parmenídeo, que en nada daría razón del mundo y del hombre. Este modo de entender la sustancia como algo cerrado en sí mismo, como aquello que no necesita de otro para existir, tal como la definió Descartes, sólo admite en la sustancia relaciones puramente externas, y se olvida de este modo toda la riqueza del mundo interior18. “La persona tiene su propio modo de vivir sus actos, o de 15 SCHELER, M., Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, Caparrós editores, Madrid 2001, pp. 512-513. 16 MANDRIONI, H. D., Max Scheler. El concepto de “espíritu” en la antropología scheleriana, Itinerarium, Buenos Aires 1965, p. 297. 17 Cf., FERNÁNDEZ BEITES, P., “Fenomenología y esencia procesual humana”, en Investigaciones fenomenológicas 6 (2008), p. 380. 18 “En su forma ontológica, el problema de la relación gira entorno al concepto clásico de sustancia cerrada en sí misma e inactiva (…): la sustancia concebida según este modelo, solamente admite relaciones externas, y excluye por definición toda auto-transitividad. Liberar al «ser» de esa cuatividad en la «sustancia» es uno de los principales objetivos de la ontología contemporánea” JONAS, H., El principio vida, Trotta, Madrid 2000, p. 52. Justamente, en lo que respecta a la noción de sustancia entendida por Scheler, W. Hartmann expresa lo siguiente: “que aquí no se supone un concepto de la sustancia griegoescolástico, sino más estrecho, como se forma por el siglo XVII. En esta época la relativa constancia de la sustancia se transforma en absoluta constancia e inmovilidad frente a sus

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vivir en sus actos; y por ello, de variar. Pero a la vez, la persona no puede dejar de ser —por no consistir en un mero flujo— una unidad; unidad con identidad propia e identificadora de los actos que vive y en que vive. Es el juego entre estas dos notas (la variabilidad y la unidad idéntica) el que Scheler quiere poner ante nuestros ojos, huyendo por igual de la unilateralidad del actualismo y del sustancialismo, para darnos a entender la índole de la persona”19. 4. La diferencia entre el yo y la persona Para Polo el yo es el ápice de la esencia humana, pero con ello no ha llegado al acto de ser que es personal. La distinción real entre esencia y acto de ser nos da las claves para la distinción que nos venimos a referir ahora. El núcleo de la esencia del hombre es el yo. El yo es todo lo máximo que el hombre puede conocer de sí, por eso, “el yo es la puerta de la intimidad personal (de la persona), pero no es la persona. Conozco el yo, pero no quién soy. El yo pensado se conoce, pero no es el conocer personal (…). La persona humana es más que su yo; no se reduce a él. Es más, la persona es irreductible”20. Desde la perspectiva fenomenológica scheleriana, la persona se distingue igualmente del yo. Un sinónimo de persona en Scheler es el término espíritu. La noción de espíritu en Scheler se caracteriza por tres distintivos: El poder de objetivar; el poder de trocar todo en símbolos; y, por la conciencia de sí mismo. Efectivamente, Scheler define el espíritu como aquello que posibilita la aparición de los objetos. La captación de esencias es lo propio del espíritu, y si capta esencias es porque el mismo no es esencia, sino algo más. “Esta facultad de separar la esencia y la existencia constituye la característica fundamental (Grundmerkmal) del espíritu humano, que funda (fundiert) todas las demás”21. Objetivar es situarse por encima del mundo, y este estar por encima del mundo es lo que nos diferencia de los demás animales, de ahí que el hombre no es un animal más, es persona, espíritu porque no se reduce a mundo22, sino que está accidentes que cambian” HARTMANN, W., Das Wesen der Person. Substantialität-Aktualität, Salzburger Jahrbuch für Philosophie, 10/11, 1967, p. 158. Ello requiere la necesidad de una ampliación de la noción de sustancia, una ampliación que dé salida al inmovilismo sustancial que cosificó la modernidad. 19 SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., La persona humana y su formación en Max Scheler, p.144. 20 POLO, L., El yo. Presentación, estudio introductorio y notas de Juan Fernando Sellés, Cuadernos de Anuario Filosófico, Universidad de Navarra, Pamplona 2004, p. 20. 21 Cf. SCHELER, M., El puesto del hombre en el cosmos, p. 82. 22 Cf. FERNÁNDEZ BEITES, P., “La posibilidad del humanismo (después de Heidegger)”, en Anuario Filosófico 92 (2008), p. 313. Sospecho que desde la fenomenología es viable hacer una antropología trascendental, es decir, una filosofía primera sobre el hombre: “creo que la teoría de Husserl permite construir una antropología filosófica (…) una filosofía en sentido estricto, una filosofía primera acerca del hombre”. Cf. Ibíd, p. 316. Por eso, me parece muy interesante redescubrir la fenomenología y quitarle todos los prejuicios, prejuicios causados de un vago y pobre estudio de ella.

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encima de él. “Llegar a ser hombre es elevarse a la apertura del mundo en virtud del espíritu. "El animal no tiene «objetos»: vive estáticamente en su medio (…). Ser-objeto es, pues, la categoría más formal de la vertiente lógica del espíritu”23.

Para poder objetivar debe ser puro acto que nunca pueda ser objetivado a su vez. Y esto nos hace ver la diferencia que existe entre el yo y la persona o espíritu. El yo va vinculado a las funciones, que pueden ser psíquicas, pero los actos de esas funciones no son psíquicos. “Reclamamos para la esfera íntegra de los actos el término ‘espíritu’, llamando así a todo lo que posee la esencia del acto, de la intencionalidad y de la impleción de sentido (…). Mas en modo alguno pertenece a la esencia del espíritu un ‘yo’”24. El espíritu es el único ser que no es susceptible de objetivación, absoluta actualidad pura, su ser se agota en la libre realización de sus actos25. Por tanto, no es equiparable la noción de espíritu con la de cosa, substancia u objeto. Pero la pregunta brota enseguida, si no es cosa, ni substancia ni objeto, ¿qué estatuto ontológico tiene entonces? Para Scheler, el espíritu es la persona, la cual no cabe englobarla dentro de lo que denominamos cosa, substancia u objeto. La persona es el modo necesario de existir cualquier ser espiritual. “Persona es la forma concreta en que existe el espíritu del hombre. Persona y espíritu son equivalentes en tanto que la primera es el modo concreto y real de existencia del segundo”26. En Polo encontramos pensamientos afines al scheleriano al respecto, pero con claras diferencias. La principal diferencia es que mientras para Scheler la persona engloba al yo, lo totaliza, para Polo eso es, sin más, aberrante. La razón que da Polo al respecto es muy interesante. Él distingue radicalmente entre esencia y acto de ser, y esa distinción es tan radical y tal real que no son lo mismo, hasta el punto de que el acto de ser, la persona no conecta, no “toca” su esencia, no es algo abarcante. Esta dualidad entre esencia y acto de ser no la atisba Scheler, pero también éste tiene sus razones. Tanto Scheler como Polo ven claramente la distinción que reina entre el yo (la esencia) y la persona (el acto de ser). Se podría decir que la diferencia es esta: Para Scheler el yo todavía no ha llegado a ser persona (se tienen que dar unas condiciones), sin embargo, para Polo, la persona no es su yo y el yo nunca llegará a ser persona, porque, entre otras cosas no es posible hablar de identidad en la

23 SCHELER, M., El puesto del hombre en el cosmos, p. 69-70. 24 SCHELER, M., Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, p. 520. Lo que distingue los actos de las funciones son: su independencia del cuerpo, su peculiar temporalidad y su índole intencional. Cf. SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., “Vitalidad y espiritualidad humanas según Max Scheler”, en Anuario Filosófico, 92 (2008), p. 348. 25 Cf. Ibíd., p. 346. 26 AMENGUAL, G., Antropología filosófica, BAC, Madrid 2007, p. 223.

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persona (sólo cabe hablar de identidad en la persona divina). Para Polo el yo es inferior a la persona e inaccesible a ella. Para Scheler, el yo es lo que configura mi persona. Para Scheler el yo acompaña todas las percepciones psíquicas, mientras que la persona comprende y las orienta mediante conexiones de sentido. El yo percibe, la persona se vive en lo que percibe. Por eso, la distinción en Scheler es problemática, pero muy aguda, y a mi modo de ver certera. Esta problematicidad, cercana al misterio de lo que es la persona, encaja más con un saber resuelto como hace Polo. Para Scheler la persona no es sólo lo que es de hecho (el yo), sino lo que da sentido a su hacer, algo superior que sería el ámbito de lo personal. En este sentido sí me aporta ver la libertad poliana como un trascendental antropológico, o sea, que hunde su raíz en la persona. Por eso, y esto ya no sería un pensamiento estrictamente poliano, la libertad y su poder es justamente construir nuestra esencia, de modo que sí podríamos hablar de identidad en la persona humana. Esto es lo que apunta la propuesta Scheleriana. Scheler aboga por la identidad porque quiere salvar la unidad del yo y la persona. Sin embargo, Polo, al partir sobre una dualidad no puede hacerse cargo de la identidad humana, es más, ni siquiera la contempla. Esta es la razón por la que Polo piensa que o se acepta la dualidad o entonces a lo más que se puede llegar del hombre es a sus manifestaciones. Según Polo toda la modernidad se ha quedado en las manifestaciones del hombre, hemos conocido lo esencial del hombre, pero no su ser. Persona es crecimiento. El problema de la identidad humana en ambos pensadores. Con lo expuesto, podemos hacer esta pregunta a Polo. Si la persona es acto de ser, acto de ser personal que no admite potencialidad, ¿cómo entonces dice que la persona es crecimiento, es decir, potencialidad de alguna manera? Polo respondería ante esto que el acto de ser personal es un acto que mejora, que se hace grande, o mejor, intensivo, que crece. La persona es así crecimiento. Scheler, por su parte también define a la persona como crecimiento, crecimiento en virtudes, virtudes que siguen al prototipo, que siempre es una persona que encarna valores. Para Scheler la persona viene a ser fundamentalmente amor, espíritu, libertad, y ello ya está de un modo incipiente en la Gesinnung. Lo común a estos conceptos es el dinamismo que emana de ellos. Amor, espíritu y libertad están en una dinámica continua, pues la persona es lo que es cuando se dirige a una tarea ética, cuando se transforma o encarna los valores del prototipo. En definitiva —y con una terminología más clásica quizás, pero no por ello menos cierta—, la persona actual se transforma en la persona ideal cuando se humaniza. Este cuando hace referencia al tiempo, pero no sólo se reduce a tiempo, no es el tiempo heideggeriano. Humanizarse es el proceso propio de la persona, pero un proceso [513]

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libre, un dinamismo cuya iniciativa viene al interesado cuando éste observa lo que le falta para llegar, cuando el sujeto se hace cargo de que el hombre está hecho para trascender el tiempo, y para trascenderse. Esto sólo se logra cuando se encarnan los valores que el prototipo posee, o sea, cuando el hombre adquiere libremente virtudes, cuando el hombre se forja un orden (ordo) en su amor (amoris). Esto es justamente lo que se entiende por humanizarse, realizarse, que en definitiva se trata del crecimiento personal. Ser persona es crecer en virtudes. Visto así resumido el pensamiento de Scheler, podemos ahora preguntarnos: si la persona es crecimiento en virtudes, entonces, ¿qué tipo de identidad podemos atribuirle? Con otras palabras, si la persona es un espíritu que vive únicamente en la realización de sus propios actos, y los actos son lo que configuran la persona, entonces no parece claro qué tipo de unidad y qué identidad cabe hablar en la persona. Para Scheler la persona se agota en la libre realización de sus actos, pero no es sus actos, sino que más que actos el alguien que actúa según un plexo ordenado. Este matiz de identificar a la persona con su obrar, es lo más fino de sus afirmaciones, y justamente esto es, una vez más lo que distingue la persona del yo, puesto que el yo es objetivable, podemos captarlo desde el centro de nuestro espíritu. “Todo lo psíquico es susceptible de objetivación, no así el acto del espíritu, la intentio, la contemplación de los procesos psíquicos. En el ser de nuestra persona sólo podemos recogernos, concentrarnos en él, pero no objetivarlo”27. Recogerse es mirarse desde fuera y captarnos en nuestra unidad. Ese acto de recogimiento (Sammlung) es lo propio del espíritu, de la persona. “En el ser de nuestra persona sólo podemos recogernos, concentrarnos en él, pero no objetivarlo. Tampoco las otras personas, en tanto que personas, son objetivables (...). Sólo podemos llegar a tener parte en ellas si realizamos con y conforme a ellas sus actos libres, compartiéndolos, como expresa la pobre palabra «adhesión», o si a través del «comprender», posibilitado únicamente por el amor espiritual, que es el extremo opuesto de toda cosificación, nos «identificamos», como solemos decir, con la voluntad, con el amor de una persona, y así con ella misma”28. No podemos sostener que el «yo» es únicamente el conjunto de sus vivencias. Ello sería lo mismo que identificarlo con el dasein heideggeriano, sería reducir el ser a tiempo vivido sin identidad ninguna. El existencialismo, sobre todo el existencialismo heideggeriano, sería la forma más radical de actualismo pues sustituye la esencia por la existencia: “La esencia del ser-ahí reside en su

27 Scheler, M., El puesto del hombre en el cosmos, p. 78. 28 Ibíd.

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existencia (Existenz)”29. Por tanto, podemos decir que no hay un yo fuera de las vivencias, “el conjunto vivencial está unido por el entrecruzamiento (Ineinander) entre las vivencias; y si éstas no se desperdigan en puntos fugaces, es justamente porque juntamente con ellas es vivenciado el yo o alguien, al que pertenecen”30. Aquí se percibe la distinción o paso del yo a la persona en Scheler. El yo, podríamos decir muy sumariamente, acompaña todas las percepciones psíquicas, mientras que la persona comprende y orienta mediante conexiones de sentido31, tales percepciones. “Lo peculiar de la persona está, más bien, en que penetra y transfunde (durchdringt) cada uno de los actos que realiza, impregnándolos de su dirección cualitativa”32, es decir, mientras el yo percibe, la persona se vive en lo que percibe. En definitiva, la diferencia la encontramos en que las funciones vitales (orgánicas) comprometen al yo, mientras que los actos corresponden a la persona en cuanto que ella es centro de tales actos. “Las funciones vitales se regulan a sí mismas, sin necesidad de un agente que se vivencie como distinto de ellas al ejecutarlas, ya que vienen condicionadas por el medio externo biológico y por el ser vivo, que compone un ciclo con su medio. En cambio, los actos, con su sentido, solo pueden surgir directamente de la persona, como lo atestigua el hecho de que la diferencia entre sentido y objeto no podría explicarse por ninguna

29 HEIDEGGER, M., El ser y el tiempo, FCE, Madrid 1971, § 9, p. 42. Para una recuperación cabal de la persona, esto es, abierta a la trascendencia y manteniendo la identidad personal, hay que sostener la ontología clásica e incorporar la novedad fenomenológica, pero superando el existencialismo. Con tal superación lo que se pretende es no renunciar a la esencia. Como el análisis existencial fenomenológico no llega a explicar el hecho, de lo que se trata es de ensayar un análisis no existencial sino esencial fenomenológico. Este es el objetivo del audaz artículo de Pilar Fernández Beites, de la que su fuente de inspiración es la fenomenología subyacente en el pensamiento de Zubiri. Cf. “Fenomenología y esencia procesual humana”, p. 382. 30 FERRER, U., ¿Qué significa ser persona?, Palabra, Madrid 2002, pp. 51-52. 31 Tales conexiones de sentido necesitan de un principio unificador y orientador. Y lo que unifica en el orden del espíritu —pues tanto los actos como las personas son espíritus—, es justamente el ordo amoris de la persona. A mi juicio el ordo amoris scheleriano, la Gesinnung, es el acto de ser personal del que habla Polo, pero con todos los matices vistos. 32 FERRER, U., ¿Qué significa ser persona?, p. 52. También Husserl se acerca a esta postura scheleriana cuando dice: “Todas mis intenciones… forman en su movimiento una unidad, no una yuxtaposición, son todas irradiaciones de mi ‘voluntad’ unitaria, de mi ser unitario. Yo, el yo mismo y unitario, soy en esta voluntad, en la multiplicidad de las direcciones singulares de la voluntad, el yo voluntario… La voluntad, el tener una voluntad, el ser con esta voluntad, no es el momentáneo acto de voluntad, sino que cada acto es en sí también puesta en marcha o reasunción de una voluntad, de una voluntad persistente, de un aspecto del yo persistente”. HUSSERL, E., La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Crítica, Barcelona 1990, Apéndice XX.

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mediación biológica”33. Lo que estamos sosteniendo es que la persona es ese principio unificador del que hablábamos o, con palabras de Sánchez-Migallón: “el ejecutor unitario que corresponde a la esencia de una realización de actos de clases, formas y direcciones tan esencialmente distintos”34. Alberto Sánchez León Elizabetes iela, 17-2 LV 1010 Riga (Letonia) [email protected]

33 FERRER, U., ¿Qué significa ser persona?, p. 54. 34 SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., La persona humana y su formación en Max Scheler, p. 120. Se tiene en cuenta que ese abandono del yo se debe al comprobar que la persona no puede ser objeto como el yo lo es. La importancia de distinguir bien entre acto y objeto es la gran aportación scheleriana, pues es lo que permite también distinguir el yo de la persona. De ahí que Sánchez-Migallón siga diciendo: “Si, por tanto, los actos no son objetivables, tampoco podrá serlo su principio unificador y realizador (…). Ese principio es lo que Scheler llama propiamente persona”, pp. 120-121.

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RICHARD RORTY: LA FRANQUEZA DEL FILÓSOFO Manuel Sánchez Matito, Universidad de Sevilla Resumen: La crítica vertida en La Filosofía y el espejo de la Naturaleza contra la tradición epistemológica representó un momento decisivo en la trayectoria filosófica de Richard Rorty. Desde ese momento, el filósofo norteamericano comenzó a sostener la imposibilidad de trazar un único planteamiento filosófico que unifique la creación privada de la propia personalidad y la búsqueda de un orden social más justo. Abstract: The criticism made in Philosophy and the Mirror of Nature against the epistemological tradition represented a turning point in the philosophical development of Richard Rorty. Since that time, the American philosopher began to sustain the inability to draw a single philosophical approach that unifies the private own personality creation and the quest for a fairer social order.

1. Pragmatista, deweyano, darwinista, davidsoniano, anticlerical… Como recuerda Michael Walzer1, hay un refrán en el Talmud que señala que el día de la redención se acercará más cuando un sabio reconozca todas sus fuentes. Rorty no suele ocultar sus fuentes. La sinceridad del filósofo neoyorquino consiste en ser consciente del lugar, de la época y de las corrientes que suministran los argumentos y los léxicos que fluyen en su propia filosofía. No sólo es interiormente consciente de esta situación. Le gusta expresarlo, emplear fórmulas en las que se refleje la perspectiva en la que se sitúa: “los nominalistas wittgensteinianos pensamos...”, “mi propia perspectiva de tendencia deweyana”, “como kuhniano...” o “los liberales trágicos somos...” Su modo de entender la filosofía, señala Rorty, al situarse explícitamente dentro de una perspectiva se aleja de aquellos que tratan de conectar su vocabulario con alguna instancia superior, universal y trascendente. Estos filósofos adoptan una perspectiva metafísica y muestran sus creaciones no como un nuevo ensayo dentro de una determinada corriente, sino como una representación de la realidad que tiene alcance universal. Rorty huye del pensamiento metafísico. Su óptica wittgensteiniana y davidsoniana le impide aceptar que haya un pensamiento que pueda situarse más allá del lenguaje. Más en concreto, no puede admitir que exista un pensamiento universal, sino tradiciones diversas encarnadas en léxicos diferentes. Desde su perspectiva neodarwinista no puede reconocer que haya lenguajes más apropiados que otros para representar la realidad; sólo puede comprender

1 Walzer, M., Las esferas de la justicia: una defensa del pluralismo y la igualdad, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 15.

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que existan lenguajes más capacitados para conseguir determinados propósitos. Si se pretende elaborar una narrativa que sirva para alentar a las instituciones democráticas, habrá que renunciar a un vocabulario metafísico y seguir el camino abierto, por ejemplo, por el pragmatismo norteamericano de John Dewey, quien rechaza el valor de una autoridad superior y cree que la democracia y la fraternidad pueden sustentarse mejor confiando únicamente en las capacidades de los individuos. Rorty se declara en numerosas ocasiones admirador de Dewey y coincide con él tanto en el respeto hacia las instituciones liberales como en su rechazo a una autoridad superior en cuestiones morales o religiosas. Aunque considera que el mensaje de amor que aparece en el Evangelio presenta un enorme atractivo, prefiere declararse anticlerical, ya que cree que la Iglesia cristiana ha contribuido poco al desarrollo de los valores democráticos. Pragmatista, davidsoniano, neodarwinista o anticlerical son algunas de las etiquetas con las que Rorty se califica. Pero hay muchas más: liberal, ironista, etnocentrista… en todas ellas reconocemos a Richard Rorty, un autor que — después de escribir Contingencia, Ironía y Solidaridad— llegó a la conclusión de que la filosofía podía comprenderse de dos modos diferentes: como una pasión privada que ayuda al desarrollo personal o como un modo de defender alguna posición política y social. Ambos aspectos son diferentes y deben mantener su autonomía. En este escrito trataremos de analizar, en el segundo punto, cómo en una primera época, al escribir La Filosofía y el espejo de la Naturaleza, Rorty no era todavía consciente de la necesaria separación entre los ámbitos, y en los puntos siguientes analizaremos qué papel juegan para Rorty el interés privado y el objetivo público de la filosofía. 2. La confusión inicial. “Hemos de preguntarnos por qué la imaginación de Europa se dejó dominar por las fantasías de Descartes”2

En el año 1979 se publicó la que aún sigue siendo la obra más conocida de Richard Rorty: La filosofía y el espejo de la naturaleza. El propio autor muestra su perplejidad cuando recuerda el asombroso éxito de su libro, sobre todo, porque se trata, en su opinión, de una obra dirigida estrictamente a los profesores de filosofía. “Todavía no lo entiendo (…) tal vez, porque era una manera de seguir a Kuhn. Muchas personas fuera de la filosofía se quedaron impresionadas por Kuhn y mi libro era un modo más de seguir la línea kuhniana.”3

2 Rorty, R. La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 2001, p.207. 3 “A Talent for Bricolage. An Interview to Richard Rorty”, The Dualist, 2, 1995.

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El objetivo principal de la obra consistía en rechazar la tradición epistemológica que durante varios siglos se había transformado en el núcleo de la filosofía. Esta tarea no convertiría a Rorty en un autor original, ni permitiría por sí misma comprender los motivos por los que el libro ha sido tan ampliamente leído. Hegel, Dewey, Heidegger, Wittgenstein o Gadamer ya habían desplegado sus armas contra una filosofía centrada en la teoría del conocimiento, exponiendo, por el contrario, el valor del trasfondo que rodea a los individuos que realizan conocimientos o desarrollan cualquier otra actividad. Tal vez, la peculiaridad de la obra de Rorty fue su capacidad para unificar los ataques procedentes de los autores citados con las autocríticas vertidas por la filosofía analítica contra su propia tradición. Es decir, lo que imprimió fuerza al libro fue la apelación a Kuhn —como él mismo señalaba— pero también a Sellars, a Quine o a Davidson situados en la misma línea de batalla que Hegel, Dewey o Heidegger. Rorty trata de mostrar en la obra las razones por las que se ha establecido una correspondencia entre la filosofía y la teoría del conocimiento capaz de provocar la hegemonía de la epistemología. Fue a partir del siglo de XVII, tras las obras de Descartes, Locke, Kant y, sobre todo, a partir de los movimientos postkantianos, cuando la epistemología se convirtió en la reina de la filosofía. Estos autores contribuyeron a crear la imagen del Espejo de la Naturaleza. Para ellos, la mente representaba un espejo en el que se reflejaba la realidad exterior, y en el que era posible entresacar algunos elementos —ideas claras y distintas, impresiones, etc.— que se consideraban la clave de las representaciones presentes en ese espejo. El ser humano se caracterizaría por tener una esencia de vidrio capaz de reflejar la naturaleza exterior. Los autores citados y los movimientos posteriores otorgaron un lugar relevante a la teoría del conocimiento y creyeron interpretar correctamente la filosofía anterior cuando consideraban que también los filósofos antiguos se habían esforzado por encontrar esos principios mentales que correspondían a los elementos de la realidad. Sin embargo, la concepción de la filosofía de Platón o Aristóteles difería de la ofrecida por los autores modernos. Para aquellos, señala Rorty, no tenía sentido la noción de mente como receptáculo maravilloso que reflejaba los componentes básicos de la realidad; la realidad, por el contrario, se captaba directamente, se atrapaba, produciéndose un encuentro auténtico con ella. Pero la entronización de la epistemología, según Rorty, no representa la esencia de la filosofía, ni la esencia de vidrio representa la auténtica naturaleza del ser humano. Esta situación sólo debe entenderse como una determinada comprensión que se ha producido en la historia, pero que podría no haber surgido o haberse desarrollado de un modo diferente. De hecho, desde finales del siglo XIX se están produciendo una serie de desarrollos filosóficos que ponen en duda la hegemonía de la epistemología. Dewey, Wittgenstein, Heidegger o Gadamer son algunos de los autores que han desplegado mejor sus armas contra la idea de que una determinada concepción del conocimiento basada en la búsqueda de la exactitud y de los fundamentos pudiera ser la única filosofía posible. Por el contrario, ellos serían representantes de lo que Rorty llama filosofía edificante, [519]

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una filosofía que lucha contra esos intentos de hegemonía, y que considera que los conocimientos sólo pueden ser comprendidos dentro de una visión holista en la que las palabras no se relacionan con hechos, sino con otras palabras. La hermenéutica representaría un modelo de este tipo de filosofía edificante, ya que abandona la imagen del ser humano como sujeto eminentemente conocedor y coloca la noción de la educación, autoformación o edificación como meta del pensamiento. En su ataque a la fundamentación epistemológica de la filosofía, como vimos anteriormente, Rorty no sólo se apoyará en la tradición hermenéutica continental, empleará también los argumentos que se han fraguado dentro de la filosofía analítica. El motivo para proceder de este modo, como indica en la introducción con su franqueza habitual, es de índole autobiográfica: se trata de la corriente filosófica con la que está familiarizado, con la que ha comprendido los problemas que trata de analizar. En este sentido, Rorty concede una gran importancia a la crítica que lanza Sellars al mito de lo Dado —la idea de que existe alguna relación especial o conocimiento directo entre la mente y algún tipo de realidad— y a las tesis de Quine según las cuales la distinción entre lenguaje y hecho no es tan clara como podría parecer. Ambos creen que el problema de la justificación no se resuelve relacionando ideas con objetos, sino con la conversación, con la práctica social. Ambos autores han contribuido a la creación de lo que Rorty denomina filosofía del lenguaje pura. Se trata de una línea filosófica que estaría representada, entre otros, por Donald Davidson, autor que ha desplegado las ideas de Quine, eliminando la distinción entre esquema y contenido y afirmando que la naturaleza no tiene una forma predilecta para ser representada. Gracias a la combinación de las críticas lanzadas desde la filosofía continental y desde la tradición analítica, Rorty, por tanto, rechaza el valor hegemónico de la epistemología y proclama la importancia de una filosofía edificante. Se trataría de una filosofía holista, historicista y lingüística que partiendo de una perspectiva naturalista debería evitar los dualismos entre espíritu y materia. Una filosofía de este tipo tendría que luchar contra los intentos de alguna teoría o vocabulario por establecer una hegemonía que evite el despliegue de lenguajes diferentes. Por el contrario, el impulso moral de una filosofía edificante debe ser que la conversación sea posible mediante nuevos caminos. A lo largo de la obra Rorty ha establecido una crítica constante contra la tradición epistemológica y, al mismo tiempo, una defensa de los valores morales procedentes de la Ilustración. Ambos aspectos serán desarrollados por el autor norteamericano en sus escritos posteriores, pero empleará caminos diferentes para alcanzar su objetivo. Rorty considerará más tarde que en La filosofía y el espejo de la naturaleza no había sabido distinguir entre la creación personal de la propia identidad y el interés por defender determinados valores públicos. Es decir, había creído que la misma filosofía edificante que permitía ofrecernos un mejor retrato del ser humano podría servir de fundamento para organizar la convivencia social. Su gran éxito literario estaba sustentado sobre una confusión inicial: la unidad de la esfera privada y el ámbito público. [520]

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3. La búsqueda de las orquídeas silvestres. “Debiéramos renunciar al intento de combinar la creación de sí mismo y la política, especialmente si somos liberales”4

El joven Rorty tenía una afición que destacaba entre todas las demás: la búsqueda de orquídeas salvajes. Se enorgullecía ante sus padres cuando, tras recorrer las montañas cercanas, lograba encontrar algún ejemplar extraño. En la misma época, en los anaqueles de la librería de su casa los lomos rojos de un par de libros despertaban su inquieta imaginación: The Case of Leon Trotzky y Not Guilty. En las páginas de estas obras que analizaban los procesos de Moscú, se albergaba algo muy importante, algo que no sólo le afectaba a él, sino también a su país y, tal vez, a toda la humanidad: la lucha contra la injusticia social. Años más tarde5, Rorty se referirá a estas dos pasiones como ejemplos de una pasión privada y de un interés público. No es posible, piensa, conectar en una única teoría —en el mismo vocabulario— la búsqueda personal de la autorrealización con el interés público por mejorar las formas de convivencia entre las personas. Si se realizara esta fusión, se consideraría que la misma naturaleza humana que tratamos de alcanzar en nuestro desarrollo personal, serviría de fundamento en el ámbito público para la organización de la convivencia. Esto significaría creer en la existencia de una naturaleza humana objetiva y universal que se situara más allá de cualquier contexto cultural, algo inconcebible desde la perspectiva historicista y pragmatista sostenida por Rorty. Es necesario, por tanto, mantener una separación entre ambos espacios y ésta será la tarea principal que abordará en su libro Contingencia, Ironía y Solidaridad. Esta obra apareció en 1986, representando un cierto giro dentro de su filosofía y convirtiéndose en una referencia fundamental para comprender el pensamiento maduro del autor neoyorquino. Las ideas básicas de La filosofía y el espejo de la naturaleza —el rechazo a la tradición epistemológica como la única forma de concebir la filosofía, la apelación al contexto lingüístico o el intento por combinar aspectos de la filosofía continental con los logros de la tradición analítica— no se abandonan ni aquí ni en los sucesivos escritos de Rorty, pero sí desaparece el lugar privilegiado que otorgó entonces a la hermenéutica y, sobre todo, se establece con claridad la separación entre el terreno de la creación privada y el ámbito de los compromisos públicos. Desde su perspectiva, algunos autores han tenido una preocupación prioritaria por la esfera pública (Marx, Mill, Dewey, Habermas, Rawls…), mientras que otros (Kierkegaard, Nietzsche, Proust, Heidegger, Derrida,…) son valiosos cuando los contemplamos únicamente

4 Rorty, R. Contingencia, Ironía y Solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, p. 139 5 Rorty, R. “Orquídeas silvestres y Trotski”, Filosofía y futuro, Gedisa, Barcelona, 2002, pp. 135-156.

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como creadores de una imagen del ser humano y olvidamos sus desafortunadas consideraciones sobre la política. Si hay un término que permite comprender el núcleo de las ideas expuestas en esta obra es el de “contingencia”. Rorty extrae este concepto del uso que de él hace la biología neodarwinista. Desde esta corriente el ser humano no es considerado como el fin último de la evolución, como el resultado de un plan de la Naturaleza o de un plan divino. Por el contrario, la especie humana ha surgido por puro azar. Rorty traspasará este concepto biológico al ámbito de la cultura y podrá afirmar que del mismo modo que la especie ha surgido por azar, los diferentes lenguajes, tradiciones y comunidades se han configurado de forma contingente. Algunos autores han sabido comprender esta idea y asumen que hemos de situarnos conscientemente dentro de una determinada tradición, llevando a cabo cualquier análisis desde el interior de la misma. Estos autores son denominados teóricos ironistas por Rorty y se opondrían a los pensadores metafísicos, aquellos que consideran que es necesario buscar un fundamento o una verdad que se apoye en la auténtica realidad. Los ironistas son capaces de dudar acerca de su léxico último debido a la comparación que establecen con otros lenguajes diferentes; no hallan en su propio léxico ninguna palabra o argumento mágico que les permita resolver aquellas dudas y, además, consideran que no es posible mostrar desde un punto de vista filosófico que su teoría se encuentre más cerca de la realidad que otras. Los autores ironistas son capaces de crear un lenguaje privado que puede contribuir al desarrollo de la autonomía personal y a la creación de una imagen mejor de nosotros mismos. Es decir, son autores cuyas aportaciones habría que analizarlas desde el terreno exclusivamente privado. El joven Hegel, Nietzsche, Heidegger, Derrida o Proust son algunos de los autores más destacados en esta obra por sus contribuciones al terreno de la perfección personal. Los mismos teóricos —a los que habría que añadir, entre otros, a Wittgenstein, Freud o Davidson— volverán a aparecer en los sucesivos ensayos que Rorty publicará a partir de los años ochenta. Analizaremos a continuación cómo Rorty configura su propio retrato de la identidad personal a partir de la lectura de estos autores. En la obra que venimos comentando, Rorty manifiesta su admiración por la filosofía de Heidegger contemplada como el esfuerzo por encontrar un léxico que se distancie de la tradición metafísica y tenga la capacidad de ofrecer una mejor descripción de la identidad humana. Sin embargo, sus consideraciones acerca de Europa y su política, como las de Nietzsche, no deberían ser atendidas con el mismo respeto. “…tan pronto como uno y otro intentan formular una opinión acerca de la sociedad moderna, el destino de Europa o la política contemporánea se vuelven, en el mejor de los casos, insípidos y, en el peor, sádicos.”6 6 Rorty, R. Contingencia… cit., p. 138.

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Un análisis más detallado de la obra de Heidegger lo ofrece Rorty en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, un conjunto de escritos elaborados a finales de los años ochenta. En esta obra vuelve a mostrar una actitud ambivalente hacia el autor alemán, que le lleva desde la profunda admiración que experimenta ante algunos pasajes de su obra hacia la desilusión que siente al leer, sobre todo, sus últimos libros. En Ser y Tiempo Rorty descubre un conjunto de imágenes y de sugerencias que sitúa dentro de una perspectiva historicista y pragmatista.7 La palabra Ser significa, en su opinión, aquello de lo que hablan los distintos vocabularios. No puede haber un vocabulario que agote toda la riqueza del Ser, a pesar de los infructuosos intentos de la metafísica occidental por atrapar el Ser y elevar su lenguaje como el auténtico, el único vocabulario capaz de captar con exactitud la realidad. El término “originario” haría referencia a la posición desde la que es posible contemplar que no hay nada eterno o trascendental y la expresión “dejar ser a los seres” apelaría a la pluralidad de los vocabularios y a la necesidad de comprender que pueden existir lenguajes alternativos. En esta obra se manifiesta la fragilidad de cualquier proyecto humano y el reconocimiento de que la verdad no tiene un poder propio autónomo, sino que debe ser expresada en alguno de los lenguajes existentes. Pero la filosofía de Heidegger experimentó una transformación que, en palabras de Rorty, representó un “desfallecimiento”8, un distanciamiento de la perspectiva pragmatista y una búsqueda de un fundamento metafísico, de una verdad definitiva. Su consideración de la tradición occidental —que ya se inició en Ser y Tiempo— como un proceso descendente, le impulsó a contemplarse a sí mismo como un profeta salvador que a través de un pensar místico-religioso podía atrapar una Verdad situada más allá del tiempo. En su búsqueda de una originariedad cada vez mayor, Heidegger se fue alejando, poco a poco, del contexto en el que se forjó Ser y Tiempo, un contexto que desempeñaba un papel fundamental el mundo de relaciones alrededor de los individuos “lo que está a la mano”. Por tanto, Rorty experimenta una desilusión ante la evolución que sufre el pensamiento de Heidegger. No tiene sentido, piensa el filósofo norteamericano, realizar un rechazo global de toda la tradición occidental, ya que ésta como cualquier otra sufre cambios de dispar naturaleza: períodos de crisis, de progreso o de decadencia. El rechazo completo parece tener como objetivo la anulación del marco histórico y la defensa de una verdad trascendente. De este modo, Heidegger se distancia enormemente del mundo de relaciones que aparecía en Ser y Tiempo, se aleja de la perspectiva pragmatista que allí se intuía y se desplaza hacia una fundamentación metafísica. 7 Rorty, R., Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 79-99. 8 Ibíd., p. 96.

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A pesar del desencanto experimentado por Rorty, la riqueza de la filosofía de Heidegger, su contribución al rechazo de la tradición epistemológica y su aportación a la creación de una nueva identidad personal hacen que el autor neoyorquino considere a Heidegger como uno de los grandes filósofos del siglo XX. Pero esta admiración, recordemos, se produce al comprender su obra desde un punto de vista exclusivamente privado. Heidegger, piensa Rorty, no está preocupado por la política. Si puede salirse de la tradición occidental es porque no se halla inmerso en los detalles de la práctica social de su tiempo. “Tenemos que recordar que el alcance de la imaginación de Heidegger, siendo como fue muy grande, estuvo sustancialmente limitado a la filosofía y a la poesía lírica a los escritos de aquellos a los que concedió el título de “pensador” o “poeta”. Heidegger pensó que podía descubrirse la esencia de una época histórica leyendo la obra del filósofo característico de esa época e identificando su comprensión del ser”.9

Uno de los autores que mejor ha comprendido la filosofía de Heidegger, en opinión de Rorty, es Jacques Derrida. Al igual que el filósofo alemán, sus obras han contribuido al desarrollo de la autonomía personal, a la creación de sí mismo que puede elaborar una persona. Rorty elogia especialmente los últimos escritos del autor francés que representan visiones o elucubraciones personales, completamente privadas y de índole humorística acerca de una serie de filósofos. En ellos muestra Derrida su capacidad de análisis de la tradición filosófica y su contribución a la creación de la identidad personal. No obstante, como señala en “Dos significados de logocentrismo: respuesta a Norris”10 sus escritos no le parecen a Rorty siempre tan interesantes. De hecho, rechazará las pretensiones deconstruccionistas de Derrida, su interés por dar expresión al lenguaje literario —lleno de diferencias— sobre el que se han asentado todas las construcciones filosóficas. Derrida se convierte entonces en un teólogo negativo y desarrolla una posición próxima a la de Paul de Man —el inspirador de la izquierda cultural norteamericana—. Lo que hace entonces Derrida es volver a defender la presencia de un Dios oscuro, ignorado hasta este momento, pero que tiene que brotar con luz propia. Derrida y Heidegger contribuyen, por tanto, a configurar una imagen de la identidad personal. Se trata de una imagen que atrae a Rorty cuando aparece desligada de cualquier fundamento exterior y muestra la contingencia de las distintas tradiciones que rodean a los individuos. Los pasajes de Ser y Tiempo que se acercan a esta visión pragmatista o los fragmentos de Derrida que reflejan la riqueza y diversidad de los vocabularios filosóficos sirven de paradigma a este retrato del individuo. Se trata de una imagen que concibe al ser humano como un individuo flexible, creativo, plural, crítico e irónico con su propia vida y reacio a ligarse de forma rígida a cualquier tradición o fundamento. 9 Ibíd., p. 103. 10 Ibíd., pp. 153-168.

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La identidad humana es contemplada por Rorty como un conjunto de estratos que se desplazan libremente sin adoptar ninguna estructura jerarquizada. Esta idea de una identidad múltiple o de un yo plural la encuentra reflejada en los escritos de Freud. En el artículo “Freud y la reflexión moral”11, Rorty tras señalar que la preocupación principal de Freud no se centraba en la moral pública sino en la configuración moral, tratará de enseñar cuál es la verdadera importancia del inconsciente en la obra del médico austriaco. En opinión de Rorty, el término inconsciente presenta dos significados diferentes en la teoría freudiana. En ocasiones, representa lo innoble, lo bajo, lo que está a un nivel inferior. En este sentido, el inconsciente sería algo similar a lo que en la visión platónica eran los sentimientos o las pasiones. Sin embargo, también podría definirse el inconsciente como la presencia de distintas personas conviviendo en un mismo individuo. Cada una de esas personas reflejaría una red de creencias y deseos. El inconsciente pone de manifiesto, en este caso, la presencia de distintos entramados de creencias y deseos que se encuentran presentes en un mismo individuo. El yo sólo accede mediante su introspección a uno de esos entramados, pero la interacción es constante, ya que cada uno de los entramados se sitúa a la misma altura que los demás. Desde esta nueva lectura del inconsciente freudiano, el yo no puede contemplarse como algo fijo. No hay una entidad o esencia estable que pueda definir al yo y que sea compatible con el resto de los seres humanos. Lo que nos hace humanos es la sensibilidad para descubrir los pequeños detalles que pueblan nuestro interior, la capacidad de relacionarnos, de mantener conversaciones con nuestro inconsciente. La lectura que hace Rorty de Freud tendrá importantes implicaciones para el filósofo norteamericano. Dentro de su visión pragmatista encaja perfectamente la idea de un yo descentrado... “Freud, al ayudarnos a concebirnos como agregados descentrados y aleatorios de necesidades contingentes e idiosincrásicas en vez de como ejemplificaciones más o menos adecuadas de una esencia común, abrió nuevas posibilidades a la vida estética. Nos ayudó a volvernos cada vez más irónicos, lúdicos, libres e inventivos en nuestra elección de una descripción de nosotros mismos.”12

La pluralidad de lenguajes que entretejen las distintas tradiciones y, al mismo tiempo, configuran al yo es un aspecto destacado por Freud, Heidegger, Derrida y otros autores de la llamada filosofía continental. Richard Rorty, a pesar de haber recibido una formación prioritariamente analítica en las universidades norteamericanas, siente una gran admiración por la filosofía continental y, en general, por los autores clásicos de la filosofía. No obstante, su familiaridad con los problemas de la tradición analítica le lleva a estudiar con frecuencia las obras 11 Ibíd., pp. 201-228. 12 Ibíd., p. 217.

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de algunos autores procedentes de aquella línea, experimentando una simpatía mayor hacia los filósofos críticos con la ortodoxia analítica. Tras la publicación de La filosofía y el espejo de la Naturaleza, Donald Davidson se convirtió en el autor procedente de la filosofía analítica más apreciado por Rorty, sustituyendo en este lugar a Sellars y a Quine. La lectura de sus obras se ha transformado en una nueva pasión personal, en otra búsqueda de orquídeas silvestres. “Por ello cada vez es más lo que he escrito sobre Davidson, intentando aclararme sus ideas a mí mismo, defenderlas contra objeciones reales y posibles y extenderlas hasta ámbitos que no ha examinado aún el propio Davidson.”13

En la obra Objetivismo, relativismo y verdad, Escritos filosóficos 1, —un conjunto de artículos escritos en los años ochenta— Rorty dedica varios capítulos a analizar las ideas de Davidson, al que considera la culminación de la filosofía analítica holista y antirrepresentacionalista. Rorty sitúa a Davidson —a pesar de las objeciones de éste— dentro de la tradición pragmatista, debido al esfuerzo que ha realizado para eliminar la distinción entre esquema y contenido, es decir, la distinción entre la teoría y los hechos. En el artículo “Fisicalismo no reductivo” considera que este autor ejemplifica un tipo de fisicalismo no reduccionista. Su posición es fisicalista porque admite una descripción naturalista de los eventos, de hecho cree que un acontecimiento puede describirse en términos fisiológicos y psicológicos. Ahora bien, no cree que haya que apelar a una realidad última — llámese yo o mundo— que lo explique todo. El yo para Davidson representa un entramado de creencias y deseos que continuamente se teje y se entreteje. Por otra parte, estas creencias y deseos se manifiestan a través de las metáforas. Las metáforas para Davidson no tienen significado, es decir, no tienen ninguna función antes de formar parte de un determinado juego del lenguaje. Al formar parte de ese contexto comienzan a enfriarse, se transforman en metáforas muertas y, como indica Rorty en “Ruidos poco conocidos: Hesse y Davidson sobre la metáfora” dejan de ser ruidos, dejan de ser meras causas y se convierten en razones para creer. La importancia concedida por Davidson al lenguaje, en concreto a las metáforas, y su descripción del yo como una red de creencias y deseos, permiten ofrecer un retrato de la identidad personal similar a la que aportaban Heidegger, Derrida o Freud. Lo que nos quiere recordar Rorty es que después de Nietzsche, Heidegger, Freud, Wittgenstein, Derrida o Davidson no es posible concebir una realidad que no esté mediada por las tradiciones y, por tanto, por los diversos lenguajes. Del mismo modo, resulta difícil concebir el yo como una esencia rígida, siendo más sugerente imaginarlo a través de la metáfora de la red de creencias y deseos que se teje y se entreteje. 13 Rorty, R., Objetivismo, Relativismo y Verdad. Escritos filosóficos 1. Paidós, Barcelona, 1996, p. 15.

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4. Entre el liberalismo, la solidaridad y la esperanza. Una vez que Rorty se internó en el camino abierto por Contingencia, Ironía y Solidaridad, ya no podía comprender que la filosofía ofreciera fundamentos a la convivencia social. El discurso filosófico no puede elaborar un entramado de principios teóricos por el que deba transcurrir la vida política, ya que las instituciones políticas tienen un devenir histórico propio que no puede ser modelado por la filosofía. Esto no significa que la filosofía carezca de sentido; sigue teniendo un cometido: los filósofos han de jugar con los vocabularios de su tradición para crear nuevos léxicos que respondan a los problemas que se presentan en su época. Una de las nuevas situaciones que aparecen en la época actual es la extensión de la democracia. La búsqueda de fundamentos para la democracia resulta un trabajo estéril, en opinión de Rorty, ya que la tradición liberal y democrática ha surgido y se ha desarrollado sin necesidad de fundamentos filosóficos. Pero los filósofos comprometidos con las instituciones liberales y democráticas sí pueden crear vocabularios nuevos a partir de otros léxicos existentes en la filosofía occidental. De este modo, podrían ofrecer un respaldo a la tradición democrática y contribuir a que la esfera en que esta tradición tiene vigencia se amplíe a otros ámbitos. “…concebir la filosofía al servicio de la política democrática (…) la filosofía resulta ser una de las técnicas para volver a urdir nuestro léxico para la deliberación moral a fin de adaptarlo a las nuevas convicciones.”14

En el artículo titulado “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”15 encuentra en John Rawls a un defensor de sus mismas posiciones. En este escrito realiza una crítica de las posiciones comunitaristas frente a las que sitúa las tesis de Rawls. Los comunitaristas —Bellah, Taylor, Sandel, MacIntyre y el primer Roberto Unger— surgieron como una reacción a las tesis excesivamente universalistas que encontraban en el liberalismo. Para ellos, la comunidad con su trasfondo moral requiere una fundamentación filosófica. Rorty cree que entre el comunitarismo y el universalismo es posible sostener una posición intermedia que se vería reflejada en las ideas de Rawls. Desde su punto de vista, a partir de los escritos de Rawls que siguieron a la Teoría de la Justicia se pueden comprender mejor sus ideas y se puede entender con más claridad su obra principal. Contempladas desde esta óptica, su filosofía no representa un intento por ofrecer una fundamentación ahistórica de la Justicia o de la democracia, sino una justificación de las prácticas democráticas seguidas en los países occidentales. 14 Rorty, R. Contingencia…cit., 1991, p. 215. 15 Rorty, R. Objetivismo…cit., pp. 239- 266.

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La filosofía, por tanto, al analizar el ámbito público debería seguir un camino similar al abierto por Rawls, ofreciendo una sistematización de los principios y las prácticas que caracterizan a los países liberales y democráticos. Un proyecto semejante ha sido defendido recientemente por Michael Walzer —como sugiere Rorty en el artículo “Justicia o una lealtad ampliada”— quien considera que la Justicia universal no se basa en una Razón trascendental, sino que consiste en tratar de ensanchar nuestro compromiso con las instituciones liberales y democráticas hacia ámbitos diferentes. Pero el autor más admirado por Rorty debido a su defensa de las prácticas liberales occidentales es John Dewey. El filósofo pragmatista norteamericano no necesitaba distanciarse de su tiempo o de su tradición como hiciera Heidegger. Se situó explícitamente dentro de una tradición: la herencia ilustrada que emergió a partir de la revolución francesa portando los ideales de igualdad, libertad o democracia, y mantuvo la esperanza de que esta línea se desplegaría considerablemente. Su obra se mantenía fiel, al mismo tiempo, a la filosofía pragmática norteamericana que había iniciado Charles Sanders Pierce al definir las creencias como reglas o hábitos de acción. Para Rorty, Dewey representa el autor pragmatista más importante y el único que tuvo una inclinación política de forma prioritaria. En la conferencia “Pragmatismo y religión” pronunciada en Girona en 1996, nos recuerda Rorty cómo Dewey sostuvo una posición radicalmente antiautoritarista tanto en el ámbito de la moral como en el terreno de la epistemología. De hecho, llegó a sostener la tesis —con la que Rorty se encuentra completamente de acuerdo— según la cual existe una correspondencia entre rechazar la idea del pecado y la idea de una verdad trascendente. Rorty cree que Dewey habría aceptado la idea que subyace en el relato que expone Freud en su ensayo Moisés y el monoteísmo, en el que se sitúa el origen de la fraternidad humana en un rechazo del Padre primordial. La idea de Dewey era similar: sólo la separación de una autoridad trascendente y superior a los humanos podrá llevarnos a defender formas de convivencia igualitarias y, por tanto, democráticas. Rorty se declara en numerosas ocasiones filósofo pragmatista y profundo admirador de Dewey, es decir, defensor de las prácticas sociales democráticas y liberales que se han desplegado en los países occidentales y, en concreto, en los Estados Unidos. Esta defensa constante de las instituciones occidentales le ha provocado numerosas críticas que le acusan de relativista, en algunas ocasiones, y de etnocentrista en otras. Rorty no se considera relativista moral, ya que él no cree que todas las tradiciones morales sean igualmente respetables, sino que sostiene que hay prácticas mejores —las liberales y democráticas— que han de ser defendidas y extendidas. De ahí que considere que hay que tener franqueza para declarase etnocéntrico: “Sería mejor ser francamente etnocéntrico”16. Esta polémica afirmación que apareció en el ensayo “Habermas y Lyotard acerca de la modernidad” es sostenida habitualmente por el filósofo estadounidense. En el 16 Rorty, R. Ensayos sobre Heidegger… cit., p. 234.

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capítulo “Sobre el etnocentrismo: respuesta a Clifford Geertz” vuelve defender el etnocentrismo partiendo de la idea de que no es posible saltar por encima de la propia cultura. Ahora bien, la cultura liberal es el punto de partida, pero ésta se caracteriza por tratar de escuchar otras voces, por apreciar lo diferente. Es posible extender el ámbito del nosotros porque en toda cultura y, en concreto, en la cultura liberal democrática, existen junto a los agentes de la justicia — encargados de que haya un conjunto de derechos similar para todos—, los agentes del amor, encargados de refinar nuestra imaginación y de inventar lenguajes que nos hagan ver a los demás más semejantes de lo que, a veces, se piensa. La metáfora de los “agentes del amor” significa que la posición etnocentrista de Richard Rorty no es incompatible con la defensa de la solidaridad que realiza en numerosos escritos. Dado que no es posible elevarse por encima de la propia cultura o de la propia tradición apelando a una instancia moral transcultural, la extensión de la justicia sólo puede concebirse como una ampliación de la esfera del nosotros, como una ampliación de los límites de nuestra lealtad moral. En la lección “Ética sin obligaciones morales”17 Rorty se propone rechazar la idea kantiana que establece una ruptura radical entre las costumbres y una moral basada en la razón. Comienza la lección definiendo la prudencia como la capacidad de afrontar los problemas de la vida cotidiana que no ofrecen controversia, indicando que la moralidad sería la capacidad de afrontar situaciones imprevistas que sí conllevan distintas controversias. Rorty cree, como Dewey o Annette Baier, que el paso desde la prudencia hacia la moralidad es una cuestión gradual. La moralidad no surge gracias a la aparición súbita de la razón o de los imperativos incondicionados. Se trataría de incrementar nuestra capacidad de sentir, de considerar que el ámbito en el que sentimos a los demás como uno de los nuestros puede ampliarse. Hay que pensar que aquello que nos diferencia es de menor importancia que los múltiples rasgos que podemos tener en común. Ahora bien, esta ampliación no puede fundamentarse en una esencia humana común a todos los individuos —ya sea la razón, el lenguaje, o el rechazo del sufrimiento—, la extensión de la solidaridad ha de sustentarse en un incremento de la capacidad de imaginar y sentir. Transformando los versos de Gabriel Celaya podría decirse que para Rorty la filosofía es “un arma cargada de futuro”. El filósofo neoyorquino considera que la filosofía no debe centrarse en la búsqueda de verdades eternas; debe, por el contrario, relacionarse con el futuro, con la esperanza de que es posible realizar alguna contribución para que el tiempo que llegue sea mejor que el pasado. Pero, ¿de qué manera podría contribuir la filosofía con esta esperanza en el porvenir? En el ensayo “Filosofía y futuro” se le asigna a la filosofía una función modesta pero muy importante. Una vez que autores como Hegel, Nietzsche, Darwin o Dewey han puesto de manifiesto el carácter histórico de la cultura y de la vida, la filosofía debería renunciar al deseo de entrar en contacto con una realidad superior, trascendente y eterna, tiene que abandonar la función que se atribuía a 17 Rorty, R. El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona, 2000, pp. 201-224.

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los sabios o a los sacerdotes. Su tarea ha de ser similar a la que realizan ingenieros o abogados, personas que han de solucionar problemas con los instrumentos adecuados. Los filósofos serán personas que tendrán que afrontar los nuevos problemas que se plantean en su época empleando las herramientas que se encuentran en los lenguajes de la filosofía. Su misión consistirá en transformar aquellos lenguajes, creando vocabularios nuevos que puedan servir para comprender las nuevas situaciones. Esto es lo que han hecho los filósofos cuando la ciencia del siglo XVII, la teoría de la evolución o el desarrollo de la democracia provocaron la necesidad de transformar las teorías filosóficas anteriores y crear un lenguaje nuevo. El último gran acontecimiento —la extensión de la democracia— marca el objetivo que debe plantearse actualmente el filósofo: crear y utilizar imágenes que contribuyan a persuadir acerca del enorme valor de la convivencia democrática... “Los filósofos nos entenderíamos como servidores de esta clase de libertad, como servidores de la democracia.”18

El ideal de la fraternidad humana sigue siendo útil, siempre que no se sustente en la imposición de una naturaleza humana universal, sino en el afán por mejorar la adaptación de la especie humana. Este esfuerzo por recrear a la propia especie ampliando su capacidad de sentir y de imaginar no tiene un fundamento trascendente; recibe su impulso del futuro, de “la esperanza de inventar nuevos modos de ser humano”.19 En este sentido, como indica en el capítulo “Respuesta a Lyotard: cosmopolitismo sin emancipación”, la filosofía no debe ofrecer metarrelatos pero sí puede —y aquí Rorty se aleja de Lyotard— escribir narrativas que destaquen el valor de las comunidades democráticas y liberales y defiendan la extensión de su ámbito. Ésta sería la utopía cosmopolita. La filosofía se hallaría, de este modo, estrechamente ligada a la esperanza y al futuro. La esperanza en un mundo mejor no debe sustentarse en la espera de una gran revolución, sino en la realización de un duro trabajo diario sin el auxilio de ningún poder que no sea humano. Partiendo del detalle, de la importancia de lo propio y del valor de la creación personal, una utopía política será aquella que permita el libre juego de las individualidades, de los léxicos privados de cada uno. La filosofía puede contribuir a incrementar nuestra imaginación y hacernos más sensibles ante los pequeños detalles, pero Rorty, en otra demostración de franqueza, no cree que el lenguaje filosófico sea el más apropiado para conseguir estos propósitos. La esperanza social, piensa Rorty, puede ser transmitida mejor por los textos narrativos que por los textos filosóficos, ya que los primeros atienden principalmente a los pequeños detalles de la vida. La novela puede ayudarnos a incrementar nuestra imaginación, a comprender las múltiples

18 Rorty, R. Filosofía y futuro, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 26. 19 Rorty, R. El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona, 2000, pp. 224.

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semejanzas que nos acercan a otros individuos y a favorecer, por tanto, el incremento de la solidaridad. El filósofo neoyorquino ha llegado a una paradójica situación. Preocupado por la injusticia social desde los días en que las obras sobre el Proceso de Moscú destacaban en su estantería, trata de fomentar la utopía política en la que cree. Pero al mismo tiempo, cualquier proyecto filosófico le resulta insuficiente para promover ese paraíso de individuos respetuosos, de excéntricos que se ríen de sí mismos, de personas capaces de comprender que no hay una única manera de ser humano. Manuel Sánchez Matito Universidad de Sevilla ([email protected])

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EL REDUCCIONISMO FISICALISTA EN LA OBRA BIOLÓGICA DE LINUS PAULING Francisco Javier Serrano Bosquet. Instituto Tecnológico de Monterrey Resumen: Linus Pauling, uno de los científicos más importantes e influyentes en el desarrollo de la biología del siglo XX, llevó a cabo sus trabajos de investigación en este ámbito marcado fuertemente por su concepción estructuralista de la química. No exenta de críticas, su concepción fisicalista de la biología le permitió estudiar no sólo fenómenos bioquímicos puntuales, sino extender sus exploraciones hasta el campo de la evolución molecular. A lo largo de las siguientes páginas intentaremos ver en qué consistió dicha concepción reduccionista así como los problemas de carácter ontológico y epistemológico con los que se tuvo que enfrentar. Abstract: Linus Pauling, one of the most important and influential developer of biology in the 20th century, carried out his research work in this area strongly marked by a structuralist conception of chemistry. Not without criticism, his biology fisicalist conception allowed studies not only in specific biochemical phenomena, but extended his explorations to the field of molecular evolution. In the following pages we will try to see what this reductionist conception consisted in, as well as the ontological and epistemological problems that it faced.

Introducción Linus Pauling, uno de los químicos más importantes del siglo XX fue también uno de los principales protagonistas en la constitución y desarrollo de la biología contemporánea. Los cambios producidos entre 1929 y 1935 en el Instituto Tecnológico de California —institución en la que trabajó como docente e investigador desde 1927 hasta 1963— con la creación de la nueva división de biología, la figura y el dinero omnipresentes de Warren Weaver1, así como la necesidad que Pauling siempre manifestó por abordar nuevos y cada vez más complicados retos, fueron espoleándole hacia el estudio de sustancias orgánicas. En la amplia bibliografía existente en torno a la vida y obra del científico estadounidense se suele hacer referencia a esta época como un periodo de quiebra 1 Warren Weaver era entonces director de la División de Ciencias Naturales del Instituto Rockefeller. Conocido por algunos historiadores como “el principal banquero de la ciencia estadounidense” [Hager, Thomas (1998), p. 58], su principal objetivo al frente de esta división fue intentar sentar las bases de una nueva biología parecida y basada en los principios de la nueva mecánica cuántica. Muy pronto supo ver en el joven Pauling una de las personas indicadas para forjar el nacimiento de una nueva biología a la que, el mismo Weaver, bautizaría en 1938 como biología molecular.

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con respecto a su trabajo anterior. Sin embargo, y a pesar del gran giro que el nuevo rumbo emprendido significaba —adentrarse en el ámbito de las ciencias de la vida— no podemos hablar de una total fractura con respecto a sus inclinaciones y preocupaciones anteriores. Debemos hablar, por el contrario, de una continuidad señalando, eso sí, los diferentes objetos de estudio en los que se centró y los diversos niveles de aproximación que llevó a cabo en cada momento. Pero debemos notar, ante todo, el mantenimiento de una posición teórica que se hace evidente si observamos la perspectiva metodológica, ontológica y epistemológica bajo la cual llevó siempre a cabo su trabajo. Aunque las sustancias cambiaran, aunque las motivaciones y problemas fueran en principio distintos, las respuestas finales seguían estando dentro del mismo orden: el descubrimiento de la estructura de las moléculas, las fuerzas que intervienen, sus propiedades y funcionamiento desde el punto de vista químico. El debate filosófico en la arena de la biología A mediados de los años 30 uno de los problemas principales con el que tenían que enfrentarse los biólogos era el de entender la naturaleza de los enlaces presentes en las sustancias “vivas”. Estos enlaces eran clasificados en dos grupos, los llamados enlaces “fuertes” y “débiles”. El más fuerte era el enlace químico covalente, el más débil el enlace de hidrógeno, también llamado fuerzas de Van der Waals. Muy pronto se vio cómo, a pesar de su debilidad, de ser efímeros y evanescentes, los enlaces de hidrógeno2 jugaban un importante papel en la formación de las estructuras de las moléculas biológicas y, por consiguiente, de sus funciones específicas. Pero incluso Pauling, considerado entonces uno de los pocos científicos poseedores de una comprensión esencialmente completa del enlace químico, era tan sólo un pionero orientado en una tierra salvaje aún por explorar, una tierra sobre la cual había que construir un nuevo mundo: la biología molecular. Durante cerca de sesenta años Linus Pauling estuvo fascinado con la idea de poder entender por qué hay organismos vivos en cualquier rincón de la Tierra, qué mecanismos habían sido los causantes del surgimiento de la vida y en qué consiste esa capacidad que muestran tantas formas distintas de vida de reproducirse de forma tan precisa. Todas estas cuestiones, propias desde hacía mucho tiempo de la reflexión y estudio biológico, empezaban entonces a ser debatidas en otros foros y por otros personajes. ¿Qué fue lo que ocurrió en el mundo de las ciencias de la vida para que un químico como Pauling se convirtiera en uno de sus protagonistas principales? Las razones de ello tenemos que buscarlas en el proceso de constitución y fundamentación de la nueva biología. 2 De forma muy sencilla podemos adelantar que estos enlaces tan sólo se dan mientras dos grupos de átomos están lo suficientemente próximos como para producir fluctuación de cargas en los campos eléctricos respectivos. Esto hace que las cargas opuestas se atraigan y de ese modo se forme el enlace.

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Los nuevos protagonistas Desde la primera formulación de la teoría celular de Schleiden y Schwann3 (1.838-39) hasta la aparición en Nature del artículo de Watson y Crick sobre la estructura molecular del ADN (1953)4, la larga etapa de fundación de la biología contemporánea estuvo acompañada por un intenso cuestionamiento sobre su régimen filosófico. La constitución y desarrollo de las diversas ciencias de la vida que se dieron cita durante el siglo XX, se vieron siempre salpicadas por importantes cuestionamientos internos que, desde el siglo anterior, venían exigiendo la toma de una postura por parte del científico. Dentro de los debates entonces llevados a cabo, ligados en la mayoría de las ocasiones a la definición de vida, herencia (reproducción), relación forma/función entre otras, se escucharon las voces de mecanicistas, vitalistas, irracionalistas, organicistas, reduccionistas, deterministas… intentando dirigir, no sólo la interpretación de los nuevos descubrimientos, sino el desarrollo de las mismas investigaciones. Mientras, el empirismo lógico —inspirado en el fenomenismo de Mach, el primer Wittgenstein, la teoría de la relatividad y la teoría cuántica— mantenía la voz cantante en la génesis y desarrollo de la filosofía de las ciencias inductivas y, por extensión, de la filosofía de la biología. En cualquier caso, tanto desde unas posturas como desde otras, las cuestiones fundamentales ante las que el biólogo tenía que responder eran las mismas; la naturaleza de la vida y el papel que la biología como disciplina científica debía desempeñar en su explicación. Cuestiones como ¿Qué es la vida? ¿En qué sentido puede considerarse la biología una ciencia? ¿Cómo explica la biología el mundo vivo? se convirtieron en algunas de las primeras cuestiones a resolver y ante las que la biología del siglo XX supo dar —tal y como señalara Ernest Mayr5— tres grandes respuestas; la fisicista (o fisicalista), la vitalista y la organicista. Fue dentro de este complejo contexto científico y filosófico donde aparecieron en el ámbito de la biología personajes provenientes de otros campos, como los de la física y la química. Fue el caso de Linus Pauling, cuya aportación no quedó reducida al descubrimiento de nuevos fenómenos biológicos, sino que fue mucho más allá al introducir y desarrollar nuevas prácticas de investigación biológica inspiradas en el modelo fisicalista que tan buenos resultados le había dado en el ámbito de la química. Ahora bien, ¿en qué consistió ese fisicalismo o fisicismo?

3 Investigaciones microscópicas sobre la concordancia de la estructura y el crecimiento de las plantas y los animales (1839) 4 Watson, J. D. y Crick, F. H. C (1953) 5 Mayr, Ernest (1998)

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Fisicismo. La agonía de una materia viva Aunque encontramos los primeros intentos de mecanización de la imagen del mundo en los filósofos griegos y el desarrollo tecnológico de finales de la Edad Media y comienzo del Renacimiento, su consolidación podemos situarla en la utilización de las matemáticas como instrumento de refuerzo de la explicación del cosmos —contribuyendo a la mecanización de la imagen del mundo— en las obras de Galileo, Kepler y Newton. En el ámbito biológico, por su parte, hallamos las más claras referencias en las obras de Descartes y La Mettrie. La aplicación a finales del siglo XIX del experimentalismo en biología —que tan buenos resultados mostrara en otros campos— había dado como resultado un notorio cambio en la visión de la realidad y la propagación de un materialismo filosófico que, una vez iniciado en el campo de la fisiología, se extendió por todo el campo de las ciencias de la vida. Esta nueva perspectiva vendría a sustituir a un idealismo que aún subsistía en la embriología, la taxonomía, la anatomía comparada y los estudios que sobre la evolución y la conducta animal entonces se realizaban. Pero no fue hasta mediados del siglo XIX cuando la concepción mecanicista de los fenómenos biológicos empezó a asumir un claro papel protagonista dentro de la ciencia. Frente a las teorías vitalistas de la primera mitad del siglo, los químicos probaron experimentalmente la posibilidad de obtener de modo sintético un gran número de sustancias orgánicas, lo que significaba que éstas no tenían una naturaleza distinta a la de las sustancias inorgánicas. A ello se vino a sumar la demostración de que el principio de conservación de la energía era aplicable tanto a los acontecimientos del mundo viviente como a los del mundo inanimado, dando lugar al reforzamiento de la reconciliación que empezaba a darse entre la biología, la física y la química6. Los fisiólogos, por su parte, fueron capaces de probar que el método experimental era tan posible y fecundo en su campo como lo era en el de la física. Destacaron los nombres de fisiólogos como Franz Joseph Gall, Franςois Magendie y Johannes Peter Müller. Pero, por encima de todos, hay que señalar a Claude Bernard, autor de una de las más importantes obras de metodología de la ciencia del siglo XIX: “Introducción al estudio de la medicina experimental”7. Esta nueva tendencia antivitalista se vio favorecida por el uso de aparatos cada vez más precisos en el estudio de fenómenos fisiológicos y por las concepciones formuladas por Mayer y Helmholtz sobre las transformaciones energéticas.

6 Serrano Bosquet, Francisco Javier (2006), p. 19. 7 Claude Bernard, 1865. Quienes deseen adentrarse en la obra y filosofía de Claude Bernad se recomienda la lectura de la obra de Escarpa Sánchez-Garnica, Dolores (2004).

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El fin del vitalismo A pesar de ello, la adopción del mecanicismo no fue inmediata. Si ya en el siglo XVII apareció un gran número de contraargumentaciones frente a diversos aspectos del fisicismo, fue en Alemania —donde más estudios biológicos se llevaban a cabo— donde apareció en el siglo XIX toda una serie de argumentaciones agrupadas bajo la etiqueta de vitalistas. Dicho rótulo resultaba válido en cuanto que las argumentaciones presentadas defendían la existencia de propiedades específicamente biológicas en los seres vivos, pero se mostraba insuficiente en cuanto que no permitía dar cuenta de la gran heterogeneidad existente8. De ahí que, frente a los intentos hechos por los últimos vitalistas, la fragilidad de este tipo de explicaciones se hiciera cada vez más evidente. Ernest Mayr señaló cuatro razones y factores fundamentales del rápido declive del vitalismo en el siglo XX9: el vitalismo se veía cada vez más como un concepto metafísico que científico; la creencia de que los organismos estaban formados por una sustancia especial fue perdiendo apoyo; todos los intentos por demostrar la existencia de una fuerza vital no material acababan fracasando; el desarrollo de nuevos conceptos biológicos que —resultado principalmente del auge que vivieron la genética y el darwinismo — explicaban los fenómenos que solían citarse como pruebas del vitalismo, empezaban a describirse desde una perspectiva mecanicista10. Primeras notas en torno al fisicalismo de Linus Pauling En la década de 1930, momento en el que Linus Pauling comenzó a desarrollar sus primeros trabajos en el ámbito de la biología, el positivismo ya había señalado que toda investigación biológica debía estar centrada en el estudio de los fenómenos biológicos en términos físicos y químicos. El universo —vendría a decir en ese sentido el mismo Pauling— está constituido “por sustancias (formas de materia) y energía radiante” 11 por lo que, a la hora de intentar encontrar la razón primera de todo cuanto hay, debemos buscar en la 8 Muchas de estas contraargumentaciones quedaron invalidadas durante las primeras décadas del siglo XX a través del concepto de programa genético. 9 Mayr, Ernest (1982) 10 Cierto es, no obstante, que el fin del vitalismo entre los biólogos dio lugar a varias situaciones curiosas, entre las que cabe destacar la siguiente. Mientras algunos de los físicos más importantes —como fue el caso de Niels Bohr— empezaron a sugerir que los organismos podían estar regidos por leyes especiales que no se dan en la naturaleza inanimada, muchos biólogos empezaron a ver que ciertos principios recientemente descubiertos por la física —teoría de la relatividad, principio de la complementariedad, mecánica cuántica y principio de incertidumbre— permitían conocer mejor los procesos biológicos. 11 Pauling, Linus (1947), p. 3.

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Naturaleza la unidad última que constituye el universo material, los átomos de la mecánica cuántica, y las relaciones que se producen entre ellos, los enlaces que se dan entre los átomos. Esta última parte es fundamental para entender el pensamiento y obra científica del químico estadounidense. Las propiedades de todo cuanto existe —señalaba Pauling— no es tan sólo producto de la mera reunión de sustancias, de materia, como apuntaba la química descriptiva, ni su realidad y características se hallaban tan sólo en la mente del científico. Ya sean físicas o químicas, las propiedades que observamos en la materia —viva o inerte— son reales y resultado de la disposición e interacción real que se da entre los átomos que constituyen la materia. Es decir, son consecuencia de su estructura interna. Ahora bien, a la hora de hablar de la estructura de la materia debemos distinguir, tal y como señala Pauling, dos niveles estructurales últimos: el atómico y el molecular12. Ciertamente, el átomo constituye la unidad estructural última que permanece cuando tienen lugar las reacciones químicas, encontrándose además siempre presente en todos los sólidos, líquidos y gases. Sin embargo, el universo no está constituido a partir de átomos aislados, sino unidos, formando estructuras geométricas responsables de las propiedades que observamos en la materia. De ahí, que dichas propiedades no dependan sólo de los átomos que conforman los objetos, también lo hacen de la relación geométrica que se da entre sus partes y de la naturaleza del enlace químico que da unidad al conjunto de átomos que conforman la materia, sea ésta o no biológica. De esa forma Pauling pudo llevar a cabo una extensión de sus ideas de enlace químico, resonancia y estructura molecular, desarrolladas en sus investigaciones químicas al, estudio de sustancias biológicas como la hemoglobina. Como podemos ver, dichos trabajos no supusieran una gran fractura con respecto a su trabajo anterior, las respuestas finales seguían estando dentro del mismo orden: el descubrimiento de la estructura de las moléculas, las fuerzas que intervienen, sus propiedades y funcionamiento desde el punto de visto químico. Este acercamiento fisicalista al problema de la vida suponía la aplicación del método analítico, que tanto éxito había tenido en el mundo físico, al mundo de la biología con el fin de aclarar muchos de los fenómenos biológicos a nivel atómico y molecular. El éxito en la aplicación de este método llevó a muchos científicos a ver en el mismo la única investigación biológica esencialmente significativa. Linus Pauling y Erwin Schrödinger Como estamos viendo, para el químico estadounidense las unidades funcionales últimas a partir de las cuales hay que explicar los fenómenos y procesos biológicos los encontramos en los niveles atómico y molecular. Así, las explicaciones biológicas deben estar basadas en las leyes de la física y la química. De ese modo, las teorías y leyes experimentales formuladas en biología o 12 Pauling, Linus (1947)

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medicina pueden considerarse casos especiales de las teorías y leyes enunciadas en la química y, finalmente, la física. Este planteamiento epistemológico de Pauling viene a coincidir con el de Schrödinger, para quien la pregunta a la que ha de responder la ciencia vendría a ser: “¿Cómo pueden la Física y la Química dar cuenta de los fenómenos espacio-temporales que tienen lugar dentro de los límites espaciales de un organismo vivo?”13 Frente a la incapacidad que entonces estas disciplinas mostraban para explicar los fenómenos biológicos cabían dos tipos de respuesta: aquellas que apuntaban hacia la existencia de leyes biológicas que estaban más allá de la física y la química, como defendía Max Delbrück14, y aquellas respuestas que, como la de Schrödinger, indicaban que “la evidente incapacidad de la Física y la Química actuales para tratar tales fenómenos no significa en absoluto que ello sea imposible”15. La misión de la ciencia debía consistir entonces en extender el lenguaje, la matemática y la metodología de la física cuántica al estudio de las estructuras básicas de la biología. Pero, ¿hasta dónde? ¿Cabía reducir la biología finalmente a un caso particular de la física y la química? Estas cuestiones, entre otras, obligaban a la biología a replantearse su propia historia de constitución científica. La constitución de la biología como ciencia Durante el siglo XIX la biología luchó por dejar atrás su dimensión puramente descriptiva y especulativa intentando convertirse en una ciencia experimental. La constatación de que las diferencias existentes entre el mundo animado e inanimado no eran ni de orden material ni energético, sino estructural, hizo que desde muy pronto la organización apareciera como uno de sus objetos propio de estudio. Resultado de ello, fue la aparición de dos ramas principales; aquella centrada en el estudio del organismo en su totalidad y aquella que reducía al organismo en sus partes. Ésta última llevó a la prolongación del mundo inanimado en el animado, a la unión de la física y la química con la biología. Ahora bien, ¿cómo estudiar estas estructuras? ¿Cómo dar cuenta del orden que observamos en los seres vivos? Este acercamiento y el intento de la biología por constituirse formal y materialmente como una auténtica disciplina científica, llevó a adoptar el modelo explicativo de la estadística mecánica decimonónica. La explicación mecanicista hacía derivar todas las propiedades de los cuerpos de su estructura material, asociando dos conceptos hasta ese momento extraños entre sí: el orden y el azar. Ya no se pretendía dar una explicación causal de los acontecimientos, no se intentaba explicar por qué se producen, sino cómo. Consecuencia de ello, fue la pérdida de significado de la noción de causalidad, la cual no se recobraría en parte hasta principios del siguiente siglo, cuando autores como el mismo Schrödinger intentaron, aunque sin éxito, llevar a cabo la 13 Schrödinger, Erwin (1944), p. 15 14 Delbrück, Max (1949) 15 Schrödinger, Erwin (1944), p. 15

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recuperación de conceptos clásicos como éste16. Bajo este modelo las nociones de energía y equivalencia condujeron a la aparición de una nueva representación del mundo viviente, al hacer patente la existencia de un nexo común entre la física y la química de los seres vivos con la del resto de sistemas. Además, establecían un fundamento común entre las diversas actividades del organismo, a la vez que la energía empezaba a sustituir de manera casi definitiva a la fuerza vital. Sin embargo, a principios del siglo XX aún nada explicaba la unión de las células, el lugar de los átomos en los isómeros o la especificidad de las arquitecturas moleculares. La mecánica estadística se limitaba a interpretar el comportamiento medio de las grandes poblaciones moleculares. Por otro lado, diversos análisis basados en la cualidad de algunas sustancias contenidas en los cromosomas habían demostrado que los caracteres de los seres vivos no procedían de fenómenos estadísticos. Es decir, su orden no podía producirse a partir del desorden. Entonces, ¿de dónde podía proceder el extraordinario orden y complejidad que observamos en los seres vivos? La mecánica estadística tuvo que renunciar al conocimiento de la estructura interna de un sistema clave localizado en el núcleo de las células. Empezó a aparecer el concepto de información como el instrumento de acceso a este orden y su transmisión. Fue entonces cuando empezó a verse que la entropía y la información se encontraban relacionadas íntimamente entre sí, como el anverso y el reverso de una moneda: en un sistema dado, la entropía mide el grado de desorden y el grado de nuestra ignorancia sobre la estructura interna; la información nos da la medida del orden y de nuestro conocimiento. La información era, por consiguiente, lo que se podía medir, transmitir y transformar. De este modo, todo sistema organizado podía analizarse a partir de dos conceptos: el del mensaje y el de la regulación por retroacción. La herencia —uno de los grandes problemas con los que tenía que enfrentarse la biología— empezó a ser vista como la transmisión de un mensaje que se repite generación tras generación: en el núcleo del huevo se encuentra el programa embriogenético rigurosamente prescrito17. Clave fue entonces, como ya hemos adelantado, Schrödinger quien planteó desde muy pronto una concepción de la vida en términos de orden/desorden bajo una perspectiva fisicalista opuesta al vitalismo y al organicismo. Ahora bien, en sus primeros trabajos encontramos una posición fisicalista muy cercana a la de la mecánica estadística, como podemos ver por ejemplo en su artículo “¿Por qué son

16 Debemos de tener muy presente que la manera en que hoy en día conocemos, concebimos la naturaleza, es fruto en gran parte de la termodinámica: nuestro mundo relativista y de incertidumbres, sometido a las leyes cuánticas y a la teoría de la información, en el que materia y fuerza no son sino dos aspectos de una misma cosa, es el resultado de un devenir cuyo germen, cuyo origen, se explica en esta disciplina. 17 Este programa donde descansa el orden de un ser vivo ha de ser la estructura de una gran molécula que, por razones de estabilidad, de organización, tiene que asemejarse a la de un cristal (como veremos más adelante a la de un “cristal aperiódico”.)

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los átomos tan pequeños?”18, de la que se fue poco a poco distanciando. Frente a la física clásica, para la que —apoyada en las tesis de la termodinámica— el orden es resultado del desorden, el físico austríaco propuso una nueva tesis: orden a partir de orden. Si bien ya es complejo comprender —vendría a decir— cómo la arquitectura, la estructura compleja de un ser vivo puede ser entendida a partir de un “orden probabilístico”, mucho más lo es hablar en esos términos de la herencia. Y es que, tal y como ya se había demostrado, “grupos increíblemente pequeños de átomos, excesivamente reducidos para atenerse a las leyes estadísticas, desempeñan de hecho un papel dominante en los ordenados y metódicos acontecimientos que tienen lugar dentro de un organismo vivo”19. Era necesario, por consiguiente, descubrir la estructura de esas moléculas que, no sólo daban cuenta de sus funciones autorreplicantes (la perpetuación de su propia estructura y con ello de la información genética), sino que también lo hacían de la estructura completa del organismo y de sus actividades metabólicas. Para tal fin, había que desarrollar una nueva física que permitiera dar cuenta de la habilidad de estos sistemas —los genes20— bajo los cuales están conformados los seres vivos siguiendo ciertas pautas que permitieran, a su vez, dar cuenta de las divergencias que encontramos dentro de un organismo y entre los distintos individuos. Para ello, Schrödinger propuso la idea de un cristal o sólido aperiódico que, aunque no se repetía indefinidamente una y otra vez de forma idéntica en el espacio, sí cristalizaba y daba cuenta de su orden interno y de aquel que se observaba en la naturaleza viva21. Ahora bien, hablar de orden y transmisión de ese orden (herencia) en estos términos suponía hablar de la estabilidad de unas estructuras moleculares de la que había que dar cuenta desde un punto de vista físico y químico no estadístico. El secreto estaba, según Schrödinger, en la discontinuidad cuántica. Frente a la renuncia al principio de causalidad que la mayoría de los científicos aceptaban, como pago al empleo de álgebras no conmutativas —a las que obligaban las restricciones cuánticas—, Schrödinger propuso una lectura distinta: la estabilidad de las estructuras moleculares estaban determinadas directamente por el cuanto de acción. Y es que, la discretización cuántica imponía la presencia de un número limitado de estados atómicos posibles así como las condiciones restrictivas al paso de uno a otro. De esa manera, la mecánica cuántica hacía

18 Schrödinger, Erwin (1933). En este artículo sostiene que los seres vivos son compuestos comparativamente muy grandes respecto al tamaño de los átomos con el fin de escapar de la inestabilidad termodinámica y permanecer en una zona segura donde imperaran las leyes de los “grandes números” [Ver Arana, Juan (1998), p. 161] 19 Schrödinger, Erwin (1944), p. 35. Cita extraída de Arana, Juan (1998), p. 164 20 Por gen debemos entender la unidad de herencia que rige la reproducción de una función, ya sea estructural, metabólica o de señalización. Es necesario tener presente que para Schrödinger, así como para un número aún muy elevado entonces de científicos, el secreto de la vida no estaba en los ácidos nucléicos sino en moléculas proteínicas. 21 Schrödinger, Erwin (1944)

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posible volver a confiar en la legalidad del cosmos más allá de las leyes estadísticas22. Estas ideas pronto se llevaron al campo de la química cuyas leyes no dejaban de ser hasta entonces meras generalizaciones empíricas. Fueron precisamente dos discípulos de Schrödinger —Fritz London y Walter Heitler23— quienes, junto al mismo Linus Pauling y John C. Slater, desarrollaron la teoría cuántica del enlace químico24. Gracias a esta teoría, se hizo posible encontrar los secretos de estructuras moleculares cada vez más complejas y sus transformaciones. A pesar de las palabras de Max Perutz25, el traspaso de las ideas físicas de Schrödinger al ámbito de la biología fue rápido. Ciertamente no podemos decir que él mismo llevara a cabo directamente dicho traspaso, pero la influencia que su obra —tanto física como biológica— tuvo en otros autores, como es el caso del mismo Pauling, lo hizo posible. De esa forma, a pesar de la escasa atención que — según Perutz— Schrödinger prestó a la química, la influencia que sobre los químicos tuvo, hizo que éstos llevaran a cabo tal aplicación. La idea de que “la vida parece ser —vendría a decir el físico austriaco— el comportamiento ordenado y reglamentado de la materia, que no está asentado exclusivamente en

22 Ver Arana, Juan (1998), p. 166 23 Trabajando de cerca con Schrödinger, Fritz London y Walter Heitler encontraron una forma para usar la ecuación de onda que permitiera el desarrollo de un modelo matemático de un enlace químico simple. Tal modelo estaba basado en la aplicación del intercambio de energía de Heisenberg. Según esta teoría cuando dos átomos se aproximan el electrón —por tener una carga eléctrica negativa— se veía atraído por el núcleo del otro átomo —que tiene una carga positiva— y viceversa. De esa forma los dos electrones se encuentran en cierto sentido saltando de un átomo a otro entre los dos núcleos, creándose un intercambio de electrones de varios billones de veces por segundo [Hager, Thomas (1998), p. 42.]. Combinando esta idea con la ecuación de onda de Schrödinger, Heitler y London calcularon que esta fuerza de atracción entre los electrones y núcleos respectivos se vería compensada en un punto por la fuerza de repulsión que se debía dar entre los dos núcleos. De esa forma se crearía un enlace químico con una distancia y una fuerza definida. Este modelo fue aplicado y probado en el enlace que se produce entre dos átomos de hidrógeno. Se trataba evidentemente de un gran triunfo, la primera extensión de la mecánica ondulatoria de Schrödinger al nivel de las moléculas y la primera vez que la nueva física era utilizada exitosamente para explicar la naturaleza del enlace químico. 24 Teoría de Heitler-London-Slater-Pauling (HLSP) del enlace químico. Tiempo después fue rebautizada como teoría del enlace de valencia, contando con la aprobación por parte de Slater y Pauling en cuanto a que ambos habían alcanzado al mismo tiempo y de forma independientemente casi las mismas conclusiones. 25 Max Perutz llegó a decir respecto a la obra de Schrödinger ¿Qué es la vida?: “Un estudio profundo de su libro y de la literatura relacionada me demostró que todo aquello que encontramos verdadero en su libro no era original, y que la mayor parte de lo que era original ya se sabía entonces que no era verdad… las contradicciones evidentes que parecen darse entre la vida y las leyes estadísticas de la física pueden ser resueltas invocando una ciencia a la que Schrödinger no prestó gran atención. Esa ciencia es la química” [Perutz, M. (1987)]

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su tendencia a pasar del orden al desorden, sino basado en parte en un orden preexistente que es mantenido”26 no cayó en saco roto. La concepción fisicalista de Linus Pauling Aunque Pauling se mostrara crítico con el texto de Schrödinger ¿Qué es la vida?27, debemos destacar en su obra la presencia de un fisicalismo y un reduccionismo cercanos a los propuestos por el físico austriaco. Su invitación a ver al gen como un cristal aperiódico y extender la metodología utilizada en física al ámbito de las ciencias biológicas fueron —tal y como señalaron algunos de los protagonistas de la temprana biología molecular28— claves en el desarrollo de una nueva perspectiva sobre la vida. En el caso de Pauling, estas ideas y la utilización del método estocástico29 presentes en la nueva química estructural, tuvieron su reflejo en sus trabajos de biología. Veamos algunos ejemplos. La postura fisicalista de Pauling se hace evidente desde el momento en el que prestamos atención en la elección inicial del material que se propone estudiar: la hemoglobina. A pesar de la enorme complejidad de dicha molécula, ésta le ofrecía una gran ventaja; la capacidad de cristalizarse. Ello tenía dos importantes implicaciones —una ontológica y otra epistemológica— y una gran ventaja metodológica; desde el punto de vista ontológico y epistemológico hablaba de una estructura regular y repetitiva, de un orden interno resultado de la disposición regular de los átomos y de una interacción predefinida. Por ello, la comprensión de los fenómenos biológicos —tal y como había apuntado Schrödinger— debía partir del descubrimiento de dichas estructuras regulares. Ahora bien, ¿cómo podía llevarse a cabo tal comprensión? Por tratarse de un cristal, de una estructura regular, era posible extender a la biología la metodología que se había

26 Schrödinger, Erwin (1944), p. 95. Cita extraída de Arana, Juan (1998), p. 166 27 “Cuando leí por primera vez este libro, hace cerca de 40 años, estuve decepcionado. Entonces, e incluso ahora, creo que Schrödinger no hizo ninguna contribución a nuestra comprensión de la vida” [Pauling, Linus (1987)] 28 M. Delbruck, G. Stent, J.F. Watson, M.F. Wilkins y S. Benzer entre otros. 29 En la década de 1930 Pauling describió a Karl Darrow la forma en la que llevaba a cabo sus investigaciones químicas. Fue éste quien en una carta fechada el 23 de mayo de 1932 le hacía saber que ese método ya tenía un nombre: método estocástico. En dicha emisiva Darrow señalaba que en un texto de química de 1909 el autor utilizaba este término tomado del griego pudiéndose traducir como “adivinar la verdad por conjetura”. Pero la forma en la que Pauling llevó a cabo sus conjeturas no resultó ser un simple juego de suposición y creación de estructuras, había que saber mucha física y mucha química para llevar a cabo dichos planteamientos. Esta capacidad le permitió ver antes que nadie la solución de algunos de los problemas químicos más espinosos. Aunque varias de las propuestas de Pauling fueron erróneas —una de las más famosas fue su modelo de tres hélices del ADN— este método le reportó sus triunfos más importantes. Quien quiera ver con algún mayor detenimiento en qué consistió y cómo utilizó Linus Pauling el método estocástico se recomienda ver Serrano Bosquet, Francisco Javier (2009).

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estado empleando en el estudio de los cristales inorgánicos. De ese modo, Pauling contribuyó a la construcción de una nueva forma de mirar, de atacar las estructuras de las sustancias biológicas. Es decir, las explicaciones había que buscarlas en los niveles inferiores de complejidad, en el nivel atómico y molecular. Al igual que hiciera en el ámbito de la química30, Pauling combinó distintas estrategias a la hora de resolver la estructura de las formas moleculares biológicas más complejas. Para ello fue clave —como ya señalamos— la utilización del método estocástico que tan buenos éxitos le había producido en el ámbito de la química. En este campo, Linus Pauling —al igual que Carl Niemann— se inclinó, frente al intento llevado a cabo por investigadores británicos como John D. Bernal31, por un método indirecto basado en los principios de la química cuántica. Gracias a esta estrategia metodológica, Linus Pauling había resuelto la estructura tetraédrica del carbono. La reunión de datos químicos, físicos, matemáticos y una extraordinaria memoria le permitió, a través del dibujo de esquemas relativamente sencillos, descubrir dicha estructura. En el caso de la biología, la realización de numerosos dibujos más complejos, aproximaciones matemáticas y la construcción de sencillas estructuras tridimensionales en papel, inspirándose en los modelos desarrollados en el siglo XIX por químicos como Dalton32, le permitieron resolver complicadas estructuras orgánicas.33 El problema del reduccionismo Sin embargo, a pesar de los extraordinarios resultados obtenidos, la metodología desarrollada por Pauling no quedó exenta de importantes críticas. Frente a esta actitud reduccionista muchos biólogos conservadores vieron en el método analítico una excelente forma de hacer buena física o química, pero algo poco práctico a la hora de atender los problemas biológicos más importantes. Cierto es que ambas posturas extremas —la analítica y la fuerte voz crítica que 30 Se recomienda ver el capítulo “La utilización del `método indirecto´ en biología” en Serrano Bosquet, Francisco Javier (2009), p. 414. 31 John D. Bernal fue un destacado científico pionero en el ámbito de la Cristalografía de rayos X al obtener junto a su equipo las primeras fotografías de rayos X de cristales proteicos. También es una de las principales figuras de la historia de la ciencia por su revolucionaria obra de 1939 La función social de la ciencia, para muchos autores el primer texto de sociología de la ciencia. 32 Quien construyó modelos de madera para ilustrar las combinaciones entre los átomos. 33 La nueva senda abierta por el químico estadounidense con el planteamiento de un nuevo enfoque estructural en el estudio de las moléculas biológicas fue clave en el desarrollo de la biología del siglo XX. Uno de los mejores ejemplo de ello lo encontramos en el papel que desempeñaron los estudios de difracción de los rayos X y la introducción de su método indirecto (Principalmente la elaboración de modelos con trozos de papel y otros materiales que representaran las moléculas) en el descubrimiento por parte de Watson y Crick de la doble hélice del ADN.

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frente a ella se levantó— se percibieron pronto como insuficientes para poder dar cuenta de los verdaderos problemas que la biología debía abordar. Sin embargo, ambas colaboraron —involuntariamente— en la manifestación y confirmación de un importante problema que debía resolverse: el llamado “problema del reduccionismo”. A pesar de los esfuerzos de Pauling y otros investigadores por explicar los fenómenos biológicos, como el de la herencia, en términos tan sólo físico-químicos, ¿son realmente los procesos y entidades físico-químicas la base de todos los fenómenos vivientes? ¿Debemos buscar siempre explicaciones de cuanto acontece en el mundo biológico a partir del estudio de los procesos fundamentales en los niveles inferiores de complejidad? ¿Las teorías y leyes experimentales formuladas en un campo de las ciencias biomédicas, pueden considerarse casos especiales de teorías y leyes formuladas en algún otro campo científico como la física o la química? Cada una de estas cuestiones, de estos interrogantes, corresponde a uno de los tres campos o niveles desde los cuales se llevaron a cabo las discusiones en torno al reduccionismo en biología: el ontológico, el metodológico y el epistemológico. De forma simple podemos caracterizar brevemente cada uno de estos campos en los siguientes términos. Reduccionismos ontológico, metodológico y epistemológico La pregunta central en torno a la cual giraba el debate en el campo ontológico puede sintetizarse en los siguientes términos: ¿Los procesos y entidades físicoquímicas son la base de todos los fenómenos vivientes? Para Theodosius Dobzhansky la respuesta a esta cuestión era muy sencilla: “la mayor parte de los biólogos… son reduccionistas [ontológicos] en tanto que ven la vida como un ejemplo de procesos físicos y químicos altamente complejo, esencial e improbable. Para mí, éste es el reduccionismo «razonable»”34. Frente a los vitalistas, para quienes la vida es el efecto de un principio o entidad inmaterial al que se suele denominar “fuerza vital”, “entelequia”, “élan vital”, “alma”, “energía radial” o similares, el reduccionismo ontológico vino a afirmar que las leyes de la física y la química se deben aplicar plenamente a todos los procesos biológicos a nivel de los átomos y las moléculas. El vitalismo, aún con cierta presencia cuando Pauling comenzó su carrera científica, se empezaba ya a ver, bajo el esquema del positivismo, como una vía sin salida en la fisiología de la biología; un principio inmaterial no puede ser objeto de estudio de la ciencia, ya que no permite desarrollar hipótesis científicas verdaderamente comprobables. Desde una perspectiva metodológica, las cuestiones principales giraban en torno a la estrategia de investigación o a la adquisición del conocimiento mismo. Francisco Ayala señala al respecto:

34 Ayala, Francisco J. y Theodosius Dobzhansky (1983, Eds.), p. 23

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«[E]n el estudio de los fenómenos vitales, ¿hemos de buscar siempre las explicaciones investigando los procesos fundamentales a niveles inferiores de complejidad, y finalmente a nivel de átomos y moléculas, o debemos buscar una comprensión basada en el estudio de niveles de organización tanto inferiores como superiores? ¿Existen algunas respuestas generales a estas preguntas, o resultan apropiadas distintas respuestas en disciplinas biológicas distintas?»35

Finalmente llegamos al campo epistemológico36, lugar donde encontramos uno de los debates filosóficos más importantes, influyentes y controversiales: ¿Las teorías y leyes experimentales formuladas en un campo de la ciencia, pueden considerarse casos especiales de teorías y leyes formuladas en algún otro campo científico? Si esto es así —señala Ayala37—, la primera rama de la ciencia queda reducida a la segunda. La ciencia, entendida como la organización sistemática del conocimiento que se tiene del universo sobre la base de hipótesis explicativas verdaderamente comprobables, ve en la integración de teorías científicas un camino de simplificación y aumento de su poder explicativo. Por ello, la reducción de distintas teorías en una más comprensible parece ajustarse al objetivo de la ciencia. De hecho, encontramos numerosos ejemplos en la historia de la ciencia de importantes y revolucionarias reducciones de toda una rama de la ciencia a otra. Uno de estos intentos lo hallamos en la reducción a unas pocas teorías muy generales (como ocurrió con la mecánica cuántica y la relatividad) de varias ramas de la física y la astronomía. En el caso de la química, varias de sus ramas fueron reducidas y llevadas al campo de la física después de descubrirse que la valencia de un elemento guardaba una relación sencilla con el número de electrones del orbital externo del átomo. Por su parte, en el campo que ahora nos ocupa, el de la biología, muchas de las teorías e hipótesis dadas en torno a diversos fenómenos observados habían podido ser explicadas finalmente en términos químicos, sobre todo tras el descubrimiento de la estructura y el comportamiento de ciertas moléculas como las proteínas —precisamente por Linus Pauling—, el ADN, el ARN y ciertas enzimas38. Protagonista en la implementación y desarrollo de este reduccionismo, así como del cambio orquestado en la forma de investigar la herencia y la materia viva, el éxito de esta y otras reducciones, demuestran que para Linus Pauling el objetivo final de toda disciplina biológica era explicar sus teorías y leyes experimentales como casos especiales de leyes físicas y químicas.

35 Ayala, Francisco J. y Theodosius Dobzhansky (1983, Eds.), p. 11 36 Es precisamente en este nivel —el epistemológico— donde suelen darse las dos posturas extremas que hemos visto representadas anteriormente: tanto los reduccionistas como los irreduccionistas más extremos discuten principalmente en torno a la validez y extensión de las explicaciones físico-químicas en el ámbito de las ciencias biomédicas. 37 Ayala, Francisco J. y Theodosius Dobzhansky (1983, Eds.), p. 12 38 Si bien es cierto —tal y como señala K. Popper— que estos reduccionismos no tuvieron un éxito rotundo, sí que constituyeron algunos de los logros más notables de la ciencia.

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La singularidad de la explicación biológica Empero, un importante número de autores sostenía que el problema de constitución de la biología como disciplina científica seguía sin resolverse completamente. La singularidad de los fenómenos a estudiar, su extraordinaria complejidad y organización jerárquica —que va de los átomos y las moléculas, pasando por las células, tejidos, organismos individuales, hasta las poblaciones y los ecosistemas— reclamaba una explicación que diera cuenta de dichos niveles desde distintas disciplinas. Se hacía necesario el desarrollo de una nueva epistemología, de un nuevo tipo de explicación que explicara el mundo vivo y el tipo de causación que podemos encontrar en el ámbito de la vida. El carácter irrepetible de muchos de los fenómenos biológicos, así como la reivindicación de la importancia de la historicidad de los seres vivos, había hecho que la biología fuera considerada durante mucho tiempo como una pseudociencia. Tan sólo, tras la extinción final del vitalismo ontológico y dogmático39, empezó a ser tomada en serio por una parte importante de la comunidad científica. Para ello fueron esenciales las aportaciones de Thomas A. Goudge40 y David L. Hull41 así como de otros autores al demostrar que el enfoque histórico-narrativo era el enfoque más oportuno tanto desde el punto de vista científico como filosófico para explicar fenómenos únicos. De esa forma —proponían— la explicación biológica podía dar cuenta de la pluralidad de factores, la cadena causal que hace posible la inferencia retrospectiva de la causalidad y la existencia de causas próximas y remotas que dan cuenta de un fenómeno biológico. El Reloj molecular evolutivo Linus Pauling no podía ignorar este debate entre fisicalistas y antirreduccionistas, las críticas que se hacían a su visión reduccionista ni la necesidad de introducir la explicación histórica, narrativa, principalmente evolutiva, en biología. A pesar de los intentos de Pauling y otros científicos procedentes principalmente de la física y la química, no podía dejar de reconocerse que los actuales sistemas vivos no eran sólo estructuras físicoquímicas, sino también resultados de una trayectoria evolutiva. De ahí que surgiera una pregunta: ¿Hasta dónde era oportuno comprometerse con la visión fisicalista de la biología? La respuesta de Pauling fue nuevamente sorprendente. Frente a los intentos llevados a cabo por autores como Mayr para hacer salir a la biología de un provincialismo que la hacía total o casi totalmente dependiente de la física y la química, el científico estadounidense comenzó en la década de 1960 39 Mayr, Ernest (1982), p. 35 40 Goudge, Thomas A. (1961) 41 Hull, D. L. (1975)

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una nueva línea de investigación junto a Emile Zuckerkandl que revolucionaría, en parte, el campo de los estudios evolutivos. En la conferencia impartida en el Evolving Genes and Proteins symposium llevado a cabo en Institute of Microbiology of Rutgers University en 196442, Zuckerkandl y Pauling presentaron ante el auditorio un trabajo con el que querían señalar de forma clara las dos líneas de la paleogenética química desde las que se estaba abordando entonces el problema de la evolución. Por un lado, señalaron, se encontraban los taxonomistas y evolucionistas que trataban de ver la evolución desde la perspectiva del organismo completo. Por otro lado, estaban los bioquímicos puros. Entre éstos, incluso, podrían identificarse partidarios de una posición más cercana a la primera visión (aún siendo bioquímicos), al sostener que la fundamentación bioquímica de las relaciones evolutivas entre organismos era tan sólo una cuestión de segundo orden. Es decir, la búsqueda de los mecanismos moleculares había que llevarla a cabo siempre bajo las observaciones de la biología clásica. Sin embargo, frente a esta actitud, Zuckerkandl y Pauling señalaron la extraordinaria importancia que tenía aplicar la perspectiva mecanicista más allá de los procesos temporalmente cortos. Es decir, la bioquímica no debía quedarse tan sólo en el análisis de las reacciones bioquímicas que se dan en un momento determinado. Había que dirigir la mirada —apoyándose en la obra editada por H.J. Vogel43— hacia las llamadas macromoléculas informativas o semántidos44 (DNA, RNA, proteínas). Macromoléculas estas que tienen un único papel en la determinación de las propiedades de la materia de la vida en cada una de las tres dimensiones temporales en que se dan los procesos químicos y evolutivos: las reacciones bioquímicas que requieren de muy poco tiempo, el proceso de constitución ontogenético que se da a lo largo de un período mediano y el proceso evolutivo, que requiere de una gran duración temporal. Ahora bien, Zuckerkandl y Pauling se preguntaron, ¿Por qué los semántidos desempeñan un papel privilegiado en la comprensión de la materia viva? Si bien Simpson había señalado que las causas principales de la adaptación, y por tanto de la evolución, hay que buscarlas en el nivel del organismo45, Zuckerkandl y Pauling sostenían que no hay ninguna 42 Evolutionary Divergence and Convergence in Proteins (1964) 43 Vogel, H.J. V. Brysonv y J.O. Lampen, (eds. 1963) 44 Es sumamente difícil traducir la palabra original inglesa semantides, ya que fue precisamente acuñada por estos dos autores para referirse a aquellas macromoléculas comunes a todas las células, utilizadas en la filogenia, porque cambian lentamente con el tiempo. Entre estas moléculas se encuentran el rRNA/rDNA, RNase P RNA, ATPase,… Finalmente, se ha decidió traducir semantides por semántido siguiendo el Minidiccionario crítico de dudas de Fernando A. Navarro. Se recomienda a quién esté interesado en saber algo más sobre este concepto y las tres dificultades que su traducción al español plantea consultar esta obra cuya referencia completa se encuentra en la bibliografía final. 45 Se recomienda ver Tempo and Mode in Evolution (1944) de G.G. Simpson donde no sólo se intentan conjugar los datos entonces disponibles derivados de la paleontología procedentes de registros fósiles con los datos que entonces aportaba la genética, sino que se

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concentración mayor de factores causales que en las macromoléculas informativas46. Y es que los semántidos —vendrían a decir— son, potencialmente, los caracteres taxonómicos más informativos y no, como se había admitido hasta entonces, un tipo de caracteres entre otros, equivalentes a otros. De ahí, señalaron, la extraordinaria importancia que tenía estudiar todos los procesos de la vida desde el nivel de su fundamentación macromolecular, incluyendo los largos procesos temporales (evolución)47. Estas ideas vendrían a completarse y adquirir una forma más terminada en el artículo de 1965 “Molecules as Documents of Evolutionary History”. En este texto Pauling y Zuckerkandl presentaron una nueva teoría evolutiva a la que llamaron teoría del Reloj molecular evolutivo48 (Molecular Evolutionary Clock). La principal diferencia entre ésta y otras teorías evolutivas estaba en el seguimiento que llevaban a cabo de la evolución de una molécula en lugar de hacerlo de la evolución de una especie. La propuesta de Zuckerkandl y Pauling estaba basada en el análisis y comparación de las secuencias de aminoácidos de hemoglobinas de distintas especies, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido (millones de años) desde que dichas especies se desviaron de un progenitor común. Y es que, vendrían a afirmar, la tasa de evolución en una molécula proteínica (o de ADN) es casi constante en el tiempo y entre linajes evolutivos49. Es decir, hay una proporcionalidad estadística entre el tiempo transcurrido desde el último ancestro común de dos cadenas de proteína homólogas contemporáneas y el número de aminoácidos diferentes que encontramos entre sus secuencias50. Esto permitió —tal y como señala Morgan—dar una dimensión temporal a la filogénesis. Centrándose en el caso de la hemoglobina51, la teoría de Zuckerkandl y Pauling establecía que cada cierto tiempo se produce una mutación en una molécula (de hemoglobina) determinada. Por lo general, esta mutación es la fuente de una enfermedad molecular que no provoca ningún cambio significativo más allá del huésped. Ahora bien, cuando la mutación se da en las células germinales, puede darse una alteración duradera no sólo en las moléculas producidas sino, al reproducirse el organismo, también en las moléculas de las siguientes generaciones. La acumulación a lo largo del tiempo de alteraciones de

ofrece además un buen ejemplo de las dificultades que los autores de la Teoría sintética tuvieron que sortear en torno al problema de las especies y la especiación. 46 De hecho, —vendría a decir— no existe una mayor concentración de información. 47 Zuckerkandl, Emile y Linus Pauling (1965), p. 98. 48 Pauling también utilizó los términos paleogenética química (Chemical Paleogenetics) y Paleobioquímica (Paleobiochemistry) al hablar sobre el Reloj molecular 49 Morgan, Gregory J. (1998), p. 155 50 Ver Morgan, Gregory J. (1998), p. 155 51 Véase también Pauling, Linus, Harvey A. Itano, S. J. Singer y Ibert C. Wells (1949) y Pauling, Linus (1962)

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esta naturaleza, son las que van a ir dando lugar a una modificación importante respecto de la molécula original. Como podemos ver, con su propuesta Pauling y Zuckerkandl hacen que la explicación evolutiva, lejos de convertirse en un impedimento, un problema irresoluble desde una perspectiva reduccionista, se convierta ella misma en objeto de estudio y explicación fisicalista. Esta propuesta no cayó en saco roto. Ciertamente la aceptación por parte de la comunidad científica de la hipótesis del reloj molecular fue inicialmente muy lenta, ya que la afirmación de una tasa constante de evolución resultaba excesivamente atrevida. No obstante, con el tiempo este modelo explicativo fue no solo aceptado sino extendido convirtiéndose en uno de los conceptos claves del entonces emergente campo de la evolución molecular. Partidarios de esta hipótesis como A. Wilson, S. Carlson y T. White afirmaron tiempo después que "el descubrimiento del reloj molecular destaca como el resultado más significativo de la investigación en evolución molecular"52. Recientemente Roger Lewin, describió el reloj molecular evolutivo como "uno de los conceptos más simples y más poderosos en el campo de la evolución"53. Y es que es oportuno señalar que los trabajos de Zuckerkandl y Pauling vinieron a desarrollar y fortalecer, a pesar de no ser esa su intención, según autores como Morgan54, la Teoría Neutral de la Evolución Molecular55 frente a los modelos seleccionistas. Conclusiones Como hemos podido ir viendo Linus Pauling llevó a cabo su trabajo en el ámbito de la biología bajo un esquema fisicalista. Lejos de darse una fractura con respecto a sus trabajos previos en el ámbito de la química, encontramos en sus investigaciones biológicas una continuidad epistemológica, ontológica y metodológica. Incluso, podemos ver cómo para el químico de Portland el desarrollo de la biología dependía directamente de la aplicación de los métodos, patrones explicativos y sistemas teóricos de la física y la química orgánica. Es decir, la teoría biológica finalmente no debía sólo ser compatible con la física, sino reducible a ella: su profundidad y fertilidad científica, así como su valor de ciencia explicativo-predictiva dependía del grado en el que era capaz de aplicar y extender dentro de su campo las teorías de la física. Ejemplos de esta misma postura la encontramos en el positivismo de Hempel, en el realismo científico

52 A. Wilson, S. Carlson, and T. White (1977) 53 Roger Lewin, (1997), p. 107. 54 Morgan, Gregory J. (1998), p. 177 55 Para quienes estén interesados adentrarse en esta perspectiva neutralista de la evolución molecular y ver la importancia que tuvieron estos trabajos se recomienda revisar los siguientes trabajos: Dietrich, Michael R. (1994), Suarez, Edna y Ana Barahona (1996) y Kimura, Motoo (1969, 1987 y 1993).

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Schrödinger —de quien tomó nota Pauling— y Francis Crick, quien llegaría a decir: «El fin último de la corriente moderna en biología es […] explicar toda la biología en términos de física y química. Hay buenas razones para ello en la medida en que la química y partes importantes de la física, como la mecánica cuántica, nos proveen de un fundamento cierto sobre el que construir la biología.»56

Como hemos estado viendo, esta concepción fisicalista de la que participó Linus Pauling se apoyaba en una concepción realista de la ciencia, tanto ontológica como epistemológicamente, muy cercana a la de Schrödinger; ontológicamente, en cuanto que a las entidades extralingüísticas designadas por los términos de las teorías (átomos, células, radiación,…) les concedía una existencia real: los átomos, las moléculas son los componentes últimos de la materia, que mantienen entre sí una relación geométrica que justifica la organización química y biológica que observamos en la Naturaleza; desde el punto de vista epistemológico, consideraba las teorías como enunciados verdaderos, resultado de la “aplicación de los principios del razonamiento riguroso que se ha desarrollado en las Matemáticas y en la Lógica a la deducción de conclusiones ciertas a partir de postulados aceptados”57. Cierto es, reconoce Pauling, que nuestra comprensión de esas estructuras reales no es completa. Partiendo del método inductivo del positivismo y del hipotético-deductivo de Popper podemos ir creando modelos que se acerquen a la configuración real de la estructura de la materia. Sin embargo —señaló—, los problemas lógicos que presenta la inducción a la hora de establecer la verdad de los enunciados generales legitiman la búsqueda y utilización de otras metodologías. Es por medio de aproximaciones sucesivas como pueden irse construyendo modelos basados en los datos obtenidos en el laboratorio y el conocimiento teórico. Pero eso no significaba que los objetos cuánticos y las estructuras apuntadas fueran irreales, y que tan sólo se encontraran en la imaginación del científico. Para Pauling, tenían una existencia real y, aunque su conocimiento fuera imperfecto, tan sólo una aproximación ideal, la dificultad de su entendimiento se encontraba en nuestras limitaciones. De ahí, que el fin de la ciencia no sea la mera construcción de modelos que “permitan salvar las apariencias” sino la construcción de aproximaciones matemáticas sucesivas y modelos tridimensionales que se acerquen lo más posible a la estructura real de la materia. La ciencia, la explicación mecanicista, permitía según Pauling describir la estructura última y las causas reales de la arquitectura del mundo y sus propiedades, nos dice cómo y por qué las cosas son como son. El salto de esta concepción de la ciencia al ámbito de la biología significó para Pauling una continuidad de una concepción realista marcada por una fuerte 56 Crick, Francis (1966), 10. Cita extraída de González Recio, José Luis (2006), p.7 57 Pauling, Linus (1963), p. 15.

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perspectiva reduccionista. Inspirándose en el método analítico que había desarrollado en sus investigaciones previas y apoyándose en los descubrimientos que había hecho de estructuras cristalinas y en la naturaleza del enlace químico, Linus Pauling contribuyó al nacimiento y desarrollo de una nueva forma de estudiar los fenómenos biológicos a nivel atómico y molecular: la biología molecular. La metodología desarrollada y las respuestas finales dadas en función de estructuras moleculares, fuerzas presentes, propiedades y funcionamiento desde el punto de visto químico, obligan a hablar de una continuidad metodológica, ontológica y epistemológica. Pero esta visión llevaba consigo la losa de críticas y dificultades epistemológicas que la convicción reduccionista arrastraba consigo. Conocedor de estas objeciones y de la extraordinaria popularidad que las explicaciones narrativas estaban alcanzando, Linus Pauling desarrolló, lejos de retractarse, una nueva perspectiva, una nueva línea de investigación evolutiva claramente reduccionista: la teoría del Reloj molecular evolutivo. En todos los trabajos en los que Linus Pauling, junto a Zuckerkandl, desarrolló y dio a conocer esta nueva teoría evolutiva, se conjuga perfectamente su concepción estructuralista de la química con todos sus trabajos previos en los ámbitos de la biología y la medicina. Es decir, bajo toda su obra científica en el ámbito de la biología encontramos una clara posición reduccionista fisicalista. Bibliografía Arana, Juan, “Erwin Schrödinger, Filósofo de la biología” en Thémata. Núm. 20, 1998, pp. 159-174. Delbrück, Max, “Un físico se asoma a la biología”, en Antología de biología molecular, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985. Texto original en Transactions of the Connecticut Academy of Arts and Sciences, 38, 173, 1949. Dietrich, Michael R., “The Origins of the Neutral Theory of Molecular Evolution” en Journal of the History of Biology, 20, 1994, pp. 21-59 Dronamraju, Krishna R., “Erwin Schrödinger and the Origins of Molecular Biology” en Genetics Society of America 153, 1999, pp. 1071-1076. Escarpa Sánchez-Garnica, Dolores (2004), Filosofía y biología en la obra de Claude Bernard, Tesis doctoral, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, Servicio de Publicaciones, E-Prints: http://eprints.ucm.es/tesis/fsl/ucm-t27268.pdf. ISBN: 84-669-25406. González Recio, José Luis, Teorías de la vida, Madrid, Síntesis, 2004. González Recio, José Luis, “Galileo y Kant reencontrados. Ciencia y filosofía en los orígenes de la biología molecular”, en Arana, J. (ed.): Los filósofos y la biología, Universidad de Sevilla, 1998: 141-158. González Recio, J. L. (editor), El taller de las ideas. 10 lecciones de historia de la ciencia, Madrid, Plaza y Valdés, 2005. González Recio, José Luis, “Filosofía de la biología, biología del conocimiento y biotecnología” en Contextos, Universidad de León, 2006. Hager, Thomas, Linus Pauling and the Chemistry of Life, New York, Oxford University Press, 1998. Kimura, Motoo, The Neutral Theory of Molecular Evolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1993.

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Wilson. A., S. Carlson y T. White, “Biochemical Evolution” en Annual Review of Biochemistry, 46, 1977, pp. 573-639. Zuckerkandl, Emile y Linus Pauling, “Molecular disease, evolution, and genetic heterogeneity” en Academic Press, New York, 1962, pp. 189-225. Zuckerkandl, Emile y Linus Pauling, “Evolutionary Divergence and Convergence in Proteins,” en Bryson, Vernon y Henry Vogel (eds. 1965), Evolving Genes and Proteins, New York, Academic Press, 1965, pp. 97-166.

Francisco Javier Serrano y Bosquet ITESM - Campus Monterrey Dpto. de Filosofía y Ética [email protected]

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UNA CONCEPCIÓN MODERNA DE LA VIRTUD CÍVICA1 Jordi Tena-Sánchez. Universitat Autònoma de Barcelona Resumen: Según los defensores de la tesis de la tangente ática, en el mundo antiguo griego y romano se daba una convergencia entre virtud, la libertad y la felicidad. En cambio, el mundo que Benjamín Constant denominó de los modernos se produce el ocaso de la tangente ática y el vínculo queda roto. Los autores que sostienen la tesis de la tangente ática abogan por la recuperación de dicho vínculo. En el presente trabajo se argumenta en favor de la concepción moderna de la virtud cívica y por el abandono consciente y definitivo de la tesis clásica de la tangente ática. Abstract: Champions of attic tangent thesis argue in the ancient Greek and Roman world civic virtue, freedom and happiness used to converge. On the other hand, in the world called modern’s by Benjamin Constant civic virtue declined and the link became broken. Authors in favour of attic tangent thesis propose to rebuild the link. This current work argue in favour of the modern conception of civic virtue and giving up the attic tangent thesis deliberately and forever.

1. Introducción Hace ya dos siglos desde que Benjamin Constant (1820) estableciera su célebre distinción entre el mundo de los antiguos que gozaban de una libertad entendida como capacidad de autogobierno colectivo y el de los modernos en el que la libertad adopta la forma de un cuerpo de derechos y libertades individuales bien establecido. Por lo que a la virtud cívica se refiere, en el mundo antiguo tanto Platón como el joven Aristóteles concebían la virtud, la libertad y la felicidad como tres elementos que tendían a converger. Siguiendo a Bertomeu y Domènech (2005), Casassas (2003), Casassas y Raventós (2002), Domènech (1989, 2004) y Mundó (2006), denominaré a esta tesis como la tesis de la tangente ática2. De este modo, para la ética-política de la Academia y del Liceo no existía contradicción alguna entre el bien privado y el bien público.

1 El presente trabajo se ha desarrollado en el marco de un proyecto del Plan Nacional de I+D+i financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (MICINN), con referencia CSO2009-09890. 2 Una aclaración conceptual resulta aquí pertinente. Ática es la región griega donde se encuentra Atenas. Una tangente es una conocida expresión matemática en la que hay un elemento se aproxima indefinidamente a otro, tiende a converger con él. De modo análogo, los tres elementos de la tangente ática tenderían a converger mutuamente.

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La tangente ática fue progresivamente abandonada por la cultura cristiana posterior que culmina con la ruptura del equilibrio entre bien privado y público del pensamiento ético-político moderno. Según defensores contemporáneos de la tesis de la tangente ática, la modernidad fracasa en ese intento de escisión y estos abogan por una ética racional que enlace con el pensamiento clásico. En el presente trabajo se argumenta en contra de la postura de los defensores de la tesis de la tangente ática y a favor de una concepción moderna de la virtud cívica que abandone consciente y definitivamente la tesis de la tangente ática. Se sostiene, en concreto, que virtud cívica, libertad y felicidad son conceptos mutuamente independientes que no constituyen condiciones ni necesarias ni suficientes los unos respecto de los otros. 2. La tangente ática y la concepción antigua de la virtud cívica Se ha apuntado en la introducción que en el mundo antiguo se concebían la virtud cívica, la libertad y la felicidad como tres elementos que tendían a converger, ésa es la tesis de la tangente ática. La caracterización ofrecida hasta el momento resulta empero demasiado vaga. Veamos con más detalle en que consiste exactamente dicha tesis. 2.1. Felicidad Aristóteles sostiene en su Política (1970b) que la felicidad es el fin del hombre, el bien supremo al que tiende su naturaleza. Contra lo que a primera vista pudiese parecer, Domènech (1989) argumenta que tal planteamiento no incurre en tautología alguna. No es seguro que los fines que se propone el hombre coincidan con su fin supremo (el azar puede truncar el designio metafísico o la maldad —entendida como la negativa a actualizar el ser— o, más importante, las dificultades para ver con claridad el fin supremo). Nos enfrentamos por tanto a la dificultad de discernir cuál es el contenido de la felicidad o, dicho de otro modo, en qué debe consistir ese bien supremo que el hombre debe perseguir para actualizar la naturaleza racional de su ser. Según Aristóteles, lo que sea la felicidad ha de derivarse de las opiniones mismas de los hombres, de las representaciones que se hacen de sus propios afanes. En la Ética a Nicomaco (1970) nos propone un método para conseguir nuestro objetivo, el método hipoléptico. Dicho método consiste en extraer el denominador común (communis opinio) de las opiniones de los hombres acerca de lo que constituye la felicidad (Domènech Ibíd.). Esa noción compartida de la felicidad es el bien vivir (eû zên) y su actividad el bien hacer (eû práttein). El vivir es al bien vivir lo que el llegar a ser al ser, lo que las partes inarticuladas al todo, el cual no se distingue conceptualmente del fin. Como es bien sabido, la felicidad así entendida sólo es realizable en la polis que es para Aristóteles el verdadero fin del hombre, su ser.

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2.2. Libertad La ciudad es la comunidad perfecta, el extremo de toda suficiencia. Tal vez surgió por las necesidades de la vida pero su principal función es, para Aristóteles, la de permitirnos vivir bien (Domènech Ibíd.). La ciudad, merced a la división del trabajo y a la actividad de toma de decisiones políticas, permite a los hombres ser plenamente autárquicos y actualizarse naturaleza racional a través de la práctica de las diversas artes. El ciudadano virtuoso, el ciudadano que obra bien, es también un ciudadano feliz. Domènech (Ibíd.) sostiene que la virtud ática, la areté, puede traducirse como “estar en forma”, mientras que el bien hacer eû práttein, puede y debe traducirse tanto como “obrar bien” como “irle bien a uno”3. El virtuoso obra bien y a la vez es autosuficiente, está psíquicamente en forma, vive bien y le va bien. A la luz de la tesis de la tangente ática puede entenderse mejor la célebre afirmación de Platón según la cual es más desdichado quien comete una injusticia que quien la padece ya que el primero no sabe lo que quiere, sufre la mayor de las ignorancias (Domènech 1989). El virtuoso es sabio, se conoce a sí mismo. Es capaz de vencer la debilidad de la voluntad que impide a los hombres actuar siguiendo sus mejores razones, es capaz de imponer sus razones de segundo orden. El virtuoso es por tanto libre ya que ningún obstáculo interno frustra su voluntad4. Aquí, se denominará a esta libertad “interior” autonomía a fin de distinguirla de las libertades civiles y políticas. A diferencia de Platón, Aristóteles considera que ser sabio, ser autónomo, no es condición suficiente (aunque sí necesaria) para ser libre y feliz. En la Ética a Nicomaco sostiene que para ser libre y feliz también es necesario un entorno que lo posibilite. Los oprimidos, aunque puedan ser sabios, no son libres ni felices. De esta tesis aristotélica surge la tan famosa como confusa y discutible tesis republicana según la cual sin propiedad (sin tener asegurada la independencia material) no es posible el desarrollo de la virtud cívica (Bertomeu y Domènech 2005, Casassas 2003, Casassas y Raventós 2002, Domènech 2004, Mundó 2006). 3 La traducción a lenguas modernas de los textos clásicos es siempre una cuestión complicada y no exenta de controversia. Se asume aquí la interpretación de Domènech debido a que es la más favorable para Aristóteles ya que, como hemos visto, excluye que el autor incurra en simples tautologías. No obstante, se sostendrá que incluso con esta interpretación la tesis es, en gran medida, rechazable. 4 Que el de virtud cívica es un concepto de gran pedigrí histórico en el seno del pensamiento occidental es un hecho que nadie discute. Quedarnos sólo con esa dimensión del concepto sería, empero, reduccionista. Aunque la palabra para denominarla varíe de un contexto a otro, lo que se trata de captar con la noción de virtud cívica ha estado presente en tradiciones de pensamiento muy alejadas de la occidental desde tiempos inmemoriales. Por ejemplo en el budismo la bondad es caracterizada, entre otras cosas, como capacidad de juicio y de autocontrol (Domènech 1997) o, tres siglos antes de nuestra era en el seno de la filosofía confuciana, Xunci caracterizó las virtudes como disposiciones que envuelven las facultades de elección, juicio, deseo y acción (Benkler y Nissenbaum 2006).

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En resumen, en la Grecia clásica: La virtud es, ciertamente, entendida siempre como capacidad psicológica para gobernar autónomamente la propia existencia social, y adquirir esa capacidad psicológico-moral de autogobierno es condición cuando menos necesaria para poder gobernar con justicia a otros igualmente libres y para dejarse gobernar con justicia por otros igualmente libres: el vicioso, por lo mismo que es incapaz de gobernarse y tratarse bien a sí propio, es también incapaz de gobernar y tratar bien a los demás. Pero esta tesis de psicología moral —la tesis de la “tangente ática”— adquiere pertinencia y significado propiamente políticos con la tesis republicana tradicional complementaria de que sólo sobre el suelo de una existencia socio-material autónoma, protegida —y construida— por derechos constitutivos republicanos, florece la virtud en los individuos. (Bertomeu y Domènech 2005, pp. 15-16).

3. Hacia una concepción moderna de la virtud cívica La concepción de la virtud cívica que trato de sostener en estas páginas es consciente y voluntariamente moderna. Se sostiene que hoy en día no se puede seguir sosteniendo la validez de la tesis de la tangente ática y no queda más que proceder al definitivo abandono de la misma. Abandono que, por otra parte, ya han llevado a cabo de forma más o menos consciente la mayoría de los autores que se preocupan por estas cuestiones5. La pretensión antigua de hacer converger virtud, libertad y felicidad padece de innumerables e insalvables dificultades, a continuación se repasarán algunas de ellas. 3.1. Felicidad La felicidad ya no es entendida en nuestros días como el bien supremo al que tiende la naturaleza del hombre sino como un determinado estado de satisfacción psicológica. Sin negar la posibilidad de que existan conexiones entre la libertad o autonomía y la felicidad, parece razonable argumentar que se puede ser feliz en

5 Pese a que la postura que aquí se sostiene pretende ser, como digo, moderna, la verdad es que las bases de la misma ya fueron anticipadas con brillante lucidez por Aristóteles en la Ética a Nicomaco. En dicho trabajo Aristóteles se separa progresivamente de la fusión platónica entre ética y conocimiento y distingue entre virtudes dianoéticas y las propiamente éticas. De este modo se sugiere la idea de que resulta posible ser virtuoso consigo mismo (autónomo) y vicioso con los demás (Domènech 1989). En este sentido, si se me permite la una sugerencia puramente especulativa, podría resultar interesante tratar de articular una lectura del último Aristóteles, no sólo como un precursor de la ruptura moderna con la tangente ática, sino también como un protoliberal, parafraseando a Noguera (2003), como un inspirador de la esa moralidad laica e impura de la modernidad que hace posible la escisión entre conocer el bien y estar motivado para actuar según el mismo.

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el sentido contemporáneo del término sin ser libre ni autónomo y que, a la inversa, se puede ser infeliz siendo libre y autónomo. La paradoja del “esclavo feliz” (Van Parijs 1996) que, víctima de un mecanismo de preferencias adaptativas, se siente satisfecho con su condición, nos ofrece un excelente ejemplo del primer caso. La amarga existencia de Andrés Hurtado, el protagonista de la magistral novela de Pío Baroja El árbol de la ciencia (1974), nos proporciona una muestra del segundo6. En la novela, de claro corte autobiográfico, Hurtado vive una existencia trágica que desemboca en una muerte temprana precisamente debido a su conciencia y a su disconformidad respecto de la ignorancia, desidia y resignación reinantes en la España de la época. Tesis 1: Ni la libertad ni la autonomía son condiciones necesarias ni suficientes para la felicidad (entendida en el sentido contemporáneo del término). No obstante, sería incurrir en una falacia extremadamente burda que me quedase en constatar esta tesis trivial ya que, tal y como acabo de exponerse, el sentido que Platón o Aristóteles daban al concepto de felicidad no tenía exactamente el mismo significado que le otorgamos hoy en día en el lenguaje cotidiano. En la tangente ática la felicidad tiene que ver con lo que constituye la vida buena que, tal y como se ha dicho, Aristóteles propone que sea discernido a través del método hipoléptico. Pero este argumento es, desde el punto de vista que se sostiene en este trabajo, aún más inaceptable que el anterior. En las sociedades moderna existe lo que Jon Rawls (1996, 2002) denominó una pluralidad de doctrinas comprehensivas. Por doctrinas comprehensivas se entiende una concepción moral general que incluye ideales acerca de lo que es una vida buena, acerca del carácter de la persona, de las relaciones sociales y familiares y, en el límite, cuando hablamos de doctrinas plenamente comprehensivas, esos ideales abarcan la globalidad de nuestra vida. Tal y como argumenta el propio autor, religiones como el cristianismo o el Islam, ideologías como el comunismo, el anarquismo o el liberalismo clásico de autores como Kant o Mill, o las formas de nacionalismo más identitario constituyen ejemplos de este tipo de doctrinas comprehensivas. Dichas doctrinas son razonables cuando aceptan realmente (no de modo puramente táctico) el hecho del pluralismo y no tratan de imponerse de forma ilícita. El florecimiento de tales doctrinas es un hecho normal de la vida humana. Son principalmente productos de nuestra razón teórica aplicada a asuntos de vital importancia para nosotros (como el sentido de nuestra existencia). En tanto que productos de la razón teórica y dada la complejidad de los temas tratados, no podemos esperar que se alcance un acuerdo racional entre personas razonables; es por este motivo que el pluralismo es un 6 Con la agudeza y la genialidad que acostumbra, Jon Elster (1988) sugiere que la autonomía puede ser un óptimo para la felicidad. No obstante, aunque la tesis de Elster fuese cierta, cosa que no se entrará a discutir, eso no serviría para salvar la tangente ática tal y como se la ha formulado en estas páginas.

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hecho inevitable, constitutivo de nuestra naturaleza7. Debemos aceptar, por tanto, el principio postmetafísico según el cual la vida buena no puede ser materia de acuerdo racional (Habermas 2001; Van Parijs 1993). Tesis 2: Lo que constituye la vida buena no puede ser materia de acuerdo racional. 3.2. Libertad El vínculo entre libertad (entendida como independencia material) y virtud cívica se antoja también muy complicado de sostener. De entrada, parece intuitivamente razonable estar de acuerdo con Van Parijs (1996) en que la libertad es libertad tanto para obrar bien como para obrar mal. Por otra parte, la libertad no es condición ni necesaria ni suficiente para la virtud cívica. Dos ejemplos sirven para argumentar esta tesis. En primer lugar, las luchas obreras de los siglos XIX y XX muestran que la independencia material no es condición necesaria para la virtud, a saber, que es falso que sin independencia material no se pueda desarrollar la virtud cívica. El movimiento obrero se apoyó en gran medida sobre la fraternidad y la solidaridad de clase y articuló una lucha por la transformación social precisamente porqué los trabajadores no gozaban de independencia material. A la inversa, basta con notar que los sentimientos igualitaristas y fraternos no son precisamente los mayoritarios entre las clases dominantes de cualquier país para comprobar que la independencia material no es tampoco una condición suficiente para la virtud cívica8. Para hacer justicia a los autores citados, es necesario señalar que la postura de Casassas (2003, p. 190) es más matizada. Él explícitamente niega que esté sosteniendo que la virtud sea una realidad imposible sin propiedad, sin independencia material. Lo que se afirma es (…) la existencia de un vínculo causal que hay que atender con especial esmero. En efecto, existe una fuerte correlación entre la propiedad, entendida como independencia material —(…)— y la posibilidad de una plena inclusión en la ciudadanía.

No obstante, desde el punto de vista sostenido en este trabajo, si por “plena inclusión en la ciudadanía” se entiende el despliegue de virtud cívica, tal afirmación parece ambigua. ¿Es esa correlación una correlación estadística? Si es así, ¿dónde están los datos en que se sustenta la afirmación? Si no es así, ¿qué 7 Arnsperger y Van Parijs (2002); Habermas (2001); Rawls (1996, 2002); Van Parijs (1993, 1996). 8 No se pretende decir con esto que no exista ninguna relación entre independencia material y virtud cívica. De hecho, parece intuitivamente plausible suponer lo contrario, que efectivamente existe alguna relación. Sin embargo, la naturaleza de ese vínculo, los mecanismos concretos que relacionan independencia material y virtud, distan mucho de estar claros.

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quiere expresarse con el uso del término correlación? Más importante aún, la existencia de una correlación estadística no es condición suficiente para demostrar la existencia de un vínculo causal. Si ese vínculo realmente existe, ¿cuál es el mecanismo a través del cual opera? Tesis 3: La libertad, entendida como independencia material, no es condición necesaria ni suficiente para la virtud cívica. Finalmente, desde nuestro punto de vista, sostener que la autonomía es condición necesaria para la virtud presenta también graves e insuperables problemas. Veámoslo brevemente. En primer lugar podríamos preguntarnos si existe siquiera la autonomía tal y como la concebían los clásicos. Por autonomía en sentido clásico suele entenderse el ejercicio de automodelación racional de las preferencias (Domènech 1989). Tal y como sostiene el propio Domènech (p. 102), el enkratés de la polis griega, a diferencia del sabio estoico o el bikhú budista, tiene deseos. Pero es capaz de “controlar su satisfacción y aun su génesis”. Pese al atractivo de esta concepción clásica del ser humano, no podemos más que decir que la misma resulta irreal en gran medida. Todos los deseos tienen un origen causal suficiente. En el que probablemente sea el mejor trabajo sobre la cuestión, Jon Elster (1988) se declara incapaz de ofrecer una definición positiva de la autonomía y no puede más que definirla en oposición a la heteronomía, a saber, según el noruego, un deseo autónomo es aquel que no es heterónomo, que no ha sido causado por mecanismos irrelevantes que actúan a nuestras espaldas. No obstante, los deseos autónomos, en caso de existir, tienen también un origen causal. Además, tal y como argumenta el propio autor, cabe esperar que conforme vayamos conociendo más sobre los procesos causales ciegos que operan en nuestra mente, todos nuestros deseos sean explicados por procesos no autónomos. Dado que hemos caracterizado la heteronomía en términos de causalidad ciega, podríamos tratar de sugerir que, pese a que los deseos de primer orden puedan tener un origen causal, los deseos autónomos son deseos de segundo orden que han sido escogidos, adquiridos o modificados deliberadamente ya sea por un acto de voluntad o por un proceso de planificación del carácter. Éste es el ideal estoico, budista y spinoziano (Ester 1988) y es, como hemos visto, el ideal que según Domènech (1989) se esconde tras la postura de Platón y Aristóteles al respecto. Pero como el propio Elster señala, un deseo que surja de la planificación intencional del carácter no puede ser más autónomo que la intención a partir de la cual surge, de modo que inmediatamente caemos en una regresión al infinito. Por otra parte, no hay razón para creer que los deseos de segundo orden sean siempre inmunes a las influencias causales irrelevantes. Si lo fueran, la regresión podría interrumpirse rápidamente pero los deseos de segundo orden pueden adquirir un carácter compulsivo y convertirse en heterónomos tanto como los deseos impulsivos de primer orden.

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Si nos acercamos al problema desde el ángulo opuesto, llegamos a una conclusión similar. Tal y como argumenta Van Parijs (1996), dado que no sólo existen dos órdenes de racionalidad9, nunca podemos estar seguros de que los deseos que nuestra racionalidad de segundo orden nos dicta que son autónomos lo sean en realidad ya que siempre podrían ser objetados desde un tercer orden de racionalidad, y así sucesivamente, con lo cual volvemos a vernos abocados a una regresión al infinito. A la inversa puede haber deseos no planificados de primer orden que pudiéramos considerar autónomos. Del hecho de que la racionalidad del segundo orden sea una condición para ser persona no debemos concluir que el ejercicio de esa capacidad sea una condición necesaria para la autonomía (Elster 1988). Así pues, podemos concluir que el mismo concepto de autonomía es demasiado débil como para pretender basar en él lo que pueda ser la virtud. Pero, aun siendo graves, estos no son los principales problemas de la tangente ática en este punto. Desde el punto de vista sostenido en este trabajo, la debilidad principal se halla en la constatación del hecho de que del mismo modo que cabía cuestionar que la libertad entendida como independencia material sea condición necesaria o suficiente para la virtud, también debemos hacer lo propio con la relación entre autonomía y virtud, a saber, resulta plausible cuestionar que la autonomía de los deseos sea una condición necesaria o suficiente para su bondad ética. Es más, mientras que en el caso de la independencia material nos mostramos dispuestos a aceptar la existencia de alguna relación entre ésta y la virtud, en el caso de la autonomía esto parece incluso más discutible. Nuevamente, no podemos más que estar de acuerdo con Elster (Ibíd.) en que un deseo puede ser “adecuado a la moral” y sin embargo podemos vacilar sobre si es racional, si ha sido conformado por una causalidad ciega. Aunque no sepamos qué es la autonomía, podemos argumentar que difiere de la virtud simplemente constatando que las bases que empleamos para criticar el contenido de un deseo (bondad ética) son diferentes de las que empleamos para criticar su origen (autonomía). Tesis 4: La autonomía de un deseo no es condición necesaria ni suficiente para que podamos considerarlo virtuoso. 3.3. Virtud Cívica, debilidad de la voluntad y planificación del carácter Desde el punto de vista de este trabajo, la planificación del carácter topa con problemas de todo tipo. Simplemente no conocemos bastante sobre el funcionamiento de la mente como para cambiar su curso de manera fiable (Elster 2002). Aristóteles (1970) argumenta que para alcanzar la virtud debemos comportarnos como si ya la poseyéramos, a saber, debemos actuar como actuaría un virtuoso. Pero, tal y como argumenta Elster (2002) si esto pretende ser una guía para el mejoramiento de uno mismo, no podemos más que constatar que 9 La misma filosofía estoica ya identificó tres órdenes (Domènech 1989).

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resulta demasiado simplista. Existen, por ejemplo, problemas de incertidumbre y de maximización. Una persona sin ninguna disposición establecida en ningún sentido determinado puede quizá moldearse a sí misma mediante sus acciones, pero no parece nada obvio que, por ejemplo, una persona irascible pueda cambiar su disposición mediante el control de sus propias expresiones externas de ira. Además, para ciertas disposiciones, esta receta no funcionaría ni en el caso de una persona sin ninguna disposición establecida. Por ejemplo, para volverse compasivo hace falta algo más que comportarse como tal. Hace falta haber sufrido para comprender el sufrimiento10. También puede haber disposiciones que no sean susceptibles de planificación consciente y que sólo sean accesibles como subproductos (Elster 1988, 2002). La compasión vuelve a ser un buen ejemplo para este caso. Además, la planificación también puede tener efectos colaterales perniciosos sobre el carácter. Puede llevarnos a acabar conformando un carácter rígido (Elster 1988, 2002). Este hecho permite vislumbrar una cierta paradoja en la postura de los clásicos, quienes sostenían la necesidad de autocontrol en paralelo a una concepción de la virtud como incompatible con la rigidez de carácter, ya que el virtuoso sabía cuando podía tomarse un respiro y hacer una excepción (Domènech 1989). Por otra parte, la planificación del carácter puede enfrentarse a problemas como el de la hamaca o el del autoborrador (Elster 1988). Un ejemplo de problema de la hamaca vendría dado por la eliminación del deseo que proponen los budistas. Una vez que empiezo a eliminar mis deseos puedo llegar a un punto en el que aún me quede algo de deseo por eliminar pero en el que, sin embargo, mi voluntad sea ya demasiado débil como para poder continuar con mi plan eliminacionista. El problema del autoborrador viene ejemplificado por la paradoja de tratar de creer a voluntad. Yo puedo desear creer X y trazar un plan para conseguirlo. Pero ese plan no será efectivo si no elaboro otro plan para conseguir olvidar que simplemente creo que X porqué he decidido creer que X. El autocontrol puede ser además irracional si el beneficio pospuesto es menor que los costes del autocontrol (Elster 1988, 2002). Tal y como sugiere el noruego, no vale la pena dedicar la vida a aprender a no temerle a la muerte. De lo dicho hasta el momento puede desprenderse que, contra el criterio de los clásicos, la fuerza de voluntad, la capacidad de autocontrol y de dominio de sí mismo, no son condición necesaria ni suficiente para la virtud cívica. Que no son condición necesaria se desprende del hecho constatado más arriba de que puede haber deseos éticamente correctos que sean fruto de mecanismos causales irracionales. Que no son condición suficiente se argumentará a partir de un ejemplo. Imaginemos que soy un mediano empresario con una fuerte aversión innata a la inequidad y que me produce un gran sufrimiento mantener a mis 10 Este hecho, por cierto, bajo nuestro punto de vista, casa bastante mal con la visión negativa de las emociones que albergaban los clásicos, para quienes en ocasiones la autonomía parecía ser poca cosa más que el control de las pasiones.

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empleados en condiciones de precariedad. Ese sentimiento, de primer orden, me lleva a ser excesivamente condescendiente con ellos y siempre termino asumiendo yo mismo la parte más ardua del trabajo, concediéndoles aumentos salariales constantemente, etc. Paralelamente, puedo desear ser un empresario competitivo, frío y racional. Me puedo sentir como un idiota frente a mis amigos empresarios que no dudan en ofrece condiciones precarias a sus empleados y que consiguen beneficios mucho más grandes que los míos. Entonces, puedo tratar de automodelar mi carácter para formarme una voluntad fuerte y vencer mi pasión misericordiosa de primer orden, de modo que no vuelva a ceder a ninguna demanda de mis empleados. No obstante, inmediatamente me puedo conmover al enterarme de que el hijo de un empleado está gravemente enfermo y puedo terminar dándole el día libre pese a que ya ha agotado la baja que le corresponde por ese concepto. Una vez más, habré obrado de forma moralmente correcta como consecuencia de una debilidad de mi voluntad. De modo general, puede sostenerse que la fuerza de voluntad no puede ser condición necesaria ni suficiente para la virtud debido a que no existe ninguna garantía de que los deseos de segundo orden sean moralmente mejores que los de primer orden. Tesis 5: La fuerza de voluntad no es condición ni necesaria ni suficiente para la virtud cívica. 4. Conclusiones Tal y como se ha tratado de sostenerse a lo largo del presente trabajo, en el mundo antiguo la virtud, la libertad y la felicidad eran concebidas como tres elementos que tendían a converger. Siguiendo a Domènech (1989) y a muchos otros, se ha denominado a esta tesis como la tesis de la tangente ática. En estas páginas se ha argumentado en contra de la postura de los defensores de la tesis de la tangente ática y a favor de una concepción moderna de la virtud cívica que abandone consciente y definitivamente dicha tesis. Concretamente, ha tratado de mostrarse que virtud cívica, libertad y felicidad son conceptos mutuamente independientes que no constituyen condiciones ni necesarias ni suficientes los unos respecto de los otros. 5. Bibliografía Aristóteles. Ética a Nicomaco, Madrid, Instituto de Estudios políticos, 1970. Aristóteles. Política. Edición bilingüe y traducción de Julián Marías y María Araujo; introducción y notas por Julián Marías. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1970b. Arnsperger, Christian y Van Parijs, Philippe. Ética económica y social. Teorías de la sociedad justa, Barcelona, Paidós, 2002. Baroja, Pio. El árbol de la ciencia, Madrid, Alianza, 1974. Benkler, Yochai y Nissebaum, Helen, The commons-based peer production and virtue, The journal of political philosophy, 14 (4), 2006, pp. 394-419. Bertomeu, Maria Júlia y Domènech, Antoni, El republicanismo y la crisis del rawlsismo metodológico (Nota sobre método y sustancia normativa en el debate republicano). En

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Jordi Tena-Sánchez GSADI (Sociología Analítica y Diseño Institucional) Departament de Sociologia Universitat Autònoma de Barcelona Despatx: B3-119 Edifici B. Campus de Bellaterra 08193 Cerdanyola del Vallès (Barcelona) Tlf: 00-34-93- 581 42 12 [email protected]

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SECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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Luis Álvarez Falcón. Realidad, arte y conocimiento. La deriva estética tras el pensamiento contemporáneo. Prólogo de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina. Colección Tendencias. Editorial Horsori, Barcelona, 2009. 112 pp. Con el rótulo Tendencias, y bajo la dirección del profesor José Manuel Bermudo de la Universidad de Barcelona, la Editorial Horsori publicó en 2009 el ensayo de Luis Alvarez Falcón Realidad, arte y conocimiento. La deriva estética tras el pensamiento contemporáneo. Avalado por el revelador prólogo de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, su título es, de por sí, esclarecedor. Una cadena triangular, en cuya base están las ideas de Realidad y Conocimiento, pivota alrededor del vértice superior del Arte, convertido en la dualidad de lo Estético y lo Artístico. El resultado se advierte ya en la comprometida Introducción de su autor: la lógica del pensamiento contemporáneo nos remite necesariamente al ámbito de la Estética. En esto consiste su “deriva”, necesariamente irremediable desde sus propios fundamentos teóricos, y brillantemente expuesta desde un estilo grave, pero sin ninguna duda riguroso y, en algunos casos, sutil y elegante. Los que conocemos el trabajo de Luis Álvarez Falcón sabemos que su particular expresión es el resultado emergente de una actitud verdaderamente filosófica, cuya exigencia primera es una clara honestidad y un irreductible tesón, propios de un talante antiguo cuya novedad va reafirmando una pretensión constante de rigor y honradez filosófica. Tal como señala Ortiz de Urbina, no se trata de un mero ensayo, sino de un “verdadero” libro de filosofía. Dos razones confirman esta afirmación: su evidente estructura de ideas y el riesgo asumido por el autor. Parafraseando a Merleau-Ponty, no nos encontramos ante una impostura escasamente responsable o un pensamiento de survol, sino todo lo contrario. Nos encontramos ante una verdadera apuesta teórica que confirma lo que ya sabíamos acerca del autor: su humilde, pero estricta e incesable tenacidad, acom-

pañada por el arrojo de una clara y patente condición de pensador. No es de extrañar que José Manuel Bermudo haya elegido este trabajo como segundo título de esta colección, o que su distribución haya llegado hasta los círculos latinoamericanos de México, en cuyo contexto ha sido oficialmente presentado y aplaudido. Tampoco es de extrañar que su primera edición haya sido acogida con este especial entusiasmo en algunos de los círculos del panorama español. Sin duda, este compromiso viene acreditado por muchos de los trabajos e intervenciones públicas a los que el autor ya nos había acostumbrado, tanto desde el ámbito de la estética como desde los ámbitos de la ontología y de la teoría del conocimiento. Baste recordar su empeño en conmemorar en España el centenario del nacimiento de Maurice Merleau-Ponty, o sus trabajos desarrollados en Morelia, México; sin olvidar sus diferentes colaboraciones en las más prestigiosas publicaciones del panorama filosófico español. Con una esclarecedora cita de Paul Valéry, de su discurso pronunciado en París en 1937, con motivo del Segundo Congreso Internacional de Estética y Ciencia del Arte, da comienzo esta matriz arquitectónica, articulada en dos partes y dividida en cuatro capítulos. Si bien la primera de estas partes es la dedicada a los presupuestos teóricos que están en la base del discurso, así como al inicio del debate en los comienzos del siglo XX, sin embargo, la segunda parte aborda las principales propuestas de la época contemporánea y, lo que es más relevante, expone lúcidamente una inevitable aproximación fenomenológica colmada de múltiples y enriquecedoras referencias, además de una rabiosa actualidad. El trabajo de Luis Alvarez destaca, en primer lugar, por ofrecer al lector un ingente material bibliográfico cargado de múltiples citas e indicaciones imprescindibles para el estudioso, para el investigador o, incluso, para el profano. En segundo lugar, resalta por una densidad de matices teóricos que hacen de su desarrollo una verdadera propuesta especulativa, más que una sim-

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ple revisión del panorama filosófico moderno y contemporáneo. Su originalidad nos obliga a releer a una gran parte de los autores más representativos, desde Baumgarten hasta Husserl, en una íntima correspondencia marcada por sus necesarias e inevitables relaciones conceptuales. Por ello, decimos que se trata de un verdadero libro de filosofía y no, meramente, de un ejercicio más de erudición académica. Tras un primer epígrafe, cuyo rótulo hace referencia al título de la obra, y en cuyas líneas se delimita y contextualiza categorialmente, con toda precisión, el problema que se va a abordar, el autor nos enfrenta crudamente con Kant, Schiller y la estética idealista. Probablemente, Ortiz de Urbina tenga razón al indicar en su prólogo que este segundo epígrafe, con el alusivo título de Reflexión y extravío de las finalidades, es, sin ninguna duda, un “precioso análisis” que nos muestra el profundo conocimiento del escritor y la soltura de su modo de exposición. Este primer capítulo terminará, como no podía ser de otra forma, con una honda revisión de los postulados románticos, desde «El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán» hasta el Sturm und Drang, pasando por autores tan necesarios como Schelling, Schlegel, Hölderlin, Novalis, y el mismo Hegel. Sin embargo, nuevamente, asistiremos a una determinada interpretación que va tejiendo la urdimbre en la que Falcón irá haciéndonos vislumbrar la tesis central y definitiva de este trabajo. El segundo cuarto de esta obra comienza a exaltar con crudeza el compromiso de nuestro autor. Apariencia e inversión estética es el título del cuarto epígrafe, dedicado a Schopenhauer y Nietzsche. Un agudo análisis de las Lecciones sobre metafísica de lo bello y de El nacimiento de la tragedia pondrán en evidencia no sólo los presupuestos que subyacen en toda la teoría estética contemporánea, sino la deriva necesaria desde el idealismo alemán hasta la teoría crítica, la hermenéutica y la fenomenología. No es de extrañar que, a continuación, y partiendo de Lukács, nuestro autor exponga, bajo el

título Estética tras Metafísica, una severa interpretación del pensamiento heideggeriano. El Seminario de Zähringen será un buen motivo para ir introduciendo la dirección de la deriva que el pensamiento contemporáneo tomará a partir del primer tercio de siglo. Por último, y con el alusivo título de Regresión y Pobreza, el autor pondrá fin a la parte programática de este trabajo. Merleau-Ponty y Lévinas, desde la sutil perspectiva del Husserl de los manuscritos estenografiados de Lovaina, serán interpretados a la “luz negra” de una última fenomenología, más allá de la ortodoxia husserliana. La duda de Cézanne y La realidad y su sombra serán un firme pretexto para ir desplegando la refundición de una reserva crítica en la que convergen ontología, estética y gnoseología, al igual que lo hicieran en su título la Realidad, el Arte y el Conocimiento. La segunda parte de esta propuesta, germen de teoría de teorías, supone un importante giro en la discusión iniciada. El tercer capítulo de este poliedro conceptual resitua el pensamiento central de Walter Benjamin y T. W. Adorno, no sin antes contextualizar sus precedentes fundamentales, haciendo un análisis original y muy novedoso, que desemboca en los trabajos rigurosos de Wellmer, Bürger y Bohrer, junto a Hormis Martin Seel y Hans Robert Jauss. En este momento, nuestro autor procede a realizar una exposición pormenorizada de lo que, con una especial firmeza, denomina Aproximaciones teóricas reduccionistas. Quizá sea el epígrafe más próximo a lo que entendemos en la actualidad, y dentro de los círculos más academicistas y próximos al fenómeno artístico, como “teoría estética contemporánea”. Todos los últimos “ismos” serán presentados en su justa medida, con la aparición de algunos representantes destacados, como son los casos de Frank Sibley, Joseph Margolis, Jerome Stolnitz, ó Arthur C. Danto y George Dickie. El tercer capítulo se cierra con un brillante excurso sobre Hermenéutica y Recepción, en el que las continuas referencias a Gadamer, Goodman, Bollack, Jauss, Iser y Roman

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Ingarden nos irán aproximando a lo que será el último capítulo y cierre de esta propuesta: la conclusión fenomenológica. Con el rótulo de La deriva estética fenomenológica, Luis Alvarez presenta el cierre teórico de una invitación que, por otro lado, ya se había vislumbrado a lo largo de toda su exposición. Tres ejes conceptuales configuran este broche teórico: los supuestos en el pensamiento de Edmund Husserl y las aproximaciones fenomenológicas desde Geiger, Oskar Becker y Mikel Dufrenne hasta Eugen Fink, Michel Henry, Jean-Luc Marion, Henry Maldiney y Jacques Garelli. El orden de la exposición queda, de este modo, abierto a una nueva refundición fenomenológica de las relaciones entre Realidad, Arte y Conocimiento. La síntesis entre una autodenominada “fenomenología no-estandar” y la obra de Marc Richir constituirán la base del tercer epígrafe que, a modo de propuesta programática, nos conduce hacia la conclusión del trabajo. En una clara alegoría al texto que Walter Benjamin escribiera en Berna, en 1918, con el insólito rótulo «Sobre el programa de la filosofía futura», nuestro autor nos expondrá las claves teóricas del programa de una estética futura, que parece devenir necesariamente tras la deriva expuesta del pensamiento, desde la modernidad hasta el siglo XXI. Sus últimas palabras son claras y precisas: «La deriva estética del pensamiento futuro discurre “tras” la lógica que articula sus diferentes propuestas, como eje modulador de una cadena triangular en la que el “Arte” aparece como el registro de la experiencia originariamente humana, donde se exhibe y tiene lugar la formación del sentido, y donde la propia subjetividad queda iluminada en la espesura del mundo» (Álvarez Falcón, L. Realidad, arte y conocimiento. La deriva estética tras el pensamiento contemporáneo, prólogo de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, Editorial Horsori, Barcelona, 2009; p. 212.). No habrá ninguna duda al advertir que el estudio de Luis Alvarez, más allá de los trabajos academicistas y de los ensayos sistemáticos, historicistas y de escaso compromiso, cons-

tituye sin vacilación una referencia en el actual contexto teórico. Su marcado carácter de novedad le convierte en una inexcusable cita en el panorama filosófico. El empeño de su autor nos emplaza a futuros encuentros, sin olvidar la máxima de esta pretensión: volver a encontrar este contacto ingenuo con el mundo para finalmente otorgarle un estatuto filosófico. César Moreno Márquez *** Richard J. Bernstein. El abuso del mal: la corrupción de la Política y la religión desde el 11 de Septiembre. Buenos Aires, Katz, 2006. Enraizado en la creencia que el mal puede ser abordado metafísicamente por la filosofía, Richard Bernstein se encontraba terminando su trabajo de revisión sobre los hechos que marcaron a fuego la historia del siglo XX cuando lo sorprendió de repente, el 11 de Septiembre y el ataque a las Torres Gemelas. En ese momento, nuestro autor se vio frente a un dilema de difícil solución, dejar las cosas como estaban o incluir los hechos en su nuevo trabajo. Finalmente decidió por dejar su trabajo, publicarlo y luego comenzar un nuevo proyecto. Desde ese entonces, la manipulación ideológica del mal se transformó en una de sus máximas prioridades y obsesiones. En este contexto, hemos dado con El Abuso del Mal, uno de los mejores libros que indagan filosóficamente en la relación entre política y religión. El trabajo, en resumen, focaliza en como convergen en un mismo escenario el patriotismo y las creencias religiosas. Básicamente, en su capítulo introductorio, Bernstein estudia el misterio de la creación del mal. En efecto, si partimos de la base que Dios es una entidad todopoderosa, la cuestión de la creación y posterior rebelión de Lucifer, su ángel mas amado, permanece en la sombras para una gran cantidad de filósofos y teólogos medievales. Para algunos, este hecho marcará la propia inexistencia de Dios mientras que para otros simplemente un punto que

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demuestra su vulnerabilidad. La tesis central de Bernstein radica en que la corrupción de las instituciones se da cuando las metas sobrepasan las capacidades éticas de la sociedad, cuando el objetivo se hace más importante que los pasos a seguir, eso debilita la capacidad de la sociedad para hacer frente a los totalitarismos. Desde dicha perspectiva, Bernstein toma las contribuciones de A. Arendt con respecto a la construcción del mal y su relación con el holocausto sucedido en Auschwitz. Definiendo previamente al mal como toda intención de trivializar la esencia humana, Bernstein asegura que una de las estrategias de los regimenes totalitarios consiste en monopolizar y manipular todo lo que en esta vida es espontáneo. Siguiendo este argumento, los grupos en el poder intentan imponer una lógica bipolar que construye dos realidades, rompiendo las posibilidades de toda negociación. El juicio a A. Eichmann no sólo nos recuerda hasta que punto gente ordinaria como nosotros puede cometer crímenes horribles, sino además enfatiza en la importancia de la responsabilidad en el seguimiento de las instrucciones. Claro ésta, la historia del siglo XX está plagada de crímenes masivos y actos genocidas, pero aparentemente no fue hasta después del atentado del 11 de Septiembre que O. Bin Laden y S. Hussein personificaron ellos mismos la verdadera cara del mal. Sin embargo, las cosas no siempre son como parecen. Influenciado notablemente por el pragmatismo de W. James, Bernstein examina como los grupos que llegar al poder político tienden no sólo a manipular la misma política en su beneficio sino también los valores morales y religiosos de la sociedad. Conforme a dichos intereses, no nos encontramos frente a un Choque de Civilizaciones como afirmaba Hungtinton sino frente a un choque de mentalidades. El pragmatismo como corriente crítica surgido en reacción a la guerra civil estadounidense se ha constituido como un arma de resistencia frente al avance de los totalitarismos. Gran parte de la academia debe una inmensa gratitud a las contribu-

ciones del pragmatismo en cuestiones culturales y políticas. Desde esta perspectiva, el pragmatismo no sólo criticó acertadamente la forma escolástica imperante en la filosofía de la época sino que desafió la hegemonía del mercado y de la Iglesia. El mundo que nos rodea, se encuentra librado a un sinnúmero de contingencias, en donde se alternan hechos que nos provocan placer y displacer. El miedo se combina con la esperanza mientras que la suerte con la adversidad. La democracia no es diferente a otros regimenes con la excepción de que permite una mayor pluralidad de pensamiento. La democracia no debe ser comprendida como una institución lineal sino como una construcción ciudadana del día a día. En los diferentes capítulos del libro, Bernstein discute la manera en que la corrupción aún dentro de los sistemas democráticos puede ser manipulada y transformada en una construcción de expansión ideológica. El voto universal, no es prerrequisito suficiente para afirmar que un país es democrático o no; lo que constituye el eje central de la misma es la capacidad de dialogar e intercambiar posiciones. Una de la características de las mentalidades dogmáticas que intentan imponer su forma de pensar versa en la idea que Dios apoya su causa y a través de esta incuestionable legitimidad construyen un eje discursivo sobre el otro dependiendo de sus intereses. Así, nacen en nuestro mundo moderno la idea del mal caracterizado por la religión islámica en contraposición a un supuesto occidente que se reivindica como el brazo armado del bien y que se cree en el deber moral de enfrentar-se con ese otro diferente. Paradójicamente, la administración Bush a medida que intenta expandir su democracia fundamenta las bases para la imposición de una oligarquía autoritaria e irracional. Lejos de lo que piensa el imaginario social, el fundamentalismo no es una construcción puramente del Islam, sino que su origen nos lleva a la doctrina puritanaprotestante del siglo XIX. Bernstein revisa cuidadosamente como los diferentes movi-

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mientos protestantes dentro de los Estados Unidos con fuertes reminiscencias milenaristas chocaron con ciertas ideas darwinistas acerca de la creación del mundo. Las tesis de la evolución, ampliamente en contra del paradigma creacionista, no sólo desafiaban las propias creencias de los pietistas sino que aceitaron ciertos mecanismos reaccionarios. De esta manera, en 1910 los hermanos Milton y Lyman Stwart lanzaron una cantidad de folletos que predicaban la necesidad de volver a “los fundamentos” de la fe cristiana. Estos panfletos fueron distribuidos rápidamente por todos los círculos protestantes reivindicando la resurrección de Cristo y la virginidad de su madre, María. Un par de años más tarde, otros milenaristas como Curtis Lee-Lewis, un anabaptista editor de un periódico, se manifestaba comprometido en la lucha contra las fuerzas del mal que pretendían tergiversar el mensaje divino. Su búsqueda se ha enraizado en el corazón de los Estados Unidos y ha llegado a los círculos más íntimos del presidente G. W Bush. Esta especie de absolutismo no surge de la religión ni de la política, pero las utiliza, las corrompe y las presenta como instrumentos que “dignifican” sus intereses. En lo personal, el trabajo de Bernstein explora como la tergiversación y la petrificación de ciertos valores religiosos son funcionales para generar mayor legitimidad en un momento de la historia humana caracterizada por la incertidumbre y el temor. En efecto, los hombres son más proclives a la sumisión voluntaria cuando experimentan procesos de miedo, ansiedad e indecisión. Dentro de tal contexto, existe una tendencia inevitable dentro de las democracias occidentales al autoritarismo en cuyo caso la ciudadanía debería mantenerse expectante y en alerta. En pocas palabras, El Abuso del Mal se presenta como una obra de inmensa calidad intelectual útil no sólo para antropólogos, politólogos, psicólogos, filósofos

o sociólogos, sino también para el público en general que esté preocupado por los efectos colaterales del 11 de Septiembre de 2001. Maximiliano E. Korstanje *** Mario Boero Vargas: Ludwig Wittgenstein (1889-1951). El Cuerpo. La Religión. La Política. Un Ensayo Tripartito. Madrid, Revista “Estudios”, 2009. Hay filósofos cuya relevancia hace que el interés que se tiene hacia ellos trascienda el ámbito estrictamente técnico y se rebusquen en su personalidad y su biografía claves que permitan conocer mejor su excepcionalidad. Wittgenstein es un buen ejemplo, y su actualidad se mantiene prácticamente intacta a despecho de modas y vaivenes filosóficos. Mario Boero ha hecho una aportación original e interesante para circular por las entrañas del fenómeno Wittgenstein. Preocupado mayormente por la imagen que el filósofo tenía de la religión, plantea un ensayo en tres partes —como el propio título deja ver— que se argumentan a modo de un trípode desde el que efectuar una radiografía de la personalidad de Wittgenstein, apreciándose una unidad de criterio que recorre todo el trabajo. Comprender dicha personalidad es tarea ciertamente complicada, y Boero lo intenta iniciando un intenso escrutinio sobre el apartado afectivo, donde se pone de manifiesto el conflictivo ir y venir de Wittgenstein en su ámbito más personal. El cuadro que se dibuja a partir de los documentos que poseemos nos ofrece ya una pista sobre la delicada línea que dividía en Wittgenstein el todo de la nada, escindido como estaba en procesos contradictorios de afirmación y negación que durante algún tiempo le llevaron a pensar en el suicidio. Pero de la disolución le rescata la vida en el espíritu, una comprensión de la trascendencia que le ayuda a interpretar la vida en una dimensión que muchos han

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denominado mística. Boero se afianza en el segundo apartado de su ensayo para pasar del cuerpo al espíritu, repasando el itinerario espiritual que se pone de manifiesto con la lectura de El Evangelio Abreviado, de Tolstoi, y aprovecha para recrear las claves a través de las que Wittgenstein comprende la creencia religiosa. Cuando uno descubre la profundidad del universo espiritual su vida cambia. Y ese cambio se expresa en que la vida se ve en otra dimensión. El sentimiento de dependencia se materializa en la confianza en una voluntad que, siendo ajena a nosotros, en realidad invade nuestra intimidad. Boero ha puesto de manifiesto acertadamente el papel que para el conocimiento de estas cuestiones ha jugado la publicación de correspondencia y diarios personales de Wittgenstein, sin los cuales nuestra comprensión del vienés habría quedado sustancialmente coja. En ellos hemos podido encontrar una fuente importante de elementos para entender muchas de las claves existenciales de Wittgenstein, bastantes de las cuales quedan alumbradas a partir de sus diatribas personales con lo religioso. El análisis de las mismas ha generado toda una corriente escolar que ha dado lugar a la creación de, como dice Boero, “un paradigma teórico” de interpretación de la temática religiosa, concediendo a Wittgenstein un magisterio en otros terrenos del ámbito filosófico más allá de las disputas sobre lógica y lenguaje. Destaca Boero el papel que juegan en el trasfondo las lecturas de Angelus Silesius (“caso extremo de mística”, p.54 del texto.), Jacob Böhme y Tolstoi. Pero quizás la presencia de las mismas en la reflexión wittgensteiniana sea desigual, dado que las referencias al literato ruso —excomulgado por la Iglesia Ortodoxa— son explícitas y nos permiten marcar mejor el ritmo existencial del Wittgenstein primero. No debemos olvidar que también se da una importante influencia previa de la obra de William James. Wittgenstein ya se lo había hecho saber a Russell en una temprana carta de 1912 (Cf. Wittgenstein in Cambridge. Letters and Documents 1911-

1951. Editado por Brian McGuinness. Blackwell, Oxford 2008, p.30). Ibíd., p.112.). En ella queda dicho de modo explícito que su libro Las Variedades de la Experiencia Religiosa le estaba haciendo mucho bien. Russell dejará claras a Ottoline Morrell (Ibíd., p.112.) las claves del itinerario que en esa época estaba atravesando Wittgenstein, al escribirle a finales de 1919: “Todo empezó con las Variedades de la Experiencia Religiosa, de William James, y creció (de modo natural) durante el invierno que pasó solo en Noruega antes de la guerra, cuando estaba casi loco. Entonces sucedió una cosa durante la guerra. Se fue de servicio a la ciudad de Tarnov en Galitzia, y sucedió que llegó a una librería que parecía contener sólo tarjetas postales con dibujos. Sin embargo, entró y encontró que en la librería sólo había un libro: Tolstoi sobre los Evangelios. Lo compró simplemente porque no había otro”. Desde este trasfondo se justifica en cierta medida la visión mistificante que Wittgenstein tiene de la religión, lo que se pone de manifiesto dentro del terreno filosófico con la secuencia de los parágrafos finales del Tractatus. La resultante de este silencio no es la extenuación del discurso religioso, sino su transmutación en directrices de acción vital. Boero habla acertadamente de “imperativo vital”, pues Wittgenstein tenía una visión moral de la religión, y el compromiso (o descompromiso) con sus pronunciamientos tenía que ponerse de manifiesto en la conducta. La fe se expresa a través de las obras; no permanece recluida en anclajes teóricos, donde el resultado natural es la paradoja. Para evitarla, lo consecuente es obviar el argumento —o asumirla existencialmente— dejando lugar a la confianza moral, cuya expresión antropológica más acabada se da en el sentimiento de dependencia. Acentuando el valor y la importancia de estos elementos, Boero quiere recuperar el elemento místico del pensamiento wittgensteiniano, “la inaccesibilidad de Dios” (Pero la comprensión de Dios en términos providencialistas elimina el abismo que la

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teología negativa pretende crear. El sentimiento de dependencia está inevitablemente asociado a la concepción de un Dios que actúa continuamente sobre nuestras vidas: como padre, como juez terrible, como redentor… El propio Boero recupera un texto que en este sentido resulta clarificador: “No puedes llamar a Cristo redentor sin llamarle Dios. Pues un ser humano no puede redimirte” (Movimientos del Pensar, 21.11.1936).), aunque deja lugar para una propuesta que puede resultar confundente, al plantear la hipótesis de un Wittgenstein esotérico. Esta interpretación se presenta quizás como demasiado arriesgada, pues no aparece avalada con claridad, y lo más prudente es dejarla en el aire, suspendiendo el juicio sobre la misma. Posiblemente sea ésta la mayor debilidad del ensayo. El tercer apoyo del trípode es la política. No nos resulta sencillo imaginar a Wittgenstein interesado en política, a no ser que entendamos que su visión moral de la vida impregna toda su percepción de la realidad, y que por tanto debe expresarse en modelos concretos de comportamiento (acción política incluida). Al respecto, existe una leyenda curiosa y poco verosímil sobre los intereses políticos de un Wittgenstein decantado hacia el comunismo soviético por la sencillez y austeridad del estilo de vida que las imágenes de la propaganda presentaban. La leyenda cogió cuerpo en un libro de Kimberley Cornish (The Jew of Linz. Century, Londres 1998.), discípula de Paul K. Feyerabend, donde se trataba de argumentar en relación con la pertenencia de Wittgenstein al círculo de espías salido de la Universidad de Cambridge y que pasó información secreta a la Unión Soviética. La hipótesis que se plantea es que, una vez conocido que Kim Philby (“Stanley”) era el célebre tercer hombre (tras Burgess y MacLean), y que Anthony Blunt (“Johnson”), el refinado asesor de arte de la reina Isabel, era el cuarto, el quinto no podía ser otro que Ludwig Wittgenstein, quien habría reclutado a brillantes talentos de la Universidad de Cambridge para formar el

Cambridge spy ring y espiar a favor de la Stalin. El testimonio de Oleg Gordievsky confirmó que, en realidad, el quinto hombre era John Cairncross, aunque posiblemente muchos otros formaran parte igualmente del círculo de espionaje de Cambridge. Todo lo anterior no obsta para analizar la realidad de la actitud de Wittgenstein hacia la URSS de Stalin —de la que sí hay alguna evidencia—, precisamente en una etapa tristemente recordada por las enormes purgas y los juicios políticos. Wittgenstein trató personalmente con Fania Pascal, el embajador soviético y el filólogo Nicolás Bachtin, miembro del Partido Comunista —y con quien releyó el Tractatus— e intentó aprender algo de ruso para viajar personalmente al país de los soviets. El testimonio de Fania Pascal, sin embargo, nos aclara que la intención de Wittgenstein era encontrar esa sociedad pseudoidílica donde se dieran cita la sencillez humana y la profundidad moral de la que hablan Dostoievski y Tolstoi en sus obras. Quizás, recuerda Boero, Wittgenstein también se dejó llevar por la visión idealizada que en la época del advenimiento de los fascismos muchos intelectuales tenían de la URSS; acaso como reacción emocional inevitable. Pero para Wittgenstein era ya la segunda intentona de localizar la Arcadia feliz donde se hiciera presente su utopía moral, a la búsqueda de una civilización espiritual que Occidente no era capaz de ofrecer, afectado como estaba por la mentalidad burguesa. Pero lo cierto es que Witgenstein no comentó nada a su vuelta de la URSS; silencio que posiblemente refleje una decepción —por segunda vez— respecto a sus ideales de sencillez y austeridad. A pesar del interés que muestra por el viaje, su retorno parece el eco que deja el vacío de la frustración. Se le ofrecen puestos de responsabilidad académica en la universidad soviética, pero el filósofo vuelve a la occidental Cambridge, con sus ticks burgueses y el engolamiento y la superficialidad que tanto odiaba. Todo esto coloca en las coordenadas apropiadas un trabajo original en el que se

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pone de manifiesto un trasfondo unitario reflejado en el tratamiento que se da a la permanente búsqueda espiritual wittgensteiniana. La originalidad del ensayo se asienta precisamente en la propuesta de las tres vías de acceso para auscultar con interés y seriedad el tráfago existencial en el que se mueve el filósofo más grande del siglo XX, y posiblemente el último gran filósofo con el nombre de tal. Hay que agradecer al trabajo que aquí comentamos el permitirnos avanzar un poco más en nuestra tarea de desvelamiento sobre las incógnitas que la figura de Wittgenstein todavía deja abiertas. Joaquín Jareño Alarcón *** José A. Marín-Casanova, Contra Natura. El desafío axiológico de las nuevas tecnologías, Ediciones Paso-Parga, Sevilla, 2009. El título de esta obra da las pistas necesarias para entender qué es lo que el lector puede encontrar en sus páginas: un análisis de las circunstancias, los retos y las amenazas que implican las llamadas nuevas tecnologías, entendiendo que este pensamiento ético o axiológico al que se refiere parte desde una nueva y peculiarísima situación, el vaciamiento de la naturaleza, articulándose, por tanto, este pensamiento como “contra natura”. Para comenzar su exposición, el autor aborda en el prólogo de forma breve el protagonismo de las nuevas tecnologías como faktum de nuestro tiempo. Una rápida mirada al escenario histórico actual revela el papel protagonista de la experiencia adquirido por la técnica, en detrimento del “hombre”; la técnica dispone de la naturaleza como su fondo y del hombre como su funcionario. Un contexto que ha motivado profundos cambios en las nociones de razón, verdad, ideología, política, ética, naturaleza e historia y que en el libro se explican, así como sus consecuencias en las categorías que hasta ahora se correspondían con una visión “naturalista”, como las de individuo, identidad, libertad y alma. Una devaluación

neotecnológica del humanismo que es, precisamente, la que da título a la introducción de la obra, compuesta por otros tres epígrafes, los tres capítulos que le dan cuerpo. El razonamiento del autor arranca de una profunda aseveración, como es que la ciencia hoy es tecnológica, así como la realidad. La ciencia es, además de un producto intelectual, una actividad técnica que crea un tercer entorno (E3) “telerreal” (Javier Echevarría). Es decir, que la ciencia y la tecnología se han configurado como un todo complejo, un sistema de acciones que, como no podía ser de otra forma, conduce el análisis epistemológico a un ámbito axiológico en el que hay que pensar cuáles son las repercusiones éticas de la nueva situación. Una reflexión motivada porque ésta, al igual que la ciencia que se hacía antes, ha de tener en cuenta a la ética, así como porque el carácter eminentemente práctico de la tecnociencia no puede considerarse como algo autónomo respecto a la moral. Esta “inevitable deriva axiológica” de la epistemología es consustancial al “giro pragmático” de nuestro nuevo entorno, en el que el práctico se superpone al papel teórico. Es aquí donde, siguiendo el trabajo de este profesor, pueden encontrarse las raíces de la preocupación de los estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) por asuntos tales como fomentar una comprensión crítica frente a la supuesta “neutralidad” habitualmente atribuida a la tecnociencia, plantear los problemas morales que ésta conlleva e impulsar la responsabilidad profesional, entre otros. Incardinada en este contexto, se establece la inversión de la relación entre medios y fines que promueven las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y, en consecuencia, la “insostenibilidad” del humanismo moderno, que incita a la mentalidad instrumentista, en nuestros días. El primer capítulo de Contra Natura se titula Las nuevas tecnologías y el valor de la metáfora. En él se estudia cómo la técnica es una prolongación natural del hombre y se pone en entredicho el mito del hombre más allá de ella para subrayar que el hom-

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bre sólo puede habitar en un mundo hecho por él y que, bajo está óptica, el hombre no tiene naturaleza sino técnica. El hombre es técnica. No se trata, pues de un adjetivo que adorna al hombre sino que es el sustantivo que lo define. La técnica deja de ser una circunstancia que lo envuelve y se constituye como su “naturaleza”, por la propia constitución del ser humano. Además, para sobreponerse a la naturaleza en la que está (indis)puesto, el hombre tiene que inventarse su propia naturaleza, un mundo dentro. Y eso, dice el autor con el eco de Ortega, es la técnica, la capacidad de suplir la minusvalía humana proporcionándonos la habilidad necesaria para la construcción del mundo. Por tanto, la técnica es el artificio esencial del hombre. Este artificio que el libro elogia, frente a la idealización de la naturaleza, se inspira e inspira, a su vez, la consideración de la técnica como “ortopedia”. No como una tesis sino como una “prótesis” que razonará a lo largo de todas las páginas de la obra y que dota a la técnica del carácter propio e intrínseco a la constitución del ser que le corresponde. Una “prótesis” porque carece de la cantidad de hipótesis o supuestos que sí necesita la postura antónima que nos permite abandonar la valoración instrumental de la metáfora y, así, ir más allá de la técnica como adjetivo. Una finalidad cuya importancia queda subrayada en la afirmación de que “la técnica (como el mito, la religión o la metafísica) constituye el instrumento substantivo con el que romper esa tiranía de la naturaleza para introducir sentido en lo que de suyo no lo tiene… para construir un mundo de palabras llenando de sentido terráqueo el vacío celeste” (p. 55). El conocimiento se presenta, en consecuencia, como otro tipo de acción para establecer una serie de relaciones con el mundo, con ese mundo inestable y plural que sólo conocemos tangencialmente (resuena aquí Blumemberg), mediante metáforas: la referencia humana a la realidad es indirecta, prolija, diferida, selectiva y, por encima de todo, metafórica. Es decir, que si la realidad es indiferente a nuestros

valores y el hombre es un artificio o resultado técnico, toda realidad humana es virtual. Eso sí, sin un ser real respecto del que ser, lo virtual deja de ser lo meramente virtual, según advierte el autor. El desarrollo de este planteamiento le hace concluir que justamente, y pese a la aparente contradicción de esta afirmación, “lo que otorga valor a los valores es su falta de ‘valor’ natural, su realidad puesta”, una importante conclusión que no se detalla hasta el último epígrafe. En el segundo capítulo, Las nuevas tecnologías y el valor de la retórica, el autor explica cómo las TICs han transformado el mundo antiguo y generado uno nuevo convirtiéndose así en el origen de la aparición de una novedad ontológica que implicará otra novedad gnoseológica o epistémica. Así, al convertirse las TICs en objeto de conocimiento, requieren también cierta forma de conocer y un nuevo sujeto del conocimiento. Esto es, con las TICs “irrumpe una nueva racionalidad en la que la retórica aparece como valor emergente” (p.72). El punto de partida es la confirmación de que la especie humana en lugar de adaptarse al primer entorno, la naturaleza, ha adaptado éste para sí, convirtiéndolo en un nuevo entorno cultural. El motivo es, como ya quedó expuesto, que la naturaleza humana se ha visto obligada a dotarse de una “prótesis sobrenatural” para superar su déficit originario. Este segundo entorno, E2, respondía así a la experiencia humana del límite, se correspondía con el límite vertical de E1. Era, por eso, “la correspondencia con la realidad natural lo que permitía determinar mejor la tecnología, el valor de lo artificial: en la naturaleza residía el valor de la técnica, un valor siempre natural” (p. 74), pues, aun modificándola, la naturaleza ha sido siempre la medida de las acciones técnicas, su fundamento. Y he aquí que este límite “lógico” ahora se deshace, se desvanece. La llegada de la energía nuclear y la extensión ilimitada de las TICs —por citar los mismos ejemplos que el autor— permiten trascender la tierra, que deja de ser nuestro límite. Asistimos a lo que este

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pensador describe como la “fantasmagoría de la realidad” en un doble sentido: por un lado (objetivo), la realidad se ha hecho fantasma, el mundo va cabiendo entero en fórmulas; y, por el otro (subjetivo), el fantasma se ha hecho realidad, se va formulando un nuevo mundo, un tercer entorno. Todo esto comporta que la naturaleza humana no pueda pensarse como antes, como racional. Hablamos de sobrehumano, transhumano o posthumano, categorías a las que corresponde una nueva racionalidad, una razón retórica. Y es que la paradoja de la técnica, como recoge el profesor de la Hispalense, es que saca el mundo exterior desde el interior humano; consiste en que el imaginario exterior configura a la especie; la naturalidad humana es tendencialmente el sostén de los aparatos protésicos (p. 78). Y, cómo no, demanda una nueva racionalidad con la que expresarlo. “La técnica, buscando la máxima fidelidad a lo real, nos revela la virtualidad de lo real. El mundo verdadero se ha hecho fábula” (p. 82), asegura. Desde la base de que nuestra humanidad es reconocida como “artificial” y de que la racionalidad instrumental ha suprimido la idea de una verdad absoluta, única y universal, “natural”, Marín-Casanova defiende que en E3 la retórica es un valor emergente, ya que el cultivo de los valores humanistas o democráticos, que son los de la retórica, es el más provechoso para la intervención en éste en tanto espacio social contingente. En este segundo capítulo, el autor perfila con agudeza las características de este tercer entorno, en el que sólo hay información, en el que nada es “objetivo” ni “subjetivo”. De E3 dice que es referencia sin referente, un “espacio numérico”, “omnímodamente relacional”, un “espacio neoleibniciano”, “bidimensional”…, afirmaciones argumentadas que le llevan a concluir que en E3 no es posible salirse del lenguaje que lo configura, lo que nos sitúa ante la retórica. “He aquí, en cuanto técnica intelectual de discriminación de verdades coherentes entre sí, la emergencia de la

retórica como valor en el tercer entorno” (p. 105), entendida no como manipulación peyorativa sino como operación técnica orientada a ganar adhesiones, esto es, a fomentar la congruencia entre las verdades que se presentan al auditorio y las asumidas por éste, en el que el “mejor argumento” es el que obtiene más adhesión, confianza y coherencia. Nos encontramos, por tanto, que la razón “se hace retórica cuando se descubre práctica, concreta y material, vale decir, cuando se descubre indisociable del cuerpo” (p. 110). No frivoliza ni fomenta el cinismo moral porque parte de la necesaria coherencia. Y es así que es en el ficticio mundo semiótico de E3 donde se vuelven extremadamente importantes las estrategias retóricas de la inteligencia, los usos prácticos de la racionalidad y las cuestiones relativas al cómo antes que al qué. En definitiva, la argumentación que aquí se sustenta está guiada por la libertad de una razón insuficiente cuya respuesta al problema requerirá de elección y, en consecuencia, de “valor”. Por último, en Las nuevas tecnologías y los valores, se reflexiona sobre los dos elementos que el autor cita en este título, especialmente sobre el valor de la técnica en el doble sentido del genitivo. Primero, en el sentido (objetivo) de “la técnica como valor” (que permite la supervivencia), y es en el proceso de realización de este valor en el que se produce el artefacto de la naturaleza humana. La consecuencia inmediata de esta postura es el vaciamiento técnico de la naturaleza, el concluir que no hay valores “naturales”. Una segunda forma de abordar esta perspectiva (sentido subjetivo del genitivo) es “el valor como técnica”: desde el convencimiento de que valorar es una operación técnica, los valores aparecen como técnica que no obedece a ningún fundamento natural, sino a la decisión “insuficiente” racional de emplearlos. Una artificialidad que, lejos de devaluar a los valores, los hace más valiosos. Es precisamente este último capítulo, en el que Marín-Casanova se enfrenta a las nuevas tecnologías desde una perspectiva

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axiológica, el que, a mi juicio, merece especial atención. No hay que justificar la relevancia de un estudio sobre la ética. Mucho menos, hoy, cuando el de la moral o los valores parece que se ha convertido — transformado quizás sería un término más adecuado— en un tema especialmente complejo y problemático. Y es justamente, por lo peliaguda que es la cuestión, en la que las incertidumbres son numerosas y prácticamente inevitables —y en la que sobran las descalificaciones de quienes defienden otras tesis o simplemente intentan imponer sus propias experiencias—, por lo que, desde mi punto de vista, destaca más la obra. El autor no se exonera de la difícil tarea de posicionarse. Con argumentos, desmenuza la evolución que ha caracterizado la ética y la moral —que, según el periodo del que hablemos se trata o no de la misma cosa— y expone por qué sus fundamentos y categorías ya no son válidas. Además, advierte del peligro de intentar obviar esta invalidez, dando un paso más allá y proponiendo una nueva forma de enfocar el problema. Contra Natura no sólo evidencia que nos encontramos en otro mundo —sin “fundamento”— sino que invita a combatir el conformismo y aleja el fantasma del nihilismo con una acertada exposición de motivos por los que es posible repensar o redefinir nuevas categorías más valiosas, substantiva y objetivamente, en cuanto atinadas para nuestro tiempo, para la vida humana de comienzos del XXI; en definitiva, atentas a la neorrealidad, que, indefectiblemente, comporta una nueva racionalidad (técnica). Se trata de una tarea esperanzadora a la vez que pragmática. Y ardua, claro, requiere “valor”, ni más ni menos como la técnica —aunque llegados a este punto yo preferiría el empleo de la palabra tecnociencia— que nos constituye. La exploración de las nuevas tecnologías y su relación con los valores que el autor efectúa es consecuencia, como no podía ser de otro modo, de la secuencia de razonamientos planteados a lo largo del texto. En este sentido, me parecen especialmente destacables, por su fecundidad filosófica y

su expresividad lingüística, la articulación de categorías como “prótesis” u “ortopedia”, “razón insuficiente” y cómo no, “técnica como valor”. Sin lugar a dudas, son los conceptos los que hacen de ésta una obra notable, pero me parece igualmente destacable, el papel del lenguaje en la misma. El uso que de él hace el autor le confiere una importancia que el lector no debe dejar de lado para centrarse sin más en el contenido de lo expuesto, sin pararse tal vez a reflexionar en lo mucho que configura ese pensamiento su habilidad lingüística, hasta el punto de tomar directamente el lenguaje como ‘paradigma’ de su exposición filosófica, de ahí el énfasis en los propios títulos de los epígrafes en la “metáfora” o en la “retórica”. Un énfasis, donde, por cierto, se rastrea la revalorización de la retórica de Vico, uno de los pensadores más estudiados por el autor de Contra Natura (Rumbo al mito, Grupo Nacional de Editores, Sevilla, 2004; y Las razones de la metáfora, Grupo Nacional de Editores, Sevilla, 2006). Es igualmente notable, en el aspecto formal, la profusión de notas que acompañan al cuerpo del texto, que lo enriquecen muchísimo y que por sí solas darían para un comentario propio, pues con ellas es posible perfilar un estudio de la historia de la evolución del pensamiento sobre la filosofía de la técnica y los estudios de CTS, así como sus consecuencias. Ello no obsta para que el incisivo análisis que hace de los asuntos tratados impida clasificar este texto bajo ninguna etiqueta que no pertenezca al área de la metafísica, pues hablamos de fundamentos, de categorías y de la constitución propia del ser. Es cierto que todo ello se hace a raíz y desde una permanente vinculación con el entorno más cercano —en sentido de directo o apegado—, pero ni la sociología ni la moral habrían llegado en ningún caso a ahondar tanto en la dimensión más profundamente humana y trascendental del hombre ni, en mi opinión, habrían dado un paso más allá de la descripción —por muy acertada y compleja que ésta sea— de la cuestión para adentrarse en la arriesgada tesitura de

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proponer mejoras y/o nuevas vías para la reflexión filosófica de la técnica y sus consecuencias. Un camino en el que, como evidencia esta obra, aún queda mucho antes de llegar a la meta, si la hubiere. No obstante, dado que al hombre lo admitimos ya como “ingeniero de sí mismo”, no hay motivos para pensar que no es capaz de hacer este camino, como antes construyó e hizo otros. Precisamente, una de las conclusiones más evidentes de la disolución de la historia (el fin de la historia o la historia sin fin) y la realidad tal y como las conocíamos, y de la importancia de lo artificial para y en el hombre a la que nos lleva la filosofía de esta obra es la necesidad de un mayor activismo por parte del ser humano, que, por otra parte, “nunca se ha encontrado existiendo en la mera formalidad”, para transformar desde sus fundamentos hasta su neorrealidad cotidiana. Esta reflexión, ineludiblemente, conducirá al ámbito axiológico, aunque su motivación no sea en esta era del postdeber más que el bienestar y mediante una ética de mínimos. Y es desde la premisa de que ya no podemos pensar la técnica como neutra, de que no podemos separar nunca de la experiencia histórica humana el valor objetivo de la técnica del subjetivo, la técnica como valor del valor como técnica, donde se subraya aún más no sólo la necesidad, sino la urgencia de replantearnos qué técnica axiológica queremos elegir para acompañarnos. Reyes Gómez González *** Julio Quesada Martin, Heidegger de camino al holocausto. Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2008. De los filósofos europeos del siglo XX, Martin Heidegger es quien más ha dejado huella en el mundo occidental. Ser y tiempo (1927), su obra más significativa y trascendente, tiene una vitalidad que se mantiene hasta la fecha. Sin embargo, en 1987 apareció el libro Heidegger y el nazismo, del

chileno Víctor Farías, que dio paso a una polémica respecto del pensamiento de Heidegger: su participación en el nazismo. La crítica de este estudio consiste en demostrar la relación que guarda la filosofía heideggeriana con el nazismo, y no sólo en su periodo como rector de la Universidad de Friburgo (1933-1934), cuando se inscribe en sus filas. Es precisamente en esta línea, al lado de Emmanuel Faye (Emmanuel Faye, Heidegger: l´introduction du nazisme dans la philosophie. Autour des séminaries inédits de 1933-1935, París, Bibliothèque Albin Michel Idées, 2005 (España, Akal, 2009).), donde se inserta Heidegger de camino al Holocausto, de Julio Quesada (Málaga, España, 1952). La temática de este libro es la filosofía política de Heidegger (que no se puede apartar de su ontología) y su relación con el nazismo. Sólo que hay un énfasis especial en él, que ha calado a los defensores del filósofo de la Selva Negra: la relación que guardan no sólo sus textos a partir del rectorado con el movimiento nazi, sino aun aquellos anteriores al régimen pero que conllevan cierta lógica que va a permitir al filósofo ver una oportunidad de realización de su filosofía en el nazismo; especialmente un texto clave en la historia de la filosofía: Sein und Zeit. Quesada parece haber asumido el reto que pone George Steiner en su libro sobre Heidegger, cuando afirma que a pesar de la voluminosa bibliografía sobre la injerencia de éste en el nazismo, aún hay que probar «¿qué relación existe, si existe alguna, entre la ontología esencial de Sein und Zeit y esta injerencia?». Y es que, para Steiner, los libros escritos en Alemania entre 1918 y 1927, incluyendo La estrella de la redención, son textos violentos que exaltan un tono profético o apocalíptico, «como retrospectivos y conmemorativos, cual debe ser toda auténtica profecía». Karl Barth, Franz Rosenzweig, Ernst Bloch, Spengler, son los autores de estos libros, incluidos Heidegger y Hitler. Todos ellos se caracterizan por la «negación», que no será la hegeliana (Äufhebung). La negación es para ellos pura exclusión, que se manifiesta, sobre todo en

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Sein und Zeit, como alejamiento del pasado inmediato, el que ha dejado culturalmente destruida a Alemania, y el retorno selecto a las «fuentes olvidadas». Tal alejamiento se presenta en Heidegger, como puede apreciarse en «La época de la imagen del mundo», bajo la crítica que hace a la metafísica, sobre todo por la universalidad que proclama en su despliegue como ciencia y como técnica. Heidegger advierte que esta universalización es consecuencia de la investigación científica que rompe los «esquemas propios», o «formas propias de vida», a través de la mundialización, donde los pueblos se apartan más de su centro, de su origen. Para Steiner, las similitudes entre los cuatro autores inmediatos a Ser y tiempo y éste son de retórica y visión ontológica. De hecho, afirma que existe un eco más que accidental entre la descripción que hace Heidegger de «decadencia psíquica» y «deshecho planetario» en la época moderna y el Menschendämmerung (decadencia del hombre) de Spengler. Con ello, la pregunta fundamental no es si Heidegger pertenecía a los tiempos de recuperación de la cultura alemana que se encaminaba por senderos violentos, sino saber si existe o no una relación directa (injerencia), fuera de los tonos y la jerga conceptual, entre su pensamiento y el nacional-socialismo; porque de lo otro: «La evidencia es, creo, incontrovertible: había una relación real entre lenguaje y la visión de Sein und Zeit, en particular con sus últimas secciones, y los del nazismo. Quienes nieguen esto o son ciegos o son embusteros» (Georg Steiner, Heidegger, México, FCE, 2001, p. 212.). Para demostrar que la injerencia es real y contundente, Julio Quesada enlaza la ontología fundamental con el proceso histórico que se gestaba con el nazismo. De esto surge uno de sus principales objetivos: «demostrar que la cuestión del ser no puede explicarse acudiendo a la pura filosofía al margen de una cuestión histórico-cultural central: el problema de la identidad alemana» (15). Sin esta relación, la vaguedad, la obscuridad y la falta de referente del concepto «Ser» es innegable, pero con ella se

explica este radical preguntar por el ser. Esto demuestra, para Quesada, la imposibilidad de separar el pensamiento de Heidegger del nazismo, porque «cuando en 1933 Heidegger afirma que sólo existe un modo de vida auténticamente alemán: el nacionalsocialismo, sólo sacaba de su lógica radical del origen y de su historicidad las consecuencias políticas latentes en su pensamiento ontológico» (17). El libro se divide en dos partes: la primera pone en relación a Heidegger con el contexto intelectual de la época, principalmente con dos autores alemanes con marcadas tendencias antisemitas: Warner Sombart (1863-1941) y Carl Schmitt (19881985). Las citas de estos autores van delineando la sonoridad de los discursos racistas, especialmente antisemitas, que imperan en el Tercer Reich y por lo cual se califica como nazi al rector Martin Heidegger. Pero también, a partir del concepto de «cuidado» (Sorge), Julio Quesada advierte una relación muy estrecha entre Sein und Zeit y Mein Kampf (1925), lo que conlleva ya, por lo menos, una sospecha del antisemitismo del filósofo. La segunda parte del libro parte del análisis sobre la historicidad que hace Heidegger en Ser y tiempo (Capítulo V), y que deja ver la relación que existe entre el gestarse históricamente del Dasein, su destino, y el movimiento nazi que lo encarnaba. Se trata, pues, de la parte teórica «dedicada a la relación entre filosofía y adhesión al nazismo», y que pretende descubrir cuál es el «hilo conductor» entre los escritos del 22 (Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Informe Natorp), del 27 y los del 33 (sobre todo los Discursos de Rectorado). De la primera parte, podemos destacar el antisemitismo que caracteriza a los estudios de Sombart, sobre todo expuesto en El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno y Los judíos y la vida económica. En el primero, advierte que la época está dominada por un tipo especial de hombre: el burgués, «una especie humana» que ha ganado los espacios del mundo económico por su capa-

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cidad de abstracción, por su desarraigo. En ese sentido, el burgués es, para Sombart, la especie con una actividad económica «no espiritual», que tiene como producto final mercancías, no bienes útiles. Esto implica una primacía de la economía sobre la política, la cultura y la moral. Pero ¿quiénes encarnan esa especie particular? Los judíos. Sólo un pueblo errante, desarraigado, puede crecer en una época con las mismas características. Esta concepción fue asumida por muchos intelectuales de la época; incluso, parece ser la causa de que el premio Nobel noruego de 1920, Knut Hamsun, identificara a Roosevelt, presidente de EU de 1933 a 1945, como un «judío al servicio de los judíos» (Quesada: 211). Sin embargo, el texto clave es el segundo. Ahí, Sombart marca como objetivo primordial describir el papel de los judíos en la vida económica, que para él es decisivo: ellos son fundadores del capitalismo moderno. Lo son precisamente porque las características que exige el sistema capitalista sólo las tienen ellos. En primer lugar, el intelectualismo judío está acorde con la primacía de la actividad intelectual que implica el capitalismo. En su esencia, el capitalismo, al igual que el carácter judío, tiende a lo abstracto, «porque en este sistema todas las cualidades quedan reducidas al valor de cambio, puramente cuantitativo» (W. Sombart, Los judíos y la vida económica, España, Universidad Complutense, 2007, p. 461. Ibíd., p. 462.). El sistema, como los judíos, despoja a todas las manifestaciones de la cultura de su carácter concreto, de su variedad, localidad y originalidad. Por ello, «capitalismo, liberalismo y judaísmo son parientes de la misma familia». Por otro lado, como el capitalismo, el judío pone todo su esfuerzo en el dinero y su acumulación, ya que éste se adecua a ese rasgo fundamental que es el «teleologismo», que se preocupa no por la obra o su creación, sino por su éxito en el futuro (mercancía). Esto mismo pasa en el capitalismo: En ningún lugar ha tenido tanta importancia esta búsqueda del éxito, sacrificio del hoy por el mañana, como en las relaciones

creadas por la organización del crédito y en las que los judíos se desenvuelven plenamente a su gusto (Ibíd., p. 462.). Precisamente, lo que exige el capitalismo para que alguien sea un buen empresario, eso mismo lo posee el judío: perseverancia y fuerza de voluntad para perseguir un proyecto. Para Sombart, en tanto que los judíos no echan raíces profundas, se ajustan muy bien a la empresa capitalista, que es un mecanismo artificial que se puede agrandar, dividir o modificar según los fines y las necesidades de cada momento. El edificio capitalista se cimenta en relaciones impersonales, es decir, en abstracciones, tal y como establecen sus relaciones los judíos. Otro elemento que los une es la capacidad que tiene el judío para el comercio y lo que exige el capitalismo: Llamo la atención sobre la íntima afinidad que existe entre un hábil diagnosticador y un hábil especulador bursátil: los judíos son igualmente aptos para ambas actividades, pues la una y la otra encuentran en la especificidad judía un terreno abonado (Ibíd., p. 465.). La capacidad de adaptación hace a un judío perfecto para esa necesidad que pone el capitalismo de plegarse, de adaptarse a las necesidades del mercado. Ante todo ello, Sombart concluye que: «Por el lado que contemplemos la cuestión, el resultado es siempre el mismo: ningún pueblo representa para el capitalismo predisposiciones naturales tan grandes como el judío» (Ídem.). Por otra parte, Julio Quesada cita una carta que Heidegger le envía a Carl Schmitt, donde le agradece su compromiso para reorganizar a la facultad de derecho «conforme a las orientaciones científicas y pedagógicas de usted», porque Heidegger veía la necesidad de «reunir las fuerzas espirituales capaces de ayudar al parto de lo que se avecina» (44). La fecha de la carta: 22 de agosto de 1932. Esto hace pensar a Quesada que no es casual, ni algo forzado, la asunción de Heidegger al Rectorado. No existe, a no ser por la figura intelectual que ya era, un «particular nazismo» del rector

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que disminuya su decidida participación en el movimiento nazi. Asimismo, la figura a la que se dirige, C. Schmitt, parte de una crítica a Hobbes que, para la cuestión del sujeto en relación con el Estado, es importante: Hobbes deja abierta la posibilidad de que se estableciera un «culto privado» y un «culto público» de la confesión de los ciudadanos, porque ello fue la puerta de entrada de la «subjetividad de la conciencia burguesa y de la opinión privada», y, por consiguiente, la causa del destronamiento de la soberanía del Estado. La respuesta a esta crisis, según Habermas, fue la aplicación del «estado de emergencia», que en realidad se refiere a la «institucionalización del decisionismo». La decisión (Entsheidung) es lo que va a compartir Schmitt con la propuesta del «estado de resuelto» de Heidegger que resonará claramente en sus discursos de rectorado: Si queremos la esencia de la esencia, en el sentido de ese firme mantenerse, cuestionando al descubierto, en medio de la inseguridad de la totalidad del ente, entonces esta voluntad esencia instituye para nuestro pueblo un mundo suyo del más íntimo y extremo riesgo, es decir, su verdadero mundo espiritual. Pues «espíritu» no es ni la sagacidad vacía, ni el juego del ingenio que a nada compromete, ni el ejercicio sin fin del análisis intelectual, ni una razón universal, sino que el espíritu es el decidirse, originariamente templado y consciente, por la esencia del ser […] (Citado en Quesada, 54). Esta cita de Heidegger es mucho más larga y polémica, por los temas a los que se aferra. Pero aquí es importante precisar que el Rector, al pronunciarse de esta manera, no sólo antepone la preocupación sobre el ser en su ejercicio como dirigente de la universidad, sino que carga con el decisionismo que lo une a autores como Schmitt; además, algo que sostiene Quesada es que para pronunciarse sobre las obligaciones del alumnado, Heidegger tuvo que haber leído Mein Kampf, ya que éstas estaban sacadas de la obra de Hitler. Todo esto explica que Heidegger no se haya retractado de su toma de partido, porque

ello significaba, prácticamente, «pedirle que dejara de pensar como pensaba». Su silencio es consecuente. Ahora bien, parece que entre los autores mencionados no hay relación, pero Julio Quesada afirma que Sombart, Schmitt y Heidegger tienen un denominador común: la traducción de las categorías sociales, económicas e históricas en arquetipos raciales, que engloba lo que Horkheimer llamó «la revuelta de la naturaleza contra la abstracción». Esto parece comprobar una de las tesis de Quesada: que la crítica al sistema capitalista que hace Sombart y la que hace Heidegger a la metafísica son «las dos caras de una misma moneda»: La perfección del mundo moderno consiste, para Heidegger, en la esencia metafísica de la modernidad, pues es el principio de Razón suficiente la «idea» que determina de forma absoluta el ser de la época moderna en tanto «perfección» y «cálculo», «utilidad» y «cálculo». El hombre, como consecuencia, se transforma modernamente en el «hombre dirigido» por la abstracción del cálculo asegurador […] Este sujeto económico moderno y el sujeto de la metafísica moderna son, políticamente, nihilistas, porque para él (Sombart y Heidegger) únicamente tienen un modo de vida perfeccionado sin límites por la racionalidad del capitalismo: el desarraigo respecto de la tierra natal (42). Con estos trazos que engloban a los autores mencionados, Julio Quesada también va abriendo líneas que nos ayudarían a profundizar en la ontología fundamental de Heidegger, es decir, en su sistema filosófico, para así alejarnos de la ingenuidad que marca una «lectura neutral» de su magna obra: Sein und Zeit. Para Quesada, no es prudente pasar desapercibido que el rector de Friburgo haya manifestado su apoyo al régimen nazi desde ese puesto y jamás haya dado señas de arrepentimiento de lo sucedido durante el mandato de Hitler. Pero lo que menos se debe desatender, y es lo que más se marca en la obra, es que este apoyo al régimen no se dio sólo a partir del 33, sino que ya su propuesta de desmontaje de la historia de la metafísica —Interpreta-

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ciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Información sobre la situación hermenéutica (Informe Natorp), curso impartido en el semestre de invierno de 1921-22— manifiesta un lenguaje muy similar al de sus propios discursos del 33 y al usado en Mein Kampf, escrito desde el verano del 24 y publicado en julio de 1925. Se puede comprobar que ya en el 22, en Interpretaciones fenomenológicas, el objetivo de Heidegger es una «cotemporización» del ser, de «lo originario», de «lo propio», que significa «repetir originariamente lo que es comprendido en términos de situación más propia y desde el prisma de esa situación» (Martin Heidegger, Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles [Informe Natorp], Madrid, Trotta, 2002, p. 33), cosa que, según Heidegger, no se puede llevar a cabo bajo la idea de una «humanidad» o representación científica que unifica: El Dasein fáctico es lo que es siempre y solamente en cuanto propio, jamás en cuanto una existencia en general de la humanidad universal cualquiera, ya que la simple idea de tener que preocuparse por esa humanidad resulta una quimera (Ibid., p. 33). La línea que recupera Heidegger desde este posicionamiento del pensamiento alemán, a mi parecer desde Herder, es la del «pre-juicio», que indica aquello que están dominando en su estado más puro el devenir de «los pueblos». Ello le hace decir después a Heidegger, en 1954, lo siguiente: El hombre tiene la mirada fija en lo que podría ocurrir si hiciera explosión la bomba atómica. El hombre no ve lo que hace tiempo está ahí, y que además ha ocurrido como algo que, como última deyección, ha arrojado fuera de sí a la bomba atómica y a la explosión de ésta, para no hablar de la bomba de hidrógeno, cuyo encendido inicial, pensado en su posibilidad extrema, bastaría para extinguir toda vida en la tierra. ¿Qué es lo que esperan este miedo y esta confusión si lo terrible ha ocurrido ya? Lo terrible (Entsetzende) es aquello que saca a todo lo que es de su esencia primitiva. ¿Qué es esto terrible? Se muestra y se oculta en el modo como todo es presente, a

saber, en el hecho de que, a pesar de haber superado todas las distancias, la cercanía de aquello que es sigue estando ausente («La cosa», en Conferencias y artículos (traducción de Eustaquio Barjau), Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994 (disponible en http://www.heideggeriana.com.ar/textos/la_ cosa.htm).). Bajo estas pretensiones de la hermenéutica heideggeriana, Julio Quesada conecta a Heidegger con el nazismo, «porque ambos construyen el Ser o Alemania en base a una construcción de lo alemán que únicamente se entiende desde lo otro: el judío». De esta Alemania, según él, «‹emerge› con una lógica implacable una ‹comunidad genocida› de cuya responsabilidad no sólo sale Heidegger ileso, sino que filosóficamente aupado a los altares del pensamiento» (105). La segunda parte del libro tiene como objetivo hacer manifiestas las relaciones innegables entre la ontología fundamental heideggeriana, expresada sobre todo en Ser y tiempo, y la política racial implementada por los nazis. Esta relación comienza con el concepto de «historicidad» enunciado en la obra del 27, que para Julio Quesada implica una supresión de lo individual y del espacio público, lo que prácticamente eliminaría también la posibilidad de un estado democrático. Y es que cuando Heidegger habla del Dasein, no puede entenderse a un individuo, una persona, sujeto o ciudadano. Lo que muestra Ser y tiempo, según Julio Quesada, es que el Da-sein sólo puede mostrarse como parte de una comunidad, pues sólo «ahí»-es. El destino es para Heidegger «el destino común», acontecer de la comunidad del pueblo. Por eso Quesada sostiene que: El hilo conductor entre 1922, 1927 y 1933 no puede estar más claro y tiene una clave ontológico-política: vivir en comunidad es la única forma de vivir históricamente, de tal forma que es la comunidad lo que constituye el fundamento de la historicidad y no la sociedad civil. No la sociedad moderna, no los pactos sociales, ni el parlamento o la democracia liberal que

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son formas «impropias» de vivir la polis, como si el destino común pudiera ser «el resultado de la suma de los destinos individuales», como si el «convivir» fuera algo así como «un estar juntos de varios sujetos» (146). En esta segunda parte del libro, Quesada hace mucho énfasis en este concepto de comunidad, que aparecerá en Ser y tiempo, según esta lectura, a partir del concepto de Sorge (cuidado). El cuidado para Heidegger es el cuidado de lo propio, que se da bajo la tarea de «destrucción» que ya planeaba desde el 22 y que sistematiza en el 27, atacando al ego cogito cartesiano, el sujeto, el yo, la razón, el espíritu y la persona. Ésta es la tarea que ya estaba haciendo la hermenéutica heideggeriana en el 22. Lo propio y su cuidado, el estado de resuelto que plantea esta tarea y la desaparición del individuo como algo fundamental para la polis, llevan a Heidegger, en 1929, a la relectura de Kant en clave ontológica. Al parecer de Quesada, la relectura de Kant tiene una directriz muy bien marcada: deshacer la relación que había hecho éste de la imaginación trascendental como anclada al entendimiento (a la razón pura). ¿Por qué le interesaba hacer esto? Porque lo que Kant estaba fundamentando era la posibilidad del espacio ilustrado, de discusión pública, la universalidad del sujeto y la posibilidad de los Derechos Humanos. En Kant y el problema de la metafísica, a decir de Quesada, Heidegger intenta demostrar que «la imaginación trascendental no tiene patria», pero sobre todo, quiere convertir el a priori kantiano en «lo previo». Así, Heidegger se inserta en la crítica a la Ilustración como posicionamiento de lo inauténtico, lo abstracto; es la lucha entre lo propio y lo impropio. Por ello: A ningún hermeneuta —con o sin casco— debería sorprender a la luz del razonamiento anterior que la repetición por la pregunta por el ser en una época nihilista (desarraigada y globalizada) por la ciencia y la técnica modernas, la apertura llevada a cabo por el comercio internacional entre los pueblos, una época

cosmopolitamente ilustrada, mestiza y democrática, por lo tanto altamente problemática y problematizadora con respecto a cualquier tradición que pretenda quedarse al margen de la crítica de la razón, no debería sorprender, decía, que Heidegger quiera apoyar una revolución conservadora para Alemania y para Occidente (172). Para Kant, y es lo que incomoda a Heidegger, la razón pura tiene que someter todas sus empresas a la crítica (el tribunal de la razón), y su dictado no es jamás, como lo afirma en su primera Crítica, de autoridad dictatorial, sino «de consenso de ciudadanos libres». El llamado de la razón pura es el del llamado al ejercicio individual de la razón, por eso exhortará Kant en su famoso artículo sobre la ilustración a pensar por uno mismo (¡Sapere aude!). En 1936, Heidegger redacta su texto Introducción a la metafísica, donde vuelve sobre el tema del decisionismo, justo lo que anticipa a toda deliberación, a todo ejercicio de la razón: «Quien quiera, quien ponga toda su existencia en un querer, está decidido». Estar decidido es estar en la acción, resuelto por un fundamento, arraigado. Este cuidado conlleva necesariamente una lucha entre lo esencial y lo no esencial, aun bajo «medidas extremas». De esto habla Heidegger en una conferencia que da en Roma el 8 de abril de 1936, donde cita así a Heráclito: «La lucha es en efecto el generador de todas las cosas, de todas las cosas empero también el conservador y, en efecto, deja a unos aparecer como dioses, a los otros como hombres; a los unos los establece como esclavos y a los otros, no obstante, como señores» (Citado en Quesada, 215). Con ello, se ve que aún después de su periodo como rector, Heidegger asume una tarea que para Alemania es cultural. Quesada afirma que incluso aquellos argumentos que sostienen el retiro de Heidegger del nazismo, por no estar de acuerdo en la reorganización de la Universidad alemana y su ideología cientificista, no son del todo inhibidores de su compromiso nazi, pues lo único que indica la crítica del filósofo al movimiento nazi es «el despe-

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cho del ex Rector y sus ansias personales de conquistar un puesto dentro del partido de mayor rango, ya que sólo él conocía realmente qué era el nazismo» (223). ¿Fue Heidegger un nazi? Sí, con claras tendencias marcadas incluso antes se asumir el Rectorado, y también después, según la tesis de Julio Quesada. La cuestión que parece ahora más importante y definitiva es: ¿Existe la posibilidad de que se pueda hacer una recuperación de la obra de Heidegger sin enlodarse por completo de esta relación con el nazismo? Esto indicaría la posibilidad de separar al filósofo del ciudadano, o a la filosofía del filósofo, cosa que para Quesada es imposible. ¿Pero qué pasa si su máxima obra no es contaminada por las acusaciones sobre el nazismo? Entonces se salva la parte esencial del pensamiento heideggeriano, por ello es que los apologetas del pensador alemán tratan de que la obra quede incólume y sólo aceptan el «particular nazismo» adoptado en 1933, y por eso es interesante el reto que lanza Steiner. Ahora bien, para demostrar que Ser y tiempo no es una obra que se pueda asociar con el nacional-socialismo, primero hay que demostrar que es una obra neutral, que la ontología fundamental no se puede arraigar en las tierras de una comunidad, es decir, que no implica una política. Pero esto lo ha demostrado, entre otros, Otto Pöggeler en los setentas (Filosofía y política en Martin Heidegger, México, ediciones Coyoacán, 1999.) y lo trata con mayor insistencia Julio Quesada en esta obra. Entonces, ¿qué indica la relación entre ontología y política, y entre ontología y nazismo? ¿Va realmente tan «de camino al Holocausto» el filósofo de la Selva Negra que tiene que quedar descartado de la relectura de la historia del pensamiento? Creo que, entre otras cosas, lo que nos trae a la vista el libro de Julio Quesada es la necesidad de no olvidar que las «lecturas libres» pueden pasar por alto los hilos por los que se tejen los grandes horrores de la humanidad. Es verdad que Ser y tiempo es fundamental incluso para entender las tendencias contemporáneas de la filosofía y

otras disciplinas. Emmanuel Levinas ha dicho que es uno de los libros más bellos del mundo, que incluso es por Sein und Zeit por lo que continúa siendo válida la obra ulterior de Heidegger (Emmanuel Levinas, Ética e infinito, España, La Balsa de la Medusa, 1992, p. 39.). Sin embargo, no hay que olvidar que, con todos los datos que se tienen, conferencias y «nuevos escritos» de Heidegger expuestos por Quesada, es casi imposible que surja lo que Gadamer llama «idealidad de la palabra», donde la obra se separa de su autor, cual si no pasara nada. Pienso que por lo menos hay que sopesar las posturas en favor o en contra del nazismo de Heidegger, además de reflexionar sobre el hecho de que jamás haya reculado de su adhesión a éste y que toda la fraseología de sus obras sea repetida en sus discursos como rector y coincidan muy bien con un movimiento que ha puesto en claro el alud de sangre que puede derramar la práctica de una ideología. Merecen toda nuestra atención las evidencias de la violencia con la que se han construido algunos sistemas de aquella época. Heidegger y Schmitt, Spengler y Jünger, junto con otros grandes personajes de la literatura, como Günter Grass y Knut Hamsun, fueron y tuvieron cierta participación en el movimiento nazi, y hay que reconocer, por lo menos en los dos primeros, que sus propuestas participan de una violencia que, tal vez, pudo ir más allá del nazismo, lo que explicaría, a mi parecer, el silencio de Heidegger respecto del Holocausto. Lo que habremos de reflexionar con ello y a partir de Heidegger de camino al Holocausto es si hoy en día, y desde Latinoamérica, podremos anclar nuestras críticas dirigidas al neoliberalismo, o sobre las consecuencias ecológicas y sociales del sistema capitalista, en pensadores como Heidegger; pensar si en ello no va ya implícito, como en la misma lógica del capital, una cierta maquinación en la que los ánimos de violencia son disfrazados como crítica radical al presente.

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Víctor González Osorno

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*** Francisco Rodríguez Valls, Antropología y utopía, Sevilla/Madrid, Thémata/Plaza y Valdés, 2009. El pensamiento filosófico, casi desde sus mismos balbuceos, ha contraído una deuda ineludible con la especie que permite su práctica real: la humanidad. Más allá de la venerable tradición presocrática, en la que el objetivo al que se entregaban los pensadores coincidía con el esclarecimiento de los principios inmanentes al mundo físico, sin importar tanto cuál fuera el lugar que ocupaba lo humano dentro de él, cualquier sistema de pensamiento filosófico que se precie ha incluido entre sus inquietudes fundamentales la elaboración de una antropología o visión especulativa del ser humano. Sin embargo, el ahínco metafísico por concebir lo humano desde unos esquemas unívocos y unilaterales, mediante definiciones inmarcesibles, se ha visto seriamente frustrado especialmente en nuestro pasado siglo XX, cuando fenómenos tan lacerantes como las ignominiosas guerras mundiales o la guerra fría entre soviéticos comunistas y estadounidenses capitalistas han puesto en jaque la ilusión del proyecto ilustrado de progreso racional, ocasionando una fuerte crisis, ya anunciada por Nietzsche y los nihilistas, en la matriz del concepto de "humanidad". Es debido a esta crisis por lo que precisamente ahora, a punto de concluir una década y comenzar otra nueva, huelga más que nunca hacer resurgir la pregunta como la primera vez, aunque renovada por las circunstancias. ¿En qué consiste ser humano? ¿Hasta dónde abarca la humanidad? ¿Cuáles son sus límites? Al socaire de estos interrogantes, el libro Antropología y utopía escrito por el profesor Rodríguez Valls nos trae, cual bocanada de aire fresco, una ráfaga de sugerencias y proposiciones encaminadas a redefinir el estatuto ontológico que reviste lo humano justamente desde un enfoque antropológico y filosóficopolítico, sin ahondar en sesudas consideraciones metafísicas por ser precisamente ellas las derivadas de una concepción mo-

derna de la razón que ha sedimentado una respuesta definitiva e incontestable a la pregunta por lo humano. Que nadie espere, pues, hallar en este trabajo un tratado sistemático sobre la haeccitas del ser humano ni una solución doctrinal en términos sustancialistas; antes bien, Rodríguez Valls nos advierte del carácter propedéutico y orientativo que adopta el libro, cuyo estilo cumple con la deseable cortesía de claridad, tan apreciada por nuestro compatriota Ortega y Gasset, ofreciéndose incluso como lectura asequible para los no curtidos en las odiseas especulativas de la razón, para quienes no pertenecen al gremio profesional de los filósofos. La obra presenta una estructura claramente definida, dividida en dos bloques principales (introducción aparte). El primero de ellos, "La noción de antropología", contiene una serie de indagaciones sobre el modo como puede entenderse esta disciplina, repasando sucintamente algunas caracterizaciones claves, desde el concepto de "θωον πολιτικον" acuñado por Aristóteles hasta las aportaciones de Uexküll, y procurando recoger así algunos datos establecidos por la antropología cultural y física para vincularlos con la reflexión filosófica general; mientras que el segundo, "La antropología como fundamentadora de mundos alternativos: la construcción de la utopía", avanza hacia la más ambiciosa pretensión de aprovechar los logros de la antropología para dibujar el paisaje de una humanidad que mira de frente al horizonte de una utopía con inspiración democrática. Por su lado, el primer bloque se inicia con un primer apartado preliminar, que versa sobre la actividad misma que supone la filosofía, cuya experiencia legitima el quehacer antropológico. De ella se destacan sus rasgos universalistas en lo atinente a la pregunta por el sentido (el porqué del cosmos y de la existencia humana), a la que el Occidente filosófico habría intentado contestar mediante el uso autónomo de la razón, por contraposición al pensamiento oriental, cuya mística sabiduría tiene que ver más con un guía carismático, con una autoridad moral (verbigracia, Confucio, Lao

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Tse, etc...). Además, se remarca la asimetría existente entre la experiencia ordinaria y la experiencia filosófica, por cuanto la primera no exige la profundización y el nivel intelectual que exige la segunda, al punto que tal escisión podría recordar la distinción husserliana entre actitud natural y actitud fenomenológica. El segundo apartado inspecciona las implicaciones que entraña la "segunda naturaleza" humana, esto es, la dimensión cultural que ostenta todo ser humano y que se materializa en la praxis sociopolítica. Contra las posturas esencialistas, que persiguen a toda costa una fosilización de lo humano, Valls apuesta por la apertura y la multiplicidad de lo humano, en cuyo manantial beberá quien desee formarse una idea en torno a ello mucho más a ras del suelo. Y así también, resucita el espíritu aristotélico al formular que la identidad individual y subjetiva, la conciencia del "yo", hunde sus raíces en el reconocimiento de la alteridad, en la conciencia del "nosotros". Acreditar que la antropología constituye una racionalización de las distintas objetivaciones culturales en pos de advertir el nexo común a ellas será lo que Valls saque en claro al terminar el capítulo, junto con algunas acotaciones al materialismo cultural de Marvin Harris. En el tercer apartado se muestran brevemente diversas modalidades de antropología, haciéndose especial hincapié en su "necesaria interacción". Se dan cita allí figuras como Mercier, Boas, Scheler, Cassirer o Gehlen, por mentar sólo algunas, poniéndose de relieve que, pese a sus planteamientos en ciertos casos enfrentados, siempre cabe vislumbrar las convergencias y puntos de cruce a cuyo través se interconectan. Sólo así eludiríamos un diálogo de sordos entre los antropólogos filosóficos, los antropólogos físicos, los antropólogos culturales, los antropólogos estructuralistas y tantos otros. El cuarto apartado retoma la cuestión en un tono interrogativo y posibilista ("¿Es posible definir lo humano?"), postulando una solución provisional bien avenida con la idea del proyecto de libertad democrático.

Desde tales coordenadas, nuestra noción antropológica aparece como un artificio racional que nos remite al ideal ilustrado europeo, cuyo mejor legado que hasta la fecha hemos heredado como hijos de una época lastrada por la sinrazón y la barbarie de las guerras ha sido la Declaración Universal de los Derechos Humanos, unos derechos proclamados en solidaria consideración a las víctimas inocentes que otrora hubieron soportado tanto desgarro e infame dolor. La extensión del concepto de humanidad queda entonces ampliado según el proyecto colectivo al que nos aboca nuestra libertad, traspasando las fórmulas herméticas propuestas desde antiguo, entre las que se rememora la lapidaria sentencia boeciana "sustancia individual de naturaleza racional" como definición de persona, y apoyándose sobre todo en la teoría antropológica de Uexküll, que rubrica la especificidad del humano en cuanto animal capaz de reaccionar a diversos desencadenadores de muy heterogéneas maneras y transfigurar su medio en mundo significante. Esta especificidad engarza justamente con la facultad simbólica íntima al ser humano, cuyo tratamiento cubre los dos primeros capítulos del segundo bloque. Basta con desproveer al concepto de razón simbólica desarrollado por Cassirer de su barniz metafísico y trascendental para, arrimándolo más a la facticidad y experiencia nuestra, hermanarlo con esta visión sobre la capacidad de construir ilimitados mundos de significación. El ser humano, animal de mediaciones, puede conferir tantos sentidos a las meras presencias materiales, a los fenómenos en torno suyo o a las conductas de su propia especie que nada le impide fabricar mundos simbólicos enteros donde llevar a cabo su vida junto con los demás. Claro que, una vez tras otra, los mundos artificialmente creados habrían girado en derredor de las culturas en las que descansan, algo que habría provocado pendencias continuas o aun incomunicaciones entre las opciones axiológicas, las costumbres o, en fin, las cosmovisiones que ellos encarnan. Por este motivo, y con tal de

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vencer las diferencias interculturales, Rodríguez Valls apunta en una dirección nítidamente comunitaria: necesitamos activar un programa metacultural que ponga freno a los desfalcos etnocentristas a la vez que reprima las licencias relativistas. Para ello hará falta invalidar la dualidad entre lo propio/lo ajeno y, en su lugar, asumir lo ajeno como propio, o dicho con Terencio, entender que "nada de lo humano me es ajeno". Por supuesto, un programa semejante no sería viable sin presuponer el sistema democrático como condición necesaria suya, pues sólo ahí, siempre que no se quede en neto idealismo, cobra sentido salvaguardar un diálogo entablado por interlocutores no coaccionados ni violentados a la hora de emitir su opinión. Con respecto a los apartados tercero y cuarto incluidos en el segundo bloque, el baricentro temático lo representa la ansiada utopía a la que conduce el itinerario recorrido. Cuando estalla la Revolución Francesa en 1789, el lema revolucionario "liberté, egalité, fraternité" (esta última modernizada hoy día por “solidarité”) irrumpe con vehemencia en el escenario europeo. Tan sólo tres palabras, tres reclamos de justicia universal que conforman los puntales sobre los que en adelante reposaría el ideario democrático. La construcción de la utopía como proyecto de la libertad fue por tanto fundamentalmente una prerrogativa ilustrada, teorizada por pensadores tan señeros como Kant o Rousseau, para quienes el contrato social efectuaba ese desideratum qua praxis política. Y es siguiendo esta idea regulativa de la razón, parafraseando a Kant, como Rodríguez Valls percibe el horizonte utópico al que conviene dirigir actualmente nuestra mirada. Porque si bien Francis Fukuyama sostuviera que estamos tocando el límite de la historia, su etapa final, no es cierto que las democracias vigentes sean la última palabra, cual cumplido presagio soteriológico que enuncia la máxima felicidad y libertad a los hombres y mujeres en todo el orbe. Si aludimos a la utopía, es precisamente porque todavía restan nuevos senderos por transitar. Las democracias

fácticas instituidas han probado que todavía persisten las injusticias, que la corrupción no desaparece, que la libertad cede paso a la desfachatez del libertinaje. Tampoco es verdad que exista una igualdad de condiciones reales para todos los ciudadanos, en buena medida porque prevalecen las voces del capitalismo y la economía gobierna las acciones humanas secuestrando hasta las propias gestiones políticas. Por ello reclama nuestro autor romper con la tradición individualista e hiperracionalista iniciada con Descartes, introduciendo la interrelación buberiana "Yo-Tú" en el marco de un espacio dialógico donde los problemas se resuelvan en condiciones reales, y no ficticias, de igualdad. Es, pues, de celebrar la publicación de la presente obra, por cuanto precisamos ciertas directrices que nos orienten en este confuso caos de filosofías, a veces tan despectivas para con la cuestión de la utopía. Parece que meditar hoy sobre ella es como fabular acerca de un tema rayano en la ciencia-ficción. Pero pensando así tropezamos más bien en el error. Pues bajo ningún concepto estamos tratando aquí sobre los viejos ensueños brotados de la inventiva de un Tomás Moro, un Francis Bacon o un Tommaso Campanella, sobre unas ciudades bañadas en la letificante fontana de la imaginación. Todo lo contrario: Rodríguez Valls nos alienta a hacer de la filosofía el lenitivo contra la desesperación y el desencanto, una filosofía al más puro estilo de la tradición dialógica. Para bien entendernos, la propuesta altermundista que nos ofrece este libro no consiste en imaginar otros mundos distintos a éste en un sentido físico o literal (pues en tal caso pecaríamos de utópicos more literario), sino en luchar por implantar otras formas de convivencia posibles que mejoren este y sólo este mundo (y ningún otro), optimadas por las normas políticas que libremente nos demos ejercitando la palabra democrática en el descomunal ágora de la Aldea Global. Seamos lo que razonablemente decidamos entre todos ser: ese es el espíritu que Rodríguez Valls transmite con esta obra, todo un canto a la esperanza en una nueva

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humanidad ni más ni menos construida por los propios humanos en el inalienable uso de su libertad. José Antonio Cabrera Rodríguez *** Luís G. Soto, Paz, guerra y violencia. A Coruña, Espiral maior, 2006. Quienes quieran disponer de una presentación de las razones a favor del pacifismo, así como del análisis de qué es aquello en lo que consiste la violencia, o de las posiciones ético-políticas acerca de la guerra, encontrarán en Paz, guerra y violencia una exposición de estos temas de gran utilidad. De hecho, tendrán dificultades a la hora de hallar en castellano otra introducción más clara a estas cuestiones. Con todo, este libro no constituye un mero manual introductorio a este tema. Por el contrario, en él se defienden toda una serie de posiciones sustantivas, a menudo controvertidas y que cuestionan distintas asunciones sostenidas de manera común acerca de los problemas que toca. Aquí me centraré en comentar este tipo de aportaciones, más que su presentación general de la cuestión. El objetivo básico de Luís G. Soto en este trabajo es defender una concepción del pacifismo en positivo y de carácter muy amplio, que se definiría como la oposición a toda forma de violencia. Para esto, su estrategia pasa por contrastar dos concepciones de tipo general del pacifismo. La primera, y más extendida, sería aquella que define la paz como la ausencia de guerra. La segunda, de carácter más radical, sería la que la entiende como la ausencia de violencia. Soto examina en mucho detalle ambas y argumenta a favor de la segunda. Pero, al caracterizar los efectos de la violencia como daños no intrínsecos, sino extrínsecos, esto es, como daños definidos por impedir la realización de ciertas potencialidades, acaba dando una definición de paz y pacifismo en positivo, en términos de la promoción de tales potencialidades. Y lo hace vinculando el objetivo logrado con tal

promoción con el proceso cuyo seguimiento será necesario para este, de modo que acabe planteando una posición pacifista no consecuencialista. Al hilo de esto, tendrá también que tratar un gran número de problemas, que van desde la caracterización de la violencia y la guerra al examen de las distintas posiciones sostenidas frente a esta última. Conforme a este argumento general, la obra se encuentra formalmente estructurada como sigue. Tras un capítuo de apertura con el que el autor nos muestra desde el principio sus motivaciones y objetivos, de título “La apuesta por la paz”, se destinan cinco capítulos a cada una de las dos versiones del pacifismo que hemos visto (y, sobre todo, al fenómeno al que estas se oponen). Soto examina así, en primer lugar, la ética de los enfrentamientos bélicos, en “La guerra: morfología y tipología”, “El realismo y el antibelicismo”, “El belicismo”, “La guerra justa” y “El pacifismo”. A continuación, considera la cuestión de la violencia en “La paz como ausencia de violencia”, “La violencia: morfología”, “La violencia: tipología”, “La violencia personal”, “La violencia estructural”. Finalmente, presenta sus conclusiones en el capítulo final, “La paz, alternativa a la violencia”. A continuación veremos los argumentos que desarrolla a lo largo de estos apartados. El punto central de la exposición que lleva a cabo Soto radica, como podemos suponer ya, en las razones para considerar insuficiente la visión del pacifismo como oposición a la guerra. A lo largo del libro, Soto presenta de forma explícita dos argumentos distintos para concluir esto. En primer lugar, indica que hay muchas situaciones en las que, sin que estemos en una situación de guerra, parece que no podemos decir que nos encontremos propiamente en un estado de paz. Esto sucedería si se diesen otro tipo de enfrentamientos armados (por ejemplo, de guerrilla urbana) o si existiese una situación de criminalidad. Este argumento se refuerza por el hecho de que da Soto una definición de qué es la guerra relativamente restringida, caracte-

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rizándola como un “enfrentamiento armado mortífero entre colectividades” (Soto, L. G., Paz, guerra y violencia, p. 21.) (una caracterización en la que quizás el elemento que pueda despertar más recelos sea la inclusión del término ‘mortífero’, pues surge la cuestión de si podrían darse enfrentamientos no mortíferos a los que aun veríamos como guerras). De hecho, podríamos entender el sentido de ‘guerra’ de un modo mucho más amplio (algo a lo que se puede invitar, por ejemplo, desde el realismo político, y que de hecho puede ser muy interesante de cara a ver otras aplicaciones de los debate acerca de la ética de la guerra). Podría decirse, no obstante, que con tales sentidos amplios estaríamos abandonando el significado más directo que damos a este concepto. De este modo, el argumento de Soto puede ser perfectamente aceptado aun cuando se considere que su definición en este punto sea muy ceñida. En segundo lugar, y como destaca Javier Sádaba en su prólogo a este libro, Soto defiende también que el concepto de paz no tiene solo un sentido negativo (de “ausencia de”). Por el contrario, afirma que este “[t]iene, además, múltiples y multiformes contenidos positivos: igualdad, libertad, solidaridad”… (Ibid, p. 80) E indica que estos pueden sustanciarse en sentido pleno solamente en ausencia de cualquier forma de violencia. Esta segunda afirmación es más problemática. Puede ser el caso que una situación de verdadera paz promocione que tales contenidos se den, o incluso que sea una condición indispensable para ello, sin que, con todo, tales contenidos formen parte de su definición. Y, por otra parte, habría que definir demanera muy precisa a qué contenidos nos referimos. Por ejemplo, tiene sentido decir que no somos realmente libres si no gozamos de una situación de paz total, pero, en cambio, la solidaridad puede aparecer también en tiempos de guerra —de hecho, la guerra puede ser una ocasión única para unir solidariamente a sus víctimas, aunque lo positivo que esto pueda tener, obviamente, palidece por completo

ante lo negativo de las razones por las que lo hace—. En realidad, esta concepción del pacifismo va estrechamente ligada a la definición que Soto da de violencia, que describe a esta como una “influencia aplastante sobre las potencialidades humanas.” (Ibid., p. 81) Esta definición es problemática por varios motivos. En primer lugar, por ceñirse a los seres humanos. Tal limitación carece de base, puesto que cualquier ser con la capacidad de sufrir y disfrutar puede ser objeto de violencia. De hecho, los animales de especies distintas a la nuestra son objeto de violencia a manos humanas de forma cotidiana. Por otra parte, podría considerarse que el término ‘aplastante’ quizás sea excesivo (una acción que no aplaste como tal, pero que sí limite reducidamente una potencialidad, puede ser también considerada violencia, si bien en realidad parece que Soto está aquí utilizando el término “aplastamiento” de modo muy amplio, como eliminación no solo total sino también parcial). Y se podría, finalmente, objetar al carácter de esta definición, de algún modo aristotélico, al considerar que una afección negativa podría ser violenta aun sin dañar potencialidades. Si se infligiese a alguien un sufrimiento que, como consecuencia, estimulase una cierta potencialidad, ese acto podría ser igualmente violento. Por otra parte, podríamos asimismo indicar que hay otro argumento de carácter más implícito que también se encuentra presente en Paz, guerra y violencia para rechazar la visión de que la paz se define por la mera ausencia de guerra. Este surge cuando consideramos no ya la definición que da Soto de qué es la violencia, sino su consideración de las distintas formas en las que esta puede ser satisfecha. Esta le lleva a efectuar un análisis muy minucioso y detallado de las distintas formas de violencia. Conforme a este, establece toda una serie de distinciones que llevan a poner de manifiesto varias formas de violencia que a menudo no son tenidas apropiadamente en cuenta. Se considera como ejemplo paradigmático de violencia aquella que afecta directamente a los individuos, pero Soto

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indica que esta puede también afectarlos de modo indirecto, yendo contra objetos materiales o entes inmateriales. Asimismo, se piensa en muchas ocasiones en exclusiva en la violencia física, cuando la psicológica debe ser también considerada. O se tiene en cuenta la violencia que afecta a sus víctimas de forma intrínsecamente negativa, cuando tendríamos razones para considerar también otras formas de violencia que actuasen de manera extrínseca, no siendo intrínsecamente dañinas, y pudiendo tener un carácter positivo —por ejemplo, anulando una cierta potencialidad mediante un medio placentero, como ocurriría si hacemos a una mujer oprimida sentirse satisfecha con una situación que realmente resulta perjudicial para ella—. Y podrían darse combinaciones entre ambas formas. Finalmente, indica Soto que no solo hemos de tener en mente la violencia llevada a cabo por individuos concretos reconocibles, sino también la de tipo estructural (esta es una parte controvertida del libro, pues según la teoría de la acción y la responsabilidad colectiva que manejemos podemos aceptar que esta forma de violencia no sea asignable a nadie en concreto o negar que sea así, sosteniendo que en último término toda acción estructural podría ser reducible a una acción personal). Esta tipología es enormemente útil, y creo que nos muestra la idea de pacifismo que tiene Soto de una forma que resulta más completa que la que nos proporcionaría simplemente su definición de violencia. Pero lo más interesante aquí no es propiamente la acotación que hace Soto del concepto de violencia, sino la carga valorativa que acompaña a su análisis. El motivo es que, al presentarnos tal tipología, nos muestra Soto lo que resulta objetable de cada una de las formas de violencia considerada. Y esto es en sí más importante que la propia definición. Para verlo, podemos tener en cuenta lo siguiente. Podríamos pensar que, de cara a caracterizar una posición pacifista, sería necesario dar con anterioridad una definición precisa de qué es la violencia. Sin embargo, esto es algo

que, siendo útil en el plano lingüístico, no sería propiamente algo que necesitaríamos hacer en el normativo. Supongamos, por ejemplo, que asumiésemos que el significado del término ‘violencia’ únicamente cubriese la violencia personal, pero no la estructural. Normativamente, esto no tendría por qué cambiar en lo más mínimo la posición que podríamos sostener acerca de qué es correcto y qué incorrecto, ni acerca de qué es bueno y qué es malo. Podríamos entonces indicar que, además de la violencia (así entendida como violencia personal), habría un fenómeno de carácter estructural que tendría efectos semejantes o coincidentes a los de esta y que sería, por ello, igualmente negativa y moralmente cuestionable. De este modo, el pacifismo sería la posición que se opondría a la violencia y a ese otro fenómeno que tendría efectos coincidentes o semejantes a esta. De cara a la posición ética mantenida, no habría ninguna variación. Así pues, con lo apuntado hasta aquí podemos hacernos una idea de los motivos que Soto tiene para rechazar la definición de paz como mera ausencia de guerra. La guerra es solamente una dimensión de un fenómeno mucho más amplio que podemos llamar violencia (y que, como he indicado, podríamos efectivamente reconocer como un fenómeno distinto, objetable en conjunto, incluso aunque rechazásemos asignarle tal nombre). Al presentársenos las múltiples dimensiones de la violencia, que truncan por igual aquello que el proyecto pacifista de Soto busca, vemos que la guerra cubre solamente una fracción de esta. Esto constituirá la parte que podemos considerar más apoyada en la axiología del planteamiento de Soto. La violencia es un desvalor, y por ello es condenable. Pero a esto va a añadir Soto algo más a la hora de considerar qué práctica puede ser correcta. Con ello complementará lo dicho hasta aquí para terminar de proporcionarnos una caracterización completa de lo que nuestro autor entiende por pacifismo. Esta será la asignación a este de un carácter no consecuencialista. Soto sostiene que la violencia nunca debe ser puesta en práctica ni aun

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con el objetivo de lograr la paz, o al menos una disminución en la violencia. En realidad, nuestro autor parece defender aquí dos ideas distintas, cada una de las cuales sería suficiente para adoptar una postura contraria al uso de la violencia para conseguir la paz. En primer lugar, una razón moral: proceder de tal modo, simplemente, no estaría justificado. En segundo lugar, una razón fáctica: proceder de tal modo no funcionaría. De este modo, se puede apuntar que la posición pacifista defendida por Soto podrá ser compatible con toda una serie de puntos de vista en ética normativa. Parece claro que puede casar bien con una ética del cuidado o con una ética de la virtud (si bien no se ve necesariamente implicada por estas). Asimismo, puede ser defendida desde un punto de vista deontológico, o de tipo particularista. Y quizás sea posible también asumirla desde ciertos posicionamientos consecuencialistas indirectos, en particular en el caso de consecuencialismos de la regla (que prescriban aquellas acciones adecuadas a reglas cuyo seguimiento general pueda hacer posible que tengan lugar los mejores estados de cosas). Esto será así si se cumple la asunción de hecho que Soto considera de que las acciones violentas no pueden ser conducentes a una situación con menos violencia. Se cumpliría, de hecho, incluso aunque hubiese excepciones a esto (siempre que no fuesen lo suficientemente significativas). Pero no será un posicionamiento que resulte posible aceptar desde perspectivas consecuencialistas directas y centradas en actos. Esto será así independientemente de la teoría de la distribución que asuman (sean prioritaristas, utilitaristas, igualitaristas, teorías del maximin…), e independientemente de la teoría de lo intrínsecamente valioso que sostengan. Incluso aunque sean teorías consecuencialistas que asuman que lo intrínsecamente valioso es la paz en sí misma (al margen, por ejemplo, de los efectos que esta tenga para el bienestar o la satisfacción de preferencias). O aunque defiendan que lo intrínsecamente valioso es la salvaguarda de un derecho a ser agre-

dido, o a que las potencialidades propias no se vean alteradas. No podrán aceptar en conjunto la propuesta de Soto. El motivo será que, enfrentadas ante una situación en la que un agente pueda impedir la vulneración de tales derechos de un individuo o colectividad mediante una vulneración menor, estas teorías recomendarán tal acción. Y lo harán, de hecho, de cara a la realización del valor de la paz. No porque difieran con la propuesta de Soto en lo relativo a su teoría del valor, sino porque disentirán con él en sus asunciones prácticas y en su teoría de lo correcto. Lo que esto implica es que sería posible estar de acuerdo con Soto en lo que toca a su definición general del pacifismo como negación de violencia, y compartir su caracterización de esta (o, al menos, su tipología), y, sin embargo, rechazar la idea de que la violencia no pueda ser utilizada para traer la paz. (Del mismo modo en el que se podría aceptar esta última idea rechazando, no obstante, la tipología de la violencia que Soto nos proporciona y la idea de que la ausencia de esto es lo que caracterizaría al pacifismo). Todo esto será así, claro está, siempre que consideremos las razones de tipo moral. Si lo que considerásemos con las razones de tipo fáctico, su propuesta sería compatible en principio con cualquiera los puntos de vista normativo (aunque no con cualquier axiología, claro está). Lo dicho hasta aquí mostrará claramente cuál será la posición que Soto mantenga con respecto al problema de la guerra. El pacifismo que defiende Soto, aunque no se restrinja a esta, es obvio que la censura de raíz, si bien excederá con creces las ambiciones de otras posiciones como el antibelicismo popular. Así, Soto examina críticamente los demás posicionamientos ético-políticos que han sido adoptados de manera tradicional para valorar el fenómeno de la guerra. Desde el punto de vista de Soto, ninguno más allá del pacifismo podrá resultar justificado. Esto resulta claro en el caso de aquellas posiciones para las que la guerra es un instrumento para la consecución de ciertos fines políticos cuya aceptabilidad (la del

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instrumento y la del fin) no es susceptible de ser cuestionada, como ocurre en el caso del realismo político. Y también en el de aquellas posturas de carácter belicista, para las cuales las guerras son no ya correctas, sino valiosas, ya en ellas mismas, ya para la consecución de fines que no es que no proceda cuestionar en el plano normativo, sino que prevalecen sobre otros en el campo axiológico. Ahora bien, como defensor del pacifismo, Soto no puede oponerse únicamente al belicismo y el realismo político, sino también a la teoría de la guerra justa. Esto se deriva claramente de la oposición a la violencia como instrumento para la paz, arriba comentada. De hecho, entre quienes sostendrán un planteamiento como el propio de la teoría de la guerra justa estarán muchos de quienes mantengan posiciones totalmente coincidentes con las de Soto en relación a qué es valioso, pero que se encuentren en desacuerdo con él en lo que respecta a sus premisas normativas y fácticas con respecto a la práctica de la violencia. Podría, con todo, indicarse aquí lo siguiente. Resulta posible redefinir la teoría pacifista en términos de una teoría de la guerra justa. Las teorías pacifistas serían aquellas que sostendrían que todos los medios para luchar una guerra son injustos. De este modo, el marco teórico de esta teoría se muestra más fructífero de lo que una crítica desde posiciones pacifistas asumiría. Esto puede ser así en particular si se rechaza, como hace Jeff McMahan (McMahan, Jeff, Killing in War, Oxford, Oxford Universiy Press, 2009.), la separación entre jus in bello y jus ad bellum, y se defiende que es imposible satisfacer los requisitos del primero si no se cumplen los del segundo. Esto es, que no hay ninguna forma en la que un enfrentamiento se pueda librar de forma justa si la causa por la que se libra no lo es. La teoría del valor del pacifismo defendido por Soto prescribiría que la única causa justa sería aquella que busca la consecución de la paz, lo que eliminaría cualquier otro posible enfrentamiento por otra razón. Pero,

además, negaría que hubiese medios justos por los que actuar de forma violenta incluso para conseguir tal ideal. En definitiva, estamos aquí ante un libro que, más allá de su utilidad para la comprensión de las diferentes posiciones susceptibles de ser sostenidas hacia los problemas relativos a la paz, la guerra y la violencia, plantea cuestiones sustantivas de interés sobre estas. Aquí he mostrado una serie de objeciones que se podrían presentar a su teoría. No he entrado, sin embargo, a desarrollar las que pueden ser planteadas si se asumen puntos de vista normativos diferentes de los compatibles con la propuesta de Soto. Pero estas no son difíciles de adivinar: si la premisa fáctica que Soto asume no se diese, y pudiésemos evitar una violencia mayor mediante una violencia menor, desde toda una serie de posiciones consecuencialistas no hacerlo sería evitar la posibilidad de un mundo mejor, resultando así algo incorrecto. Sin embargo, como he apuntado, también para quienes adopten tales posiciones el libro de Soto será de una gran utilidad a la hora de comprender de forma más clara estos problemas. Óscar Horta *** José M. Torralba. Libertad, objeto práctico y acción. La facultad del juicio en la filosofía moral de Kant, Hildesheim, Olms, 2009. En 2004 fue, como es sabido, el segundo centenario de la muerte de Kant. Seminarios, congresos y otros eventos fueron realizados a lo largo del mundo. Y no es de extrañar, porque sería redundante aquí afirmar que Kant es uno de los grandes titanes del pensamiento occidental de todos los tiempos. Desde hace ya mucho, cada año se suman sin cesar tesis, trabajos y libros sobre la filosofía kantiana en las facultades de filosofía de muchos países, y la celebración del segundo centenario de su muerte incrementó aún más esta tendencia. Sin embargo, muchos de estos trabajos son repetitivos; no aportan materiales esen-

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cialmente nuevos para la interpretación de la filosofía kantiana. Pero no es éste el caso del libro que comentamos en estas líneas. El libro, dividido en dos partes principales, está compuesto por cinco capítulos y un apéndice escrito en inglés. Como el propio autor nos informa en su introducción, la obra es básicamente su tesis doctoral defendida en 2007 después de las correcciones, revisiones y actualizaciones pertinentes. Probablemente, lo primero que habría que señalar es que el trabajo que comentamos quiere presentarse explícitamente no sólo como una mera exposición de las tesis kantianas, sino como una interpretación del pensamiento kantiano que ayude a comprender el puesto que la ética cumple en su sistema atendiendo a tesis y análisis olvidados o descuidados, por un motivo u otro, por muchos estudiosos de la filosofía de Kant. Es más, José Torralba nos informa que buena parte de su libro esta encaminada a aclarar la significación de los textos kantianos en torno al problema de la aplicación concreta de la ley moral universal para tratar de deshacer malentendidos frecuentes «y hacer justicia a lo escrito por Kant», que, si José Torralba está en lo cierto, era mucho más consciente de los problemas de la aplicación de una ley ética formal y universal a situaciones materiales y concretas de lo que muchos de sus críticos han querido creer. Según esto, el análisis pormenorizado y sistemático de muchos textos de Kant demostraría, a juicio de José Torralba, que varias de las pretendidas incoherencias, así como enormes dificultades de la teoría ética kantiana, desaparecen, o cuanto menos se empequeñecen cuando atendemos a ciertas argumentaciones, o matizaciones, elaboradas por el propio Kant. Para llegar a estas conclusiones, José Torralba ha efectuado, según sus propias palabras, una investigación intrakantiana e intrateórica; es decir, ha tratado de explorar el sistema del idealismo trascendental desde dentro. Naturalmente, esto le ha llevado al autor a centrarse más en los textos de Kant y sus interpretadores, que en los de sus princi-

pales críticos históricos, tales como Schopenhauer, Hegel, Nietzsche o Scheler. Se diría que lo que José Torralba trata de realizar en su riguroso estudio es reactualizar, e incluso ampliar en algunos casos, las principales tesis de la ética kantiana, mostrando, como decimos, cómo muchas de las objeciones que a lo largo de la historia de la filosofía se le han hecho corresponde a malinterpretaciones o análisis superficiales de los textos kantianos, más que en incoherencias decisivas en las que Kant no habría reparado por falta de perspectiva. En los dos primeros capítulos del libro, que componen la primera parte del trabajo, José Torralba se dedica fundamentalmente a exponer, de un modo sistemático y con constantes e interesantes referencias bibliográficas, la naturaleza y significación de la libertad en el sistema del idealismo trascendental. Esto es así porque sin libertad no habría acción moral, y carecería por tanto de sentido preguntarnos cómo podemos aplicar el imperativo moral a situaciones concretas y materiales. Esto no significa que la libertad y su análisis sólo se circunscriban a la razón práctica. Por el contrario, la idea de libertad constituye la piedra angular de todo el edificio del sistema de la razón pura. Y esto no significa otra cosa que la propia distinción fundamental entre el reino de la cosa en sí y el de los fenómenos, tendría, en última instancia, una orientación eminentemente práctica, a saber: preservar la libertad de los ataques del materialismo determinista. Como el propio Kant señala, y Torralba nos lo subraya rigurosamente, si los fenómenos fuesen cosas en sí mismas, la libertad sería insalvable. Esto significa que sería una mera frivolidad filosófica tratar de reducir la distinción cosa en sí y mundo de los fenómenos, a la distinción de Locke entre la realidad fenoménica y la extramental. Sin duda, la distinción fundamental que vértebra la Crítica de la razón pura kantiana está inspirada decisivamente en corrientes empiristas y escépticas anteriores, pero como decimos, en Kant la distinción entre fenómenos y realidad «en sí» tiene una orientación eminentemente práctica, y no

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meramente especulativa o concerniente a la teoría del conocimiento. Para Kant, el mundo de los fenómenos es el mundo de las causas mecánicas y deterministas; es, en resumidas cuentas, el mundo del materialismo mecanicista clásico. Pero el error de éste fue pensar que sólo existía el mundo de la materia espacio-temporal. Partiendo de este dogmatismo, se vio obligado a excluir a Dios o al libre arbitrio de su horizonte. Según esto, es completamente desacertada la opinión común de que Kant habría bloqueado primero en su Crítica de la razón pura el mundo de la espiritualidad, para tratar de introducirlo posteriormente ad hoc en su Crítica de la razón práctica o en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Como decimos, su Crítica de la razón pura es, en buena medida, un intento de bloquear las pretensiones del materialismo mecanicista de tratar de borrar el horizonte de la espiritualidad en general, y el de la libertad en particular. Como es sabido, esto es algo fundamental que vio Fichte, para el cual la opción fundamental entre el idealismo y el dogmatismo (o materialismo), es la opción entre la defensa de la libertad y el fatalismo. Por eso cada hombre elige entre esta disyuntiva atendiendo al tipo de persona que se es; los defensores de la libertad optarán por el idealismo trascendental, mientras que los defensores del fatalismo optarán por el dogmatismo. Si esto es así, la teoría del conocimiento de Fichte, pese a sus diferencias con la kantiana, también reposa en una enérgica defensa de la libertad personal, aunque este filósofo carezca de una teoría del juicio tan desarrollada y sistemática como la kantiana. En todo caso, una vez expuestos con rigor los fundamentos doctrinales que la libertad en sentido práctico juega en el idealismo trascendental, José Torralba se aventura en la segunda parte de su libro al análisis del puesto nuclear que tiene la facultad del juicio en la teoría moral kantiana. Es en esta parte donde se trata de demostrar cómo el propio Kant habría sido más consciente de las dificultades de aplicar una ley universal y formal a situaciones

concretas y materiales de lo que sus críticos creyeron. Como ha sido señalado en numerosas ocasiones, el principal problema de la filosofía moral kantiana reside en su formalismo, es decir, en la evacuación de los contenidos materiales que sin embargo se encuentran en toda acción moral real y empírica. Y como señala José Torralba, la facultad que, según Kant, nos permite saber si una norma formal se cumple en una determinada situación material, es la facultad del juicio. Es por eso que el análisis pormenorizado y riguroso de esta facultad en la segunda parte de la obra se presenta como un tema central para la comprensión sistemática y crítica de toda la teoría moral kantiana. Esto no significa que se trate de compaginar la estética con la ética kantiana, ya que lo que se trata de analizar es el puesto que adquiere la facultad del juicio en las obras morales de Kant. Sin embargo, el papel fundamental y nuclear de la facultad del juicio en la ética del idealismo trascendental no ha recibido en numerosas ocasiones la atención que merece, a juicio de José Torralba. Después de leer su libro, uno no puede sino estar de acuerdo con este diagnóstico. Al margen de que se acepte o no la argumentación kantiana, lo que parece indudable es que el filósofo de Königsberg presentó a la facultad del juicio como la única capaz de pasar de lo universal, formal y necesario, a lo concreto, empírico y contingente en el ámbito de la acción moral. Es en estas transiciones donde surge el sistema de los deberes morales, sustentados al final en la libertad, analizada por Torralba en su primera parte del libro. Mucho ha llovido desde la muerte de Kant, y es evidente que muchas de sus tesis han de someterse a una enérgica crítica; pero tras la caída del nazismo y de la Unión Soviética —regímenes despóticos y totalitarios que dependían en buena medida de filosofías postkantianas— la filosofía de Kant se nos muestra, hoy día, si cabe, de una actualidad superior a la que podría tener en los siglos XIX y XX. En efecto, la orientación hacia el pacifismo perpetuo, o el progreso indefinido de las ciencias y las

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tecnologías como ideales supremos de muchas de las democracias homologadas en nuestros días, atestiguan, creo, esta actualidad filosófica de la que hablo. Es por eso que el contexto político, social, religioso y económico de nuestros días ofrece una plataforma inexcusable para volver a repensar a Kant. Y en esta tarea, el libro de José Torralba se nos presenta como un estudio imprescindible. Javier Pérez Jara *** Héctor Velázquez Fernández, ¿Qué es la naturaleza? Introducción filosófica a la historia de la ciencia”, México, Porrúa, México, 2007. Hector Velázquez Fernández nos ofrece en esta obra algunas visiones sobre la respuesta a qué es la naturaleza. Ésta lleva por subtítulo “Introducción filosófica a la historia de la ciencia”, lo cual me parece una aclaración muy pertinente pues, en buena medida, se está realmente haciendo un repaso a la historia del pensamiento científico sobre la naturaleza. Son muchos los que confunden el filosofar/pensar con el estudiar historia del pensamiento, y venden como un ejercicio de “filosofía de la naturaleza” una historia más o menos desarrollada de la ciencia y áreas intelectuales colindantes. Mas el filosofar ha de darse desde el presente, reflexionando desde nuestra ciencia actual o nuestra visión del cosmos, y la obra de Velázquez se puede también considerar filosófica en este aspecto. No se queda en un tratado de historia sino que es la obra de un filósofo que piensa con su voz actual. De hecho, se tratan temas como el trashumanismo, la bioética, el ecologismo, etc. que son totalmente actuales. Es pues esta obra un texto indicado tanto para estudiantes o personas que deseen introducirse en el pensamiento científico/filosófico sobre la naturaleza desde un punto de vista histórico, como para aquellos que apetecen de escuchar a un filósofo de la naturaleza del presente.

La obra se divide en nueve capítulos independientes más un breve epílogo. A medida que avanzan las páginas, se avanza tanto cronológicamente en la historia como en la densidad e intensidad de reflexiones personales de Velázquez. Es decir, mientras que los primeros capítulos son descripciones de la historia conocida a partir de la antigua Grecia desde un punto de vista bastante objetivo, remitiéndose a los hechos y a las obras de pensadores del pasado, a medida que nos acercamos al presente, las valoraciones e interpretaciones subjetivas de la historia se hacen más abundantes. Es esto algo usual en la historia de cualquier tipo, sí, no sólo en historia de la ciencia. La historia, cuanto más reciente más sesgada está por los historiadores, porque no pueden separar su propia ideología del análisis de los hechos y sus causas. Sólo con el tiempo, a base de aunar escritos de muchos historiadores con muchas perspectivas diferentes, y de filtrar lo que no es común a todas las versiones, se pueden conseguir visiones de la historia más imparciales. Debe pues el lector tener esto en mente a la hora de leer el libro y pensar que lo que se le ofrece, sobre todo de los últimos 150 años, es una de las posibles visiones de cómo ha evolucionado el pensamiento sobre la naturaleza. No obstante, el libro está tan bien escrito y tan bien estructurado que no resulta difícil separar los datos históricos de las reflexiones de Velázquez. También me ha parecido de una gran riqueza y erudición en tanto libro de historia. Algunos ejemplos de afirmaciones que me han llamado la atención son: que el positivismo fue rebasado desde la misma actividad científica; que la ciencia rompió con el determinismo mecanicista desde finales del s. XIX, no sólo por el reconocido indeterminismo de la mecánica cuántica sino por el desarrollo de la dinámica de sistemas complejos y caóticos; que la visión mecanicista colapsó dejando lugar a la irrupción del criterio evolutivo como interpretación global de la naturaleza, la emergencia, y una interpretación finalística; que se considera que el género homo termina su desarrollo cuando es capaz de

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ser dueño de su conducta y desaparece la dominación del instinto, siguiendo por tanto unas reglas evolutivas distintas de las de los demás seres vivos; que la esencia humana es inmutable por mucho que se modifique el entorno o mismo el cuerpo de éste en la trashumanización; etc. Son éstas afirmaciones que marcan bien la posición desde donde habla Velázquez. Me parece que su discurso es coherente y que no se encuentra solo el autor en estas afirmaciones. Hay, efectivamente, escuelas y tradiciones filosóficas que han optado por estas líneas. Sin embargo, creo que Velázquez apunta indebidamente al sujeto de las ideas mencionadas: pone en boca de la ciencia actual sus propias ideas de la naturaleza. El autor, al ahondar en las diferentes posiciones de la bioética, subraya el papel de lo que llama “bioética personalista”, en la que se aboga por una antropología que reconozca la vida como algo irreductible a sus componentes físicos y en la que se entiende que los seres humanos tienen un valor intrínseco configurado por su dignidad en tanto que seres conscientes, racionales y libres. Numerosas veces a lo largo del libro recalca también la superioridad del ser humano, y trata al hombre como una entidad separada de la naturaleza más que como una parte de la misma. La naturaleza de Velázquez parece ser heredera de las filosofías que asignan al ser humano un papel central en el Universo, el rey de la creación, y en las que cualquier ética gira en torno a la idea de la centralidad del hombre. Así lo dice de hecho en el capítulo dedicado a la ecología en el que defiende una ética ambiental que salvaguarde la dignidad humana ante todo, y en segundo lugar los bienes de la naturaleza en tanto que son de utilidad para el hombre actual y el de generaciones futuras. La dignidad y el respeto son hacia el hombre; el cosmos y la naturaleza no humana no merecen respeto ético ni tienen dignidad intrínseca, según Velázquez, aunque se debe actuar con responsabilidad hacia tales de acorde a nuestra exigencia de racionalidad humana. Hay afirmaciones fuertes como: “...es sabido

que la reducción de la tasa de crecimiento demográfico no es de suyo una política que garantice o posibilite el crecimiento económico. Así, esta función previsora del crecimiento natal por parte de la medicina utópica, desentona con la bien fundada preocupación por fomentar procesos terapéuticos menos agresivos con el organismo humano”. Así dicho podría interpretarse como un mensaje bíblico-neoliberalista: creced y multiplicaros, aunque seáis como una plaga, para que cada individuo del superpoblado planeta produzca y consuma más bienes de los necesarios y se mantenga ante todo el crecimiento de la economía. La verdad es que me parecen más “dignas” de respeto las tribus paganas que adoran a la diosa naturaleza y viven en una economía sostenible en equilibrio con su medio ambiente, que no nuestra indigna e irrespetable sociedad a la que cuando se le dice “no seas una plaga destructora, deja de medrar” contesta “no sea usted agresivo con el organismo humano”. Hay pues material aquí para la discusión, por la cantidad de temas interesantes que se abordan y por la decidida apuesta del autor por muchas posiciones controvertidas. Desde el punto de vista filosófico, es una obra desafiante cuyos enfoques merecen tenerse en cuenta entre los posibles de nuestra historia reciente, dentro de los referentes a las concepciones de la naturaleza opuestas al naturalismo.

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Martín López Corredoira

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NOTICIAS Y COMENTARIOS

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TESTAMENTO FALLIDO. Más sombras que luces en el último libro de Eduardo Punset. Juan Arana. Universidad de Sevilla ¿Qué ocurre cuando llega a tus manos un libro escrito por una persona que acumula una larga ejecutoria y goza de notoriedad pública, que ha rebasado ya los setenta años, que confiesa sufrir una importante cardiopatía y haber recibido tratamiento para superar un cáncer de pulmón? Lo más natural es que surja en ti un sentimiento de respeto y admiración. He aquí, te dices, un hombre que ha sabido afrontar los desafíos de la existencia y que tampoco desvía la mirada cuando la muerte le sale al paso. Abres el volumen como si estuvieras ante un testamento, no porque pienses que va a ser lo último que escriba —Dios no lo quiera—, sino porque esperas encontrar allí una sabiduría esclarecedora, una ayuda para solventar tus propios problemas. En esa disposición de ánimo di comienzo a la lectura de El viaje al poder de la mente. Los enigmas más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las emociones (Barcelona, Destino, 2010, 364 pp.), la más reciente obra del economista, político, divulgador y polígrafo Eduardo Punset. Una de las tesis que defiende en ella es que los hombres somos reacios a cambiar de opinión. ¡Ea!, al menos en este caso, ha conseguido que yo cambiara la mía: antes de empezarlo pensaba que estaba ante un trabajo serio e importante; ahora que lo he leído estoy convencido de que se trata de un mal libro. Malo de solemnidad, lo digo sin paliativos, aunque mantenga la consideración y deferencia que merece quien lo ha compuesto. Ojalá escriba él muchas más cosas y tenga yo oportunidad de leérselas, pero la misma gravedad de las circunstancias que he evocado en el párrafo anterior me obliga a prescindir de paños calientes a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Tal vez esté profundamente equivocado, pero tampoco soy un niño, y creo que es urgente darle (y darme, en el caso de que se digne ejercer su derecho de réplica) la oportunidad de mejorar lo que sea mejorable, pues ya no estamos ninguno de los dos en situación de perder el tiempo con eufemismos e indirectas. Encuentro en primer lugar que es un texto muy descuidado. Parece mentira que, disponiendo de toda una batería de documentalistas y revisores (mencionados en el apartado de agradecimientos), cometa tantos errores de bulto. ¿Ejemplos? Los hay a puñados: convierte en prusiano al polaco Copérnico (p. 15); otorga 150 años de vida a la teoría del Big bang, que empezó a esbozarse después de 1920 y sólo se consolidó en 1965 (p. 27); atribuye a Einstein el descubrimiento de formas de energía que repelen cuando desde la más remota antigüedad se conocen las fuerzas de impenetrabilidad, magnética y eléctrica, que son total o parcialmente repulsivas (p. 30); atribuye pensamiento no ya a los animales, sino a los fósiles de amonites (p. 38); pretende que cuando el agua se evapora sus [599]

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moléculas se disocian en átomos de hidrógeno y oxígeno (p. 46); confunde los conceptos de densidad y peso (p. 48); coloca los bosques de Turingia «en plena Selva Negra», la cual está en la otra punta de Alemania (p. 148); convierte la «garnacha» en un vino impresentable hasta que lo redimieron en el Priorato, cuando se trata de una uva con la que al menos en la Rioja y Navarra siempre se hicieron excelentes claretes (p. 209)... A veces el desliz se prolonga hasta convertirse en novela: transforma a la buena anglicana Emma Darwin en ferviente católica (p. 165) y hace que el gran Charles se enamore perdidamente de ella, a pesar de que el diario privado del creador de la teoría de la evolución demuestra que jamás hubo una boda menos romántica y más fríamente premeditada (p. 271). Si hay poco respeto a los hechos, tampoco encuentro deferencia alguna a las reglas de la lógica: menciona en cierto lugar una insospechada «fuerza de atracción repulsiva» (p. 16) con la que tal vez quiera aludir a la «gravedad negativa» que han popularizado los modelos cosmológicos inflacionarios. No menos sorprendente es que en otro pasaje se pregunte cómo «evitar las crisis inevitables» (p. 165), o que pretenda que el primer organismo existente sobre la tierra era heterótrofo, lo que significa —aclara por si quedaba alguna duda— que «se alimenta de otros» (p. 288). Tengo serias dudas sobre qué pudo comer entonces, dado que estaba solo en el escenario de la vida. También resulta perturbador que, tras explicar con detalle cómo nació la vida en «los mares y lagos» (p. 293), termine con la aseveración: «Todo sucedió en la atmósfera. La vida llovió del cielo» (p. 294). Si abundaran libros así, el principio de contradicción acabaría por dejar de tener sentido. Todo lo anterior constituye una casuística penosa, pero a la vez es índice de algo de mayor calado. Estamos ante un autor que se ha dedicado con gran impacto mediático a la divulgación científica, noble arte que exige en quien lo ejerce mucho trabajo y una considerable dosis de modestia. Para llevar al gran público lo que se debate en los selectos cenáculos de los expertos hay que olvidarse de uno mismo. Se trata de actuar como abogado de los sabios ante los ignorantes, y de los ignorantes ante los sabios. Es comprensible que a la hora de confeccionar un programa de televisión la obtención de efectos a corto plazo prime sobre la mesura y el rigor. Ahora bien, cuando se escribe un libro hay que presuponer en el destinatario mayor discernimiento, aunque el objetivo sea colocar 150.000 ejemplares y más. De lo contrario resultará un producto apto para la venta masiva, pero que envejecerá antes de que acabe de secarse la tinta con que ha sido impreso. Para mí ha sido decepcionante comprobar que, en lugar de aprovechar la oportunidad que tenía para asentar las ideas y ahondar en sus presumibles consecuencias, ha optado por presumir de la amistad personal que le une a los grandes gurús de la ciencia actual y sacar de contexto resúmenes apresurados de sus descubrimientos. No es extraño que llegue a creer que también él ha hecho sustanciales aportaciones al progreso del conocimiento, sobre la amplia base empírica que le proporciona la observación de sus dos nietas y su perro Darwin. Más provechoso hubiera sido trabajar un poco más a fondo la [600]

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bibliografía que aquellos autores han producido, en lugar de acumular anécdotas superficiales y comentarios realizados en passant. Así quizá hubiera evitado la penosa trivialización del conocimiento científico que caracteriza todo el libro, como por ejemplo cuando habla del principio de incertidumbre. En mecánica cuántica este principio concierne al límite en la precisión obtenible al medir simultáneamente ciertos pares de magnitudes físicas, lo cual imposibilita la completa adecuación a la realidad de las teorías que las utilizan. Se trata de algo muy importante, pero bastante técnico. Sin embargo, según Punset: «El principio de incertidumbre de Heisenberg significa que debemos vivir para siempre con probabilidades, no con certidumbres» (p. 84). Por la misma regla de tres podría habernos dicho que la teoría de la relatividad enseña que todo es relativo, o que el principio de conservación de la energía nos obliga a poner dobles ventanas en nuestro domicilio para evitar que se pierda la energía térmica de la calefacción. Este modo de deformar el verdadero mensaje de la ciencia ya es de por sí suficientemente deplorable, pero además ni siquiera se atiene a lo que dice, puesto que en el caso referido, después de proscribir cualquier certidumbre, afirma literalmente en la página siguiente: «Se habrá recorrido en poco tiempo un camino que va de no saber nada sobre el funcionamiento de la memoria... a predecir su composición exacta en el curso del tiempo» (p. 85). ¿No habíamos quedado en que era imposible averiguar nada con exactitud? El caso señalado es uno entre un montón. La estrategia de extraer de las más abstrusas investigaciones recetas de aplicación inmediata a la vida humana provoca continuas salidas en falso, de las que luego hay que desdecirse para afirmar lo contrario. Así, anuncia en una ocasión que se ha descubierto «el minuto preciso» en que se originó el primer organismo replicante para matizar en el mismo párrafo: «aunque no podamos precisar cuándo surgió» (p. 293). Sospecho que el recurso al «donde dije digo, digo Diego» debe ser una marca de la casa, porque lo emplea incluso en cuestiones que nada tienen que ver con la ciencia o su curiosa filosofía socio-antropológica. Las consecuencias son a veces chistosas: hay un pasaje donde afirma que uno de los principales méritos de su escritor favorito, Stefan Zweig, es haberle descubierto a él (esto es, a Eduardo Punset) la vida y obra del ginecólogo Semmelweis (pp. 90-1). A continuación confiesa que no ha conseguido localizar en cuál de sus obras figura la correspondiente biografía, para acabar diciendo que lo que sabe del personaje «tal vez lo aprendiera en otros lugares» (p. 92). Una cualidad que nadie regateará a Punset es el entusiasmo. Su libro sería un buen candidato al premio que destacara la más alta proporción de superlativos por página de la literatura universal. Va de sorpresa en sorpresa, de éxtasis en éxtasis... y de indignación en indignación, porque está convencido de que no se enseña en las escuelas ni se difunde como debiera todo lo que ha llegado a aprender en sus peregrinaciones por el mundo de la tecnociencia. Una cita nada más para ilustrar el procedimiento: «¿Cómo es posible que ninguna institución educativa, ningún ministro o ministra nos haya enseñado a ninguno de nosotros lo que era la transición de fase? ¿Cómo nos dejaron desde la más [601]

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tierna infancia explorar la vida sin darnos los instrumentos, por lo menos conceptuales, para medir el pH de cualquier medio?» (p. 52). Y eso lo dice él, que estudió el bachillerato en Estados Unidos. A mí, que lo preparé por libre en un colegio pueblerino de la España franquista, me proporcionaron con toda naturalidad tanto la definición del pH como el papel tornasolado para hacer una valoración aproximada. A menudo el descubrimiento presuntamente silenciado es tan sabido y tan obvio, que uno se pregunta si Punset no confunde sus propias averiguaciones con las del resto de la humanidad, como si padeciese algo así como un «síndrome del descubrimiento del Mediterráneo», lo que le lleva a sentenciar: «En este libro nos estamos refiriendo a los grandes descubrimientos de los que nadie habla y que, no obstante han transformado la vida del ser humano corriente hasta niveles inimaginables» (p. 238). Para hacer honor a su compromiso, anuncia repetidamente el mayor descubrimiento de la ciencia, título efímero que pasa de unos hallazgos a otros (pp. 35, 130, 276), aunque lo habitual es que haya sido realizado hace menos de diez años por alguna de las grandes cabezas con las que tiene trato íntimo y sea objeto de conspiraciones judeomasónicas para que pase desapercibido. Hay personas que profesan convicciones humanísticas y/o religiosas y están prevenidas contra los mensajes de Eduardo Punset, porque presumen en él un sagaz defensor de los puntos de vista materialistas o cientificistas. Ojalá pudiera confirmar sus temores, porque considero que tanto el materialismo como el cientificismo constituyen desafíos teóricos muy serios, que todo el que crea en Dios o en el Hombre debiera conocer y discutir en profundidad. Pero por desgracia no es el caso. Su orientación doctrinal apunta por supuesto en esas direcciones, pero los argumentos sustantivos que aporta para abonarlas son demasiado flojos. A pesar de no ser materialista ni cientificista, los conozco mucho mejores. En el fondo, lo que define mejor su ubicación en el espectro ideológico es el sincretismo. Como en una batidora mezcla casi todas las consignas y opiniones de uso corriente, sin averiguar hasta qué punto casan unas con otras. Los Leitsmotivs en los que más insiste en El viaje al poder de la mente son: la importancia de cambiar de opinión (aunque sin especificar cómo, cuándo ni por qué); nuestra insignificancia en el conjunto de cosmos (una sentencia repetida ad nauseam desde Freud para acá, enraizada en viejos tópicos de la ascética cristiana y que ahora propone como gran novedad); la conveniencia de tomar decisiones sin estar demasiado informado (en lo cual, hay que confesarlo, Punset es modélico, véase p. 105); la utilidad de dejar de ser racionales para dar paso a la intuición y al mismo tiempo la ventaja de seguir siéndolo para no desautorizar a la ciencia (en ocasiones sugiere obscuramente que la ciencia es la única instancia competente para efectuar una especie de hara-kiri de la razón). También figuran entre las tesis capitales del libro que la inteligencia y la especificidad irrepetible de los humanos son, junto con el pensamiento autoritario y dogmático, fuente de infelicidad, violencia y terrorismo; que es más importante desaprender que aprender (frente en el que, a la vista del rumbo que está llevando últimamente el sistema educativo, estamos haciendo muchos progresos). [602]

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Propugna asimismo superar a Darwin para redescubrir y dar nueva validez a Lamarck. Por último, aboga para que cambiemos la identidad genética y epigenética de nuestra especie, a fin de convertirnos en entes clorofílicos capaces de nutrirnos del sol y el aire... Si alguien opina que esta última tesis es demasiado demencial para ser defendida por una autoridad tan solvente como Eduardo Punset, vaya a la p. 291, en la que aparece un esbozo del hombre del futuro con ramas y hojas brotando de su frente, o la 309, en que apremia a los padres progresistas para que bauticen a sus hijas (por lo civil, claro está) con el nombre de Elysia chlorotica, una babosa de color verde que, por medio de la ingesta de algas y el trasiego de genes, ha conseguido incorporar cloroplastos a sus células. Es fácil imaginar el cesto que se acaba fabricando con estas mimbres. Ignoro qué tanto por ciento de los numerosos compradores del libro habrá conseguido llegar a los capítulos finales. Los que hayan superado la prueba encontrarán sabrosos párrafos en los que, según mi poco autorizado juicio, el autor desbarra a sus anchas sin el menor apuro: «En cualquier otro animal pensamos que la dieta es muy importante para conformar el organismo, y no obstante, la gente no tiene asumido, apenas ha pensado en ello, que no podemos vivir sin comida cocinada. Las mujeres no pueden reproducirse sin comida cocinada. Incluso un varón, si sólo se alimenta de comida cruda, deja de producir esperma» (p. 250). Idéntica falta de seriedad revelan los ataques a la religión, aunque he de reconocerle la originalidad de no sacar a relucir el caso Galileo. En realidad, el único argumento que usa para demostrar la inevitabilidad del conflicto entre la ciencia y la fe es la perspectiva —inmediata según él— de sintetizar bacterias en los laboratorios (p. 166). Un escrúpulo poco comprensible, habida cuenta que la teoría de la generación espontánea estuvo en vigor hasta el siglo XIX. Quizá se deba a que el supercatólico Pasteur fue quien la refutó. Lo cierto es que incluso Tomás de Aquino pensaba que bastaban causas meramente físicas para producir, no ya microbios, sino insectos, sabandijas y hasta ratones. Uno esperaría encontrar proyectiles de más grueso calibre en el arsenal de un ateo o un materialista digno de ser escuchado. El de mayor poder ofensivo sería alegar que bastan las leyes descubiertas por la ciencia o las causas naturales vislumbradas por la razón para explicar el entendimiento y la voluntad humanas, o bien el surgimiento y destino final del universo. Conviene recordar que Punset ha publicado en 2006 otro libro con el provocativo título de El alma está en el cerebro, pero, francamente, decir que el alma está en el cerebro no tiene mayor trascendencia que pretender que también lo está en la habitación, ciudad o planeta donde ese cerebro se ubica. Para el caso, lo mismo daría afirmar que el hombre conserva su alma en el almario. Lo importante, lo decisivo, lo que pondría en aprietos la fe de una persona adulta y mínimamente informada, es si se puede o no describir con exactitud y predecir sin ambigüedad el conjunto de impulsos nerviosos que, partiendo de la incidencia de la luz en la retina, desemboca en la estimulación de las neuronas motoras que activan la respuesta deliberada y consciente a la información que aquella luz aportó. Todo lo demás son metáforas. [603]

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Ahora bien, en un mundo regido por la indeterminación cuántica y donde campea la dinámica de sistemas complejos, pretender tal cosa es una pura imposibilidad. Es elogiable la búsqueda de localizaciones cerebrales para las funciones de la mente, aunque con las técnicas disponibles de tomografía por emisión de positrones o resonancia magnética funcional la resolución espacio-temporal es todavía muy baja (estas pruebas no registran la actividad nerviosa propiamente dicha, sino sus concomitancias metabólicas y circulatorias). Ojalá den con procedimientos de mayor refinamiento. También hay que alabar y fomentar el estudio de los mecanismos biológicos asociados a la memoria, la motivación e incluso la reflexión consciente, ¡faltaría más! Pero hay buenas razones para cuestionar que por esta vía se llegue pronto o tarde a una completa reducción materialista de la mente. Punset pretende que el cerebro, lejos de ser el mecanismo más sofisticado del universo, es un mero apaño evolutivo (p. 287), como si ambas cosas fueses incompatibles. Si se conocieran otros mecanismos — hasta donde la palabra «mecanismo» sea apropiada en este contexto— más complejos, bueno sería que los mencionara. Y en todo caso, no se trataría de un único apaño, sino de una cadena ininterrumpida de ellos que ha tardado miles de millones de años en completarse. Hasta que sea descubierto otro objeto más intrincado aún, no conocemos ninguno con tantas bifurcaciones y vericuetos, ninguna estructura que constituya un desafío comparable para cualquier esfuerzo de racionalización unívoca. El propio Punset acaba reconociendo que en lo tocante a las decisiones morales, «es incluso una cuestión abierta saber hasta qué punto tenemos la opción de elegir» (p. 170). ¡Y dice eso inmediatamente después de haber conjeturado la existencia de un mecanismo biológicamente predeterminado para emitir juicios morales! (p. 168). Difícilmente podría darse mayor incoherencia entre una toma de postura materialista y un corolario que abre la puerta a la presencia de libertad en sentido fuerte. En un mundo cada día más necesitado de auténtico diálogo interdisciplinar, es una pena que quien está en una posición inmejorable para llevarlo a cabo malogre sus esfuerzos y deje a la clientela sin la oportunidad de conocer la proyección que el trabajo de la comunidad científica tiene sobre la vida humana. Coquetear con las modas intelectuales e improvisar genialidades sobre la marcha no es la mejor receta para aportar discernimiento a nuestro atribulado mundo. Por todo ello considero que la obra recensionada es un testamento fallido. Lo valiente no quita lo cortés, y diré para terminar que, a pesar de sus años y enfermedades, pocas personalidades alberga nuestro país con tantas ilusiones y juventud de espíritu como Eduardo Punset. Ello me hace concebir la esperanza de que los defectos señalados (en la medida en que sean tales) desaparezcan en la próxima entrega que recibamos de él, de modo que en lugar de la censura lo obligado sea el aplauso. Juan Arana Universidad de Sevilla [email protected] [604]

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RAIMON PÁNIKKAR, IN MEMORIAM Jacinto Choza, Universidad de Sevilla Mi primer encuentro con Raimon Panikkar tuvo lugar en Brighton, en 1988, durante el XVIII Congreso Mundial de Filosofía. Me lo presentó su mujer, María González Haba, con la que coincidí casualmente en el autobús que nos llevaba desde el palacio de congresos a una recepción en un hotel. Me preguntó de qué universidad venía y al responderle que de la de Navarra, me respondió: — Entonces seguramente conocerás a mi marido. — ¿Y quién es tu marido? — Raimon Panikkar. — Pues... no le conozco personal mente pero me encantaría, por tantas cosas como sé de él. Minutos después nos presentó en el bar. — Hola, ¿cómo estás? ¿Tú eres Raimundo Panikkar? — Sí. — Pues si tú eres Raimundo Panikkar, yo tengo contigo una relación quasi abuncular. — Ah ¿sí?, ¿por qué? — Porque mi maestro es Leonardo Polo, y Polo siempre dice que su maestro fuiste tú. Que su maestro eres tú. — Ah, ¿eso dice Leonardo Polo? — Sí, eso dice. — No me imaginaba que él pudiera decir eso. — Pues sí. Lo dice. Hablamos algún rato más sobre asuntos circunstanciales y nos despedimos. Pero luego volví a hablar con su mujer e hicimos buenas migas. Nos quedamos las direcciones y cuando volvimos a España ella me mandó por correo una novela suya de la que me habló y en la cual relataba la vida de Raimon. “El nuevo Siddhartha”, cuya autora era Gundisalva, y que había publicado la editorial Obelisco en 1986. Quedé muy impresionado por la lectura de las 214 páginas que tenía la novela. Sabía que Panikkar había tenido una vida muy dura, que había pertenecido al Opus Dei, y que lo había pasado muy mal en sus relaciones con la institución. Después le escribí diciéndole que la novela me había impresionado mucho, y que, sobre todo, me impresionaba que apenas le quedaban cicatrices de las heridas, sino, a lo más, algunas señales muy limpias. Mi carta era muy discreta, porque entonces yo pertenecía también al Opus Dei, y no quería levantar malos recuerdos ni malos sentimientos en Raimon. Me contestó agradeciéndome mi cordialidad y mis palabras “de prudente antropólogo”.

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A la vuelta de Brighton le comenté a Polo que había hablado de él con Panikkar. — Alguna vez le he escrito, pero no siempre me ha contestado... Sí. Yo estudiaba derecho, y después de conocer a Panikkar me decidí por la filosofía. Años más tarde Juan José Padial, un discípulo de Polo de la Universidad de Málaga, que puso en marcha el Instituto de Filosofía Leonardo Polo y abrió una web para eso, me comentó que hasta la muerte de Panikkar Polo había mantenido contacto con él y se habían intercambiado escritos. Unos años después, en 1998, nos volvimos a encontrar en Sevilla, en un congreso de Ciencias de las Religiones, en el que él pronunció la conferencia inaugural. Entonces yo ya había dejado de pertenecer al Opus Dei, me había casado recientemente y disponía de un hogar familiar. Fui a escucharle. Él sabía que yo había dejado también la institución. Le invité a comer a casa y vino encantado. La que fue mi mujer preparó una comida especial. Cuando llegamos él y yo, después de haber pasado unas buenas horas paseando por el Parque de María Luisa, ella le dijo que había preparado una comida suave y delicada porque suponía que él no comería carnes fuertes o cosas así. Y le preguntó abiertamente. — Yo como de todo. Siempre. De lo que haya. A lo largo de mi vida he aprendido que hay una cosa más triste para uno que ser esclavo de sus vicios, y es ser esclavo de sus virtudes. La comida fue muy grata. Durante la conversación surgió la pregunta de cómo una persona con su formación podía haber llegado a integrarse en el Opus Dei. — Mira, es que en el año 40, en Barcelona, nadie sabía nada del Opus Dei, porque en esos años el Opus Dei no era todavía nada. — Claro. Es verdad. En las horas de conversación de aquellos días en Sevilla, pude comprender y aclarar algunas cosas de su vida y de la mía. Raimon Panikkar había nacido en Barcelona, de un matrimonio de hindúes que habían inmigrado con una respetable fortuna que habían invertido y habían hecho rendir muy bien en la Cataluña de principios del siglo XX. Cuando le llegó la edad de iniciar los estudios universitarios decidió llevarlos a cabo en Alemania, y se marchó a Centroeuropa dispuesto a cursar las carreras de química y de teología, que fue lo que efectivamente hizo. La guerra civil española le cogió en Alemania, y allí permaneció realizando sus estudios mientras se desarrollaba la contienda. En el verano de 1939, cuando acabó el curso, se vino en bicicleta desde Munich a Barcelona, y tomó contacto de nuevo con España. Antes de que empezara de nuevo el curso estalló la Segunda Guerra mundial, y se quedó en España que por entonces resultaba un lugar más tranquilo. Entonces conoció a alguien que le habló de unos ideales de vida cristiana en medio de las ocupaciones profesionales ordinarias, del proyecto del Opus Dei, y pasó a formar parte de la institución como una manera de realizar unos ideales que él ya tenía. Como ya tenía estudios teológicos, a mediados de los años 40 se [606]

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ordenó sacerdote y pasó a ser capellán del Colegio Mayor Moncloa, el primero que el Opus Dei abría en la ciudad de Madrid. Desde muy pronto, la predicación de Panikkar en el colegio mayor adquirió fama entre los estudiantes de la complutense, que iban cada semana a escucharle a la capilla de aquella residencia. Su fama empezó a parecerle excesiva a Escrivá, el fundador del Opus Dei y su superior hasta el momento de su muerte en 1975, y con su colaborador Álvaro del Portillo, decidieron sacar a Raimon de Madrid para que no entorpeciera con su impronta personal el desarrollo de la institución. Lo enviaron a Valladolid, y allí volvió a suceder lo mismo pero con mayor alarma para la directiva de la institución. La espiritualidad de Raimon arrastraba a muchas personas, pero además, como por sus estudios había conocido a buen número de teólogos alemanes y, en general, europeos, mantenía con ellos una correspondencia y unas relaciones que le convertía en el mejor intermediario entre la conferencia episcopal española de comienzo de los 50 y los teólogos de la Europa que se reponía de la guerra. Cuando más tarde conocí a Ramón Rosal y tuve ocasión de leer su libro sobre el naufragio y reconstrucción de un proyecto vital, supe hasta qué punto Panikkar era un líder intelectual para todos los que pertenecían al Opus Dei en los años 50 en España. — Cada vez que llegaba nos sentábamos a escucharle, me contaba Ramón Rosal con una sonrisa nostálgica. Era un poco visionario... pero siempre nos gustaba mucho oírle. A mediados de los 50 ya había llegado a la sede de Pedro Juan XXIII, y había tomado la decisión de convocar un concilio ecuménico. La preocupación de Juan XXIII por el ecumenismo le llevó a buscar colaboradores con caracteres muy diversos, y, entre ellos, teólogos que tuvieran experiencia y relación con otras religiones. Entre ellos se contaba Raimon Panikkar, teólogo católico, hindú de raza y buen conocedor de la lengua, la cultura y las tradiciones hindúes. No les agradaba a Escrivá ni a Del Portillo esa sintonía de Panikkar y el Vaticano, y no les agradaba la cercanía de Panikkar a los que se iban acercando al Opus Dei en España. Entonces decidieron encomendarle la misión de comenzar las tareas de implantación y desarrollo del Opus Dei en la India. Raimon Panikkar se fue a la India y allí siguió desarrollando sus tareas pastorales y teológicas. Pero el Concilio estaba para empezar y los trabajos preparatorios se hacían más apremiantes y más amplios. Raimon Panikkar fue llamado una y otra vez al Vaticano para realizar esos trabajos y para participar en comisiones de redacción de documentos. Esos viajes empezaron a ser entorpecidos por Escrivá y Del Portillo primero, y abiertamente prohibidos después. En 1962, y debido a problemas graves de salud, Romano Guardini tuvo que retirarse de la docencia en su cátedra de Teología de Munich, y Raimon Panikkar, que hubiera sido su sucesor natural, permaneció confinado en la India. En Munich Panikkar tampoco gozaba de las simpatías del decano de la Facultad de Teología, Michael Schmaus, que ya había vetado a uno de sus más brillantes [607]

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estudiantes, el joven Joseph Ratzinger, la presentación de su tesis doctoral sobre la teología existencial de Guardini. En esa situación, y requerido por el Vaticano, Raimon tuvo que realizar algunos de esos viajes en la clandestinidad, trasladándose de la India a Suiza sin entrar en Italia. Empezó el Concilio Vaticano II y se clausuró el 8 de diciembre de 1965. Para entonces ya había muerto Juan XXIII y ya le había sucedido Paulo VI, que mantuvo con Raimon Panikkar una relación más estrecha que su predecesor. Una tarde de 1967, después de la comida, en una tertulia en la sede central del Opus Dei en la calle Bruno Buozzi, 73, en Roma, Escrivá nos contó al centenar de estudiantes que cursábamos allí licenciaturas en filosofía, teología, derecho canónico o pedagogía, que había ido a ver al Santo Padre y le había pedido que incapacitara para el ejercicio sacerdotal a Raimon Panikkar. — He hablado con el Papa y le he pedido que reduzca al estado laical a vuestro hermano Raimon Panikkar. Hace dos días estuvo en un programa de la televisión italiana, vestido con la túnica de los monjes budistas y hablando de lo que piensan y viven “noi hinduisti” (nosotros los hinduistas). Pues si eres hinduista no eres católico. Porque no se puede ser hinduista y católico. No hace más que generar confusión. Cuando le contaba esto a Panikkar, en el parque de María Luisa de Sevilla, se quedó muy sorprendido. — Ah, ¿eso dijo? — Si, eso. — Bueno, yo sabía que había ido al Vaticano a pedir mi inhabilitación canónica, pero no que lo había hecho por eso, ni que os lo había contado a vosotros así. — Y, ¿cómo te enteraste? — Porque me lo contó Paulo VI. Fue a pedirle eso y Paulo VI le dijo: mire usted, Raimon Panikkar no plantea ni ha planteado nunca ningún problema en la Iglesia, de manera que si ustedes tienen problemas con él resuélvanlo entre ustedes, pero no impliquen a la Iglesia porque la Iglesia no tiene problemas con Panikkar. — Caramba, Raimon, entonces... tú sí que tenías las espaldas bien cubiertas... — ¿Cubiertas...?, ¿... por quién? — Pues por el Papa. — Hombre... bueno, es que mirándolo así... — Pues no sé cómo quieres que lo mire. Y Panikkar se quedaba sorprendido con ese brillo de admiración e ingenuidad en la mirada que se les queda a las personas que habitan intelectualmente en las mayores honduras siderales y no se percatan de aspectos obvios de la convivencia cotidiana. El caso es que después del Concilio Panikkar fue dimitido del Opus Dei, y entonces se desarrolló al máximo su carrera de profesor de teología y de ciencias de las religiones, especialmente en las universidades de Estados Unidos, pero también en las de Europa y sin dejar sus contactos con Asia.

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— Luego me casé con María. Con más de 60 años. Como puedes comprender, cuando uno se casa a esa edad no lo hace porque le abrase ningún fuego. — Claro... y luego? Luego, creo que fue el propio Del Portillo el que gestionó su traspaso e incardinación en un rito oriental en el que se permitía casarse a los sacerdotes, para que su situación no produjera escándalo. María era una mujer animosa y emprendedora, extremeña, de familia con inquietudes intelectuales. Su hermana también había hecho carrera como novelista, y ella se había centrado en la teología y la filosofía, trabajando desde joven en el ámbito de la teología en el CSIC en Madrid, donde había conocido a Raimon. Después de casarse, y dado lo avanzado de la edad de ambos, se plantearon adoptar un hijo, y adoptaron dos. Pero hindúes, y en la India. Ese propósito tenía la dificultad añadida de que los costes se elevaban por encima de sus posibilidades. — Pero, Jacinto, me contó María, entonces se me ocurrió una cosa. ¿Sabes qué hice? Compré un décimo de lotería, y me fui a encararme con Escrivá y le dije: mira, tú has estado trabajando mucho tiempo con Raimon, tú lo conoces, tú le debes cosas... ayúdanos a adoptar a los hijos... Y cuando se celebró el sorteo, mi décimo fue premiado con la cantidad de dinero exacta que necesitábamos para viajar a la India y traernos a los niños. Mientras me lo contaba Raimón me miraba con una mirada y una sonrisa muy difícil de definir. Como entre enigmática, divertida, resignada y casi satisfecha. Es muy difícil imaginar una sonrisa así, y también describirla, pero creo que era bastante así. Ya en los años 90 Raimon se retiró de la docencia universitaria, regresó a Cataluña y se instaló en Tavertet. Allí creó un centro de estudios y de meditación, se incardinó en la diócesis de Vich (aunque al obispo no le resultaba especialmente satisfactorio) y creó una fundación. Hacía comentarios del evangelio en un programa de Radio Barcelona que escuchaba mucha gente, decía una misa dominical en Tavertet a la que acudía mucho público de la capital, y en las grandes solemnidades subía a Montserrat y concelebraba con el Abad y los demás sacerdotes (que sí encontraban satisfactoria su compañía). En el año 2000 celebramos el III Congreso Internacional de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF) en la Universidad de Barcelona. Entonces yo era el presidente de la SHAF y Octavi Piulats era el secretario, y le tenía mucha admiración a Raimon Panikkar. Insistió en que había que conseguir que diera la conferencia inaugural del congreso, y después de alguna conversación con él aceptó. Fuimos a Tavertet a recogerlo y nos dio la conferencia, que se publicó en las actas del congreso en la revista Thémata, y luego lo volvimos a llevar a su casa. — Jacinto, estoy dedicado a un trabajo... tremendo... Eso de poner por escrito en papel las cosas que uno ha vivido... ahora, al final... y no sabe uno si va a tener tiempo... [609]

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Desde su regreso a España en los 90 hasta su muerte en 2010, sus obras fueron apareciendo en editoriales españolas y en reediciones, una tras otra, y se fueron difundiendo en la península. En 2003 publiqué “Metamorfosis del cristianismo. Ensayo sobre las relaciones entre religión y cultura”, y le mandé un ejemplar a Raimon. Me contestó a los pocos días enviándome otro libro suyo y una carta. Había recibido el libro, lo había abierto, había comenzado a leerlo y no había podido parar hasta terminarlo. Allí estaba la tesis que él había mantenido siempre, y a la que había dedicado también un libro que me enviaba. La clave de toda religión es el culto. Esa era también la tesis de Guardini. Luego nos intercambiamos algunas cartas y algunos escritos. En primavera de 2010 coincidí en Cuenca, en unas jornadas sobre ateos y creyentes, a Agustín Panikkar, el hijo de su hermano Salvador, que había fundado años atrás la editorial Kairós en Barcelona. Le conté buena parte de estos episodios que refiero y me comentó — Pues esas cosas yo no las sabía... y creo que no las sabe nadie... — Bueno, no te preocupes, ya las escribiré en su momento... ¿y cómo sigue él...? — Pues... viejito... viejito... cada vez más apagado... va en silla de ruedas... — ¿Y la cabeza... la tiene bien...? — Sí, sí. Muy bien. Pero cada vez más apagado. Cuando en agosto de 2010 me enteré de la muerte de Raimón Panikkar, casi a la vez que la de mi compañera y amiga de la facultad de filosofía de Sevilla Isabel Ramírez, me sentí mal. Como con un golpe entre la boca del estómago y el corazón. Experimenté una especie de orfandad, como una orfandad que nos afectaba a mucha gente. Yo me quedaba sin uno de mis puntos de referencia clave para pensar el cristianismo, la religión, y mi tiempo. Pero sabía que eso le pasaba a más gente. No sé cuántas líneas genealógicas arrancan de Raimon Panikkar. En la India, en Italia, en Alemania, en Estados Unidos, en la fundación de Tavertet, a través de sus hermanos, sobrinos e hijos adoptivos. Sólo sé un poco de la que sale de su discípulo Leonardo Polo. Así como Polo se confiesa discípulo de Panikkar, también se confiesan discípulos de Polo Eugenio Trías en Barcelona, Ignacio Falgueras, Juan García y Juanjo Padial en la Universidad de Málaga, Fernando Sellés en la Universidad de Navarra, Héctor Esquer en la Universidad FrancoMexicana de México DF, y me costa que muchos más cuyos nombres no he retenido. Personalmente creo que Raimon Panikkar es el más importante de los pensadores españoles del siglo XX. Y cuando afirmo esto pienso en su comparación con Ortega y con Zubiri, a los que consideramos los más grandes del siglo XX (yo también los considero así). En un congreso internacional de filosofía de los años 60, en que intervinieron destacadas figuras de la filosofía mundial del momento, Jean Paul Sartre entre otros, alguno de los asistentes me comentó que Panikkar había eclipsado por completo a Sartre. No me cabe la menor duda. En [610]

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alguna ocasión se propuso a Panikkar como candidato para el premio Príncipe de Asturias, y quizá para algunos otros. Ignoro si se propuso más veces. Los premios se proponen y se logran cuando a una cierta grandeza (que no hace falta que sea excepcional y que puede ser discutible) se suma una oportunidad y necesidad política (que sí hace falta que sea intensa). El tiempo histórico suele ser con frecuencia más acertado y más justo que los jurados de los premios, y confío en que con Raimon Panikkar lo será. Que yo sepa no han aparecido volúmenes de alguna edición de sus obras completas. Tampoco sé si ese proyecto está ya en marcha. Si lo inició él o lo han iniciado sus discípulos en Tavertet. Me gustaría terminar con un pequeño apunte de su pensamiento. Panikkar es un filósofo y un teólogo. Por tanto no es un especialista en nada, ni en cosmología, ni en historia del cristianismo ni en hinduismo. Por supuesto es especialista en todo eso, y en algunas cosas más. Pero sobre eso y sobre todo, es un filósofo y un teólogo, y por tanto su tema de reflexión y de análisis es el conjunto, el todo. Sus primeras publicaciones versan sobre cosmología, y ahí es reconocido y citado por los estudiosos. Tomó parte en la polémica sobre el humanismo desencadenada en Europa a partir del libro de Maritain “Humanismo integral” de los años 30, el de Sartre “El existencialismo es un humanismo”, el de Heidegger “Carta sobre el humanismo” y el de Merleau-Ponty “Humanismo y terror” de los años 40, con su libro “Humanismo y cruz” en los años 50. El debate continuó con otros libros de Adan Schaff, Garaudy y Marcuse, y concluyó de algún modo con el libro de Foucault “Las palabras y las cosas”. Pero nunca abandonó ese tema y a partir de los 80 trabajó en su visión “cosmoteándrica” en la que diseñaba la unidad del mundo, el hombre y Dios en una perspectiva existencial. A partir de los años 60 empiezan a ser frecuentes sus publicaciones sobre temas religiosos y teológicos, y a partir de los 80 las publicaciones sobre religiones orientales y budismo, frecuentemente en su relación con el cristianismo. De entre esos libros me parecen excepcionales “El silencio de Budha. Introducción al ateísmo religioso”, y “La plenitud del hombre” que es la exposición de su cristología, ambos publicados en España por la editorial Siruela. En el primero de ellos, Panikkar lleva a cabo una des-ontologización de Dios, tal como había propuesto Heidegger en los 60, y que ha sido emprendida después por otros autores, entre ellos Jean Luc Marion. Dios puede ser pensado al margen del modelo teórico griego del ente, e incluso al margen de los principios griegos de ser y ente, es decir, puede ser pensado independientemente de la diferencia ontológica, y de hecho así ha sido pensado en la tradición hebrea y en la tradición budista, y ha sido nombrado y expresado de otros modos. Si se analizan esos modos se puede percibir una correspondencia homeomórfica, como Raimon la llama, entre los rasgos de la divinidad tal como se piensan en unas y otras tradiciones. Realizados estos análisis, se puede hacer resaltar la correspondencia entre la segunda persona de la trinidad cristiana, el Hijo, el Logos, con la sabiduría del [611]

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dios hebreo, hindú, e incluso, con la sabiduría del Uno neoplatónico y del paganismo politeísta griego. De esta manera Panikkar puede señalar la convergencia de las diversas religiones en relación con Dios, en relación con la sabiduría de Dios, y en relación con las manifestaciones de esa sabiduría en la creación y en el hombre. La gran diferencia entre las demás religiones y el cristianismo es que el cristianismo ha concentrado su relación con Dios y con la sabiduría de Dios a través de la encarnación histórica de esa sabiduría en un ser humano, en el hombre Jesús, el Cristo. Pero, señala Panikkar, Jesús no es la única posibilidad de relación con la sabiduría de Dios, ni tampoco con Dios. De hecho, el prólogo del evangelio de Juan es un cántico al Hijo, al Logos, tal como se concibe en la tradición neoplatónica o en la tradición hindú. Jesús aparece después, porque Jesús no es coeterno ni consustancial con el Padre. Y no lo es porque, además de ser hijo del Padre, también es hijo de María. Si el cristianismo negara la posibilidad de otro acceso al Logos y a Dios que no fuera Jesús, estaría incurriendo en una especie de historiolatría, afirma Raimon, lo cual, por lo demás, es algo muy propio de la cultura occidental moderna. La plenitud del hombre, la cristología de Panikkar, es un libro en el que se colocan en tres columnas, primero, lo que dice de Cristo la teología dogmática cristiana, tal como quedó básicamente elaborada por Tomás de Aquino en la Suma Teológica, con sus categorías propias, en segundo lugar, lo que dicen Juan de la Cruz y Teresa de Jesús en sus descripciones existenciales de su relación con el Hijo, con Cristo, y con su Padre, de modo que pueda percibirse la correspondencia entre las categorías de la ontología clásica, y las expresiones existenciales del lenguaje ordinario, y en la tercera columna, lo que dice del Logos la tradición hindú con sus categorías propias, para que pueda percibirse la correspondencia de éstas con las de la ontología clásica occidental y con las categorías existenciales del lenguaje ordinario. Seguramente no se puede hacer más, de un modo más respetuoso y más adecuado, por la unidad de las religiones y por la convergencia de las culturas en cuanto a su concepción de Dios. El trabajo de Panikkar abre un horizonte muy prometedor para el encuentro entre las religiones a nivel dogmático, pero también a nivel existencial y de culto. Porque las afinidades señaladas a nivel dogmático también pueden señalarse a nivel de las manifestaciones de la divinidad en el cosmos y en las comunidades humanas. Esa convergencia y armonía es una de las posibilidades que se abre desde la concepción cosmo-teoándrica propuesta en la obra que Raimon Panikkar realizó a lo largo de su vida, y que pudo legarnos bastante elaborada en el momento de su muerte.

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DOS SIMPOSIOS. RESEÑA CRÍTICA1 José Domingo Vilaplana Guerrero. IES “Campo de Tejada”, Paterna del Campo, Huelva Resumen: Este trabajo, de balance y crítica, nace inspirado por una doble pretensión. Primero, ofrecer una visión global de lo que entiendo son los puntos de convergencia, manifiesta o implícita, entre los comparecientes a sendos Simposios. Segundo, apuntar algunas consideraciones críticas y alternativas a tales rasgos comunes, con el fin de vivificar, si cabe aún más, el debate filosófico. Abstract: This work of both criticism and assessment finds inspiration in a double aim. First, to offer a global view of what I think are the convergent points, manifest or implicit ones, among those present in both Symposiums. Second, to point out some critical and alternative facts to those common aspects, with the purpose of enlivening even more the philosophical debate wherever possible.

El enunciado genérico “Naturaleza y Libertad”, que da pie a los diversos trabajos objeto de este comentario, plantea desde su propia formulación al menos dos posibles modos de afrontar el problema, lo que, en mi opinión, marca la impronta y el contenido de las reflexiones vertidas por los ponentes. Cabría así entender la libertad como un rasgo bien surgido en la naturaleza humana (pues de la naturaleza humana tratamos), un producto evolutivo, o bien, por el contrario, externo y sobrepuesto a la misma naturaleza humana, inscrito en ella y de origen desconocido o extrahumano. A su vez, el acercamiento hacia esas realidades, naturaleza y libertad, se realiza desde diversos ámbitos de saber cuya imbricación o posible relación también es objeto de consideraciones mayoritariamente convergentes, al menos en apariencia. Genéricamente, tales ámbitos son la Ciencia y la Filosofía, reproduciéndose de nuevo, por la inevitable presencia de la conjunción, al menos otros dos focos de problematicidad, paralelos a la antes señalada, que afectan singularmente a la consideración sobre lo que cabe esperar de las investigaciones en marcha sobre la conciencia y la libertad: ¿son opuestas ciencia y filosofía como ámbitos de saber o, por el contrario, aunque 1 Los textos objeto de esta reseña conforman las actas de sendos Simposios celebrados en Sevilla en octubre de 2008 y 2009 en torno al tema genérico “Naturaleza y Libertad”. Dichas actas están publicadas en THÉMATA Revista de Filosofía, nº 41, Sevilla, 2009 y en Neurofilosofía. Perspectivas contemporáneas, Sevilla-Madrid, Thémata / Plaza y Valdés, 2010. Editores: Concepción Diosdado, Francisco Rodríguez Valls y Juan Arana. Todas las alusiones a los ponentes son referidas a dichos textos, no a otras obras de las que pudieran ser autores.

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diversas son complementarias en sus aportaciones?; en cualquier caso ¿en qué grado, en qué sentido, y qué consecuencias concretas son derivables de esa real diferencia, aunque sea sutil (Arana, 2010)? Digamos que este es un problema colateral, o sea otro problema, a los que suscita el enunciado “Naturaleza y Libertad”, si bien, como intentaré hacer ver, guardan entre sí una apreciable conexión. Hacia el final de este trabajo retomaré este asunto capital. Debo decir, con independencia de mis propias opiniones sobre estas cuestiones, que aprecio en todos los pensadores participantes en ambas convocatorias su vigor especulativo, su honradez intelectual, así como su implicación e interés en los temas que tratan. De todos he aprendido, y todos me han invitado a pensar. Dicho esto, me corresponde ahora reseñar críticamente, y a ojo de pájaro, los que me parecen ser los mensajes nucleares que de manera global son identificables tras la lectura atenta de los trabajos. Todos ellos merecerían un análisis específico, una contestación individualizada, pero una reseña como ésta ha de centrarse en los aspectos más sobresalientes de su contenido y en hacer un balance valorativo de su alcance. Mayoritariamente, casi de manera unánime, los ponentes reclaman el papel activo de la filosofía en el debate sobre la naturaleza de la libertad, de la conciencia y del yo, entre otros problemas tratados. Parecen considerar que a la filosofía le asiste algo así como un derecho histórico, pero no sólo eso. Entre el trabajo científico y el filosófico existe una diferencia suficientemente precisa como para que ésta tenga su lugar y realice sus propias aportaciones no sólo a la investigación científica sino al entendimiento mismo de la libertad y la conciencia, incluso contra ciertas concepciones supuestamente derivadas de la ciencia o deudoras de un cientificismo obtuso. En el mejor de los casos, ciencia y filosofía podrían ser complementarias, colaboradoras en un diálogo fructífero y esclarecedor. Creo que de uno u otro modo éste es un lugar común entre los filósofos que comparecen en estas páginas que reseño. En ellas es habitual encontrar alusiones a lo que un sujeto identificado como Filosofía hace, debe hacer o se espera que haga (J. I. Murillo, 2009; I. Salazar, 2009), como si fuera posible desvincular la actividad filosófica del filósofo, o el saber filosófico pudiera gozar del acuerdo intersubjetivo propio de la ciencia normal, lo que lo convertiría en una conquista específicamente filosófica transmisible y compendiable. En cierto modo, este reclamo de un ámbito propio viene asociado a la consideración de su radicalidad, o visto de otro modo: no se acepta la pretensión cientificista de cubrir con su discurso la totalidad de su objeto (Arana, 2009), y menos de los objetos “libertad”, “conciencia” o “sujeto humano”. La ciencia resulta, en este sentido, insuficiente, y su insuficiencia es terminológica, metodológica y, finalmente, explicativa. La ciencia no puede explicarlo todo porque sólo ciertos aspectos o dimensiones del problema entran en la órbita de su alcance. El monismo nouménico que defiende Pedro Jesús Teruel (P.J. Teruel, 2009, 2010) es un ejemplo de esa consideración sobre la limitación de la ciencia y, además, sobre la limitación de cualquier forma de conocimiento para la comprensión explicativa [614]

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del fenómeno de la subjetividad, de la autoconciencia reflexiva o de la libertad, algo para él “cognitivamente cerrado”. Entramos así, en efecto, en otra de las tesis nucleares apreciables genéricamente entre los ponentes: aunque la filosofía pueda practicar una colaboración supuestamente fructífera con las ciencias de la mente no parece posible un esclarecimiento definitivo del problema de cómo la materia genera una mente, o en qué consiste el fenómeno de la subjetividad, la conciencia y la libertad. Los ponentes, mayoritariamente, consideran innegable la existencia de tales entidades fenoménicas en sí (salvo, quizá, Hernández-Pacheco, pero para subsumirlas en una reflexividad objetivada por el lenguaje2), así como del “hecho real y no imaginario” de que “existe un salto cualitativo entre las operaciones mentales prerreflexivas y la autoconciencia reflexiva” (P.J. Teruel, 2010), pero comprenderlos y explicar ese “salto” ya no está al alcance de la propia mente, es decir: la mente no puede conocerse a sí misma, no puede reflejarse a sí misma especularmente, siguiendo con la metáfora de Hernández-Pacheco. Existe algo misterioso en lo más íntimo de lo mental, y eso es incognoscible (Velázquez Fdez., 2010; González Quirós, 2010; P.J. Teruel, 2009, 2010). Por esta senda, casi todos los filósofos que comparecen en sendos simposios realizan diversas críticas a las aportaciones de la neurociencia, o incluso de la ciencia en general, a la que se llega a acusar, en algún caso, casi de dogmática por estar fundada en postulados cerrados y simplificadores, lo que impide su “elevación a la condición de saber”, que es “lo que tradicionalmente se ha denominado filosofía” (J. I. Murillo, 2009). Esas críticas, como decía, suelen centrarse en mostrar la insuficiencia de los hallazgos de la neurociencia, así como en denunciar la superchería de quienes han pretendido un acercamiento explicativo y, consecuentemente, inaceptablemente reductivo del “problema difícil” (Chalmers), como Dennett, Damasio, Libet o Kurzweil. Nunca llueve a gusto de los filósofos, doy en pensar, porque la ciencia nunca responde a sus preguntas, las de cada uno de ellos, de ahí esa insuficiencia que denuncian, prendida de la patológica insatisfacción intelectual que ostentamos como marca de clase. (En la propia república filosófica, los acuerdos, en caso de producirse, son siempre superficiales. Rásquese un poco en la epidermis de esos acuerdos y brotarán las discrepancias como las setas en otoño.) En muchos casos, cada vez más, los filósofos se nutren de ellas, de las ciencias, pero con frecuencia para hacer más evidente su insuficiencia y sus

2 Creo entender que para Hernández-Pacheco el lenguaje opera como unificador intersubjetivo de lo real. Me parece interesante su reflexión inicial, pero pronto deja constancia de la misión mediadora que otorga al lenguaje. O sea que hay sujeto, realidad y lenguaje mediador, para Hernández-Pacheco, aunque no haya conciencia ni mente identificables reflexivamente. Precisamente en este encadenamiento conceptual, de filiación parmenídea, late lo que a mi juicio constituye la limitación que comparten, ahora sin excepción, todas las ponencias que vengo examinando. Volveré sobre ello a texto abierto.

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limitaciones, o para neutralizar su inconsistente arrogancia3. Y es que la ciencia tiende a caer en una serie de pecados intelectuales a los que los ponentes filósofos responden, casi invariablemente, imponiendo la penitencia del descrédito. Estos pecados, debidamente señalados en los textos que reseño, son básicamente los siguientes: el reduccionismo (no tanto metodológico sino ontológico, conjurado habitualmente con el adjetivo “mero”: el fenómeno de la subjetividad, o de la libertad, o de la conciencia, o de la vida... no puede reducirse a “mero”...), el determinismo, el monismo materialista, a veces llamado naturalismo, y, en fin, otras indeseables variantes, como el “materialismo provisorio” o el escepticismo relativista. Como no son reducibles a “mero” nada ni los fenómenos ni los hechos mentales, es inútil pretender su reproducción artificial, sólo cabe, acaso, cierta limitada emulación, inconmensurable con lo que realmente sucede en el cerebro y en la mente. No queda claro, por ejemplo en la tesis defendida por González Quirós, si debería prohibirse todo intento de reproducción tecnológica de la inteligencia, habida cuenta de la imposibilidad a priori de tal logro. Aboga González Quirós por una “desconexión”, no sé si terapéutica o propedéutica, entre IA y cerebro humano, como realidades inconmensurables. Ray Kurzweil, el inventor americano, aparece en su texto como una especie de loco de atar, pero ¿dónde habría de residir su peligrosidad, me pregunto, si ese delirio que llama “singularidad” es sólo eso, la quimera de un loco? ¿O es que se temen otro tipo de consecuencias? ¿Cuáles? En términos generales, el discurso filosófico en que recidivan muchos de los ponentes se canaliza en torno a un conjunto de bipolaridades de corte netamente clásico: exterior/interior, mente/cuerpo, determinismo/libertad (con la subliminal asociación inversa entre libertad e indeterminismo; más adelante volveré sobre ello), potencialidad emergente/azar, humanidad/animalidad, descripción/ explicación, entre otras. Esta circunstancia propicia la reivindicación permanente de una terminología que los autores consideran básicamente insuperada por la moderna jerga tecno-científica. Así, permanece singularmente vivo el diálogo con Aristóteles, Descartes o Kant, entre otros, de manera que a la hora suprema de fijar posiciones recurren invariablemente a la conceptualización tradicional, esa que dominan con erudito virtuosismo: alma, virtud, reflexión, libertad, conciencia, yo, causa, potencia, efecto, finalidad, carácter... Cierto razonamiento, no expresamente hilvanado por todos los ponentes, sí por alguno, me parece representativo de lo que muchos parecen tener en mente: puesto que la conducta 3 Curiosamente, e invirtiendo la crítica, es Giménez Amaya quien llama la atención sobre el hecho de que “muchas veces las conclusiones que sacan los no expertos [de los experimentos y hallazgos científicos] son demasiado simplistas” (Giménez Amaya, 2010), y por tanto conducen a la confusión y adulteración de tales hallazgos, así como al extravío en las conclusiones. ¿Piensa Giménez Amaya que los “no expertos” deberían abstenerse de extraer conclusiones propias? ¿Quiénes son los “no expertos”? Hubiera sido interesante conocer las respuestas de Giménez Amaya a estas preguntas, del todo pertinentes, a mi juicio.

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humana es indeterminable (absolutamente), entonces es libre; o dicho de otro modo: “Desde la razón finita no hay leyes necesarias de lo humano y, por tanto, es teóricamente más convincente introducir el fenómeno de la libertad que prescindir de él” (Rodríguez Valls, 2009). Por esta misma senda hay quien postula, contra Heidegger, un pensar libre de condiciones interpelantes, “capaz de desobedecer al tiempo” (Alejandro Rojas, 2009), o sea un pensar ontológicamente libre. Sólo uno de los ponentes, Martín López Corredoira, allegado al territorio filosófico desde el trabajo científico, proclama abiertamente su materialismo, si bien lo considero abruptamente defendido, a pesar de sus innegables aciertos, precisamente por ser presa del mismo esquematismo bipolar en que incurren los propios filósofos, del que no logra desembarazarse. Entre estas limitaciones es singularmente reseñable la tosca asociación entre materialismo y determinismo, junto a su opuesto especular: determinismo y ausencia de libertad. López Corredoira niega la misma imprecisa libertad que defienden quienes niegan el determinismo y el materialismo, entendiendo que si no hay determinismo hay libertad, y, según él, como hay determinismo no hay libertad. Da la impresión de que, al cabo, todos hablan de lo mismo o juegan al mismo juego con las mismas reglas en cuanto recurren a la misma dialéctica entre opuestos y afines, al mismo esquematismo conceptual, y con las mismas pretensiones: llevar Razón, descubrir la Verdad, o parte de ella. A este propósito, otro ponente, Hugo Viciana (2010), insiste valientemente en la necesidad de una reformulación terminológica, “salto semántico” lo llama, dado que las ciencias de la mente parecen estar modificando la concepción tradicional de muchos procesos y fenómenos mentales y conductuales, lo que tiene a su parecer —y al mío— una influencia determinante en la valoración de la conducta moral y en la propia reflexión ética. Entre los ponentes Viciana es el único que parece detectar la insuficiencia del léxico canónico, lo que de algún modo podría interpretarse como una propuesta de reformulación de no pocos problemas. Decía anteriormente, en nota a pie, que existe un punto en que parecen converger todos los ponentes, y que en torno a él se moviliza su reflexión a la vez que, a mi juicio, se limita. Ya he señalado algunos de esos puntos de encuentro, también limitadores, pero quizá sea posible aunarlos en un común denominador. Me atrevo a decir que tal rasgo común puede calificarse de realismo esencialista, operativo a modo de supuesto heurístico en todos los ponentes, ya procedan del ámbito filosófico, ya del científico. El filósofo recurre a la ciencia para nutrir su reflexión y entrar en diálogo crítico con sus producciones; el científico (López Corredoira, Giménez Amaya...) palpa los límites de su ciencia e inicia un ejercicio de reflexión filosófica que le lleva a adoptar opiniones que apuntan directamente a la Verdad, o con pretensión de verdad las formulan, igual que los filósofos. El filósofo y el científico, en el contexto de estos simposios, comparten su pleitesía a la autoridad de lo Real y de la Verdad, lo que les fuerza constantemente a mantener las debidas precauciones ante las mil caras que hoy adopta el escepticismo relativista o cualquiera de sus inaceptables versiones. En algunos casos la situación teórica que llega a plantearse es cuanto menos curiosa: se [617]

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defiende un “cierre cognitivo” de manera más o menos explícita (al modo de Collin McGinn, “ignoramos e ignoraremos”), al tiempo que se huye del escepticismo como si de una claudicación deshonrosa se tratara; aunque en el paroxismo de la audacia, hay quien considera beneficioso (porque es bueno para su creencia, como diría William James) un escepticismo metodológico (P.J. Teruel, 2010), operativo a modo de filtro o barrera ante cualquier patógeno disfrazado de explicación definitiva de lo que ya se ha decidido que “jamás” la tendrá4. En una órbita no muy lejana parece hallarse Juan Arana (2010) cuando distingue entre neurociencia (descripción de cómo funciona el cerebro) y neurofilosofía (propuesta racional acerca de lo que el sistema nervioso es, anticipando lo que podremos llegar a saber de él), de tal modo que las descripciones de la primera son siempre insuficientes para las aspiraciones de la segunda. En la medida en que siempre serán insatisfactorias las aportaciones de la neurociencia, dada la insuficiencia de la noción de materia para cubrir la complejidad del funcionamiento mental, la posición teórica del profesor Arana queda casi blindada a cualquier prueba falsadora, puesto que de una descripción todo lo vasta que se quiera de cómo funciona el cerebro nunca se seguirá una explicación suficiente del fenómeno mental. La investigación neurocientífica puede continuar, debe continuar, y progresar indefinidamente, pero no se espere que explique el problema fuerte. El postulado de la incomunicabilidad interior/exterior, apoyada en el postulado de su misma existencia, garantiza esa insalvable limitación, en la misma línea defendida por P.J. Teruel. Llegados a este punto, y en vista del nudo en que parecen converger todos los comparecientes, el realismo esencialista, creo oportuno sugerir la conveniencia de abrir o amplificar el espectro del debate, sólo así cabe hacer alguna aportación que lo estimule y acaso lo reconduzca hacia territorios menos frecuentados. Desde esta nueva banda, amplificada, el debate bascula hacia el entorno de la polémica ya clásica entre Thomas Nagel y el Wittgenstein de la Investigaciones filosóficas, cuya resonancia afecta tanto al tema “Naturaleza y Libertad”, a las concepciones de Realidad y Verdad, como al valor de la Ciencia y el papel de la Filosofía. Dos son los textos en que Nagel toma posiciones sólidas frente al riesgo inducido por Wittgenstein de quedar atrapados en un materialismo eliminativo o un relativismo fácil, tan superficial como estrechamente cientificista. Uno es su

4 Pero para P.J. Teruel no habrá respuesta capaz de explicar definitivamente la conexión entre las operaciones mentales prerreflexivas y la autoconciencia reflexiva. Se libra así, por un lado, de incurrir en lo que llama “materialismo provisorio”, pero por otro hace uso del denostado escepticismo en una audaz versión terapéutica: tomando el escepticismo de su propia medicina garantiza el no pasarán, o sea consigue aislar el problema fuerte de los agentes patógenos que pululan por doquier. Sé desde hace tiempo que lo ingenioso suele ocultar, en dosis variables, alguna forma de treta. Es la misma crítica, la de la treta audaz, que suele hacerse a Dennett y a otros atrevidos. Pero hay que ser audaz, qué duda cabe.

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trabajo “Wittgenstein: El conflicto egocéntrico”5, publicado como reseña a la obra de David Pears The False Prison: A Study of the Development of Wittgenstein´s Philosophy, de 1988, y otro su obra anterior, de 1986, Una visión de ningún lugar6. En esa polémica tercia con brillantez un oponente irreconciliable a las tesis de Nagel, Richard Rorty, especialmente en diversos textos publicados bajo el título El pragmatismo, una versión7. La ya excesiva extensión de este comentario desaconseja entrar en mayores detalles, pero quizá sea conveniente apuntar los términos de la polémica con la intención, como decía antes, de propiciar su debate entre nosotros. En efecto, el debate que se suscita nace de oponer dos frentes al realismo esencialista, inscrito en la dialéctica interior/exterior: por un lado, la alternativa de un subjetivismo relativista, inscrito en un escepticismo emotivista; y por otro, un naturalismo panrrelacionista y pragmático. Estos dos frentes son irreductibles uno a otro, a pesar de que desde el realismo esencialista se consideren caras de la misma moneda, falsa claro. Más bien sucede lo contrario: tanto el esencialismo como el relativismo comparten, a mi juicio, la misma creencia en un ordo essendi, y paradójicamente, en el contexto de las ponencias que reseño, ambos imponen una férrea limitación sobre el ordo cognoscendi: el esencialismo por desembocar en un noumenismo, monista o dualista, eso quizá sea lo de menos, y el escepticismo por insistir en la incognoscibilidad de la Verdad, lo que la relativiza en verdades personales o parciales, cuyo componente emotivo y prerracional Damasio y otros se han ocupado de ponderar. Por tanto, la dialéctica o el juego de opuestos “realismo esencialista” versus “escepticismo relativista” comparten, como todas las díadas señaladas anteriormente, el haber sido edificadas sobre la base común de la verticalidad como metáfora de la profundización limitada en un orden con distintos niveles de hondura ontológica, afines por tanto a la verificabilidad como criterio de aprehensión de lo intrínsecamente real. El lenguaje funciona desde esta concepción a modo de sonda con la que se penetra en lo real hasta el indefinido límite que cada uno, cada filósofo, considere. Se trata del lenguaje como instrumento de conocimiento vía descubrimiento, coincidiendo los límites del lenguaje con los límites de lo descubierto. Ciencia y Filosofía comparten, desde esta perspectiva, la tarea de “trabajar el concepto” como método de conocimiento, si bien disputen la radicalidad de su saber. Pero de

5 Nagel, T., “Wittgenstein: El conflicto egocéntrico”, en Otras mentes. Ensayos críticos 19691994, Barcelona, Gedisa, 2000. 6 Nagel, T., The View from Nowhere, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1986; en edición española Una visión de ningún lugar, México, FCE, 1996. Aquí las críticas al último Wittgenstein son igualmente intensas, e incluso airadas. 7 Rorty, R., El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética, Barcelona, Ariel, 2008. Los textos que se recogen bajo este título son un conjunto de lecciones impartidas por Rorty en la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo, en la Universidad de Gerona, en junio de 1996.

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saber verdadero y objetivo se trata, incluso cuando esa objetividad sea reflexiva, al modo defendido por Hernández-Pacheco. Al margen de estos posicionamiento de base cabe señalar lo que acaso sea identificable como otra actitud intelectual, la actitud pragmatista, en la que cabe inscribir, con matices, el naturalismo que adopta Dennett, entre otros, y el panrrelacionismo de Rorty, del que el aludido naturalismo sería una modalidad. Esta actitud pretende, literalmente, mantenerse al margen de la disputa interminable (López Corredoira, 2010) de esencialistas y analíticos y opta por, desentendiéndose del hechizo interior/exterior, renunciar a la certeza, al sentido de profesionalismo (tan amenazado por Wittgenstein) y a la aspiración de trascender, de “salir de nuestras mentes”. ¿Hacia dónde se camina desde esa opción?, nos preguntamos, acaso sobrecogidos por el abismo. Quizá hacia una crítica conciliadora de las innovaciones lingüísticas como forma de alumbramiento de nuestros propios pasos, una crítica comprensiva de la cultura, al modo propuesto por Wittgenstein, ajena a la autoridad de lo Real y de la Verdad, capaz de operar una desmitificación saneadora. ¿Por qué saneadora?, ¿cuál sería su efecto saneador, y sanador? Quizá el simple aventurarse a explorar lo que fuera una reflexión crítica liberada de autoritarismos polarizados pudiera insuflar un impulso renovador, pudiera desatascar canales de comunicación obturados por ateromas conceptuales que como cargas del mismo signo se repelen. Quizá se podría ensayar un esfuerzo crítico de superación conciliadora de léxicos, en la línea de la propuesta rortyana de “reemplazar la ambición filosófica por trascender por la esperanza política de conciliar”8. Pero no nos engañemos, yo procuro no hacerlo: no lograremos modificar nuestras posiciones ni en virtud de nuevos argumentos ni por la producción de nuevas evidencias (científicas, epistemológicas, éticas...). Como afirma Rorty, los filósofos son extraordinariamente hábiles para construirse una costra conceptual en torno a ellos mismos9 mediante una espiral ilimitada de redescripciones comprensivas de lo que ellos y otros hacen, lo que genera, como he tratado de poner de manifiesto, prácticas lingüísticas 8 Rorty, R. op. cit., p. 177. 9 En las ponencias que he venido examinando cabe identificar no menos de cinco circunscripciones de uso del término “libertad”: económica, cognitiva, religiosa, metafísica y naturalista, cada una de ellas perfectamente amoldadas al orden de preocupaciones filosóficas del ponente. Es decir, leídos con atención cada uno de los textos cabe afirmar, no que todos hablan de lo mismo, como pretende sugerir el título que inspira los simposios, bajo el cual se aúnan los diversos trabajos, sino que cada uno habla de lo que ocupa su particular interés sirviéndose de lo que necesita para satisfacerlo. Si se produce algún solapamiento o alguna convergencia, más allá del señalado esencialismo realista, debemos tomarlo como un encuentro casual entre quienes frecuentan el mismo barrio.

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autorrecurrentes y esquemáticas que sólo se responden a sí mismas, de modo que, cerrado el bucle lingüístico, esa coraza lógico-conceptual se hace refractaria a cualquier réplica argumentativa que venga de fuera. “Todo lo más que podemos esperar es una experiencia de conversión, [o sea] la superación de lo que actualmente representa una imposibilidad psicológica”10. José Domingo Vilaplana Guerrero [email protected]

10 Rorty, R., op. cit., p. 179.

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