Una categoría conceptual a la deriva: Discusión acerca de la aplicabilidad de revolución a las independencias hispanoamericanas

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Descripción

ESCARAPELAS Y CORONAS LAS REVOLUCIONES CONTINENTALES EN AMÉRICA Y EUROPA, 1776-1835

Michel Vovelle, Manuel Chust José A. Serrano (eds.)

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1.ª edición: octubre de 2012 © Editorial Alfa, 2012 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Editorial Alfa Apartado 50.304. Caracas 1050, Venezuela Telf.: [+58-2] 762.30.36 / Fax: [+58-2] 762.02.10 e-mail: [email protected] www.editorial-alfa.com ISBN: 978-980-354-331-0 Depósito legal: lf50420123002265 Diseño de colección Ulises Milla Lacurcia Diagramación Yessica L. Soto G. Fotografía de solapa Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix (1830) Óleo sobre lienzo, (260 x 325 cm) Musée du Louvre, París. Reproducción: photoaisa.com Corrección Magaly Pérez Campos / Margarita Arias Impresión Editorial Melvin, C.A. Printed in Venezuela

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TABLA DE CONTENIDO

Presentación ........................................................................ 7 Parte I Reflexiones sobre «revolución» Revolución de «revolución». El giro del concepto «revolución» a finales del siglo XVIII ............................... 13 Lluís Roura I Aulinas Una categoría conceptual a la deriva: discusión sobre la aplicabilidad de «revolución» a las independencias hispanoamericanas ............................................................ 39 Rogelio Altez Comprender las independencias (revoluciones) hispanoamericanas ............................................................ 81 Manuel Chust Parte II Los debates sobre las primeras revoluciones modernas dos siglos después Estados unidos: una revolución por la independencia y la república permanentemente revisada ...................... 107 Aurora Bosch

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La Revolución francesa, veinte años después del bicentenario .............................................................. 135 Michel Vovelle Iberoamérica y las revoluciones atlánticas ..................... 151 Marcello Carmagnani Un debate vivo: las revoluciones de las independencias iberoamericanas doscientos años después ...................... 173 José Antonio Serrano, Manuel Chust Parte III Las independencias como revoluciones América independiente: ¿revolución?, ¿burguesa?, ¿democrática?, ¿atlántica?, los casos de Estados Unidos y México .......................................................................... 195 Erika Pani La revolución política novohispana: la gaditana ............ 219 Juan Ortiz Escamilla 1808-1823: una revolución en ambos hemisferios ......... 241 Ivana Frasquet La revolución en los conventos. El caso de Colombia (1823-1830) ..................................................................... 263 Daniel Gutiérrez Ardila

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UNA CATEGORÍA CONCEPTUAL A LA DERIVA: DISCUSIÓN SOBRE LA APLICABILIDAD DE REVOLUCIÓN A LAS INDEPENDENCIAS HISPANOAMERICANAS ROGELIO ALTEZ

La historia de una palabra está a menudo muy lejos de explicar su significación actual. Jean Piaget1 LA INDEPENDENCIA COMO PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN

Todo parece indicar, en el mundo de las representaciones sociales hispanoamericanas, que las independencias fueron revoluciones: a la vuelta de tres siglos de «opresión española», desde luego tuvo lugar una legítima reacción por parte de los «oprimidos» que condujo a una fuerte disputa por la «igualdad» y a una heroica guerra por la «libertad». Una orgullosa victoria permitió la fundación de las repúblicas, así como el consenso indefectible acerca de haber trastocado y derrotado absolutamente al orden colonial. Aquello no pudo haber sido sino la obra de una revolución, que dio al traste con el pasado, que volteó la realidad trastornándolo todo (favorablemente, sin duda), y que reivindicó con su obra los destinos «naturales» de la nación. Se trató, desde esta lógica, de una acción colectiva que los asoció a «todos» por la obtención de aquellos objetivos: mentes brillantes y arriesgadas; valientes hombres («sin distinción de castas») que dieron la vida por la libertad; mujeres, niños y ancianos llenos de esperanzas; esclavos que aguardaban por aquel momento liberador; y, en fin, un pueblo que consumó, de una y mil maneras, «la revolución de la independencia». 1 Estructuralismo, Editorial Proteo, Buenos Aires, 1969, p. 67.

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Con una perspectiva como esta, la independencia fue una revolución necesaria, esperada, demandada y pertinente, cobrando una valoración positiva acerca de su lugar en los anales de la historia. Es esa una valoración que, además, enorgullece las memorias colectivas y las consecuentes conmemoraciones nacionales acerca de la gesta. Su dignificación es un pendular permanente entre distinciones como emancipación, liberación, ruptura de cadenas opresoras, rompimiento de yugos y de sujeciones, junto a otras nociones y epítetos que dan imagen y justificación a la independencia. Todo ello hace las veces de plataforma sobre la cual se han levantado los discursos identitarios y mitológicos de las naciones, de donde se desprenden las historias patrias, los programas educativos a través de los cuales se enseña cómo ser ciudadano de tal o cual país, y la interpretación general de aquel pasado determinante y decisivo. Es el sino de la nación, su razón de ser. Con ello, y a partir de ello, las independencias jamás podrían ser cuestionadas. Nadie habría de osar, frente a tal sentido absoluto de bondades, levantar la voz para acaso proponer un sentido diferente; fue la obtención y conquista del «valor humano» más preciado y justo: la libertad. No hay lugar para suponer un «¿qué habría pasado si…?», pues las alternativas críticas a la independencia son hipótesis nulas, supuestos negados. Histórica e historiográficamente, estas preguntas también resultan impertinentes, solo que en este caso (el de la Historia como disciplina), el asunto es metodológico, y no ideológico o subjetivo. Las independencias son hechos innegables, procesos históricos que se encargaron de dejar un sinfín de improntas imborrables con las cuales se construyeron los símbolos de las naciones subsecuentes. Su condición de hecho innegable, sin embargo, no es directamente proporcional a sus posibilidades interpretativas; pensarlas analíticamente supone navegar en contra de la profunda corriente nacionalista que las hizo «invariables» y sin

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alternativas, desde la cual se negó toda posibilidad de hallarle otros sentidos diferentes a su gesta heroica y a su existencia como génesis de la nación2. En tanto que independencias, son «buenas» por naturaleza; en tanto que revoluciones, son igualmente buenas, positivamente valoradas, justificadas. De esta suerte, las revoluciones de las independencias no pueden aceptar una alternativa crítica, y toda aproximación analítica se diluye en la propia justificación de su existencia como hechos positivamente valorados. De allí que lo que soporta la idea de que fueron revoluciones no parte de ninguna elaboración teórica o plataforma conceptual, sino que se autoconstruye desde la justificación y la ideología nacional. En los últimos años, esta aparente condición inexpugnable de las nociones y representaciones sociales sobre las independencias se ha convertido, antes bien, en invitación al debate académico. Es por ello que la discusión en torno a la pertinencia de continuar llamándolas revoluciones representa en sí misma una convocatoria fundamental, una distancia necesaria y saludable con las historiografías tradicionales y nacionalistas, o bien con las maquinarias oficialistas de los Estados. En este sentido, es igualmente pertinente revisar si revolución, en tanto categoría (descriptiva, analítica o conceptual), cuenta realmente con una infraestructura teórica propia, aplicable, además, a los procesos de las independencias hispanoamericanas. Este trabajo intentará concentrarse en esa revisión, con el objeto de plantear una noción de revolución que pueda ser aplicada al caso. De esta manera, lo que se pretende, asimismo, es observar a las independencias como un problema de investigación, antes que como un hecho histórico incuestionable por su condición 2 La reciente publicación de El relato invariable. Independencia, mito y nación, Editorial Alfa, Caracas, 2011, coordinada por Inés Quintero, compila varios estudios acerca de la reproducción historiográfica del mismo sentido, sostenido durante doscientos años, en el que se ha visto envuelta la independencia de Venezuela.

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de génesis mitológica de la nación. En tanto que problemas de investigación, las independencias pueden ser analizadas críticamente, siendo esta una tarea y un destino propios de los ámbitos académicos, pues no compete a los Estados ni a sus instituciones debatir sobre el origen fundacional de su propia existencia. En ese dilema negado o inexistente es posible hallar la misión más clara de la historia oficial: la de justificar la existencia y la herencia del legado que recogieron de héroes y pueblo unidos. Quizás por ello resulte tan fútil como impertinente aguardar un razonamiento crítico que provenga de los discursos oficiales encargados de atender la memoria nacional y las conmemoraciones públicas. En consecuencia, la independencia como problema de investigación no parece ser un asunto oficial, sino propio del mundo académico. No le corresponde al Estado y a sus instituciones celadoras de la memoria colectiva plantearse si aquello fue o no una revolución, o si hace falta construir una teoría que lo pruebe de una u otra manera. Para estas instancias, la independencia no es un problema: es un hecho fundacional, un génesis incuestionable, un parto necesario del que surgió la nación. Y es por ello que, entonces, la revolución independentista tampoco parece ofrecer mayores discusiones al respecto, pues fue el medio necesario para la obtención de tan magnos resultados. Sin embargo, conviene hacer un espacio al análisis, pues no es posible comprender la historia desde verdades únicas y oficiales, sino a partir de reflexiones críticas y analíticas. Las independencias hispanoamericanas no son revoluciones por ser reivindicadas desde el presente como tales, sino por la conciencia que sus propios protagonistas tenían de que aquel trastorno que estaban causando contaba con objetivos claramente divisados: el desplazamiento de las autoridades peninsulares, el desmantelamiento de la estructura jerárquica establecida por el dominio monárquico y la conducción autónoma de sus propios

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destinos. Todo esto implicaba, de suyo, la toma del poder. Esta conciencia, sin embargo, no representa la reducción simplista de aquel proceso a una mera disputa por la conducción de la sociedad y la toma de decisiones; por el contrario, la conciencia revolucionaria de sus actores era tan vehemente como sincera, y lejos estaba de ser un burdo ardid por hacerse con el poder y las riquezas de las colonias. No obstante, les une histórica y hermenéuticamente con sus reivindicadores del presente el hecho de no contar con una base teórica definida desde la cual reclamar que su revolución se ajustaba a ciertos conceptos epistemológicamente elaborados. Sus enunciados representaban objetivos, pero no acuerdos nocionales ni matrices interpretativas idénticas, y las disputas y discusiones que sostuvieron esos mismos protagonistas en medio de la vorágine pragmática de los hechos da cuenta sobradamente del asunto3. Proponer la libertad o la igualdad (como antagonismo esencial ante el modelo monárquico) fue una escena común entre los revolucionarios, pero no necesariamente les hacía partidarios a todos de los mismos ideales ni de los mismos intereses. Su única base discursiva se hallaba sujeta a un espíritu filosófico que ya daba muestras de envoltura ideológica: los valores ilustrados, que por entonces ya estaban en camino de llamarse modernos de una vez y para siempre. Tales observaciones conducen a advertir que esas diferencias de intereses revelaban sectores y condiciones sociales diferentes (propias de la estratificación colonial), pero coincidentes en los fines, y tal posibilidad de acuerdos indica, asimismo, una madurez de negociación que solo pueden ejecutar clases sociales (en el sentido que Marx dio al término), cuya praxis se despliega 3 Se coincide aquí con lo señalado por Isidro Vanegas, «Revolución: la palabra, el acontecimiento, el hito fundador. Nueva Granada, 1780-1839», Bulletin de l’Institut Français d’Etudes Andines, 2010, 39 (1), pp. 85-104, cuando asegura que «la noción de ‘revolución’ es aprehendida de la revolución misma», tal como «el acontecimiento revolucionario se designa a sí mismo». P. 86.

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en favor, precisamente, de esos intereses. Clases, praxis e intereses representan una relación que se encuentra unida por la existencia de una conciencia política de las condiciones sociales. Tal cosa resulta inexistente antes de la modernidad. De allí que la planificación política en clave de estrategia, ajustada a un proyecto con objetivos claramente definidos es una propiedad que corresponde a las clases cuya práctica social se desenvuelve en dirección a la satisfacción de sus intereses; es decir: una clase para sí. No basta, pues, con detentar condiciones sociales similares (en el caso de la sociedad colonial, por ejemplo: ser blancos, o ser pardos), sino que debe asumirse una conciencia sobre esas condiciones, pensar en resolverlas o transformarlas favorablemente, y actuar en consecuencia. El asunto es que esto no es literal. Es decir, no se trata de sujetos que se reúnen y planifican sus acciones sobre una mesa, trazan esquemas de sus operaciones futuras y prevén cada movimiento asegurando fielmente que «sus intereses están en juego». Cuando se hace mención a clase social, conciencia, praxis, intereses, poder, o bien revolución, se está haciendo referencia a categorías, es decir: abstracciones con las cuales es posible dar cuenta interpretativamente de una realidad dada. En tanto tales, las categorías poseen funciones y definiciones que las inscriben epistemológica y metodológicamente en un universo discursivo que les otorga un sentido particular. De ahí que las categorías son diferentes a las palabras: una categoría no se corresponde con su etimología, sino con su contenido semántico, el cual está determinado por el discurso y el contexto en donde se encuentra inscrita. En este sentido (y en este caso), la atención se concentrará en torno a revolución como categoría conceptual y como categoría analítica, de manera de comprender su aplicabilidad a la observación de los procesos de independencia, así como su pertinencia en el uso de la misma como valoración de tales procesos.

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MODERNIDAD, PODER Y REVOLUCIÓN

Una de las características distintivas de la modernidad ha sido la de hallar en la noción de poder un ámbito semántico polivalente. Esto se debe a que, en efecto, la modernidad se levantó propiamente como una discusión en torno al poder (o bien a sus formas de existencia y aplicabilidad), acompañada, claro está, por la reinterpretación de la realidad sobre claves hermenéuticas fundamentales, o bien nociones cuya función ha sido la de darle una forma utópica a la idea de progreso: libertad, revolución, razón, igualdad. Todos estos conceptos conforman en buena medida a la modernidad, y conforman a su vez un sentido metapolítico dentro del pensamiento moderno4. Una comprensión analítica y crítica de la modernidad pasa por una revisión delicada y dedicada de estos conceptos, pues al hacerlo se está revisando igualmente a la propia cultura occidental. Y si se revisa el discurso, indefectiblemente se ha de revisar el pensamiento; tal ejercicio supone, al mismo tiempo, un acceso metodológico al conocimiento del lenguaje. Esta lógica es la que explica al axioma más importante del devenir de las ciencias sociales y de la interpretación de los procesos históricos: lenguaje es pensamiento5. En todas sus acepciones, lenguaje es pensamiento, y sus diferentes formas de expresión solo pueden ser interpretadas a través de un ejercicio analítico. En este caso, hurgar en el pensamiento que condujo a la elaboración de una noción sobre lo que revolución significa en el presente (o lo que ha venido significan4 Giacomo Marramao, Poder y secularización, Ediciones Península, Barcelona, 1989, p. 16, señala que son «dos conceptos metapolíticos de la modernidad por excelencia: liberación y revolución». En este mismo sentido se utiliza aquí esa lógica. 5 Dice Pablo Fernández Christlieb en «Psicología social, intersubjetividad y psicología colectiva», en el libro coordinado por Maritza Montero, Construcción y crítica de la psicología social, Anthropos Editorial-Ediciones de la Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela, Barcelona, 1994, p. 76: «… el pensamiento, el conocimiento o la conciencia son lingüísticos; esta premisa es irrefutable siquiera por una razón, a saber, porque toda refutación se hace lingüísticamente».

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do desde un pasado no muy lejano), implica, indivisiblemente, revisar la filosofía y las ciencias sociales, pues es en ese ámbito del pensamiento occidental donde se le dio forma y sentido a dicha noción. Tal cosa ha sido indivisible de sus usos políticos, a pesar de carecer de definiciones conceptualmente acabadas. El discurso sobre el poder (en la cultura occidental, que es, al fin y al cabo, la única que ha desarrollado un discurso al respecto) es, al mismo tiempo, científico y cultural, es decir: sistemático y simbólico. De allí que al abordarle se examinen las dos instancias indistintamente, puesto que al hacerlo en su aspecto formal o científico, también se observa en ello una condición cultural; y observarle en la cultura solo es posible a través herramientas formales o científicas. La problemática construida en torno al poder durante la modernización y occidentalización del mundo supone igualmente un proceso de construcción y producción de esa problemática que se da dentro del pensamiento de la propia cultura occidental. Esta producción, que es cultural, es también social y, por consiguiente, histórica: «… toda producción es pensamiento»6, al tiempo que «todo producto intelectual se sitúa históricamente»7. A ese proceso de producción ha de accederse a través de sus expresiones discursivas, y las mismas se encuentran desplegadas en su forma más «transparente» dentro del discurso filosófico y/o metodológico que al respecto se ha desarrollado. La forma estrictamente política de ese discurso no halla la misma transparencia, ya que en esa forma subyace un uso realmente ideológico del propio discurso del poder; es decir, en esos usos la función del discurso es la de la justificación (en términos de Ricoeur), la del encubri6 La cita pertenece a Martin Heidegger, «Principios del pensamiento» en La cuestión de los intelectuales: ¿Qué fueron? ¿Qué son? ¿Qué quieren? ¿Qué pueden?, Rodolfo Alonso Editor, Buenos Aires, 1969, p. 87, quien llega a esa conclusión siguiendo a Marx. 7 Manuel Castells y Emilio de Ipola, Metodología y epistemología de las ciencias sociales, Editorial Ayuso, Madrid, 1981, p. 9.

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miento (en el sentido que le dio Marx), o bien la de la metáfora seductora y capitalizadora de las voluntades políticas. Las metáforas del discurso formal en el pensamiento occidental resultan más accesibles, más útiles y definitivamente más «sinceras»8. El advenimiento de la modernidad (es decir, el advenimiento de ese discurso y de esas acciones que se levantan críticamente ante el poder y que le dieron sentido a la noción de revolución), puede ser explicado a partir del proceso de secularización (Säkularisationsprozess)9. Varios filósofos han coincidido en este punto: Mannheim, Habermas, Luhmann, Husserl, Marramao, entre otros y solo por mencionar algunos. No obstante, es a Max Weber a quien se le debe el haber advertido esta característica concomitante a la modernidad misma10. A partir de transformar las relaciones de poder, entonces, la modernidad secularizó los sentidos de las relaciones y lo logró, entre otras cosas, construyendo una «experiencia de la aceleración» (a decir de Marramao), donde el tiempo va siempre hacia adelante y el pasado no regresa. Por ello y para ello tuvo 8 «Para el poder es mucho mejor, en general, permanecer convenientemente invisible, diseminado por el entramado de la vida social y, de este modo, ‘naturalizado’ como hábito, costumbre o práctica espontánea. Una vez el poder se muestra tal y como es, se puede convertir en objeto de contestación política». Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona, 2005, pp. 156-157. 9 «El desarrollo de la sociedad europea occidental moderna está representado –por primera vez explícitamente y de forma completa– por Max Weber como ‘proceso de secularización’ (Säkularisationsprozess)». Giacomo Marramao, Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Paidós, Barcelona, 1998, p. 55. 10 «Por amplitud de perspectiva y por riqueza de contenidos analíticos, el replanteamiento (y ampliación) weberiano del tema de la secularización representa, por tanto, una verdadera línea divisoria, y también –a pesar de que muchos lo ponen en tela de juicio– un ineludible punto de referencia tanto para la filosofía como para las ‘ciencias sociales’ del siglo XX». Véase Giacomo Marramao, Cielo y tierra…, p. 62. Weber lo había precisado de la siguiente manera: «Un examen más detenido revelaba los continuos progresos de ese característico proceso de ‘secularización’ al que sucumben por todas partes en la edad moderna esos fenómenos nacidos de concepciones religiosas» (Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, Taurus, 1983, p. 173). Karl Mannheim, Libertad y planificación social, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, p. 86, dijo al respecto: «El humanismo secular sucedió al humanismo cristiano y tomó la forma de un movimiento de cultura internacional basado en fundamentos mundiales».

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que romper drásticamente con el pasado, deshacerse de él como parte de su cotidianidad, expulsarlo al fondo de los tiempos y dejarle en ridículo frente a la novedad del presente que anuncia un futuro de progreso: La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase11.

La ruptura con el pasado instaurada por la modernidad fue, también, una ruptura política. Se conformó un hiato entre dos paradigmas, convirtiendo en Ancien al régimen del absolutismo y en revolutio al método que le desplazó. La revolución, es decir, la capacidad de transformar radicalmente a la sociedad en algo mejor e impulsarla hacia adelante, acabó siendo la fórmula política más drástica que ha enseñado la modernidad y una estrategia que, por sus características indivisiblemente asociadas a los valores modernos (precisamente), siempre culmina en la autojustificación.

UNA TEORÍA CRÍTICA DE LA REVOLUCIÓN

Con la modernidad, la sociedad comenzó a ser entendida como un hecho natural, diferente a la creación divina que le sujetaba a la voluntad de un ser todopoderoso. Por lo tanto, al 11 Karl Marx, «El dieciocho brumario de Luis Bonaparte», en Karl Marx y Friederich Engels, Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú, Tomo I, 1976, pp. 410-411.

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formar parte de la naturaleza ha de encontrarse sujeta a leyes naturales, con lo cual resulta posible entenderle (esto es: comprenderle, alejar su explicación de los misterios de la fe) en y desde su propia dinámica. Su existencia y, por consiguiente, su devenir en el tiempo, se hallan entonces articulados y determinados por «procesos naturales». De alguna manera, esta idea es una síntesis de la explicación más elemental de la evolución natural. El cambio, como fenómeno regular y regulador (propio de la dinámica de la naturaleza), comenzó con esta lógica a tener su símil en los procesos sociales de los humanos, sin duda. Esta lógica se fue constituyendo en la lógica de la modernidad, y por tanto de la cultura occidental. Todo lo que cambia, lo que se transforma, lo hace a través del tiempo; de allí que el sentido del tiempo, en la modernidad, implica por fuerza el cambio mismo: El tiempo como mutación y transformación constantes –o sea, como original experiencia de la aceleración– se convierte así en la Forma de la modernidad por excelencia: no es solamente un atributo de esta, sino su característica distintiva soberana de la que dependen en último término las propias categorías fundamentales de la ciencia y de la política12.

Desde el siglo XVIII, y en especial desde las conquistas políticas de su segunda mitad, la cultura occidental comenzará a comprender que esos cambios en el tiempo pueden ser inducidos desde movimientos que se originen en la sociedad. Estos movimientos han de asumir el carácter de revoluciones. Sujetas (en tanto que leyes naturales) a un universo objetivamente escindido de lo propiamente humano, y entendidas desde el paradigma naturalista-astronómico que explicara Copérnico en el siglo 12 Giacomo Marramao, Poder y secularización, p. 48.

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XVI, las revoluciones comenzaban a tener un significado político hacia esas fechas. El posicionamiento de las discusiones filosóficas sobre la condición social y el orden de la sociedad pasaba entonces a tomar un campo teórico con intenciones prácticas; surgía, pues, una filosofía de la praxis, a despecho de lo que mucho después pretendió subrayar Gramsci. Y en ese contexto, además de los sobradamente conocidos aportes de Montesquieu, Voltaire y Rousseau, interesa observar cómo los discursos se convirtieron en hechos históricos, y cómo esos resultados se transformarán, más tarde, en ideología de la historia o en historia ideologizada. Si para Montesquieu las leyes son «las relaciones necesarias que surgen de la naturaleza de las cosas»13, y para Rousseau el «contrato social» era el estado ideal de una sociedad (tal como lo suponía Hobbes), para Voltaire nada de esto podría provenir de «los picapedreros y las fregonas», quienes no aplicaban la «razón» a ningún uso constructivo14. El buen burgués, pensaba Voltaire, puede al menos razonar, mientras que el populacho no puede, por lo que llegaba a preguntarse si educar a los miembros más humildes de la sociedad, aparte de ser una tarea errónea, sería posible. El pueblo no parece capaz de pensar bien, y cuando ‘hace una prueba’ en esta actividad los resultados son de lo más deplorables: quand le populace se mêle de raisonner tout est perdu15. 13 Resulta pertinente referir lo que Louis Althusser en Montesquieu: La política y la historia, Ariel, Barcelona, 1974, p. 62, dijo sobre el célebre francés: «Montesquieu es sin duda el primero que, antes de Marx, haya emprendido una reflexión sobre la historia sin prestarle un fin, es decir, sin proyectar en el tiempo de la historia la conciencia de los hombres y sus esperanzas. Este reproche, pues, se convierte en ventaja. Fue el primero que propuso un principio positivo de explicación universal de la historia, un principio no solamente estático; la totalidad explicando la diversidad de las leyes e instituciones de un gobierno dado; sino dinámico; la ley de la unidad de la naturaleza y del principio, que permitía pensar sobre el devenir de las instituciones y su transformación en la historia real». 14 Véase lo que al respecto dice Annemarie de Waal Malefijt en su obra Imágenes del hombre: historia del pensamiento antropológico, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1983, p. 78. 15 Salvador Giner, Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Ediciones Península, Barcelona, 1979, p. 74. Los cursivas son originales.

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«Esto es más que una expresión de mal gusto: era una actitud ampliamente compartida en este período», continúa diciendo Giner. Y este es un aspecto importante, pues las ideas no son el resultado de la «iluminación natural», ni llegan por «infusión divina», sino que son al mismo tiempo expresión y conformación de un contexto. Lo que se advierte en la repugnancia social de Voltaire es lo mismo que permitió en aquella época hablar y movilizarse por la igualdad social. «La cuestión social comenzó a desempeñar un papel revolucionario solamente cuando, en la Edad Moderna y no antes, los hombres empezaron a dudar que la pobreza fuera inherente a la condición humana», explica Hannah Arendt16. El discurso, aquí escrito, allá pensado y en todo contexto también hablado, es siempre pensamiento; no obstante, a partir de esta coyuntura histórica, el discurso es también pensamiento velado, metáfora seductora y palabra encubridora: o sea, es un discurso también político. De allí que la tarea interpretativa sobre estas producciones se vuelve más compleja. Se trata de descubrir en un lenguaje más estratégico (como el científico o el del proyecto político), al pensamiento y su fondo simbólico. El lenguaje es, a la vez, un recurso y una creación, una forma de producción pero, también, una forma de reproducción del mundo social. Asimismo, entendemos que el contexto –comunicativo y social– en el que el habla se produce determina el significado y alcance de las emisiones, la producción de estas y el contenido de las interpretaciones17. Se supone así que todo lo que al discurso se le ocurre formular se encuentra ya articulado en ese semisilencio que le es previo, que continúa corriendo obstinadamente por debajo de él, pero al que recubre y hace callar18 16 Hannah Arendt, Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 27. 17 Irene Vasilachis de Gialdino, Discurso político y prensa política, Editorial Gedisa, Barcelona, 1997, p. 214. Las cursivas pertenecen a este trabajo. 18 Michel Foucault, Arqueología del saber, Siglo XXI Editores, México, 1970, p. 40.

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… la totalidad concreta (puesto que es totalidad pensada o representación intelectual de lo concreto) es producto del pensamiento y de la representación19.

Aquel fue el contexto de las grandes transformaciones, operadas desde dentro hacia fuera, re-construyendo la realidad aparente y construyendo otra algo más nebulosa, dotada de razones que no podían ser expuestas públicamente, las cuales apuntaban a hacer del poder un «lugar» de acceso posible, diferente al pasado, cuando por entonces el poder permanecía invariablemente en un espacio inaccesible. Estas eran razones políticas: la nueva forma de construir las realidades que impulsó la modernidad. La condición política de la modernidad es, pues, una de las diferencias más plausibles con el mundo premoderno. En ese contexto de irrupción de discursos deliberadamente cortantes, se estaba constituyendo la noción moderna de igualdad social, noción que debe entenderse, obviamente y por encima de todo, como una construcción política. La igualdad no es otra cosa que la fórmula alemana Ich = Ich [yo = yo], traducida al francés, es decir, expresada en forma política20. Fue el marxismo quien descubrió que la política no consiste simplemente en los partidos parlamentarios ni en las discusiones que llevan a cabo, y que estos, bajo cualquier forma que se presenten, son solo expresión superficial de las situaciones económicas y sociales que subyacen más profundamente y que, en gran parte, se hacen inteligibles a través de una nueva forma de pensamiento21. Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas

19 Karl Marx, «El método de la economía política», en Contribución a la crítica de la economía política, Editorial Progreso, Moscú, 1989, p. 196. 20 Karl Marx, Manuscritos económicos y filosóficos, Editora Política, La Habana, 1965, p. 129. 21 Karl Mannheim, Ideología y utopía, Editorial Aguilar, Madrid, 1966, p. 212.

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históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son22.

De alguna manera, es posible decir que el surgimiento de la modernidad es también el surgimiento de lo político como estrategia, como forma de relacionarse, como fuente de sentidos. De allí que puede deducirse que en ese advenimiento las representaciones y los discursos se hallaron de pronto impregnados de contenidos políticos: todas las categorías que se resignificaron en el contexto del surgimiento de la modernidad, lo hicieron con intenciones políticas. En este sentido, estas categorías poseen la doble articulación que por ello les corresponde: por un lado son conceptuales y, por el otro, ideológicas. En lo que concierne a las ciencias históricas y sociales, hay que tener presente que el sujeto –en este caso la sociedad burguesa moderna– está dado a la vez en la realidad y en la mente. Las categorías expresan por tanto formas y modos de la existencia, y con frecuencia simples aspectos de esta sociedad, de este sujeto: desde el punto de vista científico su existencia es anterior al momento en que se comienza a hablar de ella como tal (esto es válido también para las categorías económicas). Este es un principio que hay que tener presente, ya que nos proporciona elementos esenciales para el plan de nuestro estudio23.

El surgimiento de la política como estrategia y de lo político como trama relacional24, permite comprender que con la modernidad operó un cambio estructural en torno a la problemática 22 Karl Marx, «El Dieciocho Brumario…», p. 432. 23 Karl Marx, «El método de la economía política…», p. 203. Las cursivas pertenecen a este trabajo. 24 Tal como Clifford Geertz explica la cultura en su obra La interpretación de las culturas, Gedisa Editorial, Barcelona, 1996.

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del poder: «La ‘política’ sería, así, para nosotros: aspiración a la participación en el poder, o a la influencia sobre la distribución del poder, ya sea entre Estados o, en el interior de un Estado, entre los grupos humanos que comprende…»25. Asimismo, la política como actividad social (y es esta una condición propia de la modernidad), posee la característica dual de velar sus proyectos y develar los procesos sociales al mismo tiempo, aunque no necesariamente con los mismos objetivos o de una manera absolutamente transparente: «El valor cognitivo de la política viene dado por el hecho de que ella permite hacer conscientes procesos sociales generalmente inconscientes, aun cuando muchas veces ocurre lo contrario»26. Su valor cognitivo, también, «expresa su carácter significante o explicativo», continúa diciendo Gustavo Martin; de allí que concluya que «El poder es útil porque explica, porque da sentido a lo que de otra forma sería un caos». De esta manera, la resignificación de categorías como libertad, revolución, igualdad, razón o pueblo, se desplegó con sentido político, pues todas ellas funcionaron como transformadores (simbólicos y materiales) de la realidad. Fueron los indicadores más representativos del cambio paradigmático hacia la modernidad. Si las categorías poseen sentido únicamente en un contexto que como tal les da significado, este contexto siempre es histórico, lo cual implica que esas mismas categorías (en tanto que palabras), no han de significar lo mismo a través del tiempo: «Una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de experiencias y significaciones sociales y políticas, en el cual y para el cual se usa una palabra, entra, en su conjunto, en esa única palabra»27. 25 Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, México, 1964, p. 1056. 26 Gustavo Martin, Ensayos de Antropología Política, Fondo Editorial Tropykos, Caracas, 1984, p. 34. 27 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Editorial Paidós, Barcelona, 1993, pp. 116-117.

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De allí que libertad, por ejemplo, se transformó en una categoría fundamental en la cultura occidental y en el resto del mundo occidentalizado, al asumir una función tan ideológica como política, lo cual solo pudo suceder al hallarse articulada con un universo simbólico que le otorgó ese significado. Libertad, y todas las otras categorías propias de la modernidad, funcionaron como instrumentos subjetivizadores y socializadores, tanto más cuanto que formaron parte de un discurso cuyo universo de significación se convirtió en plataforma paradigmática. Dijo Èmile Benveniste: Toda la historia del pensamiento moderno y las principales actuaciones de la cultura intelectual en el mundo occidental están vinculadas a la creación y al uso de unas pocas docenas de palabras esenciales, cuyo conjunto constituye el bien común de la Europa occidental28.

Al poseer su asidero en el paradigma de la cultura, el discurso de la modernidad posee, de suyo, una indiscutible eficacia simbólica. Mientras no poseamos el símbolo, no podemos sentir que tenemos en las manos la llave capaz de abrir el conocimiento o la comprensión inmediata del concepto. ¿Acaso estaríamos tan prontos a morir por la «libertad», a luchar por nuestros «ideales», si las palabras mismas no estuvieran resonando dentro de nosotros?29.

Siguiendo a Michel de Certeau, «el símbolo es la indicación que afecta a todo el movimiento, en su práctica y en su teoría»; de manera que el símbolo del advenimiento de la modernidad se encontró anclado a la significación de lo que proponía, y no exactamente a los hechos que construía como realidad dramática 28 Citado en Giacomo Marramao, Poder y secularización…, p. 20. 29 Edward Sapir, El lenguaje, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1954, p. 25.

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y aparente. La «verdadera» revolución fue, en medio de las docenas de revoluciones políticas en las que estuvo presente detrás del escenario, la revolución simbólica: «Revolución simbólica, pues, sea a causa de lo que significa más que de lo que hace, sea a causa de que impugna las relaciones (sociales e históricas) para crear otras, las auténticas»30. La modernidad ha sido, al fin y al cabo, la era de las revoluciones: industrial, burguesa, independentista, científica, filosófica, psicodélica, política, todas han sido dignificadas como necesidades naturales y legitimadas con discursos ex post facto. No existe la posibilidad histórica de que la revolución, como hecho social y como fenómeno político, haya podido advenir en otro orden que no sea el moderno. Sin embargo, la revolución más importante es la que no se ve: la revolución simbólica, la que permitió el cambio paradigmático. Esta lógica analítica coincide con lo planteado por Thomas Kuhn31 en cuanto a cómo se suceden los cambios paradigmáticos, a través, precisamente, de revoluciones capaces de transformar las estructuras. Desde esta precisión es posible diferenciar, en efecto, que las revoluciones paradigmáticas, las que permiten los cambios culturales, operan en planos simbólicos, en «velocidades» que no pueden asirse a escalas temporales, ni a eras, edades o etapas; no es posible advertirlas desde la existencia humana ni desde el tiempo «histórico» (en términos estructuralistas), y es por ello que no pueden «verse» ni percibirse, sino interpretarse; y esto es solo posible a través de herramientas analíticas. He allí una tarea que habría de ser propia de las disciplinas científicas que analizan lo social y su devenir en el tiempo: lo histórico. Continuando con el ejemplo de libertad, resulta interesante revisar su significado antes de la modernidad: 30 Michel de Certeau, La toma de la palabra y otros escritos políticos, Universidad Iberoamericana-Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, México, 1995, p. 32. Las cursivas son original. 31 Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México, 1978.

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LIBERTAD: La facultad natural, o libre albedrío, que tiene cada uno de hacer ú decir lo que quisiere; menos lo que está prohibido o por fuerza o por derecho. / Se llama también el estado del que no reconoce dominio ni sujeción ajena32.

Recién en la edición de 1832, el Diccionario de la Real Academia Española diría, en su primera acepción, que libertad «es la facultad que tiene el hombre de obrar o no obrar, por la que es dueño de sus acciones». El hombre como dueño de sus acciones era impensable antes de la revolución simbólica de la modernidad. De hecho, y como lo señaló Friederich Heer, «Una comprensión tomística de la libertad y de la dignidad del hombre empieza por conservar el temor de Dios, por delimitarlo y por aprehenderlo racionalmente»33. La libertad «verdadera» de todo buen creyente antes de la modernidad se encontraba, pues, en la posibilidad de que su alma se viese «liberada» después de la vida, y no de otra forma. Por consiguiente, tal cambio estructural solo pudo hacerse visible a la vuelta de que simbólicamente hayan existido cambios profundos en el orden paradigmático de la cultura occidental. Pero tornarse visible no significaba que se estuviese forjando precisamente allí, en los planos aparentes de la realidad, sino que ya existía como idea: existía objetivamente. Del mismo modo, también existía conscientemente aunque en forma de plan. Y es esta una evidencia de la condición política (de la construcción y de la lectura de la realidad) que ya estaba operando en los sujetos forjadores de la modernidad: «La existencia de ideas revolucionarias en una determinada época presupone ya la existencia de una clase revolucionaria…»34. 32 Diccionario de Autoridades, en su edición de 1734, p. 396. 33 Friedrich Heer, Terror político, terror religioso, Editorial Fontanella, Barcelona, 1965, p. 10. 34 Karl Marx y Friederich Engels, «Desarrollo capitalista y revolución», en La ideología alemana, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1971, p. 25.

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En este sentido, se impone una precisión teórica entre las diferentes «posibilidades» de una revolución: por un lado, puede entenderse (siguiendo a Kuhn y a Marramao) que los cambios paradigmáticos en las culturas son el producto de transformaciones simbólicas profundas operadas a manera de revoluciones estructurales, solo «visibles» a través de herramientas metodológicas que decodifiquen sus procesos y los hagan comprensibles. Por el otro, las revoluciones como hechos sociales e históricos poseen un sentido político cuya dirección apunta a la transformación del orden jerárquico y a la conducción de las decisiones, es decir: a la toma del poder, y en este caso, entonces, la comprensión de las revoluciones implica, indefectiblemente, un conocimiento analítico de los procesos históricos y de los contextos simbólicos que les otorgan sentido. De otra suerte, no es posible comprenderlos, sino únicamente celebrarlos o condenarlos. Cuando se estudian esas revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de ese conflicto y luchan por resolverlo35.

Una revolución legitimada como social es ante todo una propuesta política, y es en ese sentido desde donde debe comprenderse (de allí que sobrevengan a partir de las «formas ideológicas en que adquieren conciencia de ello»). Esta propuesta política, propia y exclusiva de la modernidad, es la representación más estratégica de un proyecto. El proyecto es parte de la forma de la modernidad, pues implica la capacidad de «lanzar» hacia delante 35 Karl Marx, «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», en Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, tomo I, p. 518. Cursivas propias.

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el tiempo, de entender en ese lanzamiento la posibilidad del cambio y la transformación, ejecutado desde la capacidad que ofrece el «libre arbitrio de los hombres»36. Este proyecto representa la forma política del progreso. No obstante, en tanto que proyecto político, posee la condición fundamental del «enmascaramiento» de sus planes: … no es solamente la exigencia de ocultar los planes políticos, sino más bien la de enmascararles en tanto que planes políticos. Lo que se oculta es «el vuelco previsto en tanto que revolución, e incluso la posibilidad de una revolución»37.

Coincide esta propuesta teórica con lo dicho antes por Foucault acerca del semisilencio previo, pues cuando una revolución comienza a desplegarse (esto es: desde que existe objetivamente como posibilidad en el marco de las relaciones sociales), lo hace también desde la práctica, y ello implica el desarrollo de «planes» que siempre deben permanecer en el ámbito «secreto» para garantizar el éxito de sus objetivos: «… la viabilidad de las modificaciones [permanece] ligada a sus fases secretas de planificación»38. De esta manera, las revoluciones sociales no son «fenómenos naturales», como lo suponían los pensadores de la Ilustración, pues en la medida en que así lo fueren, el Weltgeist y el Volkgesit de Hegel habrían de ser verdades indiscutibles. Al comprenderles como resultados de tensiones y ambiciones socia36 Karl Marx, «El Dieciocho Brumario…», p. 408, circunscribía este arbitrio a las condiciones históricas de los hombres: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado». 37 Giacomo Marramao, Poder y secularización…, p. 74. La cita de Marramao corresponde al trabajo de Reinhart Koselleck, Kritik und Krise. Ein Beitrag zur Pathogenese der bergerlichen Welt, FriburgoMunich, 1959. Hay edición en español de este trabajo: Crítica y crisis. Un estudio sobre la patogénesis del mundo burgués, Editorial Rialp, Madrid, 1965. 38 Reinhart Koselleck, Historia y hermenéutica (José Luis Villacañas y Faustino Oncina, compiladores), Barcelona, Editorial Paidós, 1997, p. 80.

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les, las revoluciones asumen un papel político en el proceso histórico. Marx lo tenía claro: … la abolición de toda la forma de la sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar, a su vez, su interés como interés general, cosa que en el primer momento se ve obligada a hacer39.

Toda transformación del orden social existente como resultado de la materialización de las tensiones sociales (contradicción de intereses) es la destrucción de ese orden a favor de nuevos intereses, es la «victoria» de un nuevo modelo de conservación de esos intereses que «destruye» a su antecesor. El objetivo de todas estas estructuras comunitarias es su conservación, es decir la reproducción como propietarios de los individuos que la componen, es decir su reproducción en el mismo modo de existencia, el cual constituye al mismo tiempo el comportamiento de los miembros entre sí y por consiguiente constituye la comunidad misma. Pero, al mismo tiempo, esta reproducción es necesariamente nueva producción y destrucción de la forma antigua40.

También dirían Marx y Engels que «toda lucha revolucionaria va necesariamente dirigida contra una clase, la que ha dominado hasta ahora»41. De allí que Vilfredo Pareto concluyera que «las grandes revoluciones no habían sido más que la lucha 39 Karl Marx y Friederich Engels, «Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista», en Karl Marx y Friederich Engels, Obras escogidas, tomo I, p. 32. Las cursivas pertenecen a este trabajo. 40 Karl Marx, «Formas que preceden a la producción capitalista», reproducido en la compilación de Maurice Godelier, Antropología y economía, Anagrama, Barcelona, 1976, p. 39. Godelier coloca en cursivas prácticamente toda la frase; aquí solo se coloca en cursivas lo que interesa en este momento. 41 Más adelante de la anterior cita sobre «Feuerbach…».

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entre una nueva élite para desplazar a la antigua, con el pueblo como sus humildes soldados»42. Toda revolución, en consecuencia, habría de conjuntar a los intereses materiales y los intereses políticos de una clase (o de varias clases que asocian sus intereses, coyuntural o sostenidamente, con los mismos fines), como bien lo decía Marx cuando criticaba a la revolución burguesa43. En conclusión, toda revolución social es el resultado de un proyecto político de clase, y en tanto que político, los objetivos del proyecto deben permanecer siempre velados, incluso después de la toma del poder, nublados entonces por un discurso ideologizador que legitime su «lucha» como una «necesidad», como si representara a los intereses de todos (el «interés general» que decía Marx), cuando en realidad representan la cristalización de los intereses materiales y políticos de una o varias clases. La clase revolucionaria aparece en un principio, ya por el solo hecho de contraponerse a una clase, no como clase, sino como representante de toda la sociedad, como toda la masa de la sociedad, frente a la clase única, a la clase dominante. Y puede hacerlo así, porque en los comienzos su interés se armoniza realmente todavía más o menos con el interés común de todas las demás clases no dominantes y, bajo la opresión de las relaciones existentes, no ha podido desarrollarse aún como el interés específico de una clase especial. Su triunfo aprovecha también, por tanto, a muchos individuos de las demás clases que no llegan a dominar, pero solo en la medida en que estos individuos se hallen ahora en condiciones de elevarse hasta la clase dominante44.

La articulación de esas dos caras de los intereses de clase ha de tornarse en proyecto político a partir, precisamente, del 42 Así lo parafrasea Stuart Hughes en Conciencia y sociedad, la reforma del pensamiento social europeo, Editorial Aguilar, Madrid, 1972, p. 60. 43 Véase en «El Dieciocho Brumario…», p. 443. 44 Karl Marx y Friedrich Engels, «Feuerbach…, pp. 46-47. Cursivas en el original.

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hecho de que esa clase no se encuentra participando en la toma de decisiones (en el acceso a la distribución de la riqueza y en la posibilidad de conducir esa distribución en su favor), hallándose desplazada por un modelo de poder en el cual no tiene reflejo ni lugar. A partir de esa situación, y solo desarrollando «conciencia» de la misma, se propone «destruir» ese modelo y construir uno a su medida. Es por ello que un proyecto político solo puede ser pensado (imaginado), elaborado (planeado) y ejecutado (actuado, llevado a la praxis), desde una o varias clases con conciencia de clase, asociadas estratégica o ideológicamente en torno a la realización de objetivos comunes que satisfagan intereses propios (no necesariamente idénticos entre sí, pero, en todo caso, coyuntural o eventualmente complementarios entre sí).

LA INDEPENDENCIA COMO PROYECTO POLÍTICO

Siendo las relaciones de poder en el contexto moderno relaciones políticas, es posible observarlas en dos planos de desenvolvimiento: uno de ellos literal o aparente, donde la política (la «praxis» gramsciana o la «aspiración a poder» weberiana) se despliega en estrategias de reproducción, transformación o acceso a las relaciones de sujeción, explotación e ideologización de la sociedad; en el otro plano, las características son profundas e invisibles, y se desplazan al ritmo de las estructuras, hallándose detrás de las funciones que lo político adquiere como símbolo en cada contexto. De allí que las formas de asociación, explotación, ideologización, reproducción o transformación de las relaciones políticas en la modernidad sean responsables de, por un lado, los cambios subjetivos y, por el otro, del orden aparente de las sociedades. Estas formas modernas de ejercer o aspirar el control de las relaciones de poder pueden observarse en lo que se ha convenido en denominar como pacto político.

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El pacto político supone, en este sentido, un acuerdo de intereses entre clases que toman decisiones. Tres de sus aspectos saltan a la vista: intereses, clases y decisiones. Se trata, claramente, de intereses de clase, de clases dominantes o con aspiraciones de dominación, y de la posibilidad de tomar decisiones dentro de una sociedad, lo cual solo podrá hallarse en manos de las clases dominantes, aunque la explicación dé cuenta de un círculo o de una gran redundancia. No obstante, un pacto político no puede «suscribirse» fuera del orden social en el cual se está plasmando; es decir, tal acuerdo supone, del mismo modo, la eficacia simbólica de las relaciones de poder que pretende controlar o desplegar. Los intereses pueden hacer coincidir a las clases, sin que necesariamente exista entre ellas una relación social de «identidad» afectiva y efectiva. Coinciden en el plano de los intereses y en el objetivo de reproducir o destruir un orden aparente, pero tal cosa no les convierte en sectores «socialmente idénticos»; poseen identificaciones comunes a partir de intereses que son identificados como comunes, pero esto no les da la comunidad de la identidad social. Con ello se describe el carácter dialéctico de las relaciones desplegadas en torno a los intereses. La posibilidad de superar las contradicciones convierte a esas clases o grupos sociales en «clases dominantes» o «bloque de poder», como los llama Nicos Poulantzas: En una formación capitalista puede establecerse la coexistencia característica, en el nivel de la dominación política, de varias clases y, sobre todo, fracciones de clases constituidas en bloque de poder. (…) El bloque de poder constituye una unidad contradictoria de las clases o fracciones dominantes, unidad dominada por la clase o fracción hegemónica45.

45 Nicos Poulantzas, Poder político y clases sociales en el estado capitalista, México, Siglo XXI Editores, 1986, pp. 387-388. Cursivas en el original.

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La idea de un pacto entre los diferentes sectores de una sociedad, especialmente aquellos que poseen la capacidad o posibilidad de tomar decisiones, se remonta a las primeras proposiciones formales de tal cosa, cuyo origen descansa en el contractualismo inglés, sugeridas muy temprano en las nociones de pacto y contrato hobbesianas, o en la commonwealth de Locke. Sin embargo, la definición más abstracta, pero al mismo tiempo más precisa a las necesidades del metalenguaje político de la modernidad, se halla en la noción de contrato social de Rousseau, pues allí se advierten de manera latente las contradicciones de intereses antes señaladas, encerradas ahora en la idea de «asociarse» bajo la «voluntad común»: «Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes». Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social. (…) Este acto produce… un cuerpo moral y colectivo… su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado46.

El pacto político, en la contemporaneidad moderna, no reviste la solemnidad de los contratos definidos por Hobbes, Locke o Rousseau, pero supone, en todo caso, una represen46 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social…, pp. 45-47. Cursivas en el original.

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tación de aquellas propuestas tal como si en ellas se asentara el sentido último y objetivo del orden social e institucional de las sociedades modernas. Detrás de la literalidad con la que se suscriben los acuerdos de intereses, subyace la convicción de la correspondencia con los valores más abstractos de la sociedad. De allí también que esos pactos suponen la representación del orden, y es por ello que se asumen y defienden con vehemencia. Esa vehemencia encierra la «mistificación del simbolismo» a la que hizo referencia Abner Cohen47, y quizás los mejores ejemplos (para el contexto hispanoamericano) se encuentren en las revoluciones independentistas (desde el sentido crítico que ya se subrayó para las revoluciones en general), tanto en sus propios desenlaces, como en las naciones que posteriormente fueron impuestas sobre los territorios dominados. El ejemplo de las naciones surgidas de las guerras hispanoamericanas ilustra con suma claridad el advenimiento del pacto político, entendiéndole como esa «unidad contradictoria» a la que hacía mención Poulantzas, en la que se resume la condición dialéctica que supone tal acuerdo de intereses. La conciliación de los intereses de los diferentes sectores sociales con acceso al poder en las repúblicas decimonónicas que se levantaron sobre las ruinas del modelo colonial significó un verdadero «pacto de asociación y sumisión» ante el objetivo común de reproducirse en la dominación, pues sus «lugares» sociales se hallaban (en la mayoría de los casos) en franca contradicción de intereses inmediatos. Procedentes de una sociedad profundamente estratificada (a partir de la genealogía, las apariencias fenotípicas, los linajes, los lugares de origen, las rentas y la firme convicción de que las desigualdades sociales eran ciertamente naturales), también habían conformado durante siglos una sociedad «coherente y estable». El modelo colonial, pues, fue ciertamente un «sistema de des47 Abner Cohen, «Antropología política: el análisis del simbolismo en las relaciones de poder», en Josep R. Llobera (compilador), Antropología política, Editorial Anagrama, Barcelona, 1979, pp. 55-82.

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igualdad y dominación»48 que funcionó sostenidamente desde formas de acuerdos sociales que no necesariamente coexistieron siempre bajo el imperio de la coerción o la sujeción física. Si la coerción y la sujeción física existieron, lo hicieron conforme a un orden que las legitimaba como recursos de control y no como mecanismos represores o constreñidores de una «natural» aspiración a la libertad y a la igualdad. Aquella estabilidad (sostenida a través de trescientos años) debe ser comprendida como la reproducción de un pacto, que si bien no fue «político» ni «moderno», fue un acuerdo entre quienes tomaron decisiones durante la existencia del modelo colonial (el pactismo al que hizo referencia François-Xavier Guerra), el cual fue soportado y también reproducido por una sociedad que se hallaba simbólicamente articulada con aquel orden social como forma contextual del orden cultural o paradigmático. Lo que transformó y trastornó aquel orden fue la cristalización de un proyecto político enmascarado en una revolución. El final del modelo colonial fue, sin duda «… una crisis política que afectó a una unidad política hasta entonces de una extraordinaria coherencia»49. Es, por tanto, ilusorio buscar, como se hace a veces, los prolegómenos de la revolución en la modernidad de las ideas o de las medidas de reforma social de la época de la Ilustración. Una buena parte de las élites modernas de finales del XVIII era a la vez ilustrada y profundamente adicta a un absolutismo que constituía para ellas el instrumento fundamental de las reformas. Así se explica que los altos funcionarios reales fuesen a menudo en el mundo hispánico –y portugués– los principales agentes, no solo de la modernización administrativa, sino también de las nuevas ideas50.

48 Siguiendo lo que al respecto señala Georges Balandier en su obra Antropo-lógicas, Ediciones Península, Barcelona, 1975. 49 François-Xavier Guerra, Modernidad e independencia. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 20. 50 Op. cit., p. 26.

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Ante la pregunta de ¿por qué propusieron y ejecutaron una revolución? debe anteponerse una mínima aproximación a la descripción de las condiciones más generales de aquella sociedad, pues al repasarlas brevemente, la pregunta deja de ser trivial y se torna en derrotero metodológico. Fue una sociedad estamental, siguiendo a Weber, basada en el honor, de acuerdo a Inés Quintero, y la propuesta revolucionaria, además, provino de las élites más recalcitrantes y privilegiadas dentro de aquel modelo. La posesión de un título nobiliario en la Provincia de Venezuela, al igual que en España y en el resto de las provincias de ultramar, constituía un privilegio que tenía consecuencias para su poseedor y para la sociedad toda en virtud de su significación como expresión de prestigio social y visible calidad de acuerdo a los principios que normaban la sociedad de Antiguo Régimen. El ordenamiento social prevaleciente en España y en todos sus dominios ultramarinos era jerárquico, desigual y estamental51.

«La sociedad estamental –continúa Quintero– tiene una intención estática. Los altos estamentos tratan de hacer eterna su situación privilegiada en cuanto a su modo de vida y posibilidades de dominio». Weber habría dicho al respecto que quienes detentaban los privilegios en una sociedad estamental se reservaban el derecho a la «apropiación monopolista de probabilidades adquisitivas privilegiadas, o estigmatización de determinados modos de adquirir, en convenciones estamentales (tradiciones) de otra especie»52. Con condiciones como estas, la pregunta antes formulada adquiere, obviamente, aristas de problema de investigación. La propuesta revolucionaria no pudo ser, tal como lo han dignificado las «historias patrias», una fórmula liberadora, o bien una 51 Inés Quintero, El marquesado del Toro, 1732-1851. Nobleza y sociedad en la Provincia de Venezuela, Universidad Central de Venezuela-Academia Nacional de la Historia, Caracas, 2009, p. 40. 52 Max Weber, Economía y sociedad…, p. 245.

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necesidad clamada desde que Colón pisó el Nuevo Mundo. No fue una revolución simplemente por ser reivindicada como tal; fue el indicador de una profunda transformación estructural. Los protagonistas del «nuevo orden», una vez que destruyeran al anterior (como le corresponde a toda revolución) y levantaran las banderas de la vida republicana, recurrieron a la comunidad de intereses antes que a la identidad social53. Los que por entonces eran denominados «mantuanos», «chapetones», «gachupines» e incluso «godos», sintetizaban (dependiendo del contexto y del momento) a los blancos, descendientes de españoles, sin aparente mezcla de sangre, propietarios, eventualmente poseedores de títulos nobiliarios, y dueños de esclavos (todo lo cual les identificaba socialmente), quienes luego se desdoblarían en hacendados, terratenientes, comerciantes, militares con mando, profesionales y eventualmente religiosos (entre otros). Estos roles (también existentes en su vida colonial), ahora no necesariamente habrían de identificarles desde sus lugares sociales ni en sus intereses materiales más inmediatos, aunque sí políticamente. Comenzaron a mirarse como pertenecientes a «clases» y ya no como «estamentos», «linajes», o «castas». Como clases, en su rol de dominadores, representaban otro tipo de estatus: el de los propietarios privados (hacendados y terratenientes), el de los militares (especialmente aquellos que se convirtieron en «líderes» y «autoridades» a la vuelta de las victorias y prebendas de guerra), y el de los profesionales (abogados y médicos, inicialmente; periodistas y dueños de periódicos, más adelante)54. 53 De hecho, la «identidad» como problema (social o teórico) no existía por entonces; no había conciencia de aquello que ha sido conceptualizado únicamente en la contemporaneidad, pues la identidad como problema es producto de razonamientos contemporáneos, que advienen en primer lugar desde discursos académicos y en segundo lugar desde los usos ideológicos de esos discursos. 54 Otros roles fueron sumándose al tiempo que despegaba la aventura republicana: el de los ingenieros encargados de infraestructura (caminos, puentes, puertos e incipientes industrias), el de los maestros y el de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XIX, conformados finalmente en torno al surgimiento de las academias y sociedades científicas.

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Siendo clases, ciertamente en sí y para sí, construyeron un Estado como reflejo y regulador de su asociación política, y como norma última y fundamental del orden social. Al mismo tiempo, construyeron una república, como referente y representación de los valores y del paradigma en el que se inscribían como hombres libres; construyeron igualmente un poder soberano que descansaba en el pueblo y que se inscribía ideológicamente en la nación que estaban fundando; construyeron, también, mecanismos alucinatorios de igualdad social para incluir ideológicamente en el proyecto a los antes excluidos por apariencias fenotípicas y genealogías comprobadas. Estado, república, pueblo y soberanía, resumen al contrato social de Rousseau y expresan el fondo semántico del pacto político que suscribieron. Sin embargo, suponer que todo esto fluyó sin contradicciones ni conflictos es asumir la literalidad de las palabras que les describen e imaginar la equivalencia empírica de las mismas con los procesos sociales e históricos en los que tuvieron lugar. El pacto que se logró al respecto es el producto de la resolución de esas tensiones y contradicciones, algo que no sucedió sin enfrentamientos, debates, sometimientos, e incluso muertes y atrocidades. La vehemencia a través de la cual esto fue conducido y desarrollado es propia de la violencia simbólica y concreta del advenimiento de la modernidad, y de la cristalización de sus valores. El logro final de los acuerdos de intereses es una expresión de la eficacia simbólica alcanzada por la existencia (propia de la modernidad) de relaciones sociales con formas políticas, o bien de la politización de las relaciones sociales. La nación sobre la cual se fundó la nueva identidad de la sociedad, se construyó como reflejo de ese poder alcanzado, de ese orden constituido e instituido en república, de ese pacto político que, al fin y al cabo, resume en su acuerdo de intereses el «orgullo por el poder político abstracto», como lo dijo Weber:

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Siempre el concepto de «nación» nos refiere al «poder» político y lo «nacional» –si en general es algo unitario– es un tipo especial de pathos que, en un grupo humano unido por una comunidad de lenguaje, de religión, de costumbres o de destino, se vincula a la idea de una organización política propia, ya existente o a la que se aspira y cuanto más se carga el acento sobre la idea de «poder», tanto más específico resulta ese sentimiento patético. Este patético orgullo por el «poder» político abstracto que posee o al que aspira la comunidad…55.

La nación, en todo caso, ha sido (y es) «anterior a la identidad»56, pues se trata de un decreto que funda un proceso ideológico. Con ello es posible comprender la lógica histórica de la relación identidad-nación: la nación es un decreto; la identidad es un proceso. Esa nación, que se levantó como vínculo identitario y como efectuación ideológica de las relaciones de poder construidas desde el nuevo pacto político, sembró una mistificación del simbolismo que jamás desapareció y que se ha recreado permanentemente en el proceso histórico de las sociedades hispanoamericanas, donde eventualmente se transforman los significantes, pero no los significados. «Un cambio de forma simbólica no ocasiona un cambio de función simbólica, porque la misma función puede lograrse con nuevas formas»57. Las independencias fueron proyectos construidos sobre la base del devenir de los acontecimientos (es decir, fueron procesos pragmáticos), pero también fueron ideas que se venían construyendo al calor de los tiempos. Es decir, la independencia fue la probabilidad objetivada de una nueva forma de existencia de aquellas sociedades. Y esto no significa que existiese 55 Max Weber, Economía y sociedad…, p. 327. Cursivas en el original. 56 Tal cosa se aprecia en el Discurso de Incorporación a la Academia Nacional de la Historia de Germán Cardozo Galué (Venezuela: de las regiones históricas a la nación, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 2005), donde se observa con gran cuidado analítico esta cuestión. 57 Abner Cohen, «Antropología política…, p. 61.

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como conciencia política, sino que la conciencia de esa probabilidad fue adviniendo como forma política, como discurso en construcción, como pensamiento en elaboración. La relación pensamiento-discurso-acción es aquí un hecho históricamente probable, y las independencias hispanoamericanas dan cuenta claramente de ello. El advenimiento de la modernidad supuso, igualmente, comprender al tiempo en forma de proyecto, y de allí que la sociedad misma adquirió la condición de una entidad que va hacia delante, que se proyecta, y que por consiguiente cambia. De esta manera es posible advertir que la independencia fue, inicialmente, una idea en forma de proyecto que luego se actuó políticamente. Fue un proyecto (la idea que se divisa adelante en el tiempo), antes que un proyecto político; pero indefectiblemente habría de constituirse y llevarse a cabo como un proyecto político. Como tal, y en consecuencia, fue una revolución, aunque no por el sentido empírico del concepto. Solo si se utiliza a revolución como categoría analítica es posible comprender a las independencias como procesos dentro de procesos mayores (históricos, simbólicos, sociales, discursivos, materiales), y con ello decodificar sus complejidades y contradicciones, haciendo a un lado su función descriptiva y/o ideológica, eventualmente reivindicadora o detractora, dependiendo de quien haga uso de ella.

REVOLUCIÓN COMO CATEGORÍA Y SU APLICACIÓN A LOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA

Convenir que revolución es un proyecto político de clases, supone asumirle como una categoría con dos funciones: conceptual y analítica. La primera la define y la segunda le otorga la capacidad de decodificar escenarios sociales e históricos que eventualmente encubren las lógicas subyacentes a la realidad apa-

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rente. ¿Cómo, entonces, aplicar estas definiciones a los procesos de independencias hispanoamericanas? El camino comienza por comprender las formas en que ha sido utilizada la categoría por los diferentes discursos que la han aplicado. Parece plausible sistematizar el asunto y observar al respecto tres instancias discursivas: la construida por sus protagonistas y contemporáneos, la que pertenece a la historiografía que hace mención a ella y la de los discursos oficiales y conmemorativos. En las tres instancias, revolución asume la función de categoría descriptiva, y en ninguna de ellas se observa una matriz teórico-conceptual que la soporte. En tanto que categoría descriptiva, pretende asociar su sentido con la realidad empírica que representa; es decir, acaba siendo igualada a los hechos de los que pretende dar cuenta. Para estas instancias, revolución supone el hecho en sí mismo, el trastorno provocado, la revuelta propiamente. Reivindicada o detractada, la revolución de la independencia parece haber sido (para estos discursos en general) el propio proceso tornado en hechos, o bien lo inverso: hechos que hacen procesos. Sus explicaciones no van más allá de la justificación («la nación que despierta»), o el cuestionamiento («provincias rebeldes»). Pero en ningún caso se ha perseguido comprenderlas analíticamente. Para sus detractores y críticos más radicales (todos ellos contemporáneos), revolución fue sinónimo de barbarie, desorden, monstruosidad y caos. Con solo revisar a algunos de ellos, como por ejemplo Mariano Torrente58 o José Domingo Díaz59 (por citar dos de los más atrabiliarios opositores), podrán observarse las calificaciones con las que se dirigían hacia los revolucionarios: demagogos, excitadores, instigadores, conspiradores, venenosos, 58 Mariano Torrente, Historia de la Revolución Hispano-Americana, Imprenta de León Amarita, Madrid, 1829. 59 José Domingo Díaz, Recuerdos sobre la Rebelión de Caracas, Imprenta de León Amarita, Madrid 1829.

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alucinadores, insurrectos, rebeldes, sediciosos, criminales, tumultuarios, sublevados, insubordinados, y tantos otros. Torrente fue muy claro al respecto cuando se dio a explicar la revolución de la independencia americana: Cuando un pueblo ha roto los diques de la subordinación, i se ha propasado á rebelarse contra su legítimo Soberano, recurre á las armas de la detracción i de la calumnia, alega pretendidos agravios, se apoya en las perniciosas teorías de algunos nuevos publicistas que admiten el derecho de insurrección cuando los agobios i vejaciones han apurado el cáliz del sufrimiento, i procura abonar con giros retóricos lo que reprueban las inmutables leyes de la justicia, i que resiste el sólido raciocinio60.

A pesar de las descalificaciones, en todos los casos se hizo alusión a la idea de «una revolución planificada por unos pocos» y «contagiada» al resto. Díaz, por ejemplo (quien siempre se refirió a ello como «funesta rebelión» destinada a sembrar la «anarquía en el género humano»), la equiparó con los efectos de la Revolución francesa, de la que aseguró que fue «el resultado de cien años de maquinaciones». Para los detractores, las revoluciones independentistas fueron un plan siniestro conjurado por un puñado de «ambiciosos» e inconformes «jóvenes», quienes se dedicaron, para la obtención de sus fines, a alucinar a una mayoría «retrógrada» e «ignorante». En cualquier caso, estas alusiones pretenden dar cuenta de un plan político, sin que por ello hayan de partir de una perspectiva analítica. El plan político aquí asume el perfil de conspiración. Igualar las revoluciones independentistas con planes políticos «funestos» forma parte de un uso descriptivo de la noción de revolución. Aquel trastorno provocado por la iracundia incom60 Mariano Torrente, Historia de la Revolución…, p. 70.

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prensible de los americanos (para Torrente, por ejemplo, jamás hubo justificaciones para el levantamiento contra la «suave y benéfica» monarquía) era el sinónimo perfecto y, en consecuencia, la revolución era el producto de la ingratitud, de la ambición, del «exceso del mal» (como lo decía Torrente). Los defensores y protagonistas vieron exactamente lo contrario. José Manuel Restrepo argumentó que la revolución fue la respuesta justa de un pueblo que vivía en el «atraso», la «sujeción», la «ignorancia» y la «opresión» sufridas a la vuelta de trescientos años de dominio español61. Esta idea se encontró (y se encuentra) presente en el discurso de las historias patrias62, y se asoció a la existencia de la nación como motor indefectible de aquel levantamiento necesario. Para Rafael María Baralt, por ejemplo, «las costumbres o el conjunto de inclinaciones y usos que forman el carácter distintivo de un pueblo no son hijas de la casualidad ni del capricho», pues proceden de su «situación geográfica» y «de las leyes y de los gobiernos», todo lo cual, con el tiempo, conduce desde luego a la existencia de una nación. Estas costumbres arraigadas en tal proceso también pueden ser «modificadas por una reacción necesaria», aquella que procede de «la libertad, alma de lo bueno, de lo bello y de lo grande, diosa de las naciones»63. La revolución, en este caso justificada, es sinónimo de iluminación y salvación, de victoria sobre las tinieblas del atraso. Aquí también es igualada a los hechos, pero con otro sentido: «Justos son muchos cargos, es verdad; pero la ingratitud que 61 En ambos extremos de estas opiniones (detractores y defensores), se coincide en señalar al «pueblo» como una masa ignorante y poco instruida (drama recurrente en Torrente), susceptible de ser «alucinada» por los «demagogos», o en urgente necesidad de ser «iluminada» por los héroes. 62 Como las calificó Germán Carrera Damas en la obra sobre historiografía venezolana más importante del siglo XX: Historia de la historiografía en Venezuela, Ediciones de la Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1979, tres tomos. 63 Véase en el Resumen de la historia de Venezuela, Imprenta de H. Fournier y Cía., París, 1841, el tomo primero (Desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo XV, hasta el año de 1797), y su capítulo sobre el «Carácter nacional», p. 409.

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quiere hacer de ellos crímenes irremisibles a los creadores de la república, es mil veces más odiosa que la conducta de estos en los tiempos aciagos para su gloria»64. Para este discurso, no fue un plan político en clave de conspiración, sino una «reacción necesaria»; la revolución fue un hecho justo, demandado y natural (propio de la «diosa de las naciones»). Con todo, y a pesar de las metáforas, su función continúa siendo descriptiva, pues las historiografías nacionalistas persiguieron convertirse en grandes relatos (y lo consiguieron, sin duda), a través de los cuales se explicaba la necesidad de lo ocurrido, tal como si aquellos hechos se confundieran en un parto doloroso y necesario. En este caso, las revoluciones fueron umbrales incómodos pero gloriosos, especie de catástrofe creadora con fuerza de génesis. Tal relato contribuyó a la construcción de la independencia como un mito, y ante la fuerza articuladora de tal cosa no hay crítica posible: un mito estructura a una sociedad, es su tótem indestructible65. La función descriptiva de revolución, en este caso, es casi mágica. Por otro lado, para los historiadores contemporáneos las independencias parecen ser una madeja de complejidades muy difícil de discernir, especialmente cuando se trata de definir si fueron o no revoluciones. En descargo de sus esfuerzos, el asunto es que revolución, como categoría conceptual, no disfruta (a despecho de los marxistas)66 de un fondo epistemológico que la 64 Op. cit., p. 409. 65 Hay una referencia reciente a la función de este relato sobre la independencia que lo coloca como un mito genésico en Rogelio Altez, «Independencia, mito genésico y memoria esclerotizada», en Inés Quintero, El relato invariable…, pp. 19-56. 66 Marx nunca la definió como categoría (como sí lo hizo con clase social, plusvalía o capital), sino que se refirió a ella cuando criticó a la Revolución francesa como proyecto político burgués, o cuando cuestionó los errores de la comuna de París. Engels tampoco se detuvo a elaborar un concepto al respecto, mientras que Lenin fue su ejecutor, quien llevó a cabo la lucha contra el imperialismo y el capitalismo, y quien la convirtió en hecho exitoso y sostenible. Para el fundador del socialismo soviético, la revolución era un medio fundamental en la lucha de clases: era la praxis misma de esa lucha.

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defina con claridad y sin nubosidades incómodas. Las aproximaciones analíticas a las independencias hispanoamericanas han tropezado con ello, y ante la pregunta sobre «si se puede hablar de revolución de independencia»67, las respuestas suelen volver a la revisión de los hechos, en este caso fundándose sobre los cambios y transformaciones logradas a la vuelta de todos los trastornos, luchas y logros obtenidos. Sin presencia de contenido conceptual, tampoco es posible advertirle en su función analítica; de esta manera, revolución se confunde, una vez más, con los hechos y asume una función indefectiblemente descriptiva, retornando a su sentido más elemental y primario: cambio. En este caso puede ser drástico y abrupto, o bien lento y tardío, pero sobre todo supone una transformación política y social, fundamentalmente. Investigadores con probada trayectoria en el tema, e interpelados por Manuel Chust en su libro, coincidieron en ese sentido último y generalizador. Por ejemplo, David Bushnell aseguró que la revolución de independencia es una «verdad demasiado obvia». Sin las «profundidades» de la Revolución cubana, se muestra convencido de que sí hubo un «cambio social», a pesar de no hallar en esto mayores diferencias con los intereses de las élites coloniales. Una nueva «clase dirigente» asumió el poder, en donde fueron integrados otros «que no pertenecían» a esta clase. «Si todo esto no equivalía a una suerte de ‘revolución’, yo no sabría de qué otra manera designarla», concluyó. John Elliott, por su parte, entiende que las revoluciones hispanoamericanas, al igual que otras, parecen estar fundadas en el «descontento» y en los «indicios de conflictos inminentes 67 Véase el libro de Manuel Chust, Las independencias iberoamericanas en su laberinto. Controversias, cuestiones, interpretaciones, Universitat de València, Valencia, 2010; en el que compiló a un importante grupo de investigadores sobre el tema, a quienes les preguntó (entre otras cinco preguntas directas) lo siguiente: «¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?».

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en los años y décadas precedentes». Señala que los historiadores comprenden «las independencias como la culminación lógica de los cambios políticos, económicos y culturales ocurridos a lo largo de un período de varias décadas», eludiendo la atención sobre «los acontecimientos sucedidos entre 1808 y 1814», en donde esta continuidad se rompe. Convencido de la necesidad de comprender «la contingencia», sugiere «sustituir el sentimiento de inevitabilidad» ante estos procesos, y observar con mayor cuidado la supervivencia de «las viejas oligarquías» que se sobrepusieron a la independencia y permanecieron vinculadas al poder luego de consumada esta. Josep Fontana recomienda, de entrada, «explicitar bien la naturaleza de la revolución», pues en su juicio, los cambios inducidos por «las capas superiores de la sociedad criolla» debieron guardar mucho cuidado de no «perturbar el orden social establecido», pues corrían el riesgo de que las «castas» excluidas (negros esclavos, indios y mulatos), «fuesen a seguir los pasos de la minoría ilustrada e influyente cuando esta iniciase la revolución». Fontana duda, aparentemente, acerca del alcance de la revolución orquestada por esa minoría ilustrada, que mucho se cuidó de la inclusión social. Brian Hamnett asegura que se trata de una «revolución social» de «cambios profundos», señalando el «destacado grado de participación popular en las luchas armadas». Con base en la «doctrina liberal», las revoluciones de independencia chocaron con la dificultad de aplicar las transformaciones políticas y sociales en una realidad acostumbrada a la figura del rey como jefe del Estado. Convencido de la exclusión historiográfica hacia la «revolución iberoamericana» como parte esencial de aquel contexto de revoluciones a uno y otro lado del Atlántico, recuerda la «importancia de los cambios políticos, sociales, económicos, jurídicos y culturales en el mundo iberoamericano en las tres décadas de 1800 a 1830».

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En cambio, para Miquel Izard no es posible considerar que haya habido revolución, pues «si entendemos por revolución unas transformaciones estructurales que supongan una sociedad no solo distinta sino antagónica de la anterior, la pregunta es improcedente». Según el autor, luego de 1830 «seguían mandando los de siempre», y la situación «era peor» en relación con la de la época colonial. Convencido de que «la identidad nacional» fue «el factor silencioso» de las independencias, John Lynch se apoya en la imagen contradictoria (autoritaria y libertadora) de Simón Bolívar para asegurar que, interpretando las obras del propio Libertador, aquellas fueron «políticas de carácter reformista, no revolucionario». No obstante, y a pesar de no responder directamente a la pregunta de Chust sobre las revoluciones, Lynch no las niega; antes bien, las da por hechos, igualmente contradictorios, complejos y regionalmente particularizados, tal como lo explicó hace años en su gran obra Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-182668. Jaime E. Rodríguez, por otro lado, afirma que «una gran revolución política tuvo lugar en el mundo hispánico como resultado de la invasión francesa de España». Esta «transformación política» se llevó a cabo «en general, en las estructuras sociales, económicas y legales con mayor lentitud». Todo ello formó parte de la «disolución de la monarquía española», sin que se tratase de un «movimiento anticolonial», sino, subraya, de una «revolución política». Rodríguez insiste en ello por el hecho de que no todas las transformaciones sociales experimentadas fueron «para mejor», y de allí que asegure la lentitud en algunos de esos cambios, e incluso la «pérdida de derechos», como en el caso de las mujeres y los indígenas. En síntesis, para Bushnell, Hamnett, Izard y Rodríguez, la revolución es cambio, operado para mejorar o favorecer a ciertos 68 John Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826, Editorial Ariel, Barcelona, 1985.

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sectores, o bien por tratarse de una transformación política incuestionable. Para Elliott es la respuesta al descontento y la tiranía, razones que podrían sumarse al «factor silencioso» que Lynch descubre en la identidad nacional como motor de esas transformaciones. En Fontana, esas revoluciones parecen haber operado desde la conciencia política de sus acciones, algo que parece hacerle coincidir con Izard en torno a cierta decepción por la promesa no cumplida de los cambios estructurales ofrecidos. Cambio, esencialmente político, pretendidamente social, necesariamente estructural, y actuado como reacción o respuesta ante una situación que le justifica, parecen ser las nociones que soportan a revolución como categoría insoslayablemente descriptiva en la mirada historiográfica sobre el proceso de las independencias hispanoamericanas. Mientras revolución sea un polisémico sinónimo de cambio (social, político, económico, etc.), continuará siendo una categoría descriptiva, y solamente eso. En tanto que tal, no explica nada y solo describe (o pretende hacerlo), en una inevitable igualación del término con la realidad empírica. Todo ello da cuenta (y en descargo de los propios historiadores y de la historiografía misma), de la ausencia epistemológica en el sentido funcional y metodológico que revolución supone como categoría conceptual y analítica. Quizás sea esta una deuda que el materialismo histórico nunca logró saldar (sin duda la única corriente que ha intentado teorizar sobre el asunto), seguramente por las pretensiones marxistas de sus autores (más ideológicas que metodológicas), antes que por decantarse, necesaria y pertinentemente, hacia una lectura materialista del propio Marx y sus propuestas analíticas. Seguramente el planteamiento de Manuel Chust acerca de observar a las independencias como procesos históricos69, conduzca oportunamente a hacerse de las herramientas analíticas corres69 Manuel Chust, Las independencias iberoamericanas en su laberinto…, p. 23.

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pondientes con las cuales dar cuenta críticamente sobre aquel proceso. Es este un llamado a los investigadores para que tornen sus miradas hacia las matrices epistemológicas pertinentes al respecto, pues de lo contrario, revolución continuará siendo esa ambigua noción que insistentemente se ha igualado con realidades empíricas, tal como si con ello se diese cuenta de, precisamente, los procesos sociales, simbólicos, ideológicos, culturales, en fin, históricos, que se encuentran por detrás de las realidades aparentes, subyacentes a lo obvio. Mientras tanto, y al igual que en los discursos políticos e ideológicos, las categorías conceptuales continuarán siendo utilizadas como si fuesen sinónimos de hechos positivos. Y esto sucede especialmente con las categorías que Marx legó a las ciencias sociales. Para esas miradas inadvertidas, las categorías no son abstracciones, sino elementos igualables a la realidad tangible. En tanto esto no se resuelva, revolución continuará siendo la expresión concreta (y justificada) de la lucha de clases, o bien un «cambio» más o menos estructural, pero siempre político y social, cuando en realidad se trata de una forma de la modernidad que se expresa históricamente en correspondencia con ciertos contextos simbólicos que le otorgan la capacidad de funcionar eficazmente. Y esto no es literal, sino una abstracción metodológica, es decir: un derrotero interpretativo para comprender esos procesos históricos y sociales desde perspectivas analíticas, quizás el único camino para alejarse y desprenderse de las aplanadoras ideológicas que todo lo reducen a sus bipolaridades características con las que nada se comprende. Cuando revolución pueda ser observada como una categoría analítica, las independencias hispanoamericanas comenzarán a ser entendidas como los procesos complejos y dialécticos que en realidad fueron, y dejarán de ser ese mito impenetrable e impermeable que tanto defienden los Estados de toda mirada crítica.

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