«Un morceau de roi». La imagen del gobernador de provincia en la Francia barroca.

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«UN MORCEAU DE ROI» La imagen del gobernador de provincia en la Francia barroca

Daniel Aznar Universitat de Barcelona – Université Paris-Sorbonne

Ya hace varias décadas, en la introducción a su estudio sobre los gobernadores de provincia franceses, R. Harding advertía que analizar esta figura, exclusivamente a través de los tratados jurídico-políticos y los edictos reales de la época —como muchas veces había hecho la Historia de las instituciones— solo podía proporcionarnos una visión parcial y, seguramente, distorsionada1. En efecto, más allá del marco estrictamente competencial, la naturaleza del cargo y dignidad de lugarteniente general-gobernador, quedaba definida por todo un conjunto de representaciones: retratos, ceremonias, ritos y prácticas políticas. A diferencia de lo que ha sucedido con el tema de la imagen del rey, objeto de una fecunda reflexión historiográfica, la de sus representantes personales en las provincias ha recibido mucha menos atención por parte de la historiografía francesa2. A lo largo de estas páginas proponemos un análisis de la imagen del gobernador de provincia francés para comprender mejor la naturaleza de este cargo de eminente dignidad. Intentaremos ver en que medida los lugartenientes provinciales del rey en la Francia barroca vehicularon una imagen de la majestad regia y cuales fueron las evoluciones características de este período. ¿DELEGAR LA MAJESTAD? LA LÓGICA DE LA LUGARTENENCIA Y LA DIFUSIÓN DEL PODER

Según una expresión corriente en el siglo  xvii, recogida por Charles Loyseau y, antes, por Bodin, la soberanía era «la Lieutenance de Dieu sur terre et la puissance absolue sur les hommes3» («la lugartenencia de Dios sobre la tierra y la potestad absoluta sobre los hombres»). Philippe Fortin de la Hoguette se 1 R. Harding, Anatomy of a Power Elite, p. 11. Ver también B. Chevalier, «Gouverneurs et gouvernements en France», p. 293. 2 En los últimos años han aparecido sugestivos estudios en esta línea, referentes a la primera mitad del siglo xvii. Ver S. Gal, Lesdiguières; Y. Lignereux, Lyon et le roi. 3 C. de Loyseau, Du droit des Offices, p. 78. La idea de la realeza como lugartenencia de Dios se remontaba al Bajo Imperio Romano: K. Keechang, «Être fidèle au roi : xiie-xive siècle», p. 225.

Daniel Aznar, Guillaume Hanotin et Niels F. May (éd.), À la place du roi, Collection de la Casa de Velázquez (144), Madrid, 2014, pp. 151-179.

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lo recordaba al joven Luis XIV: «Que Votre Majesté se souvienne […] qu’il est ici-bas un vice-Dieu4» («que Vuestra Majestad se acuerde […] que es [aquí en la tierra] un vice-Dios»). Si la lugartenencia tenía un carácter trascendental en la correspondencia entre Dios y el rey, cobraba un sentido jurídico preciso cuando se aplicaba al État royal. El término de «lieutenant-général du roi» designaba en Francia diferentes realidades de autoridad delegada que tenían en común la vocación de representar individualmente al soberano en un espacio jurisdiccional limitado por unas letras de comisión. La idea de lugartenencia real articulaba desde una verticalidad descendente la difusión del poder, desde la cúspide de la corte hasta cada uno de los territorios de la corona5. El uso reiterado de la denominación de «lugarteniente» para estos diferentes «gobiernos», y la etimología —locum-tenens: «tener el lugar de»— recordaban que el lugar del rey estaba en todas las jurisdicciones de gobierno del reino6. La delegación de autoridad implicaba una comunicación de honores. Estas dos dimensiones del poder parecían indisociables. No se trataba, claro está, de una transmisión en términos absolutos: el acto mismo de «delegar» implicaba la comunicación del ejercicio, nunca de la propiedad de la soberanía7. La autoridad soberana de la que estaba investido el lugarteniente, cuando se trataba de una lugartenencia «general» era la forma de delegación más extensa, pero en ningún caso podía ser perfecta8. Los honores, como la autoridad, quedaban disminuidos con la delegación. De la misma manera que venerar al rey igual que a Dios constituiría una forma de idolatría, no parecía conveniente tampoco que un lugarteniente del rey recibiese honores idénticos a los que se rendían al rey. Las controversias que suscitó el uso del palio, símbolo emblemático de la soberanía, en las entradas públicas de los gobernadores durante el siglo xv y principios del xvi reflejan los escrúpulos de los poderes urbanos en este sentido. La insistencia de la corona para vencerlos a fin que los gobernadores recibiesen tal honor dio lugar a la elaboración de palios más modestos que los de los reyes, creados a la sazón9. 4

P. Fortin de La Hoguette, Catéchisme royal, p. 97. Así lo recordaba un tratado sobre los gobernadores de plazas fuertes: «le gouverneur dans une place represente la personne du roi». A. de Ville, De la charge des gouverneurs des places, p. 1. En las provincias además del gobernador, qué llevaba siempre el título de «lieutenant-général du roi», existían por debajo de su autoridad otros lugartenientes, normalmente uno o más lugartenientes generales, quiénes a su vez estaban por encima de otros «lugartenientes del rey». Véanse R. Mousnier, Les institutions de la France sous la monarchie absolue, p. 1033 ; B. Barbiche, Les Institutions de la monarchie française à l’époque moderne, pp. 326-329. 6 El canciller era el «lugarteniente» del rey en la Justicia (C. Le Bret, De la souverainété, p. 487) y el condestable su lugarteniente militar (A. Du Chesne, Les antiquités et recherches, p. 707). Los primeros presidentes del Parlamento se reivindicaban «chefs de leur Justice et Lieutenants Généraux du Roy nés au ressort de ladite Cour». B. de La Roche-Flavin, Treize livres des parlements de France, p. 879. 7 Sobre la relación entre el lugarteniente y la soberanía, véase J. Bodin, Les Six Livres de la République, p. 194. 8 Para la evolución de la autoridad de los gobernadores durante la alta edad moderna ver B. Chevalier, «Gouverneurs et gouvernements en France». 9 M. Veyrat, «Les gouverneurs de Normandie»; R. Harding, Anatomy of a Power Elite, pp. 11-14. 5

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La indisociabilidad de la autoridad y los honores legitimaban el poder ante quienes debían someterse a él. Los súbditos podían percibir la efigie del soberano en su representante a través de los signos que acompañaban su potestas. Era pues una imagen autorizada y acreditada del monarca. Esta imagen, no siendo en sí misma «la majestad», era su reflejo y de alguna manera participaba de aquella10. La sentencia plutarquiana Rex Imago Dei se conjugaba así en la articulación del poder monárquico como un reflejo del orden celestial. La noción de «imagen», cuyo origen más remoto podía hallarse en la Bíblia, era tradicional en el lenguaje político medieval y parecía corresponder bien a la idea de lugartenencia en tanto que la naturaleza o la substancia de la realeza y su apariencia podían disociarse, la segunda al servicio de la primera. Los parlamentos franceses fueron los primeros en considerarse una imagen perfecta del rey. A principios del siglo xvii, Bernard de La Roche-Flavin definía el Parlamento de París como «un abregé de la grandeur du prince et un vray portraict de sa Majesté11» («un compendio de la grandeza del príncipe y un verdadero retrato de su Majestad»). Es interesante notar como el término «portrait» (retrato), se había consolidado en el seiscientos en el lenguaje de la emblemática12. El recurso a esta noción por parte la literatura parlamentaria resulta paradójico, dada la difícil correspondencia entre la concepción impersonal que los magistrados tenían de la majestad como cuerpo místico y la individualidad inherente a la idea de «retrato». Tras esta paradoja se perfila un proceso de individualización de la majestad experimentado a partir de la segunda mitad del siglo  xvi. El titular de la corona aparecía cada vez más decididamente como depositario exclusivo de la maiestas. Esta evolución suponía la crisis de la vieja representación de los dos cuerpos del rey que había permitido a los oficiales, fundamentalmente a los jueces, presentarse como encarnación corporativa de la soberanía. El cuerpo natural del rey se imponía como único depósito de la mística que antes residía en un cuerpo imaginario13. Dos consecuencias se derivaban, la primera era la idea que la majestad como substancia se confundía con la humanidad del monarca, y por tanto que su sangre era, antes que nada, el vehículo de la inmortalidad regia. En segundo lugar, la imagen triunfante de la individualidad se imponía sobre el corporativismo a la hora de ilustrar la soberanía. La idea de retrato parecía incorporar el matiz de la individualización perfecta a la noción tradicional, algo más vaga, de «imagen». 10 «Les honneurs ne sont que rayons et esclairs de la lumière qui sort de la Majesté des Roys : et que les peuples n’honorent les Gouverneurs, qu’en tant qu’ils voyent en eux l’image de leur Roy, et au Roy celle de Dieu vivant» (P. Matthieu, L’Accueil de madame de la Guiche à Lyon, pp. 25-26). 11 B. de La Roche-Flavin, Treize livres des Parlements, p. 894. 12 Además de referirse a la plasmación o fijación material de los rasgos de un individuo, un retrato era también, según una de las definiciones de Furetière: «une personne qui ressemble bien à une autre, que c’est son vray portrait». A. Furetière, Dictionnaire universel, s. v. «portrait». 13 S. Hanley, «L’idéologie constitutionnelle en France», p. 52. Ver también C. Jouhaud, «Politique de princes», p. 336; R. E. Giesey et alii, «Cardin Le Bret and Lese Majesty», p. 38; J. Villanueva, «“Le vrai siège de la Majesté royale”», p. 4; P. K. Monod, El poder de los reyes, pp. 98-99.

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Los lugartenientes, máximos representantes individuales del soberano, antes percibidos como sus emisarios o delegados, hallaban en esta evolución la ocasión de presentarse también como sus auténticos retratos14. No tanto como el reflejo de una majestad incorpórea, «mística», sino como la evocación del cuerpo humano donde ésta residía. El cuerpo del lugarteniente sería un reflejo del cuerpo del rey, una modalidad más dentro del género pujante de la retratística regia. La calidad de un retrato regio, fabricado o animado, radicaba en su capacidad de reproducir la naturaleza del original. El soporte de la representación, su materia, era un aspecto esencial. En el campo de las artes plásticas algunos materiales se consideraban más nobles que otros, el mármol o el bronce parecían los más apropiados para reflejar la majestad real. Del mismo modo, la excelencia de la sangre de un lugarteniente sustentaba con más o menos fuerza la representación de la efigie del monarca. Los príncipes de la sangre, «consubstanciales» de la majestad real, eran en el siglo xvii los más perfectos retratos del rey. Su similitud de naturaleza con el soberano constituía un capital político de primer orden cuando se necesitaba afrontar situaciones de inestabilidad —políticas, militares, diplomáticas— o se quería honrar a una provincia15. A continuación eran los príncipes extranjeros y los grandes del reino, parientes honoríficos del soberano16, quienes por su naturaleza podían mejor representarle. Su nobleza era la emulación natural de la del rey, en una sociedad donde persistía la idea que el soberano era el primer gentilhombre de su reino17. Por último, los individuos de una nobleza modesta o reciente debían ser destinados a lugartenencias subalternas. Así, la dignidad personal del titular de la lugartenencia realzaba la dignidad real que le ha sido delegada, y contribuía a definir su grado de identificación con el rey, su capacidad para representarle. Un individuo cuya naturaleza estaba próxima a la del rey, investido de autoridad real por una delegación de poderes y honores, parecía experimentar una transfiguración. Una forma de majestad se transportaba a su cuerpo. No se trataba de la maiestas bodiniana cuya traducción era «soberanía». Más bien del «aura» que envolvía aquella soberanía, y cuya definición podemos hallar en este pasaje de André Duchesne: «Llamo majestad, a un honor […] cuyo origen se encuentra en la grandeza y la magnitud […] hija del honor y del respeto […] que toma su excelencia del origen primero de una grandeza interior, es decir de la primera y más preciosa virtud de una alma real18». El mismo 14

C. Jouhaud, «Le duc et l’archevêque», p. 1036. Enrique IV nombró a príncipes de la Casa de Borbón para importantes gobiernos provinciales, algunos de ellos eran niños. El propio monarca guardó durante unos años el gobierno de la Guyena. 16 En Francia además de los princes étrangers tenían derecho a recibir del rey tratamiento de «mon cousin» los duques y pares y los mariscales de Francia. 17 «Le Roi est le vrai chef de la noblesse et le premier gentilhomme de ce royaume», Discours sur la mort de M. Le Comte de Chalais, citado por J. Cornette, Les années cardinales, p. 193. 18 «J’appelle majesté un honneur […] qui a son origine dans la grandeur et magnitude […] fille de l’honneur et du respect […] elle tire l’excellence de sa première origine d’une grandeur intérieure, c’est-à-dire de première et plus belle vertu d’une âme royalle» (A. Du Chesne, Les Antiquitez et recherches, p. 340). 15

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sentido que da Cardin Le Bret a la majestad cuando habla de «la majesté qui reluit toujours sur le visage des princes19» («la majestad que reluce siempre en el rostro de los príncipes»). Son numerosos los escritos políticos franceses del seiscientos en los que esa forma de majestad «reluisante» inherente al cuerpo —o a veces más concretamente al rostro— del soberano, es asociada a la persona de su lugarteniente. Louis Videl, familiar y biógrafo del condestable de Lesdiguières, gobernador del Delfinado, refiriéndose al cadáver de su señor escribía: «El pueblo venía en multitud, a rendirle sus últimas obligaciones, admirando esa majestad que relucía aún en su rostro, y que la muerte a la que él había tantas veces aterrado, parecía no osar aún borrar20». También un impreso catalán de 1642 relatando la entrada pública en Barcelona del virrey mariscal de Brézé lo describia como «tan magestuòs… que no se a vist Príncep que així haja arrebatats los ánimos dels naturals21». En este caso, la asociación de la majestad al virrey de Cataluña iba más allá por estar acompañada de la comparación con un príncipe. Detrás de la ampulosidad de estilo propia de un escrito propagandístico, se vehiculaba, de manera sutil, una clara identificación del lugarteniente con la soberanía a través de esa «majestad» perceptible. Esta insinuación aparece con más claridad en el caso de otro lugarteniente del Rey Cristianísimo, precisamente uno de los sucesores del mariscal de Brézé en Cataluña, el conde de Harcourt. Enrique de Lorena fue propuesto por René de  Ceriziers como modelo de perfecto capitán y gobernante, en un pequeño tratado que sirvió de carta de presentación del nuevo virrey ante los catalanes22. Las referencias a «la magestad del conde de Harcourt» son frecuentes. Tras definirlo como la «sombra» del rey, su «segunda persona», o un «alma separada de su cuerpo [del cuerpo del rey]», el sexto epígrafe de la obra se titulaba «Poder de la magestad exterior del conde de Harcourt». Más tarde, el autor de manera mucho más explícita afirmaba: «el conde de Harcourt posee una magestad que le hace reynar23». En el imaginario generado por los escritores de la Monarquía francesa del seiscientos, los lugartenientes aparecían envueltos por el halo de la majestad real, como satélites cuya luz era el reflejo del astro-soberano. Tal y como afirmaba Ceriziers para el caso de Harcourt, los gobernadores reinaban «a través» del rey, participando, en apariencia, de su soberanía. 19

C. Le Bret, De la souverainété du Roy, p. 289. «Le peuple venoit à la foulle, luy rendre ses derniers devoirs, admirant cette majesté qui reluisoit encore sur son visage, et que la mort qu’il avoit si souvent épouvantée, sembloit n’oser encore effacer» (L. Videl, Histoire du connétable de Lesdiguières, p. 920). 21 H. Ettinghausen, La guerra dels Segadors a travès de la premsa, t. II, p. 247. En la harenga que el obispo de Montpellier dirigió al nuevo gobernador del Languedoc, el mariscal de Schomberg, aparece de nuevo la referencia a la majestad: «cette grande bonté, que la franchise fait aimer, que la Majesté qui l’accompagne fait révérer» (P. de Fenoillet, Harangue à M. le duc d’Alluin, p. 13). 22 R. de Ceriziers, Le héros françois. Hemos utilizado la traducción castellana de esta obra de G. Sala, Traducción del Héroe frances. 23 Ibid., fº 9vº. 20

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EL GOBERNADOR EN SU PROVINCIA: LA CIUDAD COMO ESCENARIO

En el mundo hispánico existía la idea de que los lugartenientes eran retratos vivos del rey24. Se trataba, casi, de una realidad jurídica. La fórmula alter nos, que aparecía en las letras patentes de los lugartenientes del Rey Católico, hacía de los virreyes desdoblamientos de la persona misma del monarca. La alteridad del soberano se basaba en la realidad del ejercicio pleno de las prerrogativas reales, incluída la de la titularidad de la justicia25. Abraham de Wicquefort definía a los lugartenientes españoles como un tipo de gobernadores «absolutos», distinguiéndoles de los gobernadores de provincia franceses, quienes debían compartir su autoridad con los parlamentos26. Los lugartenientes franceses estaban en efecto confrontados a un reparto de la representación del rey, fundamentalmente en el terreno judicial. En el campo de lo simbólico, este reparto quedaba reflejado en el uso del espacio público y en las ceremonias que tenían lugar en él. En los grandes gobiernos, cuando la provincia era un «pays d’état» con sede parlamentaria, podía suceder que el «palacio real» —el Palais o el Logis du roi—, fuese compartido por el gobernador y el parlamento27. A excepción del sólo caso del Delfinado —dónde el gobernador era «cabeza» de la Justicia—, en el resto de provincias de la corona de Francia los primeros presidente del Parlamento tenían precedencia sobre los gobernadores en el ceremonial público ordinario. Así sucedía en las procesiones, los Te Deum, o en las sesiones solemnes de la Grande Chambre28. La preeminencia del primer presidente quedaba eclipsada en el caso de las entradas públicas de los gobernadores. La entrada pública era la ocasión en 24 D. de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe politico christiano [ed. 1642], pp. 376 y 433; G. Leti, Il Ceremoniale Historico e Politico, pp. 129-130; F. Bouza, Imágen y propaganda, p. 33. 25 Sobre la dignidad de virrey de Cataluña escribía Magí Sevilla en su Historia de Cataluña: «En su audiencia y real chancillería no preside como perfecto [sic] pretor, sino con autoridad de Príncipe, sin más ni menos autoridad que el Rey, pues en su nombre tiene la misma soberanía y regalías excepto de convocar cortes» (BNF, Mss Espagnols, 115, fos 108vº, 109). Para los poderes judiciales de los gobernadores franceses, véase C. de Loyseau, Œuvres, p. 242. 26 A. de Wicquefort, L’Ambassadeur et ses fonctions, p. 274. Una de las prerrogativas de los gobernadores «absolutos» era la de enviar y recibir embajadores, como el autor demuestra a través de diversos ejemplos. 27 Así sucedía en Grenoble o en Aix-en-Provence. 28 Para los Te Deum, véase D. Godefroy, Le Ceremoniel françoys, p. 102. En el interior de la Grande Chambre del Palais, sancta sanctorum parlamentaria, la grandeza del primer presidente alcanzaba su cénit: a excepción del caso de París, en el resto de parlamentos el primer presidente ocupaba el trono real. El gobernador, cuando era recibido por la compañía, ocupaba un asiento ordinario de conseiller d’honneur. Era el gobernador quién tenía la obligación de realizar la primera visita al primer presidente a su llegada a la capital de la provincia, y no a la inversa. Solo en caso que el gobernador fuese un enfant de France o un príncipe de la sangre este orden podía alterarse (ver B. de La Roche Flavin, Treize livres des Parlements de France, pp. 50-51). Esta salvedad, instituída bajo el reinado de los primeros Borbones, era un claro testimonio de la hegemonía de la majestad dinástica, substanciada en la sangre del rey, sobre la majestad mística de la robe.

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que el gobernador gozaba de un protagonismo exclusivo en las ciudades con sede parlamentaria. La importancia de esta ceremonia era fundamental, tanto por la acumulación de referencias «soberanas» que concurrían, como por el impacto que tenía en el imaginario colectivo29. Las entradas de gobernadores en el seiscientos mimetizaba las entradas regias reproduciendo un modelo fijado de manera estable en el siglo xvi a través de diferentes ritos: la recepción a las puertas de la ciudad por los cónsules, las harengas, la entraga de las llaves, la presentación del palio, la cabalgata por las principales calles de la ciudad, acompañado de las corporaciones urbanas, las decoraciones efímeras, el Te Deum y el juramento. Sin intención de redundar en un análisis pormenorizado de esta ceremonia, largamente estudiada para el caso de reyes y príncipes —en menor medida de gobernadores30, nos limitaremos a examinar algunas de las evoluciones más significativas en las entradas de los gobernadores franceses durante la primera mitad del siglo xvii. Uno de los aspectos más llamativos surge de la coincidencia entre el creciente ausentismo de los gobernadores y la riqueza ornamental sin precedentes alcanzada por sus entradas públicas. La ausencia cada vez mayor de los gobernadores, atraídos por el centro cortesano, intensificó el valor de las entradas como acto fundador de la relación individual entre la provincia (y la ciudad) y el lugarteniente regio. El vínculo que se representaba a través de ritos, signos, imágenes y discursos, tenía un valor superior y substitutivo al que suponía la presencia estable del gobernador. En 1611, el príncipe de Condé realizó entradas solemnes en diversas ciudades de las provincias del suroeste francés de las que se le había encomendado el gobierno (Burdeos, Nérac, Agen, Dax y Bayona). Acabado este periplo ceremonial, Condé regresó a la corte31. Recurriendo a una imagen común en la cultura política de la época moderna, la entrada realizaba a la vez el rito y la consumación de las nupcias entre el gobernador y la provincia —nupcias establecidas previamente a través de las letras reales de comisión. El valor de esta ceremonia era casi sacramental. En Cataluña, la entrada de los virreyes adquirió en la época francesa una importancia política insólita32. La ciudad de Barcelona, pilar de la soberanía francesa, vivió a partir de 1643 —con la muerte de Luis XIII y el advenimiento de un rey niño—, en la frustración de no haber podido recibir a su nuevo rey (hecho insólito hasta entonces). Los pactos entre la provincia y la corona francesa, jurados por procuración real dada al primer virrey, necesitaban de una 29 La entrada era junto con el sacre, el lit de justice y los funerales, una de las cuatro ceremonias de la realeza. 30 P.  Lardellier, Les miroirs du paon; M.  F. Wagner et alii (dir.), Les Jeux de l’échange y J. Nassichuk (éd.), Vérité et fiction dans les entrées solennelles. 31 Mercure françoys, t.  II, 1611, fos  122ro-124vº. Hemos empleado los ejemplares del Mercure françois conservados en el fondo antiguo de la biblioteca de la École nationale des ponts et chaussées, ENPC, . 32 Algo que ya señaló J. Lalinde, La institución virreinal en Cataluña, p. 230.

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confirmación pública y solemne que solo la visita del soberano a la ciudad podía materializar. Las entradas de los virreyes intentaron paliar la fragilidad de la unión entre la provincia y un rey «invisible», representando una y otra vez el matrimonio entre el príncipe ausente y su principado, o lo que era lo mismo: la unión entre el Cataluña y Francia. Indisociable de esta dimensión performativa era la vocación persuasiva de la entrada, que en el siglo xvii se hizo más patente a través de la exhibición del número creciente de tropas confiadas al mando del nuevo gobernador, imprimiendo a la ceremonia un fuerte carácter marcial33. El principio de tal exhibición de fuerza era invitar a una sumisión sin resistencia a la autoridad representada por el gobernador. Pero en algunos casos, respondía también a demandas de seguridad y protección expresadas por los provinciales. En el caso de la Cataluña «borbónica» —durante la época de soberanía francesa sobre el Principado— fueron las élites locales, a través de sus instituciones, quiénes más insistieron ante la corte en la importancia de que los virreyes llegados de París realizasen entradas fastuosas y marciales, a fin de persuadir a la opinión pública de la potencia de la nueva Monarquía a la que habían ligado su destino34. El carácter persuasivo tanto de la legitimidad como de la potencia del rey de Francia, también rey de los catalanes, debía revelarse claramente en las calles de la capital catalana a través de las entradas virreinales. El incidente producido en torno a la entrada del príncipe de Condé en Barcelona es el más significativo. En 1647, Luis II de Borbón, príncipe de Condé, llegó a la ciudad como nuevo lugarteniente de Cataluña. Lo hizo precipitadamente, vestido austeramente de negro —por el luto que guardaba por su padre, y acompañado de un pequeño séquito— el grueso de sus tropas y su casa se hallaban aún en camino. Condé prestó el juramento en la Seo tras una entrada más que discreta. Rápidamente se difundió el rumor de que se trataba de un impostor, un doble de Condé enviado para engañar a los catalanes. Las autoridades catalanas lograron convencer al virrey de la necesidad de dar al público una representación fastuosa de su dignidad de primer príncipe de la sangre, para disipar toda perspicacia sobre su identidad. Pocos días después, el Gran Condé y sus oficiales, vestidos suntuosamente y montando caballos enjaezados de oro y plata, realizaron una suerte de carroussel en el paseo de la marina35. El fasto, la presencia ordenada de las tropas y la exhibición pública del lugarteniente, en la Cataluña «francesa» como en las provincias del reino de 33 La presencia militar en las entradas es un rasgo característico del reinado de Luis  XIII. M. F. Wagner (ed.), Les Entrées royales et solennelles du règne d’Henri IV, t. I, p. 30, n. 3. Véase la «Introducción» de M. F. Wagner, pp. 11-78. 34 Los dirigentes catalanes se esforzaban en hacer comprender esto a la corte de París, más preocupada en las urgencias del frente bélico que en cuestiones de representación. Mazarino en efecto había escrito a Barcelona que la mejor entrada que le podían hacer al príncipe era gastar el dinero de la ceremonia en tropas. Carta de Mazarino al conde de Marsin, 27 de marzo de 1647, Archives du Ministère des Affaires Étrangères, Cor. Pol., Esp., t. XXVIII, fo 39. 35 R. de Rabutin comte de Bussy, Mémoires, p.  134 y M. Parets, Sucessos particulares en Cataluña, Biblioteca de Catalunya (BC), ms. 502, fos 272vo-273 vo.

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Francia, daban a la entrada pública un papel indispensable en la legitimación del poder, cuyo valor es comparabe al de las letras patentes o el propio juramento constitucional36. Un elemento central de las entradas era el palio, símbolo emblemático de la majestad en la cultura europea. Si más arriba nos hemos referido a la reticencia que en el siglo xvi mostraron las ciudades francesas a ofrecer el palio a los gobernadores, en el seiscientos este ya no era un honor discutido. Por otro lado, si algunos gobernadores de la época de los Valois ya habían declinado usarlo por recato, en el siglo xvii esta inhibición se había convertido en la norma. El I duque de Épernon en 1588, en Ruan37; el príncipe de Condé en 1611 y 1618, el duque de Mayena en 1612, el príncipe de Conti en 1666 y el mariscal de Albret en 1671, en Burdeos38; Enrique II y Luis II de Condé en 1632 y 1648 y el II duque de Épernon en 1656, en Dijon39; o el mariscal de Themines en 1627, en Rennes40; todos rehusan procesionar bajo palio a su entrada en las capitales de sus provincias respectivas. Sin embargo el palio no desaparece, en lugar de eso los gobernadores desfilan a escasa distancia detrás de él. Así el rechazo del palio, lejos de suponer su desaparición de la ceremonia, intensifica su protagonismo, convirtiéndolo en una referencia clara al soberano ausente. Rey y lugarteniente delimitaban su lugar en la provincia, y si el segundo quedaba asociado a la majestad del palio, no se le confundía totalmente con el monarca. El ritual del palio vacío, llevado por los cónsules de la ciudad, pone en escena la doble contención de súbditos y gobernadores ante la figura del soberano que sustenta la harmonía política: por un lado la sumisión de las ciudades, que ya no cuestiona a los lugartenientes el disfrute de tal honor, y por el otro, el voluntario retraimiento de éstos ante la veneración debida al rey. LA MAJESTAD CAVALGANTE Y LAS IMÁGENES ECUESTRES DEL GOBERNADOR

La fijación de la imagen del gobernador a través del ceremonial público de la entrada buscó consolidarse más allá de lo efímero del acontecimiento a través de la impresión de relaciones encargadas por las corporaciones municipales o bien

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El valor tradicional constitucional de la entrada de los lugartenientes, alcanzó su plenitud en los Países Bajos. M. Van Gelderen, Political Thought of the Dutch Revolt, p. 104. 37 F. Farin, Histoire de la ville de Rouen, t. I, p. 85. 38 Para Condé y Mayena en  1612 y  1619, véase D.  Godefroy, Le Ceremoniel françois, 1649, p. 1023; para Conti y Albert, véase J. Darnal, Supplement des chroniques de la noble ville et cité de Bourdeaux, pp. 85 y 107. 39 P.  Malpoy, Entrée de […] Henri de Bourbon, prince de Condé, gouverneur de Bourgogne; É. Bréchillet, Description et interprétation des portiques y [Anonyme], Les Armes triomphantes de Son Altesse le duc d’Espernon. 40 Mercure françoys, t. XIII, 1627, p. 378, .

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aparecidas en las gacetas41. Fijando la imagen del gobernador, esencialmente, a través de la ceremonia de la entrada, las relaciones impresas contribuyeron a consolidar, de manera indirecta, una tipología de retrato de poder tradicionalmente reservado a los monarcas: el retrato ecuestre. Las entradas de los gobernadores como las de los reyes se realizaban a caballo. Esta práctica vehiculaba una alegoría antigua que asimilaba este animal a «la república», referencia a la ciudad, a la provincia o al reino42. El caballo, de color blanco en particular, era un símbolo tradicional de soberanía43. Las ciudades francesas insistían en el siglo xvii en mantener vivo el significado de esta representación. Tanto Luis XIII en Dijon, en 1629, como el príncipe de Condé, gobernador de Guyena, en Burdeos en  1611 —por citar solo dos ejemplos— recibieron como regalo de los cónsules de estas ciudades sendos caballos blancos, que utilizaron, abandonando sus monturas precedentes, para realizar su entrada pública44. En esta imagen ecuestre medieval estaba implícito el carácter constitucional de la soberanía: los súbditos se daban voluntariamente a su príncipe, sumisos a su imperio, quién a su vez los aceptaba y se comprometía a mantenerles los privilegios. Por otro lado, en los siglos modernos, la sujeción de la montura, más que el animal en sí mismo, incorporó un nuevo significado a la metáfora política ecuestre, remitiendo a la virtus del buen gobernante. El dominio que el jinete ejercía sobre la fogosidad del animal evocaba la contención que un príncipe, un gobernador o un general debían saber emplear con sus pueblos, con sus ejércitos, y por encima de todo, con sus propias pasiones45. La difusión del neoestoicismo en el siglo xvii tuvo una influencia decisiva en este sentido. La literatura emblemática identificaba el aparejo ecuestre con virtudes concretas: el freno podía simbolizar la razón o la templanza, las riendas la política del príncipe46. 41

Las relaciones de las entradas en las Gacetas se encuentran especialmente en el Mercure françoys. Para los libros conmemorativos de las entradas, véanse C. Jouhaud, «Imprimer l’événement», pp. 393-400 y M. F. Wagner (ed.), Les Entrées solennelles sous Henri IV, t. I, pp. 44-54. 42 Un ejemplo figurativo claro es el de los funerales del emperador Carlos V en Bruselas, donde los reinos y provincias del difunto fueron representados por caballos cubiertos de gualdrapas heráldicas y conducidos a pie por grandes señores. F.  Checa, Carlos  V y la imagen del héroe, pp. 259-273. 43 C. de Mérindol, «Le prince et son cortège», pp.  307-310. Como en otros aspectos de la cultura política de la época moderna, la dimensión religiosa estaba presente y la identificación del gobernante con Cristo se hacía también a través de la imagen ecuestre. La imagen de Cristo montado en un caballo blanco representaba su presencia en el alma y en la hostia sagrada (véase J. Desmarets Saint-Sorlin, Les Délices de l’Esprit, p.  152). Julián Gállego se refiere al caballo en la retratística europea de los siglos xvi y xvii como a «un trono ambulante» (J. Gállego, Visión y símbolos, p. 272). 44 Entrées et réjouissances dans la ville de Dijon, t. II, p. 15; Mercure françoys, t. II, 1611, fº 123vº, . 45 D. de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe politico christiano, empresa 42; J. Moffit y W. Liedtke, «Velázquez, Olivares and the baroque equestrian portrait». 46 M. Corella, «Saavedra Fajardo y Velázquez», p. 75 y A. Soler del Campo, El arte del poder, p. 257. En un pequeño retrato alegórico de Luis XIII realizado por Claude Deruet, La glorification de Louis XIII (Dijon, musée Magnin), la figura del monarca en un pedestal aparecía rodeada de diversos emblemas portados por putti, entre los cuales, el freno y las riendas.

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Conjugando la alegoría tradicional de la soberanía y las nuevas referencias a la aptitud de mando, la imagen ecuestre aparecía como un atributo polisémico de la majestad. El soberano tenía por vocación ser el primer jinete de sus reinos47. Quiénes le asistían en el gobierno, representando de forma individual su persona y ejerciendo por delegación y de manera amplia la autoridad real, debían imitarle. El aparato iconográfico con que Crispin de Pas ilustró el tratado de equitación compuesto por Antoine de Pluvinel para Luis XIII constituye un bello ejemplo (fig. 1, p. 162). A través de diferentes grabados, el joven rey aparecía participando en diversos ejercicios hípicos. Las planchas  38 a  42 reproducían variantes sobre una misma escena en la que los príncipes de la sangre y grandes del reino observan montados a caballo las demostraciones ecuestres del rey. Prácticamente todos los personajes compartían la condición de lugartenientes del rey —ya fuese en calidad de gobernadores, de lugartenientes generales o gobernadores de ciudades48. La alegoría política parece evidente: el soberano-jinete servía de modelo a sus émulos naturales, los lugartenientes, montados, que se miraban en el espejo de la majestad ecuestre. Luis XIII era elevado a la categoría de exemplo vivus político y nobiliario, paradigma de gobernante virtuoso y también de perfecto gentilhombre. En el gobierno de las provincias y en los ejércitos del rey, representando a su persona, los grandes, lugartenientes provinciales o militares, debían imitar su prudencia y servir a su vez de modelo de conducta para la nobleza que se encontraba bajo su mando. La dimensión política de las exhibiciones hípicas no puede pasar desapercibida cuando sus protagonistas eran gobernadores de provincia. En  1619, el duque de Montmorency gobernador de Languedoc organizó diversas fiestas ecuestres en Toulouse —además de un ballet— para celebrar el matrimonio de Madame Cristina de Francia con el príncipe de Piamonte. Montmorency inauguró los festejos corriendo el primero en la course à la quintaine, seguido de los principales señores de la nobleza del país49. La destreza del gobernador en el manejo del caballo inspiró al poeta René Bordier para elogiar su prudencia política50. El mariscal de Schomberg, sucesor de Montmorency en el gobierno 47 J. de Souvert, Advis pour messieurs les gens des trois estats, 1605, p. 39 y J. Setantí, Frutos de Historia, p. 84. 48 Los grabados de Crispin de Pas que ilustraban la obra de Pluvinel fueron realizados para la primera edición de la obra, en 1623, publicada sólo bajo esa primera edición bajo el título Manège royal. Salvo algunos detalles formales, se mantuvieron aquellos grabados para las ediciones posteriores (para las que el libro pasó a tomar el título L’instruction du roy en l’excercice de monter à cheval). En la segunda plancha « figure 38 » por ejemplo (ver fig. 1, p. 162), el rey realizaba una corbeta ante el condestable de Lesdiguières gobernador del Delfinado, el duque de Epernon, gobernador de Guyena, el duque de Guisa, gobernador de la Provenza, el duque de Nevers, gobernador de Champaña, el duque de Chevreuse, gobernador de Auvernía, el duque d’Elbeuf, el duque de la Rochefoucauld, lugarteniente general en Poitou y en Guyena y el conde de la Rocheguyon. A. de Pluvinel, L’instruction du roy en l’exercice de monter a cheval. 49 Mercure françoys, t. V, 1619, p. 118, . 50 R. Bordier, Ode à Mgr. le duc de Montmorancy.

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Fig. 1. — Louis XIII realizando ejercicios ecuestres ante sus lugartenientes, grabado de Crispin de Pas en A. Pluvinel, L’instruction du roy (fig. 38). © Biblioteca de Catalunya

Fig. 2. — El condestable de Lesdiguières, gobernador del Delfinado. Bajorelieve del en bronce por Jacob Richier, frontiscipio del pórtico del castillo de Vizille (fotografía del autor, derechos reservados)

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languedociano, inauguró su mandato participando en varios torneos y carreras, en  163351. La exhibición del talento hípico había sido también, como hemos visto antes, el ejercicio al que se había librado el príncipe de Condé en Barcelona, para paliar la decepción provocada por su entrada precipitada. El desarrollo de la retratística ecuestre durante los siglos xvi y xvii parece indisociable de estas consideraciones político-simbólicas52. Durante las primeras décadas del siglo  xvii, grandes monumentos ecuestres en bronce fueron consagrados a la gloria de los reyes. Con los Borbones se inicia en Francia una tradición de retratos ecuestres reales en bronce o mármol53. Es significativo que los únicos comanditarios sin sangre real que, nos consta, encargasen su retrato ecuestre en bronce fuesen dos poderosos gobernadores de provincia: Montmorency y Lesdiguières54. Ambos eran también titulares de la condestablía de Francia, el primer oficio militar de la corona. La estatua de Montmorency en el castillo de Chantilly (colocada en  1609) lo representaba blandiendo ceremonialmente una espada, en referencia clara al oficio de condestable55. Montmorency reproducía el mismo gesto en un gran lienzo de la petite galerie del mismo castillo. Esta última obra se inscribía en un gran proyecto decorativo compuesto por un retrato ecuestre de Enrique IV y dos telas más representando imponentes caballos de las cuadras del condestable56. La condición de condestable primaba sobre la de lugarteniente provincial en estas dos representaciones ecuestres de Montmorency, aunque la condestablía no dejase de ser la más elevada dignidad de lugartenencia militar57. En el caso de Lesdiguières se trataba de un bajorelieve fundido en bronce por Jacob Richier para ser colocado sobre el pórtico del castillo de Vizille, cerca de Grenoble (fig. 2, p. 162)58. A diferencia de Montmorency, el condestable Lesdiguières empuñaba un bastón de mando. La espada, atributo explícito al oficio de condestable, desaparecía substituída aquí por el emblema del imperium, adoptando el modelo de representación ecuestre propio de la retratística regia que se estaba imponiendo en la Europa de inicios del xvii. En efecto, el retrato 51

J. F. Dubost, «Absolutisme et centralisation en Languedoc au xviie siècle», p. 393. W. Liedtke, The Royal Horse and Rider, p. 37. 53 G. Sabatier, «Le cavalier de bronze», pp. 286-288, G. Bresc-Bautier, «Henri IV au PontNeuf», e Id., «La statue de Louis XIII (1559-1639)», pp. 100-105. Los consulados de las principales ciudades francesas, como París, Lyon, Toulouse o Amiens, encargaron esculturas a caballo de Enrique IV y Luis XIII. Véanse L’âge d’or de la sculpture : artistes toulousains du xviie siècle, p. 42; Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 441. 54 A finales del siglo  xv, Pierre de Rohan, mariscal de Gié, lugarteniente del rey en Guyena y  Bretaña, encargó su retrato ecuestre para el pórtico del castillo de Verger (véase G. Janzing, «Le pouvoir en main», p. 253). 55 La estatua se hallaba en el patio del castillo de Chantilly. G. Bresc-Bautier, «Henri IV au Pont-Neuf», p. 1. La conocemos por el grabado conservado en la BNF, Estampes, Henin, 1707. 56 El retrato del monarca es el único conservado de esta serie. P.  Mironneau, «Henri  IV à  cheval», pp. 70-79. 57 A. Du Chesne, Les Antiquités et recherches, p. 707. 58 N. Rondot, Jacob Richier, p. 11. 52

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ecuestre a la «imperial» había consolidado un prototipo estable al llegar al seiscientos, definido por la actitud del jinete y los atributos que le acompañaban. Con la mano derecha, el retratado empuñaba el bastón de mando o bengala, mientras con la izquierda sujetaba las riendas de su montura. La bengala era un atributo que la Roma antigua reservaba a los imperatores y que había sido recuperado en el siglo xv. En los retratos reales fue progresivamente preferida al cetro, atributo tradicional de la realeza medieval. En el caso de los reyes de Francia, a partir de los reinados de Enrique IV y sobre todo Luis XIII, el soberano aparecerá incluso en los retratos en majesté —aquelos en los que vestía la regalia— empuñando un bastón de mando en lugar de un cetro, manifestando el cariz militar que había adoptado la soberanía59. El significado político que vino a encarnar este objeto, ilustraba el ideal barroco que quería que el mejor príncipe era ante todo un perfecto capitán60. Igual que los reyes, los lugartenientes militares y provinciales aparecían en los retratos empuñando bengalas. El bajorelieve de Lesdiguières en Vizille, usando de esta representación romana y regia, reproducía de forma casi idéntica otro de Enrique IV, tallada en piedra, que se hallaba desde 1604 sobre la puerta principal del Hôtel de ville de Paris, obra de Pierre Biard61. Condestable y gobernador de una importante provincia de frontera, Lesdiguiéres, encarnaba en primer lugar la imagen del paladín del rey. Un coétaneo describía la actitud de Lesdiguières en su retrato en bronce como «tel qu’il paroit au front des armées quand il donne la peur et la chasse aus ennemis du Roy62». Sin embargo, la elección de hacerse representar con un bastón y no con la espada de condestable, y el mimetismo entre su figura y la del rey tal y como aparecía en el Hôtel de Ville de París, constituía ante todo una forma de identificación explícita entre el gobernador y Enrique IV. Si Enrique era la encarnación de la majestad real, Lesdiguières aparecía como el perfecto retrato del rey63. No en vano, el gobernador del Delfinado sería designado en la inscripción colocada sobre la puerta baja del castillo de Vizille con el título latino de prorex, es decir: virrey64. Un título inhabitual en Francia, al que los gobernadores del Delfinado podían quizá pretender con más derecho que sus homólogos de otras provincias por ser los únicos que detenían la titularidad de la justicia. 59 El bastón sería uno de los símbolos casi emblemáticos de la vocación «ejecutiva» de la monarquía de los Borbones. Al viejo ideal de comunión entre el rey y las ciudades o las provincias, se impone un ideal de sumisión y obediencia a la voluntad real. G. Janzing, «Le pouvoir en main». 60 G. Janzing, «Le pouvoir en main», p. 253, n. 30, y p. 254, n. 44. 61 G. Bresc-Bautier, «Henri IV au Pont-Neuf», p. 3; A. Gady, «La porte de l’ancien Hôtel de Ville de Paris», pp. 39-40. El bajorelieve en piedra de Biard habiendo sido destruido durante la Revolución, hoy sólo nos queda una copia en Bronce realizada en 1838 por Lemaire, actualmente en el museo Carnavalet de París. 62 Actes et correspondance du connétable de Lesdiguières, t. III, p. 441. 63 El hecho de identificarse con un soberano que llevaba doce años muerto proporcionaba una doble legitimidad a Lesdiguières, puesto que si por un lado recordaba la confianza imperturbable que le habían manifestado dos reyes sucesivos, por el otro le designaba como uno de los puntales que había ayudado a los Borbones a conquistar el trono. 64 Actes et correspondance du connétable de Lesdiguières, t. III, p. 442.

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Fig. 3. — Estatua ecuestre efímera de Luis II de Borbón, príncipe de Condé, gobernador de la Borgoña erigida a su entrada en Dijon el 6 de marzo de 1648. Grabado de Guy-Anne Guyot en É. Bréchillet, Description et interprétation des portiques. © Bibliothèque nationale de France (BnF)

Salvo en estos casos excepcionales propios de las primeras décadas del siglo xvii, la escultura ecuestre en bronce o mármol no logró perpetuarse como modelo de representación de los lugartenientes franceses, y quedaría reservada de manera exclusiva a la figuración del soberano. Las únicas representaciones de este tipo que serían toleradas fueron las esculturas efímeras realizadas para las decoraciones de las entradas de los gobernadores. Algunas de ellas fueron reproducidas en los libros conmemorativos, es el caso de las del príncipe de Condé y del duque de Épernon en sus respectivas joyeuses entrées en Dijon como sucesivos gobernadores de Borgoña (fig. 3)65. 65 É.  Bréchillet, Description et interprétation, p.  106; [Anonyme], Les Armes triomphantes de Son Altesse le duc d’Espernon. Estos monumentos fugaces parangonaban los que se erigían para las entradas de los reyes. Por ejemplo, los erigidos en Lyon y en Aviñón en ocasión de las entradas de Enrique IV y Luis XIII (Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 441). Una imagen de la estatua ecuestre de Luis XIII (grabada por Luiz Palma) en Aviñón en el libro conmemorativo de la entrada de T. de Berton, La voye de laict, p. 137.

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La jerarquización de los materiales empleados en la representación ecuestre de rey y lugarteniente no era exclusiva del campo de la escultura. Algo similar sucedería en el terreno de la retratística sobre soporte plano. Reservada de manera exclusiva a los personajes de sangre real hasta, prácticamente, el siglo xvii, la pintura ecuestre incorporó a partir de entonces a lugartenientes provinciales y militares como modelos. Sin embargo, salvo en contadas excepciones, en Francia no llegó a adoptar la envergadura de las grandes pinturas de príncipes a caballo66. Existieron casos excepcionales —comparables a los antes citados de Montmorency o Lesdiguières—, como el del retrato a caballo a tamaño natural del I duque de Épernon, poderoso gobernador de la Guyena, que presidía la galería de retratos del castillo de Cadillac (el viejo castillo medieval de los Foix-Candale, remodelado y convertido en el símbolo de su poderío sobre la provincia)67. Pero, a diferencia de los que sucedió en otros lugares como la Monarquía hispánica, solo hallamos por lo general pinturas de pequeñas dimensiones que utilicen esta forma de representación para los lugartenientes franceses. Por otro lado, sería un género considerado menor, el grabado, y no tanto la pintura, la técnica que permitiría en Francia el desarrollo de la retratística ecuestre de los lugartenientes68. La envergadura de un retrato ecuestre, ya fuera por sus dimensiones, o por la calidad del soporte —igual que sucedía en el caso de los «retratos de bulto»—, parecía guardar una correspondencia con la del modelo. Esta correspondencia puede leerse como una forma de decoro que reservaba a los príncipes la plenitud de un tipo de representación iconográfica estrechamente asociada a la majestad real69. 66 Los retratos ecuestres salidos del taller de Déruet, según la relación hecha en su inventario post-mortem, eran o bien de príncipes o bien de gobernadores de provincias (Gaspard de Rieux) o ciudades (el conde de Montchat). F. Roze, «À propos de quelques portraits équestres de Claude Déruet», p. 265, n. 1. 67 En su interior, el programa decorativo culminaba en la imagen ecuestre del duque-gobernador, que se erigía triunfalmente sobre una marea de retratos de papas, reyes, condes de Foix, gobernadores de Guyena y grandes hombres de armas y letras. Véase J. Marchand, «Un voyage en bordelois d’après le journal inédit de Jean Le Laboureur (1659)». El empleo de un modelo de representación regio por parte de Épernon podría remitir a su afán de afirmar una pretendida dignidad casisoberana, cuyos fundamentos podían ser tres: su cargo de gobernador, el linaje de su esposa — heredera de una rama colateral de la Casa Real de Navarra— y, aún, su título de captal de Buch (más tarde invocado por el II duque de Épernon para reivindicar el tratamiento de Alteza). Sobre las pretensiones de Épernon, véanse Arrêt de parlement par lequel il est fait défense à M. d’Epernon de faire fabriquer monnaie avec son nom et effigie et de prendre les qualités de très haut et très puissant prince et d’Altesse qu’il s’attribue y D. Parrott, «Richelieu, the Grands and the Army», pp. 138-139. 68 Ver por ejemplo la serie de retratos ecuestres de Moncornet inventariada por E. Rohfritsch, Balthazar Moncornet. 69 La identificación del lugarteniente con el soberano sería más limitada en el caso de los lugartenientes franceses, que en el caso de sus homólogos españoles, los cuales a partir del reinado de Felipe IV se harían representar igual que el soberano, dando lugar a grandes retratos ecuestres al óleo. Ver por ejemplo M.  Díaz Padrón, «Van Dyck: noticias sobre los retratos ecuestres de Francisco de Montcada», o bien A. Anselmi, «I ritratti di Iñigo Vélez de Guevara e Tassis VIII conte di Oñate e un ritratto di Ribera».

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Los lugartenientes franceses serían retratos a pequeña escala, o de menor calidad, de los monarcas a quienes representaban. Sin embargo, señalar los límites de esta forma de figuración, hasta entonces reservada a los príncipes, no debe impedirnos calibrar el valor del hecho de su apropiación por los lugartenientes. El hecho que el retrato a caballo de los lugartenientes se desarrollase como género, esencialmente, a través de una técnica y soporte que permitían una difusión masiva, el grabado, indica la voluntad de impacto en el imaginario de un colectivo amplio. Para el tipo de público que menos acceso podía tener a los palacios reales o nobiliarios donde colgaban los grandes retratos a caballo del rey, la contemplación, mucho más accesible, de grabados a caballo del rey o de sus gobernadores o lugartenientes militares, debía vehicular implicitamente una cierta identificación entre éstos y aquél. Respecto a esta incorporación del lugarteniente y el rey, un último y significativo aspecto de la retratística ecuestre de los lugartenientes, común a todos los géneros y soportes, es la imitación, a veces de manera exacta, de modelos regios concretos. Algo que ya hemos visto para el bajorelieve en bronce de Lesdiguières, y que se da en otros muchos casos durante los reinados de Enrique IV y Luis XIII70. En el caso del grabado, la técnica permitía utilizar una misma plancha para representar al príncipe y a uno de sus lugartenientes. Si este recurso podía responder ante todo a consideraciones de economía técnica, no deja de ser revelador de la fijación de un mismo modelo de representación para ambos. Solo era necesario substituir el rostro, y a veces también el fondo. La substitución del fondo permitía muchas veces asociar visualmente al lugarteniente con su ciudad o provincia, con lo que la incorporación rey-lugarteniente-territorio alcanzaba una plasmación explícita (fig. 4, p. 168 y 5, p. 169)71. 70 Un pequeño óleo atribuído a Pierre Pourbus del museo Condé en Chantilly, que representa al mariscal de Aumont, gobernador de Bretaña entre 1593-1595, reproduce de manera idéntica un retrato coetáneo de Enrique IV por Marin Le Bourgeoys, de tamaño similar (París, Musée de l’Armée) [S. Béguin, «Contribution à l’iconographie d’Henri IV», pp.  56-59, fig.  18]. La imposibilidad de una datación exacta impide saber cual de los dos retratos fue pintado primero y determinar cual hubiera podido servir de modelo para el otro. El retrato de Aumont no podría datar en cualquier caso de antes de 1579 dado que en él luce el grand cordón del Saint-Esprit que le fue concedido ese año. Esta lectura en paralelo de un retrato regio y del retrato de un gobernador puede hacerse para otras pinturas del mismo tipo datando del reinado de Luis XIII. Pensamos en dos pequeños retratos ecuestres de la mano o taller de Claude Deruet representando el uno a Luis XIII junto a Ana de Austria, ante las puertas de Nancy, y el otro al gobernador de Beauvais, Gaspard de Rieux. N. Chaudun, La majesté des centaures, pp. 38 y 92; A. Larcan y F. Roze, «À propos de quelques portraits équestres de Claude Déruet», pp. 266-267. 71 Un retrato grabado del duque de La Valette —luego II duque de Épernon— por Michel Lasne lo representa frente a Metz reproduciendo de manera exacta otro de Luis XIII frente a La Rochelle (del mismo autor). El paisaje de la ciudad al fondo integra a La Valette en el espacio concreto de su gobierno territorial (la ciudad y obispado de Metz). El de Luis XIII data de 1627 [BNF, Estampes, Hennin, 3278] mientras que el de La Valette habría sido realizado entre 1622-1633 [Château de Versailles, Estampes, LP 29-69]. Dada la edad que aparenta el duque en el retrato, parece más verosímil que se trate de una imagen de los años 20. Ver también el caso del marqués de Halincourt, gobernador de Lyon y el Lyonesado (Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 391).

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Fig. 4. — Retrato ecuestre del duque de La Valette, gobernador de Metz, con una vista de la ciudad de Metz en perspectiva. Grabado de Michel Lasne. © Réunion des Musées Nationaux (RMN)

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Fig. 5. — Retrato ecuestre de Luis XIII, con una vista de La Rochelle en perspectiva. Grabado de Michel Lasne. © Bibliothèque nationale de France (BnF)

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EL GOBERNADOR COMO GUARDIÁN Y PROTECTOR DE SU PROVINCIA

El carácter militar de la imagen del gobernador entroncaba con la que se consideraba, tradicionalmente, su función fundamental: la defensa de la provincia. «Gobernar» consistía ante todo en asegurar una harmonía natural: la defensa de un orden tanto territorial como social. El gobernador era un escudo protector contra las amenazas del exterior y del interior. El príncipe de Condé había sido comparado a su entrada en Dijon como gobernador de la Borgoña en  1632, con el escudo de la provincia y de su rey72. El mismo sentido ha sido dado por Stéphane Gal a los dos retratos encargados por el mariscal de Lesdiguières, uno de Enrique IV y otro de sí mismo, que colgaban «en pendant» en uno de los salones principales del castillo de Vizille73. En ambos casos, el hecho de tratarse de provincias fronterizas infunde mayor fuerza a esta representación. La imagen del lugarteniente como protector o guardián de la provincia pervivía plenamente en la cultura política francesa del primer seiscientos. Los gobernadores eran comparados con ángeles guardianes —en referencia a la defensa frente a amenazas exteriores— y con pastores capaces de dirigir y castigar —aludiendo a su obligación de «castigar a los malos y dirigir a los buenos» en el interior74. La metáfora angélica formaba parte de un imaginario compartido por la cultura francesa y la hispánica75. Junto con los ángeles una serie de figuras mitológicas y bíblicas servían como modelos recurrentes de buen gobierno: Josué, Marte, Argos y Hércules76. La protección que el gobernador ejercía sobre su provincia no se entendía solo desde una perspectiva defensiva, como reacción a amenazas exteriores o interiores, sino como una voluntad de acción que buscaba la prosperidad del territorio 72

C. Jouhaud, «Politique de princes», p. 340. S. Gal, Lesdiguières, p. 326. 74 Lettres patentes, portant provision de la charge de Gouverneur […] de Guyenne, en faveur de [...] Henry de Lorraine, duc de Mayenne, pp. 46-47. La metáfora pastoril fue empleada de manera explícita en ocasión del bautizo del duque de Enghien, los cónsules de Bourges regalaron al pequeño príncipe varias figuras de plata maciza representando a un pastor y un pastor niño, junto con tres corderos (animales que aparecían en las armas de la ciudad). El pastor adulto representaba al príncipe de Condé gobernador del Berry, y el pequeño al duque d’Enghien, llamado a suceder a su padre. Mercure françoys, t. XII, 1626, p. 304, . Otro ejemplo de esta imagen pastoril del gobernador en Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 285. 75 W.  Beik, Absolutism and Society, p.  151; A.  Cañeque, The King’s Living Image, pp.  33-34; Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 390. Primeros ministros y embajadores fueron también comparados de manera recurrente con los ángeles: C. Vincent-Cassy, «Le favori et l’ange» y D. Ménager, Diplomatie et théologie à la renaissance, p. 81. 76 El duque de Mayena había sido saludado por el parlamento de Burdeos como Argos (Lettres patentes, portant provision de la charge de Gouverneur, pp. 46-47). Para la figura de Hércules como exemplum virtutis del buen gobernante ver F. Polleross, «De l’exemplum virtutis à l’apothéose» y S. Gal, Lesdiguières, pp.  129 y 134. A su entrada en  Dijon en  1648, Luis  II de Condé fue representado revistiendo los atributos de Hércules (É. Bréchillet, Description et interprétation des portiques erigés, p. 92). 73

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bajo su gobierno. Si el gobernador era considerado, empleando el recurrente lenguaje organicista, los ojos y los oídos del rey en la provincia77, en la corte se convertía en la boca de ésta ante el soberano. La función mediadora de los lugartenientes era un rasgo central y genuino de la cultura política francesa78. En las asambleas de estados provinciales, los representantes de la provincia, después de haber votado el donativo al rey, votaban otro para el gobernador y, sucesivamente, para sus subalternos. A través de estos gestos se buscaba remunerar y alentar al que era considerado como su abogado natural de la provincia en la corte. La presencia de retratos del gobernador de Languedoc, Gastón de Orléans, y de sus subalternos en el consulado de Montpellier puede interpretarse como un recordatorio de esta obligación, y como una forma de expresar la adhesión de la ciudad hacia sus protectores naturales79. También los cónsules de Lyon encargaron retratos de los gobernadores y lugartenientes de la provincia, junto con los suyos propios y los de los reyes Enrique IV y Luis XIII. La heterogénea galería de retratos lyonesa, cuya vocación era ilustrar el cuerpo mísitico de la provincia, a través de sus «cabezas» o regentes —reyes y lugartenientes— y el cuerpo de la «república» —representado por los cónsules— no estaba destinada a adornar las paredes del palacio consular sino a ilustrar las páginas de un libro que debía conservarse en los archivos de la corporación para ejemplo de los gobernantes futuros. En este caso, la presencia de los lugartenientes se justificaba explícitamente en razón de la gratitud que se les debía por su papel de mediadores: «Pour temoignage de l’honneur que lad. Ville leur doibt et entend porter80» («en testimonio del honor que la dicha Villa les debe y entiende rendirles»). LA SOMBRA DE LOS ANTIGUOS PRÍNCIPES FEUDALES: NATURALIZACIÓN Y DINASTICISMO «GUBERNAMENTAL»

La dimensión protectora o de mediación entre el rey y el territorio permitía perpetuar en el imaginario colectivo provincial el recuerdo de los antiguos príncipes feudales, quiénes, igual que los gobernadores, se hallaban en una posición intermedia, entre el rey y los provinciales. Igual que aquellos príncipes que encarnaban en el recuerdo la antigua autonomía provincial, los modernos gobernadores aparecían como la cabeza del cuerpo místico de la provincia. Servían de puente entre ésta y el soberano, instancia común y última que compartían todas las provincias 77 P.  Malpoy, Entrée de […] Henri de Bourbon, prince de Condé, pp.  10-11. Ver también Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 288. 78 En contraste con lo que sucedía con los virreyes hispánicos, cuya obligada residencia o la costumbre de no nombrar a señores autóctonos para el gobierno de sus mismas provincias les limitaba en esta función, lo mismo que el sistema de trienios, que dificultaban en general un enraizamiento sólido de los virreyes españoles en el territorio. 79 W. Beik, Absolutism and society, p. 62. Estos retratos estaban dispuestos en salas diferentes encima de las chimeneas, presidiendo salones más o menos relevantes según su rango. 80 Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 537, n. 1.

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francesas81. Una corona mural, diadema que ceñían las personificaciones alegóricas de ciudades y provincias, o un trono vacío, eran asociados en ocasiones al gobernador en decoraciones efímeras y grabados, ilustrando esta idea82. Este papel intermedio, más allá de una identificación con la majestad real, elevaba al gobernador, en tanto que particular, a la categoría de «persona pública» por excelencia en la provincia. Los acontecimientos de su vida «privada», al margen de los estrictamente ligados a su cargo de representación del rey, eran motivo de celebraciones oficiales y dieron lugar a prácticas que buscaban significar una unión mística entre el individuo-gobernador y la provincia. Una de las más características fue la de los bautizos de los hijos de los gobernadores. En Lyon, los bautizos de los hijos de los gobernadores de La Guiche (1604) y Halincourt (1609) fueron motivo de fastuosas celebraciones que recordaban a las ceremonias reales83. En el caso del joven duque de Enghien (1626), tratándose de un príncipe de la Sangre, que además tuvo a los reyes como padrinos, la ciudad de Bourges podía celebrar a un mismo tiempo la dinastía de su gobernador, el príncipe de Condé —padre de Enghien—, y la del soberano, ambos miembros del linaje de Borbón. El conde de Harcourt, virrey de Cataluña, convirtió el bautizo de su hijo, en enero de 1647, en ocasión de brillantes ceremonias, «saraos» y juegos ecuestres en Barcelona. Harcourt, además, había ofrecido al Consell de Cent de Barcelona que apadrinase a su hijo, cosa que hizo la ciudad representada por el Conseller en Cap. La madrina elegida fue María de Rocabertí, representante de una de las primeras casas nobles de Cataluña, mientras que el diputado eclesiástico y presidente de la Diputación fue quién administró el sacramento84. De esta forma se establecía un parentesco espiritual y sacramental entre el linaje del virrey y Cataluña, a través de la ciudad de Barcelona, la nobleza catalana y la Diputación. La iniciativa del conde de Harcourt, involucrando expresamente a los representantes de la provincia en el bautizo de su hijo, se inscribía en una tradición extendida entre los gobernadores franceses85. En Lyon, el gobernador mariscal de La Guiche se excusó en 1605 ante los cónsules de la ciudad de no pedirles que apadrinasen a su hijo varón como hubiera hecho de haber sido una hija, dado que su esposa había hecho la promesa de hacer padrinos a dos pobres 81

«Ton gouvernement, c’est notre république» rezaba una inscripción de uno de los arcos de triunfo que atravesó el duque de Mayena a su entrada en Burdeos en 1574. R. Harding, Anatomy of a Power Elite, p. 8. 82 Hallamos coronas murales en las decoraciones de la entrada de los duques de Montmorency en Montpellier en 1617 (Entrée de Mme de Montmorency à Montpellier, 1617, p. 56) y del príncipe de Condé en Dijon en 1632, donde también figuraba un situal o trono vacío reservado al príncipe como nuevo gobernador (P. Malpoy, Entrée de […] Henri de Bourbon, prince de Condé). 83 Y. Lignereux, Lyon et le roi, pp. 259-260 y 296-297. Véase también E. Vial, «Baptême de François de La Guiche (1604)». 84 Dietaris de la Generalitat, t. VI, pp. 200-201; M. Parets, Sucessos particulares en Cataluña, fos 267vo-269ro. 85 El Consejo de Ciento de la Ciudad notaba en su registro de deliberaciones que no se hallaba precedentes de tal práctica. Deliberacions de 1647, fo 41, citado en Manual de Novells Ardits, t. XIV, p. 543.

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de la ciudad si alumbraba un varón86. Algo que sí sucedió con su sucesor el marqués de Halincourt en 1609, o en 1652 con el príncipe Condé, gobernador de Guyena, quiénes pidieron a los cónsules de Lyon y de Burdeos, respectivamente, que apadrinasen a sus hijos87. El parentesco espiritual entre los gobernadores y las ciudades se manifestaba de forma expresiva en la adopción del nombre de la ciudad como patronímico del neófito. Para los casos anteriores, el hijo del marqués de Halincourt fue bautizado como «Léon-François» (en honor a la ciudad de Lyon), mientras que el hijo de Luis II de Condé recibió el nombre de «Louis de Bordeaux88». También el gobernador de Navarra y Béarn, el mariscal de Gramont —entre cuyos títulos se contaba el de alcalde perpetuo de Bayona— siguió esta costumbre en 1647 nombrando a su hija «Françoise-Marguerite-Bayonne89». Si la perpetuación del linaje del gobernador constituía una primera ocasión para afirmar la unión mística entre lugarteniente y provincia, los ritos funerarios servían para consolidarla de manera duradera. Algunos gobernadores, aún siendo naturales de otras provincias que aquellas que gobernaban, hicieron enterrar a sus parientes o se hicieron enterrar ellos mismos en el suelo de su gobierno. En 1627, el duque de La Valette, gobernador de Metz, dio sepultura a su esposa, Catalina de Borbón, en la catedral de Metz. Años después, habiendo intercambiado este gobierno por el de Guyena, en el que sucedía a su padre, hizo trasladar los restos de la duquesa al panteón familiar creado por aquel en Cadillac, cerca de la capital de la provincia, Burdeos90. También el marqués de Halincourt erigió en los años  1630 un panteón familiar en Lyon —capital de su gobierno provincial— situado en el monasterio de Carmelitas fundado por su difunta esposa, que ya reposaba allí91. El príncipe de Condé, Enrique II de Borbón, muerto en  1647, fue sepultado en su tierra de Vallery, dentro de su gobierno de Borgoña. En Provenza, tanto el duque de Guisa como el conde de Alais más tarde, gobernadores de la provincia, se preocuparon de sepultar a un hermano y un hijo respectivamente en la catedral de Aix92. 86

E. Vial, «Baptême de François de La Guiche», p. 380. D. de  Cosnac, Mémoires, t.  I, p.  17; «Mémoire des cérémonies pour le baptême du fils de Monsieur le Prince à Bordeaux», Archives Nationales (AN), K 1715. Una mazarinade bordelesa de 1653 designaba el bautismo del príncipe Luis de Bordeaux como una forma de matrimonio místico entre la tierra y el gobernador su padre, comparándo con el ritual veneciano en que el Dux lanzaba un anillo a la Laguna de Venecia (R. Descimon, «Les fonctions de la métaphore du mariage politique du roi et de la république en France, xve-xviiie siècle », p. 1133). 88 Y. Lignereux, Lyon et le roi, p. 297; R. Descimon, «Les fonctions de la métaphore du mariage politique du roi et de la république en France, xve-xviiie siècle », p. 1133. 89 A. de Gramont, Histoire et généalogie de la Maison de Gramont, p. 209. Esta costumbre se perpetuó a lo largo del antiguo régimen, véase A. Babeau, La province sous l’Ancien Régime, p. 57. 90 Documents sur l’histoire des arts en Guienne, t. I: Les artistes du duc d’Épernon, p. 14 (pièces justificatives). 91 Y. Lignereux, Lyon et le roi, pp. 413-415. 92 En 1614, a la muerte del caballero de Guisa, lugarteniente de Provenza y hermano del gobernador, todas las ciudades de la provincia realizaron solemnes funerales. El cuerpo sería 87

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El bautismo y la sepultura contribuían así a construir un discurso dinástico de naturalización, asentanto una legitimidad de linaje que se materializaba con la sucesión hereditaria en el cargo. Tanto como la presencia en el territorio, la adquisición de feudos o la constitución de clientelas, los cuerpos dados a la tierra, a la manera de semillas, implantaban la dinastía del gobernador en «su» provincia. La transmisión hereditaria de los gobiernos provinciales, fue un rasgo y una tendencia característica en la monarquía francesa en la época de los primeros Borbones93. La fidelidad al rey, la habilidad de mantener el favor de la corte, la capacidad de asegurar los intereses de la corona en la provincia sin perder la adhesión de las élites provinciales, eran las condiciones que favorecían la perpetuación en el cargo, de manera natural, de un mismo linaje. Desde la perspectiva de la monarquía, el interés de la sucesión en los gobiernos provinciales radicaba en la estabilidad garantizada por la consolidación de un linaje y su entorno clientelar94. Las diferentes etapas de la sucesión en el gobierno provincial eran cuidadosamente solemnizadas. La sucesión exigía de unas lettres patentes de survivance, por las que el rey otorgaba al hijo del gobernador la promesa del gobierno. El registro de las patentes de survivance y la recepción del «gobernador heredero» en el parlamento de la provincia daban lugar a festejos públicos. Los relatos festivos y las harengas de los parlamentarios, pronunciadas en tales ocasiones, eran con frecuencia objeto de publicaciones. El momento mismo de la sucesión podía dar lugar, como sucedió en 1614 a la muerte del condestable de Montmorency en Languedoc, a manifestaciones espontáneas de fidelidad por parte de la nobleza de la provincia que hacían resurgir la imagen de un sistema de gobierno «neo-feudal95». Además del arraigo simbólico en la provincia los gobernadores siguieron una política de arraigo material a través de la constitución de patrimonios feudales, doblando el poder político del que estaban investidos de un poder solariego y económico. Esta práctica se inscribía, en sentido inverso, en una tradición precedente que había hecho de los principales señores feudales los titulares de los gobiernos de las provincias en que se halaban implantados96. enterrado en Aix y el corazón en Arlés. En 1644, Luis-Emmanuel de Valois-Angulema, conde de Alais, hizo enterrar a su hijo de cuatro años en la catedral de Saint-Sauveur de Aix, cerca de su tíobisabuelo, el gran prior Enrique de Valois-Angulema, que sesenta años antes había sido también gobernador. H. Bouche, L’Histoire chronologique de Provence, t. II, pp. 854 y 920. 93 R. Harding, Anatomy of a Power Elite, pp. 127-131. 94 N. Gailhard, L’Horoscope de M. le duc de Penthièvre, pp.  3-5. El autor celebraba la perennización del feliz gobierno del duque de Mercœur en Provenza a través de su hijo, de cinco años, llamado un día a sucederle. La unión de ambos «gobiernos», deseada por el rey y registrada por el parlamento, aseguraba una estabilidad que ni siquiera la muerte (del duque de Mercœur) podría venir a alterar. 95 S. Ducros, Mémoires de Henry, dernier duc de Montmorency, p. 15. El término «neo-feudal» ha sido empleado en referencia a este fenómeno por P. Contamine, L’État et les aristocraties, pp. 17-18. 96 Los reyes de Navarra fueron gobernadores hereditarios de Guyena en el siglo xvi. Su condición de duques de Albret, condes de Périgord, Foix y vizcondes de Béarn los convertía indiscutiblemente en los primeros señores feudales en el territorio del antiguo ducado aquitano.

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Convertidos en representantes de un linaje «provincial», el paralelismo entre los gobernadores y los antiguos linajes principescos-feudales, al que antes hacíamos referencia en alusión al papel intermediario de ambos, surgía casi naturalmente. Pinson de La Martinière en su Estat de la France, afirmaba claramente «les gouverneurs de province sont ce qu’étaient autrefois les ducs et les comtes97» («los gobernadores de provinica son lo que antiguamente eran los duques y condes»). Las dedicatorias a los gobernadores en los libros de historia provincial, que florecieron especialmente durante el siglo xvii, constituían una ocasión ideal para inscribir a estos en la continuidad de las viejas dinastías medievales98. La memoria de este pasado «soberano», fundamento de la autonomía provincial, permanecía aún presente en discursos y ritos políticos en el siglo xvii, especialmente cuando los gobernadores eran príncipes. Durante su recepción en el parlamento de Aix como nuevo gobernador en 1595, el duque de Guisa fue saludado como sucesor y descendiente del rey René, último conde soberano de la Provenza99, igual que más tarde lo sería su sobrino nieto el conde de Harcourt en Cataluña como descendiente de los condes de Barcelona y reyes de Aragón100. El bautismo de su hijo, al que nos hemos referido arriba, fue ocasión de celebrar la filiación condal catalana del lugarteniente. El nombre dado al neófito, Ramón Berenguer, era el que habían llevado los condes barceloneses antes de la unión con Aragón101. Los gobernadores cultivaban su vinculación a las viejas dinastías soberanas honrando su memoria, como hizo el príncipe de Condé a su llegada a Dijon en 1632, recogiéndose en oración ante los sepulcros de los duques de Borgoña102. El paralelismo entre príncipes feudales y gobernadores perpetuaba la idea de un nivel intermedio de autoridad entre el rey de Francia y las provincias. La práctica del gobierno provincial recordaba también, aún en el primer siglo xvii, a la época de los principados feudales. Hasta mediados del seiscientos existieron en Francia las últimas cortes provinciales, un aspecto aún poco estudiado, pero que emerge en el caso del Languedoc de los Montmorency, el Delfinado de Lesdiguières, la Guyena del I duque de Épernon o la Provenza del IV duque de Guisa. Las cortes de los gobernadores eran centros de creación cultural, de festividades y de sociabilidad nobiliaria, además de núcleos de articulación del

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P. de La Martinière, L’Estat de la France, p. 445. Ver las dedicatorias al duque de Montmorency en P. Catel, Histoire des comtes de Tolose; o al duque de Longueville en Du Moulin, Histoire générale de Normandie. 99 H. Bouche, L’Histoire chronologique de Provence, t. II, p. 809. 100 «Vuestra Alteza y su Serenissima Casa tiene sangre de los antiquissimos y Serenissimos condes de Barcelona» (F. Fornés, Sermon […] en la festividad de San Ioan Evangelista, fo 36). 101 Entre las celebraciones que tuvieron lugar se representó una gran fiesta ecuestre en la que participó la nobleza catalana y francesa, evocando la epopeya histórico-legendaria del conde Ramón Berenguer III el Grande y su defensa de la emperatriz de Alemania. A. M. Torrent, Els intents de recuperació de la llengua, p. 391. 102 C. Jouhaud, «Politique de Princes : les Condé», p. 340. 98

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poder103. Sin pretender a una —más que improbable— suplantación de la Corte regia que, no lo olvidemos, era el otro «medio natural» de los gobernadores, las cortes provinciales pudieron tomar como referente a las antiguas cortes principescas feudales. La casa del gobernador, sobre todo cuando se trataba de un príncipe, ofrecía posibilidades de promoción a las élites provinciales104. Las mútiples formas de continuidad respecto a los príncipes feudales, en la práctica y la representación del poder provincial, permitían a un mismo tiempo dar coherencia territorial al État royal y respetar el mantenimiento de un orden antiguo durante el reinado de los primeros Borbones. Los gobernadores ocupaban el lugar del monarca como auténtico señor natural de ciudades y provincias, sin llegar a substituirlo. De hecho las ceremonias en las que teóricamente el gobernador era identificado con el monarca, entradas públicas o la presidencia de los estados, podían desde esta óptica asimilarlo a los antiguos duques o condes propietarios de los grandes principados feudales con los que se identificaban las provincias. Este modelo, que en principio debía garantizar la estabilidad territorial, no estaba exento de riesgos. La transmisión hereditaria de los gobiernos derivó a veces en la formación de un imaginario dinasticista que llegó incluso a forjar expresiones como la de «gobernador legítimo105». Una legitimidad que casi tomaba su independencia del libre arbitrio real y que hacía de la delegación de autoridad y poderes una transmisión de dominio. Cuando fue encarcelado durante la Fronda, en  1650, el príncipe de Condé no fue desposeido de su gobierno de Borgoña y el duque de Vendôme solo pudo ser enviado a la provincia como gobernador interino, con la promesa de alcanzar la titularidad del gobierno de la provincia en un futuro, cosa que no llegó a suceder106. Tampoco el duque de Longueville, cuñado y compañero de prisión de Condé, fue desposeído de sus derechos al gobierno de Normandía, en este caso además, el parlamento de Ruán se negó a aceptar al conde de Harcourt como gobernador interino nombrado por la reina regente107. 103

J. Robert, «Théâtre et musique au xviie siècle dans les châteaux d’Aquitaine et de Languedoc»; A. Niderst, «Mécènes et poètes à Toulouse entre 1610 et 1630» y S. Gal, Lesdiguières. 104 Fue el caso del duque de Longueville en Normandía (véase M. Foisil, «Parentèles et fidélités autour du duc de Longueville»; o del duque de Mercœur en Provenza (véase Mémoires de Charles de Grimaldi, pp.  111-115). En la Borgoña, los príncipes de Condé, en tanto que gobernadores, integraron en la estructura de oficios de su casa a familias que habían sido antes comensales de la antigua dinastía ducal borgoñona. Véase P.  Lefebvre, «Aspects de la “fidélité” en France au xviie siècle», p. 69. 105 Esta expresión aparece en repetidas ocasiones para referirse al duque de Mercœur, gobernador de Provenza, en N. Gailhard, L’horoscope de M. le duc de Penthièvre. Algunos gobernadores se habían proclamado en el siglo xvi «gouverneur par la grace de Dieu» (R. Harding, Anatomy of a Power Elite, p. 13). 106 H. Gronau-Chenillet, «Les mésaventures de César de Vendôme en Bourgogne en 1650», p. 341. 107 P. Logié, La Fronde en Normandie, t. III, p. 43 y M. Foisil, «Parentèles et fidélités autour du duc de Longueville».

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Más grave que esta apropiación «feudal» del cargo fue la pretensión soberanista atribuída a algunos gobernadores durante el siglo xvii. El fantasma de los movimientos disgregadores de la época de la Liga, permaneció presente hasta prácticamente el ministerio de Mazarino. En 1627, el duque de Vendôme, gobernador de Bretaña, habría acariciado ceñirse la antigua corona ducal. No obstante, los estados de Bretaña expresaron su firme fidelidad al rey y votaron una moción pidiéndo que no se nombrase en el futuro a ningún gobernador que fuese descendiente de los antiguos duques (el rechazo de los bretones al dinasticismo gubernamental constituía una afirmación de la condición de «duque de Bretaña» del soberano, que aún entrado el siglo xvii se anteponía a la de rey de Francia)108. Fue durante la minoría de Luis XIV cuando se multiplicaron las denuncias de este tipo de intrigas contra los gobernadores frondeurs: Condé fue acusado de pretender el ducado de Borgoña y luego de Aquitania —nombre antiguo de la Guyena—, lo mismo que su cuñado Longueville en Normandía. Por su parte, el conde de Harcourt habría intentado convertirse en margrave de Alsacia, cuyo gobierno le había sido confiado por Luis XIV, con la ayuda de su primo el duque de Lorena y el apoyo del emperador109. No obstante, el fracaso o la falta de fundamento auténtico de estas acusaciones indican los limites de la tendencia a la patrimonialización o de un dinasticismo exacerbado en los gobiernos provinciales en el siglo xvii. CONCLUSIONES: LOS GOBERNADORES DE LA FRANCIA BARROCA, IMÁGENES DE UNA MAJESTAD «SUBALTERNA»

A pesar de estos riesgos, los primeros Borbones consideraron que las ventajas de aquella forma de «neo-feudalismo» en los gobiernos provinciales eran mayores que los inconvenientes. La monarquía aspiraba naturalmente a mantener a los gobernadores bajo control, pero rechazó una subversión drástica del orden en vigor. La adopción de la práctica española de los trienios, o la supresión de las «lettres de survivance», medidas defendidas por algunos asesores de la corona que aconsejaban poner fin a la «patrimonialización» del gobierno provincial, no fueron tomadas en cuenta110. El propio Richelieu, que declaraba la necesidad de «abaisser l’orgueil des grands» y que había puesto fin abruptamente al gobierno secular de 108

G. d’Avenel, «L’administration provinciale sous Richelieu», p.  47. Hijo bastardo de Enrique IV, Vendôme estaba casado con una descendiente de la antigua dinastía ducal. 109 M. Foisil, «Parentèles et fidélités autour du duc de Longueville», p. 166; G. Livet, «Le comte d’Harcourt et la Fronde en Alsace (1652-1654)». 110 Sobre el debate en torno a la implantación de los trienios durante las primeras décadas del seiscientos véase R. Mousnier, Les Institutions de la France sous la monarchie absolue, p. 1031. Pierre Dupuy apoyaba la implantación de trienios y el fin de la práctica hereditaria en un memorial, dirigido probablemente a Richelieu («Raisons et exemples pour monstrer que les gouverneurs ne doivent estre perpetuels, par Mr Du Puy», BNF, Fr, 17308, fos 69vº-75rº). La corona rechazó también las protestas del parlamento de Provenza que se negaba a registrar las lettres de survivance acordadas al duque de Guisa. S. Kettering, Judicial Politics, p. 113.

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los Montmorency en Languedoc111, no sólo descartó la implantación de los trienios, sinó que apoyó la transmisión hereditaria de los gobiernos provinciales112. El cardenal consideraba incompatibles aquellas innovaciones con el «humor» de los franceses113. Si la dimensión competencial de la autoridad de los representantes provinciales del rey podía variar según el contexto territorial o político del momento, parecía esencial salvaguardar la imagen de los gobernadores tal y como se había constituído hasta entonces. La postura de Richelieu y Luis XIII tras la revuelta del conde de Soissons, gobernador del Delfinado, resulta reveladora. Los gobernadores del Delfinado que hasta entonces y de manera extraordinaria en el conjunto de la corona francesa, gozaban de competencias y rango de titulares de la justicia en la provincia, debían perder las competencias pero conservar su tradicional precedencia sobre el primer presidente del parlamento de Grenoble. La apariencia mantenía la viva una realidad que, en el fondo, ya no era tal114. Durante la primera mitad del seiscientos, el imaginario político asociado a los gobernadores perpetuaba un modelo forjado a lo largo del siglo precedente. Los gobernadores de la época de Enrique  IV, Luis  XIII y aún Luis  XIV niño mantenían aún vivo el recuerdo de los antiguos príncipes. El enraizamiento dinástico y el papel de protección que idealmente estaban llamados a desempeñar los gobernadores eran dos aspectos tradicionales que se afirmaron aún con fuerza en la primera mitad del siglo xvii. «Primados» de la nobleza provincial y vínculo entre los provinciales y el rey, los gobernadores debían encarnar los intereses del territorio y en cierta medida la identidad provincial. El lugar que ocupaban en la «república» de sus gobiernos los erigía a la vez de una prolongación física del soberano, siendo partícipes de su majestad. Los gobernadores de la familia real podían con más fundamento erigirse en reflejos vivos del monarca por su condición de «consubstanciales» de una majestad cada vez más identificada con la sangre real. No obstante, el ejercicio del cargo, el prestigio del linaje, la reputación personal y los testimonios del favor real podían construir por sí mismos un aura de «majestad» en torno a gobernadores que no pertenecían a la dinastía regia. En el primer siglo xvii, los gobernadores no eran solamente agentes de la política monárquica sino una imagen cercana de la soberanía. 111 Richelieu escribe a propósito de los Montmorency y del Languedoc en sus memorias: «et pource que le caractère de la maison de Montmorency, qui depuis un long temps étoient gouverneurs de Languedoc, étoit si avant imprimé dans ces peuples qu’ils ne croyoient le nom du Roi qu’imaginaire, SM estima que le meilleur moyen d’y establir son autorité et son service comme il étoit important, etoit d’y tenir les États en sa présence» (Richelieu, Mémoires, t. VII, p. 219). 112 Fue el caso de los Schomberg en Languedoc, los Gramont en Béarn y Navarra o los Neuvile de Villeroy en Lyon. 113 Refiriéndose al sistema español de los trienios, el cardenal afirmaba «l’usage qui est excellent dans un pays est un poison dans l’autre» (Richelieu, Testament politique, pp. 191-192). 114 En un informe dirigido a Luis XIII, Richelieu aconsejaba suprimir las facultades judiciales del gobernador que sucediese a Soissons (recomendación materializada en el edicto de Amiens, firmado el 6 de agosto de 1641), y a renglón seguido desaconsejaba satisfacer la demanda del parlamento de Grenoble de anular la precedencia que los gobernadores tenían sobre los primeros presidentes en aquel territorio observando. Lettres de Richelieu, vol. 6, p. 954.

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Si la vocación primera del gobernador era «representar» la persona del monarca, a diferencia de lo que había sucedío en la Monarquía hispánica, no ocupaban plenamente el lugar de un rey ausente. Si se considera el significado de esta figura desde la perspectiva de la substitución, no es tanto en relación a la figura del rey de Francia, sino a la de los antiguos titulares de soberanías feudales convertidas en —o identificadas a— provincias del reino. La entrada pública, momento intenso en la fijación de la imagen de los gobernadores, o la presidencia de los estados provinciales ponían de manifiesto esta filiación más principesca que regia de la figura del gobernador. El ritual de la entrada urbana, que alcanzó su cénit en el siglo xvii, coincidiendo con la última y más brillante etapa de la historia de las entradas regias, incorporó dos elementos significativos: el importante incremento de la presencia militar por un lado, y la exhibición del palio vacío por otro lado. Estos dos aspectos reflejaban a través del ceremonial dos dinámicas que estaban fijando el carácter de la nueva monarquía de los Borbones: la militarización y la ubicuidad de la persona del monarca, que paradójicamente se hacía presente a través de una deliberada ausencia (bajo el palio vacío). La inflación de la imagen regia a través de pinturas, estatuas y grabados, a partir del reinado de los primeros Borbones, y la fijación de un sistema de representación del monarca acusadamente marcial, reenviaban en el campo de las artes plásticas a estos mismos fenómenos. La imagen del gobernador evolucionó según el rumbo marcado por la transformación de la imagen del rey. El retrato ecuestre es sin duda el testimonio más elocuente, adoptado a partir del reinado de Enrique  IV como modelo figurativo de los gobernadores, aunque limitado por las dimensiones o las características materiales como signo de respeto a la majestad del monarca. En los gobernadores del primer siglo xvii parece concurrir una doble identidad «real» y «provincial». Las sedes del gobierno provincial y el servicio del rey —ya fuera en la corte o en el frente bélico— eran los dos medios naturales del lugarteniente. Más que como una forma de distanciamiento, el creciente ausentismo de los gobernadores de sus provincias puede interpretarse como el intento de satisfacer una imposible ubicuidad (corte-provincia-campo de batalla), necesaria para satisfacer el cumplimiento ideal de su doble labor de protección de la provincia y de la autoridad real. La expresión de Agrippa d’Aubigné, al afirmar que «un gouverneur estoit un morceau de roi», había sintetizado la naturaleza de un modelo de gobierno provincial que, al menos a través de la apariencia, constituía una forma de majestad subalterna115.

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T. Agrippa d’Aubigné, Mémoires, p. 349.

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