\"Tú, una dark goth draguil o una prieta gótica travesti\", microrelato en Aurora Boreal, pp. 22-23

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Descripción

www.auroraboreal.net

Nr. 13 Mayo 2013 ISSN 1902-5815

AURORABOREAL

Para los amantes del español

AURORABOREAL

AURORABOREAL® MAY 2013

Manifiesto Promover la cultura del idioma español en el mundo. Temas: literatura, arte, música, teatro, fotografía, arquitectura, diseño y cultura en general. Un foro para difundir, discutir y gozar el español entre la gente que lo habla y lo estudia. Una ventana abierta a las inquietudes de los artistas. Artículos de calidad académica.

Sumario

Editorial, Poesía, Puro Cuento, Minirrelato, Libros, Fragmentos, Entrevista, Escritores, Librerías, Fotografía, In memoriam, Los libros menos vendidos pero tal vez los más leídos una vez, Manuel recomienda leer, Arte, Música, Cine, Más Libros.

Colaboradores en este número Manuel Abreu, Marta Aponte Alsina, Yolanda Arroyo, Janette Becerra, Awilda Cáez, Manuel Cabrales, David Caleb Acevedo, Rubis M. Camacho, Mario R. Cancel, Arlene Carballo, Emilio del Carril, Dinorah Cortés-Vélez, Mayda I. Colón, Angelmaría Dávila, José Ángel Figueroa, Francisco Font Acevedo, Ana María Fuster, Dalia Stella González, Elidio La Torre Lagares, Leo Larsen, José Liboy Erba, Luis López Nieves, Alberto Martínez-Márquez, Edgardo Nieves-Mieles, Luis Alejandro Polanco, Manuel Ramos, Max Resto, Etnairís Ribera, Hugo Rodríguez, Mayra Santos-Febres, Gael Solano, Daniel Torres, Lourdes Vázquez y Jean Victoriá O.

Corresponsales Victor Beltrán (Alemania), Édgar Henríquez (Canadá), Édgar Ortegón (Chile), Fernando Perdomo (Colombia), Andrés González (Escandinavia), Angela Trezza y Manuel Cabrales (Italia), Edimca (Suiza), Sergio Laignelet (España).

Corrección de textos Evaristo Vilval, Edimca, Pertti Hyryläinen

Fotografía Mario Camelo, Tatiana Bydantseva

Apoyo Gráfíco Nanna Boss, Jazz en la 127 y Publinova

Apoyo Web Luca Paltrinieri

Carátula Tatiana Bydantseva Zoomifg

Foto ⓒ Alexander Sewert, Fashion Jasmin Erbas, Make up & Peinados: Denis Braun, Modelo, Anastasia Zoomifg

Fotos página dos y Carátula posterior Producción Tatiana Bydantseva Zoomifg Foto ⓒ Alexander Sewert, Diseño Eun- Jung Lee “Contemporary White Collection" Modelo MaBu, Make-Up y Peinados Sina Suhr

Fotos página tres

AURORABOREAL

Foto ⓒ Mario Camelo

Contacto & subscripciones [email protected] www.auroraboreal.net

Editor

PRÓXIMO NÚMERO SEPTIEMBRE 2013

Guillermo Camacho La revista no asume las opiniones expresadas por los colaboradores. Los juicios y opiniones vertidos en los artículos y demás materiales aquí publicados, son responsabilidad de sus respectivos autores. No siendo Aurora Boreal® una revista publicada a fines comerciales, para cualquier asunto referido al © copyright o a la reivindicación de derechos de autor que por imposibilidad o descuido no aparezcan al pie de página, el editor queda enteramente a disposición para las aclaraciones pertinentes.

ISSN 1902-5815 En web ISSN 1903-8690 Dalvej 15, Gentofte DK-2820

www.auroraboreal.net AURORABOREAL® 2013

24 ! Mayra Santos-Febres

72 ! Max Resto

29 " Dinorah Cortés-Vélez

74 " Rubis M. Camacho

30 ! Yolanda Arroyo Pizarro

76 ! Emilio del Carril

! ! "

En construcción

El transeúnte de nebulosas Avalancha

Selección del autor

!

Selección del autor

!

34 ! Arlene Carballo

"

!

Mema

Selección del autor

78 " José Liboy Erba

!

Selección del autor

36 " Awilda Cáez

"

Nada de luto

39 " Luis López Nieves

3! Del editor

!

Los pedazos del corazón

42 " Dalia Stella González

Poesía

!

!

4! Manuel Abreu Adorno

!

Selección de poemas

El paraguas de Cristino

6! Manuel Ramos Otero

48 ! Janette Becerra

7" Angelamaría Dávila Malavé

52 ! Luis Alejandro Polanco

8" Mayda I. Colón Pagán

56 ! Gael Solano

10 ! Etnairis Ribera

58 " Hugo Rodríguez Díaz

! " ! !

Poema 23, Invitación al Polvo Cercanamente lejos... Selección de poemas Selección de poemas

" ! ! "

Reflujo pasajero

Más allá del bolígrafo El viejo y la niña Surcos en la avena

Microficciones

12 " Mario R. Cancel Sepúlveda" Primera ignominia: Mirándome al espejo…

62 " Edgardo Nieves-Mieles

14 ! Marta Aponte Alsina

65 " David Caleb Acevedo

16 ! Elidio La Torre Lagares

66 ! Alberto Martínez-Márquez

19 " Lourdes Vázquez

68 ! Ana María Fuster Lavín

" " "

Fugas

Comerse a Merlina Sarajevo

! !

22 ! Daniel Torres

!

"

Tú, una dark goth draguil o una prieta gótica travesti

Noo Jork: Desde una isla al interior de una ciudad

Selecc

Selección del autor Selección del autor Selección del autor

Un especial de autores de Puerto Rico es en realidad una propuesta original de la escritora Yolanda Arroyo quien nos envió los primeros materiales de un grupo de autores. El 2012 fue un año de transición para Aurora Boreal® con el cierre de nuestra sede en Madrid y concentración de todos los esfuerzos de producción y edición desde Copenhague. En este cambio, el especial de Puerto Rico quedó injustamente parqueado por un buen tiempo en los archivos de la redacción. Si hoy podemos presentar en Aurora Boreal® esta

84 ! Leo Larsen

" Los 10 menos vendidos "" " Manuel !recomienda 85 ! Manuel Cabrales

"

Eduardo Lalo y su Simone

Libros y Cine 86 " Cine 87 ! Libros

Guillermo Camacho

Director

"

Posmodernidad

Nota del editor

Los 10 libros menos vendidos...

"

70 " Francisco Font Acevedo

!

"

Editor

! Puro Cuento

"

!

80 " José Ángel Figueroa

Más fuerte que las palabras

46 " Jean Victoriá O.

"

Ensayo

Leo Larsen

Diseño

"

Sophie Desmond

Investigación

! "

Elías Finkelstein Larissa Biano Fornaguera

Distribución

"

Jazz en la 127

selección de autores boricuas o radicados en Puerto Rico, es indudablemente gracias a la generosidad y perseverancia de muchas personas que respondieron no solo con sus textos sino también con una paciencia infinita en el proceso de edición y corrección final. Tampoco ha sido fácil la selección. Desde nuestra perspectiva hemos querido presentar a los autores en tres direcciones: poesía, puro cuento y microficción. Sería injusto no agradecer a las siguientes personas que fueron claves en la investigación y producción de esta compilación de autores: Yolanda Arroyo, Mario R. Cancel Sepúlveda y Emilio del Carril por la generosidad de enviarnos Literatura y narrativa de Puerto Rico de Mario R. Cancel Sepúlveda. Awilda Cáez y Daniel Torres como puentes maravillosos para contactar a muchos de los autores aquí reunidos. A Sergio Laignelet por sus observaciones. A Fabio Rodríguez Amaya y Julio Olacireguí en su esfuerzo por lograr lo imposible. Y por último, un grandísimo agradecimiento a Edgardo Nieves-Mieles por su amistad, sus sugerencias siempre atinadas y su apoyo incondicional para el especial.

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(Puerto Rico, 1955-1984). Narrador y poeta. Autor del libro de cuentos Llegaron los hippies (1978) y de las obras póstumas No todas las suecas son rubias (1991, novela) y Sonido de lo innombrable (1992, poesía).

CREDULIDAD

MI POESÍA NO ES EL RESULTADO

Si te dijera que fui al parque solo...

Mi poesía no es el resultado de experiencias místicas.

Pero, a qué mentir.

Yo no creo en esencias ni en revelaciones metafísicas.

No hay parque ni soledad en esta ciudad donde todo cae como subiendo donde todo sube para abajo donde todo sale entrando. Si te dijera que La Revolución llega esta noche en un vuelo Pan American 747 a las 11:43 y sin escala ! ¿me creerías?

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Mis poemas no tienen mensaje. Son antiarrugas y anticanas. Son lo irrefutable: la risa y el llanto. Al carajo los poetas en pedestales A tumbarlos de sus tronos a escobazos. Es horriblemente simple: Altazor no fuma marihuana.

Manuel Abreu Adorno

AURORABOREAL In Memoriam

Manuel Abreu Adorno

AURORABOREAL® MAY 2013

EL NAUFRAGIO

A B.K.

Sentirse el único sobreviviente del naufragio del barco: Década del sesenta

Es recurrente esa música de Barbieri.

O como las arrugas nacientes en el rostro de Mick Jagger O como un afiche del Che abandonado en un closet.

Otra vez esa carcajada luctuosa. NO ESCUCHES TAPATE LOS OIDOS Tu no eres Marie Schneider " y Yo no soy Marlon Brando.

MI NIÑEZ

De niño solía bañarme desnudo en los charcos de agua. Me gustaba. Ahora cuando llueve me acerco a mi ventana y veo a los niños esquivando los charcos de agua.

SOLEDAD

No me molesta la soledad (siempre y cuando tenga sabor a sexo).

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(Puerto Rico, 1948-1990). Narrador, poeta y co-editor de la revista transgresora Zona de Carga y Descarga (1972-1975). Pasó la mitad de su vida en la ciudad de Nueva York. Ramos Otero hace parte de una generación de escritores puertorriqueños que empezó a publicar en los años setenta. Su actitud radical respecto a la práctica de la escritura y de la vida sexual le hicieron víctima frecuente de la marginación, tanto en su país como en Nueva York, a donde emigró desde 1968 hasta 1990. Su obra narrativa consta de una sola novela La novelabingo (1976) y 4 relatarios: Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad (1971), El cuento de la mujer del mar (1979), Página en blanco y staccato (1987) y, póstumamente, Cuentos de buena tinta (1992). En 1998 se le rinde homenaje en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), cuya Universidad publica la antología Tálamos y tumbas: verso y prosa de Manuel Ramos Otero (1998).

Poema 23, Invitación al Polvo Éramos flores desterradas desde un Caribe ancho y luminoso a un apartamento nocturno y estrecho. Éramos un recuerdo distinto y similar de voces amorosas que quedaron atrás encerradas en el mar, jugando al escondite por bosques milenarios y volcanes dormidos. Éramos todo eso y mucho más: el eco de un espíritu sincero que cambió brisa por humo, fuego de sol por ceniza, gente de carne y hueso por máscaras anónimas, hombres de la ciudad que en el amor volvieron a sus islas infinitas. Cubanacán boricua y Borikén cubano, finalmente abrazados, con las alas cortadas falsificando vuelos, como cambiando pétalos por plumas. Éramos boleristas de la misma loseta: vereda tropical y niebla de riachuelo, un desvelo de amor bajo Venus, olas y arenas de una nave sin rumbo, besos de fuego para una canción desesperada, yo era una flor y tú mi propio yo. Con lágrimas de sangre quise escribir la historia que ahora escribo con sangre, con tinta sangre, del corazón. Éramos compañeros del desorden profundo, pasión de vellonera hombres por fuera y por dentro, no solamente cuerpos sino historia. Éramos la victoria de amarnos sin prejuicios, sin posesión ni celos, sabiendo que lo eterno dura un segundo. Éramos los remeros de la misma galera en busca de esa isla que al final los libera. Éramos mucho menos de lo que ahora somos.

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Manuel Ramos Otero

AURORABOREAL In Memoriam

Manuel Ramos Otero

Angelamaría Dávila Malavé (Puerto Rico, 1944 - 2003). Poeta considerada por muchos como el más destacado miembro de la Generación del 60 y, en particular, del colectivo literario "Guajana". Su poesía pone de manifiesto la presencia y la voz fuerte de una mujer afro-caribeña que asume plenamente su experiencia como sujeto erótico. Entre sus influencias poéticas se encuentran Julia de Burgos, Clara Lair, Sylvia Rexach y Sor Juana Inés de la Cruz. Su escasa pero magnífica obra está compuesta por 3 poemarios: Homenaje al ombligo (1966), a dos manos con su entonces esposo, el también estupendo poeta, José María Lima, Animal fiero y tierno (1977), y el póstumo La querencia (2006).

Cercanamente lejos... cercanamente lejos de esta pequeña historia expandida hacia todo deteniéndose. se oye que dicen: qué importa tu tristeza, tu alegría, tu hueco aquel sellado para siempre, tu pequeño placer, tus soledades mira hacia atrás, y mira a todas partes. yo miro, de millones de pequeñas historias está poblado todo: ¿importa que la lágrima que a veces me acompaña y me abandona se funda con el aire? ¿importa si algún rostro tropieza con mi puño, si algún oído atento rueda hasta mi canción imperceptible? ¿qué importará, me digo cuánta risa futura fluya de mi placer hacia otra lágrima? ¿importa si mi pena alegra la bondad de un caminante? mirándome las uñas y rebuscando esta pequeña historia por dentro de mis ojos diminutos descubro la partícula gigante donde habito.

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Angelamaría Dávila

AURORABOREAL In Memoriam

AURORABOREAL® MAY 2013

Selección de poemas para Aurora Boreal® por la autora. Puerto Rico, 1975. Ha participado en innumerables congresos y lecturas de poesía en la Isla, en la República Dominicana, Perú, México y Estados Unidos. Sus poemas están publicados en diversas revistas impresas y revistas virtuales. Ha sido presentada en varios programas televisivos, incluyendo el del afamado escritor Antonio Skarmeta. Fue parte del comité organizador del V Encuentro Internacional de Escritoras que tuvo lugar en el 2003 en la isla. Sus publicaciones incluyen varias antologías y los libros Dosis y Prosac. Traducción al italiano: Andrea Zurlo / Valentina Dicci

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Te recuerdo así

Ti ricordo così

en un intento de deletrear tu mirada sobre el cemento.

nel tentativo d’interpretare il tuo sguardo sul cemento.

La ciudad duerme tu recuerdo despierta si cierro los ojos y apago el día para soñarte y golpeo la distancia contra mis versos.

La città dorme il tuo ricordo si sveglia quando chiudo gli occhi. e spengo il giorno per sognarti e batto la distanza contro i miei versi.

Te hago el amor de esta manera fundo la llovizna con el mar abro los poros para que penetres entre las grietas como hace el agua.

Ti faccio l’amore in questo modo amalgamando la pioggerella con il mare aprendo i pori per farti penetrare in mezzo alle fessure come fa l’acqua.

Yo soy la sed… y tu el agua. También soy el muro de una catedral que silencia un verso que se derrumba cuando no encuentra la piel de esa ciudad que eres y que me habita.

Io sono la sete… e tu l’acqua. Sono anche il muro di una cattedrale che ammutolisce un verso che si abbatte quando non trova la pelle di quella città che sei e che abita in me.

Quedan rastros de ceniza en [ mi papel

Rimangono tracce di cenere sulla [ mia carta

El surco de la dermis terminó por fusionarse con las letras. El amo y el perro aceptaron por fin transformarse en palabra: que tibia se lanza desde las comisuras del balcón en una de esas tardes en que al miedo se le ensancha la boca y resbala sobre esta inercia marchita que aglutina la noche en un bostezo.

Il solco sulla epidermide finì per fondersi con le lettere. Il padrone e il cane alla fine accettarono di tramutarsi in parola, che tiepida si lancia dall’estremità del terrazzo in uno di quei pomeriggi in cui la paura allarga la sua bocca e scivola su questa inerzia appassita che raccoglie la notte dentro uno sbadiglio.

Mayda Colóna © Zayra Taranto

AURORABOREAL Poesía

Mayda I. Colón Pagán

AURORABOREAL® MAY 2013

Desando su piel. Despierta la sed y dudo de la circunvalación precisa de sus piernas de sus largas hebras de silencio y mantequilla de su manto pesado y la cima de sus pétalos carcomidos por las miserias del hambre.

Ripercercorrendo la sua pelle. Si sveglia la sete e dubito della circonvallazione precisa delle sue gambe dei lunghi fili di silenzio e burro del suo manto pesante e la cima dei petali consumati dalla miseria della fame.

La ciudad está lloviendo. Mis pupilas amplían las fotos de miles de incidentes planetarios. Bajo las cuencas de los ojos ha transitado el esqueleto podrido de lo que fue de una paloma.

Sta piovendo la città. Le mie pupille allargano le immagini di mille incidenti planetari. Sotto le orbite degli occhi transita lo scheletro putrido di quello che fu una colomba.

Nadie la mira. Su piel como la ciudad misma se han hecho un muro en las pálidas encías del cemento.

Nessuno la guarda. La sua pelle, come la città stessa hanno formato un muro nelle chiare gengive del cemento.

No es la inocencia hilando lo que quedó de a centímetros de salvarse de las gotas. No son el ramillete de manos cerradas lo que zurce el frío desfile de las calles. Se trata de todo lo que no fuimos y nos negamos a ser antes de que la lluvia cayera y el mar se mudara a nuestros cuerpos y el agua nos desgarrara los ojos.

Non è l’innocenza che continua a filare ciò che è rimasto di [ un verso a pochi centimetri dal salvarsi dalle gocce. Non è la marea di mani chiuse ciò che rammenda il freddo sfilare delle strade. Si tratta di tutto ciò che non fummo e ci neghiamo di essere prima che la pioggia cadesse e il mar traslocasse nei nostri corpi e l’acqua ci strappasse gli occhi.

La ciudad está dormida, María Merced, no me pidas que calle para que duerma no me impidas que la nombre.

La città è addormentata, María Merced, non chiedermi di tacere per farla dormire non impedire che dica il suo nome.

La mujer de mi vida

La donna della mia vita

! Prendió la radio. La India cantaba la misma canción una y otra vez. Me cansé de ser la otra… de ocultar mis sentimientos y callar… me cansé de ser segunda y que te empapes de mis sueños…

! Accese la radio. La India (1) cantava, ancora e ancora, la stessa canzone. Sono stanca di essere l’altra … di nascondere i miei sentimenti e tacere … stanca di essere la seconda e che tu t’imbeva dei miei sogni …

! Ella lloraba. Sobre la hornilla había colocado una sartén llena de aceite. Decidida emprendió el camino con el líquido que hervía, hasta los desfiladeros del sofá. Llevaba consigo llaves y cartera. Rápida vertió los lípidos sobre la carne que dormía. ! 11 de mayo de 2007. Ana Josefina Betances amanece en la lista de las más buscadas. Tiene la piel morena. Mide 5’3 de estatura. Es natural de República Dominicana.

! Lei piangeva. Aveva messo sul fuoco la padella piena di olio. Decisa, percorse la strada con il liquido bollente fino alle cascate del divano. Portava con sé le chiavi e la borsa. Velocemente lasciò cadere i lipidi sulla carne addormentata. ! 11 maggio 2007. Ana Josefina Betances si sveglia sull’elenco dei ricercati. La sua pelle è scura. È alta un metro e sessanta. Originaria della Repubblica Dominicana.

! El volumen de la eufonía ahogó los gritos y las lágrimas. Nadie creyó que estaba cansada. Ni siquiera el rumor del cadáver que aún se quema en el sofá.

Il volume dell’eufonia affogò le urla e le lacrime. Nessun credette che lei fosse stanca. Né tantomeno il rumore del cadavere che ancora brucia sul divano.

Moraleja: Ejerza precaución si es que escucha esta música.

Morale: non credete a ogni storia, ma… siate cauti se ascoltate questa musica.

[ un verso

“La India”(1) Linda Viera Caballero, più conosciuta per il suo nome artistico La India, è una cantante di salsa portoricana.

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Selección de poemas inéditos por la autora. Puerto Rico. Poeta, Catedrática de Literatura Hispánica de la Universidad de Puerto Rico, gestora cultural. Gran Premio de las Letras 2008 P.E.N. Puerto Rico, por Trayectoria de Creación Literaria de Excelencia, entre otros laudos. Ha publicado dieciséis libros, entre ellos: A(MAR)ES, Ariadna del Agua, Los pájaros de la diosa, Return to the sea, Intervenidos, El viaje de los besos. Editó Amanecida, Antología Homenaje a Julia de Burgos en su Centenario. Obra traducida al inglés, francés, italiano, portugués, sueco, árabe. Viajera, participa en Encuentros Literarios Internacionales y publica en revistas y antologías del extranjero. Es maestra de yoga y meditación.

Rosa de la mar

La Danza Interior Amar es una danza sutil que aprendemos a reconocer Entonces abandonamos aquel mar para buscar el Mar Mayor. Gibran Jalil Gibran

La mar incita al vuelo silencioso sobre las aguas

Mar se llama el viento y viento la mar sobre los días-mundo de aves marinas

en el vaivén de los latidos del mar interior. Aman los astros, las moléculas, sus planetas subatómicos que se atraen en el baile creativo de la vida. Energía Amor del Universo que se transforma, al ritmo de las estrellas que mueren, nacen, danzan en el Cosmos, giran paralelas.

Fui un puerto y todos sus marineros y muchas vidas y todas las canciones

El néctar constelado Y siempre el despertar y la despedida y la rosa de la mar

Tomo caminos de hojas aromáticas. El bosque llueve y en la ausencia, nazco otra.

Soy esa aparente separación del agua en el sonido que se entrega a la luna magnética

Me encuentro en frondosa escena nueva. Me alimentan las notas de la lluvia,

Ay de la mar sin sol para amanecer, de la tarde sin violetas derramadas sobre las nubes Oh mar, corazón del planeta

la música de pájaros en las líneas de mis manos, mapa de mi paso por los continentes del planeta. Participo de la danza de los astros vecinos que en la noche me alegran, manantial de un néctar constelado Del libro Secretos Divinos, inédito

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Etnairis Ribera © Etnairis Ribera

AURORABOREAL Poesía

Etnairis Ribera

Editorial

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Puerto Rico, (1960). Especialista en historia y cultura de Puerto Rico y el Caribe. Es Catedrático de Historia en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez. Ha sido profesor de historia y cultura en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, y de Creación Literaria en la Escuela Graduada de la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce. Es autor de libros de poesía, cuento, crítica literaria, ensayo, biografía e historia.

Primera ignominia: Mirándome al espejo…

Por Mario R. Cancel Sepúlveda

Una de las cosas que aprendí primero fue que la lectura y la escritura eran hermanas germanas. Eso no fue todo. Se trataba de dos perversas siamesas que me acechaban mientras tocaban un organillo, como las que ayudaban a robar los sueños de los niños en un filme de Jeunet y Caro. Estaban pegadas por un

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nódulo que salía de sus cabezas. Yo tendría 14 años. Estaba leyendo un libro de Neruda mucho antes de que el poeta comprara la Isla Negra. Mi madre me lo regaló después de un largo viaje a una librería en la ciudad. Semanas antes había chocado con Ortega y me encontraba en una disyuntiva. Pero ser masa o superhombre no era una preocupación pertinente para la edad. Por entonces se suponía que corriera bicicleta y estuviese a la vela de las piernas flacas de una vecina o de una escolar. Pero las niñas preferían al Ganster, que estudiaba conmigo. Resultaba menos aburrido que yo. Por esos días emergieron las hermanas y, entre las dos me robaron los

sueños. Mirándome al espejo descubrí que no era más que un nerd y la situación me gustó. *** Las dos chicas inicuas me poseyeron cada vez que quisieron. Desde entonces las sentía moviéndose por mi cuerpo. En ciertos momentos el placer era inmenso. Se agarraban de las falanges, se introducían debajo de las uñas o tomaban por asalto las yemas de los dedos. El lápiz o la tecla eran sus víctimas. Me nublaban el iris para que viese mal la realidad o pinchaban con sus largas garras mis ondas cerebrales y me arrancaban del cosmos. La imagen deformada del mundo me agradó. Verlo tal cual de-

Mario R. Cancel Sepúlveda Foto © Mario R. Cancel Sepúlveda

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Mario R. Cancel Sepúlveda

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cían que era resultaba aburrido. Era como vivir con un apuntador en un gran teatro donde todos los parlamentos estaban preescritos sin que nadie te dijera porqué. Mis dos ciegos apéndices no convenían con aquella perspectiva. Me agradó la irresolución y las pocas garantías de todo aquello. Mirándome al espejo descubrí que me habían convertido en algo así como un anarquista y la situación me gustó. *** Tengo 47 años y las dos infames mancebas siguen allí. No quiero que se vayan. Nunca lo quise. Me agrada como se manosean y me manosean. Me gusta como bisbisean cosas impúdicas cuando me siento ante el teclado o juego con los gatos. Nietzsche, el joven, retoza alevoso sobre un libro y Tao, el viejo, ya me ha enseñado a contemplar y meditar el mundo. También supe de la violencia y guardo mucha de ella en el archivo de la memoria por si acaso hace falta. Dos hermanas germanas: lectura y escritura. Un gato que juega y otro que medita. Mirándome al espejo descubrí que me había convertido en un escritor y no me desagrada. Con ese pequeño ejército confronto cada cosa. Las dos lascivas chicas me lo han hecho saber. El escritor es un intérprete, un esquivo ser que teoriza. Ante el fin de los sueños, inventa una frágil estructura en la que habita. Esa fragilidad es todo lo que posee. Las siamesas me lo han dicho mientras ríen de manera libidinosa porque saben que no tengo remedio. Mis dos gatos duermen. Nunca aprendí a correr bicicleta.

Del libro inédito Relatos y otras ignominias (2006)

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Es autora de novelas y relatos. En 1994 publicó la novela Angélica furiosa. Siguieron El cuarto rey mago (novela, Sopa de Letras); La casa de la loca (relatos, Alfaguara); Vampiresas (novela corta, Alfaguara); Fúgate (relatos, Sopa de Letras); Sexto sueño (novela, Veintisiete Letras); El fantasma de las cosas (novela, Terranova Editores), Sobre mi cadáver (novela corta, La Secta de los Perros) y Mr. Green (Random House Mondadori, serie Flash de libros digitales). Sexto sueño recibió el Premio Nacional de Novela otorgado por el Pen Club de Puerto Rico y ha sido traducida al francés y al alemán.

Fugas Por Marta Aponte Alsina

Para no gastar el tiempo se acostaba con la ropa puesta. Este nene salió a mí, será músico, tiene el tiempo medido, bromeaba papá. Quizás, respondió mamá, si aprende a regalar el tiempo medido. Mamá creía que los músicos son la gente más generosa, miden el tiempo con sus propios cuerpos y para colmo lo regalan. A él le parecía imposible medir y regalar el tiempo. Sólo entendía que por haber economizado tantas horas en su tiempo cabía todo, hasta algunas cosas viejas y enormes, como la mancha en la pared, que esa tarde se veía negra en contraste con la blancura de la carta. Aunque Isabel tratara de borrarla a fuerza de detergentes y capas de pintura la mancha trasparecía con la malicia de una diabólica cabeza de payaso cada vez que apartaban el sofá de su lugar bajo la ventana. Alguien que se levanta vestido se mueve a sus anchas por el tiempo, y más él, que no había vuelto a la escuela desde la ausencia de mamá y papá y gustaba de juegos lentos, dependientes de una mínima fle-

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xión muscular. Le entretenía repasar la cartilla casi tanto como limpiar el instrumento de papá, muy bien guardado para que nadie lo encontrara. También veía televisión de vez en cuando, sobre todo documentales que narraban excursiones a lugares extraños. Por ese medio, sin moverse del sofá, viajó a la ciudad sagrada de Benarés haciendo escala en la asombrosa Isla de Hierro, donde hay un árbol que en vez de frutas produce agua. También visitó un deslumbrante salitral en Uganda, lleno de cigüeñas carnívoras. Despertaba de la siesta y con los ojos y oídos muy abiertos repasaba la cartilla de páginas sucias, maltratadas por su cariño de lector constante, de esos que se llevan el libro al baño y a la cama, que lo dejan caer y mancharse de chocolate, de grasa, de mugre. Pensando en las escenas de los documentales alteraba las imágenes gastadas, se imaginaba que las letras de la cartilla crecían y entonces se asomaba al balcón de la A gigantesca que iluminaba la palabra anillo. Un anillo como el del vendedor de pigmentos rojos que se mezclan con las cenizas de los muertos en la sagrada ciudad de Benarés. Lo de las fugas empezó una noche, después de irse mamá, cuando él se

estaba vistiendo. Se había bañado con la prisa de un atleta olímpico. Poniéndose la camiseta que había sido parte del uniforme escolar, lo sorprendió la sensación de una caricia. La tela de la camiseta estaba bastante gastada; apenas crecía, y si usaba la ropa del año anterior Isabel economizaba dinero. La viró al revés; leyó la etiqueta: “Hecha en México”. Al formar las palabras con los labios sintió una pesadez muy grande, como si fuera a reventarle la cabeza. Hacer lo que se dice hacer, como se hace una camiseta, en casa sólo hacía Isabel, cuando mezclaba los ingredientes de un arroz con salchichas o de unas galletas de chocolate. En cuanto a en, la idea de que una cosa estaba en otra era más evidente: él estaba en su cuarto, el cuarto en la casa, la casa en Puerto Nuevo, Puerto Nuevo en Puerto Rico, Puerto Rico en América, América en la Tierra, la Tierra en el Universo, el Universo quién sabe dónde. México estaba en América, América en la Tierra, la Tierra en el Universo, el Universo quién sabe dónde. En México había gente con manos parecidas a las suyas, buenas para vestirse, rascarse, detenerse en ciertas partes agradecidas. En México había manos que le provocaron un desvanecimiento al ver con

Marta Aponte Alsina Fot © Frank Vélez

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Marta Aponte Alsina

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cuánto cansancio se alzaban sobre una mesa cubierta por un mantel de flores antes de depositar el alimento en otras manos que hasta entonces habían acariciado los dobleces de una camiseta como la suya, con una simpatía abierta, en saludo a otras manos invisibles. Todo eso se le reveló por dentro, como si la sangre bajo la piel tuviera ojos, sólo con tocar la camiseta, a la que cobró, desde ese día, un afecto temeroso. Un hilo suelto en la trama de la camiseta le marcó el camino hacia una enorme caldera en medio de un bosque. En la caldera hervía un tinte rojo. El rojo era uno de los colores de su propio cuerpo. Tenía un lunar rojo entre los dedos índice y corazón de la mano derecha, su sangre era roja. Nunca había pensado que estuviera hecho de lo mismo que estaban hechas las cosas más distantes, que nada tenían que ver entre sí y mucho menos con él. De todas sus partes la más fascinante era la sangre. Había visto su sangre por primera vez como la ven todos los niños, una caída, y en medio del terror de mamá y de las acusaciones de torpe y majadero que le lanzaba papá notó que mientras más trataban de detener el flujo que corría por la rodilla mugrienta más sangre le brotaba, como si estuviera vaciándose. Un documental sobre los grandes descubrimientos científicos le sugirió que la sangre era de la misma calidad que el agua de la ducha, que su liquidez se repetía en el refresco de limón y que Maneco, el cartero, también portaba de la cabeza a los pies un pequeño universo ambulante de sangre. No le quedó más remedio que gastar un par de minutos golpeándose la cabeza contra la pared. Trató de comprender el misterio y quedó igual. Pero no quedó igual. Nadie que se dé cuenta de que es igual a todo puede quedar igual. Ya no distingue bien dónde termina él y empiezan las cosas. Le basta con fijarse en un poro abierto por el agua caliente o en una gota de sudor para seguir el hilo, hasta que se

cansa de no encontrar un final, porque todo final es un comienzo. Imposible medir las cosas, mucho menos posible medir el tiempo por donde pasan las cosas y menos aún regalar lo que no se tiene ni se entiende. Nunca sería músico. Tan incómodo razonamiento lo sumía en una morriña de la cual sólo lo sacaban las galletas de chocolate de Isabel, tan torpe y majadera. En Isabel no pensaba mucho. Bastante tenía con seguir los hilos que sobresalían de su propio cuerpo. Además la mujer no permitía acercamientos a quien no fuera Maneco o los protagonistas de sus telenovelas. Lo peor de la pobreza es tener que vivir en esta casa donde mi hermana se desgració, no resistió aquella travesura del muy payaso, a quién se le ocurre jugar a la ruleta china, o como se llame, era un desgraciado, nunca sirvió para nada. Maneco no le sostuvo la mirada a la vieja, se fue con su universo de líquidos a la próxima casa. Los carteros toman café en muchas casas. Y así hasta hoy, cuando Maneco trajo la carta. Isabel la leyó suspirando y apretándose las manos, una expresión de actriz de telenovelas, sólo esto me faltaba, a mi edad tener que bregar con esa loca como si no bastara con la carga de este muchacho voluntarioso. No era para tanto. Mantenía en orden su cuarto, fregaba, regaba las matas y si no podía sacar la basura era porque el pensamiento de que algunas cosas nacen para ser basura no le cabía en la cabeza. Además de ayudar a Isabel en casi todo lo que a la vieja se le antojaba, le reservaba una sorpresa: cuando ella dormía la siesta él apartaba el sofá de la pared y gastaba un poco de tiempo observando la mancha con los ojos muy abiertos. Esa tarde, atento al hilo tendido entre la pared y la carta abandonada sobre el televisor, hizo un gran descubrimiento. La sangre imborrable es la medida del tiempo, no tiene fin desde que el mundo es mundo; discurre entre vivos y muertos cuando, harta de fijeza,

busca la compañía de una sangre idéntica para fugarse. Todo empezó con el instrumento de papá, bien guardado en una bolsa plástica con diseño de flores amarillas, enterrada en un agujero arenoso y húmedo, bajo una loseta. Es gris como las aguas del Ganges que bordean la ciudad sagrada de Benarés. De pronto, interrumpiendo el juego, Isabel despierta ferozmente de la siesta. Prepárate que hoy llega tu madre. Van a cerrar el manicomio, tendremos que vivir los tres de la pensión del desgraciado, le gritó desde el baño, sin darle aún la cara. Qué fea es, parece una cigüeña carnívora del lago de Uganda, pensó ante el espanto de Isabel boquiabierta y muda en el hueco de la puerta, quizás valga la pena esperar a que llegue mamá, ella sabrá qué hacer con la sangre de papá, ella traerá sus propios hilos enredadores. Claro que antes le hablaré, se dijo volteando rítmicamente el tambor del revólver. Mira, mamá, solito. Mira, mamá, sin ti. Mira mamá, ya soy músico. Toma, mamá, te regalo el tiempo medido, un montón de horas sobrantes.

De Fúgate, 2005

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Profesor de creación narrativa y literatura en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha publicado los poemarios Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra, 1998), Cáliz (Terranova, 2004) y Vicios de construcción (Terranova, 2008). Ha recibido reconocimientos del Pen Club de Puerto Rico por la colección de relatos Septiembre (Editorial Cultural, 2000), así como por las novelas Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Su más reciente novela, Correr tras el viento (Terranova 2011) es una de las novelas puertorriqueñas de mayor éxito en formato electrónico. En el 2008, recibió el Premio de Poesía Julia de Burgos por su libro Ensayo del vuelo. Recientemente, obtuvo el primer premio en el certamen anual de Casa de los Poetas por el poema “Santurcesutra”. Sus cuentos han sido incluidos en las antologías Pequeñas Resistencias: Antología del Nuevo Cuento Norteamericano y Caribeño (Páginas de Espuma, 2005).

Comerse a Merlina

Por Elidio La Torre Lagares

Quisiera abrazarte ahora, Merlina, ahora que te degusto como un manojo de posibilidades acabadas. Cómo te odié y te amé aquella mañana en que anunciaste que te habías comprome-

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tido, que no volverías, que te casarías con Gustavo y que sentías que serías la mujer más feliz del mundo, pero nunca pensaste qué sería de mí (De nosotros). Tú no cuentas, Pedro (No tienes derecho absoluto sobre su recuerdo. Los recuerdos también son míos). Te derramaste en mi vida una mañana, igual que el sol barniza la ciudad y acaricia el aire como un perfume (La verdad es que esa mañana estaba deseable, ¿no?). Quisiera matarte, Pedro, y hacerlo sería como suicidarme (Ya hablas necedades nuevamente. No hay manera de combatir la nada). Ella nos cuidaba (Ella nos detestaba, lo sabes). Ella sabía a gloria (Nunca has probado la gloria; eres un demonio, como yo). ¿Por

qué he de contar de todo esto? (Para hacer espacio a la culpa en tu interior. Es un problema de digestión). La nostalgia es un tragaluz. Si cierro los ojos, me quiero perder y en el proceso matarte (Eso trae un problema conceptual). Yo quiero recordar a Merlina, hablarle en poemas, hacerle saber que su ausencia es una derrota y que las palabras son esa última forma de rehacerla. (Lo que quieres es ver su cuerpo a contraluz contra la ventana e imaginar que lamías su cuerpo, bandido). ¡Calla! (Canalla). *** El problema no es desde qué matiz se va a contar el cuento, si

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Elidio La Torre Lagares

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en primera, segunda o tercera persona, sino quién lo va a contar. (Sé lo que estás pensando). Me golpean las ganas de consumirme en una palabra. (O en un número. Somos dos, después de todo, pero somos uno). Tenemos particularidad de criterio, así que no somos tan iguales. (Eso nos dicen. ¿Es cierto?). Pero la historia que quiero anticipar marca la separación que comenzó con el sablazo de luz que hendió mis retinas (Las nuestras, he de insistir) con el impacto irreparable de la primera impresión. Primero todo fue una nube blanca que luego se fue difuminando para develar la silueta que se amparaba al umbral de la puerta. Entonces, como formada desde un gran caos de gas, surgió Merlina (¡Ah! ¡Merlina!), su cabellera rojiza como los flamboyanes en caída perfecta justamente sobre la frontera de los hombros, su rostro de lirio en delirio (¿Recuerdas lo que pensaste al recibir aquella visita? Yo no. A veces me robas los pensamientos). Cínico. Esta es mi historia, dije. (No. Es nuestra). Yo la vi primero (Yo la vi a través de tus ojos).

nosotros por mucho tiempo. (¿Sabría sobre lo de mamá?) Ya no importa. ¿Recuerdas cuando jugábamos a que éramos un dragón de dos cabezas? (Dragon Tales. Por supuesto. Me encanta). ¿Por qué tenía ella que llegar? (Todavía recuerdo su rostro pálido y plano por la impresión que le causábamos). No digas eso. Las emociones que valen la pena siempre se quedan hasta después que se han ido. Esa es su longitud, como los ojos de Merlina (Al quedar huérfanos, nos trajeron a vivir aquí con la tía Maya, quien solicitó a la trabajadora social que nos asignara una tutora; si alguien tuvo la culpa de que Merlina llegara a nosotros, fue la tía Maya). La tía pierde la memoria. Creo que ni se acuerda de nosotros (De todos modos, la pinta de freaks no supera lo desdeñable, aunque para ella éramos un diptongo irremediable). La tía hizo lo que pudo (Lo que la corte le ordenó, dirás). Algunos amores solo pueden demostrarse con el desprecio, ¿qué querías? ¿Qué nos separaran para ser normales? (No sé. A fin de cuentas, somos una unidad poética, ¿no?). ¿Qué nos haremos ahora sin Merlina? (Es*** tá con nosotros. Y todavía nos queda la tía Maya). ¿Podremos Solíamos compartirlo todo (Casi digerir todo esto? todo, Pablo, casi todo). A veces, nos alternábamos para poder *** realizar nuestras tareas, cosas simples, como cepillarnos los (Ahora, déjame decir algo. Las dientes, amarrarnos los zapatos cosas no siempre fueron así entre o vestirnos (Nunca aceptaste que nosotros. Digo, ¿qué remedio éramos superiores; un cerebro nos quedaba sino tolerarnos? más grande, más poderoso, que Sentíamos, y lo digo con énfasis nos hermanaba). Ciertamente, en la conjugación de tercera perexiste un atributo que mi her- sona plural, juntos; vivíamos mano y yo (Sí. Mi hermano y yo) juntos. Voluntades inseparables.) no podemos compartir: el deseo. Visto desde tu punto de vista, (Y, ya ves, ahora estamos unidos percibo una vez más el álgido por otra extensión que tampoco sentido de tu cinismo. (¿Me vas a concibe cirugía). Fue una infan- dejar terminar? Para separarnos cia buena. Y Merlina estuvo con debíamos habernos encontrado

primero, tal vez así albergaría la posibilidad de llevar una vida normal el uno sin el otro.) ¿Alguna vez ha sido normal para los dos juntos? (Pero míralo con optimismo. No teníamos que levantarnos para ir a la escuela. Y lo mejor de todo era que no había conocimiento lo suficientemente críptico para nosotros. Éramos un monstruo.) ¿Te sientes orgulloso de eso? (Claro.) ¿Por qué no dices todo como es? (Lamento que percibas el mundo desde tu óptica cavernosa y lúgubre, pero sabrás que siempre disfruté las clases a domicilio). Nuestra casa, si me permites dosificarte con el mismo veneno. (Sí, nuestra. Como que teníamos la misma madre) Maldita. Sabía a pan viejo. (Siempre fuiste un idealista. ¿Qué esperabas?) ¿Recuerdas las tardes junto a la ventana? ¿Contando nubes, descifrándolas? ¿O aquel juego extraño donde intentábamos crear adivinanzas? (Juego fútil. Siempre sabíamos lo que el otro pensaría). Pero el problema se tensaba con los sueños. (No tienes sueños enteramente tuyos. Los tuyos son también míos.) Qué infeliz de mierda. Vivir sin sueños propios (Touché). *** Yo tengo un sueño recurrente y perseverante en el que siempre quedo aletargado por la vívida recolección del corazón que se desvive por Merlina (¿Qué te hace pensar que es tu sueño y no mi sueño?). Sé que el sueño es mío porque lo siento asfixiarme el corazón, y ese sí no lo compartimos, ¿ves, Pedro? Tan sólo de cerrar los ojos me apetece su boca refulgente como las cerezas y en tímida apertura para unirse a mis labios, y pienso si ese momento podría durar la eternidad, si mis manos pudiesen asirse de

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su rostro, su cuello, deslizarme por las dunas de pan que lleva por senos, columpiarme de su cintura como un cinturón de estrellas, sentir su sexo mojado y ansioso, anticipándome… en el sueño me la como… ¿Pedro? ¿Pedro? ¡Pedro, cabrón! ¡Te masturbas con mi sueño! *** (Mamá nos encontraba las criaturas más hermosas del universo) Una dicha doble. (¿Te imaginas? ¡Quién no aprecia el poder que tienen dos seres que piensan por uno!) Mamá nos tenía terror. Fuimos la razón por la cual papá la abandonó, ¿recuerdas? (Ahora está en prisión, no te olvides). Bien lo merece (A alguien le iban a endilgar la desaparición de mamá). Pues, indirectamente, él tuvo la culpa. (Se tornó insoportable. Mamá, me refiero). Era una santa (Una santa insoportable). Pero la liberamos de su oscuridad, ¿no? (¿De verdad que mamá te sabía a pan viejo?) No la perturbes. Gracias a su ausencia, llegó Merlina (Ah, Merlina... ¿De verdad pensabas que nos haría caso?) Nadie contaba contigo, así que mantén el singular en primera persona (Pobre diablo. Ella tenía a Gustavo, que le medía los deseos). ¡Cállate! (Pendejo). ***

partido unos buenos tequilas. Tal vez hubiésemos jugado al billar, sí, al son de un blues eléctrico. La poesía te la hubiese puesto a quemar en la piel). Merlina jamás hubiese ido contigo a ninguna parte. ¿No es así, Merlina? (Eso dices tú). No reprocho tu hostilidad, Pedro. Total, a la edad de nueve años, mamá tuvo la idea de hacer de nosotros un bien de consumo y eso te debió herir (¿A ti no?). Vender nuestra historia a revistas y periódicos. «Chicos brillantes comparten el misterio del cerebro» (Compartíamos cientos de vasos sanguíneos, incluyendo el sagittal sinus, la avenida sangrienta de mayor drenaje en el sistema del cerebro, sí). Cuando dejas salir al calculador científico, me agradas (Gracias). Detrás del telón de palabras, siempre fuimos la historia para People, Time, Muy Interesante... (Freaks. Dos hombres unidos por un mismo pensamiento. A cualquier editor se le hace tinta la baba). Mamá clamaba por una separación y pensaba hasta vender los derechos de la grabación de la operación (No la juzgues; con algo había que costear el procedimiento). ¿Acaso nos preguntaron qué queríamos nosotros? (No. Pero desde que perdimos a papá, con algo había que sostener su solícita manera de no estar en casa). Al final, creo que le dábamos vergüenza (Se trataba más de cobardía, un impulso completamente entendible si se trata de una mente débil). Mamá se volvió loca de soledad (Y de tener un monstruo de dos cabezas por hijo). Una vez nos llamó aborto malogrado (Ella sabía a pan viejo, no hay duda).

(Déjame decirte que a Pablo le es difícil articularlo, Merlina, pero la verdad es que nunca debiste haberle dicho que tenía ojos de poeta, si en realidad él no estaba preparado para tanto elogio, y menos proviniendo de ti) Ella no habla contigo, sino conmigo. (Ya lo escuchaste, Mer*** lina. El pobre. Yo te hubiese llevado a cualquier barra de cual- (Comencemos por el principio. quier día y nos hubiésemos re- Somos siameses pero no por ha-

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ber nacido en Siam. Eso es políticamente incorrecto y étnicamente discriminatorio. Honor a Chang y Eng Bunker, que en 1811 nacieron en Tailandia, que entonces se conocía por el nombre de Siam, y que nos prestan su nombre. Los gemelos vivieron unidos el uno al otro durante sus 62 años de vida y no se les calló un solo pedazo) No, ni uno. (Al contrario, se exhibieron en circos y murieron con apenas dos horas de diferencia). Ah, ¿sí? Murieron a destiempo… (Por fortuna, Pablo, no somos pigópagos y tenemos nuestros propios orificios anales.) Pero vamos al baño juntos, idiota, y tengo que oler tus excrementos como si eso fuera un privilegio en un ritual sagrado. (Como si soportarte fuese una paseo por un jardín, ¿eh?). Sin duda. Vivimos a destiempo. (Pues te aclaro e insisto: somos escogidos. Los gemelos unidos son de los desordenes menos comunes en la medicina actual. Algo así como uno en un millón y suena hiperbólico. Y te digo más: somos hermanos, un dragón de dos cabezas, lo que nos hace exquisitos). Somos una bestia (Ya lo dijo Julito… la única manera de matar los monstruos es aceptándolos). Muérete. ***

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No sabes cuánta desgracia trajiste a mi vida, Merlina, aquella tarde que anunciaste que sería la última juntos. Que tras el casamiento, partirías hacia Paris en luna de miel, y de solo saber que la luna podría saberte tan dulce sin mí, me retorcía de celos (Ella se lo merecía). No podía tolerar la idea del sin-ti, del no-verte, del la-soledad-me-asesina (Yo siempre estaré contigo, Pablo). La trabajadora social les conseguirá otra tutora, dijiste, pero nadie como tú, que no solo dominaba las materias escolares principales, sino que olías a canela, sabías nos hacías aprender con el deleite de tu sonrisa (¡Ajá! Usaste el plural, no puedes vivir sin mí, lo sabía). ¡Idiota! Me cansa tanto saberme demonio por tu culpa (No importa. Siempre cansa. Nos hemos enamorado de la misma mujer. Eso nos une aún más). Ahora estamos los tres juntos (Y con mamá cuatro).

lidaridad, aunque te corrijo: un corazón confundido a veces es efecto de un cerebro confundido). Te creo, hermano, te creo. Comer del cerebro de otro ser humano alimenta de uno (La maravilla sería que ahora sus conocimientos y recuerdos queden conmigo; o con nosotros). Sí, así, tatuados en la memoria, donde siempre queda espacio para el intento, donde la posibilidad se concreta en sueño. A mí me abastece su corazón. Y su lengua (Ya. Vendrán a buscar a Merlina y no la encontrarán).

Quiero llorar, por ti, Merlina. Te regalaré flores todos los días. Los jacintos eran tus favoritos. De tu tierra nacerá un nuevo árbol de la vida (¿En serio? Vendrán a buscarla y nos interrogarán, ¿sabes?). Pero el problema no es desde qué perspectiva se va a contar la confesión, si en primera, segunda o tercera persona, sino quién lo va a contar. (Sé lo que estás pensando). Al fin lo digiero. (Somos dos, después de todo, pero somos uno). ¿Ya la tía Maya duerme? (Me gusta el sabor a pan viejo).

*** Hemos hablado de amor, pero es tan difícil ir de gente que besa a gente que se come otros humanos, decía Voltaire (No sé quién asesinó quién a quién primero). Así te pido que me perdones el golpe en la nuca, Merlina, y la manera en que te arrastramos hasta el sótano de la residencia, pero otro rechazo en nuestra vida hubiese sido mortal para nosotros (Creo que la tía Maya vio algo). Tal vez dormía (El sueño narcótico de la tía no había llegado). Qué importa. Yo no podía soportar que tu corazón perteneciera a otro, Merlina, que otro te poseyera, si fuiste la excepción, es mejor recordarte más que extrañarte mucho, así perseveras en nosotros (Me gusta el plural. Da la sensación de so-

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Entre sus últimos libros se encuentran la antología de poesía en italiano: Appunti dalla Terra Frammentata (2012); su novela Sin ti no soy yo, segunda edición (2012) traducida al inglés con el título, Not Myself Without You (2012) y que forma parte del listado en Estados Unidos de 2013 Top Ten "New" Latino Authors to Watch’‘; así como The New Essential Guide to Spanish Reading 2012, respectivamente. En 2013 se publica una selección de sus cuentos: Adagio con fugas y ciertos afectos (Madrid: Verbum).

Sarajevo

Por Lourdes Vázquez

Inédito a 20 años de la masacre a 7 años…

La guerra es solo la excusa para que Hollywood siga el rastro del humo de mis ojitos lisos, de mi garganta negra, del ultraje en aquel motel de paredes destartaladas y colchones embarrados de líquidos. Precisamente el lugar en donde el general y su siquiatra festejaron al ejército. Todos con sus pechitos inflados en aquella mañana luminosa. Cruzarse con los lobos atraídos por esta carnicería me asusta más que cualquier otra cosa. Me transformo

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en un insecto frágil y con mis patitas temblorosas huyo entre la vegetación junto a otros insectos amables. Después de la guerra estuve en cama tan enferma, tan llena de dolores y achaques, que me soñé sin esperanza, ya muerta y rodeada de cuatro sirios, para percatarme que la vida no se acaba hasta que se acaba. Solo que ahora mis ojitos permanecen lisos y sin poder esquivar el mal de ojo. Es por eso que me da con conjurar a Pegasus en el momento que alza vuelo para dirigirse a otros destinos más amables. Organizo el vuelo e invoco la energía anterior a la desgracias para aproximarme al lenguaje de los gusanos de seda, a la abundancia del grano. Sin dolor, sin castigo. La crónica que queda son sus soldaditos listos a la batalla, es la actriz con sus fluctuantes trajes del deseo, de la mano de la comitiva cargada de flores y en espera de que lleguen los invitados. El horizonte son esos delfines haciendo piruetas en el mar

y que veo por la ventana del consultorio. El horizonte es la paciente de al lado que me cuenta que en la Santa Clara de su Cuba, hace tantísimos años, unas manzanas de un brillo especial llegaban por barco desde España. El horizonte también son esos trescientos cadáveres diarios y el bombardeo a sus tumbas + los cuatro millones de refugiados que el reportero informa por la tele y las bacterias de mi último examen de sangre del color de mi suéter de invierno. Para colmo las pesadillas nocturnas me arrastran a aquel motel. Siempre sospeché que para los soldados de la ONU esto era como un… arroro bebé… arrorro a dormir… aunque dormir en esas circunstancias: imposible. Me acomodaba en lo que quedaba de una pequeña terraza junto a un lago rodeado de sauces llorones. De vez en cuando despertaba irritada, con la respiración entrecortada y con la sensación de que un che-che colé me vigilaba. Un che-che colé muerto de la risa. Entonces, tomaba un

Lourdes Vázquez Foto © Omar Acosta.

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Lourdes Vázquez

tranquilizante que había podido conseguir en el mercado negro. Una de esas noches soñé con una mujer. Tuve la convicción de que era una princesa heredera dueña de los puentes colgantes, las aguas que transitan por los canales y el aire de los murales. Propietaria de la bolsa de valores, además de las acacias auriculformis, bambusas vulgaris y eucalyptus degluptas: todos árboles autóctonos. Propietaria de la casa del congreso y la liquidez de las compañías de seguro, propietaria de campos, caseríos, playas y parcelas. Con todos los apellidos adecuados y un reguerete de enigmas escondidos en áticos, en bolsas de felpa dentro del joyero del palacio, en folios que garantizan la propiedad de los aires y sus baños termales + aquellas bulas papales confirmando la equidad de siempre, la igualdad de siempre. Con todos los granos del café añorado, entre la gran reserva del tráfico de esclavos y armamentos. Sin contradicciones. Sin ofensas. Abro mis ojitos y escucho las diminutas partículas de la música de los palmares hasta que me voy componiendo como el fuego, con sus destellos multicolores de ángeles de medianoche. Ángeles con sombreros. Ángeles borrachos. Ahora el silencio es mi aliado. Estar con silencio. Atreverse en el silencio. Entonces todo se va expandiendo para contraerse y expandirse nuevamente y me transformo en una fruta fresca, gustosa, saludable. Pero la paz no dura mucho. La habitación comienza a dar vueltas. Caen las paredes, los frascos de perfume y el último brazalete que compré. Me agarro a la almohada como puedo, pero un vómito y otro y otro me recuerdan que mi existencia nunca fue fácil. A veces ha sido un arma de tortura que evoca los demonios en los sacrificios paganos: fija la vista perennemente en aquellas esculturas diseñadas por dictadores, con sus puños alzados y las armas dispuestas para la batalla. Fue cuando necesité que alguien recogiese mi cuerpo como se recogen los heridos del suelo después de un ataque del enemigo.

¿A quién pertenece esa flor? Se desbarrajaban el cerebro tratando de encontrar una solución a mi cuerpo, que ya comenzaba a hincharse. Primero te destierran y luego te matan, escuché a un refugiado decir en una ocasión. Herir, matar, alterar el patrón de la energía vital. Es el tiempo anterior al tiempo. Algo inesperado sucedió. Junto a mí se derrumbó una mariposa. El mundo animal es uno de los signos encantados. El insecto se mantenía fuerte, pero una de sus alas estaba rota. ¿Cómo reparar la estructura de su fibra? Junté todos los ánimos anterior a la muerte, tomé del suelo el pequeño insecto y me arrastré con este encerrado entre mis manos. Alcé la vista, me acordé de la elegancia del vaivén del palmar y devolví la mariposa a su origen. A los pocos minutos ya no estaba. Es por eso que hace tiempo dejaron de interesarme los señores y señoras de mundo. Ahora lo que me interesa es la armonía de la sonrisa de aquella viejecita o la vanidad del oleaje cuando se viste de algas. Las tonalidades de verdes-azulados o negros-marrón añaden grandeza a mi ecosistema. Alucino cada vez que contemplo el espectáculo. Queremos que se entienda bien claro de manera que lo entiendan hasta los becerros… Pero la avalancha de sucesos me continuaron atropellando como huevecitos de tortuga que van cayendo en el río. Otro día me encontré sin poder caminar. Tenía que hacer un gran esfuerzo para mover mis piernas. Mis pasos se hicieron chicos. Chiquititos. En uno de esos días transparentes después de las lluvias de mayo, necesité llegar a la garita más cercana al hotel. Asomarme al horizonte de sal. Al azul esmeralda. ¡No pude! aquella Carta a Irma se asomó por alguna esquinita de mi cerebro. La frustración, la ira, mas el deseo de reconciliación, todo se juntó. El poco conocimiento de los médicos me hizo sentir como el colgado del Tarot. Localicé mi paquete de cartas. Busqué al arcano mayor número doce. Aquí, delante de no-

sotros presentamos a un joven colgado de un pie por una soga en un tronco, que a su vez va suspendido por otros dos troncos. Este sistema gravitacional es enigmático indeed; pues el joven se encuentra en paz y con los ojos fijos. ¿En mi? Salí al jardín con bastante dificultad. Una silla de hierro al lado de un par de amapolas y el cacharro de echar agua a las matas me invitaron a sentarme y disfrutar de la noche. Las nubes mantenían apagada la bóveda de estrellas y el sonido de la oscuridad se extendió pianissimo. Lo más significativo de esa noche es que ese aroma irrespirable que surge cuando se está enfermo desapareció. Con el tiempo me fui recuperando. Podía leer el periódico, escuchar música, acariciar mi gato. Una tarde, mientras leía sobre la vida de Lucrezia Borgia, recibí una visita. Sus manos temblaban y la cara desencajada anunciaba desgracia. Es que la matanza continuaba. Es que morían niños, ancianos y mujeres luego de haber sido ultrajados. Es que el país entero era una tumba. Es que la población sufría de inanición por el feroz cerco del enemigo. Le acaricié la cabeza a mi amiga y abrí una caja de chocolates. Toma, dije, disfrutemos de la vida en este momento. ¿Te acuerdas del aforismo aquel… Therefore it is necessary- as fish do to the sea- that we return to the cell, so as not to forget.

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Puerto Rico (1961). Es Catedrático de Español y Estudios Latinoamericanos en Ohio University. Sus publicaciones incluyen: dos novelas, Morirás si da una primavera (1993, 2014), Premio Letras de Oro 1991-1992 de la Universidad de Miami, y Conversaciones con Aurelia (2007); un libro de cuentos, Cabronerías: historias de tres cuerpos (1995); un libro de crónicas, cuento y poesía titulado Mariconerías: Escritos desde el margen (2006) y los poemarios contenidos en En (el) imperio de (los) sentidos: Poesía (in)completa 1981-2011 (2013). Fue Premio Nacional de Poesía del PEN Club de Puerto Rico en 2009. Su poesía ha sido incluida en El límite volcado: Antología de la generación de poetas de los ochenta (2000), en Mariposas: A Modern Anthology of Queer Latino Poetry (2008) y en la Antología del Colectivo Literario Homoerótica (2012). Como crítico literario ha publicado ensayos y libros sobre poesía hispanoamericana colonial y contemporánea. Su más reciente trabajo de investigación ha sido “Dulce canoro cisne mexicano”: La poesía completa de Carlos de Sigüenza y Góngora, volumen publicado en Barcelona por la editorial Paso de Barca en 2012.

Tú, una dark goth draguil piel borrachos de deseo en busca en su ranura para virarlos, porde placer, y no les importa si mi que a los machos hay que viraro una prieta gótica travesti peluca es rubia, color chavito o los y enseñarles quién de verdad

Por Daniel Torres

Para La Fuster y La Caleb, Nosferatus del Amor…

Sí, eso soy, me lo dijo Adela, una dark goth draguil, que en cristiano ha de ser algo así como una prieta gótica travesti… Me alimento de la leche y el sudor de los machos. Los acoso en las guaguas de la AMA por las noches, cuando la bellaquera florece y ellos están así a flor de

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negra, como la noche que nos envuelve, o si está mal puesta. Los llevo por los callejones de San Juan después que subimos disimulando, desde la parada de los muelles hasta la mitad de la ciudad amurallada y les bajo los pantalones como a bebés con pañal. Ellos se dejan como animalitos indefensos, les saco lo que le tengo que sacar y me pego como becerro para degustar los chorros de sudor que le bajan por la espalda, mientras mi boca succiona leche, donde debe, acariciando los puntos precisos del glande y un dedito se acomoda

manda, como me dijo Lizza Fernanda en Tía María, una noche que acosaba a uno que se le resistía en vano… Algunos forcejean y se sueltan o se me escapan, pero otros se hacen los lesos, como dice la draga chilena que hace la calle Recinto Sur abajo cerca del Tapia, y de bobos no tienen nada. Les abro las nalgas y mi lengua encuentra el orificio sagrado de la rosa de sus vientos y consigo estimularles la próstata de tal manera que caen medio rendidos sin saber ya de ellos. Porque cuando un macho descubre el sexo anal está perdido.

Daniel Torres Foto © Rick Fatica

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Daniel Torres

Yo, Ana, le dije a Aurelia, una draga que hizo la calle en su momento y ahora tiene regenteado El pájaro azul, ese antro de mala muerte que la loca cree que es fino. Yo, Ana, le dije a Aurelia, que mi marido se hizo pasiva por mí. Lo alimenté, lo vestí y hasta lo bañaba, pero una vez le hice el tratamiento varias veces, se me envició, y me dejó botada por otras bocas y otras lenguas que le dieran el placer que ahora yo busco como nave a la deriva por las guaguas de la AMA, en los rincones de la noche, levantándome otros machos y llevándomelos a los callejones de San Juan, donde les descubro

el secreto más ancestral de toda dark goth draguil o prieta gótica travesti: consumir al macho confundiéndolo con el sudor y la leche que nos lega, y nos deja a todas las dark goth draguiles o prietas góticas travestis como yo, y como Aurelia, con una sensación de escalofrío que recorre nuestra espina dorsal. Porque muchas veces cuando no se escapan, pero se resisten y reaccionan mal después de que se vienen, hay que degollarlos con la daga que toda draga dark goth que se respete lleva siempre en su carterón para esos casos. Y ahí siempre llega la Perra Bonita, una puta mexicana que hace las calles de Río Piedras, pero de vez en cuando se monta en la guagua para San Juan a coger fresco, y me mira de reojo porque ella sabe muy bien de qué pata yo cojeo, y me sigue despacio a la distancia, como quien no quiere la cosa… Lo de ella es la sangre y se aprovecha de mi cacería para cuando tengo que daguear a los machos, entonces, ella se encarga tácitamente de deshacerse de los cuerpos en la Puerta de San Juan, después de desangrarlos

sin dejarlos con una sola gota roja como sus labios. Habrá muchos cadáveres algún día flotando en la bahía, frente a La Fortaleza, pero la Perra Bonita es diestra y, como buena mexicana, muy recursiva. Les ata una piedra de los restos de la muralla a los cuerpos sin aliento y los sumerge poco a poco, y como es católica y todo, la muy cruel, les reza un Pater Noster en latín y un Ave María en español (dicen que ella fue seminarista en sus mejores momentos y le queda todavía algo de mea culpa). Ya, para entonces, yo estoy de vuelta entre las sacudidas de las guaguas de la AMA o por los callejones de Santurce y Puerta de Tierra, en al Paseo de la Covadonga (donde un bugarrón le robó una vez todo su dinero a Puruchona, una india maya que acabó por estos lares un mal día) o donde me coja la noche antes de llegar a casa de Adela, para contarle de mis andadas, porque me lo dijo ella, cuando vuelvas nos tomamos un café de medianoche y me repite: “Tú, una dark goth draguil o una prieta gótica travesti no me vas a contar a mí lo que tengo que decir”

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Nació en Carolina, Puerto Rico, (1966). Poeta, ensayista, y narradora. Ganadora del premio Juan Rulfo para cuentos (1996) que otorga Radio Internationale de Paris.

En construcción

Por Mayra Santos-Febres

Está perdida y lo sabe. Lo asume con tranquilidad. Ha estado perdida antes. Pero igual se levanta como todas las mañanas, a las 4:00 de la madrugada. Ya no necesita despertador. Empezó por levantarse a esa hora porque le tocaban las terapias respiratorias al hijo. Luego, el niño se hizo grande; sus pulmones se fueron fortaleciendo. No necesitó de las idas a la sala de emergencias, ni de la vaponifrina. Ella se

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quedó con el susto de la tos que le salía del pecho al hijo, tos incomprensible, oscura, imposible que emanara de aquel pechito de bebé. Se acostumbró a levantarse de madrugada, a vigilar el sueño del niño y a escribir. Estuvo perdida antes, pero tecleando siempre encontraba su camino. El camino del texto. Ese le parecía más real que todos los demás caminos, que aquellos que la llevaron de cama en cama, de isla en isla, o de país en país. La tinta marcaba el rumbo antes que los pasos. Nunca nada le pareció más cierto. Pero un día se sintió vacía y decidió tener hijos. Tiene dos. El niño de los pulmones fortalecidos, hijo de un pintor más joven que ella, le nació justo para sal-

varla. Aquel pintor huyó tan pronto nació el manojito de soplos y aires atascados. Huyó de ella, no del niño. Tuvo a la niña con un periodista con el cual aún convive. Le parece que no es cierto todo aquello, la familia casi funcional, los hijos, la estabilidad de los abrazos. Son las 4:10 de la mañana. La escritora se desentumece, aparta las sábanas. Camina resuelta, como si nunca hubiera dormido. Enciende la computadora. En lo que suben los programas, se pelea con otra terrible afición, una que empezó antes de los hijos— subir a la terraza de su casa y fumarse a solas un cigarrillo. La madrugada mojada de las islas es la única que le hace

Mayra Santos-Febres Foto © Mayra Santos-Febres.

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Mayra Santos-Febres

compañía a aquella hora. Ama esa soledad, el retazo de su soledad pasada. Antes, empleaba muchas horas en aislamiento, rumiando ideas en la cabeza, organizándolas, dándoles vuelcos. No sabía a dónde la llevaban aquellos ideas. Tampoco conocía la verdad. No sabía lo que era escribir. Ahora lo sabe. Antes, aunque no tuviera certeza de para qué escribía, para quién, no le importaba. El trajín con las teclas era todo, la batalla era todo, el encontrar la escurridiza palabra. Se volcaba hacia adentro hasta toparse con aquello que le era luminoso. Eso era todo; alcanzar lo luminoso. Ahora sabía lo que era escribir, con qué se pagaba el precio de escribir y estaba aterrada. Pero era un terror que se tomaba con tranquilidad. Un terror que le daba el vértigo, el vacío de andar nadando en aguas turbias, sentir cercana la costa y no poder tocar fondo. La costa quedaba a un salto de ojos, pero ella permanecía suspendida en el abismo.En la costa brillaban las luces. Abajo, en la infinita oscuridad bajo sus pies, también. Así que dejó de escribir. Más bien dejó de publicar. Tanteaba, garabateaba en libretas, papeles, en la computadora, textos que ahora a ella le parecían sin aire. No eran los hijos, las malas noches, el periodista con el que convivía y que le proporcionaba un extraño tipo de amor. No era la falta de tiempo la que la perdía, ni los otros proyectos. Era el terror, ese terror de no tocar fondo y la tranquilidad con que sabía que debía afrontarlo. Si no, se ahogaría. Es miércoles. A la escritora le toca presentarse a la estación. Todos los miércoles, conduce un programa sobre literatura en el canal de televisión pública de la “patria”. Le pagan bien por ello.

A la isla donde vive, ella le llama “la patria”. Aquel es el único gesto de cinismo que se permite. La escritora sabe que su país es de todo menos una patria. Y sin embargo, aquel es su hogar y ha sido prolijo. Le ha dado empleo, estabilidad, una familia y hasta cierto estatus de celebridad en vida. Difícil obtener tanto cuando una lo que es, se dedica a las letras y vive en una isla. Pero ella ha tenido suerte, por eso asume su terror con tranquilidad. El terror de escribir, de conocer de antemano su ambición, pero, también, acaso, que la parcela desde la cual escribe es movediza, errónea, demasiado frágil. Decide no fumar todavía. Se sienta en la computadora. La escritora lee dos o tres manuscritos en los que ha estado trabajando —una novela que terminó gracias a una beca Guggenheim, un esbozo de memoria— ficción, unos cuentos. Nada le complace. Ya no quiere escribir sobre el retazo de vida que conoce, el que ella manoseado como un tejido una y otra vez, sus texturas, nudos rugosidades. Memoria táctil. Pero no quiere, no debe más bien, escribir sobre su obsesión habitual. Por eso está perdida. Sabe que esa parcela, el retazo táctil de ese tejido es una velo que esconde más. Hubo una vez en que aquello lo fue todo para ella. Hasta que le sobrevino el terror. Entonces comenzó a preguntarse cosas. “Tonterías” —murmura la escritora. Lee un rato, pero termina cerrando todos los archivos abiertos en la computadora. Sube a la terraza a fumarse su cigarrillo— un Benson and Hedges de su época de fag hag, cuando era feliz y escribía sin conocer la verdad. Su época de fag hag fue gloriosa. Ella era la única entre los hom-

bres y ningún hombre la tocaba. Todos se tocaban entre ellos la rozaban con sus cuerpos sudorosos, sin camisa, bellos cuerpos de hombres que se deleitaban en el placer de otros hombres, como se deleitaba ella. Era la época rancia de la epidemia y todos sus amigos morían como mariposas en pleno vuelo. Jóvenes, hermosos morían. Octavio se tiró de un piso altísimo cuando se enteró de su estatus. Marcos dejó que la enfermedad se lo comiera entero, hasta quedar hecho una crisálida vacía. Murieron Héctor, Plácido y Vervena. Murió London, Esteban y Cayo. Todos hermosos sin camisa, bailando en una pista con luces estrambóticas que rebotaban sobre sus cuerpos. Ella libó sus sudores y vio; vio algo que aún no puede describir, como si se hubiera abierto una grieta en la realidad y sólo ella fuera capaz de atisbar lo que era y siempre será enfrentarse a la muerte de los hombres —no de las mujeres— de los hombres— los antiguos ritos del desenfreno, el roce de las carnes desmedidas una, dos, diez mil penetraciones, la obliteración del tiempo que funcionaba para los demás pero que a ellos los dejaba encerrados en un aleteo ingrávido. Existía un tiempo regido por las descendencias, las cosechas, los trabajos. Pero aquellos, los estigios que iban a morir, sabían que entraban a un tiempo que era sólo presente, sólo un ahora ubicado en el elástico instante antes del desplome rotundo, de la herida sangrienta, de la peste fulminante. Ella estuvo allí y vio aquello. La tierra pulsaba para ellos, exhalaba, se hacía densa y sulfurosa, espesaba sus aceites sobre sus cuerpos, por debajo, por encima de sus cuerpos. Los convertía en ofrenda. Una ofrenda para que se abriera otro ciclo, pero ninguno lo sabía.

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Ni siquiera la escritora lo sabía a cabalidad; ella que era mujer, y por lo tanto conocedora del otro tipo de tiempo, ese que conocen las mujeres que sangran, que paren y entierran, las que peinan cadáveres. Pero, en aquel entonces, en su sublime tiempo negado (ella no era hombre, no era mujer— era aprendiz de escritora), pudo atisbar lo que fue aquello. Pensó que era testigo de las maquinaciones del deseo y a ello se aferró. Pero aquello no

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era el eros. Era la caída del velo y marcaba otra ruta hacia lo sublime pero por abajo, por ese otro rumbo que marca lo luminoso, pero traspasando la materia que pide a gritos, a dentelladas, el descanso. Ahora la epidemia estaba domada. Los muertos enterrados. El tiempo en la producción se asentó. Y ella, que vio aquello y lo sobrevivió, estaba perdida. Sube a su terraza y el aire está como ella lo esperaba, mojado,

oloroso a salitre. Ahora vive a una cuadra del mar. Antes, hacía cosas increíbles para acercársele a las olas, cosas que ninguna mujer en la “patria” haría. Levantarse de madrugada y salir a correr sabiéndose presa de los depredadores de la noche; sentarse en cualquier parque a ver el amanecer, fumando, siempre fumando. A ella nunca le interesaron otros vicios— tan sólo el de los cuerpos, los libros y el de fumar. No es que no probara drogas. Lo hizo, sobretodo en sus tiempos de no-mujer, nohombre, tiempos de aprendiz de escritora. Pero la ingesta no pasó de ser mero experimento. El tabaco la atrapó por entero, esa primera bocanada de humo tibio la mareó y, a la vez, le enfocó la mente, la ayudaba a ver lo que sólo entre sueños oteaba, aquel tejido distante de ominosa luz. Habría que aclarar que la escritora nunca soportó el café. Mira su reloj pulsera. Ya van a ser las 6 am y a las 7:00 debe estar en la televisora. Los libretos de la temporada entera estaban corregidos y entregados, pero le toca todavía escoger “los tres de la semana”: tres libros recomendados para su lectura indispensable y una cita memorable con la que siempre cierra el programa y que puntualiza la importancia de la lectura. “Esa cita — argumenta el director de programación, es como si la escritora lo oyera hablando— nos pone en nuestro sitial” —dice. “Lo único, que no debes parecer muy abstracta, porque entonces, la gente piensa que no los quieres educar, aconsejar, darles un mensaje claro y definido. Que lo único que te importa es parecer inteligente. Y lo nuestro es educar, comunicar. Esto es un canal de televisión del estado.”. “¿De cuál estado?” —se preguntó en esos momentos la escritora.

pasados— “son un espejo enterrado” Pero ahora, ella sabe que son más. Ahora que es mujer, la escritora sabe que las palabras son más que meros funcionamientos. Son el vacío y el vuelco antes de una rasgadura. Son el precio de no tocar fondo. La escritora cree que va a llorar, pero fuma. Termina su cigarrillo y se levanta. Su silueta algo estrambótica se recorta contra las tenues luces del amanecer. Es tetona, culona, tiene greñas que jamás lucen peinadas, no importa cómo las arregle, cara de Nefertiti y es extrañamente oscura. En una isla donde el mestizaje es ley, ella se yergue definitiva, rotundamente perteneciente a una raza y una sola. Su cuerpo es el exceso. Quien la mira desde afuera pensaría que eso es ella, ese desborde de carnes que pudieran parecer grotescas a cualquiera que imagine gráciles musas, núbiles Náyades para la cama o la imaginación. Pero ella es la buena hembra; la buena hembra que pare y piensa y eso siempre le ha parecido divertido. Que la quieran matar a pingazos por el terror que despierta. esa intensidad. Quizá por eso huyó, cuando era la aprendiz de lo que es ahora, de su cuerpo a otros cuerpos. Quizás por eso pretendió ser la no-hombre, no-mujer. Pretendió ser escritora. Abre las puertas de su terraza, las que esconden su nutrida biblioteca. Allí están sus amantes, más de mil, miles de miles, los lomos, las texturas porosas humedecidas por dedos que transitan sobre las superficies del papel. Se acerca al anaquel latinoamericano para ver si se decide por un libro, ese libro que la cargue en vilo, donde se encuentra la cita luminosa que le quite el suspiro, la haga respirar con el pitillo que le heredó a su

hijo, el pitillo de asmática que siempre le regresa cuando se emociona. Ella es la asmática que fuma. Es la lectora ingenua, la que busca el instante que pulsa. Eso nunca lo perdió. Por eso, quizás, fracasa. Fracasa siempre. Ella es la que fracasa ante el juego de la posteridad. A pesar de los premios y de su extraño estatus de “escritora insigne”, sabe que la olvidarán, como ella olvida lo que lee para poder leer de nuevo; ingenua, sorprendida. En la punta de sus dedos lo luminoso inalcanzado. Pero está consciente de que en el canal esperan otra cosa. Las palabras del director resuenan en su cabeza. Ella debe educar a “la patria”. La escritora recuerda que un insigne escritor latinoamericano se acaba de ganar el Nobel. Sin apenas notarlo, trinca los labios. En esos instantes , la escritora no quiere ni imaginarse cómo aquel hombre aguantó la presión, las inacabables tareas, los requisitos pedidos. Cómo pudo hilvanar palabras cada vez más luminosas en medio de todo aquello. Por años de años de años. Cómo pudo aguantar la terrible sensación de terror hasta

Mayra Santos-Febres Foto © Mayra Santos-Febres.

El director de programación sonrió. Ella le notó los dientes manchados de café. La escritora fuma contra la madrugada y recuerda. Cuando el director de programación la contrató, le extendió una lista de las palabras que no era permitido musitar en el aire (pene era una de ellas) y luego le dijo “Bienvenida, qué bueno tenerte a bordo. Nuestro pueblo necesita a más gente como tú.” Es decir, que le dio la bienvenida a la patria que era a la vez nave, ave, una onda eléctrica, una pulsión en los ojos. La patria televisiva. Ella sonrió también, con sus dientes manchados de nicotina. Quizás allí fue que perdió el rumbo. O quizás cuando empezó a competir y a ganar premios— en Francia, en EU, los altos premios de “la patria”. Cuando se convirtió en la escritora prominente, y dejó de ser la aprendiz. Aquello la tomó por sorpresa. Ella nunca pensó que fuera tan fácil, que no empece a los textos que escribía (y que pocos leían a fondo), que siempre suscitaron desconfianza entre los intelectuales de su país, (entre los reseñistas, ni se diga,) a su corta edad, ya viva encumbrada en su estatus de escritora insigne. Sabe que la consideraban escritora de verbo comedido, un tanto apolítico, pero que representa los más altos valores de la intelectualidad puertorriqueña. Ella no era la escritora comefuego que esperaban que fuese, sobretodo los que conocen su trayectoria de duro cuño, los maestros que la tomaron bajo el ala cuando ella era pequeña, una pequeñuela de aires desmedidos, no-hombre, no-mujer , y que no sabía distinguir entre un jingle publicitario y el peso de las palabras. “Las palabras son contenedoras de una fuerza” —recordó la escritora una lección de aquellos tiempos

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llegar al Gran Premio. Diciendo horrores políticos, cometiendo brutalidades públicas; pero escribiendo luz. Pasea sus manos por los lomos de varias de las obras del insigne escritor. No se decide. Busca tiempo. Camina hasta el anaquel de libros raros, ese que ella guarda tan sólo para sus lecturas amanecidas. Sabe exactamente a donde ir, qué libro escoger. “En construcción” de Mori Ogai. Hace días tiene el cuento en la cabeza. Ese cuento la persigue, la hace retorcerse entre sueños, la levanta de madrugada, ella perdida entre las toses de sus hijos, las leches, los sueños interrumpidos. Los hijos se le meten en la cama, espantan al marido periodista que ronca y que no la deja dormir como ella quisiera, replegada al cuerpo de su hombre, olvidada de sí. Ese cuento la arrastra hacia un lugar oscuro donde ella no pisa fondo. En el 1904, Ogai era un autor consagrado. Estalló la guerra entre China y Rusia, y el funcionario Ogai quedó atrapado entre las tensiones escalantes de los intelectuales liberales, de tendencia minken, y los nacionalistas, de la tendencia kokken. Ogai sufrió represiones oficiales. Entonces decidió escribir unos cuentos que llegaron hasta las manos de la escritora. Los encontró, llenos de polvo, en una de las librerías de la avenida Universidad —esas librerías de intelectuales de la tendencia kokken en las cuales ella vivía su años de pequeñuela, antes de haber visto lo luminoso, pero sin todavía saber el peso de las palabras. Los cuentos de Ogai narraban el encuentro del escultor Rodin con una bailarina japonesa (Hanako), el robo de tres monedas extranjeras, o el encuentro de una joven francesa, portadora de una copa de cerámica que se

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acerca a un riachuelo a beber de la misma agua que siete muchachas de la oligarquía japonesa bebían en copas de plata. Todos los cuentos tratan sobre los mismo: de cómo la literatura escapa la lección, lo correcto, lo formativo. Inclusive ese, el que no deja dormir a la escritora. La escritora ha perdido su camino, lo sabe. Lee a Ogai y reconoce su confusión, o más bien el terror que la habita. Lo asume con la tranquilidad de un juego. Este morirse a medias, esta apuesta a la luz, este desaparecer entre las grietas que se abren en los tiempos para repetirse, para dejar ver algo de la sustancia que compone lo que pulsa. Empieza a clarear sobre “la patria”. En su mente, y sin tener que mirar los anaqueles. la escritora escoge tres obras. Ya sabe qué dirá de cada una de ellas. No son sus obras tutelares, ninguna que la hubiese provocado salir corriendo a las librerías, a buscar sus oscuras referencias. No son. Mori Ogai, ni Marai Sandor, ni W. G. Sebald. No es Julia de Burgos tampoco. Sabe que estarán complacidos en el canal. En otros tiempos no hubiera hecho esa negociación. En otros tiempos, tampoco hubiera aceptado el espacio televisivo que la tiene escogiendo libros al filo de la madrugada mientras sus hijos duermen; porque no tenía hijos ni al periodista que le ofrece su extraño amor, mientras ella se sabe perdida pero a la vez fascinada por el dolor que siente, esa rasgadura en el pecho. “Ya tengo que partir, musita. Pero sin prisa— sin prisa esta vez, Kikura”. Siente el tenue zumbido del terror. Respira con calma, mucha calma. Repone en su lugar los cuentos de Ogai.

Mayra Santos-Febres Puerto Rico, (1966). Comienza a publicar poemas desde el 1984 en revistas y periódicos internacionales tales como Casa de las Américas en Cuba, Página doce, Argentina, Revue Noir, Francia y Latin American Revue of Arts and Literature, en Nueva York. En el 1991 aparecen sus dos poemarios: Anamú y Manigua, libro que fue seleccionado como uno de los 10 mejores del año por la crítica puertorriqueña, y El orden escapado, ganador del primer premio para poesía de la Revista Tríptico en Puerto Rico. En el 2000 la editorial Trilce de México publicó Tercer Mundo, su tercer poemario. Además de poeta, Mayra Santos-Febres es ensayista, y narradora. Como cuentista ha ganado el Premio Letras de Oro (USA, 1994) por su colección de cuentos Pez de vidrio, y el Premio Juan Rulfo de cuentos (Paris,1996) por su Oso Blanco. En el 2000 Grijalbo Mondadori en España publicó su primera novela titulada Sirena Selena vestida de pena que ya cuenta con traducciones al inglés, italiano, francés y que queda como finalista del Premio Rómulo Gallegos de Novela en el 2001. En el 2002 Grijalbo Mondadori publica su segunda novela Cualquier miércoles soy tuya. En el 2005, Ediciones Callejón publica su libro de ensayos Sobre piel y papel y su poemario Boat People, ambos aclamados por la crítica. En el 2006 resulta primera finalista en el Premio Primavera de la Editorial Espasa Calpe con su novela Nuestra Señora de la Noche. En el 2009 publica Fe en disfraz, con editorial Alfaguara y se gana la Beca Jonh S. Simmon Guggenheim. En el 2010 publica Tratado de medicina natural para hombres melancólicos. Ha sido profesora visitante en Harvard y Cornell University. Fue seleccionada como una de las 100 iberoamericanas más influyentes del 2010 por el periódico El País y recibió una Medalla de la Unesco el mismo año. Actualmente es catedrática y dirige el taller de narrativa de la Universidad de Puerto Rico.

Puerto Rico. Poeta y narradora. Tiene publicados dos libros de ficción, una novela titulada El arca de la memoria: una biomitografía (Isla Negra Editores, 2011) y una miscelánea titulada Cuarentena y otras pejigueras menstruales (Isla Negra Editores, 2013). El Ateneo Puertorriqueño le otorgó una mención honorífica a su cuento “Si Aristóteles hubiera menstruado: quimera filosófica en una descarga”, en la edición del año 2006 de su certamen literario. Tiene completado el manuscrito de su primer poemario y trabaja en un libro de relatos y una obra teatral. Ha publicado diversos artículos de prensa cultural (Claridad, El Post Antillano y Revista Cronopio). Obtuvo su grado doctoral en la Universidad de Wisconsin-Madison, con una disertación sobre los usos éticos y políticos del humor en Sor Juana Inés de la Cruz. Actualmente se desempeña como catedrática asociada de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, WI, USA.

El transeúnte de nebulosas Por Dinorah Cortés-Vélez

…fuiste transeúnte de nebulosas, viendo cosas que no acababan de hacerse inteligibles… Alejo Carpentier, El arpa y la sombra

El transeúnte de nebulosas arribó a Guanahani el 12 de octubre de 1492. Posó de inmediato la mirada en los pedazuelos de oro que traían los naturales de la isla colgados de

agujeros que tenían en las narices; una especie burda eran aquellas piedrecillas, pensó con desprecio. Comenzó, en el acto, a urdir la legendaria patraña, para engañar a la corona, de que y que estaba allí un rey que tenía grandes vasos de ello, y tenía muy mucho. Pero lo que de verdad captó su apetito fueron aquellos mancebos de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, gigantes que vinieron desde la hora en punto a quitarle el sueño de molinero sin cereal que moler en sus molinos. Se iba, pues, de claro en claro queriendo ver colmada su ansia de verterse

Dinorah Cortés-Vélez Foto © Michael Roeschlein

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Dinorah Cortés-Vélez

siquiera dentro de uno de aquellos vasos de su lujuria. Trocó entonces el tétrico viandante la escasez del químico amarillo elemento por cuerpos. A falta de poder follárselos (cosa que le impedía el grave riesgo que suponía, para sus ambiciones mercantilistas y nobiliarias, ser sorprendido en pleno “pecado contra natura”), optó por hacerlos esclavos, y pretendió, no contento, simplificar el cuento, sugiriendo que eran “pusilánimes” por andar todos desnudos como sus madres los habían parido, y sin armas. Así fue urdiendo la historia famosa de su propia infamia.

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Puerto Rico, 1970. Es Premio del Instituto de Cultura de Puerto Rico, 2012, Premio Nacional del Instituto de Literatura Puertorriqueña 2008.

Avalancha

Por Yolanda Arroyo Pizarro

1.

Ella habla primero y yo pierdo la timidez y el recelo a su presencia. Ya no desconfío. Dice que no le gusta cómo la mira la enfermera. Dice también que por eso ha apuñalado al marido, por esas mismas fókin miradas acusadoras, conspiradoras. Dice, o más bien canturrea, una melodía a ritmo imaginario de tumbao y conga, mientras imita el metal de voz de Shakira, con su te aviso, te anuncio que hoy renuncio, a tus negocios sucios. Entonces mueve las caderas sobre la cama, menea los hombros y advierte en voz baja que el zolpidem pronto le dará sueño. Me hace así con la mano. Así con los dedos. Como ven acá. Y yo hago caso. Me levanto de

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la cama que queda al otro extremo del cuarto. Camino tocando las paredes verde menta, sintiendo sus porosidades. No me pongo a contar los patrones cuadriculados de la alfombra en esta ocasión. No miro por la ventana enrejada, ni me desvío hacia el baño donde una regadera permanece sin usarse porque tiene el candado puesto. No nos permiten bañarnos sin supervisión. Me acerco a ella. Lisa, Melisa, Melania, Noelia. No recuerdo su nombre. Yo también tarareo, en mi caso, un reggaeton. Igual que ella, me siento adormilada, mareada por las pastillas que me tomé hace un rato. Las que nos calman. Me acerco más. Sé la advertencia de las enfermeras: respetar el espacio vital ajeno, evitar los roces, impedir los gestos que fácilmente pueden confundirse con violencia y el acercamiento, definitivamente, es uno. Me pregunta por qué es azul el cielo. Por qué la crema de licor irlandesa mezcla bien con el Ambien. Por qué hay tantos dioses, tantas confusiones y tantos libros sagrados: la Biblia, el Corán, el pentateuco, el libro de Mormón. Y por qué yo estoy allí. Con ella. Compartiendo aquel cuarto, aislada del resto de la población. Cuál es mi pecado. Qué es lo que purgo. Contesto que me estoy limpiando. Un vicio de coca.

Se me fue de las manos. Dejé a Yolanda y no he sabido volver a estar sobria, o lúcida, o en dos pies. ¿Yolanda?, pregunta ella y me cuenta una historia de una prima suya que se llamaba Yolanda. Y me canta la canción de Silvio, o la del otro cuyo nombre siempre olvido. Y la de Paquito Guzmán. Cuando éramos pequeñitas, —añade— a los seis o siete años, queríamos que nos creciera el busto a toda costa, a como diera lugar. ¿Sabes qué hacíamos? Le dije que no, y empecé a ver todo casi borroso. No puedo decirte, dijo acto seguido. Eres tortillera. Regresé a mi cama y me quedé dormida. 2. Lo que no le conté fue lo otro. Lo de mami. Continué haciendo hincapié en lo del polvito blanco cada vez que Melisa me ponía el tema, o me contaba de sus ataques de histeria, o de sus agresividades por ninguna razón. Tenía unos arrebatos desde chiquita, que al parecer, se le habían multiplicado de grande, o por lo menos, no habían menguado. Un día me tocó hablar con un grupo de compañeros de trabajo en una reunión y puedes creer que tenía toda

Yolanda Arroyo Pizarro © Yolanda Arroyo Pizarro

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Yolanda Arroyo Pizarro

la nariz embarrada de polvo blanco, fue toda una vergüenza, le dije y se echó a reír como si se fuera a acabar el mundo. Y a mí eso me molestó pero no lo verbalicé, porque ya, para ese tiempo, me había empezado a caer bien. Y además, ese día las enfermeras nos permitieron tomarnos las manos, no nada más a ella y a mí, sino a todas, porque al parecer, allá afuera, había sucedido algo terrible. Algo tan terrible que no nos dejaron ver ningún canal de televisión por espacio de varios días. Mi compañera de cuarto llegó a averiguar con otra de las pacientes, que antes de eliminar los aparatos televisivos, algunas habían atestiguado el derrumbamiento de varios edificios en la ciudad de Nueva York. Unos aviones eran el perico y unas torres siamesas las narices. Habían aspirado hondo, profundo, hasta adentro. Esa misma noche me da la fiebre, los sudores. Tiemblo y me tiritan los dientes, y me los quiero sacar de la encía. Y desearía haber escondido entre las muelas algún vestigio de la sustancia que me lleva al paraíso. Con la lengua, con la punta, me rebusco entre las comisuras y entre cada uno de los surcos del sarro bucal, de las platificaciones, a ver si de casualidad mi sentido del gusto detecta, aunque sea improbable, alguna miniaturizada porción de polvos. En algún hemisferio de mi cerebro hay un letrero que lee Imbécil, cómo se te ocurre que has dejado rastros, tecata, gamberra, infeliz, pero el otro hemisferio no hace caso y continúa la caza del tesoro. Que no llega. No hay recompensas. Esa noche duelen los estertores con cojones. 3. Me punzan los músculos, las coyunturas. Hablar del polvo blanco hace que me den ganas de consumirlo y cuando viene la enfermera a darme la dosis, le digo canto de cabrona, me duele la cabeza como si me fuera a explotar, y ella dice que debo

tener la presión alta. Alta. Como Yolanda. Su estatura. Yolanda que no soportó mis cosas, que no me aguantó lo suficiente. Aglomeración de cristales de hielo. Una capa blanca que empieza a cubrir la casa y la tierra silenciosamente y poco a poco. Está nevando y son nuestras vacaciones de invierno fuera de la Isla. Y Yolanda me acompaña pero aprovecha para decirme que quiere irse, que no va a seguir conmigo. Yo reacciono mal. Muy mal. Y me meto coca hasta que se me duermen los orificios nasales y el tabique, y hasta que ya no siento la lengua. ¿De qué color es la nieve? Y no me digas que blanca, porque eso es lo que dice todo el mundo y tú se su-

pone que seas más inteligente que todos, porque llevas ya bastante tiempo a mi lado. Es transparente, dice ella. Y yo miro a Noelia, que hace pucheros y se queja de que no quiere la comida desabrida que le sirven en la institución. 4. Sigo sin contarle lo de mami, más bien porque ella también me guarda secretos. Y así no se puede, así no me da la gana. “Le ro lo le lo lei, le ro lo le lo lei. Sabes que, estoy a tus pies. Contigo, mi vida, quiero vivir la vida y lo que me queda de vida, quiero vivir con-

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tigo.” Mi compañera de cuarto continúa con las melodías cadenciosas. Coros repetidos, mueve las manos como dando en la tambora. Hace así con el güiro invisible, y con la guitarra que no se ve, la flauta, el piano. Baila los hombros, le gusta moverlos uno adelante y otro detrás. Chasquea la lengua, chasquea los dedos. Pero de aquello no suelta prenda. Si se guarda cosas, yo también me las guardo, también me sé esconder. No puedo decirte, me dice la siguiente noche en que hablamos temas transcendentales, y es ahí cuando le digo que la Vulgata viene siendo algo así como otra Biblia pero en otro idioma, que me temo es el latín, y que no la cuente por favor, como otro libro sagrado, si me haces el grandísimo favor, porque es otra Biblia. Sería como contar el viejo testamento y el antiguo testamento como si estuvieran en libros diferentes, le contesto. Y dicho sea de paso, el pentateuco tampoco cuenta. ¿Por qué no puedes decirme lo de tu prima, la que se llama Yolanda, por el amor de dios? Es que eres cachapera. ¿Y qué importa?, lo grito así. Subiendo la voz. Diciéndolo desde mis pulmones. Y acto seguido nos quedamos en silencio porque sabemos que pronto llegará una de las supervisoras, quizás la graduada, a mandarnos a callar. Pasan cuatro minutos con veinticinco segundos cuando llega la graduada y nos toma la temperatura, la presión arterial, y nos manda a que nos callemos, so pena de que no nos den de alta nunca. Se va. Yo pienso en el peso de millones de copos de nieve amontonados uno encima del otro, sobre el sombrero de franela de Yolanda, sobre su rostro, en los pequeños espacios que le ocupan su abrigo de GAP, en la bufanda negra que siempre lleva consigo. Los copos de nieve incrustados en mi mano, congelándome la piel, luego de abofetearla. Pienso en que podía devorármela entera sumergida en ese océano blanco, que a desdicha mía, no era de cocaína. Y creo que sin

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querer, mientras pienso en ella, comienzo a tocarme la vagina, porque me despierta del estupor un jadeo que hago, que se me deshace de la boca, se me cae de los labios, como cuando uno ronca e interrumpe su propio sueño, un resoplido como el mugido de una vaca, y de pronto me tropiezo de frente con los ojazos de Lisa, que no pestañean. 5. La enfermera se queda a mirar hasta que ella cree que me las trago. Las pastillas. Se queda a mirar que me ducho. Controla mis movimientos. Estudia con prolija obligación cada una de las veces que me restrego, con agua, con jabón, con champú, con acondicionador. La trato con desprecio y me deja en paz. Hoy hace frío en el piso y no he querido bajar a hacer terapia de grupo, ni a cantar “Yo quiero tener un millón de amigos”, ni a cumplir con el horario de terapia vocacional pintando vitrales de plástico ni elaborando corazones en mimbre o cerámica que digan te extraño, Yolanda, regresa a mí. Mi compañera de cuarto se me acerca, y la amonestan. ¡Muy cerca! Hay que alejarse. La mandan a separarse de mí, y ella lo hace a regañadientes. Se sienta en una butaca, un poco lejos. Nos divide un televisor, otra vez apagado, varias sillas, una mesa de caoba, un vaso de plástico con hormigas albaricoques, el periódico reguereteado, una plasta sobre la mesa de caoba de algo que debió haber sido un pastelillo de guayaba. Desde allí comienza su diálogo y me vuelve a entrevistar, inquiriendo sobre mi vida. No es Silvio Rodriguez el que la canta, me dice, es Braulio, el artista. No, mentira, es Pablo Milanés. Decido, para salir del paso, hablarle de mami. Se había muerto. Tres años atrás. Pero seguía estando en mi casa. O sea, se paseaba en espíritu. Y era algo real. Tan real como el zolpidem que recién nos acababan de

meter a la boca. La enfermera supervisa que no nos lo saquemos o lo escupamos, o lo botemos. Hay que tomarlo delante de ella, y luego ella revisa las fauces vacías después que nos tragamos el buche del vasito de agua. Pero yo ya he aprendido a esconderlo arriba, en la encía, porque ella donde único busca e inspecciona es debajo de la lengua. Entonces yo, que soy una diestra para todo tipo de pillerías, me la escondo así, y la graduada no se da cuenta, y se la entrego a Melina como ofrenda a su amistad y ella a su vez se la ofrenda a sus dioses y a sus manuales de instrucciones, entiéndase los libros sagrados en los que no cree. Cree en los disparos. En los que se da la gente de los caseríos y en los que se zafan. Eso de los tiros al aire. Ni una bala más. Cree en la guerra por los puntos de drogas y en la violencia doméstica que le llaman. Noelia me cuenta de sus achaques y sus ataques. Se pone mal. Se arranca el cabello en las madrugadas con y sin neblina, las cejas, los vellos del brazo que son muchos, porque no es lampiña. Tiene calvas en la cabeza y en la frente. Las pestañas las trata, pero extirparlas le duele demasiado porque se le entremeten en los ojos y entonces no puede ver bien, y es así como desiste de la idea de sacárselas. Se concentra en las cejas, pues. Lo hace con la punta del dedo pulgar y el índice. Con pericia. Con paciencia. Cree en los tiros que vio, en los que escuchó. Camina como Meg Ryan en la película “Prelude to a kiss”, no como la Meg de la película “You got mail” con Tom Hanks, pero ese día de los disparos no camina, corre. Corre y se esconde. Cree en el revólver que tenía su papá en la mano la mañana en que disparó contra la mamá de ella, y contra su hermana de quince y el hermanito de dos. Ella fue la única sobreviviente. Mantuvo dentro del cuerpo, por horas, dos de esas balas. Así como uno mantiene una célula que se divide y luego se convierte en un cigoto, un feto, un embrión, un bebé. Una bala dentro, cerca del pómulo, otra

¿Y tú? ¿Cómo hacías?, le pregunto Exchange. Y le veo los pechos sin a Melania. ¿Cómo hacías con tu brasieres. Ajados. Decaídos. Disponiprima para que les crecieran las bles. tetas a las dos? Camino tocando las paredes verde Pienso en los dragones blancos. Las menta. No me pongo a contar los avalanchas que se crean en los lu- patrones cuadriculados de la alfomgares nevados, en las cúspides, en bra. No miro por la ventana enrelas puntas. Tragármelos aspirando jada, ni me desvío hacia el baño. por los rotos de mi ancha nariz. Me acerco a Lisa, Melisa, Melania, Tragármelos mientras despiden Noelia. No recuerdo su nombre. Se fuego por sus narices. Existe un los chupo uno a uno, mientras ella acertijo sobre los dragones blancos se queda dormida con su dosis duusado desde la Edad Media, que plicada de hipnóticos. Parecen un una vez me dijeran. ¿Qué es lo que holograma, apenas abultadas tetivuela sin alas, y golpea sin manos? llas; transparentes, translúcidas. Volar. Golpear. Abofetear. Como salamandras. Blancuzcos. Nos mamábamos los pezones, dice. Fríos y nevosos. Empiezo a llorar. Y se alza la blusa que es una copia Lloro a lágrima tendida porque no en el omoplato. Son cosquillosas. pirateada con el logo de Armani son los de Yolanda. Dan escozor. Duelen cuando te las extraen, las quieres volver a tener dentro de la piel, dentro del músculo, dentro del hueso. En fin, me pregunta cómo es eso de Yolanda Arroyo que veo el fantasma de mi madre y se lo cuento todo, con lujo de detaPizarro lles, moviendo los brazos, gesticulando con cuerpo y rostro, exagerando las minucias, pero por nada Puerto Rico, 1970. Es Premio del Instituto de Cultura de Puerto Rico, del mundo contándole mentiras. 2012, Premio Nacional del Instituto de Literatura Puertorriqueña 2008 Porque mami sí discurría por las y su libro Ojos de luna fue seleccionado por el periódico El Nuevo Día habitaciones de mi casa, y abría las como Libro del Año 2007. puertas, y rompía vasos de cristal, y encendía la estufa o cerraba los gabinetes. Eso asustaba sobremanera a Yolanda. Por eso también se Ha sido publicada en España, México, Argentina, Panamá, Guatemala, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela, Dinamarca, Hungría y Francia. fue. Ha sido traducida al inglés, italiano, francés y húngaro. Ha participaY mami se largó después de ella. do en los congresos literarios y culturales Organization of Women No sé si en solidaridad. No sé si en Writers of África 2013 en Accra, Ghana (OWWA), Bogotá 39 del Hay rebeldía. Pero mami me lo anunFestival en Colombia, FIL Guadalajara, Festival Vivamérica en Madrid, ció. Me lo dijo dibujando con su LIBER Barcelona, el Otoño Cultural de Huelva en España, la Organidedo incorpóreo, sobre la superficie zación Iberoamericana de la Juventud en Cartagena de Indias, Codel espejo. Me baño con agua muy lombia, y en el Festival de la Palabra en Puerto Rico y Nueva York. caliente y el vapor crea una capa sobre el espejo que le daba la oportunidad de escribirme mensajes. En 2010 publicó con Editorial EGALES en Madrid y Barcelona la noQuiero reencarnar, me dijo. Me vela Caparazones. Ha publicado el volumen de cuentos Las ballenas escribió. Así, con su propia caligragrises con Fuga Editores de Panamá y el libro de relatos Avalancha fía. Quiero volver a nacer, esta vez en 2011. Su obra ha sido incluida en varias otras antologías, entre en el cuerpo de una negrita de pelo ellas La memoria justa (Francia), El futuro no es nuestro (Perú, Hunlacio, con ojos grisáceos, una negrigría, Chile, Bolivia, Argentina, Panamá, Estados Unidos), El libro de ta que sea atrevida y que venga a voyeur (Madrid), Sólo Cuento (UNAM, México), Seasons African Edidisfrutar la vida. Hay una mujer tion, a Periodic Journal of the International Centre for Women embarazada. La he visto transitar Playwrights (África del Sur) y la colección Pirene's Fountain Japan por las calles. Canta, es feliz. No Anthology 2011. tiene otros hijos. Voy a dejar de venir a verte, porque quiero regresar al mundo a vivir.

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Puerto Rico. Escritora y tallerista. Posee una maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón y terminó sus estudios post graduados en Administración y Salud Pública. Es la pasada vicepresidenta de la Cofradía de Escritores de Puerto Rico y pertenece al Comité de Escritores del Festival de la Palabra; en este evento literario funge como Coordinadora del Programa Escolar y presentadora. Su microcuento “La herencia” fue premiado con una mención de honor y forma parte de su primera publicación, Mujeres que se portan MAL, una antología de cuentos sobre quienes se atreven a retar las reglas para cambiar el mundo en el que se desenvuelven. En el 2014 publicará el cuento infantil El pelo maravilloso de la Surrupita que contiene 20 ilustraciones realizadas por su hija menor, Isabel Fadhel Carballo. Sus relatos son parte del material didáctico de la Universidad de Puerto Rico, de la Universidad del Este de Carolina y de la Escuela de Lenguas Europeas y Latinoamericanas de California, Estados Unidos. Algunos de sus trabajos han sido publicados en periódicos y revistas.

Mema

Por Arlene Carballo

Desde la cocina, Mema escuchó las voces de sus hijas, Eloísa y Sara, en plena discusión. El portazo fue el indicador de que el altercado había terminado. Mientras preparaba la cena de viernes santo, se dijo que la situación familiar no podía conti-

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nuar así. Cada dos o tres meses se decía lo mismo y nada cambiaba en su hogar. Doña Inocencia —Mema, para sus hijas y nietos— era incapaz de poner límites a su familia y esa debilidad la llevó a permitir que sus dos hijas y sus cuatro nietos se mudaran a su casa. La abuela se dijo que los problemas comenzaron cuando Sara vendió el apartamento, por culpa de los perros de Angelito. Sara había conseguido comprar la residencia de bajo costo por su condición de madre soltera con tres hijos. El condominio, que estaba subsidiado por el gobierno, fue su gran oportunidad de ser dueña de una propiedad.

Sin embargo —a los doce años y con la hipoteca salda—, Sara decidió que no podía seguir viviendo allí porque, pese a su céntrica localización, a la cercanía de la escuela pública y de la estación del tren, la prohibición de mascotas le era demasiado onerosa. Angelito amaba a esos perritos que su madre le había comprado debajo del puente del Expreso Las Américas por seiscientos dólares. Sara adquirió la parejita de pomeranians con el dinero que le pidió prestado a su mamá (y no le pagó) para complacer al nene que llevaba tantos años pidiendo un perrito. Los animales residieron con ellos como

Arlene Carballo Foto © Legna A. Calderón.

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Arlene Carballo

ilegales. A los tres meses, la perrita parió y el chillido de los cachorros recién nacidos los delató. La abnegada madre de Angelito se rehusó a privar al jovencito de la compañía de sus canes y, sin reflexión alguna, vendió su única posesión para instalarse en casa de Mema donde ya vivían, por los últimos siete años, Eloísa y su hijo. Desde el comienzo, lo convivencia en familia fue difícil. Angelito dormía con los perros en su cuarto y les mantenía el acondicionador de aire encendido durante el día para que no sufrieran de calor. El gasto de energía eléctrica se reflejó en la cuenta mensual y, de inmediato, comenzaron las batallas. Mema optó por privarse del uso de la secadora de ropa para reducir el gasto. No obstante, Sara se resistió a tal sacrificio y continuaba utilizándola. Su madre, que jamás la confrontaba, prefirió remover el botón de encender la secadora para impedir su uso. La otra recurrió a diseñar una estrategia para encender el equipo con un destornillador. La compra de víveres, el consumo de agua y el uso del automóvil de la abuela eran otras fuentes de conflicto. En la cocina, doña Inocencia se cuestionaba las razones de tanto problema mientras desmenuzaba la penca de bacalao. No entendía el porqué si ella hacía todo lo posible por complacer a sus hijas y jamás les negaba pedido alguno. Cuando Eloísa se antojó de casarse a los dieciséis años con un novio de la escuela superior, doña Inocencia, en contra de su marido, le consintió el capricho. Acogió a su hija y al nuevo esposo en su hogar sin imponer un plazo o una regla. Después de que la recién casada tuvo a su niño, la abuela fungió como niñera para que la parejita pudiera salir y divertirse sin la carga de un niño. El matrimonio se disolvió a los pocos años de haber formado un hogar propio y en cuestión de unos meses, Eloísa retornó al hogar por no sentirse apta de criar sola a su hijo. La historia de Sara incluía tres embarazos de un hombre casado que

llevaba años en espera del momento propicio para separarse de su esposa. Fue cuando pelaba los guineos hervidos para la serenata de bacalao que Mema escuchó los golpes afuera. Su nieto, Angelito, la llamaba con urgencia. El alboroto alertó a Sara y ambas salieron para encontrar al joven desesperado por entrar. Lo perseguían unos maleantes a los que debía dinero. Luego de abrir los portones de la marquesina, la abuela vio cómo Sara abofeteaba a su hijo y se voceaban insultos que la avergonzaron ante sus vecinos. Intentó intervenir en la trifulca. Metió una mano para separarlos y recibió un empujón que la lanzó a rodar cuesta abajo hacia la calle. Ofuscados por la riña, los otros ni la miraron. Del golpe, Mema se fracturó la cadera y el intenso dolor le provocó un paro cardiaco. Los residentes de enfrente salieron a atenderla y llamaron a los servicios de emergencias médicas. Durante cinco días, doña Inocencia agonizó en la unidad de cuidado intensivo, mientras en su casa se debatían a quien le tocaría cuidarla. Murió sin escuchar las excusas que se lanzaban sus hijas para no visitarla en el hospital. Los arreglos funerales causaron más discordia en la familia pues Sara estaba enterada de que su madre tenía unos ahorritos separados para su entierro. Fue ahí que descubrió que su hermana los tomó, en calidad de préstamo, para ir a una entrevista de trabajo en Florida. No la contrataron, pero aprovechó y se llevó a su hijo para que visitara los parques de diversiones. De la aventura, retornó a los dos meses, luego de gastar todo el dinero. Debido a que la familia carecía de los medios para enterrar a doña Inocencia como era su deseo, la cremaron en el lugar más económico. La única misa que se ofreció en su nombre la pagaron los vecinos con una recolecta. Allí, Eloísa y Sara lloraron hasta casi desfallecer de dolor ante la pérdida de su madre. Al final de la ceremonia, se disputaron quién llevaría las cenizas

al hogar. Esa noche, otro conflicto surgió porque ambas deseaban poner la urna en su cuarto. Al año, el banco ejecutó la casa por falta de pago. Las hijas de doña Inocencia abandonaron el hogar de su niñez con unas pocas pertenencias que acomodaron en el vehículo de Eloísa. El de la abuela lo dejaron estacionado en la marquesina; era un trasto inservible luego que el motor se quemara por falta de mantenimiento. La familia de Sara vive en un apartamento de alquiler muy pequeño, sin los perros. Allí, secan la ropa al sol y, por las noches, se refrescan con un abanico. Luego de perder el auto en otro choque, Eloísa se mudó cerca de una estación del tren. Las hermanas ya no se hablan porque, durante la mudanza, no se sabe cuál de los nietos tumbó la urna de las cenizas y nadie quiso recogerlas. Publicado en la colección de cuentos Mujeres que se portan MAL, 2013

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Narradora, agente literaria, periodista cultural, editora y una de las encargadas de la producción del Festival de la Palabra que se celebrará en el Museo de Arte de Puerto Rico. Es autora del libro de cuentos Adiós, Mariana y otras despedidas, seleccionado por el periódico El Nuevo Día como uno de los diez mejores del 2010 y Manchas de tinta en los dedos (2013). Actualmente trabaja en su primera novela. Cáez también ha sido premiada en varios certámenes literarios en Puerto Rico. Ha trabajado como periodista cultural para radio y prensa. Fue cofundadora de editorial Pasadizo. Diseña e imparte talleres de cuento y es conferenciante de temas relacionados a la edición, corrección y publicación de libros.

Nada de luto

Por Awilda Cáez

El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa. George Bernard Shaw

Imagino que prefiere las historias de gente salvada de entre los escombros días después, como los bebés del Hospital Juárez. Un verdadero milagro, ¿no le parece? Para mí fue diferente. Digamos que el terremoto me dio una oportunidad. No quiero decir que me fastidió la vida porque sería egoísta; por lo

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menos vivo para contarlo. Nadie sabe el número oficial de muertos: el gobierno dice seis mil, pero existe la sospecha de que muchos cuerpos se fueron con el cascajo que recogieron. A los dos días entraron las máquinas a llevarse todo y ya no se supo más. Veinte años de historias, buen título para su reportaje. Agradezco que haya venido a escuchar la mía. Usted decide si la publica. Llegué de Sinaloa dos años antes del terremoto. Me había graduado del curso de oficinista y tenía un puesto como gestora de cobranza, pero quería venir a la capital a ganar más dinero. A los diecinueve años, con dos mil pesos en el bolso y un abrigo que me regaló una tía, decidí mudarme. En esa época creía todo lo que presentaban en las telenovelas de Lucía Méndez. Pensé que podía ser una de esas provincianas que llegaban al DF a trabajar y conocían al amor de su vida. Lo que encontré fue una ciudad con escasez de agua y apagones, en donde no servía para nada que hubiese aprendido con mi madre a pescar y sembrar maíz. Hasta la misma gente que había nacido aquí actuaba como si no perteneciera a algún lado. Empecé a trabajar como mucama en el Hotel Regis. Sí, el mismo que

derribó el temblor. Allí estuve hasta marzo del 85. Me salvé por seis meses de que me aplastara una pared. En total murieron ciento cincuenta y cuatro excompañeros. Allí había gente mejor que yo, que no hubiesen sido capaces de inmiscuirse en un negocio tan sucio como el que hice. De eso quiero hablarle, para que vea cuán bajo se puede caer por dinero. Me había ido del Hotel cuando conseguí trabajo de cantinera en Reinas, el bar más lujoso de la Zona Rosa. En una de esas noches de pocos clientes conocí al gerente de Seguros Nacionales. Era un señor alto, bastante feo, de apellido Gutiérrez. No me impresionó para nada, aunque me hacía reír cuando se sentaba a la barra para contar chistes. Lo escuchaba porque era respetuoso, no como los demás que se mantenían a raya cuando estaban rodeados por los empleados, pero si me veían en la calle gritaban cosas feas. Como si yo fuera una güila solo porque trabajaba de noche como cantinera. Un día Gutiérrez dijo que tenía un negocio para mí. Si hacía lo que él pedía me garantizaba treinta y cinco mil pesos. ¿Qué necesitas?, pregunté. Tú nombre y número de credencial del IFE, contestó. También mencionó un cheque que

Awilda Cáez © Awilda Cáez

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Awilda Cáez

cambiaríamos juntos, pero no dio más detalles. Pidió que nos reuniéramos al otro día en un café de la avenida Niños Héroes. Acepté. Lo que ganaba en el club me daba para vivir, pero quería cambiar de vecindad y esa lana me caía chido. Llegué a las once. Gutiérrez esperaba sentado frente a una mesa llena de papeles. Me dio la bienvenida con una sonrisa que parecía falsa, como la que mostraba cuando terminaba de hacer uno de sus chistes. Ya vas a ver, Amalia, si nos sale bien podemos volverlo a hacer, dijo. Le voy a explicar en qué consistía el plan, así entenderá mejor lo sucio que era todo. El enredo funcionaba de esta forma: uno de sus clientes tenía una enfermedad terminal, algo de los pulmones. El seguro de vida tenía como beneficiarios a la esposa y al hijo, mitad para cada uno. Gutiérrez se encargaría de llenar en su oficina un formulario de autorización para cambiar el nombre de la futura viuda por el mío. Con la firma no había problema, según él, porque sabía falsificarla. Cuando muriera el hombre, solicitaría al hijo que le trajera el certificado de defunción para cobrar lo que le había dejado su padre. Una vez lo tuviera, haría las dos reclamaciones. Pregunté qué pasaría con la mujer cuando fuera a buscar su cheque y se enterara de

que no le habían dejado nada. Gutiérrez contestó que él se encargaría de inventar la historia de que el cliente había solicitado el cambio de beneficiario antes de morirse. Lo peor es que la pobre creerá que su marido le dejó el dinero a una amante, comentó. Explicó que la señora no podría ir a ningún juzgado a exigir que me quitaran la lana porque la ley establece que el beneficiario puede ser cualquiera que escoja el dueño de la póliza. Eso sí, yo tenía que ir al banco junto a él cuando llegara el cheque para cambiarlo y darle la mitad. El único que podía descubrirnos estaría muerto, por eso acepté la propuesta. Gutiérrez dijo que un amigo de Acapulco lo había hecho cuatro veces sin problemas. Yo quería el dinero. No me importaba la mujer para nada. Veinte años y todavía recuerdo cada detalle. Dicen que los mexicanos cambiamos con lo del terremoto. Que nos convertimos en una mole gigantesca de gente que quería ayudar. El que más o el que menos perdió a alguien ese día. Hasta los bebés del Hospital Juárez que rescataron de entre los escombros quedaron huérfanos. Habían nacido el día antes y sus madres estaban en el piso de maternidad. ¿Sabe qué? Yo también volví a nacer aquella mañana. Gutiérrez visitaba el bar casi todas las noches. Un viernes llegó muy contento a decir que el dueño de la póliza estaba en el hospital, que sería cuestión de días. Le pregunté cómo lo sabía. Soy amigo de la familia; coincidí con el hijo en el banco y me lo contó, dijo. Sí, Gutiérrez era una rata. Se portó como un conchudo cuando habló con el hijo del moribundo. Yo seguía sus instrucciones para ganarme el dinero. Pensaba que era más inocente que él porque, por lo menos, no conocía a las víctimas. A las dos semanas mi nuevo socio llegó al club harto de contento. Informó que el hombre ya había muerto y que él se iba temprano para llegar hasta la funeraria. Le iba a pedir al hijo que le dijera a la viuda acerca

de los papeles necesarios. Cuando tenga todo, solicito el cheque y nos vamos juntos al banco, dijo. Esa noche me emborraché con lo que gané en propinas. Luego estuve feliz. Pensé en lo corrupto que era el gobierno, usted sabe cómo el PRI se robó el dinero y nos dio una vida miserable. Lo que yo hice no comparaba: solo le robaba a una persona. En Sinaloa nos ayudábamos mucho, pero acá en el DF era otra vida. No era el mejor lugar para vivir, pero ganaba más dinero. Conocía a poca gente, por eso me gustó que Gutiérrez contara conmigo. Por lo menos esa complicidad hizo que no me sintiera tan sola. Alguien dependía de mí para lograr una meta. Era como si yo tuviera el poder de hacer algo, aunque fuera una porquería. La llamada ocurrió tarde en la noche, el miércoles 18 de septiembre. El Chusco fue a buscarme al almacén porque un señor en el teléfono preguntaba por mí. Era Gutiérrez y tenía el cheque. Yo debía llegar a su oficina a las siete y media al otro día para firmar unos papeles y de ahí nos iríamos juntos al banco de la avenida Reforma. Enganché el teléfono. Pensé en la viuda y en lo que pasaría por su mente al enterarse que su marido le había dejado el dinero a una supuesta amante desconocida. No pude dormir esa noche. Hice planes, quizás demasiados. Ni siquiera era tantísimo dinero, pero lo necesitaba. A las siete de la mañana tomé un taxi en dirección a la colonia Roma número 752, la oficina donde Gutiérrez me esperaba. Yo vivía en la colonia Portales, al sur del DF. Tomaba media hora llegar al norte. A las 7:19 sentimos los movimientos. El taxista se detuvo para bajarse del coche y yo hice lo mismo. ¡Es un temblor!, gritaba la gente que estaba en la calle y corría a refugiarse debajo de los marcos de las puertas o se tiraban al piso. Abracé a una señora que lloraba y las dos nos pusimos de rodillas. Se escuchaban explosiones a lo lejos. Para mí, que lo más fuerte que había oído en la vida era una ráfaga de

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ya, cuentan que dijo un señor en la Conalep. En esos días tuve la viuda en la mente muchas veces. Después de todo lo que ocurrió, decidí usar el dinero para regresar a Sinaloa. Tenía miedo de que me atraparan, aunque Gutiérrez había asegurado que era imposible. Trabajo en una fábrica de mantelería desde entonces. No había vuelto al DF hasta hoy que vine a hablar con usted. Digo que mi vida la divido en antes y después del temblor; la rutina diaria es más o menos la misma, la diferencia es la intensidad. Vivir en la capital requiere de un esfuerzo adicional hasta para cruzar una calle. En mi pueblo todo es más tranquilo, pero no hay esperanza. No es que sea pesimista, pero nada me trae la ilusión que llegué a sentir aquella mañana cuando salí de la casa y subí al taxi. Por unos minutos creí que con el dinero tendría por fin la vida de telenovela que vine a buscar a la capital. Si usted puede, publique esta historia. Escríbala como se la he contado por si ocurre un milagro y en algún lugar la viuda lee su reportaje. Que por fin se entere cómo pasaron las cosas. Si recibe alguna respuesta, llámeme. Quiero devolver el dinero. Todavía tengo el talonario del cheque y allí está escrito el nombre del muerto, creo que con todos estos datos se podría identificar a la mujer. He ahorrado por años, aunque sé que después de tanto tiempo esa cantidad no vale mucho. Le parecerá que es una tontería, pero para mí es muy importante. ¿Me cree si le digo que todavía guardo la billetera de Gutiérrez?

Awilda Cáez © Awilda Cáez

disparos en Sinaloa, aquello fue suficiente para darme cuenta de que algo malo pasaba. Esperamos unos cinco minutos hasta que el taxista dijo que podíamos seguir el viaje al norte de la ciudad, y lo intentamos, pero el avance fue poco, no más veinte kilómetros. De ahí en adelante la policía nos impidió continuar. En la colonia Roma se había sentido muy fuerte el terremoto, había edificios derrumbados. Todavía no sabíamos cuánto nos cambiaría la vida a todos lo que acababa de ocurrir. Le pagué al taxista y me bajé. Caminé en dirección a la oficina de Gutiérrez. Tuve que pisar con cuidado porque los escombros cubrían la calle. Entre los pedazos de cemento vi un cachito de azulejo de baño, la agarradera de una jarra plástica y una cortina rasgada. Levanté la cabeza. Allí estaba el edificio Balmori, destruido, con sus ventanas, sus pasillos, las escaleras y los marcos de puerta que no salvaron a nadie porque se cayeron también. Pensé en Gutiérrez y continué el paso. Por poco no encuentro el sitio; la mitad de los pisos del edificio se habían derrumbado sobre la otra mitad. La policía comenzó a acordonar el área y me impidieron pasar. Esperé por horas en la calle, con los ojos puestos en los cristales rotos. A través de un agujero im-

provisado entraban y salían a duras penas los rescatistas. Se necesitaban dos para agarrar los cuerpos, uno lo tomaba por las manos y el otro por los pies como si fueran hamacas. Los colocaban en la calle hasta que alguien los identificaba. El cadáver de Gutiérrez lo sacaron en la tarde, un poco antes de que cayera el sol. Le pedí permiso al oficial encargado de velar los muertos para acercarme con la excusa de que éramos familia. Me arrodillé para verlo de cerca. Tenía la cara hinchada con moretones violeta y sangre en la oreja izquierda. La ropa estaba sucia y desgarrada. Con disimulo verifiqué los bolsillos del pantalón; en el de atrás tenía la billetera. Entre el desorden y la oscuridad noté que nadie me miraba, así que la guardé en mi bolso. Me incliné sobre el cadáver como si estuviera llorando para rebuscar en los bolsillos del frente. Encontré el cheque. Lo guardé también y salí del área. El oficial me detuvo para firmar un papel que certificaba el nombre del muerto. Tenían instrucciones de llevar los cadáveres a una fosa común antes de que empezaran a descomponerse. Gutiérrez se convirtió en uno más de los fallecidos enterrados sin que nadie rezara ni guardara luto por ellos. ! El bar cerró por doce días. Decidí irme a la zona de Tlatelolco a ayudar en lo que pudiera. Separé medicinas y repartí tortas a los voluntarios. Por semanas no se habló de otra cosa en este país que no fuera el terremoto. Usted sabe cómo son las noticias. Muchas historias me hicieron llorar. Eran demasiadas personas tomando decisiones para las que nunca se habían preparado: Ampúteme la pierna, pero sáqueme

Es autor de El corazón de Voltaire, novela aclamada por la crítica literaria internacional como una de las más originales del siglo XXI, y de Seva, uno de los mayores éxitos de la literatura caribeña. López Nieves ha ganado el Premio Nacional de Literatura de Puerto Rico en dos ocasiones. Fundó el primer programa de Maestría en Creación Literaria de América Latina en la Universidad del Sagrado Corazón (San Juan de Puerto Rico), el cual actualmente dirige. También es el creador y director de la Biblioteca Digital Ciudad Seva (CiudadSeva.com), uno de los portales ciberliterarios más visitados del mundo. Sus obras han sido traducidas al alemán, inglés, islandés, neerlandés, polaco, italiano y portugués. Desde el 2007 es Escritor Residente de la Universidad del Sagrado Corazón. Su novela más reciente, El silencio de Galileo, ha recibido importantes elogios en tres continentes y fue premiada por el Instituto de Literatura como la mejor novela del 2009.

Los pedazos del corazón

Por Luis López Nieves

Margarita no es el tipo de mujer que sienta lástima por los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo yo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza –la terrible, insoportable evidencia– la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. –Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara. Así me dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto fue como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis

brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo. Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un lente de contacto. Me puse de rodillas y le dije: –Margarita, mi corazón, ayúdame a recoger los pedazos. ¿Qué hizo la hermosa Margarita? ¿Qué, exactamente, hizo esta mujer que semanas antes, mientras me abrazaba, me había susurrado al oído: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”? Me cerró la puerta en la cara. Eso hizo. Y ahí quedé de rodillas, en el suelo, frente a los pedazos dispersos de mi corazón destrozado. El espectáculo me impresionó de tal manera que aún lo llevo grabado en la memoria: sobre los escalones de mármol blanquísimo yacían los pedazos tintos y aún palpitantes de un corazón que, a pesar del maltrato recibido, todavía no se resignaba a perder el amor de Margarita.

Saqué mi pañuelo almidonado y lo abrí con cautela sobre el mármol. Recogí cada trozo tibio con esmero, uno por uno. Lo pillaba entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, la más diestra; lo llevaba hasta el montículo que empezaba a crecer en el centro del blanco pañuelo, y lo soltaba. Así recogí todos los fragmentos, y al concluir mi labor la miré con orgullo y me dije: “He aquí los pedazos de mi corazón”. Envolví mi obra con el pañuelo, hice un pequeño nudo y me lo eché en el bolsillo del gabán. No me atrevía a montarme en el carro. Estaba un poco mareado, me faltaba el aire, la cabeza la sentía bastante liviana. De ocurrirme, en esas condiciones, un accidente, ¿cómo explicarle a los policías que no estaba borracho ni drogado, sino que tenía el corazón hecho pedazos? Toqué varias veces en la puerta de Margarita, quien había sido la mujer de mi vida hasta unos minutos antes, pero esa bestia –me cuesta usar la palabra, pero no hay otra– esa pájara ya estaba bajo la ducha o encerrada en su cuarto con la músi-

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Luis López Nieves Foto © Juan Figueroa.

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Luis López Nieves

ca a todo volumen. Ya se había olvidado de mí. Comprendí lo serio de mi caso: era una verdadera emergencia. Por ello decidí buscar ayuda oficial. Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y marqué el 911. –Emergencias médicas, diga. –Necesito ayuda, por favor. –¿Cuál es la emergencia? –Tengo el corazón hecho pedazos – dije. Nada, la imbécil me colgó el teléfono. Volví a marcar. –Emergencias médicas, diga. –Mire, es en serio. Necesito ayuda. Tengo el corazón hecho pedazos. –Pues llame a Notiuno. Si vuelve a llamar, lo arrestamos. Colgó de nuevo. ¿Qué hacer? Me senté en los fríos escalones de mármol blanco –tan gélidos como su dueña–, reflexioné unos minutos y volví a llamar al 911. –Emergencias médicas, diga. –Soy yo de nuevo, el del corazón hecho pedazos. Estoy en la avenida Ponce de León número 900. Manda una ambulancia porque te seguiré llamando toda la noche, puta. A los diez minutos llegaron dos patrullas. De la segunda descendió un sargento delgado, de bigote fino, a quien se le notaba de lejos que era un hombre sensible. Quizás, en su tiempo libre, era poeta o compositor de baladas. Les pidió a los demás policías, de aspecto bastante

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violento, que aguardaran, y caminó sin prisa hasta el mármol en que yo esperaba sentado. –Buenas noches –dijo. Su semblante era el de un hombre en paz consigo mismo. –Sargento, gracias por venir. –¿Cuál es el problema? –Es que tengo el corazón hecho pedazos y no me atrevo a manejar el carro. Me falta el aire y estoy mareado. –Señor, ¿no cree que estos asuntos se ventilan mejor con un amigo o sacerdote? El 911 es para emergencias médicas reales. –Pero es que tengo el corazón hecho pedazos. –Amigo –dijo el sargento, en tono paciente y comprensivo–, usted no es el primero que sufre una tragedia amorosa. Yo le juré a mi novia que si me abandonaba mi vida sería un continuo ir y venir, un perpetuo vagar sin sentido por el mundo, un purgatorio. –¿Por eso es policía? –Por eso. Y vago todo el día por la ciudad, aunque siempre tratando de ayudar a los que, como usted, sufren tragedias amorosas. –Pero lo mío es más concreto, ¿no cree? Mire. Saqué del bolsillo el pañuelo, lo abrí con cuidado y le mostré los pedazos de mi corazón. Al sargento se le llenaron los ojos de lágrimas. –Perdón, amigo, estuve ciego –dijo tras un sollozo–. Es cierto: usted

tiene el corazón hecho pedazos. Llamaremos una ambulancia de inmediato.

En menos de treinta minutos la ambulancia me dejó en la sala de emergencias del Centro Médico. Los paramédicos habían colocado los pedazos de mi corazón en una neverita con hielo. El paramédico jefe, muy competente, quería llevarla en la falda, pero yo insistí en transportar mi propio corazón. Por pena, o tal vez porque en realidad no les importaba, me permitieron cargar la neverita. En la sala de espera me sentaron al lado de una rubia treintona. El pelo lacio, partido a la mitad, le caía sobre los hombros. Llevaba una blusa rosada ceñida al cuerpo y sonreía con dulzura mientras leía una revista. Se notaba que era una mujer comprensiva. Estuvimos unos minutos sin hablar. Yo no tenía ganas de hacerlo porque no es fácil terminar con un amor de quince meses. Todavía quería a Margarita, a pesar de que me había destrozado el corazón; cuando se sufre de amor no quedan muchas energías para hablar. Pero la mujer soltó la revista de pronto, cruzó las piernas y se inclinó hacia mí: –¿Cuál es tu signo? –preguntó.

–Qué importa –exclamé sorprendido. –Importa mucho –aclaró–. ¿Qué tienes en esa neverita? –El corazón, lo tengo hecho pedazos –dije–. ¿Y tú? –Estoy a punto de volverme loca. –¿Por qué? –El bandido de mi novio me dejó. Yo se lo había dicho muchas veces: “Si algún día me dejas, el dolor me volverá loca”. Pero no me hizo caso, no le importó un ajo mi salud mental. Eso fue ayer. Hoy amanecí con mucho dolor. Pronto, en horas o tal vez minutos, es obvio que me volveré loca. Quizás tengan que atarme. –¿Qué te recomiendan? –Electrochoque. Terapia cognitivaconductista. Pastillas. Meditación. Dieta macrobiótica vegetariana. Depende del siquiatra. ¿Y a ti? –Todavía no me ha visto el médico. –Bueno, pero lo tuyo es sencillo. A mí me han roto el corazón muchas veces. –¿Y cómo te curaste? –El tiempo lo arregla todo. Paciencia.

Cuatro meses después había empezado a acostumbrarme a la idea de vivir sin Margarita. Todavía la quería, pero me quedaba poquito amor. En escasas horas, tal vez en minutos, emitiría un último suspiro y la olvidaría para siempre. Pero debo admitir que, en cierto modo, soy rencoroso. Margarita ya me importaba poco, cierto, pero sentía ganas de vengarme, de hacerla sufrir como yo había sufrido. ¿Acaso es fácil vivir con el corazón hecho pedazos? ¿Es poca cosa? Esa noche, pues, fui a la casa de Margarita. Aún tenía las llaves, las cuales esa engreída ni siquiera se había molestado en pedirme de vuelta. Probablemente había cambiado las cerraduras. Pero no, eran las mismas. Pude abrir la puerta de la sala. Nadie. En la esquina de la derecha, como siempre, el cono de luz formado

por la lámpara que acostumbra dejar prendida cuando está en el cuarto. Entré a la habitación. Nadie. Pero alguien se duchaba en el baño. Me acosté sobre la cama a esperar, con los brazos bajo la cabeza. Me sentía altanero y supongo que mi semblante era el de un envanecido desdeñoso, carcomido por un terrible deseo de venganza. Ya me sentía casi libre de Margarita. Solo me quedaban escasos minutos de amor y los dediqué a contemplar la decoración del cuarto. No quedaba nada mío: ni una foto, ni uno solo de mis regalos, como si yo no hubiera existido nunca. Tras una larga espera, salió al fin del baño. Estaba desnuda y tan perfecta como siempre, pero no me afectó su presencia. Era claro que el amor se me escapaba de prisa. Me miró con gesto lacónico, sin expresión ni sorpresa. –Olvidé pedirte la llave –dijo–. ¿Viniste a traerla? –A eso –dije–. Y a otra cosa mucho más importante. –¿A qué? –dijo sin miedo. No estaba preocupada por mi presencia en la habitación. No se molestó en cubrir su relumbrante cuerpo desnudo. Así de poco me respetaba. –Vine a decirte que me quedan poquitos segundos de amor por ti. –¡Todavía te quedan! –soltó una carcajada–. Qué lento eres. De todos modos, ¿a mí qué me importa? Deja la llave y vete. –Sé que no recuerdas lo que me prometiste. Yo mismo he olvidado mucho en estos meses. Pero hay una promesa tuya que no puedo olvidar. Me pareció linda en aquel entonces. –¿Cuál? –Me dijiste: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”. –Pendejadas –dijo ella–. Ahora vete. Pronto vienen a buscarme. –Antes escucha. –¿Qué cosa? Hazme el favor y sal de mi casa. –Espera... escucha... escucha bien... –¿Qué dices? –Silencio, ahora... ahora... oye. –Tonto, qué... –¡Calla, carajo! Escucha...

De golpe sentí como si una larga aguja me atravesara el pecho desde adentro, una afilada aguja que quería abrirse paso entre mi carne y salir a la libertad. Entonces lo vi. Primero se escuchó un tenue arpegio como de telenovelas: un “tlin tlin” agudo y sostenido. Luego un hilo rojo muy fino, casi invisible, comenzó a salir de mi pecho. Al contacto con el aire, se disolvía. –¿Lo ves, Margarita? –dije calmado–. ¿Lo oyes...? Mis últimos segundos de amor por ti. Salen lentos. Los siento salir. Salen. Ah... ¡se fueron! Míralos disolverse. Ya no te amo, Margarita. Ya-no-te-amo. Esa noche envolví a Margarita con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo del gabán, donde mismo había guardado los pedazos de mi corazón destrozado. En mi casa la metí en una caja de zapatos, a la que le hice agujeros pequeños para que respirara. Al día siguiente compré una jaula dorada para pájaros raros, con columpios, campanas y una bañerita. Por tratarse de Margarita, también compré muchos espejos. En el colmado adquirí alpiste, semillas de anís y galletitas. Coloqué la jaula en la pared de la izquierda de mi sala, al lado de la ventana. Ahora, cuando recibo visitas, la espantosa pájara sin alas es siempre el centro de atención. La gente es cruel. Algunos han dicho que la criatura es un monstruo, un simulacro de pájaro, y que debería morir porque no tiene alas. Lo han dicho al frente mismo de Margarita, en su cara. Otros visitantes –los amantes de los animales, los ecologistas, los vegetarianos– han llegado al indelicado descaro de preguntarme si fui yo quien le cortó las alas. Pero no me ofendo jamás. Comprendo que estas personas –dichosas, en verdad– nunca han sufrido: nunca han conocido, como yo, la perfecta congoja de aquel que está de rodillas, solo, desconsolado, en medio de blanquísimos escalones de mármol frío... recogiendo uno por uno los tibios pedazos de un corazón destrozado.

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Puerto Rico. Escritora y abogada. Dirigió cortometrajes con The Film Foundation de Puerto Rico. Ha sido productora y conductora de radio. Obtuvo su Maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón con grado de distinción. Sus cuentos han sido publicados en varias revistas literarias digitales e impresas. La acogida por la crítica y los lectores de su primera novela publicada, En el umbral de tu voz, la convierten en la primera escritora puertorriqueña en mantenerse por más de un mes consecutivo en el listado de los 100 más vendidos de Amazon y en Puerto Rico. Trabaja en su segunda novela y su libro de cuentos ya está en proceso de publicación. Actualmente es profesora universitaria y candidata doctoral en Literatura del Caribe en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Vive ligera de equipaje, guitarra en mano entre las ciudades de Guayama, PR y Catarina, Nicaragua.

Más fuerte que las palabras Por Dalia Stella González

Hay palabras que no entiendo: mira, señala, debajo, encima, mañana, hoy... no las puedo ver. Yo veo: mama, arroz, Abu, comer, papá, vente, titi, abrazo, beso, Camila, guitarra, Elmo, plato, cantar, baila, sopló, aquí, luz, hoja, casa, carro... Palabras no quieren salir por mi boca. Digo, mama, papa, titi, hambre, arroz, agua y Shrek. En la terapia no paso por el túnel. Lloro y

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por eso no sigo por el túnel. Cuando mama dice «Nos vamos», yo sé qué es irnos porque mi mente ve cuando un día mama me tomó la mano y dijo «Nos vamos» y salimos rápido por la puerta. *** Voy para la escuela. Mama dice los niños vamos a la escuela; papá y mama al trabajo. Mama canta «Twinkle Twinkle Little Star». Yo quiero cantar. Y canto aunque no salgan las palabras. Mis manos cantan, mis ojos cantan, mis pies cantan. Algunas palabras salen y cantan. Todo canta. Me

gusta el inglés, por eso digo: Shrek, y school, y digo Elmo’s World y between. Nunca digo escuela. Yo sé qué es school. En la school cantamos. Si no oigo una canción por mis oídos, la oigo en mi cabeza. Me dolía la música, los ruidos, pero el dolor no está. No está. Mi cabeza tiene muchas cosas a la vez porque me gusta cantar. *** —Sergio ven, dame un abrazo. Yo doy abrazos, como solito, voy a la school, conozco todos los colores. Abrázame... más, otra vez, más... abrazo otra vez, más... muchos abrazos... me

Dalia Stella González Foto © David Berberena.

AURORABOREAL Puro Cuento

Dalia Stella González

gustan... Me gusta el rojo; no lloro cuando están apagadas todas las luces; yo sé todos los cuentos del mundo que titi me hace; me gusta subir a los árboles, los gatos y los caballos. Mi cabeza guarda todas las canciones y las conozco rápido: a la tercera nota; mi postre favorito es el helado.

***

No pensaba en otra cosa que no fuera comerse un helado. Miraba a todos en el tren, en especial a aquellos que buscaban en sus bolsos. Su madre cargaba siempre galletas para él en la mochila verde de Shrek, pero hoy Sergio quería un helado. No le importaba la hora, las terapias, la nueva escuela a la que asistiría al día siguiente ni la gente a su alrededor. Miraba a los pasajeros porque quizás alguien podría tener guardado en su mochila un cono del delicioso postre prohibido en su dieta. Era la quinta vez en el día que Sergio y su madre viajaban en el tren; las primeras dos ocasiones, por necesidad, y las restantes por la obsesión placentera de Sergio de ver las estaciones borrosas mientras el tren viajaba de una a otra, a toda velocidad. Iniciaban su travesía en la estación Universidad. Mientras caminaba de un lado a otro por el pasillo del vagón, Sergio parecía no darse cuenta de los pasajeros, pero le bastaba solo un segundo y su amplio campo de visión periférica para observarlos a todos. En su gran mayoría, eran universitarios alegres y parlanchines que cargaban muchos libros, comida y a veces una guitarra. Lara, su mamá, le dijo que se sentara junto a ella porque el tren estaba por arrancar e iniciar la marcha;

él contaría las estaciones, y ella diría sus nombres. —Comencemos con la primera estación: Universidad. —La dos —dijo Sergio distraído, sin mirarla a los ojos. —La próxima es Copilco y es la número... —Tres y después... cinco —sabiendo que realmente sería la cuatro, pero él la llamaría número cinco. Le gustaban mucho los números primos y solo por eso había decidido que siempre contaría: dos, tres, cinco, siete, once, trece, diecinueve, veintitrés, veintinueve, treinta y uno, treinta y siete... Ciertamente pasaron de la estación Universidad a la de Copilco; su favorita. Sergio se bajó del asiento para mirar el mural de casi mil metros cuadrados de superficie. Tanto sus visitantes como los asiduos pasajeros quedaban deslumbrados con la monumental obra en acrílico y fibra de vidrio. A él lo capturaba el brillo de la luz sobre el mural y las caras de los rostros indígenas. «Unas caras están riendo, otras están durmiendo, pero muchas no sé lo que dicen», pensó antes de que el tren continuara, veloz, a la próxima estación y con ello disfrutar al ver borroso el enorme mural. Tampoco saben lo que digo. Ellos hacen ruido para hablar y yo tengo el ruido en mi cabeza. Me dicen «Habla» No necesito hablar... yo sé lo que dicen. Las caras de la pared lo saben y mi cara, también. De Copilco a De Quevedo. El niño no necesitó conocer la vida y obra de este famoso escritor de la época de oro española, por quien habían nombrado la estación en que estaban detenidos, para saber que, con menos palabras, se comunicaba con el mundo exterior igual que Quevedo: con vocabulario simple, con ritmo, rápido y con franqueza.

—Mira, Sergio, la nena hace rato te está mirando. ¿Quieres sentarte a su lado? —No, fea. Lara sonrió con timidez inusual, sin poder remediar la vergüenza, pero ya estaba acostumbrada. Hacía un par de años que había entendido cuál era el primer lenguaje de su hijo, y no eran las palabras, como tampoco lo era la mentira. Los gobiernos necesitan más Sergios: con menos palabras y más verdad, pensó orgullosa. De allí, a la estación de ViverosDerechos Humanos, antes de detenerse en Coyoacán. Sergio observaba por el cristal de la ventanilla transitar la vida, en lo concreto y lo que podía sentirse y entonces, ser pensamiento; no a la inversa. La estación tenía el eslogan de «Coyoacán es cultura»; para Frida Khalo y para Sergio, era pintura, colores brillantes, sensaciones... Buscó a su lado la pizarra en donde podía pintar muchas veces su color favorito. Elmo es rojo porque es mío. Me encanta el color rojo. Rojo es para la manzana... umm, para parar el carro, rojo para bola, para los regalos y para mi mamá, porque es mía. La mente de Sergio transcurre como el viaje en tren, de estación en estación, de una fotografía a otra con la que siempre asocia sus pensamientos concretos. ¿No es acaso la vida una secuencia de imágenes que nos invade a gran velocidad? De Coyoacán, se detuvieron en Zapata, donde bajaron muchos de los pasajeros. Al abrirse las puertas, Sergio escuchó una música proveniente de algún rincón de la estación. Arqueó su cabecita hacia la izquierda en ángulo menor de cuarenta y cinco grados, levantó su mano derecha y sonrió, como si estuviese dirigiendo la melodía. Todos en el vagón rieron felices al verlo y,

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aunque para Lara era un rasgo particular de su hijo, también podía reconocerlo en otros niños y adultos como él. Viéndole disfrutar, ella también rió. —Mama, hambre —dijo, pensando en el helado. Una anciana, que había permanecido sentada observando al niño y que llevaba tal vez el mismo destino, le preguntó a Lara si el niño hablaba. Ella, amablemente le contestó que sí, pues ya se había acostumbrado a explicar durante los últimos seis años las singulares características de la condición de su hijo. Más bien, lo veía ya como un llamamiento. Así que le contó que él podía decir palabras tan difíciles como triángulo, ferrocarril y «between» (sin acento hispano), no obstante, no podía decir ningún verbo. —Los verbos son acción y llenamos nuestra vida de acciones en exceso. No es tan malo que él las economice, en tanto se comunique... se mueva. Porque a veces vivimos como en un tren que está detenido, pero que por el ruido que hace, pensamos que se está moviendo —expresó la anciana con una sonrisa, mirando al niño. Allí, en la estación de Zapata, un hombre entró al vagón en llanto. Era alto, gordo, calvo y perfectamente desconocido. Todos miraron y voltearon el rostro; unos por discreción, otros por asombro, la mayoría por apatía. El niño se acercó a él, y decidido, tuvo la inesperada empatía de abrazarse a su pierna izquierda; ella, llamó a su hijo; el niño, la ignoró; el hombre seguía llorando; Sergio, abrazándolo más... y Lara logró llegar hasta ambos cuando el hombre tenía a Sergio en brazos e intentó explicarle la condición especial de su hijo... que era la primera vez que lo veía hacer algo así...

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—Por favor, no se disculpe. Yo he sido consolado por su hijo sin que mediara una palabra... —y, besando a Sergio en la frente, lo regresó a su madre. El tren continuaba su marcha rutinaria, progresiva cuando se cruzaron las preguntas. ¿Podía Sergio entender el dolor de tal manera que lo hiciera atravesar el abismo infranqueable del silencio a las palabras?, pensó Lara. ¿En qué dimensión habitan estos niños especiales?, cavilaba el perfecto desconocido. ¿Y mi mochila?, preguntaba en su mente, Sergio. Rumbo a la estación División del Norte, la séptima para todos, pero la número diecinueve para Sergio, Lara sacó de la mochila verde un envase y lo llamó a comer. Él se acercó de inmediato, examinó el contenido del envase y sonriente se sentó. Pasaron las estaciones Eugenia y Centro Médico. El niño comía muy animado. Sistemáticamente, con cada bocado de arroz, sacaba un granito, lo miraba y volvía a colocarlo en su boca para masticarlo. Cerraba los ojos y sonreía disfrutando de la comida. Antes de llegar a la penúltima estación, Hospital General, Sergio estaba a punto de terminar. «Quiero helado para el postre», perseveraba en su pensamiento. La parada fue breve. Sergio se levantó del asiento y corrió al vagón contiguo persiguiendo a un joven que cargaba una mochila de Shrek idéntica a la de él. Su madre saltó de su asiento. —Sergio, ven acá, tu mochila está aquí. Te falta el postre. En ese mismo instante, mientras atravesaban el único túnel en la ruta, el tren frenó de golpe y se apagaron todas las luces. Todos comenzaron a gritar y, en medio del estruendo, Lara gritaba a su niño. Sabía que Sergio no le tenía miedo a la oscuridad, pero

los ruidos y el contacto físico seguro lo alterarían. De inmediato, llegó el personal del Sistema de Transporte Colectivo mexicano con linternas para desalojar los vagones. Lara corrió hasta el otro vagón en medio de las sombras que aún permanecían e impedían la visibilidad. Tocó a cuantos pudo para encontrar a su hijo. Repetía una y otra vez su nombre: ¡¿Sergio?!, ¡¿Sergio?!, ¡¿Sergio?!... gritaba. —Sergio, sigue mi voz... oye mi canción, hijo. ¡Esto es solo un juego! Mamá está aquí. El ruido, el eco y los gritos eran tan fuertes que apenas se escuchaban las instrucciones. Parecían decir que se agacharan y pegaran a la pared para salir del túnel. Un hombre con chaleco fosforescente y linterna entró al vagón, la tomó fuerte por el brazo y la condujo afuera con algunos otros pasajeros. Lara se resistió cuanto pudo, pero igual la arrastraron, junto a los demás. Caminaron unos treinta metros hasta la estación Niños Héroes, su destino final. Allí, desesperada, golpeó el pecho de uno de los empleados, quien trataba inútilmente de consolarla diciéndole que todos saldrían bien, incluyendo su hijo. Pero el hombre no entendía... Ella recordó la semana anterior cuando en la terapia ocupacional, Sergio no alcanzó a completar el ejercicio del túnel, que consistía en atravesar un módulo cilíndrico de tan sólo cinco metros de largo, aun viéndola esperarlo al final del túnel mismo. ¿Cómo lo haría ahora solo? En el vagón, un joven empleado encontró a Sergio sentado en uno de los asientos. Llamaba a su mamá. —Mama, mama, mama. Up above the world so high, like a dia-

mond in the sky. Twinkle, twinkle little star, How I wonder what you are! El joven procuró llamar su atención sin éxito. Entonces, se paró frente al niño y le dio una instrucción clara. —Dame la mano. Te voy a llevar con tu mamá. Nos vamos. Sergio dejó de llorar y caminaron hacia la salida del vagón. Ya afuera, solo veía el túnel y volvió a llorar. Recordó su terapia, lo profundo que se veía todo, como un abismo, y se estremeció en su interior. Ay, ay, ay... el nene. Aquí no veo a mi mama... no la oigo. Mama dice en la terapia «No pares y camina hacia mi voz». Me gusta mucho la voz de mami, pero... no puedo caminar. Tampoco podía caminar cuando tenía un año y dos meses... con un poco de ayuda y oyendo a Titi «No pares Sergio... muy bien... tú puedes».Titi canta y toca la guitarra y me gusta la canción de «echó a la mar los carros del Faraón, lalalalala». —Vente conmigo —dijo el joven, tocándole el hombro para dirigirle a la salida. No me toques porque me molesta, tú no sabes hacerlo, pensó Sergio y movió su brazo, huraño. Sergio logró conectarse con los ojos del joven por unos instantes e imaginó en su mente, como una fotografía instantánea, a Lara llorando. Cuando él lloraba, ella lo abrazaba; ahora lo haría él. Se paró del suelo y comenzó a gatear por el túnel. Escuchaba palabras que no entendía: mira, cuidado, espera, debajo, encima, vías. Ahora pensaba solamente en que quería abrazar a su mamá y recordó que si se ponía en pie y movía sus piernas rápido, pero muy, muy rápido, llegaría más rápido. Quieren salir, quieren salir... quieren salir. Corrió, corrió y corrió más y, aunque le dolieran las piernas, no pararía de correr hasta ver a

su mamá. Quieren salir, quieren salir por mi boca... Y allí estaba ella, al borde de la salida del túnel, parada y custodiada por unos hombres que ninguno era su padre, ya sin voz por lo mucho que ella había gritado. La abrazó fuerte y ella, levantándolo del suelo, dio gracias a Dios. Entonces, Sergio le dijo: —Mama, quiero helado. Lara lo apretó fuerte contra su pecho y lo besó... y lo besó... y besó... más... y otra vez...

Ahora era ella la que se había quedado sin palabras. Y como suele suceder, nadie entendió; pero justo en la estación del metro llamada Niños Héroes, por primera vez, ella lo escuchó decirle «te quiero».

Segundo premio XIX Certamen Literario de Cuento Universidad Politécnica de Puerto Rico 2013

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Puerto Rico 1963. Por años, su pasión primaria fue la fotografía de paisajes y algunas de sus fotos han recorrido el mundo a través del Internet. Aunque previamente había escrito poesía, no fue sino hasta los 44 años de edad que descubrió que podía escribir cuentos e historias gracias a un taller (tomado por equivocación) con la renombrada escritora puertorriqueña Rubis M. Camacho. Desde entonces ha

Jean Victoriá O © Juan !D. Jeannot.

AURORABOREAL Puro Cuento

Jean Victoriá O.

continuado generando cuentos de forma regular bajo el seudónimo de Jean Victoriá O. Actualmente escribe como parte del grupo Los Cinco.

El paraguas de Cristino

Por Jean Victoriá O.

Cristino salió de su apartamento cargando un pequeño maletín y el enorme paraguas de rayas multicolores que siempre lo acompañaba. Bajó las estrechas escaleras y se asomó fuera del decrépito edificio donde vivía, en el Viejo San Juan. El cielo estaba despejado excepto por una nube oscura lejana y solitaria. Lo más seguro era que el viento se la llevara, pero no había por qué arriesgarse. Puso el maletín en el suelo entre sus piernas y abrió el paraguas. Al principio los vecinos se burlaban de él. ¿Qué llevas ahí, Cristino?, ¿un paraguas o una tienda de campaña? ¿Le robaste la car-

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pa al circo? ¿Cuántos elefantes puedes guarecer con ese almatroste? Y así por el estilo. No fue sino hasta tiempo después que comenzaron a mirarlo de forma rara y dejaron de hablar con él, pero no de él. Cristino los oía murmurar en voz baja y a veces no tan baja. Le ponían sobrenombres: el tosta’o y el loco del segundo piso. Pero, lo que más le molestaba era que lo llamaran don lagartijo. Él les tenía terror a los pequeños reptiles. Porque no era chiste: en ocasiones llovían lagartijos. Más de una vez habían caído sobre su paraguas. Él lo había dicho vez tras vez, pero nadie le creía. Hasta su amada Cecilia lo había tomado por desajustado. Al principio le insistía que dejara la “manía” del paraguas. Incluso, trató de llevarlo a un siquiatra, pero él estaba seguro de no tener ningún problema. El problema era de la gente que no le creía. Al final ella lo había dejado. Era la única mujer que había querido. Los siguientes años los pasó recordándola con melancolía y llorando por ella, pero eso no cambió los hechos. Del cielo, llovían lagartijos. Hasta ahora solo habían sido pequeños chubascos pero, inevitablemente, un día vendría una tormenta de ellos. Cristino se estremecía

pensando e imaginándose ese momento. Sería una conmoción tan grande que, a no dudar, el mundo se acabaría. Pero mientras él tuviera su paraguas, estaría protegido. Se lo había obsequiado un marino que a su vez, lo había obtenido de un hombre sabio que garantizaba sus cualidades protectoras. Según el marino, el gurú aseguraba que lo había hecho con sus propias manos usando, para el mango, madera de un árbol sagrado de los manglares de Yucatán. Ya en la calle, se dirigió a su lugar de trabajo en el ayuntamiento de la ciudad. Allí también pensaban que él no estaba bien de la cabeza, pero como en el lugar había tantos empleados desajustados, nadie le daba mayor importancia a su manía. Las calles de la antigua ciudad portuaria, a esa hora, estaban llenas de turistas. En una esquina un hombre enorme vociferaba. Cristino no sabía su nombre, pues todos le decían simplemente “el sordo”. Vendía caramelos en la calle, anunciándose a todo volumen. Alguna gente, que no lo conocían y se detenían a comprarle, se asustaba cuando él les preguntaba, también a gritos, cuántos querían. El hombre, que nunca había aprendido a leer los labios, no entendía la respuesta del cliente

hasta que este, a su vez, se la gritara a viva voz. Al pasar junto a él, Cristino, que no era muy alto, movió a un lado el paraguas para no darle al sordo en la cabeza. Ahí fue que notó que la nube oscura ya no lucía tan pequeña y lejana. El viento la estaba trayendo hacia la ciudad. Preocupado, Cristino apuró el paso para llegar al trabajo lo antes posible. Más adelante, en otra calle, una par de religiosos, de pie al lado del carrito que usaban como expositor de libros y biblias, saludaba a los transeúntes que pasaban frente a ellos. El hombre le dio los buenos días, pero Cristino, al que asustaba hablar con desconocidos, continuó de largo fingiendo que no lo había oído. El viento comenzó a soplar en ráfagas mientras la nube negra se acomodaba a sus anchas sobre la ciudad. La fuerza del viento le hacía casi imposible caminar con el enorme paraguas y amenazaba con voltearlo. Sobre Cristino, las ramas de un árbol crujían y se estremecían. Finalmente, un golpe de viento le arrebató el paraguas que salió volando calle abajo y por poco choca contra los religiosos, que ahora, previendo el mal tiempo, cubrían su carrito expositor a toda prisa. El viento sacudió nuevamente al árbol y un joven lagartijo verde que descansaba entre sus ramas perdió el agarre. Al verse sin su paraguas protector, los ojos de Cristino se abrieron desmesuradamente y la intuición le dijo lo que pasaría a continuación: un lagartijo le cayó en la cabeza. Podía ver la cola verdosa del reptil en medio de sus ojos. El alarido de Cristino sonó más fuerte que los gritos de “el sordo”. Con cara de espanto, manoteaba sobre su cabeza al tiempo que sus pies bailoteaban una disparatada danza que hubiera dejado desconcertado al más experimentado de los brujos africanos. Sintió como si su corazón hubiera saltado de un trampolín y hubiera caído en medio del estómago, mientras el lagartijo, que era quien debió saltar, se aferraba a sus

cabellos como si en eso le fuera la vida. Aunque para Cristino el extraño suceso se alargaba hasta rayar en la eternidad, en realidad solo duró unos segundos hasta que sintió que se quedaba sin aire, bizqueó y cayó desmayado en la acera. El pequeño lagartijo aprovechó el respiro y salió huyendo calle arriba. Varias personas que estaban en el área se le acercaron con cara de preocupación. Una señora obesa, que aseguró ser enfermera, lo revisó y dijo que no estaba muerto, pero que había perdido el sentido y pidió que alguien llamara al 9-1-1. En lo que esperaban, el viento dejó de soplar. El cielo estaba tan oscuro que parecía el crepúsculo, casi de noche. Y entonces empezó a llover. Al principio fue de poco a poco. Un lagartijo cayó sobre un turista que brincó asustado y al lado de la enfermera cayeron otros dos. Por todas partes comenzaron a oírse gritos aislados. Y de pronto se desató el diluvio. Lagartijos grandes y pequeños caían encima de la gente, en los parabrisas de los autos, en los toldos de las tiendas y en el suelo. Las señoras corrían gritando y los caballeros apuraban el paso a la vez

que se tapaban la cabeza con maletines y periódicos. A un niño que, sorprendido, miraba al cielo, le cayó uno en la boca abierta y su madre le daba en la espalda para que lo escupiera. Una joven de amplio escote daba brincos a la vez que trataba inútilmente de abrir la cremallera de su ajustado vestido porque un lagartijo se le había escurrido entre los pechos mientras un hombre, incrédulo, sacaba por la cola a otro de su bebida. La gente trató de guarecerse entrando en los negocios, pero los lagartijos entraban sobre ellos y tras ellos llenando todos los lugares. La lluvia era cada vez más espesa y los lagartijos empezaron a desbordar las calles y las aceras, cubriendo las casas y las entradas a los edificios. Llovió por 40 días y 40 noches. Cuando al fin se despejó el cielo, la tierra estaba cubierta de una masa amorfa que se retorcía al vaivén del viento. Lo único diferente era un enorme paraguas de rayas multicolores que flotaba boca arriba sobre el mar de lagartijos. En una esquina del mango de madera, en letras casi microscópicas, tenía una etiqueta que decía: “Made in China”.#

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Puerto Rico. En el 2001 publicó el poemario Elusiones (Editorial UPR), que fue reseñado como uno de los mejores libros del año por el periódico El Nuevo Día. En el 2011 publicó su colección de relatos Doce versiones de soledad (Ediciones Callejón), que recibió el primer premio del PEN Club de PR en la categoría de cuento y el segundo premio en la categoría de creación del Instituto de Literatura Puertorriqueña, ambos en 2012. Ha ganado dos premios internacionales de relato en España (Fundación Gaceta 2009 y Encarna León de Melilla 2010), y el Certamen de Cuento de El Nuevo Día en 2011. En el 2012 obtuvo el premio de novela juvenil “El barco de vapor” (Ediciones SM) por su novela Aventura en Antrópolis. En el 2013 resultó ganadora del Certamen Literario del Instituto de Cultura Puertorriqueña, en la categoría internacional de cuento, por su libro de relatos! Ciencia imperfecta, que será editado por el sello del ICP durante el año 2014.! Su obra se ha publicado en diversas antologías.

Reflujo pasajero

Por Janette Becerra

[T]here was a long and tumultuous shouting sound like the voice of a thousand waters— and the deep and dank tarn at my feet closed sullenly and silently over the fragments of the “House of Usher”. The Fall of the House of Usher Edgar Allan Poe

Sintió algo así como el engranaje del carro en la cresta de la montaña rusa, una sacudida similar a la de esos frenazos súbitos en auto o a los tirones que dan las transmisiones al embragar, y después, por uno o dos segundos, la sensación de auparse

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en cámara lenta sobre una ola de aire suavísima, mansa, silenciosa, que con intriga lo suspendía en vilo por encima del mundo. Entonces fue igual que si esa ola de espuma aérea se hubiera de golpe desvanecido, o le hubieran quitado una alfombra de nubes de debajo de los pies, porque a continuación lo ensordeció un enjambre de gritos pavorosos y sintió que se precipitaba en caída libre: el estómago hecho un penacho de plumas a la altura del pecho, el pecho encaramado en la laringe, la laringe detrás de los ojos y los ojos en todas partes, inútiles, porque era noche cerrada, ciega, inescrutable. Aterrado, comprendió que el vagón se había descarrilado y descendía fuera de control, apenas rozando los rieles de acero que gemían por recuperar el enganche de las ruedas, así que se agarró desquiciado al arnés que todavía lo sujetaba con firmeza pero que igual caía junto a él, ambos indefensos, insalvables, abrazados en vano contra el vacío. De un brinco se reconoció incorporado en la cama, sudoroso y jadeante, con las manos aferradas a las solapas del camisón. Tardó unos cuantos segundos en reconocer aquel entorno, que aún parecía exudar cierto matiz onírico: el mullido edredón, el suave ronroneo del

Janette Becerra © Janette Becerra

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Janette Becerra

acondicionador de aire, el plácido olor artificial a brisa marina que asperjaban los aromatizadores de la habitación. Recordó que era aquella su luna de miel, aquel su hotel en Río de Janeiro y esta, que seguramente dormía a pocos centímetros, la única realidad posible, la íntima realidad gozosa del cuerpo de su mujer. Tanteó con el brazo la oscuridad y pronto halló junto a él la cima de la cadera y el hondo valle de una cintura que hasta a ciegas reconocería. Sólo entonces atinó a reclinarse de nuevo sobre la almohada y adosar su contorno a la carne sinuosa y tibia de la hembra que dormía. Admitió que estaba otra vez en pleno achaque estomacal: el mismo feroz empacho que solía aquejarlo siempre que sucumbía a un atracón nocturno. Acurrucado allí, sin embargo, bajo las tibias sábanas, era mejor agradecer el fin de la pesadilla y dejarse llevar por la calidez de aquellos cabellos sueltos, que olían a huerto de naranjas o a azahar. Y circundando la dulzura convexa de su compañera, sintiéndose seguro otra vez, poco a poco se hundió en la oscura alberca del sueño. Pero apenas resbaló al otro lado de la conciencia volvió a sobresaltarlo una turbación de vuelco o corazón desbocado. No veía nada, salvo si

puede llamarse ver a esa certeza que derivan los invidentes de su audición agudizada, porque él discernía esta vez, sin asomo de duda, el rugido de bestia que hacía bajo sus pies una motocicleta que embestía al abismo, y desorientado se aferraba al manillar y procuraba acoplar de nuevo su cuerpo a la geometría arqueada del chasis para reducir la fricción insoportable del aire contra el rostro y las vías respiratorias, que se desfiguraban con la presión. Calculó en la lucidez ilógica de su estado que hasta entonces había llevado la delantera en la carrera, que recién había saltado el obstáculo más alto, que había perdido el control de la moto y que pronto se estrellaría aparatosamente contra los alaridos frenéticos de sus espectadores, que parecían provenir de todas partes. Tensó aún más el cuerpo y encorvó la cabeza, como exigía ese deporte, para amortiguar el impacto con el casco y enfrentar la caída convertido en una bola humana que rodara por el terreno sin resistencia. Así lo sorprendió la penumbra del cuarto de hotel: enroscado como un ciempiés, adolorido de tanta contracción muscular. De un salto se apeó de la cama y abrió la boca y los bronquios para tragar por fin una bocanada de aire, porque le pareció que llevaba minutos sin respirar. Aún confundido, fue palpando entre las sombras los muebles y los bordes del colchón hasta llegar a las cortinas, que desterraban a cal y canto los festivos fulgores del bulevar. Las descorrió de un tirón, asfixiado, y aunque la ventana era fija y le vedaba ese oxígeno fresco que sin duda lo haría sentir mejor, al menos logró que la habitación se incendiara con las mechas de luz que ascendían desde la avenida carioca como lenguas de una fogata de carnaval. Maldijo la opípara cena de anoche, el exceso de carne roja que siempre le inducía pesadillas, las casi dos botellas de tinto que habían consumido entre los dos. Procuró despabilarse de las musarañas que aún se le atascaban en las sienes y en ellas reconoció de

inmediato la incipiente jaqueca y la promesa de una enorme resaca, por lo que decidió ir al baño y atajar la debacle con antiácido, aspirinas y una buena dosis de agua templada. Cuando encendió la luz del tocador lo sorprendió en el espejo su juventud, aquella lozanía perenne que tan bien lograba enmascarar su deplorable estado actual. Se sonrió a sí mismo, satisfecho, y de inmediato perdieron importancia los malos sueños, el reflujo pasajero y sus posibles secuelas. Estaba en la cúspide de la vida: afianzado el amor, galopante el vigor, llanas y extensas las estepas del futuro. El viaje de bodas había resultado un festín de incontables placeres y no pocas sorpresas, como ciertos excesos que jamás pensó que su esposa consentiría y habían, no obstante,

logrado colarse por esos resquicios que siempre desgarra el alcohol. Se relamió en la tentación de compartir sus proezas con el coro de amigos que reencontraría al regresar: casi podía vislumbrarse cerveza en mano, rodeado de los confidentes borrachos del bar, alardeando de sus peripecias y saboreando las risotadas cómplices, esos guiños de envidia que en seguida se disiparían junto al humo de los cigarros por no cruzar la tenue raya que separa la broma de una afrenta al honor. No regresó de sus divagaciones hasta caer en cuenta de que llevaba rato echando de menos los frascos de píldoras, que durante toda la semana habían estado alineados junto al lavabo. Entonces recordó que ya habían terminado de empacar, que mañana a primera hora

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debían abandonar el hotel, y que no podría levantarse a tiempo si seguía desvelándose de aquella forma. Así que llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de golpe, para regresar cuanto antes al suave paraíso de las sábanas. Tras cerrar las cortinas se dejó caer sobre el océano blando del lecho, que de nuevo lo acogió con piedad. Pero no bien se hubo deslizado por los resbaladizos toboganes del sopor cuando comenzó a desconcertarlo un frío que le escarchaba las pestañas, los labios, algo más adentro como los pulmones o el corazón, tal vez. No lograba ubicar este nuevo paraje del sueño, pero en seguida advirtió el horror del desplome y el vértigo de la velocidad, y entendió en la oscuridad las convulsas contorsiones de su cuerpo, que una vez más intentaba recuperar el equilibrio. Porque ahora descendía en piruetas cuesta abajo: había acometido la cumbre del Mont Blanc desde la villa de Chamonix, su pueblo natal, pero en una de las curvas había chocado contra un peñasco camuflado de nieve y había perdido ambos bastones y el control de los esquís. Conocía la montaña de punta a cabo: ¿no había crecido acaso al amparo de su sombra helada, desafiando sus pistas más empina-

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das, conquistando sus despeñaderos de hielo y sal? Le daba rabia consigo mismo verse en este aprieto de principiantes, y aún se aferraba a la certeza de que recuperaría el balance para reanudar erguido el descenso o amortiguar la caída con un deslizamiento lateral, pero la falda nevada se le negaba bajo los pies: no lograba dar con el suelo, y en cambio seguía cayendo, cayendo, cada vez más a prisa, helado hasta la médula, sin tregua para respirar. Oyó gritos emerger de entre los abetos umbríos y se consoló al pensar que alguien lo había visto, que buscarían ayuda, pero no era sino él que gritaba cada vez más fuerte, y cuando ya el pánico estaba a punto de dominarlo —esta vez definitivamente, con las garras bien clavadas en la boca del estómago— su propio grito lo salvó del aprieto y lo llevó de vuelta a la muda habitación. Cayó de bruces sobre el suelo alfombrado y por unos cuantos segundos continuó bloqueada su respiración, que luego regresó a sorbos enormes, exasperados. El techo le daba vueltas, seguramente por aquellos episodios tan prolongados de apnea, y consideró en serio la posibilidad de telefonear a la recepción del hotel para que enviaran un médico que le inyectara un sedante, aunque mañana perdieran el vuelo y pospusieran el regreso hasta el día después. ¡Maldito rodizio, maldita indigestión infernal que lo enviaba de regreso una y otra vez a la misma pesadilla, aunque con distinto escenario! ¿Qué diablos de efecto había tenido aquella parrillada que lo obligaba a alucinar esta terca caída, la misma que su imaginación procuraba disfrazar de distintos percances pero acababa siempre convertida en un revoltijo de descontrol? Cuando pudo levantarse a tientas entre las sombras, estiró los brazos y palpó el cuerpo dormido de la mujer, que aún roncaba con suavidad. Buena borrachera llevaba, como para seguir a plomo a pesar de tanto jaleo suyo. Vagamente recordó incidentes turbios tras los

cuales ella también perdía el conocimiento, pero no era momento de sucumbir a remordimientos inoportunos que solo aumentarían el malestar. Prefirió acercar la nariz a aquel cuello que olía a pradera o a césped mojado, a cosas parecidas a la bondad de la tierra, y cuando logró recuperar del todo la sensación de realidad regresó al baño para mojarse la cara, buscar los antiácidos así fuera debajo de las piedras, beberse otro vaso de agua y, de paso, orinar. Tenía desde hacía rato unos deseos enormes de orinar, ahora que lo notaba. Orinó por largo tiempo, y cada vez que creía haber terminado volvía el chorro espumoso a gotearse sobre la taza, sobre las losas del suelo, sobre la tapa de porcelana blanca del lujoso Kohler, que coronaba la opulencia de la habitación. Regresó a la ventana y entornó la cortina. Avistó la vida nocturna que seguía vibrando a color abajo, en Copacabana, tan ajena a sus congojas gástricas. El bulto de la esposa continuaba inmóvil, y ahora sólo murmuraba sus frases incomprensibles el ducto del aire acondicionado. Hubiera querido despertarla, pedirle que conversaran un rato o hicieran el amor para matar el tiempo hasta el amanecer, pero sabía que era cuestión de aguantar un poco más, y que al menos uno de los dos debía estar descansado para lidiar con el ajetreo del día siguiente. Optó por tenderse en la cama casi sentado, con cuatro almohadas por respaldar: favorecer la digestión quizás lo ayudaría a dormir. Poco a poco empezaron a mezclarse los pensamientos coherentes con esas tramas absurdas de la duermevela, como cierto estallido en la calle y un corre y corre de gente que pretendía refugiarse en su habitación, mientras él empujaba con todas sus fuerzas para impedir que tumbaran la puerta y le gritaba a su esposa que pidiera ayuda para el cuarto 447, porque convenientemente el número de la puerta ahora estaba por dentro y lo tenía justo frente a sí. Y en medio de aquel tirijala claroscuro de repente se veía dotado

de remos que usaba para bracear contra la corriente de una multitud enardecida, porque a esas alturas el gentío era un río que se abalanzaba gritando hacia las violentas cataratas de Salto Belo —que tanto le habían impresionado en este viaje— y él tenía que remar contra la turba si no quería desplomarse cascada abajo. Vencido, ya en el filo del barranco, oyó cuando cesó todo estruendo del agua; entonces recomenzaron la aceleración, los bramidos de aquel torrente que lo engullía, la caída al vacío interminable: él por un lado, el kayak por el otro, los órganos del cuerpo flotando sin gravedad, los ojos desorbitados en la noche retinta, las manos frenéticas buscando un asidero, el horror. Resurgió sentado en la cama y saltó a respirar a mordiscos feroces, con las fauces abiertas, como si el aire fuera su presa y él una bestia voraz y famélica, dispuesta a todo. Le tomó un rato tranquilizarse y comprender que estaba de vuelta en el refugio de su habitación, a salvo de aquel precipicio insistente. De pie junto al que había sido su tálamo nupcial, palpó otra vez el cuerpo de aquella mujer que apacible dormía bajo las sábanas y sólo entonces se atrevió a confiar en esa otra realidad serena. Fue acaso un error exteriorizar su alivio con una inhalación profunda, porque acto seguido el perfume de los aromatizadores le alborotó el estómago. Sintió un hervidero de náuseas regurgitándole en la garganta y corrió hacia el baño para vomitar, pero no alcanzó a llegar al Kohler y en el trayecto fue dejando el rastro de su inmundicia, que se catapultaba como una explosión de vísceras a la brasa. Cuando comprobó que el malestar había amainado se lavó lo mejor que pudo y comenzó a desabrocharse la camisa, que había quedado salpicada de flecos como viscosos y nerviosas pinceladas de un ambiguo color merlot. Entonces reparó en que la tela también estaba rasgada: qué mejor evidencia de la turbulenta y recurrente pesadilla de esa noche, de la crispación que

sufría su cuerpo cada vez que se dejaba arrastrar hacia la otra ribera de la vigilia. Ya no quería volver a dormir. Iba a seguir en vela hasta que las luces del amanecer anunciaran la hora de marcharse al aeropuerto, iba a sorprender a su esposa con un café hecho por él en la habitación, iba a quedarse despierto, así tuviera que coserse las pestañas a las cejas. Comenzó a caminar de un extremo a otro del cuarto. Se examinó varias veces en el espejo del baño, que tan bien intuía su espíritu de juventud. Optó por salir al corredor de su piso, a esa hora largo y desierto, y paseó como un fantasma frente a una sucesión de puertas idénticas. Pero al cabo uno se cansa. La noche inmóvil sabe ser larga y la somnolencia va haciendo estragos, hasta que comienza a parecernos justificable primero el sentarse, luego el recostarse —aunque sea un minuto y sin cerrar los ojos— y así poco a poco se van aflojando las cuerdas de la voluntad y de pronto nos sorprendemos pensando cosas raras, insensatas, que no parecen pertenecer a este lado de la razón. Por eso ahora, que de nuevo se descubre cayendo en picada, trueca el terror por una alucinación tolerable y se figura pelícano, piensa como pelícano, huele el mar. Va de cabeza y fisga la penumbra buscando la iridiscencia plateada de algún pez que esté cerca de la superficie. Busca ventaja a favor del viento, se inclina a 45º, repliega las alas contra el cuerpo ligero. Le parece avistar entre las dunas líquidas cierto destello metálico que flota un poco más allá, así que corrige la trayectoria girando levemente el torso, desplegando otra vez las alas, hasta que el espejo marino se vuelve el único mundo inminente y hay que alargar el pico al máximo y destrozar esa pared de agua a toda velocidad, aunque se aneguen el buche y los bronquios y se procure inútilmente respirar y haya que aceptar, contra nuestra más tierna ilusión, que no se es pelícano: que se tiene miedo, que esto se parece demasiado a morir y que sería urgente despertar.

Así reapareció su cuarto de hotel: como un último recurso imperioso, con su tibio colchón, sus cortinas espesas y su olor artificial a mar. Ya no valía la pena recriminarse, culpar a la cena o al vino o a sus vanas promesas sobre no ceder al cansancio: la noche había dictado su sentencia de angustia y era mejor enfrentarla de una vez. Comenzó a preparar café y decidió despertar a la mujer que dormía, aunque fuese aún de madrugada y la aurora, que hacía rato debía haber llegado, quisiera seguirse negando. Taza en mano se acercó hasta el bulto inmóvil y retiró las sábanas. “Mi cielo”, dijo o pensó, “levántate ya”. Para ayudarla a despertar encendió la lámpara. Pero lo que vio, con esa naturalidad irracional que puebla la inconsciencia, fue a sí mismo acostado, con todos sus años y su voz en eco que repetía “levántate ya”. Y eso bastó para dar fin a su sueño piadoso y empezar otra vez a caer por los raudos peldaños de la realidad: porque lo cierto es que su luna de miel era un recuerdo remoto, su esposa un puñado de polvo desde hacía décadas, y él, que ya había abordado en Río ese vuelo a París, apenas uno entre tantos pasajeros que también caían, que aullando se sumergían en la noche atlántica, hambrienta, profunda, insomne.

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República Dominicana, 1959. Autor de la novela No habrá primavera en abril. Sus cuentos han sido publicados en las antologías Narradores del mundo, Poetas y narradores del mundo y Latitud 18.5, además en las revistas Identidad y Trapecio. Es miembro de la Cofradía de Escritores de Puerto Rico, del Pen Club Internacional de Puerto Rico, de la Asociación Internacional de Poetas y Escritores Hispanos (AIPEH), del colectivo literario Amalgama G7 y pertenece a la junta de editores de la revista Trapecio. Se graduó de la maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón en 2010. Además es arquitecto. Actualmente realiza su tesis del Doctorado en Filosofía y Letras con especialidad en Literatura puertorriqueña y del Caribe en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.

Más allá del bolígrafo

Por Luis Alejandro Polanco

I Nadie sabe cuándo y dónde la vida le puede cambiar a uno. Viajaba de regreso a Puerto Rico y estaba sentado junto a la ventana leyendo una novela. Soy de esos que les gusta subrayar las citas memorables, además hago notas en los bordes de las páginas de algo controversial que llama mi atención o alguna frase interesante que me invita a reflexionar. Escribía en la libreta una idea que me surgió de la lectura, cuando inesperadamente un hombre se sentó a mi lado y me preguntó si me gustaba el libro. Le contesté que era un texto excelente. Sin embargo, no dejé de manifestarle que soy bastante exigente y crítico con lo que leo. El hombre sonrió. No podía verle bien el rostro porque llevaba un gorro de lana, con un logo de un pequeño caimán, que

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le cubría hasta las orejas. Un mechón de pelo lacio y cenizo le ocultaban la frente y parte de los ojos cubiertos con unas gafas oscuras. Le comenté que hacía tiempo no leía una novela tan interesante y que de la misma me había surgido una idea para un cuento. Cuando se enteró que era un escritor aficionado, le comenzó una tos seca y persistente. Tenía la impresión de que se asfixiaría. Saqué de la mochila un caramelo de mentol para que se le aliviara el malestar en la garganta. Él, gentilmente, para reciprocar mi gesto me ofreció un bolígrafo que sacó del bolsillo interior de su chaqueta, porque el mío comenzó a fallar. Era un bolígrafo de plástico negro, cuyo valor estimado no alcanzaba el dólar estadounidense. Me sorprendió que un hombre que vestía con ropa de diseñador y usara una colonia de sándalo con fijador de larga duración, portara un instrumento para escribir tan corriente. “Por su bajo costo me lo regala como si fuera una goma de mascar”. Interrumpió mi pensamiento con un comentario que me extrañó: —Este bolígrafo se convertirá en una parte fundamental de tu existencia. Me indicó que lo tenía que llevar siempre conmigo. Tan solo para

Luis Alejandro Polanco © Willie Sepúlveda

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bañarme o dormir podría dejarlo a un lado. No obstante, en las noches lo colocaría junto a la cama, en la mesa lateral de la cabecera y acompañado siempre de una libreta de notas. En el momento que me surgiera una idea me levantaría a escribirla. De no hacerlo, una migraña se apoderaría de mí hasta que la inspiración quedara plasmada en papel. Pensé que el hombre estaba trastornado, pero su hablar pausado, la seguridad y la convicción de su expresión mostraban que era una persona muy centrada. “Yo ni siquiera de dolores de cabeza padezco”. En seguida me informó que todo manuscrito realizado con el bolígrafo sería exitoso y que en poco tiempo la fama llegaría. Me preguntó si me interesaba quedarme con el obsequio. “A quién no le gusta ser una persona de renombre”, pensé y al mismo tiempo asentí quedarme con el sencillo regalo. Entonces me habló de un pacto. —Este acuerdo tiene que ser sellado con sangre. Le quitó el casquete protector al bolígrafo y, sujetando mi mano derecha, la que estaba más cerca de él, me colocó la punta del instrumento sobre el dedo índice. Sentí una hincada como de una aguja que me estremeció al punto de querer gritar. Lo único que hice fue

apartar la mano bruscamente. Tuve que presionar por unos segundos el dedo con una servilleta para detener y limpiar la gota de sangre. ¿Qué has hecho? —Solo recargaba el bolígrafo con la tinta de tu vida. ¿La tinta de mi vida?, pregunté sin entender nada de lo que ocurría. En seguida sacó del bolsillo inferior de la chaqueta un sobre sellado. Me lo entregó haciendo la salvedad de que únicamente podía abrirlo cuando llegara a mi casa. Se despidió con un apretón de manos y regresó a su asiento que era uno de los primeros puestos del avión. El descenso para el aterrizaje comenzó minutos después. II En ocasiones abandonar un avión se vuelve un proceso lento porque todos los pasajeros se paran a la vez en el pasillo central a recoger sus equipajes de mano guardados en el compartimiento de arriba de los asientos. Salí lo más rápido que me lo permitieron las personas que estaban delante de mí. Necesitaba volver a hablar con aquel misterioso hombre sin nombre que viajaba en primera clase. No me topé con él en las filas de los agentes de inmigración, tampoco estaba en el área para recoger las maletas, ni en los mostradores de aduana. Supuse que quizás lo encontraría a la salida en la zona de taxis, pero todo esfuerzo fue inútil. No lo hallé en ningún sitio. Me miré el bolsillo de la camisa para comprobar que cargaba el bolígrafo. Estaba ahí. Lo toqué y efectivamente era real. Luego verifiqué que el sobre estuviera dentro de la mochila. Sentí un gran impulso de abrirlo de inmediato para descubrir el contenido. Fue sorprendente lo que me sucedió: me dieron escalofríos y se me erizaron todos los pelos, por lo que desistí de violentar las instrucciones del pasajero hasta llegar al apartamento. Por el camino se me ocurrió que posiblemente no lo encontré porque entró a un baño a asearse un poco. “Mala mía. Quería preguntarle

quién era. Que torpe he sido”. Mientras iba en el taxi nos detuvimos en una esquina frente a un semáforo en rojo. Vi a una pareja besándose. Giré la cabeza y descubrí a dos mujeres que se encontraron y se saludaron con dos besos en las mejillas. Me sobrevino de un sopetón la idea para escribir un cuento de principio a fin, incluyendo la trama y su conflicto. Toda la narración aconteció de repente, como una unidad esférica; por último me surgió el título: “Los besos ajenos”. Comencé a sentir un malestar en la cabeza, se lo achaqué al viaje producto del jet lag. Descansaría un rato al llegar a mi hogar. Pero el dolor se agudizaba cada vez más y recordé la sentencia de la migraña. Era muy escéptico y no creía ni en el Cantar de los Cantares; sin embargo, quise comprobar la veracidad del instrumento y comencé a escribir en el mismo taxi. La tinta era violeta como si fuera una amalgama del rojo de la sangre y el azul de la tinta. El dolor se desvaneció y las palabras se agrupaban en oraciones coherentes que formaban párrafos extraordinarios. Me sorprendí con la fluidez del vocabulario, al punto que me quedé boquiabierto porque había acabado el cuento justo al llegar al edificio donde vivía. Lo que antes me habría tomado varias horas o días en escribir, lo pude realizar en veinte minutos.

éxito, pero solo tú podrás descubrirla. No le comentes a nadie la razón de tus éxitos, te aseguro que morirías antes de revelar el sortilegio. IV Me puse la mano en la cabeza y miré hacia el cielo raso como implorando clemencia. Estaba condenado a muerte, sin haber cometido un delito. Cómo deshacerme de este artificio maléfico. Tomé el bolígrafo y lo examiné minuciosamente. Apretaba la punta en mis dedos para ver si salía una punta filosa y me pinchaba de nuevo, pero solo encontré la bolita metálica que giraba libremente. Tenía que distraerme lo más que pudiera para no activar la musa. Me puse a organizar mi escritorio y encontré las bases de un certamen de cuentos en Argentina. Siempre recortaba las convocatorias y enviaba mis relatos a cientos de concursos, pero nunca había sido honrado ni con una simple mención honorífica. El plazo de admisión de los textos finalizaba en dos días. Me alegró leer que aceptarían los documentos enviados por correo postal con el matasellos de origen que indicara la fecha antes o el mismo día de cierre de la convocatoria. Preparé el sobre y lo llevé a la oficina de correos esa misma tarde. Solo me faltaba esperar el veredicto del jurado. V

III La ansiedad se apoderó de mí, a tal grado que dejé la maleta en el zaguán para abrir el sobre de inmediato: Este bolígrafo se ha convertido en parte de tu ser. Por lo tanto no puedes separarte de él. Mientras más escribas, más éxitos tendrás, pero tu vida se irá extinguiendo con cada éxito. Cuando se agote la tinta, morirás. Si intentas prolongar la vida de la tinta sin querer escribir, los dolores de cabeza serán tan intensos que podrías enloquecer. No tengas miedo, escribe sin cesar. Existe una sola forma de evadir la muerte que provoca la magia del bolígrafo y recuperar la salud que disminuye a causa del

No sabía, en ese momento, si los meses y los años transcurrían lentos o rápidos, pero lo cierto fue que las ideas para desarrollar cuentos, novelas, poemas y teatro surgían a granel. El entusiasmo se incrementó cuando me llegó la confirmación de que mi cuento “Los besos ajenos” fue el ganador por unanimidad en el certamen de Argentina. De ahí, todos los premios eran para mí, desde el Planetarium Novel hasta el Global Festival Book Awards con cuantías de miles de dólares de recompensa. Las cinco casas editoriales más prestigiosas del mundo me contactaban porque querían que

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fuera su escritor estrella. Firmé el contrato con la que más beneficio me ofreció y mis libros fueron traducidos desde el danés hasta el mandarín. Creo que nunca volví a pisar tierra. Mi ego estaba por las nubes y los vuelos eran constantes: una presentación aquí, una conferencia allá y un taller por doquier. Como parte de mi equipaje llevaba conmigo el imprescindible bolígrafo, una libreta y el sobre que volví a sellar. Tenía que andar siempre camuflado para desplazarme con libertad y no ser aturdido por los lectores y periodistas que en principio me simpatizaban, pero después me resultaban fastidiosos con todos los quebrantos de salud que padecía. VI La tinta era aparentemente inagotable: dieciséis novelas largas y cinco cortas, siete libros de cuentos, trece poemarios y dos obras de teatro. Reflexiono sobre mi trayectoria como escritor y todavía siento pavor. Nunca he encontrado al hombre sin nombre para agradecerle el bien o recriminarle por el mal que me hizo. He buscado un rostro oculto en las conferencias y presentaciones durante estos veinte años sin ningún resultado. Para mí era una angustia no saber nada de ese hombre extraño. Poco a poco me consumía, todo el fluido que llevaba dentro de mis venas parecía que se evaporaba. Esperaba una muerte súbita, quizás producto de un infarto. Los médicos no acertaban a diagnosticar cuál era mi padecimiento. A través de unos análisis determinaron que padecía una condición degenerativa producto del sistema inmunológico, el cual indicaba que lo tenía muy comprometido. Había decidido que mi último viaje sería a Dinamarca. La Universidad de Copenhague me haría un reconocimiento por mi trayectoria literaria. Ya no me interesaban los homenajes ni los reconocimientos ni nada que tuviera relación con la literatura. Rechazaba premios, condecoraciones por-

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que todo me agobiaba. Sin embargo, acepté viajar al país más feliz del mundo por dos razones: por el compromiso literario —era mi despedida del mundo de las letras— y para ver a un especialista que me recomendaron con todas las credenciales médicas. Tenía el presentimiento de que el viaje sería fructífero.

minar hasta la cola del avión para hacer un poco de ejercicio. Fue en uno de esos recorridos de regreso hacia mi butaca que encontré a un joven sentado junto a la ventana. Vi reflejada en su tableta la carátula de mi último libro. Me puse las gafas y me saqué por debajo del gorro un mechón de pelo canoso para ocultar el rostro. Me senté a su lado, conversamos un rato y cuando descubrí que era un escritor novel le VII ofrecí el bolígrafo. Se inició el proceso aguja y por fin pude ver una Por más confortable que son los gota de sangre como en aquella asientos de primera clase, no los ocasión. Luego le entregué el sobre, soporto por largo tiempo, por esta le di las instrucciones precisas y rerazón acostumbro a pararme y ca- gresé a mi asiento complacido.

Nació una fría mañana en VitoriaGasteiz, España, el 15 de abril del 1978. A la edad de 9 años escribe su primer libro de aventuras Johnny & Esblok; las aventuras de un niño y su amigo imaginario. Disfrutando de lo que es capaz de crear con un papel y un bolígrafo se fue adentrando cada vez más entre páginas y sueños. Llevándolo a lo largo de su adolescencia a escribir múltiples historias y cuentos. No fue hasta sus 33 años que decide seguir su corazón, apostándolo todo por su gran pasión: la escritura. Buscando cuál era su lugar en el mundo, viajó a Nueva York, Miami, Paris… siendo San Juan la que finalmente seduce su mente y enamora su corazón con la belleza de una mujer con la que tiene su primer hijo. Es en la isla de Puerto Rico donde trabaja en la escritura de su primera gran obra La Flor del Infierno. En el 2014 presentará también Cartas para el Cielo, El secreto de Daniel, una novela romántica-paranormal y una novela juvenil No sin Besarte.

El viejo y la niña

Por Gael Solano

El agua del lago estaba en calma. Ni siquiera la ligera brisa que de vez en cuando mecía la barca conseguía alterar la cristalina superficie. Como cada sábado, desde hacía diecisiete años, a

las siete de la mañana ya estaba Charls Bremiel moviendo su caña. Aquel anciano, tenía la cara marcada por las arrugas de los años y la tez quemada por el sol. Nunca había sido demasiado guapo y si alguien le preguntaba, lo único bueno que diría de sí mismo era que le gustaban sus impresionantes ojos negros. Se habían borrado las marcas en las comisuras de sus labios cuando sonreía, de lo poco que lo hacía ya, y sus manos temblaban en un tic que no podía controlar. Aquel pequeño rincón en soledad era todo lo que le quedaba. Desde la muerte de su mujer y la no tan deseada jubilación, pescar era todo el trabajo que tenía en su futuro. Pero no era ese el

motivo por lo que se negaba a poner cebo en su caña. La verdad era que aunque le gustaba el sitio, odiaba cuando picaban. La vida era demasiado corta y hermosa para arrebatársela a otro ser vivo sin motivo. Él, con un trocito de carne y un cacho de pan, ya tenía suficiente para comer. Así podía olvidarse de causar ningún tipo de sufrimiento cuando algo se tragaba el anzuelo. La razón por la que nunca faltaba a su cita de los sábados, era que le gustaba la manera de mecerse la barca sin que nadie la dirigiese. Le relajaba dejarla a su libre albedrío mientras, de vez en cuando, se engañaba moviendo la caña como si esperase que algo picase. Esa quietud, esa

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Gael Solano Foto © Ivyy Reyes.

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Gael Solano

forma de pasar los fines de semana, le permitía sentarse a evocar recuerdos del pasado hundiéndose en la autocompasión y la nostalgia sin que nadie se lo reprochase. Por eso estaba con los ojos cerrados cuando un tirón le avisó que algo había picado. De la impresión, casi se le escapó la caña que no tenía bien sujeta. —Si no tengo un jodido gusano en el anzuelo ¿Cómo es posible que haya un pez lo bastante estúpido como para picar? —se quejó recogiendo el carrete. A medida que tiraba, comprobó que no era un pez lo que había picado. Con un chillido histérico, la cabeza de una niña de no más de cinco años empezó a emerger dejando al descubierto unos rizos dorados como el sol. Charls empezó a sudar preguntándose si sería mejor soltarla y lanzarse a por ella o seguir con la caña y traerla hasta el bote. Finalmente, pensó que el dolor que pudiese causar a la pequeña sería un daño menor que el riesgo de soltarla y perderla si se hundía demasiado. A medida que luchaba por mantenerla a flote, los esfuerzos de la pequeña dominada por el pánico parecían destinados a lo contrario. El pobre pescador no podía siquiera pasarse la manga por los ojos para retirarse el sudor por el miedo de que con un tirón, la niña se le escapase. Cada centímetro que ganaba, era una pequeña victoria en su lucha contra el miedo y la desesperación. Casi la tenía al alcance de la mano cuando se hundió. Sin pensárselo dos veces, se lanzó al lago. El primer pensamiento que le golpeó era que el agua no estaba tan fría como había creído. Se avergonzó mientras buscaba a la niña bajo la cristalina superficie sin llegar a verla. Debería haber

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sido fácil sabiendo donde se había hundido, pero el pánico empezó a apoderarse de él cuando segundo tras segundo se dio cuenta de que no podía encontrarla. Salió a tomar aire y volvió a sumergirse más hondo con la esperanza de verla. El tiempo era algo esencial que estaba jugando en su contra. Finalmente, a punto de darse por vencido, le pareció ver movimiento en lo más hondo del lago. Buceó con las escasas fuerzas que le quedaban deseando llegar a tiempo. Tan solo le faltaban unos pocos metros pero, la ausencia de aíre le quemaba los pulmones. Tenía que subir. Sin embargo, no podía dejar allí a la niña. Le pareció curioso el hecho de que la pequeña parecía mirarle anhelante con una sonrisa en la cara, sin una pizca de ese miedo del que había hecho gala en la superficie. A pesar de todo se negó a rendirse. No podía dejarla allí. Movió sus brazos y piernas con energía sumergiéndose aún más, estirando su mano para poder cogerla. —Tranquilo —musitó una voz en su cerebro cuando ella le tocó a él—. Todo va a estar bien. Agarrándole con una fuerza imposible en una niña, tiró de él arrastrándole hasta lo más profundo. Charls, dominado por el pánico, luchó por escapar, por salir de esa trampa. Luchó con todas sus fuerzas con la adrenalina recorriendo su organismo, incluso notando como las últimas bocanadas de aire escapaban de sus labios y el agua entraba en sus pulmones. Mil veces en los últimos años se había preguntado por qué la muerte no venía a buscarle y ahora que lo hacía, peleaba con uñas y dientes por escapar de ella. Casi tardó dos minutos en

calmarse lo suficiente como para darse cuenta de que seguía vivo y podía respirar en el agua con tanta facilidad como si fuese aire. —¿Qué demonios es esto? — bramó con el miedo recorriéndole el cuerpo—. ¿Cómo es que sigo vivo? ¿Cómo es que puedo respirar? Aunque sabía que había hablado, la voz no llegó a producirse. El contacto del agua en su boca le provocó arcadas pero ninguna otra sensación. —Tranquilo —musitó la niña con un toque infantil y alegre en su voz—. No te esfuerces, deja que tu cuerpo se acostumbre a estar sumergido. No hables, solo piensa lo que quieres decir y deja que tu cerebro me envíe las palabras. Tuvo que intentarlo varias veces hasta que consiguió hacerse oír. O pensó que lo había conseguido, porque la única prueba visual que tenía de lograrlo era que la niña asintió. —¿Qué ha pasado? ¿Quién eres? —Se estremeció cuando sintió el contacto de la pequeña acariciando su mejilla mientras exploraba su rostro viejo y cansado. —Soy alguien que te ha visto tan triste y solo ahí arriba, que se preguntó si querrías jugar conmigo aquí abajo. —¿Jugar? —preguntó confundido—. ¿Jugar a qué? —¿Acaso importa? —le respondió mientras flotaba sobre el agua separándose de él por primera vez; como si esperase que fuese a buscarla. Con un toque de melancolía, Charls la miró nadar con la energía de la juventud. Elevó su cabeza hacia arriba y se preguntó cuánto le separaba de la superficie. —Creo que te confundes conmigo. No sé lo que eres, pero yo

solo soy un pobre viejo que ya no puede con el peso de sus huesos. La niña le miró confundida como si no entendiese a que se refería. —Lo que yo soy no tiene importancia —dijo con voz solemne—, y no veo a ningún anciano decrépito y senil que no pueda jugar conmigo. —¿Y qué es lo que tú ves? —Un ser que tuvo que escoger entre respirar o intentar salvar a otro y eligió sacrificarse. La manera en la que le miró, llenó al anciano de alegría. Lanzó una sonrisa y sin avisar, se lanzó a por la niña. —¡Te voy a coger! ¡Nadie nada más rápido que yo en estas aguas! —¡Aaaaaaah! —chilló la pequeña escapándose mientras rompía a reír. Al pasar las horas, por lo único que Charls descubrió que estaba anocheciendo era porque el agua se tiñó de un color más oscuro. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban nadando y riendo. Se estiró perezosamente y al hacerlo, descubrió que su vieja mano no estaba. Aquella era la mano de un niño. El brazo

de un niño. Las piernas de un niño... —¿Qué ha pasado? —preguntó entre nervioso y asustado—. ¿Qué me has hecho? —Nada. —¿Cómo que nada? Yo soy un anciano, no un niño de seis años. La pequeña se acercó a él y le acarició de nuevo tímidamente la cara. Su tacto era agradable y cálido y proporcionaba una sensación de bienestar por todo el cuerpo. —Yo no he hecho nada. Tu cuerpo puede que haya envejecido pero tu alma siempre ha sido igual de joven. Eres el mismo niño que conocí cuando tenía cinco años. —¿Qué conociste? —De pronto, los ojos de Charls se abrieron como platos—. Dios bendito, Susan, ¿eres tú? La niña sonrió con picardía. —Te he extrañado, amor mío. —¿Pero qué significa todo esto? —preguntó Charls asombrado mientras reexaminaba su nuevo cuerpo. Susan le dejó explorarse unos segundos mientras le miraba sonriendo. Cuando respondió, su voz sonó nostálgica por primera vez desde que la había visto allí abajo. —Te veía tan triste ahí arriba, tan solo. Que no pude evitar venir cada sábado a mirarte. Y hoy, por causas del destino, me quedé enganchada en tu caña sin querer. Cuando viniste a buscarme quise gritarte que te fueses, que te alejases de mí, pero fui incapaz. Soy una egoísta, como siempre que estoy a tu lado. No puedo dejarte vivir tu vida feliz. —Sin ti, mi vida no era feliz — murmuró el anciano con tristeza—. Te echo de menos. —Sí, yo también. Pero está mal lo que he hecho y pagaré por ello.

—¿Cómo? —preguntó asustado Charls—. ¿Qué es eso de que pagarás por esto? —Los espíritus no debemos mezclarnos con los vivos. Ahora no podré entrar de nuevo en el cielo y me quedaré por toda la eternidad encerrada en este pequeño lago. —¿Y por qué lo has hecho entonces? ¿Por qué viniste a buscarme? La pequeña sonrió con tristeza y evitó su mirada. —Porque sin ti, el cielo es un infierno. Tenía que verte otra vez. No me arrepiento. Lo repetiría si me garantizasen un día más como el de hoy. —¿Y ahora? —le preguntó—. ¿Qué pasará contigo? —Que mientras vivas, vendré a verte cada sábado. Con una lentitud extrema Charls se acercó a ella y cuando sus labios se tocaron, una corriente eléctrica les recorrió el cuerpo. —Solo si me voy. Desde aquel día, nadie volvió a encontrar ni rastro de Charls Bremiel. Y lo más extraño es que algunos aseguran que en el lago, a veces, se puede reconocer la risa de dos niños chapoteando en sus aguas.

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Puerto Rico (1968). Se graduó de abogado a los veintidós años y desde entonces ejerce la profesión, mayormente en las áreas de litigio civil y penal. Tiene su propio bufete en Bayamón. Además de su formación académica en Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad de Puerto Rico, completó los cursos de maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón. Al presente escribe una novela que presentará como tesis. Es columnista del periódico El Vocero y miembro del Panel de Ciudadanos de la Comisión de Ética del Senado de Puerto Rico. Varios de sus cuentos incluidos en esta primera colección han sido premiados en el Certamen de Cuentos de la Universidad Politécnica de Puerto Rico, ediciones de 2010, 2011 y 2013, y en el XXIII Certamen Literario del Instituto de Cultura Peruana, en Miami, Florida. En la actualidad trabaja en su próximo libro de cuentos titulado La casa en que vivo no tiene dirección.

Surcos en la avena

Por Hugo Rodríguez Díaz

He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Jorge Luis Borges “El remordimiento”

Fernando Yo quería decirle tantas cosas y no las dije. Por eso, el lunes volví a la cafetería donde solía desa-

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yunar con ella, aunque no tenía hambre. Fui solo con la esperanza de verla. Hubiera sido tan fácil llamarla y citarla con la excusa del desayuno, como hice tantas veces. Sin embargo, mi arraigado concepto del ridículo me impidió marcar su teléfono, después que el miércoles anterior me dijo en esa misma cafetería que lo nuestro no podía ser; que no le interesaba seguir viéndome. Le aseguré que respetaría su decisión perentoria. Sabía que mi promesa sería difícil de cumplir, pues en los últimos meses no había pasado un solo día en que no pensara en ella. No verla provocaba en mí una ansiedad que me distraía los pensamientos y debi-

litaba la voluntad. Aun así, mi cerebro siempre analítico me dijo que si ella no quería estar conmigo, debía evitar abrumarla con llamadas y acercamientos que a la larga terminaran por hacer que me aborreciera. Ella había hablado en ese tiempo verbal que se usa para referirse a los muertos. Entonces, ¿por qué volví a sentarme a la misma mesa con unas tostadas de pan integral y un café con leche que no me apetecían? ¿Por qué estuve una hora levantando la vista del periódico cada vez que sonaba la campanita indicativa de que se había abierto la puerta de cristal? Tal vez sería que interpreté mal los besos que nos dimos en el esta-

Hugo Rodríguez Díaz Foto © José Luis Díaz.

AURORABOREAL Puro Cuento

Hugo Rodríguez Díaz

cionamiento, que parecían desmentir las palabras que poco antes me había dicho. O tal vez tenía la ínfima esperanza de que el ramo de flores con el mensaje encendido que le envié ese mismo miércoles la hubiera conmovido. No fue así. La campanita de la puerta se oyó una docena de veces; el ruido del vapor para calentar la leche, otras cinco; y las voces del noticiario matutino no cesaron desde el televisor ubicado en la pared del fondo. Y yo, después de haber ojeado sin concentrarme hasta los edictos del periódico, y de haber dejado enfriar dos cafés, supe que Sandra no llegaría. Sandra Cuando le dije a Fernando que no podía seguir viéndolo, se transfiguró. La sonrisa natural se deshizo en una mueca que quería seguir siendo sonrisa, pero por estar tan forzada no se lograba. Yo jugaba con la cuchara, haciendo surcos en la avena que no me comería porque el apetito había huido de mí. Él dejó de hacer círculos con el removedor en el café humeante y me preguntó si había leído la última página del libro que me regaló a principios de diciembre. Era El amor en los tiempos del cólera, con una dedicatoria que no entendí hasta ese momento: “¿Y cuánto tiempo cree usted que estaremos en este ir y venir del carajo?”, me escribió en la primera página del libro. —No he llegado al final. Voy por la página cincuenta —respondí con un poco de vergüenza, ya que tenía el libro desde hacía dos meses. —En la última página está la respuesta que yo te daría si me preguntaras cuánto tiempo yo estaría dispuesto a estar contigo.

—Pues dime qué dice —inquirí sin paciencia. Me explicó que se trataba del amor de un hombre por una mujer, que trascendía todas las edades y circunstancias. Ese amor no pudo consumarse hasta que ambos, ya muy viejos, eran los únicos pasajeros a bordo de un barco en travesía a lo largo del río Magdalena. Aunque los viajeros estaban sanos, el navío llevaba izada la bandera amarilla indicativa de que transportaba pacientes de cólera, para no interrumpir con paradas en los puertos del camino la tardía luna de miel. Al terminar el trayecto en una dirección, el protagonista ordenó al capitán que hiciera el viaje de regreso. Entonces el capitán le hizo la misma pregunta de la dedicatoria. Fernando guardó silencio, en espera de que yo asimilara la comparación. —¿Y qué contestó el protagonista? —no resistí y pregunté. —Toda la vida —dijo. —Sí, ¿pero bajo qué circunstancias? —exploté, irritada porque no quería ser su amante por “toda la vida”. Si había tomado la decisión de separarme de Fernando fue precisamente porque me incomodaba ese estatus que me hacía sentir degradada. Entonces salió el profesor de letras que hay en él. —Yo te hablo de la literatura que hay en la vida. Esto es poesía, mi amor. No me hables de términos contractuales. Sabía que no podía enamorarme de él, pero ya lo estaba. Por eso, ese miércoles me armé de valor y acabé lo nuestro. Cuando se despidió de mí en el estacionamiento, yo no quería que se agotara el momento. Me abrazó fuerte. Era un abrazo diferente al que le das a un familiar o a un amigo que hace tiempo no ves.

Podía sentir su pecho pegado al mío y la fuerza de los brazos a mi espalda. Luego me besó y se fue. No pude reaccionar por varios segundos. Parecía estar sumida en una de esas escenas de una película en que la acción sucede lentamente y el personaje solo la ve, porque todos los sonidos circundantes —los pasos de Fernando, la puerta del carro, el encendido, el tráfico de la avenida— son suprimidos. Todo el día en la oficina pensé en él. Me vi tentada a llamarlo para decirle que lo tenía en mi pensamiento, pero no lo hice. Después que logré decirle que terminábamos, no podía retroceder. Además, me desconcertaba su impasibilidad. Si tanto me quería, ¿por qué aceptaba mi decisión de apartarnos? Si sus palabras eran sinceras, ¿por qué no hacía un gesto para luchar por mi amor?

Fernando Varios días antes de que Sandra pusiera fin a nuestra relación, le dije a mi esposa que debíamos hablar seriamente sobre nuestro matrimonio. Ella estaba sentada frente al televisor viendo un programa en donde una familia se había ganado como premio la remodelación de su hogar. A través de una hora se mostraba el paso frenético de la brigada de constructores y decoradores por aquella casa desvencijada, ya que debían culminar la ambiciosa reconstrucción en una semana. Me senté a su lado y tomé de la mesa de centro una foto de pareja que nos hicimos cuando estuvimos de crucero por el Mediterráneo. Era el retrato típico de los viajes, con el paisaje de una ciudad costera europea y un crepúsculo de fondo. Los rostros sonrientes que me miraban no

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parecían de seis años atrás, sino de seis siglos. Mi esposa no despegó la mirada de la pantalla del televisor y solo cuando llegó la pausa comercial, se dirigió a mí. —¿Qué pasa con nuestro matrimonio? —preguntó sin mirarme. —Nada, después hablamos — contesté, al darme cuenta de que la familia que recibía toda clase de lujos cortesía de la cadena televisiva era dueña de la atención que mi tema requería. En las últimas semanas yo no tenía paciencia y utilizaba cualquier pretexto para armar una pelea en casa. Claro, eran solo excusas para poder salir y correr a los brazos de Sandra. Sé que es una frase gastada, pero en mi caso era cierta. El corazón, el apremio impostergable de la pasión, los momentos felices que vivía con ella y la rutina implacable del matrimonio, fueron como la Dalila que cortó los cabellos a mi cerebro de catedrático. Había resuelto divorciarme. Venía pensándolo hacía semanas, pero al fin había tomado la decisión y estaba ilusionado con el momento de decírselo a Sandra. Es verdad que ella nunca me lo había pedido. Al menos no de manera directa. “Me haces falta los fines de semana” o “pasé todo el fin de semana solita”, eran sus reproches camuflados con un tono de voz condescendiente. El martes en la noche cuando salí de impartir mi curso de Literatura Hispanoamericana decidí pasar por Le Bistro, el lugar donde la conocí, a ver si por casualidad la encontraba. Su carro no estaba. Aun así entré y me tomé dos tragos de vodka antes de seguir para casa. Los necesitaba. La prosa enrevesada de Lezama Lima que acababa de discutir en el aula y mi situación

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con Sandra requerían una dosis etílica. Cuando llegué a casa mi esposa preguntó por mi flagrante tufo a alcohol e hizo un reclamo sobre la conversación que teníamos pendiente desde hacía una semana. Pensé que no era el momento apropiado. Exageré mi coraje para no hablar. La rabia no era realmente con mi esposa sino conmigo. Sandra Fernando me ha hecho mucha falta. El martes en la mañana pasé por la cafetería en la que tantas veces nos vimos, antes de partir cada uno a su trabajo, él para la universidad y yo hacia el museo. Ir hasta allí representaba una desviación de la ruta a mi oficina. La hice porque los deseos de verlo eran demasiado fuertes. Su carro no estaba, así que no entré. En la tarde del mismo miércoles en que terminamos, me llegó un arreglo de flores. Fue curioso porque no lo esperaba. Desde mi escritorio se ve la entrada del museo. Vi al mensajero de la floristería con aquel jarrón y me pregunté para quién sería. Se dirigió a la recepcionista, quien le dio instrucciones, mientras me miraba. —No puede ser —dije entre dientes cuando me di cuenta de que la ruta del mensajero no era otra que la de mi escritorio. Al recibirlo, lo primero que hice fue aspirar profundo sobre el cliché de las doce rosas rojas, sin importarme lo cursi de mi gesto. Estaba segura de que mi esposo no era el que las enviaba. Ya llevábamos once meses separados y con conversaciones adelantadas sobre los términos del divorcio, situación que todos mis compañeros conocían. Cuando comprobé quién envió las flores con aquel mensaje, ce-

rré los ojos y pensé “yo también te amo, Fernando”. Aun así no lo llamé. El mensaje de texto que envié a su teléfono móvil fue menos expresivo: “Qué cruel eres”. Estaba segura de que él me llamaría. Me quedé esperando. Fernando En esa semana me acosaron muchos pensamientos. El más recurrente era sobre las posibilidades que tendría de volver a vivir los momentos felices al lado de Sandra. Me preguntaba si mi obediencia a su voluntad de separarnos representaba los designios de un cerebro bien templado o si era la cobardía de no resistir que me rechazara otra vez. No tendría forma de corroborar cuál era la verdadera razón para mi obstinación, a menos que me atreviera a buscar a Sandra. Hacía una semana que no la veía. Pensé llamarla, pero no lo hice. Otra vez el miedo al ridículo. Mejor sería un encuentro que pareciera casual. El miércoles fui a Le Bistro para confesarle la determinación de pasar el resto de mi vida con ella, sin importar lo que esa decisión representara. Antes de separarnos, casi todos los miércoles nos veíamos allí. Sandra sabía que yo no tenía clases ese día, así que pensé con optimismo que ella también procuraría un reencuentro. Fui a las siete con el entusiasmo de quien va a ver un juego olímpico en que su país compite por la medalla de oro. Estuve una hora y ella no llegó. Me fui, pues Sandra nunca había llegado más tarde de las siete y media. Sandra No pude más. Fui a buscar a Fernando. Quería un nuevo comienzo junto a él. Los miércoles

él no tiene clases, así que supe dónde estaría. Me tardé más de lo usual porque luego de reunirme con el agente de un escultor belga que expondría en nuestra sede, tuve que asistir a una reunión de personal, programada a último momento. Durante una hora nos orientaron sobre los nuevos beneficios marginales que el museo otorgaría a los empleados. ¿Cuáles? No sé. Mi mente no estaba allí. Tan pronto terminó la charla tomé mi cartera y salí casi corriendo. En el camino reflexioné sobre los momentos que viví con Fernando, y no tenía dudas de que quería seguir con él. Aunque no me dedicara los fines de semana, yo sabía que nuestro amor era más grande que las convenciones. Él tenía razón, era la literatura de la vida. Luego de la reunión y de sortear el tráfico, llegué a Le Bistro a las ocho y diez. Me senté en una mesa apartada y pedí una copa de vino blanco. —¿Chardonnay o Pinot Grigio? —me preguntó Samuel, el mesero con la cara alargada tan parecida a las pinturas del Greco, que tantas veces nos había atendido. No recordé el que me gusta. Le dije que cualquiera y Samuel, tan comedido, no se atrevió a mencionar el que Fernando solía ordenar para mí. No me aventuré a preguntar si él había ido por allí, por temor a la humillación de una respuesta negativa. Al terminar mi copa, pagué y me marché con la certeza de que Fernando no quería saber más de mí. Me sentí estúpida al creer en el mensaje que acompañó las flores siete días antes.

Bosch sobre el género del cuento. Ya en ese momento estaba convencido de que mi amor por Sandra había sido un extravío de la razón que no sería correspondido. Resultaba obvio que su resolución de terminar conmigo era final. Entonces decidí no postergar más la conversación pendiente con mi esposa. Cuando llegué ella miraba la televi-

sión. No supe cuál programa estaba viendo, porque estaban pasando las pautas comerciales. Aprovechando que levantó la vista para mirarme, imité la voz de enamorado que me salía natural cuando estaba con Sandra. No sostuve su mirada. Me concentré en la foto del crucero, y le declaré un amor que hacía tiempo no sentía.

Fernando El jueves en la noche terminé mi clase con ciertos apuntes de Juan

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Puerto Rico (1957). Es poeta y narrador y el feliz culpable de 9 poemarios, entre éstos: El amor es una enfermedad del hígado (1993; 2013), Las muchas aguas no podrán apagar el amor (2001), Este breve espacio de la dicha llamado poema (2006), A quemarropa (2008), Estos espejos ciegos donde palpita la música del mundo (2009), Las ceremonias de la angustia (2011), Con las peores intenciones (2012) y 69 (2014). De sus industrias cerebrales (y mano izquierda) también salieron la novela Los mejores placeres suelen ser verdes (2013), y los relatarios El mono gramático y otros textos (1995) y El maligno fulgor de la desdicha (2012). Muy a la tradición Lennon & McCartney, José M. Liboy-Erba y él armaron otro relatario, Las aventuras del Pez Gato (2012).

Otra forma de rozar la eternidad (La importancia de las listas)

Por Edgardo Nieves-Mieles

1 Habíamos regresado de las vacaciones escolares. En la lección de su primer día, con tal de que crear un vínculo con el rebaño y de provocar que nos interesáramos con tan poco atractiva asignatura, la maestra recurre a una analogía. Su alegato fue éste: “La vida, como el álgebra, es un juego con símbolos y reglas que debemos memorizar”. Continuó diciendo que en las matemáticas hay materias que no se pueden comprender si no se viven. Que debemos tratar de alcanzar la edad madura porque no hay cosa más triste que morir sin haber aprendido todo lo que se puede

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saber. Que la mayor parte de las ideas que contiene ese conocimiento se va comprendiendo gracias a las experiencias que nos aguardan en el camino. En esa parte de su disertación, introdujo un elemento que me hechizaría. “Todo aparece en listas. Piensen sólo en las maravillas de la internet…” A partir de entonces, me iría fijando con sumo cuidado y esmero en las listas. Sobre todo, en las de asistencia. Todos los días escucharía atentamente los nombres de mis condiscípulos. A renglón seguido, remató su tesis aseverando que, si cuando seamos grandes no nos hemos casado con alguna de las personas en esa lista, habrá materias en el álgebra que escaparán a nuestro entendimiento. Esa idea revolvió la turbidez del carburador de mi aparato emocional.

dado. (Me sentí elegido y mis labios deshojaron una sonrisa.) El maestro que la sustituyó se llamaría Jesús. Años más tarde, cuando ingresé a la Universidad del Estado, me tocó tomar pre-cálculo con un señor llamado Pastor. Una vez más, recordé las palabras de mi maestra. (Ellas portaban la promesa de un milagro.) Resultó inevitable no interpretar todo aquello como un mensaje cifrado. Ese día, me fui a la cama con la impresión de que las matemáticas son un juego para completar un nacimiento y, en fin, otra forma de rozar la eternidad. Entonces, tras consultar nuevamente la lista de nombres de mis condiscípulos, me casé con una muchacha llamada María.

Espejo que muerde a Chío, Víctor y el Benja

2 Yo estudiaba en un colegio religioso. Y aunque después de aquella primera (y única) lección la maestra no regresaría más, me quedé con el consuelo de las pistas que me había

Anotó en su cuadernillo de apuntes: “Sólo bastó un leve empujón. Era la hora pico y lo arrojé a las vías del metro porque no me gustaban sus pantalones de felino moteado”.

Edgardo Nieves-Mieles © Carlos H. Cajigas-Matías

AURORABOREAL Minirrelatos

Edgardo Nieves-Mieles

Sin embargo, el tiempo no le alcanzó a consignar que, no empece a que no se tratara de genuina piel de jaguar, el hecho de llevar puesta tan estridente pieza equivalía a aprobar el que un animal sea destazado para quitarle la piel y con ella confeccionar una costosa pieza de vestir. Y eso, definitivamente, es una crueldad de lesa humanidad. No pudo hacerlo porque otro detrás suyo lo aventó con gran brusquedad para luego ver cómo las ruedas del bólido naranja lo destrozaban en pedacitos listos para servírselos al gato gordo de la casa. De más está decir que, tras atrapar en las redes de su mirada la imagen del infeliz, el hacedor del crimen logró escapar gracias a la complicidad de la multitud que entre gritos y tropezones se desbandaba aterrorizada por las escaleras del metro. Probablemente alguien molesto con el ruido, como de herraduras de caballo, que producían sus zapatos al caminar. O a lo mejor fue debido al rosa chillón de su corbata de lunares verde chatré. O tal vez le disgustaba su rostro anguloso, como diseñado a cortos y rápidos hachazos y que contrastaba con sus grandes e inteligentes orejas que todo lo escuchaban. Sí, sin duda ha de haber sido porque le disgustaba la voz de Aceves Mejía y el ahora difunto parecía ser el mismísimo doble de aquel.

Y allí, entre la cochambre de los travesaños, el revoltijo de vísceras, huesos y tendones, quedaron sus inconclusos apuntes salpicados de espanto y sorpresa. Ya nunca más podrá continuar con ese juego de látigos sonrientes.

La vida trabaja en la muerte con una convicción admirable (Sistema referido a Max Aub, 2) al tocayo Ramírez Mella, sentado a mi diestra en la maravillosa caverna; a la viva memoria de Carlos Enrique Pachón García (1971-2013) y de Jacques Gilard!(1943-2008)!

Lo maté porque me molestaba la arrogancia principesca de sus gestos y el timbre estridente, áspero, de su voz. Debo agregar que también me incomodaban su desinhibida irreverencia, la rebeldía de su cabellera siempre alborotada, su manera de golpear la mesa y echarse hacia atrás lanzando aquella carcajada tan suya. Una especie de relincho capaz de erizarle los pelos al más valiente y que hacía pensar en un bárbaro feroz y sanguinario. Estábamos en un recinto en el cual el recato y las buenas maneras eran siempre la norma. Todo hasta que llegaba él. (En cuestión de semanas

había instalado sus cuarteles generales en aquella islita de sillas y mesas que poco a poco alcanzaría proporciones de archipiélago. De paso, acabando con el ambiente de camaradería, respeto y tranquilidad del lugar.) Y detrás de él, la corte de lacayos que no dejaba de abrazarle y a los que él siempre respondía sonriendo complacientemente. Era una especie de abeja reina que se dejaba agradar por las innumerables obreras y zánganos revoloteando en torno suyo. Éstos quedaban hipnotizados por el embrujo de su voz desparramando en el aire ingeniosos chistes y maledicencias grandilocuentes que, a su vez, desataban el estallido en cadena de infinitas risotadas, como si él solo fuese el más primoroso regalo de Dios al mundo. Y ni hablar de su espléndida generosidad. Con tal de mantener contentos a todos y cada uno de los miembros de su cofradía, no escatimaba en gastos al momento de agasajarles. Sin darse cuenta de ello, hasta el mismo propietario del lugar le había rendido su insobornable simpatía. En fin, él resultaba un espectáculo fascinante. Sus entradas eran apoteósicas. Atravesaba el umbral como una tromba marina. El estrépito era de tal magnitud que hacía pensar en una estampida de elefantes. Llegaba arrojando las llaves de su Jeep y pidiendo a gritos una Heineken

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bien fría. Para él y para todo parroquiano que de buena gana aceptase su obsequiosa invitación. Sus acólitos se le allegaban como moscas a la miel. Más tarde, con un vaso de whisky en la mano, soltaba un “no joda,” seguido por una de sus estruendosas carcajadas como un bombazo que podría escucharse en las Bahamas. De inmediato, en perfecto ejemplo de discreta elegancia, algunos parroquianos, los menos, levantaban sus fruncidas cejas buscando el origen de tan desmesurada vitalidad. El punto común de esas miradas convergía en la contagiosa selva de alegría presidida por él.

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Pero lo que aquella tarde colmó la copa de mi paciencia fue que, de repente, dio un puñetazo en la mesa, se puso de pie furioso y gritó que él no se mamaba 8 horas de viaje para que le mostraran películas de Fellini que él ya hubiese visto. Acto seguido, comenzó a hilar finito un delirante e interminable parlamento de altisonantes procacidades en italiano. Aquí fue cuando abandoné mi rincón de sombras. Extraje mi Smith & Wesson 357 y me acerqué a la bulliciosa isla de la simpatía. Lo suficiente para no fallar. Al escucharme amartillar el gatillo, la algarabía del divertido enjambre se apagó. Todos, incluso el que se creía revestido por alguna divinidad intransferible, palidecieron. Recuerdo el desconcierto que le desfiguró su hermosa sonrisa Colgate Winterfresh Gel. Y las miles de lentejuelas de espanto que empezaron a brincotearle en los anillos más externos de las seductoras pupilas. No sé exactamente por qué en ese momento hice mías las palabras de un personaje literario y, plam, mientras su cabeza se echaba bruscamente hacia atrás por causa del impacto, dije que también ahora el incesante y vasto universo se apartaba de él. Le hice un agujero justo en medio de los irresistibles ojos al bonitillo. En el mismo, cualquiera de sus

allegados podría animarse a colocarle otra esmeralda a manera de ojo metafísico. (Claro, con esto no lograrían borrar la marca dejada por el plomo derretido de mi cólera.) Y abandonaría el mundo de los vivos con aquella expresión de indefensa sorpresa para siempre congelada en su rostro. Con los años, mientras mis huesos se pudren en esta jaula, he llegado a la convicción de que no lo maté por su escandalosa carcajada como una enorme flor carnívora, sino por ofender el recuerdo del difunto maestro y negarse a disfrutar una vez más la inolvidable y magnífica Amarcord. Los tres relatos son inéditos.

Puerto Rico 1980. Escritor y traductor. Ha publicado dos poemarios: Bestiario en nomenclatura binomial (Editorial Aventis) y Empírea o la Saga de la Nueva ciudad (Erizo Editorial). Acaba de publicar sus memorias de sexo Diario de una puta humilde (Erizo Editorial) y el poemario Hustler Rave XXX: Poetry of the Eternal Survivor (Lethe Press) con a Charlie Vázquez. Actualmente trabaja en su primera novela El Oneronauta.

Posmodernidad

Por David Caleb Acevedo

Ella se sienta muy secretariamente, en la silla justo al frente del profesor. Cruza las piernas muy profesoramente y sé que sonríe. Lleva un blazer negro sobre su blusa de seda salmón. La falda es básica y negra pero ceñida. El profesor habla. ―Para hoy, tenían asignado leer las primeras cincuenta páginas de Manhattan Transfer, de John Dos Passos. Les pregunto, ¿en qué instancias vieron que se perturba o interrumpe la trama? ¿Cómo lo hace el autor? ¿Por qué? Levanto mi mano. El profesor me cede la palabra. Ella, la que se sienta muy oficinamente, suelta una

pequeña carcajada. Así, por lo bajo. En esas. La miro. Me hace un sarcástico ademán de "adelante". ―John Dos Passos retrata los diferentes integrantes de la inmigración... ―Sí, claro, ―interrumpe ella, muy politemente, ―pero más que eso, el autor nos ofrece espacios desde donde habla la diversidad. Es en la pluralidad de voces que se retrata la diversidad, y claro, la interposición de la grafía lingüística en el papel bien podría leerse como un intento de perturbar al lector, de enfrentarlo de golpe a la realidad del espacio inmigrante. Ella se voltea muy modelamente, muy reinadebellezamente y me sonríe, golpea un poco su cabello con la mano y vuelve a mirar al profesor. ―¿Alguien más? ―pregunta el profesor de nuevo. ―Sí, ―digo yo, enojado a la máxima expresión. ―El autor también utiliza el lenguaje poético para interrumpir la narración... ―Por supuesto, ―interrumpe ella, ―pero lo hace en conjunto con una multiplicidad de voces que crean un ruido, una estática, un coro desentonado de mucha gente hablando a la misma vez. Todos quieren contar su historia y es lógi-

co, pues es en ese contar que se escribe la ciudad desde el espacio de las letras. El profesor me observa. Todos me observan. Yo rojo. Ella se ríe. Recojo mi bulto y mis pertenencias. Estrújate la maestría, pendeja. Sigue sonriendo escritoramente, estudiantemente, bioycasaresmente, borgesmente, estrújate la novela, el curso, y métete la posmodernidad por el culo. La clase continúa como nada. Me trago el orgullo y bajo la cabeza.#

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David Caleb Acevedo © Steven Rodríguez.

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David Caleb Acevedo

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Puerto Rico (1966). Es poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, artesano, gestor cultural, fotógrafo aficionado y profesor universitario. Su poesía figura en varias antologías de Puerto Rico y el extranjero. Junto a Mario R. Cancel, publicó El límite volcado: antología de la Generación de poetas del ochenta (2000). Es uno de los antólogos de Poesía de Puerto Rico: Cinco Décadas (1950-2000), publicada en el 2009. Tiene a su haber los poemarios en formato de papel Las formas del vértigo (2001), Frutos subterráneos (2007) y Contigo he aprendido a conocer la noche (2011); y los poemarios digitales O (2009), Al filo de la ciudad (2012) y Poemas sacados de la gaveta (2002). Ha publicado un volumen de cuentos que lleva por título Contramundos! (2010). Su obra de teatro “Harry y la Gorda” figura en! Expresiones: Muestra de ensayo, teatro, narrativa, arte y poesía de la generación X, publicada en 2003 por el Instituto de Cultura Puertorriqueña. Dirige el Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla, donde labora como

Alberto Martínez-Márquez! © Alberto Martínez-Márquez!

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Alberto Martínez-Márquez

docente dictando los cursos de Cultura Occidental y de Cine. Actualmente es el editor de la revista Letras Salvajes, que circula en internet en formato PDF.

Minirrelatos

Por Alberto Martínez-Márquez!

Relatorio

Ella está viendo un video en el que un hombre inocente es arrestado por la policía. Esto ocurre en Los Ángeles, California. El hombre es negro. Su perro está intranquilo y comienza a ladrar en el auto. La

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policía sale con el hombre negro, esposado, en dirección de la patrulla. El hombre no se resiste. La multitud protesta. El perro sale del auto. Uno de los policías empuña una escopeta. Apunta hacia el can. El animal avanza para defender a su amo. El policía dispara dos veces. El perro cae abatido. La gente grita, se enfurece y llora. Ella me cuenta todo lo que ocurre en el video que observa desde su computadora. Yo leo. ¿Sabes lo que es eso?, me pregunta. Sí, le contesto sin conmoverme un ápice, un perricidio. Y vuelvo a sumergirme en la lectura de una novela en la que no hay videos ni perros ni policías ni hombres negros.

Autores —Pierdes miserablemente el tiempo

leyendo a Gunter Grass. —No lo creo. —Lees un autor alemán y los has leído a todos. —¿Te has dignado en leer alguno? —Max Frisch. —¿Y? —Es un pesado. —Para tu información, él es suizo. —Pero escribe en alemán. —Eso no tiene que nada que ver. —Los novelistas germanos, sean suizos o alemanes, son muy pesados y demasiado existencialistas. —Bueno, para gusto los colores.

—Además, ¿quién puede confiar en —¡Qué axiomático te has vuelto! Yo Programa Comercial. Realmente,

que el traductor de libro que lees hizo un buen trabajo? —Para eso les pagan. Sin embargo, Grass se alzó con el Nobel. —Los suecos… —¿Y ese libro que llevas bajo el brazo, de quién es? —¡Ah! De Bolaño. —Un rollo, seguramente. —Al menos escribe en español, está de moda y no tengo que leerlo traducido.

no puedo leer autores que después yo no servía para eso. Me matriculé de muertos se tornan insoportables. en el curso general. Pase a estudiar a otro edificio de la misma escuela. Entonces la ex novia del boxeador y yo no volvimos a coincidir. Dejé de La ex novia del boxeador ser amigo-mascota. Sus amistades se olvidaron de mí. Pasó el tiempo. Su rostro fue borrándose de mi memoria. Ya no recordaba su sonEsta chica había sido novia de un risa. Finalmente, me olvidé compleboxeador novato. La conocí en la tamente de ella. Fue entonces escuela. Estudiábamos comercio. cuando conocí al boxeador. Nos Era muy linda. Sus ojos sonreían. hicimos muy amigos. De pronto, me convertí en su amigo-mascota. No me molestaba serlo en lo absoluto. Iba de aquí para allá con ella. Hablábamos de muchas cosas. A veces, visitábamos a una hermana menor de ella que estudiaba en otra escuela. Me gustaba conversar con la ex novia del boxeador. Me gustaba caminar con ella. Me gustaba que me exhibiera como su amigo. Su amigo-mascota. Con la ex novia del boxeador, todos me respetaban. Me prestaban atención. También presentí envidia en otros. Eso no me quitaba el sueño. Mi mayor placer era caminar junto a ella. Conversar. Verla sonreír. Ver sonreír a sus ojos. Al final del año académico, me expulsaron del

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Puerto Rico 1967. Escritora, editora, correctora y corresponsal de prensa cultural. Obras: Verdades caprichosas (2002), Réquiem (Ed. Isla Negra, 2005), El libro de las sombras (2006), Leyendas de misterio (2006), Bocetos de una ciudad silente (2007), El cuerpo del delito (2009), El Eróscopo: daños colaterales de la poesía ( 2010), poemario, Tras la sombra de la Luna (2011), (In)somnio ( 2012).

Días sin sombra Amores tormentosos II

Por Ana María Fuster Lavín

Tres días, no amanece, tampoco has regresado. Pensé que habías vuelto a tu rutinario juego de abandonarme y reaparecer en cualquier momento… Eres todo un dilema meteorológico en mi vida. Al menos, te entiendo, me entiendes; el néctar es eterno, a pesar de los cuerpos en fuga; en la huida, el escape de las diosas en celo. Sí, también te gustaba oír mis tonterías, mientras te estirabas acariciando mis talones. Eres excitantemente perversa, me enloqueces sin remedio. ¡Y cómo no volverme loca por ti! Tú voz danza entre susurros de la luna, acaricias mis fantasías y delirios. Eras la propia piel de nuestros deseos, también nos adornábamos de besos bajo sombras ajenas. Todos acechan, pero pocos lo entienden, y solo tienes que pasar el dedo por el ápice del amor y llevarlo a los la-

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bios. El espejo, tuyo, mío, el de ambas, el mismo. Te siento, te convoco, no llegas, tres días, y mi palabra queda silente, como la ciudad. Mis manos humedecidas de lágrimas secas gimen versos sin culpas. Tu adiós fue una caricia en mi talón al atardecer, ahora la noche acaricia las cicatrices del dolor, es la noche de las noches. También te advertí que si no eras mía, no serías de nadie. Recuerdos, pensamientos, amores y celos, soy una maldita. Supe que me engañabas desde el día que vi tu mano rozando la espalda de un otro o una otra que pasaban, siempre fuiste muy democrática, sin discrimen por razón de género, yo no solo te quería a ti, mujer misteriosa, mi dulce y sensual acompañante, cuando gota a gota nos hacíamos el amor bajo mi lámpara con luces intermitentes, orgasmos sicodélicos, y esa burbuja sementosa que sube y baja al compás del calentón dentro de otra lámpara, la de la mesita. A esa acercaba la mano junto a la tuya, y así la imagen de la eyaculación me parecía más cautivadora que repugnante. ¿Ves, amorcito, que todo pudo ser bello? Un futuro emprendedor, solas las dos, pero insististe en pasar el ras de tu mano por el hermoso vientre de aquella rubia, también

por la nuca del joven ejecutivo. Siempre te fascinaron los extraños. También comprendí que tu felicidad radicaba exclusivamente en observarlos, siempre en tus silencios. Pero, ¿estamos obligados a ser felices? Y si la vida es una mentira que tan solo imaginamos que es real, entonces comenzamos a tener recuerdos falsos, nos eternizamos en esas distintas versiones del pasado. Quién sabe… Yo solo quería que fueras fiel, que tus caricias tatuaran el nombre: Mariana. Lo sé, no debí ser vengativa. Sí, como tú también lo podías ser, te corté la mano derecha y me quedé sin mi izquierda. No escarmentamos siquiera después de la primera mutilación. Cuando llegamos del hospital, a pesar del insoportable dolor, nos miramos tiernamente, cuánto lloramos juntas. Basta con una mirada para el perdón, aun cuando los amaneceres del ánimo sean siempre lentos. ¿Y cómo no perdonarnos si hay pasión? Es imposible separarla, nuestro culto a las sombras de luchas infinitas, de tantos dolores del pasado, cuando nos conocimos finalmente no tuvimos ojos para nadie más, ni caricias, es como perseguidos en el propio cuerpo a través de los sueños, de los miedos y de las virtudes. Nuestra desnudez es una y

Ana María Fuster Lavín © Ana María Fuster Lavín

AURORABOREAL Puro Cuento

Ana María Fuster Lavín

las pequeñas fantasías, las mismas. Mírate, mirarnos, la eternidad de los espejos, reflejarnos una y otra vez… No solo nos miramos, también sentimos el deseo, nos desnudamos en nuestro hermoso ritual, de desabrocharnos la blusa la una a la otra, con cada botón se acrecienta la humedad vaginal. Nos acariciábamos con la única mano los pechos, nos besamos, no necesité que me tocara más para mojarme hasta los muslos. Me corrí como nunca, ella también, dos o tres veces ¿cómo contarlas? Quemarse en las sensaciones hasta quedarnos dormidas bajo el alivio del abanico. Estuvimos tres o cuatro días sin salir, hasta habíamos olvidado nuestro último arranque de violencia y celos. Los periódicos estaban arrinconados en la entrada del apartamento, así que tuvimos que empujar con violencia la puerta para salir al mundo de los otros. Mariana, siempre algo más tímida, salió muy silente tras mis pisadas. Esa tarde teníamos que comprar comida, un vestido nuevo para la despedida de soltera de una amiga y algún lubricante, sentíamos una resequedad ardorosa bastante incómoda. Llegamos al centro comercial y la gente nos miraba, las dos mutiladas, y mi corazón sentía la cuchillada del arrepentimiento a pesar del perdón. No volvería a ocurrir, pero yo tampoco lo permitiría, no sé tal vez si necesitábamos ayuda, un consejero, un psicólogo, u olvidarnos de las pendejaditas de los demás. La felicidad es breve, como el espacio exterior entre tantas otredades, lo sé, debí ser más paciente y es que mi pasión incorruptible hacia ella, hacia nosotras, era una maldición, una obsesión, la digresión de la cordura. Ella sabía que la amaría por siempre, y no importaba qué nunca nos separaríamos mientras me mirara, nos miráramos a los ojos, hacer el amor con la intensidad de nuestros deseos, pero así mismo podían ser mis celos y su vengativo comportamiento, repetitiva hasta la saciedad como nuestros

encuentros infinitos. Ojo por ojo, diente por diente, y pude observarla de perfil hacia el muchacho del estacionamiento, me di cuenta. Así fue hace tres días, llegué a casa, no volverás a mirar a otro ni otra, le arranqué los ojos para que no pudiera ver a nadie, desde ese día la perdí, a mi amada sombra, espero que algún día regreses, o te buscaré más allá de los silencios, en la eternidad.

Siempre nos quedará París

A Héctor Monclova

Anochece en París. Me acompañan una gárgola y los suspiros de tantos cuerpos reciclados que pasaron por mi piel. Observo la habitación. La misma a la que regreso unos pocos días todos los años, mientras la imposibilidad del silencio me rasga la piel. Abandono la Rue Darcet, la panadería que queda abajo, y el pequeño lugar de pollos asados. Te pienso. Dormirás un poco más, amado. Ese ensueño de las calles y sábanas que me hace sentir delirante y solitaria, porque tienes el rostro aún frío. Deambulo un poco más, esperando otra noche de insomnio en que vengas a mí. Las almas son siempre anónimas y nuestra hambre, clandestina. Sigo el camino. Veo los habituales del área. Esos son perdonados. En la esquina, un indocumentado busca cartones para pasar la noche. Carne perfecta. Nadie reclama a los abandonados. Aprieto el puño en el bolsillo de la chaqueta. Observo a todos lados y me acerco lentamente. La conmiseración es tan sólo debilidad, mi amor todo lo puede. Cuando estoy frente a él, baja la cabeza y yo saco la daga de mi bolsillo. Pronto estarás a mi la-

do, retomando por unas horas el calor de la sangre y los labios. Cierro los ojos mientras le entierro una y otra vez la daga en el vientre del abandonado. Puedo sentir tu presencia. Ese hombre tan sólo puede derramar su última mirada de terror, cuando siento el roce de tus alas. Me derramo de feromonas cuando te alimentas. Mi víctima exangüe fue tan sólo un hermoso sacrificio a Eros. Soy tu cazadora y tú mi guardián. No soy Ingrid Bergman ni tú Bogart, tan sólo Aura, una mujer leona, y su hombre gárgola que se encuentran en noches como ésta. Bajo la primera luna llena de cada primavera, te alimento de todas las hambres y me alimentas de todos los amores. El amor es hambre, el hambre es deseo. Nos entregamos a una noche de contornos y besos, cuando entras en mí y me eternizas de polvo y lunas. Sobrevivimos porque somos fluidos, gemidos, miradas sobre miradas, piel de la piel.# Yo seré tu alma de mármol hasta el próximo encuentro, tú serás mi pasión de vivir hasta ese instante. Amanece. Regresas a la misma ventana. Yo volveré a vestirme de rutinas y silencios. Mientras subo al taxi camino al aeropuerto, te observo ya petrificado y suspiro. Siempre nos quedará París en primavera.

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Escritor puertorriqueño. Autor de Caleidoscopio (Isla Negra, 2004) y La belleza bruta (Tal Cual, 2008; Aventis, 2010, 2012). Fue reseñador de libros para Radio Universidad y para la revista Plural. Ha sido instructor de idiomas, traductor, colaborador editorial, lector y corrector legal. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en las antologías: Edición Mínima (Gaviota, 2005), El Sótano 00931 - número antológico internacional Puerto Rico/ República Dominicana (2009), El ojo del huracán (Editorial Norma, 2011), Revue Meet No 15 Porto Rico/Phnom Penh (Saint Nazaire, 2011), en la revista-cartel Contramuro (abril 2012) y en Review: Literature and Arts of the Americas (no.86, 2013).

nicipal, pero nadie se atrevió a ponerle un dedo encima a la mujer. Quiso entonces la Fortuna que su mano rozara un cundiamor florecido. Este, acicateado por la calentuPor Francisco Font Acevedo ra, ofreció el rugoso bulbo, que la mujer se untó de prisa en las manos. Viendo que no se quemaba se lo pasó por los labios, los brazos y Tarot (Fuerza) su contraída flor de Jericó. La flor abierta flotó entre sus muslos hasta que la mujer, nueve veces felicitada, tragó del cundiamor la semilla. Apenas partió canturreando, los Temible era la mano de la mujer pájaros bebieron de la tierra allí incendiaria. Todo cuanto tocaba, anegada. fruto o flor, humeaba: higos, tamarindos, don diegos y lirios eran fulminados al contacto con su piel. Privada de humedad, su cuerpo rivalizaba con la aridez del desierto. Reptil tóxico No había clepsidra que pudiera contener el agua cerca de ella; su tiempo era de arena. Resuelta a no liquidar otra inocencia, anduvo días Un parte de prensa debiera anundesnuda abrazando estatuas a la ciarlo: un reptil tóxico anda suelto intemperie. El metal encandilado por la Milla de Oro. El espécimen sudaba la pátina y la excreta de tiende a pasar inadvertido, pues no paloma, pero conservaba su alea- anda en cuatro patas, no se arrastra ción molecular. Quienes vieron los por el suelo, su rabo inexistente no abrazos hablaron de prodigio, ex- tiene escamas y su boca de dientes posición deshonesta o higiene mu- romos no bufa al abrirse. Reptil

Impromptus

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bípedo es el que anda suelto por Hato Rey. Ojo a las mujeres que cerca de él se encuentren. Miren como erguido fuma, como porta un morral en bandolera, como su mirada fruncida escruta el paisaje. Si lo ven, rehúyan el contacto. Dicen que sus toxinas, digitales, no tardan en llegar a la corriente sanguínea, a trepar por la espina y sobreexcitar las glándulas del llanto. Siéntese como vidrios que se anegan en las

Francisco Font Acevedo © Celia B. Font Acevedo

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Francisco Font Acevedo

(1) Aquí hubo Alguien –vacante ahora–; (2) Cuidado, está pisando tierra de forasteros; (3) Sufrir es también una lengua extranjera. No faltarán bufones que celebren tu leyenda de soberano de pacotilla, la vanidad de tus ficciones propietarias. Ríete y únete a la comparsa. Los elementos a la intemperie te han regalado la ruina. A todos nos toca, tarde o temprano, desaprender el esperanto.

Tarot (El Eón)

zonas erógenas confundiendo placer con dolor. Cuando el llanto de la víctima es público, los pájaros vuelan despavoridos como si se tratara de aguacero y el reptil tóxico, desconcertado, dirá dos o tres frases desesperadas para paliar el efecto. Será peor: palabra y tacto conjugados escamarán la piel de la víctima, momento en que el reptil, corroído de sí mismo, huirá del lugar, cigarro en boca, las manos ácidas chamuscándoles los bolsillos.

ro, impávido como una piedra, desasido hasta de mí mismo, más allá de las emociones tórridas, con mi lengua de rumiante. Ni siquiera la pesadumbre me colma. Nada. Piedra e indolencia. Piedra y dejar hacer, dejar que se deshagan los nudos como si todo fuera ver caer la lluvia. Lo sé, me arrepentiré. Ya tengo la primicia: no sentir también tiene su espanto.

Los edictos del bufón

Ménade Tu dolor, Ménade, es mi lengua extranjera. Abres la boca para desatar tu furia estival; braceas, te mesas los cabellos, lloras con una rabia profundamente libidinosa. Te veo y me espanto. Fuiste tú, me dices; ¿yo?, no, me digo, confundido por tu acento foráneo. Un torbellino, un maremágnum desatas en el aire vecinal propiciando el escándalo, el oído atento, los vidrios que cortan las ondas de Moebia 803, mientras yo, sentado, con las piernas cruzadas, asisto a la catástrofe que tu bella furia agiganta. Ah, cómo te envidio, Ménade, en tu esperanto puntiagudo, lleno de consonantes que ululan, mientras yo me demo-

A la primera amenaza de lluvia la Corte entera desapareció dejándote vestido y alborotado en tu poltrona de pajilla y latón. Tú que habías voceado desde el comienzo tu imperio sobre el ombligo propio y ajeno; tú que te sentaste, báculo en mano, piernas abiertas, lanzando consignas y cruzacalles de soberanía absoluta; tú, juzgándote el único, de pronto te ves en la desolación multitudinaria. Tu reino, lo sabes, era Omphalos: tus dominios, meras parcelas imaginarias. Ahora que la Corte ha dimitido, aprovecha para descalzarte y poner los pies en tierra. Aprovecha, de paso, para manotear con el báculo, dibujando en el aire tu oportuna desdicha. Dicta y publica los edictos siguientes:

Somos crédulos, despiadadamente crédulos. Gente de fe dura: cuatro personas que sabemos creer. No tenemos predilección por ninguna doctrina. Cualquiera nos sirve, siempre que su portavoz no la contradiga. Eso debió haberlo sabido el electricista encubierto. En una parada de guagua había dicho a una testigo de Jehová que no creía ni en la luz eléctrica. Su desprecio al Oro Negro nos cautivó. Enseguida lo abordamos y lo invitamos a almorzar con tal de seguir escuchándolo. Ante el brío de su palabra humillamos la cabeza. Deseosos de adelantar nuestra conversión, le rogamos que esa noche acudiera a la casa. Allí el hombre se sintió a sus anchas y habló de ritos profanos. Ellas, aquiescentes, le hicieron acomodo en la cama agasajándolo con dulzura. Cuando nos tocó el turno a los hombres, apagamos la luz, acción que sobresaltó al portavoz. Le dijimos que cumplíamos con la fe por él transmitida; pero su voz en la oscuridad escupió improperios y lanzó golpes a ciegas. Insensatamente, trató de escapar. Amordazado debió escuchar nuestra apostasía, mientras las mujeres llenaban la bañera. Fue él quien falló a su causa; nosotros solo descartamos otra demagogia. Durante días vestimos de blanco. Sabemos, devotos de devoción, que otro deslumbramiento está por llegar.

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(Nueva York, 1963) es autor, artista gráfico y director cinematográfico. Co-autor junto al productor Rafael J. Rivera-Viruet del libro de referencia HOLLYWOOD… Se habla español. La versión en inglés de éste les mereció un premio en el New York Book Fair en el año 2009. También ha publicado El ejercicio de lo absurdo y otros placeres elitistas (cuento, 1994), Un hombre joven con unas alas enormes (cuento, 1995), Memorias de un nómada urbano (ensayo, 1996), El olor de los muertos (novela, 1995) y Una noche con Carlitos Colón (ensayo, 2014). Resto ha sido incluido en varias antologías de cuento contemporáneo. Otros escritos suyos figuran en un sinnúmero de revistas, periódicos e internet. Actualmente es el creador, director y productor general del programa de televisión Bobby's Bodega Stories en Bronx Networks Television, Nueva York.

La orfandad de Adán

Por Max Resto

gundo de descuido, le arrancó una mujer del costado, condenándole para siempre a esa tan molesta forma de compañía.

La hidalguía de mi ingenio La única diferencia entre la genialidad y la estupidez consiste en que la genialidad tiene sus límites. Mortimer Adler

Lo llaman Adán por no encontrar qué otra cosa llamarlo. Y le falta una costilla. Lo que le da un aire de convalecencia a su caminar y un tono de desamparo a su risa. Es alto, esbelto, pálido y triste. Camina con la cabeza baja. Como quien perdió algo muchos años ha y, a pesar de ya no tener la esperanza de encontrarlo, aún lo sigue buscando. No habla con nadie. No mira a nadie y odia sobremanera que lo miren. Todo le molesta, aunque de nada se queja. Va de un lado a otro maldiciendo su destino. Loco por encontrar al ser que, en un se-

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Ese vertiginoso sentimiento de zozobra. Esa sensación de rodillas castañeantes. Ese soberbio fluir líquido y abrasante que se apoderó de mi sistema visceral me recorrió todo el cuerpo y por unos minutos milenarios me privó del sentido. Robó a mi vida su tiempo y espacio. Era ésta la obvia culminación de una circunstancia que había comenzado meses antes con la hidalguía de mi ingenio. Justo ayer había perdido su infalibilidad y me arrojaba a un abismo de demencia. Todo, gracias al papelito que todavía conservo en mis manos.

Esa pálida mímica creacionista que exige una contínua negación de mí mismo con cada nueva producción fue lo que en agosto dio comienzo a todo. Ayer, seis meses después, sentado entre el público en la magna premiación del certamen anual de literatura nacional, saboreaba la callada complacencia que imaginaba traída por la culminación de mi soberbia broma intelectual. Poseo, para mi dicha, un muy saludable pero realista reconocimiento de mi talento literario. Un talento cuidadosamente cultivado y sometido a estricta disciplina. Cuando en aquella ocasión se me propuso participar con algún escrito en tal certamen, hice acopio de todo ese talento en una creación que consideré, tras semanas de ardua labor, una pieza excelsa. De regia calidad y verbosidad luminosa. Un trabajo, en todo, superior a mis anteriores manifestaciones. Lo curioso ocurrió días después, cuando me senté en mi escritorio más por novelería que por disciplina. Guiado por un instinto impreciso y no por mi acostumbrado rigor, di a luz otro cuento que se extralimitaba en calidad temática y que sobresalía por mucho en cuidados estéticos a mi previa narración. Li-

Max Resto Foto © Kike Sebá.

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Max Resto

ra para trocarse en un denso sentimiento de expectación. Finalmente, anunció al ganador como si deletreara con afán de oficial aduanero aquel nombre que dejaba en mi orgullo un sabor dulce y avasallador: Máximo de Moné. El público se inmovilizó por unos segundos cargados de viscosa eternidad. Un hombre sentado en una esquina distante del auditorio se irguió y comenzó a moverse con seguridad en dirección al entarimado a la vez que la concurrencia explotaba en un rugido de emoción. El hombre era de estatura pequeña, calva incipiente de unas lanitas grisáceas, ojos vivaces y sonrisa amplia y satisfecha. Vestía una camisa de seda cómoda y fresca, color blanco; pantalón ancho, elegante, de tiempo impreciso y unos mocasines marrón que se deslizaban por el suelo aparentando no tocarlo. Todo el conjunto, demasiado parecido al que yo hubiera querido lucir en un gesto de desdén a la formalidad, para mí injuriante, de todo el evento. Mis ojos y oídos no daban crédito a la naturalidad vulgar de aquella intromisión. El falso “Máximo” subió a la tarima esparciendo a su paso y sin disimulo una simpatía enfermiza. Los jueces y auspiciadores se desbordaban en adulaciones. El usurpador las aceptó y recibió su premio con suprema humildad: una placa en metálico de grandes proporciones y un cheque por una suma respetable. Se colocó a un extremo del grupo de premiados, junto a los jueces, para la fotografía oficial que al día siguiente engala-

naría la primera página de la sección cultural en los principales diarios del país. Sólo entonces se dignó a dirigir a mi desolada persona una leve mueca más parecida a la complacencia sádica que a una genuina sonrisa de cortesía. Fue en ese preciso instante que me obsequió aquel guiño desbordante de turbia complicidad. Lo demencial de todo el caso no fue el calculado hurto de mis glorias y honores. No fue el hecho de que, cuando quise darle alcance al concluir la actividad, el falso “de Moné” se escurrió sin prisa entre la eufórica multitud y desapareció sin dejar rastro. Tampoco fue mi furiosa decisión de dejar impune el crimen como inclemente penitencia ante mi fallido gesto de reconocimiento, sino aquella ominosa nota. Fue al siguiente día y bajo el inflexible propósito de olvidar el suceso que me integré con ahínco a mis rigores cotidianos. De camino al empleo, abrí el buzón sin especial interés. Allí estaba la nota. Garrapateada descuidadamente. Con mi inconfundible caligrafía. Sosteniendo con una de esas presillas cubiertas de plástico de llamativos colores que son de mi agrado, el cheque del primer premio del certamen nacional de literatura. En el mismo, figuraba estampado el nombre Máximo de Moné. Éste venía acompañado del mensaje críptico y simple que atentó contra mi integridad física y mental robándome el sosiego. Esa pregunta mortificante, sugestiva y sentenciosa: “¿Te asustas?”

Max Resto Foto © MRCS

mitado a participar con una sola obra, ya sometida, me incliné por enviar el nuevo relato bajo el sugerente seudónimo Máximo de Moné. Conservé mi compostura y frialdad cuando se dio comienzo al anuncio de los premios. Sabía que todos los presentes tendrían al menos una mención destacada en sus trabajos. (Tanto Máximo como yo habíamos recibido hacía dos semanas aquel elegante sobre certificado mediante el cual se nos invitaba a asistir.) Un número considerable de jóvenes que tenían el rostro manchado por ese orín pestilente del santo de inspiración ocasional para la cursilería y cuyos ambiguos amagos literarios carecían de la esperanza de reincidir, marcharon en una vergonzosa procesión de “besamanería” rindiéndole homenaje a los mecenas impávidamente alineados sobre el entarimado. Se llamó al tercer lugar en la modalidad narrativa. Un hombre espejuelado y grueso, taciturno, de ademanes parsimoniosos y caminar pesado propio de un rumiante, se dirigió al proscenio. Fue un diáfano golpe de gloria para mí cuando, con voz preclara, el presentador voceó mi nombre y anunció el título de mi historia como merecedora del segundo galardón. Aquella euforia contenida casi me hacía reventar la piel. Tenía la certeza de que si el jurado se regía por criterios que de alguna forma fueran similares a los míos, mi otro cuento obtendría la máxima presea. El anfitrión se acercó al micrófono y aguardó a que la ovación que flotaba en el aire del recinto se disipa-

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Puerto Rico (1959). Abogada. Se ha desempeñado como juez administrativo. Tiene una Maestría en Creación Literaria (summa cum laude) por la Universidad del Sagrado Corazón, Puerto Rico. En el 2002 fue premiada por la Dirección General de la Mujer en Madrid en el Certamen para Cuentos No Sexistas. Fue una de las ganadoras del Certamen de Narrativa La Barca de la Cultura y la primera escritora invitada a Tertucuento. Recibió el premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña por su libro Cuentos Traidores, también premiado por el Pen Club, Capítulo de Puerto Rico, y seleccionado como uno de los mejores libros del 2010 por el Ateneo Puertorriqueño en Ponce. Otras publicaciones: Sara: La historia cierta (Boreales, 2012, Editorial Letra Negra, 2013), El fraile confabulado (Editorial Letra Negra, 2012) y Los cantos de Safo (en prensa Editorial Letra Negra, 2015).

Primera creación Por Rubis M. Camacho

“Creer que el cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño,! esto es amor, quien lo probó, lo sabe.” Lope de Vega

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Conjugó átomos y distribuyó moléculas. En la mente infinita las ideas subían en espirales sorprendentes. Por eso, sobre la bola del mundo tiñó tapices con verdes, azules y rojos. Jugueteando con la masa terrestre (compuesta de corteza perfumada, alas de mariposa y huevos de serpiente) formó a un hombre. Aún no sabía lo que era. La figura se le enrollaba en la diestra como un viento de tormenta. Trató de afirmarlo sobre la superficie global. La figura se tambaleó al impacto de la brisa marina. “Ser un Dios perfecto y crear un ser tan frágil”. Se recriminó. Lo tomó por la cabeza y lo aplastó contra las raíces de los árboles que brotaban de la tierra reluciente. Así se le formaron los pies, parte terminal de las extremidades destinada a

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recorrer caminos y acortar distancias. Una piedra menuda se interpuso entre la figura y la tierra. Por eso los pies le quedaron cóncavos. Una cantera de insectos se posó en la cabeza del hombre. Dios los acarició para aprender el zumbido. Los puntos voladores se transformaron en pelo bruñido, ensortijado. Otros insectos, asustados, sembraron las ponzoñas en la molleja blanda hasta que la sangre corrió del cerebro a la piel lánguida y mortecina. Así le nació el instinto a la figura.

Segunda creación El hombre desnudo despertó por causa de un dolor profundo en el costado. Encontró a su lado un cuerpo oloroso a nuevo lleno de protuberancias. En algunos rincones de aquel cuerpo vio la huella de un diente mayúsculo, y en el cabello de la nueva figura sintió la ardiente agitación de la luz. Un ligero movimiento puso en evidencia dos montoncitos rosados que se le sublevaban en el pecho. Dios sintió el deseo de dormir buenamente entre ambos. Al rastreo de la tarde, un animal marino depositó la concha entre las piernas del nuevo ser.

Abrió los ojos la mujer primera y pestañeó. Cuatro veces pestañeó. Dios descubrió que había creado las estaciones. Respiró la mujer. Dios se replegó. Cuando la mujer alzó el cuello, aparecieron las cordilleras y los labradores con azadas en las manos. Movió la lengua y se iniciaron los temblores en la tierra. Emitió el primer sonido y todos los seres vivos se iniciaron en el diálogo. Dios se acercó para oler debajo de sus brazos. De inmediato explotaron los#aromas en las selvas y en los terrenos cálidos. Agitó la mujer el cabello y comenzaron las lluvias. Se desbordaron los ríos hasta llevar el agua al pico de las águilas en las peñas, y poner el trago acuoso en los hocicos de las lobas cuyas tetas amamantaban cervatillos. Dios se lloviznó los labios y descubrió que había creado la pasión. Cuando la mujer se puso de pie, un monstruo marino hendió las aguas oceánicas, las patas de los elefantes estremecieron la tierra, las monarcas amarillearon los troncos y las piedras, los caballos corrieron desenfrenados a los desiertos, los peces se congregaron en las bahías, los pájaros regresaron hechizados, y de las charcas solitarias, donde los claros dejan las nubes prendidas en las corrientes, salieron perros alborotados.

Rubis M. Camacho Foto © Rubis M. Camacho

AURORABOREAL Puro Cuento

Rubis M. Camacho

Caminó la mujer algunos pasos y la ventisca se atrevió a otear la humedad entre sus piernas. Los polos del planeta recién creado se rompieron, se derritieron. En el campo, cercano al vientre de las bestias, el paso de la mujer abrió un camino nuevo, insospechado.

La máxima creación* El séptimo día terminó Dios lo que había hecho... Génesis 2: 2

Lo inventé para resolver mi angustia. Venía de hacer los sistemas intergalácticos; de crear los átomos y los vacíos interatómicos, de rebotar por el cosmos reformulando los años luz, de organizar la vida en distantes planetas y ordenar el sistema solar donde gravita la Tierra. Recristalicé la nieve para cubrir con glaciares un diez por ciento de la Tierra. Extendí uno de los ríos a 7,020 km. y deposité en él la quinta parte del agua fluvial del planeta Tierra. Planté una dorsal oceánica desde los 87°N (unos 333 kilómetros al Sur del Polo Norte) hasta una de las islas, 1700 kilómetros al

Norte de la Antártida. Ordené al viento solar excitar determinadas especies moleculares para tintar los colores de la aurora boreal. Lancé rinocerontes enormes a las charcas africanas. Inundé de dinosaurios las selvas. Convertí la masa terrestre en una pasta de donde las hierbas, flores y árboles brotaron espontáneas. Puse al Lori arco iris al este, mandé al quetzal mesoamericano a las regiones centrales y algunas zonas del sur. Al frailecillo atlántico le ordené batir las alas cuatrocientas veces por minuto. Destiné a las ballenas, delfines, marsopas, manatíes, dugongos, focas, morsas, osos polares, tiburones y peces de cualquier especie a las profundidades marinas y a las superficies heladas… pero no fue hasta crear al hombre que conocí la angustia. ¡Poderoso abatimiento q u e s e mu l t i p l i c a b a s o l o ! ! Entonces, inventé la palabra descanso. Con miedo me recluí en él.

Las lágrimas del fraile a Tangerina

Acude el fraile a la curandera. La vereda que conduce a la choza es pedregosa y empinada. Las uñas de

los pies se le rompen con las rocas. A menudo resbala en el fango, pero se limpia los rasguños y vuelve a la senda. Necesita llegar. Como todos los meses, pide a la curandera que le ponga la medicina que alivia el dolor del corazón. La mujer, en trance, canta letanías y expulsa demonios. Luego, selecciona al azar una pomada que pone en los ojos del fraile. El religioso siente fuego en la mirada, intensísimo ardor. Llora con ganas. Llora sin miedo de ser visto por los parroquianos. Llora con gritos. Llora con gemidos y murmullos. Llora por desvelos y nostalgias. Llora por los criminales. Llora por los enfermos. Llora por los niños hambrientos. Llora salpicado de dudas. Llora por sus manos vacías. Llora por el miedo que le tiene a Dios. Llora porque no puede vivir sin Dios. Llora porque le hastía la liturgia. Llora por que detesta la irreverencia. La mujer, con gran cuidado y compasión, usa su cobija para secar las lágrimas del fraile. *** –¿Verdad, que no debemos creer en los artificios de los paganos curanderos?– Días después le consulta un parroquiano. Suspira el fraile… suspira… suspira.

* Pertenece al libro de relatos La otra Biblia (inédito).

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Puerto Rico (1959). Escritor. Fue coordinador de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón en Puerto Rico. Ha trabajado como tecnólogo médico durante más de veinte años. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en las antologías Los otros cuerpos y Salta que salta. Ha publicado trabajos en diversas revistas literarias. Se especializa en diseñar y dictar cursos de auto-publicación, novela corta, minirrelatos, memorias y cuento. Su primer libro, 5 minutos de para ser infiel, fue éxito de ventas en librerías de su país. Actualmente trabaja arduamente en los detalles finales de su disertación doctoral y se mantiene activo como profesor de narrativa. Su nuevo libro En el reino de la Garúa, utiliza la técnica del metarelato para crear un libro de microcuentos.

Minirrelatos

dotes, una monja y un seminarista Todos los hombres se elevaron para atraparla.

son iguales

La crema antiarrugas

Por Emilio del Carril

Brujerías La acusaron de ser bruja porque la vieron surcar el cielo una noche. Cuando iban a quemarla, alzó vuelo. Iracundo, el inquisidor gritó que no dejaran escapar al endriago diabólico. En ese momento, dos sacer-

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La primera vez que se puso una pequeña porción de la crema antiarrugas que le compró al vendedor de un país extraño, se le desaparecieron las pequeñas líneas de expresión. Desesperado por obtener resultados más dramáticos, al otro día embadurnó toda su cara. Horas después, se le había borrado el rostro. Desde ese día, todas las mañanas se pinta una cara nueva con sus acuarelas de infancia. Su única limitación es salir de la casa en los días lluviosos.

Corrió despavorida por las calles cuando se percató que todos los hombres tenían el mismo rostro. Se ocultó entre unos arbustos. Allí, frente a frente, tropezó con uno de los clones. Al verla, él también fue presa de un pánico desmedido e irracional. De inmediato, el hombre corrió lejos mientras gritaba: “No puede ser, todas las mujeres son iguales”.

Sobre el origen de las manzanas rojas Hace milenios, todas las manzanas eran verdes. Vivían felices, hasta

Emilio del Carril © Emilio del Carril

AURORABOREAL Minirrelatos

Emilio del Carril

que una de ellas, cansada de aguantar la irresistible pasión que le provocaba, besó ardientemente a su vecina. Ante el ósculo imprevisto (no rechazado, por cierto), la susodicha se sonrojó permanentemente. En ese momento, las demás manzanas comenzaron a besarse.

pas ajenas y renunció a su puesto. Como no consiguió sustituto, decidió deshacerse del envase. Después de muchas vacilaciones, le regaló la cajita a una muchacha llamada Pandora.

La madre sonrió con ternura, le dio un abrazo al niño vampiro y cerró el ataúd.

Hombre monosílabo

Hombre Monosílabo ter minó abruptamente la entrevista cuando —Mamá, le temo mucho a la luz. Por la sagaz reportera le preguntó por favor, cierra bien las ventanas y las corti- qué lo llamaban Hombre Monosínas. labo.

Miedos Diurnos

Dinga y Mandinga Las deidades poseedoras de las peores tendencias y defectos conocidos tuvieron un duelo para ver cuál de las dos se quedaba con la humanidad. Terminaron empatadas. Ante la encrucijada, decidieron dividirse el botín a partes iguales. Desde ese día el que no tiene a Dinga, tiene a Mandinga.

Las que el viento se llevó Nimrod pronunció el conjuro. Un estrépito se escuchó por los confines. El viento comenzó a devolver todas las palabras que por siglos se había llevado. Las palabras, provenientes de todas las lenguas conocidas, se habían transformado en un suave polvillo multicolor que se fue amontonando en una gran torre. El primer rey coronado después del diluvio observó su obra y con orgullo gritó: “Babel”.

El recogedor de culpas El recogedor de culpas caminaba por villas y poblados en la búsqueda de personas para extraerles el sentimiento que tanto les afectaba. A su paso dejaba un ambiente de alegría. Acomodaba las culpas en una cajita hecha por los dioses. Un día no pudo más con el peso de las cul-

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Puerto Rico (1964). En 2003 publica su relatario Cada vez te despides mejor. En 2009 dio a la imprenta una narración arisca que rehuye clasificaciones políticamente correctas, El informe Cabrera. Posteriormente, en 2012 publica otros 2 relatarios: uno a 2 manos con Edgardo Nieves-Mieles, Las aventuras del Pez Gato, y Por eso es que no me gusta soñar.

La medusa

Por “Pepe” Liboy Erba

Los submarinos hundidos son mi pasión. Siempre iba a verlos con una amiga de la escuela. Bajábamos una colina alta que estaba en la playa y nos pasábamos la tarde mirando el viejo submarino hundido. Una vez vinieron a verme unos pescadores para decirme que mi amiga se había ido a nadar y que no había vuelto a la orilla. Me alarmé y enseguida me encaminé hasta el sitio en donde estaba el submarino. Me sumergí hasta el fondo arenoso y allí encontré una inmensa medusa. De alguna manera, la medusa me habló al corazón. —Soy yo, Julio —me anunció—. No sabía cómo decírtelo. A veces me convierto en una medusa. No siempre me puedo quedar en la tierra contigo. A veces tengo que irme al

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fondo del mar. Aquí, junto al submarino que tanto nos gusta. —¿Por qué te conviertes en medusa? —le pregunté—. Yo siempre he sido tu amigo, y ahora siento que hay una parte de tu vida en la que yo no siempre podría estar. —No te lo digo para que te sientas así —respondió mi amiga—. Aunque en los sentimientos soy como tú, soy distinta en ese sentido.# Volví a la superficie con un sentimiento de zozobra. Esto porque pensaba pasarme toda la vida con mi amiga visitando el submarino. Pero poco después sentí calma, pues ella enseguida volvió a ser una niña y hasta regresamos a la escuela. Los pescadores nos estaban esperando en la placita para saludarnos. Se sintieron aliviados porque acepté a mi amiga aunque se convirtiera en medusa. Hicimos una pequeña fiesta y luego cada cual volvió a su casa. Al otro día, me vinieron a ver los padres de mi amiga para consolarme. Ella había vuelto al mar y ahora no estaba junto al submarino hundido que tanto nos encantaba.# —Nuestra hija está lejos hoy —me dijeron—. No puede ir a la escuela contigo esta mañana. Sin embargo, como la aprecias, queremos darte un consejo para que no te desconsuele su ausencia. Como a las per-

José Liboy Erba Foto © José Liboy Erba

AURORABOREAL Minirrelatos

José Liboy Erba

sonas que no oyen o no pueden hablar, a nuestra hija no siempre la podrás comprender. Los que queremos a esas personas debemos tener una pasión. Es decir, algo que nos guste mucho. Si a ti te gustan los submarinos, debes procurar saber todo sobre ellos. No te preocupe averiguar por qué lo encontraste hundido. Seguramente ya era un submarino viejo. Debes saber todo, todo. Lo que te guste mucho, síguelo hasta que agotes la materia. —¿Pero volveré a ver a mi amiga? —les pregunté. —Claro —me respondieron—. Y si no volviera, siempre recordarás que la viste en su otra forma de ser junto a las cosas que más te agradan.

Rehab

Cinco de cada diez de los habitantes de aquella urbanización eran sicoinfórmatas. Mi guía también es un sicoinfórmata, por lo que no le presté mucha atención a sus estadísticas. Perfectas amas de casa con la personalidad al máximo de su desarrollo. Cuando pasamos por allí, una de ellas salió corriendo desnuda de su

casa. La cocina estaba ardiendo en largas llamaradas. —¿Qué le ha pasado? —pregunté. — Debe tratarse de una rehab —dijo el Om—. Máximo grado de desarrollo personal. —¿No debiéramos bajarnos a apagar el siniestro? —le pregunté—. Yo sé que conviene esperar un poco a que llegue la prensa para informar de este suceso, pero ¿por qué dejar que se le queme la casa? ¿No es propio de nuestra naturaleza humana ayudar a nuestros semejantes? Tenía que servirme de esta retórica Eric Fromm para que el Om me comprendiera. De lo contrario, no hubiera detenido la marcha. —Bien –dijo el Om—. De todas maneras es inútil hacerlo. —Vamos —le dije—. Acompáñeme en la aventura de la vida. Disfrutemos la extinción del siniestro y descubramos los pequeños placeres de la existencia. Es nuestro deber, nuestro privilegio… Con la displicencia habitual de los sicoinfórmatas, el Om me siguió hasta el interior de la residencia. Encontré un extintor y apagué el siniestro. El Om se limitó a mirarme hacer. —No me gustan los muebles de la sala —dijo sin emoción—. Con todo y que son fruto del gusto cuidado y selectivo de la mujer que acabamos de ver. No me gustan, no me gustan.

Un inmenso retrato del Che Guevara adornaba el living. Con letras que parecían estar hechas descuidadamente con un pintalabios: Che. Debajo de la cabeza barbuda. Demencial. Parece que la cocina se incendió espontáneamente, porque había una hermosa lasaña ya preparada. Fue una visión terriblemente triste. El plato regio en la hermosa bandeja, solo en la chamusquina vil de la una cocina quemada. Los edificios quemados siempre conservan algo así como un misterio, un no sé qué de que ya ha pasado y puede a la brevedad posible empezar todo de nuevo. Pero los fuegos de cocina no tienen nada de eso y uno piensa: es un fuego sin alma. La mujer nunca regresó a la casa. Entré a la parte de atrás para ver si había niños en los cuartos. Pues me han dicho que estas rehab tienen hijos. Para ellas, máximo grado de desarrollo es algo así como no me importa lo que pase, no quiero saber nada, no me importa y que se joda. Máximo grado de desarrollo personal. No había niños en los cuartos. —Podemos irnos —le dije al Om—. No hay nadie más en la casa. —Le advertí que sería inútil —dijo—. Un fuego idéntico al que acabamos de apagar surgirá en otra casa idéntica a esta otra dentro de tres minutos. Cada cinco minutos hay un fuego de cocina. En los Estados Unidos, cada dos minutos. Ya debe estar ardiendo otra a nivel nacional. Eran sicoinfórmatas. No eran siquiera enfermos porque la enfermedad supone cura. Y los sicoinfórmatas no tienen cura. Uno convive con ellos y los ayuda en lo que puede. Salimos de la casa y encontramos a la hembra conversando con un hombre que llevaba un vestido según las costumbres folclóricas de una nación que no recuerdo. Alemán, lituano, checo, en verdad todo era lo mismo. Un traje de presidiario colorido. La mujer estaba desnuda, pero no importaba. Quizá llevaba sus mejores galas. O

quizá ese era el folclor de su país natal. Imposible saberlo. —Señora —le dije—. Apagamos el fuego de su cocina. Pudo haber perdido la casa. —La vida es así —dijo—. Se tienen cosas y luego las perdemos. El análisis transaccional nos enseña cómo afrontar la pérdida de nuestras posesiones materiales o seres queridos. Sonreía. El hombre del traje dijo algo en poinano, que es el idioma de los que se niegan a hablar en lengua imperial, aunque tampoco sepan hablar su lengua de nacimiento. —Piea limeo pasare iteno ale –dijo. —Algo así como una mezcla de idiomas vivos y alegres con idiomas muertos. —¿No sentirá frío así? —le pregunté al Om. —Las rehab no sienten nada —me explicó—. Grado Máximo de Desarrollo Personal. —Gracias por apagarlo –dijo ella—. Hoy hice una lasaña. ¿La vieron? —La vimos –le dije—. Es hermosa. —Espero no me la hayan echado a perder en el ajetreo de apagar el incendio. —No —le dije—. La lasaña está intacta. Sonreía con unos ojos que no parpadeaban ni por accidente. “Máximo grado de desarrollo personal en relaciones humanas”, recordé. —Gracias —dijo—. Gracias.

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Puerto Rico, 1946. Es Licenciado en Artes con una especialidad en en Literatura Inglesa y Pedagogía de SUNY en Buffalo. También tiene un P.D. de Educational Supervision & Administration del Graduate School of Education at Fordham University. Ha enseñado poesía y arte dramática y ha dado talleres de creación literaria a través de las escuelas públicas de Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey; y en las universidades de Yale, Columbia, Pratt Institute, Lehman y City College/CCNY. Ha editado, diseñado y publicado mas de 66 antologías estudiantiles desde 1966. Actualmente se desempeña como profesor de literatura latinoamericana y caribeña en Boricua College en Nueva York."

Noo Jork: Desde una isla al interior de una ciudad

Por José Ángel Figueroa Traducción Carmen Amaralis Vega

Todavía recuerdo el primer día. Era 1952 y mamá estaba orgullosa de anunciar que habíamos llegado finalmente a nuestra nueva isla llamada El Bronx. “Tu primera lección de Inglés," dijo Mamá," es aprender cómo decir “hamburger” para de no morir de hambre cuando se te pregunte lo que quieres comer. Olvídate de arroz amarillo y habichuelas con aguacate. Piensa americano. Nuestro lenguaje y el espíritu cultural no serán recibidos ni aceptados. Mientras tanto comer mantequilla de maní y sándwiches de mermelada hasta que aprendas las palabras más difíciles." Aprendimos una palabra nueva cada día antes de comenzar las clases.

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“Pero mamá" le pregunté, "¿y si se nos olvida como decir "hamburger"? ¿Entonces qué?" Después de hacerme entrar en sentido por medio de un cimbronazo, ella respondió: “Dí "¡French fries!” Y si también se te olvida la segunda lección, dí "ketchup.” Mis hermanos y hermanas aprendieron inglés leyendo los ojos de los extraños mientras permanecían humildes. Esto determinaba si eran vecinos amigables o asesinos a sangre fría que sonríen antes de crucificar por haberse atrevido a abrazar el sueño americano. A menudo, no sabíamos si estos extraños estaban sonriendo o rechinando los dientes. Pero el mensaje era claro: Estados Unidos era la propiedad privada. ¡Manos fuera! Tuvimos que crecer rápido — y en perfecto inglés. Como un niño de diez años con ojos silenciosos, tímido pero pensativo, fui visto como un extranjero y llamado Perro-Rican. Fueron bastante ofendidos por mi bello y profundo acento, piel canela y ropa tropical muy animada. Era una época de gran prosperidad, sin embargo de gran temor para la ola de recién llegados. Tal vez si mi cara y color fueran representados en las pinturas de Americanos por Nor man Rockwell, yo no habría sido víctima de la opresión educativa.

En lugar de eso, yo era el que hablaba chistoso y a quien amaban odiar. Aprender a hablar inglés mientras actuaba como americano se convirtió en una guerra de tira y afloja no declarada. Si yo decidía no pensar y actuar como Dick y Jane , me castigaban por hablar español, y era condenado a limpiar la pizarra. José, ¿puedes ver? Los Estados Unidos invadieron a Puerto Rico en 1898 y me marcaban de extranjero! Era asesinato puro. Venir a la escuela era una ejecución pública diaria, con veneno brotándoles de los ojos. Algunos de hecho apuntaban, levantaban el dedo de en medio del cuerpo y disparaban mortalmente a través del centro de mi corazón español. Pero mi dignidad era a prueba de balas. ¡Gritos de Mira! ¡Mira! Fueron intentos inflexibles para desfigurar mi autoestima. Fue una conspiración descarada para hacerme sentir insignificante mientras era tratado sin entidad denominada “Otro.” En resumen, yo era una proyección de ego alienado. "¿Pero por qué? le pregunté a este de diez años de edad. ¿Por qué? ¿No se dan cuenta de que yo, como ellos, era E Pluribus Unum — uno formado a partir de muchos? ¿Por qué debe ser usado el inglés para dominar mis pensamientos en vez

José Ángel Figueroa © George Malave

AURORABOREAL Ensayo

José Ángel Figueroa

de cultivar la mente y el potencial creativo? ¿Por qué no inglés — plus? Después de todo, el ABC viene duro, a menudo intimidándome. Me sentía como si las pruebas de I.Q. y de lectura fueron un intento escandaloso de invadir mi identidad nacional boricua, o si no para hacerme invisible. Cuando esto no funcionó, fui remitido a una habitación aburrida, sin personalidad, disfrazada como un taller para los de "aprendizaje lento," estaba "privado culturalmente." Naturalmente, yo era la minoría que también era intelectualmente desfavorecida. ¿Qué vino primero — la etiqueta o el estigma? A medida que los meses se convirtieron en años, yo era menos el recién llegado que un prisionero de la Junta Educativa de la ciudad de Nueva York, luchando para mantener mi propia integridad. Sentí que el inglés era una discordia gigantesca o un adversario con la misión de sabotear mi esencia puertorriqueña, disparándome con el quién, qué, dónde, cuándo, por qué y cómo! Yo estaba enredado en una telaraña de asimilación y aculturación. Todo esto dejó una impresión duradera en mí. No se me permitió hablar en mi propio idioma. En su lugar, fui frenado, empujado hacia abajo por el lápiz rojo, u orillado a un lado y encarrilado en clases donde el aprendizaje era un sueño inalcanzable y muerto. Francamente, el tipo de educación que recibí nunca se lo le desearía ni a una roca. Cuando no estaba haciendo coloridos portavasos en la clase de economía doméstica, dibujaba hermosas casas perfectamente cuadradas con rayos de sol brotando fuera de los cielos mientras los románticos árboles de palma se paralizaban cerca de la orilla del mar. Y si no eras el magnífico murmurando, rascándote la nariz, o perdiendo tu alma durante algún examen de inglés, eras el genio de la clase o el payaso.

con la mano derecha, o condenado al ostracismo por ser mi yo natural. Pero no funcionó. Yo no le permitiría a las camisas rellenas ni al sistema jugar fútbol con mi mente. ¡Yo pude haber sido "lento" con mis ABC’s al principio, pero sin duda no era ningún Juan Bobo! Nadie iba a reducirme. ¡Mi orgullo era inquebrantable! Tal vez la fragancia, las especias y el sabor de mi "Boricuez" estaba demasiado arraigado. Simplemente me negué a renunciar a mi acento romántico. Yo no iba a ser privado de mi libertad de ser. Mientras que muchos se defendieron al unirse a pandillas callejeras como los Caballeros Púrpura o Los Jóvenes Salvajes (1961), con las navajas retráctiles destellando desde su bolsillo trasero, yo leía el diccionario como estudiando la Biblia. Abuela Felipa y mamá me habían enseñado bien. ¿Y qué pasó cuando me puse de pie desafiante y hablé mi lengua materna? Mi maestra, la Sra. Schaefer, con quien experimenté por primera vez “puppy-love”, me cogió la mano hacia abajo mientras me rasguñaba con unas uñas escandalosas, esperando a que dejara de hablar español cuando yo no entendía sus palabras. Me enviaron al decano, un hipócrita de modales moderados que enrolló su periódico firmemente y con su confiable bastón en mi cabeza, gritó "¡Habla solamente inglés! ¡El español es malo para tí! Repite: ¡Habla solo inglés! ¡Una vez más! ¡El español es malo para tí! " Fui violado emocionalmente y abandonado en algún rincón del mundo con un gorro de burro en la cabeza; más tarde obligado a permanecer después de la escuela para escribir en tres enormes pizarras: "Hablar inglés. El español es malo para mí. No volveré a hablarlo" Volví a casa con un dolor de cabeza bilingüe. A la mañana siguiente, mamá fue arrastrada hacia la oficina del de-2cano con mi profesor y director de Ser zurdo no ayudó tampoco. A la escuela, quienes vertían sílabas menudo me vi obligado a escribir desagradables por la boca. Me in-

movilizaron y mataron con sus cejas. Mamá estaba confundida y avergonzada, como si hubiera incendiado la escuela. Cuando traté de explicarle a ella, ella me dio una fuerte bofetada en la cara. Morí llorando por dentro. Cuando me ordenaron regresar a clases, la sonrisa en los rostros de mis compañeros de clase me descorazonó, me ahogué en mi silencio. Todavía podía recordar la bofetada de mamá en mi cara como si hubiera sucedido ayer. Supe entonces que los Estados Unidos habían declarado una guerra contra mi herencia cultural. Pero yo ya no estaba resentido con el idioma inglés. Supe entonces que era una conspiración deliberada para temerle al idioma y como resultado, someterse a la invisibilidad. En lugar de eso, opté por hacerme amigo del inglés y dominar las posibilidades, pero mantuve el español muy cerca de mi corazón. Aún así, fue una verdadera lástima que uno no podía ser aceptado ni admirado por tener lo mejor de dos mundos, dos grandes lenguas y culturas. Yo estaba decidido a sobrevivir a la máquina del sueño americano con su presión para ajustarse mientras le das la espalda a tu propia identidad. -3Llegó el momento en que "me gradué" de la escuela primaria, pero yo no estaba seguro si mi listón de 5 y 10 centavos era una A+ ó un pasaporte para la descomunicación. Aprendí a estar en guardia y desarrollar antenas de detección de falsedades que me dio una mayor capacidad de resistencia y fuerza de voluntad cuando alguien sacudió mi mano mientras me apuñalaba la espalda al mismo tiempo. Deliberadamente opté por no devolver el odio y el racismo tan fácilmente escupido sobre mí. Y me di cuenta de cómo la opresión intelectual y educativa así como su sistema de calificación y etiquetas, también me degradaban. Yo estaba decidido a adoptar la poesía como el mayor acto de libe-

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ración humana y a escuchar mucho más de cerca, no sólo lo que me decían, sino cómo. Aprendí a leer los ojos y las expresiones de las personas como si fueran libros de espejos. La poesía me salvó la vida. Crecí respetando la belleza del poder de la palabra hablada o escrita. Poco a poco me convertí en el investigador: aprendiendo que la escritura significa buscar, visualizar y descubrir no lo que conociste, sino cómo pensar. Cuando me convertí en un adolescente de secundaria, aunque todavía inusual con mi ropa de segunda mano, sándwiches de arroz y habichuelas del día anterior y ritmos torpes de rock n' roll, permanecí casado con el español. Sin embargo, me escapé a las bibliotecas públicas y conocí a los poetas y escritores maestros — Blake, Papa Hemingway, Elisabeth Browning, Mark Twain, Emily Dickingson, Longfellow, Dostoyevsky, Langston Hughes, Steinbeck, Ginsberg, Kerouac, Amiri Baraka, y “Willie Shake” (William Shakespeare). En secreto, conocí estas grandes voces de ojo a mente y los presenté a las imaginaciones indelebles de mis otros compadrazgos, o guaitiaos: mis "hermanos de sangre" — Cervantes, de Hostos, Martí, Darío, Lorca, Vallejo, Neruda, Palés Matos, Llorens Torres, Piri Thomas, y Julia de Burgos! He leído, observado y absorbido. La lectura y la escritura se convirtieron en mi segunda piel, una encarnación de palabras que cobra vida para crear un viento fresco por dentro. Así el poeta interior surgió y evolucionó. La poesía se convirtió en mi vocación, Mi pana, Mi confidente, Mi insignia de honor, Mi solidaridad, ¡Mi arma! La búsqueda no fue para determinar qué es la poesía, sino más bien, lo que puede ser: una voz entre muchas. Mientras tanto, continué en búsqueda de mis propias raíces al mismo tiempo que vivía en el anonimato la esperanza de un poeta de color que creía entonces y ahora que algún día los Estados Unidos

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seguirán adoptándome como parte de su propia alma nacional. Durante estos años de transformación también descubrí que los libros escritos acerca de los latinos eran mayormente caricaturas chifladas de la visión distorsionada que tienen algunos anglosajones de los puertorriqueños y de otras personas de colores. Yo era más agresivo como cazador de mi patrimonio nacional y cultural, decidido a crear un equilibrio espiritual y artístico en el presente mientras conseguía un punto de apoyo firme para mi futuro. Como latino, yo sabía que era más importante definirme a mí mismo que permitir que otros me etiquetaran con estereotipos negativos, como la minoría; cuando en realidad, yo era (como el poeta Piri Thomas declaró) "La mayoría de uno." Nunca fui un Otro. Irónicamente, ahora soy una minoría mayoritaria destacada, mientras que la mayoría de los latinos son catalogados como extranjeros ilegales de la nueva y mejorada subclase social. -4Desafortunadamente, las contribuciones crecientes hechas por los latinos a través de los océanos — en la educación, el comercio, el gobierno, en defensa de los pueblos y por la salud, además de otros servicios humanitarios, ó en los medios de comunicación, el cine, el entretenimiento y las artes — para el avance de las condiciones sociales de los demás en la actualidad, son a menudo ignorado. Los encabezados no son ocupados a menos que la imagen de algún alma perdida con una cara de color negro o marrón sea criminalizada o linchada. Los Latinos todavía son representados como migrantes, esponjas inmigrantes y rechazados del contaminado sueño americano; particularmente por los gusanos políticos de derecha y de los profetas religiosos falsos que culpan la caída del presupuesto federal a las mujeres, los ancianos y los niños ilegítimos que necesitan este tipo de reprimenda como necesitan la vio-

lencia doméstica, el VIH-SIDA , el abuso de menores, u otro mal social menos importante que el calentamiento global o la guerra ilegal del presidente Bush en Irak. Sin embargo, nuestra historia de Puerto Rico y el patrimonio cultural reflejan una fuerza increíble y de veracidad como uno en nuestra unanimidad del ser. No vamos a desaparecer, ni entonces ni ahora. Hemos sido a la vez parte (y separación) del impulso norteamericano y parte de este gran país antes de que se convirtiera en Estados Unidos en 1776. Y después cuando invadió Borinquén como parte de su destino manifiesto en nombre de la prosperidad, la democracia y el colonialismo de cupones de alimentos como una colonia perfumada en 1952. Al igual que lo que está por venir, también hemos jugado un papel importante en su redefinición continua, la energía y el talento emergente. La cuestión acuciante solamente del inglés no derrotará a los latinos que creen firmemente en el español —Plus. Estados Unidos debe entender que los principios democráticos no existen únicamente en el idioma inglés y que la herencia hispana es sin duda inseparable de nuestras raíces puertorriqueñas. Por encima de todo, los latinos son más que voces bilingües. También son tan multiculturales como lo son multinacionales por naturaleza. Y tal vez por estas razones un milenio más, elegí un portal para abogar por la libertad de aprendizaje mientras se Puerto-Riqueñiza América.

José Ángel Figueroa Obras: A Mirror In My Own Backstage. NY: Red Sug a rc a n e P re s s , 2 0 1 3 . Hypocrisy Held Hostage. PR: UPR/CePA, 2006. Noo Jork. PR;Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1981. East 110th Street, Detroit, Broadside Press, 1973.

Editorial

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AURORABOREAL Los 10 libros menos vendidos

Los 10 libros menos vendidos pero tal vez los más leídos una vez Por Leo Larsen

Mara Negrón: escritora y catedrática puerto- El ranking de los libros menos vendidos es un rriqueña. Se doctoró en la Universidad París- sondeo al pasado VIII en 1989, donde laboró de la mano de la escriNr Libros injustamente olvidados tora y teórica Hélène Cixous. 1 No todas las suecas son rubias , Manuel Su primer libro, publicaAbreu Adorno do en 1997, fue una investigación en torno a la es2 Los derrotados, César Andréu Iglesias critora brasileña Clarice Lispector. Desde 1996 3 Cartago, Mara Negrón fungió como catedrática Mara Negrón 1959 -2012 de la Universidad de 4 En Babia, José de Diego Padró Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Dirigió el 5 programa de estudios de La novela bingo, Manuel Ramos Otero la mujer y género en dicho recinto y se mantuvo 6 El niño de Arcilla, Evaristo Ribera Chevremont activa en el mundo de la literatura y la investigación. 7 Amy Kootsky, Marigloria Palma En el 2005 publicó su novela Cartago y en el 2010 publicó la selección de ensayos De la ani8 Litoral: reseña de una vida inútil, Luis Palés malidad no hay salida: ensayos sobre animalidad, cuerMatos po y ciudad, donde rastreó las huellas de “lo animal” en obras de creadores como Frank 9 La Llamarada, Enrique Laguerre Kafka, Jacques Derrida, Héléne Cixous, Aurea María Sotomayor, Myrna Báez y Marimater 10 La mirada , René Márques O’Neill. Esta sección pretende recordar los libros injustamente olvidados.

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AURORABOREAL Manuel recomienda leer...

Eduardo Lalo Puerto Rico. Escritor, fotógrafo y artista plástico.

Eduardo Lalo Foto l® Luigino Bracci

El periodista Manuel Cabrales Foto archivo Aurora Boreal®

Es autor de libros de difícil clasificación genérica en los que reúne su pasión por la palabra y la imagen:! La isla silente! (2002),! Los pies de San Juan! (2002),! La inutilidad! (2004),! Donde! (2005),! Los países invisibles! (2008) y! El deseo del lápiz. Castigo, urbanismo, escritura!(2010) y Simone!(2011).

Eduardo Lalo y su Simone

La empiezo a leer con curiosidad ya que me salvó la campana Por Manuel Cabrales, periodista

“Tienes que escribir sobre un autor para un especial de Puerto Rico que tenemos atrasado”, ese fue el mensaje que me dejó el editor de la revista. Empecé a investigar del tema y estaba preocupado porque el tiempo pasaba y yo no progresaba en mis dos párrafos para recomendar un libro de un autor puertorriqueño. La revista me había pasado una lista bastante ambiciosa de autores que ya estaban incluidos en el especial para que yo buscara por mi cuenta un nuevo nombre de mi preferencia y gusto. Pero lo más importante que me habían solicitado: que el autor que yo sugiriera se escapara de tan abundante lista. Y digo abundante porque la lista estaba compuesta por más de cuarenta nombres. Debo confesar que no ha sido tarea fácil porque metido en la India por más de cuatro años, no estoy al tanto de los últimos gritos de la literatura de Puerto Rico. Los primeros nombres que me vinieron a la cabeza de manera espontánea ya estaban todos mencionados en la lista de autores que recibí de la redacción. Años atrás había leído algo de dos autores de la isla que me habían gustado e impresionado: Manuel Abreu y Manuel Ramos Otero. Pero eso había sido a finales del siglo

XX, y aquellos libros reposaban, seguramente tranquilos en un anaquel de mi biblioteca de mi apartamento de Roma en la Via Nemorense. Debería re leerlos y concluir nuevamente. Desafortunadamente yo no tenía plan de viaje a Europa hasta finales de año, lo cuál sería muy tarde. El tiempo pasaba y yo seguía sin conseguir mi autor. Una madrugada en Nueva Delhi me desperté iluminado. Recordé una novela de Mayra Santos-Febres, Fe en disfraz, que me había encantado. Me volví a dormir como un lirón, tranquilo y despreocupado porque en la mañana me sentaría a escribir sobre esta poderosa escritora. Pero a la mañana siguiente me cayó un balde de agua fría al darme cuenta que el nombre de Mayra Santos-Febres ya hacía parte de la bendita lista. Estaba a punto de incumplir mi compromiso por primera vez en seis años de colaboración con la revista. Dedique mis esfuerzos en redactar una nota disculpándome olímpicamente cuando me llegó, como milagro y caído del cielo, un regalo del editor de la revista: una novela, Simone de Eduardo Lalo, la cual empiezo a leer con curiosidad y placer. No es mucho lo que puedo decir, pero Simone y Lalo no estaban en la lista, lo cual me salva como una campana.

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AURORABOREAL Libros

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Antología de poesía puerto- Los derrotados rriqueña contemporánea César Andréu Iglesias Rubén Alejandro Moreira

Veinte siglos después del homicidio Carmelo Rodríguez Torres

Moreira, Rubén Alejandro (Sel., pról. y notas), Antología de poesía puertorriqueña contemporánea, 4 vols. San Juan de Puerto Rico: Tríptico/Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico, 1993. La ingente labor de Rubén Alejandro Moreira posibilitó la, hasta el Sol de hoy, más rigurosa y abarcadora antología de la poesía puertorriqueña. Los 4 volúmenes que juntos suman 1.414 páginas son la punta del témpano de su tesonera investigación y dan cuenta de las voces más granadas de nuestra poesía a partir del romanticismo de María Bibiana Benítez hasta una de las más prometedoras voces emergentes de los 90, Alberto Martínez-Márquez. Así, su Antología de poesía puertorriqueña contemporánea propone que nos embarquemos en un viaje que nos permite recalar en las más variopintas islas que conforman el regio archipiélago de nuestro universo poético. A medida que avanzamos, la travesía nos lleva por paisajes que no sólo muestran las coordenadas más significativas del desarrollo cultural boricua, sino que propician una reflexión para colocar en perspectiva nuestras raíces y nuestra aportación al quehacer lírico del orbe hispanohablante.

Rodríguez Torres, Carmelo, Veinte siglos después del homicidio. Aguadilla, Puerto Rico: Mester, 1971. A través de toda la obra de Rodríguez Torres está presente la impronta de su preocupación por la discriminación racial que enfrenta el negro como consecuencia de una imposición de valores ajenos a nuestra esencia como pueblo. Su proyecto consiste en reafirmar la conciencia de la negritud enraizada en lo boricua más allá de huecas estampas folclóricas. Veinte siglos después del homicidio denuncia y condena la ocupación de su natal Vieques por la Marina estadounidense y el conflicto político-social que ello genera. La resistencia a narrar linealmente y la proclividad a fragmentar lo que se cuenta, la irreverencia soez así como el fuerte componente lírico matizan un enamorado regusto del autor por las palabras que lo capacita para navegar ese proceloso mar en el que izan velas Carpentier, Sarduy, Cabrera Infante y Luis Rafael Sánchez. No obstante, la reciedumbre y belleza de la obra se imponen y ésta termina siendo un poema trágico de dimensiones épicas. Con esta novela, su autor incorpora nuestra narrativa a la corriente latinoamericana de más renombre universal en su momento.

Andréu Iglesias, César, Los derrotados. Río Piedras, Puerto Rico: Editorial Puerto, 1956. En su momento, Los derrotados provocó incendiarias discusiones. Con ella, Andréu le da cuerpo a la dolorosa realidad que desatan los equívocos métodos de lucha del nacionalismo albizuista. Sus postulados extremos e ideales altruistas portan el germen de la debacle del movimiento, lastran la posible adherencia de las multitudes al credo antiimperialista y anula el avance de las luchas sindicales, levadura de profundas transformaciones. Tras un fallido intento de hacer estallar depósitos de gasolina de una base militar y de matar a un general con el fin de obligar a los EUA a liberar a Albizu, el protagonista, Marcos, nacionalista sin fe y con hambre de inmolarse por una gran causa se encuentra en prisión con Paco, viejo amigo y líder sindical. Allí dirimen diferencias. Paco sostiene que la patria no es una entelequia mística, sino un edificio en construcción. Ese diálogo hace hincapié en que el camino a seguir será aquél que nos conduzca al corazón del pueblo. Paco es liberado, pero antes siembra en Marcos nuevas inquietudes. La obra cierra con una postura esperanzadora: Marcos levanta la vista al cielo y lo ve lleno de estrellas.

AURORABOREAL Cine

Broche de Oro

Mal de amores

La historia gira en torno a un grupo de viejitos vivarachos, Rafael, Anselmo y Pablo (Jacobo Morales, Adrián García y Diego de la Texera) que se van en una aventura con el nieto de Rafael, Carlos (Luis Omar O’Farril), para demostrar que la vida no se detiene por la edad. Aquello de que no son los años en tu vida, sino la vida en tus años. La película trae una historia de aventura, llena de risas, momentos que roban el corazón y una buena dosis de música caribeña interpretada por músicos como: Lado VE, La Quilombera, Millo Torres y el Tercer Planeta, Departamento del Ritmo, Rituales, Índigo, DNGR GRDN, Michael Stuart, Wendell Daddy & Bigga Demus y William Cepeda. La película transita por los temas del amor, los choques generacionales, las relaciones de familia y, en especial, la juventud y el abandono a los familiares de la tercera edad. La película fue producida con aportes del fondo cinematográfico de la Corporación de Cine de Puerto Rico (CCPR).

Con la producción ejecutiva del actor Benicio del Toro, “Maldeamores” gira sobre el amor en todas sus etapas y en todas sus formas. El primer beso de un niño. Un hombre que no acepta el rechazo. Un triángulo amoroso entre viejitos. La pasión derrota a la razón una y otra vez en esta comedia de humor negro sobre la búsqueda masoquista del amor. El amor como tema central en una búsqueda profunda de cómo funcionan o “disfuncionan” las relaciones de pareja. Con toques propios de la idiosincrasia caribe, esta comedia de Puerto Rico se adentra en cada una de las historias, mostrándonos experiencias donde a veces la pasión derrota a la razón una y otra vez. Una comedia de humor negro sobre esa suerte, a veces inevitable, del amor.

Puerto Rico

Director: Raúl Marchand Sánchez. Guión: Raúl Marchand Sánchez. Reparto: Jacobo Morales, Adrián García, Diego de la Texera, Wanda Rovira, Luis Omar O’Farrill. Fotografía: Sonnel Velázquez. Música: Jerónimo Mercado. Año: 2012.

Puerto Rico

La espera desesperada Puerto Rico

En plena crisis económica, Jorge se queda sin trabajo. Su situación se torna más difícil cuando a su esposa Lisa necesita una operación por una condición cardiaca. En un acto de desesperación, él robará un banco. Este guión cinematográfico fue ganador del proyecto CoLab de la Corporación de Cine de Puerto Rico. Coraly Santaliz dijo que la idea del largometraje surgió tras una situación que vivió su familia cuando necesitaba un seguro médico para atender la salud de su hermana Annette y ella le dio el toque cómico. “Como el cine es para entretener, veremos a una persona buena cometiendo errores porque no sabe cómo usar un arma y trata de imitar a las películas, pero le sale todo mal”, dijo la directora, quien cuenta con el respaldo de su hermano Walter Santaliz en la dirección de fotografía. Más allá de las situaciones cómicas, la película hace una “crítica sutil” al exponer la reaDirector: Carlos Ruz Ruz, Mariem lidad que enfrentan las personas que Pérez Riera. Guión: Jorge Gonzales, no poseen un plan médico. Carlos Ruíz Ruíz. Reparto: Luis Guzmán, Miguel Ángel Álvarez, Silvia Brito, Yaraní del Valle, Edna Lee Figueroa, Luis Gonzaga, Teresa Hernández, Chavito Marrero, Dolores Pedro, Norman Santiago, Fernando Tarrazo, Roberto Roman. Fotografía: P.J. López. Música: Omar Silva, Eduardo Alegría. Año: 2007.

Dirección: Coraly Santaliz. Guión: Coraly Santaliz. Reparto: Carlos Marchand, Marisé Álvarez, Lynnette Salas. Producción: María José Delgado, Walter Santaliz. Música: Manuel Larrea. Fotografía: Walter Santaliz Año: 2012.

MAY 2013 LITERATURA

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