\"Trotsky, Eisenstein y \'Las Hurdes\': Dialécticas políticas en el cine de Luis Buñuel,\" Hispania, vol. 97, no. 4 (December 2014), pp. 600-611.

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Descripción

Trotsky, Eisenstein y Las Hurdes: Dialécticas políticas en el cine de Luis Buñuel Bécquer Seguín Cornell University Resumen: El siguiente ensayo da cuenta del modo en el que una variedad de textos críticos sobre la película

buñueliana Las Hurdes: Tierra sin pan, ha intentado distinguirla de una determinada interpretación política. Bajo esta operación teórica, la crítica opta por una interpretación políticamente correcta que sitúa al director dentro del problemático campo que une al humanismo con el nihilismo. Es precisamente esta una interpretación contra la cual el mismo Buñuel había luchado toda su carrera. Explorando nuevas constelaciones y trazando viajes de manera novedosa, este ensayo discute las asunciones de la corriente académica que delimita la política de Buñuel, matizando su visión comunista y morigerando su crítica profunda de instituciones tales como la iglesia católica. También se incluye en este ensayo un intento de releer el cine de Buñuel, y en particular Las Hurdes, a través del prisma de la teoría fílmica de Eisenstein, exponiendo otra manera de interpretar dialécticamente los “choques” que se dan entre las tomas. Añadiendo otro giro hegeliano a la interpretación de críticos como Sobchack, podemos entender la manera en la que el propio Buñuel usó la teoría de Eisenstein para realizar su cine, conjugando elementos comunistas e innovadores.

Palabras clave: communism/comunismo, documentary cinema/cine documental, Las Hurdes: Tierra sin pan, Leon Trotsky, Luis Buñuel, politics/política, Sergei Eisenstein

The Rousseauian version of the legend portrays the Hurdanos living in a state of primitive communism . . . —Jeffrey Ruoff, “An Ethnographic Surrealist Film” Hago mías las palabras de Engels que define así la función de un novelista (léase para el caso, la de un creador cinematográfico): ‘el novelista habrá cumplido honradamente cuando, a través de una pintura fiel de las relaciones sociales auténticas, destruya las funciones convencionales, . . . y obligue a dudar al lector de la perennidad del orden existente . . .’ —Luis Buñuel, “El cine, instrumento de poesía”

Retomando el impulso político de Buñuel

E

l 6 de mayo de 1932 puede que sea la fecha más importante de la larga carrera fílmica del director aragonés Luis Buñuel (1900–83). Ese día dimitió del movimiento artístico al cual se había aferrado durante sus primeros años profesionales, realizando durante este breve tiempo dos de sus obras maestras: el cortometraje Un chien andalou (1929) y el largometraje L’Âge d’or (1930). Los creadores de este movimiento artístico—el surrealismo, o, mejor dicho, el grupo surrealista dirigido por el escritor francés André Breton—habían recibido con los brazos abiertos al joven Buñuel y a su amigo universitario Salvador Dalí, con quien había hecho Un chien andalou, poco después de que este corto se estrenase en Francia. De hecho, para el estreno de L’Âge d’or el próximo año, los surrealistas escribieron un manifiesto que publicaron con el folleto publicitario de la película. No obstante este respaldo inicial, la tensa relación entre Buñuel

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y Breton terminó quebrándose en la primavera de 1932. Una simple carta fechada el 6 de mayo de 1932, que abre con las palabras “mi querido Breton” y cerrada con un “muy amistosamente suyo” concluyó el breve paso oficial de Buñuel por el surrealismo. En la carta que su traductor Javier Herrera ha oportunamente titulado “Me adhiero al PCE, dejo el surrealismo”, Buñuel indica que dimite del surrealismo para unir sus fuerzas exclusivamente con el Partido Comunista Español (PCE). Puesto que solo Buñuel puede dar indicaciones de esta decisión, cabe citar sus propias palabras: El solo hecho de haber unido mi propio devenir ideológico al del surrealismo ha podido conducirme algún tiempo después a adherirme al PCE, donde yo veo, tanto subjetiva como objetivamente, una prueba del valor revolucionario del surrealismo. . . . Los últimos acontecimientos han demostrado que hoy estas dos actividades parecen ser incompatibles. (6)

Buñuel pone aquí de manifiesto su propia ingenuidad. Admite haberse unido al movimiento surrealista no solo por cuestiones estéticas sino que se podría postular que lo hizo principalmente por “el gran consuelo moral, auténticamente subversivo representado por el surrealismo”, es decir, por cuestiones evidentemente políticas. La base constituyente de su proyecto artístico, asume Buñuel, sería política, particularmente en clave revolucionario-subversiva. Si no fuéramos conscientes de este elemento político-revolucionario, el mismo Buñuel nos advertiría acerca de éste olvido del elemento fundamental que subyace a su concepción estética, expresado tanto por la deriva eisensteiniana de los “choques” entre tomas (el montaje) que explotarían los cineastas surrealistas, o por la crítica social que de él tomarían muchos de los neorrealistas italianos. Por lo tanto, el montaje para Buñuel no solo tiene que ver con una mera serie de “choques” entre las tomas, sino con “choques” cuyas imágenes explota por motivos políticos guiados por principios comunistas. La misma configuración se manifiesta en su uso (o, incluso, manipulación) de la crítica social: no se puede entender la crítica social de Buñuel—que echa luz sobre acontecimientos aparentemente banales tales como la relación entre la economía y la borrachera de una persona a las siete de la tarde—si se aísla la posición fundamental que en ella ocupa la ideología comunista. En suma, al realizar este filme, Buñuel toma conscientemente una decisión política que marca el resto de su carrera fílmica. Por supuesto, esto no implica que porque Buñuel se unió al Partido Comunista Español (PCE), se convertiría en un comunista para siempre. Sin embargo, la decisión de unirse al PCE conformaría la base de la mirada cinematográfica de Buñuel. Esta particular aproximación estética expresada en su mirada comunista, se hace evidente a lo largo de toda la obra buñueliana, empezando por su documental Las Hurdes: Tierra sin pan (1933). En su larga carrera fílmica, Buñuel solo le dedicó treinta minutos al género del documental y aun muchos críticos cuestionan el carácter documental de estos pocos minutos. Sin embargo, la reticencia de muchos críticos a incluir Las Hurdes dentro del género documental ha ocasionado que esta película haya sido descuidadamente ubicada dentro de otras categorías cinematográficas de manera. El cine surrealista parece destacarse como el que más se vincula con la película de Buñuel debido al obvio lazo que el director mantuvo durante los años veinte con el grupo de André Breton, pero Las Hurdes también se ha leído como parte del llamado realismo social, categoría que indica más estilo que género y que se basa en una crítica izquierdista de toda forma de opresión.1 El realismo social no se debe confundir con el realismo socialista soviético que determinaba el criterio para películas hechas en ese país durante la época estalinista. Los críticos que usan ‘realismo social’ (o cualquier otro que sugiera la misma connotación) nunca establecen un vínculo formal con el comunismo, ni tampoco uno más importante con los cuatro preceptos del realismo socialista promulgados en el Congreso Soviético de 1934. Esa ley establecía que un trabajo artístico debería estar guiado por una combinación de arte relevante y comprensible para los trabajadores; una ilustración de escenas típicas de lo diario del trabajador; representaciones realistas; y un apoyo al partido y al estado, en ese momento estalinista. El realismo social, en cambio, proviene del movimiento artístico homónimo de origen estadounidense que surgió tras la

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depresión económica de los años veinte como respuesta a problemas relacionado con la pobreza, el racismo y los trabajadores, entre otros. Vivian Sobchack, en una de las primeras lecturas de la película de Buñuel, retoma la dialéctica del cine y la matiza de tal manera que incorpora al espectador en el esquema dialéctico que producen las yuxtaposiciones surrealistas. En este sentido, la dialéctica se establece entre la tesis y la antítesis en la pantalla mientras que la síntesis la tendrá que producir el espectador al ver la película. A esto lo llama el proceso activo por el cual se exige que el espectador pase al ver el documental. Partiendo de este modelo hegeliano, algunos críticos como Tom Conley sugieren que Las Hurdes se forma en base a una contradicción fundamental a nivel formal entre dos estilos estéticos: el surrealismo y el documental, es decir, el ‘realismo’ (social). Esta contradicción fundamental, por lo tanto, solo conduce al espectador hacia una interpretación ambigua de la película en torno a su mensaje político y estético. Para Conley, aunque parezca que Buñuel nos esté presentando una película documental que intenta iluminar una verdad (sumamente política), una mirada sensible hacia la estructura cinematográfica revelaría de manera autorreferencial la relación entre el espectador y lo que ve en la pantalla. En los últimos años ha sido privilegiada la idea de que Las Hurdes no ocupa una posición en el cine documental o surrealista, como lo habían aseverado Sobchack y Conley. Esta nueva ola crítica ha ignorado, extirpado o condenado a la impotencia los motivos políticos de Buñuel hasta el punto de convertir a la película en una reliquia de temps perdu ahistórica y apolítica. James Lastra, ejemplo de esta tendencia, usa como sinécdoque para la ambigüedad estética y política una escena de Las Hurdes que captura la supuesta caída por una montaña rocosa de una cabra. Plagada de contradicciones políticas que se materializan para el espectador estéticamente, Lastra imagina la película como un equilibrista balanceándose, pero nunca cayendo de un lado (político) u otro: “Simultaneously a documentary and a dismanteling of the documentary form, Las Hurdes treads a thin line between revolutionary social critique and reactionary revulsion” (53). Además, “even sympathetic critics are affected by the film’s ambiguities” (54). Lastra, en fin, parece asumir la ambigüedad moral, política y epistemológica que estima ver en la película. A diferencia de Sobchack o Conley, quienes a lo largo de todo su estudio buscan explicar lo que ellos llaman de alguna forma u otra la ambigüedad que subyace a Las Hurdes, Lastra parte de estos argumentos para explorar la idea de que “its real critical power . . . is inextricable from its darker side—the dehumanization and repudiation of its subjects” (52). Ted Nannicelli, otro representante de esta lectura apolítica y ahistórica, traduce las afirmaciones y los supuestos de Lastra a un vocabulario más explícitamente político y las lleva a su fin ideológico. Este autor propone considerar Las Hurdes “not as a Communist call for revolutionary change but rather as a subversive, anarchistic reworking of the then-popular ethnographic documentary and travelogue modes of filmmaking . . . the structure and tone of the film itself undermine any claims about its socially progressive nature” (143). El supuesto fundamental de Nannicelli es que el comunismo es una política maligna de la que el legado de Buñuel debe ser extirpado. Es como si el hegelianismo nos llevara al marxismo, el cual a su vez, nos abre el camino hacia el comunismo estatal. El objetivo del presente ensayo no es retornar a una crítica marxista vulgar para poder situar a la obra y al director dentro de un paradigma rígidamente propagandista que no tomara en cuenta el legado crítico y excluyera el problema de la ambigüedad en Las Hurdes. El comunismo de Buñuel no es tan dogmático como para ignorar las ambigüedades presentes en el marxismo o en los proyectos artísticos de la izquierda revolucionaria. Pero, a diferencia de críticos que premian la ambigüedad ontológicamente como algo bueno en sí, Buñuel nos obliga a enfocarnos en cómo, aun con muchas ambigüedades, su documental ofrece una perspectiva coherente que mantiene viva una mirada comunista que no se dejó apropiar ni por el en ese momento presente gobierno republicano ni por el gobierno falangista que subiría al poder tras la Guerra Civil unos siete años más tarde. El objeto de este texto es establecer los parámetros de una mirada comunista que subyace tanto formal como idealmente la película buñueliana sobre la región extremeña.

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Tomando la invitación de Nannicelli, retomaré los andamiajes hegelianos del ensayo de Sobchack para estructurar esta mirada comunista de Buñuel, una mirada que tiene mucho más que ver con un impulso político que con su carrera con el Comunismo estatal. De hecho, tal como dijo Marx, “para nosotros el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual” (48). ¿Se puede decir que Buñuel, en sus ‘años rojos’, elabora una mirada comunista que guía su perspectiva por lo menos en Las Hurdes y, tal vez, en el resto de su carrera fílmica? Trazando una conexión entre los aportes buñuelianos y los realizados por León Trotsky, cuyas pocas palabras sobre el cine han sido ignoradas por todos los críticos fílmicos de Buñuel (e incluso prácticamente por todos los críticos fílmicos en su conjunto), abrevaré en el ensayo del revolucionario ruso titulado “El alcohol, la Iglesia, y el cine” para leer las primeras escenas de Las Hurdes, localizadas en el pueblo de La Alberca. Esta constelación no discutida previamente por la crítica nos ayudará a comprender más profundamente las dinámicas políticas de la crítica que Buñuel lleva a cabo en Las Hurdes, manteniendo nuestra atención en lo que Buñuel le dice a Breton en su carta de despedida al Grupo Surrealista: “El hecho de mi separación de su actividad no implica el abandono total de todas sus concepciones sino solamente las que hoy se oponen a la aceptación del surrealismo por el PC” (7). Es decir, estudiaré en el presente artículo aquellas teorías que nos ayudan a comprender la obra de Buñuel bajo la luz de un camino intelectual y artístico hacia el comunismo: las de Trotsky y Eisenstein. Luego, daré cuenta de una discusión más formalmente cinematográfica, volviendo a delinear el importante vínculo que existe entre la teoría fílmica de Eisenstein y la película buñueliana que nos concierne. Con estos dos enlaces espero retomar el impulso político, es decir, la mirada comunista de Buñuel que aparentemente se ha ido omitiendo—o ‘humanizando’ para proveer una interpretación supuestamente imparcial—a lo largo de la historia crítica sobre Las Hurdes. Sean cual sean sus inclinaciones, Buñuel nunca se volvió apolítico o antipolítico. Por lo tanto, ¿por qué hemos de serlo nosotros?

Trotsky en La Alberca Escrito unos diez años antes de que Buñuel estrenara su documental sobre la indigente región extremeña conocida como Las Hurdes, el ensayo “El alcohol, la iglesia y el cine” captura algunas de las pocas palabras que el revolucionario comunista Trotsky le dedicó al novedoso medio artístico. Trotsky identifica en el ensayo la Santísima Trinidad de su cultura popular contemporánea—el alcohol, la iglesia y el cine—y localiza, a través de una dialéctica del choque el potencial subversivo en el último. Denomino a esta operación una “dialéctica del choque”, porque Trotsky, obviamente informado por la dialéctica hegeliana, opone dos productos culturales y concibe al cine como la solución para erradicarlos. “El cine divierte, instruye, sorprende la imaginación con imágenes y quita las ganas de ir a la iglesia” (47), escribe Trotsky animadamente, describiendo una mezcla de categorías emancipadoras que funcionarían mucho mejor que aquellas todavía arraigadas en el suelo burgués, tales como la pintura o la literatura. “El cine es un gran competidor”, prosigue Trotsky, “no sólo de la taberna sino también de la iglesia. Es el instrumento del que tenemos que apoderarnos a toda costa” (47). Podemos dar por sentadas las razones que llevaron a Trotsky a intentar desterrar del poder político y cultural a la institución eclesiástica: su formación marxista nos indica que para él “la religión es el opio del pueblo”. ¿Pero por qué la oposición al alcohol? Podríamos especular que el revolucionario ruso disponía de una teorización parecida a la del poeta francés Charles Baudelaire unos setenta y dos años antes en su ensayo “Du vin et du haschisch”. Aunque no está nada claro si había siquiera leído al poeta francés, Trotsky fácilmente habría compartido su interpretación económica de los dos vicios alucinógenos—aunque habría llegado a conclusiones opuestas por razones políticas. En su ensayo comparativo, Baudelaire indica que el hachís solo debería ser fumado por aquellos que disponen de una vida aristocrática mientras que el vino

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debería reservarse para los obreros. Precisa Baudelaire: “el vino es para aquél pueblo que trabaja y merece beberlo. El hachís pertenece a la clase de goces solitarios; está hecho para los miserables ociosos” (la traducción de francés a español de aquí en adelante es mía). Mientras que Baudelaire concluye a partir de esta división que “el vino es útil, produce resultados fructíferos [y] el hachís es inutil y peligroso” (25), Trotsky estaría de acuerdo solo con su interpretación del hachís.3 Por cierto, aunque no desarrolla su desprecio por el alcohol en su ensayo, podemos especular que para Trotsky el vino serviría para adormecer las capacidades intelectuales del pueblo, sustrayendo al individuo de la sociedad y rompiendo el vínculo horizontal con sus compañeros. A esto añade Trotsky que el alcohol históricamente ha hecho desembolsar todos los ahorros del pueblo en los bolsillos del zar, quien hasta la revolución tenía el monopolio de la industria de licores. Por eso, apunta Trotsky, “la abolición del ‘presupuesto de la borrachera’ . . . la liquidación de la empresa de degradación del pueblo a través de francachelas hay que acreditársela a la revolución” (42). En una nota a pie de página el comunista ruso se hace eco de la idea de que “el monopolio del cine podría jugar un papel en el saneamiento de nuestras finanzas, comparable al que desempeñaba el monopolio del alcohol en las finanzas del Estado zarista” (45). Durante su periodo capitalista, el estado zarista se apoderó hegemónicamente de la distribución del vodka. Por lo tanto, Trotsky se ha dado cuenta de que el vodka no solo droga a las masas, adormeciendo las facultades intelectuales, sino que lo hace a través del fetichismo de la mercancía. El cine, por otro lado, se usaría como propaganda para despertar al pueblo de su delirio alcohólico-espiritual y provocar en él una autoconciencia emancipadora, llevando a cabo la teoría de la “revolución permanente” de Trotsky. Richard Taylor nos provee una articulación similar: In 1923 Trotsky suggested that, whereas in the feudal era the Church had been the opiate of the people, and in the capitalist period the tsarist government had created a state vodka monopoly to the same end, in a socialist society the cinema, instead of drugging the masses into submission, would emancipate them towards a new consciousness. (65–66)

Cabe aquí repetir el énfasis trotskyano en el estatus fundamental de esta operación dialéctica para poder llevar a cabo la culminación comunista que prevé. Admito que la relación entre Buñuel y Trotsky es difícil de trazar, aunque Buñuel admite que recibió una introducción al pensamiento de Marx, Lenin, y Trotsky cuando cursaba los estudios universitarios en Madrid. En su libro Mi último suspiro, Buñuel explica los principios del desarrollo de su conciencia política a finales de los años veinte: con la excepción de tres o cuatro de nosotros, hubo que esperar a los años 1927–1928, muy poco antes de la proclamación de la República, para que esta conciencia [política] se manifestara. Hasta entonces no concedíamos—con algunas excepciones—más que una atención discreta a las primeras revistas anarquistas y comunistas. Estas últimas nos daban a conocer textos de Lenin, de Trotski. (87)

Poco después, en 1929, Buñuel estrenará su primera película, el cortometraje Un chien andalou que escribió y dirigió con su amigo Salvador Dalí, marcando su entrada al movimiento artísticopolítico del grupo surrealista francés. A pesar de esto, es muy probable que Buñuel y Trotsky nunca se hubieran conocido. Sin embargo y de modo notable, tenían a André Breton como amigo común y decidieron residir en México durante sus últimos años de vida. No obstante, de una manera u otra, Buñuel dio atención a la peculiar voz de combate que puso en acto Trotsky. Las primeras escenas de su documental Las Hurdes reconstruyen precisamente la dialéctica que estableció el revolucionario ruso unos diez años antes en su ensayo sobre el alcohol, la iglesia, y el cine. Llevándonos primero al territorio salmantino de La Alberca, el narrador nos indica que este es un “pueblo bastante rico, de carácter feudal, que tiene una gran influencia sobre la vida de Las Hurdes”. De este modo, modela la narrativa dentro de una serie de paradigmas políticos y sociales que dependen de la relación entre la periferia

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y el centro. Este par binario se establece de manera más ostensible en la versión estrenada en España donde, en una de las primeras tomas, vemos un mapa regional que identifica las tres localidades importantes cuya relación subyace la crítica política del documental buñueliano: Salamanca, La Alberca y Las Hurdes. Salamanca, una de las ciudades más antiguas y culturalmente importantes de España, se viste de centro actual e histórico en este tríptico, ejerciendo la misma influencia sobre La Alberca que la que ésta ejerce supuestamente sobre Las Hurdes. No ha de sorprendernos, por lo tanto, que varias de las excursiones que preceden e incluyen a la que realizó el joven director surrealista en abril del año 1933, partieron desde Salamanca. Desde que Félix Lope de Vega escribe sobre esta ciudad a comienzos del siglo diecisiete en su comedia Las Batuecas del Duque de Alba, supuestamente apoyándose en las crónicas de un salmantino, hasta que Miguel de Unamuno, el escritor, poeta, filósofo, y rector de la Universidad de Salamanca, viaja al lugar en 1913 y escribe sobre ella en 1922, Las Hurdes había mantenido una relación de sumisión hacia Salamanca, en gran parte debido a la cultura académica que fomentaba el estudio positivista de una aproximación antropológica hacia lo que ahora se llaman las culturas subalternas y que era propagada por aquella ciudad. Román Gubern y Paul Hammond, en su estudio sobre “los años rojos” de Buñuel, confirman esta sospecha de la relación centro-periferia que la región extremeña habría mantenido con la capital leonesa: “un aspecto estridente de aquella miseria moral radicaba en que estaba situada a poco más de una hora de la universitaria y culta Salamanca” (169). La sugerencia menos explícita que perciben estos autores supone que el condicionamiento social impuesto por la universidad, y especialmente la lógica positivista, entorpece el sentido emancipador. Ese sentido permitiría a muchos intelectuales de épocas pasadas y presentes estudiar Las Hurdes ya no con el objeto de menospreciar a sus habitantes ni de lamentar sus condiciones de sumisión a la pobreza, sino de liberarlos de ese destino. En vez de reconocer este deber, tanto Lope de Vega como Unamuno—y muchos otros exploradores de esta región empobrecida, incluyendo, por supuesto, a Alfonso XIII—sucumbieron ante la tentación centrista. La perspectiva de la ciudad imponía como objetivo de su viaje entender aquel lugar despreciado y disgregado. Pero ese entendimiento suponía constreñirlo como una mera novedad que justificara la crónica posteriormente diseminada en la urbe en lugar de intentar cambiar, alterar, o de alguna manera afectar sus condiciones materiales. Buñuel tampoco parece escaparse de esta lógica centrista. Deteniéndose en La Alberca, la película presenta esta comunidad como un espacio anacrónico (con aspecto medieval) cuya trayectoria parece trazar un tipo de darwinismo invertido. El progreso en La Alberca solo afirma la proximidad de su destino trágico. En una toma que parece enfocarse en la pared de una iglesia, el narrador nos ofrece una sinécdoque que presagia el futuro inevitable del pueblo: “dos calaveras en su nicho parecen presidir los destinos de este pueblo”. Se ve en esta toma el primero de los dos elementos sumamente contradictorios que darán vida a una dialéctica a través del cine. Como la describe Tom Conley, esta toma es una “medium closeup of alcove on church with a Latin cross at crown of border; two skulls are visible in adjacent openings to left and right” (190). La iglesia no solo es parte de la vida cotidiana en La Alberca sino que, de alguna manera, da forma e impulso a esa vida a través de ciertos ritos y costumbres. Unos segundos después, la cámara se acerca a una de las construcciones del pueblo y muestra que “la mayoría de las casas tiene grabada sobre sus puertas una inscripción religiosa: Ave María, sin pecado concebida”. Mirando hacia el pasado, la inscripción católica parece servir de recuerdo acerca del origen físico y espiritual de cada albercano. Finalmente, la última serie de tomas en La Alberca nos introduce a “una fiesta extraña y bárbara”, como explica el narrador, que obliga a cada hombre recién casado del pueblo a arrancarle la cabeza a un gallo colgado en el medio de la plaza de la iglesia. Esta concisa constelación explica precisamente cómo Buñuel quiere que entendamos la fuerza religiosa que se ha apoderado tanto de La Alberca como de Las Hurdes. De las tres escenas descritas podemos extraer una comprensión de la temporalidad respecto de la cual se posiciona

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cada una. Si las dos calaveras encajadas en los nichos dan a conocer una mirada católica hacia un futuro ominoso, la inscripción que aparece arriba de la puerta de los albercanos indica esto mismo pero dirigido hacia un pasado inmaculado. Esta visión religiosa de la concepción y de la muerte, lastrada por un determinismo espiritual, da vida de manera dialéctica a un presente inconsciente de su posición inalterable ante la caída libre que es el rumbo hasta nuestro fin material. Tan inconsciente es (o tiene que ser) su presente que los habitantes del pueblo, supuestamente practicantes católicos, se emborrachan descaradamente antes de las siete de la tarde. Es necesario, parece indicar la película, que los albercanos, al menos por un día al año, alivien el peso eclesiástico y el destino histórico de su consciencia. El presente, por cierto, acarrea otras connotaciones que no forman parte de la narrativa religiosa del pasado (el origen) o del futuro (el destino), permitiendo que la consciencia de la gente del pueblo se escape de su pobreza actual. Sin embargo, esta necesidad de los albercanos de desenredarse del hilo histórico e inmutable que propone la religión, tal vez indica que es ésta última la que carece del tipo de coherencia requerida para combatir contra las condiciones materiales. La religión pretende dar una moralidad útil a los empobrecidos cuando meramente les otorga una estructura donde lo supuestamente común de la religión se ve fracturado en el ámbito político. Así describe Trotsky la religión en su ensayo: No existe un nexo moral, sino sólo una relación informe, persistente, maquinal, sin vínculos con la conciencia: el del curioso que no se niega a participar ocasionalmente en una procesión o en un servicio solemne, a escuchar los cantos religiosos y a hacer apresuradamente la señal de la cruz. Esta ceremonia maquinal, que pesa sobre la conciencia, no es superable por la sola crítica, hay que remplazarla por nuevas formas de vida, nuevas distracciones, nuevos espectáculos que eleven el nivel de cultura. (46)

Para Trotsky, la religión tiene la forma de lo que llamaré un “significante hueco”. Este se diferencia de lo que Ernesto Laclau, entre otros, ha llamado un “significante vacío” (36), es decir, un significante sin significado. Lo importante del significante hueco, en contraposición con el significante vacío, es que mientras el último simplemente no tiene un significado al cual esté atado, el primero—el significante hueco—está enlazado precisamente a un significante que en realidad no tiene. La religión implica que su mayor principio, la moralidad, sea el adhesivo que sostiene todo su esquema metafísico. Especialmente en esta época posterior a la Ilustración, las religiones se apoyan más y más en su pedagogía moral para reclutar y mantener seguidores. Trotsky, en su análisis, está sumamente atento a este fenómeno y por eso quiere lanzar su crítica hacia el eje alrededor del cual la religión moderna se mueve para aumentar su aparato propagandístico. Buñuel también parece estar atento a la maquinaria de la religión. En la serie de tomas con la cual nos introduce a La Alberca, el director aragonés describe una sociedad que se ha dejado llevar por un sistema metafísico sin el centro moral que había concitado la atención de la generación que primero decidió convertirse al catolicismo alrededor del año 1200. Sin este eje moral, la religión solo aporta una idea de cómo empezó la humanidad y de cómo terminará, dejando por lo tanto como una instancia hueca la de las condiciones metafísicas que deberían guiar el presente. Este hueco, sostienen Buñuel y Trotsky, se llena con el opuesto del significante deseado, es decir, se completa con la importación capitalista-dionisíaca que para Trotsky fue el vodka y para Buñuel, el vino. Es más, el giro buñueliano le da otra contradicción al catolicismo, sacando de sus entrañas eucarísticas la “Sangre de Cristo” para llenarlas de nuevo con el mismo contenido material, el vino, pero con otro contenido simbólico, esta vez ligado a Dionisio. Es notable cómo en sus tres primeras películas, Buñuel se dedica a explorar las posibilidades políticas del cine surrealista. Además, para realizar estas posibilidades políticas, las obras surrealistas de Buñuel—Las Hurdes en particular—parecen utilizar el cine, como sugirió Trotsky, para denunciar la ideología burguesa a través de sus vicios icónicos: la iglesia y el alcohol. En la lógica burguesa, un vicio no puede funcionar sin el otro. La Iglesia católica, atada

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teológicamente al sacramento de la comunión, ubica al alcohol en el centro de su experiencia espiritual. Igualmente, el alcohol, atado por la burguesía ideológicamente al aperitivo, se consume con el entendimiento de que, siguiendo este mínimo desenfreno, todos regresarán a la iglesia el domingo para pedir perdón por sus pecados. Este círculo vicioso desplegado por la ideología burguesa es el que Buñuel criticaría, al menos implícitamente en algunos casos, a lo largo de su carrera cinematográfica. La ausencia de Trotsky en la teorización surrealista seguramente tiene que ver con los debates en los niveles más altos del movimiento entre el propio André Breton, que era amigo de Trotsky y lo apoyaba políticamente, y Louis Aragon, quien admiraba a Stalin y, en 1930, redactó el panfleto “Aux intellectuels révolutionnaires”, pretendiendo separar el surrealismo y el psicoanálisis de Breton del Trotskismo, que, entre otras cosas, le parecía demasiado enrevesado para tener potencial revolucionario (Gubern y Hammond 94–95). La fractura entre Breton y Aragon, que sucedería dos años después, sirvió para aislar al primero del movimiento surrealista, provocando el mismo resultado para el pensamiento Trotskista. De todos modos, mucho más fácil es trazar la relación entre Buñuel y otro pensador comunista ruso, Sergei Eisenstein, a quien conoció en el apogeo de su paso oficial por el cine surrealista.

Eisenstein en Las Hurdes Irónicamente, este encuentro entre Buñuel y Eisenstein no se produjo en una capital europea, tal como Madrid o París, sino en Hollywood. Allí residía el director ruso, quien filmó para la Paramount la famosa película inacabada ¡Que viva México! pasando bastante tiempo con Charlie Chaplin. Buñuel, quien recibió una oferta para trabajar en los Estados Unidos, no como director de una nueva película sino como un aprendiz de Hollywood bajo la égida de MGM, conocería a muchos de los cineastas más importantes de la época. Junto a su amigo, el director británico Ivor Montagu, pasó mucho tiempo en la casa de Chaplin hablando con él y Eisenstein. Unos meses antes de su encuentro con el joven director surrealista, tras ver la película en Suiza en agosto de 1929, Eisenstein mencionó, con desaprobación, que L’Âge d’or había expuesto el alcance de la desintegración de la conciencia burguesa. Alrededor de la misma época, Eisenstein publicó un epílogo al libro de Naum Kaufman, Cine japonés (1929), donde articuló una teoría del montaje en contraposición a la de Vsevolod Pudovkin. En este sentido, emergió un debate teórico entre la idea del montaje como una serie de “choques” entre las tomas y el montaje como una serie de “emparejamientos” de las tomas. Aunque Eisenstein, como buen comunista, dijo que empleaba su propia teoría fílmica al rodar y, de hecho, utilizó varios ejemplos de sus películas para ilustrar los principios de su versión del montaje; uno no puede dejar de notar que el movimiento fílmico surrealista—y las primeras tres películas de Buñuel en particular—explotó la idea de los choques de Eisenstein para enfatizar varias características tales como la fantasía onírica, la deliberada confusión del tiempo, y el erotismo lírico, entre otras. Rastros de la noción eisensteiniana de los choques entre las tomas cinematográficas son ostensibles ya en su primer artículo “Montage of Attractions”, publicado en 1923. En este texto, Eisenstein presenta una breve teoría sobre el teatro que desarrollaría unos seis años después en su ensayo “The Cinematographic Principle and the Ideogram” en 1929. Mercè Ibarz sugiere que, congraciado con la red de cineclubs parisinos, Buñuel seguramente conocía el debate entre Eisenstein y Pudovkin y, al parecer, se afilió a las ideas del primero (70). Aunque es posible que Eisenstein simplemente pensara discutir con Pudovkin en términos teóricos, su noción del montaje como un choque que ocasiona una idea también fue una reacción frente al movimiento cinematográfico que se desarrollaba en Hollywood. Allí, tras las primeras películas de D. W. Griffith, se empezaba a contraponer la noción del mise-en-scène con la del montaje, contraposición que daría vida al debate entre el realismo y el expresionismo. No obstante, el debate entre Eisenstein, por un lado, y Pudovkin y Griffith, por el otro, se ubicaba en el espectro del expresionismo, donde el objetivo era presentar ideas al mayor público a través de un cine

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que principalmente privilegiaba la trama como una secuencia de tomas en lugar de la puesta en acto de unas pocas tomas largas cuya composición carecía de un ritmo constante. Publicada en el ensayo “On Editing” en 1926, la teoría de Pudovkin, la cual Eisenstein caracterizó como el “montage as a series of fragments. In a chain. ‘Bricks.’ Bricks that expound an idea serially” (15), tiene como objetivo principal, al igual que la de Griffith, controlar la orientación psicológica de la audiencia: One must learn to understand that editing is in actual fact a compulsory and deliberate guidance of thoughts and associations of the spectator. If the editing be merely an uncontrolled combination of the various pieces, the spectator will understand (apprehend) nothing from it; but if it be coordinated according to a definitely selected course of events or conceptual line, either agitated or calm, it will either excite or sooth the spectator. (10)

En la teoría que expone Pudovkin, la participación de la audiencia se reduce casi a la acción física de ver. La responsabilidad del desarrollo de una historia y su presentación visual de la manera que más fácilmente se comprenda por parte de la audiencia recae en el director de la película. El objetivo implícito de esta teoría sería adquirir la máxima integración del espectador con la mínima dificultad intelectual para el mismo. El espectador, en este esquema, solo consume la película, inconsciente de su condición en tanto artefacto visual. Las transiciones entre las tomas, por lo tanto, tienen que ser suaves, sin dejar ningún espacio donde pueda brotar la autoconsciencia del carácter del artefacto cinematográfico. Eisenstein rechaza la noción implícita en la teoría de Pudovkin de que la secuencia fílmica tiene que ser predecible y lineal: “I opposed him with my view of the montage as a collision, my view that the collision of two factors gives rise to an idea. In my view a series is merely one possible particular case” (19). Es decir, la secuencia suave a veces puede funcionar, pero la norma es otra, emplazada en un “choque” dialéctico entre tomas para dar vida a un concepto. Para ilustrar su noción del choque, Eisenstein describe la composición de los jeroglíficos (ideogramas) japoneses: The point is that the copulation—perhaps we had better say the combination—of two hieroglyphs of the simplest series is regarded not as their sum total but as their product . . . each taken separately corresponds to an object but their combination corresponds to a concept. The combination of two ‘representable’ objects achieves the representation of something that cannot be graphically represented. For example: the representation of water and eye signifies ‘to weep’ . . . This is montage! Yes. Precisely what we do in cinema, juxtaposing representational shots that have, as far as possible, the same meaning, that are neutral in terms of their meaning, in meaningful contexts and series. It is an essential method and device in any cinematographic exposition. And in a condensed and purified form, it is the starting point for ‘intellectual cinema,’ a cinema that seeks the maximum laconicism in the visual exposition of abstract concepts. (15)

Al final de su explicación, vemos que Eisenstein no solo se opone a la noción de que el cine debe fluir de una toma a la toma, sino también al paternalismo implícito en la teoría de Pudovkin; es decir, a la idea de que la audiencia requiere cierta orientación psicológica para integrarse emocionalmente a la película. El cine intelectual que propala Eisenstein es un tipo de cine transformativo que ocasionaría el despliegue de la práctica social de su audiencia y no solo la contemplación estética, despertando así la consciencia social. El cine de Eisenstein, por lo tanto, sitúa en su eje una preocupación por lo político que no se encuentra en el cine norteamericano de Griffith o en el cine de su compatriota Pudovkin. Es un cine que recuerda la llamada de Trotsky. La intelectualización del arte contra la cual Louis Aragon y sus seguidores—Buñuel, después de la disolución del grupo surrealista, estaba también entre ellos—querían orientar el surrealismo, es precisamente lo que en la misma época Eisenstein fomentaba con respecto a la

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práctica cinematográfica. Cabe aquí leer a Buñuel en contra de Buñuel, si damos por sentado que al realizar Las Hurdes en abril de 1933, casi un año después de que dimitiera del grupo liderado por Breton, el director se encontraba cautivado por la ideología surrealista de Aragon en vez de la de Breton, o si damos por sentado que sus conversaciones con Eisenstein en la casa de Chaplin en 1931 no tuvieron ningún efecto sobre la composición del documental. En todo caso, la incógnita es suficiente como para proponer una lectura de los choques en Las Hurdes que a la vez comulga con y extiende esta teoría eisensteiniana. Una de las escenas y frases más famosas y discutidas del mediometraje buñueliano ocurre justo antes de su conclusión, cuando la cámara nos lleva a un cementerio donde los hurdanos entierran a sus difuntos—en este caso, un bebé. La escena comienza con una toma larga de unas montañas, para finalmente bajar y enfocarse en la entrada al cementerio de Las Hurdes. La narración empieza del siguiente modo: “El cementerio muestra que, a pesar de la gran miseria de los hurdanos”. La siguiente toma captura el follaje y las altas hierbas a la izquierda de la entrada al cementerio. El narrador prosigue: “sus ideas morales y religiosas son las mismas que en cualquier otra parte del mundo”. La cámara recorre la tierra del cementerio, pasando por una cruz grande de madera plantada en el medio de las hierbas. En su lectura hegeliana del film, Vivian Sobchack usa esta escena, entre otras, para subrayar las contradicciones y ambigüedades inherentes en los comentarios del narrador. La equivalencia entre la moralidad y religiosidad de los hurdanos con la gente del resto del mundo, indica Sobchack, nos lleva a dos conclusiones sumamente incompatibles que Buñuel no resuelve: “There is thus a peculiar tension generated by the lack of awareness on the part of the narrator that his statement is either false given the images of neglect we actually see or that his statement is true and the images confirm its negative implication” (79). Para Sobchack, la tensión producida por el contraste entre el contenido de la narración y las imágenes en la pantalla que obvian la posibilidad de discernir una lectura simple, dogmática, y unívoca de la escena, requiere que el lector cree su propia síntesis a partir del posicionamiento narrativo y visual equivalentes a la tesis y antítesis. Esta ambivalencia audiovisual del significado de la escena requiere una audiencia libre y consciente, capaz de crear conexiones afectivas sin la mano del director, en oposición a cineastas que siguen las estrategias de D. W. Griffith, por ejemplo, cuyas películas permiten un acatamiento ciego por parte de la audiencia. No obstante, en su meritoria lectura hegeliana, que es esencialmente una lectura eisensteiniana, Sobchack no es suficientemente hegeliana como para llegar a la conclusión radical que la película parece proponer. Ella identifica el “choque” en esta escena como la contraposición entre el significado de las palabras del narrador y la toma subsiguiente que vemos. La interpretación de la escena, sugiere Sobchack, solo tiene una fórmula precisa que incluye los elementos audiovisuales del cine. Pero, me pregunto, ¿qué pasa cuando desplazamos la teoría del choque no solo a la interpretación de la audiencia, sino también a las acciones de la misma? Es decir, para Buñuel, el choque ocurre entre la escena cinematográfica y la interpretación de la escena que hace la audiencia; la síntesis, por lo tanto, ocurrirá luego de la experiencia cinematográfica. Al referir a su siguiente película, rodada unos diecisiete años después de Las Hurdes, Buñuel explicó brevemente su posición sobre la moralidad, algo que, por cierto, alcanza a sus pensamientos sobre la religión: “The moral effect, if there is one, will be experienced by the spectator in his contact with the film” (Jones 23). Es decir, la conciencia “moral” ocurre luego de la escena y después de la interpretación de la misma. Hay otro sentido fundamental en que la lectura hegeliana de Sobchack falla por no desarrollarse acabadamente. Al final de su artículo, sugiere que es el espectador el que tiene la libertad para decidir tanto el aspecto político como el moral de la película. Pero aquí ella entiende libertad en el sentido filosóficamente negativo de la palabra, es decir, en el sentido de ‘tener libertad de algo’, sea persecución, opresión o imposición. Para Hegel, sin embargo, la libertad significa precisamente lo opuesto del sentido filosóficamente negativo del término: la libertad sería tener la conciencia de no caer en la tentación de interpretar la película como

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uno quiere, sino interpretarla de acuerdo con sus propios impulsos políticos y estéticos. Hegel concibe la libertad como algo filosóficamente positivo de lo que nos tenemos que dar cuenta para llegar a lo que, en última instancia, llama autoconciencia y emancipación del espíritu. Entendiendo el choque eisensteiniano de esta manera, el concepto se formula en un dominio más allá del que ocupa el significado. El significado no cambia por sí mismo entre la toma cinematográfica y nuestra interpretación de ella. Este reconocimiento, el de la falta de la intencionalidad del director, es precisamente lo que los críticos apolíticos critican respecto del argumento de Sobchack:“Although Sobchack grounds her dialectical reading of Land Without Bread with a formal analysis of the film, her argument also rests to some extent on a supposition of authorial intent” (Nannicelli 141). Críticos como este, cuya perspectiva se ve contaminada por una lectura teóricamente posmodernista vulgar, parecen no entender que Buñuel podía conjugar una mirada comunista y una disposición antiautoritaria, en ambos sentidos de la palabra ‘autor’. Sobchack, de hecho, finca lo político de Buñuel no en su alianza con el Partido Comunista Español y su rígida doctrina, sino en una específica operación teórica. Para Sobchack, Buñuel se vuelve político cuando empieza a discutir la perspectiva en sí: “Las Hurdes is deeply political (rather than merely partisan) in that its primary aim is to cause the viewer to question the very bases of perception itself. With no one reliable in the film to see and speak for us, we, as viewers, must learn to see and speak for ourselves” (73). A la vez que Sobchack ve en Las Hurdes una crítica de la perspectiva establecida, los críticos apolíticos observan una crítica de la condición humana. A primera vista, las críticas de Sobchack se parecen antológicamente a las de los apolíticos. Cada uno tiene un punto límite que no superará: en Sobchack, ese punto es la perspectiva, enredada en todas las complejidades del sujeto, mientras que en los apolíticos el punto es el humanismo, teoría profundamente cargada de las mismas jerarquías con las que pretende criticar al aparato político del comunismo. En todo caso, la integración del plano de la interpretación entre la dimensión cinematográfica y la moral (careciendo de mejor palabra) evita esta crítica apolítica y reconfigura la teoría de los choques de manera que incorpora más virtuosamente la reacción del espectador en los movimientos dialécticos cinematográficos. Tal vez este es el potencial que Trotsky ve en el cine: la configuración de dimensiones que produce el cine puede dar luz a la visión y al pensamiento revolucionario. Las dimensiones recorren una dialéctica lógica, empezando con la de la toma (¿qué está pasando?), pasando a la de la significación (¿qué quiere decir?), y terminando con la de la moralidad (¿cómo he de pensar sobre esto?). De acuerdo con la mentada escena de Las Hurdes, ¿qué ocurre cuando, en vez de criticar al narrador inútil, nos damos cuenta de que nosotros compartimos la horripilante condición de los hurdanos, bajo la ilusión del desarrollo económico, socio-cultural, militar, político, etc.? ¿Qué ocurre cuando nos damos cuenta de que la otredad de los hurdanos es falsa y realmente forman parte (no solo tienen las posibilidades de formar parte, en tanto “país en vías de desarrollo”) de nuestro mundo supuestamente civilizado? Buñuel nos permite interrogar sobre estas cuestiones a través de Las Hurdes. La respuesta buñueliana, no percibida por sus críticos, es que a pesar de que el montaje existe, indicando claramente su construcción, la mirada comunista uniría a este el aspecto político. Tenemos que ser hegelianos en el sentido de que para poder alcanzar la libertad, debemos conocer nuestros propios límites y adherir a la causa revolucionaria a pesar de ellos. No podemos caer en la tentación de darnos por vencidos o volvernos anarconihilistas cuando veamos que nuestro mundo político es una mera construcción—en este caso, un montaje cinematográfico. “¡No!” oímos decir a Buñuel. A pesar de esto, tenemos que luchar en contra de las condiciones opresivas que son impuestas sobre los hurdanos por parte de las instituciones capitalistas—como la religión y el alcohol que nos sugiere Trotsky. La película se censuró en la Segunda República no porque Buñuel era partidario de los fascistas, ni tampoco porque adhería a principios monárquicos o republicanos. Por el contrario, como hemos visto, mantenía una mirada comunista que veía tanto

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las faltas de la República como, posteriormente, las de la falange franquista. Aunque hoy día el efecto político de la película no es muy tangible, la transición al cine sonoro y el propio Buñuel narrando la película seguramente lo hicieron palpable al estrenarse en 1933.

AGRADECIMIENTO Quisiera agradecer a Bruno Bosteels, Patty Keller, Steven Marsh, Geoff Waite y sobre todo a Facundo Vega por sus ánimos y comentarios a versiones previas del presente artículo. Sin su labor colectiva, este artículo no se hubiera materializado.

NOTA Para interpretaciones del surrealismo presente en la película, véanse Aranda, Conley y Kyrou; para interpretaciones que ven una combinación de la política y el realismo social, véanse Ibarz, Ruoff y Sobchack; para interpretaciones exclusivamente sobre la ambigüedad en la película, véanse Begin, Jones, Lastra y Nannicelli. 1

OBRAS CITADAS Aranda, Francisco. Luis Buñuel: A Critical Biography. Nueva York: Da Capo, 1976. Impreso. Baudelaire, Charles. “Du vin et du haschisch” (1851). InLibroVeritas. Web. 24 jun. 2014. Begin, Paul. “Buñuel, Eisenstein, and the ‘Montage of Attractions’: An Approach to Film in Theory and Practice”. Bulletin of Hispanic Studies 83.8 (2006): 1113–32. Impreso. Buñuel, Luis, dir. Las Hurdes: Tierra sin pan. Kino, 1933. DVD. ———. “Me adhiero al PCE, dejo el surrealismo”. Ed. y trad. Javier Herrera. El Cultural, sup. de El Mundo. Madrid. 13–19 feb. 2000. 6–7. Impreso. ———. Mi último suspiro. Trad. Ana María de la Fuente. Barcelona: Random House Mondadori, 1982. Impreso. Conley, Tom. “Documentary Surrealism: On Land without Bread”. Dada and Surrealist Film. Ed. Rudolph E. Kuenzli. Cambridge: MIT, 1996. Impreso. Eisenstein, Sergei. “The Cinematographic Principle and the Ideogram”. Film Theory and Criticism: Introductory Readings. Ed. Leo Braudy y Marshall Cohen. Oxford: Oxford UP, 2009. 13–24. Impreso. Gubern, Román, y Paul Hammond. Los años rojos de Luis Buñuel. Madrid: Cátedra, 2009. Impreso. Ibarz, Mercè. Buñuel documental: Tierra sin pan y su tiempo. Zaragoza: Zaragoza UP, 1999. Impreso. Jones, Julie. “Interpreting Reality: Los olvidados and the Documentary Mode”. Journal of Film and Video 54.7 (2005): 18–31. Impreso. Kyrou, Adonis. Luis Buñuel: An Introduction. Nueva York: Simon, 1963. Impreso. Laclau, Ernesto. Emancipation(s). Londres: Verso, 1996. Impreso. Lastra, James. “Why Is This Absurd Picture Here? Ethnology/Equivocation/Buñuel”. October 89 (1999): 51–68. Impreso. Marx, Karl, y Friedrich Engels. La ideología alemana: Feuerbach. Contraposición entre la concepción materialista y la idealista. Valencia: U de Valencia, 1991. Impreso. Nannicelli, Ted. “Luis Buñuel’s Land without Bread: The Critics and the Contexts”. Studies in Documentary Film 1.2 (2007): 137–50. Impreso. Pudovkin, Vsevolod. “On Editing”. Film Theory and Criticism: Introductory Readings. Ed. Leo Braudy y Marshall Cohen. Oxford: Oxford UP, 2009. 7–12. Impreso. Ruoff, Jeffrey. “An Ethnographic Surrealist Film: Luis Buñuel’s Land Without Bread”. Visual Anthropology Review 14.1 (1998): 45–57. Impreso. Sobchack, Vivian. “Synthetic Vision: The Dialectical Imperative of Luis Buñuel’s Las Hurdes”. Documenting the Documentary: Close Readings of Documentary Film and Video. Ed. Barry Keith Grant y Jeannette Sloniowski. Detroit: Wayne State UP, 1997. Impreso. Taylor, Richard. The Politics of Soviet Cinema, 1917–1929. Cambridge: Cambridge UP, 1979. Impreso. Trotsky, León. “El alcohol, la Iglesia y el cine”. Trad. Grupo de Traductores de la Fundación Federico Engels. Problemas de la vida cotidiana. Madrid: Engels, 2004. 42–47. Impreso.

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