Traducción, autoría, autoridad

June 29, 2017 | Autor: Andrés Ehrenhaus | Categoría: Translation Studies, Critical Legal Theory, Literary translation
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Descripción



Traducción, autoría, autoridad. Hacia una fundamentación dialéctica del Proyecto de Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción

por Andrés Ehrenhaus


1. Palabra de ley

Hablemos claro. En Argentina, la traducción como actividad profesional está recogida –por ahora– en dos leyes. No más.

Una de ellas, sancionada hace ya más de 80 años, para ser más precisos el 26 de septiembre de 1933, es el Régimen Legal de la Propiedad Intelectual, familiarmente conocido como "la 11.723". Se trata, sin duda, de una ley decana en la materia y, en muchos aspectos, avanzada para la época. Su artículo 4º dice textualmente: "Son titulares del derecho de propiedad intelectual: a) El autor de la obra; b) […]; c) Los que con permiso del autor la traducen, refunden, adaptan, modifican o transportan sobre la nueva obra intelectual resultante; d) […]". O, lo que es lo mismo, al traductor, en tanto autor de una nueva obra derivada de la obra original, lo asisten los mismos derechos que al autor de esta última. Más claro, el agua. La ley aludida, en consonancia con los criterios universales en materia de propiedad intelectual ya imperantes por entonces, se ocupaba antes de definir con detalle lo que debemos entender por obra escrita: "Artículo 1°. — A los efectos de la presente Ley, las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión", para luego continuar delimitando los campos de las restantes disciplinas creativas. De este modo, la 11.723 recogía una recomendación del Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas (1886, con sucesivas revisiones y enmiendas hasta la definitiva de 1979), concretamente la de su artículo 3º, inciso 3): "Estarán protegidas como obras originales, sin perjuicio de los derechos del autor de la obra original, las traducciones, adaptaciones, arreglos musicales y demás transformaciones de una obra literaria o artística". Ergo, toda traducción, en tanto obra derivada de otra, es a su vez una obra nueva y original y, a efectos legales, debe ser tratada como tal.

Bastante tiempo después, la UNESCO, reunida en Nairobi en noviembre de 1976, emite la Recomendación sobre la Protección Jurídica de los Traductores y de las Traducciones y sobre los Medios Prácticos de Mejorar la Situación de los Traductores. Allí, entre otras muchas cosas, se recomienda en II. SITUACIÓN JURÍDICA GENERAL DE LOS TRADUCTORES, inciso 3., que: "Los Estados Miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones internacionales sobre derecho de autor en las que son partes o de su legislación nacional, o de unas y otras disposiciones, y esto sin perjuicio de los derechos de los autores de las obras preexistentes". Desde entonces, son numerosísimas, por no decir todas, las leyes de propiedad intelectual que reconocen la condición autoral de pleno derecho del traductor. Incluso las ríspidas y nada patronizantes leyes de copyright, i.e. el Copyright Act estadounidense, reconocen que algunas obras derivadas como las traducciones pueden quedar bajo la misma protección que las obras originales… siempre que puedan dar muestras de suficiente originalidad. En cualquier caso, la Society of Authors del mismo país, que acoge en su seno a los traductores, entiende que una traducción (literaria, aclara) posee la suficiente "naturaleza original" como para gozar de la protección copyrightiana.

Pero no toda la legislación en materia de traducción se inscribe en el ámbito de la propiedad intelectual y las obras así llamadas de creación. Un importante sector de la profesión, muy específico y muy próximo, además, a la materialidad de las leyes, cual es el de los traductores públicos o jurados, cuenta con un marco legal propio, tanto a nivel nacional como internacional. En Argentina la figura está recogida con sumo detalle, desde abril de 1973, por la Ley 20.305 (una de las últimas promulgadas por el gobierno del entonces presidente Lanusse), que distingue claramente al traductor a secas del traductor público, delimita sus funciones, deberes y atribuciones y señala, entre sus obligaciones sinecuanónicas, las de recibir formación académica específica y pertenecer a un Colegio que pueda fiscalizar su labor. Puesto que se trata de una actividad fedataria, es lógico y lícito que requiera de una formación habilitante y una licencia que la autorice, y la Ley 20.305 se ocupa de consignar las funciones y límites de estos profesionales: "Art. 5 - Es función del traductor público traducir documentos del idioma extranjero al nacional, y viceversa, en los casos que las leyes así lo establezcan o a petición de parte interesada". Asimismo detalla largamente las competencias y características indispensables que deben reunir las entidades fiscalizadoras de la actividad; así, por ejemplo, y a pesar de ser "persona jurídica de derecho público no estatal" (Art. 9), es decir, de carácter privado, los Colegios deben no obstante dar cumplida información al Estado acerca de sus miembros inscritos. Y el que no lo está, no es.

Ahí se acaban las leyes, tanto en Argentina como en la mayoría de países del universo mundo, dedicadas a ofrecer un marco legal al ejercicio profesional de la traducción de cualquier tipo. Nada hay, en el estricto terreno legal, que defina otras prácticas; ni una sola palabra acerca de la traducción técnica, comercial o médica, por ejemplo. La Ley 26.522, conocida como Ley de Medios (2009), establece normas para que ciertos contenidos de la comunicación audiovisual se emitan en el idioma oficial o en las lenguas originarias y el lenguaje de signos y fija cupos detallados en cada caso, pero no regula ni comenta en absoluto las condiciones laborales, profesionales o económicas en que se debe llevar a cabo esta actividad ni se detiene a definir la figura, las funciones o requisitos del traductor audiovisual; tampoco lo obliga (ni invita) a colegiarse o formarse de un modo determinado. Otro tanto ocurre con la Ley de Doblaje, sancionada con el número 26.316 en 1988 y reglamentada y puesta en vigencia por el decreto 933 de julio de 2013, que hace un despliegue normativo ad hoc en el que en todo momento brilla por su ausencia el papel, tanto ideal como real, del traductor. En definitiva, y a instancias de la ley, o se es un traductor jurado de documentos públicos (sujeto, por tanto, a los requisitos formulados por los órganos directivos del Colegio de su respectiva jurisdicción) o se es un traductor a secas, es decir, un autor de obra derivada de otra original. Insisto, a instancias de la ley. Porque veremos que, en la realidad, no todo el oreganato es monte.


2. Ser o no ser (autor)

Para ordenarnos, entonces, y tal como plantea con meridiana claridad –entre muchas otras– la LPI española, cuya actual versión es bastante reciente por cierto (data de 1996), es el propio y mero hecho generador de la obra el que convierte legalmente al autor en autor –verbigracia, al traductor en autor. Subrayo una vez más esta condición legal porque, más allá de cuestiones éticas, filológicas o metafísicas, que podrían someterse a toda clase de valoraciones y juicios más o menos subjetivos, la letra de la ley no admite ambigüedades. Se acepte o no la jerarquía autoral del traductor, se la respete o no, se la ignore o desoiga, se la discuta o cuestione, el caso es que las leyes de los seres humanos de todo el planeta Tierra insisten en que es así y así debe (o debería) ser. Para esa instancia significante que es la Ley lo que importa, independientemente de cuál sea la realidad de la traducción en el mundo, es que entre lo real (la cosa-traducción) y lo simbólico (la condición autoral), no haya fisuras. Pero tampoco rizomas: la autoría legal no puede ni debe ir más allá ni más acá de la obra nueva derivada, ni siquiera apelando al argumento benjaminiano de que cada obra contiene necesariamente su traducción. Así, toda obra de creación está sujeta a derechos, que las leyes distinguen entre morales y patrimoniales, pero también a obligaciones y responsabilidades; el autor (y aquí nos estaríamos refiriendo, por supuesto, al autor real de Bajtín, al autor empírico de Eco, a ese que se hace garante final de las voces y lecturas implícitas en la obra) es propietario de su obra pero también debe rendir cuentas por ella –y, para Foucalut, este es el verdadero sentido de la función autoral–, sobre todo si, ejerciendo su derecho como autor, decide hacerla pública y ponerla a disposición de la sociedad, que es, como se verá, un acto mucho más complejo y significativo de lo que a primera vista parece.

Pero volvamos al monte y al orégano. Sería cínico negar que, en la realidad, hay traductores que no generan nuevas obras derivadas y, sin embargo, tampoco son ni necesitan ser, para ello, traductores públicos o jurados. De hecho, no sólo sería cínico sino intolerable, puesto que se trata de un sector amplísimo de la profesión y, además, el que más cobertura académica –junto con el de la traducción pública– tiene. Tal es así que, en Argentina, de manera similar a lo que ocurre en el resto del planeta, hay mucha más oferta formativa para esta faceta "no-autoral-no-jurada" de la profesión que para la faceta "autoral", por así llamarlas. Y esto es así porque hay mercado para ello, verbigracia, porque ese monte da para el oreganato. Con circunstanciales altibajos, con cumbres y quebradas, la traducción así denominada "técnica" ha proporcionado y proporciona salida laboral y alimentación a muchos profesionales. A la vez, la vertiginosa evolución tecnológica y los constantes cambios e innovaciones en materia informática ya están incidiendo de un modo perverso en el sector, puesto que el propio profesional estaría dando de comer a las máquinas, programas y motores de traducción que, con la promesa de "facilitarle" la labor, acabarán siendo sus más duros competidores e incluso sus reemplazantes. Si sumamos las exigencias de capacitación tecnológica a la especialización temática que caracteriza al sector (el traductor de manuales mecánicos necesita conocer y someter a constantes actualizaciones tanto la retórica al uso como la terminología específica de la materia; el de textos médicos, otro tanto; etc.), no resulta sorprendente que la formación sea un pilar fundamental de este tipo de actividad traductora, toda vez que la competencia laboral es tan elevada como la velocidad a la que evolucionan las herramientas lexicográficas y los procedimientos de trabajo.

Este vasto, valioso e insoslayable sector no ve recogida su realidad en un marco legal propio sino que, ajeno tanto a la lógica de la función autoral como a la traducción pública reglada por estrictas normas colegiales, se desempeña al amparo de leyes comerciales y laborales nada específicas: el traductor "técnico" acaba siendo más un empleado en relación de dependencia o un dador autónomo de servicios a terceros que un generador de obra nueva cuya protección y regulación ha de sustentarse necesariamente en fundamentos de derecho relativos a la propiedad intelectual. A decir verdad, la lógica laboral del sector mencionado se aproxima bastante más a la de los traductores jurados que a la del traductor-autor; de ahí, probablemente, la tendencia casi podría decirse "natural" a adoptar la colegiación en el intento de regimentar y controlar la buena práctica profesional, puesto que dejarla librada puramente a las dinámicas de mercado podría redundar en detrimento de la calidad y en favor de advenedizos y "revientaprecios"; al menos, ese es el temor que se trasunta. Al que se añade un tercer factor "de riesgo": ¿a quiénes les darían clases los profesores de traducción si cualquier osado pudiera ofrecer "servicios especializados" al peor postor sin pasar por ninguna instancia formadora ni someterse a las normas éticas de ninguna instancia reguladora? Y una apostilla: ¿de qué le sirve pelear por los derechos patrimoniales de la traducción –no digamos ya los morales– a quien no se asume como autor de una obra derivada de otra y no devenga, por tanto, derechos de autor o regalías que eventualmente podría llegar a cobrar?

No, la verdad es que no tiene ningún sentido que un traductor que no cede temporalmente el derecho a publicar su traducción sino que la enajena enteramente una única y definitiva vez pierda tiempo y energías en reclamar la propiedad intelectual de algo que, tal vez no legalmente pero sí realmente, ni es ni jamás será obra. Se entiende, por tanto, que para estos profesionales la autoridad de su quehacer cotidiano no emane del mismo lugar del que emana la autoridad del traductor-autor. Incluso en el caso de que ambos tradujesen el mismo texto –y, para más inri, de la misma manera–, el derrotero de su labor, la dinámica laboral y comercial, los sistemas de remuneración, las repercusiones y consecuencias serían totalmente distintos. También las exigencias y los criterios de selección. ¿Cómo así? Hagamos un ejercicio de traducción-ficción: imaginemos a uno de los paradigmas de la traducción "a secas" argentina (juicios estéticos de valor al margen) como fue J. L. Borges, en la tesitura de solicitar trabajo de traductor en alguna editorial. No el joven Borges que apenas despuntaba sino el Borges maduro, con una sólida obra (y varias traducciones) detrás.

Seguramente, salvo que se tratase de obras de lenguas tres veces tres ignoradas por él, nadie dudaría en ofrecerle alguna perla negra editorial salvo, claro está, que sus condiciones fueran exorbitantemente onerosas. A nadie, ni al más inexperto y despistado de los redactores ni al más recalcitrantemente celoso de los editores se le ocurriría ni por asomo preguntarle al solicitante (por descolocado que pareciera) por su formación, sus estudios homologados, su colegiación o su título habilitante. Y bien que harían, ¿no es cierto?, porque, la verdad, pedirle esas garantías a Borges… Pero imaginemos ahora al mismo individuo ofertándose a un laboratorio químico como traductor de prospectos farmacéuticos: difícilmente saldría con un encargo en mano. ¿Por qué, si su capacitación académica es la misma en ambos casos? Fácil: porque la que no es la misma en ambos casos es su autoridad. Borges no podría acreditar un conocimiento de la lexicografía farmacéutica al uso ni podría recurrir a ninguna instancia profesional que lo respaldase; en cambio, sí podría acreditar, por su mera condición de autor de traducciones, una capacitación mucho más objetivable que la que le reportaría, siendo Borges, una formación universitaria ad hoc o la pertenencia a un Colegio Profesional. Y esto también forma parte de la realidad de la traducción.

De acuerdo, quizás el ejemplo borgiano sea un tanto supraparadigmático. Es casi como apelar con poca elegancia a la mística para blindar un argumento y hacerlo irrefutable. Pero Borges no es en modo alguno el único personaje que encaja a la perfección en nuestro ejercicio ficcional. Quien dice Borges puede decir perfectamente José Salas Subirats, Luis Esteban Fassio o Matilde Horne, por citar a algunos de nuestros "traductores puros" más visibles. En cualquiera de estos casos, y de innúmeros otros, la autoridad que los respalda no emana de la condición de autores, célebres o no, de obra original (pues no lo son, no lo fueron) sino en su mera y probada condición de autores de traducciones.


3. Lugares de autoridad

Así, la autoridad del autor (que parecerá una perogrullada pero no es ni un pleonasmo ni una tautología) no pertenece tan solo al campo metafísico o retórico sino que se sustenta y manifiesta asimismo en terrenos bastante más concretos. Desde el momento en que el autor, una vez generada la obra, acepta ejercer plenamente sus derechos y responsabilidades, adquiere autoridad pública sobre su cosa creada y las implicaciones y repercusiones que de esa exposición se deriven. La puesta-en-el-mundo de la obra, con todas sus consecuencias, autoriza al autor y lo convierte en autoridad. Y quien dice autor dice traductor, ¿verdad? Sin embargo, y a pesar de la insistencia de las leyes del mundo en recordarle al propio mundo que el traductor es, a todos los efectos, un autor munido de los mismos derechos –en lo relativo a su obra– que los del autor de la obra original de la que aquella deriva, el mundo tiende a perder la memoria al respecto, tiende a contemplar con perezosa miopía al traductor y acaba perdiendo de vista su silueta, siempre inquietante, siempre desenfocada, siempre más próxima a las dudas que a las certezas, siempre más próxima al Otro que al sí mismo. Pero más preocupantes que las reticencias del mundo o los lectores a aceptar esta realidad corporal son las de quienes forman parte de la realidad corporativa de la profesión: editores, críticos, libreros, académicos, los propios traductores.

A ello contribuyen varios factores. De algún modo, el propio sistema mediante el cual la obra se hace pública ha avasallado la autoridad del autor, a tal punto que a veces esas obligaciones y responsabilidades (lingüísticas, culturales, epistemológicas) se nos presentan apelmazadas, hechas un amasijo, desdibujadas por el empuje de la maquinaria industrial y comercial que ocupa, en muchos casos, el lugar de quienes recurren a ella para dar a su obra valor de cosa-ahí. Para entendernos: hasta que Gutenberg no puso en marcha su imprenta, el autor era también un artesano y creación (o producción) e industria eran inseparables; a partir de entonces, la maquinaria tuvo que idear sistemas de enajenación y apropiación de la obra original para poder reproducirla, de tal modo de alimentarse antes a sí misma que al propio proveedor de "materia prima" –y quizás sea en este truco de prestidigitación, que pretende y a menudo logra disfrazar de producto natural lo que ya de por sí es una elaboración compleja y única, donde se obra el giro que permite la suplantación –el borroneado, dice Foucalt– del autor por la industria. The show must go on: máquina parada cuesta el triple de arrancar.

Y a nadie escapa que el traductor es un autor frágil, precisamente porque su condición de autor de obra derivada, de creación subsidiaria de otra, impone una distancia virtual extra entre él y su traducción, que acaba cayendo, con enorme frecuencia y aunque sea de manera forzada o "trucada", en la órbita de la máquina, cuyo campo gravitatorio es bastante mayor (reconozcámoslo: es más habitual citar –técnica pero también coloquialmente a la editorial que acaba de publicar o ha publicado una traducción que al propio traductor). Aun así, es decir, aun a pesar de que la realidad de la traducción (a los ojos ciegos de la ley) dista mucho de ser la ideal, a pesar del frecuente borrado autoral y la usurpación de la obra a manos de la industria, es esa puesta de la obra en-el-mundo –y todo lo que conlleva– la que autoriza al autor, verbigracia, al traductor. Ni la formación ni la acreditación ni la pertenencia a tal o cual entidad fiscalizadora le confieren indefectiblemente esa autoridad, que en el caso de los autores de obras originales parece indiscutible (¿quién le va a discutir a Roberto Arlt –por poner un ejemplo no menos paradigmático– su autoridad autoral?). En eso, tanto la realidad como la instancia simbólica que prescribe lo real (la traducción-ahí) coinciden.

No se me malinterprete: no es mi intención abundar en la tediosa polémica acerca de la conveniencia o la factibilidad de que la traducción se enseñe y aprenda en la academia; más bien, todo lo contrario. Puesto que se enseña y, con frecuencia, aprende a traducir en la academia, discutir su factibilidad es un acto de pura necedad y discutir su conveniencia, un anacronismo absurdo. Nada que redunde en la capacitación y el crecimiento profesionales debería rechazarse de plano, venga de donde venga, y si es de instancias sobradamente solventes y contrastadas, menos aún. Como tampoco tiene sentido negar la utilidad de una formación teórica sólida, de un amplio conocimiento de toda suerte de materias y disciplinas, de una perspectiva cultural tan alta como ancha; en definitiva, de buenos maestros y vigorosas y siempre renovadas referencias. El traductor autoral está condenado a formarse sin solución de continuidad, a prepararse para todas las batallas, a tocar, como en el flamenco, todos los palos, y para ello todos los recursos son dignos de consideración. No negaré, tampoco, sino todo lo contrario, la importancia no siempre manifiesta o reconocida de la investigación y los estudios de traducción para la buena marcha de la profesión. Sin un sólido y vigoroso aparato crítico, sin teóricos e investigadores capaces de revisitar y resignificar la profesión desde perspectivas históricas, lingüísticas, sociológicas, sin instancias dedicadas a articular el tejido consuetudinario, apremiante y proteico, y darle un sentido más amplio, la profesión carecería de marcos de referencia y cajas de resonancia ajenos a la lógica selvática del mercado. Dignificar la traducción, otorgarle la visibilidad justa y necesaria, pasa inevitablemente por ahí. Y este trabajo también corresponde, en gran medida, a la academia.

En nuestro país, son varias las instancias oficiales donde se imparten clases de traducción, ya sea como carrera de grado, como asignatura complementaria o como capacitación para posgraduados. A la ya mencionada carrera de Traductor Público, que pertenece al currículo de la Facultad de Derecho de la UBA, se añaden, entre otros, los Traductorados en Inglés y en Francés de la UNLP, los Traductorados Públicos de la UCA, USAL (que tiene un grado de Traducción Científico-Literaria, como el ISPA de Rosario), UM, UB, UNLA, UNCA, UNLAR, CAECE de Mar del Plata, UAP, UNR, UCASAL o Universidad del Comahue, el grado de Traducción e Interpretación de la Universidad de Córdoba, los Traductorados en diversos idiomas del IES en Lenguas Vivas "J.R. Fernández" y las maestrías y posgrados de la UNC, UBA, etc. Esta variedad da cuenta, sin duda, del arraigo y, a la vez, de la proyección de estos estudios. No obstante, ni Salamanca da ni natura presta (o sea, no garantizan) lo que sólo el duro y honesto trabajo generador logra poner en juego. En tanto autor, la validez del traductor como profesional en ejercicio dependerá de su capacidad para generar obras capaces de ser-en-el-mundo antes que de su educación y su titulación académicas. Porque autor y obra están indisolublemente ligados y no se conciben el uno sin el otro del mismo modo que, sin público, la obra tampoco es obra-en-el-mundo.


4. Donde no hay obra

Detengámonos ahora una vez más en el punto álgido, volvamos a la arena candente en la que se celebra el gran levantamiento de ronchas: ¿qué ocurre con la traducción que, más allá o más acá de lo que le exija la instancia simbólica, nace sin voluntad de obra, se niega o resiste a serlo; qué pasa con el traductor que, al no reivindicar una obra, tampoco se considera autor? Como pudo apreciarse en el repaso que hicimos más arriba, para la legislación al uso el traductor (no-público-no-jurado) es siempre un autor, la traducción es siempre una obra. Pero ya vimos también que esto no siempre es así en la realidad, que la cosa-traducción no siempre es una obra "de creación". Es algo que salta a la vista: cualquiera con un mínimo de sensatez sabrá distinguir de manera automática y hasta natural la traducción autoral de la traducción que, en la realidad, no genera derechos de autor. En principio, esta distinción "natural" nos lleva a atribuir la condición autoral sólo a quienes se dedican a eso vago y amplio conocido como "traducción literaria", en tanto que la no autoral correspondería a quienes se dedican a eso también vago y amplio conocido como "traducción científico-técnica": parecería, visto así, que son las materias, los "contenidos", los que decantan la cuestión e inclinan la balanza hacia la "obra derivada" en un caso y hacia la "mera traducción" en el otro. Algo similar a lo que sucede en fotografía, donde la huella autoral parece depender más de la materia capturada que de la captura en sí. Eppur…

Vayamos, en búsqueda de criterios objetivables, a la letra de la ley. Tal vez escarbando allí demos con indicios de por qué lo que resulta evidente y natural a simple vista, por qué lo que fenomenológicamente resulta discernible de manera tan clara, no se ve reflejado de manera igualmente clara en las normas, recomendaciones, convenios y, por fin, en la jurisprudencia universales. Si retomamos el primer artículo de la 11.723, en el que se definía que "las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión" (en coincidencia casi textual con los de la mayoría de las leyes internacionales en la materia) encontraremos, en su segundo párrafo, la siguiente y casi esotérica aclaración: "La protección del derecho de autor abarcará la expresión de ideas, procedimientos, métodos de operación y conceptos matemáticos pero no esas ideas, procedimientos, métodos y conceptos en sí." Se deduce, entonces, que si esas ideas (et al.) se expresan, es decir, si se ponen, digamos así, negro sobre blanco, entonces se las considera protegidas por el derecho de autor; en cambio, si existen de algún modo inexpresado, bien en el acervo general o bien en el cerebro de quien sea, no hay modo de protegerlas porque no se han materializado. El derecho de autor requiere, por tanto, de una materialización de esas ideas (et al.), de una puesta-en-cosa-ahí –tanto si esta expresión se hace mediante un soporte físico como si se hace al aire ante un público testigo. O sea que es el testimonio del receptor el que da cuenta de la materialización.

¿Quizás porque esa materialización cobra una forma única y exclusiva, aunque reproducible? ¿Debemos deducir de aquí, entonces, que lo que debe protegerse es la "forma" que adquiere el contenido y no –como parecía derivarse de la distinción a simple vista entre autoral y no autoral– el "contenido puro", es decir, la idea (et al.) no expresada? ¿Esa forma que a duras penas podemos definir insatisfactoriamente como "literaria", "original", ¨personal", "artística", "intelectual", "creativa", y que late entre el soporte y la idea, es decir, que es la "manera" de expresar y no el "medio" de expresión? Si el medio es el mensaje, está claro que lo que protege el derecho de autor no es ese mensaje sino la forma particular, condicionada por el medio o no, en que el mensaje se materializa. Así, podríamos intentar a partir de esta aclaración inicial de la ley 11.723 una primera objetivación de lo que es autoral y lo que, en la realidad (pero ahora también, indirectamente, en la ley) no lo es y aventurar que la distinción está más asentada en el cómo se expresa que en el qué se expresa. Es evidente, y también lo es para el ojo inexperto o lego, que la traducción autoral se ocupa, a la larga, más del cómo que del qué. De entrada, porque en el cómo viene implícita la lengua original, y no necesariamente en el qué. ¿Podemos decir entonces que la traducción autoral pide una formación más centrada en las maneras de expresar, mientras que la traducción no autoral debería centrarse más a fondo en las materias y conocimientos que pretende expresar que en los modos en que puede expresarlos? Y aún más: ¿no es así como está organizada y orientada la formación académica al uso?

La legislación en propiedad intelectual parece desentenderse de los contenidos puros; la academia, en cambio, parece desentenderse de las formas de expresión. En la realidad, el divorcio se sirve frío (de todos modos, como bien dice Gabriel Celaya en Inquisición de la poesía, "Nadie, ni siquiera una persona que sólo quiere informar, habla neutra y mecánicamente. Toda voz es expresiva, pone una vibración en el aire y convierte el organismo entero en un diapasón"). Pero de todo esto se sigue, quizás un poco forzadamente, que es lógico y esperable que la autoridad que el traductor-autor adquiere (con suerte y buen viento) sobre todo en la puesta-en-el-mundo de su traducción tenga su correlato, para el traductor-no autor, en la formación centrada en los contenidos. Ojo nuevamente: no estoy hablando de gramática, de corrección gramatical, ortográfica, sintáctica, etc., sino de retórica en su sentido más extremo. El traductor-autor debe tratar un texto enfermo (de expresión, si se quiere) con cuidado de no curarlo; el traductor-no autor debe tratar un texto sano con cuidado de no enfermarlo. Y subrayo que en todo momento, haciéndome eco de la letra (¡universal!) de la ley, no entiendo al traductor–autor como sinónimo de "literario" o "ligado a la estética" sino como traductor de obras científicas, literarias y artísticas. Aquí, volvería a ser cínico pretender que alguien puede traducir de manera rigurosa y honesta un ensayo científico o filosófico sin tener nociones sólidas de lo que en ese ensayo se cuece; y también lo sería suponer que esas nociones sólo las proporciona la formación académica.

Pero hay otros considerandos respecto de la traducción que no se tiene a sí misma por obra o que, si lo es de derecho, no se adscribe ni somete –en la realidad– a la propiedad de su eventual autor. En la LPI española (y quien dice en la española dice en la mayoría de las que se han promulgado en las últimas décadas a lo largo y ancho de Latinoamérica) hay rendijas por las que la propiedad intelectual y los derechos que la sustentan podrían difuminarse. Hilando fino, eso sí. Por ejemplo, en su Artículo 8º leemos textualmente: "Se considera obra colectiva la creada por la iniciativa y bajo la coordinación de una persona natural o jurídica que la edita y divulga bajo su nombre y está constituida por la reunión de aportaciones de diferentes autores cuya contribución personal se funde en una creación única y autónoma, para la cual haya sido concebida sin que sea posible atribuir separadamente a cualquiera de ellos un derecho sobre el conjunto de la obra realizada. Salvo pacto en contrario, los derechos sobre la obra colectiva corresponderán a la persona que la edite y divulgue bajo su nombre". Así, e hilando, repito, muy muy fino, podríamos inferir que la traducción de una obra –es decir, la obra derivada de esa otra- se vuelve no autoral cuando las aportaciones son tantas o tan indiscernibles unas de otras que la propiedad finalmente le pertenece a quien la edita o divulga bajo su nombre; por ejemplo, la empresa que edita y publica el manual de usos de una máquina. Es tal la "inexpresividad" de la obra derivada que ni siquiera es obra: es puro mensaje. Sin embargo, la LPI continúa hablando de derechos, incluso en ese caso, y dice que no sólo existen sino que le corresponden al divulgador, verbigracia, la empresa. Un poco a la manera de las leyes anglosajonas de Copyright. Que ni siquiera cuando desatienden al autor olvidan que hay algo que pide ser protegido por un derecho de copia. Tal vez ese modelo, que deslinda, a efectos comerciales, al autor de la obra, deje más campo abierto a la "desautoría" y a la posibilidad de pensar la traducción como un traslado de ideas o contenidos puros de un sistema cultural a otro, como un mensaje encerrado en una botella cuya propietario es más quien la lanza al agua que quien le pone el barquito adentro. Todo y así, tampoco esas leyes regulan o fiscalizan la formación ni las señas de autoridad de los no-autores.

5. Una, dos, muchas traducciones
Sería de una ingenuidad ruborizante insistir, a esta altura, en que la diferencia crucial entre traducción autoral y traducción no autoral reside en la separación de forma y contenido, por más que disfracemos los conceptos o los adornemos con epítetos quiméricos. Es evidente a todas luces que el traductor traduce siempre dentro del complejo sistema de la lengua y que el fruto de su labor será siempre un material complejo, atravesado por tensiones y librado a la intemperie de mil lecturas distintas. Podemos continuar distinguiendo matices entre unas prácticas y otras pero ¿nos bastarán para hacerlas reposar en una taxonomía que aclare y ordene el espacio común en vez de complicarlo? Es preciso establecer un paradigma que describa de manera coherente y aceptable lo que la realidad da por hecho: hay dos, tres, muchas traducciones profesionales (o no) que conviven en relativa armonía y no se impiden ni contradicen la una a la otra. Hay instancias simbólicas que se ocupan de unas, instancias que se ocupan de otras, pero no todas están sujetas a leyes propias. La academia trata, a su modo, de abarcar todas las que puede. Y el mercado las requiere a todas por igual.
Resignémonos, amigos: tal vez no haya, por ahora, mejor manera de ordenar el meollo conceptual que recurriendo a la inmarcesible solidez del argumento tautológico. Es autor el traductor que traduce a autores; no es autor el traductor que no traduce a autores. La traducción autoral es una obra; la traducción no autoral no es una obra. O, dicho de otro modo menos antipático, aunque no toda traducción derive de una obra, no deja por eso de ser traducción: es traducción no autoral; aunque no toda traducción requiera legalmente de una formación y una fiscalización que la autoricen, no deja por eso de ser traducción: es traducción autoral. Así, a la secuencia lógica obra originaltraducciónpuesta en el mundoautoridad se opondría la secuencia lógica texto no autoraltraducción autorizadaautoridad, de modo tal que ambos caminos hacia la autoridad del traductor no sólo no se cruzan necesariamente sino que no se impugnan o interponen, e incluso pueden echar mano de los recursos formativos (no sólo académicos, también bibliográficos o prácticos) que ofrecen y generan uno y otro. Formarse de manera constante es imperativo ético de todos los traductores, sean autorales o no, públicos o privados, técnicos, científicos o poéticos, y es una responsabilidad personal que debería ir adherida a la conciencia del profesional. Y entre las obligaciones de esa formación no puede faltar nunca la reflexión abierta, permeable y rigurosa acerca de la función del traductor en la cultura y en la sociedad, de modo que esa reflexión se vea, precisamente, reflejada en posturas que ayuden a entender la realidad de la traducción y a reconfigurarla, si cabe, en beneficio de todos.
De ahí a pergeñar y poner en funcionamiento marcos simbólicos específicos que articulen lo real hay uno, dos, tres pasos como mucho que deberíamos transitar sin dilación.





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