Todo el mundo es un intruso

July 19, 2017 | Autor: R. García Ferreira | Categoría: Cold War, Guerra Fría en América Latina, CIA, CIA and covert actions in Latin America, Guerra Fría
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Descripción

15 de enero de 2010

de esos días, le comentó a Tolstói que no tenía ganas de sobrevivir de esa manera. Tolstói se puso pálido”. Tolstói a Chéjov: “Como ya sabrá, detesto a Shakespeare, pero las comedias que usted escribe son todavía peores”. Le parecía en cambio genial su cuentística, incluso comparable a la de Maupassant, a quien Tolstói veneraba. “Estoy viejo y tal vez ya no consigo entender la literatura de ahora. Pero no me parece que sea rusa. Ahora bien, usted –se dirigió a Chéjov–, usted es ruso. Sí, muy, muy ruso.” En otra oportunidad, el de Guerra y paz preguntó al de El tío Vania sobre si su juventud había sido disipada. “Sin apartar la vista del mar, dijo Chéjov a Tolstói: Yo era insaciable.” Chéjov construía escuelas, prevenía el cólera en pueblos infectados, curaba y amaba a los pobres, edificaba sanatorios para enfermos, como él, de tuberculosis “y no buscaba más placeres que el sueño, el vodka y los pepinillos en salmuera”. O paseaba con sus perros, Bromuro y Quinina. Y discutía con el gran Stanislavski la puesta de El tío Vania y todos esos ruidos absurdos que prometían verosimilitud y sin embargo la arruinaban: “tic tac de relojes, el sonido de timbres y sonajeros, incluso el canto de grillos”. La amistad epistolar con Gorki primero y luego la de cerca: la de los amigos en viaje al Cáucaso juntos y la de la revolución del primero y lo de que “la salvación estaba en una lenta transformación”, para el segundo, Antón Chéjov. Y el mismo de la transformación lenta escribió un día, y porque por eso mismo escribió un día: “me he vuelto marxista”. Y “la profunda aversión que el escritor sintió toda la vida hacia las prácticas religiosas y su constante preocupación por el dinero, aunque no en forma de pasión avara y ávida, como le ocurría a su padre, sino como una necesidad apremiante y obsesiva, como le ocurría a su madre”. Y eso que “además de la preocupación, sentía también una profunda y total indiferencia por la naturaleza del dinero, que lo impulsaba a regalarlo a quien fuese en cuanto disponía de él”. El tío Vania fue antes El espíritu de los bosques, al que Chéjov definió como “el balbuceo de un niño”. No tuvo niños propios, pero curó a muchos y no les cobró nunca. Los últimos días del cuentista y el dramaturgo fueron con Olga. Viajaron a Berlín, buscando la última palabra de un médico alemán y, ya derrotados, se instalaron en las aguas termales de la Selva Negra. Parece que en su exacto último día, el 2 de julio de 1904, en su última hora y minutos, bebió una copa de champán mientras su médico mandaba pedir un tubo de oxígeno completamente inútil. Pero estaba Olga. “Chéjov deliraba, hablaba del Japón y de un marinero. Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho. Y de pronto, recuperada la lucidez, él le preguntó: ‘¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?’” Corazón de oro, el de Antón Chéjov, y nada vacío: le entristecía profundamente la avaricia de la gente, no le cobraba a los pobres y le escribía “buen día”, en posdata propio y carta ajena, a la que fuera su esposa, esa “pequeña y maravillosa alemana”, esa querida suya, “hermosa y magnífica actriz”, serpiente y perro, su mayor amada. ■

Brecha

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LA HISTORIA DE LA CIA

Todo el mundo es un intruso ROBERTO GARCÍA FERREIRA*

EN CUANTO A documentos desclasificados por la agencia de inteligencia más famosa del mundo, Tim Weiner parece haber leído todo. El autor, un premiado periodista estadounidense, ha incursionado con singular éxito en el campo historiográfico y su Legado de cenizas resulta revelador. En sus más de 700 páginas, Weiner presenta un trabajo bien documentado, nutrido por la consulta de unos 50 mil documentos a los que añadió un centenar de entrevistas. Es fácil advertir el hilo conductor del libro: una y otra vez el autor evidencia los fracasos de la CIA, demostrando que las “mentiras” que llevaron a Estados Unidos a emprender la invasión de Irak sólo son una corroboración más de que la agencia nunca cumplió con los cometidos para los cuales nació en 1947. Sin embargo, hacia ese camino la CIA no transitó sola, pues sabía cuán peligroso era para sí misma decirle al presidente estadounidense de turno lo que éste no quería escuchar. Como excelentemente prueba Weiner, los fiascos no se debieron a la ausencia de alarmas sino a que los sucesivos directores de la CIA engavetaron –o destruyeron– aquellos informes que cuestionaban su estructura y funcionamiento. Ello se sabía desde 1961, cuando un inspector advirtió que el accionar “a escala global” de los agentes de la CIA –que se relacionaban con “oportunistas locales” o “personajes furtivos”– producía una “creciente injerencia en los asuntos internos de otros países por parte de hombres que constantemente tienen que hacer algo para justificar(se)”. Otra de las constantes manifiestas del libro ha sido corroborar cuán extendidas estaban la “ignorancia” y “arrogancia” de los propios estadounidenses respecto de los países adonde ellos llegaban con la intención de “quitar y poner reyes”, lo que contribuyó a muchos de los fracasos cosechados. No se trata de algo menor. La CIA fue el arma encubierta de la política exterior estadounidense por más de 60 años, y por su accionar los presidentes del país sintieron profunda fascinación: Dwight Eisenhower aprobó 170 operaciones en 48 países; 163 John Kennedy, e incluso James Carter –para quien la CIA era una “vergüenza”– no disminuyó el número de acciones ejecutadas. Aunque es sabido que el espionaje implica algo de juego sucio, Weiner demuestra hasta qué punto ilegalidad, mentira y tergiversación formaban parte de un modus vivendi aceptado por varias generaciones de gobernantes, legisladores y agentes: es que desde su inicio todo

fue ilegal. Cuando el reciente filme de Robert de Niro –que tiene gruesos errores– presentaba a los agentes de la CIA como falsos y manipuladores, los historiadores de la agencia discutieron la película, preocupados por la difusión de una imagen tan negativa. Sin embargo, en palabras de un ex agente entrevistado por Weiner, “cosechamos un montón de mentiras” y la sinceridad era imposible para la CIA. Es más, el libro muestra los problemas de la agencia cuando intentó convivir con un director que le exigió no mentir ni hacer actividades ilegales: precisamente esa era su tarea y razón de ser. Una parte importante del trabajo de la CIA suponía intervenir en los asuntos de otros países encauzando los acontecimientos hacia los intereses estadounidenses. La agencia no podía hacerlo por sí misma; y

las manipulaciones de la agencia para desestabilizar, deponer e incluso asesinar a líderes latinoamericanos, Weiner prueba cómo la CIA y el Departamento de Estado contaban con equipos móviles de diplomáticos-agentes que se movían con flexibilidad cuando la situación lo requería, y por ello no resulta casual –tal como acaeció en Honduras– que la presencia de ciertos “embajadores” en determinados países coincida con la desestabilización de los mismos. En su conjunto, América Latina ocupa un lugar marginal del libro. Es comprensible: la influencia estadounidense era decisiva y la distante URSS se manejaba con excesiva cautela. Por ello, la división latinoamericana era lo peor del servicio clandestino, con puestos poco apetecibles para espías y diplomáticos, siempre castigados con nombramientos en el patio trasero. Pese a todo, en Latinoamérica la CIA obtuvo “una de sus mayores victorias en toda la Guerra Fría”: la ejecución del Che, que la agencia monitoreó desde el terreno. En suma, es altamente pertinente transcribir las palabras del ex agente Tom Polgar, veterano de las más importantes bases de la CIA en Europa, Asia y América Latina. Según él, la misión de las estaciones latinoamericanas era recabar información de inteligencia sobre la URSS y más tarde sobre Cuba. Para ello, proseguía, la agencia respaldó a los líderes de 11 países latinoamericanos, entre ellos Bolivia, Argentina, Brasil, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Perú y Venezuela. ¿Cómo? A través de cuatro caminos: “Te conviertes en su servicio de inteligencia. Ellos no saben lo que ocurre en el Legado de cenizas. La historia de la mundo; de modo que les das CIA, de Tim Weiner. Debate, Buenos Aires, 2008, 720 págs. un resumen semanal (…). Dinero; eso siempre es bienvenido. Aprovisionamiento: juguetes, juegos, armas… Entrenapor ello, crear y más tarde man- miento. Y luego siempre puedes tener estrechas relaciones con llevarte a un grupo de oficiales a los servicios secretos –milita- Fort Bragg o a Washington; unas res y policiales– de los más di- maravillosas vacaciones”. Aunversos países a los que podía que en la nómina citada se omite llegar su accionar era vital. Así, mencionar a Uruguay, nuestra Weiner ofrece repetidos ejemplos propia investigación y las de Clade financiamiento a las policías ra Aldrighi documentan la activa secretas de un vastísimo número participación de Estados Unidos de países. No todo terminaba ahí: –no sólo a través de la CIA– en la también es conocido cuán nece- vida democrática uruguaya, donsarios eran los programas de asis- de la agencia contó –durante el tencia técnica y entrenamiento. primer gobierno del Partido NaSí sorprende el número que apor- cional– con una alta fuente: Beta: esos programas entrenaron a nito Nardone. “771.217 militares y policías exRenglón aparte merece la retranjeros en 25 países” y “entre lación de la agencia con la prensus graduados” se contaron los sa, que Weiner describe con cui“futuros jefes de los escuadrodado. En ocasiones se trataba nes de la muerte de El Salvador de vínculos cercanos, como con y Honduras”. Henry Luce, el hombre fuerte Los latinoamericanos hemos del grupo que conformaban sido blanco habitualmente exi- Time, Life, Fortune, Selecciotoso de la CIA, y a la luz de lo nes de Reader’s Digest, etcétesucedido recientemente en Cen- ra. En otros casos era la CIA la troamérica, lo anterior parece que controlaba directamente a una premonición. Aunque exis- medios e instituciones: entre ten importantes narrativas sobre ellos –y como se sabía– pueden

destacarse radio Europa Libre, el Congreso por la Libertad de la Cultura y la Fundación Ford, además de otras empresas ficticias. Es que la “CIA había construido un castillo de naipes” y esos “apoyos” representaban “los mayores programas de acción encubierta realizados por la agencia”. Los aportes del autor son motivadores para quienes incursionamos en la temática. Por ello, cuando Weiner relata el descubrimiento de un agente de enlace de la CIA en El Cairo –que fungía como editor de un periódico que publicaba “noticias pro- norteamericanas”– es inevitable traer a colación los nombres de Diego Luján (El País), Juan Reyes (La Mañana), Alceo Revello (El Día), José Martínez Bersetche (Voz de la Libertad), Omar Ibargoyen, Plinio Torres (Movimiento Antitotalitario), etcétera. Todos ellos –connotados anticomunistas locales– ocupaban cargos de responsabilidad en los medios citados, participando también de uno de los programas estables con que contaba la CIA diariamente en CX 12 Radio Oriental. Parece claro entonces que Uruguay formó parte de ese extenso castillo de naipes. Sin embargo, no se trata de algo sencillo: sin saberlo, Emilio Frugoni y Arturo Ardao participaron de actividades detrás de las cuales estaba la CIA . El primero presidiendo el Comité Uruguayo del Congreso por la Libertad de la Cultura y el segundo asistiendo a una reunión académica celebrada en Milán en setiembre de 1955. Para finalizar, el libro es también un desafío para los historiadores latinoamericanos, pues es en hechos relativos a esta región donde el autor desliza algunos errores; ¿quién dijo que Jacobo Arbenz “emborrachándose” advirtió que Estados Unidos estaba detrás del golpe?; interpretaciones discutibles –¿por qué fue un “error fatal” la formación de un grupo de defensa personal por parte de Allende?– e insuficiencias propias de la falta de investigación –una sola página sobre la CIA en Brasil y brevísimos párrafos relativos a la Contrainsurgencia. Aunque menores, dichas puntualizaciones revelan cuán necesario es el debate académico. Al fin y al cabo, los efectos del virulento anticomunismo trasnacional significaron un importante retroceso para América Latina: además de contribuir a establecer regímenes violadores de los derechos humanos y expandido la noción de impunidad, supuso un permanente estado de guerra contra cualquier intento de cambio. ■ *

Historiador. Departamento de Historia Americana, FHCE, UDELAR. Autor de La CIA y los medios en Uruguay. El caso Arbenz (Amuleto, 2007).

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