Sergio Rubira, \"Escribir(se) a Oscar Wilde\", en Beatriz Herráez y Sergio Rubira (eds.), XIII Jornadas de Estudio de la Imagen, En primera persona: la autobiografía, Comunidad de Madrid, 2006, pp. 89-101
Descripción
la misma manera que el cuerpo es la parte visible del alma. El lenguaje denunciado con tanta violencia es el lenguaje de la metáfora, de la prosopopeya y de los tropos, el lenguaje solar de la cognición que hace a lo desconocido accesible a la mente y a los sentidos. El lenguaje de los tropos (que es el lenguaje especular de la autobiografía) es realmente como el cuerpo, el cual es como las vestiduras, pues es el velo del alma como el ropaje es el velo protector del cuerpo. ¿Cómo este velo inofensivo puede hacerse de repente tan mortal y violento como la túnica envenenada de Jasón o de Neso?
Escribir(se) a Oscar Wilde Sergio Rubira
La túnica de Neso, causa de la muerte violenta de Hércules, como narra Sófocles en las Tarquinias, le fue dada por su esposa Deyarina con la esperanza de volver a ganar el afecto del que pronto se vería privada. Supuestamente, debía restaurar el amor perdido, pero la restauración resultó una privación peor, la pérdida de la vida y de los sentidos. El pasaje de la Excursion con que concluyen los Essays narra una historia similar, aunque sin llegar al final. La mudez del “gentil Dalesman”, protagonista del relato, encuentra un equivalente exterior, a través de un entrecruzamiento consistente, en la mudez de la naturaleza, de la cual se dice que, incluso en plena tormenta, es “silenciosa como un cuadro”. En la medida en que el lenguaje es figura (o metáfora, o prosopopeya), es realmente no la cosa misma, sino su representación, la imagen de la cosa, y, como tal, es silencioso, mudo como las imágenes lo son. El lenguaje, como tropo, produce siempre privación, es siempre despojador. Wordsworth dice que el lenguaje perverso —y todo lenguaje lo es, incluido su propio lenguaje de la restauración— funciona “sin pausa y sin ruido” (p. 154). En la medida en que, en la escritura, dependemos de este lenguaje, todos somos, como el Dalesman en la Excursion, sordos y mudos; no silenciosos, lo cual implicaría la posible manifestación del sonido a voluntad propia, sino silenciosos como una imagen, eternamente privados de voz y condenados a la mudez. No resulta, así, sorprendente que el Dalesman sienta tanta inclinación por los libros y encuentre en ellos tanto consuelo, puesto que, para él, el mundo exterior ha sido siempre un libro, una serie de tropos sin voz. En cuanto entendemos que la función retórica de la prosopopeya consiste en dar voz o rostro por medio del lenguaje, comprendemos también que de lo que estamos privados no es de vida, sino de la forma y el sentido de un mundo que sólo nos es accesible a través de la vía despojadora del entendimiento. La muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico, y la restauración de la vida mortal por medio de la autobiografía (la prosopopeya del nombre y de la voz) desposee y desfigura en la misma medida en que restaura. La autobiografía vela una desfiguración de la mente por ella misma causada.
¿Qué diría usted de un joven que tuviera una teoría extraña sobre una obra de arte, creyera en esa teoría y cometiera una falsificación para demostrarla?
Oscar Wilde, El retrato de Mr. W.H.
Este ensayo representa simplemente un punto de vista artístico, y en crítica estética la actitud lo es todo. Pues, en arte, no existen verdades universales. Una verdad en arte es aquella cuya contraria es igualmente verdadera. (…) Las verdades metafísicas son las verdades de las máscaras.
Oscar Wilde, La verdad de las máscaras.
El cuerpo de un hombre muerto yace hundido en una pequeña cama de modestas sábanas blancas. Está rodeado de flores. Gladiolos blancos, símbolos de pureza, que le sirven de almohada y esconden parte de su rostro. Ramas de hojas estrechas ocultan sus manos que, como las de todos los cadáveres, deben estar
Traducción: Ángel García Loureiro
Publicado en “La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e investigación documental”, Suplementos de la Revista Anthropos, 29, diciembre de 1991, pp. 113-118.
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cruzadas sobre su estómago. Su pecho, cubierto con una camisa inmaculada, parece tener aún clavadas las flechas del martirio. Lo que recuerda a los dardos que atravesaron la carne de los primeros santos no son sino los tallos de un ramo que alguien ha extendido sin orden sobre el difunto. El único detalle que se alcanza a ver del decorado es el papel barato que cubre las paredes. Un papel con un horrible estampado cuya única virtud es la de distraer al público del terrorífico espectáculo que supone siempre la muerte. El escenario es una mísera habitación de hotel en el que tuvo lugar el acto final de una tragedia, el de una obra de teatro que ha sido titulada vida, que se ha denominado arte. La calidad de la fotografía no es buena y el ángulo inferior derecho está quemado. A pesar de la quietud del modelo durante el disparo, sus facciones no pueden distinguirse con claridad. La intencionalidad de la imagen que no era sólo la de recordatorio del personaje, sino también la de dar testimonio de su muerte a los incrédulos, pierde su sentido. Nadie que no hubiera estado presente, podría confirmar sin vacilar su identidad. Si se confía en el libro de registro del Hôtel d’Alsace, donde fue tomada la fotografía, y en el titular a quien iban dirigidas las facturas, el muerto era un tal Monsieur Melmoth, de nombre Sebastian, como el del legionario romano asaeteado por sus creencias. Un nombre común, demasiado, y un apellido extraño, lo único que se puede rastrear. El apellido Melmoth pertenecía a “un hombre maduro, serio y grave, y sin nada notable en su aspecto”1, nos cuenta la historia. “Un hombre que podía agradar cuando y a quien quería. Su poderoso intelecto, amplios conocimientos y exacta memoria le capacitaban para hacer deliciosa una hora de su compañía a todo aquel a quien podía interesar su genio o entretener su información. Poseía un enorme caudal de anécdotas históricas; y, por la fidelidad de sus descripciones, parecía siempre haber estado presente en las escenas que describía”2. Su destino, como el de “un ser inquieto, sin hogar, desdichado, con el estigma en” su “frente y la maldición en” su “nombre”3, “le prohibía la curiosidad o la sorpresa. El mundo no podía ofrecer una maravilla mayor que su misma existencia (…)”4.
oscar wilde en su lecho de muerte
que, harto, busca a alguien que le sustituya en su pena. Un hombre que sólo había vivido en la imaginación del escritor y el lector, que nunca había existido. ¿O quizá sí?
Se sabe, sin embargo, que el nombre y el apellido que se inscribieron en la recepción del hotel eran falsos. Melmoth no podía ser más que un nombre supuesto, el apelativo de un personaje fantástico, irreal, inventado. El nombre de un personaje de novela, el protagonista de una historia gótica de pecado y condena, Melmoth the Wanderer, escrita por Charles Robert Maturin. Un fantástico ser que ha pactado con el Diablo la vida eterna y
Otra copia idéntica de la fotografía que se conserva en la misma biblioteca, la Andrew Clarks Library, identifica al retratado. En una inscripción escrita a mano en la parte trasera se lee la siguiente frase: “Foto tomada por Robert Ross de Oscar Wilde dos horas después de su muerte con luz de flash. 30 de noviembre de 1900”. Las apariencias engañan, nos dicen. Lo aprendemos, aunque no terminamos de creerlo. Porque, ¿quién había muerto? ¿Oscar Wilde o Sebastian Melmoth? ¿Moría un condenado, un desterrado, un mártir? o ¿un sátiro, un Pan reencarnado, un emperador romano resucitado? No, moría uno de los personajes de la vida de Oscar Wilde, uno de los escritores
1. Maturin, Charles Robert. Melmoth el errabundo. Valdemar, Madrid, 2002, p. 825. 2. Ibid., p. 855. 3. Ibid., p. 709. 4. Ibid., p. 693.
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de más éxito del fin de siglo, del simbolismo, del decadentismo, del esteticismo o como queramos llamarlo. Bajaba el telón de la representación de una obra teatral que ha sido titulada vida, que se ha denominado arte.
Wilde era consciente de que tenía que escribir(se) el drama de su propia vida o, por lo menos, prepararlo para que otros lo escribieran. Éste tenía que ser una obra de teatro “más real que la vida misma” y ser llevada a la realidad de la vida para que ésta se anulase, se convirtiera en literatura, en un relato que fuese posible rescribir una y otra vez. En un momento dado, los primeros años de la década de 1880, Wilde se había convertido en un decorativo objeto artístico, en un bello jarrón de porcelana quebradizo, como su identidad, no única sino múltiple y temblorosa; en una escultura viviente que se exponía sobre el estrado de conferencias. Era un disfraz sobre un maniquí que posaba para el fotógrafo de las estrellas, Napoleon Sarony. Wilde era una hermosa máscara hueca sobre el escenario de la vida. Wilde se había borrado —alterando su biografía, mintiendo; haciendo además de su vida privada algo público; siendo una magnífica obra de arte, pura forma, sólo superficie, mera apariencia— y ahora necesitaba volver a narrarse, meterse los dedos hasta vomitarse en blanco y negro, escupirse un nuevo personaje para ese disfraz vacío que había creado, porque si no lo hacía se convertiría en una esfinge sin secreto, o sólo con ese secreto ineludible y a voces que iguala a todos y que se llama naturaleza, naturaleza humana. Ese misterio terrorífico —el que Wilde temía y por el que se construyó, sin dejar nada al azar, el biógrafo es como Judas, un traidor que revela en lugar de ocultar— es siempre el vacío que oculta la máscara, como los salones alquilados de Lady Alroy —protagonista de uno de sus cuentos— que sin muebles, sin vida o sin otra vida, la del personaje que ella se había creado, la delatan, porque, al final, como casi todos, no escondía nada.
¿Quién era Oscar Wilde? ¿Ese anciano prematuro que muere en París? ¿El turista obeso que se autorretrata en Roma delante de unas ruinas? ¿El preso C.3.3. acusado de sodomita que languidece en la cárcel? ¿El hombre que desafía a la sociedad paseando “ese amor que no osa decir su nombre” por cafés y restaurantes? ¿El escritor que reta a los críticos conservadores con su literatura? ¿El respetable director de una revista femenina? ¿El modélico padre de familia? ¿El dandy que triunfa en los salones de la aristocracia londinense, más conocido por su extraño corte de pelo a lo Nerón y su bastón, que reconocido por lo que ha escrito? ¿El jovencito ambicioso que recién salido de Oxford quiere convertirse en paradigma del esteticismo? ¿El buen estudiante admirador de sus maestros, Pater y Ruskin? O, ¿el bebé irlandés vestido como una niña? Nadie puede contestar, aunque muchos lo han intentado, porque como cuenta André Gide en su particular homenaje de 1901: “De su sabiduría, o bien de su locura, jamás ofrecía sino aquello que él suponía podía gustar al oyente; servía a cada cual el pienso, según su apetito; los que nada esperaban de él, nada obtenían, salvo un poco de espuma ligera (…)”5; y continuaba: “Ante los demás (…) Wilde mostraba una máscara engañosa, hecha para asombrar, divertir o, a veces, exasperar”6.
“Un hombre debe inventar su propio mito”11, le dijo a Yeats. Si quería ser un mito, se veía obligado a pasar de la superficie al símbolo; del disfraz al personaje; del objeto artístico a la crítica de arte, y si toda crítica de arte, como él escribió, es en sí misma —además de una creación nueva superior al modelo y con valor propio—, una forma de autobiografía, ahora, que ya había logrado metamorfosearse en una obra de arte susceptible de crítica, lo único que le quedaba por hacer era primero escribirse su vida y, después vivirla. Para evitar que le descubriesen, que le quitasen la máscara, tenía que pegársela a la cara, sin dejar un hueco, hacerla su rostro, su único rostro.
Su gran pecado fue tratar “el arte como la suprema realidad y la vida como una forma de ficción”7. Su gran drama fue poner todo su genio en su vida, mientras en sus obras sólo puso su talento8. Quiso “hacer de su vida una obra de arte”9, y lo consiguió, porque se construyó como personaje. Alguien que se mantiene incomprensible porque “ser grande es ser mal interpretado”. Un personaje que, como Melmoth, sólo pertenece a la literatura; que, como San Sebastián, sólo existe en la esfera del Arte, en la de ese cuadro de Guido Reni que tanto admiraba. Puede que sólo ésta sea la contestación a la pregunta que George Bernard Shaw lanzara y dejara sin responder: “¿Por qué ofrece Wilde un tema tan perfecto de biografía (…)?”10, biografía entendida, tal y como Wilde lo habría hecho, como un género de ficción.
Antes de escribirse del todo, Oscar Wilde debía ensayar con los demás, dar ejemplo de cómo tenía que hacerse una biografía sin descubrir ese enigma que hay que ocultar, porque como Wilde ya sabía, todos esconden el mismo secreto, incluso Cristo, su humanidad, y, al mismo tiempo, sin poder evitarlo, sin querer evitarlo, provocándolo, convertirla en su autobiografía. Una confesión en la que en lugar de revelarse, empieza a pegarse la máscara al rostro, el disfraz al cuerpo. Wilde se escribe a través de otros y su vida comienza a ser leída a partir de su obra: él parece ser el protagonista principal, uno y múltiple.
5. Gide, André. “In memorian. Oscar Wilde en Oscar Wilde. Lumen, Barcelona, 1999, p. 19. 6. Ibid., p. 21. 7. Ibid., p. 103. 8. Esta es la confesión que Wilde le hizo a Gide en Argelia. Ibid., p. 45. 9. Cit. en Villena, Luis Antonio. Conocer Oscar Wilde y su obra. Dopesa, Barcelona, 1978, p. 13. 10. Shaw, George Bernard. “Mis recuerdos de Oscar Wilde” en Harris, Frank. Vida y confesiones de Oscar Wilde. Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, p. 381.
11. Elmann, Richard. Oscar Wilde. Edhasa, Barcelona, 1990, p. 353.
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Su obra tenía que dejar de ser un accesorio del disfraz, como lo eran los pantalones y el chaleco de terciopelo verde, el girasol y el abrigo de astracán, para ser ella misma disfraz. Él era el que tenía que transformarse en complemento de su obra, completar su obra. Wilde se convierte, como lord Henry Wotton en El retrato de Dorian Gray, en el libro mismo, ese que completa todas las bibliotecas (“Iré encantado. Una visita a Tradley será un gran privilegio: un anfitrión perfecto y una gran biblioteca”, dice Lord Henry. A lo que su interlocutor, el señor Erskine, contesta: “Usted la completará”12) y que se puede cerrar cuando ya nos hemos cansado de él (“Cuando la gente nos habla de los demás suele ser aburrida, cuando nos habla de sí misma casi siempre es interesante, y si se pudiera cerrarlos cuando se ponen pesados, con la misma facilidad que se cierra un libro del que ya nos hemos cansado, serían absolutamente perfectos”13).
común y un sutil y misterioso envenenador”15. Pero Wainebright no es sólo eso, sino que puede leerse como un autorretrato de Wilde, incluso sus apellidos pueden intercambiarse en el texto, y como si de una profecía consciente se tratase, Wilde adelanta su vida en el blanco y negro de las páginas.
Oscar Wilde escribió dos biografías, sus primeras obras después de los seis años durante los que estuvo dedicado al periodismo y a las crónicas literarias. Seis años en los que había cambiado el traje de terciopelo verde de la primera época por otro de color gris hecho en tweed: el disfraz de marido y padre responsable, productivo en todas las esferas de la vida; marido, padre responsable y periodista profesional que elige para retratarse al hijo de Julia Margaret Cameron y a uno de los fotógrafos oficiales de la Reina. Wilde había adquirido el vestuario para una nueva comedia y, de nuevo, él, como también su familia, se habían convertido en el complemento ideal de un escenario: el de The House Beautiful de sus conferencias, un hogar que, como Wilde sobre el estrado, era decorado, pura apariencia. Necesitaba construirse dentro de los paradigmas de la ”normalidad” establecidos en la época para después convertirse, por contraste, en el Otro, en un “anormal”, en alguien fuera de la norma, porque, como él mismo escribe en una carta al Secretario Primero de Estado, “hasta ahora sólo los anormales han hallado expresión en la vida y en la literatura”14.
Wilde pensaba que “la vida misma es un arte, y que tiene sus diferentes estilos como las artes que tratan de expresarla” y que lo que “es bello pertenece a todos los tiempos”. “Como crítico, se ocupa principalmente de las impresiones complejas producidas por la obra de arte (…). Las discusiones abstractas sobre la naturaleza de lo bello no le interesaban lo más mínimo, y (…) jamás perdió de vista la gran verdad de que el Arte no se dirige en un principio ni a la inteligencia, ni al sentimiento, sino exclusivamente al sentido artístico, y más de una vez indica que este temperamento, o ‘gusto’, como él lo llama, inconscientemente dirigido y perfeccionado por el frecuente contacto con las obras maestras, acaba por convertirse en una especie de juicio inapelable”.
La primera de ellas fue Pluma, lápiz y veneno, publicada en la Fortnightly Review en enero de 1889, y la segunda apareció en julio de ese mismo año en la Blackwood Magazine con el título de El retrato de Mr. W.H.
Wilde fue y será “un publicista (…) que aburre a las gentes con el detalle de las irregularidades de su vida privada”.
El fin de Wilde era “ver, oír y escribir cosas maravillosas”. Oscar Fingal O’Falhertie Wills Wilde, C 3.3. y Sebastian Melmoth “fueron algunas de las grotescas máscaras que escogió para esconder su seriedad o rostro. Estos disfraces intensificaron su realidad”. Wilde, “como Disraeli”, se propuso “asombrar a la ciudad en calidad de dandy, y sus bellas sortijas, el antiguo camafeo de su alfiler de corbata, y el pálido amarillo de sus guantes de cabritilla, no tardaron en hacerse famosos”, procurando “más bien ser alguien que hacer algo”.
Wilde “sentía una gran repugnancia por todo lo evidente o vulgar en el arte” y “no aprobaba en absoluto las tendencias imitadoras y realistas de su tiempo” porque, como él dijo parafraseando a Wainewright, “No se puede juzgar una obra de arte sino con arreglo a las leyes deducidas de ella misma”.
El literato corruptor, “el envenenador, con una singular audacia, se lanzó a una acción judicial ante los tribunales” y “fue condenado”. “La pena que iba a sufrir era una especie de muerte para un hombre de su cultura”, porque “el crimen en Inglaterra, es raramente el resultado de la reflexión; por regla general no es sino el resultado del hambre” y “probablemente, no había” en la cárcel “nadie capaz de ser para él un auditor complacido, ni cuyo carácter pudiera ofrecerle el menos interés psicológico”. Una vez liberado, su mano perdió “su destreza”.
Pluma, lápiz y veneno retrata la vida de Thomas Griffith Wainebright, “que no se contentó con ser poeta, pintor, crítico de arte, anticuario, prosista, aficionado a todo lo que es bello y gozador de todo lo que es delicioso, sino que fue también un falsario de naturaleza nada 12. Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Anaya, Madrid, 1989, p. 55. 13. Wilde, Oscar. “El crítico como artista” en Intenciones. Taurus, Madrid, 1972, p. 53. 14. Hart-Davis, Rupert (ed.). Correspondencia de Oscar Wilde. Siruela, Madrid, 1992, p. 308. Como vemos también en la carta que escribió al Secretario Primero de Estado para que le remitieran la condena: “En las obras de los científicos eminentes como Lombroso y Nordau, por tomar sólo dos de entre muchos ejemplos, se insiste especialmente en esto a propósito de la íntima conexión existente entre la demencia y el temperamento literario y artístico”. Ibid., p. 188.
15. Wilde, Oscar. “Pluma, lápiz y veneno” en Intenciones. Op. cit., p. 133.
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Parece que sus crímenes “tuvieron grande influencia sobre su arte” porque, para Wilde, “el crimen puede a veces dar lugar a una intensa personalidad” ya que “no hay una antinomia esencial entre el crimen y la cultura”, “ni es posible satisfacer nuestro sentido moral”. Claro, que Wilde, se halla “aún demasiado cerca de nuestra época para que podamos formar sobre él un juicio artístico”, sin embargo, “no deja de ser placentero ver cómo la ficción ha rendido homenaje a quien se mostró tan hábil con la pluma, el lápiz y el veneno”16.
bilidad de corroborar su discurso, no existen pruebas físicas, el retrato era falso, utiliza el sacrificio para confirmarlo. De nuevo, Wilde se hace el protagonista absoluto del texto y, aunque esté hablando de otros, se adueña por completo de él, es él mismo, es su historia antes de vivirla. Para Wilde, como para Graham, las falsificaciones, la mentira, el arte, “eran meramente el resultado de una aspiración artística a lograr la representación perfecta”. Nos advierte de que “siendo todo Arte, hasta cierto punto, semejante al arte del actor –intento de realizar las posibilidades de nuestra propia personalidad en un plano de la imaginación que está fuera de los accidentes, los estorbos y las limitaciones”, el “regatear al artista las condiciones en que quiera presentarnos su obra” “equivalía a confundir un problema ético con un estético”19. Como Graham, Wilde irá al martirio para confirmar su teoría, hacer de la vida un arte, convertir en arte una vida, unos hechos que, como los de la tragedia, no admiten juicios morales, sino sólo artísticos20, “aunque”, como escribe, “una cosa no sea necesariamente verdadera porque un hombre dé su vida por ella”21.
Pluma, lápiz y veneno le sirve para (re)presentarse, para condicionar la lectura que de él se tiene que hacer como obra de arte, como objeto de biografía. Sus textos se transforman en la máscara que le oculta, pero sorprende, como sorprendió a André Gide, la consciencia que demostró Wilde al vivir tal y como se escribió y su capacidad para adelantar el desenlace y provocarlo. Su vida se convierte en el argumento de un novela en la que cada cierto tiempo se anuncia el final. Pocos intuyeron que Wilde a través de Wainebright ya había escrito su vida, su autobiografía más perfecta, había logrado pegarse la máscara al rostro y, a partir de ese momento, sólo tenía que hacer de la ficción su realidad.
Wilde confirma también con El retrato de Mr. W.H., como intuyera en su juventud, que lo mejor para guardar un secreto es publicarlo, hacerlo público. De este modo, le escribe a Robert Ross: “Ahora que Willie Hughes ha sido revelado al mundo, tenemos que tener otro secreto”22, refiriéndose a su encuentro con Ross dos años antes. Por eso, transforma sus textos en diarios y adelanta en ellos lo que va a suceder en su vida, nadie puede sospechar que lo que él cuenta va a ocurrir de verdad, que la ficción va a ser realidad, que la Vida imitará al Arte, porque, de un modo paradójico, la única forma de ocultarse, es revelarse.
Poco después apareció “un estudio que le causó un perjuicio aún mayor, pues pareció justificar los rumores que sobre su vida corrían”17, la de ese “amor que no osa decir su nombre” y que él todavía se molestaba en ocultar, no había llegado el momento de exhibirlo, aunque dos años más tarde lo haría público, una vez más para anularlo, para no tener nada que esconder, excepto a sí mismo. Se trataba del El retrato de Mr. W. H., como hemos dicho. Frank Harris, el editor del artículo, nos cuenta: “Wilde participaba de la opinión universal en aquel entonces, que sostiene que Shakespeare fue homosexual. Con la mayoría de los críticos, creía que la primera serie de los Sonetos estaba dirigida a Lord William Herbert. Pero su sensibilidad afinada o, si se prefiere, su temperamento, lo condujo a poner en duda el que la dedicatoria (...) ‘a Mr. W.H.’ haya podido referirse a Lord William Herbert. Prefería la antigua hipótesis de que la dedicatoria designaba a un joven actor llamado Willie Hughes, suposición que se apoya sobre un soneto bien conocido. Esta idea la expuso muy en detalle, y con notable ingenio (...). El tema era escabroso; pero lo trataba con una reserva tan escrupulosa y tan diestra, que no encontré nada que criticar en estas páginas (…)”18.
Apenas un año después, el 20 de junio de 1890, aparece en el Lippincott’s Monthly, el primer capítulo de El retrato de Dorian Gray. Pronto se decide a ampliar el texto para editarlo ya como libro: añade siete capítulos nuevos a los trece originales y un prefacio en forma de aforismos en el que teoriza sobre arte, respondiendo a los que le tacharon de inmoral.
19. Wilde, Oscar. “El retrato de Mr. W.H.” en Intenciones. Op. cit., p. 87. 20. “Pero Aristóteles, como Goethe, se ocupa primariamente del arte en sus manifestaciones concretas, tomando la tragedia, por ejemplo, e investigando el material que emplea que es el lenguaje, su tema, que es la vida, su sistema, que es la acción, las condiciones bajo las cuales se revela, que son las de la representación teatral, su estructura lógica, que es el argumento o trama, y su aspiración estética final, que es el sentimiento de la belleza realizado por medio de las pasiones del espanto y la piedad. Esa purificación y espiritualización de la naturaleza que él llama catarsis es, como viera Goethe, esencialmente estética, y no moral, como Lessing se imaginara”. Wilde, Oscar. ”El crítico como artista” en Intenciones. Op. cit., p. 64. 21. Ibid., p. 102. 22. Hart-Davis, Rupert (ed.). Op. cit., p. 118.
Wilde construye una ficción alrededor de lo que quiere demostrar: la historia de un joven, Cyril Graham, que para probar la teoría de la existencia de Willie Hughes, es capaz de construir la realidad, falsificar un retrato, ser un mentiroso, y, más tarde, ante la imposi16. Vid. Ibid., pp. 133, 136-137, 139, 141, 145, 146, 148, 150, 152-154. 17. Harris, Frank. Op. cit., p. 107. 18. Ibid.
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Wilde en su prefacio a El retrato de Dorian Gray escribe: “Revelar el arte y ocultar al artista es el objetivo del arte”23. Utiliza el texto como un lugar en el que experimentar con el relato de su vida. Wilde siempre había dicho que detrás de toda obra de arte se descubre al individuo24. Anulándose de forma aparente como autor, persona, quiere ocultarse como personaje. Su estrategia consiste en dar una serie de pautas con las que expresa su credo estético, adelantado ya en otras de sus obras, en el que el arte está muy por encima de la moral, porque “el vicio y la virtud deben ser materiales para el arte”25. Rechaza “un compromiso ético” que “en un artista se convierte en un imperdonable manierismo de estilo”26. Es decir, el escritor no debería nunca ser juez de sus protagonistas, como tampoco lo debe ser el público, pero, sin embargo, Wilde condena a Dorian a la muerte sin posibilidad de redención al tomar conciencia de las atrocidades que ha cometido a lo largo de su vida y que han quedado reflejadas en el horrible rostro del retrato. El prólogo y el relato unidos se convierten en una aparente paradoja, hipótesis y tesis no coinciden, por lo que la voz del escritor desaparece en el texto, que queda convertido en pura apariencia, en superficie.
en novela antes de que sucediera, él ya lo había escrito antes. Oscar Wilde es el que había encontrado a su Dorian Gray particular, Lord Alfred Douglas, el hermoso joven del que de modo indirecto habla el fiscal y cuyo nombre y apellidos, como, de nuevo, “el amor que no osa decir su nombre”, no puede atreverse a pronunciar. Carson, sin embargo, no parece consciente de que ese encuentro fue después de la publicación del libro en 1891, de hecho, la novela fue la causa, la que lo había provocado. Wilde vuelve hacerlo, se adelanta y se escribe antes de vivirse. Para el público de la época, Wilde se desvela sin tapujos en la obra. Como él mismo confiesa en una carta: “Basil Hallward, es lo que yo pienso que soy; lord Henry lo que el mundo piensa de mí, y Dorian lo que me gustaría ser, en otras épocas, quizá”29. Él ha buscado la identificación, pero lo ha hecho a posteriori, y ha confirmado, con sus actos, viviendo la novela, que, en realidad, no es uno de los personajes, sino los tres, porque, como bien ha aprendido, mostrar el rostro como máscara es el único modo de mantener el secreto. Wilde se ha hecho un personaje de sí mismo, y, como Basil Hallward en el libro, decide exponer el retrato que de otro hace de sí mismo. Sabe que la gente siempre busca lo que hay detrás del antifaz, por lo que la mejor estrategia para ocultarse es exhibirse y esto es lo que hace a través de su obra, de la literatura, “porque el arte es siempre más abstracto de lo que creemos”30. De un modo paradójico, también epigramático, como el modo de hablar del propio Wilde, la obra se ha convertido en metáfora del supuesto yo ausente en el libro, en símbolo de Wilde, pero, al mismo tiempo, al negar esa voz, repudiarla, lo obliga a ser superficie, a estar vacío como el jarrón chino del principio, el símbolo se ha hecho apariencia, se ha convertido en el disfraz tras el que Wilde se oculta y, de tan pegado como el traje está al cuerpo, es imposible desnudarle. El verdadero Wilde, entonces, es sólo realidad aparente o apariencia real de sí mismo. Narciso y su reflejo son lo mismo.
Pero Wilde también afirma en su prefacio: “Todo arte es a la vez superficie y símbolo”. “Quienes se internan bajo la superficie lo hacen por su cuenta y riesgo”. Una vez descubierta la superficie, se debe intentar “leer el símbolo bajo nuestra cuenta y riesgo”27. El retrato de Dorian Gray ha sido considerado en numerosas ocasiones como una novela en la que había oculto un discurso autobiográfico, siendo siempre alguno de sus protagonistas identificado con el propio Wilde. De este modo, Wilde en apariencia no queda anulado, no consigue esconderse, o ¿sí? Esta novela, junto con alguna de sus otras obras, sirvió para imputarle el crimen del que se le acusaba, la conducta indecente o la sodomía, en los dos juicios que contra él se celebraron. Carson, el fiscal, en su alegato final al jurado afirma: “Pasemos a El retrato de Dorian Gray. Es la historia de un hermoso joven, quien a través de la conversación de alguien que tiene gran poder literario y habilidad para hablar en epigramas —exactamente igual a la que tiene el Sr. Wilde— abre sus ojos a lo que ellos se complacen en llamar las delicias del mundo”28. Carson, como si del propio Wilde se tratara, está utilizando la ficción para explicar la realidad, una realidad que Wilde se había encargado de convertir
“En el caso de un dramaturgo que es además un artista, es imposible no sentir que la obra de arte, para ser una obra de arte, debe estar dominada por el artista. Todas las obras de Shakespeare están dominadas por Shakespeare. Ibsen y Dumas dominan en sus obras. Mis obras están dominadas por mí mismo”31. Wilde ha decidido convertir el texto, todas sus obras, en su símbolo, metáfora de él mismo a partir del estilo de su escritura, que se identifica con su propio habla, porque, como Harris observara, Wilde hablaba sus obras antes de escribirlas32 y, de esta forma, era imposible distinguir al personaje escrito del hombre hablado, todos sus personajes son Wilde.
23. Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Op. cit., p. 7. 24. Vid. Wilde, Oscar. “El crítico como artista” en Intenciones. Op. cit., p. 68, o el discurso sobre la presencia de la vida de Shakespeare en los sonetos en: Wilde, Oscar. “El retrato de Mr. W.H.” en El Príncipe Feliz y otros cuentos. Op. cit. 25. Wilde, Oscar. “El retrato de Dorian Gray”. Op. cit., p. 7. 26. Ibid. 27. Ibid. 28. Petit de Murat, Ulises (ed.). Los procesos contra Oscar Wilde. Valdemar, Madrid, 1996, p. 118.
29. Ellmann, Richard. Op. cit., p. 374. 30. Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Op. cit., p. 137. 31. Wilde, Oscar. “Un escritor con malas pulgas” en El País Semanal. Madrid, 12 de enero de 1997. 32. Harris, Frank. Op. cit., p. 109.
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El lenguaje se hace símbolo del escritor, al igual que el vestido representaba la personalidad. El escritor —personaje— y el hombre —persona— quedan unidos de forma indisoluble. Wilde convierte sus obras en la expresión de sí mismo ocultándose tras la máscara del arte. La máscara y el rostro son uno solo, lo que esconden es una palabra enterrada, tabú e imposible de explicar: lo que a él tanto aterrorizaba, la naturaleza humana, al final, algo tan inaprensible como la realidad.
“A eso de las cinco y media de la mañana le sobrevino un cambio total, se le alteraron las facciones, y empezó lo que creo que llaman el ronquido de la muerte, pero yo no había oído nunca nada semejante; sonaba como el giro de un horrible manubrio, y no cesó hasta el final. Sus ojos ya no respondían a la prueba de la luz. Echaba espuma y sangre por la boca, y tenía que estar alguien a su lado para limpiarle continuamente. (...) El penoso ruido de la garganta fue haciéndose cada vez mayor. (...) A las dos menos cuarto el ritmo de la respiración le cambió. Yo me acerqué a la cama y le tomé de la mano, el pulso empezó a oscilar. Exhaló un suspiro hondo, el único natural que yo le había oído desde que llegué; sus miembros se estiraron como involuntariamente, la respiración se debilitó, expiró exactamente a las dos menos diez”39.
Wilde sabía que la realidad siempre llega, que hay algo que iguala a todos, y, para sin ni siquiera rozarla, la prepara, decide sacrificarse por el Arte, ser un mártir, como Sybil Vane, la actriz amante de Dorian, que se suicida en el momento en el que toca la realidad con su mano. Queda excomulgada cuando pronuncia su herejía: “Todo arte es sólo un reflejo”. Dorian la anatematiza: “Sin tu arte no eres nada”33. Tiene que morir porque ha renunciado al artificio para vivir en este mundo. Por amor prefiere la realidad. Dorian prefiere vivir en el mundo del arte, ser un príncipe encantado34. “Guarda luto por Ofelia, si lo deseas. Ponte cenizas en la cabeza porque Cordelia haya sido estrangulada. Clama al cielo porque haya muerto la hija de Brabancio. Pero no derrames lágrimas por Sybil Vane. Era menos real que todas las otras”, le dije lord Henry Wotton. “Ha representado su último papel”35.
El 30 de noviembre de 1900 Oscar Wilde moría en el Hôtel d’Alsace de París.
Él, como Narciso es atraído por su reflejo en el río, camina hacia el sacrificio, tiene que acabar la tragedia, por eso se condena, se deja juzgar, y convierte su muerte —la naturaleza, la realidad— en un cuartucho de París en “un fragmento extraño y espeluznante de una tragedia de la época de Jacobo I, como una maravillosa escena de Webster, o Ford o Cyril Tourneur”36. Y la cárcel, la muerte, acaban la obra. “Mi vida es como una obra de arte; un artista jamás empieza dos veces lo mismo… A no ser que no lo haya logrado. Antes de la cárcel, mi vida fue tan lograda como era posible. Ahora es algo acabado”37, dijo. “Si el destino nos hiciese morir actualmente a todos juntos, ¿quién dentro de cincuenta años. dentro de cien, se acordaría de Curzon o de Wyndham o de Blunt? Su vida, lo mismo que su muerte, no importará un bledo a nadie. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La Balada de la cárcel de Reading, serán conocidos y leídos por millones de seres, y hasta mi mismo infortunado destino suscitará una simpatía universal”38, comentó.
33. Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Op. cit., pp. 105-106. 34. “Me miró y me dijo con gran naturalidad: ‘Usted parece más bien un príncipe encantado. Debo llamarlo el Príncipe Encantado’. Me estaba considerando un personaje de una obra”. Ibid., p. 69. 35. Ibid., p. 125. 36. Ibid. 37. Gide, André. Op. cit., p. 26. 38. Harris, Frank. Op. cit., p. 340.
39. Hart-Davis, Rupert (ed.). Op. cit., p. 455.
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