SEPARATA La vocación al amor peculiaridades del amor conyugal

May 23, 2017 | Autor: Antonio Sotil | Categoría: Psicología, Terapia Familiar, Matrimonio
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Descripción

La vocación al amor

el amor conyugal y sus peculiaridades


Mag. Antonio Sotil Guillén


De todas las vivencias personales que acompañan al ser humano en toda
su existencia, sin duda alguna el amor ocupa el primer lugar. Hablar del
amor es hablar de una fuerza misteriosa que impulsa la vida y la construye
con las decisiones del día a día. La larga historia humana ha sido testigo
de cómo en nombre del amor se han llevado a cabo grandes empresas,
renuncias y sacrificios, llegando incluso a dar la vida por el otro o
gastarla por un valioso ideal. El amor humano ha sido, entre muchas otras
cosas, fuente de los más hermosos escritos sobre el romance y la belleza
femenina, motivo de inspiración de poetas, pintores y músicos; materia
prima de la educación del corazón. Pero, como ocurre con toda realidad
humana herida por el pecado, es en no pocos casos, y aunque parezca
contradictorio, un sentimiento que puede llevar a infelicidad la vida
propia y ajena. Un adolescente "terriblemente" enamorado – interesante
vocablo para expresar el dramatismo al que nos referimos— es capaz de huir
de la casa de sus padres junto con quien es motivo de su pasión, para hacer
posible el amor que se les es negado. No sería extraño pensar que al cabo
de un tiempo este romance terminará extinguiéndose, dando paso a otro,
acaso más intenso emocionalmente. Y si avanzamos un poco más, podríamos
predecir que en algunos años este personaje será capaz de destruir una
familia, tal vez la suya, levantando victorioso nuevamente la bandera del
amor. Pienso que no se trata de ser pesimistas sino más bien realistas.

Cabe ahora preguntarnos: ¿acaso el amor es una suerte de "arma de
doble filo"? ¿es siempre un bien para el hombre? ¿o está sujeto al devenir
impredecible de la propia historia personal, la casualidad tal vez, eso que
se llama comúnmente "suerte"? En definitiva: ¿a qué nos referimos cuando
hablamos del «amor»?


CLARIDAD ANTE TODO

Como ocurre con la definición de «persona humana», el término amor
viene sufriendo en la actualidad un lamentable eclipse que dificulta la
tarea de contemplar su verdadero sentido y significado. Como muchos otros
vocablos que manifiestan contenidos esenciales de la vida humana[1], han
venido sufriendo una progresiva relativización, y en algunos casos una
frontal demolición. El impacto de la cultura de masas con el ingrediente de
los medios de comunicación ha conspirado lamentablemente a su favor. Basta
con ir pasando las hojas de una revista ilustrada, mientras nos llega el
turno en la peluquería, para que le vengan a uno ganas de no volver a poner
en sus labios la palabra «amor» ni siquiera en un futuro lejano.

Pero no nos dejemos engañar: el ser humano siempre obra o deja obrar
de acuerdo a una valoración particular de las cosas. Y no está demás pensar
que este fenómeno, que ahora mencionamos, sea una muestra entre tantas de
la adecuación del lenguaje a un estilo de vida humana que ha perdido sus
valores esenciales. Estamos sin lugar a dudas ante un indicador preclaro de
la crisis contemporánea.


Indiscutiblemente necesitamos ser lo más claro posible al plantear el
tema, comenzar tal vez por lo más esencial para pasar luego revista a sus
principales manifestaciones. Demos, pues, una mirada a los orígenes de la
creación: Dios Amor y el hombre creado a su imagen y semejanza.




EL HOMBRE LLAMADO A PARTÍCIPAR DEL AMOR DE DIOS

El misterio Trinitario del Amor Divino nos ofrece la clave para
comprender el sentido último del amor, es decir como total y generosa
donación de sí a otro. Y es precisamente el apóstol Juan por inspiración
del Espíritu el que nos señala en una sencilla frase la inmensidad de la
esencia divina: Dios Creador, soberano, es Comunión de Amor.

"«Dios es Amor» 1 Jn 4, 8. "



Y el mismo Señor nos lo manifiesta también:


"«Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean "
"uno en nosotros.» (Jn 17, 21) "

Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo son una perfecta
intercomunión en el amor. Ella es fuente de unidad, mantenida eternamente
por el vínculo de la caridad plena. Las tres Personas divinas permanecen en
constante donación en donde cada una es para la otra sin perder su
singularidad. Lo dan todo, todo lo que son, y lo reciben todo en fecunda
donación. Y eso por siempre. Por ello son personas, por estar en reverente
apertura unas a otras.


Dios - Amor es el creador de todo

Y esa comunión divina de amor no permanece encerrada en sí misma. El
amor es difusivo, de lo contrario sería egoísmo, anti-amor. Y es por
sobreabundancia de amor que Dios Comunión crea el mundo desde su libertad
infinita. El mundo creado es don gratuito del amor divino.


La Creación es un regalo, un don. Y el que dona, ama. Y esa obra
maravillosa lleva la huella de su autor, la huella Trinitaria: Es obra del
Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. En ella todo nos habla de
encuentro, de Comunión. La creación toda está llamada desde su origen a
participar de este misterio.


El hombre debe responder así a esta invitación a desplegar en su
existencia la semilla de comunión sembrada por Dios comunicándola a los
demás. El horizonte último es la plena participación en la comunión íntima
de Dios. Es la plenitud de nuestra felicidad... La meta a la que todo ser
humano aspira.




El hombre es un ser para el encuentro

« Los hombres no son islas...» escribía hace algunas décadas un
novelista norteamericano. Y nuestra propia experiencia lo confirma.
Necesitamos amar y ser amados. Necesitamos vivir la libertad de los hijos
de Dios, la confianza, el apoyo en el otro, en el hermano. Anhelamos la
amistad y no cualquiera, sino aquella duradera, probada en todo, sólida.
Nos es una preferencia ni un capricho. Es una auténtica necesidad que brota
de lo más profundo de nuestro ser, hecho por el Amor y para el amor. Esta
verdad de los orígenes se encuentra consignada en la Sagrada Escritura y
fue Adán el primero en conocerla cuando Dios creo a la mujer para formar
con él la primera familia:


«NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SÓLO. VOY A HACERLE UNA AYUDA ADECUADA»
(Gen 2, 18.)


Así el ser humano portando en su interior la huella trinitaria
experimenta un impulso interior que lo lleva a salir de sí, realizando en
el encuentro su dimensión personal, su ser «persona». Análogamente a la
Trinidad, su vida entera debe realizarse en la donación generosa al otro,
al hermano, nuestro semejante. La persona se abre así una dimensión fecunda
de comunicación donde se vive el amor como servicio de cada día. En esta
apertura donal del hombre y la mujer descubren el verdadero sentido de sus
vidas, y el camino de la auténtica felicidad.

En todos los "amores" que construyen la existencia humana – amor a la
patria, amor por el trabajo, amor entre amigos, entre padres e hijos,
hermanos y familiares, amor al prójimo, amor a Dios –, destaca como
arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer (eros en la
tradición griega), en el cual intervienen inseparablemente cuerpo, alma y
espíritu, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad
irresistible. No se trata de varios amores (siempre y cuando lleven el
sello de la autenticidad) sino de diversos aspectos de un mismo y único
amor, cuyos grados y vectores pueden ser variables y suscitar diferentes
tonalidades sentimentales, pero cuya fuente e inicio está en ese núcleo
espiritual y divino en el que ha sido sellado cada ser humano, como con
fuego, desde la creación.


LO COMÚN A TODAS LAS FORMAS DE AMOR

El hecho de que exista un solo nombre para designar trayectorias e
intensidades tan diversas, definitivamente tienen un fundamento. Josef
Pieper en su excelente trabajo sobre las virtudes fundamentales señala,
como características que debe tener todo amor, las siguientes:

El amor como «aprobación».-


«Es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo», es la
expresión de una voluntad enamorada– no de un frío discernimiento
estrictamente racional— que está de acuerdo con lo que tiene al
frente, llegando incluso a la glorificación de lo que afirma con
sincero entusiasmo. Es aquello está en la raíz del acto del querer.


Lo primero que alguien quiere decir cuando afirma «te quiero»
es «yo quiero que existas». Se ha limitado muchas veces esa expresión
a una mero querer hacer algo. Es una especie de limitación activista.
Lo mismo ocurre cuando se habla del pensamiento como de un "trabajo
anímico". Se deja de lado aquella otra "actividad" decisiva que es el
contemplar. Contemplar es un adelantarse a la meta del discurso, no es
ya una tensión hacia el futuro sino un descansar los ojos sobre ello.
Análogamente el amor consiste en «aprobar y afirmar lo que ya es
realidad». El amor es una tendencia, pero no solo a conseguir lo que
no se tiene, sino lo que ya se posee y alegrarse en ello. Lo que puede
haber de amor en el deseo ferviente de un hombre de poseer un bien que
en un inicio le es negado o difícil de conseguir --una persona que se
quiera por ejemplo--, muestra su insuficiencia o falsedad, cuando
terminada la "posesión", empieza a declinar ahí mismo el interés por
lo conseguido. Tal vez esto refleja en profundidad la actitud del "don
Juan", un cazador errante, permanentemente insatisfecho.


Podemos ir un poco más allá. Toda decisión voluntaria lleva en
su raíz y fundamento el amor en esta perspectiva de aprobación. Es, en
palabras de San Agustín, "nuestro peso"; no se piense que es
exclusivamente la fuerza hacia abajo que estabiliza el ser, sino
también la fuerza que mueve a la persona hacia donde debe ir. Se
convierte por lo tanto en el motivo de nuestro despliegue, de
cualquier despliegue.


El amor humano como continuación y perfeccionamiento de la creación de
Dios.-

El amor, como acto primordial de la voluntad, es también el
punto de arranque y el centro de la existencia. Ahí se decide lo que
cada uno es. Por ello tiene que estar "en orden", para que todo el
hombre lo esté y sea bueno. Suponiendo esta condición cabe
preguntarnos ¿Qué es lo que "yo quiero" cuando amo y digo a otra
persona: «qué bien que tú existas»?, pues simplemente que Yo quiero la
existencia del Tú, no condicionada a tal o cual característica más o
menos agradable (inteligencia, sagacidad, grado cultural, belleza
física o más precisamente, corporal, etc.); más bien se le reconoce a
la persona amada el derecho de existir por razón de su propia
perfección. Deseo en el fondo, con toda mi alma, sostener en el ser a
aquella persona, estar continuamente deseándole vida. Seguramente en
atención a este elemento creador, Gabriel Marcel llega a decir: «Amar
a una persona es decirle: tú no morirás».


La expresión más sublime de la afirmación radical de una cosa es
la creación de ella. Quien ama, crea. La creación es el correlato del
sí amoroso. Hemos llegado aquí a Dios, creador por excelencia. No solo
crea de la nada, sino que sigue creando todas las cosas y las mantiene
en el ser por la fuerza constructiva del amor, de su Amor. ¿Qué hace
por tanto el ser humano cuando ama? La respuesta es así de fascinante:
Reproducir el amor creador de Dios, en la misma línea de perfección y
sentido positivo. Este hecho que conmociona a quien lo entiende así,
trae consigo un sentimiento de profunda gratitud; gratitud a Dios por
estar frente a lo que se acaba de descubrir y deslumbra; gratitud por
permitir esa reproducción del acto creador; gratitud finalmente porque
se nos concede en realidad aquello que por naturaleza deseamos y
amamos más profundamente: el poder decir desde lo íntimo del corazón
que hay algo que es «bueno» y que quiero poseer con toda el alma; y a
la vez tener la certeza de recibir el mismo movimiento de la otra
persona hacia mí, la seguridad de ser el uno para el otro. Esto último
en el contexto del amor erótico[2].


Pero este movimiento trasciende la simple repetición, que ya de
por sí es un hecho fantástico; hay algo más: es también un
perfeccionamiento de lo que se empezó en la creación. Perfeccionamos
la obra de Dios cuando amamos y nos dejamos amar. Y para hacerlo
tomamos prestado algo divino, su propio acto creador.


Tanto el valor de la aprobación y de la continuación de la obra
creadora quedan manifiestos cuando miramos el reverso de la medalla,
el no poder amar. Es patente que lo auténticamente contrario al amor
no es el odio, sino la desesperada indiferencia de aquel para quien
nada tiene importancia.




Añadiremos lo siguiente:


Involucra la totalidad de la persona.-

Toda la naturaleza humana queda implicada en el amor. El hombre
en su totalidad, cuerpo, alma y espíritu, es el que ama. El amor se
instala en la mismidad del hombre, allí donde más se asemeja a Dios,
como una facultad que se proyecta vectorialmente hacia el otro o los
otros con distinta intensidad. El cuerpo y alma, con todas sus
potencias: intelectivas, afectivas y volitivas sirven de mediación a
esa fuerza espiritual que se vuelca desde lo más profundo de nuestro
ser. Un gesto corporal –el saludo por ejemplo o un cálido abrazo--,
puede llegar a trasmitir la más clara preocupación e interés por el
otro. El cuerpo y sus sentidos se convierten también en un medio
"transparente" por el cual los demás tienen presencia en mi vida. Es
así que a través del cuerpo yo me siento querido, "mimado", valioso
para alguien. De esta forma percibo existencialmente, desde mi
mismidad (siempre y cuando no esté ensimismada), que no estoy solo,
que existe un universo de personas singulares que componen la
circunstancia en la que vivo.




Luego de aclarar el marco de referencia en el que nos situaremos, nos
toca ahora señalar las particularidades del amor erótico.


EL AMOR ENTRE HOMBRE Y MUJER


Eros y Ágape

Los antiguos griegos dieron el nombre de Eros al amor entre hombre y
mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, que afecta al hombre y lo
arrastra a la contemplación y fascinación, que se impone a él forzosamente.
En el lenguaje de norteamérica existe un vocablo para expresar esta
fatalidad: fall in love[3].

Cuando amamos se revela la doble condición de la naturaleza humana:
la autonomía en el ser (por la condición de criatura) y la profunda
necesidad (por su condición indigente, menesterosa). La primera revela el
dinamismo de permanencia, la segunda su necesario despliegue. Es por esta
característica que el hombre nota esa peculiar inclinación a poseer
aquello que tanto anhela, lo que llamaremos de ahora en adelante: sed de
felicidad.

Estamos ante una realidad que contiene unas peculiaridades que hay que
saber aceptar y valorar para desentrañar así su recto sentido como bien
para el hombre, es decir como camino de felicidad. Podemos señalar las
siguientes características:


Es el Eros un impulso radicalmente natural que se nos ha dado de manera
inmediata juntamente con el ser creacional de hombres limitados. No
debemos tener pues ningún escrúpulo en llamar a esa inclinación natural
que pide satisfacción y perfeccionamiento en el ser amado, amor propio.

El Eros se presenta como la respuesta a una belleza que nos cautiva
abriéndonos un horizonte de realización y plenitud. Tal como es,
característicamente, la respuesta ante la belleza del sexo opuesto.
También se le conoce como amor posesivo o amor de concupiscencia (a
diferencia de amor oblativo o de benevolencia).

Toda belleza física (no tiene que ser sexual) tiene el carácter de una
promesa de plenitud y permanencia, a la que aspiramos desde lo más
profundo de nuestro ser (el «¡quedémonos aquí Señor!» de los apóstoles).
De allí el "rapto" que experimentamos. Pero debemos mantener esa promesa
y crecer en ella en una "constante pureza." Caso contrario, la
perderíamos. La lujuria antecede al Eros, despreciándolo o convirtiéndolo
en un dios al que deben rendir pleitesía obligada todas nuestras
facultades humanas, esclavizándolas y sometiendo por ello la propia
libertad. Así sería el caso con cualquier ser contingente deseado y
poseído como si fuera la plenitud de la que es principalmente promesa. Ya
lo dice el Papa en su reciente carta encíclica: «El eros, degradado a
puro "sexo", se convierte en mercancía, en simple "objeto" que se puede
comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía» y
nos recuerda, «el eros ebrio e indisciplinado no es elevación hacia lo
divino sino caída, degradación del hombre».

El amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino
como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia
su liberación en la entrega de sí, una entrega que tiende a la eternidad.
Es un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación. Como todo
bien en el hombre, la virtud es la piedra de toque. San Juan de la Cruz
tiene una imagen particularmente eficaz: el hombre recorre el camino de
la nada (no poniendo su anhelo en nada contingente) hacia la plenitud del
Todo. A la vera del camino ve una rara y hermosa flor, que es una promesa
de la plenitud que está más adelante. Si él se dejara cautivar por esta
belleza, desconociendo su carácter principal de promesa, y la arrancara,
vería inmediatamente que se deshace entre sus manos.


El Ágape, por otro lado, es una novedad del cristianismo. Se trata de un
amor que se da, se dona incondicionalmente, que desea el bien del amado
primeramente por sí mismo, no en orden a la propia complacencia. Éste se
convierte así en plenitud del Eros, su realización más perfecta. Y es que
Eros y Ágape nunca llegan a separarse completamente cuando son dimensiones
de un solo y auténtico amor. La lógica del corazón humano es la siguiente:
me encuentro con un ser cuya belleza y atractivo me fascina, se enciende
naturalmente el fuego de la pasión que me lanza en la búsqueda de poseer
ese bien que me tiene encantado y en el que deseo ser feliz; profundizando
en esta trayectoria vectorial hacia el otro, poco a poco, y tal vez de
manera sutil, empiezo a interesarme cada vez menos de mí y más de la
persona a quien amo. Mi preocupación es ahora por aquella persona a quien
deseo darme por completo. En este recorrido queda claro como el momento del
Ágape se inserta en el Eros inicial, que apunta desde un inicio a esa
realización última que él solo no puede dar[4]. Es por esta razón que
decimos que el hombre camina por la senda del amor, movido por una promesa,
la realización de su más honda vocación, el llamado a contemplar por toda
la eternidad el amor puro y sublime de Dios que sea hace comunión.


Cabría preguntarnos si esta inclinación a buscar nuestra propia
complacencia no es siempre en el fondo un acto egoísta. La respuesta es
definitivamente no. Y aquí las razones.

Todos poseemos sed de eternidad, bajo la forma sensible de "sed de
felicidad". Nadie puede por naturaleza querer no ser feliz. Es una
vocación, a la que tengo que responder orientando mi vida hacia el bien
verdadero. Este deseo de apagar una sed infinita es el comienzo
irremplazable de todo amor consumado. El amor tiene como fruto la alegría y
la satisfacción, sea eros o cáritas, ágape o amistad, amor al prójimo, al
hijo o a Dios.


El que se tenga o se obtenga lo que se ama, aunque este tener o
recibir no sea más que la esperanza de algo futuro o el recuerdo de algo
pasado, conduce a la felicidad. En tanto quien no ama a nadie ni a nada no
puede tener alegría, por muy desesperadamente que la busque, aunque sea por
medios químicos. A esta reflexión convendría añadirle el siguiente hecho,
la alegría natural del «sentirse amado».


Ahora bien, una manera de autentificar nuestro amor eliminando lo
impropio, es saber si también nos alegramos de la felicidad del otro. Como
señal, es más segura que la mera compasión. Aquí vamos llegando a la
frontera del Eros para adentrarnos en el misterio de Ágape, el amor
desinteresado, la total donación de nuestro ser al otro. El centro de
atención va siendo cada vez más el otro, por sí mismo; el deseo de la
propia satisfacción en todo ello se mantiene, aunque en otro plano de
relevancia.


El amor humano como don de sí

La persona es, sin duda, capaz de un tipo de amor superior: no el que
queda en pura concupiscencia, que sólo ve objetos con los cuales
satisfacer sus propios apetitos, sino el de amistad y entrega, capaz de
conocer y amar a las personas por sí mismas. Un amor capaz de
generosidad, a semejanza del amor de Dios: se ama al otro porque se le
reconoce como digno de ser amado. Un amor que genera la comunión entre
personas, ya que cada uno considera el bien del otro como propio. Es el don
de sí hecho a quien se ama, en lo que se descubre, y se actualiza la propia
bondad, mediante la comunión de personas y donde se aprende el valor de
amar y ser amado.


El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente
anuncio del que la Iglesia es deudora, en sintonía permanente con el
anuncio evangélico. Cristo ha descubierto al hombre su verdadera identidad:
« Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de
su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación ».


El valor de cuerpo

El hombre está llamado al amor y al don de sí en su unidad corpóreo-
espiritual. Feminidad y masculinidad son dones complementarios, en cuya
virtud la sexualidad humana es parte integrante de la concreta capacidad de
amar que Dios ha inscrito en el hombre y en la mujer. «La sexualidad es un
elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse,
de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano».


Esta capacidad de amar como don de sí tiene, por tanto, su
«encarnación» en el carácter esponsal[5] del cuerpo, en el cual está
inscrita la masculinidad y la feminidad de la persona. «El cuerpo humano,
con su sexo, y con su masculinidad y feminidad visto en el misterio mismo
de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y de procreación, como en
todo el orden natural, sino que incluye desde el «principio» el atributo
«esponsalicio», es decir, la capacidad de expresar el amor: ese amor
precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y —mediante
este don— realiza el sentido mismo de su ser y existir».Toda forma de amor
tiene siempre esta connotación masculino-femenina. Es la disyunción polar
la que genera una especie de campo magnético que lo posibilita. Podemos
afirmar –aunque parezca osado—que cuando por alguna razón, las personas
pierden la preocupación por la imagen real que manifiestan, ya sea a través
de la belleza femenina o la estructura viril de la existencia en el caso
del varón, están atentando contra su propia realización, pues hacen más
difícil la posibilidad del amor.


Atracción, enamoramiento, amor

Atracción:

No hay que confundir el enamoramiento –que nace del «amor»— con la
mera "atracción" sea por la belleza exterior o por características de
personalidad; o la de tipo sexual, donde se busca en la persona un medio
para experimentar el placer y/o una emoción intensa, y no a quien querer
respetando su dignidad humana. También se le puede confundir con un
sentimiento intenso y persistente, lo que es concomitante y nunca condición
sine qua no.


Toda atracción entre hombre y mujer es indefectiblemente sexuada,
comporta toda la estructura personal de cada uno, en sus dos formas
radicales, masculina y femenina. Es siempre sexuada, pero no siempre
sexual, más aún no, tiene que serlo necesariamente. Y tampoco debemos
pensar que una fuerte atracción en esta línea es signo de amor verdadero.


José Pedro Menglano llama a esta etapa inicial el «pre-amor» y creo
que acierta. Pre-amor no es de ninguna forma un "no-amor" o una suerte de
amor corrompido y degradado, como lo puede notar cierta clase de
puritanismo. Es pre-amor justamente porque inicia el mutuo acercamiento de
los sexos. Yendo un poco más allá podemos afirmar que toda relación entre
hombre y mujer – salvo que la diferencia de edades, de estrato social o la
imposibilidad por estar uno o los dos casados—siempre lleva consigo una
promesa de amor en sentido estricto. Es la razón por la que podemos hablar
de la natural ilusión que producen en el corazón del hombre estos momentos.
La belleza femenina y su atractivo se convierten en un argumento más que
suficiente para valorar e incentivar el acercamiento mutuo. Y lo que más
ilusiona a un hombre es el rostro de la mujer. El rostro primero, el
cuerpo luego, precisamente por ser cuerpo de esa persona, cuya riqueza
queda como condensada en esa porción tangible de biografía humana a la que
nos estamos refiriendo. Es el rostro, en la mujer, lo más erótico que
posee, aunque no primeramente erógeno. Transmite toda la riqueza de su
personalidad.


El pre-amor, sea por atracción física o sintonía afectiva es un
fenómeno espontáneo, no voluntario. Porque le falta justamente el
componente de elección, no podemos hablar todavía de amor, pero sí del
maravilloso ingreso a un estado de cosas en el que poco a poco nos
descubriremos amando a un ser en exclusividad al estar ya en-amorados.


La atracción que da inicio al enamoramiento es un afecto que brota
naturalmente del corazón de cada hombre y mujer, y está puesto por Dios
como preámbulo del amor conyugal. Una relación de enamorados conlleva una
responsabilidad muy grande de cara al futuro de la pareja. Debe ser el
inicio de un conocimiento mutuo y la búsqueda serena de elementos de
empatía y compatibilidad que puedan llevar a pensar en un posible
compromiso marital. Luego vendrá el noviazgo que es la formalización de
este compromiso.


Si bien la ternura y el cariño son sentimientos que acompañan la
relación, ellos de por sí no garantizan una situación provechosa para
ambos. Los enamorados deben ser ante todo verdaderos amigos. Así realizan
mutuamente el compromiso de acompañar y alentar al otro en su crecimiento
personal. La relación de enamorados crecerá si el amor en cada uno va
madurando y se hace más capaz de donarse al otro. También se aprende en
esta etapa a compartir desde detalles mínimos como el dinero, los ratos
libres y las diversiones, hasta realidades más profundas como las vivencias
(pensamientos y sentimientos) de cada día. En este tiempo la pareja aprende
a vivir en comunidad renunciando a los propios gustos y caprichos para
querer finalmente el bien común.




Enamoramiento:

El enamoramiento es una de las manifestaciones sociales del amor
humano y consecuencia natural del trato entre las personas. Cuando durante
un tiempo un hombre y una mujer solteros se conocen, simpatizan, sienten
atracción mutua, se aceptan y se quieren, se puede decir que están
enamorados. De esta relación puede surgir un auténtico amor humano,
exclusivo, que de mostrar signos claros de estar destinado a unir a las
personas para "toda la vida", entonces abrirá las puertas al matrimonio y a
la formación de una nueva familia.
La condición amorosa es una instalación, es decir, un ámbito íntimo
desde el cual me proyecto vectorialmente a los demás –con todo mi ser--; es
más, mi vida entera consiste en esa proyección que como tal tiene una
intensidad y una orientación o sentido determinado. El enamoramiento
consiste en que la persona de la cual estoy enamorado se convierte en mi
proyecto. No es simplemente que ciertos actos míos se dirigen hacia ella,
ni siquiera cuando esos actos sean "amorosos". Cuando me miro a mí mismo ya
no me puedo comprender sin este amor. No es simplemente que me proyecte
hacia ella sino que me proyecto con ella, que al proyectarme me encuentro
con ella como inseparable de mí[6]. El enamoramiento consiste pues en un
cambio de mi realidad.
Este estadio del amor corresponde a un proceso de mutuo conocimiento
que trasciende lo meramente físico –que es como la puerta de ingreso, el
detonante sensible--; algunos dirán que sea ha pasado de la atención del
cuerpo a la psiqué. Es su manera de pensar, de sentir, de reaccionar, de
imaginar y soñar la que ahora me interesa. Pero aclaremos que no me enamoro
precisamente de un rostro o de tal o cual característica de personalidad
que me puede agradar más o menos, digámoslo de una vez: me enamoro de una
persona concreta y como ente corporal llego a querer ese cuerpo, en cuanto
es cuerpo de esa persona. Es la razón por la cual la lujuria –incapaz de
distinguir-- no quiere a esa persona ni al cuerpo de ella, quiere eso sin
más, y le da igual que sea de tal o cual.
¿Cuál es el término de esta etapa?: el descubrirme en-amorado, o tal
vez no. En el primer caso, transcurrido los días de la «enamoración»[7] ,
me descubro unido a la persona que quiero, no por un instante, tal vez de
máxima emoción, sino en la tranquilidad de una instalación, un estado,
desde el cual soy radicalmente otro. Y para qué necesito a una persona:
para ser yo mismo en cuanto varón. Mi vida ahora la siento completa pues
tengo al presente en la realidad, lo que antes tenía como necesidad. No que
ahora ya no la necesite, sigo en la menesterosidad, pero en la esperanza de
un amor infinito –que ningún ser de este mundo puede saciar--. Mantengo la
tensión hacia el horizonte de la vida eterna, que no desvaloriza para nada
el amor terreno, y que más bien le otorga orden y sentido.
El gusto, la complacencia, el atractivo, incluso los actos aislados de
"amor", afectan a lo que el hombre hace, el enamoramiento afecta a lo que
es en esa forma radical que hemos llamado instalación. El hombre está
llamado al amor pues lo constituye como tal en una auténtica vocación. Este
llamado se percibe con claridad en la dimensión pasiva del enamoramiento en
el que uno se ve envuelto y como arrebatado hacia lo alto –sin saber
precisar desde qué momento--. Cada quien es libre de elegir, si escoge el
amor se está eligiendo a sí mismo, es decir a quien debo ser.
Este estado no es "estático", nada en la persona lo puede ser. Debido
a que el amor acontece en una estructura dramática, histórica, cada uno
está viniendo con y hacia el otro. El amor por tanto puede tener distinta
tonalidad e intensidad, se puede sentir de una u otra forma, se puede vivir
en la espontaneidad y frescura de los inicios o en la tranquila vida
hogareña preñada de ritos y maneras establecidas, o tal vez en la crisis.
Podemos responder mejor o peor a esta vocación y seguir enamorados pues así
lo queremos. Pero la fidelidad se construye día a día o un día descubrimos
que no la tenemos más. Existirá siempre por ello el riesgo latente de un
cambio de instalación, de un abandono de ese "estado" primero. Es en esta
línea, de capital importancia el fortalecimiento de la opción fundamental,
con el cumplimiento cotidiano de aquellos deberes y formas del amor, que
van fortaleciendo la unidad de la pareja. Y el crecimiento en la virtud y
en las virtudes debe ser una tarea permanente y compartida por ambos, una
lucha de cada día.
El amor es «la decisión libre de establecer una relación de unidad con
tal persona (relación de entrega) acompañada de los sentimientos que
correspondan en cada momento». Si en un inicio se manifiesta como una
realidad que nos sobreviene casi sin darnos cuenta, no podemos suponer que
ello solo realiza el amor. La elección y la voluntad libres son los
ladrillos más sólidos de esta construcción. No creemos tan preciso hablar
de una primera etapa pasiva y una segunda activa. La persona que quiere
vivir como tal, integra estas dimensiones en su propia vida y busca
orientarse por un ideal que responda a sus dinamismos fundamentales.

Terminemos este acápite, junto con Pieper, e intentemos una
definición de amor erótico: «entendemos por ello esa fuerza capaz de
producir una unificación y una comunidad entre dos seres, que no solamente
sirva para el período de tiempo que dura un episodio o una aventura de
apasionada fusión, sino para toda la vida ("hasta que la muerte nos
separe"), que incluya y realice todas las dimensiones de la existencia, que
absorba e integre todas las formas y todos los aspectos del amor entre
personas humanas». Queda claro sin duda por qué razón Benedicto XVI habla
de ello como el «arquetipo por excelencia». Y volviendo a Pieper, «el amor
sexual es la forma paradigmática de todo amor».


Tres modos de sentir el amor

El amor es dinámico y argumentativo. Lo vemos atravesar siempre por
distintos estadios y es lo normal. Cuando la pareja cuenta con ello,
entiende también que, lo que va a determinar la calidad de su amor, será
fundamentalmente las decisiones que se tomen para construirlo en el tiempo.
Distinguimos dos niveles: uno objetivo y el otro subjetivo. El primero de
ellos ya fue precisado en el acápite anterior. La dimensión subjetiva se
establece con la peculiar manera como cada uno "siente" el amor. Ésta no
escapa de las leyes que le son propias a las cosas del corazón y por lo
tanto no debemos sorprendernos cuando se manifieste voluble y frágil. En
todo caso la seguridad del amor no debe descansar en lo afectivo
exclusivamente sino más bien en lo que podríamos señal como "los
componentes objetivos de la unión fiel": la actitud de entrega o donación,
la apreciación o valoración positiva del otro y la necesidad de comunión
que experimentamos.

José Pedro Manglano al referirse a esta dimensión subjetiva señala
las siguientes etapas:



A. El amor-enamorado


Características:


Su fuerza pasional absorbe a la persona entera.
El enamorado quiere a la persona en sí misma. El centro ya no es su
propio yo. No piensa en el beneficio que obtendrá en ello.
Goza pensando en la persona amada.
Desea la mayor unidad y entrega que pueda lograr. Se clama por un "te
comería".
Bajo la luz que irradia la persona amada todo el resto de cosas
pierden su propia luz. Todo lo demás estará en relación al estado de
ese amor.
Solo importa la persona amada.
La desaparición del "yo" para pronunciar el "tú", la entrega, se
convierten en la máxima preocupación.
Alcanza una felicidad antes desconocida, ya nada le importa, ni
siquiera los sufrimientos que tenga que padecer.
No quiere vivir el tiempo sin la persona amada.
Redimensiona la existencia propia.


Este amor es importante porque:

i. Rompe la individualidad, el encerramiento.
ii. Es el fuego inicial que pone en marcha la dinámica del amor.
iii. Muestra al principio lo que se conseguirá al final. Promete
lo que en al presente aún no se puede lograr, pero es
necesario.




B. El amor-tranquilo


La pasión y vehemencia propias de la fase que hemos llamado amor-
enamorado, no debemos pretender que se convierta en definitiva, ni en la
medida de la grandeza del amor. Para descubrir el verdadero rostro del amor
es necesario esta otra etapa del amor-tranquilo.




Este amor es importante porque:

i. Hace realidad el amor.
ii. Da grandeza a lo insignificante.
iii. Da sentido a lo ordinario.
iv. Lleva a apreciar lo esencial.


Características:


Se le puede criticar porque se mantiene por la costumbre, pero es
bueno recordar que la costumbre es mala si es rutina, no si es
estabilidad para construir.
Es el amor cotidiano que pasa desapercibido pero su ausencia se
siente.
En él se vive en paz. Su reposo ofrece el espacio para conocer una
"nueva belleza" en la persona, fruto de esta contemplación.
En esta situación la certeza del amor a la otra persona no pasa nunca
por una introspección del propio sentimiento. La verdad hay que
encontrarla en la donación, el aprecio del otro, en la historia común
y sobre todo en las acciones concretas que manifiestan ese amor que
supera todo sentimiento.
Es un amor más común fuera del ámbito erótico, por ejemplo al interior
de la familia.
No hay que temer al constatar que se "ama por deber", pues el amor
obliga: «me obligo a actuar y vivir para ti». Esto es AMOR OBLIGADO.
Pero también es el "tú" el que genera esa obligación en el "yo" que
ama, es lo que llamamos AMOR OBLIGANTE. Es un amor pasivo o amor
paciente. Queda claro que no es posible un amor que no genera cierta
obligatoriedad. Los actos de amor obligado u obligante hacen crecer el
amor.




C. El amor-crítico o en crisis.-


No hay que temer a las crisis. Son crisis de crecimiento. Es la
resonancia del cambio, de "algo que se ha desarreglado". Es el momento de
las decisiones por el amor. El sentimiento desagradable que lo acompaña no
tiene por qué determinar una mengua o pérdida de la dilección hacia el
otro. Seguir amando, en condiciones adversas, engrandece el corazón y
consolida la fidelidad.




Características.-




Lo podemos llamar también «amor-doliente». Para que el amor madure y
crezca debemos «realizarlo» y en ocasiones, crecer en amor duele.
El amor exige renuncia al "yo", morir a uno mismo para afirmar al
otro. Por eso amor y sufrimiento van unidos en este etapa.

Entonces las crisis duelen "y" son positivas, no "pero" son positivas,
pues el dolor mismo es fecundo. Necesitamos ahora preguntarnos: ¿Cómo
aprender a sobrellevar la crisis? La paciencia es fundamental, no la
resignación ni la huida:

i. Aguantar el sufrimiento, sabiendo que la paciencia se alcanza la
madurez.
ii. No dejarse engañar atribuyendo a ese amor pasado la causa de
todos lo males. Tampoco buscando al preséntela culpable del
sufrimiento fuera de nosotros mismos. Sin creer que sería
imposible poder soportar en el futuro esa situación. Esto nos
lleva a ver todo en clave negativa.
iii. Aprender a no tomarse muy en serio a uno mismo. No hay que
tomarse en serio todo lo que se nos ocurre. Podemos tener razón
pero no "la" razón.
iv. Dedicarse tiempo para conversar con tranquilidad. Hacer frente
al ritmo habitual que nos saca de nosotros mismo de nuestra
relación matrimonial.



En esta situación debe primar la voluntad. Fortaleciendo esta
facultad podremos consolidar las virtudes de la lealtad y la fidelidad.


En el horizonte vocacional

Cuando el amor se vive en el matrimonio, comprende y supera la amistad
y se plasma en la entrega total de un hombre y una mujer, de acuerdo con su
masculinidad y feminidad, que con el pacto conyugal fundan aquella comunión
de personas en la cual Dios ha querido que viniera concebida, naciera y se
desarrollara la vida humana. A este amor conyugal, y sólo a él, pertenece
la donación sexual, que se «realiza de modo verdaderamente humano,
solamente cuando es parte integrante del amor con el que el hombre y la
mujer se comprometen entre sí hasta la muerte». El Catecismo de la Iglesia
Católica recuerda que «en el matrimonio, la intimidad corporal de los
esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre
bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el
sacramento». Luis Fernando Figari afirma en esta línea: «yendo más allá de
un mero aglomeramiento de dos individualidades, el matrimonio es un proceso
íntimo de integración personal en el amor mutuo de los cónyuges. Se trata
de un tipo especial de amistad entre el hombre y la mujer que se donan
recíprocamente el uno al otro con la explícita intención de hacer
permanente esa donación y se ponen uno a disposición del otro en respeto
profundo, reconocimiento de lo singular e individualmente valioso del tú al
que se donan, y lo expresan en una concreción espiritual y corporal
construyendo un nosotros de amor como pareja, conformada por un hombre y
una mujer abiertos a traer nuevas personas al mundo como fruto concreto de
su amor»[8].



El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de
la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución
del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos,
mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos,
tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento
personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de
nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad
de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo
y de la Iglesia


El amor conyugal, de acuerdo con lo que afirma la Encíclica Humanae
vitae, tiene cuatro características: es amor humano (sensible y
espiritual), es amor total, fiel y fecundo. Estas características se
fundamentan en el hecho de que el hombre y la mujer en el matrimonio se
unen entre sí tan estrechamente que vienen a ser —según el libro del
Génesis— «una sola carne» (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque
somáticamente diferentes por constitución física como varón y mujer,
participan de modo similar de aquella capacidad de vivir "en la verdad y el
amor". Esta capacidad, característica del ser humano en cuanto persona,
tiene a la vez una dimensión espiritual y corpórea. La familia que nace de
esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, que
Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza
comunitaria —más aun, sus características de "comunión"— de aquella
comunión fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos. "¡Estáis
dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos y a
educarlos? ", les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio. La
respuesta de los novios corresponde a la íntima verdad del amor que los
une. Y con la misma fórmula de la celebración del matrimonio los esposos se
comprometen a «ser fieles por siempre» precisamente porque la fidelidad de
los esposos brota de esta comunión de personas que se radica en el proyecto
del Creador, en el Amor Trinitario y en el Sacramento que expresa la unión
fiel de Cristo con la Iglesia.

El matrimonio es un sacramento mediante el cual la sexualidad se
integra en un camino de santidad, con un vínculo que refuerza aún más su
indisoluble unidad: «El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y
mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre
fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa
obediencia a la santa voluntad del Señor: "lo que Dios ha unido, no lo
separe el hombre"».

Pocos años antes de ser elegido pontífice, el Cardenal Karol Wojtyla,
escribía en un artículo titulado La paternidad como comunidad de personas:
«Una genuina comprensión de la realidad del matrimonio y la paternidad y
maternidad en el contexto de la fe requiere de la inclusión de una
antropología de la persona y del don; también requiere del criterio de
comunidad de personas (communio personarum) si ha de estar a la altura de
las exigencias de la fe que está orgánicamente conectada con los principios
de moralidad conyugal y parental. Una visión puramente naturalista del
matrimonio, una que considere el impulso sexual como la realidad dominante,
puede fácilmente oscurecer estos principios de moralidad conyugal y
familiar en los que los cristianos deben discernir el llamado de su fe.
Esto también se aplica al sentido teológico esencial de los principios de
moralidad conyugal. En la práctica -sigue el Cardenal Wojtyla-, esto no
constituye una tendencia a minimizar el impulso sexual, sino simplemente a
verlo en el contexto de la realidad integral de la persona humana y de la
cualidad comunal inscrita en ella. Esta verdad debe de alguna manera
prevalecer en nuestra visión de todo el asunto del matrimonio y de la
paternidad y maternidad; debe finalmente prevalecer. Para lograr esto, un
tipo de purificación espiritual se hace necesario, una purificación en el
campo de los conceptos, valores, sentimientos y acciones»
No cabe duda que la tarea de recuperación del horizonte de la recta
imagen del matrimonio y de su noble dignidad requiere un proceso de
purificación. Hay que tomar conciencia de que la misma verdad, en diversos
niveles, está hoy en crisis. Este proceso de purificación debe ir, desde el
campo de lo conceptual, del mundo de las ideas, y habría también que decir
imágenes, hasta el campo de la concreción personal. Esto plantea, pues, una
consideración fundamental que es la identidad cristiana y la
internalización personal de lo que implica, ante todo como persona
individual que sigue al Señor y procura vivir según el divino Plan, y
luego, también, la idea divina de la naturaleza, las características y los
dinamismos del matrimonio como un camino de santidad y de la familia como
Iglesia doméstica, santuario de la vida, comunidad de personas, cenáculo de
amor, signo social de opción por la vida cristiana. Una tal visión de las
cosas no desprecia la realidad del amor humano, todo lo contrario, ayuda a
darle su verdadero sentido, rescatándola de la región del olvido, al que
fue confinado, entre otras causa, por la ideología naturalista y la
absolutización de lo sexual.

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[1] Tenemos como ejemplo las palabras: virtud, pureza, libertad, familia,
conciencia.
[2] De hombre y mujer en cuanto tales.
[3] Quedar en-amorado o más precisamente, caer enamorado.
[4] Pieper anota que el Eros promete más de lo que puede cumplir.
[5] Que tiende a la unidad manifiesta.
[6] Al parecer esta idea está insinuada en aquella frase tan conocida de
Saint Exupery: «el amor no consiste tanto en mirarse uno al otro, sino en
mirar juntos en una misma dirección».
[7] Término acuñado por Julián Marías en uno de sus estudios sobre el amor
humano.
[8] Matrimonio, camino de santidad.
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