¿Se puede prevenir la corrupción?

September 2, 2017 | Autor: Fernando Jiménez | Categoría: Corruption, Corruption Prevention
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¿Se puede prevenir la corrupción? FERNANDO JIMÉNEZ

C

omo alguien que lleva unos cuantos años dedicado al análisis de la corrupción política, la pregunta que da título a este artículo se me ha hecho múltiples veces y tengo que reconocer que es condenadamente difícil de contestar. Desde luego, cuando he elegido un campo de estudio como éste es porque seguramente estoy convencido de que ha de ser posible prevenir y reducir la corrupción. Por tanto, mi primer impulso siempre es contestar afirmativamente tal pregunta. No obstante, debo admitir que no sabría decir cuánto hay de bienintencionado wishful thinking y cuánto de contrastado y sólido análisis científico detrás de la respuesta afirmativa. Innovaciones institucionales

En los últimos quince años nuestro conocimiento sobre la corrupción ha crecido enormemente. Sabemos hoy mucho más sobre sus devastadoras consecuencias en todos los ámbitos (económico, social y político) y sobre los principales factores que causan este fenómeno. Este mayor y mejor conocimiento sobre el problema ha impulsado una enorme oleada de innovaciones institucionales y de políticas anticorrupción, tanto en muchos países individualmente considerados como en el contexto internacional. Cabe destacar en referencia a éste último la aparición de importantes convenios internacionales, como la Convención de Naciones Unidas o, en el ámbito europeo, las convenciones civil y penal del Consejo de Europa (con la creación del muy interesante experimento del GRECO, Grupo de Estados contra la Corrupción), 30

o el grupo de trabajo sobre la integridad de los cargos públicos en la OCDE, iniciativas todas ellas que buscan estimular una mayor concienciación en todos los niveles sobre la necesidad de luchar contra la corrupción al tiempo que se fomenta la puesta en común de innovaciones prometedoras que se han ensayado con éxito en unos u otros países. Sin embargo, todos estos considerables avances no nos permiten ser cien por cien optimistas sobre la posibilidad de la prevención de la corrupción como un destino cierto y al alcance de cualquier sociedad. La literatura científica sobre la corrupción desarrollada en estos años ha prestado una atención especial al análisis de aquellas sociedades en las que los niveles de corrupción han sido muy bajos o prácticamente inexistentes. No puedo dejar de mencionar los importantes trabajos de Bo Rothstein. En efecto, Rothstein y algunos otros autores se han planteado la pregunta de qué factores llevaron a las sociedades nórdicas a disfrutar de unos niveles considerablemente bajos de corrupción. Sus análisis demuestran la alta correlación que se da en este tipo de sociedades entre los bajos niveles de corrupción y los altos niveles que presentan un grupo de variables entre las que destacan la confianza social generalizada (medida generalmente a través del indicador de la Encuesta Mundial de Valores que pregunta a los encuestados hasta qué punto se puede confiar en la sociedad en la que viven en la gente a la que no se conoce personalmente), la igualdad social (tanto en términos de igualdad económica como de igualdad de oportunidades) o la percepción del funcionamiento

efectivo e imparcial de las instituciones de gobierno. La confluencia de estos factores y su influencia recíproca habría llevado a que en estas sociedades se desarrollara una suerte de círculo virtuoso que mantiene la corrupción en niveles ínfimos. De este modo, en este grupo de sociedades que ya partían de unos niveles de igualdad social por encima de la media europea, el funcionamiento imparcial de las instituciones de gobierno (al no haber caído los gobernantes en la tentación de desarrollar redes clientelares para eternizarse en el poder), así como el desarrollo de políticas universalistas de bienestar (dirigidas a toda la población en su conjunto y no sólo a los grupos más desfavorecidos), habrían ido alimentando un creciente sentimiento de solidaridad social y de confianza generalizada entre los ciudadanos. A su vez, este alto grado de compromiso y cohesión social habría hecho más fácil la confección de las políticas públicas y su efectiva aplicación práctica, gracias a la aparición espontánea de normas informales favorables a la producción de bienes públicos tales como el respeto a la reglas básicas de convivencia, la aceptación de las obligaciones tributarias, el respeto hacia los espacios públicos o la disposición al activismo social para exigir una respuesta de las autoridades públicas a los nuevos problemas de la comunidad entre otras. Círculos viciosos

La otra cara de estos análisis es la que resulta más preocupante o descorazonadora a la hora de tratar de dar una respuesta afirmativa a la pregunta que encabeza estas líneas. A diferencia de

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lo que sucedió en las sociedades nórdicas, en otras sociedades se impuso una lógica opuesta, es decir, se generó un círculo vicioso que alimenta la desconfianza social, incentiva el funcionamiento parcial de las instituciones de gobierno y, en definitiva, produce una corrupción enraizada y ubicua que es muy difícil de combatir. De hecho, el propio Rothstein en un influyente artículo escrito con Eric Uslaner (Rothstein y Uslaner, 2005) reconoció explícitamente que su análisis llevaba a conclusiones muy pesimistas sobre la posibilidad real de combatir la corrupción en estas sociedades (pág. 71). De acuerdo con estos autores, en aquellos sistemas políticos en los que las políticas gubernamentales son ineficientes, parciales (persiguen el beneficio de grupos sociales particulares) y corruptas se imposibilita el desarrollo de un sentido de solidaridad social y se estimula la confianza particularizada en diferentes grupos sociales por encima de la confianza generalizada en

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toda la sociedad. Cuando ocurre esto, cuando la confianza que prevalece es la que se deposita en la propia familia, clan, etnia o partido político, la política en esa sociedad se convierte en “un juego de suma-cero entre grupos en conflicto” (Rothstein y Uslaner, 2005: 45-46). En estas sociedades no aparecen las normas informales que favorecen la producción de bienes públicos. En su lugar, se instala una práctica social depredadora del “sálvese quien pueda” que imposibilita que las autoridades públicas cuenten con los recursos y los incentivos necesarios como para llevar adelante políticas que fomenten la solidaridad social que hace falta para sentirse partícipe de la misma comunidad. Muy al contrario, las políticas gubernativas vendrán incentivadas por una lógica particularista y parcial que abundará en la espiral del círculo vicioso. Aunque Rothstein y Uslaner tienen muy clara la manera de romper el círculo vicioso, son muy pesimistas sobre

la posibilidad real de que este tipo de sociedades puedan hacerlo realmente en la práctica. De acuerdo con estos autores, estas sociedades se enfrentan a una “trampa social” que no les permite construir el consenso social necesario para adoptar las políticas públicas que generarían crecientemente una solidaridad social y una confianza generalizada (más allá de los grupos particulares de pertenencia): unas políticas universalistas de bienestar. Para ellos, está claro que sólo a través de la distribución universal e imparcial de beneficios sociales como la educación, la sanidad, la protección de la infancia, la tercera edad o los desempleados, etc., se puede conseguir disminuir la desigualdad social y, con ello, aumentar la solidaridad social y la confianza generalizada, el factor clave para que las instituciones de gobierno funcionen sin corrupción. Sin embargo, la disparidad y distancia de intereses entre los grupos sociales que componen una sociedad con altas dosis de desigualdad hace im31

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posible que se llegue a adoptar esta solución y, con ello, se hace imposible también el control de la corrupción.

es pequeño, muchos funcionarios sucumbirán. El combate contra la corrupción, por lo tanto, empieza con mejores sistemas.

La teoría de la diferencia

“Mejores sistemas”. Klitgaard, por tanto, no tendría ninguna duda al contestar nuestra pregunta: sí, es posible prevenir, reducir y controlar la corrupción: sólo hacen falta “mejores sistemas”. Es decir, lo que necesitamos es alterar el marco de incentivos en el que actúan autoridades políticas, funcionarios y clientes de las administraciones públicas para reducir la corrupción. Lo conseguiremos si mediante esos cambios institucionales somos capaces de reducir el monopolio sobre la toma de decisiones, la discrecionalidad de quienes toman las decisiones y si hacemos más efectiva la rendición de cuentas. El propio Klitgaard no se ha quedado sólo en el terreno de la reflexión académica y ha hecho grandes esfuerzos en la aplicación práctica de sus ideas en diversos trabajos de consultoría para el Banco Mundial y para diversas administraciones públicas. Algunos de estos esfuerzos, como el que llevó a cabo en el Ayuntamiento de La Paz (Bolivia) de la mano del entonces alcalde Ronald MacLean-Abaroa, han tenido resultados ciertamente prometedores (Klitgaard, 2000). No obstante, probablemente posiciones como las de Klitgaard sean en exceso optimistas. En realidad a nadie se le escapa la enorme dificultad que entraña la mejora de las instituciones de gobierno para que funcionen de manera más efectiva e imparcial y reduzcan los incentivos para la corrupción. De hecho, hay algunos trabajos en estos últimos años, particularmente sobre Africa, que ponen en cuestión que la puesta en marcha de innovaciones institucionales siguiendo las recetas de la teoría de la agencia haya producido rendimientos claros (Riley, 1998: RoseAckerman, 2000). Además, los análisis empíricos sobre la incidencia de la corrupción han mostrado que sistemas políticos con arreglos institucionales muy semejantes (como, por ejemplo, los que comparten las regiones del norte y el sur de Italia) presentaban niveles de corrupción muy diferentes, lo que restaba credibilidad

Después de estas dosis de pesimismo, conviene contraponer a estos análisis una perspectiva diferente y mucho más optimista. Se trata de algunos de los trabajos sobre la corrupción que se han hecho desde la óptica de la teoría de la agencia. En este campo, cabe destacar las aportaciones de Susan Rose-Ackerman o Robert Klitgaard entre otros muchos autores. Desde este punto de vista, se trata de analizar cuáles son las condiciones que generan incentivos para los comportamientos corruptos de los individuos y, por tanto, no se mira tanto a los factores de naturaleza social. Para no alargar en exceso esta exposición, me centraré en el análisis de las consecuencias que se derivan de la famosa ecuación de la corrupción formulada por Klitgaard: C=M+D-A Es decir, la corrupción (C) equivale a monopolio de la decisión (M) más discrecionalidad (D) menos rendición de cuentas (A). De este modo, cuanto más reducido sea el grupo de actores de quienes depende la decisión sobre el asunto en cuestión (monopolio), cuanto mayor sea el margen de discrecionalidad del que dispongan tales actores para tomar su decisión y, por último, cuantos menos o más ineficientes sean los controles sobre los agentes que toman la decisión, mayor será la probabilidad de que surja la corrupción. El propio Klitgaard (1988) explicita el sentido de su fórmula: Ya sea que la actividad sea pública, privada o sin fines de lucro, ya sea que uno esté en Nueva York o en Nairobi, uno tenderá a encontrar corrupción cuando alguien tiene un poder monopolístico sobre un bien o un servicio, tiene el poder discrecional de decidir si alguien lo recibirá o no y en qué cantidad, y no está obligado a rendir cuentas. La corrupción es un crimen de cálculo, no un crimen pasional. En verdad, hay santos que resisten todas las tentaciones, y funcionarios honrados que resisten la mayoría de ellas. Pero cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo en caso de ser atrapado

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a las teorías institucionalistas (Tabellini, 2005; Kitschelt y Wilkinson, 2007; Charron y Lapuente, 2011; o, sobre el sector privado, Ichino y Magi, 1999). Hasta el punto de que, como recuerdan Charron y Lapuente (2011: 8), diversos especialistas han prestado creciente atención a factores diferentes a las propias instituciones. Así, algunos economistas se han volcado sobre el análisis de factores culturales como los valores morales (Tabellini, 2005 y 2007; Licht, Goldsmith y Schwartz, 2005), mientras que algunos politólogos han girado su interés sobre factores de naturaleza económica como las diferencias en los niveles de desarrollo (Kitschelt y Wilkinson, 2007; Wilkinson, 2007; Krishna, 2007). Clientelismo

La reciente y muy relevante contribución de Nicholas Charron y Víctor Lapuente (2011) puede servir para trazar un espacio común de entendimiento entre las dos grandes perspectivas que se han presentado. En este estudio sobre las diferencias en el nivel de calidad de gobierno que presentan diversas regiones europeas, se lleva a cabo un convincente esfuerzo de recuperación de los argumentos institucionalistas tratando de superar las dificultades ya señaladas. Para ello, Charron y Lapuente emplean, siguiendo el trabajo pionero de Douglass North (1990), un concepto algo más amplio (y acertado) de institución que engloba tanto las instituciones formales como las informales. De este modo, pese a que sea frecuente que diversas regiones europeas compartan las mismas instituciones formales de gobierno, las diferencias de calidad observadas entre ellas se deberían más bien a la diversidad de instituciones informales que influyen determinantemente en el funcionamiento en la práctica de aquéllas. Entre estas instituciones informales los autores destacan la especial importancia de las redes de patronazgo o clientelismo. Aquellas regiones en las que se consolidaron históricamente este tipo de redes presentan una calidad de gobierno mucho más escasa que la de regiones que no dieron

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lugar a la construcción de estas pautas de comportamiento político, pese a que unas y otras puedan haber compartido las mismas instituciones políticas formales. Allí donde aparecieron redes clientelares surge un conjunto de incentivos que, de forma independiente a los valores morales que puedan compartir los individuos, afectan a las expectativas y al comportamiento de éstos y empujan hacia un funcionamiento particularista y parcial de las instituciones de gobierno. En los sistemas políticos sometidos a este tipo de incentivos, e independientemente de cuáles sean los arreglos institucionales formales de sus procesos de toma de decisiones públicas, es lo cierto que a los individuos les es mucho más rentable invertir en el cultivo de los contactos sociales adecuados que en el esfuerzo personal y las aspiraciones meritocráticas. El sofisticado análisis empírico que llevan a cabo les permite demostrar que el factor clave a la hora de explicar las diferencias de calidad de gobierno entre regiones europeas consiste en el desarrollo histórico (especialmente a lo largo del siglo XIX) de limitaciones institucionales eficaces (parlamentos, tribunales, medios de comunicación, etc.) sobre el poder del Ejecutivo. En aquellas regiones donde estas restricciones institucionales al Poder Ejecutivo se consolidaron de forma eficaz, se dificultó la creación de redes informales de patronazgo por parte de los gobernantes, lo que ha dado lugar a su vez a una mejor calidad de sus instituciones de gobierno y, por tanto, a una menor incidencia de la corrupción. De acuerdo con el trabajo de Charron y Lapuente, la clave para la prevención o la reducción exitosa de la corrupción estaría (como en Klitgaard) en un plano institucional, con lo que podríamos evitar así la “trampa social” de la que hablaba Rothstein y que auguraba una perspectiva muy pesimista en la lucha contra la corrupción. De hecho, el análisis empírico de Charron y Lapuente encuentra que los efectos de la confianza (desconfianza?’) generalizada sobre la calidad de gobierno desaparecen una vez que controlamos

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Tabla 1: Grado de extensión de la corrupción entre… (CIS 2826, Dic. 2009) Los/as políticos/as Autoridades que otorgan contratos o subvenciones Autoridades que conceden licencias de obras

Muy o bastante 79,2 72,6 75,9

Poco o nada 6,5 9,3 8

Tabla 2: En general, ¿usted diría que se puede confiar en la mayoría de la gente o que nunca se es lo suficientemente prudente al tratar a los demás? Se puede confiar en la mayoría de la gente 37,2 Nunca se es lo suficientemente prudente al tratar a los demás 61,1 Fuente: ASP 09.047 (2009)

Tabla 3: Percepción de la parcialidad de las instituciones de gobierno

De acuerdo

En desacuerdo

1. Esté quien esté en el poder siempre busca sus intereses personales

76

12,8

2. La mayoría de los políticos están en la política sólo por lo que puedan sacar personalmente

61,1

17,2

3. El sistema judicial castiga a los culpables sin importar quiénes son

27,4

66,8

4. La gente acomodada recibe un trato fiscal claramente más favorable que el que recibe el ciudadano medio

74,1

23,4

Fuente: Frases 1 a 3 CIS 2826 (Dic. v2009), Frase 4 ASP 09.047 (2009).

por la existencia de esta experiencia previa (especialmente en el siglo XIX) de restricciones institucionales sobre el Poder Ejecutivo. Sin embargo, la solución de Charron y Lapuente no es tan abiertamente (o, quizás fuera mejor decir, ingenuamente) optimista como la sugerida por Klitgaard. Debido al fuerte efecto de dependencia de senda o inercia (path dependency) que tiene la consolidación de las redes de patronazgo o clientelismo, no es nada fácil conseguir la mejora de la calidad de las instituciones de gobierno y, con ella, el control de la corrupción. Si Rothstein hablaba de la existencia de una trampa social que impedía optar en la práctica por las políticas universalistas de bienestar como primer paso para revertir la situación de desigualdad, desconfianza social y corrupción, Charron y Lapuente mencionan la trampa política a la que se ven expuestos quienes quieren reducir el clientelismo. Aún siendo claro que la desaparición de las redes de patronazgo depende de la instauración de sólidos y efectivos constreñimientos

al poder de los Ejecutivos, este es un paso muy difícil de dar. Como dicen estos autores siguiendo a Wolfgang Müller (2007), un partido político que deseara pasar de una distribución altamente particularizada de servicios públicos a una asignación imparcial, tendría dos difíciles retos ante sí. Primero, tendría que enfrentarse a la oposición de su propia clientela al frustrar las expectativas que ésta habría desarrollado de disfrutar del botín del poder. En segundo lugar, este partido tendría un gran problema de credibilidad para convencer al resto de votantes de que iba en serio y vencer el escepticismo de éstos tras una larga tradición de clientelismo. Ambos obstáculos son realmente complicados de sortear y hacen extremadamente difícil la ruptura de las inercias clientelares y, con ello, la reducción de la corrupción. El caso español

Creo que tras este rápido repaso de la literatura el lector puede estar de acuerdo conmigo en considerar que la pregunta del título es, como decía al prin33

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Tabla 4: ACTITUDES HACIA LA CORRUPCIÓN (CIS 2826, Dic. 2009) Situación

Corrupción clara

Creo que es corrupción

Creo que no es corrupción

No es corrupción

Político contrata familiares o amigos al margen de su preparación para trabajar en la A.P.

73,8

17,3

5,0

1,3

Político, funcionario o empleado público acepta dinero de empresa para favorecerla

88,6

7,9

1,2

0,3

Político, funcionario o empleado público recibe dinero por recalificar terreno

89,4

6,9

0,6

0,3

Empleado de la A.P. pide dinero a ciudadano por agilizar trámites

85,1

10,6

1,5

0,3

Recalificación de terreno protegido por Ley Costas para generar riqueza en municipio

74,6

13,4

4,8

1,3

Político acepta regalos de valor

62,1

19,5

9,6

4,4

cipio, “condenadamente” difícil de responder. Me temo que no hay una respuesta general clara, sino que lo único que podemos hacer es reconocer la enorme dificultad que tiene la lucha contra la corrupción. Si queremos ir más allá hasta analizar las perspectivas concretas de la probabilidad de éxito en el control de la corrupción, no nos queda más remedio que atender a las circunstancias concretas del caso que nos interese. Sabemos cuáles son las políticas que hay que poner en marcha si queremos reducir la corrupción, pero la gran dificultad estriba en saber cuándo será más probable que tales políticas se pongan en marcha en un sistema político concreto. Es decir, cuándo será más probable y de qué factores dependerá que haya actores en ese sistema político capaces de escapar de la “trampa política” a la que nos hemos referido. Pasemos, por tanto, al análisis de un caso concreto como ilustración. Me centraré en el caso español. Es cierto que en el caso español coinciden algunos datos preocupantes sobre la percepción de la incidencia de la corrupción. La tabla 1 es suficientemente ilustrativa. Si además tenemos en cuenta otros datos, el paisaje resultante no es muy alentador. España es uno de los países de la UE-15 con tasas más bajas de 34

Tabla 5: ¿Qué frase refleja mejor su opinión? (CIS 2826, Dic. 2009)

Lo más importante es que los políticos resuelvan los problemas de los ciudadanos, incluso si, para hacerlo de forma más eficaz, tuvieran que incumplir alguna ley.

27,9

Lo más importante es que los políticos cumplan siempre con las leyes, incluso si eso les hiciera ser menos eficaces a la hora de resolver los problemas de los ciudadanos.

56,5

Ninguna (No leer)

5,1

NS/NC

10,5

confianza interpersonal generalizada. La Tabla 2 y el Gráfico 1(¿) recogen unos datos de 2009 sobre esta variable. El paisaje es aún más desolador cuando tenemos en cuenta las percepciones de los españoles sobre la parcialidad o imparcialidad con la que funcionan las principales instituciones de gobierno. Como puede verse en la Tabla 3, es posible detectar en nuestro país una preocupante sensación de que instituciones públicas clave como la justicia o la administración tributaria no tratan por igual a todos los ciudadanos. Así, según el Centro de Investigaciones Sociológicas, 7 de cada 10 españoles se mostraba disconforme en 2009 con la afirmación de que “el sistema judicial castiga a los culpables sin

importar quiénes son”. O, de acuerdo con otra encuesta de ASP para FUNCAS (ojo: desglosar siglas) realizada en ese mismo año, 3 de cada 4 encuestados se mostraba muy o bastante de acuerdo con la opinión de que “la gente acomodada recibe un trato fiscal claramente más favorable que el que recibe el ciudadano medio”. Estas actitudes se vienen detectando en los estudios de opinión pública desde mucho antes de que empezaran los problemas económicos de esta última crisis y constituyen uno de los rasgos de la cultura política de los españoles desde que se llevan a cabo este tipo de estudios en nuestro país. La gran mayoría de los españoles perciben que las instituciones públicas no tratan por igual a todos los ciudadanos y creen que la corrupción abunda entre nues-

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tros representantes, otro tremendo rasgo de parcialidad en el funcionamiento de nuestros gobiernos. Esta visión sobre el funcionamiento parcial de las instituciones de gobierno aparece no sólo en las encuestas sino en buena parte de las conversaciones grabadas por la policía en la persecución de delitos de corrupción en estos años. Una constante en estas conversaciones es la afirmación que corruptores y/o corruptos suelen hacer sobre que los intercambios corruptos son la forma normal de proceder o, como suelen decir, que el “sistema funciona así”. Como ya nos avisaban Charron y Lapuente, si la percepción de la mayoría de la gente es que el sistema funciona así, es decir, que la distribución de los servicios públicos está alejada de la imparcialidad, los actores invertirán en el cultivo de los contactos sociales adecuados para tener acceso a tales beneficios. En el caso español esta actitud también parece haber calado de forma considerable. En una encuesta realizada por Víctor Pérez Díaz para ASP por encargo de FUNCAS en 2010 (ASP 10.048), se preguntaba a los encuestados qué es lo más importante para llegar a ser rico en la sociedad española. Pues bien, más del 56% de los encuestados respondieron que “tener buenos contactos y cultivarlos”, casi el 20% señalaron que “tener suerte” y sólo el 18% se inclinaron por la opción “tener buenas ideas y esforzarse en aplicarlas”. Demoledor. Todas estas actitudes que hemos resumido son ciertamente preocupantes. Y, sin embargo, no puede decirse que la sociedad española esté particularmente inclinada a la corrupción. Los datos que tenemos sobre la experiencia directa en el pago de sobornos a través del Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional son bastante sólidos en este sentido: aquellos que dicen haber pagado un soborno en España nunca han superado el 5% de los encuestados, no superando nunca la media de los países de la UE. Además, los escasos indicadores existentes sobre los comportamientos que los ciudadanos consideran como corruptos no demuestran una tolerancia

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especial de los españoles hacia la corrupción (véase Tabla 4). Como atestigua la Tabla 5, ni siquiera cuando los encuestados son sometidos a un difícil dilema moral parecen imponerse las respuestas menos inadecuadas. Valores morales y expectativas

El problema, por tanto, en el caso español coincide con lo sugerido por Charron y Lapuente. No parece que lo importante aquí sean los valores morales de los ciudadanos, es decir, no parece que una mayor incidencia de la corrupción en España con respecto a los países de nuestro entorno pueda deberse a que los valores de moral pública entre los españoles sean “inadecuados”, sino a que las expectativas que tienen los ciudadanos sobre el funcionamiento de las instituciones de gobierno son malas. Los españoles perciben una gran parcialidad en el funcionamiento de estas instituciones y, por tanto, la existencia de una importante desigualdad de trato por parte de éstas. Esta percepción genera una actitud de cinismo hacia la política y los políticos que explicaría el recurso a comportamientos típicamente clientelares. Así, el cinismo hacia la política democrática sobre el que abundan las evidencias de los estudios de opinión y su reflejo en el comportamiento electoral (la facilidad con la que se descuentan a menudo las denuncias de corrupción) serían fruto no tanto de una moral pública escasamente cívica, sino más bien el producto de la distancia que perciben los ciudadanos entre su ideal democrático (basado sobre todo en la idea de igualdad) y sus recelosas expectativas sobre la realidad de la política democrática. De este modo, dadas las bajas expectativas que tienen sobre el grado de ajuste de la política real a su propio ideal de democracia, su reacción ante un escándalo (o una oleada de escándalos) de corrupción es de “normalidad”. Los escándalos confirman sus expectativas sobre los verdaderos motivos de los actores políticos (y el verdadero funcionamiento de las instituciones políticas) y, por tanto, no son excepciones ante las que haya que

reaccionar para que todo vuelva a la “normalidad democrática”. Y de ahí también la importancia que cobra el cultivo de los contactos por encima del esfuerzo personal para mejorar las condiciones de vida y el propio estatus social. La clave, por tanto, para prevenir o reducir la corrupción en un caso como el de la sociedad española estriba en la alteración de las expectativas que tienen los ciudadanos sobre el funcionamiento del sistema político. ¿Qué cabría hacer para alterar tales expectativas? Está claro que hay que mejorar el funcionamiento de las instituciones políticas con la intención de maximizar dos grandes objetivos: su funcionamiento imparcial y, como nos decía Rothstein, la lucha contra la desigualdad entre los ciudadanos mediante el fomento de una verdadera igualdad de oportunidades. Las soluciones están claras pero el verdadero problema consiste en cómo puede superarse la trampa política de la que nos hablaban Charron y Lapuente: ¿cómo puede generarse una verdadera voluntad política de caminar en la dirección adecuada? Hemos visto que en el caso español coinciden toda una serie de rasgos sociológicos que desincentivan la salida de la trampa política con otro conjunto de actitudes y de valores morales que sí serían adecuados para salir de la misma. Creo, por tanto, que en el caso español no estamos ante una situación social desesperada que nos condene a vivir inevitablemente en un entorno favorable para la corrupción y el clientelismo. Podemos decir que existe un sustrato social con elementos favorables para que arraiguen los incentivos que hacen falta para que los gobernantes renuncien a las tentaciones del clientelismo y opten por políticas de transparencia y buen gobierno. Además, en el caso español están presentes al menos cuatro grandes vectores que estimulan a caminar en la dirección adecuada. • En primer lugar, la labor de algunos organismos internacionales de los que formamos parte puede ser muy importante. En este sentido, siguiendo el Programa de Estocolmo (aprobado 35

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bajo la última presidencia sueca) la lucha contra la corrupción podría convertirse en un eje cada vez más importante en las políticas de la Unión Europea (UE), que podría tener una importante repercusión en todos los estados miembros. Destaca también en este terreno el papel del Consejo de Europa a través del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO). Los informes de GRECO no sólo proporcionan una evaluación interesante sobre los principales riesgos de corrupción en cada país, sino que fuerzan a los distintos gobiernos a emprender mejoras en un plazo determinado. • Un segundo vector tiene que ver con la sensibilización de la opinión pública hacia los problemas de la corrupción y sus nefastas consecuencias. Aquí, la labor de la Universidad es importante y el fomento de la investigación académica rigurosa en este campo tiene efectos muy positivos. • Una tercera fuente de estímulos positivos viene del mundo de los movimientos sociales. La fuerte oleada de corrupción (sobre todo ligada al urbanismo) que hemos sufrido en los años del extraordinario boom de la construcción ha generado una amplia panoplia de movimientos ciudadanos de protesta y denuncia a lo largo de toda la geografía española. La aparición de estos movimientos es desde luego muy positiva también para que los gobernantes perciban la existencia de estímulos opuestos a los de las redes de patronazgo y ayudan también a avanzar en la sensibilización social hacia el problema de la corrupción. • Por último, el cuarto vector de interés tiene que ver con la aparición de nuevos partidos políticos que hacen de la lucha por la mejora de la calidad de las instituciones de gobierno un eje central de sus programas políticos. Es claro que el sistema electoral en España no contribuye al éxito de estos partidos. Pese a todo, si este tipo de partidos consigue un apoyo social creciente elección a elección, los partidos tradicionales podrán verse estimulados a prestar una 36

mayor atención a estas políticas. En definitiva, el caso español nos ilustra sobre la enorme dificultad de la lucha contra la corrupción pero, al mismo tiempo, nos descubre algunos hilos de los que tirar para deshacer la madeja de la corrupción y el clientelismo. Volviendo ahora a la pregunta del título, me gustaría terminar con una contestación afirmativa. Sí, sí es posible prevenir o reducir la corrupción, pero debemos ser conscientes de que es una tarea enormemente difícil en la que tenemos que prestar especial atención a los contextos concretos de cada sistema político y a las reglas informales (como las pautas de patronazgo) que determinan el funcionamiento en la práctica de las instituciones formales de gobierno. Cada sistema político concreto que consideremos presentará unas dificultades (y unas oportunidades) diferentes que habrá que atender. Como atestigua, por ejemplo, el caso de Bulgaria o los fracasos de muchos países africanos en el control de la corrupción, de nada sirve una estrategia de “lista de la compra” en la que un determinado sistema político copia las instituciones formales que han sido exitosas en la lucha contra la corrupción en otras latitudes, sin considerar cuál pueda ser el funcionamiento real de tales innovaciones en un contexto social, económico y cultural totalmente diferente. n

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Fernando Jiménez, Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Murcia

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