\"Se acabaron los bandidos\": Máscaras heroicas y neoliberalismo en Nostalgia de la sombra

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Descripción



Esta y todas las traducciones a textos en inglés son mías.
A partir de ahora citaré la novela indicando únicamente la página.





"Se acabaron los bandidos": Máscaras heroicas y neoliberalismo en Nostalgia de la sombra

Nostalgia de la sombra, novela de Eduardo Antonio Parra, se sostiene sobre dos líneas temporales que se intercalan capítulo a capítulo. En una de ellas, siguiendo un orden cronológico, encontramos a Bernardo, un corrector de estilo de clase media atormentado por presiones económicas y sociales que lo hacen sentir –tal como veremos– sometido a distintas formas de autoridad y masculinamente impotente. Tras un asalto, Bernardo asesina a tres hombres y huye fuera de los linderos de la ley, dejando su vida pasada atrás. En la otra línea temporal, Bernardo aparece reintegrado en la sociedad como Ramiro, un sicario que trabaja para un empresario de la capital y el cual es obligado a volver a Monterrey con el fin de asesinar a una mujer. A lo largo de la novela, en la transición entre estas dos formas de vivir el México neoliberal, el protagonista habita diversas máscaras, disfraces y nombres.
Es justamente esta transición lo que me interesa discutir en este trabajo. Más específicamente, quiero argumentar que, en el paso entre Ramiro y Bernardo, cuando el personaje parece vivir no sólo al margen de la ley sino también al margen de una razón neoliberal hegemónica que "configura todos los aspectos de la existencia en términos económicos" (Brown 17), la novela recupera y revisa a través del protagonista ciertos mitos de la violencia, la libertad y la masculinidad propios de figuras heroicas como el vaquero del Western, el bandolero –de larga trayectoria en el canon culto y popular mexicano– o el sicario del narcocorrido. ¿Por qué estas tres figuras? En primer lugar, porque en las tres la violencia está relacionada de una u otra forma con la libertad y con una masculinidad potente, lo cual parece ser el deseo de Bernardo al principio de la novela. En segundo lugar, porque la propia novela de Parra nos dicta la pauta a seguir con sus referencias a las películas del oeste, su citas de corridos de bandoleros o de narcocorridos y la figura central del viejo vaquero que motiva a Bernardo a volverse un asesino. Y, finalmente, porque las tres figuras, al situarse al margen del estado o en abierta confrontación con éste representan para el personaje, aunque de formas distintas, una posible alternativa a un orden social en donde el neoliberalismo es no sólo un conjunto de políticas económicas estatales sino "la racionalidad gobernante, la cual extiende una formulación específica de valores económicos, prácticas y métricas a cada dimensión de la vida humana" (Brown 30).
En este sentido, lo que me interesa discutir, sobre todo, es la forma ambigua cómo estos mitos de violencia, masculinidad y libertad son recuperados y revisados en la novela. Como discutiré en las siguientes páginas, mientras que algunos parecen afirmarse –la libertad como nomadismo del vaquero o la justicia de ciertos usos de la violencia–, otros se desmienten abiertamente o la novela muestra sus tensiones inherentes y contradicciones. Pero todos, al final, fracasan por una razón u otra: ya sea porque los mitos de la masculinidad que el personaje pretende afirmar se refieren a valores tradicionales de lo masculino que, a lo largo de la novela, se revelan contradictorios e insostenibles o a costa de la razón neoliberal que acota la libertad de los sujetos y, como dice Brown, moldea cada dimensión de la vida humana a su manera.

Cronológicamente hablando, la primera identidad del protagonista es Bernardo, un periodista de clase media presionado por la pobreza, el exceso de trabajo y el deseo frustrado de ser escritor, entre otras cosas: "el desasosiego de si Victoria iba a parir uno o varios chamacos más y la raya quincenal en su bolsillo que no ajustaba para vivir" (Parra 33); "Otro hijo significaría la cancelación de sus planes, añadiendo un remache más al grillete que el periódico había puesto en su tobillo" (44). Además, se trata de un hombre en constante autogobierno de sí mismo, recordando así las "tecnologías del yo" (Foucault 225) por medio de las cuales, según Foucault, uno mismo efectúa operaciones de control y gobierno sobre sus actos y su conducta: "No pediría la siguiente [cerveza]. Sus pequeños placeres estaban limitados." (34). Así, podríamos relacionar a Bernardo con lo que Nietzsche llamaba el Último Hombre, "una creatura apática, sin grandes pasiones o compromisos. Incapaz de soñar, cansado de la vida, no arriesga, buscando sólo el confort y la seguridad, una expresión de la tolerancia del uno con el otro" (Zizek 28).
Ahora bien, Bernardo asume su pasividad y el desasosiego que siente como producto de su incapacidad –su "miedo", en términos de la novela– de enfrentar a aquellos que lo oprimen, que lo confrontan o que acotan su libertad, especialmente figuras de autoridad:
No eran sino la repetición de una misma escena interpretada por otros protagonistas muchas veces en su vida. Por la pantalla de su memoria desfilaron entonces su padre y su madre, sus maestros; los árbitros, cuando jugaba fútbol americano, el entrenador y los integrantes del equipo rival; sus jefes, en el trabajo, hasta Victoria. Nunca había hecho nada aparte de dar media vuelta y retirarse. La tibieza, la indiferencia y el conformismo definían su existencia desde muchos años atrás. (51)

Subsecuentemente, Bernardo relaciona esto mismo con la sensación de impotencia masculina que lo aqueja cuando una mujer intenta seducirlo y él se resiste: "La mujer notaba su deseo, y aumentó la insistencia de sus palabras. […] Tienes miedo.[…] No juntas valor ni para jalarte una vieja al hotel, ni cuanto se te ofrece en charola" (52). Entonces surge el deseo de huir, de buscar una libertad fuera de las responsabilidades y las estructuras de poder y autoridad que definen su existencia e incluso fuera de su propia identidad: "las ganas de salir corriendo y esconderse de los demás, de esa mujer, de sí mismo" (53).
Y, en efecto, eso es justo lo que sucede después de que asesina a tres hombres que lo asaltan y se ve obligado a correr y esconderse fuera del alcance de la ley, pues se trata de mucho más que una simple huida, se trata de un cambio absoluto de identidad: "Cuando estuvo vestido con esa ropa ajena lo envolvió la sensación de ser otro. Bernardo de la Garza había sido expulsado a un ámbito sin memoria" (102). En este punto, empieza un juego de alteración de máscaras, disfraces y nombres que será constante a lo largo de toda la novela y que parece retomar un tópico que, en la tradición literaria mexicana, se remonta al menos al Laberinto de la soledad de Octavio Paz. Aún así, me parece que Nostalgia de la sombra trabaja la idea de la máscara de una forma diferente a Paz. Para este último, la máscara es la forma a través de la cual el mexicano se encierra del mundo, se aparta y se contiene: "entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos de sí mismo también" (Paz 10). Pero la máscara, en Paz, presupone un rostro que se oculta pues el enmascaramiento es una conducta propia del mexicano que puede (y, en argumento, debe eventualmente) desaparecer.
En Nostalgia de la sombra, en cambio, no parece haber un rostro oculto detrás de la máscara, sino sólo otra máscara y así subsecuentemente. Bernardo, viviendo una vida contraria a todo lo que desea, es una máscara de sí mismo; Ramiro, como veremos, también lo es y todos los nombres e identidades entre uno y otro también lo son: "Cualquiera que fuera su atuendo, desde mucho tiempo atrás los espejos exhibían para él individuos extraños de nombres carentes de significado. Cada uno distinto al anterior y siempre desconocidos" (79). De ahí que se trate, me parece, de un personaje lleno de contradicciones y de ambigüedades, inconstante, pues continuamente intercambia y alterna máscaras e identidades a lo largo de la novela, incluso bajo un mismo nombre.
Además, las máscaras que alterna a partir de que deja de nombrarse Bernardo y abandona su vida anterior –máscaras heroicas pues provienen del vaquero del Western, del bandido y del sicario del narcocorrido, como veremos–, todas parecen remitirse a aquello que el personaje ansiaba conseguir a través del asesinato: la libertad de una vida al margen del orden social y sus diversas estructuras (matrimonio, trabajo, etc.), una masculinidad potente y la capacidad de ejercer violencia para lograr ambas. Así, las máscaras parecen ser vehículos o medios a través de los cuales el personaje busca reinventarse a sí mismo de acuerdo a sus deseos y frustraciones iniciales. Y es en la forma cómo el personaje intenta llevar esto a cabo, tal como dijimos antes, que Nostalgia de la sombra nos muestra los límites, las contradicciones o el fracaso que estas máscaras representan en el contexto neoliberal.

Una de las máscaras heroicas con la que el personaje se enviste es la del vaquero proveniente del género literario y cinematográfico conocido como el Western, que es además el género sobre el que Bernardo deseaba escribir al principio de Nostalgia de la sombra. De hecho, el paso del personaje de la civilización a la "barbarie" urbana –al mundo de las sombras, del basurero y de aquellos que Rancière denomina "la parte sin parte"– parece replicar el argumento del Western según el cual un personaje "llega al oeste y se convierte en un héroe. Este tipo empieza como alguien del Este […]. Ha venido al Oeste porque le parece que su forma de vida se ha vuelto corrupta y decadente y busca la regeneración en los vastos espacios abiertos. Gradualmente, se vuelve un iniciado en los códigos del Oeste y para el final de la historia se ha vuelto vaquero de vaqueros" (Cawelti 37). Este argumento, además, se prefigura en una escena de la infancia que Ramiro recuerda y que vale la pena citar en extensión:
Sí, mi primer muerto y mi primera huida. Tres días de completa libertad. La imagen de la muerte de ese hombre […] lo hizo deambular durante horas, solo, en silencio, temeroso aunque sin consciencia de estarlo, hasta que en el centro de la urbe se topó con un grupo de muchachillos vagabundos que vivían bajo un puente. Uno de ellos, de su misma edad, comenzó a hostigarlo desde el principio dándole pie para que en un estallido de ira diluyera todo el miedo […]. Fue una pelea dura, sin vencedor, que sirvió al pequeño fugitivo como carta de aceptación en aquel grupo. […] Monterrey se convirtió entonces en un espacio abierto, infinito, lleno de novedades y aventuras. […] El mundo de afuera de las paredes de su casa le cayó encima en un torbellino de sensaciones y a cada giro el vértigo lo hacía crecer, le mostraba la falsedad de su vida anterior. (180-181).

Lo primero que me interesa señalar aquí es el combate hombre a hombre, cuerpo a cuerpo, que vemos en esta escena y que después se repite en cada uno de los asesinatos que el personaje comete antes de convertirse en un asesino a sueldo propiamente. Esto, me parece, proviene directamente de la idea del duelo hombre contra hombre del Western (y, antes, del caballero), un mito de la violencia y la masculinidad en donde "el héroe vaquero, en un combate aislado con el indio o el villano, parece reafirmar la imagen tradicional de fuerza y honor masculino, y de una violencia moral" (Cawelti 39-40). En muchos pasajes de la novela, en efecto, el duelo cuerpo a cuerpo, desde la pelea con el otro niño en la infancia hasta la pelea a muerte contra Cóster en la cárcel, afirma la masculinidad (o una idea tradicional de masculinidad) del personaje al no rehuir del enfrentamiento y lidiarlo con el honor propio del vaquero. Y, sin embargo, hay muy poco honor en la forma cómo estos enfrentamientos se llevan a cabo. Como dice Cawelti, "el acto de matar es algo que se le impone" (40) al héroe, es una responsabilidad que cumple sin ningún placer, a tal grado que lo tiene que llevar a cabo con sobriedad (un disparo certero). Mientras tanto "el indio o el fuera de ley como salvaje se deleita en el asesinato, entrando al combate con una especie de frenesí maniático para saciar una incontrolable sed de sangre" (Cawelti 40). En los combates de Nostalgia de la sombra, desde la primera línea de la novela –"Nada como matar a un hombre" (9)–, el goce del personaje nunca está ausente y hay muy poca sobriedad en esas disputas a "patadas, mordidas, jalones y manotazos" (56), por no mencionar que el personaje encara a muchas de sus víctimas por sorpresa, lo cual está prohibido en el código de honor del vaquero. Así, al mismo tiempo que el personaje afirma el código honorable y masculino del duelo, la novela se encarga de contradecir la afirmación del personaje al mostrar, en la forma de llevar a cabo el duelo, la misma sed de sangre de su contrincante. De esta manera, Nostalgia de la sombra lleva el ritual masculino del duelo al extremo, lo desborda y lo vacía al despojarlo de todos los códigos que volvían a aquella forma de asesinato una forma supuestamente masculina y honorable de matar.
Otro tanto podría decirse de la violencia por honor o en defensa del honor. Así como en el Western la violencia está codificada en lo que se refiere a la forma como el vaquero puede ejercerla, también están codificadas las causas que hacen justa y necesaria la intervención violenta del vaquero y, específicamente, el acto de matar. Una de ellas es, por supuesto, la defensa del honor de la dama (otro hilo que conecta con el caballero), que también hace acto de presencia en Nostalgia de la sombra. En efecto, una de las víctimas del personaje, el Cucaracho, es asesinado en defensa del honor de la Muda, una mujer con la que el personaje guarda una relación estrictamente casta y honorable, típica del género del Western: "Si su mujer sufría en sueños, se debía a la presencia del maldito Cucaracho. Tenía la obligación de liberarla de él" (202).
Estamos ante otro mito de masculinidad y violencia propio del Western, uno según el cual el vaquero debe defender a la mujer, sobre todo cuando se trata de defender el "honor" (sexual) de la mujer (virgen). De nuevo, la novela parece afirmar este mito en la acción de personaje ya mencionada, al mismo tiempo que revela, otra vez, la cara opuesta de la moneda. Como dice Cawelti, "la destrucción del salvaje para proteger la castidad de la maestra [figura femenina arquetípica del género] simboliza la represión de sus propios impulsos sexuales espontáneos" (30). Así, es interesante que, al parejo de la defensa de la Muda, la novela muestre constante y abiertamente la represión sexual del personaje, tanto en los momentos de homoerotismo que el personaje reprime –"La erección que estiraba su miembro primero lo desconcertó" (101); "Después piensa […] en su encuentro con el tipo al que le robó la ropa y deja de sonreír" (121)– como en el deseo de cambiar papeles y volverse el villano que sí pretende satisfacer su impulso sexual, cosa que sucede cuando ve a una pareja en el río: "¿Qué se sentirá? Y se envolvió en una amasijo de dudas. Es que sería tan fácil" (272); "Matar, coger, echarlos al río y ya" (273). La defensa del honor de la Muda, entonces, se revela no como la expresión de una masculinidad más potente, sino, por el contrario, como otra manifestación de los deseos sexuales reprimidos con los que batalla el personaje desde el inicio de la novela.
De forma similar al combate cuerpo a cuerpo, entonces, mientras que el personaje afirma el mito masculino del vaquero que mata en defensa del honor de la mujer casta, la novela rastrea la tensión detrás de este mito y la expone abiertamente, en un proceso en el que mito es, por así decirlo, desenmascarado y vuelto insostenible.

Volviendo ahora a la escena de la infancia, me interesa resaltar otro aspecto de ésta que también conecta con la figura del vaquero, pero ahora en relación al mito de libertad que rodea a este personaje. Me refiero a la idea de libertad como nomadismo: la movilidad sin límites del vaquero permitida tanto por su desarraigo de cualquier vínculo social tradicional (hogar, matrimonio, trabajo, etc.), como por su capacidad de sobrevivir en lo "salvaje". Este mito de la libertad es retomado una y otra vez por el personaje a lo largo de toda la novela, empezando por aquella escena de la infancia en la que describe a Monterrey como "un espacio abierto, infinito, lleno de novedades y aventuras" (181). Después, asegura con la melancolía propia del vaquero: "Soy un hombre en tránsito. Un caminante. No más. No hay remedio para esto. Y mientras avanzo bajo la negrura quemante de este sol voy chorreando luz y dejo mi olor de animal cansado en el aire del desierto" (208). Más adelante, describe su sueño de llegar hasta Canadá: "Incluso estaría dispuesto a vivir de la caza en cualquier bosque. Lo importante es moverse, irse lejos. No estancarse en un solo sitio" (213).
De ahí que la novela recupere toda una mitología respecto al río, la carretera y el caballo como símbolos de una libertad nómada, desarraigada, en flujo. Pero también, ya desde la infancia, el personaje concibe (y recuerda) aquellas partes de la ciudad que parecen escapar al orden de la civilización como parte misma de esta naturaleza salvaje en la que el vaquero se regocija por la libertad que le ofrece. Me refiero, en concreto, al basurero en donde el personaje vive durante unos meses y que, en su recuerdo nostálgico, lo califica como "una suerte de paraíso" (222) pues es un espacio inalcanzable para cualquier tipo de autoridad u orden gobernante que acote su libertad: "Fue una buena época. La mejor, tal vez. Nadie me decía qué hacer. No había reproches, ni horarios, ni responsabilidades, ni policía" (172).
Stallybrass y White, en su estudio de Londres en el siglo XIX, argumentan que, de hecho, esta división entre civilización y barbarie por dentro de la ciudad misma era un recurso común entre los planeadores urbanos y los reformadores de salud ya que, en las zonas de la ciudad denominadas "barbarie" o "nómadas" (Stallybrass and White 131), habitaba lo que Marx denominaba el "lumpenproletariado", "aquellos que son marginales a las fuerzas de producción" (Stallybrass and White 129) y que, en este sentido, parecen estar fuera del orden y de la razón gobernante de la sociedad (de forma similar, podríamos decir, que el indio se concebía como una fuerza ajena y exterior al pueblo en el Western). En Nostalgia de la sombra se sostiene esta misma idea, pero, en este caso, el basurero y aquellos espacios "sin ley" parecen ofrecer la posibilidad de una vida libre, que el personaje concibe como una vida por fuera del orden neoliberal del que quería escapar desde el principio, de ahí su énfasis en la falta de "horarios" y "responsabilidades" cuando recuerda el basurero y su afirmación del mito de libertad nómada del vaquero. Habría que recordar, ligado a esto, que el vaquero es una figura que, como el lumpenproletariado de Marx y los "salvajes" del Western, no pertenece a las fuerzas de producción pues no trabaja y "en muchos sentidos, […] representa una imagen del hombre directamente opuesta a las […] virtudes de progreso, éxito y domesticidad del pionero" (Cawelti 44). El vaquero no está enfrentado al pueblo, pero sostiene una existencia fuera de éste (literalmente, pues vive en tránsito y en la naturaleza salvaje) y no se deja guiar por sus reglas y leyes.
Así, detrás de la afirmación del mito de libertad nómada del vaquero está el deseo del personaje de fundar una existencia por fuera de la ley y del orden social en general, de aquellas "técnicas y procedimientos para dirigir el comportamiento humano" (Foucault 81) implementadas a partir y a través de instituciones sociales en apariencia apolíticas como el matrimonio, el trabajo o el horario cotidiano, de ahí el atractivo de este héroe. Pero ¿es posible tal deseo de libertad en la sociedad neoliberal de Nostalgia de la sombra? De nuevo, hay mucha ambigüedad en la novela pues por momentos el personaje parece afirmar la existencia de esta posibilidad, al mismo tiempo que la libertad tan ansiada por el personaje continuamente se está acotando y desapareciendo hasta culminar en su encarcelamiento y luego su reintegración en el neoliberalismo. En efecto, la carretera está plagada de tráfico industrial, el río está vigilado y el basurero, último reducto de aquella libertad espacialmente exterior al orden, se termina por convertir en un centro comercial neoliberal: "Entra al callejón por donde arribo una noche hace diez años: luce diferente, espacioso, libre de obstáculos, adoquinado y limpio" (172). En este sentido, me parece que el mito de la libertad del vaquero, afirmado por el personaje pero cancelado poco a poco por la novela, se revela como una afirmación nostálgica, un deseo añorante por una idea de libertad como una existencia fuera –literal y figuradamente– del orden social que, en el marco del neoliberalismo como razón gobernante, resulta un anhelo cerca de lo imposible.
La escena del caballo golpeado por el tráiler es significativa en este sentido. En cierto momento, el personaje repara en un caballo joven y fuerte, se imagina "montando a pelo en él, en pleno galope, rumbo al norte" (209) e incluso fantasea con entrar a la ciudad a caballo, una escena típica del género cinematográfico en discusión: "¿Y si entrara a Laredo cabalgando?" (207). Pero el caballo es entonces golpeado por un tráiler y cae moribundo a un costado de la carretera. Mientras que el caballo representa un símbolo de la libertad del vaquero, el hecho de ser golpeado por un tráiler –símbolo del progreso industrial– en medio del camino traficado (otro símbolo de la libertad) marca el fin de aquella libertad deseada por el personaje. El camino ya no pertenece al caballo y su jinete, sino al progreso llevado y traído por los tráilers. Su duelo por el caballo –otro ritual propio del vaquero– puede leerse también como un duelo nostálgico, una añoranza de otra época. Y en general, siguiendo este hilo, podemos leer la máscara del vaquero con la que el protagonista se enviste como una máscara nostálgica, tanto en su idea de una libertad que ya resulta imposible como en los mitos de masculinidad tradicional y de honor que el protagonista pretende retomar por momentos pero que se revelan frágiles, contradictorios y, a final de cuentas, insostenibles.

Otra máscara heroica que el protagonista se coloca por momentos en la novela es la del bandido, cuya historia en la tradición literaria mexicana se remonta a novelas canónicas del siglo XIX como Los bandidos del Río Frío de Manuel Payno (mencionada de paso en Nostalgia de la sombra) y El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano, entre otras. El bandido, como explica Juan Pablo Dabove, no se define por llevar a cabo un tipo de acción en específico, sino que se trata de una marca puesta por el estado como un gesto de expulsión a ciertas prácticas que –se considera– chocan con la legalidad estatal y su monopolio legítimo de la violencia. En palabras de Dabove, puede denominarse bandido a todo "aquel que mantiene a través de sus acciones (que pueden no ser parte de un "programa político" consciente) su "derecho" (normalmente no codificado) a llevar a cabo ciertas prácticas que chocan contra la legalidad en proceso de establecerse" (5).
Antes de entrar en la discusión respecto a si las acciones del bandido pueden ser (o no) vistas como algo más que mera criminalidad, habría que señalar que, en la tradición literaria culta y popular de México, el bandido representa otro mito de una masculinidad tradicional que la novela retoma por momentos. Del Zarco de Altamirano a Demetrio Macías de Los de abajo, la capacidad del bandido de ejercer violencia se relaciona íntimamente con una idea de masculinidad sexualmente potente. Estos personajes son, en buena medida, la imagen de una masculinidad tradicional fundada en valores como la hombría, la valentía, la falta de miedo y la autoridad. Y, en buena parte del canon, estos valores se traducen en una sexualidad potente: el Zarco seduce y se roba a la respetable Manuela, Demetrio Macías termina por conquistar a la inocente Camila y Artemio Cruz satisface sexualmente a todas las mujeres con las que está, por poner tan sólo algunos ejemplos.
De nueva cuenta y de forma similar a lo que sucedía con los mitos de la masculinidad ya revisados al discutir al vaquero, la novela parece retomar a medias este mito. Por un lado, los valores masculinos propios del bandido se afirman como fundadores de una masculinidad reencontrada por el personaje al perder el "miedo" e incluso le garantizan tanto el respeto entre los pares, como el liderazgo sobre los "débiles". En el basurero, por ejemplo, "la pareja pasaba los días detrás del Chato, lo seguía a todas partes como si hubiera elegido en el a su amo" (139). Y, en la cárcel, los rumores de sus "hazañas" le garantizan el respeto del resto de los presos: "la noticia de cómo Genaro había matado a un patero reconocido sin ayuda de armas ya se sabía entre los presos y le otorgaba un aura prestigiosa" (260). Y, sin embargo, en Nostalgia de la sombra, a diferencia de las otras novelas ya citadas, esto no se traduce en una sexualidad potente pues, como ya hemos revisado, hay un alto grado de represión y de frustración sexual en torno a este personaje. Así, el apego del personaje a estos valores tradicionales de lo masculino, al igual que sucedía con su pretensión de efectuar una violencia con honor y por el honor de la dama, no conducen a la masculinidad potente que Bernardo ansiaba conseguir al perder su "miedo" y ser capaz de ejercer violencia. Una vez más, entonces, la novela establece un juego en el que se afirma un mito de la masculinidad tradicional, en este caso el que se refiere al bandido de la tradición literaria mexicana, tan sólo para frustrarlo después y desarticularlo en el proceso al rendirlo inoperante y, por consiguiente, falso.
Por otra parte, está el mito de libertad asociado al bandido. Si existe una idea de libertad en esta figura, ésta tiene que ver directamente con exclusión del bandido por el estado, pero sobre todo con el hecho de que, a menudo, su "expulsión" es resultado de la defensa de "códigos no dominantes (orales o tradicionales: lazos familiares, patronazgo, relaciones de vecinos, etc.)" (13). Demetrio Macías, por poner un ejemplo clásico, entra a la Revolución a partir de que las fuerzas federales afectan el mbito de lo familiar y reacciona contra el estado (representado por los federales) en defensa de este código "tradicional". En este sentido, Juan Pablo Dabove plantea que hay una línea de historiadores y críticos que reconocen en el bandido a algo más que un mero criminal dado el hecho de que sus acciones ilegales (de acuerdo al estado) o incluso confrontativas contra éste se fundan en su afiliación a un determinado grupo y la defensa de este grupo y sus valores a través de la violencia o de medios que el estado considera ilegales, pero que de acuerdo a los códigos no dominantes de estos grupos resultan legítimos (la defensa de la familia, la solidaridad con los vecinos, la defensa de la gente del pueblo, etc.). En esto se diferenciaría del criminal pues "a diferencia del bandido social, el criminal no conoce otra afiliación que no sea su propio bando. El criminal puede ser empleado por alguien, pero su relación pertenece entonces a la del mercado de la violencia e implica la violencia como mercancía" (Dabove 13). La libertad del bandido, así, se fundaría no en estar afuera del estado o del orden social, como el vaquero, sino en sostener ciertas prácticas y usos de la violencia que responden a códigos de lo legítimo que se contraponen a la legalidad estatal y que, por lo mismo, representan un reto y una afrenta a esta legalidad. Pero, por otro lado, hay quien reconoce en esta idea de libertad y de afiliación social otra máscara más, un disfraz, pues entiende las acciones del bandido como "un medio para la movilidad social hacia arriba o una alternativa a los medios aceptados de ganancia" (Dabove 18) y, así, se trataría "simplemente de otra forma de criminalidad" (Dabove 19).
Nostalgia de la sombra juega con esta discusión. Por momentos, a decir verdad, parece abrir la posibilidad para el establecimiento de ciertos vínculos de solidaridad y ciertos usos de la violencia que responden a estos vínculos y códigos no dominantes. En la frontera, por ejemplo, el protagonista actúa violentamente en contra de un "patero" que roba dinero a aquellos que quieren cruzar al otro lado, los traiciona y además pide favores sexuales a las mujeres. El personaje "se afilia" entonces con los migrantes ultrajados (sobre todo las mujeres), a quienes el estado no va a defender "legítimamente" pues ellos también están cometiendo un acto fuera de la ley (cruzar ilegalmente a Estados Unidos), y su reacción violenta contra el patero es una defensa (y una venganza) de esta afiliación: "En su mente se amontonaron las imágenes de las sombras y los gritos en la oscuridad con la cara herida de la muchacha que venía en la cuerda de indocumentados" (264); "Nomás porque se lo merecía, quiso responder. […] Nomás faltaba alguien que lo hiciera y yo decidí ser ese alguien" (267). Similarmente, en la cárcel y pese a estar a plena disposición del estado, también parecen existir ciertos vínculos de solidaridad más allá de la legalidad hegemónica que domina sobre ellos y que tienen que ver con lazos de amistad, compañerismo y otros códigos del estilo. El enfrentamiento contra Cóster, por ejemplo, es una reacción ante el asesinato gratuito de sus compañeros de celda con los que el personaje había desarrollado una amistad y con los cuales había asumido una responsabilidad de protección que tiene que defender una vez violada.
Pero, por otro lado, el desenlace del personaje parece favorecer la otra hipótesis o al menos una versión de ésta, pues, luego de su estadía en prisión, el protagonista es reclutado por un empresario, una especie de Pedro Páramo neoliberal si recordamos que este personaje recluta a revolucionarios para defender sus tierras de otros revolucionarios a cambio de un sueldo. Damián, dicho empresario, lo reintegra en la sociedad neoliberal como un sicario ascendido socialmente gracias a las ganancias de su oficio, desprovisto ya de cualquier cosa que no sea la violencia como mercancía. Así, la novela parece dibujar el argumento de que, en el marco de un neoliberalismo en el que se lleva a cabo "la comercialización de cosas y actividades consideradas inapropiadas para comercializarse" (Brown 29), incluso la violencia que representa un reto para el estado por responder a códigos y solidaridades no dominantes puede ser comprada y cooptada por el mercado y, en este proceso, es reabsorbida a la misma lógica y razón neoliberal –aunque ilegal– que define al estado. En este sentido y a pesar de que no es un sicario, quizá el personaje canónico más cercano al protagonista de esta novela sea entonces Artemio Cruz, el revolucionario cuyo uso social de la violencia termina abriéndole el camino para el ascenso social a costa de la traición o el abandono de los ideales revolucionarios.
Al igual que la figura del vaquero, entonces, la figura del bandido tropieza en al menos dos frentes. En primer lugar, en el hecho de que la violencia y los valores tradicionales de lo masculino ya no conducen, a diferencia de lo que sucede en el canon literario mexicano del Zarco a La muerte de Artemio Cruz, a una masculinidad sexualmente potente. Y, en segundo lugar, en el argumento dibujado por la novela respecto a la violencia en el neoliberalismo, en donde incluso aquella que representa un reto o una afrenta al estado al poner en entredicho la legalidad defendida por éste, termina por convertirse, en el México neoliberal, en una mercancía más que pasa a formar parte de la misma razón gobernante que configura al mercado y al estado por igual.

En este punto, la novela entabla otro diálogo, en este caso con la figura del sicario del narcocorrido y la épica del éxito asociada con esta figura. En efecto, diversos narcocorridos relatan el ascenso social de los sicarios y traficantes de drogas a través de la violencia en la forma de una hazaña heroica: "aprendí a vivir la vida/hasta que tuve dinero/ Y no niego que fui pobre/ tampoco que fui burrero/ Ahora que soy un gran señor/ mis mascotas codician los güeros" (en Ramírez Pimienta 35-6). En el centro de este heroísmo radica un mito de la masculinidad que todavía tiene que ver con los valores tradicionales de valentía y coraje, pero a los cuales se ha agregado el éxito económico como el medio fundamental para garantizar una masculinidad sexualmente potente: "traigo cerquita a la muerte/ pero no me sé rajar/ […] El dinero en abundancia/ también es peligroso/ Por eso yo lo gasto/ con mis amigos gustoso./ Y las mujeres, la neta, ven dinero y se les caen los ojos" (en Ramírez Pimienta 35-6). Así, el dinero, el derroche y la ostentación se agregan a la lista de valores de lo masculino, sin que por ello se excluyan los demás, especialmente la relación entre "hombría" y violencia.
Por otro lado, la narrativa de los narcocorridos suele plantear las acciones de sicarios y narcotraficantes como exteriores al estado y en pleno enfrentamiento épico contra éste. De hecho, el narcocorrido hereda esto del tópico del "bandido social que está fuera de la ley" (Ramírez Pimienta 28) ya discutido. Así, se narran los "valientes enfrentamientos entre traficantes y autoridades" (Ramírez Pimienta 31), pero no los vínculos de corrupción y alianza entre ambos, planteando así la exterioridad de estos grupos respecto al estado. A contracorriente, habría que apuntar que esta es también la postura del discurso oficial en México (sobre todo después del 2006): los cárteles y sicarios son fuerzas ajenas al estado, de ahí que haya que combatirlos. De esta forma, y como dice Oswaldo Zavala, "los narcocorridos dibujan una imagen ficticia y glorificante de narcotraficantes poderosos […] que refuerza la conveniente ilusión discursiva de que los cárteles de droga amenazan a la sociedad civil y su gobierno desde afuera y, así, se cancela a priori la posibilidad de incorporar una crítica a la responsabilidad del estado en el narcotráfico" (347).
Ramiro, nombre que recibe el protagonista de Nostalgia de la sombra una vez reintegrado a la sociedad como sicario, también piensa que se merece un corrido –"¿Por qué no? A estas alturas alguien podría componerme uno" (184)– y durante un breve momento parece disfrutar de mujeres gracias al dinero de su nuevo oficio: "Durante meses repartió energía y dinero entre el cine y las putas, a partes iguales. Sin embargo, al promediar el segundo año advirtió los primeros síntomas del hartazgo" (121). Como esta cita ejemplifica, el intento de Ramiro por afirmar el mito de la masculinidad y el derroche del sicario del narcocorrido culmina rápidamente en el hastío y el tedio. Poco a poco, según se recuenta en la novela, Ramiro se va adaptando a una vida dedicada únicamente al trabajo: no gasta demasiado, cumple las órdenes al pie de la letra, recibe vacaciones e incluso compra una casa de campo. De esta manera, Ramiro "se conduce de acuerdo a las prácticas de gobernanza apropiadas para las empresas" (Brown 34) pues, como argumenta Brown, la razón neoliberal, como razón gobernante de la sociedad actual, "construye tanto a las personas como a los estados de acuerdo al modelo de la empresa contemporánea" (22). Ramiro, en efecto, es parte de una "empresa consultora especializada en seguridad" (17) que, como cada empleado de esta empresa, es "un profesional refinado, educado, eficaz" (17). Así, no toma para cuidar el trabajo –"Se le antoja un trago de alcohol pero al día siguiente debe levantarse muy temprano" (74)–, cumple "al pie de la letra las instrucciones de su jefe" (170) y vive una vida de rutina que desmiente la épica del éxito del sicario del narcocorrido: "cualquiera pensaría que la vida de un asesino es emocionante. Falso. Que está plagada de esos placeres que se compran con el dinero fácil. Muchachas a granel, alcohol para nadar, parrandas, orgías, lujos. Y la realidad es otra" (122).
Pero no es sólo la épica del éxito y la masculinidad potente del sicario lo que Ramiro desmiente, sino también la supuesta exterioridad del sicario y el narcotraficante respecto al estado. En primer lugar, ya que el sicario aparece, en esta novela, como un sujeto neoliberal más, cuyo trabajo, a pesar de ser ilegal, responde a la misma razón gobernante que, como argumenta Brown, moldea tanto a los sujetos como al estado mismo. Y otro tanto puede decirse de los narcotraficantes en esta novela: "No te preocupes. No son sino hombres de negocios" (299). Pero además y en segundo lugar, la novela establece un vínculo directo entre lo legal y lo ilegal y entre el estado y aquellos que supuestamente amenazan a éste: la violencia ejecutada por Ramiro se intercambia mercantilmente a través de una empresa formal y legal, y a lo largo de la novela se dibujan lazos entre políticos, empresarios y narcotraficantes que desmienten la exterioridad de los cárteles y del mercado de la violencia respecto al estado, sus instituciones y sus autoridades. Así, Nostalgia de la sombra pone en entredicho tanto la narrativa del narcocorrido como la narrativa oficial al sugerir que, más que una amenaza al estado, los cárteles de drogas y el mercado de la violencia están íntimamente ligados a éste en los hechos, además de que ambos responden a la misma razón neoliberal y su empeño en "configurar todos los aspectos de la existencia en términos económicos" (Brown 17).

Ahora bien, en este punto, el personaje ya ha dado un círculo completo y ha vuelto a una situación muy similar a la de Bernardo al inicio de su trayectoria. Por un lado, su sensación de masculinidad vuelve a la impotencia a pesar de ya no tener "miedo" a la confrontación como sucedía al principio –"Pinche aparato inútil ¿Para qué me sirves?" (120); "¿Qué te pasa Ramiro? ¿Cuántos meses llevas sin probar carne de mujer? Espabílate. Si no, te vas a volver puto" (121). Por el otro, vuelve a estar a las órdenes de alguien más, sin libertad y, como se discutió arriba, dentro del orden impuesto por la razón gobernante neoliberal de la que había tratado de escapar. Así, resulta significativo que el final –el asesinato de Maricruz Escobedo y su propia muerte– se narre en términos de un encuentro erótico y liberador. Ramiro se rebela de Damián al sentir "la clara sensación de haber traicionado un anhelo, un ideal" (310), esto es, el mismo anhelo de ser libre que desde que se llamaba Bernardo buscaba: "Sí, igual que un niño, libre y feliz ¿Cuándo cambié? ¿A qué hora me amaestraron?" (311); "De nada sirvió el entrenamiento, ni tus recomendaciones, ni el dinero, ni la ropa cara. Siempre seré el mismo. No se me puede pulir ni amaestrar" (315). Pero, tal como he tratado de señalar en esta discusión, queda poco espacio para la libertad que este personaje desea a excepción de la muerte misma, de ahí que Ramiro elija no dispararle desde lejos a Maricruz sino atacarla de cerca y con la navaja, reduciendo sus posibilidades de salir bien librado del encuentro e incluso repara, una vez herido: "Así debe ser la muerte, algo extraño que se mete en nosotros. […]. Que nos inmoviliza y nos libera al mismo tiempo." (324).
Además, el asesinato de Maricruz y el encuentro con su propia muerte es también, en este caso, la única posibilidad de cumplir el otro anhelo del personaje desde Bernardo hasta Ramiro: el de un encuentro erótico completo. De ahí que el asesinato y la muerte propia se narren en la forma de un encuentro sexual: "No Maricruz desde hace más de una semana que no pienso en otra cosa. Qué bueno. A mí me pasa lo mismo" (302); "La erección le generaba un placer que no había experimentado en años" (303); "Tú nomás mírame con esos ojos. Déjame oler tu perfume mezclado con la sangre" (320); "Los labios femeninos se humedecen, se entreabren y se adelantan igual que si desearan unirse a los de él en un último beso" (321).
De esta forma, cada una de las máscaras que el personaje se pone en su intento de buscar una libertad fuera de las estructuras sociales de dominio y una masculinidad potente culminan en el fracaso y lo conducen al mismo punto del que partió, tanto porque los mitos de masculinidad a los que se aferra demuestran ser falsos y contradictorios, como por el hecho de que, en una sociedad gobernada por una razón neoliberal que configura todos los aspectos de la vida humana a su manera, la libertad entendida como una vida por fuera del orden social demuestra ser un anhelo imposible. En esta lógica, la única posibilidad de lograr aquello por lo que el personaje había asesinado en primer lugar es la muerte en sí.

Bibliografía:
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Dabove, Juan Pablo. Nightmares of the Lettered City. Banditry and Literature in Latin America 1816-1929. Pittsburgh: UP Press, 2007.
Foucault, Michael. Ethics, Subjectivity and Truth. New York: New Press, 1994.
Parra, Eduardo Antonio. Nostalgia de la sombra. México: Tusquets, 2012.
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: FCE, 1981.
Ramírez Pimienta, Juan Carlos. "Del corrido del narcotráfico al narcocorrido: orígenes y desarrollo del canto a los traficantes". Studies in Latin American Popular Culture, 23 (2004): 22-41.
Satallybrass, Peter and Alan White. The Politics and Poetics of Transgression. Ithaca: Cornell UP, 1986.
Zavala, Oswaldo. "Imagining the U.S.-Mexico Drug War: the Critical Limits of Narconarratives". Comparative Literature, 66:3 (2014): 340-360.
Zizek, Slavoj. Violence. Six Sideway Reflections. New York: Picador, 2008.




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