\"Santidad y mundo en cinco escritores europeos del siglo XX\". Scripta Theologica, vol. 47, 2015, pp. 345-373.

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Santidad y mundo en cinco escritores europeos del siglo XX Holiness and World in Five Twentieth-Century Writers

RECIBIDO: 5 DE FEBRERO DE 2015 / ACEPTADO: 5 DE ABRIL DE 2015

Enrique SÁNCHEZ COSTA Facultad de Ciencias y Humanidades. Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra Santo Domingo. República Dominicana [email protected]

Resumen: En este estudio se abordarán las relaciones entre santidad y mundo en cinco escritores europeos de la primera mitad del siglo XX: dos españoles (Maragall y Maeztu) y tres franceses (Péguy, Maritain y Bernanos). En una época marcada por las revoluciones intelectuales, artísticas y políticas, así como por el sincretismo y la integración de contrarios, estos autores fueron capaces de acercar unos conceptos y realidades (la santidad y el mundo) que durante muchos siglos se consideraron antagónicas. Gracias a su vigor intelectual, creativo y espiritual, estos autores contribuyeron al avance de la teología y la espiritualidad católicas.

Abstract: This study covers the relation between holiness and world in five European writers of the first half of the twentieth century: two Spanish (Maragall y Maeztu) and three French (Péguy, Maritain y Bernanos). In a period marked by intellectual, artistic, and political revolutions, as well as by the syncretism and integration of the opposites, these writers succeeded in reconciling concepts and realities (holiness and world) which have been deemed conflicting throughout many centuries. These writers, by virtue of their intellectual, creative, and spiritual vigor, contributed to the advance of theology and Catholic spirituality.

Palabras clave: Santidad, Mundo, Secularidad.

Keywords: Holiness, World, Secularity.

SCRIPTA THEOLOGICA / VOL. 47 / 2015 / 345-373 ISSN 0036-9764

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INTRODUCCIÓN uando el Concilio Vaticano II explicitó en el capítulo quinto de Lumen gentium la llamada universal a la santidad («De universali vocatione ad sanctitatem in ecclesiam»), el teólogo Karl Rahner lo calificó de «acontecimiento prodigioso» 1. Es cierto que ya Jesús había mandado «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), y que san Pablo había aclarado a los primeros cristianos: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Pero estos principios, comprendidos y vividos por los primeros cristianos, fueron difuminándose con el paso de los siglos, hasta quedar opacados por la exaltación del estado religioso y clerical, tan visible en la Edad Media, que ganaría nueva fuerza con la Contrarreforma y perduraría hasta bien entrado el siglo XX. De ahí que representara un hito eclesial que Lumen gentium hablará así de la santidad, y que antepusiera el capítulo sobre el laicado –el cuarto– al dedicado a los religiosos (el sexto). En el capítulo cuarto se afirmaba que lo propio de los laicos es la secularidad, y que «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión, guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo desde dentro, a modo de fermento» 2. A los laicos correspondía, según el documento, «el lugar más destacado» en la santificación del mundo a través de «las ocupaciones seculares»: 3 aquellos quehaceres que –a diferencia de un acto litúrgico o una oración– no revisten per se un carácter religioso. En el capítulo quinto, por su parte, se afirmaba que «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» 4; esto es, a la santidad. De esta manera, se señalaba que era en su «trabajo diario [donde debían aspirar] a una más alta santidad, incluso con proyección apostólica» 5. El pensamiento contenido en el documento conciliar se enraizaba, en lo eclesiológico, en la renovación de la teología iniciada en el siglo XIX (con figuras tan relevantes como el teólogo de Tubinga Johann Adam Möhler o el cardenal británico beato John Henry Newman), así como en la reflexión suscitada por los movimientos de Acción católica u obrera. Y, en lo espiritual, be-

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ILLANES, J. L., Laicado y sacerdocio, Pamplona: Eunsa, 2001, 169. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 1964, nº 31. Ibíd., nº 36. Ibíd., nº 40. Ibíd., nº 41.

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bía de una progresiva reafirmación histórica de la llamada de todo cristiano a la santidad, que tiene como figuras clave a san Francisco de Sales (y su influyente L’Introduction à la vie dévote, publicada en 1609) y san Josemaría Escrivá de Balaguer. Este último desarrolló desde 1928 (fecha en que fundó el Opus Dei) toda una espiritualidad de la santidad en la vida ordinaria, visible, por ejemplo, en una carta del 24 de marzo de 1930 dirigida a los miembros del Opus Dei: «La santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad» 6. La comprensión teológica y espiritual de la posibilidad de la santidad viviendo en el mundo, de la que hemos sobrevolado algunos hitos, no sólo se ha desarrollado en la historia a través del pensamiento de escritores eclesiásticos (sacerdotes y religiosos). En menor medida, pero de modo notable desde principios del siglo XX, también algunos laicos contribuyeron al desarrollo de esta temática, contemplándola muchas veces desde enfoques y planteamientos novedosos. En el presente artículo vamos a reseguir las aportaciones sobre el valor de la existencia cristiana en el mundo que realizaron cinco escritores europeos durante la primera mitad del siglo XX. Los cinco son autores que han recibido una gran atención en los estudios literarios o filosóficos, pero que han quedado a menudo desatendidos en los estudios de teología, cuando se han abordado las relaciones entre santidad y mundo. Cada uno de los cinco autores analizados se diferencia de los demás por su estilo literario, así como por los perfiles de su pensamiento, su vida y su trayectoria intelectual. Pocos parecidos pueden encontrarse, en el plano literario, entre la prosa cristalina y afable de Maritain, el lirismo de Maragall, las cadencias repetitivas de la escritura de Péguy o la prosa punzante y directa de Maeztu o Bernanos. En el plano sociopolítico, poco tiene que ver el ambiente de la burguesía barcelonesa en el que vivió Maragall, con el ambiente obrerista y republicano que respiró Péguy, o el monarquismo contrarrevolucionario en el que se movió la juventud de Bernanos. El periplo de su trayectoria intelectual, por otra parte, es opuesto en algunos de estos autores: mientras que Péguy o Maeztu, a pesar de sus grandes diferencias, evolucionaron desde un socialismo combativo hacia el nacionalismo (mucho más acusado en el es6

ILLANES, J. L., La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid: Palabra, 2001, 32.

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critor español), Bernanos o Maritain siguieron una trayectoria más bien inversa. Con todo, a pesar de las desemejanzas presentes en los cinco autores analizados, existen también numerosos puntos en común. Los cinco fueron intelectuales comprometidos (la figura del «intelectual» acababa de nacer, a raíz del caso Dreyfus), que no dudaron en arriesgar su hacienda y su vida por las causas que defendieron. Maragall sufrió la censura por algunos de sus artículos más revolucionarios; Péguy murió con heroísmo durante la Gran Guerra; Maeztu fue asesinado por sus convicciones políticas y religiosas durante la Guerra Civil española; Maritain y Bernanos tuvieron que exiliarse durante la Segunda Guerra Mundial y siguieron combatiendo el totalitarismo con todos los medios a su alcance. Los cinco escritores que convocamos fueron personas inquietas, cuyas trayectorias vitales e intelectuales reflejaron las turbulencias que agitaron Europa durante las primeras décadas del siglo XX. Fue una época de choques sociales, de revueltas, de revoluciones tanto políticas como artísticas e intelectuales. Los movimientos políticos rupturistas, revolucionarios y –en teoría– regeneradores (anarquismo, comunismo, fascismo, nazismo, falangismo, etc.) coexistieron –y en algunos casos se retroalimentaron– con las vanguardias artísticas más transgresoras (cubismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc.), así como con las filosofías de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud) y las espiritualidades más heterodoxas (teosofía, espiritismo, ocultismo, antroposofía, magia, etc.), que experimentaron un gran auge por entonces. Fue una época de vorágine, donde la pasión por los nuevos caminos –sociopolíticos, intelectuales y religiosos– se vio acompañada del entusiasmo por la mezcolanza, la amalgama, la religación y el sincretismo: por la fusión de ideologías, tendencias, filosofías y espiritualidades que pudieran considerarse opuestas. No es extraño, en este sentido, que tres de los cinco escritores analizados sean conversos. Durante las primeras décadas del siglo XX, la crisis de la modernidad, y más en concreto el hastío que había dejado el positivismo materialista de finales del siglo XIX, generó en muchísimos intelectuales europeos el deseo de recobrar un sentido más alto de la vida, un hogar metafísico, una comunidad social o espiritual. Muchos abrazaron los totalitarismos políticos, que les ofrecían una comunidad en torno a la nación, la raza o la clase. Otros buscaron la trascendencia perdida en un arte deshumanizado y «espiritualizado» (como Kandinsky o Mondrian). Otros trataron de saciar su sed de misterio en los arcanos de las espiritualidades heterodoxas. Y otros, finalmente, se

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convirtieron a la Iglesia católica: como Chesterton o Evelyn Waugh en Inglaterra; como Hugo Ball, Edith Stein o Gertrud von Le Fort en Alemania; como Papini en Italia; como Sigrid Undset en Noruega; como Maeztu o Bergamín en España; como Huysmans, Bloy, Péguy, Max Jacob, Maritain o Gabriel Marcel en Francia 7. Ese ambiente de revolución y sincretismo sociopolítico, artístico, filosófico y espiritual es el que respiraron –en mayor o menor medida, según el caso– los cinco autores estudiados. Y, a nuestro juicio, es importante tener en cuenta esas turbulencias y fluctuaciones de la época (y no hay mayor cambio que una profunda conversión, como la que experimentaron Maritain, Péguy y Maeztu) para entender no sólo la parábola vital de los cinco autores estudiados, sino también sus afirmaciones sobre la posibilidad de hermanar lo espiritual y lo temporal, de entreverar espíritu y cuerpo, de religar santidad y mundo. No fue la teología de principios del siglo XX (donde se hablaba poco de la aspiración a la santidad en medio del mundo) la que guío a estos autores al tratar esta temática. Lo que llevó a los cinco autores que estudiamos a abrir o desbrozar caminos –teológicos y espirituales– a la hora de abordar las relaciones entre santidad y mundo fue el deseo de superar la crisis de la modernidad, también en sus contornos espirituales (y de hacerlo, además, sin incurrir en el modernismo teológico); la voluntad de vivir el catolicismo con la máxima intensidad, en medio de sus circunstancias familiares y profesionales; la riqueza de su vida intelectual, creativa y espiritual, siempre avizor de nuevos retos, de nuevos horizontes, de nuevos caminos para acercarse a Dios. EL CATOLICISMO VITALISTA DE JOAN MARAGALL Uno de los escritores españoles que denunciará esta situación de desvalorización del laicado y de las realidades seculares es el poeta barcelonés Joan Maragall (1860-1911). En 1903, en una carta dirigida a un amigo, confesaba la desazón que había sentido al conversar con el arquitecto Antoni Gaudí sobre el sentido del trabajo: Él [Gaudí], en el trabajo, en la lucha, en la materia, ve la ley del castigo, y se regodea. No pude disimular mi repugnancia por un sentido tan

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Cfr. SÁNCHEZ COSTA, E., El resurgimiento católico en la literatura europea moderna (1890-1945), Madrid: Encuentro, 2014.

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negativo de la vida, y discutimos un poco, muy poco, porque pronto vi que no podíamos entendernos. ¡Yo, que creía ser tan profundamente católico! Comprendí que la tradición católica dogmática la representaba él; que, ortodoxamente, él tenía la fuerza; que yo, delante de él, era un aficionado atravesado de heterodoxias. ¿Y después qué? Si al trabajo, al dolor, a la lucha humana le quieren llamar castigo, es cuestión de palabras. ¿Pero no es verdad que el sentido de esta palabra parece enturbiar la vida humana en su misma fuente? A mí me parece que a medida que se siente más fuerte el reino de Dios en la tierra (Adveniat regnum tuum, sicut in coelo et in terra), uno mira menos atrás y no necesita saber si todo viene de un castigo, porque está fascinado por la gloria que tiene delante y el amor que siente dentro 8. Mucho debía pesar en el catolicismo de la época esa concepción del trabajo como castigo para que la compartiera Gaudí: un genio y un apasionado de la arquitectura; alguien que, como escribe Maragall en la misma carta, «pone el alma en todo lo que hace». Y, si el poeta catalán trataba en esta carta de evadirse un poco de la cuestión («es cuestión de palabras»), para no entrar en conflicto directo con el pensar dominante en la teología de entonces, muy pronto intentará, desde el seno del catolicismo, ensanchar un horizonte doctrinal que había quedado reducido por interpretaciones angostas del cristianismo. Los próximos años los dedicará el escritor, entre otras labores, a renovar el catolicismo, defendiendo ante sus contemporáneos una comprensión más positiva del mundo, del trabajo y lo secular, al tiempo que una vivencia más auténtica y fervorosa de la fe. En su artículo «Carta a una señora» (1911), Maragall hablará del «problema moral-religioso de nuestras sociedades cristianas; el del monstruoso divorcio entre el espíritu religioso y el sentido moral» 9. Para Maragall, éste se debía a una comprensión y transmisión deficiente del mensaje cristiano, así como de la contraposición joánica entre Dios y el mundo: Tal como ha llegado a nosotros, tal como está, al menos, en la comprensión de la multitud cristiana, esa contraposición entre Dios y el mun-

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MARAGALL, J., Obres completes, II: Obra catalana, Barcelona: Selecta, 1981, 1736. [Carta de Maragall a Josep Pijoan del 25 de mayo de 1903]. MARAGALL, J., «Carta a una señora», Diari de Barcelona, 9 de noviembre de 1911. En MARAGALL, J., Obres completes, I: Obra castellana, Barcelona: Selecta, 1981, 764-765.

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do induce a muchos hombres y a muchas mujeres a creer necesaria cierta opción entre la vida religiosa y la vida mundana; o si no, y es lo más general entre los que queremos de todos modos ser llamados cristianos, a una alternancia entre una y otra; de tal manera, que en los momentos en que creemos estar con Dios nos parece estar fuera del mundo, y cuando forzosamente volvemos a éste no nos traemos nada de nuestro estar con Dios 10. Para Maragall, el cristianismo que se practicaba entonces estaba aquejado –y la enfermedad duraba siglos– de una suerte de esquizofrenia, de bipolaridad aguda entre lo espiritual y lo material. Parecía que, o uno se hacía sacerdote o religioso, o debía conformarse con una vida cristiana de perfil bajo, de mantenimiento, sin apetito de perfección humana y espiritual. Era la visión del trabajador medio, que creía que «esto de Dios es cosa de curas y beatos» 11. O del millonario, que trataba de asegurarse un «retiro dorado» en la vida postrera donando antes de morir un dinero para un asilo. Esa esquizofrenia se aplicaba, como decimos, a las vocaciones. O uno tenía «vocación religiosa» o «sacerdotal», o –pensaba la gente– no tenía ninguna. La vida matrimonial y secular, aunque sí era atendida desde el aspecto ascético, recibía una consideración teológica difusa. Todavía en 1939 el sacerdote español san Josemaría Escrivá se encontraba con las carcajadas de su interlocutor al plantearle una posible vocación al matrimonio. Lo cuenta en Camino (1939): «¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? –Pues la tienes: así, vocación» 12. Pero la esquizofrenia también se aplicaba –más allá del aspecto vocacional– a la existencia cotidiana de los laicos. Como cuenta Maragall, la vida parecía disociarse en una alternancia entre «vida religiosa» y «vida mundana». Y, aunque el escritor es consciente de que la liturgia entraña un momento de singular plenitud espiritual, denuncia que sea ése, para muchos cristianos, el único momento de vida espiritual a lo largo de la jornada. Para el poeta catalán «esta escisión de la vida [...] es precisamente la negación del espíritu del Evangelio» 13 del que, paradójicamente, parecería provenir. Jesús no sólo predicaba en las sinagogas, sino también en las colinas, en los mercados y a la ori-

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Ibíd., 765. Ibíd. ESCRIVÁ, J., Camino [1939], Madrid: Rialp, 2004, 245. En un punto anterior enfatizaba el valor teológico del matrimonio: «El matrimonio es un sacramento santo» (ibíd., 244). MARAGALL, J., «Carta a una señora», 765.

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lla del mar. Y le abordaban toda suerte de personas durante los paseos, las comidas y banquetes. No rechazó Dios el mundo; es el ser humano quien, por deficiencias de comprensión teológica y de práctica moral, lo ha alejado a veces del mundo, circunscribiéndolo a los límites de la parroquia. Y así vaciamos al mundo de Dios, y relegamos éste a la Iglesia, es decir, al templo. Y Dios, sin embargo, quiere entrar en el trabajo penoso, y en los millones del banquero (esto es, en el modo de tomarlos y de darlos en el mundo mismo), y en el dolor que nos aguarda en casa, y en el placer de partir el pan de cada día a nuestros hijos, y en el trato que damos a nuestros amigos y a nuestros enemigos, y en el ejercicio de nuestra profesión, y en todo puede Dios estar, en todo lo del mundo; de modo que el mundo enemigo de Dios no es sino aquella parte precisamente de la que nosotros le echamos: que si en todas le admitiéramos, no habría mundo enemigo de Dios 14. Como señala con clarividencia Maragall, ese «mundo enemigo de Dios» no es «todo» el mundo, sino sólo aquel que le da la espalda a Dios. De hecho, el mismo san Juan vincula la presencia de Dios en el mundo a un acto de la voluntad humana: «En el mundo estaba, / y el mundo se hizo por él, / y el mundo no le conoció. / Vino a los suyos, / y los suyos no le recibieron. / Pero a cuantos le recibieron / les dio potestad de ser hijos de Dios, / a los que creen en su nombre» (Jn 1,10-12). El mundo, como tal, no tiene voluntad ni libertad y, por tanto, no está sujeto a calificación moral ninguna. Son las acciones humanas las que lo dignifican o envilecen. Y es en cada corazón –en el interior del hombre– donde habita o no Dios, según se le quiera o no recibir. En todo puede estar Dios: en todas aquellas profesiones y realidades humanas en las que se le acoja. Es cierto que la liturgia puede conducir a una cierta experiencia o pregustación de la eternidad pero, al cabo, son la gracia de Dios y el amor divino y humano –incluso en la liturgia– los que verdaderamente abren a la persona el acceso a Dios. Por eso, en el «Elogio del vivir» (1911), Maragall había afirmado que «estamos sellados en eternidad, y todo nos es actual; y en este que llamas momento está todo tu pasado y todo tu porvenir. Amando, pues, el momento, vives eternamente. [...] Todo es para ser eterno, todo es para ser amado. Todo. [...] Por esto dije al principiar que aún

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Ibíd., 765.

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en el acto de cortarte las uñas debías poner tu amor: porque estos deditos que nos ha dado Dios bien merecen también algún cuidado» 15. Hasta en los actos y en los seres más mínimos y en apariencia más intrascendentes puede rozarse la eternidad. Y es que el acceso a esos momentos de plenitud vital y espiritual no depende tanto de lo que se haga, sino del espíritu y la intención con que se haga. Maragall, católico y poeta, sabrá descubrir la huella divina tanto en la palabra humana (que, para él, es un trasunto de la Palabra divina) como en las realidades más pedestres de este mundo, de las que el amor extrae toda su potencialidad espiritual. El mundo, para quien no queda preso de antinomias artificiosas, es una unidad de sentido humano y divino, un concierto donde lo más espiritual y lo más carnal y material se conjugan armónicamente. Por eso concluirá su «Carta a una señora» afirmando que «cuando digo que la vida es hermosa no debe de tomarme por un epicúreo; y de que cuando digo de orientarla hacia su más allá, no debe usted tomarme por un asceta; y de que cuando digo que todo es uno, tampoco debe tomarme por un panteísta. Porque yo sólo quiero ser cristiano» 16. RAMIRO DE MAEZTU Y LA REVALORIZACIÓN ESPIRITUAL DEL TRABAJO Veamos ahora las aportaciones respecto al tema que nos ocupa de Ramiro de Maeztu (1874-1936). Este intelectual español, tras una adolescencia y juventud marcadas por su anarquismo y socialismo, se había convertido al catolicismo en 1916 (siendo entonces corresponsal en Inglaterra), y había regresado a España en 1919. Poco después, gracias, por un lado, a la lectura del libro de Max Weber Die protestantische Ethik und der «Geist» des Kapitalismus (1905) y, por otro lado, a sus experiencias en Inglaterra y Estados Unidos, Maeztu concluirá que el único remedio frente al atraso endémico de la sociedad española es el relanzamiento de una burguesía creadora y productiva, sustentada en una espiritualidad que revalorice el trabajo. Ese ideal, que desgranará en sus artículos de prensa entre 1922 y 1933 –agavillados más tarde en su libro El sentido reverencial del dinero (1933)– es visible ya en el artículo «La reconciliación» (1922), publicado en el periódico El Sol, impulsado por Ortega y Gasset: 15

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MARAGALL, J., «Elogio del vivir», 1911, en MARAGALL, J., Obres completes, I: Obra castellana, Barcelona: Sala Parés, 71. MARAGALL, J., «Carta a una señora», 765.

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El ideal mundano y el ultramundano se han estado peleando dos siglos. [...] Este mundo no lo es todo. En esto tienen razón los ultramundanos. Pero este mundo es parte esencial del otro. Luego tienen razón los mundanos al subrayar la magnitud de su importancia. [...] La idea espiritual funde el cuerpo y el alma del mundo, tal como lo viviremos cuando alcancemos las consecuencias plenas y totales de nuestras acciones. [...] Esta libertad no se nos da para negar el mundo, ni para escaparnos, como Brandt, a un desierto de hielo, ni para que nos sintamos desterrados y extraños en el mundo, como dice el Kempis, sino para mejorar el mundo. [...] Hay que cultivar el ascetismo, pero no para negar el cuerpo, sino para vigorizarlo y depurarlo. [...] Ambos son reales. El mundo es el ultramundo. El ultramundo es el mundo en la plenitud de sus consecuencias [...] Por lo que Maragall tiene razón en su Canto espiritual cuando se contenta con este mismo mundo. El otro es este mismo; pero nuestros ojos podrán atravesarlo y descansar en Dios 17. Como el artículo de Maragall 18, este otro de Maeztu contiene, in nuce, toda una concepción sobre la articulación oportuna entre lo espiritual y lo temporal, que rechaza tanto el extremo de un materialismo opaco al espíritu, como el de un espiritualismo desencarnado, que sobrenada en un mundo de esencias arcangélicas. Para Maeztu, tienen razón los «ultramundanos» al constatar «la vanidad de las riquezas, de los honores, de las satisfacciones de la carne», pues es verdad que «este mundo no lo es todo». Pero dejan de tener razón –y pone como ejemplo al Kempis–, cuando afirman que «es vano amar lo que pasa tan pronto, porque esto que pasa es también perdurable, y por eso precisamente es tan terrible amar en el mundo lo que es malo» 19. Y es que ambos mundos están conectados, siendo este mundo parte esencial del otro. No existe un abismo insalvable entre el Reino de los Cielos y la realidad terrestre. Porque, como afirma Jesús, «el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lc 17,21). Por eso, cualquiera de nuestras acciones, además de la repercusión en el mundo, tienen un eco en la eternidad: «El ultramundo es el mundo en la plenitud de sus consecuencias, el mentiroso en sus mentiras, el vanidoso en sus vanidades,

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MAEZTU, R. DE, «La Reconciliación», El Sol, 4 de julio de 1922, en MAEZTU, R. DE, Obra, Madrid: Editora Nacional, 1974, 671-672. De hecho, Maeztu conocía la obra de Maragall, con quien había conversado cuando viajó en 1911 desde Inglaterra a Barcelona para impartir una conferencia. MAEZTU, R. DE, «La Reconciliación», 671.

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el cariñoso en sus cariños, el veraz en sus verdades. El malo en su maldad, hasta que no pueda soportarla y pida la muerte eterna; el bueno en su bondad, eternamente» 20. Ambos mundos son reales y están entrelazados. El progreso humano y espiritual, por tanto, no consiste en huir del mundo, sino en vigorizarlo de acuerdo a los principios evangélicos, de forma que pueda manifestarse en él con más fuerza la presencia de Dios. Por eso –concede Maeztu–, «tienen razón los liberales cuando se revuelven contra la sujeción y el estrechamiento de los hombres. Hay que multiplicar las potencias humanas. Bien está el amor de la verdad, de la riqueza (siempre que no sea a expensas de la pobreza ajena) y la higiene». En esto tienen razón quienes defienden también la realización histórica de la humanidad: «Hay que hacer carreteras. Hay que construir escuelas. No se trata meramente de que las carreteras y las escuelas son cosas buenas, sino de que este mundo es parte del otro, y, según lo que sembremos, así recogeremos». Aunque, como apunta Maeztu a estos liberales, «sus amores no perderían nada porque se proyectasen en la luz y perspectiva infinitas del ultramundo». Al revés, la perspectiva sobrenatural (que no contradice, pero sí supera por elevación las razones humanas y materiales) otorgaría a su labor relumbres divinos: un «porqué» capaz de superar la inmediatez y la caducidad de la vida. Se trata, en una palabra, de ser del mundo sin ser mundano; sin quedar atrapado en su inmediatez: «Hay que empezar por no ser mundo para poder mejorarlo, hay que hacer ejercicios espirituales para templar el alma, hay que cultivar el ascetismo, pero no para negar el cuerpo, sino para vigorizarlo y depurarlo» 21. Que la reconciliación entre el ideal mundano y el ideal espiritual no es tarea fácil lo prueban los artículos que publicará durante los años veinte, reunidos más tarde en El sentido reverencial del dinero. Se trata de un libro importante, por cuanto se proponía adaptar a la realidad española el ascetismo intramundano que detectaba Weber en el calvinismo y que Maeztu podrá comprobar in situ en Inglaterra y, sobre todo, en los Estados Unidos. Y, como todos los libros que se proponen combatir una forma de pensamiento arraigada en la sociedad, la obra de Maeztu rebosa de ideas renovadoras, pero también de cierta falta de mesura. En relación con nuestro tema, lo más relevante es su adaptación al catolicismo de la revalorización que había efectuado la Reforma sobre el trabajo. El mismo Maeztu afirma que esta doctrina procede 20 21

Ibíd., 672. Ibíd.

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de la Edad Moderna, pues –escribe en 1926– «lo que ha hecho posible la industria moderna es la aparición de una concienciosidad en el trabajo que la Antigüedad no conocía, ni tampoco la Edad Media». Y, recurriendo a la filología, recuerda –como hace Weber– la diferenciación en el griego y el latín entre vocación –vocatio– y trabajo –opus u oficium–, lo mismo que las actuales lenguas románicas. «A lo espiritual lo llamamos de un modo; a lo material, de otro. ¡Y cuidado con las confusiones!». Algo que también puede recorrerse en las lenguas germánicas durante la Edad Media. Fue en los siglos XVI y XVII, con la Reforma protestante, cuando se extendió «el uso de palabras que significan al mismo tiempo la vocación y el oficio, como Beruf, en alemán; calling, en inglés; bercep, en holandés; kald, en danés, y kallelse, en sueco, palabras todas ellas que significan, a la vez, el estado a que la Providencia nos llama, y el oficio, profesión u ocupación de cada uno». El oficio de la personas era considerado en estas lenguas, al mismo tiempo, como su vocación, su misión y su tarea espiritual; lo que provocó que la gente se pusiera a trabajar con energías renovadas –y también con escrúpulos–, esto es, que se impusiera «la concienciosidad en el trabajo» 22. Lo que propone Maeztu es combatir la escisión con la unión, porque «la economía sin la religiosidad convierte los trabajos en chapuzas. La religiosidad sin economía es una rueda de viento que en el viento gira. Lo mismo ocurre con la moral y la estética. Los griegos no las separaban. Kalos era bello o bueno, indiferentemente. Por eso fueron el país del arte» 23. Esta nueva unión de lo espiritual y lo temporal –en este caso, de espiritualidad y economía– la articulará en torno a su polémica expresión del «sentido reverencial del dinero», que «no es sino otro nombre para su sentido espiritual. Porque es también espíritu, y espíritu es la unidad de cuerpo y alma, es por lo que se le ha de considerar como reverencial». Se trataría, a su entender, de dignificar no sólo el trabajo, sino también el éxito económico de aquel que se ha privado de placeres para conseguir su objetivo y cuyo triunfo redunda en beneficio de la sociedad, a través de la creación de empresas y del patrocinio de escuelas, hospitales, museos y otras obras de interés público. Importa al autor destacar la «función social del dinero»: cómo «su esencia consiste en ser poder, y que, como poder, se siente unido al saber y al amor, que es la razón profunda de que se emplee en escuelas o en obras de 22 23

MAEZTU, R. DE, «Concienciosidad», El Sol, 3 de abril de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 689. Ibíd.

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servicio social, cuando no lo reclaman los deberes primarios de cada hombre por asegurar a los hijos, en lo posible, el pan de cada día» 24. Pero no pensemos que Maeztu emplea estas expresiones a la ligera. Para él, como patentizará en su Don Quijote, don Juan y la Celestina (1926), el poder, el saber y el amor deben formar una unidad: «El poder ha de ser poder de amor; el saber, también saber de amor; intelletto d’amore, ha dicho el más grande de los poetas cristianos» 25. Lo que propugna Maeztu es que, como ocurre en los Estados Unidos, se honre al emprendedor, y no se le considere –a él y a su dinero– como «destructivo, usurario, ocioso, antisocial» 26. Se trata, como en la política, de que no acudan a ella las personas menos capacitadas, sino aquellas que, con grandes capacidades, aspiran a transformar positivamente la sociedad; y, al mismo tiempo, de que reciban unos honores legítimos en reconocimiento por su labor. Ahora bien, no olvida Maeztu la primacía de lo espiritual. Por eso –escribe– «no diré, porque no lo creo, que se le deba a la economía ningún primado». Pero, sin otorgar primacía a lo económico, rechaza que se le rinda sólo una consideración instrumental, «porque tan pronto como empieza a considerársela como mero instrumento, ya ha perdido la eficacia que en ella se buscaba» 27. La economía no es lo primero, pero tiene un valor más allá de lo cuantitativo: su poder de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Para él, este sentido reverencial del dinero no consiste en el afán de enriquecerse, sino en la voluntad, a través de las ganancias de un trabajo bien hecho, de ahorrar en dispendios y reinvertir el dinero en beneficio de la sociedad. «Mantengo que la persona que no ahorra, pudiendo hacerlo, no es totalmente buena. [...] En el dinero hay algo más que los placeres, comodidades y seguridad que procura» 28. El dinero, lejos de servir a los placeres de unos pocos, debe multiplicarse y «ha de ponerse a trabajar. Y el trabajo del dinero es más útil que el de los trabajadores, porque multiplica su eficacia» 29. Frente a una piedad floja que insiste en ser bondadosos –pero no necesariamente buenos–, que no tiene en cuenta la realización integral de la persona y la sociedad, Maeztu concebirá el bien «como el complejo del poder, el saber y el 24 25 26 27 28 29

MAEZTU, R. DE, «El poder», El Sol, 20 de marzo de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 677. MAEZTU, R. DE, «La unidad», El Sol, 3 de marzo de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 680. MAEZTU, R. DE, «El primado», El Sol, 30 de marzo de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 682. Ibíd., 683. MAEZTU, R. DE, «El oro santo», El Sol, 10 de agosto de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 691. MAEZTU, R. DE, «Aclaración», El Sol, 28 de septiembre de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 700.

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amor» 30. De ahí que, en concordancia con el gremialismo británico y, en cierto modo, con el distributismo de Hilaire Belloc y G. K. Chesterton, Maeztu critique tanto al capitalismo (que ampara tanto la propiedad individual buena como la mala) como al socialismo (que niega toda propiedad individual). Y es que «la propiedad se legitima por su función social. Si funcionan antisocialmente, no hay legitimidad posible» 31. CHARLES PÉGUY Y LA LIGAZÓN DE LO ETERNO Y LO TEMPORAL Del pensamiento de Charles Péguy (1873-1914) afirmará von Balthasar que «quizá, después de la larga historia de las variaciones platónicas en la historia del espíritu cristiano, jamás se ha asentado la Iglesia tan resueltamente en el mundo, manteniendo la idea del mundo libre de tonalidades entusiastas acríticas, libre de mitología y erotismo y libre también de toda fe optimista en el progreso» 32. Y es que Péguy, que conoció las críticas al cristianismo efectuadas desde el mundo obrero y anticlerical en el que se crió, no cae en la autoindulgencia de muchos católicos. Para este escritor francés, el «mundo moderno no es sólo un mundo cristiano malo, [...] sino un mundo no cristiano, descristianizado; absoluta, literal y totalmente no cristiano» 33. Péguy denuncia cómo se ha constituido en las últimas décadas una sociedad anticristiana viable, una sociedad próspera a espaldas del cristianismo. Y achaca gran parte de la culpa de esa descristianización a los clérigos, que parecen querer escapar a la responsabilidad del desastre negándolo. El problema ha sido –según él– que «los apoderados del poder eterno han ignorado, han desconocido, han olvidado; han despreciado lo temporal» 34. A través de su estilo particular, que repica como una campana, Péguy insiste en que se ha desvirtuado el mensaje de Jesús, hasta llegar en algunas cuestiones a invertirlo: «La operación cristiana originaria era una operación que iba hacia el siglo y no una operación que regresaba de él. El siglo era incontestablemente el objeto. [...] Jesús no había venido para dominar el mun-

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MAEZTU, R. DE, «El camino», El Sol, 24 de agosto de 1926, en MAEZTU, R. DE, Obra, 696. MAEZTU, R. DE, «La buena riqueza», El Sol, 3 de octubre de 1922, en MAEZTU, R. DE, Obra, 703. VON BALTHASAR, H. U., Gloria. Una estética teológica, III: Estilos laicales: Dante, Juan de la Cruz, Pascal, Hamann, Soloviev, Hopkins, Péguy, Madrid: Encuentro, 1987, 405. PÉGUY, C., «Véronique. Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle», en PÉGUY, C., Œuvres en prose, 1909-1914, Paris: Gallimard, 1957, 405. Ibíd., 367.

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do, sino para salvarlo» 35. No se trataba de huir del mundo, ni de rechazarlo, sino de espiritualizarlo desde dentro. Así, Péguy señala un error –más sibilino que la grosera negación de lo espiritual–: «Negar, al contrario, la temporalidad, la materia, lo ordinario, precisamente, la impureza» 36. Este error habría llegado a enmascarar, en muchos ambientes, la ligazón que se produce –por voluntad divina– entre todas las acciones humanas y Dios: «Esa ligazón eterna, temporal; más que esa ligadura, esa reunión perfecta, esa inversión, esa incrustación de una en la otra» 37. No hay peor mentira, ni más eficaz, que una media verdad. Del mismo modo, al reducir el cristianismo a uno solo de sus polos, se dejaba en la sombra no sólo el otro polo sino, de hecho, la esencia de la doctrina. Una vez detectada esta simplificación espiritualista del cristianismo, no resulta difícil entender la postura novedosa de Péguy respecto a la santidad y el trabajo. Para él, como para Maragall, «trabajar es rezar» 38, del mismo modo que «quien duerme, reza» 39. Así, «todo lo que uno hace a lo largo de la jornada es agradable a Dios, siempre que lo haga como es debido» 40. La jornada no se divide ya en tiempos consagrados a Dios y tiempos dedicados a otras cuestiones profanas, sino que todo puede ser elevado a la categoría de sagrado. Se trata de una concepción que ha explicitado también, a través de la etimología, el biblista Scott Hahn, quien ha destacado cómo, por una parte, en el Antiguo Testamento se utilizan dos verbos hebreos –abodah («hd"bO []») y shamar («rmX»)– para describir tanto las labores cotidianas como las labores ministeriales de los Levitas (Gn 2,15; Nm 3,7-8; 8,26; 18,5-6); y, por otra parte, en el Nuevo Testamento se describe la acción de adoración ritual con el verbo leitourgia («leitourgi,a»): el mismo que se utilizaba para el servicio público más pedestre 41. La etimología bíblica refrenda, por tanto, la convicción de que todos los cristianos pueden realizar con su trabajo un servicio de adoración a Dios. Destruido el Templo de Jerusalén, abolido el sacerdocio de los Levitas, todos los

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Ibíd., 370. Ibíd., 387. Ibíd., 391. Ibíd., 374. PÉGUY, C., «Le porche du mystère de la deuxième vertu», 1911, en PÉGUY, C., Œuvres poétiques complètes, Paris: Gallimard, 1975, 569. PÉGUY, C., Véronique. Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle, 395. Cfr. HAHN, S., Ordinary Work, Extraordinary Grace, New York: Doubleday, 2006, 27-28.

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cristianos serían ya sacerdotes (compartiendo un «sacerdocio común», aunque no todos posean el «sacerdocio ministerial») y, por tanto, capaces de ofrecer su trabajo a Dios como ofrecían los sacerdotes sacrificios en el templo. Si Abel ofrecía los mejores frutos de la cosecha a Dios, también cada cristiano puede ofrecer los mejores frutos de su trabajo a Dios, como si, de alguna manera, su mesa de trabajo se hubiera convertido en un altar. Jesús afirmaba que «mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17). En este sentido, Péguy afirma que «así como todo taller cristiano es una imagen del taller de Nazaret, de la misma manera, toda familia cristiana es una imagen de la familia de Nazaret; y, de igual modo, todo obrero cristiano trabaja como Jesús» 42. Péguy, como Bernanos casado, con varios hijos y pasando apuros económicos, reivindicará el matrimonio y la vida de familia –a imitación de la familia de Nazaret– como un modo más arriesgado, pero a la vez pleno, en el que puede realizarse la persona: «La vida de familia es [...] la vida más comprometida del mundo. [...] No hay sino un aventurero en el mundo, y esto se ve claramente en el mundo moderno: el padre de familia». Los aventureros por cuenta propia, a la postre, no se juegan si acaso más que su cabeza. Pero un padre de familia (y, añadiríamos nosotros, también una madre de familia) compromete a todos los miembros de la familia, se la juega con ellos, sufre con ellos. Y, de hecho, el entorno con el que se encontrará el padre de familia es, en el mundo moderno, todo menos propicio: «Todo en el mundo moderno, e incluso y sobre todo el desprecio, está organizado [...] contra el hombre que tiene la audacia de tener mujer e hijos, contra el hombre que osa fundar una familia» 43. La reivindicación que hace Péguy de los padres de familia participa de su defensa de la posibilidad de alcanzar la santidad en medio del mundo. ¿Por qué habría que honrar sólo al monje que se retira del mundo en demérito de quien se casa y quien, por ello, es capaz de arriesgar tanto, hasta exponerse a la enfermedad o muerte de un hijo? De hecho –prosigue Péguy–, «Jesucristo no estuvo en el convento. [...] Es preciso salvarse juntos. Es preciso llegar juntos a la morada del buen Dios» 44. A su juicio, es preferible, desde dentro del mundo y en medio de la gente, como Jesús, contribuir a una recristianización y re-

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PÉGUY, C., «Un nouveau théologien, M. Fernand Laudet», 1911, en PÉGUY, C., Œuvres en prose, 1909-1914, Paris: Gallimard, 1957, 857. PÉGUY, C., Véronique. Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle, 371-372. Ibíd., 391-392.

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humanización de la sociedad. A todo esto puede responderse que debe haber diversidad de vocaciones en la Iglesia y que, de hecho, también aquellos que se apartan del mundo contribuyen, con su oración, a la revitalización espiritual de la sociedad. En todo caso, tanto si se da en personas consagradas como entre laicos, Péguy rechaza el peligro del individualismo religioso: buscar la propia salvación desatendiendo a los demás: «El pecador y el santo son dos piezas esenciales y complementarias, que actúan una sobre otra, y en cuya articulación reside el secreto del cristianismo. [...] El pecador tiende la mano al santo, da la mano al santo, puesto que el santo da la mano al pecador. Y todos juntos, el uno con el otro, el uno tirando del otro, ascienden hacia Jesús» 45. Se trasluce en textos como éste el fraternalismo de Péguy, que el autor respiró en sus orígenes socialistas (aunque fuera un socialismo teñido de personalismo) y que, a su vez, el socialismo tomó del cristianismo. El teólogo francés Henri de Lubac, más tarde cardenal, se unirá a esta reivindicación de la fraternidad de los católicos en su libro Catholicisme, les aspects sociaux du dogme (1938), que, a través de una vuelta a los Padres de la Iglesia, retomará el horizonte social de la fe. La espiritualidad de Péguy anticipa también en este punto el Vaticano II, uno de cuyos puntos centrales es la noción de «communio». Para el escritor francés, el cristiano se define «por la comunión» 46. Una comunión que se establece entre todos los cristianos, posibilitada por la unión con Jesús y la «communio sanctorum»: palabra que se refiere tanto a la común participación de los dones santos –los sacramentos–, como a la participación de las oraciones de los santos actuales y precedentes. Es, para Péguy, «esta comprensión directa que tenemos [...] de los santos de todos los siglos [...] y a la vez de Jesús, por la oración y los sacramentos, por la gracia, por los méritos de Jesucristo y de los santos; esta comprensión inmediata, instantánea, intemporal, eterna, sin tener que hacer ninguna arqueología del alma» 47. Al hablar de los santos no se referirá Péguy sólo a los grandes santos elevados a los altares, sino a «los santos innombrables, que han ganado el cielo con los ojos fijos únicamente en esos largos años de sombra espesa»; esto es, en los treinta años de vida oculta de Jesús. De hecho, «el cielo está lleno de esas gentes humildes» 48, que no llamaron la atención a nadie, salvo a aquellos 45

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PÉGUY, C., Un nouveau théologien, M. Fernand Laudet, Paris: Cahiers de la Quinzaine, 1911, 1020-1021. Ibíd., 1022. Ibíd., 906. Ibíd., 855.

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a los que amaban. En materia de santidad –afirmará Péguy– no son importantes las misiones o hechos extraordinarios, sino el conjunto de las virtudes humanas, sociales y familiares desplegadas en la vida ordinaria: «Un santo no era santo a menos que el tejido de su vida fuera santa, que su vida cotidiana fuera santa, que su vida privada fuera de santidad» 49. Santo no será aquel que experimente estigmas, arrebatos místicos o milagros, sino aquel que con su vida ordinaria vaya dibujando un horizonte de amor a Dios y a los demás. Péguy se aleja una vez más de una consideración deshumanizadora de la santidad al afirmar que «la santidad es la salud misma. [...] que nuestros santos son sanos. Sanctos esse sanos. [...] Es el pecador el que está enfermo» 50. Porque la santidad, en verdad, es la vivencia de la humanidad en su máxima expansión y plenitud 51. Con todo, que la santidad pueda alcanzarse en la vida ordinaria no la hace –para Péguy– más cómoda. Sirviéndose de una imagen poderosa, se pregunta si «nuestras santidades modernas, [...] aisladas como faros que acosaría en vano un mar durante casi tres siglos embravecido, no son, no serían las más agradables a los ojos de Dios» 52. Hoy, en una sociedad por primera vez neopagana, ser santo exige ser capaz de remar a contracorriente y resistir, como los faros, a la tormenta y al empuje de las olas: «Nuestras fidelidades son ciudadelas [...] Somos islotes batidos por una tempestad incesante y nuestras casas son fortalezas en el mar. [...] Estamos en la frontera. La frontera se encuentra en todas partes» 53. JACQUES MARITAIN Y LA SANTIFICACIÓN DE LA VIDA PROFANA Si, como hemos visto, Péguy reclamaba la ligazón en el cristianismo «del hombre y de Dios, de lo infinito y lo finito, de lo eterno y lo temporal, [...] y también del espíritu y la materia, del espíritu y el cuerpo, del alma y la carne» 54, Jacques Maritain (1882-1973) desarrollará esta concepción de modo

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Ibíd., 872. Ibíd., 904-906. Ésa es también la opinión de Bernanos, que escribe en 1926: «La santidad no tiene fórmulas o, por mejor decir, las tiene todas. Reúne y exalta todas las potencias, realiza la concentración horizontal de las más altas facultades del hombre. Para reconocerla, ella exige de nosotros un esfuerzo, y que participemos, en cierta medida, en su ritmo, en su inmenso impulso» (BERNANOS, G., Saint Dominique, 1926. En BERNANOS, G., Essais et écrits de combat, Paris: Gallimard, 1971, 4). PÉGUY, C., Un nouveau théologien, M. Fernand Laudet, 909. Ibíd., 910-913. PÉGUY, C., Véronique. Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle, 494-495.

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sistemático, sirviéndose tanto de su sensibilidad artística y espiritual como de la precisión conceptual que le otorgaba su clarividencia metafísica. Hablar de santidad en Jacques Maritain es referirse, necesariamente, a Léon Bloy (1846-1917); pues, como recuerda Raïssa, la esposa de Jacques: «Él nos situó ante el hecho de la santidad. Simplemente porque los amaba, porque su experiencia le era cercana hasta el punto que no podía leerlos sin llorar, nos hizo conocer a los santos y los místicos» 55. El texto es importante para entender la pasión con la que los Maritain buscarán la santidad, pero también nos aporta datos sobre Bloy: ese extraño personaje que podía compatibilizar sus vituperaciones literarias con una sensibilidad aguda hacia su familia, hacia los pobres y hacia lo espiritual. De hecho, Bloy terminará su novela La Femme pauvre (1897) con las conocidas palabras sobre la santidad, remarcadas en mayúscula: «“No hay sino una tristeza”, le dijo la última vez, “LA DE NO SER SANTOS”» 56. El mismo Bloy, al tiempo que reconozca su falta de santidad, a pesar de desearla ardientemente («Hace treinta años que deseo la única felicidad, la Santidad. El resultado me produce vergüenza y miedo») 57, afirmará que todos pueden alcanzar la santidad 58 y que, en verdad, «la Santidad no es algo tan complicado. Es simplemente una inmensa confianza en Dios» 59. Será en el libro de Maritain Du régime temporel et de la liberté (1933) cuando éste despliegue por primera vez su concepción de la santidad, a la que definirá, con una bellísima expresión, «el heroísmo del amor» 60. Para Maritain, sólo afirmando la trascendencia divina y la Encarnación puede uno salvar los valores de inmanencia, porque sólo podría alcanzarse un progreso espiritual, para cada uno y para las generaciones venideras, si existe «un Espíritu encar55 56

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MARITAIN, R., Les grandes amitiés, Paris: Parole et Silence, 2000, 107. BLOY, L., «La Femme pauvre», 1897, en BLOY, L., Œuvres de Léon Bloy, VII, Paris: Mercure de France, 1972, 269. BLOY, L., Journal de Léon Bloy, II: Quatre ans de captivité / L’invendable, Paris: Mercure de France, 1963, 242. [Carta de Bloy a Georges Rouault del 2 de octubre de 1904]. En 1912 escribe Bloy a un joven sacerdote: «“No tengo alma de santo”, dice, hablando de usted mismo. ¡Y es al autor de la Exégèse des lieux communs que usted escribe eso! Y bien, yo le respondo con certidumbre que tengo alma de santo; que mi propietario, que es un horrible burgués, que mi panadero, mi carnicero, mi tendero, que quizá son canallas, tienen todos almas de santos, estando todos llamados, igual que usted y yo, igual que san Francisco o san Pablo, a la Vida eterna y rescatados con el mismo precio: magno pretio empti estis» [1 Cor 6,20]. (BLOY, L., Journal de Léon Bloy, III: Le vieux de la montagne / Le pèlerin de l’absolu, Paris: Mercure de France, 1963, 347. [Carta del 21 de diciembre de 1912]). Ibíd., 49. MARITAIN, J., «Du régime temporel et de la liberté», 1933, en MARITAIN, J., Œuvres complètes, V, Fribourg-Paris: Éditions Universitaires Fribourg-Saint Paul, 1982, 445.

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nado, un Amor subsistente al que cada uno puede unirse cada vez más, tendiendo a la santidad» 61, y que se manifestaría al mundo a través de la Iglesia. Y, glosando la fórmula de Péguy «la revolución social será moral o no será», comenta que ésta no implica la dejación de responsabilidades sociales hasta que se alcance la virtud (lo que no sería más que una coartada para no hacer nada). Lo que implica la fórmula de Péguy es que uno no puede transformar el régimen social del mundo moderno si no es provocando al mismo tiempo, y primero en uno mismo, una renovación espiritual que aporte a la sociedad un impulso nuevo. Y se pregunta Maritain: Pero el heroísmo más perfecto y verdadero, el heroísmo del amor, ¿no tiene nada que decir aquí? Una vez reconocido, al fin, por la conciencia cristiana, el dominio propio de lo social, con sus realidades, sus técnicas, su «ontología» característica, ¿la santidad cristiana no debería trabajar ella también donde trabaja el heroísmo particular de la hoz y el martillo, o del fascio, o de la cruz gamada? ¿No es ya hora que del cielo de lo sagrado en que cuatro siglos de espíritu barroco la habían reservado, la santidad descienda a las cosas del mundo profano y de la cultura, trabaje en transformar el régimen terrestre de la humanidad y haga obra social y política? Sí, ciertamente –a condición que ella permanezca santidad, y no se pierda en el camino–. He ahí todo el problema 62. En la época de las revoluciones y los totalitarismos, cuando las masas buscan dar cauce a su descontento arrimándose al primer líder que les prometa esperanza y una cierta inmortalidad (a través de la clase, la raza o la nación), Maritain propone otro heroísmo: pacífico, pero no menos revolucionario. ¿No es hora ya de que los cristianos abandonen las lamentaciones estériles y la inoperancia y se lancen a conquistar pacíficamente el mundo? Pero, así como la primera expansión del cristianismo requirió el heroísmo y la sangre derramada de los mártires, esta nueva evangelización, esta recristianización de la sociedad y de la cultura precisa de santidad personal. Una santidad que no debe ser ya la santidad barroca, de rostros penitentes o arrebatados, hábitos, sotanas y expresiones celestiales. No: demasiado tiempo lleva ya la santidad enclaustrada. Debe descender ahora al mundo profano y de la cultura, a las plazas públicas de las ciudades y los Ágoras modernos, esto es, la imprenta y 61 62

Ibíd., 401. Ibíd., 445-446.

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los medios de comunicación. Pero, como bien apunta Maritain, la condición es que, en contacto con el mundo, la sal cristiana no se desvirtúe: que no se diluya la santidad. Esta nueva santidad deberá, por tanto, evitar «el peligro de no buscar la santidad sino en el desierto, y el peligro de olvidar la necesidad del desierto para la santidad» 63. En sus Dialogues (1932-1935) Maritain identificará ser cristiano con tender a la santidad: «Digamos: “Debería tenderse a la santidad, a la perfección de la caridad”. Pero eso es de precepto. Digamos pues: “Debería ser un cristiano”». Maritain fuerza un poco el discurso, hasta la paradoja (parecería que lo preceptivo es ser cristiano y que la santidad fuera un añadido para los que aspiran a lo máximo), para provocar un extrañamiento en el lector; y, a través de este recurso poético, lograr que éste se dé cuenta, tras pensarlo, de que la santidad no es algo para unos pocos, sino que está mandada en el Evangelio de forma universal. Maritain, tras destacar la necesidad irrenunciable de la santidad, prueba con ejemplos cómo ésta es compatible con cualquier profesión honesta: «La santidad no es la negación de la vida humana. Los santos han sido reyes, artesanos, predicadores, médicos, sacerdotes, pintores, poetas. ¿Por qué no podrían ser novelistas?» 64. Por eso respaldará Maritain la novela Jeanne d’Arc (1925), escrita por el no cristiano Joseph Delteil y muy alejada de la hagiografía tradicional, a quien escribirá Maritain una carta pública –ante el escándalo de la prensa católica–, agradeciéndole que «usted nos la vuelva tan sensiblemente presente» 65. De hecho, el mismo Delteil afirmará que, para él, la joven guerrera y virgen «Juana de Arco, es el acuerdo de la tierra y del cielo» 66. Estos pensamientos serán desarrollados por Maritain en su libro Humanisme intégral: problemes temporels et spirituals d’une nouvelle chrétienté (1936), que recoge y amplía seis conferencias que pronunció el filósofo en la Universidad de Santander, en agosto de 1934. En este libro, que tendrá una repercusión enorme entre los intelectuales católicos de Europa y América (en 1936, por ejemplo, fue invitado a dar conferencias en Argentina), propone un «humanismo teocéntrico, enraizado allá donde el hombre tiene sus raíces; huma-

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Ibíd., 446. MARITAIN, J., Dialogues, 1932-1935. En MARITAIN, J. Œuvres complètes, V, 755. En VAN DEN HEEDE, P., Réalisme et vérité dans la littérature, Fribourg: Academic Press Fribourg, 2000, 136. Ibíd., 138.

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nismo integral, humanismo de la encarnación». Maritain no impugna de ningún modo el humanismo, pero quiere liberarlo de un antropocentrismo radical que, a su entender, malinterpreta la realidad humana. Por eso, su humanismo no quiere anonadar a la persona ante Dios –como pudo pasar en ciertos momentos de la historia–, ni rehabilitar al hombre sin Dios o contra Dios –como buscará parte de la filosofía moderna–, sino rehabilitar a la persona «en Dios. [...] Que la criatura sea verdaderamente respetada en su relación con Dios y porque todo proviene de él» 67. Un objetivo como éste –recobrar a la persona en toda su dignidad, recalcando su origen divino– debería materializarse hoy socialmente en «una nueva cristiandad, ya no sacra, sino profana» 68. Para ello, «lo espiritual debe vivificar lo temporal. El cristianismo debe informar o más bien transpenetrar el mundo» 69. Maritain propugna un cristianismo que, superando los dualismos maniqueos o cartesianos, genere «una síntesis vital» 70, en la que las cuestiones políticas y económicas no permanezcan ajenas a la ética y en la que se conjugue inteligencia y vida, especulación y realización práctica. La piedra de toque de este humanismo integral será «un nuevo estilo de santidad, que podría uno caracterizar, ante todo, como la santidad y la santificación de la vida profana» 71. En ella, el santo ya no tendrá «una actitud de desprecio hacia las cosas, sino más bien de asunción y de transfiguración de las cosas en un amor superior a las cosas» 72. No insistiremos más en este aspecto, pero sí querríamos destacar cómo este ideal exigente será llevado a la práctica por el mismo Maritain, que tratará de transfigurar en amor de Dios todo aquello con lo que se relacione (la filosofía, la literatura, el arte...). Parafraseando a Péguy, concluye Maritain: «Una renovación social vitalmente cristiana será obra de la santidad o no será; me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo santos que lideraban pueblos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una santidad así» 73. ¿Por qué no podrían surgir nuevos gobernantes como los reyes san Luis de Francia o san Fernando III

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MARITAIN, J., Humanisme intégral: Problèmes temporels et spirituels d’une nouvelle chrétienté, Paris: Fernand Aubier, 1936, 82. Ibíd., 15. Ibíd., 123. Ibíd., 130. Ibíd., 134. Ibíd., 80. Ibíd., 134.

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de Castilla? De hecho, tras la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los principales padres de la posterior Unión Europea, como Robert Schumann, Jean Monnet, Konrad Adenauer y Alcide De Gasperi –en proceso de beatificación– serían profundamente católicos. LA IGLESIA DE LOS SANTOS DE GEORGES BERNANOS Georges Bernanos, al que Malraux considerará «el novelista más grande de su tiempo» 74, y de quien afirmaría Camus que «este escritor de raza merece el respeto y la gratitud de todos los hombres libres» 75, tendrá también una clara conciencia de la posibilidad de la santidad en medio del mundo. Influenciado por Péguy (quien, a su vez, bebió del historiador Jules Michelet), Bernanos defenderá como él, frente a la desencarnación y tecnificación del mundo moderno, el heroísmo de lo cotidiano (que él ve reflejado en el pueblo y sus raíces), así como el misterio de la encarnación. Bernanos, por tanto, no concebirá la santidad como algo alejado del pueblo, sino como la máxima expresión del pueblo, que forma parte a su vez del Pueblo de Dios, esto es, de la Iglesia. Es cierto que se puede detectar en Bernanos un marcado tradicionalismo, especialmente antes de sus traumáticas experiencias en la Guerra Civil española, que le llevarían a escribir su ensayo acusatorio Les Grands Cimetières sous la lune (1938), en el que condenaría con una fuerza inusitada los totalitarismos, así como la connivencia de algunos eclesiásticos con ellos. Ese tradicionalismo francés de Bernanos, que había germinado al calor del movimiento cultural y político de Action française, le llevará en ocasiones (sobre todo antes de la Guerra Civil, como hemos dicho) a entremezclar el nacionalismo y el monarquismo francés con el vigor espiritual de una comunidad y de la Iglesia. Se trata de una mezcolanza que, al no distinguir convenientemente los planos, conduce a la confusión de realidades y planos distintos. Con todo, más allá del tradicionalismo de Bernanos (y de las exageraciones a las que éste le pudo llevar), el escritor francés defenderá una concepción más amplia de la santidad. Frente a la omnipresencia de las estructuras en el mundo moderno (que amenazan con asfixiar la libertad individual y que los to74

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Prefacio de A. Malraux a BERNANOS, G., Journal d’un curé de campagne [1936], Paris: Plon, 2009, 15. En GAUCHER, G., Georges Bernanos ou l’invincible espérance, Paris: Cerf, 1994, 171-172.

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talitarismos llevarán a su paroxismo), Bernanos reivindicará, por ejemplo, la santidad de los niños, así como la frescura espiritual y la humildad de quienes –como decía Péguy– no se hacen los listillos. Muy pronto aparecerá en sus escritos la concepción positiva de la condición laical. Ya a la edad de diecisiete años decía por carta a su director espiritual que «un laico puede luchar en muchos terrenos donde el eclesiástico no puede gran cosa» 76. De todos es conocido el texto final de Jeanne, relapse et sainte (1929), hilvanado por el estribillo «nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos». Un texto vibrante, donde se afirma que «la santidad es una aventura; ella es incluso la única aventura. Quien la ha comprendido una vez ha entrado en el corazón de la fe católica, ha sentido estremecerse en su carne mortal otro terror diferente al de la muerte, una esperanza sobrehumana». El santo será pues, tanto para Péguy, como para Maritain y Bernanos, un aventurero; alguien que abandona la plaza segura de la autosuficiencia, la autocompasión y la no asunción de culpas. Y se pregunta Bernanos: «Por ser un santo, ¿qué obispo no daría su anillo, su mitra, su cruz; qué cardenal su púrpura; qué pontífice su ropa blanca, sus servidores, sus guardias suizos y todo su boato? ¿Quién no querría tener la fuerza de correr esa admirable aventura?» 77. Ahora bien, esta aventura no está reservada a hombres insignes, sino a todos, ya desde la tierna infancia. A menudo, al hablar de la santidad, se piensa en una suerte de gendarmería espiritual, cerrada a cal y canto. Pero, de hecho, nada es más lejano a la realidad. La santidad no es una puerta ajustada, sino abierta siempre de par en par, «pues la hora de los santos llega siempre. Nuestra Iglesia es la Iglesia de los santos». Y, al adentrarse en su interior, el viajero descubre sorprendido que la santidad no está ligada a hombres vetustos y rígidos: «Uno querría que fuesen viejos llenos de experiencia y de política, y la mayoría son niños. Ahora bien, la infancia está sola contra todos» 78. Santa Eulalia, santa Inés, san Pelayo, santa Filomena, san Dióscoro, san Felipe de Alejandría y diez niños mártires, santa María Goretti... Son los niños y jóvenes santos los que llenan de alegría la Iglesia, «encargada por el buen Dios de mantener en el mundo ese espíritu de infancia, esa ingenuidad, esa frescura» 79. 76

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78 79

BERNANOS, G., Œuvres romanesques, Paris: Gallimard, 1961, 1730. [Carta de Bernanos a su director espiritual, del 31 de mayo de 1905]. BERNANOS, G., «Jeanne, relapse et sainte», 1929, en BERNANOS, G., Essais et écrits de combat, Paris: Gallimard, 1971, 40. Ibíd., 40. BERNANOS, G., Journal d’un curé de campagne, 47.

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Un espíritu que la Iglesia mantiene, entre otras formas, transmitiendo la memoria de los santos, que son su verdadero orgullo: «Dios no ha hecho la Iglesia para la prosperidad de los santos, sino para que transmitiera su memoria, para que no se perdiera, con el milagro divino, un torrente de honor y de poesía. ¡Que otra Iglesia muestre a sus santos!» 80. Continúa Bernanos: Nadie de entre nosotros que lleve su carga –patria, oficio, familia–, con nuestros pobres rostros marcados por la angustia, nuestras manos duras, el enorme tedio de la vida cotidiana, del pan que debe ganarse día a día, y el honor de nuestros hogares; nadie de entre nosotros sabrá nunca suficiente teología para llegar a ser siquiera canónigo. Pero sabemos lo suficiente para llegar a ser santos. [...] Que otros cuiden de lo espiritual, argumenten, legislen: nosotros tenemos lo temporal a manos llenas, nosotros tenemos a manos llenas el reino temporal de Dios. Tenemos la herencia de los santos. Y es que, [...] desde que Dios mismo nos visitó, ¿hay algo en el mundo que nuestros santos no nos hayan recobrado, hay algo que no puedan darnos? 81 Tras la encarnación de Dios, tras asumir Jesús toda la condición humana, se pregunta Bernanos, ¿hay algo de la tierra que no sea santificable? La Redención no se ha aplicado sólo al hombre, sino también a toda la creación. Todo el pueblo cristiano, en el cual muchos de sus miembros apenas conocen teología, es capaz de alcanzar la santidad 82 y, además, se sitúa en la herencia de los santos. De ahí que el nombre de bautismo deba coincidir con el nombre de un santo, así como la costumbre de que cada gremio profesional invoque a un santo particular. No es baladí, además, que aparezcan los textos comentados en una obra sobre santa Juana de Arco: una muchacha del pueblo y sin estudios, laica, que realizó un trabajo común (aunque normalmente de hom-

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BERNANOS, G., Jeanne, relapse et sainte, 40. Ibíd., 42. En 1942 hablará Bernanos sobre esos santos ocultos y que, aunque puedan parecer nimios –e incluso serlo– respecto a los grandes santos canonizados, no por ello dejan de ser santos y amados de modo especial por Dios: «Hay millones de santos en el mundo, conocidos sólo por Dios, y que no merecen ser elevados a los altares; una especie muy inferior y rústica de santos; santos de pequeño nacimiento, que no tienen sino una gota de santidad en las venas y que se parecen a los verdaderos santos como un gato callejero al gato persa o al siamés premiados en los concursos. Nada los distingue ordinariamente de la masa de personas valientes; ellos no se distinguen a sí mismos, se creen iguales a los demás, y la Iglesia se guarda muy bien de desengañarlos en ese punto» (BERNANOS, G., Lettre aux Anglais [1942], Paris: Gallimard, 1946, 207).

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bres). Y que Bernanos cite en ella a Péguy, el gran cantor de «la doncella de Orleans» y de la ligazón entre Dios y el mundo, entre el espíritu y la materia. CONCLUSIÓN Al proclamar la llamada universal a la santidad, el valor vocacional de todo trabajo y situación humana, así como el carácter positivo de la secularidad, el Concilio Vaticano II hacía suya una concepción teológica y espiritual que, tras su puesta en práctica durante los primeros siglos de la Iglesia y su posterior eclipse, había sido de nuevo reivindicada, en el ámbito católico, desde principios del siglo XX. Cabe destacar, en este sentido, la fuerza de movimientos e instituciones que alentaban a los laicos a la acción encaminada a cristianizar la sociedad (como, entre otros, la influyente Acción Católica) o a buscar la santidad en medio del mundo (como el entonces naciente Opus Dei). A ello hay que sumar la crisis de la modernidad europea y la avanzada descristianización, que espolearon a escritores e intelectuales cristianos para buscar la presencia, la encarnación del cristianismo en la cultura. Ahí se sitúan, destacadamente, Maragall, Maeztu, Péguy, Maritain y Bernanos: quienes reivindicaron el laicado y su misión santificadora en el mundo. En tercer lugar cabría destacar la reflexión teológica sobre el laicado y la secularidad llevada a cabo principalmente a partir de 1945 y en la que, no por casualidad, destacaron teólogos francófonos 83: los franceses Henri de Lubac, Yves Congar, Jean Daniélou y Marie-Dominique Chenu, así como los belgas Gérard Philips y Gustave Thils. A lo largo de las primeras décadas del siglo XX, cuando desarrollaron su pensamiento los cinco autores estudiados, se buscaba en Europa «una síntesis creativa de la tradición y el presente» 84. Síntesis era la palabra del momento: pronunciada por todo tipo de creadores artísticos, intelectuales e ideólogos. Era una época de caos, de desorientación, de pérdida de coordinadas metafí-

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Entre los primeros libros de estos escritores sobre la cuestión, mencionaremos: LUBAC, H. DE, Catholicisme, les aspects sociaux du dogme, Paris: Cerf, 1938; THILS, G., Théologie des réalités terrestres, I: Préludes, Paris-Bruges: Desclée de Brouwer, 1946; CONGAR, Y., Jalons pour une théologie du laïcat, Paris: Cerf, 1953; PHILIPS, G., Le rôle du laïcat dans l’Église, Paris-Tournai: Castermann, 1954; DANIÉLOU, J., Sainteté et action temporelle, Paris-Tournai: Desclée de Brouwer, 1955; CHENU, M.-D., Pour une théologie du travail, Paris: Seuil, 1955. SCHLOESSER, S., Jazz Age Catholicism: Mystic Modernism in Postwar Paris, 1919-1933, Buffalo: University of Toronto Press, 2005, 14.

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sicas y vitales; un momento crítico, en el que se experimentaba en toda su agudeza la crisis de la modernidad. Y, por todo ello, se buscaban soluciones, caminos y horizontes nuevos. El sincretismo, la mezcolanza, el eclecticismo se percibía en todas las esferas de la vida y del pensamiento. Se buscaba desunir lo que estaba unido; unir lo que estaba desunido; integrar contrarios, amalgamar realidades disímiles. Se respiraba un ambiente de vanguardia, de regeneración, de superación, de efervescencia intelectual y creativa. Maragall, Maeztu, Péguy, Maritain y Bernanos, hijos de su época, participaron de ese afán de integración y superación. Un propósito patente, por ejemplo, en el libro de Maritain Art et Scholastique (1920), en el que el filósofo tomista trató de presentar el pensamiento del Doctor Angélico como el más acorde con las vanguardias artísticas de principios del siglo XX. O visible, también, en la afirmación del mismo Maritain, dos años más tarde, en la que calificaba el catolicismo de «ultramoderno por su audacia para adaptarse a las condiciones nuevas que surgen en la vida del mundo» 85. O palmario, igualmente, y por poner un último ejemplo, en el Manifiesto personalista (1936) de Mounier, en el que se declaraba el propósito de erigir «una civilización nueva, un hombre nuevo», de superar «el fascismo, el comunismo y el mundo burgués decadente» y «tras cuatro siglos de errores, paciente y colectivamente, rehacer el Renacimiento» 86. Todas estas aspiraciones propias de su época se manifestaron en estos escritores, entre otros campos, en la voluntad de armonizar, tras siglos de desavenencias, la aspiración a la santidad con la vocación profesional y matrimonial, así como la participación plena de las realidades cotidianas de este mundo. Y, al retomar y profundizar la aspiración a la santidad en medio del mundo que ya incoaron los primeros cristianos, se adelantaron a la mayor parte de teólogos y autores espirituales católicos de principios del siglo XX, arrojando luces nuevas y desbrozando el camino –en este punto– de la teología y la espiritualidad católicas.

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MARITAIN, J., Antimoderne, Paris: Editions de la Revue des Jeunes, 1922, 14. MOUNIER, E., «Manifeste au service du personnalisme», 1936, en MOUNIER, E., Écrits sur le personnalisme, Paris: Seuil, 2000, 24, 19 y 25.

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Bibliografía BERNANOS, G., Essais et écrits de combat, Paris: Gallimard, 1971. BERNANOS, G., Journal d’un curé de campagne [1936], Paris: Plon, 2009. BERNANOS, G., Lettre aux Anglais [1942], Paris: Gallimard, 1946. BERNANOS, G., Œuvres romanesques, Paris: Gallimard, 1961. BLOY, L., Journal de Léon Bloy, III: Le vieux de la montagne / Le pèlerin de l’absolu, Paris: Mercure de France, 1963. BLOY, L., Œuvres de Léon Bloy, VII, Paris: Mercure de France, 1972. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, Ciudad del Vaticano, 1964. ESCRIVÁ, J., Camino [1939], Madrid: Rialp, 2004. GAUCHER, G., Georges Bernanos ou l’invincible espérance, Paris: Cerf, 1994. GREEN, J., Œuvres complètes, IV, Paris: Gallimard, 1975. HAHN, S., Ordinary Work, Extraordinary Grace, New York: Doubleday, 2006. ILLANES, J. L., La Santificación del Trabajo. El Trabajo en la Historia de la Espiritualidad, Madrid: Palabra, 2001. ILLANES, J. L., Laicado y sacerdocio, Pamplona: Eunsa, 2001. MAEZTU, R. DE, Obra, Madrid: Editora Nacional, 1974. MARAGALL, J., Obres completes, I: Obra castellana, Barcelona: Selecta, 1981. MARAGALL, J., Obres completes, II: Obra catalana, Barcelona: Selecta, 1981. MARITAIN, J., Antimoderne, Paris: Éditions de la Revue des Jeunes, 1922. MARITAIN, J., Humanisme intégral: Problèmes temporels et spirituels d’une nouvelle chrétienté, Paris: Fernand Aubier, 1936. MARITAIN, J., Œuvres complètes, V, Fribourg-Paris: Éditions Universitaires Fribourg-Saint Paul, 1982. MARITAIN, R., Les grandes amitiés, Paris: Parole et Silence, 2000. MOUNIER, E., Écrits sur le personnalisme, Paris: Seuil, 2000. PÉGUY, C., Œuvres en prose, 1909-1914, Paris: Gallimard, 1957. PÉGUY, C., Œuvres poétiques complètes, Paris: Gallimard, 1975. SÁNCHEZ COSTA, E., El resurgimiento católico en la literatura europea moderna (1890-1945), Madrid: Encuentro, 2014. SCHLOESSER, S., Jazz Age Catholicism: Mystic Modernism in Postwar Paris, 1919-1933, Buffalo: University of Toronto Press, 2005.

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VAN DEN HEEDE, P., Réalisme et vérité dans la littérature, Fribourg: Academic Press Fribourg, 2000. VON BALTHASAR, H. U., Gloria. Una estética teológica, III: Estilos laicales: Dante, Juan de la Cruz, Pascal, Hamann, Soloviev, Hopkins, Péguy, Madrid: Encuentro, 1987.

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Scripta Theologica acepta el envío de estudios, notas, boletines bibliográficos, recensiones y reseñas. El Consejo editorial acusará recibo de los originales recibidos y comunicará al autor si su escrito es admitido o no para revisión. Los escritos se enviarán a la revista en formato Word o RTF a través del sistema envíos online que se encuentra en la plataforma web de Scripta Theologica: http://www.unav.es/scripta-theologica. Para ello, si es la primera vez que se accede, es necesario registrarse en ese mismo lugar como nuevo usuario de la plataforma de Scripta Theologica, o identificarse con su nombre de usuario y su contraseña, si ya se registró anteriormente. Una vez dentro de la plataforma se han de seguir las instrucciones de envío online de manuscritos. El envío de un artículo a Scripta Theologica implica: a) Que el texto no ha sido publicado previamente en soporte de papel o digital. b) Que el texto no ha sido ni será enviado a otra revista mientras esté en proceso de revisión por parte de Scripta Theologica. Scripta Theologica utiliza un sistema de revisión por pares. Los artículos aceptados para examen serán sometidos a la revisión de dos evaluadores externos, siguiendo el método de doble ciego (doubleblind). El dictamen favorable de ambos revisores es condición necesaria para la publicación. En el plazo de uno a tres meses, la revista enviará a los autores de los artículos el dictamen definitivo con los motivos de la decisión y otras observaciones pertinentes realizadas en el proceso de revisión. Cuando los artículos sean publicados, los autores recibirán un ejemplar de la revista en la que aparece su trabajo y el archivo PDF que contiene la versión impresa digital. Los artículos publicados en Scripta Theologica no podrán ser reproducidos por ningún medio sin el consentimiento previo del Consejo editorial de la revista. Los autores tienen permiso para mostrar en su página web personal el PDF con la versión impresa digital de cada artículo, que la revista les envía cuando son publicados. La extensión de los artículos debe ajustarse a las siguientes medidas: Estudios: entre 8.000 y 12.000 palabras (incluidas las notas); Notas y Boletines: entre 6.000 y 8.000 palabras (incluidas las notas); Recensiones: entre 1.000 y 2.000 palabras (no llevan notas al pie); Reseñas: entre 400 y 800 palabras (no llevan notas al pie). Los estudios y notas deben ir acompañados de un resumen (abstract) de 100 palabras, con su traducción al inglés, en el que se expresen con claridad los temas tratados en el trabajo y su conclusión. Además, se escogerán tres palabras clave (keywords), en castellano e inglés, para facilitar su indexación y búsqueda. Las referencias bibliográficas irán en notas a pie de página, siguiendo una numeración consecutiva. Además, al final de los estudios y notas se consignará en sección aparte («Bibliografía») toda la bibliografía citada en el artículo, sin hacer subsecciones y anteponiendo el apellido al nombre (FERNÁNDEZ, A.). Si se citan varias obras del mismo autor, se consignará cada vez el apellido y nombre. Las referencias bibliográficas seguirán el siguiente modelo: Para las referencias a los textos bíblicos se usarán las abreviaturas habituales en castellano: las que figuran en el Catecismo de la Iglesia Católica, la Biblia de Jerusalén o la Sagrada Biblia traducida y anotada por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Citas de libros ordinarios y monografías: – FERNÁNDEZ, A. (o bien: FERNÁNDEZ, Aurelio), Sacerdocio común y sacerdocio ministerial. Un problema teológico, Burgos: Aldecoa, 1979, 128 [o bien: 128-135; o bien: 128ss]. – (si son varios volúmenes) NEWMAN, J. H., Parochial and Plain Sermons, VII, London: Rivingtons, 1887, 23. – (si son varios volúmenes con título diferente) SCHMAUS, M., Teología Dogmática, IV: La Iglesia, Madrid: Rialp, 1961, 112-118. – (si se cita la 2ª edición u otra posterior) SCHEFFCZYK, L., Katholische Glaubenswelt, 2 ed. Aschaffenburg: Pattloch, 1978, 57-67.

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– (si son dos autores) RODRÍGUEZ, P. y LANZETTI, R., El Catecismo Romano: fuentes e historia del texto y de la redacción, Pamplona: Eunsa, 1982, 427. – (si son tres o más) RODRÍGUEZ, P., SARANYANA, J.-I. y LANZETTI, R. (o bien: RODRÍGUEZ, P. y otros,). Debe evitarse la expresión AA.VV., que dificulta la identificación del libro. Cita de artículos en obras colectivas: – RODRÍGUEZ, P., «La teología del Papado según Santa Catalina de Siena», en SARANYANA, J.-I. (dir.), De la Iglesia y de Navarra. Estudios en honor del Prof. Goñi Gaztambide, Pamplona: Eunsa, 1984, 225-232. – ARANDA, G., «Canon bíblico y comprensión actual de la Teología», en MORALES, J. y otros (eds.), Cristo y el Dios de los cristianos. XVIII Simposio Internacional de Teología, Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998, 420. – PELLITERO, R., «“Especialmente con los más necesitados”: un signo eficaz del amor», en ID. (ed.), Vivir el amor. En torno a la encíclica Deus caritas est, Madrid: Rialp, 2007, 109-117. Cita de artículos en revistas (o periódicos): – MERINO, M., «Teología y filosofía en San Gregorio el Taumaturgo», Scripta Theologica 17 (1985) 227-243. – WEBER, W., «La realización de lo cristiano en una sociedad pluralista», ScrTh 12 (1980) 93-118. – Pueden usarse las abreviaturas de las revistas según el elenco del IATG2 (SCHWERTNER, S. M., Internationales Abkürzungsverzeichnis für Theologie und Grenzgebiete, Berlin-New York: Walter de Gruyter, 1994). – Si la revista es poco conocida, puede agregarse entre paréntesis la ciudad. También si hay dos revistas con el mismo título, por ejemplo, Nova et Vetera, de Friburgo (Suiza) o Zamora (España). Cita de voces en Diccionarios y enciclopedias: – ILLANES, J. L., «Vocación», en Gran Enciclopedia Rialp 23 (1975) 659-662. – CONGAR, Y., «Théologie», en DTC 15 (1946) 341-502. Cita de Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos antiguos: – El nombre del autor debe ser completo (GREGORIO MAGNO) evitando citar el nombre sólo (GREGORIO) o abreviado (Greg.). – A continuación de la obra citada, seguida de dos puntos, se ha de incluir la referencia de la edición por la que se cita la obra. Por ejemplo: GREGORIO NACIANCENO, Oratio 41,9: SC 358, 334. (o bien: Sources Chrétiennes 358, 334.) Otras observaciones: – En las citas bibliográficas a pie de página, debe figurar el nombre y apellido del autor, aunque se mencione en el texto. – Si se cita varias veces la misma obra, se pondrá la referencia completa la primera vez. Después, se puede abreviar así: FERNÁNDEZ, A., Sacerdocio común y sacerdocio ministerial, 25. – Cuando no se trata de una cita textual, sino de una alusión, se puede anteponer cfr. – La ciudad en la que se edita el libro debe ponerse en su idioma original (München, no Munich) y si la edición es latina, en genitivo locativo (Romae, no Roma). En las recensiones y reseñas figurarán en el encabezamiento los datos del libro conforme a las instrucciones que se recogen en nuestra página web: http://www.unav.es/scripta-theologica

ISSN 0036-9764

Agosto 2015 VOLUMEN 47 NÚMERO 2

REVISTA CUATRIMESTRAL FUNDADA EN 1969 EDITA: SERVICIO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA PAMPLONA / ESPAÑA ISSN: 0036-9764

REVISTA DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA / PAMPLONA / ESPAÑA

ESTUDIOS Javier Mª PRADES LÓPEZ

Una antropología en acción para el futuro de Europa / 293-319 Vicente BOSCH

Christifideles laici y el beato Álvaro del Portillo / 321-344 Enrique SÁNCHEZ COSTA

Santidad y mundo en cinco escritores europeos del siglo XX / 345-373 NOTAS Ildefonso MORIONES

La santa libertad en el magisterio teresiano / 377-396 Juan Manuel ESCUDERO BAZTÁN

Santa Teresa: entre literatura y religión / 397-417 Ciro GARCÍA

La experiencia de Dios en el Libro de la Vida de santa Teresa de Jesús / 419-439 Javier SESÉ

Santidad seráfica y suma perfección: un criterio teresiano para la reflexión teológica / 441-456

VOLUMEN 47 NÚMERO 2

Carlos SOLER

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La continuidad del magisterio sobre libertad religiosa: la interpretación de Dignitatis humanae en su contexto histórico / 459-482 Ramiro PELLITERO

La identidad de los cristianos laicos a la luz del Concilio Vaticano II / 483-506

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