Sangre, persecuciones y hormonas: el género slasher y su presencia en el reciente cine español
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Sangre, persecuciones y hormonas: El género slasher y su presencia en el reciente cine español Miguel Carrera Garrido
Universidad Marie Curie-Skłodowska
Resumen El género slasher alcanzó su cenit en los años 80, al calor de sagas como Halloween, Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street. Protagonizado por jóvenes en un entorno arquetípico y presidido por la figura del psychokiller, su carácter fuertemente codificado lo llevó a una pronta fosilización, traducida en innumerables cintas clónicas. En los 90 el género experimentó un resurgir, gracias al fenómeno de Scream (1996). El impulso se dejó notar en el mercado estadounidense, pero también en otros contextos. El cine español hizo su particular aportación a principios de milenio y aún hoy sigue explorando el código. Aquí se analiza la adecuación de aquellas primeras producciones a los fundamentos del género; para ello, se acude a dos ejemplos contrapuestos: El arte de morir (2000) y Tuno negro (2001), exponente de aceptación rigurosa del modelo, en este último caso, y de hibridación de la fórmula, en el primero. Abstract The slasher genre reached its summit in the 1980s, in the wake of series such as Halloween, Friday 13th or A Nightmare on Elm Street. Starred by youngsters in an archetypal space and dominated by the psycho-killer figure, its deeply codified nature led it to an early fossilization, giving rise to countless imitations. In the 1990s the genre experienced a rebirth, thanks to the Scream (1996) phenomenon. This popularity was felt in the American market, but also in other contexts. Spanish cinema made its contribution at the beginning of the millennium and is still today exploring the code. Here I analyze the accommodation of those first productions to the principles of the genre; for this, I tackle two complementary examples: El arte de morir (2000) and Tuno negro (2001), exponent of rigorous adaptation, in the case of the latter, and of hybridization, in that of the former. Palabras clave: Slasher, El arte de morir, Tuno negro, Cine de terror, Cine español. Keywords: Slasher, El arte de morir, Tuno negro, Spanish film, Horror film.
La violencia encarnada:..., pp. 241-253
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L presente trabajo tiene como objeto de interés el cine slasher. No sé si, a estas alturas, será necesario explicar a qué me refiero con dicho término. E Es posible que el lector no conozca la palabra inglesa; me parecería, en cambio, insólito que no hubiera visto ninguna película asociada a esta cuerda o, más improbable aún, que no estuviera al tanto de su existencia. La fórmula es de una sencillez aplastante: pandilla de jóvenes en pleno florecimiento sexual se ve acosada por maniaco que, víctima de traumas varios y poseído por una irrefrenable sed de venganza, se lanza a una sangrienta campaña, la cual solo se verá interrumpida tras haber estragado casi por completo a susodicho grupo. Hay, por supuesto, variantes estructurales y temáticas –como podría ser la condición sobrenatural del asesino–, pero el fondo es siempre el mismo (Clover, 1992: 21 e Higueras, 2011: passim). En la década de los 80, el slasher se erige como la corriente más prolífica y reconocible del terror cinematográfico, como lo fueran las películas de monstruos durante la Gran Depresión (Skal, 1993: 135-194). Con precedentes de la talla de Psicosis (1960) y El fotógrafo del pánico (1960), influencias del giallo de Bava y Argento y avanzadillas como Black Christmas (1974) y, sobre todo, La matanza de Texas (1974), el género alcanza su forma definitiva en las interminables sagas de Halloween, Viernes 13 y Pesadilla en Elm Street, unánimemente consideradas La Santa Trinidad del slasher ochentero (Berruezo, 2001: 82). Es la Edad Dorada del cine de entretenimiento, no solo en el ámbito del terror, sino en otros géneros de base popular, como la acción, las aventuras o la ciencia ficción: baste hacer mención a franquicias como Regreso al futuro, Rambo o Indiana Jones. En ellas se define a un espectador de clase acomodada, mayoritariamente masculino, con mentalidad adolescente y muchas ganas de pasárselo bien. Es el modelo que retratan las comedias juveniles, que también empiezan a hacer furor en ese entonces entre el público estadounidense: Porky’s (1982) o Despedida de soltero (1984) serían los mejores ejemplos de la deriva descerebrada, Dieciséis velas (1984) o La chica de rosa (1986), de la más recatada, y Todo en un día (1986), del justo medio. Es, no obstante, en el dominio del terror, y más en concreto en el slasher, donde mejor se refleja el tono que se adueña de buena parte de la sociedad estadounidense en los 80: un camino que,
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en lo fílmico, será criticado por su superficialidad y explicitud, especialmente en términos de sexo y violencia 21, que incluso será acusado de exaltación de actitudes antisociales –como la misoginia (Clover, 1992: 19)–, pero que dejará una profunda huella en la evolución de la ficción terrorífica, con la consolidación del psychokiller como gran monstruo de la modernidad (Losilla, 1993: 163 y Berruezo, 2001: 77) y la formulación de unas claves que, pese a su cansina reiteración, redefinirán aspectos básicos en el ámbito del espanto, como el suspense, la representación de la muerte, la relativización de lo sobrenatural, o la empatía del relato, a menudo desplazada hacia el lado oscuro22 . Prueba de esta impronta son las constantes parodias y reescrituras a las que el slasher se ve sometido a partir de los años 90. Pronto codificado e inmediatamente reconocido por todo tipo de públicos, se presta con facilidad a la dinámica intertextual. Así lo demuestra la exitosa serie de Scream, con la que se busca revivificar el género desde la distancia irónica y la autorreferencialidad (Welsh, 2009: 1 y Berruezo, 2001: 90-92). Los guiños de la creación de Craven y Williamson no son, empero, entendidos del todo, y lejos de instaurar una tendencia de renovación, se resucita el slasher en su ingenuidad primigenia, con cintas como Sé lo que hicisteis el último verano (1997) o Leyenda urbana (1998), cuya aportación es mínima en comparación con la de su predecesora (id.: 20) o, mejor, de esos otros metrajes que, deudores del slasher y el gore, incorporan elementos del thriller y el giallo, irguiéndose en un terreno híbrido: me refiero a aclamados títulos como El silencio de los corderos (1991), Seven (1995) o, más cercanas en el tiempo y plenamente imbuidas del desenfreno posmoderno, las sagas de Saw y Hostel, donde la violencia abandona el protagonismo compartido del slasher para convertirse en la estrella absoluta. Pero volviendo a la fórmula inicial, me intereso por la presencia que tuvo o tiene en el mercado hispánico, en particular el español. ¿Fue España permeable a la influencia de esta moda? Desde ya, afirmo que lo fue en el terreno de la taquilla y el fandom, pero no en el de la creación, ni siquiera en el de la imitación. Los únicos aportes al subgénero en los años 80 llegan de parte de francotirado21
Véase Welsh (2009) para un minucioso estudio sobre la presencia de la violencia y el sexo en este tipo de filmes, con especial énfasis en el desigual tratamiento concedido a sujetos masculinos y femeninos. 22 A este respecto, en su fundamental trabajo, Losilla analiza la secuencia inicial de Halloween, donde el objetivo de la cámara se identifica con la mirada del asesino. La intención de Carpenter es, a su juicio, clara: «el propio espectador se ha convertido en el monstruo del filme, ha asumido el papel de voyeur y de sádico a partir únicamente de una primorosa pirueta técnica [...] y además –al final de la escena– ha podido contemplarse a sí mismo en toda su horrorosa desnudez moral» (Losilla, 1993: 161). Por su lado, Berruezo (2001: 84) habla explícitamente de una simpatía con el psychokiller: en referencia a la serie de Pesadilla en Elm Street y la progresiva idiotización de sus protagonistas, dice que «a los espectadores les resultaba más fácil identificarse con el asesino que con las víctimas».
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res del Fantaterror como Jesús Franco o Juan Piquer Simón, siendo una pieza de este último –Mil gritos tiene la noche (1982)– uno de los títulos de culto del slasher mundial (Lázaro-Reboll, 2012: 204). Más allá de esto, el panorama es desolador, con alguna que otra excepción, como Asfixia, de Bigas Luna (1987). Cabe recordar que es en 1984 cuando se firma la polémica Ley Miró, con la que se propugna una idea de la cinematografía patria semejante a la que, durante años, se ha defendido en torno a la literatura, y que tanto ha dificultado el reconocimiento de la creación no mimética en España. De Felipe y Gómez (2010: 21; cursiva de los autores) ofrecen una buena síntesis de esta postura: Embarcado en la reivindicación de la autoría cinematográfica como valor de central de la industria, el cine español se enquista en los ochenta en la adaptación del texto prohibido durante el franquismo, la rearticulación de una memoria colectiva dañada por los efectos de la dictadura y un realismo sucio y directo que daba cuenta del panorama urbano que empezaba a vislumbrarse en las grandes ciudades del país.
En estas circunstancias se entenderán los obstáculos que habían de presentársele a nuestro modelo para abrirse paso en las salas nacionales, y no solo por razones estéticas o ideológicas, sino también puramente crematísticas: tras el frenesí de coproducciones que se adueñara de la industria a finales del franquismo, favoreciendo una inaudita explotación del género fantaterrorífico de la mano de nombres como Amando de Ossorio, León Klimovsky, Paul Naschy o el citado Franco (García et alii, 2009: 43-44), la recién inaugurada democracia trae consigo un periodo de austeridad y honda crisis, tanto de facturación como de identidad. «[E]l género fantástico vive mal en estructuras industriales raquíticas que no pueden ni saben diferenciar su producción en líneas mayores y menores», señalan los aludidos De Felipe y Gómez (2010: 22). Habrán de pasar más de diez años para que las cosas comiencen a adquirir otro cariz, y la vertiente genérica se vea por fin legitimada. El cambio parte, eminentemente, de las propuestas de tres figuras capitales: Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar y Jaume Balagueró. En el clima de entusiasmo y expectación desatado por hitos como El día de la bestia (1995), Tesis (1996) y, en menor medida, Los sin nombre (1999), el terror y lo fantástico devienen vías válidas de expresión, sancionadas por la comunidad crítica y capaces de atraer un público que, hasta ese entonces, había renegado del cine patrio (García et alii, 2009: 46). El slasher no es una excepción, y en los albores del milenio se estrenan varios títulos que, pese a sus desiguales logros técnicos y estéticos, incorporan oficialmente una vía que, por esos años, vuelve a triunfar, como he dicho, en el mercado global, afinando la revolución que había supuesto en los 80 e insertándose de
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lleno en el discurso posmoderno. De estos estrenos he optado por abordar dos en concreto –El arte de morir (2000), de Álvaro Fernández Armero, y Tuno negro (2001), de Pedro L. Barbero y Vicente J. Martín–, por ver en ellos dos formas complementarias de adaptación de las consignas del slasher y antojárseme dos intentos (fallidos, ya lo avanzo) de elaboración de un terror nacional o, cuando menos, lo suficientemente alejado de los tópicos del referente para ser tenido en cuenta. Paso a resumir el argumento de ambos filmes (y lo siento por destriparlos). El arte de morir retrata las desventuras de seis amigos que, en una noche de borrachera, matan accidentalmente al séptimo miembro del grupo: un individuo huraño y vanidoso llamado Nacho; artista y filósofo a partes iguales, sus crueles observaciones y desleal proceder llevan al resto a idear una broma que le sirva de escarmiento; esta, por desgracia, acaba con él ahogado y los demás cavando un hoyo para enterrar su cadáver. Un año después del luctuoso hecho, la policía, que investiga la desaparición del muchacho, comienza a sospechar de los supervivientes. Mientras tanto, estos comienzan a caer uno a uno en las circunstancias más insospechadas: devorados por una jauría de perros, vapuleados hasta el desvanecimiento, atravesados por objetos punzantes, asfixiados en el coche. Pese a la inexistencia de un patrón para las muertes, todo parece indicar que se trata de una cacería y, en una atmósfera de creciente crispación, lo imposible se erige como la única explicación: Nacho ha vuelto de la tumba para cobrarse su venganza. Cuando solo quedan vivos dos de ellos, se produce, no obstante, la gran revelación: es el difunto, efectivamente, quien está hostigando a los protagonistas, pero no desde la muerte; al contrario, son ellos los que, sin saberlo, han pasado al reino de las sombras, o, mejor dicho, se hallan entre la vida y la muerte, y lo único que hace Nacho es atraerlos hacia su morada final, enseñarlos a morir (de ahí el título). Iván, quien fuera su mejor amigo, se revuelve contra este designio; su resistencia solo le alcanza, no obstante, para salvar a su novia, Clara, que despierta en la cama de un hospital a tiempo para asistir a los últimos de vida de su pareja. La película termina con Iván y Nacho, reconciliados, caminando por un túnel, internándose en la negrura del Más Allá. Frente a esta rebuscada y grave trama, Tuno negro se sugiere, desde el propio planteamiento, mucho más ligera y mundana, más próxima, por tanto, al aura palomitera y despreocupada del slasher hollywoodiense: en los vetustos campus de Alcalá y Salamanca una misteriosa figura, que se presenta en los chats de Internet como «Tuno Negro», siembra el pánico entre los estudiantes menos aventajados. El origen de los crímenes parece apuntar a una secta del siglo xvi, conformada por tunos heréticos. Tanto la policía como los propios alumnos llevan a cabo investigaciones al respecto. Estas, por desgracia, se demuestran
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estériles, y el asesino consigue escapar, no sin antes llevarse por delante la Catedral de Salamanca y revelar su identidad a uno de los detectives: tan sorpresiva como inexplicablemente, las muertes se deben a la protagonista principal, a quien creíamos igualmente marcada por el maniaco. El filme llega a su fin dejando atrás un considerable body count, así como una buena ristra de episodios tan hilarantes como estrafalarios –esa estudiante que, en la morgue, copia de una «chuleta» estampada en la espalda de un fiambre...– que restan cualquier atisbo de seriedad al conjunto, convirtiéndolo en una de las propuestas más descabelladas del reciente cine español. No lo digo yo, sino la enorme pléyade de reseñistas que trituraron la película tras su estreno, a despecho del notable éxito de recaudación, paralelo al de la otra cinta estudiada 23 . Pero no estamos aquí para juzgar la calidad del corpus, sino para valorar su adecuación a un modelo que, por aquel entonces, atraviesa un proceso de revisión y consiguiente rejuvenecimiento. ¿Se da tal adecuación? A mi modo de ver, sí y no. Se palpa, sin duda, en los detalles más superficiales. Echemos, por ejemplo, un vistazo al que podría parecer más banal: el cartel anunciador. La composición recuerda, en ambos filmes, a la del slasher norteamericano de los noventa y, en general, el cine fantástico juvenil (Lázaro-Reboll, 2012: 218-219): véanse, si no, casos como el de Scream 2 (1997), Sé lo que hicisteis el último verano (1997), Leyenda urbana (1998), The Faculty (1998) o Destino final (2000). En todos ellos tenemos al grupo protagonista mirando al frente, con rostros graves y actitud de alarma, mientras al fondo –o en un rincón oscuro– se insinúa la figura del sujeto criminal. Es un patrón tan consabido que dudo que haya alguien que no sepa de lo que estoy hablando. A este paralelismo de base hay que añadir otros que también saltan a la vista, como el protagonismo juvenil, el motivo de las muertes en serie, el aire vengativo –o, como poco, punitivo– que las envuelve, la estructura de whodunnit común en el slasher –con el factor policial heredado del giallo–, la presencia de la violencia y el sexo, etc. Esta colección de elementos debería conjurar cualquier tipo de duda sobre su filiación; hay, aun así, otros cuantos que la problematizan, llevándonos a cuestionar su seguimiento de un código predeterminado. El arte de morir es, a primera vista, la más controvertida. Realizada por Aurum Producciones, filial de la estadounidense «New Line Cinema» –responsable, entre otras, de La matanza de Texas, Pesadilla en Elm Street y Seven (Lázaro-Reboll, 2012: 217)–, el director la define, no obstante, como «una película ecléctica que entronca con el cine de ahora, de flash-backs y sin percepción 23
Tuno negro recaudó más de 200 millones de pesetas (1.200.000 €) en su primera semana (Mundo, 2001), mientras que El arte de morir fue la película más taquillera del cine nacional en la primera mitad del año 2000 (País, 2000). Para consultar los datos concretos de cada una, acúdase a las fichas correspondientes en el portal Internet Movie Data Base (www.imdb.com).
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real. Sin ser una referencia podría tener algo de Matrix, Crash o Gattaca» (apud. Arróspide, 2002). Curiosos referentes, sin duda, entre los que se echa de menos un metraje más claramente enmarcado en el género de terror (La escalera de Jacob, por ejemplo, con la que guarda innegables paralelismos temáticos; o ya no digamos El sexto sentido, estrenada solo un año antes). Al poco, de cualquier manera, Armero calma nuestra inquietud (valga la paradoja), al asegurar que su primer objetivo era «meterle al público el miedo en el cuerpo»; a lo que añade: «Se trata de trasplantar el modo de pensar y ver del cine europeo a este género que parecía ser patrimonio casi exclusivo de los americanos» (Arróspide, 2002). Reconoce, pues, la procedencia de la inspiración; se preocupa, aun así, de defender la superioridad intelectual de su obra, citando explícitamente el slasher24. Basada en el motivo medieval del ars moriendi25 y anegada de reflexiones en torno a la muerte, la intención de El arte de morir de legitimarse a sí misma, de colocarse en el más refinado terreno del terror psicológico, es obvia desde el primer momento. ¿Consigue, sin embargo, sus objetivos o, como parecen sugerir las críticas de la época, pesa demasiado el revuelo causado por la creación de Craven y sus secuelas?26 A menos titubeos se presta, al menos en principio, Tuno negro: su carácter desenfadado neutraliza, hasta cierto punto, la condena, inscribiéndose sin ningún rubor en la versión más festiva y descabellada del slasher, con abundancia de carne y hemoglobina. La referencia a los clásicos del subgénero es evidente desde la primera secuencia, prácticamente plagiada de Scream (con Maribel Verdú en el papel de famosa que muere en el prólogo, como lo hiciera Drew Barrymore en el de la cinta estadounidense). También lo es en aspectos argumentales como la muerte pre o poscoital característica del slasher de los 80 (Clover, 1992: 33)27 24
«Soy consciente de que mi público y el de Scream 3 son el mismo», admite, para aclarar, no obstante, acto seguido que «hemos añadido una vuelta de tuerca a la narración que le da a la historia un toque europeo» (Belinchón, 2000: 5). 25 Dicho motivo remite a dos tratados compuestos en el siglo xv, al calor de los estragos causados por la peste negra en Europa, y constituye uno de los puntos álgidos de la reflexión en torno a la muerte en la cosmogonía cristiana de Occidente. La tradición se prolonga hasta el siglo xvii, con un progresivo desplazamiento de lo edificante al mero entretenimiento (Galván, 2013). 26 Como indica Lázaro-Reboll (2012: 219), solo dos críticos –Carmen Villar y Begoña Piña– concedieron verdadera atención al subtexto metafísico de la película. 27 Es este, sin duda, uno de los rasgos definitorios del slasher clásico, y uno de los puntos que más han favorecido su visión como una manifestación reaccionaria, contraria a la liberación sexual de la época. Como curiosidad, cabe señalar que ya la tetralogía de los Caballeros Templarios de Amando de Ossorio, estrenada a principios de los 70, incorporaba este elemento, en referencia a la moral castradora del régimen franquista: «The Templars mercilessly punished any signs of sexual liberation demonstrated by young couples and sexually independent women, functioning therefore as superego figures and reaffirming, through murder and violent reprisals, the mechanics of repression so necessary for a patriarchal society and a dictatorial regime» (Lázaro-Reboll, 2012: 89).
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y, especialmente, en la figura del asesino, destinado a convertirse en una figura icónica al estilo de Jason, Freddy o Leatherface –con un fuerte sabor autóctono, también es verdad–, y que, como el psychokiller prototípico, mata con arma blanca (una daga, más en concreto). Aun el resto de los personajes –el nerd, el responsable, el donjuán, la ligera de cascos28 – parece adscribirse naturalmente al modelo universal del slasher. Esa es, al menos, la impresión que se sugiere hasta que consideramos varios puntos básicos de la convención. De acuerdo con los expertos, cuchillos y similares han de interpretarse, en estos pagos, como símbolos fálicos (Salter, 2009: 8): en ellos toman cuerpo, por un lado, los traumas sexuales que aquejan al homicida y, por otro, la amenaza lúbrica que se cierne sobre las protagonistas, especialmente sobre la llamada «Final Girl», aquella que planta cara y vence al perturbado, y a quien suele distinguir, aparte de su condición virginal, una madurez inédita en sus amigos y un firme sentido de la responsabilidad (Clover, 1987: 201 y ss)29. En el conflicto entre estos dos polos suele concentrarse el núcleo actancial del slasher (Berruezo, 2001: 80), así como las lecturas psicológicas y sociológicas más sabrosas del género. En Tuno negro, el rol de heroína parece reservado a la protagonista Álex, interpretada por Silke: desde el inicio demuestra una mayor perspicacia y valentía que el resto del reparto y, como la Final Girl, posee una presencia, diríase, poco femenina y próxima a la frigidez (aunque mucho dista de ser virgen). Como ya avancé, sin embargo, la historia nos deparará una sorpresa (bastante traída por los pelos, cabe añadir): en este caso, los dos grandes arquetipos del slasher confluyen en la misma persona. Ello, sin duda, supone una vulneración de los patrones de partida. No es tanto que el «malo» salga indemne o que la mano criminal sea femenina: cualquier aficionado sabrá que, en la primera entrega de Viernes 13, el papel del asesino le correspondía a la madre de Jason, y no al famoso enmascarado; del mismo modo, es sabido que, en estas películas, el asesino rara vez muere de verdad: simplemente se retira hasta la próxima entrega. El problema, en 28
La reciente y muy posmoderna The Cabin in the Woods (2011) –reflexión autorreferencial sobre el género slasher aún más extrema que Scream al abarcar otras modalidades, como la de monstruos, y rizar el rizo con mucha más eficacia que la saga de Craven– se articula, precisamente, sobre estos arquetipos. 29 En el ensayo citado y, sobre todo, en su fundamental libro de 1992, hace Clover una lectura de género de este personaje y su lucha contra el psychokiller: a su modo de ver, se trataría de un doble del asesino, cuyo designio apunta a la emasculación de aquel, quien suele ver en la «Final Girl» la quintaesencia de las mujeres que lo han humillado, convirtiéndolo en lo que es. Señala Clover, de cualquier manera, aspectos de la Final Girl que la acercarían más a la figura del asesino –bien que desde el contraste– que a las del resto de personajes femeninos; así, habla, también en ella, de una obvia represión sexual (no traumática, eso sí) y de un progresivo proceso de falificación; extremos que, como se verá, cobran especial importancia al considerar el funcionamiento de Tuno negro.
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realidad, pasa por la fusión de dos sujetos que, a priori, no podrían oponerse más. A ello se podría argüir que aquí la motivación no tiene tintes sexuales y que, por ende, la tensión antes aludida quedaría desactivada: el psychokiller, al parecer, mata a los peores estudiantes, en una delirante cruzada contra la masificación universitaria. Bien, aun reconociendo este planteamiento argumental, lo cierto es que todas las muertes y acechanzas –incluida la de la propia protagonista– rezuman connotaciones sexuales, dibujando la figura de un pervertido, heredero directo de los grandes iconos del slasher americano, y no de la homicida fría y selectiva que se supone que es Álex. Por supuesto, se podría ver al personaje encarnado por Silke –de una belleza marmórea, actitud hostil y tono de voz grave, hombruno– como una mujer devoradora de hombres o mantis religiosa, en la tradición de una Báthory o las femmes fatales del cine negro. Tampoco esto me parece convincente: el acoso al que somete a sus víctimas a través de Internet reviste todos los rasgos del acecho de un asesino masculino, dominado por un instinto sádico; en ningún momento se nos hace pensar en un tipo de humillación reminiscente de la aducida. Como mucho, podría argumentarse que, en el recuento de víctimas, ganan las masculinas. Ni el carácter de sus muertes ni la actitud de la asesina tras la revelación de su identidad –maquinal, comprometida con su labor de «limpiar» las aulas universitarias, en franco contraste con el personaje que ha venido cultivando en la sombra– revisten, pese a todo, un sesgo vejatorio respecto del mundo masculino. Convendrá conmigo el lector en que, por mucho que el clímax de una película incluya un giro inesperado, si este no es coherente con lo desplegado con anterioridad, el todo se resiente mortalmente. Tal es lo que pasa aquí: el desenlace no solo contraviene las convenciones del subgénero –lo cual podría dar pie a un fructífero diálogo–, sino también las pistas diseminadas a lo largo del metraje, puestas ahí para crear una simple ilusión y jugar torticeramente con las expectativas del público. «Blanco y en botella, leche», reza el dicho popular; pues bien, es como si Tuno negro se afanase, en contra de su propio discurso, por negar dicha asunción, alumbrando un producto desconcertante, que si se salva es solo por la irreverencia y falta de complejos ya comentadas. Vacilaciones de otro tipo se aprecian en El arte de morir. En ella, diría que el camino es el inverso; me explico: el director, a diferencia de los artífices de Tuno negro –quienes siempre defendieron su atención al código aquí desgranado30 –, se propuso hacer algo con valores mucho más profundos y, aunque el resultado 30
Efectivamente, su intención, según recoge la mítica revista Fangoria, estribaba en «tomar el concepto [de Scream] y adaptarlo a la realidad de la vida universitaria de España, mucho más rica que la de Estados Unidos. Así que tenemos una película muy española en su esencia – Salamanca, la tuna y el carácter de la gente–, pero el marco, el ritmo y la inclusión de mucha acción, persecuciones y suspense la vuelven muy americana en su presentación» (Hodges, 2003: 57; traducción mía).
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es original y posee un cierto aliento filosófico, la efectividad recae, en su mayor parte, sobre su condición de película de terror (más o menos) adolescente. Ya vimos las declaraciones de Armero al respecto, así como las reacciones de los críticos. Dejando a un lado el hecho objetivo y relativamente anecdótico de que la mayoría de los intérpretes procede de series y películas de ambiente juvenil31 –menos Fele Martínez, quien, convertido en icono del horror español a raíz de Tesis, interviene en ambas cintas– o el detalle del cartel y las fotos promocionales, se imponen la estructura argumental y los arquetipos característicos del slasher. La estética, es cierto, desdibuja un tanto el vínculo, aproximándonos, en su frialdad mecánica y deshumanización, a los referentes que citaba el cineasta (especialmente Crash). Quitando eso, la balanza se inclina del lado que nos interesa. La historia se basa en el motivo de la venganza, el público simpatiza con las razones del homicida, y la figuración de este es acorde a rasgos básicos del psychokiller: mucho más carismático que sus víctimas, su agorera retórica y sofisticada apariencia física lo colocan al lado de los grandes referentes del slasher. Había quien lamentaba en El arte de morir la ausencia de uno de los puntos recurrentes de esta clase de cine: el sentido del humor, tan presente en Tuno negro (Cobeaga Eguillor, 2000: 51 y Berruezo, 2001: 78, este último sobre el humor en el slasher); también se observa una menor recreación en los episodios violentos o las referencias sexuales, y la repartición de papeles no está tan clara como en Tuno negro (la Final Girl, por ejemplo, escapa no por sus propios medios, sino gracias a la intercesión de un agente masculino). La atenuación de tales extremos no nos sitúa, pese a todo, fuera del terreno acotado; define, si acaso, una alternativa de aproximación, con ínfulas de seriedad y trascendencia (lo cual, cierto es, vuelve el conjunto menos disfrutable desde el prisma del slasher), pero no desbarata la conexión: al revés de lo que ocurría en el otro filme, y aunque aquí también haya una revelación de peso, el juego con las creencias de la audiencia no conduce a la confutación del conjunto32; más bien a una ampliación de los márgenes del subgénero, aun se podría decir a una renovación de sus posibilidades33; formulada, eso sí, sin la autoconciencia, determinación e ironía de Craven. 31
Este proceder es, de hecho, un común denominador en los slashers españoles de entonces y de ahora: en School killer (2001) y Más de mil cámaras velan por tu seguridad (2003), al igual que en El arte de morir, la principal cantera era la serie Al salir de clase, mientras que en muestras más recientes, como La monja (2005) o X3PD (2011), son El internado o, sobre todo, Física o química. 32 «Ante la revelación», leemos en un breve comentario sobre El arte de morir (Arróspide, 2002), «los enigmas tienen respuesta, aunque sea atroz, y cada palabra que hemos escuchado antes se nos descubre preñada de significados». Júzguese la distancia respecto a lo que pasaba en Tuno negro. 33 Como se lee en otra crítica mucho más reciente: «es tal vez una de las obras más curiosas y «rescatables» de su tiempo, y lo es porque, a diferencia de muchos, toma rasgos de otros y los adapta, en lugar de realizar una burda fotocopia sacacuartos» (Vidal de las Heras, 2014).
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Miguel Carrera Garrido
En definitiva, como decía al principio, tenemos en estas dos películas sendas vías de adaptación del slasher al dominio español, en la línea de lo que había llevado a cabo Scream en Norteamérica, pero con resultados menos satisfactorios: en Tuno negro, por la trampa tendida al receptor, que más que como vuelta de tuerca, hay que interpretar como un desajuste indefendible, y en El arte de morir, por la insistencia en desligarla de un modelo que, pese a todo, palpita en cada una de sus premisas, tratando de emparentarla con el mucho más respetado de cintas como Abre los ojos, Matrix o, sobre todo, El sexto sentido. En la ficción de terror, aún más que en otras manifestaciones populares, el público se guía por etiquetas puestas en circulación por la industria: la manipulación de las mismas ha de realizarse de manera coherente y con la complicidad del receptor. De lo contrario, la propuesta puede terminar viéndose como un ejercicio indecoroso –más allá de cualquier otra tara técnica– o, en el mejor de los casos, como un producto falto de convicción. Dicho todo lo cual, no hay que restar mérito a los títulos comentados, en su tentativa de incorporar a la cinematografía autóctona unos modos que, hasta entonces, habían pertenecido casi en exclusiva al mercado anglosajón: su ejemplo ha sido, de hecho, seguido hasta la actualidad, con filmes como XP3D (2011), Afterparty (2013) o Los olvidados (2014). Estos, no obstante, habrán de ser abordados en otra ocasión.
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Sangre, persecuciones y hormonas:...
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