“¡SALVE, BANDERA DE MI PATRIA, SALVE!” LOS SÍMBOLOS NACIONALES EN LA ESCUELA ESPAÑOLA (1890-1920)

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“¡SALVE, BANDERA DE MI PATRIA, SALVE!” LOS SÍMBOLOS NACIONALES EN LA ESCUELA ESPAÑOLA (1890-1920) Javier Moreno Luzón Universidad Complutense de Madrid Ponencia presentada en el 48th Annual Meeting de la Association for Spanish and Portuguese Historical Studies, celebrado en New York University del 16 al 18 de marzo de 2017. La historiografía sobre el nacionalismo español estuvo durante años marcada por una palabra que era todo un veredicto: fracaso. Los especialistas se centraron en sus carencias, con una cierta mirada melancólica que se fijaba tan sólo en sus dificultades para formar una comunidad nacional homogénea, dificultades que dejaron el campo libre para la creación de movimientos nacionalistas alternativos como el catalán y el vasco. Un caso que se presentaba como excepcional y aislado en el contexto de la Europa occidental. Aquella tesis –la de la débil nacionalización española—se cimentaba en el desinterés de las élites y la falta de eficacia del Estado en terrenos básicos para la socialización nacional, como el ejército y la escuela, y, aunque afectaba sobre todo al siglo XIX, se extendió al conjunto de la época contemporánea. Su enorme peso hizo que, hasta tiempos recientes, apenas se investigara sobre numerosas materias relacionadas con los procesos de nacionalización en la España contemporánea. Afortunadamente, esa tendencia se ha revertido y hoy son muchos los historiadores que se interesan por el tema y que han comenzado a cubrir, con decenas de trabajos, el vacío anterior.1 Este texto contribuye a ese esfuerzo colectivo con un análisis de las políticas nacionalizadoras en la enseñanza pública durante el periodo 1890-1920, clave en su despliegue por efecto de la dialéctica emergente entre nacionalismo español y nacionalismos subestatales. Y lo hace a través de un elemento fundamental: la presencia en el entorno escolar de los símbolos nacionales, en especial de la bandera oficial, tan importantes o más en ese ámbito que los contenidos de los manuales de historia de España, uno de los asuntos mejor estudiados hasta ahora. En aquella época, distintas iniciativas, casi siempre gubernamentales, consiguieron introducir el culto a esos emblemas entre los niños y adolescentes, y se sirvieron para ello de ejemplos europeos y americanos, con los que es necesario conectar la experiencia española. Estos proyectos dibujaron un panorama mucho más rico y complejo de lo que es habitual señalar, alejado tanto de la desidia como de la excepcionalidad.2 A finales del XIX, las pugnas entre nacionalismos de distinto signo, unidas a la urgencia por regenerar a la patria que sentían diversos sectores de la sociedad civil, incitaron a volver la mirada hacia uno de los instrumentos principales de nacionalización: la escuela. El impulso provino del ala liberal del panorama 1

Moreno Luzón (2007). Un buen repaso del debate historiográfico, en Molina Aparicio y Cabo Villaverde (2012). 2 Sobre los manuales de historia, véase el excelente libro de Boyd (2000). Uno de los escasos trabajos que menciona la introducción de los símbolos nacionales en la escuela es el de Pozo Andrés (2000).

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monárquico, convertida en campeona de la educación pública frente a la tibieza conservadora, que sintonizaba con el progresivo avance de las congregaciones religiosas en este campo. De acuerdo con modelos extranjeros, los liberales superaron sus prejuicios acerca del intervencionismo estatal en el mundo educativo y, con ayuda de los pedagogos vinculados a la Institución Libre de Enseñanza, desplegaron un extenso catálogo de medidas destinadas a mejorar instalaciones y salarios, remozar planes de estudio y poner a los maestros españoles en contacto con las tendencias internacionales más avanzadas. Algunos políticos e intelectuales acompañaron estos planes con el fomento del patriotismo entre los escolares, volcado en una formación cívica que incluía, en su núcleo, el culto a la bandera. Una escuela renovada aportaba además — según el principal impulsor de este culto— una infalible receta contra el separatismo: serviría no sólo para “levantar a España de su postración” sino también para “apagar los ecos del himno Los Segadores”3. Con el tiempo, la educación primaria se vería influida por otra fuente de iniciativas nacionalizadoras, el ejército, que conferiría un sesgo militarista a la relación de los niños con los símbolos nacionales. Los proyectos educativos que comenzaron a aplicarse en España a finales del Ochocientos formaban parte de una oleada que inundó las escuelas europeas y americanas de contenidos patrióticos. El ejemplo más cercano, con un ascendiente especial sobre las izquierdas moderadas, procedía de la Tercera República francesa, que hizo de los maestros auténticos apóstoles de la patria. La enseña tricolor, presente en las aulas con un crespón negro que recordaba la pérdida de Alsacia y Lorena en 1870, fundía nación, valores republicanos y espíritu de revancha.4 La combinación de nacionalismo y Monarquía en Italia resultaba también muy atractiva para los liberales dinásticos. Y los casos de Alemania, Bélgica o Reino Unido ilustraban la prensa educativa y los discursos políticos, al igual que los de Argentina u otros países americanos decididos a homogeneizar comunidades que nutrían inmigrantes de diversas procedencias.5 En Estados Unidos, este interés alumbró el modelo más acabado de adoración a la bandera en los centros públicos de enseñanza, que, frente a los recelos individualistas o confesionales, se constituyeron en espacios preferentes de nacionalización republicana. Algunas asociaciones, con respaldo estatal, promovieron la adquisición de enseñas para las escuelas y montaron en torno a ellas rituales de homenaje, dentro de los cuales destacó pronto el recitado de la promesa de lealtad al pabellón (pledge of allegiance) compuesta en 1892 por un publicista de Boston. A lo largo de las décadas siguientes, el izado de bandera y su promesa se difundieron por el territorio hasta hacerse obligatorios en varios Estados.6 En noviembre de 1893, durante una breve campaña colonial en Marruecos y poco después del primer ataque a una bandera rojigualda por parte de protonacionalistas vascos en Gernika, una orden del director general de Instrucción Pública, el liberal 3

Cita de Eduardo Vincenti, en Gaceta de Instrucción Pública, 30.12.1901, p. 444. Weber (1976); Schulze (1997: 195). 5 Algunos periodistas y políticos invocaban la importancia concedida a los rituales patrióticos en las escuelas de varias repúblicas latinoamericanas como modelo para España: cf. J. Francos Rodríguez, “Notas de un viaje. Patria y escuela”, Abc, 30.3.1922. 6 Jones y Meyer (2010). 4

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Eduardo Vincenti, obligaba a instalar en los centros educativos dos emblemas nacionales, definidos de un modo ecléctico que revelaba la síntesis monárquiconacionalista promovida por el partido gobernante. Por un lado el escudo, que debía colgarse en el frontispicio de la escuela y no era el que figuraba en las divisas militares (con los cuarteles de Castilla y León, resumen de las armas del rey), sino otro distinto que incluía las armas de Aragón y Navarra junto con la corona y el Toisón de Oro, signos de la realeza: era un diseño territorial y por tanto nacional, como el del Sexenio revolucionario. Por otro lado la bandera, para la cual no se determinaba ni el escudo que luciría ni en qué lugar habría de permanecer, aunque tenía que izarse al comenzar la jornada escolar y arriarse a su término. La norma ministerial añadía que los niños entonarían canciones patrióticas y saludarían al pabellón en actos al aire libre. El profesor, en cumplimiento de uno de sus “deberes más sagrados”, enseñaría a sus alumnos a honrar a su país con el fin de hacer de ellos “buenos ciudadanos, tanto para la paz como para los momentos supremos”7. Vincenti y sus colaboradores, afines a la Institución Libre de Enseñanza, deseaban formar individuos autónomos y patriotas. Inspirados por las experiencias norteamericanas y europeas, intentaban ante todo dignificar la educación pública como una obra nacional, donde la bandera y el escudo ensalzasen la figura del maestro, eje de las preocupaciones institucionistas. Un esfuerzo que conduciría con el tiempo al trasvase de los haberes del Magisterio desde las inseguras arcas municipales hasta el presupuesto del Estado, concluido en 1902. También se otorgaron incentivos simbólicos a los docentes, desde el empleo de emblemas patrios y de medallas distintivas al bautizo en 1912 de escuelas y maestros con el adjetivo nacionales. Aun sin desechar la vertiente guerrera de la rojigualda, en 1893 se ampliaba su sentido para proteger las labores educativas y emplearlas como cauce nacionalizador. En palabras del propio Vincenti, quien respondía a un conservador que se burlaba de la medida, exhibir la enseña española permitía reforzar el vínculo entre escuela y nación: Significa que cuando el Maestro está dando una lección en su Escuela, está realizando una obra de patriotismo; significa que la Escuela es una continuación de la Patria; significa, en una palabra, que todo aquel que pase por delante de una Escuela, al ver ondear en ella el pabellón nacional, debe comprender que en aquel recinto se está realizando una obra patriótica.8

De inmediato se orquestaron ceremonias para entronizar los nuevos símbolos. La más pomposa fue la celebrada en el Hospicio de Madrid, en la que se bendijo y colocó la bandera a los acordes de la Marcha real, con el director general trasladándola del presbiterio al patio. La religión oficial del Estado no podía estar ausente en estos actos, que el mismo Vincenti presidió también en su distrito electoral, Pontevedra, ante “un inmenso público ávido de ver la bandera por primera vez”, en Valladolid o en Lugo. Fueran cuales fueran las intenciones de la autoridad, en ellos se entonaron odas de retórica guerrera, en las que se repasaban los triunfos de la gloriosa divisa por mil 7

Orden 10.11.1893. Gaceta de Instrucción Pública, 25.11.1893, p. 1207; y 7.8.1896, p. 561 (cita). Escuelas nacionales, en RO 16.2.1912.

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campos de batalla y los alumnos aventajados se mostraban prestos a morir por ella. Las críticas a estos afanes nacionalistas provinieron de los sectores eclesiásticos contrarios a cualquier refuerzo de la enseñanza estatal, así como de algunos maestros, que se quejaban con amargura de sus miserias y tiraban de sarcasmo para preguntarse dónde se hallaría el frontispicio de una escuela ubicada en una cuadra.9 En los primeros tiempos de vigencia de la orden, la prensa informaba acerca de su aplicación. Aparecieron anuncios que ofrecían “elegantes y bonitos escudos”, “banderas con escudos estampados”, astas y “banderas completas con lanzas metálicas” para los colegios. Hubo consultas al Ministerio sobre dónde ponerlas. Y, durante unos meses, la prensa dinástica de Barcelona elaboró, no sin orgullo, listas de los maestros que observaban el precepto españolista. En 1896, en plena guerra colonial, se extendió la práctica a Cuba.10 La mejor prueba de la intensidad que adquirió este arranque fue la respuesta airada de los nacionalistas vascos y catalanes, ofendidos por la multiplicación de las enseñas españolizadoras. Las protestas de Sabino Arana contra la medida, que le costaron las primeras multas en 1895, indicaban que en Vizcaya “a algunos ayuntamientos faltóles tiempo” para colocar las banderas y “no hay un pueblo que pueda exceptuarse” a este respecto. En Cataluña, algunos medios ridiculizaron el intento gubernamental de fabricar buenos patriotas. Para un cronista de Sant Pol de Mar (Barcelona), sólo faltaba que se hiciera cantar a los niños el Himno de Riego para que les hirviera la sangre en pro de la raquítica España. Era un primer síntoma del vigor de la enseñanza estatal que, al menos en el País Vasco, auguraba otros igualmente alarmantes para el nacionalismo local, como la llegada masiva de maestros foráneos y la expansión del castellano como lengua escolar.11 Pasadas las fiebres ultramarinas, y aunque fuera muy irregular, cabe aventurar que la costumbre de cuidar y reponer de forma periódica la bandera tendió a consolidarse. Algunos inspectores reemprendieron la tarea de colocarla en el cambio de siglo. En 1903, el comisario regio de Primera Enseñanza de Madrid mandó cumplir la vieja norma, señal de que en la capital no se hacía. Pero tres años más tarde podía afirmarse que “no pocos maestros […] acostumbran diariamente a izarla, en presencia de sus niños, empleando una sencilla solemnidad”. En 1914 un senador expresaba el deseo de que hubiera enseñas en todos los centros educativos, pues faltaban en muchas poblaciones rurales. Cinco años después, la responsable de la Asociación de Caridad Escolar aludía a la escuela pública como el “augusto recinto donde a las horas de clase ondea como égida protectora la gloriosa bandera roja y gualda”. Incluso se enarbolaba en fundaciones católicas, como las del Ave María del padre Andrés Manjón en Granada, célebres por su mezcla de mensajes conservadores y modernos métodos didácticos, que se volcaban en la promoción de un patriotismo confesional. En las creadas por emigrantes gallegos, asturianos y castellanos entre 1905 y 1930, las ceremonias ante la 9

La Correspondencia de España, 16.4.1894. Gaceta de Instrucción Pública, 25.2.1894, p. 1279; 25.8.1894, p. 1439 (cita); y 5.10.1894. Pozo Andrés (2000), pp. 186-188. 10 Gaceta de Instrucción Pública, 25.2.1894, p. 1282 (citas); 15.4.1894, p. 1322; y 7.11.1896, p. 1. La Dinastía, por ejemplo 4.5.1894 y 7.6.1894. 11 Citas en “La escuela en Bizkaya. La bandera española”, Bizkaitarra, 24.4.1895; La Costa de Llevant, 6.1.1895; Ostolaza (2002).

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bandera —basadas en modelos latinoamericanos— desempeñaban un papel protagonista. Testimonios como el de un maestro portugués confirmaban que hacia 1918 el pabellón nacional se veía ya en la mayor parte de los colegios españoles.12 Las recomendaciones oficiales promovieron asimismo la aparición de canciones escolares dedicadas a la bandera. La ausencia de un himno nacional con letra suponía sin duda un inconveniente, pero algunos profesores confeccionaron sus propias composiciones, preñadas de referencias al estudio, a la fe y a las victorias de la enseña sacrosanta en la Reconquista o en aquel imperio español donde no se ponía el sol, sin importar demasiado que entonces el emblema aún no existiera. En ciudades como Bilbao, el izado cotidiano se ensalzaba con letrillas de este tipo y con la Marcha real.13 La renovación de los planes de estudio a comienzos del XX ayudó a extender estas prácticas, puesto que los liberales, de acuerdo con las directrices que emanaban de la ILE, introdujeron materias pensadas para educar de manera integral, como ejercicios corporales, trabajos manuales y canto. Se redobló pues la edición de colecciones musicales para las escuelas, en las que casi nunca faltaba una canción sobre la bandera que enumerara los héroes del pasado y los desafíos del presente, con el separatismo entre los más peligrosos. Una de ellas, publicada en 1905 por el pedagogo liberal y pionero de la educación infantil Eugenio Bartolomé y Mingo, remachaba: Ante el nombre de patria sentido cese todo interés regional; una sola es la madre querida, uno solo el hispano y no más.14

A raíz de los roces nacionalistas que llenaron los años iniciales del siglo, el ejército intervino de forma directa en la nacionalización escolar. Cinco semanas después de la ratificación de la Ley de Jurisdicciones, en abril de 1906, el general Luque —ministro de la Guerra del Gobierno liberal y cabeza de los militaristas en aquellos debates— convocó un concurso para premiar una “breve composición donde sea saludada y enaltecida la enseña nacional como representación de la madre España”. Este saludo había de fijarse en las escuelas estatales para ser recitado a diario por los niños, que así grabarían en sus corazones “el amor a la Patria, base de la educación social” y le ofrendarían “su trabajo, sus virtudes y hasta su vida”15. Unos días más tarde, el jurado —compuesto por militares y escritores, entre ellos el exministro liberal José Echegaray, premio Nobel de Literatura en 1904, su discípulo Eugenio Sellés y el republicano Jacinto Octavio Picón— emitió su fallo. Entre las 1.442 composiciones presentadas, escogió la que firmaba el dramaturgo Sinesio Delgado, sencilla y clara. Porque, a su juicio, “sobre la grandilocuencia y la pompa lírica debía(n) prevalecer la sobriedad y el vigor”, y Delgado conseguía resumir los significados de la sagrada enseña atendiendo al sentimiento y con un estilo castizo. De veinte endecasílabos, rezaba así: 12

La Escuela Moderna, 1.3.1903 y 1.11.1919 (cita); cita en La Educación, 10.5.1906; Abc, 26.6.1914; Sarmiento Lasuén (1914: 119); Pozo Andrés (2000: 190). 13 Pozo Andrés (2000: 191); Aizpuru (2001: 834). 14 Bartolomé y Colmenar (1905: 38-43). Otro ejemplo, Schumann (1917: 7-9). 15 Citas en la disposición ministerial de 30.4.1906.

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¡Salve, bandera de mi patria, salve! y en alto siempre desafía al viento tal como en triunfo por la tierra toda te llevaron indómitos guerreros. Tú eres España, en las desdichas grande, y en ti palpita con latido eterno el aliento inmortal de los soldados que a tu sombra, adorándote, murieron. Cubres el templo en que mi madre reza, las chozas de los míseros labriegos, las cunas donde duermen mis hermanos, la tierra en que descansan mis abuelos. Por eso eres sagrada. En torno tuyo, a través del espacio y de los tiempos, el eco de las glorias españolas vibra y retumba con marcial estruendo. ¡Salve, bandera de mi patria, salve!, y en el alto siempre desafía al viento, manchada con el polvo de las tumbas, 16 teñida con la sangre de los muertos.

Aunque tuvo defensores, el Canto a la bandera de don Sinesio, en el que no era díficil detectar el gusto del nacionalista francés Maurice Barrès por el influjo telúrico de los antepasados, sufrió ataques feroces. Le cayeron adjetivos como mediocre, vulgar y desagradable. No mencionaba la Monarquía y apenas citaba la fe. La popular revista satírica Gedeón le achacó su escasa españolidad, pues lejos de recabar las peculiaridades nacionales, sus palabras vacuas servían para cualquier país. Los periódicos difundieron poemas derrotados en el concurso de un tenor parecido, que incidían en el significado de los colores patrios —rojo de sangre, gualda de oro— y las glorias históricas —más o menos ligadas al catolicismo— de Lepanto a Bailén, sin olvidar el carácter de la enseña como emblema de los sacrificios que debían exigirse a los españoles. La polémica culminó cuando el Consejo de Instrucción Pública atendió los requerimientos militares y aprobó la fijación de la poesía ganadora en las aulas, no sin antes calibrar la trascendencia de situarla al mismo nivel que las oraciones religiosas, de dar a entender lo poco adecuado de su tétrico final para las impresionables mentes infantiles y de amputarle, en consecuencia, los tres últimos versos. El autor se sintió perseguido y humillado.17 Sin embargo, esta iniciativa nacionalista no fracasó en absoluto. Se vendieron carteles escolares con el poema de Delgado, la imagen de la bandera y alegorías patrióticas que se reprodujeron hasta los años de la Segunda República, aunque es difícil saber cuántas escuelas los tuvieron y usaron; y sus estrofas se incluyeron

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“Salutación a la bandera”, Abc, 2.7.1906. Comentarios, en El Día, 3.7.1906; y Gedeón, 8.7.1906. Otras composiciones, en La Lectura Dominical, 7.7.1906; y Gaceta de Instrucción Pública, 30.11.1906, p. 243, y 15.5.1908, pp. 993-994. El CIP, en RO 13.8.1907; González Freire (2005).

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asimismo en manuales escolares hasta bien entrada la dictadura de Francisco Franco.18 Alguna voz se levantó para denunciar su abandono. Pero la composición, que se citaba a menudo como Himno a la bandera o Himno de Sinesio Delgado, no sólo se recitaba sino que también se cantaba y vino a cubrir parte del vacío que dejaba la falta de un auténtico himno nacional. Por ejemplo Manuel García-Pelayo, nacido en 1909, la recordaba como una significativa canción de su infancia. Además, en algún momento se acopló a la Marcha real, aunque se entonaba con otras melodías, como alguna de Mozart.19 Y se repitió en numerosas ocasiones que contaban con la asistencia de niños y niñas: inauguración de centros y cursos, excursiones y certámenes escolares o actos de solidaridad entre colegios. Es decir, se empleaba en acontecimientos educativos de cierta relevancia.20 También apareció en otros contextos, como una función de teatro presidida por el rey en 1908 o el repertorio de los coros obreros católicos. Sus versos se imprimieron en tarjetas postales que circularon durante décadas y en los recordatorios que se entregaban a los mozos en el servicio militar.21 Fue, en definitiva, lo más parecido que hubo en España al pledge of allegiance norteamericano. Estados Unidos, una especie de enemigo admirado, servía como referente también para otra herramienta nacionalizadora: las fiestas patrióticas escolares. Allí se celebraban los días de la bandera, Flag days, dedicados a infundir en los niños el respeto por la patria y por sus héroes. Y había asimismo otros modelos disponibles en Francia, Alemania o Italia.22 En España ya se habían organizado festivales infantiles que aireaban los símbolos nacionales pero no les otorgaban un papel central. Con el auge españolista que alentó el nuevo siglo, sin embargo, la enseña recibió más atenciones espontáneas, especialmente en Cataluña. Así, en 1902 un maestro de Tortosa, enamorado de los pequeños patriotas que aparecían en la novela italiana Cuore (Corazón), de Edmondo De Amicis, instituyó la fiesta de la bandera y propuso su extensión a todo el país, como remedio regeneracionista y vacuna contra separatismos. Convenció a las autoridades locales, montó un festival con loas al estilo de los juegos florales y, al ritmo de la Marcha real, sus alumnos desfilaron ante el pabellón nacional. Podrían citarse otros casos, como el de Cartagena en 1908, también a instancias de un profesor.23 Aunque la idea no llegó a cuajar, los homenajes a la bandera, con el canto de himnos entre los que descollaba el de Sinesio Delgado, acompasaron excursiones que ofrecían a los estudiantes aprendizaje al aire libre y convivencia patriótica.24 18

Carteles, en Gaceta de Instrucción Pública, 30.10.1907, p. 696. Vid, por ejemplo, Sentimientos. Libro de lectura, Madrid: SM, 1956 [3ª ed.], pp. 276-77. 19 Denuncia, en Revista General de Enseñanza y Bellas Artes, 15.3.1913; García-Pelayo (1991: 1009). En la Real Biblioteca de Madrid se conservan dibujos con el himno y composiciones con música de J. Pérez Aguirre (s.a.) y adaptación a la Marcha real de Juan B. Lambert (interpretada en 1924). Mozart, en Abc, 4.5.1908. 20 Ejemplos, en Revista General de Enseñanza y Bellas Artes, 1.11.1911 (inauguración de curso), 15.5.1915 (excursión) y 1.6.1916 (solidaridad). Nuevos centros en La Escuela Moderna, 1.11.1919. 21 La función del Teatro Apolo, en Serrano (1999: 159); Picó Pascual (2005); Abc, 16.4.1920. Tarjeta postal con la bandera y la letra de Delgado, exhibida todavía en febrero de 1931, en Archivo Histórico Nacional (AHN), FC Audiencia Territorial de Madrid, Criminal 26, Exp. 25. 22 La Instrucción Pública, 25.3.1902. 23 Festivales infantiles en Barcelona, en La Iberia, 29.6.1894; Zamora, El Liberal, 28.3.1896; Vergés (1906); Abc, 4.5.1908 24 Ejemplos, en La Escuela Moderna, 1.6.1908 y 1.7.1912.

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Finalmente, los Gobiernos tomaron cartas en el asunto. El gabinete conservador de Maura reorganizó las juntas provinciales de instrucción pública y les encomendó la celebración de fiestas escolares que incluyeran entregas de premios a niños y maestros y contenidos patrióticos, a las cuales se sumaron enseguida las juntas locales. Ceremonias que se propagaron y dieron lugar en 1908 a un gran festejo nacional en cuyo programa, además de desfiles y canciones, había misa de campaña y —otro componente habitual— reparto de cartillas del Monte de Piedad para fomentar el ahorro infantil. El evento quedó deslucido por el mal tiempo y desencadenó un motín de dos mil madres madrileñas, que protestaban porque no se habían repartido las meriendas prometidas a sus hijos. Las expectativas se desinflaron, aunque no del todo: al año siguiente, en cincuenta de los 77 pueblos de la provincia de Huelva tuvieron lugar festivales en que los niños ensalzaron la bandera española; más adelante, se repitieron los rituales con eucaristías masivas a los sones de la Marcha real.25 Para quienes habían activado la veneración escolar de los colores nacionales quince años atrás, estas manifestaciones revelaban un rumbo erróneo: según Vincenti, en lugar de abonar de forma sencilla y eficaz los sentimientos patrios en la escuela, como en Francia o en otras latitudes, se derrochaba dinero en funciones gigantescas y sin valor pedagógico, donde los niños entonaban himnos improvisados y no entendían el sentido profundo de lo que ocurría. El nacionalismo superficial, aquel de fanfarria y aparato que tanto irritaba a los intelectuales liberales, se imponía sobre la educación global y cívica.26 Las críticas no desanimaron a los entusiastas de las grandes efemérides, que propusieron, por ejemplo, importar la fiesta del Imperio Británico, marcada por las concentraciones estudiantiles. Para encontrar algo parecido, en España hubo que esperar a la oficialización del Día de la Raza, cada 12 de octubre, en 1918. Hasta entonces predominaron las iniciativas sectoriales, de ámbito local, fueran públicas o privadas, que confiaban en el efecto nacionalizador de la rojigualda. Como los sábados patrióticos que instituyó un inspector provincial en Castellón en 1911; o las conferencias para niños del Fomento de las Artes, centradas en La idea de patria y El respeto a la bandera. La enseña nacional se paseó asimismo por una de las celebraciones escolares más exitosas, la Fiesta del Árbol, de resonancias norteamericanas, donde el aprecio por la naturaleza aludía al apego por la patria chica, cauce para acceder a la grande, bajo la bendición de la Iglesia.27 Volviendo al interior de las escuelas, desde finales de siglo los libros aprobados por el Gobierno para su uso en las aulas recogieron de forma creciente contenidos nacionalistas. No había textos únicos, y a los manuales de las diferentes asignaturas había que sumar los que se utilizaban para leer, entre los que hasta ese momento habían abundado los de Historia y Geografía, Historia Sagrada y urbanidad o cortesía. A partir 25

Gaceta de Madrid, 22.12.1907, pp. 1089-1092. Fiestas escolares en Burgos, Albacete y Cádiz, en La Educación, 10.7.1908; y 20.8.1908; y Gaceta de Instrucción Pública y Bellas Artes, 30.8.1908, p. 1176. Programa de la de Madrid, en La Educación, 10.11.1908; alboroto, en Abc, 16.11.1908. Huelva, en La Educación, 20.10.1909; La Escuela Moderna, 1.9.1910. 26 Vincenti, en La Educación, 30.11.1908; otras críticas pedagógicas, La Educación, 20.8.1909. 27 Fiesta del Imperio, en Revista General de Enseñanza y Bellas Artes, 1.7.1914; Castellón, en La Educación, 30.11.1911; Fomento, en Gaceta de Instrucción Pública y Bellas Artes, 10.1.1910; Fiesta del Árbol, en Pozo (2000); un ejemplo, de Sabadell, en La Educación, 30.3.1905.

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de 1896 comenzaron a recomendarse monografías patrióticas. En 1901, el mismo ministerio liberal que promovía el canto elevó la edad de escolarización básica de los nueve a los doce años, hizo obligatoria la Historia y, de acuerdo con el clima regenerador, inauguró la educación cívica con el nombre de Rudimentos de Derecho. Unos planes que duraron hasta la Guerra Civil. Pues bien, los símbolos nacionales se explicaban en ambas materias. La bandera, asociada al himno de Delgado, servía para ilustrar episodios históricos o reforzaba, en los catecismos o cartillas de ciudadanía, los deberes de todo buen español, como cumplir la ley, pagar impuestos, votar o servir en el ejército. En algunos materiales complementarios, su estudio se planteaba como el de la doctrina católica, con preguntas y respuestas. Patriotismo infantil, publicado en 1915 por el sacerdote Felipe Urraca, rezaba así: P.- ¿Qué significan estos colores? R.- Estos colores significan: hidalguía y nobleza, el amarillo; y bravura y energía, el encarnado […]. P.- ¿En dónde se coloca nuestra Bandera? R.- Nuestra Bandera se coloca en todos los edificios que dependen del Estado español, incluso en nuestras escuelas […]. P.- ¿Qué encierra en sí la Bandera? 28 R.- La Bandera encierra en sí el honor de la Nación Española.

También en el terreno de los textos escolares, el aliento nacionalizador de los militares dejó huella. Desde su punto de vista, la escuela era ante todo el vivero de futuros soldados, por lo que creían imprescindible transmitir a los niños el patriotismo, en su versión castrense, y con él la idolatría por la bandera que más adelante habían de seguir hasta la muerte. Las órdenes ministeriales promocionaron varias veces, por ejemplo, el libro Conferencias patrióticas, obra de un veterano de la Guerra de África que rememoraba sus hazañas y responsabilizaba de los males españoles a Inglaterra. Entre los títulos recomendados cabría mencionar también Teoría militar y deberes cívicos, El niño será soldado o los Consejos al niño de un capitán de infantería, que aspiraba a despertar en él sentimientos "propios de un hombre honrado y amante de su patria”. Naturalmente, la bandera rojigualda ocupaba un puesto privilegiado en esa preparación. Otro oficial, esta vez de caballería, pedía en 1911 que se añadiera a los planes de primera enseñanza “una asignatura encaminada a fomentar el amor a la patria y a su bandera”, solicitud acogida por el Gobierno como recomendación para el futuro. Aunque el Consejo de Instrucción Pública rechazó libros con un excesivo sesgo militarista, el interés por empapar las mentes infantiles de valores castrenses, como la disposición a luchar y dar la vida por España, resultaba abrumador. Las niñas quedaban casi siempre al margen de una mirada que exaltaba la masculinidad.29 Al hacer balance de lo realizado durante años, los liberales atentos a la nacionalización escolar comprobaban el nivel que había alcanzado el aprecio por los símbolos nacionales. Así, Vincenti se mostraba orgulloso al observar que cundían las 28

RD 26.10.1901; Villalaín (2002); Mayordomo y Fernández-Soria (2008). Cita, en Urraca (1915: 1718). 29 Citas en RROO 4.6.1913 y 28.5.1911; rechazo, en RO 22.2.1913.

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actitudes deferentes hacia la bandera. Aunque les habrían complacido más, por supuesto, un aumento sustancial en el número de escuelas y en los sueldos del profesorado; o un mayor arraigo en los centros educativos de otros de sus planes nacionalistas, como la imposición de la lengua castellana en las zonas con idiomas propios o el uso intensivo del Quijote –quintaesencia del espíritu hispano—como herramienta pedagógica. Quizá la opinión más autorizada fuera la de Rafael Altamira, historiador institucionista empeñado en españolizar a los pequeños para regenerar España y primer director general de Primera Enseñanza entre 1911 y 1913. En 1918, Altamira denunciaba las carencias de la formación patriótica, pues los colegios no instruían niños con “confianza en su valer individual y en el de la raza”, pero reconocía “que ya no se mira con la indiferencia de antes la enseña de la patria ni se oye de igual modo el himno nacional; hoy al uno se le escucha con respeto y a la otra se la saluda con cariño”30. Otra cosa es que hubiera acuerdo respecto a los mensajes que transmitían estos emblemas. La bandera podía contener derechos y deberes ciudadanos, recordar las epopeyas pretéritas o la ternura de la madre y remitir —en las glosas del catolicismo militante— a la fe que impregnaba la nacionalidad. En cualquier caso, las reflexiones sobre ella desembocaban casi siempre en la sublimación del ethos militar. La militarización de los niños tuvo su máximo exponente en los batallones infantiles o escolares, que vestían a las criaturas de uniforme y las hacían desfilar y portar estandartes. Implantados con gran éxito en la Francia de la Tercera República, como semilleros de combatientes y patriotas listos para la venganza frente a Alemania, en España surgieron de organismos educativos y gobiernos locales que aportaron sus demostraciones, agradables tanto para el público como para las familias, al calendario festivo. Algo que horrorizaba a los círculos institucionistas, que no veían más que inconvenientes en ejercicios que alimentaban la vanidad y el exhibicionismo y daban alas a una política militarista. Vincenti llegó a prohibirlos, con escasos frutos, y los mismos que escribían himnos a la bicolor repudiaban los batallones, pues, según Mingo, “no se hace patria jugando a los soldados y paseando la bandera por las calles”. Después de unos comienzos irregulares en los años noventa del XIX, renacieron a comienzos del XX con apoyo del rey y figuraron en múltiples eventos, escolares o no. Una zarzuela de 1912 relataba, con rimas pueriles, cómo los niños de un batallón disfrutaban de la fiesta a la que conducían una enseña que atizaba su patriotismo: Feliz quien siente con fe sincera en patrio fuego su sangre hervir, y entre los pliegues de su bandera santo sudario tiene al morir.31 30

Vincenti, en Gaceta de Instrucción Pública, 7.3.1900; Altamira, en La Escuela Moderna, 1.2.1916; citas de 1918 en Altamira (1923:164). 31 Pozo Andrés (2000); Mingo, en Gaceta de Instrucción Pública, 12.8.1907; cita en Redondo y Taboada (1912: 29).

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La búsqueda de un nuevo joven español, preparado para la vida en el cuartel, influyó de igual modo en el establecimiento de los Exploradores de España en 1912, como rama oficial del movimiento internacional de los boy scouts, por parte de un capitán cercano a Alfonso XIII. Entre los grupos que engrosaron en pocos años la asociación, que alcanzó cerca de 20.000 miembros en 1916, predominaba un tono castrense que enfatizaba la disciplina y las actividades paramilitares, conocidas ya en su grupo fundacional británico al acercarse la Gran Guerra pero más visibles aún en la versión española. Como en Inglaterra o en Estados Unidos, los scouts presumían de patriotismo y rendían pleitesía a la bandera, con promesas que imitaban las juras de los soldados. El pabellón patrio, que cada tropa adornaba con una franja verde y el escudo de su localidad, se izaba al amanecer y se arriaba al caer el sol en los campamentos. Los exploradores le cantaban su himno y aprendían a honrarlo, como símbolo del pasado y futuro de la patria, con un saludo automático; lo mismo que la Marcha real, que, cuando sonaba en sus misas, les hacía hincar la rodilla en tierra. Y, por descontado, tenían que estar dispuestos a morir por España. De este modo se concretaba el ideal militar del patriota sano y honrado, el hidalgo español que —como el gentleman inglés— llevaba sobre sus hombros el destino de la nación.32 Una pieza más dentro de los programas de raigambre marcial que, por medio de muy diversos cauces y con la santificación de la bandera como eje principal, se impusieron sobre las demás experiencias pedagógicas nacionalistas en aquellos años. Así pues, el periodo 1890-1920 vio desplegarse en España múltiples iniciativas para hacer de los símbolos nacionales, en especial de la bandera roja y amarilla, un instrumento de educación patriótica. Dos actores principales se implicaron en aquellos proyectos. Por un lado, los gobernantes liberales monárquicos que, imbuidos de espíritu regeneracionista y auxiliados por intelectuales y pedagogos, querían no sólo mejorar las infraestructuras escolares sino también formar en ellas ciudadanos conscientes y patriotas. Frente a ellos, los sectores conservadores y católicos, recelosos de la expansión educativa estatal, se mostraron menos entusiastas. Por otro, el ejército, autoproclamado salvador de la patria frente a los desafíos nacionalistas catalán y vasco. Además, maestros y particulares realizaron sus propios experimentos. Todos ellos se inspiraron en ejemplos externos, como los de Estados Unidos, Italia, el Reino Unido y, sobre todo, la Tercera República francesa, modelo tanto para los sectores de la izquierda liberal como para los militares. Entre esos planes destacó, por su amplitud y relativo éxito, la presencia en las escuelas de la bandera y el escudo nacionales, que tuvo un enorme impacto inicial – como probó la aguda reacción contraria de los nacionalistas subestatales—y, según reconocieron sus promotores, se consolidó a largo plazo. Esa presencia se vinculó a la proliferación de canciones infantiles dedicadas a la enseña, sucedáneo de un himno oficial sin letra, y al estudio de su significado en los libros de formación cívica. Sin embargo, las fiestas escolares masivas resultaron irregulares y muy criticadas por su ineficacia. Las propuestas castrenses consiguieron introducir en las aulas una versión 32

Pryke (1998); Cruz (1995); Pozo Andrés (2000); Los Exploradores de España. Cartilla del Explorador nº 2, s. l.: s. ed., s. f.

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española del pledge of allegiance norteamericano, el himno a la bandera compuesto por Sinesio Delgado y reproducido durante décadas en formatos populares. A él se unieron los manuales de lectura escritos por oficiales, los batallones infantiles e instituciones como los Exploradores de España, con un fuerte sesgo militarista. De manera que el uso de los símbolos nacionales en la escuela, de raíz liberal y cívica, se tiñó a lo largo de este periodo de un visible militarismo. El ejército, en absoluto aislado de la sociedad y cada vez más activo en la arena política, se erigió en uno de los protagonistas más dinámicos en la empresa de españolizar a los españoles.

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