Revista de Comunicación y Arte \"Def-ghi\", núm. 5 (2014) \"Visualidades de la política, política de las imágenes\"

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Descripción

// STAFF EDITORES MARIANO DAGATTI [email protected] LEANDRO DRIVET [email protected] JULIA KRATJE [email protected] DISEÑO GRÁFICO VERÓNICA LÓPEZ [email protected]

CONTACTO Y SUSCRIPCIÓN www.defghi.com.ar [email protected]

DEF-GHI - #5 - Visualidades de la política, política de las imágenes ISSN 132 páginas - 21 cm x 29,7 cm Impreso en la Argentina.

// AGRADECIMIENTOS Juan Martín ALFIERI Sol ARRESE Hartmut BECHER Luis GERVASONI Alfredo GRIECO Y BAVIO Alejandro GRIMSON Renate HOFFMANN Carla IMBROGNO Gustavo LAMBRUSCHINI María LEDESMA Rocío NATTERO Gabriel NOEL Marcela REYNOSO Daniel SANTORO Maren SCHIEFELBEIN Verena THISSEN José Luis VOLPOGNI

ÍNDICE

VISUALIDADES de la política, política de las visualidades

8.

Introducción

12.

Martin Jay CROMOFILIA: EL JINETE AZUL, WALTER BENJAMIN Y LA EMANCIPACIÓN DEL COLOR

24.

Paola Cortés-Rocca TIEMPO, ENVÍOS, MIRADAS, CUERPOS

32.

Adrián Cangi LA MATERIA DE LAS IMÁGENES. ENTREVISTA A ADRIÁN CANGI

44.

Alicia Naput LES BARBARES: HUMANOS ENTRE LA PRECARIEDAD Y LA REVUELTA

52.

Omar Acha PSICOANÁLISIS, POLÍTICA Y DEMOCRACIA: INCIDENCIAS DE UNA “IZQUIERDA LACANIANA”

58.

Juan Bautista Ritvo DECISIÓN, DEMOCRACIA, SEGREGACIÓN

66.

Gustavo Lambruschini LA REVOLUCIÓN Y LA CONTRARREVOLUCIÓN EN LA ARGENTINA

76.

Juan Pablo Sutherland EL QUEER/CUIR AL SUR DEL MUNDO: PRÁCTICAS DISCURSIVAS, CUERPOS Y ESCRITURAS EN LAS COMUNIDADES SEXUALES RADICALES

84.

Ricardo Ibarlucía POEMAS CINEMATOGRÁFICOS: CHAPLIN, LOS SURREALISTAS Y EL DECORADO DE LA BELLEZA MODERNA

99.

Pere Salabert EL «NUDO DE SALOMÓN» NOTAS ACERCA DE UN GRAFFITO CON OTRAS TAREAS DE LA MIRADA

104.

Gonzalo Aguilar DOMINIO HISPANOAMERICANO: LA TRADICIÓN DISPERSA

112.

Florencia Garramuño DE LA MEMORIA A LA PRESENCIA. POLÍTICAS DEL ARCHIVO EN LA CULTURA CONTEMPORÁNEA

120.

Ralph Buchenhorst LO REAL, LA INTERFAZ, Y LA IMAGEN: CONCEPTOS FRONTERIZOS DE LA VISUALIZACIÓN

VISUALIDADES DE LA POLÍTICA, POLÍTICA DE LAS IMÁGENES

introducción “Queremos siempre que la imaginación sea la facultad de formar imágenes. Y es más bien la facultad de deformar las imágenes suministradas por la percepción y, sobre todo, la facultad de librarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes” Gaston Bachelard, El aire y los sueños

Cave of forgotten dreams (2010), el documental de Werner Herzog, captura las pinturas rupestres más antiguas que se conocen, junto a otros restos fosilizados que datan del Paleolítico y fueron conservados en el interior de la Cueva de ChauvetPont-d’Arc, descubierta en 1994 por un grupo de espeleólogos del sur de Francia. El hallazgo sorprendió a especialistas y aficionados, tanto por la naturaleza inusual de la fauna representada como por las refinadas técnicas de sombreado y el uso de la perspectiva. El film muestra las manifestaciones “artísticas” de hace 32.000 años, relata las condiciones espectaculares de su conservación, exhibe la millonaria investigación interdisciplinaria que se ocupa de la preservación de la caverna. En la profundidad de sus pasadizos, la cueva descubierta se revela como una cápsula del tiempo: la aparente frescura de las pinturas y sus efectos protocinematográficos incluso provocaron dudas sobre su autenticidad. Las imágenes, dice el narrador, son recuerdos de sueños olvidados. Ya se trate de fenómenos ópticos, perceptivos, gráficos, verbales o mentales, el campo heterogéneo de las imágenes y, en general, de la experiencia visual impregna con metáforas oculares desde el lenguaje que usamos habitualmente hasta el repertorio de conceptos desplegado por la filosofía occidental. El extraordinario interés que despierta la pintura, la cartografía, la moda, las ceremonias públicas, la fotografía, el cine, la arquitectura muestra en qué medida el pensamiento y las prácticas están atravesados por enfoques que se dirimen entre la sospecha ante la hegemonía de la visión y los argumentos menos hostiles hacia los fenómenos visuales. Aunque las concepciones de la visualidad sean diversas, la centralidad otorgada al ojo fue el blanco de críticas persistentes que en más de una ocasión han pronunciado el debilitamiento del proyecto de la Ilustración, sin reparar lo suficiente en la distinción entre las vertientes instrumentales y las emancipadoras. La ambigüedad, que reside en los orígenes mismos del ocularcentrismo moderno, tiene antecedentes en los mitos del mundo helénico –Narciso, Orfeo, Medusa– que expresan la enorme primacía, a la vez que desconfianza, dada a los poderes de la visión. La concepción platónica de la vista, desde el Timeo hasta el mito de la caverna, hace eco de aquella incertidumbre instituyente.

Las respuestas de los espectadores a la contemplación y los múltiples usos plebeyos y aristocráticos de las imágenes a lo largo de la historia dan cuenta de creencias y convenciones acerca de su atracción, efectividad y capacidad de provocación, asentadas en apetitos y deseos de conocimiento y posesión. Ni siquiera el historiográfico mito del aniconismo, en cierta forma presente en las prohibiciones figurativas antropomórficas o en la superioridad otorgada a la palabra sobre la imagen por parte de las culturas islámicas y judaicas, ha suprimido las tensiones entre el gusto por las imágenes y la hostilidad hacia ellas, arraigada en los supuestos de que la expresión más elevada de la belleza es espiritual y divina, por lo tanto separada del mundo material y terrenal, y de que las imágenes bellas corrompen y envilecen. Un movimiento pendular franquea la historia de las imágenes y la potencia y los límites de la imaginación. Apuntemos algunos hitos de este vaivén. La embriaguez visual de la cristiandad medieval, iconolatra e idólatra, vio sucumbir la tentación ocular ante la proliferación de movimientos iconofóbicos, que –no sin un componente significativo de ascetismo– condenaban por hipertrofiado el espectáculo de la visualidad, a pesar de que “el más noble de los sentidos”, aun –o sobre todo– bajo las acusaciones hostiles de incitación al engaño y a los pensamientos lascivos, mantuviera vivo su prestigio. Por otro lado, la supervivencia del régimen ocular barroco, que acompañó el surgimiento del Estado absolutista, puede también leerse como la subversión del orden visual dominante del mundo racionalizado. Las afinidades electivas que Martin Jay y John Berger identifican entre la invención de la perspectiva, que instaura un espacio escenográfico de dimensiones uniformes e infinitas, y el surgimiento del sistema capitalista, basado en el mercado matematizado del mundo, colocan en primer plano el potencial creativo y exploratorio de la primacía de la visión. A partir de la innovación técnica del siglo XIX que mayor repercusión ha tenido para el campo de la visión, la invención de la cámara –fotográfica, y más tarde cinematográfica–, la metáfora del “espejo del mundo” abrió nuevas discusiones acerca de las pretensiones miméticas y analógicas de la imagen y de los usos antropológicos, recreativos, policiales, científicos, museísticos, que de ella se hicieran. Registro y reproducción, las imágenes conservan a la vez que son conservadas: ¿qué guardan, qué protegen, qué sobrevive en ellas, y para quiénes? Memoria y muerte son dos caras de una filiación y de una ruptura de la materia con el tiempo. ¿Y qué sucede cuando no tenemos imágenes, o cuando las imágenes con las que contamos no cuentan? L’image manquante es el título del último film de Rithy Panh, en el que el cineasta retorna sobre los archivos fotográficos, periodísticos y fílmicos del genocidio camboyano para representarse la historia de su familia: lo inimaginable y lo inimaginado comprenden territorios diversos de una elaboración por ausencia.

En el ámbito de las corrientes filosóficas decimonónicas, el triple movimiento de descentralización de la perspectiva cartesiana, de recorporización del sujeto de conocimiento y de revalorización del tiempo sobre el espacio pareció restituir la crítica antiocular. Si esta postura de denigración de la visión conducía, por un lado, a la reivindicación radicalizada del espíritu de la Ilustración, desde otro ángulo implicaba el abandono contrailustrado de la razón iluminista. Sensibilidad de la imagen, iconicidad de la palabra. Las vanguardias del siglo XX han subrayado que el sentido de la visión no alcanza a agotar los fenómenos de la percepción, así como la pictorialización de la palabra y la gramaticalidad de la imagen remiten a los efectos sensuales del color –pictórico, verbal, musical. Los ejemplos abundan: Chaplin se vuelve materia imaginada de la poesía surrealista, mientras que distintos movimientos incluyen el espacio como dispositivo significante: imagen apalabrada y palabra visualizada. Una de las características más fascinantes de la visión es la posibilidad de ser objeto y sujeto de la mirada, a través de una dialéctica que pone en escena inclinaciones escopofílicas y escopofóbicas, fantasías paranoicas de la vigilancia absoluta y actitudes narcisistas que buscan exhibirse como centro de atracción. Film, la película escrita en 1965 por Samuel Beckett y protagonizada por Buster Keaton, habla de la actitud sartreana expuesta en la dialéctica de la mirada y del deseo que involucra la libertad en un duelo intersubjetivo. De la interacción entre feminismo, enfoques de género y estudios visuales y cinematográficos han asomado las líneas más radicales en torno a la exploración de la confluencia de visión y deseo, a partir de la crítica a la experiencia falocéntrica del placer visual y de las provocadoras tentativas de deconstruirlo. Una fuente determinante de la experiencia visual es la dimensión omnisensorial del cuerpo erotizado, sexual y deseante, que se consolida en el arte de Duchamp y Cézanne, ponderada por Merleau-Ponty desde la idea de “perspectiva vivenciada”. Pensar una política de la representación visual y una ética del campo de la visión compromete nuestra capacidad de idealizar otros cuerpos, avistar nuevas coordenadas de identificación imaginaria e indagar acerca del potencial político del placer visual y del deseo de ficción a través de imágenes excéntricas.

Largas han sido las desventuras del pensamiento crítico al ponderar la relación entre imagen y realidad. Ante el imperio de las imágenes en la sociedad del espectáculo, que conduce a la mistificación de la vida cotidiana y al dominio de las relaciones sociales por la forma visible de la mercancía, ¿hay una resistencia del ojo a los discursos que procuran dominarlo y regularlo? Dado el hechizo de la ilusión, la complicidad con el Imaginario y la naturalización de las implicaciones ideológicas de la imagen, ¿es posible una visión transformadora, y qué papel le cabe a la política en este diseño de horizontes? De la imaginación al poder al poder como imagen, ¿qué significa entonces imaginar en la política contemporánea? Como el círculo que delinea Herzog entre los dibujos trazados en la cueva de los sueños olvidados y la novedad tridimensional del cine contemporáneo, las imágenes son percepciones congeladas, mediadoras entre las cosas del mundo y el pensamiento. Esta dialéctica en reposo de las imágenes, aun con el riesgo de cristalizarse, no provee visiones previas de una utopía cuya realización pueda advertirse, sino provisiones del deseo alumbradas por luces errantes

CROMOFILIA: EL JINETE AZUL, WALTER BENJAMIN Y LA EMANCIPACIÓN DEL COLOR Martin Jay

VISUALIDADES DE LA POLÍTICA, POLÍTICA DE LAS IMÁGENES

“Indeleble de la resistencia al mundo fungible del cambio es la resistencia del ojo que no quiere que los colores del mundo se desvanezcan.” Theodor W. Adorno [1]

En 2003, el Wilhelm Hack Museum de la ciudad de Ludwigshafen am Rhein instaló una exposición titulada “El Jinete Azul: la Emancipación de los Colores” [2]. En lo que sigue, quiero centrarme en el provocativo subtítulo de esa muestra y formular la pregunta acerca del significado de “la emancipación del color” para el Jinete Azul, en particular para su figura más destacada, Wassily Kandinsky. Los otros artistas asociados con el movimiento, como Robert Delauney, Franz Marc, August Macke, Alexander Jawlensky y Paul Klee, fueron también destacados innovadores cromáticos, pero fue Kandinsky el más elocuente portavoz de la postura más o menos común [3] a todos ellos. El lenguaje de la “emancipación” es, en realidad, el que explícitamente adoptó [4]. Para aclarar lo que está en juego en esta discusión, examinaré también las fragmentarias publicaciones póstumas acerca del color de un crítico alemán, él mismo fascinado por el Jinete Azul, Walter Benjamin, que recientemente han sido objeto de un sostenido análisis por parte de Howard Caygill y Heinz Brüggemann [5]. En cualquier historia del modernismo visual de inicios del siglo XX, los experimentos en color realizados por comunidades de artistas avant-garde, tales como los Nabis y Fauves en Francia y Die Brücke en Alemania, aparecen rutinariamente en primer plano. Pero tal vez ningún otro grupo puso tanto énfasis teorético en la importancia del color como El Jinete Azul, el cual, después de todo, incluía un color en su nombre mismo [6]. Infundido de significado metafísico, aun místico, o entendido más en términos de experiencias sensuales del mundo profano –esta oposición separó radicalmente a Kandinsky y Marc de Jawlensky, Macke y Delauny [7]–, el color iba a ser liberado de su hasta ahora disminuido estatuto en las artes visuales. Y con su liberación, vendría, al parecer, una más profunda emancipación de la experiencia humana. Para encontrar el sentido de tal esperanza, es necesaria una apreciación del viejo debate acerca de las implicancias del color en la cultura occidental. Ocupando un lugar único en la intersección de los sentidos y la psique, tanto como entre los objetos y las experiencias subjetivas que del color tenemos, éste ha desconcertado siempre a filósofos, científicos y artistas, desde que los hombres reflexionaron sobre el mundo que los rodeaba. La antiquísima batalla en pintura entre diseño y color, por primera vez expresada en el siglo XVI por Giorgio Vasari, fue con más frecuencia ganada por el primero [8]. Considerado inferior a la forma por su volatilidad y evanescencia, el color luchó por defender su honor frente a los defensores del orden, la solidez y la durabilidad. Frente a la pureza y la calma de lo blanco, la dispersión prismática del color pareció a menudo peligrosamente inestable, algo similar al deseo desatado cuando el hombre cayó en desgracia. Seguramente, los coloristas de Venecia buscaron afirmarse a sí mismos contra la austeridad de Florencia en la pintura renacentista, mientras que los románticos exuberantes como Delacroix, resistían el poder de clasicistas severos, como Ingres. Pero lo que David Batchelor ha calificado de “cromofobia” conllevaba una extendida sospecha acerca del color como meramente superficial, cosmético u ornamental, potenciada a través de la asociación con fenómenos culturales marginales o miserables, tales como lo femenino, lo infantil, lo oriental o lo homosexual [9]. En efecto, desde los tiempos de los antiguos griegos, el color se vio afectado por su asociación con la retórica de la seducción antes que con el rigor dialéctico [10]. En el vocabulario moderno de John Locke, se lo entendía como una característica secundaria, superficial, del mundo percibido, no principal como la forma, que podía ser confirmada por otro sentido, el tacto. A menudo se lo identificaba también con lo primitivo, lo emocional, lo no confiable e incluso lo patológico. En Latín, se ha aducido, colorem se relaciona con celare, verbo que significa esconder, ocultar [11]. El color, admitía incluso el gran colorista del siglo XX, Josef Albers, “decepciona continuamente” [12].

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Y sin embargo, como sabemos, lo marginal a menudo encuentra su camino de retorno al centro y obtiene su venganza respecto del orden hegemónico. Lo que parece peligroso en un contexto se vuelve redentor en otro. Hacia finales del siglo XIX, lo que podría ser llamado “cromofilia” comenzó a emerger en un número de diferentes contextos [13]. En 1884, para tomar un ejemplo de la literatura, la aplaudida novela de fantasía matemática, Flatland [Planilandia], del teólogo británico Edwin Abbot, imaginó una gran revuelta del color liderada por un pentágono llamado Cromatistas, en contra de la tiranía del mundo bidimensional de líneas ordenadas y figuras geométricas regulares [14]. Significativamente, la llamó “una parábola de dimensiones espirituales”.

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En el caso de las artes visuales de la Europa moderna, el color se afirmó a sí mismo en la estela de la exploración impresionista del impacto de la luz jugando sobre objetos registrados por los ojos del observador, antes que sobre los objetos mismos. Aquí, revirtiendo irónicamente la alegoría matemática de Abbot, fue el movimiento de tres a dos dimensiones lo que se reveló liberador. Más importantes que la sólida presencia de un mundo a ser registrado por el artista, un mundo entendido como inteligible en términos de los principios formales de la perspectiva espacial, eran las fugaces impresiones que quedaban en el instrumento mismo de registro. La familiar historia de la retirada de la tri-dimensionalidad de la tradicional versión de la ventana-al-mundo en pintura a la bidimensionalidad de la tela plana significó una disminución del interés por la solidez de los objetos y una nueva fascinación por sus superficies, que pronto condujeron a un foco comparable sobre las superficies planas de las telas sobre las que pintaban. A pesar de que los impresionistas generalmente se pensaban a sí mismos registrando sus percepciones del mundo tan fiel y desapasionadamente como pudieran, el colapso de la perspectiva espacial significó una implícita disminución del interés por las formas sólidas y una nueva apreciación de la evanescencia y la no permanencia. Cuando la pasión impresionista por la precisión sensual se debilitó y el ojo del pintor se liberó no sólo de objetos durables sino también de fugaces impresiones, pudo aparecer lo que podría llamarse la total emancipación del color [15]. Ahora la un tanto tenue, pastel, aun pálida paleta de los impresionistas podía ceder espacio a la más intensa explosión de vibrantes colores en una tela de Fauve, Brücke or Der Blaue Reiter. Ahora la mezcla óptica de colores que producía efectos de superficies titilantes que reflejaban la luz natural podía ser reemplazada por una paleta de colores puros que no reflejaran más que a sí mismos. En efecto, la paleta de madera misma del artista sobre la cual se colocaban los óleos antes de ser aplicados a la tela ganó primacía por sobre los colores del mundo natural, bien en los objetos o bien en la retina del pintor, una tendencia [ésta] hacia la autonomización del color que se aceleró en los años ´60 cuando el color fue aplicado directamente de tarros de pintura comerciales por artistas que buscan una intensidad cromática aún mayor [16]. Un fenómeno similar había ocurrido un poco más temprano en el registro de la música, donde se ha adjudicado a Héctor Berlioz el haber emancipado el color de la línea y haber preparado el terreno para el exuberante cromatismo de Wagner y Schoenberg’s Klangfiguren [17]. En términos musicales, el color es una metáfora para la ornamentación del virtuosismo, así en el canto de coloratura, tanto como para las variaciones en timbre y orquestación que dan al mismo tono diferentes cualidades sonoras. Como lo señala Charles Riley II, “el color también se relaciona, como en la pintura, a peligrosas fuerzas antiformales, que amenazan la estructura misma de la simetría y organización musical” [18]. Frente a la melodía y la armonía, permite a la impureza y a la imprecisión invadir los recintos del orden musical, tan a menudo comprendidos como análogos a las regularidades matemáticas. En la medida en que el color ha sido a menudo visto como más que un puente meta-

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fórico entre el mundo visual y el auditivo, esta emancipación paralela no carece de importancia, especialmente para aquellos artistas que ansían una superación sinestésica de límites rígidos entre los sentidos. Entre ellos estaba Wassily Kandinsky, quien aparentemente poseía la habilidad de mezclar los sentidos y buscaba duplicar la experiencia en sus telas [19]. Su inclinación por los títulos musicales para sus obras y su amistad con Arnold Schoenberg, el pintor/compositor que había fomentado otra celebrada emancipación estética, aquella de la disonancia tonal en la composición musical, también testimonian su creencia de que la emancipación del color era abarcada por más [manifestaciones del arte] que sólo las visuales. Significativamente, el Blaue Reiter Almanac incluía no sólo una pieza de Schoenberg, sino también otros tres ensayos sobre temas musicales de Thomas von Hartmann, Leonid Sabaneiev y N. Kulbin, así como el plan para una “composición escénica” por Kandinsky denominada “El Sonido Amarillo” [20]. Sin embargo, si definimos la idea de emancipación en términos visuales más estrechamente definidos, significó la liberación de tres o tal vez cuatro tiranías. La primera, como hemos visto, era la prioridad de la línea dibujada o nitidez de la forma, la primacía del orden espacial y la inteligibilidad relacional, desafiada en favor del desorden, la inestabilidad, la luminosidad y la viveza del tinte y el tono. El contorno dejó de ser un límite rígido, el color por fuera de las líneas más que un simple error infantil de imprecisión. La segunda fue la tiranía de la reproducción mimética, el imperativo de imitar fielmente los colores intuidos en el mundo externo, incluidas las variaciones causadas por las cambiantes condiciones de luz y sombra. La tercera tiranía era más institucional que práctica: el arraigado poder de las academias oficiales con sus reglas prescriptas para pintar bien [21]. Una tiranía final de la cual podría entenderse que el color habría escapado, al menos para algunos de sus liberadores, era su identificación con meras apariencias superficiales, como lo habían asumido los impresionistas. En su lugar, podría interpretarse simbólicamente, como revelador de verdades esenciales más profundas, bien del mundo o bien de la psique. Liberado de sus constreñimientos, el color podía seguir su propio camino, bien hacia un nuevo orden propio, o bien hacia la subversión del orden mismo y la celebración de la no-forma como un valor positivo por derecho propio [22]. Aquí podía ser el sirviente de la revolución paralela conocida como abstracción, en la cual los elementos formales de una pintura ya no dependían de la representación de un mundo previo, sino que podían ser reemplazado por formas ideales más puras o por un amorfismo deliberado [23]. Formas abstractamente geométricas y colores supuestamente puros –ninguno de los cuales puede encontrarse fácilmente en la naturaleza– eran una posible dirección. Pero había también otra posibilidad, como veremos cuando volvamos sobre Walter Benjamin, la cual suponía escapar de fantasías de pureza absoluta en cualquiera de los registros.

¿Por qué, debemos preguntar, eran las líneas, formas y mímesis del mundo dado, del mundo de las apariencias, consideradas tiránicas en primer lugar? ¿Qué implicaba la lucha para escapar de su dominación? Para los campeones de la forma lineal y la hegemonía del diseño, los valores de claridad, distinción, espacio delimitado y oposición entre figura y fondo eran muy apreciados. Ambas representaciones bi- o tridimensionales de la forma parecían del lado de la racionalidad antes que del sentimiento, orden balanceado antes que desordenado caos. Tradicionalmente, la línea estaba asociada a la distinción espiritual, mientras que el color era identificado con la vil materialidad [24]. Aun cuando movimientos modernistas como el cubismo deconstruyeron las nociones heredadas de diseño formal y forma ideal, lo hicieron en nombre de una manera de representar más compleja y precisa de múltiples perspectivas y transiciones temporales simultáneamente representadas sobre un lienzo liso. Como resultado, a menudo eran vistos menos como defensores de la total emancipación del color que como obstáculos para ella. Una vez emancipado de la hegemonía de la forma, el color pudo, claro está, devenir él mismo sujeto del imperativo estructural de traer orden al caos, con gráficos, diagramas, escalas y muchas otras configuraciones espaciales empleadas para representar relaciones de armonía, complementariedad y disonancia. Aquí las imperfectas representaciones estáticas buscaban capturar las dinámicas interacciones de los colores, que implican cuestiones de saturación, transparencia, post-imagen e iluminación, pero con resultados raramente satisfactorios. El espectro natural del arco-iris, que refracta prismáticamente la luz blanca en sus partes componentes, resultó a menudo más evocativo que todas las ruedas de color inventadas por categorizaciones científicas, al menos para artistas practicantes. Es un lugar común en la crítica del arte advertir que los artistas que hacían un uso efectivo del color no estaban esclavizados al análisis científico del mismo, aun cuando algunos estaban estimulados por trabajos sobre la interacción de colores contiguos, tales como De la loi du contraste simultané des couleurs et de l’assortiment des objets colorés (1839) y Des couleurs et de leurs applications aus arts industriels (1864) de Michel Eugène Chevreul [25]. A pesar de estar dirigidos a ayudar a los fabricantes de tapices y telas en la producción de Gobelinos, estos textos inspiraron también a ciertos artistas. Tal vez recientemente, la inspiración más genuina fue el célebre ensayo de Goethe Farbenlehre, que había explorado las dimensiones psicológicas y perceptuales del color, y buscaba separarlo del dominio de la esquemática óptica matemática asociada a Newton. El abandono de Goethe del modelo de visión de la pasiva cámara oscura y su énfasis en el papel del ojo del observador –él es una figura central en la historia que Jonathan Crary cuenta sobre la subjetivación de la visión en el siglo XIX [26]– también abrió la puerta a una apreciación más expresionista de las valencias emocionales del color.

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En la época del tratado pionero de Kandinsky Concerning the Spiritual in Art [Sobre lo Espiritual en el Arte], publicado primeramente en 1911, y el Blaue Reiter Almanac, que apareció al año siguiente, las dimensiones psicológicas y fisiológicas de la emancipación del color fueron suplementadas por otras metafísicas, colaborando a revertir la tradicional identificación del color con la materia antes que con el espíritu. No es sorprendente que una de las inspiraciones filosóficas de Kandinsky fuera Arthur Schopenhauer, cuyas teorías del color extendieron la crítica de Goethe a Newton y cuya celebración de la música como el arte más cercano al nivel de la Voluntad impersonal dejó su marca en las teorías de Kandinsky. Tales teorías derivaban de una mezcolanza de diferentes y más o menos dudosas corrientes en el pensamiento ruso y alemán, vitalistas, religiosas, místicas, teosóficas y simbolistas. Apocalíptico y cosmogénico al mismo tiempo, Kandinsky nadaba en las mismas aguas turbulentas que muchos otros intelectuales y artistas durante las primeras décadas del siglo XX. Su concepto central de Geist, que puede traducirse como mente o espíritu, había perdido la connotación racionalista de la que había gozado en el idealismo alemán. En su lugar, se lo empleaba ahora al servicio de la ideología neo-romántica de renovación, sin ninguna valencia política fija. Como George Mosse lo ha señalado, era un período favorito de figuras como Eugen Diederichs, el editor del Nuevo Romanticismo nacional. “Románticos anteriores habían empleado un concepto similar y el mismo vocablo para designar la empatía humana con la vitalidad cósmica. Diederichs usó el término en el mismo sentido. Se refirió al Geist como “el ansia del alma por la unidad” [27]. Otros, con inclinaciones más izquierdistas, como Kurt Hiller, el líder de los así llamados Expresionistas Activistas que emergieron durante la guerra, estaban también prendados del término. Como lo expresa August Wiedmann, “Geist era el principio omniabarcante y aparentemente autoexplicativo para Hiller y sus seguidores intelectuales –Geist como activo, ‘sagrado’ y holístico. Y este Geist era considerado generador de un nuevo racionalismo dinámico, políticamente alerta y agresivamente opositor de la inclinación alemana por la introspección pasiva. Sin embargo, el nuevo racionalismo no era el de la razón analítica, sino el del pensamiento intuitivo, creativo, el cual, en la visión de Hiller, requería del ‘éxtasis’ para seguir andando” [28]. En este uso, Geist se acercó al significado de lo que a veces se construía como su opuesto en el vocabulario alemán del momento, Seele o alma. En efecto, en un influyente libro de Ludwig Klages de l929 titulado Geist als Widersacher der Seele [El Espíritu como Adversario del Alma], [los términos] fueron enfrentados el uno al otro como dos principios incompatibles. Para un Lebensphilosoph [filósofo de la vida] como Klages, Geist todavía sabía demasiado a idealismo racionalista. Pero para Kandinsky parece no haber habido distinción significativa entre ellos. Como lo expresó en un tramo sobre el color que se ha vuelto uno de los más frecuentemente citados de Concerning the Spiritual in Art, “el color es el teclado, los ojos

son los martillos, el alma es el piano con muchas cuerdas. El artista es la mano que ejecuta, tocando una tecla u otra, para causar vibraciones en el alma” [29]. Junto con las añoranzas de Kandinsky de un alma cada vez más vibrante, se instalaba una valoración del primitivismo, que incluía todo desde el arte folk ruso y las máscaras de Borneo a los fetiches de Africa, Oceanía y la América precolombina. Como lo ha señalado David Pan, El Jinete Azul ha “intentado comprender lo primitivo como una cierta dimensión espiritual de toda la cultura humana. No se valieron de las dicotomías Occidente versus No-occidente, sino de la distinción entre espiritual y material”[30]. El primitivismo de Kandinsky podría parecer estar en tensión con sus fantasías utópicas y apocalípticas sobre la inminente llegada de una nueva era más espiritual, pero ha sido largamente reconocido que la renovación espiritual después de una era de supuesta decadencia puede alimentarse de fantasías de restaurar una inocencia perdida [31]. Más que evolucionista, su versión del primitivismo era cíclica, prometiendo un retorno revitalizado antes que un pasado irreparable. Una poderosa herramienta al servicio de tal fin fue la emancipación del color, que Kandinsky entendía en relación dialéctica y no de oposición a la forma, cuya liberación de propósitos miméticos también buscaba [32]. Más aún, concedía que el color no podía existir más que en la mente sin ningún límite a su alrededor. Pero advertía que “nunca debemos endiosar a la forma. Debemos luchar por la forma sólo en tanto sirva como un medio de expresión para el sonido interior” [33]. Para Kandinsky, el color parecía tener un efecto psicológico y metafísico más potente, causando una “vibración espiritual”. Proporciona una completa riqueza de posibilidades propias, y cuando se combinan con la forma, todavía un conjunto más de posibilidades. Y todas ellas serán expresión de la necesidad interior” [34]. Los colores, para ser más precisos, parecen ser o bien cálidos, o bien fríos, claros u oscuros, o combinaciones de estos elementos. El amarillo y el azul constituyen la más poderosa oposición, seguida de la del blanco y el negro. El amarillo, un color terrenal, parece al principio aproximarse al observador, y luego desborda sus límites, y puede terminar perturbándolo por su carácter agresivo, hasta estridente. El azul, en cambio, se aleja del observador, está más próximo al cielo que a la tierra y en última instancia produce una sensación de descanso (aunque no tanto como el verde). Otros colores, continuaba Kandinsky, tienen propiedades y efectos propios. Aun cuando parezcan individuales y aislados, pueden obrar en conjunto para producir una imagen exitosa: “La lucha de los colores, el sentido de equilibrio que hemos perdido, principios vacilantes, ataques inesperados, grandes preguntas, luchas aparentemente infructuosas, tormentas y tempestades, cadenas rotas, antítesis y contradicciones, todas éstas conforman nuestra armonía. La composición que surge de esta armonía es una mixtura de color y forma, cada uno con su existencia

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separada, pero cada uno combinado en una vida en común, que por necesidad interior se denomina un cuadro” [35]. En sus propias creaciones artísticas, y en las de sus colegas del Jinete Azul, los principios articulados en estas obras cobraron vívida y poderosa expresión. *** Pocos apreciadores más entusiastas hubo del Jinete Azul en general y de Kandinsky en particular que Walter Benjamin [36]. En 1920, ávidamente devoró Concerning the Spiritual in Art, escribiendo a su amigo Gershom Scholem: “Este libro me llena de la más alta estima por su autor, del mismo modo en que sus pinturas suscitan mi admiración. Es probablemente el único libro sobre expresionismo desprovisto de galimatías; no, por supuesto, desde el punto de vista de una filosofía, sino desde aquel de una doctrina de la pintura” [37]. Un año más tarde visitó una exhibición de Macke, quien había sido muerto durante la guerra, y escribió un ensayo sobre ésta, que no fue publicado y ha desaparecido desde entonces. En una carta del mismo año, expresando su desilusión con una tela de Chagall, escribió: “Más y más me acerco a la comprensión de que puedo depender, sin verla previamente, por así decirlo, sólo de la pintura de Klee, Macke, y tal vez Kandinsky. Todo lo demás tiene riesgos que requieren de estar en guardia” [38]. La fascinación de Benjamin por Klee es, por supuesto, bien conocida –fue en la primavera de 1921 cuando adquirió la pintura “Angelus Novus” que pasaría a ser una de sus más valoradas posesiones [39]– pero su interés por otras luminarias del movimiento ha sido menos apreciado [40]. / 17 /

Aun antes de la guerra, las telas de El Jinete Azul parecieron haber insistido, para el joven Benjamin, en la promesa de una renovación de la visión misma, de la recuperación de ese “ojo inocente” existente antes de la caída en la visión racionalizada en la cual los sujetos miraban a los objetos en un campo organizado de perspectivas. No sólo su respeto por el así llamado arte primitivo de las tradiciones populares –íconos rusos, vidrios pintados de Baviera, xilografías en madera, y otros por el estilo– sugieren que estaban en contacto con un estadio anterior de desarrollo visual, sino que su fascinación por la supuestamente incorrupta visión del niño también significaba que comprendían su supervivencia, incluso luego de la transición a la modernidad. Contra la defensa de Scholem del cubismo, enraizada en la creencia de éste último en cierta afinidad judía por el pensamiento espacial y matemático, Benjamin ensalzó vigorosamente el potencial utópico que veía en el color [41]. Así discurriendo, Benjamin estaba siguiendo una larga tradición que incluía a John Ruskin y se retrotraía hasta los románticos alemanes [42]. Un fragmento no publicado intitulado “La Visión del Color de un Niño”, escrito por Benjamin en l914-15, comienza con una aseveración que pudo haber provenido directamente de Kandinsky: El color es algo espiritual, algo cuya claridad es espiritual, de modo que cuando los colores se mezclan, producen matices de color, y no algo borroso. El arco-iris es una imagen puramente infantil. En él, el color es totalmente contorno; para la persona que lo ve con ojos de niño, marca límites, no es una capa de algo impuesta a la materia, como lo es para los adultos. Éstos abstraen del color, considerándolo una capa decepcionante para los objetos individuales existentes en el espacio y en el tiempo [43].

La fascinación de Benjamin con los experimentos con el color de El Jinete Azul estaba alimentada por su hostilidad tanto a la dominación de conceptos generales en el idealismo alemán como al fetiche de los objetos particulares en la competidora visión del mundo del sensacionalismo positivista. El color, alegaba, resistió la reducción del mundo a cosas aisladas, discretas, favoreciendo en su lugar una respuesta

a ello como matiz infinito, vivo con brillante energía. Para los niños la tri-dimensionalidad estaba establecida por el tacto, no por la vista, que llegaba a su estado más puro, cuando se lo separaba de los otros sentidos. Sin embargo, el color mismo no se muestra en todo su poder cuando busca una escena homogénea, sino más bien cuando revela el movimiento incesante de tono y sombra. Sobre todo, a los ojos de un niño inocente, se niega a subordinarse a la tiranía de la forma que, para Benjamin, entonces en su momento más antinómico, estaba aliado con la ley: El hecho es que la imaginación nunca se mete con la forma, que es asunto de la ley, sino que sólo puede contemplar el mundo viviente desde un punto de vista humano creativamente en el sentimiento. Esto tiene lugar a través del color, que por esa razón no puede ser solo y puro, ya que de ese modo queda apagado… Los adultos productivos no obtienen apoyo del color; para ellos el color sólo puede subsistir bajo circunstancias dadas por la ley [44].

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La experiencia del color de un niño es puramente receptiva, operante sin la imposición de categorías esquemáticas de espacio y tiempo. Como todo padre sabe, debe disciplinárselos para que mantengan el color dentro de las líneas. Más allá de los sentidos animales, el color toca el “alma”, despertando una disposición no-reflexiva abierta a la esencia espiritual de los objetos, no a sus formas abstractas. Así, hay algo “paradisíaco” en las obras de arte que emancipan al color, arte “donde el mundo está lleno de color en un estado de identidad, inocencia y armonía. Los niños no se avergüenzan, ya que ellos no reflejan, sino que solamente ven” [45]. Otro fragmento escrito durante el mismo período, “El Arcoiris: Un Diálogo sobre la Fantasía” [46], apeló a antiguas asociaciones entre la aparición del arco-iris y la belleza celestial, manifiesta, por ejemplo, en los halos de los ángeles en el Altar Isenheim de Matthias Grünewald. Está moldeado como conversación entre un pintor llamado Georg y su amiga Margarethe, quien comparte con él sus sueños nocturnos de color. Él responde a su descripción de una intensa disolución del sí mismo [self] en el color, diciendo: “Conozco estas imágenes de fantasía. Creo que están en mí cuando pinto. Mezclo los colores y no veo sino el color; casi puedo decir: soy el color” [47]. La pintura normal, explica, está dominada por la forma, lo cual supone inscribir una superficie, que es una parte del espacio infinito, una infinidad extensiva, demarcada gráficamente. El color, en cambio, es más bien una infinidad intensiva que expresa un número infinito de potenciales contrastes con otros colores, un fluido, un indeterminado fluir de matices. Mientras que las imágenes gráficas están basadas en el contraste entre claro y oscuro, figura y fondo, produciendo la línea que separa las formas, las imágenes cromáticas desarrollan las interminables configuraciones del color, sin límites cortantes unas de otras, o las distinciones entre figuras y fondo [48].

Como escribe en otro fragmento mas no publicado de este período, “Pintura, o Signos y Marcas”, de 1917, “Un cuadro no tiene fondo. Tampoco un color se sobre-impone sobre otro, sino que a lo sumo aparece en el medium de otro color. Pero aun esto es a menudo difícil de determinar, de modo que en principio es imposible decir en muchas pinturas si un color está encima o por debajo. Sin embargo, la cuestión no tiene sentido. No hay fondo en la pintura, ni tampoco ninguna línea gráfica” [49]. Tal generalización tout court sobre la pintura puede parecer desconcertante hasta que se entiende cuán fuertemente él identificaba los más avanzados logros del medium con El Jinete Azul. Significativamente, el único pintor mencionado en un fragmento final de 1917, “La Pintura y la Artes gráficas”, es Kandinsky, a cuyos cuadros llama “la ocurrencia simultánea de conjuro y manifestación” [50]. La rapsódica celebración del color de Benjamin como un lugar de fantasía utópica ha sido acertadamente interpretada por Howard Caygill como la primera manifestación de su desafío a la noción de experiencia de Kant, basada en intuiciones a priori de espacio y tiempo, categorías trascendentales y ubicación en ellos de los objetos de la experiencia. En efecto, Kant había denigrado el color en su teoría estética, argumentando, en la Crítica del Juicio, que en las bellas artes “es el diseño lo que es esencial… Los colores que dan brillo al boceto son parte del encanto. Sin lugar a dudas pueden, a su manera, vitalizar el objeto para la sensación, pero lo que no pueden es volverlo bello y digno de ser mirado” [51]. En cambio, para Benjamin, el color primaba sobre las categorías formales del intelecto, [era] una percepción más primitiva que aquella de la mente esquematizante. Como lo explica en una carta a Scholem del 22 de octubre de 1917, frecuentemente citada, era el correlato de la visión adánica de un lenguaje puro no-comunicativo que había desarrollado en su ensayo de 1916, “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” [52]. En ambos casos el blanco era el pensamiento conceptual con sus categorías reificadas y sus distinciones formales, y una comprensión de la percepción que priorizaba la forma por sobre el contenido. Significativamente, a la luz de su posterior discusión de la “utópica tarea del traductor”, describiría a la traducción, en su ensayo de 1916, como el pasaje “a través de una continuidad de transformación, y no áreas abstractas de identidad y similitud” [53]. Ambos, el color y la Lengua Original Adánica, a la que se llegaba a través de traducir una lengua del hombre a otra, eran vías de entrada a lo que él llamaba la “experiencia absoluta”. Ambos eran superiores a las imperfectas lenguas de los hombres, cada una de las cuales titubea cuando se trata de encontrar el término adecuado para las percepciones visuales. No hay vocabulario capaz de discriminar entre las interminables gradaciones de los matices cromáticos; cada una refleja las limitaciones de su origen cultural y trama semiótica [54].

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Otra manera de analizar la celebración del color de Benjamin es verla como una anticipación de la desconfianza hacia la noción tradicional de linealidad narrativa que caracterizó su hostilidad hacia la tradición historicista. Como Jacqueline Lichtenstein lo ha señalado, en las enseñanzas de la Academia, “el dibujo es la forma de inscribir la historia en la pintura. El dibujo tiene primacía –incluso en la aprobación concedida a la pintura histórica, asumida en la definición de pintura como discurso, y también impuesta por la constitución de un discurso sobre la pintura” [55]. El color, en cambio, está del lado de la disrrupción y la discontinuidad anti-autoritarias, el salto radical de la temporalidad, que corroe el suave progreso evolucionista. Como lo expresa Charles A. Riley II, “el color y el acontecimiento único eluden las pautas prescriptivas” [56]. Fue en efecto la insistencia de Benjamin en que el color desafía las categorizaciones, sincrónicas tanto como diacrónicas, la que sugiere una cierta distancia con Kandinsky, o al menos con las reflexiones de este último sobre lo que constituye la emancipación. Como lo hemos advertido, Kandinsky buscó descubrir el lenguaje espiritual de los colores, en el cual los colores específicos tendrían implicaciones simbólicas y psicológicas inherentes. Así por ejemplo, afirma que “el azul es el típico color celestial. El sentimiento último que crea es el de descanso. Cuando desciende casi hasta el negro, remeda un dolor que apenas es humano. Cuando se eleva al blanco, un movimiento poco apropiado para él, su llamamiento a los hombres se vuelve más débil y más distante” [57]. En su deseo de develar el código semiótico del color, un código que él suponía universal, Kandinsky ha sido acusado de ser un esencialista cromático. Mark Cheetham, por ejemplo, escribe: “La destacada noción de pureza incorporaba para Kandinsky ideas de inmutabilidad metafísica, de lo espiritual como opuesto a lo material, de esencia antes que de apariencia transitoria” [58]. Su referencia a una “necesidad interior” invoca una intuición eidética que revela más afinidades con la teosofía de Rudolf Steiner que con la fenomenología de Edmund Husserl, pero que no obstante está al servicio de un absoluto metafísico manifestado en términos materiales. Como nos advierte David Pan, “el catálogo espiritual de color de Kandinsky corre el riesgo de determinar arbitrariamente el valor espiritual de los colores según un esquema privado que él entiende como universal” [59]. En otras palabras, la emancipación del color amenaza con volverse una nueva tiranía. Sin embargo, en la apropiación que Benjamin hace de Kandinsky, este peligro es, en líneas generales, evitado. Ya que más que buscar la identificación de una emoción particular, o de un valor metafísico con un color específico en su forma pura, acentuó, como hemos visto, las transiciones de matices entre los colores, la infinidad de gradaciones,

que desafiaban la categorización singular. Para Benjamin la emancipación del color significaba no sólo una emancipación de los objetos y la fiel imitación del mundo percibido, sino también de rígidos esquemas semióticos, que atribuían cualidades naturales a colores definidos. Como en el caso de lo que dio en llamar “el lenguaje en general” como opuesto al lenguaje del hombre, la función primaria del color no es comunicar significado, sino manifestar lo Absoluto, disolviendo las artificiales categorías humanas bajo las cuales subsumimos los entes e imponemos inteligibilidad sobre el mundo. Estaba así más cercano a lo que podría llamarse “nominalismo mágico” que a una búsqueda platónica de esencias eternas [60]. Cuán exitoso fue realmente Benjamin al vincular la emancipación del color con un proyecto más fundamental de emancipación, entendido en términos metafísicos o sociales y políticos, no está seguramente muy claro. Howard Caygill correctamente llama a los fragmentos de aquel no publicados sobre la cuestión una “ruina temprana” [61], y advierte que pronto recurrió al lenguaje como un locus alternativo a sus deseos utópicos [62]. Cuando más tarde llegó a proponer “imágenes dialécticas” como modelo de un análisis cultural crítico, tenían poco de la intensidad cromática que tanto había admirado en los artistas del Jinete Azul [63]. La guerra y los estragos que causó bien pueden haber mutado las esperanzas de Benjamin en la emancipación del color como equivalente de la emancipación humana por la vía del color. El mismo Jinete Azul había perdido en la contienda dos de sus mayores figuras, Franz Marc y August Macke, y en palabras de Marcus Bullock, “vio a las presiones sísmicas del enfrentamiento bélico poner fin a sus visiones de una redención lograda por una transformación de los sentidos” [64]. Pero durante los años inmediatamente posteriores a la guerra, cuando el espíritu utópico no se había aún extinguido, Benjamin podía todavía hacer rapsodia sobre la obra y el pensamiento de Kandinsky [65]. En las no publicadas “Notes for a Study of the Beauty of Colored Illustrations in Children’s Books” [Notas para un Estudio sobre la Belleza de las Ilustraciones en Color en los Libros Infantiles], escrito en 1921, como reflexiones sobre la obra de Johann Peter Lyser, volvió a la experiencia que los niños tenían de los libros que contenían “el color del Paraíso”. “Los niños –escribió– aprenden en la memoria de su primera intuición. Y aprenden de los colores fuertes, porque el juego fantástico del color es el hogar de la memoria sin añoranzas, y puede estar libre de añoranzas porque es pura”. Pero para los adultos que han llegado a saber lo que fue la añoranza y que han enfrentado los obstáculos para su cumplimiento, la óptica espiritual del Jinete Azul indicaba más ¡ay! un Paraíso irremisiblemente perdido, que uno que aun la más brillante de las pinturas podría ayudarnos a recuperar

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Notas

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[1] Theodor W. Adorno, Dialéctica negativa, trad. T.B. Ashton (New York, 1973), p. 404-405. [2] Richard W. Gassen, ed., El Jinete Azul: la Liberación del Color (Ludwigshafen am Rhein, 2003). [3] La salvedad “más o menos común” debe introducirse, ya que Marc, en particular, tenía una comprensión mucho menos espiritual del significado del color en su obra. Algunos observadores han llegado al punto de negar que siquiera haya habido una postura común, por ejemplo, Peter Selz, quien sostenía que “El Jinete Azul no era ni una escuela ni un movimiento”. German Expressionist Painting (New York, 1974), p. 206. [4] Wassily Kandinsky, Acerca de lo Espiritual en el Arte, (Lexington, Ky., 2010), p. 60. [5] Howard Caygill, Walter Benjamin: La Experiencia del Color (London, 1998) y Heinz Brüggemann, Walter Benjamin: Sobre Juego, Color y Fantasía (Würzburg, 2007). Estudios más tempranos de Benjamin no subrayaron su deuda con expresionistas como Kandinsky. Eugene Lunn, en su todavía valioso Marxism and Modernism: An Historical Study of Lukács, Brecht, Benjamin and Adorno (Berkeley, 1982), reconoce solamente la influencia del Simbolismo y posteriormente del Surrealismo. [6] Según una posterior reminiscencia de Kandinsky, “Nosotros [él y Franz Marc] inventamos el nombre ‘El Jinete Azul’ sentados en una mesa de café en el jardín en Sindelsdorf; a ambos nos encantaba el azul, a Marc le gustaban los caballos. A mí los jinetes. De modo que el nombre vino solo”. Kandinsky, “‘Der Blaue Reiter’ (Ruckblick), Das Kunstblatt, XIV (l930, p. 59). A veces se aduce que Kandinsky ya había dado el título de The Blue Rider a una de sus pinturas de 1903, pero Klaus Lankheit en su introducción a la re-publicación de The Blaue Reiter Almanac, trad. Henning Falkenstein (New York, 1974), p. 19, [dice] que originariamente se llamó solo “El Jinete” y fue titulado nuevamente sólo cuando el Almanaque apareció. Franz Marc pintó también muchos caballos y el color azul fue identificado por él con el principio masculino: creativo, fuerte y espiritual. [7] Véase Volker Adolph, “Von ‘inneren Klängen’ und der ‘Bewegung des Lichtes’: Das Problem der Farbe im Blauen Reiter” en Gassen, ed., Der Blaue Reiter. [“De ‘Sonido Interior’ y el Movimiento de la Luz: el Problema del Color en El Jinete Azul”]. [8] Para una útil reseña, véase Rein Undusk, “Disegno e Colore: Art Historical Reflections on Space” KOHT ja PAIK / PLACE and LOCATION; Studies in Environmental Aesthetics and Semiotics V, eds. Eva Näripea, Virve Sarapik, Jaak Tomberg (Tallinn, 2006). También hay un iluminador capítulo acerca del tema en: John Gage, Indispensible Color and Culture (London, 1993). [9] David Batchelor, Chromophobia (London, 2000). [10] Sobre las relaciones entre retórica y color, véase Jacqueline Lichtenstein, The Eloquence of Color: Rhetoric and Painting in the French Classical Age, trad. Emily McVarish (Berkeley, 1993) and Wendy Steiner, The Colors of Rhetoric (Chicago, 1982). [11] Batchelor, Chromophobia, p. 52. [12] Citadi en Charles A. Riley II, Color Codes: Modern Theories of Color in Philosophy, Painting and Architecture, Literature, Music, and Psychology (Hanover, 1995), p. 6. Este extraordinario libro informará gran parte de lo que sigue. [13] David Batchelor ha empleado este término para una muestra de su propia obra, exhibida entre otros lugares en Río de Janeiro en 2009. Véase http://www.coolhunting.com/culture/ chromophilia.php. [14] Edwin A. Abbott, Flatland: A Parable of Spiritual Dimensions (Oxford, 1994). [15] En la conocida obra de John Russell, The Meanings of Modern Art (New York, 1974), publicada por el Museum of Modern Art, el segundo volumen se titulaba “The Emancipation of Color.” El autor lo ve preanunciado por Van Gogh y Maurice Denis, pero arguye que fue todavía un impacto cuando las exhibiciones en París (1905), Dresden (1906), Múnich (1911) y NuevaYork (1913) dejaron claro cuánto avance había ocurrido. A pesar de que enfatiza la importancia de los Fauvistas, sobre todo Matisse, también señala la contribución de Picasso, especialmente durante sus períodos “azul” y “rosa”. [16] Véase Batchelor, Chromophobia, p. 98f. [17] Theodor W. Adorno, In Search of Wagner [En Busca de Wagner], trad. Rodney Livingstone (London, 1981), p. 71. Véase también su discusión sobre la orquestación de Wagner y el uso del

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color instrumental en “Wagner’s Relevance for Today” [la Relevancia de Wagner Hoy], en Essays on Music [Ensayos sobre Música], trad. Susan H. Gillespie, eds. Richard Leppert (Berkeley. 2002), pp. 93-94. Significativamente, llama a Wagner “el primer caso de nominalismo musical intransigente” (p. 588) que nos alerta sobre el vínculo entre la emancipación del color y el impulso nominalista en gran parte del arte moderno. Adorno ensalzó el papel del color también en las composiciones de Mahler. Para una discusión, véase John J. Scheinbaum, “Adorno’s Mahler and the Timbral Outsider” [El Mahler de Adorno y el Forastero del Timbre], Journal of the Royal Musical Association, 131, 1 (2006). [18] Riley, Color Codes, p. 274. [19] Para una discusión, véase Ossian Ward, “The Man Who Heard His Paintbox Hiss” [El Hombre que Oyó Silbar a su Caja de Pinturas], The Telegraph, June 10, 2006. [20] El ensayo de Sabaneiev es particularmente pertinente para nuestro temas ya que se ocupa de una obra de Scriabin titulada Prometheus, que era una “sinfonía de colores”, basada en una correspondencia entre colores y notas. [21] Para una discusión acerca de la defensa del diseño por sobre el color de la Academia Francesa, véase Lichtenstein, The Eloquence of Color, chapter 6. En “On the Question of Form” [“Sobre la Cuestión de la Forma”], en The Blaue Reiter Almanac, Kandinsky escribió: “La academia es la manera más segura de destruir el poder de un niño. Aun el mayor, más fuerte talento es más o menos retardado por la academia en este respecto. Talentos menores perecen por cientos. Una persona académicamente entrenada de talento promedio se destaca por el aprendizaje de significados prácticos y por la pérdida de la habilidad para oír su sonido interior. Produce un dibujo “correcto” que está muerto” (p. 176). [22] Para una discusión de la valorización de la no-forma en ciertos círculos modernistas, véase mi ensayo “Modernism and the Retreat from Form” [“Modernismo y Retirada de la Forma”], en Force Fields: Between Intellectual History and Cultural Critique Campos de Fuerza.[Entre la Historia Intelectual y la Crítica de la Cultura], (New York, 1993). [23] La retórica de la “emancipación de la forma” es usada a veces también para caracterizar la primera de estas alternativas. [24] En defensa de Delacroix como colorista, Charles Baudelaire escribió acerca de sus críticos en 1861: “Pareciera que cuando contemplo las obras de uno de esos hombres que son especificamente llamados ‘coloristas’, me entrego a un placer cuya naturaleza está lejos de ser noble; estarían encantados de llamarme ‘materialista’, reservando para sí mismos el aristocrático título de ‘espirituales’”. “The Life and Work of Eugène Delacroix”, The Painter of Modern Life and other Essays, trans. and ed., Jonathan Mayne (London, 1970), p. 51. Este ensayo apareció en 1863, pero el pasaje fue citado de una reseña anterior publicada dos años antes. [25] Para una reseña que destaca la importancia de los avances científicos en la comprensión del color, véase Paul C. Vitz y Arnold B. Glimcher, Modern Art and Modern Science: The Parallel Analysis of Vision (New York, 1984), cap.4. Sostienen que sus primeras ideas [las de Chevreul] sobre la respuesta psicológica a los colores eran similares a las de Charles Henry, pero reconocen que cualquier influencia directa es improbable. Más tarde, durante sus años de Bauhaus, estuvo más explícitamente en deuda con las teorías más goetheanas de Ewald Hering. Selz cuestiona más enfáticamente la influencia de la ciencia en la teoría de los colores de Kandinsky: “La simbolización del color de Kandinsky de ninguna manera se basa en leyes físicas del color o en la psicología de la visión del color: ‘Todos estos enunciados son el resultado de percepciones empíricas, y no están basados en las ciencias exactas’”. German Expressionist Painting, p. 230. La cita es de “The Language of Form and Color” en On the Spiritual in Art. [26] Jonathan Crary, Techniques of the Observer: On Vision and Modernity in the Nineteenth Century (Cambridge, Mass, l990), chapter 3. [27] George L. Mosse, The Crisis of German Ideology: Intellectual Origins of the Third Reich (New York, 1964), p. 54. [28] August K. Wiedmann, The German Quest for Primal Origins in Art, [La Búsqueda Alemana de los Orígenes Primarios]Culture and Politics, 1900-1933 (Lewiston, N.Y., 1995), p. 319. [29] Kandinsky, Concerning the Spiritual in Art, p. 36. [30] David Pan, Primitive Renaissance: Rethinking German Expressionism [Renacimiento Primitivo: Repensando el Expresionismo Alemán] (Lincoln, Ne., 2001), p. 101.

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[31] Véase, por ejemplo, A. E. Carter, The Idea of Decadence in French Literature: 1830-1900 (Toronto, 1968), p. 151. [32] En Concerning the Spiritual in Art [Sobre los Espiritual en el Arte], incluso reprendió a Matisse por enfatizar demasiado el color (p. 29). [33] Kandinsky, “On the Question of Form” The Blaue Reiter Almanac, p. 149. [34] Kandinsky, Concerning the Spiritual in Art, p. 43. [35] Ibid., pp. 52-53. [36] Había, por supuesto, otros entusiastas políticamente radicales que estaban igualmente encantados con Kandinsky, por ejemplo el Dadaísta Hugo Ball, quien comparaba la búsqueda espiritual y la pureza de color de Kandinsky con el anarquismo de Bakunin. En Abril de l917, dio una conferencia sobre él en la Galería Dada en Zurich. Véase la discusión en Anson Rabinbach, In the Shadow of Catastrophe: German Intellectuals between Apocalypse and Enlightenment [En la Sombra de la Catástrofe: Los Intelectuales Alemanes entre el Apocalipsis y la Ilustración] (Berkeley, 1997), chapter 2. [37] Benjamin a Scholem, 13 de enero de 1920, La Correspondencia de Walter Benjamin l910-1940, eds. Gershom Scholem y Theodor W. Adorno, trad. Manfred R. Jacobsen y Evelyn M. Jacobson (Chicago, 1994), p. 156. Véase también Gershom Scholem, Walter Benjamin: The Story of a Friendship [Historia de una Amistad], trad. Harry Zohn (New York, l981), p. 65. Escribe: “evidentemente Benjamin fue atraído hacia los elementos místicos de la teoría allí contenida”. [38] Ibid., p. 178. [39] Ya poseía “Vorführung des Wunders” [Presentación de lo Maravilloso (trad. libre)] de Klee obsequio de su esposa Dora por su cumpleaños de 1920. [40] Una excepción es Marcus Bullock, “In a Blauer Reiter Frame: Walter Benjamin’s Intentions of the Eye and Derrida’s Specters of Marx” [En un Marco de Jinete Azul: las Intenciones de la Mirada de Walter Benjamin y los Espectros de Marx de Derrida] (trad.libre), Monatshefte, 93, 2 (2001). Sin embargo, no hace comentarios acerca de los escritos sobre el color de Benjamin previos a la guerra. [41] Véase carta de Benjamin a Scholem, Octubre 22, 1917, en La Correspondencia de Walter Benjamin, pp. 100-101. Para una discusión, véase Brüggemann, Walter Benjamin, pp. 143-153. Debe mencionarse, que Scholem, varios años más tarde llegó a apreciar el simbolismo del color en la tradición judía, sobre todo la Kabbalah. Véase su escrito “Farben und ihre Symbolik in der jüdischen Űberlieferung” [Los Colores y su Simbología en la Tradición Judía], Eranos 41 (Leiden, 1974). [42] Ibid., pp. 134-143. Para una discusión más extensa de esa tradición en Francia, véase Max Imdahl, Farbe: Kunsthistorische Reflexionen in Frankreich [El Color: Reflexiones sobre la Historia del Arte en Francia] (Múnich, l988). [43] Walter Benjamin, “A Child’s View of Color,” Selected Writings, 1913-1926, vol. I, eds. Marcus Paul Bullock, Michael Jennings, Howard Eiland and Gary Smith (Cambridge, Mass., 1996), p. 50. [44] Ibid., p. 51. [45] Ibid. [46] Benjamin, “Der Regenbogen: Gespräch über die Phantasie” [El Arco-iris: Un Diálogo sobre la Fantasía] Gesammelte Schriften, ed Rolf Tiedemann and Hermann Schweppenhäuser, vol. 7.1 (Frankfurt, l989). La versión en inglés de las Obras Selectas omite este ensayo. [47] Ibid., p. 19.

[48] A veces pensamos que el arco-iris tiene siete colores individuales –rojo, anaranjado, amarillo, azul, índigo, violeta– pero aparentemente cuando Newton describió los resultados de pasar luz blanca a través de un prisma, estaba influenciado por su comprensión de las armonías musicales. Según Batchelor, “dividía el espectro en siete colores para hacerlo corresponder a las siete notas de la escala musical”. Chromophobia, p. 93. [49] Benjamin, “Painting, or Signs and Marks”, Selected Writings, vol. 1, p. 85. [50] Benjamin, “Painting and the Graphic Arts”, Selected Writings, vol. 1, p. 82. En este fragmento, Benjamin medita sobre las diferencias entre la pintura como un fenómeno vertical y las artes gráficas como horizontales, con dibujos infantiles en esta última categoría. Parece estar diciendo que Kandinsky de algún modo supera esta oposición. [51] Immanuel Kant, The Critique of Judgment, trad. James Creed Meredith (Oxford, 1978), p. 67. [52] Benjamin, “On Language as Such and the Language of Man”, Selected Writings, vol. 1. Como los ensayos y fragmentos sobre el color, este ensayo fue una publicación póstuma. [53] Ibid., p. 70. “The Task of the Translator”, de 1921, está incluido en el mismo volumen. [54] Un argumento similar fue propuesto más tarde por Umberto Eco, “How Culture Conditions the Colors we See” [Cómo la Cultura Condiciona los Colores que Vemos] On Signs [Sobre los Signos], ed. Marshall Blonsky (Londres, 1985). [55] Lichtenstein, The Eloquence of Color [La Elocuencia del Color], p. 151. [56] Riley, Color Codes, p. 53. [57] Kandinsky, Concerning the Spiritual in Art [Concerniente a lo Espiritual en el Arte], p. 47. [58] Mark A. Cheetham, The Rhetoric of Purity: Essentialist Theory and the Advent of Abstract Painting [La Retórica de la Pureza: La Teoría Esencialista y el Advenimiento de la Pintura Abstracta] (Cambridge, 1991), p. 68. El autor ve la búsqueda y la esencia, que es también evidente en Mondrian, como políticamente muy problemática. [59] Pan, Primitive Renaissance, p. 115. [60] Para intentar dar cuerpo a este concepto, véase mi ensayo “Magical Nominalism: Photography and the Re-enchantment of the World” [Nominalismo Mágico y Re-encantamiento del Mundo], Culture, Theory and Critique, 50, 2-3 (July-November, 2009); reimpresión en Neal Curtis, ed., The Pictorial Turn [El Giro Pictórico] (Londres, 2010). [61] Caygill, Walter Benjamin: The Color of Experience, p. 3. [62] Ya en su carta a Scholem sobre el cubismo del 22 de Octubre de 1917, Benjamin escribía: “Como en estos apuntes también permito que el problema de la pintura fluya hacia el vasto dominio del lenguaje cuyas dimensiones esbozo en mi ensayo sobre el lenguaje”. La Correspondencia de Walter Benjamin 1910-1940, p. 101. [63] Como escribe Rainer Nägele, la “imagen dialéctica” “no es un cuadro o una pintura, sino en cambio una figura: pertenece a una esfera gráfica en contraste con la esfera de la pintura”. “Imágenes Pensantes,” en Los Fantasmas de Benjamin: Intervenciones en Literatura Contemporánea y Teoría Cultural, ed. Gerhard Richter (Stanford, 2002), p. 23. [64] Bullock, “In a Blauer Reiter Frame” [En el Marco de El Jinete Azul], p. 194. [65] Sobre las esperanzas mesiánicas de Benjamin en la era de la postguerra, véase Michael Löwy, Redemption and Utopia: Jewish Libertarian Thought in Central Europe [Redención y Utopía: Pensamiento Libertario Judío en Europa Central], trad. Hope Heany (Stanford, 1992).

Traducción: Annabella Saavedra

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TIEMPO, ENVÍOS, MIRADAS, CUERPOS Paola Cortés-Rocca

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TIEMPO La práctica epistolar tiene en su horizonte de expectativas reponer una suerte de conversación que franquea la diferencia espacial y temporal de los que se corresponden. Como el diálogo, la correspondencia tiene en su horizonte la utopía comunicativa: alguien sabe lo que dice, el otro entiende ese mensaje y responde. Jugando con estas premisas, el proyecto Correspondencias reúne a cinco artistas: el fotógrafo argentino Marcelo Brodsky; el español Manel Esclusa; el brasilero Cássio Vasconcellos; el mexicano Pablo Ortiz Monasterio; el fotógrafo y documentalista británico Martin Parr y el artista alemán Horst Hoheisel [1]. Correspondencias parece surgir de este interrogante: ¿qué ocurre si cuando le envío una imagen al otro, el otro me responde con una imagen nueva?

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Marcelo Brodsky le envía una fotografía a Cássio Vasconcellos. Se trata de un díptico. En la primera imagen de la izquierda una pantalla digital exhibe el número 01:01, en la imagen de la derecha, el número en la misma pantalla es 01:00. La fotografía inicia la correspondencia con el fotógrafo brasilero y sin embargo jamás podría leerse como una primera imagen, sino como la continuación de un diálogo que Brodsky inició mucho antes, tal vez sobre las posibilidades de un tiempo que retroceda para interpelar el pasado y la memoria sobre ese pasado. O quizás se trate –también– de una imagen sobre secuencias binarias y su omnipresencia en la vida contemporánea; tal vez, de una imagen que, lejos de ser un primer envío, constituya en sí un comentario sobre el trabajo del fotógrafo paulista. Vasconcellos responde con una serie de vistas de un edificio, cuyo ordenamiento no sigue una lógica claramente descifrable. Vemos una gran torre con distintas iluminaciones y advertimos el tiempo que toca al objeto, sin poder decir, sin embargo, que el tiempo transcurre ordenadamente y que la primera imagen es un “antes” con respecto al “después” que representaría la última. La fotografía recupera la repetición y la diferencia, la impronta temporal sutilmente trastocada de la imagen anterior y, al mismo tiempo, relega todo esto para hacer foco en el paisaje urbano, objeto privilegiado de la mirada de Vasconcellos. La fotografía de Vasconcellos es una imagen nueva que inicia los envíos de su parte y al mismo tiempo continúa el diálogo que el brasilero mantiene dentro de su propia obra; una imagen que desconoce la foto anterior y de algún modo habla de otra cosa y, simultáneamente, una foto que responde a la imagen anterior y la transforma en algo distinto, sin fijar por completo su sentido pero eligiendo una de sus múltiples líneas de sentido. Una foto que será simultáneamente ignorada y respondida por la foto siguiente, que mantendrá su unidad y su sentido y, al mismo tiempo, se verá convertida en un fragmento, en una línea del diálogo que desarrollará la secuencia de imágenes.

Tal vez la potencia de estos intercambios sea señalar que una imagen nunca corresponde –a un objeto, a un Yo, a una intención, a una imagen anterior. O que está fatalmente sometida a la correspondencia y que, precisamente por eso, nos obliga a revisar la idea misma de correspondencia. Toda fotografía responde doblemente –pero no sólo o no únicamente–, al objeto capturado por la cámara y al ojo que aísla un fragmento del mundo para componer con él una imagen. Tal vez la potencia de estos intercambios sea señalar que la fotografía no es tanto ni una experiencia del objeto o de la subjetividad, sino una particular experiencia de la temporalidad, como también lo es la correspondencia misma. Cada envío al otro suspende el tiempo, lo detiene y me coloca en la espera de su respuesta, aquí, bajo la forma de una nueva imagen. Cada envío recibido del otro me acelera y me obliga a actuar, es decir, me hunde en el juego de las Correspondencias, impulsándome a producir una imagen nueva. Todo envío al otro suspende el transcurrir del tiempo; todo envío del otro, lo acelera. The Time is out of joint; el tiempo está fuera de sus carriles. La frase de Hamlet es el lema del intercambio epistolar, visual o, más precisamente, de todo intercambio. Ese descarrilarse del tiempo también es el corazón mismo de la tarea fotográfica. Toda imagen es un indicio de cómo eran las cosas “entonces”, antes del disparo de la cámara que, ahora, suspendió su natural devenir. Tomar una fotografía es poner en suspenso, interrumpir el transcurso del tiempo; mirar una imagen es participar ahora y por adelantado de una transformación. Arrancada para siempre del mundo al que pertenecía y también de su temporalidad, toda fotografía corresponde de manera múltiple al ojo que ha mirado ese objeto y a la historia que las sucesivas miradas han dejado en el objeto y en la mirada –siempre teñida de historia– que lo contempla. Simultáneamente demorada y apresurada, una imagen es un trazo de una relación cautelosa con el mundo y con el otro, una respuesta a una imagen anterior y a la historia de la imagen, una respuesta del fotógrafo a esa imagen y a esa historia y, también, un objeto nuevo cuyo sentido siempre se nos escapa de las manos para responder y corresponder incluso a imágenes por venir.

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ENVÍOS Correspondencias nos obliga a recordar la dimensión de acto que supone un envío. ¿Qué significa responderle a otro? ¿En qué condiciones respondemos? ¿Cuál es el compromiso ético que asumimos con el otro en el momento de responder? Brodsky abre el diálogo con Martin Parr enviándole una bellísima imagen azul que, por su abstracción, bien podría disparar el diálogo hacia los modos en los que la mirada aborda el juego formal de la naturaleza, sus líneas y sus curvas. Todo eso está allí, evocado en su ausencia. Y así permanece. Queda ausente cuando Parr lo deja bajo la tachadura de lo desagradable, de la comida procesada por la cultura, estereotipada y casi irreconocible, a un paso ya de la digestión y del puro residuo. El contrapunto continúa: un cuerpo femenino, los brazos en alto levemente arqueados, la exuberancia verde de la naturaleza en el fondo, el marco de una puerta ventana que recorta la escena y un poco más acá, la mirada de fotógrafo que compone la imagen. Y la respuesta burlona de Parr no se hace esperar: otros cuerpos (mal) cortados por la serialidad de un natatorio, unas señoras adelante que miran con desinterés a la cámara, el aburrimiento y la banalidad de lo cotidiano. La cámara de Brodsky registra armonías en los cuerpos que captura, sus escenas familiares tienen el barniz añejo del blanco y negro o el pudor del pasado reciente. El ojo de Parr detecta lo disonante, el mal gusto en los rituales pretenciosos, la seducción de entrecasa que se roza con lo soez, el kitch cotidiano.

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La conversación es un juego de círculos. Cuando un nuevo hablante arroja una luz nueva sobre las cosas, nos libera de la opresión del hablante anterior, advierte Emerson. Esos instantes fugaces en los que el otro interviene con la potencia de una decisión, con esa imagen y no otra, enviada ahora y no después, como respuesta –que no responde nunca del todo ni únicamente– a la imagen anterior, esos instantes de azarosa coincidencia son aquellos en los que el otro nos libera, un segundo, de la pesadilla de ser nosotros mismos. Tal vez por eso, dividida, autoenviada, interrumpida, intervenida, la fotografía siempre lleva al extremo aquello que, para el psicoanálisis, caracteriza al acto significante: todo envío siempre llega a destino. No son sólo estas imágenes las que participan de una correspondencia, toda fotografía está destinada a ser enviada y a llegar a destino. Sustraídas del régimen engañoso de lo verdadero y lo falso, de las atribuciones erróneas o fraguadas que caracterizan a la palabra vacía, todas las fotos llegan a destino precisamente porque no tienen una verdad que declamar o una mentira que sostener. Son un modo de la acción, cuyo sentido sólo emerge en los efectos. Cada fotografía interpela al que la recibe en estas Correspondencias y lo urge a contestar con una imagen nueva. / 28 /

La fotografía evoca la dimensión ética del acto. Toda imagen es resultado de una serie de decisiones sutiles e irrevocables para producir efectos que no pueden preverse de antemano. Es una cifra de instantes decisivos: ese segundo –que puede llamarse punctum, aura o incluso pulsión amorosa– en el que el ojo elige, entre todos los objetos, uno; ese momento en el que se descartan las múltiples posibilidades de revelado, las infinitas opciones de impresión, para quedarse solamente con una; ese instante en el que se da a ver –se envía– esta imagen y no otra. Esas mediciones pudorosas, esas decisiones tenaces carecen de fundamento o están sólo fundadas en la dimensión ética de la acción. Porque la fotografía, como el verdadero acto, no surge como resultado de un cálculo de lo que ocurrirá después, como un hacer cobijado en el anticipo y la previsión de sus efectos. Es en esta dimensión de la acción, en este momento de simultánea claridad ética y ceguera ante un futuro incalculable, que la fotografía constituye siempre un envío, signado por la aventura y el riesgo. Sin otra certeza que la que surge de su propia existencia, la imagen se lanza a cumplir con su destino: intervenir en el mundo, producir nuevas imágenes, alterar la historia de la mirada, trasformar el futuro.

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MIRADAS La fotografía es aquello que desnuda el vínculo entre mirada e historia o aquella experiencia de la mirada que no hace otra cosa que insistir en que la visión es, en sí misma, un acto hecho de tiempo. La mirada es esa cavidad tenebrosa en la que Brodsky nos sumerge cuando captura, en uno de sus envíos a Pablo Ortiz Monasterio, el excesivo primer plano de unos ojos azules. La mirada –parece decir esa imagen– es ese agujero, ese desagüe donde se amontonan las ruinas de la historia, donde se registran como heridas las catástrofes que pasaron frente a nuestros ojos. La fotografía es inquietante, incluso levemente siniestra si la contemplamos detenidamente. Se trata de un ojo único que se invierte para situarse, duplicado, al lado del primero, y ofrecernos así la figuración perfecta y anómala de los ojos que componen un rostro. La imagen transforma esos ojos azules que menciona, por ejemplo, la poesía romántica española como modelo de la belleza, en dos agujeros orgánicos, en dos abismos negros e insondables. El ojo es la fosa de la historia.

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La respuesta de Ortiz parece, a primera vista, tranquilizadora. Recupera los colores planos de la imagen anterior, en una foto en blanco y negro, en la que el único color es también el azul, sólo que ahora no está en unos ojos sino en los lentes que los cubren. Ortiz responde a las pupilas cavernosas de Brodsky, con el retrato de una inofensiva señora de pelo blanco y elegante saco pied-de-poule que apaciblemente disfruta de la tranquilidad de no ver. El diálogo entre una imagen y la otra parece señalar que el abismo de la mirada es tan inquietante como su reverso. Ahora bien, ese reverso no es tanto no poder ver, sino negarse a hacerlo. Lo que se opone al ojo azul perturbadoramente duplicado no es la imagen de un ojo vacío o inútil, es el retrato de alguien que, pudiendo ver, elige cerrar los ojos. Visión y ceguera no son exactamente dos opciones fotográficas. El ojo de la cámara nunca es ciego, si por esto entendemos una falla, una carencia de la visión. En términos fotográficos la disyuntiva se construye –tal como lo proponen estas imágenes– entre mirar lo que ha ocurrido y negarse a hacerlo. En el diálogo entre los ojos azules y la mujer que cierra los párpados se advierte la dimensión ética de lo fotográfico. La fotografía es una experiencia ética de la visión: la experiencia de un ojo que, pudiendo cerrarse, se mantiene abierto para así asumir la tarea de ver allí donde ya no se ve, donde todavía no se ve.

CUERPOS La correspondencia entre Brodsky y Hoheisel despliega una serie de analogías –entre dibujos e imágenes fotográficas, entre paneles y mariposas, entre ramas y animales– que se desliza hacia los íconos nacionales argentinos: el escudo sobre la pared de algún edificio público, un arco de fútbol y, por supuesto, el río. Más allá de cuál sea el río que aparezca en las fotografías de Brodsky –en las que integran esta correspondencia con Hoheisel pero también otras–, “el” río ha cifrado en la narrativa argentina –especialmente a partir de la obra de Juan José Saer, Ricardo Piglia y muchos otros– un modo oblicuo de hablar del exterminio. La crecida que arrasa con todo, la inundación que desordena las referencias de lo conocido, aquello que no tiene fondo, las aguas turbias se sumaron a la construcción de un lenguaje con el que rodear aquello frente a lo cual, testimonios y documentos, se mostraban insuficientes. Metáfora y localización real de cientos de tumbas sin nombre, el río cifra también la imposibilidad del duelo o la paradoja de un duelo interminable. Depositarias de muchas otras referencias directas y detalles sutiles que sobrevuelan todas las correspondencias, las imágenes de Brodsky y Hoheisel que cierran el libro Correspondencias visuales no sólo rozan –como no podría ser de otro modo– los vínculos entre memoria y trauma, sino también la relación entre historia y fotografía en tanto acto y experiencia ética de la visión.

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La fotografía asume la tarea de recordarnos que la historia es, como lo es la fotografía misma, esa experiencia del tiempo fuera de sus carriles y, por eso, sólo es posible mirar el pasado –y todo es pasado para la cámara que registra siempre lo que ocurrió antes, hace tres años o hace un segundo– desde el presente que ella misma colabora a formular. La visión fotográfica, que no olvida ni perdona y que implica esa ética del negarse a cerrar los ojos, es la materialidad misma de la historia. No porque la fotografía sea un “registro” del pasado sino porque es aquello que le da cuerpo o carnadura a la historia. La fotografía nos entrega los recuerdos históricos más importantes que tenemos: los recuerdos de experiencias que tal vez, empíricamente, no tuvimos, y sin embargo se incorporan en nuestra memoria como marcas indelebles. La fotografía es el cuerpo de la historia, es su sostén material. Tiene la tarea de encarnar la memoria, de sostener lo que sin ella sería puro vacío porque, como lo advierte el narrador de Las palmeras salvajes, no hay recuerdo si no hay cuerpo dedicado a recordar. Después de todo la memoria sólo puede vivir en las entrañas jadeantes. Porque si la memoria existiera fuera del cuerpo no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda. Por eso cuando algo o alguien deja de ser, cuando el presente se transforma en lo que pasó hace más de 30 años o hace un segundo, la mitad de la memoria deja de existir y si yo –la mirada fotográfica, la imagen, el cuerpo de la memoria–, dejara de ser, todo recuerdo dejaría de existir

[1] Marcelo Brodsky inicia el intercambio de imágenes con Manel Esclusa, el fotógrafo catalán con quien estudió durante el exilio. Luego entabla otras correspondencias que producen distintas muestras y/o publicaciones. Por ejemplo, el intercambio Brodsky-Esclusa se exhibe en enero de 2008 en la galería Fidel Balaguer, en Barcelona; el intercambio con Pablo Ortiz Monasterio se publica bajo el título Photographic Correspondences en 2009. Finalmente, la muestra Correspondencias visuales, curada por Valeria González, reúne todas las correspondencias (Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, 2009). La totalidad del proyecto aparece también en la publicación Visual Correspondences/Correspondencias Visuales (Buenos Aires: La Marca, 2010). Una reescritura de estos fragmentos se integró a otros textos escritos por Eduardo Cadava y todos juntos se incluyeron en este último libro como un ensayo titulado “Fugitive Papers/Papeles furtivos”.

La materia de las imágenes Entrevista con Adrián Cangi

En Historia(s) del cine, Jean-Luc Godard dice que el cine no es ni un arte, ni una técnica, sino un misterio cuya naturaleza, como la del cristianismo, consiste en ser un relato, una historia, antes que una verdad histórica. El cine, como la religión, se basa en una creencia ciega, fundada tras el olvido de que el cinematógrafo es una forma que piensa y, por ello, puede resultar peligrosa para el pensador y transformadora de lo real. Pero ante la huida de los dioses, parafraseando a Godard, se extinguió el esplendor de la divinidad: “es el tiempo de la desesperación/ porque se estrecha más y más/ y tan estrecho se ha vuelto/ que ya ni siquiera es capaz/ de retener/ la ausencia de dios/ como falta”. ¿En qué consiste, entonces, la condición secular de la imagen cinematográfica, que parece jugarse entre una restauración protodivina y la redención de lo real? Godard es un provocador. Un espíritu crítico y creador en un tiempo de ignominia. Historia(s) del cine (1988-1998) es la obra de madurez donde el cineasta enfrenta la historia de su arte, de lo que podría haber sido y de lo que llegó a ser. En la obra de Godard ha habido una preocupación por las preguntas: qué es, qué significa, y cómo actúa una imagen y qué efectos producen las imágenes. En Historia(s) del cine, la misma palabra “imagen”, aunque huidiza, es provocada a comparecer. En un diálogo con Serge Daney de 1997 (“Dialogue entre Jean-Luc Godard et Serge Daney”, Cahiers du Cinéma, nº 513) dice el cineasta “soy muy sartreano: ‘el hombre es lo que hace, lo que se ha hecho de él’”. Reconozcamos esta pista cuando Godard interroga las imágenes en una civilización icónica como la nuestra. Las piensa como producto de una percepción física tanto como de una representación mental, como una oscilación entre lo imaginario y la imaginación, debido en parte a una función irrealizante de la imagen sacada a la luz por Sartre en Lo imaginario (1948). Sin embargo, no se contenta con ello al interrogar las imágenes, porque no cesa de desnudar con ironía a la sociedad que las produce y las consume. Se mueve entre Hegel y Marx desmontando los dispositivos de visibilidad y la fantasmagoría de la mercancía en un complejo industrial como el del cine. Tratándose de Godard no se puede hablar de modo abstracto, hay que hacerlo en un contexto preciso que siempre remite a una arqueología de su práctica cinematográfica y de los problemas que sus obras suscitan como materia y memoria de pensamiento. En una serie de entrevistas y mesas de prensa, en el período de realización de Historia(s) del cine, aparece la insistencia de pensar la historia de las imágenes, más allá de una semántica de la imagen, en relación con un modo de ver propio de la práctica del cine. En una entrevista de 1985 titulada “Godard in His Fifth Period” (realizada por Katherine Dieckmann) dice: “ahora me siento más cerca de las imágenes. En parte se debe al hecho de trabajar en video (…) Utilizo el video para que me ayude a ver y para trabajar mejor (…) El video me permite ver primero, y entonces puedo empezar a escribir a partir de lo que veo. Antes, primero escribía y luego dejaba que viniera la imagen”. En una entrevista capital de 1990 denominada “Entrevista a Jean-Luc Godard” (realizada por Nuria Vidal) afirma: “después de más de treinta años fabricando imágenes, uno empieza a preguntarse seriamente de dónde viene esa imagen y qué es. La religión ha surgido de las imágenes y toda imagen es religiosa. La imagen no es conquista de los católicos, de los griegos o de los chinos. La imagen nació al mismo tiempo que el hombre. Desde el momento en que el ojo vio y la mano trazó un signo, existió el sonido, y por tanto la música. En un momento determinado, los hombres se asociaron y produjeron tótems, imágenes. La idea de la religión, en su sentido amplio, está contenida en la imagen y se genera a partir de ella. El cristianismo apareció justo en el momento en que se sentía la necesidad, por decirlo en términos modernos, de poner en escena nuevas imágenes. Retornar la divinidad a lo representado. La Biblia vino después, es un texto posterior. Las cosas sucedieron y después se escribieron, se contaron y representaron. Creo que el catolicismo es la imagen, mientras que el protestantismo de Lutero es la música. La música protesta contra la imagen”.

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El que aquí habla pertenece a la tribu protestante de los Monod. Su problema vital son los actos de resistencia que permiten ampliar los márgenes en los que se dispone. Se trata de un marginal que pone orden en el mundo que lo rodea, tratando de ver si ese orden puede mostrarse sin tener que ser explicado. El rigor protestante que practica –más naturalista que religioso– lo dispone del lado de la música y no de la seducción de las imágenes. Toda su maestría está dedicada a controlar el poder de las imágenes sin descuidar la apariencia. En este sentido ha sido pensado como un crítico moral. El problema de Godard es la apariencia. A la inversa de nuestro gran cineasta Leonardo Favio, que hace uso de la magnificencia católica que transforma lo profano en actos de fe, para convertirse así en un individuo seducido por la imagen heroica, épica, confesional y autosacramental; Godard parte de la preferencia de mostrar y no de demostrar. Se trata de mostrar lo no visto como imagen del pensamiento. Deleuze tiene razón cuando piensa que Godard nunca cesa de operar una pedagogía. Conoce bien la técnica, y por esta razón, la diferencia de la estética. Su modo de ver forma parte de una filosofía de la naturaleza que entiende como su destino el de restaurar la apariencia en un mundo en el que la imagen ha sido degradada por las formas totalitarias. En una conferencia de 1989 en La Femis titulada “Le montage, la solitude, la liberté” (Godard par Godard, vol. 2) dice: “no soy cristiano, pero cuando leo en San Pablo que la imagen vendrá en el tiempo de la resurrección… pues bien, después de treinta años de montaje, empiezo a entenderlo. Para mí, el montaje es la resurrección de la vida (…) Para que haya un renacimiento, es necesario que haya un sacrificio y una muerte”. Y en 1990, en una mesa de prensa, afirma “me siento muy cerca de Francis Ponge, cuando dice que el creador es un reparador del universo”. Defender la apariencia entre la arqueología histórica y la poética como novedad y crítica, supone para el cineasta un acto de creación donde el problema consiste en restaurar y reparar. / 34 /

¿Considera Godard el montaje como un modo de creación profano o protodivino? La función del montaje es la de restaurar y reparar. Godard se dispone entre el tiempo de la “resurrección” de San Pablo y el de la “reparación” por la creación de Francis Ponge. El montaje no es sólo composición sino que hereda esta tensión histórica. De éste depende, en el vocabulario de Godard, la resurrección y reparación de la imagen. Pero no se trata, como han creído críticos y filósofos sagaces como Raymond Bellour o Jacques Rancière, de una redención religiosa o protodivina de la imagen, sino de una resurrección de la vida por la imagen o de lo real por el cine. En términos materiales, la imagen así pensada es el vehículo que permite ver lo que se ha extinguido y reparar la desaparición o el olvido del mundo. A esa función de la imagen es a la que Godard llama “redención de lo real”, para la cual el montaje no es sólo un principio técnico sino donde se juega el reparto de lo sensible y la idea del cine. En un sentido propio de las vanguardias, montar supone violentar un sistema de representación dado como reproducción de la realidad. Cerca de la Teoría estética de Adorno, Godard reconoce la ruptura que el montaje supone como procedimiento secular. El montaje trabaja con escombros de experiencia, donde lo protodivino como apariencia reconciliada con la experiencia debe romperse para aspirar al advenimiento de la novedad. Creemos que en Godard sólo es posible: o bien una negación de la síntesis, o bien una síntesis disyuntiva entre heterogéneos. No hay un sendero de reconciliación estética, aunque insista en la necesidad de una reparación de la ausencia por montaje. “Restaurar”, “reparar” y “redimir” son las palabras en cuestión. Para el cineasta, reparando se restaura y redime. Como vemos, sostiene palabras propias del profetismo del siglo XIX y de su pasión mesiánica, porque para pensar el cine como invento de aquel siglo proyectado al siglo XX, hay que considerar una mutación del pensamiento de un sentido profético a una pasión de lo real. El problema consiste en hacer ver aquello que no se ha visto o se ha ocultado por desidia o por olvido, por falta de responsabilidad histórica o por incapacidad en los modos de relación entre imágenes. El ejemplo del siglo XX gira, para Godard, sobre los campos de exterminio. Resulta bien conocido su argumento: el cine es responsable de no haber mostrado lo que allí sucedió. Los problemas de la puesta en escena y del montaje, a los que el cineasta vuelve con insistencia como procedimientos del acto de creación cinematográfico, son una “forma que piensa”, que conserva la huella documental como signo vital. Poner en escena y montar son dos maneras para hacer visible. Son dos modos de constitución de la imagen que atañe a cuestiones éticas, estéticas y políticas. Godard pone en escena para mostrar el proceso físico que hace posible la naturaleza y monta para hacer visible el espíritu como

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una forma que piensa. Como supo decir con relación a Yo te saludo, María: “intentábamos mostrar la carne y el espíritu de María (…) Hay una escena en el film en la que un profesor está hablando de la creación –el texto procede del trabajo de un físico británico– y suena, sin embargo, como algo bíblico y religioso”. Subrayo que se trata de la “resurrección” de la vida por la imagen y de la “reparación” del universo por el acto de creación cinematográfico, como procesos de una filosofía de la naturaleza que “suena” como algo bíblico y religioso. En la citada conferencia de La Femis de 1989 el cineasta agrega que “el cine dio lugar a una técnica, a un estilo o a una manera de hacer, algo que creo que en el fondo era el montaje. Lo que para mí quiere decir, ver, ver la vida”. Godard piensa entre la poética, la ciencia y la historia pero no abandona el vocabulario religioso. Insiste en que “una imagen nunca está sola, sino que llama a otra”, pero como el cine funciona al igual que el sueño, entre las imágenes hay condensación, desplazamiento y relaciones que motivan su interpretación para evaluar sus efectos. También nos recuerda que hoy en día eso que llamamos las imágenes son “conjuntos de soledad”. Tal vez esto pueda verse en forma ejemplar en Una imagen (1983) y en Naturaleza muerta (1997) de Harun Farocki. Intentamos distinguir la arqueología que lleva a Godard a coincidir con la idea de Élie Faure, expresada en El arte medieval y en La función del cine –para quien la época de las catedrales consolida el ritual festivo y la proyección de un baño de luz como funciones premonitorias del cine, aseverando que el catolicismo es la imagen que se proyecta hacia el mundo moderno desde un pasado inmemorial que se confunde con el hombre y que se consolida en la expresión arquitectónica del cristianismo organizado en el pensamiento de San Pablo–, de la pretensión como realizador de alcanzar por el cine una ciencia poética de lo natural. Ciencia poética que reside en saber mirar las cosas para formar parte de ellas. Sólo así, tal vez podamos comprender que el cine no es ni un arte, ni una técnica, sino un misterio. El misterio de la “proyección” y el de la “misa” que el cineasta no puede obviar, como el estrato secreto e inconsciente que insiste desde un fondo religioso hacia nuestra cultura icónica. En el prólogo a Cinémémoire (1987) de Pierre Braunberger, Godard dice que “el cine nunca ha existido. Sólo se ha proyectado como las palabras de San Bernardo a los pobres de la Edad Media. Así pues, el misterio. El de la proyección (…) El cine abre, muestra y acoge. Proyecta”. En un encuentro con el cineasta portugués Manoel de Oliveira en 1993, realizado por Gérard Lefort en Libération, Godard dice “los grandes artistas, los artistas son éstos, dicen primero su oración y después está la misa (…) En las películas de hoy, se celebra la misa y ya no se hace la oración (…) La crítica debe hablar de la oración, no de la misa. De la misa no se puede decir nada más”. ¿En qué consiste ese misterio que define al cine? Claro está que para Godard el misterio de la proyección y de la misa son el único auténtico milagro de aquello llamado cine. El cine se proyecta y realiza el ritual, el resto es hablar de la oración. Y eso no es otra cosa que preocuparse del saber hacer: de los procedimientos de composición y del estilo que produce los efectos sensibles. Del resto no se habla porque perdura en el misterio. Cuando éste es allanado y el acto de creación se vuelve transparente para el sentido, se arriesga el poder continuar haciendo. Por ello Godard pide un margen de indefinición. Como Blanchot, cree en ese margen donde vive lo innombrable y lo indefinible. La frase que me ha conmovido desde Vivir su vida hasta Historia(s) del cine dice “en el cine no se puede mostrar el interior (el alma), sólo se lo puede sentir, pero no es visible; si no, no sería el interior”. Godard siempre ha reconocido a Rossellini como uno de los grandes precursores de la Nouvelle vague, no sólo por su resistencia política sino por conservar el misterio en la imagen. Finalmente, sin abandonar la arqueología de la imagen religiosa, Godard reclama una imagen propia de una filosofía crítica de la naturaleza, que le permite mostrar cómo las capas de la primera son la materia inconsciente donde obran los movimientos de la segunda. De esta forma comprendemos cuando dice: “siempre he pensado que he estado haciendo filosofía, que el cine está hecho para hacer filosofía (…) El problema es que se ha privilegiado hasta tal punto el espectáculo que se ha impuesto el pensamiento del espectáculo, y no ya el pensamiento del pensamiento”. Sólo el “pensamiento del pensamiento” –única condición crítica y secular de la imagen– permite distinguir la arqueología que se vale de un vocabulario religioso, de la crítica que permite comprender aquello de lo que está hecho una imagen. Para un filósofo de

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la naturaleza cuyo problema oscila entre mostrar los signos en sus comienzos sensibles y en las redes de una lógica del sentido, no es posible hacer una genealogía de las imágenes sin una constante arqueología. Godard no es Balthus, para quien pintar es una plegaria. Se puede amar el misterio de la naturaleza sin ser religioso. El ser profundo no es lo divino sino el anonimato inmanente y material sin origen ni teleología. Sin embargo Godard cree que la imagen está hecha para preceder. Si esta función se pierde, faltaría algo. Los grandes creadores piensan por paradojas o síntesis disyuntivas. Godard reúne, para pensar las imágenes, un vocabulario religioso y otro naturalista. Pero lo único sagrado para el cineasta es la vida material de las imágenes. Encontramos puntos de conexión entre Godard y Deleuze en lo que concierne al nexo entre cine y creencia, una cierta catolicidad cara al arte de las masas. Vía Nietzsche y Artaud, Deleuze afirma: “Lo seguro es que creer ya no es creer en otro mundo, ni en un mundo transformado. Es solamente, simplemente creer en el cuerpo. (…) Necesitamos una ética o una fe, y esto hace reír a los idiotas; no es una necesidad de creer en otra cosa, sino una necesidad de creer en este mundo, del que los idiotas forman parte”. El mito presente en el cine político de un pueblo pasado, que Deleuze propone reemplazar por la fabulación de un pueblo que vendrá, ¿puede leerse como la proposición de una creencia inmanente y no mítica en el cine?

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Deleuze escapa de cualquier nihilismo pasivo que afecta a la creencia y al hábito en este mundo. Sigue el camino abierto por Nietzsche en su crítica radical al nihilismo pasivo como odio a la vida y retiro del mundo. En Imagen-tiempo se lee con fuerza la consigna “se trata de creer en este mundo”. Para ello hay que poblarlo de acciones éticas y de actos de fe inventivos. Deleuze piensa en Pascal y Kierkegaard, pero también en Nietzsche y Artaud. Conceptualiza los efectos de un pensamiento religioso en la invención de la imagen cinematográfica (Dreyer, Bresson, Rohmer, Rivette, Tarkovski, entre otros) pero también reflexiona acerca de los efectos de un pensamiento inmanente (Vigo, Ophüls, Welles, Fellini, Visconti, Cassavetes, Bene, entre otros). Claro está que su filosofía de la naturaleza no sigue el camino de buena parte del idealismo alemán, en especial de la última parte de Schelling, en sus intereses por la mitología y la revelación. Valora, sin embargo, su filosofía de la naturaleza, que invoca las relaciones entre lo orgánico y lo inorgánico, y su filosofía del arte, que indaga en los vínculos entre lo absoluto y lo singular. Deleuze se interesa en pensadores inmanentes más que en aquellos tomados por una influencia católica, por un movimiento trascendente. Sin embargo, conoce con precisión la tradición del círculo romántico católico que funde teología y alquimia en autores como Böhme, Hamman y Eckhart, porque sabe que estos autores tienen una influencia decisiva en el arte vía cierta modalidad del romanticismo que forma el espíritu de la cultura moderna de masas. Muerto Hegel en 1832, Schelling conquista la cátedra que un día ocupara Fichte y luego Hegel, con un solo objetivo: “combatir el peligro del dragón hegeliano”, que no es otro para el espíritu alemán que el de un radical racionalismo de la historia. Las obras de Schelling, editadas en su mayoría póstumamente, como Las edades del mundo, Filosofía de la revelación y Filosofía de la mitología, persiguen una concepción acerca del mito que precede a la revelación y cuyo contenido sólo podía ser comprendido por una forma de especulación positiva frente al denominado racionalismo negativo de Hegel al que se dirige Schelling. La raíz del mito presente en los linajes políticos de la formación del pueblo hay que seguirlos por los senderos de los efectos del romanticismo en el arte. El cineasta alemán Syberberg lo comprende con precisión en su obra. En especial en Hitler, un film de Alemania. Deleuze se separa de esta concepción –más allá de lo que ha querido indicar Badiou en su Pequeño tratado de inestética al pretender ligarlo a la tradición del romanticismo– para oponer a la noción de mito romántico, la de fabulación, acuñada por Bergson. En su obra ha sido crítico, tanto en el pensamiento antiguo de Lucrecio como en el moderno de Kafka, de la noción de mito. Y pensando en la Correspondencia de Kafka habla de la fabulación de un pueblo que falta, de un pueblo por venir. Su sensibilidad cinematográfica encuentra ese pueblo en el ejemplo del cineasta brasileño Glauber Rocha, que concibe lo que vendrá conjurando el mito que forma parte del mixto sensible de su obra. Deleuze no se deja seducir por los efectos de la tradición del mito romántico en el pensamiento moderno, especialmente por las ramificaciones del mito en la praxis para la acción del pensamiento dialéctico. Su pensamiento es claro: donde hay mito la razón trastabilla y la identificación emocional recurre a la ilusión. No es la posición de un purista, sino de quien intenta conjurar los efectos sensoriales de fascinación que el mito conlleva.

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Deleuze valora a Fichte por su crítica de la revelación y a Schelling por sus investigaciones sobre lo inorgánico, más que por las afecciones teológicas y míticas que pudieran filtrarse en sus pensamientos. El pensamiento ontológico, político y estético de Deleuze es inmanente, esto es: materialista y trascendental. Pensamiento que trata de conjurar la trascendencia en cualquiera de sus formas, escapando tanto de los materialismos ingenuos como de los materialismos mítico-dialécticos. Toda su obra conjura los problemas del origen y de la teleología en favor de una creencia y de un hábito inmanente, en el sentido de Hume, que valora las potencias creadoras, la comprensión de las fuerzas en juego en el plano material y la invención de novedades perceptivas y afectivas en la producción de subjetividad. En Deleuze, el pensamiento sobre la catolicidad y el dinero en el arte de masas resulta preciso. Muestra que aquellos que han defendido en el cine el espíritu han sido los grandes creadores en una industria de la ilusión, que vacía y tritura por sus relaciones con el dinero. Tal vez resulte ejemplar pensar en el gran film de Bresson L’argent, en el que el dinero afecta a los vínculos y perdura incluso en sus efectos en los espacios vacíos en los que la cámara se detiene. De Marx a Simmel, el dinero constituye el problema material y simbólico que requiere ser pensado en los procesos de producción del arte. Es lo que Kluge realiza en su obra, en especial en El Capital. Si la noción de espíritu absoluto ha sido uno de los problemas más discutidos del idealismo, y a pesar de las diferencias sustanciales respecto de la Lógica que Deleuze mantiene con Hegel, nunca deja de defender los logros del espíritu que pide lo infinito en el acto creador y la búsqueda de lo ilimitado en la interrogación filosófica. La noción de un pueblo que vendrá sólo puede ser pensada como condición inmanente y nunca mesiánica. El acto creador produce perceptos y afectos que conservan el espíritu y se resisten al abandono de lo ilimitado en el pensamiento. La idea central en la obra de Deleuze es que el acto creador no abandona el mundo y la invención de pueblos que aun no están dados sin éste. En el reparto de lo sensible, la fabulación de un pueblo que vendrá es el modo en el que Deleuze conjuga arte y política. La Filosofía ha tenido, a lo largo del siglo veinte, una relación oscilante con el cine, desde omisiones hasta críticas abiertas. Sin embargo, como insistentemente ha demostrado Gilles Deleuze en La ImagenMovimiento y La Imagen-Tiempo, los grandes autores de cine pueden compararse con grandes artistas y grandes pensadores. ¿Bajo qué condiciones formales las imágenes-movimiento y las imágenes-tiempo pueden funcionar como los conceptos para el filósofo? ¿Qué tipo de pensamiento convoca el cine? Los conceptos se componen al igual que las imágenes. Esta constituye la condición formal de identidad entre “perceptos” y “afectos” pertenecientes al ser de sensación y “conceptos” pertenecientes al ser de lo sensible. El arte crea “seres de sensación” y la filosofía compone conceptos e interroga el sintiendum propio del ser de lo sensible. No hay filosofía que no ponga en juego una imagen del pensamiento –al igual que el cine cuando construye con sus procedimientos mecanismos de pensamiento–, y con ésta, personajes conceptuales que la recorren. Para la filosofía, interrogar el ser de lo sensible supone un trabajo simultáneo de dos caras: un pensamiento sin imagen es convocado en la propia composición de los componentes trascendentales del concepto al mismo tiempo que una imagen del pensamiento encuentra su forma expresiva en un personaje conceptual. Raymond Bellour no ha dejado de ver la obra de Deleuze como una forma de la novela moderna, en la que los elementos más abstractos trascendentales alcanzan sus efectos figurativos en los personajes conceptuales que los expresan. Para Deleuze es indiscutible la horizontalidad entre lo que los artistas crean y los filósofos crean. Y lo es más aún, después de Nietzsche, para la historia de la filosofía. Imagen-movimiento e Imagen-tiempo constituyen una “historia natural” de las imágenes y los signos. Noción, la de “historia natural”, elaborada de distintos modos por Adorno y Benjamin, aunque usada con otras precisiones por Deleuze. Cada imagen se caracteriza por un régimen de signos internos tanto desde el punto de vista de su génesis como de su composición. Pero no se trata de signos lingüísticos, por ello Deleuze recurre a un lógico como Peirce. Son libros de lógica acerca de la constitución de las imágenes cinematográficas. Resulta curioso que Sartre en Lo imaginario considere todo tipo de imágenes menos las cinematográficas o que Merleau-Ponty, a quien le interesaba el cine, sólo lo confrontara con condiciones generales de la percepción. Para Deleuze, sólo Bergson en Materia y memoria tiene una gran intuición al plantear la identidad absoluta entre movimiento, materia e imagen y descubrir que el tiempo es coexistencia de todos los niveles de la duración. Por ello, estos libros de lógica se apoyan en Peirce y Bergson

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para constituirse en una lógica de la sensación, en una modalidad de las relaciones y en una intuición de la materia-luz que dura. Así como no hay concepto sin rúbrica, del mismo modo no hay imágenes sin actos de creación de autor. Pero no se puede considerar qué tipo de pensamiento convoca un autor sin recorrer el conjunto de su obra que siempre excede su conciencia. Deleuze, al igual que Godard, dice que “no hay sólo una imagen. Lo que cuenta es la relación entre imágenes”. De esta relación es posible decir que la imagen se convierte en pensamiento o, mejor aún, que la relación es capaz de expresar los mecanismos del pensamiento en un lenguaje analógico (modulación) o numérico (síntesis). Pero en esta concepción la cámara será inseparable de la función de un ojo mental capaz de relaciones mentales. Del tapiz de relaciones de Hitchcock a la tensión entre lo visible, lo legible y lo decible de Godard, sólo importa retener que el cine se sirve de cualquier medio para pensar con imágenes, que para el filósofo se constituyen en “perceptos” y “afectos”. Es decir, modos estilísticos del pensamiento en un oficio del arte. La única pretensión del cine, según Deleuze, es la de exponer la heterogeneidad del pensar según la diferencia de los modos estilísticos y según las preguntas: cómo introducir el movimiento en el pensamiento y cómo producir lo abierto en la imagen, que siempre resulta ser el tiempo. De forma genética, Deleuze dice, pensando en Kant, que el cine inventa bloques de movimiento-duración antes que historias y que ésta es la tarea singular del acto de creación de un cineasta aunque aparezca oculta en la hojarasca del proceso de formación de las imágenes y de las historias.

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Por su parte, Godard percibe un tiempo de desapariciones y de nostalgia de la función artística, mientras Deleuze aún cree en un acto de resistencia que proviene del proceso de formación de la imagen en identidad con la materia. Por ello el cine –que para Godard es la última manifestación del arte en identidad con la ciencia–, para Deleuze es la más potente creación contemporánea de espacio-tiempo en el que los modos más logrados de este arte técnico pueden concebir la identidad entre la materia y la luz. Es en esta identidad en la que el pensamiento en el cine es fabricado y expresado. La mayoría de las veces se trata de una orientación involuntaria para el propio realizador. Pero al final eso poco importa si se trata de poblar el mundo de actos de creación como verdaderos actos de fe en la invención continua de la vida que no cesa de recrearse más allá de los sujetos que la expresan. Godard siempre vio al cine entre el milagro y la prostitución (“el cine es una puta y se le hace decir lo que uno quiere”), mientras Deleuze lo percibe como una reserva de procedimientos y gestos capaces de ensanchar el régimen de la apariencia. Poco le interesa el pesimismo o el vocabulario religioso de Godard, aunque valora su práctica de pensamiento que le resulta constituyente de un proceso de fabricación estilístico de la imagen. Para Deleuze los actos de creación de los grandes cineastas son capaces de expresar los mecanismos del pensamiento, en los que la imagen se constituye en pensamiento mientras la cámara asume funciones proposicionales. El cine piensa, o bien cuando constituye una relación sujeto/objeto bajo lógicas naturalistas o realistas correspondientes a los grandes géneros, disponiendo de la simultaneidad de las imágenes-movimiento (percepción, afección, pulsión, acción) compuestas mediante el montaje en un régimen sensorial y motriz; o bien cuando la descripción ha sustituido al objeto e incluso ha excedido al sujeto como centro perceptivo, enfrentándonos a situaciones ópticas y sonoras llamadas “puras”, donde no son únicamente la acción y las formas narrativas las que organizan lo sensible sino que las percepciones y afecciones cambian de naturaleza desarticulando las imágenes-movimiento y recreando un espacio inconexo o vacío propio de la formación de imágenes-tiempo (sueño, memoria, cristal, cuerpo, pensamiento). La imagen-movimiento expresa un pensamiento articulado en un equilibrio de las facultades, en el que las percepciones se vinculan a las acciones y se prolongan en acciones para elevar la situación en la que actúan personajes en un duelo en el que se dirime el valor del mundo. La imagen-tiempo expresa un pensamiento marcado por una experiencia excesiva, ora dolorosa ora bella, en la que la prolongación sensorial y motriz se rompe impidiendo la reacción para expandir la descripción de percepciones muchas veces intolerables para quienes las viven. O bien vemos el espacio continuo del prolongamiento del par percepción-acción, o bien el espacio inconexo de un prolongamiento laxo o roto, aunque el movimiento persista, que revela los estratos de tiempo o una imagen-tiempo directa. Lo que cuenta para Deleuze, como forma específica de pensamiento cinematográfico, es que entre Imagen-movimiento e Imagen-tiempo las relaciones entre tiempo y movimiento se han invertido. El tiempo ya no deriva de la composición de las imágenes-movimiento sino que el movimiento se deriva del tiempo. El montaje no desaparece como la

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gran matriz de relación del pensamiento en la mayoría de los casos aunque cambie de sentido, lo visible acentúa su carácter legible y la imagen ya no piensa por representación articulada de las facultades sino que lo hace por exceso, ruptura y anomalía. Los grandes cineastas trabajan con los medios de que disponen hasta crear con sus ideas cinematográficas nuevos instrumentos, pero aquello que nos importa señalar no es sólo un problema técnico sino una transformación perceptiva e incluso cerebral en que la imagen luminosa o visible se proyecta volviendo al ojo pantalla. De la conciencia cámara al ojo pantalla, la imagen mental y proposicional de la cámara se ha vuelto legible expresando relaciones mentales en la superficie proyectada. Al igual que la filosofía, el cine ha querido introducir el movimiento en el pensamiento y hacer visible la duración del pensamiento. Y lo ha logrado, en tanto que ha conseguido que el pensamiento se introduzca y se constituya en la imagen. Por ello Deleuze cree que críticos como Bazin o Daney entre otros, se convierten en filósofos desde el momento en que proponen una estética del cine o una filosofía de las imágenes. Cuando los críticos forman conceptos solo aplicables al cine, aunque en resonancia con otros dominios, el pensamiento del cineasta expresado en el ser de sensación creado por el film, se vuelve un pensamiento con cualidades filosóficas propias que difieren de las cualidades cinematográficas, en tanto que el concepto no estaba dado en la obra de antemano sino que hubo que fabricarlo y componerlo. Para Deleuze el pensamiento del cine excede a la narración, que es sólo consecuencia de los movimientos y tiempos de la imagen. Vale decir que si el movimiento se regula mediante un esquema sensorial y motriz con un personaje que reacciona ante una situación tendremos una historia; si, por el contrario, el esquema se desploma en provecho de movimientos discordantes con un personaje que más que reaccionar es excedido perceptivamente ante una situación tendremos restos de historias orientadas por devenires impredecibles. El dominio del tiempo produce nuevos personajes sobrepasados por algo demasiado bello como en Rossellini (Stromboli), por algo demasiado horrible como en Welles (La dama de Shanghai) o por algo irresoluble producido por un shock como en Antonioni (El desierto rojo). Sin embargo, elijo pensar en estos ejemplos, y no en El año pasado en Marienbad de Resnais o en El hombre que miente de Robbe-Grillet, porque en los considerados en primer lugar persisten matrices y modos narrativos clásicos. El filósofo advierte que el arte enseña a evitar la aplicación de conceptos ya formados como si estos fueran universales a cualquier dominio. Se trata de comprender que los conceptos no preexisten a una práctica expresiva y que sólo en un sentido restringido pueden entrar en resonancia con otros dominios. Puede decirse que un cine es cerebral como es Resnais o corporal como en Cassavetes, porque los estratos del cine de Resnais instalan circuitos cerebrales mientras que los de Cassavetes, gestos corporales. Esto quiere decir que amplían nuestra sensación y conciencia de lo que entendíamos por cerebro y cuerpo. Pero también es cierto que las formas de la creación de la imagen nos enfrentan a circuitos preestablecidos cuya función no es transformar sino apenas consumar los clichés del mundo. Deleuze afirma que el nuevo régimen de la imagen (la imagen-tiempo) ya no presupone, desde la descripción, una realidad, ni remite, desde la narración, a una forma de lo verdadero. Lo único que queda es el cuerpo descentrado, su potencia, sus fuerzas: el devenir. ¿Cómo puede ser captado por el cine?; ¿qué poéticas del cuerpo en el cine habilitan la ruptura del nexo sensoriomotor y del vínculo del hombre con el mundo?; ¿cuál es el destino de las figuraciones? Recordamos la fórmula que Deleuze enuncia para el cine –y que es posible extender a otras artes–: “corresponde al arte trazar en él nuevas vías de actualización de conexiones y desconexiones cerebrales”. Esta idea es propia de un nuevo régimen de la imagen. Como ejemplo, la diferencia entre Resnais y Godard respecto de la creación cerebral reside en que sus modos estilísticos utilizan un mismo dispositivo con procedimientos singulares que permiten distintas orientaciones espacio-temporales, pero ante todo una aguda toma de partido por una experiencia temporal del cerebro y del cuerpo. Resulta esclarecedor cuando Deleuze desmantela el concepto de “imaginario” elaborado por Sartre, por considerarlo inadecuado para pensar la imagen cinematográfica del cine moderno, y por extensión, la imagen en su aparecer en una civilización de la comunicación virtual. Noción, la de imaginario, que no responde a los actos de creación del cine moderno de Ophüls, Renoir, Fellini, Visconti, Welles, Tarkovski,

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Resnais, Robbe-Grillet, Godard, Zanussi, entre otros. El concepto de imaginario es reemplazado, no sin relaciones, por el de “imagen-cristal”. Concepto acuñado por Deleuze en homenaje filosófico a Bergson (y tal vez deba ser pensado como retorno crítico de la historia a la forma en la que Sartre somete a Bergson), y a través del cual logra desmantelar la distinción entre lo real y lo irreal, lo verdadero y lo falso, como los dos pares con los que Sartre construye la noción. Son los cineastas modernos de la “indiscernibilidad” cristalina de las imágenes temporales los que le permiten a Deleuze acuñar esta noción que, emergiendo del cine, transforma integralmente su imagen del pensamiento. La imagen-cristal nace en homenaje cinematográfico a Welles, Resnais y Robbe-Grillet. Lo imaginario es demasiado indeterminado para pensar la producción de estos cineastas, mientras la imagen-cristal permite condiciones rigurosas de acuerdo a sus elementos componentes, referidos a un triple circuito a considerar: actual/virtual, nítido/opaco, germen/medio. Tal circuito permite comprender la composición de la imagen-tiempo y, a su vez, mantener una relación con lo incondicionado que es el tiempo en sí. De esta manera, Deleuze sostiene que lo imaginario apenas alcanza para definir un régimen orgánico de las imágenes, en tanto que un régimen cristalino expresa el poder del devenir que abandona, como quería Nietzsche, el modelo de la verdad, demasiado restringido para pensar la potencia vital inorgánica del tiempo en los actos de creación humanos de lo nuevo.

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Como decíamos, la narración clásica de la continuidad espacial y sensoriomotriz deja paso a la experimentación de la descripción cristalina de un espacio discontinuo y de un movimiento aberrante, en el que la tarea del cine es la de presentar cuerpos descentrados por las fuerzas que lo atraviesan y por la impasibilidad del tiempo. Cada uno de los cineastas citados por Deleuze para pensar el tiempo, trae a la presencia una poética del cuerpo que no avanza en el mundo sin la tensión ineludible de memoria y olvido, de identidad y diferencia, de historia y devenir. Aquello que importa comprender es que la propia noción de “figura” se modifica completamente. Los procesos de formación de una imagen temporal son propensos a funcionar por metamorfosis y cortes irracionales de la continuidad narrativa, lo cual prepara una conciencia ligada a lo abierto, al azar y a las relaciones con el instante. El corte irracional abre paso al intervalo que, de Vertov a Godard, se constituye en el entre-lugar heurístico e intuitivo de las conexiones entre imágenes y en la preparación para que un mismo cuerpo se presente bajo distintos regímenes heterogéneos de la sensación como en Buñuel (Belle de jour), bajo distintos modos de la afección como en Cassavetes (Faces), bajo distintas formas de la experiencia física y metafísica de la percepción como en Herzog (Woyzeck). La imagen del cuerpo se divide en distintas maneras de su aparecer poniendo en crisis cualquier noción de identidad. Más aún, cuando el cuerpo incorpora la variación continua por efecto de las fuerzas que lo afectan, hace pensar en un principio de desfiguración de la apariencia y de la identidad. Todo un linaje del cine contemporáneo que se desarrolla en Oriente saca partido de estas nuevas poéticas del cuerpo abiertas por el cine moderno. Vale pensar en Apichatpong Weerasethakul, Tsai Ming Liang, Hou Hsiao-Hsien, Naomi Kawase, entre otros, que alcanzan para entender una transformación sin precedentes de la noción de cuerpo y de figura. En varios pasajes cinematográficos y textuales, Godard podría ser leído a la luz de la Dialéctica negativa de Theodor Adorno, tanto por alejarse de la búsqueda de un sentido superador (como ocurría con el montaje dialéctico eisensteniano) como por preguntarse acerca del abandono de la función referencial de las imágenes: el cine es un pensamiento que forma y una forma que piensa, enfatiza el autor de Historia(s) del cine. La posición estética de la Teoría Crítica de Adorno, sin embargo, sostenía la distancia como condición del arte. El cine, en este sentido, que no puede sustraerse de las tensiones entre opacidad y transparencia, discontinuidad y continuidad, deconstrucción y representación, vanguardia y realismo, ¿necesariamente promueve la complicidad ideológica que conduce a la aceptación irrevocable de la realidad? Más aún: ¿qué sentido cobra el discurso cinematográfico, en tanto complejo sistema de representación, cuando hoy tiende a imponerse en el mundo entero aquello que Guy Debord, en una revisión de su clásico ensayo sobre La sociedad del espectáculo, ha llamado “lo espectacular integrado”, que cuarenta años antes Adorno y Horkheimer habían identificado como las características totalitaristas de la industria cultural? La Dialéctica negativa de Adorno marca la supresión de la Aufhebung creando una dialéctica en suspenso, heredada de Benjamin, para ser justos, tanto como el abandono de la función referencial de las imágenes. El problema de fondo consiste en defender la apariencia del mundo reclamando la aparición de lo nuevo

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sin dejar de conjurar las condiciones totalitarias de la industria cultural. Tal es el núcleo de la Teoría estética que reúne arte y política en una matriz dialéctica de manera inseparable. Sin dudas, Godard podría ser leído en clave de la Dialéctica negativa y de la Teoría estética de Adorno, pero hay suficientes elementos en la obra Historia(s) del cine que lo conectan con Bergson y Deleuze. Incluso citas y declaraciones en relación con estos autores. En 1988, en Liberatión, Godard dice “la televisión es nuestro propietario, nuestro dueño, nuestro príncipe. Somos campesinos y tenemos que entregar la cosecha al príncipe”. Frase cercana a la crítica de Adorno y Horkheimer a la industria cultural. El nacimiento de las técnicas industriales durante el siglo XIX, de las que el cine finalmente formará parte poco más tarde, contienen en germen la estupidez señalada por Flaubert, del mismo modo que lo espectacular integrado de la sociedad del espectáculo modela el embrutecimiento general indicado por Debord: ambos pensamientos poseen una misma insistencia en Godard. Se trata de una crítica a los nuevos formatos de la imagen del pensamiento en manos políticas. En 1990, en una rueda de prensa, dice: “en todos los países del mundo, la televisión está en manos de los políticos. Y, ahora, los políticos se ocupan de fabricar un nuevo formato de imagen (lo que llaman ‘alta definición’), un formato que, por el momento, nadie necesita. Es la primera vez en la historia que las altas instancias políticas se encargan de decir: veréis las imágenes en este formato”. Un nuevo formato de imagen se une al proyecto de una TV que produce una cultura destinada a fabricar olvido no sólo a nivel de los contenidos sino, fundamentalmente, en el de las lógicas formales y sensoriales. Esta crítica al entretenimiento, propia de Adorno o de Deleuze, opera vivamente en el pensamiento de Godard. También en 1990, en unas declaraciones tituladas “La télévision fabrique de l’oubli”, afirma que “la televisión fabrica olvido mientras que el cine fabrica recuerdos (…) Hay un hombre demente de cultura que no ha sido saciado y que se ha visto apropiado por la televisión. La TV se creó para eso”. La idea de Debord de lo “espectacular integrado”, tan valorada por Godard, parte de la crítica que el propio cineasta realiza a la lógica cultural integrada estadounidense, que tiene su centro en la “network” televisiva y en la expansión en la “red de redes” de la industria de la comunicación. Godard parte de la idea de que el cine es un arte de resistencia: una “forma que piensa” y un “pensamiento que forma”. Idea en homenaje a Pasolini que no permite concebir la imagen como una forma predeterminada. La sensibilidad crítica de Adorno y Horkheimer vive en el pensamiento de Godard, pero no habría que olvidar que en La dialéctica del iluminismo nunca pudieron reconocer a Welles, a quien confunden como cómplice ideológico de los modos de producción y representación dominantes. Godard critica un modo de producción totalitario pero sin desconocer lo actos de resistencia singulares capaces de abrir nuevas percepciones. En un sentido tanto estético como político, el modo de interrogación de Godard afirma la excepción singular que critica las formas “dementes de la cultura” homogeneizada. Sin embargo, no es un pensador dialéctico en el sentido de Hegel o de Adorno, aunque no los desconoce ni cesa de invocarlos. Es un creador de intervalos que funcionan por asociación irracional, deconstrucción de la función referencial y analogía de la imagen no representativa. A mi juicio este movimiento es afirmativo y crítico, más cercano a la crítica alegórica de Benjamin y a la crítica de la representación de Deleuze. Sin embargo, en favor de una lectura cercana a la Dialéctica negativa, diré que Godard sustrae cuando afirma. En su pensamiento se conjuga a la manera de Melville “preferiría no…” y a la manera de Flaubert “preferiría sí…”. Esta preferencia es paradojal y no dialéctica: niega y afirma simultáneamente, desmoronando cualquier pathos y complicidad de la imagen con el espectador y el mercado. En una entrevista, manifestabas que, frente a las tres tesis fuertes del cine latinoamericano (“la primera, la del llamado cine de mercado, el cine industrial; la segunda, la del cine de autor y la tercera, la del cine experimental, que tiene dos caras: el cine experimental político y el cine experimental como radicalidad de la expresión”), optabas por “un cuarto lugar todavía por crearse, que es hacerse cargo de una excepcionalidad en el mercado, de una colectividad frente al autor”, ¿qué potencia política se encuentra en el devenir de esta colectividad? O dicho de otra forma, ¿qué consecuencias tiene para el cine –y para las artes en general– la disolución de la noción de autor? ¿Qué es lo que se toma en cuenta para dirimir las responsabilidades estéticas de las películas, siendo el cine un arte colaborativo?

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Vivimos en un tiempo en el que simultáneamente se reclama la disolución de la noción de autor y su más enfática restauración. El drama del tiempo en el que nos toca vivir enaltece la personalidad, muchas veces genial, pero la mayoría de las veces, vana. La primera responsabilidad ética en el presente no es avivar la vanidad de la firma de autor como pretensión subjetiva de un punto de vista original. Esta pretensión esconde un narcisismo repugnante que emerge en los actores de la cultura –filósofos, políticos, artistas– como etiqueta grotesca. Los actores de la cultura parecen más ávidos de reconocimiento que sabios de oficio, encantados por una socialización estetizante que por una producción de seres de sensación. Los artistas contemporáneos hacen gala de este desborde. La “firma” se ha convertido en un argumento determinante en el mercado para consagrar al autor y su mercancía. Pero si recorremos el movimiento del siglo XIX al XX, las obras en colaboración han resultado determinantes de una colectividad excepcional: Marx y Engels, Adorno y Horkheimer, Deleuze y Guattari, para señalar sólo algunos filósofos que emprendieron la potencia de escritura como colectividad. Lo hicieron de distintos modos, pero siempre valorando la experimentación, expresión y composición, más allá del sujeto individualista que expone la personalidad. Se trata de comprender en el presente la necesidad de una política crítica respecto de la firma, de la noción de autor y del pensamiento de sujeto de la expresión, sobre todo cuando se nos dice: ¡este es el tiempo del sujeto!, ¡que salga el autor!

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Prefiero las búsquedas de lo anónimo que entran en común con lo singular. Se trata de ir hacia el otro. Tal vez esta sea la más potente crítica frente al mercado que regula la homogeneidad y enaltece la personalidad. Godard señala que la noción de autor en el cine supo ser una estrategia política para proteger, en un arte colectivo, el lenguaje específico del director. Se trataba de aprender de la experiencia de Stroheim por sus padecimientos frente a la industria, pero también de la autonomía de Flaherty y su distancia productiva frente a ésta. Sin embargo, Godard reconoce que la noción de autor acuñada en el cine en la década del ‘60 se vuelve contra la Nouvelle vague. En tanto que el mercado del cine encasilla sus producciones y margina la circulación y exhibición de sus obras. Reclamar la colectividad frente al autor, en los procesos de creación, supone valorar un esfuerzo más para escapar del largo camino que desde el Renacimiento nos empuja hasta el presente. ¡Cuánta vanidad la de esta constante pretensión de originalidad en un tiempo de olvido de los oficios! Sólo miremos a los grandes artistas: Cézanne nunca buscó ser original, Beckett se sustrajo de tal pretensión. Los pintores y escritores que han buscado expresar el mundo, más que a ellos mismos, se adentraron en una humildad ética, que constituye un acto de fe en este mundo y una sustracción del sujeto como centro de la escena. Con Warhol consolidamos el aprendizaje de lo que se finge ser al servicio del espectáculo de la personalidad. Lo contrario de lo que enuncia Nietzsche, donde una máscara es la potencia viva del acto de falsificación artístico, la impersonal renovación del mundo como única verdad. Encuentro esta lógica en Beuys. Los grandes creadores tienen nostalgia de su arte y saben que el cuidado de sus lenguajes no depende de la expresión de la personalidad. Pienso en las manzanas de Cézanne o en la sintaxis agotada de Beckett. Nunca buscaron ser originales y no hubo modo de que no lo fueran. La humildad de la expresión colectiva frente al autor me lleva a pensar en la pintura de Balthus y en la literatura de Klossowski, intempestivos a las pretensiones de novedad y adecuación de su tiempo. La potencia política de la colectividad creadora frente al autor valora el encuentro entre lo singular y lo común, que reúne el saber hacer del oficio, el gesto de estilo y la técnica como materiales que desbordan cualquier control individual. El magnífico savoir-faire no puede ser remplazado por la idea de un intelectualismo seco, que se pretende conceptual, y que cree que la visión personal y la profesional resultan el lugar más alto en las esferas inventivas. Los colectivos y los grupos emergen como acontecimientos de crisis políticas y estéticas. Siempre pensamos en el cine en la potencia del grupo Dziga Vertov, entre otros. Cada momento histórico y esfera local exige al grupo una responsabilidad ineludible. Aquella de la que formo parte en los actos de creación y realización colectivos en el arte cinematográfico, videográfico y fotográfico, esgrime como consigna que se trata de “dar a ver” en lugar de “orientar una lectura”. La alteridad vista no merece ser ni moralizada ni presentada de modo exótico, sino mostrada con la

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distancia justa y la supresión de la opinión como teatro del juicio. Cuando logramos colectivamente “dar a ver” más que satisfacer “lo visual” del funcionamiento de nuestro tiempo, el arte que practicamos roza lo común de un pueblo que aún falta… En este sentido siempre pensé la práctica intelectual y del cine de forma cercana a Glauber Rocha: conjurando tanto el mito como el exotismo, el saber no apropiado como el sentimentalismo. Del mismo modo, creo que este es el camino abierto para una filosofía local y consistente, nunca abstracta ni universal. Como Godard creo que “Vigo es lo mismo que Beckett”. Filman y escriben tocando de distintos modos el nervio de la experimentación, sin dejar de elaborar sutilezas en el lenguaje de su arte. Este es el gran compromiso y responsabilidad por el cual tenemos nostalgia de una tradición y creemos que merece ser encarnada, más allá de la noción de autor y comprometida con los problemas colectivos, como desafío de un arte crítico del presente. Abogamos por un tiempo en el que el autor retorne a la escena de la creación con la suficiente autocrítica para volverse sensible al descentramiento del sujeto

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LES BARBARES : HUMANOS ENTRE LA PRECARIEDAD Y LA REVUELTA

Alicia Naput

LA ÍNDOLE DE LA MIRADA. LO QUE SE BUSCA ¿Cómo vamos hacia las imágenes? ¿Cuál es la escucha que disponemos? Perseguimos unos saberes involucrados en la acción y la recepción sensible del mundo, que nos inclinamos a denominar saberes prácticos, los que constituirían un sentido común, del que participaría el cine –según Stanley Cavell– como parte de la poesía de lo ordinario. Sentido común, en común (y nos gustaría agregar: y libre a la vez), en el que se nos ofrece la posibilidad de auto-educarnos como humanos, en la compañía, en la confianza y en la autolimitación. O lo que es lo mismo, en la aceptación de la mutua fragilidad e interdependencia. Allí la confianza no emerge de la auto-percepción de la soberanía del yo, sino de la sensibilidad de una fragilidad que nos abisma y nos lanza hacia lxs otros. Impulso hacia el otro que no es de suyo amigable y por naturaleza altruista, ni tampoco inevitablemente competitivo y depredador. Al respecto expresa Judith Butler en diálogo con Lévinas: “El Otro es el único ser que puedo querer matar. Puedo querer. El triunfo de ese poder es su derrota como poder. En el mismo momento en que mi poder de matar se realiza, el otro se ha escapado (...). No lo he mirado a la cara, no me he encontrado en su rostro. La tentación de una negación total (...) es la presencia del rostro. Estar en relación con el otro cara a cara es ser incapaz de matar. Esta es también la situación discursiva” (Lévinas, “Ensayos para pensar el otro”). Y continúa Butler: “el Otro nos habla, nos demanda, antes de que asumamos el lenguaje por nuestra cuenta. Podemos concluir entonces que somos capaces de hacer uso del lenguaje con la condición de la apelación. Es en este sentido que el otro es condición del discurso”. Y apunta dos preguntas claves: “¿Por qué la incapacidad de matar debería ser la situación de discurso? ¿O se trata más bien de que es la ambivalencia entre el temor por la propia vida y la angustia por volverse un asesino lo que constituye la situación discursiva?” (Butler, 2006: 175). La conciencia de esa ambivalencia, que coincide con la de la propia vulnerabilidad y la del otro, constituye la situación discursiva porque nos aleja del solipsismo y de las ilusiones narcisistas, y nos vuelve necesariamente responsables. Desde esa inquietud por el reconocimiento de la mutua vulnerabilidad como constitutiva de la situación discursiva, el cine –deseamos sostener– se vuelve objeto ineludible de la formación humana en tanto experiencia compartida del visionado y la interpretación. Escritura de una experiencia singular del mundo contemporáneo que condensa en ella la densidad conflictiva de ese mundo. Mundo visto, hecho de contaminaciones, yuxtaposiciones, interpenetraciones (interpretaciones) de los registros imaginario y simbólico en las fronteras de lo real (amenaza e incitación). Nos mueve, entonces, una cinefilia que busca en el cine una relación con el mundo a través de él. Nos interesan los films como puestas en escena de las preguntas de/ por la existencia humana contemporánea; su escritura-producción y su potencial circulación como formas de experimentar “de nuevo” el mundo compartido y en litigio. Y especialmente aquella condición del cine que subrayaba lúcidamente Stanley Cavell (1999: 24): “existe en estado filosófico: es inherentemente auto reflexivo, se tiene a sí mismo como parte inevitable de su ansia de especulación”. El cine, objeto y herramienta de pensamiento del presente en tanto insufla sobre sus temas una reflexión inherente sobre sí mismos, una participación mutua de los objetos y sus proyecciones, un pensar acerca de los objetos y el punto de vista.

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EL FILM Pensaremos el cortometraje Les barbares (2010) de Jean G. Périot [1] al amparo de la pregunta: ¿qué hace política allí? Se trata de preguntar, en términos de Jacques Rancière (2006), “por las alteraciones producidas por actos de subjetivación política, más que por las formas de consistencia de los grupos que las producen. Considerar la acción política en términos de escenarios: de distribución y de redistribución de las posiciones, de configuración y de reconfiguración de un paisaje de lo común y de lo separado, de lo posible y de lo imposible”. De algún modo lo responde Brossat en la cita final del cortometraje: “Si la política está llamada a retornar, no será sino del lado de los salvajes, de los impresentables; desde donde se eleva el sordo rumor, donde apenas se distingue el gruñido: ‘Nosotros el pueblo, nosotros los bárbaros’”.

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Sin embargo, nos interesa focalizar la puesta en visibilidad de esa pregunta en el montaje de miradas que construye Périot. Queremos sostener que Los bárbaros se construye como una “crítica de la violencia” en tanto interroga la representabilidad de la vida como tal (Butler, 2010: 80). Retomamos la pregunta de Butler: ¿Qué permite a una vida volverse visible en su precariedad y en su necesidad de cobijo y qué es lo que nos impide ver o comprender ciertas vidas de esta manera? [2]. Se trata de no olvidar que la pregunta política involucra y excede al film en particular (y al cine en general) y exige, por ello, un tratamiento que penetre la puesta en visibilidad y la construcción narrativa fílmica a sabiendas de que pensamiento teórico y expresiones del arte no admiten diálogos sin interferencias y disonancias, ni traducción sin resto. Más allá de la visibilidad de la revuelta, de las imágenes de la resistencia, interesa cómo Périot cuestiona el espacio de la representabilidad contaminando los espacios diferenciales de visibilidad dispuestos por los medios de comunicación. Hay una política de la representación que dispone dos espacios diferenciales y jerárquicos: el de los modelos fotografiables de la civilización y el de la amenaza social, el de los bárbaros. La crítica a esa política de la representación se dispone interpelando la referencialidad de las imágenes (la representación del mundo) y la mirada de los espectadores. Ello se encarna en un montaje que va revelando como en capas las fotografías de los notables, de los presentables, superponiéndolas aceleradamente entre sí, hasta verse contaminadas por las casi imperceptibles instantáneas de los bárbaros. Las imágenes de la representación son las de los que miran a cámara, las de los que posan para las fotos, los representantes exitosos del orden existente. Alegres y tiesos… pero también amenazados. El espacio de la transparencia representativa se contamina progresivamente, mientras revela su vaciedad. El montaje que superpone las poses de las fotografías remitiéndolas unas a otras, revela la impostura. Pero además acusa: ¿qué miran? Pues, la muestra sostenida de unas representaciones fotográficas en las que se espeja la ciudadanía tolerante. Como si se denunciara que el baño tibio de la ética, que disuelve el carácter litigante de la política, necesita su iconografía. Allí la civilización y la barbarie tienen lugares diferenciados, se cercan. Pero luego esos lugares se penetran, se contaminan y, sobre el final, el avance del fuego invadiendo el plano –en el paisaje de la revuelta nocturna– es el signo de la amenaza cumplida. Una idea de espacio que se quema es lo que queda. ¿Qué se ofrece a la mirada? ¿Qué se da a pensar?

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Que los marcos de las fotografías construyen un horizonte de visibilidad a la vez que ciegan, disponiendo una comprensión del mundo, una sensibilidad que distribuye espacios diferenciales para las vidas humanas. Que la pantalla no es un marco como el del cuadro pictórico, sino un recorte que sólo deja percibir una parte del acontecimiento, anunciando lo que se mantiene fuera de campo, a reserva de visibilidad. El dispositivo exhibe, así, esta propiedad de recorte, y denuncia que la historia, como posibilidad, está fuera y reclama acción y escucha más que expectación. El trabajo de re-enmarcado por superposición y contaminación que lleva adelante Périot en este cortometraje actualiza una política de la mirada que encarna la aceptación de la idea de que nuestra supervivencia depende, no de la vigilancia y la defensa de una frontera (social, étnica, nacional), sino del reconocimiento de nuestra estrecha relación con los demás, de nuestra mutua vulnerabilidad (Butler, 2010: 82). Pensando con Rancière, podríamos decir que la política –aquella en la que los que no tienen derecho a ser contados como seres parlantes suspenden la armonía del orden policial por el simple hecho de actualizar la contingencia de la igualdad– es la escena invisible allí; la que, sin embargo, se promete intuitivamente en la música que contrapuntea las instantáneas de la revuelta. De inmediato la promesa se sabe insuficiente, precisamos aguzar el oído para escuchar las voces de lo que irrumpe, distinguir lo que se articula en el grito sagrado de los que se sacuden la humillación, en definitiva, hablar de nuevo, inaugurar ese espacio otro entre humanos. Pero el oído falla… y en lugar de la ansiada polifonía, zumba insidiosamente detrás de la oreja la ironía kafkiana: “…sólo la Gran Muralla proporcionaría por primera vez en la historia de la humanidad cimientos seguros para una nueva Torre de Babel. Por lo tanto, primero la Muralla y luego la torre. [Sin embargo] la naturaleza humana, esencialmente mutable, no puede soportar ninguna restricción; si se ata a sí misma, pronto empieza a desgarrar localmente sus lazos, hasta que hace pedazos todo, la muralla, los lazos y a sí misma” (Bloom, 1995: 195). Conocemos cómo el Leviatan promete conjurar esa escena autodestructiva: heteronomía y subordinación al servicio de la seguridad individual, inspirada en el miedo. Hemos advertido también su fracaso para remediar la violencia y la infelicidad humanas. Por eso, nos decimos, es posible desear y apostar intensamente a una escena invisible en la que la humanidad se reinventa democráticamente (una y otra vez), en el reconocimiento de los que resisten, articulando un habla aún desconocida. Esa escena necesita reanimar el mundo sensorial en común –ejercitando la libertad en conjunción con la igualdad– y una democracia sensible. Ella reclama la (activa y sistemática) deconstrucción de los dispositivos que producen apatía ante el dolor de los demás. Les barbares, cuya interpretación hemos compartido –punto de vista documentado de la realidad [3], más que film documental– encarna esa acción deconstructiva, contribuyendo a transformar el mapa de lo perceptible, interrogando los marcos de la representación, creando nuevas distancias con las configuraciones existentes de lo dado. En este sentido, constituye un aporte (una apuesta) a una educación sensible que redefina tolerancias e intolerancias, que proponga la sospecha del mundo visto e inquiete la acción en pos de la invención de Humanidad

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NOTAS [1] Jean Gabriel Périot es un joven cineasta francés cuyos trabajos fílmicos interrogan, desde las formas de construcción de la memoria histórica hasta la índole de la biografía personal, las potencialidades y los límites de los soportes visibles. En todos los casos se asume la politicidad de esa interpelación, tanto en el reconocimiento de las relaciones de poder constitutivas de la vida personal y social, como en su apuesta a la deliberación. El cortometraje que aquí compartimos y otros trabajos suyos pueden verse en: http://www.jgperiot.net/FILMS/ COURTSMETRAGES.htm [2] El nombre del film, Les barbares, constituye una provocación-incitación a pensar la relación entre clasificaciones, espacios diferenciales y economía del sufrimiento. La civilización dispone (más o menos exitosamente) de unas estrategias de integración y, con ellas, de un repertorio de justificaciones y resguardos afectivos (históricos) para no empatizar con el sufrimiento de quienes amenazan el orden cultural. [3] En el sentido que evocaba Jean Vigo en À propos de Nice:“proveer al cine de un tema que suscite interés, de un tema que coma carne (...)”.

BIBLIOGRAFÍA

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Bloom, H. (1995): “El Edén y después” en El libro de J, Barcelona, Interzona. Traducción del inglés a cargo de Marcelo Cohen, revisión a cargo de Nora Catelli. Butler, J. (2006): “Vida precaria” en Vidas precarias. El poder del duelo y la violencia, Buenos Aires, Paidós. Butler, J. (2010): “Capacidad de supervivencia, vulnerabilidad, afecto” en Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Buenos Aires, Paidós. Cavell, S. (1999): La búsqueda de la felicidad, Barcelona, Paidós. Rancière, J. (2003): « L’altérité des images » en Le destin des images, Paris, La Fabrique éditions. Rancière, J. (2006): “El método de la igualdad”. Conferencia de cierre del Coloquio de Cerisy: La filosofía desplazada en torno a Jacques Rancière. Traducción de la trascripción realizada por Graciela Frigerio para el Doctorado en Educación, Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de Entre Ríos, agosto de 2007. Vigo, J. (1989): “El punto de vista documental. A propósito de Niza” en Textos y Manifiestos del cine, Romaguera Ramió y Alsina Thevenet (eds.), Madrid, Cátedra.

Imemorial

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PSICOANÁLISIS, POLÍTICA Y DEMOCRACIA: INCIDENCIAS DE UNA “IZQUIERDA LACANIANA” Omar Acha

Abordaré los aspectos a mi juicio centrales de una reciente argumentación de “izquierda lacaniana” sobre la política democrática. La “izquierda lacaniana” es una formación teórica contemporánea, en la que es posible reconocer dos ramas. Una reformista y postmarxista cuyo referente es el trabajo de Ernesto Laclau. Otra revolucionaria y marxista (o en todo caso de una cierta superación revolucionaria del marxismo) cuyos nombres más conocidos son Slavoj Žižek y Alain Badiou. Me ocuparé de la primera línea pues es la que ensaya una elaboración democrática. Para Žižek y Badiou el significante democracia ingresa, en cambio, en el catálogo ideológico de la dominación. Para avanzar en la discusión recurriré a los planteos de Yannis Stavrakakis sin olvidar que sus perspectivas se sostienen en las convicciones teórico-políticas de Laclau. El interés del libro de Stavrakakis, La izquierda lacaniana, reside en que expresa con claridad las derivaciones de la lectura laclauiana de Jacques Lacan, así como su afición postmarxista.

LA IZQUIERDA LACANIANA Como también sucede con su opuesto revolucionario, la “izquierda lacaniana” reformista no es un movimiento social o político. Tampoco es un colectivo intelectual organizado. Es una idea movilizada por autores afines al pensamiento de Laclau, un puñado de académicos dedicados a la teoría política y los estudios sociales. Podríamos incluir en este heterogéneo lote al psicoanalista Jorge Alemán [1]. / 53 /

Con su obra de 1989, El sublime objeto de la ideología, Žižek pareció el más inventivo ensayista de una todavía en ciernes “izquierda lacaniana”. Su resistencia a seguir a Laclau en el postmarxismo, empero, lo encaminó a escindir el periplo de esa orientación. Desde la escisión entre Laclau y Žižek, la “izquierda lacaniana” se articuló en una encrucijada. Es crucial insistir en que la mencionada “izquierda” opera como proposición intelectual, es decir, su enunciación es performativa y polémica. No es tanto el designador de un referente real, externo al lenguaje que lo menta, como un nombre comprensible entre cierto número de hablantes. Es por tanto una categoría nativa. Ateniéndome al uso etnográfico escribiré izquierda lacaniana en cursiva, recurso tipográfico que recordará los apasionamientos teóricos e ideológicos que la penetran. El planteo lacaniano esbozado por Laclau y desarrollado por Stavrakakis parte de una homología trascendental entre sujeto individual, colectividad y sociedad. Así como no hay un sujeto exento de división castratoria, no hay totalidad identitaria en los agrupamientos sociales. Tampoco existe algo así como una sociedad orgánica, exenta de conflictividad. De allí que los conceptos lacanianos, elaborados bajo la presión de la clínica, en estos autores emigren sin pasaportes hasta la teoría social. La tesis de una izquierda lacaniana evade de tal manera una problemática central en la aplicación/extensión/uso del psicoanálisis en el análisis social y en la práctica política. Volveré sobre esta cuestión. Otra afirmación central es la existencia de una “teoría” lacaniana, es decir, un sistema conceptual coherente. Veamos sus rasgos centrales. La teoría se organiza desde la primera formulación madura de su pensamiento alrededor del Discurso de Roma, en 1953, y experimenta una transición crucial hacia 1964 con la consolidación de su veta postestructuralista en torno a “lo real” y el “goce”. Lacan corregiría entonces un énfasis estructuralista sobre la potencia identificante del orden significante –en cuyos entresijos se dirimen las identificaciones subjetivas– para subrayar la imposibilidad de domesticar lo real, un real que retorna irrumpiendo entre los pliegues

de lo simbólico y lo imaginario. Un imposible, el sujeto debe reconstituirse en la repetición, aseverando retroactivamente una “identidad” siempre vacilante. Ha sido privado de un goce que, en consecuencia, persevera como una añoranza del mítico disfrute incestuoso. Pero esa condición que configura su drama es también la potencia de una sujeción apasionada, tan vigorosa como frágil, a un significante que no logra ocultar su inconsistencia constitutiva (pues no hay Otro que resguarde al otro). Más que un sujeto del significante, el sujeto lacaniano es el sujeto de una falta que lo produce como deseante, en una búsqueda incesante que jamás alcanzará una completitud a riesgo de caer en la psicosis. Por ende, en materia de técnica no se trata de eliminar la causa del síntoma –ese anudamiento de compromiso que adviene en lo real e interroga al sujeto– sino de “atravesarlo” y, así, gozarlo de un modo nuevo, articulado en la palabra ya no inconscientemente reprimida, o en todo caso no completamente reprimida, sino en una nueva trama de subjetividad inestable. El sujeto lacaniano se reconoce como contingente, condición necesaria para refiguraciones precarias.

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Veamos cómo se trasladan estos conceptos, tan esquemáticamente expuestos, a lo político y, más concretamente, a la política de izquierda “democrática”. Laclau y Stavrakakis adhieren a un planteo histórico-filosófico de Claude Lefort según el cual la democracia moderna suplanta el principio del Antiguo Régimen basado en una sanción divina por un principio de soberanía popular que carece de un fundamento trascendente. Lo que previamente estaba legitimado en el doble cuerpo del rey, en parte mortal en parte perenne por decisión de dios, ahora es sometido a la contingencia de una legitimación finita. De allí Lefort no deduce la debilidad eminente de la política moderna sino la apertura a nuevas posibilidades [2]. De tales posibilidades la izquierda lacaniana adopta la noción de “democracia radical”. Derivada de una cierta lectura de Gramsci por Laclau y Chantal Mouffe, el proyecto de una democracia radical abandona la estrategia revolucionaria marxista organizada alrededor de un eje clasista. Para la democracia radical no hay sujetos socialmente predispuestos a asumir la universalidad de lo político. Se trata más bien de construir hegemónicamente la subjetividad política como tal. La estrategia revolucionaria cede lugar a la extensión de los derechos civiles, sociales y políticos, en una clave reformista, dinámica, abierta [3]. Es decisivo en este sentido que se plantee una autonomía de “lo político”, movimiento requerido para aislar quirúrgicamente el cuestionamiento del capital característico del marxismo. A partir de allí la apelación a las categorías marxistas es denostada como “economicismo” o “reduccionismo de clase”. La noción de una democracia radical concluye sin equívocos en una posición más antimarxista que postmarxista. La afirmación de una concepción postmarxista oculta mal cuánto de antitético con el marxismo mueve al pensamiento de Laclau.

Cualquiera fuera la evaluación del marxismo en la izquierda lacaniana de corte laclauiano, lo importante es destacar que la democracia radical se instituye en horizonte insuperable de la imaginación política de inspiración psicoanalítica. Su incertidumbre constitutiva previene de la sutura utópica del exceso revolucionario que, como en Lefort, busca neutralizar las derivas totalitarias. Para Laclau y Stavrakakis todo proyecto revolucionario procura el fin de las contrariedades sociales y políticas. Ese proyecto no es sino una simplificación imaginaria, fantasiosa, incapaz de tolerar la falta y performatividad del sujeto político. El examen que Stavrakakis dedica a Laclau en La izquierda lacaniana es comprensiblemente simpatizante. Luego de explicar el ABC de la teoría laclauiana del sujeto político, Stavrakakis se lanza a una prolongada discusión de por qué Laclau incorporó tardíamente el concepto lacaniano de goce (o jouissance, como gusta escribir el autor). La demora habría privado a la perspectiva laclauiana de una explicación convincente de por qué algunas identificaciones son más persistentes y apasionadas que otras. El autor admite que la incorporación fue realizada recientemente por Laclau, por lo que no se advierte la persistencia de disenso teórico alguno. Es bien otra la comprensión del lazo entre psicoanálisis y política que se deplora en Žižek. En este se privilegiaría lo positivo y se desmentiría lo negativo en la dialéctica del sujeto. Por ende, afirma Stavrakakis, asume el discurso revolucionario sin analizar las condiciones e imposibilidades constitutivas. El “acto puro” de potencialidad revolucionaria que Žižek propone por su capacidad para reconstituir sobre bases nuevas el campo simbólico-imaginario está exento de las limitaciones exigidas por la tramitación de lo real. La pasión de Žižek por el caso de Antígona –en razón de su alzamiento subversivo contra la ley– no es para Stavrakakis una senda aconsejable para una política realizable y progresistamente responsable. Habría en Žižek una operación de desmentida que torna al argumento del filósofo esloveno en una lógica perversa incompatible con la falta en el otro. Más aún, llegaría hasta los extremos de una fe milagrera y un deseo en el fondo suicida, consecuencias que Stavrakakis encuentra forzosas en toda apuesta revolucionaria. Vale la pena reiterar que para él, como para Laclau, la utopía revolucionaria pretende desmentir la imposibilidad de una sociedad reconciliada, no antagónica. Es por lo tanto postpolítica e incapaz de admitir el fracaso de cualquier intento de clausura definitiva. Žižek elimina la negatividad que alimenta el antagonismo ineliminable de la coexistencia democrática. El revolucionarismo žižekiano, además de puramente verbal, implica la añoranza de un retorno imaginario a la totalidad perdida, la nostalgia de un goce sin mácula. Pretende la “reocupación” del lugar vacío constitutivo de la subjetividad. Por el contrario, la izquierda lacaniana recalcaría hasta qué punto, si el goce persiste como un fundamento mítico del deseo y nunca es

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del todo atenazado por lo social, ningún ejercicio de un goce devenido acto absoluto (mesiánicamente revolucionario) da debida cuenta de las condiciones simbólico-imaginarias que circunscriben el carácter mítico de la jouissance. Los peligros que atentan contra la revolución democrática de la modernidad son la preocupación central de la izquierda lacaniana reformista. El nacionalismo fundamentalista y el consumismo socavan las promesas democráticas de una extensión e invención de nuevas formas de representación. Son figuras despolitizantes que la izquierda lacaniana contrapone a los “actos políticos auténticos”, es decir, a los procesos de creación de formas democráticas entrecruzadas por el reconocimiento de los límites y la expansión gozosa de los márgenes. En estos tiempos postdemocráticos, concluye Stavrakakis, una teoría política “resuelta a evitar los peligros que entrañan las respuestas políticas nostálgicas de reocupación y los violentos acting outs tiene al parecer una sola alternativa: insistir en la radicalización de la democracia a escala global contra la despolitización y la domesticación de la negatividad y el antagonismo en el marco ‘imperialista’ de la posdemocracia consumista” [4].

UNA TEORÍA LIBERAL-DEMOCRÁTICA Ahora quisiera examinar los rasgos teóricos principales de la promocionada izquierda lacaniana. Considero que los mismos corresponden a una concepción liberal-democrática y republicana de la política. Temas como la separación entre Estado y economía, la multiplicidad de intereses particulares, la relatividad de los puntos de vista, la ausencia de totalidad, configuran una concepción política de vigorosos trazos liberaldemocráticos. Los matices tolerados dentro del marco de estos convencimientos no son baladíes. Por ejemplo, en Laclau lo liberal-democrático coexiste con una inclinación populista. La diferencia no es bizantina. Sin embargo, se trata de un populismo compatible con el pensamiento liberal-democrático. El sujeto de la política radical de Stavrakakis es el ciudadano, en una concepción que a pesar del aliento lefortiano modernista se parece bastante al de la polis griega. La ambivalencia del padecimiento/goce de la vacuidad y la falta en lo social caracterizan al “ciudadano democrático”. Este enfoque anula toda conexión importante con las escisiones de la sociedad en grupos o clases. Incluso en la prosa populista de Laclau el abismo contra cualquier definición sustantiva de pueblo es evidente, pues la invocación populista es constructiva y no inmanente: se funda en una cadena equivalencial de demandas interconectadas por la común referencia a una instancia jerárquica (usualmente el líder). Pero como en el caso del ciudadano, tales demandas son relativas y parciales. Esta izquierda lacaniana anula cualquier pretensión de universalidad sostenida en una diferenciación social. La universalidad la constituye la comunidad, la democracia o el pueblo, según los casos, articulada en un juego de diferencias y equivalencias.

En cambio, el totalitarismo en cualquiera de sus formas aspira a eliminar toda falta para fundar una utopía postpolítica y unitaria, un goce realizado y autocentrado. El canon decisivo para juzgar la estatura teórico-política del liberal-democratismo en esta rama de la izquierda lacaniana es la separación entre lo político y lo económico, o entre la institucionalidad política y los intereses particulares organizados en el plano social. Esa distinción es típicamente liberal y fue rebatida por Hegel y Marx según ópticas diferentes. Para el argumento de Stavrakakis se trata de una diferencia conceptual fundamental. Debe precisarse que el enfoque se vincula menos con el liberalismo sostenido en la tesis del mercado organizador que en la tradición republicana de una ética política del compromiso crítico, al que el psicoanálisis lacaniano añadiría la exigencia de un goce identificante pero advertida de sus limitaciones. El sujeto político de la izquierda lacaniana deviene así paradójicamente abstracto y despolitizador de lo social. No es ninguna sorpresa que, al describir la lógica de lo político populista, Laclau considerara a la “razón” política indiferente a las clasificaciones ideológicas habituales. El argumento es verdadero pues, en su concepto riguroso, es también constituyente de las separaciones ideológicas tales como izquierda y derecha, socialismo y liberalismo, etc. [5]. Es allí justamente donde surge el intríngulis de esta izquierda lacaniana. En efecto, autores como Laclau, Alemán y Stavrakakis afirman la importancia de la teoría lacaniana para una política de izquierda postmarxista. Al mismo tiempo, Lacan iluminaría con sus nociones básicas “lo político”. Pero entonces, ¿por qué Lacan no aportaría elementos para una política de derecha? ¿Por qué hay mejores razones en Lacan para una política de izquierda que para una estrategia derechista? Hoy sabemos que la derecha ya no es de preferencia reaccionaria y tradicionalista. Puede ser transformadora y modernizante, como lo fue por caso la derecha neoliberal que atacó las bases del Estado benefactor. Puede ser postmoderna, pluralista y democrática. ¿O acaso la de derecha no es también una “política”? Al concentrarse en la refutación de la interpretación revolucionaria de los conceptos lacanianos –especialmente en Žižek y en parte en Badiou– Stavrakakis y Laclau pierden de vista la justificación de por qué Lacan sería más útil para la izquierda que para otros cuadrantes de la vida ideológica. Parece más adecuado argumentar en Stavrakakis un liberal-democratismo republicano y en Laclau un liberal-democratismo populista, en ambos casos forcluyendo toda relevancia del deseo revolucionario. Aunque no manifiestan amor alguno por el capitalismo, toda opción que se quiera progresista debe inhibirse de un cuestionamiento global del capital. He allí el tope de la oferta teórica de la izquierda lacaniana de vertebración laclauiana. Dentro del orden capitalista hay política. La voluntad de subvertirlo no lo es. Es impolítica.

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CONCLUSIONES: HACIA OTRA RELACIÓN ENTRE PSICOANÁLISIS Y POLÍTICA DE IZQUIERDA La discusión sobre psicoanálisis y política de izquierda merece ser retomada. Hoy es tan urgente como en los tiempos en que la revolución social encarnó los deseos de un proyecto inmediatamente realizable. Pero esa faena no puede ser acometida sin una consideración de sus términos contemporáneos. Si algo vulnera la reciedumbre argumentativa de Stavrakakis, Alemán y Laclau es la transparencia con la que se pliegan al consenso postrevolucionario y liberal-democratista que sancionó al derrumbe final de la Unión Soviética. El alcance de su inclinación de izquierda incluye a los movimientos sociales, la sociedad civil y la política reformista. En este aspecto, la inclinación pertenece a una sensibilidad política que renuncia a toda proyección anticapitalista. Para ellos todo cuestionamiento del capital y de la sociedad de clases es una utopía derivada de un extravío, de un cubrimiento fantasmático que rechaza el duelo del fracaso de la política revolucionaria. En consecuencia, la dinámica del capital deviene un impensable. El cambio revolucionario es comprendido como delirio fantasmático, en concordancia con el dominio de la ideología apologética del capitalismo.

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Nuevas consecuencias derivan del pensar psicoanalítico. La incumbencia política del psicoanálisis no puede emerger de su propia “teoría”, pues el campo del psicoanálisis es la clínica. Otra cuestión es si los trabajadores psi se comprometen con una política transformadora y le aportan a la misma su saber específico, por ejemplo, intentando contribuir con la cultura de izquierda. En sí mismos, y más allá de las orientaciones de sus fundadores, ni el freudismo, ni el kleinismo ni el lacanismo son esencialmente de izquierda o de derecha. Sus conceptos son accesibles, desde luego, al cuestionario de la crítica ideológica. Por ejemplo, el imaginario freudiano de la “migración” erógena del clítoris a la vagina, tan revelador de sus deudas falocéntricas. También es otra la operación de visitar desde fuera el saber psicoanalítico para iluminar dilemas de la política. No obstante, el paso de la frontera requiere traducciones y extensiones ineludibles. Mentar los conceptos psicoanalíticos exige un trabajo y siempre deja residuos. La revisión de un diálogo entre los saberes psicoanalíticos y la crítica de la economía política (ese otro nombre para el marxismo) es todavía una vereda abierta para reinstituir el proyecto de una práctica revolucionaria que, desde luego, no se edifica a través de la teoría. Es decisiva para reconstruir el análisis crítico de la abstracción formal imperante en la sociedad capitalista, con sus proliferantes ecuaciones del deseo. Propuestas como las de la izquierda lacaniana de trenzado laclauiano delatan el carácter todavía inicial de las investigaciones al respecto. Es probable que la obra de Lacan detente un rol destacado en los debates por venir. En ella, como en Klein y en Freud, el psicoanálisis plantea un desafío que impacta en la línea de flotación teórica del marxismo: las intersecciones universales entre pulsión y represión, entre deseo y significante, entre goce y palabra, entre inconsciente y representación. Lo intratable para la izquierda lacaniana reformista sigue siendo Marx y su decir sobre la democracia. Su sombra la persigue hasta los últimos rincones de la casona lacaniana. Sobre todo lo es un Marx desplegante de la “lógica del capital”, por lo tanto en crisis con la metáfora base/superestructura y el clasismo como zócalo fundamental de lo histórico. Es el Marx que examina las “formas” objetivas y subjetivas en que la abstracción capitalista media las relaciones sociales. ¿Qué sucedería si las “formaciones del inconsciente” estuvieran también mediadas por la abstracción de la forma-trabajo? ¿Qué si el deseo y la pulsión, el fantasma y el goce, fueran figuras emparentadas con el capital? Entonces la pregunta sobre la relación entre psicoanálisis y política democrática requeriría una entrada inaccesible a una izquierda lacaniana que excluye de antemano toda suspensión de la credulidad en la fortaleza del capitalismo como sociedad

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NOTAS [1] Y. Stavrakakis, Lacan y lo político (1999); Y. Stavrakakis, La izquierda lacaniana (2007); E. Laclau, La razón populista (2004); J. Alemán, Para una izquierda lacaniana (2010). [2] C. Lefort, La invención democrática (1981). [3] E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (1985). [4] Y. Stavrakakis, La izquierda lacaniana, op. cit. [5] E. Laclau, La razón populista, op. cit.

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DECISIÓN, DEMOCRACIA, SEGREGACIÓN Juan Bautista Ritvo

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“Normativamente considerada, la decisión nace de la nada” Carl Schmitt, Teología política. “Lo incompatible está en el seno de la condición humana” Jeanne Hersch, “El instante”. En los últimos tiempos toda una serie de autores, en general oriundos del marxismo o de sus aledaños –y algunos de sus aledaños están formados por la curiosa “izquierda lacaniana”–, han intentado aliar la democracia con versiones radicalizadas de ella (algo así como sustitutos del derrumbe del socialismo “real”), que se caracterizan, casi sin excepción, por un desdén de los límites y paradojas de la ideología democrática, que sólo puede despertar pasiones débiles porque en su abstracción desconoce lo que la sofoca sin remedio: el desconocimiento de la segregación que opera en todo conjunto social y que funda totalizaciones pasionales tales como la Nación o la Raza; y en no menor medida, fundida y hasta confundida con las mencionadas totalizaciones, la perennidad de los lazos de vasallaje que unen a las masas con diferentes Amos sociales. Tomemos el caso de Jacques Rancière, quien funda a la vez el origen de la política y de la democracia en Grecia a partir de una demanda de igualdad que los excluidos del orden privilegiado, en desacuerdo con las prácticas dominantes, formulan a los dueños del poder [1]. Por definición, una demanda se funda en la desigualdad, en la asimetría radical; de lo contrario no es demanda. Sabemos cuál es su posible resolución –y cualquiera puede agregar que no se trata de situaciones precisamente abstractas–: o los excluidos excluyen a los incluidos, o son admitidos con nuevos derechos, pero con el reconocimiento, tácito o explícito, de que el poder efectivo sigue en su lugar. Se podría argüir que el desacuerdo, tenga la raíz que tenga, es en sí mismo valioso: una sociedad sin desacuerdos es una sociedad muerta. De acuerdo. Mas los desacuerdos se escalonan en acuerdos que toleran, soportan, admiten como legítima, la profunda desigualdad social, siempre cuestionada en las sociedades complejas –en las que impera la diferencia técnica y social del trabajo–, en el seno de una ambigüedad quizá rica pero siempre dolorosa. Indudablemente la antropología de la isonomía que tiene su origen en la Grecia antigua y que Vernant define así: “se concibe a los ciudadanos en el plano político como unidades intercambiables dentro de un sistema cuyo equilibrio es la ley y cuya norma es la igualdad” [2], ha aportado al pensamiento humano una auténtica (con perdón de Mao) revolución cultural. Mas las obras del hombre, mientras más se alejan del nudo del poder, son superiores al hombre mismo. Podemos citar la inmensa riqueza del arte, los hallazgos de la ciencia y de la filosofía. Pero al revés, mientras más nos acercamos al poder, el monótono y terrible espectro de la violencia consentida y el sometimiento alabado se apodera de nosotros. Baste señalar un hecho muy conocido tanto en Grecia como en Roma: los representantes de los partidos populares y de los partidos oligárquicos eran, sistemáticamente, políticos ungidos por el nombre del patriciado: los denominados en Grecia “eupátridas”, los “bien nacidos”.

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Slavoj Žižek es un caso curioso. Pretende hacer de lo que Lacan llama “sujeto cartesiano” una suerte de plataforma para plantear una política de emancipación. En ningún momento se percibe qué contenido pueda tener semejante política, pero tampoco se puede advertir en qué se ha transformado el sujeto lacaniano desde el momento en que se lo caracteriza así: “Para decirlo de otro modo, Lacan no dice que el sujeto esté inscrito en la estructura ontológica del universo como su vacío constitutivo, sino que la palabra “sujeto” designa la contingencia de un acto que sostiene el orden ontológico del ser. El sujeto no abre un agujero en el orden total del ser, sino que es el gesto contingente-excesivo que constituye el orden universal mismo del ser” [3].

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Demasiado “ser”, demasiado pleonasmo, demasiadas palabras técnicas que carecen de precisión, porque todos los términos fueron proyectados fuera del contexto que les puede prestar sentido y referencia problemática. Lo cual es una lástima, porque el libro, que había empezado con Heidegger y la interpretación que éste hace de la imaginación trascendental kantiana, prometía abrir (o reabrir, mejor) una vía excepcionalmente rica, ya que efectivamente, la imaginación kantiana se pliega mal a la simple oposición fenómeno/noúmeno porque objeta la oposición mayor entre sensibilidad e intelecto, y así permite la súbita emergencia de lo que no cabe, por su violencia constitutiva, en ningún orden ontológico estable. Pero cuando se quiere hacer de este hiato en el orden de las razones tanto como en el de las constelaciones sociales la clave de bóveda de la ontología política, mediante la invocación del “sujeto cartesiano” [4], se pega un salto errático, inorgánico, fútil, justamente porque una cosa es el “sujeto” (vuelvo a entrecomillarlo para no bastardearlo una vez más con el uso à la page) tomado en su singularidad, que es singularidad de sujeto porque está dividida entre la presuposición y la expresión, entre dos cadenas significantes y en la posición que inicialmente es de objectum, de objeto para Otro –y es ésa la razón por la cual se habla de sujeto, de subjectum y no simplemente de existente–, una cosa, digo, es este sujeto y muy otra su entrada rauda y abismal en la corriente anónima de la masa y en las inversiones bruscas que el humanismo suele denominar “ironías de la historia”, de las intenciones y de los proyectos que genera el proceso social, en el que, pongo por caso, una revolución es el preludio de una restauración y una restauración el comienzo del fin de lo restaurado. Quiero decir: el sujeto que resuelve su síntoma en transferencia u objetiva su dolor en una obra no puede equipararse al sujeto que representa un lugar en la cadena de los liderazgos sociales, donde lo más preciado y singular de él

desaparece en la función de representación, aunque algunos de estos rasgos sean imprescindibles para decidir lo que haya que decidir como dirigente. (Desde luego, el lector reconocerá aquí, en el desconocimiento de diferencias tan notorias, las torpezas y malversaciones de la llamada “izquierda lacaniana”…) [5]. Lo diré del modo más abrupto que me sea posible. El verdadero tema del orden político radica en que el grupo social, cuando adquiere estatuto orgánico, inevitablemente no sólo se jerarquiza según una pirámide a la cual las metáforas feudo-vasalláticas le convienen en extremo, sino que la misma jerarquía se sostiene en la segregación. No hay grupo –sea de edad, sea escolar, sea empresario o sindical, etc.– que no segregue, bajo la forma de apartamiento, exclusión e incluso y en el grado extremo, exterminio. Así se presentan dos temas que están profundamente conectados, porque si bien es cierto que normalmente el sujeto como hablante singular, como actor que recorta reflexivamente su participación en las redes de relaciones en las que está tomado desde el nacimiento, tiene una incidencia superflua en los procesos sociales, cuando estas superfluidades, misteriosa e inopinadamente, entran en contacto entre sí, suelen provocar estallidos pasionales a veces fecundos, inesperados; otras terribles y destructivos, con frecuencia dotados unos y otros de una ambigüedad que el futuro, cuando se torne irremediable, dilucidará no sin petrificar como necesario lo que ha sido una alianza inestable del azar y de la necesidad [6]. Esto de un lado. Del otro hay que subrayar el lugar privilegiado que un sujeto puede ocupar en el nacimiento de una teoría (son las funciones del nombre propio elevado a la categoría de nombre común: los “lacanianos”, los “kantianos”), en la conducción de una institución, en la resolución interpretativa de una norma jurídica, en la dirección del Estado. Aquí sí es posible inscribir esos términos circulantes que Žižek prodiga sobre la excepción, la contingencia, el lugar vacante, etc. Mas no se trata de “emancipación humana”, expresión que oculta todo un conjunto de presuposiciones y de gestos demagógicos, sino de un vínculo dialéctico y retórico entre el público –término estructural y no empírico, ya que designa a una entidad peculiar–, y el rétor que en el momento oportuno (kairós) selecciona y encadena frases, inventa consignas, forja dispositivos, precipita conclusiones, en un movimiento de ida y de vuelta entre la masa del público que se identifica con él en una mezcla de amor y de odio que llega, por veces y fulminantemente al

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rechazo, y el mismo rétor, llevado siempre más allá de sus fines, decidiendo en la penumbra, como todos, pero cargando con el peso desmesurado de una responsabilidad social que no cesa de excederlo en el momento en que es imputado por ella. (Al que decide en momentos de excepción se lo considera como un ángel y, por ello mismo, si fracasa el gesto, puede transformarse en demonio. El lector puede aportar todos los ejemplos que sean necesarios…).

II Desde el comienzo de los tiempos no ha sido posible separar la división técnica del trabajo de su división social. Apenas la complejidad de tareas de una sociedad o de una institución alcanza un cierto grado de desarrollo, los expertos terminan por monopolizar el poder. La eterna y cansadora discusión sobre si esta jerarquía es natural o cultural se torna inútil porque su universalidad de hecho y no de derecho, pero de un hecho densísimo, carente de excepciones, cuestiona las concepciones corrientes tanto de la cultura como de la naturaleza. Quizá la verdad que encierra el solipsismo –para cada cual el mundo, por más vasto y ancho que sea, es siempre su mundo, y es por eso que cada cual vive en una tensión agresiva latente con su semejante [7]–, y la imposibilidad de la sustitución invocada por ciertas éticas (nadie puede ponerse en mi lugar encarnado ni yo hacerlo en el de nadie) contribuyan a configurar lo que los teóricos de la “emancipación humana” se niegan reiteradamente a considerar. Ignoramos la causa última de la explotación, pero también ignoramos la causa de la gravitación universal. Consideramos injusta a la explotación, y en ese sentido no podemos confundir la constancia universal de ella con la fuerza de gravedad. Pero quizá transitemos un falso camino: que el politólogo y el filósofo político construyan teorías de la justicia es una manera espiritualista y consoladora de eludir las realidades efectivas. Cualquier perspectiva de justicia tiene que surgir (y realmente surge) de situaciones concretas y de posibilidades concretas de acción que se ofrecen como salidas sin duda ni puras ni mesiánicas, salidas ambiguas sometidas al principio de escasez –no hay recursos para todo y si se favorece un aspecto se descuida e incluso arruina otro–, pero que permiten mejoras en la situación real de los explotados. ¿No habría que retornar a la frónesis aristotélica, que reconoce que no hay ciencia de la política, porque lo particular escapa al concepto, pero simultáneamente apuesta a la posibilidad siempre imperfecta de una acción que puede elegir lo practicable en

cada caso? Y si esta opción, alejada de la impotencia utópica, no nos brinda garantías contra un realismo vuelto cínico (como dicen los conservadores lúcidos, mejorar a los explotados para que la explotación continúe), podemos decir que sí, que es así y que en definitiva jamás ha habido garantía de alguna norma unívoca que diferencie universalmente las políticas “buenas” de las “malas”. Es lo que hay de trágico en la vida humana y de manera especial en la política, precisamente porque en los tiempos de aceleración volcánica de las pasiones, los hombres reaccionan, todo parece venirse abajo; pareciera que puede tomarse el cielo por asalto y se sueña con la paz, la concordia y la felicidad universales. Estos momentos, cíclicos y revolucionarios en el sentido astronómico del vocablo, tampoco encierran garantía alguna. Han sido, muchas veces, de esas veces que no necesito recordar al lector porque las tiene seguramente presentes ante sí, el preludio del patíbulo y del horror; en otras han tenido consecuencias más abiertas, más ambiguas, quizá en algún sentido, siempre discutido y discutible, más benignas. Voy a dejar el tema, no sin antes hacer algunas puntualizaciones imprescindibles. Baste subrayar que la condición de posibilidad de estos fenómenos es un rasgo radical propio de las instituciones y estructuras sociales del nivel que fuera, tan radical que podemos considerarlo, sin más, ontológico. Todas sin excepción tienen un punto complejo de falencia, que lo es incluso en el sentido etimológico: fallens, engañador. Engaña porque se desplaza inopinadamente; engaña porque la fisura, apenas cubierta, renace con efectos paradójicos: sus condiciones de posibilidad son simultáneamente las de su imposibilidad [8]. La fisura, la grieta más bien, o las grietas, deberíamos decir en plural, obedecen a dos límites: el tiempo, cuya acción es destructiva porque constantemente está en otra parte, es inaferrable; y la ausencia de causa primera en cualquier instancia. Así, las causas segundas, sin matriz originaria o, lo que es lo mismo, con una matriz perdida, inhallable en el fondo del origen sin origen, se entrecruzan de continuo según ritmos, escansiones e intervalos impredecibles de antemano. Es ésta la razón fundamental de que todas las instancias sociales reclamen de modos diferenciados pero convergentes, en última instancia, la intervención soberana de una decisión que provoque un giro que transforme la catástrofe inminente en un nuevo equilibrio inestable. Ya retornaré. ***

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No hay configuración social que no se funde en la segregación: otra ley que carece de excepciones. Ya Freud, en un párrafo muy llamativo de su El malestar en la cultura, caracterizó el fenómeno: “No es fácil para los seres humanos, evidentemente, renunciar a satisfacer esta su inclinación agresiva; no se sienten bien en esa renuncia. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños. Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles la agresión. En una ocasión me ocupé del fenómeno de que justamente comunidades vecinas, y aun muy próximas en todos los aspectos, se hostilizan y escarnecen: así, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Le di el nombre de «narcisismo de las pequeñas diferencias», que no aclara mucho las cosas. Pues bien; ahí se discierne una satisfacción relativamente cómoda e inofensiva de la inclinación agresiva, por cuyo intermedio se facilita la cohesión de los miembros de la comunidad. Así, el pueblo judío, disperso por todo el orbe, tiene ganados loables méritos frente a las culturas de los pueblos que los hospedaron; lástima que todas las matanzas de judíos en la Edad Media no consiguieron hacer gozar a sus compatriotas cristianos de una paz y una seguridad mayores en esa época. Después que el apóstol Pablo hizo del amor universal por los hombres el fundamento de su comunidad cristiana, una consecuencia inevitable fue la intolerancia más extrema del cristianismo hacia quienes permanecían fuera; los romanos, que no habían fundado sobre el amor su régimen estatal, desconocían la intolerancia religiosa, y eso que entre ellos la religión era asunto del Estado, a su vez traspasado de religión. Tampoco fue un azar incomprensible que el sueño de un imperio germánico universal pidiera como complemento el antisemitismo, y parece explicable que el ensayo de instituir en Rusia una cultura comunista nueva halle su respaldo psicológico en la persecución al burgués. Uno no puede menos que preguntarse, con preocupación, qué harán los soviets después que hayan liquidado a sus burgueses” [9].

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Por supuesto, no es un descubrimiento propio del psicoanálisis, la literatura [10] y la antropología pueden dar fe de ello a partir de textos como La rama dorada de Frazer. El hallazgo psicoanalítico consiste en haber unido los dos fenómenos: el liderazgo y la segregación. La identificación con el líder amado y eventualmente odiado es correlativa de la expulsión de un objeto juzgado maligno y, por lo tanto, expulsado. Ese objeto, que proviene del interior del grupo, queda cristalizado en las distintas modalidades del prójimo detestado: adversario, enemigo, raza vilipendiada, etc.

III Las cuestiones examinadas confluyen en lo que convinimos en llamar “decisión”. Esta palabra, hoy de moda, ¿qué implica? Es tan habitual que se la mencione como que se eluda analizarla. La decisión ¿reduce el nivel sociológico al psicológico? ¿Invoca una teoría de las motivaciones? ¿Llamamos “decisión” a ese núcleo de contingencia propio de cada estructura, núcleo que requeriría de alguna clase de agente para operar, del mismo modo en que se habla de los agentes económicos? ¿Es, por el contrario, de las suposiciones corrientes, un agente un soporte o elemento, digamos, “objetivo”? Cuestión enredada, porque los sociólogos y politólogos no quieren psicologizar su campo y con frecuencia los filósofos tampoco; así bien podríamos decir, como para salir del paso, “decisión” puede ser sinónimo de “acontecimiento disruptivo”. ¡Pero un tsunami también es un acontecimiento disruptivo por los efectos que produce en los hombres! (Y una pueblada, me refiero a reacciones de furia espontáneas y sin dirección, también es un acontecimiento disruptivo). Estamos hablando de una situación (uso adrede el noble nombre sartreano) que reclama una respuesta (que clama por una salida) de sujetos calificados por su posición, grado o función. No es entonces a la noción oscura e “íntima” de “motivación” a la que hay que recurrir para despejar la noción de decisión. En este caso se volvería a la clásica posición de la llamada sugestiva y tradicional-

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mente “libertad de indiferencia”: alguien motivado por distintas posibilidades de elección sin que esté constreñido en definitiva por ninguna de ellas. Y si extremamos la noción de motivación hasta su máximo grado, la libertad se torna necesidad absoluta y desaparece no sólo la decisión sino también la contingencia.

cada en una trama en la que efectuar la compra traiga consecuencias irreversibles.

Una decisión no es una acción sino una reacción, pero una reacción constituyente y, de tal manera, configuradora de un acto.

Distintas temporalidades, distintos vacíos en la situación, distintas exigencias para los sujetos implicados en la coyuntura.

En la travesía que los retóricos denominan “el recorrido ab quo – ad quem” [11], o sea el discurso desde el cual se origina, contrapuesto al discurso al cual se orienta, es preciso pensar la relación de manera diversa a la habitual.

Llegamos a un punto decisivo: lo que es para un sujeto cualquiera tomado en su microhistoria un acto ético, pierde su significación a medida que ampliamos el horizonte hacia la macrohistoria, temporal y espacialmente. En el mar de la historia, los miles de soldados que acompañaron a Napoleón a su retorno, ya derrotado, desde la lejana Rusia, habrán efectuado actos que merecen el recuerdo puntual de la biografía y de la literatura; mas el anonimato reduce esos esfuerzos de decisión a una suma nula.

El que emite el mensaje (ad quem) se dirige al Otro y es desde él que se origina retroactivamente el mensaje según la fórmula de Lacan: ab quo es efecto de ad quem, y este último no es pregunta sino respuesta. El que reclama, responde, y al responder encuentra su intimidad externa; algo que Lacan caracteriza con un neologismo eficaz: extimidad. Neologismo difícil, porque no implica que no exista la interioridad como pliegue de la exterioridad ni que ella no se constituya como resistencia a la exterioridad. Por el contrario, la misma exterioridad es la resistencia a ceder a ella y la interioridad se resigna a replegarse cuando encuentra en la exterioridad un foco de insuficiencia, un hálito de incertidumbre, un movimiento detenido sobre un hueco que no es otra cosa que el hueco de la situación: la situación se define por su vacío constitutivo. ¿Cómo es posible que la interioridad anhele la exterioridad que la constituye a la vez que la desposee y, simultáneamente, se repliegue sobre sí para no quedar tomada por las voces exteriores que la reclaman insistentemente? (Responder a esta cuestión exigiría otro trabajo. Mas, es precisamente mi intención, planto la pregunta). Pero aquí, si queremos evitar una confusión muy frecuente, deberíamos burlar la abstracción que habla en general del sujeto y de la decisión. Esta dialéctica de la exterioridad que se internaliza y de una internalización resistente por partida doble –resistencia de la internalización tanto a separarse como a no separarse de una exterioridad que, de otra parte, no sólo instituye la interioridad: también la destituye interfiriendo, solapando, encabalgando expresiones, giros, locuciones hechas, tropiezos, balbuceos, susurros–, es preciso captarla en los diversos niveles en que se ofrece socialmente. (Y no cabe la menor duda de que los niveles, incluido el mal llamado “individual”, son sociales desde su raíz). No puedo, pongo por caso, hablar de decisión si compro un producto en un mercado, salvo que la operación esté impli-

La protesta y la opinión de un particular cualquiera contra un dictamen judicial no están en el mismo nivel que la decisión de un juez competente.

Por el contrario, cada uno de los gestos, cada una de las decisiones de Napoleón han hecho historia. No se trata de volver a la ridícula teoría que asigna a los grandes hombres el destino del mundo, porque en cada caso sus lugares estaban dibujados parcialmente en hueco de antemano, aunque sólo se supiera ex post facto; y si bien muchos de ellos reconstruyeron ese lugar con un suplemento inesperado y de antemano incalculable –el nombre de Napoleón es ejemplar– cada uno ha estado sumido en un vínculo agonal con la masa que lo toma por líder al que se identifica, pero lo deja sometido a todos los vaivenes y tormentas de las situaciones, sin excluir su destitución. La decisión de interpretar de un juez, de un analista, el pronunciamiento de un líder político, la apuesta de inversión de un empresario, constituyen series divergentes que no se podrían agrupar en una teoría unificada. No obstante, hay rasgos comunes. Más allá de la psicología, es necesario enfrentar una caracterización de la subjetividad que no permanezca en el terreno empírico. Decidir no es optar entre varias posibilidades a la mano; una decisión es autorreferencial, id est, reflexiva, y procede de la verificación vivida de que hay que inventar –hallar y crear al mismo tiempo– medios de decisión urgentes, susceptibles de comprometer al sujeto de la decisión, y que sin embargo no están inscriptos en el inventario de los posibles. En suma, la decisión soberana es una respuesta paradójica a una situación igualmente paradójica. Puedo decidir cuando se me aportan recursos insuficientes para hacerlo –recursos no obstante suficientes para aportar la percepción de la contingencia en el núcleo mismo de las determinaciones más densas– al tiempo que se me constriñe en dirección a ese hueco, esa casi nada que en el horizonte, oscilando entre el ser y el no ser, me llama [12].

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La decisión, sea la que fuera con tal que sea soberana, es decir, se imponga sobre la lucha agonal de fuerzas, es seguramente y en el fondo un misterio: algo de ella, no su forma, indudablemente captable, sino su punto de origen, es inaprehensible.

En la certeza tanto como en la identificación hay en juego una violencia a veces solapada e insidiosa, otras absolutamente pública. No son necesarios las amenazas ni los golpes; la palabra tiene un efecto de presión que violenta, y lo hace en grados diversos.

De allí su antagonismo no obstante solidario con la democracia, cuando introducimos el vocablo “decisión” en el nivel político.

(Por supuesto, la identificación se dice de varias maneras. Una de ellas, la más rica, muestra a un sujeto que se identifica con aquello que no es; en la masa, la identificación obedece a la ley de conformidad: “el otro cualquiera está de acuerdo y obedece al Otro, ergo, yo también”).

La demanda de igualdad propia de la democracia es imposible y por definición: cuando se reclama ya se establece la desigualdad, la asimetría, incluso la antisimetría entre la parte que reclama y la parte reclamada, que será aclamada cuando satisfaga lo que se le pide, o repudiada, pero también en posición asimétrica, puesta ahora en menos. El signo ≈ desaparece sin cesar cada vez que se lo establece. Pero esa misma tensión constitutiva provoca disturbios, proliferación de elementos anómalos, marginales, descentrados y que pugnan por arribar al centro. La soberanía y la democracia, en antagonismo, dan vida a la política justamente porque el equilibrio inestable de estos términos introduce complejidad, multiplicación de las diferencias, exigencias disímiles y fecundas cuando las fuerzas políticas contienden. / 64 /

En estas condiciones, ¿es posible aún hablar de un sujeto colectivo? En un libro ya citado en nota, el de Emilio de Ípola, el autor se apoya en un texto de Francisco Naishtat [13] que propugna la irreductibilidad del “nosotros” en ciertas condiciones: “‘Nosotros, las personas aquí reunidas decidimos declararnos en huelga’, no puede ser sustituida sin perjuicio por ‘Yo decido declararme en huelga junto con o junto a Pedro, Juan, María y Silvia”. Pero, el nosotros, ¿puede tener un carácter performativo, es decir, puede comprometer al declarante con su declaración? El que dice nosotros, aunque pretenda abolir o subsumir su singularidad, su nombre propio, en un colectivo, es todas las veces y necesariamente cada cual. En la escena tan tradicional (el que no es de derecha elige estos ejemplos, más complejos de lo que se suele creer) alguien declara en nombre de todos el “nosotros” de la huelga democráticamente decretada. Ahora bien, el que habla se compromete él mismo, sea un líder, sea un portavoz. Si los otros, la masa de los huelguistas, acuerda, lo hace por identificación antes que por consentimiento: me identifico y luego consiento; no al revés. Es la demanda de identificación con un objetivo del grupo la que provoca el consentimiento, palabra que por sí sola es tramposa porque confunde certeza –que es el efecto ilocucionario de un acto que compromete al actor– con la concepción atomística e individualista de seres racionales, libres, capaces de autodeterminación que vienen, tras deliberar, a dar su consentimiento.

Entonces la decisión, en su más alto grado, es precisamente la de uno por uno, Pedro, Juan, etc. También es cierto lo que dice Naishtat: uno por uno debilita al colectivo. Un sujeto colectivo tiene una alternativa imperiosa: o es algo transindividual y centro personal más allá de cualquier singularidad, un espíritu absoluto a la manera de Hegel o la conciencia de clase de Marx, o es una masa organizada verticalmente a través de las redes de liderazgo. No hay otra. Naishtat menciona el acuerdo como base del sujeto colectivo. No obstante, un acuerdo, ¿no está garantizado por un tercero que encarna a la ley y que rompe la simetría de las voluntades? Sin duda los pequeños grupos pueden eventualmente producir algo distinto, algo tan insistente y tan efímero como el acontecimiento que irrumpe con lo nuevo, insólito, incluso maravilloso: el trío de jazz en el que cada cual obra por su cuenta pero causado por los otros y enriquecido por ellos; un grupo de condenados que se levantan sabiendo que van a morir pero quieren testimoniar ante el mundo su gesto último, digno sin apelación y sin futuro. La gran historia suele absorber estos gestos que, no obstante, reclaman la vocación de nuestra memoria. La decisión (si se me permite el recurso a la generalización) tiene todos los poderes y las paradojas de lo que Kierkegaard ha llamado instante. Tal punto lo ha definido, mejor que nadie, Jeanne Hersch, a quien vuelvo a citar: “Ahora bien, la intrepidez kierkegaardiana no es, en modo alguno, la que explora el espacio sino la intrepidez del cerramiento extremo. Concentra el espacio y el tiempo en un punto, en el que los términos incompatibles coinciden excluyéndose. Es el punto de lo imposible. Para Kierkegaard lo imposible no es el signo de la nada, sino de existencia, de surgimiento, de nacimiento de verdad. Allí donde cesa la coherencia pensable, allí la existencia naciente obtiene la victoria sobre lo universal abstracto” [14]. A partir de aquí habría que recomenzar

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NOTAS [1] Ranciére, J., La Mésentente, Galilée, Paris, 1995. [2] Vernant, J. P., Los orígenes del pensamiento griego, EUDEBA, Buenos Aires, 1965, p. 47. [3] Žižek , S., El espinoso sujeto, el centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 173/174. [4] Cito entrecomillada la expresión porque sin un despliegue minucioso de lo implicado por la metáfora –el nombre de Descartes es la metáfora de un movimiento en el pensamiento de Occidente que restablece el vínculo entre la certeza y la verdad– nos topamos con una frase hecha, con una frase fetiche. [5] Y ni que hablar de la confusión propiciada por el mismo Žižek entre la lucha de clases marxista y lo real lacaniano. Lo que hay de real en la lucha de clases es la causa perdida de la explotación del hombre por el hombre que acompaña la historia humana apenas las sociedades pudieron acumular algún excedente económico. Pero la lucha de clases tiene una trama simbólica desplegable en múltiples estratos. Fuera del campo psicoanálitico, lo real queda reducido a la ausencia de origen propia de cualquier instancia, humana y natural. Mas en el ámbito analítico lo real está articulado con una noción capital: la jouissance. [6] Es la objeción mayor que tengo que hacer a un pensador como Badiou, cuya teología materialista ha querido siempre y del modo más cuestionable distinguir entre el “falso” acontecimiento y el verdadero acontecimiento. El acceso del nazismo es un pseudo acontecimiento; la Revolución de Octubre rusa, por el contrario, es uno verdadero. Ahora bien, en un país devastado por la guerra internacional y la civil, el triunfo en Rusia del leninismo estaba más ligado a las tradiciones autoritarias que a los cánones marxistas. Y si a alguna tradición occidental se liga, es al despotismo ilustrado de un Federico el Grande: racionalismo, pedagogía y sometimiento. Sin confundirse con el nazismo, el leninismo es un prólogo al stalinismo. No; radicalmente no.

Los acontecimientos históricos, que efectivamente pueden surgir y emergen inopinadamente por el carácter lacunario de las estructuras sociales, poseen una profusa ambigüedad, una intensa labilidad que cierto angelismo progresista siempre ha desconocido. [7] Es, como se sabe, lo que Lacan tematizó bajo el nombre de “fase del espejo o constitución especular del Ego”. Desde luego, no es un término último en la constitución subjetiva, pero su presencia constante no puede ser desdeñada. [8] Esta sugestiva definición de paradoja le pertenece a Luhmann, y la tomamos de un excelente libro de Ípola. Véase de de Ípola, Emilio, Metáforas de la política, Homo Sapiens, ediciones, Rosario, 2001, p.78. [9] Freud, S. Obras completas, tomo XXI, Amorrortu, Buenos Aires, 2004, p. 111. [10] Las primeras páginas de La gloria secreta de Arthur Machen caricaturizan la crueldad extrema del sistema educativo inglés de las postrimerías del siglo XIX, fundado en la disciplina escolar que quiere que el más débil sea humillado y degradado por el más fuerte. Es un ejemplo, brillante sin duda, entre tantos… [11] Parret, Herman, Las pasiones. Ensayo sobre la puesta en discurso de la subjetividad, Edicial, Buenos Aires, 1995, pp. 54/58. Mi concepción es muy distinta de la de Parret. [12] Es el límite del libro tan agudo y tan importante, Fuerza de ley de Jacques Derrida. Gira en torno a Benjamin y a la decisión paradójica y soberana, pero nada dice con respecto al sujeto del acto. Silencio que es, por lo demás y visiblemente, el sitio más endeble de sus lecturas. [13] Ver el texto citado más arriba en notas, pp. 82/84. Cabe aclarar que el libro de de Ípola es inteligente y desconfiado de todas las fórmulas usuales que empobrecen el campo sociológico. [14] Hersch, J., “El instante”, en Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid, 1968, p.74.

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La revolución y la contrarrevolución en la Argentina

Gustavo Lambruschini

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En la Historia Universal las épocas de felicidad son páginas en blanco. Hegel

1. La Filosofía de la Historia. La Historia Universal no es inmediatamente eudaimonista; por el contrario: su categoría crítica central es la Libertad-conscientede-sí, i. e., la Libertad que se sabe una conquista moral y política, conquista que suele ser cruenta. Por una parte, la Filosofía de la Historia se ocupa en general de la cuestión ¿qué puedo esperar? o ¿qué podemos esperar? o ¿qué podemos esperar de nuestra voluntad política y de nuestras “hipótesis prácticas” [1]? (o sea ¿cómo debe operar moral y políticamente el “principio de la esperanza” [2]?). Por otra, la Filosofía de la Historia trata, sobre todo, de elevarse hasta la autoconsciencia histórica del presente, ilustrada ésta por la memoria del pasado tradicional operante; la autoconciencia y su coadjutor, la memoria histórica, empero, se hallan vertebradas por la voluntad de futuro. El futuro de la voluntad y de la imaginación escarba en el pasado de la memoria algunos de los elementos que formulan el proyecto y el programa de lo nuevo. Las filiaciones, las rupturas con las filiaciones, la filiación en las rupturas históricas y aun la voluntad de ruptura con eso que puede o debe volverse un pasado abolido, son momentos de la autoconsciencia del sujeto (individual y colectivo) que se autocomprende activo como político y moral y como sujeto histórico, i. e., según su memoria no menos que según sus proyectos de futuro. Filiaciones y rupturas en este contexto no son fatalidades naturales. En principio, son actos morales. El sujeto como la Libertad –reiterémoslo– no es un dato empírico sino una conquista moral y política. Las filiaciones son más bien naturales y están vinculadas a la minoría de edad y a las deudas con el pasado [3]. Las rupturas, en cambio, son decididamente morales y políticas. Unas y otras son objetos de la reflexión de la Filosofía de la Historia, i. e., que la Filosofía de la Historia debe volver una a una reflexivas. Así pues, la cuestión de las filiaciones y de las rupturas (dos conceptos históricos) halla en la autoconsciencia histórica, más allá que en cualquier otra, su auténtica y genuina consideración.

2. La Revolución. Después del Cordobazo [4] –para ambas partes de la Nación estructuralmente dividida– se hizo totalmente evidente lo que antes podía parecer dudoso: se trataba de la Revolución. Los unos querían con la asistencia de Dios, nuestro Señor, cortar de un solo tajo la cabeza de la serpiente venenosa. Los otros –con vehemente voluntad humana– no sólo querían resistirse a la opresión [5] y defenestrar un gobierno de facto tiránico (sin legitimidad de origen ni de ejercicio), al decir de la época “oligárquico y proimperialista”, sino hacer la Revolución, romper con la fatalidad del eterno retorno de la tradición de un pasado de opresión e injusticia. Para los unos, se trataba de reivindicar para el presente histórico el patrimonio de los poderes de la tradición y del pasado como herencia y legado indiscutibles, en cuya filiación hallaban su identidad personal y social; en una palabra, se trataba de reivindicar para el presente la memoria del poder que otorga identidad a los sujetos. Para los otros, se trataba de reivindicar la invención y las promesas del futuro (de los Nuevos Tiempos, de un Mundo Nuevo en el que pudiera realizarse el Hombre Nuevo [6]); en una palabra, era el entusiasmo de la voluntad y de la imaginación dialéctica, el que otorgaba la identidad a los sujetos y el que inauguraba y aun inventaba nuevas filiaciones. En síntesis, en ese conflicto se contradecían y confrontaban, por una parte, la memoria tradicionalista de esos padres viejos que se filiaban en la voluntad de conservar el presente por la autoridad del pasado, y por otra, la imaginación dialéctica de esos hijos jóvenes que querían romper con un pasado y con un presente ominosos; y también la racionalidad calculadora y positivista (Verstand) de los padres viejos y la fantasía racional contrafáctica y creadora de mundos posibles de los jóvenes emancipados de las filiaciones

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asociadas al pasado; en fin, la pesadumbre de quienes ven desafiado su poder, y el entusiasmo creador de nuevas realidades. Por momentos la lucha de clases parecía tomar la confusa apariencia de una lucha generacional. Pronto también se supo que esa contradicción y esa confrontación, esa lucha (como suele ocurrir cuando lo que está en juego es la Libertad), eran a muerte.

3. Praxis, actos de habla y sujeto joven. Después de los acontecimientos y los sucesos de las barricadas y de la lucha callejera de Mayo del 69 en Córdoba, mientras que los unos con memoriosos ojos realistas se alistaban y pertrechaban para conservar el poder que ya detentaban malamente, los otros se entregaban a un entusiasta activismo de palabras nuevas y de atrevidos actos novedosos (die praktisch-kritische Tätigkeit). La pregunta fundamental de la política ¿qué hacer? o mejor ¿qué hacer aquí y ahora? parecía tener una sola respuesta: la Revolución. En ese contexto y como un método más de la lucha por la Liberación Nacional y Social, emergieron de forma completamente natural y con gran apoyo político popular las operaciones político-militares de la lucha como lucha “armada” y del “foquismo”, fuertemente inspirados por otras experiencias revolucionarias exitosas del Tercer Mundo, sobre todo, Vietnam, Cuba y hasta el vecino Uruguay. En ese contexto se realizaron el ajusticiamiento de Aramburu y demás tiranicidios y operaciones político-militares. Las ambiciosas y entusiastas consignas revolucionarias de la hora eran la Patria socialista y por un nuevo Ayacucho. / 68 /

Ésa era la voluntad política predominante en los dos grandes movimientos sociales de vanguardia del movimiento popular, i. e., entre los militantes del así llamado Frente obrero-estudiantil, un frente constituido sobre todo por jóvenes, por los jóvenes del movimiento de los obreros y del movimiento de estudiantes; a los cuatro vientos se voceaba ¡Obreros y Estudiantes, unidos y adelante! Allí se encontraba el sujeto, el sujeto revolucionario, que se autoconcebía como consciente y autónomo, que se concebía activo hablante y protagonista de la Historia, que tomaba en sus manos la fatalidad del destino para doblegarlo y realizarlo al talle de su voluntad y su Razón, i. e., que tomaba en sus manos a la historia para hacerla suya y liberarla. Casi de más está decir, que se trataba de un sujeto más de la razón que del entendimiento, más del entusiasmo que de la placidez, más de la imaginación que de la memoria, un sujeto que consideraba evidente la consigna la imaginación al poder.

4. La Bildung del sujeto. El anhelo y la voluntad política del prometido Nuevo Mundo de los Nuevos Tiempos en el que pudiera advenir el Hombre Nuevo, se nutría del coraje del espíritu del pueblo y, más aún, del entusiasta espíritu de la época contemporánea. La época entusiasmaba al espíritu y lo inspiraba a la emulación: tras resultados y logros ambiguos en los ya existentes, se sumaban a la causa de la lucha por el socialismo Vietnam y los otros países de la Indochina, el África de los movimientos anticolonialistas de liberación, en Latinoamérica Chile, Perú, Panamá, Bolivia, Uruguay y Cuba, sobre todo, Cuba. El espíritu de la época contagiaba al espíritu del pueblo y en especial a su vanguardia, al movimiento estudiantil y al movimiento obrero –que tenía por enemigo de clase también a esa burocracia sindical (estatalizada) que necesitaba de patotas de pistoleros para conservarse en el poder. La cultura del Hombre Nuevo se forjaba, o más rigurosamente, se realizaba en la militancia político revolucionaria: sintiéndose hablar y viéndose actuar los militantes se descubrían a sí mismos nuevos y se concebían a sí mismos como tales. La cultura es la Bildung. Sartre había escrito de modo convincente: la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que se forja al rojo. De ella por cierto participaba también el saber de la memoria de la Historia, puesto que la tradición de todas las

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generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos (Marx); pero sobre todo, insistamos, era la imaginación de una –por momentos angustiosa– fantasía proyectada con la fuerza de la voluntad hacia el futuro, no menos que la voluntad de emulación de otras experiencias históricas contemporáneas que se veían admirables: ardientes discusiones y aun polémicas acerca del “revisionismo histórico” y acerca de lo que hoy se llamaría la “utopía” y entonces se llamaba el “programa” o el “proyecto”.

5. El partido del Estado, i. e., del status quo. La imaginativa “Juventud” declaraba hacer la Revolución y lo repetía y lo proclamaba a viva voz y a los cuatro vientos. En cambio, los memoriosos viejos partidarios del Estado, i. e., del status quo, la escuchaban atentamente y se decían a sí mismos hay que aniquilarla. Entonces, por así decirlo, en la vereda de enfrente, se posicionaron con no menor voluntad política, los desafiados dueños del poder como vicarios del poder real burgués. En el gobierno se hallaba otra vez como figura repetida desde 1930, el Partido Militar, que nuevamente contaba con la asistencia del Partido de Dios, y al que se había sumado inéditamente la burocracia sindical como parte conciente de la burocracia del Estado de clase y también como parte del PJ que contaba incluso con la neutralidad y expectativa del propio Perón, quien por entonces afirmaba hay que desensillar hasta que aclare. Hasta los propios Partidos políticos del Estado de clase, principales afectados corporativos del golpe del 66, participaban en mayor o en menor medida combinados con una burocracia de tecnócratas básicamente católica del gobierno de la así llamada “Revolución Argentina”. Consecuente con el objetivo bélico de aplastar a la Revolución, el Partido Militar mientras tanto aprendía profesionalmente a torturar y de la “guerra contrainsurgente” con los franceses y en la Escuela de las Américas (SOA); burgueses y sacerdotes los animaban y alentaban a salvar la Patria. Tras el Cordobazo los sueños corporativistas y de permanencia franquista en el poder del ridículo general Onganía fueron interrumpidos por el propio Partido Militar, que comprendió que la “Revolución Argentina” tal cual estaba posicionada era insostenible y disfuncional a los intereses estratégicos que ella representaba. Las casi cien operaciones de las organizaciones político-militares y la exasperación y el acrecentamiento de las movilizaciones populares frustraron rápidamente las ilusiones de “profundizar la Revolución” (Levingston), y el régimen (no sin antes usurpar también el Poder Constituyente) terminó llamando a elecciones (otra vez más fraudulentas y frustradamente continuistas en el Gran Acuerdo Nacional de Lanusse).

6. El apogeo de la Revolución en la Primavera camporista. La voluntad revolucionaria, la voluntad de la Patria socialista y del nuevo Ayacucho, llegó a su apogeo en la Primavera Camporista, así llamada en consciente conexión con la Primavera de los Pueblos del ‘48. La Juventud tuvo la ilusión de que se constituía un gobierno revolucionario, que de acuerdo a un programa de profundización y radicalización, instituiría prontamente una suerte de “Dictadura del Proletariado”. Simbólicamente y como promesa, el acta de asunción del nuevo gobierno fue rubricada por Salvador Allende y Osvaldo Dorticós y la misma noche en una pueblada fueron liberados de Villa Devoto y Caseros todos los combatientes por la Liberación Nacional y Social y todos los demás presos políticos. La consigna era que la militancia revolucionaria ocupara todos los puestos de poder real de las instituciones y de los Estados nacional y provinciales; el programa avanzó y se ejecutó de forma significativa. Los límites eran evidentes desde el principio: no sólo provenían de la improvisación y de la debilidad de la organización misma sino de que el gobierno estaba encabezado por Cámpora, un ex político conservador, que había crecido dentro del peronismo por su obsecuencia y que extraía su legitimidad política de su lealtad in-

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condicional a Perón y de su voluntad de ser su figura vicaria; el “General”, al que le fuera restituido el rango, el uniforme y que también fuera ascendido a Teniente General, lo despreciaba y maltrataba públicamente y miraba con distancia y frialdad todos esos movimientos de la “Juventud” autonomizada de su propia voluntad y conducción. No sólo los partidarios del status quo veían amenazados sus privilegios por “los revolucionarios”, sino el mismo Perón: pronto se vería con toda evidencia que el “Viejo” se oponía a la “Juventud”.

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7. La política contrarrevolucionaria. La contrarrevolución es una consciente política de Estado que sin solución de continuidad se prolonga y perpetúa desde Ezeiza (1974) hasta el presente (2013) y cuyos jalones más significativos han sido el golpe contra Cámpora, la fórmula Perón-Perón, la reforma del Código Penal, la organización de la “Triple A”, la peculiarmente “democrática y constitucional” forma de la represión, el decreto de “aniquilación” de la subversión, el Operativo Independencia, el Rodrigazo, el consenso generalizado con el golpe del ‘76, la peculiar represión del Proceso (los sistemáticos secuestros, torturas y la desaparición sin rastros legales), el colaboracionismo de los partidos políticos y de gran parte de la sociedad burguesa y la burocracia sindical, la destrucción de la base material de la Revolución, los treinta mil muertos en la represión, la autoamnistía de los militares, la defensa de la continuidad jurídica del Estado por parte del PJ en la campaña de 1983, la defensa del Proceso por la burocracia sindical durante el Juicio a las Juntas, la perpetua complicidad del Partido de Dios, la leyes de Obediencia debida y Punto final, el indulto, los recientes asesinatos (el militante del PO, los Qom, los del Parque Indoamericano, los de Jujuy y demás denuncias de la CORREPI), la frecuente represión y judicialización de militantes políticos y luchadores sociales, la Ley Antiterrorista, en fin, la actual cooptación estatal del Movimiento de Derechos Humanos y su división, la usurpación estatal de una historia de lucha y la deliberada falsificación de la memoria histórica. La Revolución fue derrotada de forma contundente: primero, militarmente (los padres asesinan a sus hijos); luego, políticamente (los oprimidos no quieren más la Revolución); en fin, semióticamente (la Revolución desaparece aun como palabra de la vida política y aun del lenguaje de las ciencias sociales incluso como hecho empíricamente constatable). Así pues, se consuma la ruptura de la filiación de las masas en la Revolución.

8. La tergiversación de la memoria histórica. La palabra “Revolución” se halla tan desaparecida como los cuerpos de los desaparecidos. La palabra “Revolución” se halla tan desaparecida que ha sido borrada hasta de la reciente efeméride de la Revolución de Mayo: se habla todo el tiempo del “Bicentenario” y nadie dice que se trata del bicentenario de la Revolución. Junto con los desaparecidos, han desapareci-

do el lenguaje de los desaparecidos y la memoria revolucionaria. En el espacio público y en los debates públicos ya no encuentran lugar ni las palabras imperialismo, ni oligarquía, ni neocolonialismo, ni pueblo, ni nacionalismo revolucionario, ni Liberación nacional y social, ni menos que nada Revolución. Se consolida así la neo-lengua. Por así decirlo, el síndrome se vuelve agudo cuando la Revolución desaparece de la Filosofía de la Historia y de las Ciencias Sociales –aun de esa Historia que tiene la firme determinación de ser científica. Hay una recuperación familiar y otra estatal de la Memoria, que obstruyen una recuperación política de la Memoria animada por la imaginación dialéctica y la voluntad racional de un Nuevo Mundo en el que advenga el Hombre Nuevo. La forma peculiar que tuvo entre nosotros la heroica lucha contra la Dictadura genocida, fue que ésta fue encarada inicial y principalmente por madres, abuelas y familiares de los asesinados. Con extraordinario coraje se batieron contra los sicarios hasta derrotarlos, primero, moralmente; luego, políticamente; en fin, jurídicamente. Mas como una secuela de esa peculiaridad, quedó una distorsión en la forma de ese clamor específico por la Memoria y por la Verdad. Es evidente, sin embargo, que los muertos en combate y los desaparecidos no están muertos y desaparecidos por ser el “hijo” o la “hija” de o el “padre” o la “madre” de, sino por querer la Revolución, por luchar por la Patria Socialista y por un nuevo Ayacucho. Otro tanto ocurre con el actual secuestro y la actual usurpación por parte del Estado de la Memoria histórica. El Estado corrompe la memoria y aun es el gran corruptor de la memoria, no sólo porque no quiere recordar a la Revolución (contra el Estado), sino porque no quiere recordar su obra, el Terrorismo de Estado. Los muertos y los desaparecidos no están muertos y desaparecidos por ser “ciudadanos” y “súbditos” del Estado de clase, sino por revolucionarios y socialistas que entre otras cosas querían abolir al propio Estado. La novedad del presente histórico es el escándalo de que la sangre derramada ha sido negociada. Se intenta la ruptura – hasta ahora con gran éxito– de la filiación contra-revolucionaria del presente histórico. Dos instituciones “inmorales”, a saber, la familia y el Estado, intentan monopolizar la memoria histórica [7]. Contra la tergiversación ideológica de la memoria histórica por parte de la familia y del Estado, contra esa memoria, hay que exigir la memoria política de los ciudadanos autónomos, no la de los familiares y de los súbditos (heterónomos). La tergiversación ideológica de la memoria histórica obstruye la imaginación y sigue fomentando el quiebre de la voluntad revolucionaria. La filiación de la conciencia del presente deriva mucho más de la política que lleva adelante el PJ después de Ezeiza, que del período revolucionario que culmina en la Primavera Camporista. Sin embargo, la ruptura con la memoria histórica –su causa sustantiva– no es responsabilidad ni de la familia ni del Estado, sino de la ruptura con la voluntad revolucionaria y de la incapacidad de la imaginación dialéctica: la voluntad de lucha por la Patria socialista, la lúcida consciencia de socialismo o barbarie, se hallan transitoriamente enajenadas y alienadas.

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9. La Filosofía de la Historia como Crítica. En 1983 en el espíritu de la época y en el espíritu del pueblo la voluntad revolucionaria de los ‘60 y ‘70, la voluntad de hacer la Revolución, fue sustituida por la voluntad de la Democracia, el Estado de Derecho y la vigencia de los Derechos Humanos oriundos del programa liberal de la Revolución burguesa. Desde entonces resultan cuestiones controvertidas qué haya que entenderse por los insustituibles e irrenunciables proyectos de la Democracia, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos; si éstos guardan continuidad o no y cuál con el programa revolucionario setentista de la Patria Socialista y por un nuevo Ayacucho, pues en la Historia Universal las épocas de felicidad son páginas en blanco y las únicas que se hallan escritas y por escribir son aquellas que registren las rupturas revolucionarias que se computen como crecientes ganancias de autonomía y libertad, páginas que tienen como protagonista a la Libertad-consciente-de-sí. Un capítulo sustantivo de la discusión de estas cuestiones es el de la memoria histórica, el capítulo de la Revolución negada. Se quiere negar que hubo una Revolución, y que ésta fue aplastada; se intenta que la Revolución desaparezca hasta como palabra y que permanezca tan desaparecida como están los desaparecidos; se intenta, en fin, negar la evidencia ética de socialismo o barbarie. Asistimos al escándalo de una doble desaparición: los desaparecidos han desaparecido como cuerpos y como sujetos hablantes, i. e., como propiamente humanos. En esta discusión está en juego la filiación de la autoconsciencia histórica del presente. Concretamente está en juego la perduración o no de la ideología de que ya vivimos en Democracia; de que el vigente Estado de clase es el Estado de Derecho; en fin, que los Derechos Humanos son una realidad histórica efectiva (wirklich) y no que en la actualidad del presente se hallan todos violados. Más allá de la incontrolable voluntad de los actuales dueños del poder, es necesario ver en esta transitoria derrota semiótica la consecuencia de la desaparición de la voluntad de ser-sujeto en los individuos posesivos cosificados en sus consciencias y en sus voluntades. En tiempos de derrota los expoliados y los oprimidos –por alienados– renuncian a sersujetos: la Revolución les parece una quimera imposible y la Patria socialista, otra. La voluntad de ser-sujeto surge en los períodos históricos en que dadas las condiciones objetivas, se lucha lúcidamente por la Libertad-consciente-de-sí. El entusiasmo de la imaginación dialéctica contrafáctica es el motivo pasional capaz de poner en movimiento a la voluntad,

mientras que las “hipótesis prácticas” de las que habla Kant, son la motivación racional de la voluntad. ¿Es posible, sin volvernos cómplices de la violencia estructural y de la barbarie imperantes, renunciar a la “hipótesis práctica” de que se realice el Hombre Nuevo, hijo por una parte, de la conversión moral [8], de la fundación radical de un nuevo orden político de un Nuevo Tiempo y de un Nuevo Mundo y, por otra, de la educación? Advierte Hegel: los afectos pueden terminar acostumbrándose a cualquier cosa, incluso a las peores; en cambio, la razón como fundamento de la voluntad es insobornable. De un nuevo ciclo del entusiasmo, de la imaginación, de la Razón y de la voluntad depende la resurrección del Principio de la Esperanza en un mundo no menos miserable que mediocre. La única filiación (auténticamente moral y –desde luego– política) es la filiación con la tradición de las rupturas, i. e., de las Revoluciones. Dicho según un perspectiva filosófica política e histórica: la lucha por la Libertad, i. e., la Libertad-conscientede-sí, es el núcleo de la actividad política y el hilo conductor en la abigarrada y rapsódica selva de hechos, datos, etc., de la Historia Universal, de su tribunal y de su autoconsciencia

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NOTAS [1] Cf. Kant, Metafísica de las Costumbres. [2] Cf. Bloch. Es necesario ver en la religión la mistificación de la tierra y no en la tierra la secularización de la religión. [3] Las filiaciones son familiares, nacionales, con otras instituciones que afilian y con otras tradiciones discursivas. Las filiaciones, como las identidades, son operaciones discursivas. [4] El Cordobazo aconteció el 29 de mayo 1969. Poco tiempo antes habían triunfado el Correntinazo (15/5) y el primer Rosariazo (16/5). [5] Ejercer el ius resistendi. [6] Cf. No sólo a Guevara, sino sobre todo en este contexto a Kant. El Hombre Nuevo es, según los términos de la Metafísica de las Costumbres y Sobre la Paz Perpetua, una “hipótesis práctica”; el Nuevo Mundo equivale al Mundo de los Fines. [7] Acerca de la “inmoralidad” de la institución de la familia, una institución esencialmente patriarcal, nos hemos ocupado en “Acerca de la Familia y el Patriarcado (leído en la Jornada acerca del Patriarcado y la Política, FCE, UNER, 2010. Inédito). En cuanto a la “inmoralidad” del Estado, una institución estructuralmente terrorista, nos hemos ocupado en otro escrito, “El Terrorismo de Estado y la esencia del Estado”. (Inédito). [8] La conversión moral (periagogé) de la humanidad que rompe con el Reino de la Necesidad para inaugurar el Reino de la Libertad como el comienzo de la auténtica Historia que deja atrás la Prehistoria de la humanidad.

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EL QUEER/CUIR AL SUR DEL MUNDO: PRÁCTICAS DISCURSIVAS, CUERPOS Y ESCRITURAS EN LAS COMUNIDADES SEXUALES RADICALES [1]

Juan Pablo Sutherland

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“La historicidad del discurso implica el modo en que la historia es constitutiva del discurso mismo. No se trata sencillamente de que los discursos estén localizados en contextos históricos, además los discursos tienen su propio carácter histórico constitutivo. Historicidad es un término que implica directamente el carácter constitutivo de la historia en la práctica discursiva, es decir, una condición en la que una ‘práctica’ no podría existir independientemente de la sedimentación de las convenciones mediante las cuales se la produce y se la hace legible”. Cuerpos que importan, Judith Butler Las políticas Queer aparecen en los años ochenta en medio de las crisis disciplinarias de las humanidades y del impacto de los Estudios Culturales a partir de los setenta [2]. Dicha emergencia se relaciona con una interrogación a las políticas de identidad que levantó el movimiento homosexual a comienzos de los años ochenta. La erosión de las prácticas de identidad y de representación, cada vez más asimiladas al mercado gay y a las políticas de integración, quitó novedad y profundidad crítica a las acciones que se venían desarrollando por décadas. En esa escena aparecen a inicios de los ochenta en Estados Unidos y Europa diversos grupos y un cuerpo de publicaciones que irrumpen con fuerza en el activismo político por los derechos de las minorías. A mediados de ese decenio, el Sida empezaba a hacer estragos en las comunidades homosexuales de San Francisco y Nueva York. Surge en París y Nueva York ACT UP, grupo de choque extremo para la lucha contra el Sida. Todo este escenario creará una nueva oleada de activistas, organizaciones y reflexiones sobre las sexualidades contemporáneas y sus políticas. Por otra parte, en los setenta y ochenta en América Latina los crímenes hacia homosexuales siguen siendo una realidad cotidiana; en Brasil, la Argentina y el resto de la región, los escuadrones de la muerte dejan una huella de sangre difícil de borrar. Gran parte de Sudamérica está gobernada por dictaduras militares y surgen incipientes iniciativas ante la brutal represión. En la Argentina nace a mediados de los setenta el Frente de Liberación Homosexual, liderado por el poeta y antropólogo Néstor Perlongher y frecuentado por el escritor y guionista Manuel Puig. En Chile, a inicios del gobierno de la Unidad Popular, se organiza el primer mitin homosexual en la emblemática Plaza de Armas de Santiago, manifestación categorizada por los medios de izquierda como degradante y pervertida. Todo este escenario va configurando líneas de tensión tanto históricas como críticas, que posteriormente plantearán fuertes debates y discusiones sobre las políticas de identidad. ¿Qué es el queer? Desde una caja de herramientas foucaultiana-butleriana diría que puede entenderse como una teoría de la acción performativa, que tiene efectos políticos en los cuerpos. Habla en una primera persona que desenfoca el ejercicio identitario, devolviéndole al otro su gesto objetivador. O desde una perspectiva política podríamos entenderla como una estrategia que, disolviendo la identidad, juega a una hiper-identidad extrema (maricón, camionera, torta, tortillera, cola, fleto, colisa, pato, trolo, etc.) para desestabilizar la homo-norma, la estabilidad gay, la normalización de la gaycidad. Como estrategia estética enfatiza, desde el juego performativo, una hiperbolización identitaria, una meta-metaforización del lugar del estigma homosexual, una neo-barroquización de la identidad como un lugar en fuga en el contexto de la violencia política hacia las minorías sexuales. La traducción [3] del queer en América Latina ha tenido sus derroteros. Algunos han corrido a inscribir sus prácticas dentro de la catedral queer como santificándose en la última neo-vanguardia de las políticas sexuales radicales, otros han intentado traducir el término desde las más variadas opciones léxicas: torcidas, oblicuas, post-identitarias, raras, invertidas, todas ellas con un propio malabarismo lingüístico que intenta dar cuenta de un malestar normativo, de un relevamiento teórico, de una fuga prometeica de la identidad. Promesa post-identitaria en un contexto político identitario, de políticas de representación, que juegan en el escenario político a dar voz a un lugar negado y estigmatizado. Traducir ya plantea una lejanía con la lengua y el objeto; es tomar una distancia o en sí mismo ya es un problema cultural. Podríamos decirlo, como Lawrence La Fountain-Stokes, “que queer es un término un tanto intraducible al español” [4]. Más aún con un término que tiene una historia y un contexto político en los Estados Unidos de los años ochenta. En gran parte de las publicaciones en América Latina, diver-

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sos autores han optado por traducir queer como raro, extraño, homosexual [5]. Sin embargo, dada la riqueza connotativa del término en inglés, se pueden discutir, problematizar y singularizar varias de las acepciones que encuentra el término en diferenciados contextos, tanto en utilizaciones del uso gramatical como en sus usos políticos. ¿En América Latina el queer puede ser a la vez algo políticamente traducible y lo suficientemente inestable para ser productivo en términos radicales? ¿Es intraducible al español, como cuenta La Fountain-Stokes? ¿Es traducible, como indica Llamas, o es barroco y manierista [6], como señala notablemente Bolívar Echeverría? Este texto intentará problematizar al máximo esas preguntas que finalmente tienen el interés teórico-político de marcar diferencias y señalar posibles peligros en que podemos caer quienes trabajamos en la batalla sexual diaria, en la cocinería representacional deconstructiva, en la trinchera simbólica del desajuste normativo y en las escrituras periféricas de la Nación.

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El enunciado queer comparece o aterriza en América Latina a mediados de los años noventa en la mayoría de las organizaciones homosexuales, en medio de la acción política contestataria que caracterizó el mapa de la post-dictadura en Chile [7]. Consiste en un enfoque que vino a tensionar las propias políticas representacionales de la identidad, en pleno auge del movimiento homosexual. Quizá uno de sus mayores problemas será cómo se entienda o se traduzca lo queer como una práctica performativa y política surgida en el seno metropolitano del saber, que ya develaba con mayor cuestionamiento las políticas de identidad por más de treinta años en ejercicio. El problema de la traducción hizo que se tensionaran otras líneas de constitución o tráfico de saberes. Traducción compleja y política en el sentido de instalar una zona de debates que cartografiaba los nuevos escenarios sobre políticas sexuales y sus apuestas político-culturales. La operación política de instalación nos impone diferenciados matices a la hora de ver su productividad académica y social.

DE LAS INFLUENCIAS A LAS POLÍTICAS QUEER. FOUCAULT, ¿EL MAESTRO QUEER, EL SANTO MARICA O EL EPISTEMÓLOGO DE LAS MINORÍAS? En 1990 surge en Estados Unidos Queer Nation, activismo vinculado profundamente a la lucha contra el Sida. Durante las décadas anteriores, John Boswell [8], historiador homosexual admirado por Michel Foucault, provocó impacto por sus trabajos historiográficos sobre la homosexualidad medieval, a la par de la fuerte influencia de Michel Foucault y sus estudios sobre la historia de la sexualidad en la Antigüedad. Fruto de estas discusiones, se produce una serie de debates sobre las categorías de la sexualidad, el género y la propia homosexualidad como campo discursivo. En este escenario, el feminismo, el psicoanálisis, el post-estructuralismo, sentarán las bases para reevaluar estrategias, repensar categorías como

sujetos de representación, lenguajes, cuerpos y las nuevas subjetividades aparecidas en la escena de los años setenta. La nueva perspectiva de los estudios iniciados por Michel Foucault sentará las bases de un inédito modo de entender los dispositivos de control de la sexualidad. Foucault tendrá como objetivo epistemológico sacar la sexualidad del campo del discurso de la verdad científica y explicarla en la historia de los discursos. Por otra parte, no será menor la operación de Foucault respecto de la homosexualidad, en la medida en que la ubica en la producción de discursos. Es sobre todo en el volumen primero de Historia de la sexualidad, La voluntad de saber que Foucault planteará esta perspectiva con claridad: “La ‘sexualidad’: correlato de esa práctica discursiva lentamente desarrollada que es la scientia sexualis. Los caracteres fundamentales de esa sexualidad no traducen una representación más o menos embrollada, borroneada por la ideología, o un desconocimiento inducido por las prohibiciones; corresponden a exigencias funcionales del discurso que debe producir verdad. En la intersección de una técnica de confesión y una discursividad científica, allí donde es necesario hallar entre algunos grandes mecanismos de ajuste (técnica de la escucha, postulado de causalidad, principio de latencia, regla de interpretación, imperativo de medicalización)” [9]. Será central en la discusión de la teoría política queer entender, por una parte, la sexualidad como producción discursiva [10], fuera de la tesis de la represión de la sexualidad instalada en los discursos de liberación sexual y en gran parte de los estudios en sexualidad. Foucault ya había trabajado en El orden del discurso [11] con los procedimientos de exclusión y fijación de ciertas operaciones de re-ordenamiento en determinados discursos. Concluía que las zonas más cercadas y comprimidas, en esa malla social, eran la sexualidad, la locura y la política. En ese sentido, no resulta sorpresiva la gran influencia que este filósofo francés va adquiriendo en los movimientos minoritarios, fundamentalmente el homosexual. David Halperin, en su libro San Foucault. Para una hagiografía gay, señala lo siguiente: “Las influencias políticas del discurso de Foucault sobre la sexualidad no han pasado desapercibidas para las lesbianas y los gays, quienes por mucho tiempo hemos sido los objetos de discursos que nos presentan como potencialmente asesinos, enfermos, criminales e inmorales, uno de cuyos efectos comparativamente menores ha sido des-autorizar nuestras experiencias subjetivas y negarnos al derecho a expresar el saber sobre nuestras propias vidas” [12]. Será decisivo, entonces, para la teoría y el movimiento queer, la reapropiación discursiva, a partir de ciertas operaciones de desarme de la práctica homofóbica incorporadas en el discurso. Cuestión in-

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teresante si se piensa que una de las estrategias discursivas más propias de lo queer es “quitarle las armas al enemigo en primera persona”. Eso se puede traducir en la operación discursiva del “yo” maricón como gesto político de desplazamiento de la objetivación heteronormativa, operación que será central para producir una política queer disolvente y performativa que vaya más allá de la reafirmación de una identidad, que más bien trabaje en la híperidentidad o en la fuga de la estabilidad homonormativa.

JUDITH BUTLER, LA CATEDRAL QUEER Judith Butler se ha transformado, desde la publicación de su libro El género en disputa [13], en una de las pensadoras más reconocidas de la escena queer. En dicho libro inaugural sostiene que el género puede pensarse y vivirse como una constante performance o, para ser más precisos, la operación constitutiva del género opera desde la performatividad. Judith Butler parte su propuesta llevando la teoría de los actos de habla a las prácticas homosexuales. Butler sostiene: “Austin sugiere que la heterosexualización del vínculo social es la forma paradigmática de aquellos actos de habla que dan vida a lo que nombran: ‘Yo os declaro...’ ¿Y qué ocurre al enunciado performativo cuando su propósito es precisamente anular la fuerza de la ceremonia heterosexual?” [14]. A partir de Austin y su teoría de los actos de habla, Butler plantea que los actos performativos son formas de habla que autorizan, son expresiones que al ser emitidas realizan cierta acción y ejercen un poder vinculante, implicadas en una red de autorizaciones y castigo. Las expresiones performativas incluyen sentencias judiciales, bautismos, inauguraciones, declaraciones de propiedad, actas de fallecimiento. Uno de los elementos relevantes que rescata Butler a partir de los actos de habla, es la condición discursiva del reconocimiento social que precede y condiciona la formación del sujeto. Esta inflexión será fundamental para entender la interpelación performativa. El sujeto no pre-existe, dice Butler; en ese sentido es relevante en la enunciación homofóbica que dicho reconocimiento o interpelación forma al sujeto “anormal” y normaliza a quien expresa dicha enunciación. Butler enfatiza: “Derrida sostiene que el poder vinculante que Austin atribuye a la intención del hablante en todos los actos ilocutorios debería atribuirse, antes bien, a la fuerza citacional del lenguaje, a la iterabilidad que establece la autoridad del acto de habla, pero que establece el carácter no singular de ese acto. En ese sentido, todo ‘acto’ es un eco o una cadena de citas y apelación a la cita que es lo que le da su fuerza performativa” [15].

Es interesante esta perspectiva crítica que Butler rescata de Derrida. Más aún cuando desnaturaliza el discurso homofóbico, en el sentido de reconocer la historicidad de la práctica discursiva, de la cita como cadena de citas, es decir, como el poder de la repetición en el habla que norma y sentencia. Será esta una de las claves para las estrategias queer que apelan a hacerse cargo o a deshacer el estigma homofóbico, des-territorializando la operación discursiva, convirtiéndola en gesto político en primera persona: “yo queer”, “yo raro”, “yo anormal”, “yo maricón”. Este punto constituye un nudo de debate y discusión. ¿Es posible descargar la violencia estructural y simbólica que engendró la cita en el lenguaje homofóbico? Asimismo, serán relevantes las consideraciones de traducción cultural, es decir, extremando la frase de Gayatri Spivak “¿puede hablar el sujeto subalterno?” [16] y parafraseando “¿puede hablar el sujeto marica sacando la carga homofóbica de su camino?”. Algunos detractores sugieren que al traducir el termino queer al español se pierde el poder connotativo del vocablo inglés, limitando su poder de transformación política. ¿Se puede pensar que es sólo un problema de traducción estricta del queer a cualquier habla, o se podría entender como una operación mayor, de fondo político y epistemológico, en el sentido de trasladar la carga homofóbica a una práctica de resistencia? ¿Es posible el queer en América Latina, de modo de despejar estas dificultades políticas y culturales? ¿Es posible pensar en una teoría política queer que traduzca el estigma en una afirmación rentable políticamente? Las respuestas a las preguntas enunciadas caerán inevitablemente en variados campos al ser respondidas. Uno de los campos más fértiles, desde mi punto de vista, es la ciudad letrada queer. Lo he llamado así, parafraseando la idea de Ángel Rama, a fin de ubicar una cantidad de textos relevantes que configuran prácticas contracanónicas en las literaturas latinoamericanas. En este terreno no será menor destacar ciertos vértices que conjuraron con mayor fuerza una resistencia a las recepciones críticas de las literaturas nacionales o al rompimiento del cerco censurador de la crítica literaria más conservadora en algunos países. Podemos situar un primer nudo crítico en el espacio neo-barroco rioplatense, al cual pertenecen autores tan relevantes como Néstor Perlongher, Osvaldo Lamborghini, Manuel Puig y Roberto Echavarren; producción sudamericana que marcará intensidades diversas al fijar estrategias, cuerpos, políticas y deseos. Se podría pensar que en ese escenario este conjunto de autores construyó paralelamente, y sin saberlo, una ciudad marica en la literatura latinoamericana. Digo ‘ciudad’, con la idea de establecer un imaginario colectivo, de deseo, que pueda pensarse como una política, una estética colectiva, que con diferencias friccionaron los géneros mayores en pro de una política minoritaria de atentado a la Nación hegemónica. En el caso de Perlongher, los cruces entre literatura, sexo, política e imaginario popular se fagocitan con total promiscuidad. Perlongher, poeta, activista, antropólogo, cronista, se levanta como combatiente cyborg en la idea de un escritor mutante, teórico del deseo que traspasó a sus textos nuevos enfoques que no aparecían habitualmente en las literaturas nacionales. En Prosa plebeya, Perlongher es agudo y no da respiros; en el emblemático texto “Matan a un marica” el autor devela:

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“Cuerpos que del acecho del deseo pasan, después, al rigor mortis. En enjambre de sábanas deshechas las ruinas truculentas de la fiesta, de lo festivo en devenir funesto: cogotes donde las huellas de los dedos se han demasiado fuertemente impreso, torsos descoyuntados a bastonazos, lamparones azules en la cuenca del ojo, labios partidos a que una toalla hace de glotis, agujeros de balas, barrosas marcas de bota en las nalgas” [17]. En Perlongher ya se puede apreciar el tratamiento discursivo que intensifica y devela la carga homofóbica en la secuencia asesinato-marica, reinscribiendo o poniendo en tensión la marca de marica como lugar de castigo, privilegio de asesinato y genocidio permanente en una identidad bastarda. En ese mismo sentido, y reutilizando su despliegue neo-barroso [18], Perlongher trabajará en dobles juegos de dramatización y desdramatización; en su brillante texto “Por qué seremos tan hermosas”, hiperboliza al máximo el sentido estético de la loca como efecto político en la lengua: “Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas, (tan derramadas, tan abiertas) y abriremos la puerta de calle al monstruo que mora en las esquinas… [19]

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En Perlongher, la loca conforma un devenir sexual que conjugará su deambular en medio del peligro, de los putos, de la noche como contexto habitual de una política de cuerpos traficados. No será menor en Perlongher su veta de etnógrafo, que voyerea biográficamente con la maricada de la ciudad latinoamericana. Esencial es el estudio de Perlongher sobre la prostitución masculina [20] en São Paulo. Ojo y oreja de los tránsitos y cartografías de la loca y los putos, del miché, de los pardos, taxonomías del deseo marica que Perlongher conoce bien. En ese marco, la política escritural del antropólogo de subjetividades precarizadas en la violencia homofóbica se vuelve material cultural en la medida en que cruza campos sociales, culturales, eleva las biografías sexuales colectivas y minoritarias en una suerte de política cultural marica al interior de la propia cultura.

LA POLÍTICA DE LOS NOMBRES EN EL HABLA MARICA DE LEMEBEL Atravesando la cordillera, Pedro Lemebel recoge el guante con su afilada lengua neo-barroso, o neo-barrocho [21], llevando al máximo éxtasis el habla marica. Ojo voyeur de la cuidad vigilada, La esquina es mi corazón propone un habla hiper-identitaria, en la que la figura central de la “loca” como identidad o como estrategia discursiva es el centro de su política desestabilizadora del género o de los géneros. Incluso, desde su inaugural carnaval marica con “Las Yeguas del Apocalipsis” [22], Lemebel podrá inscribirse como uno de los mayores exponentes del habla marica en la literatura chilena. Por ello la crónica, como género privilegiado, se vuelve una señal certera de su opción por trabajar géneros menores, géneros despreciados por el canon de la alta literatura. Lemebel inocula la lengua marica en el habla cultural, en los medios, en la calle, torciendo la idea de lo políticamente correcto, en una estrategia de Kamikase minoritario. La esquina es mi corazón es la clara muestra de una cartografía del deseo que cuestiona la estabilidad más normativa de la homosexualidad y le da su cara más popular e inestable. Lemebel escribe en su crónica “Las amapolas también tienen espinas”: “por eso la noche de la marica huele a sexo, algo incierto la hace deambular por las calles mirando la fruta prohibida. Apenas un segundo que resbala el ojo coliza hiriendo la entrepierna, donde el jean es un oasis desteñido por el manoseo del cierre eclair” [23].

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La marca hiper-identitaria o post-identitaria juega a intensificar aquel lugar precario y en fuga de la loca. Así se podría entender el habla marica condensada en la loca, figura arquetípica de la homosexualidad popular, que sale de los márgenes institucionales para nombrarse a sí misma en el juego teatralizado y neo-barroso de Lemebel. En ese contexto encontramos a la loca multiplicada en poses de guerra, en estrategias de fuga y en la acción performativa de descargar la homofobia.

CONSIDERACIONES FINALES “La poesía es más filosófica que la historia”, decía Aristóteles. Asimismo, la literatura ha sido más crítica que las ciencias sociales o la propia filosofía, podríamos agregar en América Latina. En ese sentido, me inclino a pensar que las escrituras han resignificado, reinventado e interrogado en una extensión considerable al canon de las políticas sexuales de la Nación. Sus devenires han creado imaginarios y han narrado nuevamente a las comunidades nacionales latinoamericanas desde muchos lugares. Siguiendo esta línea, se podría articular la teoría más aguda, más reflexiva y tajante respecto de las representaciones de las identidades de lo social y cultural de las minorías; ella se encuentra en las escrituras que cruzan el canon o que son tangenciales a él desde múltiples estrategias. En esa perspectiva, es interesante rescatar lo que Doris Sommer [24] propone respecto de la construcción de la Nación latinoamericana y el co-relato que generó la literatura en esa configuración de imaginarios nacionales entre los siglos XIX y comienzos del XX. Se puede sugerir que la ciudad letrada marica re-significó a la Nación. Las narrativas cruzaron el genocidio, los éxodos minoritarios, las violencias y las políticas de higiene sexual [25]. Autores como Osvaldo Lamborghini, en textos como el “Niño proletario” [26], pueden leerse dentro del ejercicio biopolítico de control de los cuerpos. Por otra parte, El lugar sin límites, de José Donoso, configura la gran crítica genérico-sexual al sistema latifundista y semi-feudal del campo chileno en la historia social. El personaje de la Manuela termina mordida y muerta por los perros: travesti que finalmente se convierte en la metáfora de aquella violencia sistemática contra la diferencia sexual ejercida en la historia cultural y política de nuestros países. La política queer (por denominar una política sexual-cultural que insiste en una crítica a los regímenes normativos y, al mismo tiempo, interroga su propia institucionalización) ha sido, por lo menos en nuestros países, la multiplicación de diversas lecturas radicales que han conjugado lo popular, lo mestizo, el activismo crítico, las crisis de las representaciones de lo masculino y de lo femenino en las propias comunidades sexuales: cruces plasmados en innumerables batallas culturales que seguiremos dando. Los peligros: la posible institucionalización del queer en lo local. Y su fuerza, su propia des-territorialización en las prácticas culturales radicales. Configuraciones de escenarios posibles y nunca agotados. Las escrituras y la crítica activista, por lo menos para mí, constituyen mi propia teoría queer y han sido un espacio fértil para pensar la política, las prácticas culturales y los devenires sexuales. Traducir lo global a lo local, traducir lo local a lo global, son operaciones complejas, que vuelven a reeditar viejas discusiones, no por ello menos interesantes. Será la propia práctica discursiva la que tendrá la palabra en primera persona

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NOTAS

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[1] Se ha comenzado a parodiar el “queer” castellanizado en “cuir”; operación para establecer brechas e interrogantes sobre la dificultad de la traducción del término y los efectos políticos de su instalación en América Latina, a partir de problematizaciones tanto desde las militancias maricas como en la academia. En Chile, la Coodinadora por la Disidencia Sexual (CUDS) fue una de las primeras organizaciones en utilizar CUIR como una señal de interrogación política del enunciado. [2] En referencia a la experiencia del surgimiento de los Estudios Culturales en América Latina y Estados Unidos, ver el artículo de John Beverley, “Estudios culturales y vocación política”, Revista de Crítica Cultural, n° 12 (1996), Santiago, pp. 46-53. Dicho artículo problematiza y pone en contextos los impactos de la Escuela de Birmingham, y a su vez interroga a los marxismos más mecanicistas para retomar la influencia de Gramsci y sus planteamientos respecto de las hegemonías y las nuevas vocaciones políticas que se situarían en la cultura popular. [3] La idea de pensar la traducción no se asume desde un sentido literal, sino desplazado, en la perspectiva de un desplazamiento cultural, tensión desde el original y copia. Traducir ya involucraría una gestión política al interior de la propia lengua o del discurso. Ver el artículo “Traducción, género y poscolonialismo, compromiso traductológico como mediación y affidamento femenino” de Dora Sales Salvador en Quaders, revista de traducción, nº 13 (2006), Valencia, pp. 21-26. En él se problematiza la interrelación entre traducción, género y subalternidad y se debate sobre los contextos de traducción de la literatura de mujeres del tercer mundo por la traducción feminista metropolitana. [4] “La política queer del espanglish”, ver en www.centauro.cmq.edu. mx/dav/libela/paginas/.../100102147 [5] Ver Ricardo Llamas, Construyendo sidentidades. Estudios al corazón de la pandemia, Siglo XXI Editores, México, 1995. [6] Debate Feminista, nº 8, Volumen 16 (octubre de 1997), Ciudad de México, DF., pp. 3-10. Compilación titulada Raras Rarezas. [7] Ver Juan Pablo Sutherland, “El movimiento homosexual en Chile”, Revista de Crítica Cultural, n° 21 (2000), Santiago, pp. 36-39. [8] John Boswell saltó al reconocimiento público por sus eruditos estudios sobre homosexualidad en el período medieval. Sus estudios más conocidos fueron Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad y Bodas de la semejanza; este último es una investigación sobre las prácticas de unión amorosa en la Antigüedad, que recorre textos bíblicos y profundiza en los ritos de los primeros cristianos. A John Boswell se le ha insertado dentro de la corriente esencialista, acusación que se puede contextualizar respecto de la influencia complementaria de su trabajo con políticas de identidad surgidas a mediados de los años setenta. [9] Michel Foucault, La voluntad de saber, Historia de la sexualidad, Siglo XXI Editores, México, 1995, pág. 86. [10] Por otra parte, Donna Haraway planteará un énfasis mayor en la sexualidad, profundizando la categoría de tecnología, ya puesta inicialmente en circulación por Foucault. Beatriz Preciado, en Manifiesto contrasexual, retoma esa perspectiva, llevándola a un lugar destacado en su reflexión crítica. [11] Michel Foucault, El orden del discurso, Tusquets, Buenos Aires, 2004. [12] David Halperin, San Foucault. Para una hagiografía gay, Ediciones Literales, Buenos Aires, 2007, pág. 63.

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[13] El género en disputa fue el texto que articuló la tesis más controvertida de Butler respecto de la performatividad del género. A la vez, es un texto que inaugura la escena queer y que tendrá, luego de su impacto inicial, una serie de cuestionamientos respecto de la teoría de la performatividad. Se le cuestionan a Judith Butler ciertos reduccionismos al no incorporar otras dimensiones en su teoría. En Cuerpos que importan, Butler reconsiderará varias de las argumentaciones iniciales de El género en disputa. [14] Judith Butler, Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo, Paidós, Buenos Aires, 2005, pág. 315. [15] Judith Butler, op. cit., pág. 317. [16] Ver Spivak, Gayatri, “¿Puede hablar el sujeto subalterno?”, Revista Orbis Tertius, Año III nº 6 (1998), Argentina, pp.189-235. [17] Néstor Perlongher, “Matan a un marica”, Prosa Pebleya. Ensayos 1980-1993, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1997, pág. 35. [18] La categoría de neo-barroso fue la marca paródica con que Perlongher designa a la escena neo-barroca latinoamericana, ver “Introducción a la poesía neo-barroca cubana y Rioplatense” en Prosa Plebeya, ediciones Colihue, Buenos Aires, 1997, pp. 97-99. [19] Néstor Perlongher, Poemas completos, Seix Barral, Buenos Aires, 2003, pág. 58. [20] Néstor Perlongher, Prostitución masculina, Ediciones de la Urraca, Montevideo, 1993. [21] Neo-barrocho (alude al Río Mapocho) fue la designación que hizo la crítica literaria Soledad Bianchi a la traducción lemebeliana del neobarroso rioplatense. [22] Pedro Lemebel y Francisco Casas constituyeron el colectivo homosexual “Las Yeguas del Apocalipsis” a mediados de los años ochenta en Chile. Dicho colectivo inscribió la marca homosexual en el arte chileno desde proclamas políticas, performances y trabajos fotográficos y video-arte. Un detalle de sus trabajos se puede leer en el artículo “Pedro Lemebel”, en el libro de Julio Ortega, Caja de Herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno. Lom Ediciones, Santiago, 2000, pp. 72-73. [23] Pedro Lemebel, La esquina es mi corazón, Editorial Cuarto Propio, Santiago, 1995, pág. 88. [24] Doris Sommer, Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2004, pp. 54-57. [25] Para este tema, ver el estudio de Gabriel Giorgi, Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina contemporánea, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2004. [26] Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos I, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2003.

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Poemas cinematográficos: Chaplin, los surrealistas y el decorado de la belleza moderna

Ricardo Ibarlucía

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Este artículo presenta algunas conclusiones provisorias de una investigación más amplia todavía en curso, cuyo tema es la relación entre la poesía surrealista y el cine mudo de las primeras décadas del siglo veinte. El estudio en el que se enmarca comprende desde poemas de Louis Aragon y Phillipe Soupault, diversos escritos de André Breton y cartas de Jacques Vaché hasta crónicas de Robert Desnos para los periódicos Paris-Journal, Journal Littéraire y Le Soir y películas como Un chien andalou (1929) de Luis Buñuel y Salvador Dalí. En las páginas siguientes, me limitaré a reseñar dos ensayos sobre cine del joven Aragon, publicados entre 1918 y 1919 en el semanario Le Film, que animaba Louis Delluc, pionero de la crítica cinematográfica francesa y él mismo “cinéaste”, según el neologismo de su invención [1]. Mi propósito es ilustrar la tesis que en estos ensayos vincula las películas de Charles Chaplin con el surgimiento de una estética del cine, independiente de las artes tradicionales, a través de la traducción y el comentario de un conjunto de textos pertenecientes a la prehistoria del surrealismo: por un lado, un “poema cinematográfico” de Soupault y otros poemas de Aragon sobre Charlot y, por el otro, tres “críticas sintéticas” de cortometrajes escritos, dirigidos y protagonizados por Chaplin, que Soupault dio a conocer en la sección “Les Spectacles” de la revista Littérature en 1919, y un poema en prosa de Paul Éluard aparecido en una pequeña publicación dadaísta en 1920. 1 Los dos ensayos que Aragon escribió para Le Film son “Du Décor” y “Du Sujet”, aparecidos respectivamente el 16 de septiembre de 1918 y el 22 de enero de 1919 [2]. Ambos textos insisten en la necesidad de desarrollar un lenguaje cinematográfico emancipado de la literatura y del teatro. Desde el punto de vista del tema, sostiene el joven Aragon, lo peor que le ha sucedido al nuevo arte del cine ha sido adaptar obras dramáticas o novelas; de estas últimas, sólo las de acción, despojadas de psicología, y las que toman sus argumentos de folletines, a los que comúnmente no se atribuye valor literario, han tenido cierto éxito, pero ninguna estima. Los films más significativos, aquellos que en el futuro serán vistos como las “novelas de caballería” de los tiempos modernos, son los policiales de Nick Carter y “las bellas historias del Far West”, escritas especialmente para el cine [3]. Lo que se destaca en estas películas es “la intensidad”, “la violencia” de sus personajes, “la acción que tiende al reflejo” [4]. En estas “tragedias de las praderas occidentales”, se ha suprimido “la deplorable mímica, explicativa del lazo de la impresión con el acto, que torna risibles esos dramas italianos o esas piezas de ideas francesas, que se nos ofrecen como caramelos” [5]. Sin embargo, la piscología no ha desaparecido; al contrario, se ha vuelto más profunda en la medida en que la acción se ha intensificado: La psicología no se devela aquí a través de los medios de análisis empleados en la literatura, sino a través de los medios propios del film. Una mirada, un movimiento explica un estado del alma, reemplaza desarrollos filosóficos. Toda prolijidad mímica oscurece una situación más de lo que la esclarece. Lo que gana la partida y captura la atención del espectador, es la doble cualidad de la acción de ser continua, sin pausas, sin huecos, y determinada lógicamente en seres completamente simples, directos, y en esto mismo verdaderamente cinematográficos [6]. Por otra parte, la interpretación de Musidora en “epopeya hebdomadaria de Les Vampires” [7] o de cualquier otra star del cine mudo se diferencia sustancialmente de la de un actor de teatro. “Ese gran demonio de dientes blancos, con los brazos desnudos, habla sobre la pantalla una lengua inaudita, pero que es la del amor”, escribe Aragon, acordando a la imagen cinematográfica mayor universalidad que a la representación dramática en la comunicación de los sentimientos [8]. “Los hombres de todos los países lo comprenden y se emocionan más con el drama representado

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delante de un muro líricamente ornado de letreros que con esa tragedia ilustre a la cual nos invita el más sutil actor delante del más fastuoso decorado” [9]. Frente al “sentimiento desnudo” de la imagen cinematográfica, la artificiosidad del teatro fracasa; su trompe l’oeil, recurso que debe a la pintura, no puede igualar la “potencia poética” con la que la cámara logra “tocar nuestro corazón” al registrar el decorado de la vida moderna: La puerta de un bar que se rebate y sobre su vidrio las letras mayúsculas de palabras ilegibles y maravillosas, o la vertiginosa fachada de mil ojos de la casa de treinta pisos, o esa pila de latas de conserva que entusiasma (¿qué gran pintor ha compuesto esto?), o ese mostrador con la estantería de botellas que embriaga la vista: fondos todos tan nuevos a pesar de repetidos que crean una nueva poesía para los corazones dignos de sentir vivamente y delante de los cuales podrán desarrollarse en adelante las diez o doce historias que siempre vuelven a contarse a los hombres desde la invención del fuego y del amor, sin abandonar jamás las sensibilidades de este tiempo, que exceden los crepúsculos, los castillos góticos y los paisajes bucólicos [10].

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Si las generaciones precedentes marchaban “sobre los cadáveres de otras civilizaciones”, los jóvenes poetas celebran la llegada del “tiempo de la vida” [11]. Ya no se emocionan con Beirut o Ravena, como los románticos y los simbolistas, sino que les parecen más hermosos los nombres de Toronto o de Mineápolis, ciudades de las que provienen los soldados americanos y canadienses que han contribuido a aplastar las ensoñaciones reaccionarias de los germanófilos o los nacionalistas al estilo de Maurice Barrès. Estos nombres tienen la “magia moderna” del cine, cuyo “poder sobrehumano, despótico”, subyuga incluso a “la gente de gusto” que lo censura y pretende mostrarse indiferente al “encantamiento de las proyecciones” [12]. Antes de la aparición del cine, pocos artistas “habían osado servirse de la falsa armonía de las máquinas y de la obsesionante belleza de las inscripciones comerciales, de los carteles, de las mayúsculas evocadoras, de los objetos verdaderamente usuales, de todo lo que canta a nuestra vida, y no la convención ignorante del corned-beef y las cajas de betún” [13]. Sus precursores fueron a veces pintores o poetas, en cuyas obras latía ya esta nueva poesía, que hizo su escuela preparatoria en la tipografía de los diarios, los paquetes de cigarrillos, los menús, las estampillas y los afiches publicitarios y que, en los albores del siglo XX, asiste finalmente a su madurez expresiva en el cine: Ellos conocían esta fascinación por los jeroglíficos sobre las paredes, que un ángel les había trazado al final de un festín o cuya obsesión irónica les había impuesto el destino en el camino de un héroe desgraciado. Esas letras que alaban un jabón valen los caracteres de los obeliscos o las inscripciones de un enigma mágico: ellas dicen la fatalidad de la época. Ya las hemos visto, elementos de arte, en Picasso, Georges Braque o Juan Gris. Baudelaire, antes que ellos, se dio cuenta del partido que se puede sacar de un letrero. El inmortal autor de Ubú Rey, Alfred Jarry, había utilizado algunos retazos de esta poesía moderna. Pero sólo el cine, que habla directamente al pueblo, podía imponer estas nuevas fuentes de esplendor humano a una humanidad rebelde que busca su corazón [14]. El cine, para Aragon, ha inaugurado una nueva estética de la objetividad. En la pantalla, el objeto se amplifica y adquiere autonomía; basta abrir los ojos para descubrir cómo “esa sinfonía en blanco y negro, más pobre de medios, privada del vértigo verbal y de las perspectivas de la escena” lleva a cabo la “magnificación de esos objetos que, sin este artificio, nuestro débil espíritu no podía elevar a la vida superior de la poesía” [15]. Cualquier western o policial norteamericano que relata la vida cotidiana ofrece ejemplos de este tipo: “un cheque sobre el que se concentra la atención,

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una mesa donde reposa un revólver, una botella que se convertirá en un arma, un pañuelo revelador de un crimen, una máquina de escribir que es el horizonte de una oficina, la terrible banda de telegramas que se despliegan con las cifras mágicas que enriquecen o matan banqueros” [16]. De esta manera, las imágenes cinematográficas sellan su parentesco con la poética de la infancia, que transforma las palabras de la misma forma en que los objetos son metamorfoseados por la cámara: Los niños, poetas sin ser artistas, fijan a veces un objeto hasta que la atención lo agranda, lo agranda tanto que ocupa todo su campo visual, toma un aspecto misterioso y pierde toda correlación con un fin cualquiera. Repiten incansablemente una palabra, tanto y tan bien que se despoja de todo sentido para ser un vocablo punzante y sin finalidad, que viene a arrancarles lágrimas. Del mismo modo, en la pantalla se transforman al punto de adosar amenazantes o enigmáticas significaciones a esos objetos que, hasta hace un momento, eran muebles o talonarios” [17]. Dos propiedades, piensa Aragon, contribuyen a hacer del decorado cinematográfico “el marco adecuado de la belleza moderna” en reemplazo del teatral: la primera consiste en “dotar de valor poético a lo que aún no lo tenía”; la segunda, en “restringir a voluntad el campo objetivo para intensificar la expresión” [18]. Si hasta ahora el cine no siempre ha logrado desarrollar “una poesía de la pantalla” emancipada definitivamente del teatro, esto se debe a que los directores desconocen todavía las “condiciones filosóficas” que son necesarias: / 87 /

Yo quisiera que un director de escena fuera un poeta y un filósofo, pero también el espectador que juzga su propia obra. Para gozar plenamente, por ejemplo, de Charlot músico, creo indispensable conocer y amar los cuadros de la época azul de Pablo Picasso, o de los arlequines de caderas flacas que miran peinarse a mujeres muy erguidas, haber leído a Kant y Nietzsche y creer tener un alma más elevada que la de todos los hombres. Perderán su tiempo viendo Mi gentilhombre batallador, si no han leído antes la Filosofía del mobiliario, de Edgar Allan Poe, y sin conocer las aventuras de Arthur Gordon Pym, ¿qué placer a los ojos encontrarán en El naufragio del Alden-Bess? [19] Aragon piensa que el cine es esencialmente un “arte del movimiento y de la luz” y que, para encontrar su propio lenguaje, debe emanciparse de “las alianzas heteróclitas, impuras y funestas que pertenecen al teatro, del cual es el irreductible enemigo”, del mismo modo que “debe ser despojado de todo lo que es verbal” [20]. Pero la imagen tiene que reemplazar a la palabra con “algo más que la representación exacta de la vida”, ya que el lenguaje cinematográfico no puede sólo consistir en “una sucesión rápida de fotografías”, ni buscar su ideal en “un bello clisé” [21]. Si aspira a “una estética audaz y nueva”, que exprese genuinamente “el sentimiento de la belleza moderna”, el cine tiene que liberarse de toda sujeción a las formas artísticas del pasado y empezar a tomar un lugar en las preocupaciones de los movimientos de vanguardia: hijo del siglo veinte, es un arte demasiado actual “como para confiar su porvenir a los hombres de ayer” [22]. Para Aragon, una estética del cine está en camino y el cine mismo –“única escuela del cine”– medita este programa en los films escritos, dirigidos y protagonizados por Chaplin: “Si es necesario un modelo, inspírense en él. Es el único que ha buscado el sentido íntimo del cine y, perseverando siempre en sus tentativas, ha empujado lo cómico hasta lo absurdo y hasta lo trágico, con igual vena” [23]. Lo primero que debería estudiarse, argumenta Aragon, es la composición de los decorados en sus cortometrajes, ya que los escenarios donde se mueve Charlie participan de la acción; nunca hay en ellos elementos inútiles o que no resulten indispensables: “El decorado es la visión misma del mundo que tiene Charlot, con el descubrimiento de la

mecánica y de sus leyes, que acosa al héroe a tal punto que, por una inversión de valores, todo objeto inanimado se vuelve un ser viviente, toda persona humana un maniquí al que hay que buscarle la manivela” [24]. Poco importa que el público tome estas películas como dramas o comedias; su acción “se circunscribe a la lucha entre el mundo exterior y el hombre”: buscando desgarrar las apariencias o dejándose atrapar por ellas, dan rienda suelta a las catastróficas consecuencias sociales que acarrean algunos cambios de decorado [25]. 2

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El primero de los surrealistas que, haciéndose eco del llamado de Guillaume Apollinaire en “L’Esprit nouveau et les poètes” (1916), se ocupó de explorar el nuevo lenguaje del cine fue Philippe Soupault [26]. En enero de 1918, publicó en la revista SIC un breve artículo titulado “Note I sur le Cinéma”, que incluía un “poema cinematográfico” [27]. La redacción advertía que el escrito del joven colaborador retomaba un problema estético abordado por el Pierre Albert-Birot, en octubre de 1916, a propósito de las ideas teatrales de Guillaume Apollinaire, dando testimonio del interés permanente de la publicación por “estudiar este medio nuevo de expresión en el que vemos como característica la realización del ultra-realismo” [28]. El artículo de Soupault se abría con una evocación de la figura de Charles Pathé, pionero de la industria cinematográfica en Francia, presentando en la feria de Vincennes, ante un grupo de curiosos, la máquina inventada por los hermanos Auguste y Louis Lumière en 1894. Con el cine, apuntaba Soupault, el hombre fue dotado de “un nuevo ojo”: “Sin embargo, quienes después se ocuparon de este extraordinario invento se equivocaron gravemente; del cine hicieron el espejo incoloro y el eco mudo del teatro” [29]. El objetivo de “Note I sur le Cinéma” era llamar la atención sobre este malentendido: “dado que los medios que el cine pone a disposición del artista son muy distintos de los que le proporciona el teatro, importa por lo tanto que establezcamos una diferencia entre la pantalla y el escenario, que separemos el arte cinematográfico del arte del teatro” [30]. La “riqueza” del nuevo arte, su formidable “poderío”, reside en el hecho de que “invierte todas las leyes naturales: ignora el espacio, el tiempo, conmociona la pesadez, la balística, la biología, etc…” [31]. El ojo del cine “es más paciente, más penetrante, más preciso” que el humano y el poeta puede valerse de este instrumento “hasta el momento despreciado” [32] para ampliar el campo de su imaginación, como el mismo Soupault ha buscado hacerlo en el siguiente poema en prosa: Poema cinematográfico Indiferencia Remonto una ruta vertical. En la cima se extiende una planicie donde sopla un viento violento. Ante mí las rocas se hinchan y se vuelven enormes. Inclino la cabeza y paso a través. Llego a un jardín con flores y con hierbas monstruosamente grandes. Me siento en un banco. Aparece bruscamente a mi lado un hombre que se transforma en una mujer, luego en un viejo. En ese momento aparece otro viejo que se transforma en un niño, luego en una mujer. Enseguida después, poco a poco una multitud dispar de hombres, de mujeres, etc… gesticula, mientras permanezco inmóvil. Me levanto y todos desaparecen, me instalo en la terraza de un café, pero todos los objetos, las sillas, las mesas, los grifos de los toneles, se agrupan a mi alrededor y me molestan, mientras el mozo gira alrededor de ese grupo con una rapidez uniformemente acelerada; los árboles bajan sus ramas, los tramways, los autos pasan a toda velocidad, me lanzo y salto por encima de las cosas. Estoy sobre un techo frente a un reloj que se agranda, se agranda tanto que las agujas giran cada vez más rápido. Me arrojo del techo y en la vereda enciendo un cigarrillo. Diciembre de 1917 [33]

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“Indifférence” se reeditó en Le Film en febrero de 1918 [34]. Al mes siguiente, la misma revista publicó un segundo poema cinematográfico, esta vez con la firma de Louis Aragon, titulado “Charlot sentimental”. A diferencia del poema en prosa de Soupault, en el que el lenguaje del cine se asimila al de los sueños, el de Aragon, compuesto de 27 versos libres rimados irregularmente, propone un montaje de imágenes extraídas de los primeros cortometrajes escritos y dirigidos por Charles Chaplin en Keystone, Essanays y la Mutual Film Corporation –el ascensor, la máquina de escribir, el personaje del camarero, los galanteos, las persecuciones por los techos– para narrar una historia que evoca lejanamente la de The Bank (1915) [35], donde Charlie, cadete de un banco, pretende conquistar a la estenógrafa, obsequiándole un ramo de flores que ella arroja con displicencia al cesto de papeles. Puede decirse que, mientras en el poema de Soupault se destacan los medios expresivos del cine, en el de Aragon prevalecen sus elementos narrativos:

Carlitos sentimental Ícaro prendado del cielo y de Cimeria Sube al ascensor sosteniendo una bandeja Música sobre la máquina de escribir Una chica de Saint-Paul (Minnesota) acaricia el teclado, suspira Oh corazón henchido de afrentas acumuladas Después de todo (ciñéndola por la izquierda) no es la deidad Que (pasando a su derecha) engatusa Tu viril y bien tuya belleza Y esos mostachos que retuerce Una galante mano, oh niña No te hace soñar con el camarero del hotel de la bandeja De la que caen los rábanos, los pickles, los pepinos En el cesto de papeles Donde desdeñando el olvidado lirismo ellos se sumergen ¡Ay! Existen Otros hombres en la tierra Pero cuán amarga es su alma ¿Y qué es lo que les desagrada de ti? Pues siempre por la chimenea En el mejor momento del deseo Tendrás que dejar el amor y huir Perseguido por los techos emplumados de humo Cuídense, policemen De no resbalar por la fachada Con el peso del criminal perdido al que inocente Vuelve el haber dado su corazón a una indiferente [36] “Charlot sentimental” –texto con el que Aragon inició su carrera literaria– estaba destinado a formar parte de Feu de joie (1920), su primer libro de poemas. Sin embargo, en la revisión de las pruebas de galera, fue reemplazado por otro de temática similar, “Charlot mystique”, que había aparecido en la revista Nord-Sud, editada por Pierre Reverdy, en mayo de 1918. Más “cubista” que el anterior, este segundo poema cinematográfico de Aragon mantiene la rima irregular, pero suprime completamente la puntuación y juega con el espaciamiento de los versos, yuxtaponiendo diversas escenas de The Floorwalker (1916), el primer cortometraje de Chaplin en la Mutual Film Corporation [37]. El resultado es una écfrasis no sólo en el sentido restringido de una representación discursiva o textual de una obra de arte visual, sino también en la acepción más amplia de una recreación o transcreación. “Charlot mystique” se apoya en una doble mímesis: en el plano de lo representado, realiza una trans-

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posición poética de parte del contenido narrativo del film, mientras que, en el de la representación propiamente dicha, busca reproducir verbalmente el procedimiento cinematográfico de objetivación de imágenes en movimiento:

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Carlitos místico El ascensor descendía siempre hasta perder el aliento Y la escalera subía siempre Esta dama no escucha lo que uno le dice Es postiza Y yo que soñaba con hablarle de amor Oh el encargado Tan cómico con su mostacho y sus cejas Artificiales Gritó cuando tiré de ellos Extraño Qué veo Esta noble extranjera Yo no soy señor una mujer ligera Uh la fea Por suerte tenemos valijas de piel de cerdo a toda prueba Esta Veinte dólares Dentro contiene mil Es siempre el mismo sistema Ni medida Ni lógica mal tema [38] Para apreciar este montaje de imágenes, vale la pena retrazar las líneas generales del guión de The Floorwalker. De galera, bastón y traje raído, Charlot ingresa en un moderno y deslumbrante almacén con ascensor y escalera mecánica. El inspector que vigila el bazar, viéndolo juguetear con la mercadería, sospecha de sus intenciones y empieza a perseguirlo, mientras la clientela aprovecha para robar. Charlie escapa por la escalera mecánica y se oculta en una oficina del piso superior. Allí se topa con el encargado, que se dispone a abandonar el edificio con un maletín lleno de dinero, luego de haber violado la caja fuerte con la complicidad del gerente, a quien ha reducido de un golpe en la cabeza. El encargado y Charlot descubren que son muy parecidos y acuerdan intercambiar sus vestimentas. Al bajar por el ascensor, el primero es arrestado y el segundo se queda con el maletín. Convertido en encargado, Charlie busca seducir a las clientas, pero confunde a una de ellas con un maniquí y, al toparse con el corpulento gerente de la tienda, que repuesto del desmayo ha descendido en busca del maletín, tira de su mostacho y de sus cejas creyendo que son artificiales. Amenazado, suelta el maletín al pie de la escalera mecánica, que lo transporta a los tumbos hasta el primer piso. El escándalo de la pelea entre los dos va en aumento, llamando la atención de una detective de sombrero y monóculo. El gerente esconde el maletín entre las valijas a la venta y Charlot trata de convencer a un cliente de que la compre. 3 El interés de los primeros surrealistas por Chaplin se manifestó también en la sección “Les Spectacles” de Littérature, donde Soupault dedicó a sus cortometrajes tres “críticas-sintéticas”. La más antigua de estas prosas poéticas, al estilo de las que Aragon había escrito como reseñas de libros en la revista SIC, se publicó en junio de 1919

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y estuvo dedicada a A Dog’s life (1917), el segundo corto de Chaplin para First National y el primero que rodó en su propio estudio de La Brea [39]. Soupault transpone en ella, con la más absoluta libertad, la escena del film en la que el vagabundo pretende entrar al bar “The Green Lantern”, pero como no le permiten hacerlo con su perro, lo esconde dentro de su pantalón de manera tal que la cola sobresale por uno de sus bolsillos traseros. Una banda está tocando, las parejas bailan y se anuncia el debut de una hermosa cantante, que entona una vieja canción que hace llorar a toda la concurrencia: Una vida de perros − Charlie Chaplin A las cinco de la mañana o de la tarde, el humo que infla los bares te estrangula: se duerme al raso. Pero el tiempo pasa. Ya no hay un segundo que perder. Tabaco. En las esquinas se atraviesa la sombra; los vendedores establecidos en las bocacalles están en sus puestos. Más bien se trata de correr: uno mira con las manos en los bolsillos. Café-Bar. Desde la puerta se escucha el piano mecánico. El hedor del alcohol hace valsar a las parejas. Allí están. Al borde de las mesas, al borde de los labios los cigarrillos se consumen: una nueva estrella canta una vieja y triste canción. Podemos girar la cabeza. El sol se posa sobre un árbol y los reflejos en los vidrios son los estallidos de risa. Una historia alegre como la tienda de un vendedor de colores. [40] / 91 /

El mismo recurso descriptivo se aplica en la segunda “crítica sintética” sobre Chaplin, publicada en agosto de 1919. Soupault se ocupa en ella de The Immigrant (1917), acaso el más famoso de los cortos que rodó Chaplin en la Mutual Film Corporation [41], seleccionando dos escenas, a cada una de las cuales consagra un párrafo. La primera es la escena en la que Charlot, una vez que ha superado su mareo a bordo del buque que lo transporta a Estados Unidos, juega a los dados y a las cartas con otros pasajeros de tercera clase; la segunda es aquella en la que el inmigrante, hambriento y sin dinero en Nueva York, encuentra una moneda en la calle y entra a un restaurante, ordena un plato de frijoles, pero al ver el maltrato al que el mozo somete a un comensal que no tiene para pagar, revisa su bolsillo y descubre que la moneda se le ha caído por un agujero: Charlot viaja – Charlie Chaplin El balanceo y el tedio mecen los días. Tenemos demasiadas caminatas sobre el puente: desde la partida, el mar es incoloro. Los dados que se arrojan o las cartas ni siquiera pueden hacernos olvidar esta ciudad que vamos a conocer: la vida está en juego. La lluvia nos acoge en esas calles desiertas. Los pájaros y la esperanza están lejos. En todas las ciudades las salas de los restaurantes son cálidas. Uno ya no piensa, mira las caras de los clientes, la puerta o la luz. ¿Es que no sabe que ahora tendrá que salir y pagar? ¿Es que ese minuto allí no nos basta? Nomás hay que reírse de todas esas inquietudes. Y reímos tristemente como los jorobados. [42] La siguiente “crítica sintética” se basa en Sunnyside (1919), tercer corto de Chaplin rodado en el First National Studio de Hollywood. Charlie trabaja en el Hotel Evergreen, bajo las órdenes de un cruel capataz, ocupándose de baldear los pisos, cargar los equipajes de los huéspedes, cuidar la huerta y llevar a pastar las vacas [43]. El poema en prosa de Soupault yuxtapone, en dos brevísimos párrafos, tres episodios de la película. El primero, compuesto de tres frases, evoca el pasaje en el que el dependiente arrea a las vacas por un camino de montaña y, absorto en la lectura de un libro, las pierde de vista; el segundo fusiona, en una sola línea, el sueño en el que

Charlot baila con las ninfas sobre el puente, pierde el equilibrio y cae sentado sobre un cactus con la escena en la que visita en su casa a la bella del pueblo y, mientras la corteja, toma en sus manos un caracol y se lo lleva extasiado al oído: Un idilio en el campo − Charlie Chaplin Los poetas saben sumar sin haber aprendido nunca nada. Charlie Chaplin conduce las vacas sobre las cumbres donde reposa el sol. Al fondo del valle, está ese hotel de mala muerte que se asemeja a la vida, y la vida no es divertida para ese muchacho que se cree sentimental. Reímos hasta las lágrimas porque las flores son de cardos y porque en los caracoles se escucha el amor, el mar y la muerte. [44] Para concluir, quisiera asociar esta imagen de Chaplin con un pequeño poema en prosa de Paul Éluard, publicado en 1921 en la revista dadaísta Projecteur, que dirigía en París la escritora rumana Céline Arnauld. A diferencia de los textos de Aragon y de Soupault que hemos examinado, su tema es una invención completa: Charlot susurra algo al oído a Julot, su invitado, que bien podría ser el actor Jules White, que durante la entreguerra habría de convertirse en uno de los más prolíficos productores y directores de comedias de Hollywood. Las palabras de Charlie, poeta del cine, advierten sobre los peligros de dejarse seducir por la belleza que cultiva la literatura:

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Julito El invitado de Carlitos –Carlitos le susurra, en puntas de pie, que la belleza es más bien dañina. Un hombre grandote, de ojos redondos: el Señor Dolor-deojos-redondos. Chifla como los trenes. Lleva joyas y teme ciertos gestos temibles a las joyas. No sabe que el adorno añade lo ridículo a lo feo. Cuenta mucho con los talentos de los que viven los orgullosos: la naturaleza los persuade de que deben tener oficios excepcionales e ignoran todo lo que sabe Carlitos. Julito olvida a Carlitos olvida a Julito olvida a Carlitos olvida a Julito, etc. [45]

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Notas [1] Sobre Delluc remitimos, en general, al estudio de Pierre Lherminier (Louis Delluc et le cinéma français, París, Éditions Ramsay, 2008) y la edición en tres volúmenes de sus textos sobre cine (Écrits cinématografiques, édition établie et présentée par P. Lherminier, Cahiers du cinéma [Cinémathèque française], Paris, 1990), así como a la biografia de Gilles Delluc (Louis Delluc 1890-1924. L’éveilleur du cinéma français, Paris, Pilote 24, 2003). Para su relación con Aragon, cf. Lionel Follet, “Aragon et Louis Delluc” y Louis Delluc, “Lettres inédites à Aragon”, Recherches croisées: Aragon/Elsa Triolet, N°6, Paris, Presses Universitaires Franc-Comtoises, 1998, pp. 211-242. [2] Louis Aragon, “Du Décor”, Le Film, nouvelle série, N° 131, Paris, 16 septembre 1918 [con una nota de presentación de Louis Delluc], pp. 8-10, reed. en Éscrits sur l’art moderne, publiés sous la direction de Jean Ristat; préface de Jacques Leenhardt, Paris, Flammarion, 1981, pp. 5-9; “Du Sujet”, Le Film, nouvelle série, N° 149, 22 janvier 1919, pp. 13 y 15-16, reed. en Chroniques I, 1918-1932, édition établie, présentée et annotée par Bernard Leuilliot, Paris, Éditions Stock, 1998, pp. 39-43. [3] L. Aragon, “Du Sujet”, op. cit., p. 39. El popular detective Nick Carter, al que Aragon rinde homenaje en Anicet, ou le Panorama, Roman (1921), apareció por primera vez en The Old Detective’s Pupil; or, The Mysterious Crime of Madison Square (1886), una dime novel escrita por John R. Coryell y publicada por la editorial Street & Smith de Nueva York. Su éxito llevó a la creación del Nick Carter Weekly, cuyos ejemplares se publicaron regularmente en diversos idiomas. En Francia, sus aventuras fueron llevadas al cine por Victoris Jasset en seis episodios: Nick carter, le roi des détectives (1908). [4] Ibid., p. 40. [5] Ibid. [6] Ibid. [7] Ibid., p. 39. Sobre Musidora, nombre artístico de Jeanne Roques, que en la serie de Louis Feuillade (1915-1916) interpretaba el papel de Irma Vep, y la admiración que profesaban por ella los jóvenes de la generación de los surrealistas, véase L. Aragon, “Les Vampires”, en Projet d’histoire littéraire contemporaine, édition établie, annotée et préfacée par Marc Dachy à partir du manuscrit inédit de 1923, Paris, Diagraphe/Gallimard, 1994, pp. 7-9; asimismo: Robert Desnos, “‘Fantômas’ – ‘Les Vampires’− ‘Les Mystères de New York’” (Le Soir, 26 février 1927), en Les rayons et les ombres. Cinéma, édition établie et présenté para Marie-Claire Dumas avec la collaboration de Nicole Cervelle-Zonca, Paris, Gallimard/NRF, 1992, pp. 83-85. [8] L. Aragon, “Du Décor”, op. cit., p. 5. [9] Ibid. [10] Ibid. [11] Ibid. [12] Ibid. [13] Ibid. [14] Ibid., pp. 5-6. [15] Ibid., p. 6. [16] Ibid. [17] Ibid. [18] Ibid. [19] Ibid., pp. 7-8. Las dos primeras películas a las que alude Aragon son The Vagabond (1916), cortometraje filmado en Estados Unidos,

que se difundió en español con el título Charlot, músico ambulante, y el drama histórico My Fighting Gentleman (1917), también conocido como A Son of Battle, dirigido por Edward Sloman, con guión de Doris Schroeder y Nell Shipman. No hemos podido identificar el tercer film. [20] Ibid., p. 9. [21] Ibid. [22] Ibid. Las tesis de Aragon tienen un importante antecedente teórico en dos escritos de Delluc, publicados en Le Film: el primero de ellos es “La Beauté au cinéma”, en el que el director francés pronostica que el cine “se dirige hacia la supresión del arte, revela algo más allá del arte, esto es, la vida misma” (Delluc, Louis. “La Beauté au cinéma”, Le Film, N° 73, 6 août 1917, pp. 4-5); el segundo es “L’Expression et Charlie Chaplin”, en el que fustiga los decorados del cine francés (“laboriosas, decrépitas, vulgares, miserables adaptaciones de los roídos horrores vaudevilleanos”), sostiene que lo accesorio no tiene más valor que “su potencial psicológico o expresivo” y, en oposición al barroquismo de Abel Gance, dice acerca de las películas de Chaplin: “Nunca tantas cosas fueron expresadas con tanta falta de expresión” (Delluc, L., “L’Expression et Charlie Chaplin”, Le Film, N° 106-107, 2 avril 1918, pp. 48, 50-54). Posteriormente, Delluc dedicó un libro completo a Chaplin: Charlie Chaplin, Paris, M. de Brunof, 1921. Al respecto, véase Eugene C. McCreary, “Louis Delluc, Film Theorist, Critic, and Prophet”, Cinema Journal, Vol. 16, N° 1 (Autumn, 1976), pp. 14-35, y Richard Abel, “Louis Deluc: The critic as cineaste”, Quaterly Film and Video, Vol. 1, Issue 2, May 1976, pp. 205-244. En otro trabajo, Abel observa que la concepción del decorado de Aragon también estaría “embrionariamente” desarrollada en un texto de Max Jacob: “Théâtre et cinéma”, Nord-Sud, N° 12, Février 1918, p. 10 (R. Abel, French Film Theory and Criticism. A History/Anthology, vol. 1: 1907-1939, New Jersey, Princeton University Press, 1988, pp. 11 y 123, nota 107). Tomando en cuenta que Delluc había definido el cine como “poesía visual” y “pintura animada”, Aragon escribe en su reseña de Cinéma et Cie (Paris, Bernard Grasset, 1919), volumen que reunía las críticas cinematográficas de Delluc: “Miren: ¡las bellas naturalezas muertas! Sobre el mantel duerme un cuchillo. Se adivina el arma del crimen. ¿De qué crimen? Tarde o temprano lo conocerán. ¿Acaso importa que sea el de una niña o el de un anciano? Basta que sobre la línea un objeto familiar resuma todo lo trágico de la vida. El mundo pende sobre la tela: no terminamos de emocionarnos con ello. Díganme los nombres de los mejores films, que yo rememoraré sus bellezas” (L. Aragon, “Louis Delluc: Cinéma et Cie”, Littérature, N° 4, juin 1919, pp. 15-16). [23] Ibid., p. 8. [24] Ibid., pp. 8-9. [25] Ibid., p. 9. [26] Guillaume Apollinaire, “L’Esprit nouveau et les poètes”, Paris, Mercure de France, N° 491, Tome CXXX, 1er Décembre 1918, [pp. 385396] pp. 386-387: “Habría sido extraño que en una época en la que el arte popular por excelencia, el cine, es un libro de imágenes, los poetas no hubiesen intentado componer imágenes para los espíritus meditativos y más refinados que no se contentan con las imaginaciones groseras de fabricantes de films. Estos se refinarán, y puede preverse el día en que el fonógrafo y el cine hayan devenido las únicos formas de impresión en uso, los poetas tendrán una libertad desconocida hasta el presente.// Que nadie se asombre si los poetas, con

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los únicos medios de los que aún disponen, se esfuerzan en prepararse para ese arte nuevo (más vasto que el arte simple de las palabras) donde, jefes de una orquesta de una extensión inaudita, tendrán a su disposición: el mundo entero, sus rumores y sus apariencias, el pensamiento y el lenguaje humano, el canto, la danza, todas las artes y todos los artificios, más espejismos todavía que los que podía hacer surgir Morgana sobre el Monte Gibel, para componer el libro visto y oído del porvenir”. [27] Philippe Soupault, “Note sur le Cinéma I”, SIC, N° 25, 3e Année, Janvier 1918, pp. 3-4; recopilado en Écrits de cinéma 1918-1931, textes présentés (avec notes et index) par Odette et Alain Virmaux, Paris, Plon, 1979, pp. 23-24. [28] N.D.L.R., s./t., SIC, N° 25, 3e Année, Janvier 1918, p. 3. Cf. AlbertBirot, P., “À propos d’un théâtre nunique”, SIC, 1er Année, N° 8-9-10, p. 8: “El teatro íntimo, el teatro de costumbres, el teatro psicológico, es un teatro muerto; ya no tiene relación con nuestra mentalidad, no tiene más vida que un retrato de Bonnat”. [29] P. Soupault, “Note sur le Cinéma I”, op. cit., p. 3. [30] Ibid. [31] Ibid. [32] Ibid. [33] Ibid., p. 4. [34] Soupault, P., “Indifférence. Poème cinématographique”, Le Film, N° 101, 18 février 1918, pp. 18-19. [35] The Bank [Carlitos, empleado de banco], Chicago, Essanay, 1915. Charlie Chaplin (Guionista, Director), Harry Ensign (Director de fotografía), Ernest Van Pelt (Asistente de dirección), Jess Robbins (Productor). Chaplin (Conserje), Edna Purviance (Dactilógrafa), Carlos Insley (Presidente del banco), Carl Stockdale (Cajero), Billy Armstrong (Otro portero), Lawrence A. Bowes (Vendedor de bonos), Leo Blanco (Funcionario del banco), Paddy McQuire (Secretario y ladrón), Fred Goodwin (Secretario y ladrón), Lee Hill (Ladrón). [36] L. Aragon, “Charlot sentimental”, Le Film, N° 105, Paris, 18 mars 1918; reed. en L’Œuvre poétique, réédition augmentée présentée par Édouard Ruiz, Paris, Livre Club Diderot, 1989-1990, vol. 1, p. 37. [37] The Floorwalker [Carlitos, encargado de bazar o Carlitos, inspector de tienda], Mutual Film Corporation, Endale, California, 1916. Ch. Chaplin (Director, productor, guionista), Vincent Bryan (Guionista), William C. Foster (Director de fotografía), Roland H. “Rollie” Totheroh (Director de fotografía, Ayudante). Chaplin (Nuevo encargado), Eric Campbell (Gerente), Edna Purviance (Secretaria), Lloyd Bacon (Encargado), Albert Austin (Dependiente), James T. Kelly (Ascensorista), Charlotte Mineau (Bella detective), Leo Blanco (Cliente y ladrón), Tom Nelson (Detective), Frank J. Coleman (Hombre en la tienda). [38] L. Aragon, “Charlot mystique”, Nord-Sud, N° 15, Paris, Mai 1918; reed. en Feux de joie, avec un dessin de Pablo Picasso, Paris, Au Sens Pareil, Collection de Littérature, 1920, pp. 7-8. Para un análisis en detalle de este poema, cf. Wolfgang Babilas, “Charlot mystique. Un poème philosophique du jeune Aragon”, en Études sur Louis Aragon, Münster, Nodus Publikationen, 2002, pp. 358-364. [39] A Dog’s Life [Vida de perro], Hollywood, First National Studio, 1918. Ch. Chaplin (Director, guionista, productor, música), Roland H. “Rollie” Totheroh (Director de fotografía), Jack Wilson (Director de fotografía), Charles Hall (Diseño de producción). Chaplin (Vagabundo), Edna Purviance (Cantante en el bar), Mut (Chatarrero), Syd Cha-

plin (Dueño del carrito de comida), Henry Bergman (Desempleado y mujer en el salón de baile), Charles “Chuck” Riesner (Oficinista y músico), Albert Austin (Pillo), Granville Redmond (Encargado del salón de baile), Dave Anderson (Desempleado), Ted Edwards (Desempleado), Luis Fitzroy (Desempleado), James T. Kelly (Desempleado), Underwood Leal (Desempleado, hombre en salón de baile), Rob Wagner (Hombre en el salón de baile), Tom Wilson (Policía). [40] P. Soupault, “Une vie de chien. Charlie Chaplin”, Litterature, N° 4, Juin 1919, p. 20; reed. en Écrits de cinéma, op. cit. p. 44. El texto fue reeditado en Le Film (N° 164, 15 octobre 1919), con la siguiente advertencia firmada por Soupault: “¡Evidentemente, esto no pretende ser un análisis riguroso del film!” En 1924, bajo el título “Le cinéma U.S.A”, este texto fue publicado en el N° 15 de Films (15 janvier 1924), suplemento del periódico Thèatre et Comœdia illustré (N° 26), junto con otras “críticas sintéticas” aparecidas originalmente en Littérature. El encabezado de la redacción decía: “El cine americano, despreciado por ciertos ‘intelectuales’, ha sido comprendido por el pueblo y por los poetas. Es en las películas de los Estados Unidos donde el cine se nos ha manifestado como una de las más poderosas fuerzas poéticas. La poesía, como en su nacimiento, toca directamente al pueblo, gracias al cine. Dejemos al poeta Philippe Soupault agradecer al cine americano ese milagro de los tiempos modernos” (op. cit., p. 41 y 47, notas de los editores). Para un comentario de las “críticas sintéticas” de Soupault a la luz de la mirada sobre la sociedad estadounidense que se trasluce en los cortos de Chaplin y las reacciones de la crítica de la época, véase el libro de Willard Bohn, Marvelous encounters: surrealist responses to film, art, poetry, and architecture, Lewisburg, [Pa.]: Bucknell University Press, 2005, pp. 36-44. [41] The Inmigrant [Carlitos inmigrante], Mutual Film Corporation, Endale, California, 1917. Ch. Chaplin (Director, productor, autor), Roland H. “Rollie” Totheroh (Director de fotografía). Chaplin (Inmigrante), Edna Purviance (Inmigrante), Kitty Bradbury (Madre), Albert Austin (Inmigrante eslavo y comensal), Henry Bergman (Mujer inmigrante y artista), Eric Campbell (Maitre), Frank J. Coleman (Oficial del barco, propietario del restaurante y jugador a bordo), James T. Kelly (Zaparrastroso en el restaurante), John Rand (Comensal ebrio que no puede pagar), Loyal Underwood (Pequeño inmigrante), Tom Harrington (Oficial del registro civil). [42] P. Soupault, P., “Charlot Voyage. Charlie Chaplin”, Littérature, N° 6, Août 1919, p. 22; reed. en Écrits de cinéma, op. cit., pp. 44-45. [43] Sunnyside [Carlitos al sol], Hollywood, First National Studio, 1919. Ch. Chaplin (Guionista, director, música), Roland H. “Rollie” Totheroh (Director de fotografía), Jack Wilson (Director de fotografía), Charles Hall (Diseño de producción). Chaplin (Empleado), Edna Purviance (Bella del pueblo), Tom Wilson (Jefe), Albert Austin (Doctor), Henry Bergman (Aldeano y padre de Edna), Tom Terriss (Joven de la ciudad), Loyal Underwood (Padre del gordito), Tom Wood (Gordito), Olive Burton (Ninfa), Helen Kohn (Ninfa), Willie Mae Carson (Ninfa), Olive Alcorn (Ninfa). [44] P. Soupault,“Une Idylle aux Champs. Charlie Chaplin”, Littérature, février 1920, N° 12, p. 29; reed. en Écrits de cinéma, op. cit., p. 48. [45] Paul Éluard, “Julot”, Projecteur, N° 1, p. 2; reed. en Les Nécessités de la vie et Les Consequences des rêves, précedé d’Exemples, note de Jean Paulhan, Paris, Aux Sans Pareil, 1921.

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Rosângela Rennó

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EL «NUDO DE SALOMÓN». NOTAS ACERCA DE UN GRAFFITO CON OTRAS TAREAS DE LA MIRADA Pere Salabert

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Un graffito en una pared de cualquier ciudad es antes que otra cosa un sonido visual. En unos casos tendrá la espontaneidad de un ruido, en otros una organización interna de orden musical. En una de sus expresiones más triviales, el simple grafismo o la firma, su autor aspira únicamente a atraer la atención acerca de su presencia, o, por decirlo mejor, sobre su existencia personal. En las etapas de la vida personal o colectiva menos evolucionadas intelectualmente, el efecto de dicha actividad parece ser salutífero para su autor. Las versiones graffiteras como expediente para una afirmación identitaria son diversas y abundantes. Se diría que el arte tiene en ellas su más remoto origen. Cuando en un museo como el Vaticano encontramos la estatua romana de un dios desnudo a la que alguien amputó el pene, el causante del destrozo se limitó a manifestar públicamente su propia educación ideológica sexualmente represora. En la misma medida en que es posible concebir el graffito como ruido, también el ruido nos induce a ver en él una fuerza exigiendo una mirada. Un joven circulando en su automóvil por la ciudad con las ventanillas abiertas y su equipo de sonido a gran volumen, no desea escuchar música, aspira a identificarse con un ruido que proyectado a la mayor distancia posible hará de él un sujeto poco menos que omnipresente y por ello imposible de ser ignorado por quienes le rodean. Dar que ver, atraer la atención, suscitar algún interés o despertar la curiosidad... comunicando de las más diversas maneras, es la función del graffito, desde aquel de bajo perfil intelectual a aquel otro cuyo contenido semántico parece tan dilatado como huidizo a causa de una ambigüedad que de ningún modo excluye la riqueza del sentido. En este último apartado tenemos el denominado «nudo de Salomón».

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Apolo de Belvedere. Copia romana de original griego con el pene amputado. Museos Vaticanos, Italia.

1 Se trata pues del «nudo de Salomón», un graffito cuyo valor simbólico comparte, siquiera parcialmente, con un cierto número de signos ideogramáticos a medio camino entre la representación figurativa y la escritura derivada de un proceso superior de abstracción. Son los nudos o ligaduras, trazos, entrelazados, cruces, laberintos, etc., todo lo cual parece apuntar a una idea dominante relativa antes que a la contigüidad a una vinculación estrecha entre cosas distintas mediante atadura o conexión, unión, enlace o alianza, engarce. Más concretamente, el grafismo que nos ocupa consiste en el anudamiento de dos eslabones de una cadena de modo que al cruzarse entrelazados el resultado no es sólo una cruz sino también un verdadero nudo.

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Conviene ir un poco más lejos todavía para caer en la cuenta de que tras la idea dominante a la que acabo de referirme existe un concepto –producto de una mayor generalización– referido al límite por medio de la centralidad. En efecto, nudos, lazos y cruces en particular, sin dejar los laberintos que son probablemente su expresión mayor, aluden siempre, en última instancia, a un centro. Evidentemente, no es sólo un centro espacial, lo es también mental, y por ahí mismo semántico. Es «el» centro, y como tal simbólicamente referido al acto fundacional por excelencia. Centro de una ciudad, centro de un templo, centro del mundo (omphalos), todos ellos son el punto de cruce de dos coordenadas imaginarias, una vertical que une el cielo con la tierra, y otra horizontal a modo de horizonte para la vida humana. La ciudad, el templo o el propio mundo se encontrarían así en este punto privilegiado para el sentido, eje de una significación que se quiere universal. Ahora bien, sabemos que un símbolo no suele proponer una vía unívoca para el sentido que intenta vehicular. Salvo en los casos de codificación estricta –abundantes por demás–, el simbolismo es el resultado de intentar apresar conceptual o gráficamente ciertas intuiciones, es decir, ideas o conceptos que escapan a la razón lógica. De ahí su ambigüedad, cuando no la confusión. Sin embargo, puede que se explique así el hecho de que el «nudo de Salomón» también sea laberinto además de nudo en la medida misma en que en cualquiera de ambos casos se trata de asumir la vida humana como una atadura, una red a modo de traba que será necesario desenredar para obtener la libertad. Desde el lejano dédalo de Minos hasta la actualidad, un laberinto está hecho para ser recorrido y superado. Y dicho proceso es una suerte de iniciación al cabo de la cual el alma habrá desenredado la existencia, habrá desatado el nudo que hace la vida posible, logrando con ello la ansiada libertad. Que el Minotauro en el laberinto de Cnossos permanezca prisionero significa, mejor dicho nos da a entender, la falta de alma de la criatura recluida en ese ámbito ajeno a razón alguna, un espacio sin orden ni dirección. Es el embrollo de una existencia que carece del horizonte de racionalidad concerniente a la vida humana. Pero Teseo no sólo vence al monstruo acabando con su condición animal, sino que también sale del laberinto gracias al alma racional, la psyche que le hace sirve de soporte desde el exterior de esala existencia material estricta que el laberinto simboliza. Y esta psyche le viene dada desde fuera por Ariadna.

Laberinto y nudo de Salomón. Iglesia de Santa Maria de Taüll, siglo XI-XII. Catalunya (España)

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2 La pregunta ahora es: ¿qué elementos son esos que se encuentran enlazados en el «nudo de Salomón»? En sus versiones básicas son dos, uno por cada argolla o eslabón: el cuerpo y el alma, el soma en la horizontal del nudo y la psyche en la vertical. En la tradición platónica del Fedro, el alma «cae» literalmente en un cuerpo como el ave herida por el rayo. Y permanece allí apresada, como si estuviera prisionera de un laberinto, al tiempo que infunde en el cuerpo que la ha recibido sus propias características, según haya podido ver mejor o peor en su existencia anterior la luz divina más allá de la bóveda celestial. Esto permite entender que la tradición cristiana vea en el alma racional un anhelo de libertad que sólo alcanza con la muerte del cuerpo que la mantiene presa. Así pues, mientras el valor semántico de nudo en el grafismo que nos ocupa se refiere indudablemente a ese vínculo de cuerpo y alma durante la vida del primero, su otro valor de laberinto está en el proceso del alma durante la vida corporal hasta conseguir la añorada libertad. Entre uno y otro momento, el de la vida y el de la muerte con el alma liberada, el paso es crucial dado que supone dejar el tiempo en el mundo por la eternidad fuera de él. Y dado que para el cristiano su parte física es transitoria, y por ello carente de valor –la carne odiosa, el cuerpo sucio del misticismo–, la mayor aspiración es dejar que el alma salga del laberinto de los días con la muerte para conseguir la libertad más allá del mundo, más allá del tiempo. / 101 /

El nudo como elemento decorativo. Mosaico romano tardío, siglo IV. Villa de Villafranca, Navarra (España)

3 Ahora vengamos, a la vista de lo expuesto, a un par de ejemplos que nos ocuparán: los graffitos A y B –que hemos de considerar espontáneos– de la iglesia de Santiago de Peñalba, en León. En A, un claro nudo de Salomón tan claro como defectuoso, una «anomalía» manifiesta en esos trazos cortos que le dan al nudo en su contorno gráfico un aspecto capaz de evocar el perfil de un erizo con sus púas, tal vez un complejo de cráneos con pelo corto y erizado. Pero eso no es más que una impresión precipitada y sin más valor. Hay que detenerse a pensar que tal como indican otros grafismos de la misma iglesia, dichos trazos, sean púas o pelos, son un recurso memorístico apuntando al paso de los días, anotando –como en la celda de una cárcel– el correr del tiempo, haciendo tal vez el recuento de las misas. Un modo, en fin, de computar el paso del tiempo, el transcurrir de la vida hacia su final, ese término en el que el «nudo» se desataría con la muerte llevando a la consiguiente liberación del alma que volaría libre hasta el otro mundo prometido. Gracias a los trazos que recorren todo su contorno, el nudo A integra así el proceso temporal que conduce a su propio final por desanudamiento.

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En cuanto al ejemplo B, puede que otras dos «anomalías» vengan a reforzar lo que acabo de exponer para A. No hay perfiles erizados, el grafismo del nudo parece bien trazado en sus contornos. Sin embargo, superpuesta al tramo derecho del eslabón acostado, una serie de trazos verticales de progreso horizontal aparece limitada por dos rectas. Como una escalera tumbada (que también detectamos en A), este grafismo añadido a la configuración base evoca un sentido que oscila entre la escalera y el camino, el trayecto pautado mediante unos tramos. La sugerencia de la escalera no resulta demasiado sorprendente. Primero, porque al encontrarse también en el ejemplo A a la izquierda de la figura, y en posición vertical, parece reforzar la idea de curso temporal con la otra de elevación, de ascensión. Lo que induce a pensar en la escalera con un significado simbólico referido a la ascensión, es decir, al paso de la tierra al cielo como de un mundo a otro, y por ahí mismo a la sublimación mística. De este modo, entre el graffito A y el B, la idea de un vínculo o nudo que une el alma al cuerpo de manera indisoluble excepto con la muerte, lo que a su vez supone una liberación con el acceso a una nueva vida, nos lleva de uno a otro grafismo en un proceso de mutua afirmación. Y aún es posible señalar otra configuración, visible a la izquierda del nudo B, que evoca con bastante claridad la cabeza de un animal volátil reforzando así nuestra vía de interpretación. Es el alma, simbolizada como sabemos por el ave, que parece estar allí a la espera de una cercana emancipación. Sean elaboradas o espontáneas, gran arte o simple ornamento, incluso exabrupto gráfico, las formas nos hablan a los ojos, que a su vez inquietan al cuerpo, tiran de él y lo zarandean para que trate de ir a ver escarbando en ese territorio tras su corteza donde se alberga un secreto de sentido inviolable en su integridad

A. Nudo de Salomón. Iglesia de Santiago de Peñalba, León (España). Siglo XI-XII.

B. Nudo de Salomón y cabeza de ave. Iglesia de Santiago de Peñalba, León (España). Siglo XI-XII.

DOMINIO HISPANOAMERICANO: LA TRADICIÓN DISPERSA Gonzalo Aguilar

En los “Comentarios” a sus Topoemas de 1968, Octavio Paz (1914-1988) escribe que los poemas visuales que componen el libro son un “homenaje implícito (ahora explícito) a antiguos y nuevos maestros de la poesía”. Entre otros muchos autores, Paz menciona a pocos latinoamericanos: José Juan Tablada (1871-1945), Haroldo de Campos y “el grupo de jóvenes poetas brasileños de Noigandres e Invenção” (Paz 1997, 553). Resulta curioso que un conocedor tan profundo de la poesía latinoamericana como Paz ‘olvide’ los poemas visuales del chileno Vicente Huidobro (1893-1948)– poeta al que admiraba y al que dedicó algunos ensayos– y otros aportes no menos significativos. Se puede argumentar que la pretensión de Paz no era hacer una lista exhaustiva, pero de todos modos lo que demuestra la escasez de referencias a la poesía visual hispanoamericana en sus “Comentarios” habla del lugar marginal que ocupa y de la ausencia de una tradición articulada. En la poesía hispanoamericana, la poesía visual constituye una tradición dispersa, subterránea, con apariciones esporádicas y –salvo algunas excepciones– practicantes fugaces, como de hecho lo fue el propio Paz. Ni la antología de Mary Ellen Solt (que divide la producción por nacionalidad) ni la de Emmett Williams, las dos compilaciones más conocidas de poesía concreta internacional, incluyen poetas hispanoamericanos. En este contexto, la referencia que hace Paz a los poetas concretos brasileños es muy significativa, ya que fue a través de ellos que muchos escritores latinoamericanos construyeron un corpus de poesía visual que tiene tanto un carácter retrospectivo como una proyección hacia el futuro. La correspondencia entre Octavio Paz y Haroldo de Campos comenzó el mismo año de los Topoemas y, un año antes, el poeta mexicano había afirmado en su libro Corriente alterna que, a diferencia de lo que sucede en Hispanoamérica, “en Brasil sí hay una auténtica y rigurosa vanguardia: los poetas concretos” (Paz 1967, 37). La falta de una tradición articulada explica el hecho de que Paz no haya llegado al concretismo brasileño por fuentes en español sino a través de las antologías inglesas: “Infelizmente –le escribe en una carta a Haroldo de marzo de 1968– conozco de manera imperfecta el movimiento brasileño. Es una vergüenza pero es así: tuve que pasar por el inglés para conocerlos [se refiere a la antología de 1967 realizada por Emmet Williams]. Voy a contarle una anécdota: en 1959, conversando con cummings en Nueva York (traduje unos poemas suyos hace unos años), me mencionó con entusiasmo a un grupo de jóvenes poetas brasileños; cuatro años más tarde, al enterarme con más detenimiento del movimiento de poesía concreta, identifiqué a los poetas a los que aludía la vaga mención de cummings: Haroldo y Augusto de Campos, Pignatari, Dias Pîno, Pinto, Xisto, Lino Grünewald, Braga, Azeredo…” (Paz y Campos 1985, 97). Puede deducirse, entonces, a través del caso de Octavio Paz, que la poesía concreta brasileña fue la plataforma de lectura a partir de la cual comenzó a realizarse un rescate y una lectura sincrónico-retrospectiva (como la denominó Haroldo de Campos) de la poesía visual latinoamericana [1]. Si el gesto de recuperación de una producción que había sido relegada al olvido se hizo más en términos de poesía visual que de poesía concreta propiamente dicha fue, en buena medida, porque los movimientos de poesía concreta en los diferentes países de habla hispana –a diferencia de lo que sucedió en las artes plásticas– no alcanzaron el nivel de permanencia, institucionalización e influencia estética que tuvieron en Brasil. Y también, como trataré de demostrar, por la fuerte tradición retórico-discursiva de la poesía escrita en castellano y la fuerte impronta del surrealismo en los movimientos de vanguardia latinoamericanos a partir de los años treinta. Ambos hechos predispusieron a la invención poética hacia otras zonas experimentales.

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En la Argentina, por ejemplo, fue la revista Arturo de 1944 la que inició una defensa del arte abstracto y de invención en oposición al arte figurativo. Entre los integrantes del grupo, en el que se encontraban algunos de los artistas concretos más importantes de la Argentina (Carmelo Arden Quin, Rhod Rothfuss, Gyula Kosice, Tomás Maldonado, Alfredo Hlito), estaba el poeta Edgar Bayley (1919-1990). Pese a que después Bayley se distanció del concretismo (sobre todo a partir de la revista Poesía Buenos Aires), escribió para Arturo un manifiesto en el que sostiene que “EL DADAÍSMO, EL SURREALISMO, EL CREACIONISMO, AL DAR IMÁGENES PURAS, SIN PREOCUPACIÓN POR SU ACUERDO CON REALIDADES EXTERNAS, ECHAN LAS BASES PARA LA CONCEPCIÓN DE LA NUEVA IMAGEN. ESTA ES LA IDEA ESTÉTICA MÁS IMPORTANTE DEL MOMENTO QUE VIVIMOS” (mayúsculas del original). Esas “imágenes puras”, sin embargo, no diferían de las del creacionismo de Vicente Huidobro ni del surrealismo, salvo que en su poesía se ejercía una suerte de violencia joyceana sobre el lenguaje. Sin embargo, las “fuertes filtraciones surrealistas” de las que habla María Amalia García (2008, 72) y que ya habían objetado en su momento los poetas de Noigandres (Campos 1975) decidieron a Bayley a profundizar el camino de la imagen no en un sentido espacial y visual sino discursivo y asociativo. Muchos años después, el artista argentino Edgardo Antonio Vigo (1928-1997) llegó a trabar contacto personal con los poetas de Noigandres, publicó en su revista Diagonal cero un número dedicado parcialmente a la poesía concreta brasileña e incluyó varias composiciones de poetas argentinos en la órbita del concretismo. Como en el caso de Paz, también aquí la presencia de los brasileños introduce una discontinuidad: en el número 3, se presenta Da Nirham Eros (seudónimo de Antonio Miranda), poeta concreto que estuvo en la Argentina en 1962 y que introduce un juego con las páginas y con la disposición de las palabras que hasta entonces estaba ausente en los poemas de Diagonal cero. Sin embargo, los poemas publicados en los números siguientes son composiciones en verso regular y es raro encontrar experimentaciones poéticas, salvo en algunas obras plásticas de Vigo que incluyen irrupciones verbales (ver, por ejemplo, las xilografías de Vigo –la técnica más usada por los artistas de la revista– del número 20 de diciembre de 1966, en el que se presenta a la “Nueva poesía platense”). El número 22 (junio de 1967) está dedicado a la poesía cinética (con un artículo de Mike Weaver) y a la poesía concreta brasileña, con composiciones de Haroldo y Augusto de Campos, Décio Pignatari, Ronaldo Azeredo y José Lino Grünewald. Se incluye además un poema de Eugen Gomringer y un extenso texto histórico y teórico de Haroldo de Campos. Vigo había trabado relación con los hermanos Campos con motivo de su visita al Instituto di Tella de Buenos Aires en 1966 (la galaxia “pulverulenda” de Haroldo deja un alucinante testimonio de esta visita) y debía culminar en una muestra que finalmente se realizó pero sin los poetas brasileños. Fue la posición marginal de Vigo, tanto en un sentido creativo

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como espacial –la revista se hacía en La Plata, esto es, fuera de Buenos Aires– lo que explica en parte su sensibilidad a los fenómenos artísticos y literarios no canónicos y extraterritoriales. Mientras Vigo y unos pocos seguían este camino, la poesía hispanoamericana –impulsada por el deseo de intervenir en los cambios sociales– se volcaba cada vez más a una lírica más política, más popular y más discursiva.

CONDICIONES DE LA ESCRITURA POÉTICA Al observar la literatura latinoamericana de los años cincuenta, y al constatar la ausencia de movimientos de poesía concreta similares al brasileño o a los europeos, es necesario evitar la interpretación de este hecho como un vacío. Como si la falta de movimientos articulados de poesía concreta significara una falta o una falla. Esa mirada encubriría una visión teleológica del quehacer poético, similar, en cierto modo, a la que tuvieron los propios poetas concretos, quienes consideraron –en sus manifiestos– que la crisis del verso respondía a una necesidad histórica y a una inmanencia estética de la poesía universal. En su manifiesto “nueva poesía: concreta”, Décio Pignatari escribió que el verso es “anti-económico, no se concentra, no se comunica rápidamente, se destruye en la dialéctica de necesidad y uso históricos” (Campos 1975). La desintegración del verso como unidad ideológico-formal del poema reconoce en la poesía hispanoamericana innumerables exponentes que van, por nombrar sólo algunos, del movimiento mexicano Estridentista a las revistas del uruguayo Clemente Padín (1939) y Xul del argentino Santiago Perednik (1952), de Vicente Huidobro a los peruanos César Vallejo (1892-1938) y Oquendo de Amat (1905-1936), de la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) al chileno Nicanor Parra (1914) y al peruano Jorge Eielson (1924-2006), de Oliverio Girondo al argentino Arturo Carrera (1948) y al poeta uruguayo Julio Campal (1934-1968), quien vivió en España y es el único hispanoamericano mencionado en la antología de Emmet Williams. Evitando entonces toda tentación teleológica, es necesario interrogarse sobre si existe en la propia lengua (no en la lengua hablada sino en el castellano producido por la poesía) algunas características que condicionan el avance de la poesía en una u otra dirección. Estos condicionamientos serían “tradiciones” que, aunque puedan tener un mayor poder coercitivo en uno u otro período, nunca llegan a ser determinantes. En el caso de la poesía latinoamericana hay, sin embargo, tres factores que explican la recepción e incorporación peculiar de la poesía concreta, principalmente brasileña, la más próxima por razones geográficas, culturales y lingüísticas. Estos factores son: el predominio de la imagen como célula composicional básica, la tendencia hacia lo discursivo y, finalmente, el modo en que se ha incorporado a los poetas-faro del siglo XX, fundamentalmente Stéphane Mallarmé y Ezra Pound. En el dominio hispanoamericano, las teorías más influyentes de la posvanguardia fueron las expuestas por Octavio Paz y el cubano José Lezama Lima (1910-1976). Ambos autores, aunque con grandes diferencias, pusieron en el centro de sus poéticas a la imagen. Para Octavio Paz la imagen es un acceso a la otredad y un instrumento básico en la comprensión tanto del signo poético como de la fuerza cognitiva del poema (Paz 1983, 98-113). En su teoría poética, la imagen está en combinación con el ritmo y éste se expresa en el endecasílabo, medida del verso considerada clave para la poesía escrita en castellano. “A través de la frase que es ritmo, que es imagen, el hombre –ese perpetuo llegar a ser– es. La poesía es entrar en el ser” (Paz 1983, 113). En Lezama, la imagen sirve para reordenar la historia humana, que no casualmente recibe el nombre de Eras Imaginarias, y es la promesa de acceder a un mundo diverso al de la causalidad, al que el poeta cubano llamó lo incondicionado: “La imagen extrae del enigma una vislumbre, con cuyo rayo podemos penetrar, o al menos vivir en la espera de la resurrección” (Lezama 1982, 61). Resulta evidente que dados los intereses de estas teorías, en las que el nexo entre la poesía y la presencia es tan poderosa, no podían ser menos que reacias a la incorporación de una poesía, como la concreta, en la que predominaba la tekné y la invención de un campo de inmanencia. La imagen es el camino al ser (Paz) o a la resurrección (Lezama), es decir, hacia otra cosa y sólo secundariamente un objeto material en sí mismo (como sucedió en el concretismo brasileño, en el que la palabra misma se volvió imagen). La renovación del legado surrealista en la lectura de Octavio Paz es una señal del valor que el surrealismo todavía tenía en Hispanoamérica (tanto en poetas vinculados al concretismo, como Edgar Bayley, como en importantes animadores culturales –el argentino Aldo Pellegrini (1903-1973), Juan Larrea (que nació en España pero vivió en la Argentina, 1895-1980), el peruano César Moro (1903-1956)– para no hablar de los poetas y de los viajes de los surrealistas). En las primeras décadas del siglo, mientras otros movimientos vanguardistas hacían estallar la estructura del verso o realizaban incursiones experimentales en

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la presentación visual, el surrealismo mantenía el imperio del verso (basta pensar en el juego del cadáver exquisito) y una tendencia a lo discursivo que se enlazaba perfectamente con la tradición de la poesía en castellano. Entre la recuperación de la poesía barroca que se hizo a partir de los años veinte y el peso de la influencia rubendariana con su variedad rítmica y métrica, entre la herencia gongorina (la proliferación metafórica) y la quevediana (la preeminencia del concepto), entre la incorporación de la exuberancia surrealista y la apertura a lo conversacional como acceso a lo cotidiano, la poesía hispanoamericana parecía poco dispuesta a incorporar el hecho poético concreto, tan radicalmente extraño a sus inclinaciones.

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Como lo desarrollé en mi libro A poesia concreta: as vanguardas na encruzilhada modernista, la noción de ideograma de los poetas concretos combinaba originales lecturas de Ezra Pound (sobre todo a través de The poetry of Ezra Pound de Hugh Kenner), Stéphane Mallarmé (con el apoyo de L’Oeuvre de Mallarmé – Un coup de dés de Robert Greer Cohn) y la teoría de la Gestalt (Aguilar 2005, 184-190). Pues bien, en la poesía latinoamericana las lecturas de Pound y de Mallarmé raramente se tocaron. El primero fue muy leído por los poetas de la conversación y de lo coloquial; mientras el segundo fue muy marcado por la lectura de los modernistas. En El arco y la lira, Paz lee a Pound y a Mallarmé pero separados: a Pound lo considera como una latinización de la poesía en lengua inglesa y al Coup de dés de Mallarmé, básicamente como un poema sonoro [2]. La irrupción del concretismo brasileño, sin duda, fue fundamental en el giro que se produjo en la consideración del poeta francés y de su obra Un coup de dés de 1897. Además de una notación rítmico-musical, el poema era una puesta en escena –o en página– de la materialidad del lenguaje y de su potencia sintético-ideográfica, lectura que de alguna manera ya estaba en el más mallarmeano de los poetas hispanoamericanos, Vicente Huidobro. Fue esta lectura de Mallarmé la que sirvió como puente, en algunos autores, hacia la poesía visual. Por eso, dentro de las innumerables muestras de poesía visual, es el poema constelación, en la línea de Un coup de dés y del concretismo brasileño, el que ha señalado los momentos más excelsos de la poesía hispanoamericana. La ausencia entonces de movimientos de poesía concreta surgidos en los años cincuenta se explica también por el predominio de la tradición discursiva que pesaba sobre la producción poética. Esta es la razón por la que me inclino a señalar, antes que una historia panorámica de los movimientos efímeros de poesía concreta, una serie de episodios de poesía visual (es decir, de poesía experimental y de crítica de la sintaxis tradicional) en Latinoamérica: las experiencias de Vicente Huidobro durante las vanguardias históricas, la publicación de En la masmédula de Oliverio Girondo en 1954 y los poemas visuales que Octavio Paz compuso a fines de los años sesenta. Esto es: un antecedente, un contemporáneo, un continuador.

VICENTE HUIDOBRO Y OLIVERIO GIRONDO La mención de Octavio Paz nos recuerda que José Juan Tablada realizó una serie de caligramas de forma contemporánea a Guillaume Apollinaire (los “poemas ideográficos”, como los denominó Tablada son de 1914). Sin embargo, las experiencias de Tablada no tuvieron la continuidad ni la profundidad de Vicente Huidobro, que funda, en la poesía en castellano, la tradición del poema constelación. En la estela de Mallarmé, las relaciones entre los signos no dependen del objeto referido (como en los caligramas de Apollinaire o de Tablada) ni de la disposición en verso, sino de su posición relativa en el espacio. Si bien sus composiciones de 1922 oscilan entre lo caligramático y lo constelar, esta tensión se resolverá definitivamente hacia lo segundo en Altazor, de 1931, aunque sin la apariencia plástica que tenía en el proyectado libro Salle XIV, que finalmente nunca se publicó aunque se conoció en una exposición realizada en 1922. De todos modos, al retomar la espacialidad de Ecuatorial, de 1918, Huidobro a la vez se sentía menos tentado por resoluciones figurativas como sucede en algunos poemas de Salle XIV. En mayo de 1922 –el mismo año en que Varèse musicalizaba en Offrandes poemas suyos y de José Juan Tablada–, Huidobro exhibe 13 poemas visuales de gran tamaño (73 x 53 cm) en el hall del teatro Edouard VII: la exposición causa escándalo y debe ser retirada. En estos poemas visuales, Huidobro reinstala la idea de Stephane Mallarmé de considerar el espacio en términos estructurales y materiales, y no, como lo había hecho Apollinaire en sus Caligramas, en términos figurativos y simbólicos. Es verdad que en “Minuit” (“Medianoche”) las líneas parecen mimetizarse con una luna o una estrella, pero la flotación de las demás líneas hace que el poeta-astrónomo no se comporte al servicio de las formas creadas, más bien es él mismo el creador de un espacio en el que debe reordenar la trayectoria del “astro que ha perdido su camino”. Huidobro no abandona, como hacen los Caligramas, “el enigmático modelo de la línea” (Jacques Derrida), sino que lo quiebra, lo violenta o lo somete a nuevos relacionamientos. En “Caleidoscopio” esta apuesta es mucho más radical, ya que aquí Huidobro coloca a la forma en el límite mismo del azar y de la disciplina. Y este es uno de los desacuerdos centrales de Huidobro con el surrealismo: el problema está, más que en el carácter más o menos disparatado de las imágenes, en que la poética bretoniana no sometía el azar a ningún tipo de disciplina inquisidora [3]. También Oliverio Girondo había trabajado con imágenes visuales pero las usaba más bien como ilustraciones a sus poemas: en Veinte poemas de 1922 y Calcomanías de 1925 realizó él mismo unas acuarelas y en Interlunio, de 1937, incluyó grabados de Lino Spilimbergo. En 1954, en diálogo con los poetas más jóvenes –invencionistas y surrealistas–, publicó En la masmédula, libro que llamó la atención de Haroldo y Augusto de Campos (ver Schwartz 2007, 453). La característica de estos poemas no radica particularmente en su espacialidad (aunque aquí nos

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detendremos en “Plexilio”, uno que la trabaja intensivamente), sino en la amalgama de palabras creando neologismos y palabras-valija, con efectos verdaderamente hipnóticos (existe un registro oral de esos poemas al que Girondo le atribuía mucha importancia). Así, la palabra “plespacio” sugiere “pleno espacio” y se conecta con “plexilio” (pleno exilio connotando también plexo) y las aliteraciones en x de “sin nexo anexo al éxodo”, situación de marginación, huida y disolución del yo que explica a su vez la estructura visual del poema. Como versos que, escalonados, descienden y se entremezclan con el aire (ese efecto se logra por el uso de las fricativas ‘s’ y ‘f’). Aunque la apariencia es la del verso libre, algunas unidades espaciales permiten sin embargo ver la estructura de un alejandrino (“nubífago / preseudo / heliomito / subcero”), algo que se percibe en casi todos los poemas de En la masmédula. Poema-túmulo, “Plexilio” inventa en el espacio de la página su propia subsistencia y su perseverancia en el mismo momento en que se descompone (Girondo 1999). Con En la masmédula, Girondo fue lejos en la experimentación poética, a tal punto que tuvo que crear un espacio de la ajenidad (del exilio) y de la negatividad (el “puro no” como dice otro de sus poemas) en relación con lo que se hacía en la poesía argentina de ese entonces.

OCTAVIO PAZ Blanco (1966), Topoemas, los Discos visuales (realizados en colaboración con el artista plástico Vicente Rojo, de 1968) y 3 anotaciones/rotaciones (diseños móviles en colaboración con Toshihiro Katayama e incluidos posteriormente en Vuelta) son las obras en las que Octavio Paz ha trabajado con el espacio, lo visual y la permutación textual. “Topoema = topos + poemas. Poesía espacial, por oposición a la poesía temporal, discursiva. Recurso contra el discurso” (Paz 1997, 553). En una carta a Haroldo de Campos de 1968, el poeta mexicano escribió: “Creo que con estos poemas [se refiere a los Topoemas] la poesía concreta hace su aparición en Hispanoamérica (lo de Goeritz es más bien plástico)” (en Paz y Campos 1985, 103). Más allá de limitar la experiencia de Mathias Goeritz (19151990) (arquitecto y artista plástico que hizo varios poemas concretos, además de la primera exposición hispanoamericana de poesía concreta en la UNAM), lo cierto es que Paz era el primer poeta de gran trayectoria que se internaba en el terreno de la poesía concreta. El narrador Cabrera Infante realizó solamente unas incursiones esporádicas, Nicanor Parra dio a conocer sus primeros artefactos visuales en 1972 y las revistas interesadas en poesía visual surgen, con la excepción de Diagonal cero, contemporáneamente o después de los Topoemas (ver Padín). En la Argentina Hexágono, de Vigo, y Xul, dirigida por Jorge Perednik. En Uruguay, Clemente Padín siguiendo la línea abierta por el “poema processo” de Wlademir Dias Pino y fundando las revistas Huevos del Plata y Ovum. La poesía como resistencia al tiempo rectilíneo en Paz ya estaba en Piedra de sol, poema de 1957 basado en calendarios precolombinos y occidentales en el que los últimos seis versos

repiten los iniciales. Sin embargo, en esta composición, tanto la cantidad de versos como la métrica (endecasílabos) tienen un carácter significativo y son estructurantes de la forma (el número de versos coincide con la revolución sinódica del planeta Venus). En los Topoemas se abandona la noción de verso, pero tanto las explicaciones como el contenido de los poemas ponen en evidencia las dificultades de Paz para abandonar la tradición metafórica y retórico-discursiva que predomina en la poesía en castellano (ver las interesantes observaciones del poeta mexicano en Paz y Campos 1985, 97). A partir de operaciones sobre las palabras (“Niego ni ego”, “sino no si”) y de estructuras radiales, Paz crea lo que podría denominarse un concretismo conceptualista, en el sentido quevediano de la palabra. Y es que justamente los poemas visuales más logrados son aquellos en los que la lógica de la aparición y de la presencia –totalmente tributaria del verso y su lógica discursiva y recursiva– todavía rige o subsiste en la constelación visual formada en la página. En “Adivinanza en forma de octágono”, el poema es permutativo y está formado por versos que deben ser colocados según una adivinanza que formula el poeta. El sistema recuerda más a Raimundo Lulio y al Mofarandel de los oráculos de Apolo de Maestro Quoquim (manuscrito mexicano del siglo XVI que funciona como un poético oráculo adivinatorio) que a la indeterminación que buscaban los artefactos concretos. En la explicación, Paz recurre a cuatro términos que sugieren linealidad (“frases”, “líneas”, “oraciones”, “paralelas”) y a una forma espacial que refuerza la equivalencia entre las partes sugiriendo dísticos poéticos por equivalencia semántica (y no fonética o visual). Sin embargo, más allá de esta estructuración, el sistema permutativo que está en este poema, así como en los “Discos visuales”, es una concreción de los “signos en rotación”, esto es del sistema metafórico que sostiene su escritura. Una escritura que, en esa dinámica permutativa, privilegia el elemento temporal, como se percibe en la inclusión de las acciones verbales (“reparte”, “parte”, “ver oler tocar gustar oír”) y del renacimiento incesante de una imagen en otra. Según palabras de Enrique Pezzoni, “la poesía de Octavio Paz ha espacializado el tiempo, reconciliando movimiento y quietud, reversibilidad e irreversibilidad […] Con Topoemas se propone ahora temporalizar el espacio, convertirlo en el momento o lugar en que la movilidad se hace quietud” (1974, 260). Es decir, que Paz incorpora a la poesía visual en el continuum de su producción en verso. De las experiencias visuales de Octavio Paz puede afirmarse, de todos modos, algo aplicable también a otros poetas hispanoamericanos: que aunque no hayan integrado el concretismo internacional, el encuentro con la poesía concreta brasileña sirvió como un pasaje a nuevas experimentaciones, a redescubrimientos y a cuestionarse sobre la forma de esos textos a los que llamamos poemas

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// ADIVINANZA EN FORMA DE OCTÁGONO Coloque cada una de las 8 frases en cada una de las 8 líneas, de modo que, leídas del 1 al 8, formen dos oraciones pararelas.

3

2

4

1

5

8

6

7

1. Tú en el centro 2. El cuchillo del sol 3. Parte este octágono 4. Ojos nariz manos lengua orejas 5. Este y Oeste Norte y Sur 6. Reparte este pan 7. El abismo está en el centro 8. Ver oler tocar gustar oir

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NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

[1] Así lo reconocieron poetas como Nicanor Parra (Artefactos visuales), Severo Sarduy, Arturo Carrera (Escritos con un nictógrafo), narradores como Julio Cortázar (en los cuentos de Un tal Lucas Haroldo de Campos figura como personaje) y Guillermo Cabrera Infante, y críticos de la importancia de Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama, entre muchos otros. [2] De hecho, en la correspondencia que intercambiaron, Octavio Paz se distancia del uso que hicieron los poetas concretos brasileños, argumentando que “la poesía de Pound –fundamentalmente discursiva– no utiliza realmente ideogramas, sino descripciones de ideogramas” (en Paz y Campos 1985, 98-99, subrayado del original). [3] Aunque convencionalmente la crítica vincula estas experiencias de Huidobro con el cubismo (ver, por ejemplo, el libro de Benko) y el cartel de la exhibición llevaba un retrato del autor hecho por Pablo Picasso, la relación de los poemas de Huidobro es más fuerte con el fauvismo por el uso de los colores y de las formas curvas. El mismo año de la exposición, Huidobro presentó un “poéma-robe” (poema-vestido) en el desfile organizado por Sonia Delaunay.

Aguilar, Gonzalo. 2005. A poesia concreta: as vanguardas na encruzilhada modernista. São Paulo: Edusp. Benko, Susana. 1993. Vicente Huidobro y el cubismo, México, FCE. Campos, Augusto de, Haroldo de Campos y Décio Pignatari. 1975. Teoria da poesia concreta, 2a. ed. ampliada, San Pablo, Duas Cidades. (1era. ed.: San Pablo, Invenção, 1965). Carrera, Arturo. 1972. Escrito con un nictógrafo. Buenos Aires: Sudamericana. García, María Amalia. 2008. Abstracción entre Argentina y Brasil. Inscripción regional e interconexiones del arte concreto (19441960). Tesis de doctorado, Universidad de Buenos Aires, mimeo. Girondo, Oliverio. 1999. Obra completa, edición crítica de Raúl Antelo. Colección Archives ALLCA XX. Huidobro, Vicente. 2001. Salle XIV (Catálogo de la exposición de la poesía de Vicente Huidobro). Barcelona: Ambit. Lezama Lima, José. 1982. Las eras imaginarias. Madrid: Fundamentos. Maciel, Maria Esther. 1999. “Poéticas de Confluências: Octavio Paz e Haroldo de Campos” en Vôo transverso (Poesia, Modernidade e Fim do Século XX). Rio de Janeiro/Belo Horizonte: Sete Letras / UFMG. Maquinaciones (Edgardo Antonio Vigo: Trabajos 1953 – 1962), catálogo de la exposición de CCEBA, agosto / septiembre de 2008. Padín, Clemente. La poesía experimental latinoamericana (1950-2000). http://www.boek861.com. Parra, Nicanor. 2002. Artefactos visuales. Concepción: Dirección de Extensión / Pinacoteca Universidad de Concepción. Paz, Octavio. 1967. Corriente alterna. México: Siglo XXI. Paz, Octavio. 1976. Vuelta. Barcelona: Seix Barral. Paz, Octavio y Haroldo de Campos. 1985. Transblanco (traducción de Blanco y correspondencia). Río de Janeiro: Guanabara. Paz, Octavio. 1997. Obra poética I (1935-1970) en Obras completas. México: Fondo de Cultura Económica. Paz, Octavio. 1983. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica (1ª ed.: 1956). Pezzoni, Enrique. 1974. “Discos visuales” en Ángel Flores: Aproximaciones a Octavio Paz. México: Joaquín Mortiz. Schwartz, Jorge, ed. 2007. Oliverio: nuevo homenaje a Girondo. Rosario: Beatriz Viterbo Editora. Solt, Mary Ellen. 1968. Concrete Poetry: A World View. Indiana: Indiana University Press. UNAM: Archivo José Juan Tablada. Carta a Ramón López Velarde, reproducida en El Universal Ilustrado, 13 noviembre de 1919: 23. http://www.tablada.unam.mx/ Williams, Emmett, ed. 1967. An anthology of concrete poetry, Something Else Press.

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DE LA MEMORIA A LA PRESENCIA. POLÍTICAS DEL ARCHIVO EN LA CULTURA CONTEMPORÁNEA

Florencia Garramuño

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“… and the last remnants memory destroys”. Con estas palabras en el epígrafe comienza, en su traducción para el inglés –que opaca la ambigüedad del original en alemán– Los emigrados, de W. G. Sebald, tal vez uno de los ejemplos más originales de un impulso por hacer de la literatura un espacio en el que conviven restos de historias diferentes entre sí, recogidas y recortadas de espacios heterogéneos, y barajadas en la escritura como memorias que abdican de toda posibilidad de restitución [1]. Enigmas proliferantes sin resolución, en ellos la escritura se detiene en el registro de esos residuos, vedando toda pulsión redentora. Como Los Emigrados, tantos otros textos de Sebald: pienso, inmediatamente, en Austerlitz. Si la memoria y el recuerdo se conciben como una actividad que puede llevar a la destrucción de los restos y vestigios del pasado, ¿cómo podrían preservarse esos restos, si no fuera a través de un dispositivo que, al recusarse a la memoria, pudiera conservar, aunque fuera con el peligro de que pereciera el recuerdo, esos restos? ¿Y restos de qué serían esos vestigios, si el pasado al que convocan podría llegar a ser olvidado por la memoria que lo rememora? El epígrafe de Sebald abre una posible contradicción entre memoria y vestigio que su escritura ilumina, y que en varias prácticas artísticas contemporáneas se exhibe de formas diversas y con consecuencias teóricas y políticas variadas. Los años de 1970 en las novelas argentinas Historia del llanto (2007) de Alan Pauls, Museo de la revolución (2006) de Martín Kohan, o la colección de una serie de objetos de temporalidades diversas en Buenos Aires tour (2003) de Jorge Macchi, hacen restallar una encrucijada de tiempos que tiene en el presente eterno –de sus discursos, de la enunciación, del acto mismo de la recolección– la figura más evidente de ese giro hacia lo que resta y permanece –lo que sobrevive– en el presente. También Bernardo Carvalho en varias de sus novelas utiliza de formas variadas una operación de recolección de historias que podría incluirse en esa práctica del archivo. Ya sea recogiendo historias, realizando investigaciones, o recorriendo itinerarios, la narrativa en los textos de Carvalho va desarrollándose a partir de una exhibición de restos y retazos. Restos que a veces pertenecen a un pasado identificable y se muestran como despojos de una historia posible que podría ser reconstruida a partir de ellos, pero otras veces, en cambio, encuentran en el puro presente de su exposición el sentido último de la escritura [2]. En los casos más extremos, esa práctica de la recolección rechaza de modo absoluto la reconstrucción de una historia, en el sentido de elaboración de una trama articuladora, de una intriga, como ocurre, por ejemplo, en Eles eram muitos cavalos (2001) de Luiz Ruffato. En esta novela, una gran colección de retazos de diálogos, textos variados, recortes periodísticos, monólogos y acontecimientos –“minicontos” han sido llamados– organizan el caleidoscopio cambiante de un día en la megalópolis paulista [3]. En la práctica que Rosângela Rennó viene desarrollando hace algunos años, construyendo grandes archivos fotográficos de personas desconocidas, y combinando esas fotografías en obras que testimonian el olvido, también esas políticas del archivo recuerdan, en el privilegio que dan a la noción de contingencia, más la presencia que la rememoración o la reconstrucción del vestigio. Buenos Aires Tour, de Jorge Macchi, es el título de un libro de artista y también de una instalación. Más allá de las diferentes formas en las que Buenos Aires Tour ha sido exhibida en varios museos del mundo, una serie de objetos encontrados, los objets trouvés (así llamados por Macchi), algunos de los cuales son reproducidos facsimilarmente en el libro, exponen en la instalación su materialidad como “cuadros” colgados de la pared o colocados en vitrinas erigidas en salas: dos cartas del mazo de naipes españoles, un diccionario inglés-español manuscrito, estampillas con el retrato de Eva Perón –entre otros–, objetos que Macchi fue recogiendo al realizar el recorrido por la ciudad, que había sido marcado por el itinerario azaroso creado en el vidrio por el golpe de una piedra.

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Esos objetos encuentran en la instalación un espacio en el cual ya no se rememora sino que se recoge o colecciona. Entiéndase bien: no se trata de copias (en la instalación); son los objetos mismos, esos objets trouvés, los que encuentran su lugar por detrás de los vidrios que, en la pared o sobre las mesas de las vitrinas, enmarcan las diferentes partes de la obra o instalación [4]. También en Museo de la revolución de Martín Kohan la idea de archivo –desde el título– dirige los diferentes recorridos por la ciudad de México que realiza Marcelo, el narrador, en 1995, y el trayecto de Buenos Aires hacia Córdoba de Rubén Tesare en 1975 con el cual comienza la novela. Varias de las escenas más importantes en la construcción de la intriga de Museo ocurren, precisamente, en museos: en la casa museo de Trotsky –que el narrador decide visitar después de dudar sobre si visitaría la casa museo de Frida Kahlo– y en el museo de la revolución mexicana [5]. Sin embargo, si los museos se asocian en la novela con la muerte y el silencio que contienen las tumbas, la idea de archivo se desplaza hacia los patios –el patio del hotel, el patio del museo– y es allí en todo caso donde, a través de la lectura de un diario escrito en los años setenta pero leído en el presente, y por una sobreviviente, que la historia acaba por imponerse. Y se trata de una nueva historia, la historia que Marcelo irá a escribir al final de la novela, que no es la misma historia que cuenta la novela, incluso cuando esta primera historia la precipite y la incluya. Como si en el intervalo que habita entre el museo y la novela hubiera algo que el archivo pudiera captar, y que eso sería en todo caso lo que la novela querría transmitir. / 114 /

Me pregunto si la noción de archivo –una particular noción de archivo– no sería apropiada para pensar en las formas en que esos restos y vestigios aparecen y son utilizados en algunas obras contemporáneas. Y la contraposición entre archivo y memoria, entre la presencia material –captada en objetos y discursos físicamente presentes que el archivo exhibe– y la rememoración que teje la memoria, sería –por lo menos para estas obras que estoy discutiendo aquí– fundamental. Aunque sea necesario para la rememoración, el archivo es anterior al recuerdo y en esa anterioridad cifra, además, una persistencia. El archivo posibilita la memoria, pero está siempre atentando contra las memorias ya construidas, contra las historias ya contadas, puesto que en sus estantes y vitrinas puede siempre habitar escondido un documento u objeto que desdiga o corrija esas historias [6]. Hasta podría postularse que el archivo –algún tipo de archivo, presente o ausente, sustancial o insustancial– es indispensable para la memoria. Como señala Charles Merewether en “Introduction: Art after the archive”, “the archive is not one and the same as forms of remembrance, or as history. Manifesting itself in the forms of traces, it contains the potential to fragment and destabilize either remembrance as recorded, or history as written, as sufficient means of providing the last Word in the account of what has come to pass [7]”. Pero no es solo desestabilizando totalidades o recomponiendo pasados que actúa el archivo, por lo menos no en las obras que quiero discutir aquí. Si solo se tratara de eso, estas obras no se diferenciarían de otras –muchas, diría– que han cuestionado formas de la memoria y del recuerdo, sobre todo en los últimos años. No se diferenciarían de esa obsesión por el pasado que ha reinado en las últimas décadas. Ni se diferenciarían estos archivos –si estas fueran sus únicas consecuencias– de otras formas, llamémoslas posmodernas, de deconstruir y cuestionar totalidades. La diferencia de la noción de archivo con la que trabajan estas obras es su insistencia en hacer presentes, en exhibir, en mostrar la materialidad de esos restos, la obstinada conservación de los vestigios y residuos que en la preservación e insistencia conducen al surgimiento de otras historias, de otras realidades construidas con esos fragmentos del pasado e impulsadas por esos fragmentos del pasado, pero que abandonan el pasado en favor de la presencia.

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El contraste entre esta noción de archivo con la memoria y el recuerdo me interesa especialmente para pensar las dos novelas argentinas mencionadas, Historia del llanto de Alan Pauls y Museo de la revolución de Martín Kohan. La obsesión con el pasado y el imperio de la memoria que abrumó a muchas construcciones y prácticas culturales argentinas –y no sólo argentinas, a juzgar por lo que proponen algunos pensadores como Andreas Huyssen, entre otros– ha dejado lugar a un tipo de elaboración diferente con el pasado que vale la pena interrogar, porque algo puede estar diciéndonos sobre el modo en el que habita, en muchas versiones de la estética contemporánea, una lógica de la presencia que desplaza toda pulsión de restitución [8]. Aunque el pasado en tanto tal no haya desaparecido –el pasado en tanto objeto, en tanto materia de reflexión, el pasado en tanto material concreto, utilizado como bloque duro en una construcción maleable–, estas dos novelas colocan su enunciación y sus historias en el presente. De hecho, las dos novelas se contrastan en este sentido con otras dos novelas de cada uno de estos autores en las cuales, por el contrario, el pasado es objeto de reconstrucción y de reflexión: El pasado de Alan Pauls y Dos veces junio de Martín Kohan [9]. Las dos novelas anteriores trabajan una reconstrucción del pasado que encuentra en el tiempo pasado el modo con el cual realizar una suerte de restitución y colocar en escena la memoria como protagonista principal del relato. En estas dos últimas novelas, impera, por el contrario, el presente. Es desde el presente que se busca, en Museo de la revolución, una historia o, más precisamente, un diario. También es en presente que se cuenta cada uno de los fragmentos temporales diferentes que componen la novela: 1975, el viaje de Tesare, su relación con Fernanda Aguirre, que es Norma Rossi; y 1995, el viaje de Marcelo –el narrador–, su relación con Norma Rossi, que es Fernanda Aguirre. La novela está construida por la superposición de capas temporales de diferentes estratos que, sin embargo, conviven en la narrativa en una única escritura en presente. Junto con ese presente, es importante en el relato la reflexión sobre el tiempo –y sobre el tiempo de la revolución– que Tesare discute en su cuaderno. El texto comienza directamente con ese cuaderno de Tesare escrito en presente, continuado por el relato que narra Norma, y posteriormente la escritura de Marcelo. La novela es ambigua sobre si el final de la novela –en el cual el narrador se dispone a escribir– es el comienzo de esta novela que estamos terminando de leer, o el comienzo de otra novela que no conoceremos nunca, y en esa ambigüedad funda la idea de un presente continuo que jamás podría considerarse como un presente histórico. Figuradas en un presente constante en el cual sobrevive otro tiempo, pero que no busca ser reconstruido con una lógica representacional que maniataría tanto al presente (en el sentido de que no podría desligarse o desprenderse de ese pasado) como al pasado (en el sentido en que esta reconstrucción tendría que dar un sentido, último o provisorio, a ese pasado), estas obras ponen en escena una lógica de la sobrevivencia –lejos de la memoria o del recuerdo– que parecería hasta contraponerse con el recuerdo [10]. Es por eso que la historia de Museo de la revolución es la historia de una sobreviviente (y subrayo esta palabra), Norma Rossi. Porque si ese presente puede abarcar dos temporalidades diferentes, sin distinción, es porque quien cuenta la historia de Tesara es una sobreviviente, y es ella quien le da a Marcelo una historia. Deberíamos aceptar, por lo tanto, que la historia que la novela cuenta no es la historia de Tesare, ni la historia de la Revolución convertida en museo –es decir, en las palabras del narrador, algo muerto–, sino la historia de Norma Rossi y Marcelo, el narrador: la historia de Norma en tanto Fernanda Aguirre –nom de guerre–, en 1975, y la historia de Norma en tanto Norma, en 1995. En esa superposición de presentes, el presente incólume de la novela se distancia drásticamente de un presente histórico: frente a la memoria, instala una dimensión de la intimidad con los restos –el diario de Tesare es, precisamente, eso, el resto, lo que quedó de aquella otra historia– y los sobreviviente Norma. Una intimidad que puede ser, además, hasta íntimamente incómoda, y no estoy diciendo que esa incomodidad excluya el placer o el deseo.

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También en Historia del llanto de Alan Pauls el pasado de los años setenta es narrado en un presente que evita la reconstrucción de ese pasado –su recuerdo y memoria– para concentrarse en las huellas que ese pasado ha dejado impresas en la sensibilidad del protagonista. De allí los puntos suspensivos que recortan el relato, fragmentándolo e interrumpiendo toda reconstrucción; de allí también el modo en que acontecimientos, personajes –el cantautor, la erpia–, e incluso lugares de la ciudad –el hospital encumbrado en la barranca– son referidos de modo mediado, sin la particularización concreta que demandaría la reconstrucción, y se figuran más como fantasmagorías que flotan en el presente eterno de aquello que nunca acaba de ocurrir. Fantasmagoría, entonces, más que reconstrucción del pasado o recuerdo.

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A partir de una idea de archivo, las novelas de Pauls y Kohan resultan observadas bajo una luz diferente a la de la rememoración y reconstrucción, y distinguir en ellas una pregunta –más que una respuesta– sobre qué hacer en el presente con los restos y residuos. Pero creo que esta idea de archivo tiene además la ventaja –que considero aun más importante– de obligarnos a sustituir la noción de representación por una noción de presencia que trae aparejadas consecuencias importantes para pensar en algunas prácticas artísticas contemporáneas. En algunas de las obras brasileñas, esta práctica del archivo, al situarse en un presente casi contemporáneo a la escritura –y pienso aquí en Eles eram muitos cavalos de Luiz Ruffatto– nos distancian de la idea de pasado, aunque permanezca en ellas la idea de archivo de lo real y de recolección de fragmentos y retazos. En algunas otras obras, esas políticas del archivo apuntan a hacer materialmente presente el olvido y la ausencia. En las obras de Rosângela Rennó, como señaló Maria Angélica Melendi, “as fotos e os textos que a artista arquiva não resgatam a memória mas testemunham o esquecimento” [11]. En varias de las obras de Rennó, el trabajo que realiza recopilando fotografías y textos procedentes de álbumes familiares o archivos públicos y privados, consiste en intervenirlos negándose a todo tipo de reconstrucción de un recuerdo. En otros casos, como en la instalación de video “Time machine” de Macchi, se escenifica y se distribuye en el espacio el paso del tiempo para oponer resistencia a una concepción del tiempo lineal y cronológica. La instalación dispone una mesa

con cinco aparatos de televisión en su interior, visibles detrás de ventanas de vidrio. Cinco fragmentos de los pocos segundos en los cuales las palabras THE END aparecen al final de cinco filmes norteamericanos de los años 40 se reproducen simultáneamente en esos aparatos de televisión sin que puedan ser observados todos al mismo tiempo; y aunque las bandas sonoras de los filmes pueden sí ser escuchadas simultáneamente, la percepción sonora también es diferente a cada momento porque la duración de los fragmentos es desigual. Con los fragmentos de los filmes organizados de esta manera, el tiempo no termina de pasar, los filmes nunca terminan de concluir, y se instalan en la memoria dispar de los espectadores, iluminando espectralmente un paso del tiempo que es siempre diferente y del cual siempre queda y permanece una composición diferente. Macchi se ha referido a una atracción por “the accident and the leftover”, preguntándose sobre si su trabajo sería –cito a Macchi– “a primitive and degenerate form of photography; both try to stop or slow down deterioration and vanishing” [12]. Ninguna restitución, por lo tanto: la operación consiste en presentar en presente, en volver a hacer presentes, en ubicar en la presencia, o propiciar una nueva presencia, de esos restos y residuos. Sobre la posibilidad de publicar –por primera vez, vale la pena recordar– el diario de Tesare, dice Marcelo: “Un texto así, agrega Norma Rossi, con un autor así, en circunstancias como las presentes, puede, eventualmente, reactivar cierto tipo de conciencia política, sacudir cierto apagamiento y cierto escepticismo que son todo un signo de los tiempos, puede interesar y hasta motivar a quienes en otro tiempo creyeron en un futuro de cambio o a quienes desconocen por completo lo que es tener en la vida ese tipo de perspectiva; un texto así con un autor así puede estimular esa clase de disposición social que en otro tiempo era corriente y ahora, en cambio, se ve poco menos que eliminada por completo, suplida por el desgano o la mezquindad del proyecto individual. Es una posibilidad. Norma Rossi la considera. Pero también considera otra, muy distinta, o antagónica: que un texto así, que en cierto modo puede adquirir la apariencia de un museo, con un autor así, que vio caer sobre sí el rigor de un escarmiento irreversible, suscite en los lectores un efecto de parálisis, toda

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vez que el ejemplo del escarmentado suele paralizar, que refuerce el descreimiento de por sí tan bien cimentado acerca del estado de cosas en el mundo, que confirme lo que por lo demás existe socialmente como certeza: que las cosas que son no podrían no ser, ni ser de una manera distinta; y por fin, más aun, que el destino de quienes se abocaron a transformar ese estado de cosas ha sido el peor de los destinos posibles: el fondo del río, la tumba anónima o el bloque de cemento integrado a una construcción que ya nadie desgajará nunca” [13]. Frente a esas dos posibilidades antagónicas de la edición de un texto del pasado, la novela misma, en su encrucijada de presentes (el presente de entonces, el presente de ahora), interrumpe cualquier acto restitutivo. Ni museo de las larvas ni país de los juguetes –tomo las categorías de Giorgio Agamben a las que Martín Kohan hace mención en su polémica reseña del film Los rubios de Albertina Carri–, la lógica de la presencia en Museo de la revolución quiere ser otra cosa, buscar un modo de usar el pasado lejos de esas dos posibilidades y de sus consecuencias. En la discusión sobre el film de Albertina Carri sobre sus padres desaparecidos, Los rubios, Kohan discute algunas posibilidades de retornar al pasado, y, más como pregunta que como dogma, señala: “El testimonio que Los rubios ofrece en primer lugar (…) constituye, no por voluntad de la testimoniante desde luego, una advertencia, que no necesariamente la película atiende, acerca de la coartada de una memoria que, definida, en nombre de la ficción, por la omisión y por el olvido, tenga menos de memoria y de omisión que de olvido” [14]. Tal vez sea ésa la pregunta que Kohan busca explorar en esta novela que se vale del presente, no para mitigar el pasado sino para buscar otras formas de lidiar con los restos y residuos del pasado. En ese presente, y olvidando la reconstrucción –el texto de Tesare finalmente no se publica, aunque se narra, pero siempre desde la perspectiva de Norma–, Marcelo, el narrador, recibe como testigo la historia que Norma le cuenta y que, lejos de reconstruir él mismo como narrador, lo coloca a él mismo como participante –ahora, de una nueva historia–, sin llegar a comprender su rol en esta nueva historia. “Mi cuerpo quiere pero yo no” –dice Marcelo en el momento en el que se comienza a definir su proximidad física y sexual con Norma.

La ausencia de voluntad del sujeto, la complicación de las voluntades con las contingencias proyecta la imaginación, como ocurre en gran parte del arte archivístico contemporáneo, “into sites of testimony, witnessing”, según Okwi Enwezor. Es en ese sentido que, también, Historia del llanto es, como reza el subtítulo de la novela, un “testimonio” [15]. Tal vez la pregunta sea qué hacer en el presente con esos restos, más que el modo de otorgarles sentido. Esas prácticas estarían sugiriendo algo diferente de la cultura de la melancolía para la que lo histórico es poco más que un trauma, como sugirió Hal Foster para ese “archival impulse” [16]. Si la presencia no es, como sugiere Jean-Luc Nancy, una cualidad o propiedad de las cosas, sino el hecho por el cual una cosa se hace presente –prae est–; si la presencia implica el rechazo del hecho de que algo haya ya pasado –haya ocurrido– [17], la manera en que estas prácticas trabajan con el archivo, haciendo presentes esos restos, se convierte en un dispositivo que ilumina nuevos modos de reflexionar sobre los hechos y los acontecimientos, históricos o contemporáneos. Más que cuestionar la historia recibida, más allá del deseo de exhibir la imposibilidad de reconstruir el pasado, más allá, todavía, de una reflexión sobre el pasado y bien lejos aun de demostrar –otra vez– la imposibilidad de una totalidad del sentido, la lógica del archivo trabaja en estas obras contemporáneas con una noción de presencia post-fundacional que coloca en el presente su piedra de toque, que ubica en la contemporaneidad la sobrevivencia del pasado y se pregunta por el modo de lidiar, en el presente, con el olvido, los restos, la amnesia y los vestigios vivos. “The present in time –señala Jean-Luc Nancy– is nothing: it is pure time, the pure present of time, and thus it’s pure presence, that is, the negativity of the passing. From “already no longer” to “not yet”, is a passage without pause, a step not taken, neither disposed nor exposed, inexposable, only and ceaselessly deposing all things” [18]. Y es que la huella y el vestigio –podríamos decir parafraseando a Didi-Huberman– pueden albergar, a veces, incluso más historia que la memoria [19]. Por eso, el archivo de esos restos hoy funciona como presencia. Sospecho que esa lógica del archivo que funciona como presencia dice mucho también sobre las formas en las cuales el arte contemporáneo se inmiscuye en lo real y se compromete con él

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NOTAS

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[1] Cf. Mark Anderson, “The Edge of Darkness: on W.G. Sebald”, October, no. 106. En “An Archival Impulse, Hal Foster señala: “Sebald surveys a modern world so devastated by history as to appear ‘after nature’: many of its inhabitants are ‘ghosts of repetition’ (including the author) who seem at once ‘utterly liberated and deeply despondent’. These remnants are enigmatic, but they are enigmas without resolution, let alone redemption. Sebald even questions the humanist commonplace about the restorative power of memory”. October, Vol. 110 (Autumn, 2004), p. 16. [2] Son varias las novelas de Carvalho que incluyen agradecimientos a las personas que han colaborado en esa recolección. En Nove Noites, los restos que componen la novela son de índole diversa: la historia de Quain, sus fotografías, el diario; en Mongolia, se trata del diario de un periodista que el fotógrafo utiliza para seguir las huellas de su desaparición; en O sol se põe sobre São Paulo, es la historia que la japonesa le cuenta al escritor que la escribe. La estructura caleidoscópica de O filho da mãe, en conjunción con el apéndice final que sitúa los agradecimientos y los datos del viaje en el blog creado por el proyecto “Amores Expressos”, que fue el origen de la novela, también señalan una idea de la literatura como archivo de restos diversos. [3] Luiz Ruffato, Eles eram muitos cavalos, São Paulo, Boitempo, 2001. Flávio Carneiro, en No País do Presente, reconoce esta práctica archivística de Ruffato: “Feito um fotógrafo lambe-lambe –señala Carneiro–, Ruffato sai pela cidade clicando os rostos que, depois, colocados em cuidadosa montagem, vão formar o rosto maior da própria cidade, oferecido ao leitor para uma montagem final, sujeita a variações conforme o olhar de quem o veja”. Carneiro, F. No país do presente, Rio de Janeiro, Rocco, 2005, p. 71. [4] El MUSAC, en Castilla y León, es el dueño de la instalación. Esta ha sido exhibida en la Bienal de Estambul en 2003. El libro fue presentado en la Galería Distrito4 en febrero de 2004 y en ARCO 2004. También fue exhibido dos veces en el MALBA en las exposiciones “Adquisiciones, donaciones, comodatos” y Florencia Malbrán lo expuso en la muestra “Novel Readings”, en CCS Bard Spring Thesis Exhibitions—Series Three, entre el 13 y el 27 de mayo de 2007 y en “The Anatomy of Melancholy: Jorge Macchi”, en Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas, desde el 15 de diciembre de 2007 al 16 de marzo de 2008. [5] El contrapunto entre la casa museo de la artista y el museo de la revolución es significativa, y la narrativa subraya la elección: “Quedan muy cerca una de otra, como cerca llegaron a estar, de hecho, en la vida, ellos dos. Pero la falta de tiempo me obliga a optar por una o por

otra (a las ocho pasa Norma por el hotel y yo antes quiero bañarme y cambiarme la ropa, como se hace después de un viaje). Tres veces sobre cuatro yo habría optado por la casa de Frida Kahlo, pero la vez restante es la que ahora se impone, por razones evidentes.” Martín Kohan, Museo de la revolución, op. cit., p. 55. [6] Hal Foster analiza esta relación dentro de un análisis más general de lo que él llama “the archival impulse” en el arte contemporáneo en “An Archival Impulse”, October, 110, p. 16. [7] Charles Merewether, “Introduction: Art after the Archive”, en Charles Merewether (ed.), The Archive. Documents of Contemporary Art, Cambridge, MIT Press, 2006. [8] Cf., entre otros, Andreas Huyssen, Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of Memory, Stanford, Stanford University Press, 2003; Hugo Vezzetti, Pasado y Presente, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2009; Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo: una discusión, Siglo XXI editores, México, 2006. [9] Alan Pauls, El pasado, Barcelona, Anagrama, 2003, y Martín Kohan, Dos veces junio, Buenos Aires, Sudamericana, 2002. Son múltiples e interesantes las diferencias en el modo de elaborar el pasado entre estas dos novelas y el modo en que cada una de ellas establece una relación posible con las novelas posteriores que discuto en este artículo. En El pasado, por ejemplo, es evidente una clara ausencia de la política que, por el contrario, adquiere protagonismo en la novela posterior, Historia del llanto. En el caso de las novelas de Martín Kohan, mientras que la primera novela se propone claramente como reconstrucción de un episodio de la dictadura argentina en pasado, en el caso de Museo de la Revolución se trata en cambio de una historia en presente, para la cual el pasado de la dictadura y de la revolución solo aparece en retazos y fragmentos de objetos de ese pasado que permanecen en el presente, como el diario de Tesare. [10] Fermín Rodríguez contrasta esta novela de Martín Kohan con el giro memorialista de la literatura argentina y señala: “Tal vez por no recurrir exclusivamente a la memoria como procedimiento narrativo, el espesor temporal que Martín Kohan (Los cautivos, Dos veces Junio, Segundos afuera) logra darle a su sexta novela, Museo de la Revolución, es inédito dentro del mapa de la literatura argentina contemporánea sobre los años setenta.” En http://www.lehman.cuny.edu/ ciberletras/v17/rodriguez.htm [11] –Tuve presentes dos libros, uno de un modo más consciente y el otro menos consciente. El más consciente era La edad del hombre de Michel Leiris, que es un libro que siempre me gustó mucho, y sobre todo siempre me interesó mucho esa vía de la autobiografía: no está fundada en hechos o en sucesos, sino en pequeños fantasmas, muy caprichosos, que funcionan un poco como procesadores de épocas,

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de experiencias históricas. Y después el otro libro, menos consciente, pero que estuvo ahí presente, es Las palabras de Sartre. Son dos ejemplares de autobiografías. Y me parece que, aunque los dos libros son muy diferentes, está la idea que me resulta tan interesante de que la intimidad y la historia son dos caras de la misma hoja. Maria Angélica Melendi, “Arquivos do Mal – mal de arquivo”. In Suplemento Literário n. 66. Belo Horizonte: dez. 2000, p. 22-30. In Revista Studium n. 11, 2003. www.iar.studium.unicamp.br [12] “Jorge Macchi by Edgardo Rudnitzky”, en www.jorgemacchi.com/ eng/tex24.htm. [13] Martín Kohan, Museo de la revolución, p. 52. [14] El film de Albertina Carri fue expuesto por primera vez en 2003 y generó una intensa polémica en la cual Martín Kohan fue uno de los primeros en intervenir. Cf. Martín Kohan, “La apariencia celebrada”, en Punto de Vista, núm. 78, Abril de 2004, p. 25. [15] Okwi Enwezor, en Archive Fever: Uses of the Document in Contemporary Art, pp. 22 y 26. [16] Hal Foster, op. cit, p. 146 [17] Cf. Jean-Luc Nancy, The Birth to presence. Stanford, California: Stanford University Press, 1993. [18] Jean-Luc Nancy, “The Technique of the Present”, sobre la exposición de On Kawara, “Whole and Parts, 1964-1995”. En http://www. egs.edu/faculty/jean-luc-nancy/articles/the-technique-of-the-present/ [19] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006.

BIBLIOGRAFÍA Anderson, Mark. “The Edge of Darkness: on W.G. Sebald”, October, no. 106. Carneiro, Flávio. No país do presente. Rio de Janeiro, Rocco, 2005. Carvalho, Bernardo. Nove Noites. São Paulo, Companhia das Letras, 2002. ----. O filho da mãe. São Paulo, Companhia das Letras, 2009. ----. O Sol se Põe em São Paulo. São Paulo, Companhia das Letras, 2007. ----. Mongólia. São Paulo, Companhia das Letras, 2003. Dean, Tacita. “On W.G.Sebald”. October 106, Fall 2003. Didi Huberman, Georges. Ante el tiempo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006. Enwezor, Okwi. Archive Fever: Uses of the Document in Contemporary Art. New York, N.Y. : International Center of Photo-

graphy ; Gottingen : Steidl Publishers, 2008. Foster, Hal. “An Archival Impulse”. En October, 110, Fall 2004, pp. 3-22. Huyssen, Andreas. Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of Memory. Stanford, Stanford University Press, 2003. Kohan, Martín. Museo de la revolución. Buenos Aires, Monadadori, 2006. ----, Dos veces junio. Buenos Aires, Sudamericana, 2002. ----, “La apariencia celebrada”. Punto de Vista, n°78, Abril de 2004. Macchi, Jorge, Buenos Aires Tour. ---- Text for the catalogue of the exhibition Selections Autumn. The Drawing Center, New York, September 2001. Malbrán, Florencia. Novel Readings. Annandale on Hudson, CCS Bard College, 2007. Melendi, Maria Angelica. “Arquivos do Mal – mal de arquivo”. Suplemento Literário n. 66. Belo Horizonte: dez. 2000, p. 22-30. Merewether, Charles (ed.). The Archive. Cambridge, MIT Press, 2006. Nancy, Jean-Luc. The technique of the present. Lecture given at the Nouveau Musée during the Exposition of On Kawara’s works, “Whole and Parts – 1964-1995”. En http://www.egs. edu/faculty/jean-luc-nancy/articles/the-technique-of-thepresent/ Pauls, Alan. Historia del llanto. Un testimonio. Barcelona, Anagrama, 2007. ----, El pasado. Barcelona, Anagrama, 2003. Rennó, Rosangela. “Biblioteca”. En http://www.rosangelarenno.com.br/obras/sobre/12 ----, “Corpo e alma”. http://www.rosangelarenno.com.br/ obras/sobre/12 Rodríguez, Fermín. “Martín Kohan. Museo de la revolución”. En http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v17/rodriguez.htm. Ruffato, Luiz. Eles eram muitos cavalos, São Paulo, Boitempo, 2001. Rudnitzky, Edgardo. “Jorge Macchi by Edgardo Rudnitzky”. Http://www.jorgemacchi.com/eng/tex24.htm. Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo: una discusión, Siglo XXI, México, 2006. Vezzeti, Hugo. Pasado y Presente. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

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LO REAL, LA INTERFAZ, Y LA IMAGEN: CONCEPTOS FRONTERIZOS DE LA VISUALIZACIÓN Ralph Buchenhorst

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I. DOS CONCEPTOS PARA UNA TEORÍA DE LA TRANSMISIÓN DE IMÁGENES A continuación desarrollaré elementos de una teoría de la transmisión visual de la realidad en el conocimiento. La estructura de mi argumento es clara: presentaré dos conceptos centrales para esta teoría y luego los probaré mediante tres ejemplos del amplio campo de la visualización. Comienzo con la exposición de dos conceptos epistemológicos centrales —el del pensamiento fronterizo y el del trabajo en y con redes— que a continuación explicaré brevemente. El border thinking [pensamiento fronterizo] es un concepto que introduce el semiótico argentino Walter Mignolo en el marco de su crítica poscolonial. El concepto sirve para escindir la unidad imaginaria de la modernidad como materialización de una supuesta racionalidad universal y para socavar su legitimidad. Mignolo propone no hacer comenzar la modernidad con la industrialización occidental en el siglo XVIII, sino a partir ya de fines del siglo XV, con la expansión europea. En este sentido, la pretensión hegemónica global de la epistemología occidental se iniciaría con la estrategia de colonialización de las coronas española y portuguesa y continuaría hasta el día de hoy. Se expresa, según Mignolo, en una matriz de poder colonial que define qué puede considerarse conocimiento y verdad. Esa matriz se basa en una asimetría fundamental: «El misionero español y el filósofo francés no debieron incorporar las lenguas ni las experiencias indígenas en su marco de pensamiento teológico o egológico. En cambio, los intelectuales aimará o nahuátl de los territorios que hoy ocupan Bolivia, México y América Central no tuvieron otra opción, porque en sus territorios, en los lugares donde ellos vivían, se establecieron instituciones españolas y francesas» [1]. El pensamiento fronterizo presupone esta asimetría y con ella se refiere, en un sentido muy preciso y esencial, a una interfaz epistemológica. Pues por la comparación entre el pensamiento colonizador y el colonizado se muestra que el flujo de comunicación del conocimiento es una calle de dirección única —de Europa a Latinoamérica. Correspondientemente, el pensamiento fronterizo es el esfuerzo para visibilizar el poder de los órdenes simbólicos.

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Una situación célebre que genera este problema la encarnan las negociaciones entre el conquistador Hernán Cortés —hispanohablante— y el emperador azteca Moctezuma —hablante solo del nahuátl—, que únicamente fueron posibles por la participación de la indígena procedente de Veracruz, La Malinche, amante de Cortés y su intérprete [Fig. 1]. La Malinche representa precisamente la interfaz, donde el conocimiento se hizo transmisible entre ambos espacios culturales y, al mismo tiempo, fue jerarquizado [2]. De los intérpretes se espera lo mismo que de las interfaces: que transmitan de la forma más neutral posible el sentido de lo que deben transmitir y que posibiliten el libre intercambio entre ambas partes. ¿Pero qué sucede si las interfaces emiten señales propias, si reflejan el poder de los órdenes simbólicos a transmitir y participan en él? Examinemos en mayor detalle el encuentro histórico entre Cortés y Moctezuma. Según el estudioso de la literatura e historiador francés Tzvetan Todorov, Moctezuma se encontraba desde el primer momento en la posición más débil: «Moctezuma sabía cómo informarse acerca de sus enemigos cuando estos eran tlaxcaltecas, tarascos o huastecos. Pero ese era un intercambio de información perfectamente establecido. La identidad de los españoles es tan diferente, su comportamiento es a tal punto imprevisible, que se sacude todo el sistema de comunicación, y los aztecas ya no tienen éxito ni en aquello en lo que antes eran excelentes: la recolección de información» [3]. La Malinche, que habla tanto el maya como el nahuátl de los aztecas y el español de los colonizadores, se pone de parte de Cortéz, quien la incluye en sus consideraciones estratégicas, razón por la que ella se convertirá después de la independencia de México en la encarnación de la traición a los valores indígenas. Por lo tanto, La Malinche no es en absoluto una transmisora neutral entre dos Black Boxes [cajas negras], ella adopta los valores de los españoles, pero los aprovecha —así lo ve Todorov— para entender mejor su propio orden simbólico [4]. Esta situación que genera el pensamiento fronterizo significa que la idea de fronteras en la comunicación jamás es epistemología imparcial, sino que está sometida a una doble asimetría de poder: en realidad, las dos partes que quieren comunicar nunca se hallan en una relación neutral entre ellas, e incluso los traductores tampoco son neutrales. Paso a un segundo elemento teórico, la idea de red, que incluye siempre el sentido transmitido por un medio. Para explicar este elemento me sirvo de otro ejemplo, que una vez más tiene que ver con la relación entre Europa y Latinoamérica. El 29 de junio de 1973, los militares en Santiago de Chile hicieron el primer intento de derrocar al entonces presidente socialista Salvador Allende. En la calle Agustinas, en las cercanías del palacio de gobierno, se reunieron soldados, camiones y vehículos blindados. Posteriormente, ese intento de golpe de Estado entró en los libros de historia como “El Tanquetazo”. Nos concentraremos en una determinada escena del ataque al poder [Fig. 2]. De uno de los camiones descienden soldados y comienzan a desocupar las calles. En ese momento, notan a dos periodistas que están filmando la escena y abren fuego contra el camarógrafo. Una de las balas hiere a Leonardo Henrichsen, corresponsal sueco-argentino enviado por la televisión estatal sueca, quien se hizo famoso como el hombre que filmó su propia muerte. La secuencia de seis minutos muestra los sucesos inmediatamente antes de la confrontación entre el camarógrafo y el golpista: la dispersión de una manifestación por parte de los militares, el posicionamiento de los soldados en la calle Agustinas, la desocupación de las calles. La secuencia finaliza con los disparos al camarógrafo y las imágenes de las fachadas, la calle y un jirón de cielo que se desdibuja. La toma descripta se hizo tan famosa, entre otros motivos, porque fuerza la unión de dos enfoques de su autor, diametralmente opuestos: el distanciado del corresponsal que quiere documentar una realidad política ilegal, sin incluirse a sí mismo como sujeto privado, y aquel inmediato a este sujeto, que repentinamente ve ame-

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nazada su existencia en y por la realización de esa tarea. En lugar de que la cámara le brinde protección y le abra a su ojo la posibilidad de expandir sus cualidades, ella es el disparador y el motivo de la amenaza a su propietario. Podríamos decir que aquí es atravesada la interfaz-membrana que debe garantizar la comunicación entre la realidad política chilena y la atención global; una bala vuela desde una caja negra para destruir al propio actor-transmisor. Hans Belting reprodujo en su Antropología de la Imagen el tercer film still [foto fija] y lo subtituló de la siguiente manera: «L. Hendricksen [¡sic!]»: Foto de su propia muerte en Chile, 1973» [5] [Fig. 3].

Sin embargo, analizando con mayor detalle las tomas, se ve rápidamente que el soldado filmado no fue el asesino. El disparo documentado no dio en el blanco. A continuación, se efectúan otros dos disparos y recién el tercero, disparado por el cabo Héctor Hernán Bustamante Gómez, ubicado en el camión que se ve en la segunda foto fija, da en el blanco [Fig. 4].

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Belting se dejó engañar por la combinación de una información de la que ya se disponía (un camarógrafo filma su propia muerte) y la postura del soldado filmado. A mi juicio, el error radica en el análisis que hace Belting de la imagen fotográfica como interacción entre la mirada y el medio [6]. El dispositivo fotográfico, según el autor, archiva miradas pasadas de fotógrafos, y esas miradas solo podrían reanimar las imágenes si nuestros propios recuerdos tuvieran interés en ellas. Por esta concentración en el elemento de la intencionalidad, la teoría de Belting —en mi opinión— deja de lado la función de la fotografía como interfaz. Pues tan importante como la intencionalidad de la futura mirada es la interacción de los medios entre sí. Como es sabido, incluso la película documental, que registra los sonidos y los movimientos, es —comparada con la realidad— una absoluta simplificación. Por eso, el material documental que filma Henrichsen tiene un punto ciego. Si bien muestra disparos en dirección a la cámara e imágenes que se desdibujan, no muestra precisamente, como afirma Belting, la muerte del camarógrafo. Para ello se necesitaría una segunda cámara que filmara lo que hacía el primer camarógrafo y el momento en que fue herido, y una tercera, que documentara la filmación de la segunda, y así ad infinitum. Entonces no se trata solo, como opina Belting, de una correspondencia entre la mirada pasada y la presente, sino, sobre todo, de una observación simultánea complementaria desde diferentes ángulos visuales. Dicho de otra forma: si la

realidad (el golpista que dispara) destruye la interfaz-membrana entre el mundo y la percepción, entonces deben intervenir otros medios (con imágenes, textos, documentos) que reemplacen y complementen esa membrana. A estas conexiones resultantes las llamo “estructura de red medial”. En el caso de Henrichsen, un colega, el periodista sueco Jan Sandquist, se hace cargo de la tarea del observador de segundo orden. Solo por las referencias adicionales que proporcionó, la secuencia fílmica es legible hasta en sus últimas imágenes. Con esto expliqué mi segundo concepto: solamente la red de diferentes medios que se referencian unos a otros puede corresponderse con la complejidad de lo real [7]. Esta teoría de los medios se podría describir también como una teoría de la metarrepresentación. Las pretensiones de autenticidad siempre se presentan en relación con un discurso intermedial –más allá de cada una de las representaciones específicas, en la que se demandan y se ofrecen cambios de perspectiva y transmisiones permanentes. A continuación mostraré, basándome en tres ejemplos breves, cómo una teoría de la imagen –usando los conceptos recién señalados– podría explicar la función de las interfaces visuales.

II. LAS CELESTOGRAFÍAS DE STRINDBERG, O EL MUNDO PARA SÍ Y EL MUNDO PARA NOSOTROS / 124 /

En mi primer ejemplo presento y discuto las llamadas celestografías del dramaturgo sueco August Strindberg. Los trabajos fotográficos de Strindberg, aunque se los conoce desde hace tiempo, fueron poco comentados [8]. Ellos representan una manifestación, tan meditada como singular, de la convicción que guía su obra completa de que el arte debe imitar el trabajo creador de la naturaleza. Las celestografías son fotogramas, es decir, trabajos como los que ya había presentado William Henry Fox Talbot en 1840 [Fig. 5].

En su trabajo con la fotografía, Strindberg partió de la idea de que la naturaleza busca de por sí formas para representarse a la percepción, y que esas formas son transmisiones o variaciones permanentes de determinadas formas básicas. Esta idea de arte natural se refleja también en las celestografías. Strindberg produjo sus primeras imágenes fotográficas con cámaras singulares que él mismo había fabricado. Como desconfiaba de las lentes que se podían conseguir en aquel entonces porque, en su opinión, reproducían la realidad distorsionada, construyó con cajas muy simples de madera cámaras sin lentes [9]. Sus trabajos fotográficos persiguen con esto una clara estrategia de crítica a los aparatos. Sin embargo, incluso desconfiaba del ojo esférico humano, del que opinaba que solo podía reproducir «fenómenos cerebrales» manipulados [10]. Al parecer, Strindberg entendía a la cámara fotográfica y al ojo como membranas manipuladoras entre la realidad y el cerebro. Por consiguiente, y en un sentido fundamental, su mayor interés no estaba dirigido a la investigación de objetos naturales, sino al comportamiento de los medios de transmisión. Una de sus reflexiones sobre óptica lo pone bien de manifiesto: «Había un espejo sobre mi mesa y reflejaba la imagen de la luna. Pensé: ¿Cómo el espejo captaría la luna y la reflejaría si no estuvieran ahí la lente y la cámara de mi ojo que la distorsionan?

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Según las leyes de la óptica, todo punto en la superficie lisa del espejo debería reflejar todo punto de la luz de la luna. En cambio, si el espejo fuera esférico cóncavo, los rayos de la luna se juntarían en un punto céntrico y generarían una pequeña imagen redonda que se parecería a lo que llamamos luna y que vemos con nuestros ojos» [11]. Sin embargo, y a primera vista contradiciendo nuestro concepto de la intermedialidad, el pensamiento fronterizo de Strindberg no arriba al resultado de que las representaciones fotográficas debieran ser controladas por otras representaciones mediales de los mismos hechos, sino que formula la pretensión, tan conocida en la historia de la teoría del conocimiento europeo, de que debieran eliminarse —tanto como sea posible—los transmisores que no puedan ser controlados. Por eso, saca las lentes de sus improvisados aparatos fotográficos y se limita a utilizar diafragmas, perforando las cajas con una aguja. En una segunda etapa de la simplificación, prescinde además de estos sencillos aparatos y expone durante 45 minutos las placas de bromuro de plata sin otros dispositivos al cielo nocturno, colocándolas en el alféizar de una ventana o simplemente en el suelo. Luego saca las placas fotográficas del revelador y las expone a una luz difusa antes de fijarlas. En una carta de 1893, anota: «Trabajé como un burro y en una placa fotográfica expuesta capté el movimiento de la luna y el verdadero aspecto de la bóveda celeste, con independencia de nuestro ojo que induce al error. Esto sin cámara y sin lente […] ¡La cámara, al igual que el ojo, induce al error, y el telescopio burla a los astrónomos!» [12]. En las celestografías presentadas aquí, los objetos celestes captados son irreconocibles, o no pueden diferenciarse de las formas que crea por sí sola la reacción fotoquímica, sin influencia de un objeto luminoso específico. El dibujo visible también podría resultar de gotas de rocío, de partículas de polvo o de reveladores contaminados. Por eso, las celestografías tienen un valor científico muy escaso [13]. A primera vista tienen otra función: con ellas Strindberg parece soñar una vez más el antiguo sueño metafísico de que el mundo no es así, como lo es para nosotros, sino así, como lo es para sí mismo: o sea, ver el mundo a través de lo que Nelson Goodman llamó «the god’s eye view». Strindberg mismo dice que quiere saber «[…] cómo se representa el mundo con independencia de mi ojo ilusorio» [14]. Sin embargo, esta pretensión hegemónica es solo superficial, así opina al menos el teórico de la imagen Peter Geimer en un interesante análisis sobre estas celestografías. El mismo Strindberg, con su interés por las correspondencias que la naturaleza forma por todas partes, deconstruye esa pretensión. El concepto de correspondencia lo conduce también, como ya mencionamos más arriba, a la idea de que la naturaleza misma encuentra una expresión auténtica en los medios humanos. El ejemplo menos convencional de esta idea es su afirmación de que el artístico diseño del caparazón de un determinado caracol tropical, en el que cree encontrar caracteres, es el modelo para el alfabeto asirio y su escritura cuneiforme. Medio en broma, medio en serio, Strindberg toma el diseño de la naturaleza como prueba del “afán de la materia de marcarse en una imagen”, es decir, del deseo de la naturaleza de darse forma, que se impone en todo lugar. En última instancia, este deseo también debiera imponerse en las interfaces mismas. Por consiguiente, también las formas de percepción visual producidas por el ojo, el sentido de la orientación y el cerebro debieran proceder de ese deseo y aproximarse convenientemente a las formas externas percibidas. Desde esta red-enfoque, toda la producción moderna de imágenes será en definitiva también expresión de este principio de la forma —en oposición a la interpretación de Strindberg—, ya que se basa en materiales naturales o cercanos a la naturaleza. Recién el mundo de la imagen digital establecería un principio de la forma completamente nuevo y desligado de las formas de la naturaleza. Vemos que al final Strindberg desarrolló una forma muy moderna del pensamiento fronterizo crítico, así como la idea de que la forma y la estructura se desarrollan por la referencialidad tipo red de todas las cosas y de todos los procesos de la naturaleza.

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III. REMOTE SENSE DATA: TELEDETECCIÓN CON FALSO COLOR COMPUESTO: EL MUNDO COMO RELACIÓN REFERENCIAL. Strindberg, en su idea de correspondencias en la naturaleza, dirigió su mirada de abajo hacia arriba, de la Tierra al firmamento. En mi segundo ejemplo me dedico a la inversión de esa mirada, o sea, a la mirada que se dirige desde arriba hacia abajo: de los satélites hacia la superficie terrestre. Pero no solo la mirada está sujeta a una inversión, sino también la intención: en producción de imágenes de teledetección de ningún modo se trata de generar imágenes auténticas eliminando interfaces manipuladoras, sino de emplear un número alto y potente de técnicas de interfaz para transferir, manipular y comprimir datos. Generalmente, remote sensing —en castellano, teledetección— abarca la totalidad de los procedimientos para obtener información sobre la superficie terrestre u otros objetos a los que no se puede acceder mediante medición e interpretación de los campos (de energía) que emiten. Como portador de la información sirve la radiación electromagnética reflejada o emitida, la llamada EMR (electromagnetic radiation), que pueden ser rayos gamma, rayos X o la radiación ultravioleta. Los sistemas de teledetección utilizan sensores que captan esa radiación, software que procesa los datos obtenidos, y teorías científicas que reinterpretan esos datos en cada caso de aplicación.

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El ejemplo que presento para ilustrar ese método se refiere al control de la deforestación de la selva en la cuenca brasileña del Amazonas [15]. Ya la historia de los controles de la región del Amazonas y de la teledetección en Brasil muestra que la discusión de esta estrategia de visualización, sin sensibilidad para un pensamiento fronterizo, sería ingenua y demasiado superficial. Durante la colonización portuguesa en el siglo XVII ya se hacían esfuerzos para ubicar a la población indígena de la cuenca del Amazonas y ponerla bajo el control del gobierno; y la dictadura militar en Brasil, entre 1964 y 1988, apoyó el desarrollo de tecnologías de teledetección porque temía una invasión externa a esa zona distante. Esto quiere decir que la teledetección puede ser entendida como una interfaz entre colonizadores y colonizados, entre Europa y Latinoamérica, entre un área inmensa para el ojo humano y el conocimiento sobre un sistema ecológico que abarca aproximadamente un quinto de todas las reservas de agua dulce de la tierra. ¿Cómo se controla este sistema mediante visualizaciones? [Fig. 6]

La primera foto es una imagen análoga en color verdadero, tomada desde la nave espacial Discovery. Se ven columnas de humo, producidas por la quema de bosque en Rondônia, un estado en el noroeste de Brasil que económicamente depende casi con exclusivi-

VISUALIDADES DE LA POLÍTICA, POLÍTICA DE LAS IMÁGENES

dad de la explotación de la selva tropical. Si bien mediante esta foto es posible sospechar la verdadera dimensión del desmonte, es imposible determinar los lugares exactos que fueron desmontados. La segunda y la tercera imágenes son fotos tomadas por los satélites JERS-1, SAR y PALSAR, sensores de microondas activos de la tecnología de teledetección, que pueden producir imágenes de la superficie terrestre, de día y de noche, con independencia de las condiciones climáticas, como, por ejemplo, una formación de nubes que cubra la superficie. Los datos recolectados son transmitidos al PALSAR Ground Data System que incorpora los parámetros, los analiza, los archiva y los distribuye.

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Aquí se pueden determinar claramente las áreas desmontadas comparando imágenes tomadas en diferentes años; no obstante, no se puede determinar si estos desmontes fueron legales o ilegales [Fig. 7]. La foto siguiente es una imagen de falso color compuesto de otra zona desmontada, generada por un aparato térmico de emisión y radiación reflejada, que capta las ondas infrarrojas cercanas, las infrarrojas regulares y las ondas de luz verde. La selva tropical intacta aparece en color rojo claro, las áreas gris claro y marrón representan el terreno desmontado. Las manchas negras y gris oscuro probablemente hayan sido desmontadas con quema hace poco. Aquí ya se pueden hacer afirmaciones sobre el tipo de desmonte, basándose en los datos procesados y combinados. Sin embargo, sin la comparación entre imágenes teledetectadas y fotografías tomadas directamente en el terreno, una evaluación definitiva de los desmontes sería irresponsable [Fig. 8].

Estas tomas permiten adivinar lo que los analistas observaron en detalle: el proceso completo de visualización y análisis se basa en una red de procesos de representación e interpretación que tienen en su totalidad carácter de interfaz. Entre las relaciones de base de la superficie terrestre real, la imagen y el conocimiento geológico se agolpan factores intermedios como son las exigencias de los consumidores finales de las visualizaciones y de los datos geológicos, la experiencia de campo de los geólogos, el software de análisis, los sensores empleados, los modelos matemáticos y la calibración de datos. De la combinación de todos estos factores –y no solo de la transmisión de la radiación electromagnética y solar a una imagen– resulta un conocimiento que a su vez volverá a alimentar el discurso científico, que es sometido a una permanente reinterpretación. Por eso, el antropólogo social brasileño Marko Monteiro opina: «Scientific imaging is thus a process […] which builds usable images through complex and active interpretive work. The images, models, and other visual artefacts that are thus produced are only part of a much broader network of relationships» [16]. Nuestro segundo ejemplo muestra entonces que para la comprensión de los actuales y complejos procesos de visualización ya no es suficiente el mero marco de análisis objeto-reproducción. Los procedimientos para la detección, la transformación y el análisis son interfaces adicionales que deben ser pensadas en una estructura de red y cuya interdependencia se debe considerar.

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IV. EL FOTÓGRAFO EN LA CÁMARA DE GAS: IMÁGENES EN EL BLACK BOX ABSOLUTO. Con mi último ejemplo deseo preguntar de qué manera manejamos la fotografía como interfaz, si la realidad a la que se refiere es definida como una caja negra absoluta, como sucede normalmente cuando se trata de la experiencia de la Shoá. El historiador de arte francés Georges Didi-Huberman comentó en su investigación titulada Imágenes pese a todo cuatro fotografías tomadas por un miembro anónimo del Sonderkommando en el campo de exterminio Auschwitz-Birkenau [17]. En las tomas se ven las consecuencias del extermino masivo mediante gas de los judíos húngaros, en agosto de 1944 [Fig. 9]: como los crematorios ya no podían procesar los cuerpos, se procedía a la cremación de los cadáveres en fosas expresamente cavadas para ese fin. Con ayuda de una discusión que se desarrolló por esas fotos, se pueden ilustrar en forma especialmente clara las funciones del rechazo frente a imágenes de la Shoá [18].

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Gérard Wajcman y Elisabeth Pagnoux criticaron duramente [19], en dos artículos, la evaluación que hizo Didi-Huberman de aquellas fotografías. En las imágenes, Didi-Huberman no (solo) ve documentos que prueban la realidad representada, sino (también) un acto performativo. Sobre todo destaca las manchas negras de las fotos, o sea, las partes en las que no hay nada para ver: «Esta masa negra no es otra que la marca del estatus último donde hay que comprender estas imágenes: su estatuto de acontecimiento visual» [20]. Su análisis de las cuatro fotografías se diferencia entonces de las dos funciones de la imagen (él también habla de un “doble régimen” [21] de las imágenes): el área tradicional de la representación, que permite que el objeto real y el correlato en imagen se interreferencien (relación de referencia), y el performativo, que interpreta una masa oscura como representación de una situación existencial (relación de performance). La combinación de ambas concluye en un acontecimiento fotográfico: Esta imagen está, formalmente, sin aliento: como pura “enunciación”, puro gesto, puro acto fotográfico sin enfoque (así pues, sin orientación, sin arriba y sin abajo), nos permite comprender la condición de urgencia en la que fueron arrebatados cuatro fragmentos al infierno de Auschwitz. Desde entonces, esta urgencia también forma parte de la historia [22].

El autor dice aquí: la fotografía como interfaz no solo es transmisora entre la realidad y la percepción; ella es, al igual que en nuestro primer ejemplo de La Malinche, acontecimiento, intromisión; a ella se vincula algo que afecta incluso a lo que se transmite. Por eso, la intención de Didi-Huberman parece ser comprender la interacción de la parte que es imagen figurativa y de la que es no figurativa, de manera de poder poner en duda en forma crítica la función de reproducción de la fotografía [23]. Wajcman y Pagnoux, en cambio, critican esta interpretación, que consideran una deformación constructivista de la realidad negativa de Auschwitz. Didi-Huberman se deja cegar por la quimera de una capacidad referencial de la imagen, en la que no hay ninguna imagen porque todo lo corpóreo, y con esto, todo el contorno, fue borrado in situ. La crítica de ambos se centra finalmente en la cuestión del valor epistémico de las fotografías; Pagnoux la formula del siguiente modo: De hecho, ¿qué significa “saber”? […] Esta singularidad fotográfica no enseña nada que no sepamos […] Se trata de una doble mentira, una confusión que subyace a la perversidad absoluta de la operación: tenemos acceso al interior de la cámara de gas [24].

En conclusión, mientras Didi-Huberman le reconoce a la interfaz fotográfica una performance, Pagnoux subraya que la verdad de la Shoá es causal. Al extermino real le sucede forzosamente una ausencia visual total, la no exposición. Pues la Shoá no solo fue el aniquilamiento de un pueblo y de su cultura, sino también el intento de eliminar en forma simultánea todas las interfaces que pudieran documentar ese exterminio. Por eso, la imagen integral que se busca de la Shoá no puede existir como documento, porque, de hecho, la intencionalidad de documentar visualmente la realidad histórica no es auténtica. Todas las imágenes serían imágenes del fracaso de las imágenes. Ambos críticos de Didi-Huberman no aceptan la distinción entre imagen y no imagen, que es la condición necesaria para el concepto de interfaz. No quieren que a la industrialización del asesinato le suceda la industrialización de la representación del asesinato en masa porque esto automáticamente significaría que se repita la constelación de aniquilamiento. Este es el sentido que se oculta detrás del reproche de intolerabilidad a ver imágenes de la Shoá [25]. Para los defensores de la ausencia de imágenes, la palabra del superviviente es la única interfaz aceptada entre la caja negra Shoá y la percepción. En cambio, las imágenes son interfaces generadas

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por medio de la técnica, que automáticamente se solidarizan con la industrialización del exterminio. Por eso, Wajcman únicamente acepta imágenes allí donde estas niegan toda técnica industrial y ponen en escena su autonomía: en el arte. No es casual que Wajcman explique el sentido de la modernidad estética con una de las obras de mayor influencia de la alta Modernidad: El cuadrado negro de Malévich [26]. Esta obra emblemática del suprematismo muestra, en opinión de Wajcman, el fracaso del principio de referencia objetual en el campo de lo visible. No es una interfaz, sino una realidad propia que se comunica con la realidad del mundo exterior de una manera altamente mediada.

IV. CONCLUSIÓN

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Con la discusión del último ejemplo fotográfico se manifestó cuán radicalmente se puede interpretar el pensamiento fronterizo: es la interfaz misma –la fotografía como medio– la que Wajcman deconstruye y rechaza como instrumento de poder por medio de la representación de lo irrepresentable, producida técnicamente. También se rechaza toda forma de relación de red para representar la Shoá. Solo la palabra del superviviente está en condiciones de contar algo. En cambio, en el caso de las imágenes teledetectadas, se emplean una gran cantidad de técnicas de interfaz que se interreferencian. En todos los ejemplos se encuentra una sensibilidad para el pensamiento fronterizo. Probablemente, al final sea la complejidad de la realidad misma a reproducir y la sensibilidad de los receptores para constelaciones de poder las que decidan cómo evaluar la función de las interfaces

NOTAS [1] Walter MIGNOLO, The Idea of Latin America, Malden/Oxford, Blackwell Publishers, 2005, pág. 10. (Trad. esp.: La idea de América Latina. La herida colonial y la opción poscolonial, Barcelona, Gedisa Editorial, 2007, pág. 36). [2] Luis BARJAU aporta un trabajo más reciente acerca de la intérprete de Cortés, en el que pretende su desmitificación: La conquista de La Malinche. La verdad acerca de la mujer que fundó el mestizaje en México, México D.F., Ediciones Martínez Roca S.A., 2009. [3] Tzvetan TODOROV, Die Eroberung Amerikas. Das Problem des Anderen, Francfort del Meno, Suhrkamp, 1981, pág. 91. (Trad. esp.: La conquista de América. El problema del otro, 2.a ed., Buenos Aires, Siglo XXI Editores S.A., 1992, pág. 91). [4] Ibíd., págs. 123 y ss. [5] Hans BELTING, Anthropologie. Entwürfe für eine Bildwissenschaft, Munich, Fink, 2011, pág. 231. (Trad. esp.: Antropología de la imagen, Madrid, Katz Editores, 2007, pág. 285). [6] Ibíd., pág. 276. [7] Bruno Latour expresa este conocimiento de otro modo: se trata de mostrar cómo se corresponden imágenes, objetos, signos y documentos con otras imágenes y otros objetos, signos y documentos. (Cfr. Bruno LATOUR/Peter WEIBEL (eds.), Iconoclash: Beyond the Image Wars in

Science, Religion and Art, Cambridge/Mass., MIT 2002, pág. 62). [8] Solo cuatro autores, los historiadores de la fotografía Clément Chéroux y Bernd Stiegler, y los historiadores del arte Douglas Feuk y Grischka Petri se ocuparon exhaustivamente de cómo y qué representan en realidad las celestografías. Para Bernd Stiegler, en ellas se manifiesta el deseo de una realidad no desfigurada, no mediada. En cambio, Clément Chéroux las considera objetivamente como superficie revelada en forma no uniforme de micro-oxidaciones de plata, y relacionó las supuestas imágenes del firmamento con el ocultismo de fin de siècle. Douglas Feuk entiende las tomas más bien como fantasía poética en la que la naturaleza no solo está reproducida, sino que la imagen misma es naturaleza. Chéroux les atribuye un elevado valor imaginario, vanguardista, y establece una relación estética entre ellas y algunos cuadros de Dubuffet (cfr. Texturologie VI). Nuevas son las reflexiones que Peter Geimer dedica a este tema en Bilder aus Versehen: Eine Geschichte fotografischer Erscheinungen, Hamburgo, Philo Fine Arts, 2010, págs. 111-123. [9] Cfr. August STRINDBERG, “Über die Lichtwirkung bei der Fotografie. Betrachtung aus Anlaß der X-Strahlen” en: Verwirrte Sinneseindrücke: Schriften zu Malerei, Photographie und Naturwisschenschaften, Thomas Fechner-Smarsly (ed.), Amsterdam/Dresden, OPA/Verlag der Kunst, 1998, págs. 122-130. [10] Cfr. Rolf SÖDERBERG, Edvard Munch, August Strindberg: Fotografi som verktyg och experiment/Photography as a Tool and an Experiment, Estocolmo, Lucida/Alfabeta Bokförlag, 1989, págs. 32-33. [11] STRINDBERG, op. cit., págs. 128-129. [12] En: August STRINDBERG, Brev, 1892-januari 1894, Vol. 9, ed. por Torsten Eklund, Estocolmo, 1965. Sobre las celestografías cfr. también FECHNER-Smarsly: „‘Die Welt für sich und die Welt für uns.‘ August Strindbergs Celestografien“ („‘El mundo de por si y el mundo para nosotros.‘ Las celestografías de August Strindberg“), en: Imagination des Himmels: Bildwelten des Wissens: Kunsthistorisches Jahrbuch für Bildkritik, Vol. 5, 2, Franziska Brons (ed.), Berlín, Akademie Verlag, 2007, págs. 29-39. [13] El historiador del arte sueco Douglas Feuk opina al respecto: „But what is remarkable, and what makes these images so “modern,” is that they also concrete examples of a kind of chemical naturalism (as in the work of Polke, Kiefer, and many other recent artists). Strindberg insisted that art should try to “imitate […] nature’s way of creating” and in these celestographs the image and the world have approached each other to the extent that they more or less merge. Whatever the coincidences were that created these pictures, the subject matter appears less as a photographic image than as a “work” by nature itself.” (“The Celestographs of August Strindberg”, The Cabinet, N° 3, verano 2001, S.). Pero Feuk no solo presenta esta relación como una coincidencia sorprendente. Él señala que la relación entre el firmamento y las materias terrestres hoy forman parte del reconocimiento científico. Grischka Petri indica especialmente que las celestografías no están fijadas y por eso ve simbolizado en ellas lo procesual en la obra de Strindberg. Thomas Fechner-Smarsly pone de relieve los enfoques morfológicos en el planteamiento de Strindberg que lo motivaron, entre otros, a reconocer aspectos fotoquímicos en la piel brillante de un pez. Para Thomas Fechner-Smarsly, si Strindberg trasladó esto a su programa artístico, su creación superó por ende una metáfora poética: “Se trata de un procedimiento mimético, no de reproducción

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o de representación de la naturaleza, sino de la copia intencional de procesos naturales”. Los intentos de Strindberg son para Fecher-Smarsly constelaciones fotogramáticas. [14] August STRINDBERG, “Der Himmel und das Auge” en: Verwirrte Sinneseindrücke, pág. 117. [15] A continuación me refiero a estudios de Marko Monteiro, el geólogo brasileño, quien durante su trabajo de procesamiento e interpretación de imágenes teledetectadas observó: “Are scientific images good ethnographic sites? Interpreting remote sensing practices in Brazil”, el manuscrito inédito que presentó en el congreso Visualisation in the Age of Computerisation (Oxford, marzo 2011). Sobre la relación general entre la visualización y la producción de conocimiento, véase también del mismo autor: “Beyond the Merely Visual: Interacting with Digital Objects in Interdisciplinary Scientific Practice”, Semiotica 1-4, n.° 181, 2010, págs. 127-147; y “Reconfiguring Evidence: Interacting with Digital Objects in Scientific Practice”, Computer Supported Cooperative Work 19, n.° 3-4, 2010, págs. 335-354. [17] MONTEIRO, Scientific images, pág. 7. [18] Cfr. Georges DIDI-HUBERMAN: Bilder trotz allem, Munich, Fink, 2007. (Trad. esp.: Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto, Madrid, Paidós, 2011). [19] Las dos primeras fotografías de la secuencia mencionada arriba representan el único documento que conozco que no muestra a la cámara de gas como instrumento de la industrialización del asesinato masivo de judíos, sino como refugio para uno de ellos. La posición del fotógrafo no habría sido posible sin la protección visual del marco de la ventana que aparece en negro. [20] G. WAJCMAN, “De la croyance photographique“ en: Les temps modernes, LVI, 2001, N.° 613, págs. 47-83. [21] DIDI-HUBERMANN, op. cit., págs. 64-65. [22] DIDI-HUBERMAN, op. cit., pág. 58.. [23] DIDI-HUBERMAN, op. cit., pág 65. [24] Esta performance de la imagen, su función como autocrítica, la examina en mayor detalle Didi-Huberman en: DIDI-HUBERMAN, Was wir sehen blickt uns an. Zur Metaphsychologie des Bildes, Munich, Fin, 1999, págs. 159-190. [25] Citado en: DIDI-HUBERMAN, op. cit., págs. 90-91. [26] Claro que esta escenificación categórica de la nada no se limita en modo alguno al tema de la Shoá. La escenificación le interesa al arte y a la estética cotidiana por igual. Burghard Schmidt habla exageradamente del «enorme esfuerzo de nuestra economía para vendernos nada, aparentando vender algo valioso» (Cfr. B. SCHMIDT, “Über das Bilderverbot in der bildenden Kunst“ en: H. ZITKO (ed.), Kunst und Gesellschaft. Beiträge zu einem komplexen Verhältnis, Heidelberg, Kehrer, 2000, pág. 225). No se debe subestimar hasta qué punto al arte le interesa por motivos autónomos una no representación, una negación de la imagen. [27] Cfr. Gérard WAJCMAN, L’objet du siècle, Paris, Editions Verdier, 2012, págs. 213-214.

Traducción: Silvia Córdoba

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Impreso en Imprenta Dorrego S.R.L., Av. Dorrego 1102 (C1414CKT), Buenos Aires, Argentina. Noviembre de 2013.

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