Reseña de la cristología latinoamericana de la liberación

June 16, 2017 | Autor: Jorge Costadoat | Categoría: Teologia de la liberacion, Cristologia, Cristología Latinoamericana
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Reseña sobre la cristología latinoamericana de la liberación Jorge Costadoat

Centro Teológico Manuel Larraín Facultad de Teología, P. Universidad Católica de Chile Correo: [email protected] Inédito

Jesucristo liberador es la denominación más representativa de la cristología desarrollada en el posconcilio en América latina (Boff 1974; Sobrino 1991). La novedad de este título no es meramente nominal: Jesucristo liberador es, en cuanto concepto, resultado de un “seguimiento de Cristo”. El principio epistemológico de la cristología de la liberación latinoamericana radica, en última instancia, en la espiritualidad. Quien sigue al Cristo de los evangelios, conoce a un Cristo que opta por los pobres. La cristología latinoamericana se elabora en circularidad hermenéutica: El Cristo de la fe (fides qua) posibilita conocer al Jesús de los evangelios que optó por los pobres (fides quae) y, viceversa, este Cristo nutre una ortopraxis liberadora de los oprimidos. El punto de arranque epistemológico de la cristología de la liberación es un compromiso liberador de los pobres en situación de opresión. La realidad de opresión sufrida y resistida en un continente marcado por una pobreza injusta, origina una reflexión creyente a la luz de la Palabra. Esta realidad, llamada “lugar social” de la cristología, antes que lugar hermenéutico (interpretación), constituye un lugar teológico (revelación). Los teólogos de la liberación declaran abiertamente los intereses históricos de la cristología que desarrollan. Ellos entienden que no hay teología que no responda a intereses por cambiar la realidad histórica o por mantenerla. Descartan que pueda haber una cristología que no radique y no sea influida por una postura ante la realidad. Estiman que no hay cristología neutral. El compromiso espiritual históricamente situado es inherente al quehacer de la teología y no un factor que pudiera menoscabar su cientificidad. El Dios que opta por los pobres en el presente histórico, obliga a ser teológicamente “parcial” (Sobrino 1991). La novedad teológica de un planteamiento de este tipo no ha sido acogida de igual manera por los mismos teólogos latinoamericanos. Las cautelas en contra de la posibilidad de una fe en Cristo del pueblo latinoamericano que pudiera ser alienante –por ejemplo, la fe en un Cristo más divino que humano o una devoción al crucificado que pudiera mover a la resignación ante la injusticia-, ha desembocado en ensayos teológicos ilustrados que no reconocen valor a la ambigua religión del pueblo. Algunos teólogos (Segundo 1983; Sobrino 1991) no ven en la fe popular en Cristo un quehacer liberador de Dios, sino todo lo contrario; otros (Scannone 1990; Irarrázaval 2013; Goizueta 2009), en cambio, respetan y aprecian el valor teológico de la experiencia del Cristo Salvador tradicional, pues descubren en esta una representación en códigos simbólicos no modernos, una experiencia religiosa liberadora. Estos, por su parte, estiman que la ilustración sobre el Jesús liberador de los evangelios puede nutrir sin problemas la fe tradicional en el Cristo Salvador. El carácter ilustrado de la cristología de la liberación -este afán por dar a conocer a Jesús a un pueblo que, no obstante su autoconciencia cristiana, sabe muy poco de él-, se trenza con el planteamiento general sobre la cuestión de Dios en América latina (Segundo 1969). La Teología de la liberación latinoamericana toma distancia del planteamiento moderno de la cuestión de Dios, orientado a dar razón de su existencia. Sus destinatarios primeros no son los 1

ateos, ante quienes la teología ha debido responder si “Dios existe o no”; sino las víctimas de la injusticia, a quienes se hace imperioso darles a conocer “cuál es el Dios verdadero”. El problema teológico dominante en el plano de la cristología ha sido el de las imágenes alienantes, idolátricas o heréticas. Si el lugar social de la cristología de la liberación es la praxis cristiana en un contexto de opresión, el “lugar eclesial” de la misma es la “Iglesia de los pobres”. La praxis cristiana por excelencia radica en comunidades que, como las primeras comunidades cristianas, procuran vivir la solidaridad. Las comunidades de base en los barrios populares de América latina han sido el lugar preciso en el cual ha tenido lugar una evangelización que ha ilustrado la fe del pueblo cristiano, haciendo de Cristo el liberador que, en vez de mover a la resignación, impulsa a luchar contra la adversidad y la injusticia. La cristología de la liberación también se ha interesado por el Cristo de la historia del dogma de la Iglesia. Ha hecho especialmente suyo el rechazo que la Iglesia hizo del docetismo y del monofisismo (Segundo 1970). Dado que ha puesto énfasis en una aproximación fenomenológica a Jesucristo –tanto al Jesús del pasado como al Cristo que actúa en el presente a través de su Espíritu (González 1994)-, ha interpretado la cristología griega de los concilios de la antigüedad de un modo original. Ha criticado en ella su impronta deshistorizadora, derivada de la filosofía de la sustancia en la que se expresa, para quedarse con el fondo ortodoxo historizador de la enseñanza de la Iglesia. La cristología de la liberación ha recuperado de Nicea y de Calcedonia al Logos auténticamente humano y capaz de sufrir (al vere homo) (Sobrino 1991). Sucesivamente, ha celebrado la cristología del Concilio Vaticano II (Gaudium et spes 22), la cual subraya que el hombre Jesús revela quién es verdaderamente el ser humano (el homo verus). Los cristólogos latinoamericanos han sustentado su esfuerzo historizador en una recuperación del Jesús de la historia. No simplemente al Jesús que es posible conocer a través de la crítica histórica –esfuerzo que ha caracterizado a la cristología del siglo XX-, sino la praxis de Jesús que ha de ser proseguida, en virtud de su Espíritu, hasta el fin de los tiempos. La cristología de la liberación se estructura escatológicamente. Esta distingue entre el Jesús recuperado del pasado de la Iglesia y el Cristo del futuro, de un modo análogo a como los evangelios distinguen a Jesús de Nazaret del advenimiento del Reino de Dios, en vista de establecer una relación decisiva: el Reino, que constituye el objeto principal de la actividad del profeta que no se pone a sí mismo al centro del plan de Dios, acontece en el presente mediante una praxis que responde a las expectativas de un pueblo oprimido y anticipa el eschaton: la justicia y el banquete escatológicos. De este modo, resulta imperioso volver a la tradición evangélica. En esta se descubre que Jesús de Nazaret remite al Reino de Dios y al Dios del Reino (Sobrino 1991). La cristología hunde sus raíces en la experiencia de fe de Jesús en un Dios que ama a los pobres y no tolera su opresión. Jesús extrae su misión de su intimidad con un Dios que él llama Abba, un Padre amoroso con él y con los más pequeños; de esta misma experiencia de Dios, Jesús saca el coraje para entrar en conflicto con quienes contrarían la voluntad de su Padre. El Reino, al que Jesús obedientemente se debe, constituye una buena noticia para los oprimidos por la situación social, política y religiosa de la época; no adviene, empero, sino en confrontación cerrada con el establisment político (Roma) y religioso (fariseos y saduceos) en Israel. En lo inmediato, el Reino del Dios de la vida, el Dios de los pobres, constituye una “mala noticia” para los 2

opresores. Jesús activa las expectativas mesiánicas de los israelitas más pobres. Sin embargo, no se le puede aplicar fácilmente el título de Mesías. Ni él reclama el título ni los demás podrían atribuírselo a un Mesías que no se impusiera a los demás por la fuerza física. Su comportamiento es profético, pero él no está especialmente interesado en que se lo reconozca como tal. La Iglesia, tras su resurrección, reconoció en Jesús al Hijo, no tanto porque le interesara asegurar su divinidad cuanto el valor absoluto de la fraternidad del Reino. La cristología de la liberación apunta a la superación del conflicto por la justicia, pero en la perspectiva de una reconciliación histórica; de aquí que reconozca a Jesús como “hermano universal”, el Hijo de Dios y el hermano de todos (Trigo 2005). El Reino cuesta la vida a Jesús. Él es asesinado exactamente por lo que trató de hacer. El conflicto que Jesús desata no podía no terminar mal; es una consecuencia necesaria de una confrontación sin tregua con los adoradores de los falsos dioses del poder y de los defensores de una religiosidad culpabilizadora y excluyente. La cruz no es un sacrificio expiatorio a un Dios que necesite sacrificios humanos para perdonar; no funge como castigo divino grato al Padre. La cruz es consecuencia de un compromiso histórico liberador llevado al extremo. Es más, la cristología de la liberación toma en cuenta a los crucificados del presente para comprender la cruz de Jesús. La pregunta, a este propósito, es: “¿Cómo predicar la cruz hoy en una sociedad de crucificados?” (Boff 1987). El martirio de numerosos cristianos en América latina, y de verdaderos pueblos mártires, ha llevado a descubrir en Jesús al mártir por antonomasia (Sobrino 1991). En esta óptica la cristología de la liberación subraya la importancia de la resurrección, en primer lugar, como respuesta de justicia del Padre a su hijo ajusticiado injustamente. En razón de esta acción del Padre, la praxis cristiana actual ha de consistir en “bajar de la cruz al pueblo crucificado” (Vigil 2007). Ella recupera la dimensión de juicio de la escatología cristiana, al mismo tiempo que promueve la expectativa del Reino como un banquete en el cual los pobres participarán como dueños de casa. La cristología de la liberación estimula el reconocimiento del resucitado en los crucificados. Estos, como el Siervo de Isaías, hacen presente a Cristo y la salvación en la historia. En los rostros de los pobres se revela el rostro de Cristo. A su vez, el rostro de Jesús que emerge de los evangelios remite a los rostros de los pobres del presente. En esta experiencia de contacto y reconocimiento recíproco radica la nueva praxis liberadora en América latina. Esta misma circularidad hermenéutica se aplica a los campos de la liberación de la mujer (Tepedino 1994; Bingemer 1988; Gebara 1988) y a la reivindicación de los pueblos originarios (Irarrázaval 2013). En cualquiera de los casos, el concepto de Jesucristo liberador está al servicio de una espiritualidad liberadora.

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