Repensando el cuerpo de Polinices: exclusión estructural y violencia sexual en el sujeto senderista

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Descripción

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Una aclaración importante –sobre la intención de este escrito– es necesaria aquí: reconsiderar la condición de víctima para los senderistas (o, más específicamente, para todos aquellos y aquellas que fueron violentados) no significa exculpar o justificar su accionar terrorista. Nada más alejado de los propósitos de este ensayo. Se puede ser una víctima siendo un victimario: Polinices merece ser enterrado, pero eso no lo excusa de haber intentado quemar y saquear la ciudad.
Desde mucho antes de la elaboración del Informe Final de la CVR, e incluso durante el mismo periodo de violencia política, diversas organizaciones como la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH) y el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTRJ) realizaron talleres, conferencias, encuestas y demás eventos orientados a pensar el fenómeno subversivo, la respuesta estatal y la población afectada.
Ulfe & Málaga (2015) indican que «víctima no fue un vocablo inicialmente utilizado en los primeros años de violencia. Desde temprano en los años ochenta, los términos eran desplazados, afectados, desaparecidos, torturados: todo con tal de no decir víctima. Víctima es una palabra muy fuerte y unidireccional […] Víctima es siempre una persona a quien le hicieron algo, es casi por definición pasiva. Sin embargo, como categoría en un contexto de posguerra pasa a tener un papel más activo y estratégico, una agencia que nace ahí desde el propio dolor» (pág. 171).
El sujeto que es calificado como víctima asume su condición de forma diferencial y múltiple: puede insertarse en los programas estatales de reparación económica; o quizá consiga testimoniar activamente el evento traumático que padeció; tal vez se sienta comprometido a participar en campañas contra la impunidad, a favor de memoriales y de exigencias históricas; incluso podría adquirir cierto prestigio dentro de su comunidad… son distintas las formas de asumirse y actuar como una víctima, pues esta «no constituye una masa homogénea de sujetos sociales, sino al contrario, se trata de grupos diversos con intenciones y agendas definidas y específicas» (Ulfe Young, 2013).
La CVR considerada como violaciones a los derechos humanos: la desaparición forzada, el secuestro, las ejecuciones extrajudiciales, el asesinato, el desplazamiento forzoso, la detención arbitraria y la violación al debido proceso, el reclutamiento forzado, la tortura, la violación sexual, y las heridas, lesiones o la muerte en atentados violatorios al derecho internacional humanitario.
Un ejemplo concreto al respecto. Es interesante revisar los argumentos que Danilo Guevara –miembro del Consejo de Reparaciones y, posteriormente, viceministro del Interior– expresa sobre la imposibilidad de considerar al senderista o emerretista como víctima (el sombreado es mío): «no son consideradas víctimas y, por ende, no son beneficiarios de los programas de reparación, los miembros de las organizaciones subversivas, con lo cual se hace una necesaria distinción, por cuanto sería absolutamente ofensivo e inaceptable que los propiciadores de la ola de terror que asoló a nuestro país pudiesen eventualmente adquirir un estatus reservado para quienes sufrieron de su perversidad. […] no son inocentes aquellas personas, aquellos líderes que declararon una guerra injusta al pueblo peruano» (Jave, 2008, pág. 70). Los senderistas o emerretistas no pueden ser víctimas porque no son inocentes, porque 'víctima' es una condición para el afectado, aquel que sufrió por lo hechos cometidos por el victimario. La posibilidad de un 'victimario-víctima' es un impensable –un no-evento– para este funcionario estatal.
Además de describir los modos como el poder regulador sujeta al individuo, en Mecanismos psíquicos del poder, Butler (2001, pág. 40) especifica dos aspectos más que requeriría todo análisis del sometimiento: por un lado, el reconocimiento de que el sujeto no-todo es subordinado, de que en él también permanece «un residuo inasimilable, una melancolía que marca los límites de la subjetivación» y, por otro lado, la descripción de «iterabilidad del sujeto», es decir, la demostración de que en él existe la potencia de oponerse y transformar las condiciones sociales que lo engendran. Son estos tres aspectos los que posibilitarían un análisis contundente. No obstante, me parece que por sus limitaciones, este escrito solo alcanzará a describir el primer aspecto.
De acuerdo a la descripción de su espacio web, el Centro de Información para la Memoria Colectiva y los DD.HH. «contiene toda la información sobre derechos humanos que elabora y recibe la Defensoría del Pueblo, además de los expedientes y registros audiovisuales producidos en el período de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2001-2003). Sus archivos, compuestos por material fotográfico, audiovisual, digital e impreso, hacen de este centro uno de los más importantes espacios para el estudio de la historia y la situación de los derechos humanos en el Perú». Disponible en: http://www.defensoria.gob.pe/cinfo.php
He tratado de hacer las transcripciones lo más fidedignas posibles (por eso los constantes puntos seguidos, las vocales repetidas, las palabras entrecortadas); sin embargo, esto no se logra del todo. Hay una imposibilidad material para representar en grafías básicas todos los sonidos, el silencio, las murmuraciones y tantas otras expresiones que no poseen una correspondencia simbólica precisa. Por ello, pueden escucharse directamente los audios de los testimonios aquí: https://goo.gl/8TMgyG
No obstante, estas cifras son solo las recabadas oficialmente (es decir, solo están consignadas aquellas denuncias que cuentan con una identificación plena, con nombres y apellidos, de la víctima). Por ejemplo, es probable que en las ejecuciones extrajudiciales o desapariciones, o mediante la actuación muchas veces cómplice del Ministerio Público y los médicos legistas, hayan quedado ocultos o impunes los actos de violencia sexual cometidos. De igual manera sucede con los propios varones que, por vergüenza o miedo, nunca quisieron dar cuenta de la violencia sexual padecida (Dador Tozzini, 2007).
Quizá esta situación se explique porque los agentes estatales, a diferencia de los senderistas cuya táctica de guerra era movilizarse por distintos terrenos rápidamente, contaban con mayor capacidad logística –cuarteles, control de terrenos, calabozos, infraestructura– para capturar a sospechosos y denunciados.
Oswaldo M. Bolo Varela ([email protected])


REPENSANDO EL CUERPO DE POLINICES: EXCLUSIÓN ESTRUCTURAL Y VIOLENCIA SEXUAL EN EL SUJETO SENDERISTA

«…hermana de los dos muertos, del honrado con sepulcro y del otro, afrentado sin él,
mira distante nuestro paso. La culpa que sentimos está en nosotros, tebanos,
no en la intención de su mirada.»
José Watanabe, Antígona.

Preliminares
La resolución frente a los cuerpos muertos que muestra la contundente versión libre que José Watanabe escribió de Antígona –la tragedia milenaria de Sófocles– resulta una alegoría precisa para el propósito de este ensayo. El poema constituye un intento por representar aquello que perdura a la guerra: la paz fragilizada, el conjunto de sobrevivientes y, sobre todo, los cadáveres: la posibilidad de unir «sabiamente en una misma fosa a nuestros soldados y a los enemigos / pues ambos están hechos de la misma carne / y oliscan el aire por igual» (Watanabe, 2008, pág. 245). El argumento es ya conocido: en Tebas, una cruenta guerra que enfrentó a dos hermanos, ambos muertos en combate, acaba de finalizar. Se han decretado exequias para el cadáver de Eteocles, defensor de la ciudad, y la prohibición de sepultura para los restos de Polinices, el enemigo insurrecto. Antígona, hermana de ambos muertos, quebrantará la orden, sepultará a su hermano y recibirá el castigo por su desobediencia.
No es precisamente el dilema ético que configura la historia –decidir entre la 'ley civil' y la 'ley natural'– lo que aquí me interesa destacar, sino esa relación contrapuesta entre los cuerpos partícipes de la guerra: uno repudiado y otro enaltecido. Me parece que la comparación entre ese muerto digno de honor y aquel otro humillado sintetiza con eficacia la propia relación que se ha entablado con los muertos (o casi muertos) de nuestra guerra interna: mientras que «el cuerpo de aquel cuya causa fue la patria» es legitimado, el cuerpo subversivo, esa «carne de disputa y hartura de las aves y de los perros voraces» (pág. 248), resulta proscrito y, en consecuencia, despojado de honor, reparación o recuerdo. Ambos cuerpos están muertos, ambos han sido vulnerados y victimizados, pero solo uno es reconocido como tal, el otro no.
Es este otro cuerpo –el humillado, el negado de su condición de víctima– el que me interesa: el cuerpo insepulto del senderista. Pero no el de todos en general, sino específicamente el de aquellos que, en contextos de torturas, fueron violentados sexualmente. Las decisiones en torno a estos cuerpos abatidos han sido inflexibles: al repudio ya generalizado por su accionar terrorista, se le ha sumado el desprecio vergonzoso (propio y ajeno) por haber sido violados. Es así que estos cuerpos senderistas, doblemente abyectos, se constituyen desde una ubicación marginal. La suya, es una afrenta subalterna en relación a quienes sí son merecedores de dignidad, reparación y recuerdo: la víctima despolitizada, 'químicamente pura', o los agentes estatales, 'defensores de la patria'; cuerpos que, a diferencia del suyo, sí importan. El sujeto senderista –despreciado inicialmente por intentar subvertir el orden nacional, pero también por haber sido feminizado– no puede ser un agraviado, su dolor está invisibilizado por todo un aparataje estructural del que muchas veces él mismo forma parte De esta manera, la posibilidad de que sea una víctima es silenciada o considerada como un no-evento. Por el contrario, los sufrimientos padecidos, las violaciones a sus derechos humanos, su vida misma, es significada como irreal; se trata de un sujeto –¿acaso convenientemente?– deshumanizado.
Es esta configuración de una víctima subalterna –la posibilidad de ser un victimario víctima– lo que me interesa explorar en este escrito: el cuerpo humillado de nuestros Polinices. A partir de la revisión de dos testimonios de senderistas encarcelados y violentados sexualmente –cuerpos vulnerados en sus derechos humanos– me interesa analizar qué formas encarna la humillación enunciada, qué dispositivos articula, cómo se silencia, qué elementos se interseccionan en la subalternización radical de estos individuos. De este modo, el texto está dividido en tres secciones: una primera, en la que reflexiono sobre la condición diferencial de víctima (construcciones hegemónicas y subalternas); otra, en la que comento los testimonios de los senderistas vulnerados (intentando vislumbrar las estructuras de poder y dominación que se interconectan en su subalternización: principalmente el género/sexo y los discursos nacionales); y una tercera parte en la que, a modo de conclusión, reflexiono sobre la exclusión estructural de la que estos sujetos forman parte.
¿Quién es víctima (y quién no)? Cuerpos hegemónicos y cuerpos subalternos
La designación de quién merece ser identificado como una víctima es un proceso histórico y político complejo que, en la actualidad, se construye de forma diferencial. El término 'víctima' «es una categoría viva que está siendo disputada, apropiada y usada por distintos grupos de personas, tanto desde el Estado como desde la sociedad civil en general» (Ulfe & Málaga, 2015, pág. 170). Su genealogía es confusa: los sentidos que 'víctima' ha adquirido en su desarrollo han sido variados y poco claros. No obstante, hay algunos anclajes visibles: la participación activa del movimiento de derechos humanos en la construcción y consolidación de la categoría; un uso más activo y estratégico de este término en el contexto de posguerra; o la heterogeneidad de manifestaciones con que el sujeto categorizado asume su condición. Pero, más allá de las dificultades, hoy en día, a más de una década de finalizado el conflicto armado, el proceso de significación del término 'víctima' se ha constituido –mediante un conjunto de dispositivos articulados y constituidos entre sí– en una concepción dominante a partir de la cual se determina quién debe serlo (o no). Esta concepción hegemónica establece una construcción diferencial del afectado, evidenciando la importancia que algunos cuerpos poseen sobre otros.
Hay un significado que hegemoniza la nominación de la víctima. Y aunque en su sentido más amplio –aquel que se moviliza en el sentido común–, la categoría alude al agraviado en general, sin distinción alguna; en la designación políticamente específica –aquella que se ha erigido desde el discurso oficial sobre el conflicto armado interno–, las restricciones que se establecen sobre quién debe ser víctima permanecen visibles. Por ejemplo, el Código Procesal Penal (2004) establece que la víctima es «todo aquel que resulte directamente ofendido por el delito o perjudicado por las consecuencias del mismo» (pág. 31), es decir, el obtener esta condición «no se restringe a un pasado, puede ser actual o aun inacabada» (Ulfe & Málaga, 2015, pág. 172). Esta es una consideración que la CVR, el principal proyecto político desde donde se construye la noción de víctima, comparte ambiguamente. En la sección del Informe Final dedicada al Programa Integral de Reparaciones (PIR), se menciona que son víctimas
todas aquellas personas o grupos de personas que con motivo o en razón del conflicto armado interno que vivió el país entre mayo de 1980 y noviembre de 2000, hayan sufrido actos u omisiones que violan normas del derecho internacional de los derechos humanos. (CVR, 2003)
Además, la CVR tipifica una serie de actos bajo el rótulo de 'violaciones', las mismas que hacen al sujeto violentado merecedor de una reparación. No obstante esta clasificación –en la que muchos senderistas ingresarían a priori–, se establecen tres especificaciones, importantes para comprender la consolidación de la 'víctima hegemónica'. La primera de ellas es que la conducta previa del perjudicado no importa para su designación como víctima: «toda persona que sufre una violación de sus derechos humanos puede ser reparada sin tomar en cuenta la legalidad o la moralidad de sus acciones personales». La segunda especificación señala que «aquellas personas que hayan resultado heridas, lesionadas y muertas en enfrenamientos armados y que pertenecían en ese momento a una organización subversiva terrorista no pueden ser consideradas víctimas». La tercera, en contraposición a la anterior, establece que «los miembros de las Fuerzas Armadas, policiales o comités de autodefensa que son heridos, lesionados o muertos en enfrenamientos armados sí son considerados víctimas» (pág. 150). En suma, para la CVR, inicialmente, los senderistas o emerretistas no merecerían la categoría de víctima; mientras que los agentes estatales sí. No obstante, una de las afirmaciones sobre las que asienta su criterio de determinación parece contrariar esta catalogación.
Es con la CVR que «la idea de víctima fue instalada jurídicamente», lo que ofreció la posibilidad de distinguir entre «víctimas y perpetradores» durante el conflicto armado interno (Ulfe Young, 2013, pág. 81). Pero en la formulación de esta distinción subyace una contradicción sintomática: por un lado, la CVR argumenta que no importa cuál sea el pasado legal o moral de la persona para que se exista como víctima, solo interesa la violación a sus derechos humanos que la instituyen como perjudicada; pero, por otro lado, cuando se trata de los senderistas o emerretistas cuyos derechos humanos precisamente fueron violados su pasado sí importa y, por tanto, no son, no merecen, no deben ser víctimas. ¿No es confuso este intento de universalización a medias?, ¿no resulta contradictorio que inicialmente se sostenga la no importancia del pasado en la víctima, pero que luego sea precisamente el pasado terrorista lo que se les impugne a las víctimas subversivas? Esta situación se torna aún más imprecisa cuando, más adelante, en el apartado que señala quiénes son exceptuados de ser beneficiarios del PIR, se reincida en la exclusión de «los miembros de organizaciones subversivas que resultaron heridos, lesionados o muertos como consecuencia directa de enfrentamientos armados», pero se añade: «salvo que la afectación se haya realizado en violación de sus derechos humanos». Parece existir un ligero reconocimiento de la condición de víctima que también atañe a senderistas y emerretistas cuyos derechos humanos fueron violentados. Esta es una consideración que no se permite la Ley 28592, la norma que, tres años después del Informe Final, oficializa la creación del Plan Integral de Reparaciones. Su designación es tajante: «no son consideradas víctimas, y por ende no son beneficiarios de los programas a que se refiere la presente Ley, los miembros de organizaciones subversivas». De este modo, el inicial intento –algo ambiguo– de reconocer como víctimas también a los miembros violentados del PCP-SL o del MRTA queda completamente inhabilitado en la instauración de un dicotómico discurso oficial de restauración, el mismo que, con el tiempo y a través de la práctica, ha logrado hegemonizar una comprensión específica sobre quién debe ser considerado como una víctima.
De esta forma, la víctima hegemónica se establece como un sujeto cuyos derechos humanos han sido violentados y, por tanto, es digno de reparación y recuerdo: el poblador inocente, principalmente, y el héroe defensor, en menor medida. El 'rostro de la violencia' –tal cual tituló la CVR al capítulo que describe estadísticamente el perfil sociodemográfico de las víctimas– es el de un individuo varón, de mediana edad, despolitizado, indígena, quechuahablante, rural y pobre. Es esta concepción hegemónica la que es «asumida como política estatal e interiorizada por los actores que, por lo vivido, caen en su definición» (Ulfe & Málaga, 2015, pág. 179). En esta concepción, por supuesto, no ingresa el sujeto subversivo vulnerado. Por carecer de prestigio y poder en la escala de las jerarquías sociales, la violación a sus derechos humanos es ubicada, si es que aparece, en la valoración más baja de daños padecidos: por encima suyo se encuentra cualquier otro que se haya visto afectado por la violencia política (comunidades indígenas, policías y militares, funcionarios estatales, pobladores urbanos, extranjeros, etc.). Hay una negación y un rechazo total a la validación de su vulnerabilidad. El o la subversiva solo puede ser victimario, perpetrador y, como tal, «no es definido en términos positivos, sino en oposición a una víctima» (Ulfe & Málaga, 2015, pág. 174). Pero no solo eso. Desde los sectores más conservadores, muchas veces institucionalizados en el Estado, el simple hecho de reconocer alguna posibilidad de victimización en los miembros del PCP-SL o del MRTA –y esto sin desconocer o negar su accionar terrorista– es imposible, inimaginable.
Trouillot (2011) ha escrito que lo impensable de una época –un no-evento– es «aquello para lo que uno carece de instrumento capaz de conceptualizarlo [ ] Lo inimaginable es lo que no puede concebirse entre las posibles alternativas, lo que pervierte todas las respuestas porque desafía los términos bajo los que se formularon las preguntas» (pág. 364). En ese sentido, el senderista cuyos derechos humanos fueron violentados, también una víctima, un victimario-víctima, es un impensable de nuestra época. Desafía el marco conceptual en el que, desde el discurso oficial sobre el conflicto armado interno, se ha venido pensando y configurando a la víctima. Para este discurso, por el contrario, la presencia del senderista ha valido como un referente constitutivo para consensuar el colectivo social a partir de una abominación común: «una sutura, un repudio fundador que destierra ciertos seres al campo de lo abyecto» (McCullough, 2010, pág. 3). Dicha abyección, sin embargo, no solo se fundamenta en el desprecio por su pasado terrorista, es un repudio más complejo en el que convergen diversas dinámicas de poder (heteronormatividad, patriarcado, clases sociales, discursos nacionales, racismo). Es la articulación de estas dinámicas lo que establece –y esto ya no solo para el sujeto senderista– qué cuerpos son materializados, visibilizados, qué cuerpos sí importan.
De allí que el sujeto senderista violentado –un cuerpo poseedor de una vulnerabilidad social determinada por distintos ejes de opresión– no importe. De allí que pueda prescindírsele de una reparación y que cualquier intento de nombrarlo como víctima sea catalogado como un sinsentido. El cuerpo senderista es uno deshumanizado: son seres que, en el marco de la guerra y como resultado de esta, «se encuentran en circunstancias de abandono o violencia o hambre; son cuerpos entregados a la nada, o a la brutalidad o a la falta de sostén» (Butler, 2004, pág. 44). Es esta deshumanización (los modos en que se figura) lo que me interesa explorar en los dos testimonios que comentaré a continuación. Me parece que en ambas intervenciones las dinámicas de poder que se interconectan (el género, la sexualidad y los discursos nacionales) dan como resultado la irrealidad del sujeto senderista, la imposibilidad de pensarlo como un victimario-víctima.
Habla, Polinices: testimonios del repudio y la violencia
Con la exploración de estos testimonios, me gustaría intentar un análisis crítico del sometimiento, es decir, desarrollar «una descripción del modo como el poder regulador mantiene a los sujetos en la subordinación produciendo y explotando sus requerimientos de continuidad, visibilidad y localización» (Butler, 2001, pág. 40). Pero hallo algunas dificultades para este desarrollo. En primer lugar, siento que comentar con minucia la desgracia ajena es algo ¿desgarrador, vergonzoso, indolente?: una sensación culposa por atreverme a escarbar en la vida de otro. Una sensación que me impide sostener del todo la consensuada enunciación académica –desafecta, imperturbable, presuntamente parcial– frente al relato del horror y la violencia. En segundo lugar, me preocupa que esta reflexión sobre las vidas de estos Polinices contemporáneos se interprete como una reducción de sus responsabilidades durante la guerra interna. Insisto: el derecho al entierro (es decir: el derecho a que se reconozcan y reparen las vulneraciones cometidas contra estos cuerpos insepultos) no los excluye de su responsabilidad sobre los crímenes y violaciones a los derechos humanos que el PCP-SL también perpetró durante dos décadas (y cuyos remanentes aún continúan perpetrando en la selva central). En tercer lugar, la dificultad más compleja: el intento por no comentar estos testimonios bajo las formas que LaCapra (2005) denomina como 'identificación negativa' o 'negación total': ni una fascinación compulsiva que despierte la identificación total del investigador con las experiencias traumáticas de la víctima, intentando vivir la experiencia de ese otro; ni un intento por establecer una objetividad total, una búsqueda de neutralidad que niegue el afecto que influye en la investigación, el inevitable involucramiento con los traumas de la víctima. Frente a esta dicotomía que distingue entre héroes o villanos, entre víctimas y victimarios –y que olvida las zonas grises, los límites porosos, que perduran siempre (Ulfe Young, 2013)– LaCapra propone «una relación sutil, a veces tensa, entre la empatía y la distancia crítica» (2005, pág. 160). Es este abordaje lo que precisamente me interesa reproducir aquí: una acercamiento crítico al sujeto senderista que permita repensar su condición de víctima-victimario. En suma: con vergüenza por escrutar lo ajeno, sin pretender eximir sus acciones y tratando de no caer en una catalogación dicotómica, de esa manera, pretendo describir críticamente el sometimiento en estas historias.
Son dos testimonios: el número 700303 y el 700334. Por ser sus iniciales, llamaré al primero J y al segundo F. Ambos fueron entrevistados por la CVR en mayo de 2002 en el penal Castro Castro y sus declaraciones se citaron en distintas partes del Informe Final (2003). Actualmente, las grabaciones se encuentran disponibles en el valioso archivo que mantiene el Centro de Información para la Memoria Colectiva y los DD.HH.. Elegí estos dos testimonios porque considero que las situaciones similares que comparten y, por supuesto, las singularidades que diferencian sus experiencias, me permiten una aproximación preliminar al sujeto senderista. Iniciaré comentando su autoposicionamiento frente al PCP-SL. Luego, expondré la exclusión social en que ambos existen (pobreza, incertidumbre judicial, desprecio social y familiar). Lo siguiente será presentar la narración de las violencias sexuales vividas, destacando algunos aspectos, como el modo de confesión y la imposibilidad de nominar el hecho. Todo esto llevará a que, en el apartado final, vincule la exclusión social en que viven estos sujetos y la violencia sexual que sufrieron con las formas en que el discurso oficial sobre el conflicto armado interno haya contribuido a una invisibilización de estos eventos traumáticos. La confluencia de estos espacios excluyentes consolida su precariedad, la deslegitimación de su condición de víctimas y una supresión estructural de su humanidad.
Posicionándose frente al PCP-SL
Los primeros minutos de grabación de ambos testimonios coinciden en la misma temática: su relación con Sendero Luminoso. Pareciera existir una necesidad por afirmar o negar su participación en la agrupación de accionar terrorista y, por ende, en aceptar o rechazar la condena que se les imputa. Sin embargo, la semejanza por aclarar su relación con este grupo político solo es inicial, prontamente ambas declaraciones se diferencian. Porque mientras J acepta su participación, defendiendo y justificando a Sendero, F se declara inocente, niega alguna vinculación importante y solo acepta una colaboración circunstancial. Es esta diferencia también lo que, desde el inicio, evidenciará cómo ambos sujetos mantienen reacciones contrapuestas frente a lo que han vivido.
J se aferra a una interpretación del conflicto armado interno –al que él denomina como «proceso social revolucionario»– basada en el ideario senderista. Hay en él una explícita identificación con el PCP-SL:
[…] …quien habla particularmente, yo en concreto, este… si bien es cierto me identifiqué con el Partido Comunista del Perú como… y me asumí como parte de él, fue porque, a mi forma de ver, y aún así lo concibo, eh… representaba en todo caso lo… representa los intereses de en todo caso de… de los que realmente necesitan. Es mi forma, no? como reitero, mi mi posición. […] la realidad y la historia misma demuestra que todo proceso social, para que haya habido un cambio, nunca ha sido […] una cosa simple, no? […] Osea que necesariamente ha tenido que haber este… que darse procesos de… en todo caso revolucionarios, donde haya habido pérdida de vidas humanas. Y no es inclusive nuestra política, al menos del partido no es su política en concreto, este… una política de genocidio o de exterminio. Sí reconocemos y eso, en todo caso, el presidente Gonzalo también… lo ha reconocido y también nosotros, como parte del partido, reconocemos de que en este proceso de nuestra parte también hemos cometido excesos, errores y… estamos dispuestos inclusive a reconocerlos públicamente, eso no… no tenemos mayor problema. (Sombreado y trascripción míos)
Esta intervención inicial sirve para entender el posicionamiento de J como senderista. Me parece que son tres aspectos los que aquí destacan (los mismos que he sombreado): la justificación que hace de la participación del PCP-SL en el conflicto armado interno (puesto que representaría los intereses del pueblo, de los que «realmente necesitan»), la apología de los crímenes cometidos en busca de una pretendida necesidad histórica (la justificación del derramamiento de sangre para alcanzar los fines revolucionarios) y el reconocimiento parcial, mitigador, de los actos terroristas («hemos cometido errores, excesos»). J se escucha seguro y firme cuando habla. Sus palabras no resultan completamente un guion aprendido, pero hay algo de ello en la continuidad y potencia con que enuncia sus ideas. La doctrina senderista es su fe, se ampara en ella para explicar su vida, su encarcelamiento, sus torturas. ¿Es esta convicción inflexible que posiciona a J como un senderista declarado lo que –más adelante, cuando narre la violencia sexual– le otorgue posibilidades y capacidad de explicar/entender por qué lo violentaron?
F es distinto. No se siente identificado con Sendero. Rechaza su condena, pues señala que nunca perteneció al PCP-SL y que, si bien conoció con algunos integrantes, su participación resultó siempre accesoria:
[…] yo… en ese tiempo no… desconocía lo que… sabía, no? lo que había gente que… de Sendero y MRTA, pero desconocía… yo pensé que antes, que eran los dos eran uno solo, no? yo desconocía que era… yo… yo… mi idea era que los dos luchaban por el bien para la gente necesitaada, no? pero yo no sabía que los dos no se llevaban algo así, no? yo, osea, yo pensaba que eran uno solo y… bueno yo… hasta que, como le repito, me estaban… me llamaron para yo… este… ya me citaban pero para una reunión, me dijeron, no?… y este… en… bueno yo… les dije que no, que esas cosas yo no puedo… me insistían , no?
'Desconocía' es un término que F repite muchas veces durante los primeros minutos de la entrevista. Él no se ampara en la doctrina senderista para justificar su encarcelamiento, por el contrario, insiste en que no sabía con exactitud qué era. Ingenuidad, inocencia, ignorancia: eso afirma. Cuenta que no conocía la diferencia entre el MRTA y Sendero Luminoso, cuenta también que rechazó la invitación a participar más directamente. ¿Es honesto este posicionamiento desorientado? No lo sé, quizá eso no importe. Pienso que, probablemente, más fundamental que contrastar la veracidad o la falsedad de sus afirmaciones es atender a los modos bajo los cuales afirma su desorientación. F tiembla durante toda la entrevista. A lo largo de la conversa, su voz pasará de ser un sonido nervioso, interrumpido, inseguro, a convertirse en un quejido silencioso que musita fonemas ininteligibles y que se confunde con el llanto.
J y F contrastan: uno se identifica como senderista, el otro no. Uno se muestra con aparente tranquilidad, en el otro destaca su inseguridad. Sin embargo, estas diferencias se minimizan cuando ambos narran la violencia padecida: el llanto de F y la imposibilidad de nombrar en J, aunque son reacciones inicialmente opuestas –mutismo y desesperación–, comparten en el fondo la vulneración de sus cuerpos. Esa aparente tranquilidad y esas lágrimas impotentes padecen por igual la vergüenza de su vulneración, el repudio social, la frágil condición de su humanidad.
Exclusión social: aislamiento, pobreza y orfandad
«Porque jamás los malvados recibirán más honra que los justos», sentencia el rey Creonte como justificación al cuerpo insepulto de Polinices. Los versos que Watanabe (2008, pág. 248) pone en boca del rey tebano, también podrían ser los que enuncian los gobernantes actuales respecto a quienes ellos consideran de manera dicotómica 'justos' y 'malvados': entre los primeros, la víctima hegemónica, por supuesto; entre los segundos, los senderistas, esas «lacras tan perniciosas» (El Comercio, 2010). Porque ¿qué puede ser más execrable que un 'terrorista'?, ¿quién como ellos pueden centralizar tanto repudio? Desde la alianza estratégi ca entre el Estado, las transnacionales y los grupos de poder económico, el sujeto senderista ha sido mayoritaria e insistentemente repudiado y culpabilizado por ser el absoluto hacedor de todo el atraso económico y social que padeció el país a finales del siglo XX e inicios del XXI (Ubilluz & Vich, 2009). Y aunque esta afirmación solo es parcialmente cierta, el sujeto senderista, finalmente el vencido del conflicto armado, se ha convertido en uno de los principales referentes de la perversidad. Son considerados por el discurso neoliberal –institucionalizado con vastedad en el estado peruano– como sujetos desalmados, sanguinarios, irracionales, como «hordas homicidas» (El Comercio, 2005).
Es precisamente esta concepción la que más radicalmente se opone a reconocer las vulneraciones a los derechos humanos que también padeció el senderista (sin por ello dejar de reconocer las violaciones que este grupo político también realizó). De este modo, se significa al senderista como un ser abyecto, es decir, se lo ubica en «aquellas zonas "invisibles", "inhabitables", de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo 'invivible' es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos» (Butler, 2002, pág. 20). Es esta exclusión –su permanencia en esa zona invisible inhabitable– la condena social a la que está confinado el senderista que intentó subvertir el orden de la nación. Pero esta exclusión es también la práctica a partir de la cual el discurso más conservador de los sectores de derecha –sobre todo este grupo, pero no el único– construye un enemigo común a la nación: el motivo desde el cual se pretende cohesionar a la colectividad, al sujeto social, en torno a esa 'horda asesina'. Así, dicha colectividad se «constituye a través de la fuerza de la exclusión y la abyección, una fuerza que produce un exterior constitutivo del sujeto [social], un exterior abyecto que, después de todo, es "interior" al sujeto [social] como su propio repudio fundacional» (Butler, 2002, pág. 21). Este repudio fundacional es la posición ambigua que se otorga a los senderistas: el espacio liminal en el que son repudiados, pero a la vez necesitados para cerrar los límites de la nación. Seguiré ahondando en esta idea hacia el final del escrito. Ahora, más bien, me interesa evidenciar que este repudio hacia sus cuerpos se expresa, a nivel de un discurso nacional, de forma concreta. Los testimonios de F y J evidencian situaciones específicas en las cuales el senderista es constituido como un sujeto fuera de los límites de la nación y, en consecuencia, está inhabilitado para obtener los derechos que esta otorga.
El desprecio por su afiliación senderista (tácita o consensuada) o la violencia sexual padecida (como se verá en el próximo apartado) no son los únicas estructuras, espacios, situaciones, a través de los cuales estos cuerpos son marginados. Existen también otros procesos (entrelazados con los anteriores) que condicionan su abyección, particularidades que fortifican la precariedad de estas vidas. La pobreza, el encarcelamiento, la imposibilidad de recibir justicia, el alejamiento de sus familias son algunos de los aspectos más visibles en estos testimonios, los mismos que evidencian una radical desigualdad en la asignación de derechos y prerrogativas. De entre estos aspectos, el más evidente resulta la condición de encarcelados que marca a estos sujetos. Obviamente, la prisión es una de las formas más categóricas de exclusión que permite la ley, y aunque desde el ideal del Estado las penas privativas de libertad deberían estar orientadas hacia la reeducación y la reinserción social, en la realidad, esto no sucede. «En la cárcel coexisten y entran en contradicción dos principios difícilmente conciliables: el punitivo, con su énfasis en la seguridad y el control, y el rehabilitativo, que aboga por la reeducación social del preso» (Cabrera Cabrera, 2002, pág. 87). El estigma de ser un preso y, con ello, toda la parafernalia de impedimentos que se establecen para ellos durante su permanencia en el penal Castro Castro (pero también cuando salgan de allí: solo recuérdese el certificado de antecedentes penales que la gran mayoría de empresas exige a sus trabajadores) es el modo de marginación más evidente en J y F.
Pero no es solo el encarcelamiento, la pobreza en que ambos sujetos existen es otro factor importante. No solo actualmente –cuando, bajo la categoría de 'presidiarios', no forman parte de la PEA y, por tanto, no recibe regularmente algún tipo de remuneración–, sino que incluso antes de su arresto y condena ellos ya formaban parte del grupo socioeconómico más pobre. J describe muy bien esta situación: siendo el sétimo de ocho hijos y con sus padres agricultores que no se daban abasto para mantenerlos a todos, él vivió desde siempre en la pobreza. Dice que para estudiar tenía que trabajar, por ello empezó a hacerlo desde los siete años: así se volvió vendedor ambulante, comerciante. No siguió estudios universitarios, no formó una familia, no se casó. A cambio, se unió al PCP-SL, «que representaba los intereses de […] los que realmente necesitan», militó allí durante algunos años y luego de robar un bus junto a otros –presumiblemente para ser usado como un cochebomba, según la acusación fiscal– fue apresado por actos terroristas. La situación de F es más o menos similar. Desde niño, vio cómo su madre se hizo cargo del hogar ante la ausencia paterna. Intentó estudiar enfermería pero lo dejó porque no tenía dinero para pagárselo. Ingresó a trabajar en una fábrica metalúrgica y con el sueldo ganado ayudaba a su mamá. No tiene esposa, ni hijos. Alguna vez fue a visitar un vecino suyo que estaba preso por asesinato y allí conoció a algunas madres de senderistas e hizo amistad con ellas. Dice que las acompañaba porque le daban pena. Las llevaba a comprar víveres, a entregar documentos judiciales, a visitar a sus hijos. Por eso lo apresaron, acusado de ser un mando logístico. Cuando ya estaba preso, ni él ni su familia podían comprar los calmantes que la siquiatra del penal le había recomendado, pues estos eran muy caros. A J y F el empobrecimiento les ha signado la vida desde siempre. Ahora, dentro de la cárcel, ninguno de los dos cuenta con los medios para contratar los servicios de un abogado particular, así que tienen que conformarse con uno de oficio. Esa también es una razón por la cual la revisión de sus condenas avanza lentamente: la posibilidad de exigir una atención más detallada sobre sus casos cuesta, y ellos no tiene cómo proporcionarse esa posibilidad.
El abandono familiar –relacionado también con su condición de encarcelados– es otra clave para entender su marginalidad estructural. Por un lado, a J solo lo visita su madre y su hermana, sus otros dos hermanos, policías, no se han acercado a verlo. Cuenta que ellos han tenido problemas por su condena, «nunca los ascendieron por ser hermanos de un terrorista», cuenta también que se siente «un poco culpable por ellos», cree que le tienen resentimiento y cólera, pero espera verlos pronto. Por otro lado, F no vivió con su papá, este lo abandonó cuando era muy niño. Su madre y su hermano van a verlo cada vez que pueden, viven lejos y no es sencillo llegar hasta el penal. Le dice a la entrevistadora que, durante el interrogatorio y la tortura, una de las cosas que fue determinante para que firmara la aceptación de todos los delitos que le inculpaban fue la amenaza de que dañarían a su familia: «firmé los papeles… me amenazaban también con que iban a traer a mi madre, a mi hermano… yo... ya no podía controlarme, señorita». Nuevamente, J y F comparten una circunstancia común que contribuye a su exclusión: la desvinculación familiar. Porque
a la dificultad para el contacto y el encuentro interpersonal que supone estar encarcelado suele añadirse la lejanía del lugar de internamiento, los traslados frecuentes, el aislamiento geográfico de las cárceles, que suelen construirse en lugares apartados y con malas comunicaciones, etc. Todo ello, sumado a los aspectos psicológicos y sociales, acarrea una serie de repercusiones sobre la malla de relaciones familiares que van desde las más leves y coyunturales (como pueden ser la preocupación, la falta de apoyo, la intranquilidad), a otras mucho más graves (rechazo social, problemas económicos, tensiones, riñas) o incluso irreparables (abandono o pérdida de los hijos, divorcio, ruptura de relaciones con los padres o hermanos, problemas psiquiátricos, etc.). (Cabrera Cabrera, 2002, pág. 88)
La reclusión –que aísla psicológica y socialmente– también repercute sobre los lazos familiares, afectando la subjetividad del individuo y contribuyendo a solidificar su marginalidad.
Explicitado todo lo anterior, ¿bastará decir que estas condiciones descritas son en sí mismas suficientes para afirmar que F y J se ubican en la escala más baja de las jerarquías sociales?, ¿señalar su aislamiento, pobreza, orfandad –esas otras caras del repudio fundacional que constituye su exclusión de 'la' nación– son suficientes para designarlos como merecedores de reconocimiento?, ¿basta con que se describa el desamparo de Polinices para que este merezca entierro?, ¿cómo se complejiza, todo lo descrito hasta aquí, cuando añadimos las variables de género y sexualidad a la exclusión social en que J y F existen?
Violencia sexual: humillando al enemigo
Ambos fueron violentados sexualmente durante sus interrogatorios. En tiempos, con captores, bajo métodos y en lugares distintos, pero con el mismo propósito: que confesaran su vínculo con Sendero Luminoso, que aceptaran y firmaran todas las acusaciones que se les inculpaban. Los violentaron sexualmente porque querían doblegarlos, quebrarlos emocionalmente, feminizarlos. Porque, después de todo, «es a través del cuerpo que el género y la sexualidad se exponen a otros, que se implican en los procesos sociales, que son inscritos por las normas culturales y aprehendidos en sus significados sociales» (Butler, 2004, pág. 39). Esto se expresa con claridad en los testimonios de J y F. Y aunque narren estos sucesos traumáticos de formas diferentes, la esencia de lo que rememoran tiene dimensiones similares: la confesión vergonzosa, el temor a la burla, la incomprensión ante el hecho no esperado, la humillación. Las vinculaciones entre la guerra, la masculinidad y la violencia se expresan claramente en sus relatos… y en sus cuerpos.
Son muy pocos los casos de violencia sexual contra hombres que ha podido identificar la CVR. A diferencia de las violaciones de otros derechos humanos (desapariciones forzadas, torturas, asesinatos, etc.), en la que ellos resultan ser la gran mayoría de afectados (quizá debido a que el modelo de género imperante identifica la masculinidad con roles y espacios más públicos y políticos), en el caso de la violencia sexual, los hombres solo representan el 2% del total de afectados; por el contrario, son las mujeres quienes representan el 98% de las víctimas (Dador Tozzini, 2007). Esto último se debe a que «los cuerpos de las mujeres –sus vaginas, sus úteros, sus senos– ligados a la identidad femenina como objeto sexual, como esposas y como madres, eran claros objetos de tortura sexual» (Jelin, 2012, pág. 130). Sin embargo, este 2% de hombres violentados sexualmente existe, y aunque «en el contexto de guerra interna en el Perú, la violación sexual contra los hombres no fue una práctica extraña durante los interrogatorios, como tampoco lo fue, ni lo es, en otros países» (Dador Tozzini, 2007, pág. 18), esta es una realidad poco estudiada y que, aún ahora, permanece bajo una ininteligibilidad estructural.
El Informe Final –que contiene una sección entera dedicada a la violencia sexual femenina, pero solo dos párrafos a la masculina dentro de la sección de torturas y tratos degradantes– señala que de las pocas historias registradas, «los casos denunciados dan cuenta de hechos como introducir el órgano sexual masculino u objetos por el recto del detenido (botellas, linternas, varas, palos e incluso las armas de los captores)» (CVR, tomo VI, pág. 247). Estos procedimientos vejatorios, realizados en su mayoría por los agentes estatales, muestran «que los torturadores fueron hombres, quienes afirmaron a través de estas prácticas en las que se feminiza al "otro" su masculinidad y el poder absoluto para producir dolor y sufrimiento en su víctima varón» (Dador Tozzini, 2007, pág. 19). Así, «para los hombres, la tortura y la prisión implicaban un acto de "feminización", en el sentido de transformarlos en seres pasivos, impotentes y dependientes» (Jelin, 2012, pág. 131). Esta 'feminización', en el caso de los senderistas violentados sexualmente, sucedió de manera explícita como una forma de agredirlos física y psicológicamente, puesto que ellos eran el enemigo. Se buscó humillar su sexualidad, restarles virilidad, cuestionar su hombría atizando el miedo a la homosexualidad.
Tal es el caso de J y F, cuyas experiencias se insertan con facilidad en las características arriba descritas. En sus testimonios, la forma cómo narran los eventos traumáticos –las palabras que utilizan, los silencios que mantienen, las interrupciones que la entrevistadora hace, en suma, el modo cómo confiesan– resulta reveladora para entender la vulneración de sus cuerpos y la impunidad imperecedera que se establece sobre ellos.
J y la imposibilidad para nombrar
Las menciones que J. hace a lo largo de la entrevista están caracterizadas por el modo impersonal que usa para referenciar la transgresión a su sexualidad. Nótese esta primera intervención en la que él cuenta cómo se dio el «intento de violación»:
(1) Testimoniante: […] Y… ahí se proce, se procede en todo caso a una serie de torturas. Lo más más indignante para mí, al menos, es este… el… intento de violación en todo caso porque no se llegó a consumar, pero sí intento de violación con…
(2) Entrevistadora: ….en el menor o en…?
(3) Testimoniante: ...con, con las chicas que estaban con nosotros que eran dos. Y… bueno también en los varones se ha dado esa misma situación el hecho que te introduzcan o coloquen una vara ya también es… [Breve silencio]
(4) Entrevistadora: en el caso tuyo se dio?
(5) Testimoniante: Bueno… en el caso particular mío, sí
(6) Entrevistadora: sí… y en el caso del menor no sabes?
(7) Testimoniante: no sé, desconozco porque como estuvimos vendados y cada uno ingresaba a la celda donde iba a ser torturado… no le podría decir si es que pasó […]

J. solo nombra la palabra 'violación' cuando se trata de las mujeres con las que comparte la detención (línea 1). Cuando menciona a los varones, dice que en ellos también se «ha dado esa misma situación»: no lo dice directamente, prefiere pasar a describir lo sucedido, antes que nombrarlo; sin embargo, cuando la mención del hecho –su rotulación objetiva– es inminente, prefiere quedarse callado, no usar el término 'violación' y esperar que la entrevistadora hable (línea 3). Más aún, cuando esta le pregunta directamente por su caso, él responde con un rodeo, hasta terminar afirmándolo, pero aún sin nombrarlo (línea 4). Esta es la primera evidencia de esa imposibilidad para nominar lo vivido, de forma clara y directa, que J exhibe.
Podría replicarse que esta 'imposibilidad para nombrar' es una observación antojadiza o forzada, pero la repetición de estos modos de expresión es constante en el testimonio. Por ejemplo, cuando J describe su primer día detenido, cuenta que allí «se produce el manoseo y todas esas cuestiones… eh… la introducción de esa vara, todas esas… bueno, todas esas cosas». Los términos sombreados son las palabras con las que él explica aquello que no quiere decir directamente: la violencia sexual padecida. Véase este otro momento en el que también se repite el modelo y en donde J cuenta de un modo más explícito aquello que le sucedió:
[…] como le reitero el primer día nos han… golpeado, manoseado, por así decirlo. A mí particularmente lo han hecho por… por venganza, no? eh… por qué le digo esto, porque… osea ocurre el hecho de que una de las chicas estaba embarazada: María, María Pacheco, ya joven ella. Y… cuando la empiezan a manosear, de parte de los dos que estuvimos ahí, bueno, reclamamos, no? No la veíamos pero la escuchábamos, sus gritos de ella y ella… las lisuras que ella decía, no? en su defensa en todo caso, porque estaba también enmarrocada y amarrada. Eh… derivado de esto […] es que… ah ya, se diga, no?, osea, si tú te molestas o es porque eres el padre de la criatura y si tú… si el otro se molestó, bueno él no será el padre, pero de repente a él le gusta, no? él querrá que lo manoseen a él, no? Y ese fue el caso mío, no? porque el muchacho… el otro muchacho fue el que dijo, fue el primero en levantar su voz y gritar déjenla en paz, entonces le dijeron tú eres el padre, no? Y como yo seguí reclamando bueno, entonces tú no eres el padre, a ti te gusta, pues. Entonces… osea son cosas que también para uno es un poco difícil, no? y en el caso del varón es una cosa bien difícil plantear sobre este hecho porque inclusive este… osea tiene también con la m… con concepciones inclusive que uno tiene, no?, formadas ya en cuanto a eso, no? pero se dio el hecho, en concreto. […]
Nuevamente, utiliza los términos «manoseado», «el hecho», «cosas» o «eso» para referirse a la violencia descrita. También cuenta cómo esta se origina de un intento por doblegar su reclamo y someterlo. A pesar de cierta firmeza que exhibe su voz y de la tranquilidad aparente con que habla (esa misma seguridad con la que al inicio enunció su defensa de Sendero Luminoso), él reconoce la dificultad de «plantear sobre este hecho», es decir de hablar sobre ello, debido a esas «concepciones inclusive que uno tiene […] formadas ya en cuanto a eso». ¿Cuáles son esas concepciones ya formadas?, ¿la inviolabilidad de lo masculino?, ¿el que la violencia sexual no se encuentre entre las posibilidades de vida para los hombres y que, por tanto, su suceso sea motivo de confusión y vergüenza? (Dador Tozzini, 2007), ¿lo indecible revelaría entonces esa dificultad para «plantear» de la que J habla?
Sí, lo indecible evidencia la complejidad de asumirse como un sujeto vulnerable. Por ello, ante la insistencia de J en seguir enunciando la violencia sexual padecida con frases o palabras que no la refieren de forma directa, sino que la encubren parcialmente, será la propia entrevistadora quien lo fuerce a calificar(se) con claridad:
(1) Entrevistadora: Por eso te digo, osea, si en este día, por ejemplo, habían varios dime: tal día me han hecho tal, tal tal cosa, tal otro día solamente esto, tal día tal, tal, tal
(2) Testimoniante: ya, como le digo, entonces, si vamos a esos dos hechos, en todo caso, el primer día solamente fue el manoseo y esta-esa masturbación… o algo así… que se… esa vara… lo que sea
(3) Entrevistadora: violencia sexual
(4) Testimoniante: ya… violencia sexual con la vara. El siguiente día, el segundo día fue solamente golpes, solamente golpiza…[…]
J continúa empleando términos como «manoseo», «masturbación», «algo así» (línea 2). Ante ello, interrumpiéndolo, la entrevistadora habla a la vez –por ello la marca de corchetes–, y lo corrige: «violencia sexual», le dice (línea 3). Él acepta esta corrección, pero a su manera: «violencia sexual con la vara», añade. Tiene que especificar, como la ha venido haciendo ya antes, el objeto con el cual fue violentado. ¿Por qué?, ¿acaso para aclarar que él no fue violado por otro hombre?, ¿que lo introducido fue una vara y no un pene?, ¿todo esa imposibilidad de nombrar directamente la violencia sexual padecida es un intento por desmarcarse del posible cuestionamiento a su sexualidad?
Porque en J, esa imposibilidad para nominar la agresión sexual no solo parece ser una consecuencia del desconcierto o la confusión ante la demostración explícita de que lo masculino también es vulnerable; sino que, además, en este intento por no decir directamente que a él también le han agredido la sexualidad parece percibirse un latente temor a que lo cataloguen como homosexual. El miedo a ser homosexual (o a que lo vean como uno) es una amenaza constante para el modelo hegemónico de masculinidad en nuestra región, puesto que implica «pérdida de prestigios, discriminación, violencia, menos derechos, menos ciudadanía, menos acceso a recursos y poder» (Dador Tozzini, 2007, pág. 23). Esta situación resultaría aún más injuriosa cuando se trata de la homosexualidad pasiva (puesto que la activa se sigue concibiendo como una demostración de virilidad mayor): «la homosexualidad pasiva actúa como un demarcador, como una forma de repudio que define y crea los bordes de lo masculino. Es una de las formas de lo abyecto» (Fuller, 1997, pág. 155).
Y es precisamente esta forma de abyección la que J no está dispuesto a asumir, aquella en la que no quiere estar. Por eso sus recurrentes intentos por no nombrar, por esquivar la catalogación de violentado, transgredido, penetrado. Porque aun cuando él ya es un sujeto constituido por el repudio, en la marginalidad, ubicado en lo abyecto, no quiere que se le considere como un homosexual, se niega a ello. Como lo establece en la primera parte de la entrevista, acepta los crímenes que su grupo político perpetró, incluso acepta la condena social y el encarcelamiento por sus actos (con todo lo que ello implica); es decir, al parecer J asume su marginalidad amparado en su lucha revolucionaria. Pero cuando se trata de aceptar la violencia sexual padecida, de reconocer este otro espacio donde también viene siendo marginado, allí, no dice nada, no puede decirlo. Por incomprensión, por vergüenza, por temor. Como si su imposibilidad de nombrar dijera: «Eso no, por favor».
F o la desesperación por controlarse
La situación de F es distinta. Porque si J intenta enmascarar sus temores y su condición marginal bajo las certezas que le ofrece el senderismo, F no se asume en ese ideario para enfrentar lo sucedido. En su narración de los sucesos se percibe desesperación, pero más que eso, un deseo por querer controlarse, es decir, una necesidad de comportarse como un 'hombre': uno que no llora, que está tranquilo, que aguanta. Eso se evidencia en el siguiente extracto de la entrevista:
[…] tenía un hambre, pero… no, no hambre, no? tenía como una ansiedad, no? y estee…
temor… de todo, general… apoderaba, no? pero tenía sed, lo tenía,
y los policías venían y... me traían un plato de comida, no? y yo no que-quería comer en ese momento, no? tenía sed, me traen un café y estee…me dan el café… se-señorita, eeh…
cuando he tomado el café, pucha, no podía controlarme, señorita, me… se me caían las lágrimas, temblaba y este…
[Empieza a llorar, silencio de 30 segundos, la entrevistadora le dice algo para consolarlo, pero no se entiende]
…acá con los años, yo… pienso, no? recordándome, algo así… [silencio de diez segundos]
y este… bueno, es-esto yo… yo, yo… no, no, no le he contado a nadie, no? tengo un poco, así… de vergüenza… e...s…h…eh…
no vez que ellos este… te crees este… me decía, no? te crees machito, no? ellos este… ellos me sacaron la ropa, no? tonces ahí, por el ano… ME METIERON UN PALO
[llanto] h…h… nosé-no sé qué… y este…h… yo este… ellos me… me insultaban que yo soy un terrorista…no? tonces yo acepté todito ,no? lo que me… firmé papeles…
me amenazaban también que iban a traer a mi madre, no? a mi hermano… yo, ya no podía controlarme … señorita […]
Esta parte del monólogo es una confesión dolorosa, lamentable. F tiembla todo el tiempo, llora, grita y evidencia su condición desvalida, desamparada. Esos silencios prolongados combinados a ese grito contenido con que enuncia que lo violaron muestran a un sujeto confundido que, entre lágrimas y quejidos incomprensibles, va narrando su trauma.
Pero este monólogo no solo es importante por la fragilidad en que F se muestra, sino también porque revela aspectos importantes sobre el modo como está constituida esta fragilidad. Inicialmente, al igual que en el testimonio de J, la violencia sexual es ejercida contra él como un intento por doblegar su honor: «te crees muy machito, ¿no?» es una provocación, una declaración de que, en ese cuartel, él ocupa el rol de sometido, de pasivo, de sujeto penetrable (línea 7). Por otro lado, el reiterativo deseo de autocontrol que F manifiesta es otro punto importante: en este extracto lo repite dos veces –se reprocha el que no pueda contener sus lágrimas (línea 4), el que no haya sido lo suficiente fuerte y, por tanto, haya aceptado firmar todos los cargos (línea 9)– , pero a lo largo de la entrevista es constante. Así, la constitución de la fragilidad de F es externa –son sus captores quienes finalmente están quebrantando su identidad masculina–, pero es también interna –él mismo intentando controlarse, admitiendo que le avergüenza lo sucedido.
Él intenta comportarse como un 'hombre', pero no puede contener sus llantos, ni el dolor, ni ceder ante las amenazas de que dañarán a su familia, ni dejar de admitir que todo ese episodio le causa vergüenza. Se siente humillado por haber sido forzado a ser como mujer y se siente dominado; pero además teme de que se lo culpe del abuso porque no fue lo 'suficiente hombre' ara protegerse, ni lo suficiente 'macho' para enfrentar y vencer –o al menos resistir, otra forma de mostrarse fuerte– a esos otros hombres (Dador Tozzini, 2007).
Miedo y vergüenza: otra razón para repudiar al senderista
Según señalan, ninguno de ellos había contado detalladamente sus historias de violencia sexual. Solo F, en algún momento de su encarcelamiento, compartió unas breves palabras con un preso que también había pasado por lo mismo, pero fue algo breve, porque si lo contara abiertamente, «usted sabe que acá uno, uno está preso y… ya lo ven diferente, no? una persona así ya… lo comienzan a maltratar». Fue por esa misma razón que tampoco le dijo nada al juez, a su abogado, o a su familia. J, por su parte, siempre ha evitado pensar en eso: «Noo… yo particularmente, señorita, no… no he querido tocar el tema, nunca lo he querido plantear, si lo hago en esta situación particular es por esto de la comisión». Ambos señalan repercusiones: enfermedades renales, crisis nerviosas («no puedo estar tranquilo, tengo pesadillas», dice F), problemas sicológicos (afectaciones a «mi vida íntima o privada con mi pareja», dice J). Ambos han vivido guardando en secreto la humillación que han padecido: el que sus cuerpos hayan sido vulnerados, transgredidos, feminizados.
Esta vulneración tampoco ha sido recogida por la CVR. McCullough (2010) ya ha demostrado, para el caso de transexuales asesinados por el MRTA, cómo la CVR no ha contemplado la existencia de estos cuerpos abyectos durante el conflicto armado interno; por el contrario, en un afán homogeneizador, invisibiliza las particularidades de estos sujetos repudiados. En ese mismo sentido, la CVR tampoco reconoce debidamente la violencia sexual que algunos senderistas padecieron. No solo porque nunca se abrieron investigaciones al respecto, sino porque en el capítulo de 'violencia sexual', por ejemplo, solo se da cuenta de los casos en que las mujeres aparecen como víctimas, relegando a unos cuantos párrafos de la sección de 'torturas' los crimines sexuales en que las víctimas son varones. Esta situación mantiene a estos sujetos
en la invisibilidad, negando una de las dimensiones de género del conflicto armado. Si bien las mujeres son a menudo las víctimas de la violencia sexual, no se debe negar que los hombres también pueden serlo. En realidad, al margen del señalamiento de las víctimas y del delito en sí, se trata de identificar casos que permitan construir una interpretación más útil y comprensiva del fenómeno. (Dador Tozzini, 2007, pág. 4)
La violencia sexual es utilizada para destruir el poder masculino. Esto lo demuestran con certeza las historias de J y F. Sin embargo, este tipo de violación a los derechos humanos no sucede de manera aislada o por causas circunstanciales, sino que responde y se desarrolla sobre referentes históricos que conciben la masculinidad como superior y la feminidad como subordinada. Así, los códigos de masculinidad de torturados y torturadores son los mismos, pues comparten un modelo tradicional opresivo que se centra en los roles sexuales y en la necesidad de permanente demostración (Dador Tozzini, 2007). Esta situación –además de mostrar cómo «la masculinidad es una construcción inherentemente frágil y extremadamente dependiente del reconocimiento externo» (Fuller, 1997, pág. 156)– es el motivo del miedo y la vergüenza. Que J y F acepten que han sido violados, es admitir que fueron feminizados, es poner en duda su hombría (potenciales homosexuales) y es perder la garantía de su potencia procreadora (virilidad). Por ello, ante el miedo y la vergüenza posibles, prefieren callar y no denunciar –aun cuando esta vez sean ellos mismos quienes se invisibilicen. Porque de lo contrario, sus existencias ya de por sí precarias y excluidas, descenderían aún más fondo en el campo de lo abyecto.
Exclusión estructural: la necesidad de repensar el cuerpo de Polinices
Hasta aquí, he intentado demostrar cuáles son algunas de las dinámicas de poder que condicionan al sujeto senderista. A partir de los testimonios de J y F, he mostrado cómo sus existencias son excluidas no solo a nivel social –encarcelamiento, incertidumbre judicial, aislamiento familiar, pobreza– sino también sexual y de género –han sido violentados sexualmente y, por tanto, llevan el trauma de haber sido feminizados. Esta situación, sumada a su pasado vinculante con el grupo de accionar terrorista Sendero Luminoso, da como resultado que se constituya a estos sujetos como seres abyectos y repudiados. Por ello, las violaciones a los derechos humanos cometidos contra ellos son rechazadas e invisibilizadas, puesto que el senderista no merece la categoría de 'humano'. Es uno de los sujetos más subalternizados, el mismo que solo puede ser configurado como un sujeto victimario, como un perpetrador: no existe la posibilidad de que sea entendido bajo el oxímoron 'victimario-víctima'.
No obstante, esta negativa a comprenderlo así no es gratuita. Responde a toda una estructura oficial que, desde el Gobierno y los grupos de poder económico, se ha solidificado y difundido sobre estos sujetos:
La imagen de los senderistas como seres que perdieron la razón, o mejor, que deliraron a causa de ella, le sirve al discurso oficial para esquivar la responsabilidad histórica de examinar los antagonismos sociales que condujeron al estallido de la subversión. […] Actualmente, la evocación de la irracionalidad senderista permite a la alianza estratégica entre el Estado, las transnacionales y los grupos de poder económico desentenderse de los cuestionamientos políticos al proyecto neoliberal. (Ubilluz & Vich, 2009, pág. 266)
Es esta representación la estrategia a partir de la cual, el discurso oficial sobre la guerra interna, busca consolidar un consenso de repudio sobre el senderista: el enemigo necesario para consolidar la nación, el mal absoluto y el homicida por excelencia que todos debemos rechazar por la estabilidad del país. Sin embargo, como lo demuestran los relatos de F y J (dos perspectivas breves, es cierto, pero con similitudes y diferencias dentro del propio discurso del PCP-SL) la construcción del senderista es mucho más compleja: posee responsabilidades por las que debe responder, pero también perjuicios por los que merece ser reparado.
De esta manera, Polinices merece ser llorado, enterrado y su exclusión radical necesita ser estudiada desde una dinámica más compleja. Esto, por supuesto, sin olvidar sus crímenes. Él también es una víctima, un victimario-víctima. La humillación padecida y el repudio político sobre su cuerpo –todos esos saberes, métodos y prácticas que intervienen en su construcción desigual– necesitan ser repensados críticamente. Después de todo, como anuncia Watanabe en el epígrafe de este escrito, «la culpa que sentimos está en nosotros, no en la intención de su mirada».
Trabajos citados
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