Recensión a \"A. Torres Queiruga, La teología después del Vaticano II. Diagnóstico y propuestas\"
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A. Torres Queiruga, La teología después del Vaticano II. Diagnóstico y propuestas, Herder («Religión Digital»), Barcelona 2013, 176 pp., 14 x 21,5, ISBN 978-84-2543-211-8. El teólogo español Mariano Delgado fue elegido como miembro de la Academia Europea de las Ciencias y las Artes en marzo de 2012. Especialista en Historia de la Iglesia, Delgado se ha movido siempre en países de lengua alemana, y su producción científica se ha publicado en esta lengua, hecho que explica que resulte un completo desconocido para muchos españoles que leen teología. Con motivo de su ingreso en la citada academia, Delgado concedió una entrevista a un medio digital de información. A instancias del periodista, accedía a destacar tres nombres representativos de la teología en nuestro país. No podía faltar el abulense Olegario González de Cardedal. Junto a este, un historiador como Delgado no podía dejar de mencionar la calidad de los expertos españoles de su ámbito: Tellechea, Laboa y Saranyana. Por último, citaba el nombre del teólogo gallego Andrés Torres Queiruga, destacable por su «originalidad innovadora» y su «espiritualidad serena y sanjuanista». De todos los citados, tan sólo Queiruga ha sido traducido al alemán. Facies Domini 6 (2014), 241-266
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La entrevista se publicó casi a la vez que una nota de la Comisión episcopal para la Doctrina de la Fe, centrada en las ambigüedades o puntos no suficientemente claros de Queiruga. Pese al tono fuertemente crítico de la Notificación episcopal, sus primeras líneas comenzaban reconociendo el esfuerzo del teólogo gallego por «repensar» la enseñanza tradicional de la Iglesia a fin de hacerla comprensible al hombre de hoy, y presentar una imagen del cristianismo capaz de dialogar con la cultura actual (nº 2). «Repensar» es, precisamente, la primera palabra de varios escritos de Queiruga, en los que se aplica a núcleos tan centrales de la fe como la creación, la resurrección, la revelación o el problema del mal. El autor se muestra muy preocupado por la escasa relevancia del mensaje cristiano en la sociedad nacida de la Ilustración, y ha consagrado notables esfuerzos a realizar una presentación actualizada de estos aspectos. A pesar de la excelente prosa de Queiruga, algunas de estas obras ocupan gruesos volúmenes y no están al alcance de todos los lectores. Quienes deseen conocer el pensamiento del profesor gallego, y no dispongan de mucho tiempo, podrán encontrar una breve y excelente introducción en el libro que presentamos. Su punto de partida es el Concilio Vaticano II. El autor se sitúa entre quienes valoran más el «acontecimiento conciliar» que sus documentos. Más que el «texto» importa el «gesto». El Concilio supuso un cambio de paradigma para la vida de la Iglesia católica. Los valores y propuestas de la modernidad ilustrada se aceptaban tras siglos de rechazo y prevención. Se abría un camino nuevo, que despertaba la esperanza de quienes hasta entonces tan sólo habían podido soñar con una iglesia acorde con los tiempos. Junto a este valor positivo del Concilio («su alma abierta e innovadora»), quedan en él un buen número de textos que aún permiten aferrarse al paradigma anterior. De hecho, así ha sucedido: quienes más defienden la letra del Concilio parecen resistirse con denuedo a su verdadero espíritu. ¿Y en qué consiste este «espíritu»? Queiruga lo cifra en la aceptación incondicional e irrevocable de la Modernidad ilustrada, que el Concilio designó «la autonomía de las realidades temporales» (GS 36). El reconocimiento de la autonomía del mundo ha traído (o debería traer) consecuencias importantes para la vida de la Iglesia y su teología. Queiruga ve aquí una ocasión de oro para que la teología y las ciencias encuentren cada una su campo específico sin que se produzcan usurpaciones. La teología habrá de renunciar a injerencias en ámbitos que corresponden sólo a la ciencia, mientras que a la ciencia le tocará respetar la autonomía de lo religioso, una actitud ausente en quienes (como Richard Dawkins o Bertrand Russell) se sirven de la ciencia para criticar a la religión. Más difícil resulta precisar cuál es el contenido de este «campo propio» de lo religioso, porque el autor contempla la religión como una dimensión transFacies Domini 6 (2014), 241-266
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versal de lo real, una perspectiva específica con la que vivir lo común humano. «Su carácter trascendente hace que […] lo religioso no ocupa [sic] un lugar exclusivo y acotado, que concurra con cualquier otra ocupación humana» (48). El lugar de la religión, más que en los contenidos, habrá de buscarse en el ámbito de la motivación y los estímulos. Queiruga no se muestra tan preocupado por los contenidos de la fe (su objeto material, según la terminología escolástica) cuanto por ofrecer una perspectiva desde la que interpretar toda la realidad sub ratione Dei (su objeto formal). En esto se aprecia que el ámbito teológico más cultivado por el pensador gallego es la teología fundamental, que otorga prioridad al enfoque formal. La autonomía de lo creado redescubierta por el Vaticano II tiene un presupuesto teológico: la creación por amor. La misma asamblea conciliar (GS 2) ha dado un paso decisivo en este ámbito, al afirmar que el mundo ha sido creado por amor («creatio ex amore») y no sólo «creado de la nada» («creatio ex nihilo»). Este elemento se convierte para Queiruga en el articulus stantis aut cadentis theologiae. Una teología deberá aceptarse o rechazarse en función de cómo integre este principio. Una vez explicada la importancia teológica de la «autonomía» y de la «creatio ex amore», el autor las sitúa como clave de comprensión de la teología posconciliar. De la combinación de ambos conceptos resultan los temas que aparecen en el capítulo tercero: la autonomía de la creación (donde Queiruga expone su conocida postura sobre el problema del mal), la relación entre autonomía y subjetividad (donde se integran sus reflexiones sobre la revelación, la moral y la democracia en la Iglesia) y entre autonomía y encarnación, que retoma sus trabajos sobre cristología y teología trinitaria. Algunos de estos temas son objeto de un tratamiento más detallado en los últimos capítulos, como la moral (IV), la democracia en la Iglesia (V) o el diálogo de las religiones (VI). La claridad expositiva de Torres Queiruga es siempre de agradecer, si bien hubiera sido deseable una revisión lingüística editorial, que aligerara el texto de galleguismos. El autor expone sus ideas con elegancia y claridad, de modo que (se esté o no de acuerdo con él) su pensamiento resulta meridianamente expuesto. Desde el principio he querido advertir al lector de que no se trata de un libro sobre el Concilio, como podría sugerir la ilustración de la cubierta y una lectura descuidada del título. Lo que se nos ofrece es el diagnóstico eclesial, acompañado de las propuestas teológicas del autor, como honestamente reconoce varias veces (29: «Soy consciente [...] de que lo que estoy exponiendo refleja mi apuesta de fondo»; 57: «no podré evitar una dosis, seguramente excesiva, de personalismo»). La indicación «seguramente excesiva» se verifica especialmente en el último capítulo, que es un ensayo sobre el diálogo de la Iglesia con las religiones que el autor ofrecería para un supuesto Vaticano III. Originalmente, Facies Domini 6 (2014), 241-266
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se publicó en un libro a varias voces que trataba de imaginar un concilio así. Por más esfuerzos que se hagan por comprender el género literario de esta «simulación conciliar» (expresión acuñada por Javier Monserrat), no deja de resultar chocante que el documento contenga los términos clave de la teología de las religiones de Queiruga, como «teocentrismo jesuánico», «inreligionación» o «pluralismo asimétrico». El libro toca aspectos diversos. No parece que pretenda elaborar una sistemática teológica concreta, aunque se proporcionen los elementos de fondo que sustentan el pensamiento del autor. Me limitaré a subrayar algunos temas cuya exposición no me parece suficientemente clara. La primera de ellas es la moral y la ética. Piensa nuestro autor que si no existe una medicina católica o una física cristiana, «creo que no puede hablarse de una “moral cristiana”» (103). Unas páginas más atrás había señalado que «no existe una moral religiosa (en cuanto a los contenidos), pero, sí, un modo religioso de vivir la moral común a todos» (77). Las palabras de Queiruga nos retrotraen al debate sobre la especificidad de la moral cristiana que tuvo su apogeo durante las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo. La práctica totalidad de la bibliografía que aquí se cita se remonta a aquellos años. Aunque no soy un experto en teología moral, me parece entender que el autor sostiene opiniones parecidas a las que entonces defendían Marciano Vidal o Alfons Auer. Para estos, lo nuevo de la moral cristiana no residiría tanto los contenidos materiales, sino en la motivación o espíritu con que se viven. Una vez más, se otorga preferencia al elemento formal sobre el material. Pero Queiruga no depende tanto del pensamiento de los moralistas citados, como de su propio modo de entender la revelación. El autor gallego acuñó la expresión «mayéutica histórica», a fin de hacer ver que Dios habla en la realización del hombre, y no desde fuera como un agente externo. Más que descubrir una llamada o voz externa, el hombre religioso ha «caído en la cuenta» de la realidad de Dios. Uniendo moral y revelación, Queiruga señala que «a Moisés no le fueron escritos milagrosamente los “mandamientos” en dos tablas de piedra, sino que discurriendo con la propia cabeza, dialogando con los suyos y aprendiendo del entorno [...] fue descubriendo los que le parecían mejores patrones de conducta para bien del pueblo» (102). Me pregunto si no hubiera sido posible matizar algo más. Por otro lado, puesto que la reflexión se pone bajo el paraguas del Concilio, sorprende no encontrar un análisis detenido de Gaudium et Spes 22, un texto magistral que describe la «inclusión» de todo hombre en Cristo. Creo que no puede reducirse la novedad cristiana a ser sólo un «estilo» o una «motivación» suplementaria. Tampoco se trata sólo de contenidos nuevos (en esto le doy la razón a Queiruga). Si algo nuevo hay en la fe cristiana, es Jesucristo, y la moral no puede ser otra cosa que seguimiento de su Persona. De lo contrario, no estoy seguro de que pueda hablarse de ética teológica. Facies Domini 6 (2014), 241-266
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Respecto a los sacramentos, el autor señala que no producen un efecto nuevo. Éste «se produce porque la subjetividad humana, favorecida, avivada y ejercida por el simbolismo de la celebración, se abre con especial receptividad a la presencia salvadora de Dios» (83). Respecto a la eclesiología, por valiosas y equilibradas que encuentre las observaciones sobre la democracia en la Iglesia, me parece necesaria una consideración más teológica (mejor: más dogmática). Quiero pensar de nuevo que aquí se hace valer la orientación teológico-fundamental del autor. En varias ocasiones (pp. 78,82…), señala la novedad de Lumen Gentium, al situar la consideración de Pueblo de Dios (capítulo II) antes de la jerarquía (capítulo III). Conviene recordar que antes de ambos capítulos, Lumen Gentium presenta la Iglesia como un Misterio, cuya realidad última no puede reducirse a estructuras humanas. Tan sólo una vez, y de forma discreta, Queiruga expone completa la secuencia de los tres primeros capítulos de LG: Misterio – Pueblo de Dios – Jerarquía (pp. 138-139) y esto, después de prevenir en contra de la excesiva «insistencia en las denominaciones de “misterio”, “sacramento” o “cuerpo de Cristo” para referirse a la Iglesia» (138). Coincido con Queiruga en que el Misterio necesita «encarnarse» en modos comunitarios que traduzcan (y no traicionen) la realidad teológica de la Iglesia (p. 134). Igualmente válidos me parecen sus esfuerzos por descartar cualquier «sacralización» de la jerarquía eclesiástica, combinadas con su nítida afirmación del origen divino de la autoridad en la Iglesia (p. 123). Pero encuentro injustificado su reparo a la «insistencia» en la sacramentalidad de la Iglesia. Desde Lumen Gentium (y el aquí «ignorado» primer capítulo), cualquier visión no teologal de la Iglesia ha quedado obsoleta, tanto la eclesiología de la «societas perfecta», como una polarización meramente sociológica de la Iglesia «pueblo de Dios». Queiruga se muestra muy preocupado por el primer riesgo, y apenas por el segundo. Ambos tienen el mismo efecto: reducir la realidad eclesial a mera agrupación humana. Sin abandonar la eclesiología, me ha llamado la atención una referencia de la página 146. A fin de reclamar la intervención de la comunidad en la elección de obispos, Queiruga cita a Clemente Romano quien afirma que los ministros son «nombrados con el asentimiento de la comunidad» (1Clem 44,3). Este padre apostólico incorpora la frase, poco después de una explicación preciosa sobre el origen divino del ministerio (42,4: los obispos y diáconos fueron establecidos por los Apóstoles, enviados a su vez por Jesucristo, el enviado de Dios). Clemente escribe su Carta porque algunos jóvenes han decidido deponer a los presbíteros de Corinto, a fin de recordarles que la autoridad de sus ministros no viene de quienes los han elegido (la comunidad), sino de Dios. Aislando la frase de su contexto original, se afirma justo lo contrario que expresó Clemente. Facies Domini 6 (2014), 241-266
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Creo que el espacio que he dedicado a exponer y discutir un libro de tan pocas páginas, da prueba que lo considero una aportación valiosa. Aunque las ideas son las que Queiruga ha ido exponiendo en sus libros (en esto no hay novedad), me ha parecido intuir que algunas aparecen aquí con más matices, limando aristas anteriores. Tal es el caso de la cristología (p. 84), o el problema del mal (61ss)... Se trata sólo de una impresión, pues no conozco tanto su pensamiento como para afirmarlo categóricamente. En todo caso, he de confesar que he bebido sus páginas con avidez. Domingo García Guillén
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