¿Quién soy yo? Reflexiones teórico-sistémicas acerca de la identidad individual

October 12, 2017 | Autor: Francisco Morales | Categoría: Self and Identity, Sociology of Identity, Niklas Luhmann
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Descripción

¿Quién soy yo? Reflexiones teórico-sistémicas acerca de la identidad individual1 Francisco Morales* 16-08-2016

Resumen El problema de la identidad constituye una preocupación de la sociedad contemporánea, que se expresa tanto en la vida cotidiana, como en discursos políticos y de movimientos sociales. Sin embargo, en estos ámbitos el yo y sus necesidades de autorrealización suelen darse por sentados. El presente trabajo ofrece reflexiones acerca de la identidad individual a partir de las herramientas de la teoría de sistemas en la versión de Niklas Luhmann. Desde esta perspectiva, la identidad se observa no como cosa ni como sujeto, sino como “autoilusión” de un sistema de conciencia, que se diferencia a sí mismo del mundo, evento tras evento, de manera contingente. En el plano de definición de contenidos de la identidad del yo, las estructuras de los sistemas sociales definen quién es una persona, cómo debe actuar y cuánta estima merece recibir. Estas estructuras son adoptadas por la conciencia como sus propias estructuras de identidad; no obstante, ciertos contextos sociales son más relevantes para la construcción de la identidad individual que otros. La comunicación moral aumenta la probabilidad de que esta apropiación de estructuras ocurra, dado que el aspecto emocional de la identidad está ligado a la estima/menosprecio que el individuo recibe en las interacciones que este participa. Palabras clave: Identidad, identidad del yo, moral, emociones, teoría de sistemas, Niklas Luhmann _______________________________________________________________________

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Este ensayo es una versión revisada del trabajo final elaborado para el Seminario de Teoría Sociológica dirigido por el profesor Pedro Morandé en el Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, durante el segundo semestre 2014. * Candidato a Doctor en Sociología por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente de la Escuela de Sociología y Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

Queramos o no, no somos ya lo que fuimos, y nunca más seremos lo que ahora somos. (Luhmann, 1998b: 133)

Introducción Las presiones por ser un individuo auténtico, y a la vez digno de reconocimiento y de estima, se encuentran por doquier y adoptan múltiples manifestaciones. No obstante, la identidad individual no es observada con facilidad. Es verdad que actualmente se habla mucho de identidad, pero ni la vida cotidiana, ni los discursos políticos o de los movimientos sociales se prestan para adentrarse realmente en la cuestión. En estos ámbitos, el yo y sus necesidades de autorrealización se dan por sentados, rara vez se los observa, pues el yo constituye el observador invariable de la vida cotidiana, es la forma en la que para nosotros opera la realidad. El yo es, en la acertada expresión de Alan Watts, el gran tabú de nuestra época, y observarlo directamente puede resultar demasiado perturbador (Watts, 1973). Esta es una cuestión que sin duda concierne en primer lugar a cada uno de los seres humanos individuales, sin embargo, la identidad no es solamente cuestión individual, sino que se constituye al mismo tiempo como un problema de la sociedad. La sociología clásica hablaba en términos de antropología filosófica: enajenación, pérdida de sentido, deshumanización. Hoy podemos observar que el problema es más complejo y multifacético de lo que se pensaba. La importancia otorgada a las carreras en términos de autorrealización, junto con la experiencia de incertidumbre e inseguridad que conllevan para la identidad del yo. La inusitada centralidad de las relaciones amorosas, también con sus inseguridades e incertidumbres. Los conflictos intergeneracionales y de pareja. La difusión generalizada de las semánticas del éxito y de la realización personal. La ansiedad, la depresión y otros malestares psicosomáticos. La invención de múltiples versiones de psicoterapias. El exitoso mercado de literatura de autoayuda. La omnipresencia de redes sociales en Internet basadas en la promoción del yo. La obsesión con la apariencia física y el culto a la juventud del cuerpo. La incapacidad de dar sentido a la muerte. El surgimiento, resurgimiento o persistencia de movimientos nacionalistas, étnicos, fundamentalismos religiosos, tribus urbanas y otros refugios de identidad colectiva…

Estas problemáticas no han pasado desapercibidas en la sociología contemporánea, y su interpretación se ha visto influenciada por la alta popularidad que el término identidad ha alcanzado a partir de las últimas décadas del siglo XX. Anthony Giddens (1995), por ejemplo, argumenta que en las condiciones de la modernidad contemporánea, la identidad del yo deja de ser una entidad fija y se convierte en un proyecto reflexivo: los individuos se encuentran con la tarea de mantener una crónica biográfica coherente, que al mismo tiempo se somete a revisión continua. Por su parte, Niklas Luhmann observa que el contexto de la sociedad moderna, específicamente la estructura temporal de futuro abierto e incierto, explica “la extraña exigencia de originalidad, singularidad, autenticidad del darse a sí mismo sentido, con la cual se ve enfrentado el individuo moderno y que psíquicamente no puede cumplir sino copiando patrones de individualidad” (Luhmann, 2006: 808). Historizar la identidad del yo, como lo ha hecho la sociología contemporánea, es un importante paso. Pero no es suficiente; junto con historizar, necesitamos teorizar. Pues cambiar las formas de la observación cotidiana es la única manera de develar la contingencia de aquello que se asume como la realidad. La teoría se convierte en un medio para desnudar por completo al tabú y liberarnos de su hechizo. Como lo afirma Javier Torres Nafarrate, la actividad de alta especulación teórica, de manera análoga a los ejercicios espirituales, construye un lenguaje capaz de establecer una indiferencia ante las nociones morales y políticas implicadas en los lenguajes naturales2. En la jerga de la teoría de sistemas, requerimos de una observación de segundo orden que permita esclarecer las condiciones de posibilidad de aquello a lo que llamamos “yo”.

Identidad individual: realidad e ilusión A diferencia del lenguaje cotidiano, la ventaja de la teoría de sistemas está en su nivel de exigencia en la delimitación explícita de los conceptos a partir de los cuales observa. Esta ventaja proviene de la aplicación de la lógica de las formas propuesta por Spencer-Brown: cualquier observación que se haga del mundo, sin importar la naturaleza del observador, consiste en la selección de una distinción entre dos lados y la indicación de uno de ellos como posición desde la cual se observa (Spencer-Brown, 2008).

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J. Torres Nafarrate, “La dimensión especulativa en el pensamiento de Luhmann”, ponencia presentada en el Seminario: Niklas Luhmann, 30 años de Sistemas Sociales, Santiago de Chile, 12 de noviembre de 2014.

A la luz de este principio, ¿qué se indica y qué se excluye cuando se habla de identidad?, ¿cuáles son los dos lados que se distinguen al momento que se observa desde este concepto? Una unidad posee identidad cuando se distingue de lo diferente; el yo frente al otro, o el nosotros frente al ellos, o el ser humano frente al resto de animales, por ejemplo. Sin embargo, cuando seleccionamos a la identidad como punto de partida de la observación apostamos por una perspectiva ontológica del mundo, que solo es sostenible desde ideas tradicionales como naturaleza, sustancia, esencia, y las taxonomías de género y diferencia específica. Como se sabe, estas semánticas permiten también justificar una orientación teleológica para el individuo humano: la realización de su propia naturaleza; así como una moral inequívoca: el comportamiento de acuerdo con la virtud propia a la especie a la que se pertenece. Frente a esta concepción de identidad ontologizada, existe la alternativa de la filosofía del sujeto, que postula al yo en oposición a los objetos o cosas del mundo. Y si hablamos de sujeto, hablamos de una distinción entre lo activo y lo pasivo: sujeto es aquel que observa al mundo, lo descubre y lo transforma. Desde esta perspectiva, la identidad se constituye no como sustancia, sino a partir del actuar libre y consciente, que distingue al sujeto de las meras cosas. Las ideas de una identidad inauténtica, o de enajenación, son la versión negativa de la filosofía del sujeto: el sujeto despojado de su cualidad de sujeto, y, por tanto, llamado a emanciparse. Esta segunda tradición, no obstante, se topa con serias dificultades al momento de reconocer que los sujetos no existen por fuera de sus relaciones con otros sujetos, es decir, que no hay individuos sin sociedad. A primera vista, esta cuestión debería solventarse fácilmente postulando una pluralidad de sujetos que se reconocen entre sí como tales y que establecen relaciones “intersubjetivas”. Sin embargo, esta es una respuesta demasiado sencilla y de sentido común para una cuestión que es mucho más compleja de lo que parece. La constatación de la dimensión social ha obligado a distinguir entre el individuo y su llamada “identidad social”. Tal como lo han formulado las teorías interaccionistas, se vuelve necesario distinguir entre el yo y el mí: el primero es el aspecto activo y propiamente individual, mientras el segundo es el resultado de la socialización. Esta diferencia conlleva a la constatación de que el sentido de identidad personal no proviene del individuo, sino de

las interacciones con los otros: “El individuo se experimenta a sí mismo como tal, no directamente, sino sólo indirectamente, desde los puntos de vista particulares de los otros miembros individuales del mismo grupo social, o desde el punto de vista generalizado del grupo social” (Mead, 1993: 170). Así, estas teorías requieren desdoblar la identidad, si no se quiere caer en la tesis determinista de que el yo no es más que un producto social, y sacrificar, por tanto, al sujeto. Si nos vemos en la necesidad de dividir al individuo en individuo social e individuo individual, estamos evidentemente en dificultades. Como decíamos, es en apariencia sencillo postular que lo social no es sino el resultado de las relaciones entre sujetos individuales. Incluso podemos ir más allá y afirmar, como lo ha hecho la sociología desde Durkheim, que estas relaciones dan lugar a una realidad sui generis que rebasa el dominio de lo individual, pero que de alguna manera mantiene el enlace con las conciencias. Pero queda sin resolverse cómo esto es posible, una vez que consideramos que la conciencia existe como operaciones clausuradas en sí mismas. La experiencia que cada uno de nosotros posee de su propia conciencia es absolutamente individual, cerrada; nada sino la misma conciencia puede observar a la conciencia, y ningún individuo puede penetrar en la conciencia de los otros. ¿Cómo es posible entonces que la identidad del individuo provenga de las relaciones con los otros, como afirma el interaccionismo? La conciencia es un sistema operativamente clausurado, esto es, opera solamente sobre sí mismo, no en el entorno ni por el entorno. Es en esta clausura de operaciones recursivas, y solo en ella, que es posible la observación de un entorno, que se diferencia del sistema de la conciencia. Autorreferencia y heterorreferencia se condicionan mutuamente: por un lado, la conciencia no puede indicarse a sí misma sin que exista algo de lo que pueda distinguirse; por otro lado, para la conciencia no puede haber fenómenos si ella no está en la situación de distinguir entre indicaciones de sí misma e indicaciones del entorno (Luhmann, 2008: 319). Esto nos lleva a afirmar que la experiencia que cada uno de nosotros tiene acerca del yo y el mundo no es un fundamento de realidad, sino que es el resultado de una constante operación de nuestras mismas conciencias. Esta operación consiste en trazar repetidamente, instante tras instante, la distinción entre la conciencia y el mundo. Este mundo, que incluye a los “otros”, es siempre el mundo de una conciencia, absolutamente clausurada en sus

operaciones, y absolutamente individual. Desde este punto de vista, el individuo no es ni cosa ni sujeto, es un enlace de observaciones que oscilan entre la observación de sí mismo y la observación del mundo, y en cualquiera de los dos casos, ambos lados se presuponen mutuamente: Cuando el sistema dice «yo» para sí mismo o de sí mismo, está indicando siempre ya una de las caras de esta distinción; es decir, está actualizando su autorreferencia y, a la vez, llevando consigo la heterorreferencia —como lo en ese momento no mencionado—. En cuanto un sistema puede observar, y con ello utilizar la distinción autorreferencia/heterorreferencia, él es para sí mismo sólo una mitad de lo que él mismo es como sistema autopoiético, operativamente cerrado. (Luhmann, 1998b: 235) En este sentido, la identidad de un sistema, en este caso de la conciencia, es una “autoilusión” del sistema (Luhmann, 2006: 28). Las identidades no constituyen ningún sustrato, no son capaces de sustentar nada, al contrario, ellas son producto de la condensación de operaciones que se suceden en el tiempo. Si se detienen las operaciones, no existe conciencia. Ningún evento de la conciencia puede ocurrir de nuevo, y por eso nunca es idéntico a otro evento; la identidad del sistema depende de un efecto de condensación, donde los eventos que ocurren en momentos distintos se consideran equivalentes, esto es, que pueden enlazarse de tal modo que emerge una clausura entre el sistema y su entorno. Por supuesto, en la medida en que ocurre esto, la “autoilusión” de identidad es, para el sistema, realidad. Y ni para la conciencia, ni para ningún sistema que opera conocimiento, existe realidad accesible por fuera de esta ilusión.

Individuo y sistemas sociales Si bien “la individualidad no puede ser otra cosa que la cerradura circular de esta reproducción autorreferencial” (Luhmann, 1998: 243), el nivel operativo es solo un punto de partida para esclarecer la cuestión que nos interesa. De hecho, la clausura operacional de un sistema no puede entenderse sin tomar en cuenta que la capacidad de enlace depende de la estabilización de estructuras que establecen los criterios del enlace. Por ejemplo, cuál es el criterio de las acciones correctas e incorrectas, o cómo determinamos que alguien es buena o mala persona. Al mismo tiempo, las estructuras suponen la apertura del sistema frente al entorno, lo cual implica informaciones sorpresivas y posibilidad de seleccionar

variaciones al interior del sistema. Así pues, si hablamos de clausura operacional, hablamos también de acoplamiento estructural. Y si hablamos de estructuras, hablamos de expectativas. Es en este nivel donde podemos abordar el problema de la “identidad social” del individuo. De acuerdo con Luhmann, el concepto de intersubjetividad propuesto por Husserl fracasó en combinar la fenomenología de la conciencia con la experiencia social de los sujetos. En lugar de este concepto, la teoría de sistemas propone la distinción entre sistemas psíquicos (conciencia) y sistemas sociales (comunicación), ambos concebidos como sistemas

operativamente

clausurados,

pero

estructuralmente

acoplados,

más

específicamente, interpenetrados. Se trata de distintos sistemas de referencia, distintas relaciones sistema/entorno, de distintos accesos al mundo, pero que ponen a disposición mutua sus propias complejidades (Luhmann, 1998: 237). La distinción conceptual puede ampliarse aún más. Junto con la conciencia y la comunicación, hay que distinguir al cuerpo, como un sistema biológico que reproduce vida, o más exactamente, “como conglomerado de sistemas altamente complejos” (Luhmann, 1998: 233), que se encuentra interpenetrado con la conciencia a través del sistema nervioso. El ser humano no puede ser considerado un sistema en sí mismo, pero sí como término para referirse tanto al sistema psíquico individual como al cuerpo con el que este se encuentra acoplado. Y, finalmente, para referirnos a la llamada “identidad social”, utilizaremos el concepto de persona, entendido como un complejo de expectativas sociales dirigidas a un ser humano individual (Luhmann, 1998: 199). Los sistemas sociales no serían posibles si no existieran en un entorno de seres humanos; la comunicación requiere de conciencias acopladas a un cuerpo, capaces de percepción y de movimiento, hacia las cuales poder dirigir sus expectativas. Pero, por otro lado, los individuos humanos tampoco son concebibles sin sistemas sociales que les atribuyan individualidad. No existen alter y ego independientes de lo social. Es la participación de los seres humanos en distintas situaciones de comunicación, su inclusión como “personas”, la que da lugar a su individualización: “la participación en el sistema social exige del hombre contribuciones propias y provoca que los hombres se distingan unos de otros y que se comporten frente al otro de manera exclusiva; por el hecho de tener que producir su propia contribución, tienen que motivarse a sí mismos” (Luhmann, 1998:

207). Podríamos decir, entonces, que el ser humano se constituye como individuo en la medida en que es observado, no directamente por los “otros”, sino por un sistema de comunicación que posibilita en primer lugar la distinción entre el yo y el otro. Las observaciones entre seres humanos suponen siempre, a la par de encuentros de percepción entre cuerpos, la emergencia de sistemas autopoiéticos de comunicación, y están mediadas inevitablemente por las expectativas sociales de comportamiento. La interpenetración entre sistemas psíquicos y sistemas sociales implica influencia recíproca en la formación de estructuras, y es aquí donde la persona, que es en principio una estructura de la comunicación, adquiere también significado psíquico. Para el sistema psíquico, el observarse a sí mismo como persona se constituye en estructura de sus propias operaciones, que adopta la forma de un repertorio restringido de conductas. Esta tesis concuerda con ideas conocidas acerca de la internalización de expectativas sociales, sin embargo, no debería entenderse como una asimilación mecánica, ni como una colonización del individuo por parte de las estructuras sociales. Los sistemas psíquicos pueden optar recibir el visto bueno social, o pueden cruzar el borde hacia el lado no marcado, es decir, contradecir las expectativas sociales y decepcionar, así, a la comunicación. La forma persona permite ambas cosas (Luhmann, 1998b: 243, 244), y en cualquiera de los dos casos se construye identidad. No obstante, no podríamos afirmar que todas las expectativas sociales, en sus diversas circunstancias, posean la misma relevancia psíquica en términos de la construcción de identidad individual. Talcott Parsons hablaba, tomando prestado un término psicoanalítico, de una carga catéctica, positiva o negativa, otorgada por el individuo a determinados objetos, incluyendo a los otros individuos humanos. Por otro lado, Parsons también llamó la atención respecto de la importancia que adquieren los juicios de aprecio y estima en la gratificación y privación de los individuos, así como en la configuración de su sistema internalizado de valores (Parsons & Shils, 1968). Si bien la teoría de la conciencia que hemos presentado aquí se aleja de estos abordajes que toman como eje los impulsos de gratificación y que proponen un modelo de “economía psíquica”, es necesario reconocer que la experiencia que el individuo tiene de la identidad no se limita a su sentido de individualidad, sino que tiene relevancia a partir de sus significados afectivos así como de sus connotaciones morales. Como lo ha descrito bien la psicología social, la identidad no

posee solamente una dimensión cognitiva, sino también emocional y valorativa (Tajfel, 1984). Las emociones pueden observarse desde la teoría de sistemas en relación con el concepto de expectativa. El sentimiento se entiende como una adaptación interna a las confirmaciones o frustraciones de expectativas que se encuentran suficientemente “densificadas” en la conciencia (Luhmann, 1998: 247). Se consideran comparables a un sistema inmunológico, en la medida en que conmueven tanto al cuerpo como a la conciencia cuando se percibe algún peligro para la autopoiesis de la conciencia. “Esto puede tener muchas causas, por ejemplo, amenazas exteriores, desacreditación de una autorrepresentación, pero también el peligro de emprender caminos nuevos, por ejemplo, en el amor, que para la misma conciencia es sorpresivo” (Luhmann, 1998: 251). La moral, por su parte, no se considera el campo de aplicación de normas, reglas o valores, sino una forma de comunicación que comporta referencias a la estima o el menosprecio de la persona como un todo. El ámbito de la moral se delimita como el conjunto de condiciones conforme a las cuales uno estima/menosprecia a otros o a sí mismo (Luhmann, 2013: 240, 241). Desde este punto de vista, si bien toda comunicación es moralizable, no toda comunicación es moral. Estima y menosprecio no se adjudican regularmente, sino solo en condiciones especiales, que constituyen justamente la delimitación del ámbito de la moral. De hecho, la comunicación moral implica un alto riesgo de conflicto: “Quien se comunica moralmente, y de tal modo da a conocer las condiciones en las que estimará/menospreciará a sí mismo, en realidad está introduciendo y arriesgando su autoestima” (Luhmann, 2013: 243). La comunicación moral explícita pone en juego la identidad no solamente del individuo objeto de juicio moral, sino también de quien emite el juicio; por eso, “el impulso moral elige la mayor parte de las veces el camino de la comunicación indirecta, de la mera alusión o del dar por sabido que, en ciertos temas, hay involucradas cuestiones relativas a la estima” (Luhmann, 2013: 107). Tomando todos estos elementos, podemos postular que la gratificación emocional que experimenta un individuo cuando se le atribuyen símbolos de estima, y el sufrimiento que experimenta ante símbolos de menosprecio, están vinculados a la adopción de la forma persona por parte de la conciencia, y están acoplados, por tanto, con la confirmación o frustración de las expectativas sociales. Los valores y los contenidos específicos de la moral

entrarían en consideración como semántica de la comunicación moral explícita, y sobre todo en caso de conflicto. Podemos proponer dos hipótesis acerca del vínculo entre identidad individual y moral. Primero, la existencia de comunicación moral en determinados contextos de interacción aumenta la probabilidad de la apropiación de las expectativas de la forma persona como una estructura que define la identidad del individuo. Esto es de esperarse dado que, como sugerimos, el factor afectivo de la identidad está ligado a la estima/menosprecio que el individuo recibe en las interacciones. Segundo, la apropiación de determinada persona como relevante para la definición de la individualidad aumenta la probabilidad de que un individuo introduzca la comunicación moral en la interacción, aun cuando las condiciones del contexto no favorezcan este tipo de comunicación. Identidad del individuo y apelación a la moral son dos elementos que se retroalimentan. Adicionalmente, podemos sugerir que la semántica de la moral constituye el medio privilegiado para la construcción de identidad en el ámbito de la reflexividad de la conciencia, es decir, para los momentos en que el individuo piensa o imagina los contenidos de su propio yo como persona, y construye, por tanto, sus estructuras psíquicas de identidad. Sin embargo, no debería asumirse que estos momentos ocurren exclusivamente en soledad, ya que la misma comunicación ofrece ocasiones para la reflexividad del yo, específicamente cuando la persona como tal se convierte en tema de comunicación, lo cual ocurre de manera especial en la comunicación moral. De hecho, estos contextos de comunicación emocionalmente significativos para el individuo ofrecen las motivaciones, incluso las fascinaciones, adecuadas para que la conciencia se autodescriba como persona. Es la comunicación la que originalmente provee de contenidos para la construcción de narrativas de identidad para el individuo, es decir, ofrece semánticas que el individuo puede seleccionar para elaborar sus propias autodescripciones.

Conclusión: Ética y terapéutica Como decíamos al inicio, la especulación teórica y la introducción en un lenguaje esotérico como el que acabamos de exponer son herramientas para tomar distancia de los presupuestos cotidianos acerca de la realidad. Estamos ahora en condiciones de disminuir la altitud de vuelo y ofrecer algunas reflexiones que podrían aterrizar en esa vida cotidiana.

Desde el momento que abandonamos los presupuestos ontológicos, la terapia ya no puede entenderse como una mejor adaptación a la realidad. Al contrario, la constatación de la ilusión de realidad puede convertirse en sí misma en terapéutica, en la medida en que posibilita el paso de una construcción del mundo a otra (Luhmann, 2008: 325). No existe realidad independiente del observador, y la observación depende de la selección de determinadas distinciones. Como individuos, no podemos elegir los sucesos del mundo; podemos tomar decisiones, pero jamás sabemos cuáles serán sus consecuencias. Pero sí podemos elegir cambiar las distinciones con las que observamos el mundo y con las que reflexionamos acerca de nosotros mismos. Si existe alguna ventaja de la sociedad moderna que podamos aprovechar en términos de libertad individual, es justamente esa. ¿Quién soy yo? El mismo lenguaje conspira para ontologizar la identidad. Yo no “soy”, yo “estoy siendo” producido constantemente en el tiempo, de manera contingente. El yo posee sentido de unidad solamente en la medida en que establece, evento tras evento, una diferencia entre el yo y el mundo. El individuo nunca existe separado del mundo, nunca está solo. Y, al mismo tiempo, siempre lo está. Es justamente en el borde entre ambos que emerge la realidad tal como la experimentamos. La conciencia es unidad de una diferencia. Es paradoja de yo y mundo. En este plano, carece de sentido exigir al individuo que se busque a sí mismo y se auto-realice, o informarle que se encuentra enajenado y que debe luchar por su emancipación. La individualidad está implicada en toda operación de la conciencia. Cada sistema psíquico es un sistema individual único y, como cada una de sus operaciones, irrepetible. Ni la sociedad, ni ningún otro sistema en su entorno, pueden intervenir en las operaciones de la conciencia. Pueden motivar, seducir, perturbar, pero nunca determinar. Pero como no existe sistema sin entorno, en este caso, yo sin mundo, la individualidad se juega justamente a la vez en la distinción y en el acoplamiento. El yo existe como sistema autónomo en un nicho de acoplamientos tanto con el cuerpo como con las comunicaciones, y este nicho es fuente tanto de interdependencias como de irritaciones mutuas. La paradoja de yo y mundo es paradoja de yo y cuerpo, y paradoja de individuo y sociedad. Cada uno es condición de posibilidad del otro. Los tres sistemas operan simultáneamente y dependen de esta simultaneidad para su propia reproducción. En la

medida en que esto ocurre, pueden también establecer sus diferencias, y cada uno constituye un acceso diferenciado al mundo. Es en estas operaciones simultáneas, y en el acoplamiento conciencia-cuerpo y conciencia-comunicación, que se produce la identidad individual, ya no en el sentido meramente operativo de conciencia clausurada, sino con contenidos específicos que determinan quién es un individuo, cómo debe actuar y cuánta estima merece recibir. Esta ya no es una identidad meramente operativa, sino una identidad reflexiva, de descripciones y autodescripciones semánticas. Solo mediante la dotación de contenidos a esquemas binarios, como acción correcta/incorrecta o buena/mala persona, es posible la individualización de un sujeto. Como es evidente, estos esquemas, al igual que sus posibles contenidos, provienen no del individuo sino de la sociedad, y son relativos a los distintos sistemas de comunicación en los que participa un ser humano. Esta diferenciación de sistemas, y por tanto también de estructuras y semánticas, depende de la evolución social. Por ello, la identidad reflexiva de un individuo se juega en la contingencia de la interpenetración entre individuo y sociedad, que varía históricamente y biográficamente. Nos encontramos aquí en el ámbito de la “persona”, descrito acertadamente por Goffman (2001) como presentación dramatúrgica relativa a distintos contextos de interacción. En la medida en que los individuos participamos de interacciones, tendemos a comprometemos interiormente con las expectativas propias de las distintas situaciones. El sistema psíquico se identifica con el cuerpo, lo considera parte de su yo, a pesar de que el cuerpo es entorno y la conciencia solo puede coordinar sus movimientos de manera limitada. En esta identificación, la apropiación de las expectativas sociales cumple un papel mediador. Las percepciones del comportamiento corporal, incluyendo el habla y las expresiones del rostro, se construyen como un mismo individuo a partir de las observaciones de un sistema social; es este el que atribuye al ser humano individual la cualidad de “actor”, del cual se espera determinados repertorios restringidos de conducta según el contexto. El acoplamiento motivacional se realiza principalmente por medio de la comunicación moral, que emite juicios de estima/menosprecio –explícitos o implícitos– dirigidos a la persona completa, de acuerdo con sus actuaciones. La comunicación moral tiene la capacidad de conectarse con el cumplimiento o decepción de expectativas respecto

del desempeño del individuo y de su validez como persona, y provocar con ello emociones defensivas ante la decepción o gratificadoras ante la confirmación. Dado que no existe individuo sin sociedad, y que no es posible evitar ser objeto de expectativas sociales, ni escapar de juicios de estima/menosprecio en la comunicación moral, todas estas situaciones son ineludibles. De manera similar a lo que ocurre con las relaciones amorosas, serán fuentes tanto de satisfacciones como de insatisfacciones, de gozo como de sufrimiento, sin posibilidad de evitar la incertidumbre. Sin embargo, volviendo a la terapéutica en el sentido explicado más arriba, queda abierta la posibilidad de no seleccionar autodescripciones del yo que observen desde la moral y las expectativas sociales. No se trata de cambiar el contenido de los valores, sino de cambiar la forma de la observación. Justamente, el sentido que Luhmann le da a la ética es la capacidad de reflexionar en qué momentos es válido observar desde la moral y en qué momentos no; la ética tiene que estar en condiciones de limitar el campo de aplicación para la moral (Luhmann, 2013: 248 ss.). Esto que se plantea como ética para la sociedad, puede aplicarse quizás con mayor factibilidad como ética para el individuo, es decir, para su autoobservación reflexiva. Ya que el individuo es siempre una conciencia autónoma, y ya que la conciencia puede operar con diferentes semánticas, es posible semejante toma de distancia.

Referencias Giddens, A. 1995. Modernidad e identidad del yo: el yo y la sociedad en la época contemporánea. Barcelona: Península Goffman, Erving. 2001. La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu Luhmann, Niklas. 1998. Sistemas sociales: Lineamientos para una teoría general. Barcelona: Anthropos/Universidad Iberoamericana Luhmann, Niklas. 1998b. Complejidad y modernidad: de la unidad a la diferencia. Madrid: Trotta Luhmann, Niklas. 2006. La sociedad de la sociedad. México: Herder

Luhmann, Niklas. 2008. Las ciencias modernas y la fenomenología. En Jiménez Marco Antonio (coord.), Sociología y Filosofía: Pensar las ciencias sociales. México: UNAM Luhmann, Niklas. 2013. La moral de la sociedad. Madrid: Trotta Mead, George H. 1993. Espíritu, persona y sociedad. México: Paidós Parsons, Talcott y Shils, Edward (dirs.). 1968. Hacia una teoría general de la acción. Buenos Aires: Kapelusz Spencer-Brown, George. 2008. Laws of Form. Leipzig: Bohmeier Verlag Tajfel, Henry. 1984. Grupos humanos y categorías sociales. Barcelona: Herder Watts, Alan. 1973. The Book On the Taboo Against Knowing Who You Are. London: Abacus

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