Quedar chachi en el Suribachi tiene su precio (www.queaprendemoshoy.com [2 de febrero de 2015])

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Descripción

Quedar chachi en el Suribachi tiene su precio ¡Seguimos de aniversario! Este mes nos retrotraemos siete décadas, hasta el 23 de febrero de 1945, para desembarcar -en lancha Higgins, of course- en una remota isla del Pacífico a fin de asistir a la creación de uno de los mayores iconos de la historia del arte contemporáneo: los marines, en la cima del volcán, alzando el pabellón norteamericano. ¡Aaah! ¡Oooh! ¡Uuuh! Victoria. Heroísmo. Gloria. Honor…esto, lo otro y lo de más allá. Pomposos conceptos que hinchan el tórax y llenan la boca hasta que uno se entera de que se la han dado, con mantequilla de cacahuete. Como dijo Selma Lagerlöf: “Hay que tratar con cuidado a las viejas historias; se parecen a rosas marchitas que se deshojan al menor contacto”. De no haber sido el escenario de una de las más sangrientas batallas de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos sabrían de la existencia de este lugar. Emplazado a unos 1.000 kilómetros de Tokio, aquel insignificante pedrusco en forma de chuleta de cerdo se tornó de vital importancia para el desarrollo de la guerra en el teatro de operaciones del Pacífico en 1945. Una vez tomado el archipiélago de las Marianas el año anterior, las fuerzas aéreas estadounidenses comenzaron a hostigar sistemáticamente al Japón. Pero sus pesados bombarderos debían actuar solos, jugándose sus orondas formas contra los Zeros, al no poder contar con la protección de los cazas -Mustang P51, ¡el Cadillac del aire!- en tan largo trayecto de ida y vuelta sin que éstos repostasen. Por tanto, se hacía perentorio conquistar una base logística más próxima a la tierra metropolitana nipona desde la que despegasen las escuadrillas de escolta o en la que aterrizaran las Superfortress si habían tenido algún problema durante sus incursiones. Y ahí estaba ella, providencialmente posicionada a medio camino en la ruta y brindando al invasor dos aeródromos listos para satisfacer sus más oscuros deseos. Lo malo que este islote no era tierra conquistada hacía poco que no importara demasiado perder en el devenir de los acontecimientos, sino una suerte de Canarias del país del sol naciente, y claro, allí aguardaba a sus pretendientes un comité de bienvenida con más de 20.000 fanáticos súbditos de Hirohito encantadísimos de concederse el honor de morir defendiendo su patria. Sí, aquel minúsculo punto en el océano se llama Iwo Jima. Para evitar poner en más compromisos a mi querido y generoso editor, no voy a enrollarme pormenorizando el desarrollo de toda jugosa ‘Operación Destacamento’ ¡pese a que las 27 Medallas de Honor ganadas en el reducido espacio de 20 Km² bien lo merecerían! Hoy sólo me interesa narrar algunos hechos -concretamente los acaecidos durante el Día D+4, o sea, el viernes 23 de febrero del 45- y sus trágicas consecuencias.

Por la mañana, el teniente coronel Chandler W. Johnson -al mando II Batallón del XXVIII Regimiento de infantería de marina- ordenó al teniente Harold G. Schrier el asalto final al monte Suribachi, el cono de un volcán durmiente, de poco más de 100 metros de altura, que dominaba la isla desde el ángulo SO. Al mando de una sección de 40 hombres, este oficial comenzó el penoso ascenso con la orden de que, en el caso de cumplir su arriesgada misión, colocase en la cima una visible bandera que revigorizara el ánimo de la tropa (los yankees son así). Y hacia las diez de la mañana, llegados a la cumbre, valiéndose de una tubería como mástil, consiguieron alzar un ondeante emblema de barras y estrellas ante la cámara de Louis R. Lowery, fotógrafo de la revista Leatherneck.

Primera bandera alzada sobre el volcán Suribachi de la isla de Iwo Jima (Louis R. Lowery, 23 de febrero de 1945)

Su efecto en la moral de los invasores se hizo notar enseguida. Un estruendo de vítores, gritos y sirenas de barco recorrió toda la isla. Este clamor llamó la atención de James Forrestal, Secretario de Marina de los EE. UU., quien mirando hacia el Suribachi exclamó “con esta acción, tenemos marines para 500 años”. Como es lógico, por fetichismo puro, él que era poderoso, quiso hacerse con la tela como souvenir de la batalla (¿quién no la querría enmarcada sobre su chimenea?) y en el acto ordenó que se la trajeran. Cuando este deseo de político llegó a los oídos militares de Johnson debió pensar: por encima de mi cadáver. El codiciado paño pertenecía a sus marines y pensaba conservarlo a toda costa. Enseguida tramó la añagaza: dar el cambiazo a su superior. En el acto mandó que una patrulla subiera a la cima y trocase el primero por un segundo gallardete. Y aquí empieza el lío. Cuando los hombres alcanzaron la cumbre, cogieron otra tubería -en mis noches más escépticas me pregunto qué hacía ahí, en la cúspide del volcán de una isla con apenas agua- y levantaron al viento el pabellón USA ante los objetivos de un fotógrafo de Associated Press y el camarógrafo de los marines que, justo daba la casualidad, estaban por allí arriba…

De izquierda a derecha: los soldados de primera clase Ira Hayes y Franklin R. Sousley, el sargento Mike Strank (en segundo término, tras éste), el soldado de primera clase Rene Gagnon (apenas visible, detrás de Bradley), el marinero sanitario de segunda clase John Bradley y el cabo Harlon H. Block. Raising the Flag on Iwo Jima, la archiconocida instantánea de Joe Rosenthal tomada el 23 de febrero de 1945.

Ahora, las consecuencias. La famosísima fotografía de Joe Rosenthal, que en menos de un día -un record para la época- copaba las portadas de los principales diarios, le valió el Pulitzer en 1945 y enseguida se convirtió en el icono por antonomasia de la Victoria con mayúscula. A partir de ella se ha hecho la escultura en bronce más grande del mundo que hoy se puede ver en el US Marine Corps War Memorial (Arlington, Virginia) donde se exhiben las dos banderas. Eso sí, su ‘espontaneidad’ se ha puesto en tela de juicio en varias ocasiones tachándola de posado, sobre todo por el hecho de que apenas se ven los rostros de los soldados, lo cual concuerda demasiado con el espíritu de isonomía del cuerpo (en Iwo Jima, todas las cruces de los improvisados cementerios eran blancas, no eran tumbas de hombres, sólo de marines). Johnson, el oficial que ordenó subir la primera y pergeñó después su trueque, terminó sus días poco después hecho picadillo, a consecuencia de un impacto directo de artillería. El caprichoso Forrestal se suicidaría en el 49, al ser destituido por Truman en la Secretaría de Defensa. De los seis hombres de la imagen, tres -Strank, Block y Sousley- murieron en la isla en acto de servicio. Los otros fueron repatriados y utilizados como vendedores de bonos para sufragar la guerra. Ninguno de aquel trío sobrellevó bien el uso propagandístico que de ellos se hizo ni supo asumir la súbita heroicidad que se les atribuyó. Recorrieron de costa a costa el país, levantando blasones por doquier y tratando de conseguir fondos que permitieran a su país proseguir la matanza. Honestamente sentían que estaban lejos de ser semidioses por sólo izar un insignificante y segundón trozo de tela el cuarto día de una batalla que duró 36 y se llevó por delante a 6.000 compañeros de un total de 20.000 bajas norteamericanas. Los verdaderos héroes -según sus creencias-, no salían en la foto ni disfrutaban del champagne que ellos bebían en cada acto, sino que yacían enterrados en la pestilente arena negra de aquel maldito terruño del Pacífico. Tras haber sido explotados hasta la saciedad, su efímero momento de fama concluyó y pasaron a un segundo plano hasta su olvido definitivo. El indio Ira Hayes fue el primero en morir, en 1955 con tan sólo 32 años, ahogado en su propio vómito de alcohólico empedernido. Rene Gagnon llegó a su ocaso -tras haber entregado una piedra del Suribachi a la viuda del comandante de la plaza durante la batalla, el teniente general Tadamichi Kuribayashi-, en 1979, también afecto a la botella y sintiéndose defraudado por su Gobierno. John Bradley, falleció en 1994. Durante un tiempo padeció neurosis de guerra y hasta el día de su muerte apenas habló de sus traumáticas experiencias en el Pacífico.

Sería su hijo, en colaboración con Ron Powers, el que contara su historia -y la de los otros 5 marines- en el libro Banderas de nuestros padres (2000) que Clint Eastwood popularizaría seis años después en su homónima y desmitificadora película. Casi se diría que había una maldición detrás de esa gloriosa imagen de la segunda tela alzada en Iwo Jima. Todos y cada uno de los implicados tuvo un amargo final. Moraleja (de la vieja): Efímero es el hombre; el Arte, eterno. ¡Otro gallo cantaría si los yankees hubiesen conocido el selfie!

Como todo gran icono de la Historia del Arte, éste es susceptible de ser reinterpretado, manipulado, parodiado e incluso mejorado.

Bibliografía. BRADLEY, J., POWERS, R., Banderas de nuestros padres, Barcelona, 2006 (2000); RUSSELL, M., Iwo Jima, Madrid, 1975 (1974); SUÁREZ, E., “El hombre que cedió la bandera de Iwo Jima”, El Mundo, 3 de mayo de 2013. Pág. 22. Más información. US Marine Corps War Memorial (Arlington, Virginia).

Ángel Carlos Pérez Aguayo, 2 de febrero de 2015. http://queaprendemoshoy.com/quedar-chachi-en-el-suribachi-tiene-suprecio/

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