Por una buena democracia (Reseña de La buena democracia. Claves de su calidad)

July 26, 2017 | Autor: J. Jiménez-Díaz | Categoría: Political Theory, Political Science, Democracy, Quality of Democracy
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Descripción

LIBROS

Por una buena democracia La ciudadanía desea una buena democracia que permita vivir en una sociedad decente. josé francisco jiménez díaz

Antonio Robles Egea y Ramón Vargas-Machuca Ortega (Eds.), La buena democracia. Claves de su calidad, Ed. Universidad de Granada, Granada, 2012.

Una oleada de desconfianza hacia representantes e instituciones políticas recorre las democracias de todo el mundo. La democracia española no ha esquivado esta oleada; más bien, durante el último lustro la renovada desconfianza se ha unido al malestar cívico, reflejándose en diversas protestas sociales. La ciudadanía que muestra tal desconfianza y malestar reclama, sin duda, una buena democracia que permita vivir en una sociedad decente. Ante esta situación, los esfuerzos intelectuales-teóricos que se hagan por clarificar y comprender las características de una democracia cualitativamente mejor han de ser bienvenidos y considerados con la debida atención. A esta necesaria tarea de esclarecer y entender los ideales democráticos, a la luz de los debates de la Teoría y Filosofía políticas, se consagra La buena democracia, obra editada por los profesores Ramón Vargas-Machuca Ortega (Universidad de Cádiz) y Antonio Robles Egea (Universidad de Granada), que ha contado con la coautoría de un grupo de reconocidos profesores en este ámbito del

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conocimiento: Félix Ovejero, Carlos Rodríguez Arechavaleta, Carlos Mougan, Fernando Fernández-Llebrez, Santiago Delgado, Víctor Alonso y Rafael Vázquez. El objetivo de las contribuciones integradas en La buena democracia es “profundizar más en las cuestiones que suscita una teoría normativa de la democracia, pues sin apostar por un marco interpretativo, debidamente razonado desde la filosofía y la teoría políticas, difícilmente tendrían coherencia los estudios empíricos de los sistemas democráticos”. De ahí deriva su pretensión de utilidad: aportar orientación, complejidad y validez teóricas a los estudios de cuantificación de datos y sus análisis interpretativos, al tiempo que favorece una mejor “comprensión de los elementos que han de contemplar los sistemas democráticos en su funcionamiento” (pág. 14). Sin duda, la idea de democracia se inserta en una rica tradición de discurso que se ha de conocer muy bien para proponer argumentaciones y evaluaciones normativas sobre la misma. Atendiendo a esta tradición de discurso de los ideales democráticos y a las desviaciones producidas en las democracias realmente existentes como resultado de las malas prácticas, tanto de la élite política como de la ciudadanía (falta de responsabilidad de las autoridades, ausencia de controles en la toma de decisiones políticas, clientelismos, corruptelas políticas, predominio del poder ejecutivo, escaso compromiso político, mala educación cívica, baja participación o individualismo), los autores plantean un conjunto de propuestas de revisión/renovación democrática para posibilitar “los valores de la democracia constitucional” (pág. 9). Por ello, La buena democracia se concentra sobre todo en cuestiones claves como los principios políticos-institucionales, los modelos de democracia, las virtudes cívicas-ciudadanas y las condiciones socio-estructurales para la deliberación pública. En primer lugar, es pertinente la reflexión profunda que se hace sobre los principios políticos-institucionales y modelos de democracia. Ha de convenirse que una buena democracia exige esfuer-

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zos colectivos importantes, como por ejemplo, el luchar por una sociedad decente donde las instituciones no humillen a las personas y las personas no se humillen entre sí, como ya dijera Margalit, al tiempo que las instituciones y la ciudadanía contribuyan a desarrollar los ideales democráticos. Por ello, Vargas-Machuca argumenta que los principios políticos de las democracias constitucionales, tales como la igualdad, la libertad, el pluralismo, la tolerancia y los contrapesos del poder configuran el ideal de la democracia, aunque por sí mismos sean incapaces para su desarrollo. Así, se defiende que para desplegar tales principios se requieran mecanismos institucionales que propicien resultados coherentes con los ideales democráticos-constitucionales. Si bien tales mecanismos institucionales hacen posible una democracia de calidad y una sociedad decente, han de acompañarse de la representación política, participación y “competencia cívica de los ciudadanos” (pág. 49). Además, la política es una realidad compleja, pues en ella se entrelaza lo histórico, lo institucional y la acción conflictiva. Partiendo de esta perspectiva, el profesor Félix Ovejero analiza tres modelos de democracia y sus estrategias argumentativas. A su juicio, tales modelos son: la democracia competitiva que concibe el mismo “sujeto humano que en economía y las mismas estrategias explicativas”, en donde “los partidos actúan como empresarios y los votantes como consumidores” (págs. 57-58); la democracia deliberativa elitista que, aunque entiende la deliberación como prerrogativa de las personas mejor educadas e informadas, reconoce la existencia de comportamientos virtuosos y la pluralidad de la esfera pública (pág. 67); y, finalmente, la democracia deliberativa-participativa que, pese a sus problemas, mejora la extensión y calidad democrática, entiende la diversidad de intereses, desarrolla un sentido de comunidad y confía las decisiones colectivas al juicio político ciudadano. No obstante, como el Estado ya no dispone del control exclusivo “del diseño y posterior implementación de las políticas que afectan a sus ciudadanos” (pág. 156), se requiere una reflexión rigurosa sobre las posibilidades del modelo de democracia cosmopolita. Por ello, se

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examina la validez y el alcance de algunas de las propuestas para gobernar democráticamente la globalización, centrándose en el modelo cosmopolita desarrollado por David Held. Además, se aproxima a la historia para indagar en las raíces teóricas de la perspectiva cosmopolita. Se argumenta que tal perspectiva atiende a “la racionalidad humana compartida, su dignidad universal, la necesidad de una coexistencia humana pacífica, la posibilidad de un derecho y de una justicia universal” (pág. 160) como fundamentos normativos de la misma. En segundo lugar, la existencia de una democracia de calidad depende de si los ciudadanos reciben una educación cívica, deliberan pacíficamente sobre sus puntos de vista y actúan contra las injusticias y las manipulaciones de los asuntos públicos. Se reconoce, de la mano de Hannah Arendt, que son los propios ciudadanos “los que crean la polis a cada instante, la moldean, la derrumban o la corrompen […] en ellos se da sustancia política” (pág. 183). Así lo reveló Protágoras en el mito de Prometeo, pues los ciudadanos disponen de capacidades políticas para hacerse animales de polis y tienen “el sentido de lo que es justo, el respeto por los otros y los vínculos de amistad” (pág. 201). De esta manera, no es posible una buena democracia sin que los ciudadanos desarrollen e incorporen en su socialización virtudes cívicas democráticas que les ayuden a construir una sociedad decente y plural en la que pueda tener sentido la democracia. Por esto, las virtudes cívicas destacadas en La buena democracia son: la cooperación social, la disidencia civil, la deliberación pública, el humanismo cívico y el voluntariado activo. Desde luego, también la cooperación social es una virtud central en términos éticos y políticos para ampliar, profundizar y aportar buena sustancia a la democracia. Por ello se justifica teórica y normativamente el valor de la cooperación como virtud cívica esencial en una democracia de calidad, demostrando que la construcción del “yo” es una empresa colectiva y, por ello, la sociedad en su conjunto es corresponsable de la educación que proporciona a los ciudadanos. Asimismo, se advierte que “la cooperación exige que ideas

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e intereses no sean aceptados como ideas absolutas […] lo que la democracia requiere es que el pluralismo sea […] fruto de la sensibilidad a los otros y de la consideración de puntos de vista alternativos” (pág. 104). De hecho, “la discusión, la competencia pública, la deliberación, así como la protesta en común de ciudadanos iguales contribuyen a la construcción […] del bien colectivo” (pág. 220). En contraste a lo pensado comúnmente, la protesta, la indignación y la desobediencia civil fortalecen la calidad democrática, sin que ello vulnere las normas establecidas, al tiempo que aluden a garantías del Estado de derecho y defensa de la participación ciudadana. Igualmente, “en la búsqueda de una democracia de mayor calidad […] el disenso resulta tan esencial como el consenso” (pág. 227), pues en los fundamentos mismos de la democracia están el desacuerdo y la contestación (pág. 48). Las anteriores ideas habrían de fundamentarse en el humanismo cívico de la tradición republicana de la democracia. Esta tradición entiende la sociedad civil como un espacio que contiene discursos propios diferenciados del Estado, el mercado y la comunidad, los cuales se hallan vinculados al mundo de la vida del que emergen espacios políticos internos (pág. 131). Sobre tales espacios políticos debe asentarse una ciudadanía activa orientada hacia la justicia común, la igualdad y los intereses generales. De ese modo, se demanda un asociacionismo dinámico apoyado en un voluntariado comprometido y unos movimientos sociales innovadores. Finalmente, las condiciones socio-estructurales en las que la ciudadanía pueda entablar debates públicos son decisivas para el buen desarrollo del ideal de democracia. Una de ellas es la progresiva personalización de la política en las poliarquías de nuestros días (págs. 112-114). De tal modo, si se aspira a mejorar las poliarquías también ha de pensarse en desarrollar las virtudes cívicas entre los líderes democráticos, pues ellos son “el corazón de la democracia” (pág. 116). No en balde, “el liderazgo democrático ha de tener una fuerte legitimación basada en la confianza, la responsabilidad y el intercambio con los ciudadanos” (pág. 114), condiciones todas ellas

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ineludibles para realizar un proyecto constitucional de democracia. Se exige, pues, que los líderes democráticos superen “la actitud conservadora derivada del miedo a los cambios” (pág. 126) para favorecer una mejor vida en común. Otra, no menos importante, es la vinculación entre la democracia y los medios de comunicación, planteando una aproximación teórica entre ambas dimensiones de lo político-público que posibilite una mayor calidad democrática. Efectivamente, como ya advirtiera Robert Dahl, la democracia requiere que la ciudadanía disponga de información plural y accesible a toda la comunidad para poder tomar decisiones colectivas responsables. De tal modo, se hace necesario establecer lazos adecuados entre las estructuras sociales y mediáticas, así como una mayor transparencia en la relación entre medios informativos y ciudadanía. Quizá, el mensaje más significativo de La buena democracia es que tanto la política como la democracia son asuntos demasiado relevantes como para dejarlos en manos de cualquier elite cualificada. La ciudadanía democrática ha de responsabilizarse de sus capacidades y tareas políticas si no quiere quedar a expensas de dicha elite. Sin embargo, en las presentes democracias ciudadanos y ciudadanas están envueltos en una política de confrontación partidista, en la que “los representantes políticos ceden paso incluso al poder corporativo puro a la hora de tomar las grandes decisiones” (pág. 201). La promesa de la política y de la democracia es poder cambiar esta situación promoviendo el desarrollo de virtudes cívicas-ciudadanas. Sin duda, las ideas aquí expuestas son fundamentales para comprender los procesos de legitimación y deslegitimación de las sociedades democráticas. Por todo ello, ciudadanía y academia han de conjugar sus acciones e ideas para ofrecer ejemplos y razones de una eficaz y buena democracia.

José Francisco Jiménez Díaz es Pablo de Olavide, de Sevilla.

profesor de

Ciencia Política

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