Por un puñado de series: ficción televisiva contemporánea

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Contrapicado Nº 15 - Abril 2007

Por un puñado de series Un texto de Manuel Garín

Ficción televisiva contemporánea estadounidense /// Introducción En estos tiempos de fervor serial, desde Contrapicado creemos interesante elaborar un pequeño dossier que, a lo largo de varios meses, se detenga en ciertos aspectos de la llamada ficción televisiva contemporánea estadounidense. Esa denominación, tan adjetivada y rimbombante, no hace sino enmascarar un conjunto de series de televisión que, en los últimos años, han provocado el "cuelgue patológico" de millones de espectadores en todo el mundo. Series como Los Soprano, 24, Alias, Lost, A dos metros bajo tierra, Deadwood, Prison break, Heroes…

Más allá de la afiliación reciente por parte de cierta cinefilia o la polémica entorno al grado de interés de tales series, estos análisis querrían abordar el modo en que varias de esas ficciones recogen e interpretan la forma de construir y poner en escena aspectos esenciales del discurso cinematográfico, partiendo de los modelos de trabajo del Hollywood clásico y apuntando hacia su reelaboración contemporánea. Entendiendo que es alrededor de algunas de esas series donde se hallan, hoy, los estímulos más sugerentes para reflexionar sobre un modo de narrar y mostrar historias heredero de la tradición clásica norteamericana. Pues creemos que, a pesar de saberse productos de consumo televisivo, muchas de esas series son capaces de trabajar de forma intensísima materiales fundamentales de la historia del audiovisual, desde las marcas de género a la estilización formal, en el núcleo y las mutaciones, el espacio y el tiempo, de un mismo territorio cinematográfico. Un territorio que nos apasiona y nos interesa... en el que nos gustaría detenernos aunque sea fragmentariamente. Novedad y análisis Seria descabellado y pretencioso erigir este análisis de series televisivas como algo novedoso o revolucionario, como si la ficción serial acabase de nacer o se inaugurase una tendencia autoral digna de cierta "exquisitez cinefílica". Parecería, pues, una insensatez levantarse de golpe, entre gritos de eureka, hablando de la ficción serial como quintaesencia de novedad, tendencia o esnobismo fílmico. Nada más lejos de nuestra intención, pues estos textos se presentan con la certeza de abordar una materia más que analizada en diversos ámbitos y registros, una materia serial que no sólo lleva años siendo estudiada, sino que forma parte del imaginario de diversas generaciones, en plena convivencia de espectro fílmico y televisivo. Cualquiera de nosotros puede trazar los puntos imaginarios entre uno u otro personaje de culto, entre una u otra serie descubierta años atrás, entre naves, lagartos o folletines, doctores o policías, comedias o cadáveres. Al margen de las impresiones que suscitaron, las pasiones o los odios que acabasen por revelar, un buen puñado de series han completado durante décadas nuestros modos de ver, como cadencia y constante del audiovisual contemporáneo. Lo mismo puede decirse sobre una supuesta novedad en la relación cine / televisión. No es

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necesario remontarse a los ejemplos y variables de un Rossellini "televisivo", un Hitchcock, un Fassbinder o un Peckinpah "televisivos". Ha transcurrido ya mucho tiempo de heterogeneidad y mezcla en el trabajo audiovisual, sea en forma de películas o series, con creadores y grupos de guionistas o directores que saltan de un medio a otro, como una experiencia asimilada de forma natural: las series de televisión, los trabajos puntuales de un cineasta en televisión o el paso de un creador televisivo al celuloide son sinergias a las que estamos habituados, que determinan el espacio audiovisual contemporáneo y, en muchos casos, lo enriquecen. No vemos revoluciones espectaculares ni paradigmas tecnológicos, simplemente la realidad de varias generaciones para las que la hibridación, el cine, la televisión, lo digital y demás términos "novedosos", no son sino el pan de cada día. Pero es precisamente en esa convivencia cotidiana donde merece la pena ir a buscar los puntos de interés, los momentos que trascienden nuestro habitual flujo de consumo, los materiales que parecen decirnos “algo más". Es cierto que ese hábitat natural, casi apocalíptico hace unas décadas, no se ha analizado o teorizado hasta hace relativamente poco, pues ha sido necesario un tiempo de desarrollo para poder reflexionar sobre series y ficciones que emergían a ritmo endiablado. Pese a ello, merece la pena tener en cuenta que ese "relativamente poco" implica ya más de una década de estudio, análisis y publicación en diversos medios y contextos. Conocidas revistas especializadas han dedicado números íntegros a grupos de series, tratando de acercarlas al espectador cinematográfico [1]. Paralelamente se han publicado libros colectivos o monográficos que inciden en la serialidad y sus elaboraciones contemporáneas [2]. Mientras que, en el ámbito académico, hace varios años que se han iniciado estudios y cursos dirigidos al análisis de la ficción serial [3]. Hechos que revelan hasta que punto la aparente novedad de series como 24 o Los Soprano, esconde en realidad un conjunto de análisis más que consolidados. Desde la pasión Que las series americanas recientes lleven mucho tiempo en el candelero no significa que el momento presente, de descubrimiento e iniciación para muchos espectadores, no deba celebrarse con intensidad: muy al contrario, creemos que la “pequeña revolución" de cinéfilos que empiezan a disfrutar de estas series, compartiéndolas entre amigos y conocidos o escribiendo sobre ellas, constituye una realidad esperanzadora. No sólo porque se expanda la masa crítica de “serieadictos", sino porque se consigue así animar al debate, al diálogo y la polémica entorno a estas series y su relación con el cine, una interacción entre espectadores que acaba siendo quizá lo más interesante (sea bajo la modalidad de café, paseo, blog, mula, u otras ramificaciones). Por eso tendremos siempre presente que cualquier análisis posible partirá de nuestra pasión y nuestro interés por las series, sin querer en ningún momento sacralizarlas; ni mucho menos especular mediante grandes teorizaciones. Con la voluntad de acercar de forma natural una u otra serie al lector y de abrir aquello que se revela en ellas a nuestra interpretación, a una interpretación en diálogo con el cine y sus prolongaciones. Conviene matizar que esa pasión por aquello de lo que uno escribe o sobre lo que trata de comunicar, no implicará aquí ninguna entrega incondicional o hipoteca analítica. Que haya un interés por las series no excluye que deba permanecerse con los pies en la tierra, aceptando siempre que estamos lejos del territorio de cierta “autoría" canónica, que estamos ante productos de consumo que, aunque pueda olvidarse, se adaptan –o incluso nacen- acostumbrados a interrupciones publicitarias, promociones y demás lindezas de tardocapitalismo masificado. Pero es precisamente en esa encrucijada de sistema donde intentaremos rastrear como un determinado creador, un equipo de guionistas o de realizadores, subvierten los mecanismos de-producto o los malean para regalarnos temporadas y secuencias fascinantes. Al mismo tiempo recordando que dentro de una misma serie, por su naturaleza de prolongación y repetición episódica, cabe ser consciente de los conocidos “bajones" o “subidones" a lo lago de su emisión; llegando incluso a reconocer que una serie brillante en sus primeras temporadas pueda decaer en las siguientes o viceversa (e incluso henchirse y desinflarse a modo de montaña rusa). Una pasión, en cualquier caso, plenamente consciente. En el cine

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Ante tan buenas intenciones, autopublicitadas en los párrafos previos, se impone la pregunta sobre aquello que va analizarse: ¿qué pretende reseguirse en lo concreto? A lo largo de los próximos meses y con frecuencia bimensual, vamos a elaborar una serie de monográficos sobre ocho series que, en perspectiva e interacción conjunta, nos ayuden a demarcar una línea de trabajo a través de “eso" llamado series norteamericanas contemporáneas [4]. Siempre con la mirada puesta en aquellas estrategias de construcción audiovisual que recogen la herencia del relato y la narración clásica, tratando de ver qué aportan –y si aportan- a cuestiones fundamentales de la historia del cine. Aunque pueda sonar grandilocuente –y repetitivo-, al referirnos a esas “cuestiones fundamentales" queremos apuntar a materias muy concretas, de sobra conocidas por cualquier cinéfilo: desde la construcción de una secuencia de acción y movimiento o una persecución a la sugestión de un fuera de campo, de la negación o la aparición de un plano/contraplano al montaje de relato paralelo o sus correspondencias sonoras, de la sutileza o el gesto de los actores en un diálogo cómico a la composición estética de una trama de suspense, de la iluminación o la fisicidad de un plano a la superficialidad de una línea de guión… No sólo en su expresión formal, sino también en el contenido de los relatos, los héroes y las comunidades que vehiculan la ficción, en las coyunturas históricosociales y el modo en que se traslada todo eso al espectador, en las relaciones con otras películas y directores, con la historia de los géneros o con otras series que, tiempo atrás, nos susurraban por donde podían ir los tiros. Por supuesto, es muy sencillo hablar de esas cuestiones en abstracto (¡y vamos a dejar de hacerlo!); con nuestra insistencia sólo queremos trasladar al lector una certeza: la certeza de que en ese grupo de series contemporáneas encontramos un trabajo significativo de estas cuestiones, una muestra potentísima de las herencias y las mutaciones en el modo de construir historias de toda una tradición. En esencia, acercar el mundo de las series a todas esas cosas que tanto nos fascinan en el cine que nos apasiona, sin imposiciones ni constructos artificiales. Tratando de ser justos con la ilusión y el enganche patológico que nos impulsa a saltar del sofá en busca del siguiente episodio.

0. Introducción 1. Twin Peaks 2. Los Soprano 3. Lost 4. Heroes 5. 24 6. Deadwood 7. A dos metros bajo tierra 8. Alias: Tarantino-Cronenberg

Notas 1. En el espectro de un conjunto de series 'veteranas' –de Colombo a Star Trek, Dallas, Misión: imposible o Twin Peaks- data de 1994 el monográfico de la revista CinémAction, nº8, dirigido por Christophe Petit; por no hablar del conocido número de Cahiers du cinéma (nº581) dedicado a varias series norteamericanas recientes y publicado en julio de 2003, o los artículos monográficos aparecidos en el suplemento Cultura(s) de La Vanguardia desde hace varios años. [Volver arriba] 2. Dejando de lado los numerosos libros centrados en un único género televisivo (soap opera, telenovela, serie de acción, ciencia-ficción serial...) o las monografías sobre series, han aparecido recientemente diversas publicaciones de análisis general. Directamente enfocados a la ficción norteamericana contemporánea –The Contemporary television series, Edimburgh University Press, 2005- o como tratados sobre la serialidad –Ficciones de la repetición, Anagrama, 2006-.[Volver arriba] 3. En algunas universidades de ámbito estatal ya se han desarrollado tesis y trabajos de investigación centrados en este tipo de ficción televisiva. [Volver arriba] 4. En la medida de lo posible intentaremos evitar a toda costa la alusión a argumentos y tramas. No sólo por ahorrar al lector los enojantes spoilers (que han arruinado más de una adicción serial), sino por tratar de alejarnos del típico comentario sobre “lo que pasa" en las series y centrarnos en cómo pasa o qué interés puede tener en relación con la propia materia audiovisual. Para facilitar la entrada en materia se incluirá una breve sinopsis al inicio de cada uno de los artículos. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 15 - Abril 2007

Twin Peaks: Contrapunto ( ) Agujero negro Un texto de Manuel Garín

Al preparar esta recopilación de artículos sobre series contemporáneas, incluso antes de delimitar cuantas o cuales, nos pareció imprescindible comenzar con un espacio de pre-. Empezar con un antecedente que abriera el conjunto desde una referencia total, desde una serie que dibujase su influencia más allá de las exactitudes o las citas, que impregnara al espectador de una cierta materia serial, como obertura y sombra de todo un mapa de series posteriores. Una serie que nos susurre, bien escondida tras el mando a distancia, los tres o cuatro secretos que nos acompañan al ver otras series, a modo de una línea hacia… Una serie llamada Twin Peaks. Twin Peaks: Contrapunto ( ) agujero negro Breve sinopsis: La apacible comunidad maderera de Twin Peaks, en la frontera de Estados Unidos con Canadá, se ve sacudida por la aparición del cadáver de la joven Laura Palmer. A partir de la investigación del agente del FBI Dale Cooper, el asesinato de Laura nos llevará a descubrir los secretos que se ocultan bajo la cotidianeidad de sus habitantes y sus bosques… Oro parece, plátano es. Desde Inland Empire La escritura de este artículo coincide con el estreno, semanas atrás, de la última película de David Lynch, Inland Empire. La coincidencia temporal, en absoluto premeditada, anima a comenzar nuestro paseo por Twin Peaks desde un punto de contacto, desde aquello que separa y acerca ambas obras. Como hipótesis de trabajo vamos a suponer que, en una de sus mudanzas infantiles, el pequeño Lynch se topó con un manual de armonía contrapuntística; y que, aparte de enterrarlo y desenterrarlo varias veces, David pasó algunas noches de vigilia copiando a mano los ejemplos del libro. En él se recogía el arte musical de siglos, los modos de entrelazar distintos temas y motivos para crear una estructura de sonidos en el tiempo; sonidos que se acercan y se distancian, que juegan en los límites y desbordamientos de cada compás, llevando las diversas voces a su extremo, agotándolas y dándoles vida de nuevo. David reseguía las anotaciones con atención: de una melodía y un cantus firmus a otro, a dos, tres e incluso cuatro voces. A la luz de su pequeña linterna fantaseaba con imágenes, historias y personajes que tomaban el lugar de notas y silencios, que invadían las páginas del manual. De modo natural, aquellas horas robadas cuando era un niño aflorarían con el paso del tiempo, como las larvas en transformación de sus primeros cortos: en 1990 aparecería Twin Peaks, en 2006 Inland Empire. Conociendo la falsa historia de aquel manual de contrapunto, sería maravilloso que nuestro apreciado lector –sin duda familiarizado con las películas de David Lynch- recuperase algunos instantes de Inland Empire. No sería difícil reconocer cómo aquellos ejercicios sobre el pentagrama han dado lugar a otro tipo de escritura, con las mismas huellas de aquel manual de contrapunto pero trabajando ahora materiales en transformación. Ya no se compone sobre unidades narrativas,

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historias o personajes, sino sobre otro tipo de líneas melódicas: un cambio de luz que se cruza en un movimiento de cámara, una partícula que se refleja en un determinado fotograma, el contorno siniestro de un objeto, el sonido opaco que reviste el gozne de una puerta, el gesto en que se quiebra una palabra al salir de la boca, la textura de un fundido… un fundido, un fundido más. Materiales que comunican con el espectador más allá de cualquier argumento, que devienen el verdadero medio de transmisión cinematográfica, que nos muestran la película. ¿Y qué demonios tiene esto que ver con Twin Peaks? Esta escapada a Inland Empire quiere simplemente trasladarnos por un momento al extremo de aquel contrapunto del pequeño Lynch. Situarnos en la experiencia fascinante de ver aparecer una y otra línea melódica en la película, entrelazándose desde lo siniestro para conducirnos a algunos de los planos más bellos y frágiles de la filmografía del director. Pensar en Inland Empire como el punto de mayor desarrollo del agujero negro lynchiano, donde la fuerza emana de materiales muy alejados de cualquier convención narrativa, a gran distancia de personajes o argumentos al uso, para adentrarnos en el paisaje incierto –pero tan hermoso- de fundidos, reflejos y movimientos libres… Todo ello para animarle, querido lector, a descubrir o revisitar Twin Peaks. Para encontrar, precisamente en la serie, otro modo de filmar aquel manual de contrapunto que David copiaba de noche. El modo de las tramas, los personajes y lo narrativo, de la serialidad y los límites de género, de los guiños, la televisión y el consumo de masas… cuando hace unos años las marujas de medio mundo se preguntaban, entre cuarto y mitad de chopped, "¿quién mató a Laura Palmer?" [1]. Tramas en la frontera Más allá del placer que brinda al espectador, ver Twin Peaks se convierte en una experiencia imprescindible para acercarnos al universo "visible" de David Lynch, para tratar de comprender qué hay a este lado del agujero negro o, como mínimo, qué es lo que empuja a las historias y a los personajes –a la propia narratividad- a precipitarse hacia ese agujero negro. Aunque las tramas puedan estrellarse en el universo siniestro del director, las dos temporadas de la serie arrojan luz sobre el origen y la estructura de los temas "lynchianos": los rizomas de una pequeña comunidad fronteriza que, en su belleza y su aparente banalidad, oculta el misterio fundamental de Norteamérica. Un núcleo temático que, si bien da cuerpo a gran parte de la filmografía de Lynch, cobra en Twin Peaks una nitidez y una amplitud narrativa más allá de lo imaginable, llegando a componer un catálogo extensísimo de personajes y caracteres del "modelo" lynchiano; una cascada que, como la propia cascada de la serie, destruye y renueva las riquísimas tramas subterráneas, dando lugar a la mayor variación de texturas humanas que uno puede recordar en la -ya densísimapaleta cinematográfica de David Lynch. En Twin Peaks se trabajan todas y cada una de las líneas maestras de cualquier serial televisivo. Tamizadas por el filtro imaginario de Lynch y la experiencia folletinesca de Mark Frost, las tramas de la serie transportan el género -incluso la propia encrucijada de géneros- a una dimensión fascinante y desconocida hasta entonces [2]. No nos detendremos en una enumeración de las citas y los referentes de la serie, pero nos parece fundamental cimentar cualquier análisis en esa red de textos relacionados que da cuerpo a las secuencias de la serie: registros del soap-culebrón duro, de la novela detectivesca, de la comedia del absurdo, del thriller terrorífico, del musical, del fantástico. Pues es a partir de tales registros como se introduce al espectador en la densa trama contrapuntística de Twin Peaks, reformulando y llevando al límite los clichés fundacionales del canon televisivo [3]. Incluso en los momentos de clara dispersión –el discutido "bajón" por la ausencia de Lynch, a mitad de la segunda temporada- cada uno de los episodios de la serie descubre desarrollos inimaginables en la ficción serial que se había hecho hasta el momento: desde la exageración paródica de un cliffhanger hasta la detención del tiempo narrativo para admirar el aroma de una taza de café, el mapa del Tibet o el ritual erótico de un pájaro carpintero. "In the heat of the investigative pursuit… the shortest distance between two points it’s not necessarily a straight line". Esa frase del mítico Agente Cooper ejemplifica nítidamente el desarrollo temático de Twin Peaks, el modo de curvar, dispersar y torcer las líneas de la serie: deformar tramas que creían

avanzar en línea recta para acercarlas a la frontera, al límite que dibuja –con fuego- la boca del agujero negro. No importa que se trate de un adulterio melodramático, de una conspiración

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urbanística, un cliché de amor adolescente o una investigación forense, todas y cada una de las tramas se desarrollan en constante mutación, dispersándose y contagiándose en torno a una misma frontera, a un mismo fuera de campo. Poco importa que se trate del asesinato de Laura Palmer, el misterio atávico de los bosques o la raíz extraterrestre de la otredad… lo que obsesiona realmente a Lynch es el desarrollo y la variación de temas y personajes, el modo en que esa coralidad fronteriza va tejiéndose hacia el agujero negro. No desde la restricción narrativa, sino desde un tipo de narración abierta y múltiple, que no busca respuestas sino que cobra forma en los interrogantes, en el hormigueo vida/muerte que recorre Twin Peaks. En su libro sobre Lynch, Michel Chion aborda Twin Peaks desde esa idea de estructura ampliada, llegando a tipificar los distintos estratos de personajes y tramas [4]. Aunque el propio Lynch considerase el medio televisivo como limitado a un "chirrido" frente a la "sinfonía" del celuloide, es precisamente ese "chirrido" el que permite entretejer un material continuo [5]. En la serie no encontramos la densidad fastuosa de ciertas imágenes lynchianas, pero frente a esa amplitud o densidad del plano cinematográfico, Twin Peaks brinda la posibilidad de elaborar, recoger y variar un pequeño conjunto de leves "chirridos": quizá no asistimos al poder sinfónico desatado de Carretera perdida o Mulholland Drive, pero en su lugar descubrimos una red fascinante de temas y motivos,

una textura contrapuntística que, de personaje a personaje, danza hacia el agujero negro. Todo ello en la mejor versión de libertad televisiva que se pueda imaginar, desbordando las posibilidades de cualquier historia: "Licencia narrativa no quiere decir indiferencia por la historia, tratada como un pretexto para decir otra cosa, sino una confianza en la historia que, como si fuera un niño, se la quiere llevar tan lejos y desarrollarla tan literalmente como sea posible" [6]. Texturas, registros, escobillas El trabajo de líneas y personajes, en constante contraplano con el agujero negro, revela además un uso del lenguaje audiovisual extremadamente audaz. Aunque sólo seis episodios fueran dirigidos por el propio Lynch, la práctica totalidad de la serie nos regala momentos de inolvidable elaboración cinematográfica: desde el trabajo constante del suspense al montaje paralelo, de la fractura de un plano/contraplano a la sugestión de un travelling surreal, del fundido y la síntesis de imágenes icónicas (el búho, las cortinas rojas, Bob…) a la coreografía de movimientos, cuerpos y rostros y la brillante dirección de actores. Combinando las diversas estrategias expresivas en una misma reelaboración temática, como si las secuencias y el modo de filmarlas constituyesen por sí mismos material de aquel manual de contrapunto del pequeño David. Quizá encontramos el mejor ejemplo de esa idea en el episodio 8, dirigido por el propio Lynch; un travelling que recorre una mesa repleta de donuts se funde con una serie de imágenes clave: las ramas de las coníferas mecidas por el viento, un semáforo en rojo, un vagón de tren abandonado, un rastro de sangre y vísceras iluminado por una linterna, una zombie caminando por las vías del tren, unas pinzas extrayendo una minúscula letra de las uñas de un cadáver, un papel medio enterrado en el que se lee en letras rojas "Fire Walk With Me". La secuencia entra por méritos propios en el desván lynchiano conocido como "El arte del fundido". Mientras escuchamos la voz del Agente Cooper, esa sucesión de imágenes –con la presencia continua del travelling sobre los donutstrasciende la mera dimensión formal para revelarse como un auténtico fundido contrapuntístico, llegando a sintetizar los tiempos de cada plano en una suerte de vaivén hipnótico, más allá de la idea de límite. En su ensayo sobre el sublime-ridículo a propósito de Carretera Perdida, Slavoj Zizek identifica una cadena de sentido lynchiana que insiste en retornar, una suerte de melodía del agujero negro (el Real lacaniano) que toma la forma de una frase o mantra cíclico, puntuando el pulso de los trabajos del cineasta [7]. En el caso de Twin Peaks Zizek recupera una de las pistas del gigante-oráculo: "The Owls are not what they seem". Esa frase se entrelaza en la serie con toda una red de motivos, pistas y rezos que dirigen la investigación sobre el asesinato de Laura, pero que ante todo trasladan al espectador al territorio del misterio múltiple, de la máscara cotidiana y el secreto bajo la moqueta del comedor. Un despliegue de lo siniestro que, en Twin Peaks, permanece casi siempre del lado de la textura humana; en una caracterización de personajes tan fascinante cómo absurda y enloquecida, dando lugar a momentos impagables como la secuencia en que la Dama del Leño –la mujer que

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porta un leño oracular bajo el brazo- escupe un chicle para pegarlo poco después en la pared de la cafetería. Literalmente. Tal y como señala Michel Chion al abordar la serie, esa suerte de contrapunto extraño y complejísimo no sería posible sin un elemento unificador: la música fascinante de Angelo Badalamenti. No insistiremos en las variables del tándem Lynch-Badalamenti (ya bien presente en cualquier estudio sobre el director), pero nos parece necesario señalar que si la serie es capaz de entrelazar de modo tan intenso sus tramas y motivos es, en gran parte, gracias a la textura sonora que la sustenta [8]. De entre los diversos temas –hits incluso- de Twin Peaks, hay uno en particular que, por su exquisito ir y venir, nos hipnotiza sin remedio. Se trata de la textura jazzy hipnótica que acompaña las apariciones de Audrey y que acabará extendiéndose por todo el pueblo: una música que se desliza entre el constante movimiento de las escobillas de batería y el ritornello de la línea de contrabajo [9]. Entre la sensualidad mágica y el guiño cómico, las escobillas de Badalamenti sustentan y vehiculan el baile de personajes, tramas y motivos visuales, en una suerte de espiral que nos atrapa a escasos centímetros del agujero negro, gozándolo. Sería una osadía referirse a ese "gozo" atmosférico sin convocar la imagen fundacional de La Habitación Roja (el espacio que da lugar a las figuras del agujero negro en la serie), especialmente la imagen del enano bailando casi del revés, como las palabras que sólo pueden surgir en su reverso, pronunciándose de atrás hacia delante, en un ensayo del propio movimiento de desintegración del cosmos. Esa danza maravillosa del enano constituye el contrapunto suspendido de Twin Peaks, el hiato de sonido e imagen que absorbe –anula y devuelve- todas y cada una de las tramas de la serie, en el punto exacto de ingravidez (como si de una cocción culinaria se tratase). Y es precisamente esa suspensión la que traslada con mayor claridad el modo que tiene David Lynch de concebir e incorporar las historias en sus trabajos [10]. No es que la trama o la textura de la trama conduzcan al espectador a la suspensión, sino que es desde el propio registro de la suspensión desde donde se aniquila y se da a luz cualquier historia posible, en una imagen-sonido previa a la historia. Lynch-concepts Después de tantos párrafos merodeando alrededor de la falsa idea de "contrapunto", sería lógico especificar cual es el material concreto del que están hechos sus temas y motivos. Pero la clave de ese material es precisamente que se construye sobre cierta idea de lo no-lógico: no se trata de tramas o personajes en sentido estricto, tampoco de movimientos o figuras de estilo, no son fragmentos de diálogo, ni imágenes icónicas ni sonidos o músicas determinadas. No son motivos o líneas estables, sino una especie de material contrapuntístico que brota espontáneamente en algunos momentos de la serie, que llega al espectador desde el absurdo, la placidez, el miedo, la intimidad o cualquier otra atmósfera deseada en el ritual continuo de Twin Peaks. Siendo fieles a esa idea de indefinición de los materiales, a su fascinante poder de evocación y misterio, nos permitimos incluir a continuación una serie de entradas que pretenden capturar, sin propósito de validez, algo de ese contrapunto indescriptible de la serie. * Los no-motivos por los que a Peter Martel, nuestro Henry de Cabeza Borradora, se le cuela una lubina en el filtro del café. * Idea de una cortina –cortina rasgada- que no suena al desplazarse. El anti-sonido, anti-real, con unos algodones y un poco de grasa de camión. * Un travelling emerge de un agujero para fundir con el rostro de Leland Palmer: Deep down inside… Every cell screams. * Un trabajador el estudio pasa a interpretar al Mal (Bob) al "colar" su reflejo en un plano * Leland Palmer se lanza al ataúd de su hija Laura. El mecanismo de suspensión se estropea y el ataúd entra en un bucle arriba/abajo en el hueco de la tumba. * Agente Cooper tras probar un trozo de pastel de arándanos con helado de vainilla: This must be were pies go when they die. * Una garrapata es asesinada por la bala que pretendía asesinar al Agente Cooper. Plano detalle de la bala con la garrapata incrustada entre sangre de humano e insecto. * Una bolsa de contención de cadáveres, de plástico, sonríe. * Vídeo casero de la pupila de Laura Palmer fundiendo con el foco de una Harley.

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* Una moqueta cobra vida. * David Lynch interpretando al agente del FBI sordo Gordon Cole. * Ritual de paso de las llamadas telefónicas en la central de policía: Lucy Moran. * Just you and me: videoclip a tres bandas entre James, Donna y Maddie. * Mientras agoniza en el suelo, el Agente Cooper firma una propina para el viejo botones que le observa preparando la llegada del Gigante. * La Dama del Leño. * Jerry Horne a su hermano Ben: Your blood may have Laura’s fingerprints on it. * Plano detalle de la aguja de un tocadiscos que se quiebra y entra en un bucle (la aguja que abre y cierra Inland Empire) * Un amasijo de crema de maíz desparece de un plato y se materializa en las manos del hijo de Lynch. * La Habitación Roja Puede que nuestra hipótesis del pequeño Lynch, copiando en duermevela aquel manual de contrapunto, no haga justicia a la serie. Probablemente sea así… pero sería maravilloso que al menos nos animara a descubrir, por primera o por enésima vez, los placeres misteriosos de Twin Peaks. A uno y otro lado del agujero negro.

Notas 1. Más allá de la caricatura, la serie está considerada como el canon de "serie de culto" debido a su repercusión y su impacto internacional. Aunque no cosechara muy buenas audiencias y fuera víctima de cambios de parrilla y demás mutilaciones horarias, Twin Peaks supuso una revolución en el espacio de la ficción serial en todo el mundo (el caso clásico es el de Japón, donde la pasión por la serie desbordó cualquier límite imaginable). Junto con el abundante merchandising, las ramificaciones de Twin Peaks llegan hasta la celebración de una reunión anual de fanáticos (Twin Peaks Fan Festival) o la publicación continua de una revista sobre la serie (Wrapped in plastic). En la monografía de Javier J. Valencia, Twin Peaks. 625 líneas en el futuro (Recerca Editorial, 2000), puede encontrarse abundante información sobre la emisión y la recepción de la serie, así como útiles guías de personajes y episodios. [Volver arriba] 2. Aunque nos acerquemos a Twin Peaks desde cierta "autoría" lynchiana, es importante no olvidar hasta que punto influyeron en la serie los condicionantes del medio televisivo. Desde la co-creación junto a Mark Frost (ya consagrado en el medio televisivo desde Canción triste de Hill Street) hasta la intervención de múltiples guionistas y realizadores en los diversos episodios. Para una puesta en crisis de esa noción de "autoría-Lynch" resulta interesante el artículo de Linda Ruth Williams: "Twin Peaks: David Lynch and the Serial-Thriller Soap" en The Contemporary Television Series, Edinburgh University Press, 2005. [Volver arriba] 3. Para un recorrido fascinante sobre los subtextos de Twin Peaks merece la pena consultlar el "decodificador" elaborado por Andrés Hispano en su libro sobre Lynch: David Lynch. Claroscuro americano (Glénat, 1998). Junto con los referentes televisivos habituales –El fugitivo, Dallas, Falcon Crest, Los Picapiedra o la intratelenovela Invitation to Love- Hispano recoge algunas claves del imaginario cinematográfico de la serie: Laura, Vertigo, Peyton Place, El Crepúsculo de los Dioses, Perdición o El Resplandor; a las que nos aventuramos a "sumar" Shock Corridor (con un Ben Horne que cree ser el General Lee de la Guerra de Secesión, igual que uno de los internos en el filme de Fuller). Si queremos descubrir una espiral aún mayor de citas y referencias basta con navegar por algunas de las numerosas webs de fanáticos de la serie. [Volver arriba] 4. Sería imposible citar aquí la clasificación de Chion, pero en cualquier caso merece la pena recuperar algunas de sus ideas sobre la estructura ampliada en la serie: "En Twin Peaks despliega dimensiones insólitas con más naturalidad que en algunas de sus películas para el cine, debido a la posibilidad que una serie ofrece para hacer entrar gradualmente al espectador en un mundo diferente […] De manera inesperada, la fórmula por episodios representó para Lynch un modelo de libertad estructural" M. Chion, David Lynch, Barcelona, Paidós, 2003. [Volver arriba] 5. "La televisión es el teleobjetivo, mientras que el cine es el gran angular. En cine se puede interpretar una sinfonía, pero en la tele se está limitado a un chirrido. Única ventaja: el chirrido puede ser contínuo" [Volver arriba] 6. M. Chion, David Lynch, Barcelona, Paidós, 2003. Para el espectador de la serie, la idea de Chion tiene una imagen inmejorable en el método de deducción-zen del Agente Cooper: apuntando nombres de personajes y tramas en un pizarra, Cooper decide el destino de la investigación (el destino de la ficción y de las tramas) lanzando piedras a una botella de cristal. Esa secuencia fascinante, en el límite del sentido aleatorio, ejemplifica a la perfección lo que significa en Twin Peaks ese sustrato de libertad narrativa (entre la sonrisa y el absurdo). No es casual que el propio Lynch haya publicado recientemente un libro sobre técnicas de meditación trascendental... o que el enlace David Lynch Foundation de su web nos lleve directamente a una universidad centrada en la trascendencia yogi (MUM). [Volver arriba] 7. "…un ingrediente crucial del universo de Lynch es una frase, una cadena significante, que resuena como el Real que insiste y siempre retorna – una especie de fórmula básica que suspende y corta a través del tiempo". S. Zizek, The Art of the Ridiculous Sublime: on David Lynch's Lost Highway, University of Whasington, 2000. [Volver arriba] 8. Dada la experiencia de M. Chion en el estudio de música y sonido cinematográfico, es imprescindible recordar el brillante análisis que elabora a partir de los títulos de crédito de la serie, con un énfasis especial en la idea de

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registro, textura y atmósfera musical (el murmullo, el susurro, el habla, la voz). David Lynch, Barcelona, Paidós, 2003. [Volver arriba] 9. En su completísimo diccionario musical lynchiano, Quim Casas ahonda en una idea de textura sonora propia de Angelo Badalamenti, fundamentada en el bajo y la cuerda. Universo Lynch, Calamar, 2006. [Volver arriba] 10. Dentro de esa línea de "motivación musical como principio constructivo", Iván Pintor ha señalado con maestría el papel de la música en ciertos instantes de suspensión lynchiana: "Como pequeños sacrificios, los temas musicales conllevan una suspensión de la temporalidad sucesiva: introducen una síncopa en el tiempo y se identifican por lo común con ensueños diurnos que, lejos de arrastrar a los personajes hacia sus oscuras estancias interiores, los arrancan de la realidad sólo para devolverlos a ella". "David Lynch y Haruki Murakami, la llama en el umbral" en Universo Lynch, Calamar, 2006. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 16 - Junio 2007

Los Soprano: ¿es éste el fin de Tony? Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: El jefe de la mafia de Nueva Jersey, Tony Soprano, sufre de ataques de pánico que le obligan a buscar la ayuda de una psiquiatra. Obligado a mantener el secreto de su debilidad ante la jerarquía de sus dos familias, Tony deberá lidiar con la imagen mítica de su padre, las manipulaciones de su madre y sus propios miedos ante la desintegración de su modo de vida y su progresiva pérdida de identidad… Oro parece, plátano es. Hay que ver Los Soprano. Para acercarse sin imposturas a la materialidad de nuestro tiempo, a las constantes del mundo contemporáneo y su relación con el audiovisual, en el audiovisual, hay que ver Los Soprano. Más allá del imperativo permanece, al menos en el momento de escribir este artículo,

la conciencia de encontrarse ante una serie clave para comprender qué pasa con nosotros, desde la dispersión y el trastorno identitario hasta sus reflejos en la historia y la historia del cine, en el recorrido que separa el televisor de la nevera. Uno puede detenerse en grandes aparatos críticos, ensayos de ferviente “postmodernidad” sobre el cambio de siglo, análisis de humanistas, científicos o tecnócratas acerca del tardocapitalismo avanzado, estudios, estadísticas o tablas de comportamiento psicosocial… pero para empaparse de la materia, real y disgregada, de la condición contemporánea no hay nada como ver Los Soprano. Nada como observar a Vito Corleone jugando al MarioKart. En su literalidad. ”Certainly I think The Sopranos describe American materialism. American… psychobabble. The victim society that we have, that we’re developing. The society of non-accountability” David Chase, creador de Los Soprano

Género, historia, reflejo Durante las últimas semanas se han emitido, en la HBO estadounidense, los capítulos finales de la serie Los Soprano: nos encontramos ante la clausura de un ciclo iniciado en 1999 y que abarca un arco dramático de seis temporadas y un epílogo, con un total de 86 episodios de unos cincuenta minutos cada uno. En el espacio de las series televisivas norteamericanas, que tratamos de reseguir parcialmente en estos artículos, Los Soprano ocupa un lugar fundacional y prominente, como la gran sombra de imágenes y música que envuelve, engulle y regurgita los desarrollos de unas u otras series, en el espacio limítrofe entre la televisión y la historia del cine, revolviéndose permanentemente en y contra sus signos identitarios. Como el gran escenario abierto de la memoria contemporánea y el reverso de la amnesia que la acompaña, con todo que sugerir entorno a “nuestra” cultura de masas y su juguete bastardo: el relato audiovisual. Trasladar al gángster o, aún mejor, trasladar los restos dispersos del gángster al espacio de la

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serialidad constituye tanto una progresión potentísima del género como una cita irrenunciable al contexto histórico, sociopolítico y económico que lo vio nacer. Tony Soprano no encarna una mera actualización de la figura del mobster, no representa al Tony Camonte (Scarface) o al Rico Bandetto (Hampa dorada) contemporáneo, sino que Tony Soprano se construye, modela y disgrega desde la revisión sistemática de aquellos modelos fundacionales de la historia del cine, viendo y comentando en cada episodio las imágenes arquetípicas de aquellos héroes de la verticalidad, del ascenso y la caída trágica, para preguntarse –encajado en el sofá u observando el vuelo de una bandada de patos- el porqué de la dispersión que acompaña, irremediablemente, cualquier figuración contemporánea de aquel héroe. Un reflejo que Fran Benavente y Gloria Salvadó han formulado, en su análisis certero de la serie, como un juego de espejos disgregados que proyectan una y otra vez la mirada doble de Tony y el espectador, de la psiquiatra que le trata y el psiquiatra que trata a la psiquiatra –Peter Bogdanovich-, de la imagen que refleja a la imagen sólo para retornar, en la pantalla del dvd, su rastro disperso y cotidiano [1]. Si frente al relato mítico del western, el cine de gángsters y sus desarrollos en el cine negro representan el correlato real, autoconsciente y crítico de la historia de los Estados Unidos, Los Soprano pone en escena la actualización de ese correlato desde la propia fractura de género. Una

fractura que recoge el testigo familiar-operístico de Puzo y Coppola en la saga de El Padrino para acercarlo a la materialidad, física y carnal, de los movimientos fílmicos de Martin Scorsese; en lo que constituye una doble deuda referencial que se reitera a lo largo de todos y cada uno de los episodios de la serie: desde la recreación permanente de secuencias clave de la tradición Corleone -Silvio y su imitación constante de Al Pacino- hasta el rescate de actores o actrices de Uno de los nuestros -Lorraine Bracco, Michael Imperioli- o la cohabitación fascinante de temas musicales, patrones estéticos y recorridos narrativos en perpetua variación [2]. Pues es precisamente ese reflejo cotidiano con la historia de una cultura y la historia de su cine lo que convierte a Tony en espectador e intérprete de una coreografía truncada: tal y como ocurre en el episodio en el que el mafioso contempla en su televisor la secuencia de El enemigo público entre James Cagney y su madre, en el día de la muerte de su propia madre (Livia Soprano, fantástica llave psicoanalítica de la serie). Lejos de construirse como una cita artificial, los referentes mutados de la serie se aparecen desde el espacio de la naturalidad cotidiana, dando cabida tanto a las huellas de la historia del cine como a los materiales más diversos de la cultura de masas: de Fellini a los programas de cocina y los cursos de adelgazamiento de la televisión por cable, de la fotografía policial de un jovencísimo Frank Sinatra a los trapicheos de una panda de raperos y sus royalties de crack, de la más recalcitrante serie B o los perros de Beethoven a la lectura de la “etiqueta crítica” de Ciudadano Kane en un club de marujas cinéfilas… Pero siempre desde una inserción sincera en el flujo libre de los distintos episodios, como algo que aflora desde el lenguaje y los cuerpos, más allá de cualquier impostura. Del lado de la humanidad, disgregada e imprevisible, de los michelines de Tony Soprano. Cuerpos de Jersey Como los protagonistas callejeros de Pasolini o Scorsese, los personajes de Los Soprano se construyen desde la fisicidad y el cuerpo: sus voces, su gestualidad, su inestabilidad ritual… todos y cada uno de los elementos de una auténtica materia de lo real, que desborda el límite entre actor y personaje, que revienta los planos de una humanidad poderosa y múltiple. La comentada fractura de género es, en primer lugar, una fractura que proviene de lo corporal; en el núcleo de un proceso de digresión que, a partir de la terapia de Tony y sus ataques de pánico, contamina paulatinamente cualquier resquicio ficcional: la familia real y la familia mafiosa, las relaciones sexuales y las transacciones comerciales, el cerco del FBI y el cerco ético-colectivo, el espacio del sueño, el espacio de la vigilia… Ese descentramiento tiene su figuración más clara en el instante de la explosión violenta y su relación con las dinámicas constitutivas del género. Mientras que los gángsteres de los años 30 empleaban la violencia y el impulso como motores de la ascensión –aunque ésta desencadenase siempre una caída posterior-, los mobsters de Los Soprano son presa del impulso violento como algo que va “contra” el negocio, como una marca que desestabiliza y quiebra el motor genérico, que carcome la estructura mafiosa. La violencia impulsiva que un día fue distintivo y catalizador del héroe

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-antihéroe si se quiere- se ha convertido ahora en un signo imperdonable de desequilibrio psicológico, la frecuencia vectorial y triunfante del golpe, del crimen planeado y ejecutado con frialdad, da paso a la explosión aleatoria de unos cuerpos trastornados, que necesitan excederse en el ejercicio de la violencia como parte de su propia terapia contemporánea [3]. Es bien cierto que, en la mejor tradición a lo Joe Pesci, éste tipo de erupción violenta está presente en innumerables imaginarios del cine de nuestros días (de Tarantino a John Woo, de Ferrara a Johnnie To), pero el rasgo diferencial de Los Soprano radica en el traslado de esos brotes de cuerpo y fisicidad al continuo de la ficción serial: insertar los arrebatos de Tony, las purgas y muertes de su descentramiento, en la línea temporal de una serie televisiva, insuflándole el desgaste y la repetición que constituyen su misma estructura. Al contrario de lo que ocurre en muchas de las mencionadas series norteamericanas contemporáneas, en Los Soprano el espectador jamás identifica a los personajes por su inserción narrativa, no nos encontramos ante arquetipos o líneas de guión “vivientes”, sino ante la emergencia de cuerpos reales: humanos, demasiado humanos. Gracias al inmejorable casting y a la calidad de las interpretaciones –combinación que inaugura el modelo HBO-, las tramas y desarrollos de la serie se revelan desde el desenvolverse de los protagonistas, en el espacio físico de sus rutinas y sus rituales cotidianos. Vemos una y otra vez el plano del rostro de Tony que, como un oso, se despereza tras su hibernación diaria, le vemos en trayecto constante hacia la nevera, para devorar gruñendo medio kilo de capicollo o gritarse con Carmela, Meadow o Anthony Jr, le vemos conduciendo una y otra vez sus todoterrenos… pero sobre todo le vemos en el trayecto hacia el suburbio, de Nueva York a Nueva Jersey, que inaugura cada episodio en los títulos de crédito [4]. En ese sentido merecen especial atención dos formas de esa materialidad del suburbio: el slang que inunda las conversaciones entre los personajes de la serie y la simbología culinaria, profundamente italoamericana, que lo sutenta. No es ninguna exageración decir que es a partir de la carnalidad de una loncha de capicollo –embutido “mafioso” habitual- como se trasladan al espectador la estética y la narratividad de la serie; como se explica, sin necesidad de frases de guión o diálogos reveladores, la crisis identitaria que constituye el arco trágico de Tony Soprano. Como si de una de las mitologías de Roland Barthes se tratase, la materia del capicollo encierra el valor real de los ataques de pánico del protagonista y, por extensión, de todo un estado mental, clínico, de las ficciones que le acompañan [5]. Sería todavía menos exagerado constatar que, si la “brutalidad de la carne” constituye el basamento simbólico de la serie, su arquitectura se despliega en el modo de hablar de Tony y sus compañeros: tanto en el léxico propio de la Familia –goomah, fanook, pucchiacha, stugots- como en su misma materia fonética, el modo de arrastrar y desplegar las vocales o de deformar el idioma (existe una forma de decir Jersey, una forma del suburbio). Toda una fisicidad de lo que se consume y se escupe, comida-lenguaje, en una coreografía subterránea de memorias, vacíos y sombras potenciales [6]. Pero no quedaría nada de esos cuerpos reales si no fuera por el enérgico anclaje humano de toda la serie, pues la materialidad de sus formas sólo cobra sentido en el espacio cotidiano de cada episodio, a través del flujo entrecortado del día a día. Una presencia, humanística y profundamente contemporánea, que constituye todo un manifiesto en estos tiempos de digresión serial. Cuando las series se refugian en universos fantásticos de suspense y peripecia, o incluso en recreaciones históricas “de época”, Los Soprano nos recuerda una y otra vez que pertenecemos a un tiempo y un lugar, un tiempo y un lugar escindidos, sí, pero no por ello menos humanos: “Los Soprano representa el retorno a los valores humanistas y el realismo clásico que la televisión postmoderna de los 80 y los 90 trató de socavar. Pese a lo brutal y desagradable que pueda resultar a veces, Tony resiste como el último humanista en un mundo de caos relativista” [7]. Fiambre cotidiano - meandro temporal La doble dimensión cotidiana y genérica de Los Soprano se imbrica de forma impecable en la factura, de escritura y dirección, de cada uno de sus episodios (episodios que, como es sabido, se asemejan mucho a “pequeñas películas”, tanto por sus características como por su emisión sin cortes publicitarios). El recorrido que separa un plano de Tony tirándose a una asistenta rusa con una sola pierna del tampón que Carmela necesita mientras visita un museo es, sin ninguna duda, el

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recorrido de una temporalidad serial nueva y fascinante. El tiempo variable de una serie que modula registros y temas con la misma naturalidad con la que muestra asesinatos, palizas o rituales de deshecho de cadáveres, en una suerte de flujo indefinido de lo cotidiano y su reverso, del televisor y de la proyección onírica de sus imágenes. Juego de contrastes que Patrice Blouin, desde Cahiers du Cinéma, ha sabido cifrar con claridad: “Bajo una aparente simplicidad cada elemento de Los Soprano es el resultado de un movimiento complejo y dialéctico… Es la historia de un hombre que se sueña estrella de cine y que se despierta, cada mañana, en una serie de televisión [8]. Un movimiento dialéctico que es de todo menos conceptual, que cae del lado de los cuerpos, los gestos y la materia, lejos de ideas o arquetipos impostados. Pero un movimiento que se reitera a partir del control y la alternancia de ritmos, pausas y meandros temporales. Para el espectador de la serie es habitual encontrarse con secuencias que no explican nada, incluso que no “muestran” nada, que se remiten al registro de la rutina, el ejercicio o la recreación (en este sentido merecería un capítulo aparte el conjunto de planos dedicados al envejecimiento de Corrado Soprano, tío de Tony, ante el televisor). En Los Soprano se recrean una y otra vez escenas donde el tiempo fluye sin necesidad dramática ni narrativa, escenas que destilan, desde su misma puesta en escena, cierta necesidad de digresión; como si los silencios y las miradas de James Gandolfini contuvieran, en su poderosa plasticidad, el secreto de la disolución del tiempo. Las cosas toman presencia, sin prisa ni formalización directa, sin la enfermiza necesidad de “cerrar cosas” que caracteriza a mucha de la ficción televisiva actual. No es que las tramas de guión no sean rígidas o vibrantes, sino que directamente se diluyen en el meandro, no las vemos y llegamos a tener la convicción de que, de hecho, no existen… ¿quién las necesita? En ese sentido la serie constituye un hito de la inventiva audiovisual, llevando la verticalidad del género a una estructura de digresión horizontal que se integra en la piel de Tony Soprano; pero no sólo de Tony Soprano. Aunque Los Soprano diste mucho de lo que consideraríamos como una serie coral, sí encontramos en ella una inmensa variedad de personajes secundarios que inundan el núcleo de la Familia, que surgen en un determinado momento para hundirse más tarde en la ciénaga o el meandro, y retornar quizá decenas de capítulos después, cuando habíamos perdido cualquier indico de sus huellas (así ocurre con las imágenes espectrales de Pussy o Gloria Trillo, o con la emergencia puntual del primo convicto de Tony, el “otro” Tony, interpretado por Steve Buscemi). Una multiplicidad de caracteres que se abre al espectador como una forma libre, con la tranquilidad de saberse dentro de un sistema ya de por disperso, ya de por si fragmentado en su cotidianeidad. Pues es precisamente esa multiplicidad prismática la que confiere a Los Soprano su apasionante libertad creativa, su tiempo proclive a la pausa y el silencio, su complejidad ética y su juego de perspectivas [9]. En la que es probablemente la obra más completa, profunda y variada sobre el mosaico cultural

norteamericano del cambio de siglo. Tres comienzos y un final de temporada Una experiencia insustituible para el fan de Los Soprano es conducir de noche, a poder ser en un todoterreno, escuchando el tema principal de los créditos iniciales (Woke up this morning - Chosen one mix). Más allá de la posesión y la voluntad de poder, esa recreación esconde uno de los elementos de mayor calado expresivo de toda la serie: el montaje musical. Siguiendo el camino pautado por el mejor Scorsese –el de todos y cada uno de los planos de Malas Calles- David Chase decidió prescindir de música original en Los Soprano, escogiendo música preexistente para toda la serie. Bajo la sombra alargada de Frank Sinatra y Dean Martin desfilan Bob Dylan, Los Lobos, Bruce Springsteen, The Rolling Stones, Van Morrison, Otis Redding, Bo Diddley, pero también Wyclef Jean, The Pretenders, Cecilia Bartoli, Eurythmics, Jovanotti, Ella Fitzgerald, Radiohead, Frankie Valli, Pink Floyd, Moby, Chuck Berry, The Kinks… Un territorio de sueños, fantasmas y viajes en mitad de la nada que hemos querido homenajear mediante un breve análisis de tres comienzos y un final de temporada. Temporada 2. Episodio 1: Mientras Frank Sinatra canta It was a very good year los arreglos de cuerda modulan el corte de cada plano, durante cuatro o cinco minutos, en algunas de las imágenes más bellas de lo que, al menos entonces, se prometía como el viaje a la gloria de Tony Soprano… como un oráculo de la dispersión.

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Temporada 3. Episodio 1: Los agentes del FBI tratan de colar un micro en el sótano de chez Soprano mientras el flujo cotidiano de la Familia continúa. En una serie de planos de Tony recogiendo el periódico se aparece el movimiento dialéctico puro, desde la caricatura al símbolo disgregado: una remezcla fusiona las semicorcheas del clásico tema de Henry Mancini para Peter Gunn con las semicorcheas del Every breath you take de The Police. Dialéctica más allá de la dialéctica: I’ll be watching you. Temporada 5. Episodio 1:Un minuto de planos vacíos de la casa de Los Soprano… para llegar al travelling que nos acerca al periódico en el suelo de la entrada, un instante antes de ser aplastado por el coche de Meadow… como una dispersión del oráculo. Temporada 3. Episodio 13: Tras el funeral del joven Jackie Jr., el tío “Junior” se arranca a cantar el clásico napolitano Core ‘Ngrato. Es el propio actor, Dominic Chianese, quien pone voz a una de las secuencias más hermosas de la serie, poco antes de que el tema se transforme en una chanson francesa –Parlez-moi d’amour-, en una balada, en un bolero. La marcha de la hija… el vuelo de una bandada de patos.

Notas: 1. En sus artículos conjuntos en Cultura/s, suplemento cultural del diario La Vanguardia, Fran Benavente y Gloria Salvadó han reseguido durante varios años el rastro de la ficción televisiva norteamericana y sus imbricaciones en el imaginario contemporáneo, introduciendo una verdadera punta de lanza en el espacio crítico español. En el caso específico de Los Soprano encontramos un artículo sobre la serie publicado en enero de 2004: “Cuando los mafiosos visten chándal”. Por su parte, Fran Benavente se ha encargado de dibujar con maestría el mapa referencial de la serie en algunas de sus clases sobre Historia de los Géneros Audiovisuales en la Universidad Pompeu Fabra. [Volver arriba] 2.El libro This Thing of Ours: Investigating The Sopranos, publicado en 2002 e íntegramente dedicado al análisis de la serie (en claro testimonio de la presencia simbólica real de Los Soprano en el panorama cultural estadounidense), encontramos una reelaboración abundante de las referencias cinematográficas de la serie. Con respecto a la herencia Coppola/Scorsese reviste especial interés el artículo de David Pattie “Moved up: The Sopranos and the modern ganster film”; en él se trabaja una hipótesis sobre el sentido que cobran en la serie las películas de ambos cineastas: mientras que El Padrino actuaría como gran idealización nostálgica o proyección mítica de los protagonistas (aquello que la mafia fue y que sus miembros actuales ven, comentan y reverencian sin parar), Goodfellas o Casino se postularían como la elisión trágica, como el reflejo del yo que se evita a toda costa (una realidad deformada, sucia e insignificante que se asemeja demasiado a la verdadera existencia de los mafiosos y que, por ello, es elidida y jamás mencionada directamente por Tony o sus compañeros… y si por la policía o los medios). [Volver arriba] 3. En un artículo del volumen sobre series The Contemporary Televisión Series, Jason Jacobs hace referencia al análisis de Gilberto Pérez sobre ese descentramiento del impulso violento con respecto a sus antecedentes en los primeros films de gángsters: “El individuo y sus impulsos son más una amenaza para el negocio que su motor dinámico”. Una amenaza que se formula cíclicamente en la serie, como en el arrebato de Janice al coser a tiros a su prometido Richie Aprile, o en la explosión homicida de Tony contra Ralphie al término de la cuarta temporada. Motivo que, sin duda alguna, tiene su más explícita formulación en el tema musical de los créditos iniciales de la serie: “You just can’t help yoursel”, en el doble sentido de help como “poder ayudar” y, sobre todo, como “poder evitar”. [Volver arriba] 4. Fran Benavente ha analizado ese trayecto de digresión suburbial como la marca contemporánea de la evolución propia del género, así como de la evolución de una cierta identidad heroica norteamericana que se diluye, plano a plano, en las imágenes que conducen a Tony hacia su casa. Disolución que Albert Auster aborda en su artículo “The Sopranos: The Gangster redux”: “El suyo es un mundo de niveles suburbanos disgregados, centros comerciales, madres futboleras, tests de selectividad y videojuegos”. [Volver arriba] 5. Sara Lewis Dunne analiza, en su fascinante artículo sobre el “lenguaje de la comida” en Los Soprano, el modo en que la salsa de tomate, el embutido o el marisco se erigen como elementos fundamentales para comprender el desarrollo de la serie (en su relación con la terapia de Tony, las memorias de su infancia, la presencia castradora de su madre, la causa de sus ataques de pánico o la propia jerarquía entre mafiosos). Un imaginario que, para cualquier cinéfilo, tiene su instante fundacional en la salsa de tomate que prepara Clemenza en El Padrino. [“The brutality of meat and the abruptness of seafood: Food, Violence and Family in The Sopranos”] [Volver arriba] 6. Otro de los artículos de Investigating The Sopranos, “Soprano-Speak: Language and Silence in HBO’s The Sopranos”, aborda específicamente esa presencia del slang; presencia que llevó a la propia cadena HBO a publicar vía web un léxico de las expresiones básicas empleadas a lo largo de la serie. [Volver arriba] 7. “Violence and therapy in The Sopranos”, Jason Jacobs, The Contemporary Television Series. [Volver arriba] 8. “Sept hourras pour les Soprano. Le héros américain revisité”, Patrice Blouin, Cahiers du Cinéma nº581. [Volver arriba]

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9. En el artículo mencionado, Fran Benavente y Gloria Salvadó se detienen en ese carácter fragmentario y pausado de la temporalidad de Los Soprano: “La continuidad de algunas tramas, en ocasiones, se pierde para no volverse a retomar nunca. Los interrogantes que generan algunas situaciones no reciben una respuesta explícita […] Se sugiere mucho más de lo que se dice. Y aunque sea en un universo mafioso, se vive. Y se vive de verdad”. En esa misma línea cabe destacar el análisis de Martha P. Nochimson en Senses of Cinema: “Tony’s Options: The Sopranos and the Televisuality of the Gangster Genre”. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 18 - Septiembre 2007

Lost : En ese caso no es un McGuffin Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: El vuelo 815 de Oceanic Airlines, que iba de Sydney a Los Angeles, se estrella en una remota isla del Pacífico. Totalmente incomunicados, los pasajeros supervivientes van descubriendo que no están solos en la isla y que deberán organizarse para sobrevivir. Pronto se hace evidente que tendrán que lidiar con las fuerzas misteriosas que habitan la isla, cuyo extraño poder parece predestinar sus vidas… Oro parece, plátano es. De entre todas las ficciones de nuestro ‘puñado de series’ hay una que exige, de modo drástico y claramente distanciado del resto, un cambio de óptica. Un cambio de registro que nos desvíe de la estética y el análisis audiovisual e irrumpa sin tapujos en el territorio del mito, en aquello que vertebra los lugares comunes y los límites de una comunidad. Lost es la serie de esa comunidad, vasta, heterogénea y descaradamente global, más allá de la oficialidad del término, desde lo cotidiano de una descarga, tres horas perdidas de blog en blog y el placer de ver a la industria arrastrarse, aunque sólo sea por unos segundos, tras el rastro bastardo y fulgurante de una ficción. El germen de una mitología Tras los tejidos de una u otra serie casi siempre encontramos la distancia que separa el peso, la presencia o el cuerpo de un personaje de su codificación simbólica, su función o su especificidad narrativa. Caminamos por una suerte de ciénaga que confunde: ¿acaso no es la ambigüedad de esa distancia, su naturalidad, aquello que nos hace obsesionarnos con un personaje y sus historias? ¿Qué sentido tiene ponerse a delimitar la fisicidad de un cuerpo de la narrativa que los sustenta, la emergencia real del valor mitológico? Ningún sentido, desde luego, pero imaginar esa distancia como algo medianamente cuantificable nos ayudará en nuestra búsqueda[1]. Cualquier personaje de Lost tiene su presencia corporal, su humanidad, su rastro ‘real’ podríamos decir, pero si lo comparamos con cualquier personaje de Los Soprano la distancia aflora: el primero toma rápidamente la apariencia de un puñado de líneas de guión, símbolos y valores ficcionales ante la emergencia del cuerpo del segundo. Jack Sephard es Jack Sephard, sí, pero sobre todo es el pastor, el líder mesiánico, la responsabilidad y la culpa o cualquier otro contenido que encaje. Tony Soprano es Tony Soprano. En ningún caso esto supone una mengua para Jack Sephard y sus compañeros, más bien al contrario, lo fascinante de una serie como Lost es su capacidad para absorbernos desde la misma narratividad de sus personajes, desde el simbolismo flagrante y a menudo reiterativo que enhebra tramas, hipótesis y conspiraciones un episodio tras otro. Un personaje puede parecernos más o menos ‘creíble’, irritarnos o menguar en la media del reparto, pero lo importante es que la estructura de la serie gravita sobre ese pacto con el espectador: “yo le voy a marear enroscando y desenroscando la madeja, usted sabe que esto es un hilo, de hecho en muchas ocasiones voy a

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hacer muy evidente que esto es un hilo, un hilo cursi incluso, pero ambos sabemos que no podrá vivir sin descubrir qué hay del otro lado, no importa cuan profunda sea la madeja”. Semejante mecanismo puede extenderse a infinidad de películas y series, pero en Lost ese pacto ficcional está directamente anclado en el símbolo, en la cábala internáutica y el relato comunitario. El suspense, la acción o la hibridación de género contribuyen al conjunto, no hay duda, pero lo que sostiene la espiral de nuestros náufragos contemporáneos es algo más cercano a la psicología de masas y al manual de autoayuda: ruptura, ocultación, búsqueda y pérdida del sentido, los interrogantes y las respuestas, una comunidad y sus relatos fundacionales, el mito. Hay en Internet algo así como una red interpretativa alrededor de Lost. Las semillas dispersadas por los creadores de la serie han germinado en foros, blogs, asociaciones y sociedades secretas que pueblan todos los rincones de un imaginario web cada vez más amplio. Existe la conciencia de un ritmo de descarga, de una codificación compartida, ansiada, en un circuito de incógnitas y rumores que nutre los espacios vacíos de ficción; una colmena que se erige entre lo espontáneo y lo cotidiano, que reúne su cadencia variopinta de fanáticos, freakys, enterados y profetas de luengas barbas. Por si fuera poco todo ello se combina con un sistema de globalización –división del trabajoperfectamente engrasado: apenas un día después de la emisión de un nuevo episodio hay disponibles versiones en varios idiomas, cuya integración de subtítulos ha corrido a cargo de un pequeño ejército de abejas obreras que enhebran el entramado mitológico de Lost. La serie acertó al transplantar las raíces de una simbología comunitaria: nombres arquetípicos, históricos y filosóficos para la mayoría de personajes, conexiones religiosas a gogó, punto exacto de predestinación y magia colectiva, numerología constante, léxico bíblico/apocalíptico, organizaciones secretas entre la ultratecnología y la mística, animales, escotillas, mensajes cifrados en Super8… Pero lo desconcertante es hasta que punto esos materiales han cobrado dimensión colectiva a través del espectador, de la Comunidad Lost, hasta que punto se han convertido en los símbolos de una nueva religión, de un mito que interroga y transforma en cada temporada. [2] Un grupo bien definido de palabras se repite en esa maraña de textos, rumores y opiniones sobre la serie: significado, interpretación, teoría, análisis. ¿Acaso hay alguna duda sobre el trasfondo simbólico de Lost, sobre la necesidad de consumir y socializar esa especie de religión televisiva? Uno de los más célebres practicantes de la liturgia de la isla, el escritor Stephen King, ha llegado a establecer una relación identitaria con la serie mediante su columna en la revista Entertainment Weekly, donde además de relacionar Lost con referentes clásicos e ineludibles de la serialidad televisiva -de La dimensión desconocida a Expediente X pasando por hitos como El prisionero- llega a dar consejos al equipo de guionistas sobre la necesidad de concluir orgánicamente la serie, de dar un final al corpus simbólico que han construido: “Memo to Abrams and the staff writers: Your responsabilities include knowing when to write the End” [3]. Más allá de otorgar legitimidad a la serie, resulta revelador detenerse en las reflexiones del autor de The Shining en tanto que reiteran un núcleo mismo simbólico, ‘el germen de una mitología’ según sus propias palabras. Y eso es precisamente lo que ha conseguido Lost, dar a luz un relato colectivo que potencia la narratividad, la génesis, sobre el género o cualquier otro registro audiovisual. Una batidora de historias, parábolas y profecías. Crisis del espacio La imagen de la batidora funciona, ¿de qué se trata si no? Un grupo de supervivientes perdidos en una isla: un círculo que delimita la necesidad de crear una simbología comunitaria en su interior y, al mismo tiempo, instaura el espacio de Lo Otro acechando más allá de su perímetro. No es sólo la metáfora perfecta del espacio contemporáneo norteamericano –con la cita evidentísima a Irak y el terrorismo de espectros- sino que se trata del punto de arranque ficcional más simple y efectivo, del relato en estado puro, con todo que ganar y casi nada que perder. Todos los elementos están sobre la mesa, o bajo la isla como diría Hitchocock, sólo queda poner en marcha el juguetito: por un lado la recuperación de la raíz místico-religiosa, de la identidad colectiva, por el otro la sombra de un neoprimitivismo que da lugar al laberinto (monstruos, osos polares, escotillas). Como si las gafas que reinventan el fuego en El señor de las moscas pudieran ya ser telescopios de alguna conspiración interplanetaria, abierta a cualquier universo ficcional, con el único límite de lo que queda por construir.

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Así emerge la conocida estructura de flashback que dota de identidad a los episodios de la serie. Una batidora que contiene los grandes temas –en el sentido del texto religioso, de La Biblia- hacia una forma del Laberinto/Luz, la marca fundacional del mesianismo estadounidense (sólo que aquí tamizada por una revisión fatalista, y por ello doblemente mesiánica). Esos grandes temas y esa forma cobran la línea habitual de un personaje en cuyo pasado se encuentra la clave del destino de la comunidad, se combinan secuencias de la puesta en crisis de ese destino con otras de los antecedentes que lo motivan, recuerdos de algún personaje que contienen la semillas de esa puesta en crisis y por tanto sus posibles respuestas. Tal y como queda magistralmente trazado en la primera temporada de la serie, nos encontramos ante un relato sobre la puesta en crisis de un espacio, de una comunidad; un relato sobre el espacio –la isla, la civilización, el agujero negro- que sólo puede tener lugar en el tiempo (de ahí la pertinencia del flashback). Quizá por ello, como veremos, Lost contiene una de las digresiones temporales más increíbles de la serialidad contemporánea: el magistral flash-forward que cierra la tercera temporada[4]. Pero antes conviene detenerse en los resortes de esa estructura, el equilibrio que regula, en los mejores episodios de Lost, semejante intercambio entre trauma de la memoria y fractura del presente. El flashback bien entendido es el que catapulta la formación del mito comunitario –se necesita cobijo, protección, liderazgo, unión, confianza- hacia sus fantasmas en el pasado de alguno de los protagonistas; la lucha de ese individuo y su relación con el resto determina la culminación del flashback y la consolidación de un nuevo vínculo tribal. Como si de un ritual de paso se tratase, todos y cada uno de los personajes principales son puestos a prueba ante una balanza que regula el crecimiento de la comunidad y que, como se repite tantas veces en la serie, demanda su propia cronología del sacrificio, pues las purgas y muertes en Lost son tan cíclicas como irrenunciables. La isla se cobra sus víctimas pero, ante todo, es la propia estructura narrativa, temporal, la que carcome el espacio comunitario, tal y como sucede en los fascinantes episodios consagrados al personaje de Hugo y su numerología trágica (donde se consolidan certezas colectivas sin dejar de sembrar enigmas, en continua progresión). Precisamente por ello, por su misma potencia, el esquema de Lost es capaz de generar tanto capítulos sublimes como imitaciones pobres y reiterativas del patrón flashback, como ocurre con el bajón plañidero, de puro relleno, que emerge en varios capítulos de la segunda temporada[5]. ¿Pero qué es lo que sustenta y amplía esa estructura de la espiral en la serie? ¿Qué es eso de la batidora? ¡Chicos, ese McGuffin ha escapado![6] La batidora es, en nuestra pequeña digresión por la serie, el pseudónimo de un McGuffin, de un gigantesco McGuffin que –como cualquier fan de Lost sabe en su fuero interno- se llama Isla. Pero bien podría llamarse Iniciativa Dharma, o Jacob o Chanquete o incluso Pentecostés, poco importa de qué se trate cuando la batidora es capaz de producir semejante orgía ficcional, semejante contenedor de recortes, falsas pistas, preguntas, preguntas, más preguntas y abrir y abrir y abrir y no saber ya quién es Otro quién es quién y quién es de aquí o de más allá o de la playa de enfrente. Sin duda es una exageración, ¿pero qué es Lost sino una exageración llevada al extremo? Los creadores han prometido que los diversos enigmas tienen una explicación y que ésta será mostrada a su debido tiempo, en el transcurso de la serie. Pero nos parece que, incluso respetando la integridad de la ‘obra’ y demás, semejante promesa es casi una perogrullada, ¿acaso no son esos cabos sueltos, esos enigmas sin resolver, esas preguntas sin respuesta, lo que convierte a la serie en lo que es, lo que nos regala la fantástica plataforma de juego, alteración y combinación ficcional que es Lost? ¿El McGuffin inabarcable? Nuestra pequeña conspiración no ha caído del cielo -o eso tratamos de defender- sino que se corresponde con un proceso de apertura y descontrol que va creciendo temporada tras temporada, sembrando una danza de enigmas que culmina en la libertad fascinante de la tercera temporada, cuando el McGuffin ha escapado definitivamente y da luz a pequeñas maravillas ficcionales, como setas que emergen –¡blop!- en las profundas fallas de la isla. Digamos que la primera temporada, con su delimitación clásica, nos empapa de la historia de una comunidad y su fuera de campo (los Otros), mientras que la segunda consiste en un montaje paralelo entre las comunidades emergentes (los supervivientes de la cola y la ‘comunidad’ de los Otros, que deja de ser un fuera de campo y se

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asemeja cada vez más a otra comunidad). En ese orden de cosas la tercera temporada es, sin duda, una colisión, un fundido entre comunidades y enigmas, un interrogante que estalla y reclama respuestas. ¿Hay respuestas? En cualquier caso se trata de respuestas que duplican los interrogantes. Potencias del McGuffin. J.J. Abrams ha negado que se trate de muerte o purgatorio, Lindelof rechazó viajes en el tiempo, naves espaciales o alienígenas, también la teoría de la mente de un personaje o del plató de televisión-isla… Semejante baile de teorías y pistas falsas no hace sino enfatizar la naturaleza de esa nada que devora cualquier respuesta ficcional, cualquier certeza seria y respetable. La perspectiva de un plan maestro que una todas las escotillas, los personajes y los espíritus de la serie palidece ante el goce exponencial de sus enigmas: ¿quién necesita conclusión lógica cuando un mal capítulo ya es una joya de la imaginación libre, de la pirueta narrativa, del McGuffin saltarín? Como si de un movimiento inverso se tratase, la potencia de la serie parece llevarnos, desde el corazón de la industria del espectáculo, a una especie de mecanismo de experimentación, a una máquina expendedora donde las historias saltan en el vacío y se ramifican hasta el imposible. ¿No se aparece en Lost una forma de torcer y forzar las tramas completamente alejada de cierto estándar televisivo, en el límite de un nuevo estándar televisivo? Culminando el movimiento que la precede, la tercera temporada está plagada de esas piruetas en descontrol: los episodios de Desmond, el guiño de los amantes enterrados, el descubrimiento del ‘pequeño Ben Linus’, la misión de Locke y papá Sawyer, el imponente flash-forward que cierra el episodio final… Quién sabe si este aparente descontrol tan fértil y heterogéneo se debe a una falta de atención, a un despiste o una estratagema comercial fallida (J.J.Abrams está demasiado ocupado gestionando su éxito y, ¡tachán! los guionistas se vuelven locos) pero es evidente que el dispositivo toma cuerpo y se descontrola. Una especie de vale-todo fascinante que compensa los momentos fallidos –Ben, Locke y el hombre invisible- con imágenes de un poder simbólico más allá de lo convencional –Locke en la fosa común, toda la estación de La Perla- llevando a Lost a una suerte de éxtasis del McGuffin. La espiral de imposibles acaba por vencer a cualquier necesidad de clausura, con la batidora a plena potencia. ¿Por qué no acabará así? De entre la galería de experimentos de esa tercera temporada hay un episodio que, como se ha dicho, marca un punto y aparte en la línea de la serie: se trata del doble episodio de cierre. Pese a contradecir el espíritu de nuestro paseo serial –en el primer artículo de ‘Por un puñado de series’ prometimos minimizar los spoilers- nos parece ineludible concluir el trayecto de nuestra batidora en esta obra maestra de la serialidad contemporánea. Suena grandilocuente pero creemos que es así. Baste decir que en el momento de máxima tensión, cuando la trama parece llegar al punto de no retorno, al centro identitario de toda la serie, Lost nos regala una fractura, una suspensión trágica que sólo puede llamarse Límite. Permitirse semejante genialidad sin dejar de mantener la batidora a tope es, como mínimo, prueba de que en algún lugar de Hollywood, en algo así como el desván de las series televisivas, se están haciendo cosas. Se están haciendo cosas con ese monstruito que solemos llamar Ficción. ¿Y cuáles son los ingredientes de nuestro batido de cinco dólares? / Turbulencia / Intento de suicidio / Accidente / Trampa / Éxodo / Tortura / Oráculo / Matanza / Contraataque / Decisión / Código / Traición / Chantaje / Confesión / Fracaso / Renuncia / Intento de suicidio / Resurrección / Velatorio / Asesinato / Negociación / Duelo / Adicción / Exterminio / Cuenta atrás / Paliza / Gag / Reencuentro / Atropello / Casualidad / Muerto viviente / Explosión / Sacrificio / Comienzo del fin / Duelo / Rescate / Futuro / Error / Vivir / Si ese es el código genético de Lost y decimos que en el final de la tercera temporada se condensa al extremo, estamos hablando de una presión nada desdeñable, de un rotor a plena potencia que no hace sino inflar una y otra vez el globito del suspense, de la acción, el drama, el movimiento… ¿Qué es lo que irrumpe en tal espiral y la transporta al más allá? ¿Qué es lo que hace de ese doble episodio algo tan fascinante y convierte todos esos ingredientes en engrudo, como una vuelta de tuerca que convierte un gran capítulo en un hito de la televisión? Difícil abandonar los interrogantes. ¿Un flash-back-forward? ¿O quizá un McGuffin? ¿Una conciencia trágica más allá de lo imaginable?

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¿El ejemplo de serialidad invertida más imponente de la historia? ¿El fundido de una Ficción y su Límite? En una conversación con otro entusiasta de la serie, poco después de ver el doble episodio, llegamos a una especie de conclusión: Lost debería acabar aquí. ¿Cómo van a ser capaces de superar eso?

1. Aunque pueda parecerlo, no nos interrogamos sobre el publicitado límite ‘ficción/documental’ y su combinatoria; más bien se trata de una diferencia de grado entre personajes -personajes de ficción- entre los que media una distancia entre su humanidad directa, física, corporal y su contenido narrativo, simbólico, mitológico. Sabiendo que jugamos con abstracciones, pues en el fondo sólo hay personajes. [Volver arriba] 2. Un breve paseo por la entrada ‘Lost’ en Wikipedia puede darnos una idea del grado de desciframiento y teorización que ha alcanzado la serie a través de sus rizomas internáuticos, llegando incluso a converger en una categoría enciclopédica que agrupa diversos artículos: es.wikipedia.org/wiki/Lost. Entre las catedrales del culto en castellano destaca la web Lostzilla: lostzilla.net. Pero la proliferación de páginas dedicadas a la serie no afecta sólo a espectadores y fans, sino también a los propios responsables de su desarrollo: así ocurre en el caso de la web ficticia Oceanic Airlines, diseñada como carnaza por la cadena de televisión ABC (oceanic-air.com/) o en el del foro ‘oficial’ de los creadores y guionistas de la serie, The Fuselage (thefuselage.com). Repercusión planetaria que ya ha tenido, al menos en Estados Unidos, la correspondiente avalancha editorial en una media docena de libros y guías: Finding Lost: The Unofficial Guide, The Lost Chronicles: The Official Companion Book, Getting Lost: Survival, Baggage and Starting Over in J.J.Abram’s Lost, Unlocking the Meaning of Lost: An Unauthorized Guide, Lost: The Ultimate Unofficial Guide to ABC’s Hit series Lost, Lost: Endangered Species. Por si no hubiera suficiente con una, en este momento se organizan sendas convenciones (sic) en Alemania e Inglaterra para reunir a fanáticos, expertos y estrellas de la serie (massiveevents.co.uk/lockdown; lostcon.de). [Volver arriba] 3. Junto con el artículo principal de King (Lost’s Soul, www.ew.com) merece la pena detenerse en una breve búsqueda para rastrear la relación entre el escritor y J.J.Abrams, ‘cabeza creadora’ de la serie junto a Damon Lindelof o Jack Bender. Según parece, el escritor pasaría de la admiración absoluta a la reprimenda ocasional por aquello que considera el ‘deber’ de un creador hacia sus ficciones, evitando alargarlas infinitamente en pos de la audiencia y sus jugosos beneficios económicos –“End it any way you want, but when it's time for closure, provide it. Don't just keep on wagon-training”. Quién sabe si debido al anuncio del final de la serie (los ejecutivos de la ABC y Touchstone han confirmado que la serie se cerrará en 2010 tras tres temporadas de 16 episodios), la relación entre S.King y Abrams parece haber renacido más viva que nunca: recientemente Abrams y Lindelof han llegado a un acuerdo con el novelista para producir la versión cinematográfica de la saga La Torre Oscura. Sumándose presumiblemente a la larga nómina de cineastas que han adaptado materiales de King: Stanley Kubrick, Brian de Palma, George A. Romero, John Carpenter, David Cronenberg, Rob Reiner, Bryan Singer o Frank Darabont entre otros. [Volver arriba] 4. En ese sentido resulta entretenido comparar Lost con la que puede considerarse, al menos en lo que respecta a la ‘autoría’ de J.J.Abrams, su serie hermana: Alias. Si aceptamos la hipótesis de que Lost es una historia sobre la Comunidad, que por tanto consiste en una puesta en crisis del Espacio y que precisamente por ese estancamiento espacial transcurre en el Tiempo (estructura flashback), sería fácil continuar nuestra pirueta y considerar Alias como el modelo simétricamente opuesto: una serie sobre el Héroe, que por tanto consiste en una puesta en crisis del Tiempo y que precisamente por ese viaje de máscaras transcurre en el Espacio (en el no-espacio o espacio múltiple y cambiante del espionaje). [Volver arriba] 5. Como un eco de las bajadas y subidas de la serie, la música de Michael Giacchino es capaz tanto de reiterarse en el hastío sentimentaloide (gran parte de la segunda temporada, a base de dos acordes) como de construir temas imponentes y pegadizos (como el que acompaña el Éxodo del final de la tercera). Con sus recursos ‘guerrilla’ de compositor para videojuegos y televisión, Giacchino va afianzándose como uno de los talentos emergentes de la banda sonora tras sus trabajos en Alias, Los increíbles, Misión Imposible III o la reciente Ratatouille. [Volver arriba] 6. Nos permitimos un pequeño alto en el camino para recordar al lector el sentido de esa palabrita mágica de la cinefilia: el McGuffin es, según su Maestro, el rodeo, el truco, la excusa, el vacío que sustenta la trama de una película y desvía la atención del espectador para construir el suspense. Es el documento secreto, el papel clave, la fórmula perfecta, cuya expresión más pura es la nada y cuya leyenda reza así: “... conviene preguntarse de dónde viene el ‘McGuffin’. Evoca un nombre escocés y es posible imaginarse una conversación entre dos hombres que viajan en un tren. Uno le dice al otro: ‘¿Qué es ese paquete que ha colocado en la red?’. Y el otro contesta: ‘Oh, es un McGuffin’. Entonces el primero vuelve a preguntar: ‘¿Qué es un McGuffin?’. Y el otro: ‘Pues un aparato para atrapar leones en las montañas Adirondaks’. El primero exclama entonces: ‘¡Pero si no hay leones en las Adirondaks!’. A lo que contesta el segundo: ‘En ese caso, no es un McGuffin’” Alfred Htichcock en El cine según Hitchcock, François Truffaut, Alianza, 1974. No hay más que sustituir a los pobres leones por simpáticos osos polares. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 20 - Noviembre 2007

Carnivàle: And so it was... Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: Norteamérica, 1934. Un circo ambulante repleto de freaks acoge a un fugitivo llamado Ben Hawkins. El dueño del circo, el misterioso e invisible Management, parece creer que el joven Hawkins posee un poderoso don divino. Un poder que le vincula, a través de visiones proféticas, con un predicador metodista de California, Brother Justin Crowe. La Iglesia y el Carnaval acompañarán a ambos en la batalla milenaria entre el Bien y el Mal, aunque no sepamos de qué lado… Oro parece, plátano es.

Frente a la fiebre colectiva que inoculan algunos de los especimenes de nuestro puñado de series –léase 24 o Lost- resulta inevitable toparse con la presencia difusa de un tapado. Un tapado en la versión literal de cualquier jerga deportiva, la de esa figura que se entrecorta silenciosa tras la estela de los grandes nombres, el segundo escalador del equipo del líder, el central que acabó sacrificado en la banda. No porque su calidad o sus condiciones se hayan probado inferiores a las de cualquier estrella, tampoco por ser especialmente esquivo ni poco apreciado por el gran público, sino más bien por una suerte de inercia que lo transporta bajo las sombras del coloso. Nuestro tapado se llama Carnivàle, DustBowl de apellido.

Una declaración de intenciones No había visto ni una imagen de Carnivàle hasta que, hará aproximadamente un año, en dos días distintos, ante dos ordenadores distintos, se me hizo colisionar con su primer plano. Creo recordar que, en ambas ocasiones, la colisión surgió de una conversación sobre Twin Peaks: mis sufridos interlocutores decidieron zanjar el asunto obligándome a ver las primeras imágenes de otra serie que, según ellos, me transportaría a pocos metros del aserradero Lynch/Frost. Tras unos títulos de crédito fascinantes lo vi, allí estaba, mirándome desde la oscuridad de un primer plano… “Before the beginning, after the great war between Heaven and Hell, God created the Earth and gave dominion over it to the crafty ape he called Man. And to each generation was born a creature of light and a creature of darkness. And great armies clashed by night in the ancient war between good and evil. There was magic then, nobility, and unimaginable cruelty. And so it was until the day that a false sun exploded over Trinity, and man forever traded away wonder for reason.” ¡Dios bendiga al enano de Twin Peaks! Tras escuchar semejante monólogo saliendo de la boca de ese pequeño gran espectro -nuestro amado Michael J. Anderson- no pude sino balbucear alguna que otra excusa y avergonzarme por el triste modo en que había dejado que Carnivàle pasase tapada y bien tapada. Robé el disco con la primera temporada y escapé corriendo, en pos del reproductor de Dvix más cercano.

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Revelaciones personales aparte, creemos que ese tipo de colisión frontal, de enfrentamiento bestia y sin concesiones con el primer plano de una serie, constituye un factor crucial para adentrarse en el fantasma identitario de Carnivàle. La ficción arranca desde el Texto, con la literalidad de un manifiesto en plano secuencia, que mira fijamente al espectador y le atrapa en la límpida superficie del mejor maniqueísmo bíblico, aquel que sólo podría tomar forma en la mitología del nuevo Imperio, en el corazón de ese conglomerado tan extrañamente homogéneo que solemos llamar Estados Unidos. Sólo que, en Carnivàle, se trata más bien de un amasijo de polvo, sangre y falsas esperanzas; de bebés muertos en el camino, de inmigrantes, iglesias metodistas y caravanas de la muerte. De la larga herida que hizo sangrar la tierra y el viento tras los fantasmas de la Gran Guerra, precipitándose hacia su hija bastarda, hacia Europa de nuevo, hacia la Bomba… Oklahoma, 1934.

El Apocalipsis fundacional En una discusión con otro entusiasta de la serie afloró lo que, según creo, constituye el motor argumental de Carnivàle: yo hablaba del poder de creación de arquetipos, de pura génesis mito-histórica, que se va conjurando alrededor del enfrentamiento Bien/Mal que gobierna la serie; mi interlocutor insistía en la inscripción de su puesta en escena dentro de lo que, con síntesis certera, denominó Ficciones del Apocalipsis. Uno defendía la capacidad de fundación y génesis, el otro su reverso apocalíptico. Hasta que reparamos en la bisagra que enlaza inevitablemente uno y otro, el modo en que ambas dinámicas se insertan en un mismo proceso de muerte y regeneración, aquel que desde la Teogonía a El Libro de Nod relata el nacimiento de una civilización desde la aniquilación de sus cimientos. Carnivàle alumbra sus arcanos en la estela de la Gran Depresión, pero sembrando esa senda de desolación con las rupturas de una fundación incipiente, cada Avatar fracturado en la lucha entre luz y oscuridad es una pieza del engranaje histórico que arremete contra lo real, que se revuelve convirtiéndose en puntal de lo que vendrá. La profecía del enano, el canto de la nueva era: “And so it was until the day that a false sun exploded over Trinity, and man forever traded away wonder for reason” . Creemos que estas grandes teorizaciones de salón son síntoma de hasta que punto la reflexión casual sobre las series y sus mecanismos –eso suelen ser las conversaciones entre adictos- es un factor determinante para su disfrute, quizá el más fértil de los factores de nuestro fervor serial. La convergencia de la dirección apocalíptica y la dirección fundacional es, de hecho, uno de los tópicos sobre los que circula la serie desde los mismísimos títulos de crédito. En una lograda interacción digital entre animaciones pictóricas y filmaciones de archivo Carnivàle muestra descaradamente sus cartas. Vemos surgir figuras mitológicas y símbolos por doquier: imágenes de Miguel Ángel, Rafael, Doré, Pieter Bruegel o Jean Fouquet se fusionan con emblemas de una baraja del Tarot. Fondos en gradual mutación otorgan movimiento a la guerra cíclica entre el Bien y el Mal, a través de la universalidad de sus iconos. Pero entre ellos desfila poderoso el registro de lo real en un afinado montaje de imágenes de archivo sobre la Gran Depresión: [ Colas de desempleados esperando el auxilio social / Sucios platos de sopa aferrados entre sus manos / Aglomeraciones de parados en la ciudad / Un Zeppelín sobrevolando el río / Obreros en el aire durante la construcción de un puente / Granjeros mendigando entre el polvo y la tierra seca / Ruinas y escombros en los estados del Sur / Niños y negros apiñados entre los restos, mirando a cámara / Imágenes de un discurso fascista de Mussolini / Stalin sonriendo / Un líder del KKK sosteniendo a un niño recién iniciado / Rostros de niños en la calle / Una batería de jazz y los pies de gente bailando / Atletas negros en las olimpíadas / Babe Ruth saludando en el campo de béisbol / Más niños y gente bailando / Manifestaciones frente al Capitolio en Washington / Gente apiñada en camiones / Más gente acudiendo a un mitin / F. D. Roosevelt ] Recorrer esas imágenes es recorrer el gran Apocalipsis fundacional que daría luz, desde la herida del 29, al Imperio que hoy conocemos: el espíritu de contradicción histórica y gestación de la leyenda que hermana al New Deal con los sermones radiofónicos, a las tormentas de arena de la DustBowl con los fotogramas ya desgastados de una bobina de D. W. Griffith. Sólo que Carnivàle escoge el instante previo a esa mutación, el territorio fantasmagórico de lo que dejará de ser, la reivindicación en clave de fantástico de algunas de las llagas más infectadas de la historia de los Estados Unidos.

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Puede sonar grandilocuente y pretencioso, de hecho la serie, a su manera peculiar y fascinante, lo es; pero conviene insistir en que la puesta en escena no escamotea en ningún momento el trauma y la desolación de semejante Apocalipsis. Independientemente del grado de estilización del mismo, asistimos a lo largo de sus dos temporadas a un desfile de rupturas, infiernos y testigos de la barbarie. Tanto la tragedia de los descastados como la mentira del sistema tienen su retrato en Carnivàle. Se ven chabolas de gente muriendo en los márgenes de la carretera, a una madre enloquecida que se niega a dejar de amamantar a su bebé muerto, violaciones a la orden del día, bajezas como la de un anciano que ofrece el cuerpo de su hija disminuida, linchamientos, torturas, asesinatos sin medida… incluso el ritual salvaje de la brea caliente y las plumas. Pero lejos de tematizar una suerte de celebración de la violencia, la serie confronta la barbarie de la pobreza con la hipocresía vil que sustenta el Sistema y la Ley. Desalojos forzados – ‘Voy a atropellarte, chico, la Ley dice que puedo hacerlo’-, corrupción urbanística y crimen organizado, chantajes institucionales, quema de pobres, iglesias u otros reductos no institucionalizados, colectas en la eucaristía, medios de comunicación de masas, falsas leyendas, mentiras fundacionales y pesadillas con goznes de oro. Como si el ‘print the legend’ de los héroes del Mito descendiese aquí a las alcantarillas del capitalismo-humanista, a todo aquello que no queremos ver. El rostro de la farsa repitiendo con gran preocupación: ‘What kind of World is this?’ . Los muñones de un puñado de ratas en Oklahoma frente a los dignos sermones de la tierra prometida, Beautiful Mintern, California.

Genealogía del símbolo Carnivàle no constituye, desde luego, ningún anatema de la conciencia políticohistórica

norteamericana, nada más lejos de la realidad, pero sería injusto no reconocer que sí tiene la audacia de mostrarnos el catálogo de imágenes tenebrosas que sustenta lo que tantas y tantas veces se ha vestido con los ropajes del sueño americano. Ese catálogo tiene su atenuación ficcional en el grupo de freaks de la feria, en el seno de la comunidad anormal convertida en máxima dignificación de lo ‘normal’. Los miembros del circo ambulante se convierten así en contraplano emocional de la barbarie, sea por los circuitos melodramáticos -marcadamente sexuales- entre sus miembros, sea por su inserción en el gran mapa simbólico-arquetípico que los envuelve. No hay duda respecto a la filiación que la serie invoca en la memoria audiovisual del género fantástico y de la serialidad en particular, como tampoco la hay en cuanto al entramado de esoterismo bíblico que le da forma. Bagaje que, en palabras del creador de la serie, Daniel Knauf, hermana tradición y diacronía: desde el referente inalcanzable de Freaks a la cita consciente de Twin Peaks o la etiqueta ‘prestige’ de Las uvas de la ira [1]. Aunque los rastros de codificación simbólica inundan aspectos tan directos como los nombres de los protagonistas (Benjamin Hawkins, ‘halcón de la luz’ / Brother Justin Crowe, ‘cuervo de la oscuridad’), es en las estrategias de puesta en escena, montaje y planificación donde cobran mayor presencia las deudas de género. Ese dispositivo de fantasmagoría visual se presenta de forma contundente en los sueños de Ben y Brother Justin; el territorio tradicional de lo onírico, cuña de experimentación esencial a lo largo de cualquier historia del cine, alcanza en Carnivàle la categoría de Escritura, en el sentido del texto sagrado. A partir de una serie de proyecciones mentales se estratifica y comunica la identidad divina de los antagonistas; la forma del Avatar varía a un lado u otro de la balanza, pero la estructura audiovisual permanece. Imágenes de pesadilla, reflejos de violencia, agresión y sexo, persecuciones en medio de la noche, sonidos que provienen del fuera de campo, tatuajes, heridas y sangre que muta de color. Desde la visión de un desmembramiento facial como puesta en escena del motivo del doble (Brother Justin se arranca literalmente la piel de la cara), hasta la revelación mística a las puertas de un prostíbulo oriental (llueve nieve, llueve sangre, explota una cruz de neón rojo) o la fusión del Árbol de la Ciencia con un especie de iglesia post-industrial (el Templo de Jericó, art-deco apocalíptico). Una y otra vez la serie nos confronta con pistas de aquella ruptura fundacional, de un reverso simbólico que se estiliza a través del fantástico, desde el género. En la página web de Carnivàle en HBO.com podemos encontrar una serie de piezas reveladoras sobre el proceso de ideación, diseño y composición de ese tipo de escenas arquetípicas: Creating

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the Scene [2]. De entre las cuatro disponibles hay una que, por su relación con el núcleo argumental de la serie, va más allá del simple testimonio técnico. Se trata del apartado llamado Trinity (la ciudad nombrada en la profecía) que revela los entresijos de una secuencia del episodio 13, Los Moscos, en la que Ben tiene una visión de la bomba atómica. Según Knauf se buscaba recrear una cierta noción de dimensión a través de la explosión atómica, no tanto el impacto catastrófico o la destrucción de vidas como el efecto visual, en abstracto, para alguien que desconoce por completo la posible existencia de semejante arma de destrucción masiva (en 1934, once años antes de la II G.M., ni siquiera se había concebido el Proyecto Manhattan). Al margen de la plasticidad de las imágenes y la contundencia del montaje –ya intuidas en la fase de storyboard- llama la atención el proceso que se siguió para sintetizar el fragmento final: una vez más se emplea una combinación de filmaciones de archivo -las verdaderas pruebas atómicas de Trinity- con fotografía científica –la imagen del sol- y rodaje en exteriores –la presencia de Ben y Brother Justin-, todo ello combinado con animación y efectos digitales. Si nos hemos detenido en ese recurso web es, precisamente, debido al carácter de mutación documental que atestigua. Tal y como puede apreciarse en las imágenes recogidas en la página, el proceso parte de una voluntad de acercamiento a lo real como motor de la morfología simbólica: la visión nos habla de la Némesis de un Avatar, cierto, pero lo hace desde la literalidad de la historia de nuestra civilización, acotando aquello que más se parece al estigma de la Némesis, del lado de la barbarie atómica, hacia una razón científica despojada de toda humanidad. Un proceso de transformación de la historia en símbolo que afecta tanto a este tipo de visiones surreales como a las propias tramas de la serie. Así ocurre con los demoledores capítulos de Babylon, donde una relectura de la alegoría de La Puta de Babilonia abre la puerta a la pesadilla y el relato de terror, fusionando la clásica leyenda de la mina fantasma con la irrupción espectral de unas trincheras en plena I Guerra Mundial. Ese es el tipo de fantasía de Carnivàle, donde un oso de feria puede mutilar a un Avatar en pleno ataque de la infantería rusa [3].

Querido producto, otra vuelta de tuerca Es imposible hablar sobre la serie sin detenerse en el abrupto cambio de ritmo que separa sus dos temporadas. Puede resultar incluso traumático comprobar como el ritmo pausado y abierto, casi mortuorio, de la temporada 1 se convierte poco después en una suerte de carrera hacia el Apocalipsis. Pero, ¿y si encima el pregonado Apocalipsis no sólo no es tal, sino que implosiona en una colección de cliffhangers? Pues Carnivàle nos depara, en su gargantuesca interrupción final, justo eso: serialis interruptus. Un poco de navegación internáutica puede ayudar a completar el cuadro: bajada de la audiencia en el segundo año, seis temporadas que se ven repentinamente recortadas a dos, cierre de telón por parte del superjefe HBO, rebelión de fanáticos, demanda de continuación y lógico fracaso [4]. Para más de uno escuchar algo así debe constituir, de entrada, un motivo para no-ver la serie. En cambio creemos que, en el panorama de nuestro ‘puñado de series’, esta suerte de fractura ficcional supone un atractivo impagable para el espectador, una oportunidad fascinante de descubrir –en propias carnes- hasta que punto el ritmo de producción y recepción de una serie puede hacer mutar su misma estructura, abocándola a una suerte de condensación imposible, a un ilógico contra-clímax final. Si bien la segunda temporada padece del mencionado síndrome de aceleración galopante, recortando los tan preciados tiempos muertos del comienzo de la serie, conviene reivindicar que ese nuevo ritmo viene igualmente acompañado de episodios fascinantes, como el dedicado a la obtención de una máscara oracular de Ben o el que relata su encuentro con abuela y primos en pleno purgatorio sureño. Por ello no podemos hablar tanto de un bajón en la calidad de la serie como de un cambio en su temporalidad, en la rítmica de sus tramas más que en la puesta en escena de su imaginario. Pero, ¿qué consecuencias tiene esto en la experiencia real de la serie? Pues consecuencias que combinan el enfado ocasional –lo cansino de la trama de Jonesy y la familia de prostitutas- con el viaje psicotrópico –la cara que se le queda a uno al ver pasar, a la velocidad de la luz, líneas y líneas de guión- o la quiniela genealógica -¿pero quién demonios es el padre de estas criaturas?-, pero ante todo una combinación extraña de deseo aplazado y curiosidad

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en permanente boicot. Sería estúpido no reconocer la parte de lícito cabreo que puede acompañar a semejante ‘combinación’, pero un servidor cree que el conjunto de frustración y esperanza hace aún más peculiar el caso del acelerón inconcluso de Carnivàle. No se trata de un final que deje abiertas puertas pero concluya el sentido global de la trama (aquel famoso reflejo al final de Twin Peaks), sino de un parón radical en el mismo núcleo simbólico de la serie. Sin medias tintas. Pese a los rumores de una continuación en formato miniserie, de un corpus de películas o incluso de toda una saga Carnivàle en viñetas de comic, la misma pregunta permanece: ¿acaso no estamos ante un experimento bestial de aquello que llaman serialidad, o sólo nos gusta llamarlo así cuando el producto satisface? ¿No es toda una experiencia serial la ‘patada en los…’ que tan amablemente nos ha propinado este montón de imágenes, tramas y personajes? Sálvese quien pueda, yo me quedo con el enano [5].

Notas: 1. Una simple visita a IMDB puede servir para hacernos una idea del espacio de conjuración cinefílica sobre el que gravitan los personajes de la serie: Carpenter, House of The 1000 Corpses, Texas Chainsaw Massacre, Beetlejuice, Poltergeist… Aunque, como se ha repetido, la impronta de Twin Peaks lleva incluso a la recreación literal de planos: la cara de la joven prostituta muerta en la tumba, el rostro wrapped in plastic de Laura Palmer. [Volver arriba] 2. Junto con ese potentísimo recurso web podemos acceder a uno de los (ya) clásicos videojuegos en torno a su serie madre. En este caso se trata de un juego que, entre el Tarot y el Rol de mesa, nos propone un itinerario simbólico paralelo al de Carnivàle. Con una versión de descarga gratuita en la web puede ser un buen entretiempo para aquellos que ya completaron los juegos de Los Soprano, Alias o 24 y estén esperando a saciarse con la versión interactiva de Lost. [Volver arriba] 3. Para una inmersión monumental en el núcleo simbólico de la serie basta con dedicar varias horas al entramado de artículos relacionados en Wikipedia.org, toda una red de trasfondo esencial sobre la serie, la genealogía de sus personajes, su mitología, su relación con la religión y el tarot, su esquema narrativo… [Volver arriba] 4. Según la dirección de la HBO, el declive de audiencias y el alto coste de producción de la serie hicieron inviable la continuación de Carnivàle durante las seis temporadas planificadas. Pese a que sí se constató una considerable bajada en el número de espectadores –de los 5,3 millones del comienzo de la primera temporada a los 1,8 de la segunda- la serie continuó manteniendo tras dos años una importante base de fans y seguidores. En el fin de semana posterior a la cancelación de la serie la dirección de la cadena recibió más de 50.000 e-mails de súplicas y amenazas por parte de los indignados fans, y poco más tarde su fundaría el portal SaveCarnivale.org, dedicado a la organización de conferencias y acciones de activismo global para el retorno de la serie. El propio Daniel Knauf y su equipo de guionistas han ido segregando en los últimos años diversas pistas sobre el destino de los personajes tras la ruptura abrupta de la historia (llegando incluso a poner a disposición de los fans un documento de guión en el que se especificaban las tramas esenciales antes del comienzo de la primera temporada). Pese a la movilización colectiva de los seguidores de Carnivàle y sus múltiples propuestas para reemprender la trama, el plan maestro que clausuraría hipotéticamente la serie se encuentra en una vía muerta, pues la cadena HBO retiene el control creativo y los derechos sobre cualquier elemento relacionado con la serie. [Volver arriba] 5. Michael J. Anderson, el pequeño gran fetiche lynchiano, da cuerpo en la serie al capataz de la caravana, Samson, en una interpretación fascinante, de una amplitud de registros fuera de lo común (en la línea del magistral reparto de la serie). Ante la duda sobre si nuestro enano podrá algún día llevar a buen puerto el ‘biopic’ que Lynch siempre quiso consagrarle, Ronnie Rocket, animamos a los fans de Anderson a hincarle el diente al material extra de la reciente edición en dvd de Twin Peaks. En una de las intervenciones de Anderson, que revelan tanto su categoría humana como su agudeza para el análisis, asistimos al relato en primer plano de una anécdota: En una ocasión el propio Anderson, Lynch y su mujer Mary se desplazaban en coche hacia Laurel Canyon, un tipo les seguía dando bocinazos y avasallando, exigiendo paso de malas maneras. Lynch se apartó un instante en el margen de la carretera, lo dejó pasar y siguió conduciendo. El enano le dijo poco después: ‘David, you’re a nicer guy than I am’. Lynch se giró para contestar ‘No, no I’m not, I really wanna destroy that fella up there but I just don’t have time’. El enano sonríe a cámara y nos deja recordar Lost Highway… ¡Larga vida a Samson! [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 22 - Enero 2008

Deadwood: “Full Faith and Capital” Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: En las semanas posteriores a la masacre del General Custer, Deadwood, Dakota del Sur, es un vertedero alegal de crimen y corrupción. A esta frontera más allá de lo civilizado llegan el veterano pistolero ex-sheriff Wild Bill Hickok y Seth Bullock, un joven que ansía una estrella en su pecho. Ambos se verán envueltos en el entramado legal y moral de Al Swearengen, dueño del Gem Saloon e incipiente amo y señor de la ciudad. Tanto ellos como el resto de habitantes del asentamiento se abrirán paso en el salvaje quehacer de Deadwood, 1876… Oro parece, plátano es.

Un amigo, filibustero de esta revista, me comentó una vez que tras haber visto algunas imágenes de Deadwood le pareció que la serie no era lo suficientemente sucia (para ser un western). Más allá de

la anécdota, aquel comentario camufla una razón de ser respecto al modelo de series de “prestigio” HBO. Debido al cuidadísimo diseño de producción de la mayoría de las creaciones de la cadena norteamericana, sobre todo en series de época como Deadwood o Càrnivale, cuando el espectador tropieza con unos planos de promoción o un fragmento de algún episodio puede verse cegado por el tufillo a “qualité” y el paquete de grandes pretensiones que suelen acompañarlo. Nada más lejos de la realidad. Se trata de una reacción lógica que, pese a ello, actúa en ocasiones como antídoto contra series fascinantes. Por eso, en aquella ocasión, animé a mi amigo a que diera una oportunidad a la ingente cantidad de suciedad humana, por lo apestoso, lo extraño y lo múltiple de su composición, que conduce el día a día en el feliz pueblo de Deadwood. Después del western Recientemente ha estado en el candelero, a propósito de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, la cuestión de cómo filmar un western hoy en día. Al margen del caso concreto de esta

producción -y del apabullante consenso crítico que despertó- podríamos decir que un modo fructífero de plantearse el dilema sería rastrear los trazos que un determinado western actual sabe rescatar, malear y regurgitar de la tradición en la que se enmarca (sin necesidad de entrar al trapo sobre si “es o no es” un western o si se parece más bien a una coliflor en vinagre). Hablando en plata: si uno ve El jinete pálido o Sin perdón, alberga pocas dudas sobre el trabajo y la siembra de unas

determinadas raíces, en cambio si uno ve Brobeback Mountain es difícil que se le escape que, pese a la estrategia de filiación y posicionamiento, aquello que se transmite al espectador, al amante del western (se trata, como es bien sabido, de una relación de amor), es harina de otro costal. En mi opinión Deadwood constituye la apuesta más significativa de los últimos años en lo referente al trabajo, profundo y complejo en tanto que verdaderamente histórico, de aquello que se edificó sobre los huesos quebrados del género, entre el cementerio y el prostíbulo. Una de las variables más bellas de la cinefilia es la libertad de cada espécimen para recrear su mapa

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de derrumbamientos y nuevas promociones sobre la historia del medio; en el caso del western, esta perogrullada suele venir acompañada de todo un entramado de variaciones sobre melodías, héroes y hierros de ganadería (no hay como silbar un greatest-hits, por ejemplo Shane+Rio Bravo+Two rode together+High noon, para evitar efluvios al disponerse a pelar cebolla). El gran acierto de David

Milch, creador de Deadwood, consiste en sustentar su carta náutica en los pilares de la caída del género, es decir, en los cimientos de hipocresía, ley y progreso de cualquier civilización. Pero Milch no se contenta con la composición de un retablo depurado o con la corrupción de un ideal, sino que desciende a ras de barro y mierda, para otorgar al proceso de fundación de la comunidad toda la gama de extraños personajes y situaciones, de acentos, gestos y miradas entre visillos, que van integrando las múltiples capas de eso que llamamos socialización. Con permiso de la tradición que la precede, Deadwood es la serie que mejor ha sabido recoger ese complejo de humanidad desbocada, en vías de integración económica, que dio cuerpo y teta a los Estados Unidos de América. Harry Carey Jr. solía decir refiriéndose a una de las últimas películas de El Almirante: “en esa película, Ford simplemente se limitó a hacer el loco”. En ese hacer el loco del Maestro cada cual trazará sus líneas de fuga; en mi caso conservo tres instantes que contienen esa carga de extrañeza heterogénea -paisaje violentado en producto- que con tanto saber hacer es recogida en Deadwood. Los tres coinciden con apariciones de James Stewart en westerns de Ford, lo que ya es decir mucho… Primero el comercio y el lenguaje, puro intercambio de mercancía humana, bajo las tiendas del campamento en Two rode together; la mirada de Vera Miles a su marido tras el saludo del revisor en los últimos planos de El hombre que mató a Liberty Valance… toda la película; y, por último, la extrañeza absoluta, entre el ridículo y la explosión atómica, del episodio de Tombstone en Cheyenne Autumn. Ya se ha dicho que esas huellas se componen de la justa porción de hipocresía/comercio

/sexo/lenguaje/muerte que funda nuestro modo de vida, pero hay además en ellas una suerte de inestabilidad jovial, de fragilidad cercana al absurdo (hago una reverencia y me apresto a prender fuego a mi hogar) que las hace atractivas y repulsivas al mismo tiempo, que las acerca al territorio de lo que es burdo expresar con palabras. Hay en ellas tanto conciencia histórica como conciencia del espectáculo cinematográfico: ¡tenga usted ese pedazo de historia de América y vea como quema y se revuelve en el cuerpo de un puñado de actores! Nadie como Sergio Leone. Ver a Henry Fonda violando a la puta de Babilonia, dando forma al seno y el vientre de La Madre, Cardinale, aquella que amamantará a la prole de bastardos del ferrocarril y el telégrafo, convierte cualquier palabra en irrisoria. En Once Upon a Time in The West asistimos al gran carnaval de todo lo dicho, del comercio al espectáculo, del sexo al lenguaje cinematográfico, todo aquello que una serie como Deadwood puede retomar en forma de relato episódico: el gran héroe del western conduce una caravana llena de putas y hace su entrada en las callejas de una colonia minera, descargando los suministros frente a la puerta del saloon. Sobre personajes y otros sistemas Un viejo maestro y filósofo, en sus clases de Pensamiento Contemporáneo, abordaba el proceso subterráneo del siglo XX desde un sistema de cuatro tópicos: Dinero, Sexo, Lenguaje, Muerte. En sus correspondencias con los sistemas filosóficos de un puñado de ilustres, ese recorrido permitía -por su misma evidencia- desgranar las cuestiones que han fundamentado nuestro sistema de vida, en la estela del capitalismo primigenio. Deadwood acude al corazón de ese sistema de tópicos para desarrollarlos a partir del contacto real entre personajes, del intercambio de informaciones, pulsiones y acciones que constituye el tejido cotidiano de la emergente comunidad fronteriza. Mientras otras series -pienso en Alias, 24 o Lost- nos enganchan mediante la gestión del suspense, la acción o el más allá de sus laberintos ficcionales, Deadwood -como Los Soprano- nos mantiene anclados al peso específico de sus personajes. Hay una comunidad de vecinos que es a la vez plataforma de lanzamiento hacia el “progreso” y aglutinador de experiencias pasadas, altar de sacrificios y asamblea parlamentaria, en la distancia que separa el imperativo social de sus fantasmas y esperanzas. Así es como el espectador pasa a formar parte -lo quiera o no- del grupo humano de la serie, desde el desencuentro y la pasión pero, ante todo, desde la empatía hacia sus complejísimos personajes [1]. El comercio cobra vida a través de sus vehículos reales, el lenguaje y la muerte (límite del lenguaje),

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poniendo en circulación dos valores fundamentales: el dinero y el sexo. En ese sentido los títulos de crédito ofrecen de antemano un catálogo del núcleo identitario de la serie: planos de oro derramándose en lingotes que funden a planos de whisky vertiéndose y cuerpos desnudos de prostitutas enjuagándose, dientes negros que muerden con rabia una pepita de oro o trozos de carne mutilada que se amontonan en las paradas callejeras, el galope de un pura sangre que sólo puede desembocar en un lugar: el reflejo del saloon en el barro. El mismo barro que hermana al judío y su respetable socio sheriff con el dueño del burdel, el chino Wu y sus cerdos tritura-humanos, el médico, el predicador o la turba de mineros que caminan ensombrecidos, desde el yacimiento hacia el prostíbulo. De la ilustre viuda Garret y sus viajes de láudano a la puta Trixie y su forma de hacernos creer, episodio tras episodio, en el inabarcable poder de la naturaleza (con dos cojones). Secundarios de secundarios que, con un gesto o el final de un movimiento, se hermanan al más omnipresente de los protagonistas. Matices en todas y cada una de las funciones del espectáculo: el ruso del telégrafo y el orondo periodista del “Pioneer”, el enfermo psicópata y el sano sociópata que le proporciona cadáveres, la sombra de un nombre (Hearst) y los linchamientos de negros, sindicalistas y esclavos varios danzando a su alrededor [2]. En Deadwood todo se modula a través del lenguaje: hay formas tipificadas de dirigirse a alguien en determinadas situaciones, un protocolo que lo mismo establece los circuitos de la buena voluntad que esconde las cicatrices más dolorosas del sistema, de ventana a ventana, de cada entrada a cada puerta trasera, en los espacios que dan lugar al trajín continuo de sexo, alcohol y juegos de azar, de respetabilidad y palabra, de mentiras más o menos piadosas y tajos en la garganta. El espectador asiste a una suerte de cortejo social a ras de tierra, de la jerga más infame a los modismos de un inglés acartonado, forzando el límite del ridículo cuando no se sabe con qué palabras maquillar el aire y haciéndonos vibrar cuando ese mismo aire es cortado por la lengua bífida de algún maestro del subterfugio (Al Swearengen, genio y figura). Pero siempre manteniendo al espectador en el intersticio de la pesadilla y su caricatura: “voy a convencer a tu amigo de la imperiosa necesidad de extorsionar a esa huérfana, pero ya puestos, ¿por qué no compartir esa botella de bourbon por el camino?”. Hasta cierto punto la serie se recrea en una especie de manierismo realista, una puesta en escena que a la vez denuncia y homenajea, que nos regala el contraplano de la basura sobre la que se fundamentan nuestras vidas, pero filmando un gran angular que repite: es lo que hay, amigo. Materialismo histórico David Milch, gurú de la serie, ha insistido en diversas ocasiones acerca del fundamento histórico de Deadwood. Al verle explicar semejante conglomerado real, en vídeos y entrevistas, uno tiene la

sensación de encontrarse ante alguien que conoce y cree en los materiales históricos con los que está trabajando [3]. La colonia minera que da nombre a la serie no sólo existió y existe, sino que por ella circularon la mayoría de los personajes que vehiculan el quehacer ficcional de Deadwood, en un ejemplo potentísimo de reelaboración cinematográfica a través del registro cotidiano de una comunidad. Nombres, hechos y tumbas conforman un trasfondo histórico que parece no agotarse nunca: la fuerza de cada historia, de cada personaje y cada espacio, parece escribir por sí sola los guiones y los magistrales diálogos de cada episodio. Un sustrato que opera en dos direcciones: una que apunta a la Gran Historia de los Estados Unidos y otra que permanece en el burdel microscópico de la historia local. En esa primera línea cabe enumerar toda una retahíla de leyendas andantes: de Wild Bill Hickok y su infame asesino Jack McCall a Calamity Jane o Wyatt Earp, pasando por George Hearst (padre de William Randolph Hearst, “ciudadano Kane”) o el renombrado General de la Unión -y célebre mataindios- George Crook. Tanto Hickok como su fiel Calamity Jane están sepultados en el verdadero cementerio de Deadwood, Dakota del Sur. Cementerio al que acuden cíclicamente la nómina de personajes autóctonos que, siendo relativamente conocidos dentro del conjunto de héroes y mitos norteamericanos, componen el núcleo duro de la ficción histórica en la serie y, ante todo, consiguen ganarse episodio tras episodio el fervor serial del espectador. Al Swearengen, Seth Bullock y Martha Bullock, Sol Star, Dan Doherty, E. B. Farnum o The Nigger General son algunos de los nombres propios que, entre maleantes y hombres de negocios, retrasados mentales y borrachos profesionales, banqueros, sicarios o ingenieros de minas, integran el apacible cuadro histórico-local

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de Deadwood. Una puta puede tomar el nombre de toda una serie de mujeres que sudaron y fueron explotadas bajo una misma palabra de mando (la insustituible Trixie), del mismo modo puede crecerle un hijo al bueno del sheriff o un tumor cerebral al reverendo, pero alrededor de esas pequeñas licencias persiste en todo momento la carga de la historia real, de la fotografía ajada y el registro de huéspedes (una epidemia de peste). Deadwood nos obsequia con el diario íntimo de un país, la edificación de un sistema a través de sus figuras fronterizas. Historia que se denuncia como ficción y nos revuelve como historia [4]. Si en Càrnivale vimos hasta qué punto puede malearse un pedazo de historia hacia el fantástico -hacia el arquetipo mítico y la baraja de tarot- en Deadwood asistimos a una inversión que, pese a sus diferencias, discurre en paralelo: se relata la crónica de una comunidad, desde sus cloacas y sus balcones honoríficos, pero siempre sujetándola al desgarro de su misma fuerza de trabajo, a la cuenta de fricciones y desmembramientos que da cuerda al materialismo histórico. Digo materialismo histórico porque, en este pedazo de serie (así es), cada cambio de secuencia es un golpe de dialéctica, un tajo en la carita de concepto y abstracción que suelen poner muchos montajes presuntamente dialécticos. Cuántas veces se nos ha mostrado un corte de planos, en oposición, que no hace sino cacarear “la idea de un corte de planos en oposición”, sin ponerla realmente en juego, sin acercarla de verdad a todos y cada uno de los humanos que observan ese corte; y cuántas veces se nos ha vendido esa misma secuencia como la más sublime de las paradojas dialécticas, de los complejos-tiempo, profiteroles con cianuro en la despensa del concepto… Deadwood trae a un niño al campamento y el espectador sabe que algo no encaja, Deadwood monta en paralelo la firma de un convenio político con la nómina de desollamientos y horcas que lo sustentan, Deadwood retrata al más bestia de los personajes -al puto amo- para tumbarlo al borde de la muerte por una próstata [5]. Se trata de espectáculo, sin duda, de narrativa hollywoodiense, recreación ficcional y líneas de diálogo, por supuesto, pero bajo ese amasijo de la más fértil tradición cinematográfica norteamericana bullen argumentos indiscutibles: ¿o acaso no vemos a Al Swearengen discurriendo su próxima estratagema comercial ante una caja que contiene la cabeza cercenada de un jefe indio, regulando el tono de la conversación en función de las cadencias, rupturas y reanimaciones de la mamada que le dispensa una de sus trabajadoras? Puede uno merendarse veinte manuales de pedagogía del liberalismo o ponerse un par de capítulos de Deadwood y entender que para desarrollar un sistema de poder -y hacer amigos- se debe aprender a extorsionar a una pequeña testigo tras haber diseñado el asesinato y saqueo de todos sus familiares, y cómo no, hacer que parezca cosa de indios. Pero Deadwood no es sólo magistral en la regulación de sus ritmos, muertes y sacrificios, sino que sabe tirar de las riendas sin despeinarse, detener la carnicería cuando el entramado humano y la pulsión del sistema así lo requieren (tercera temporada: lecciones de historia). Aguantar la tensión y tragar mierda, sigamos adelante en la senda del Señor. Una ¿tendencia? Se está convirtiendo en costumbre esto de acabar los artículos hablando de cómo la HBO no deja poner fin a sus series (Càrnivale dixit). En educadas e incluso inteligentes cartas, la cadena contestó en su día a las legiones de fans que reclamaban una rúbrica para el arco de tres temporadas de Deadwood, arco presuntamente cifrado en un año más (pues cada una de las temporadas hace

referencia a aproximadamente un año en la historia real del asentamiento); y contestó aduciendo la clásica cantinela de costes elevadísimos y no tan elevadísimos índices de audiencia. Huelga decir que ninguna emisora de televisión de nuestra amada península se molestaría siquiera en almacenar las cartas, pero resulta sintomático que la mayor fábrica de talento televisivo de la última década esté dedicándose a cerrar un proyecto tras otro (así ha ocurrido con la siguiente serie de David Milch, John from Cincinnati, cuyo extraño argumento -sobre un surfero- se ha visto truncado tras una sola

temporada). Cierres que provocan toda una serie de reacciones en cadena: Creación de una web “salve su serie favorita” / Recogida de firmas, fondos y sujetadores quemados para armar una campaña de acoso y derribo a la cadena / Éxito o fracaso de tal empresa (los de Deadwood triunfaron mediante la compra de una página de publicidad en una conocida revista del

sector) / Teatrito entre la emisora y el creador de la serie para ver quien lleva las uñas mejor pintadas: yo te prorrogo el contrato para que hagas cosas nuevas y tú prometes a esos freaks de

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Nuestra Serie un par de películas que finiquiten el tema / Cabreo del personal, Oh-My-Gosh ¡ese genio es un cretino! / Disculpas varias: en vez de dos películas haremos un reality-show, tranquilos / Cabreo del personal, Oh-My-Peich ¡han desmantelado las localizaciones de la serie! / Disculpa oficial del Hacedor: no preocuparse, que ese final que algún día rodaré ocurre después de que el poblado haya sido incendiado y arrasado, así que olvidaos de esos bulldozers destrozando decorados en Kentucky / Progresiva extinción del cabreo del fan: al fin y al cabo, ¿no es esto lo que nos ha estado enseñando la serie? ¡Bastardos! [6]. En el caso que nos ocupa el final truncado no es tan traumático, pues la misma cadencia de natural continuidad que caracteriza a los dos primeros finales de temporada se reproduce en el cierre de telón de la tercera. Ironías del destino: el auténtico pueblo de Deadwood quedó realmente arrasado tras un incendio, pero de momento no podremos ver ningún rastro de esas llamas en Deadwood. ¿Alguien da más?

Notas 1. En un artículo aparecido en “Cultura(s)”, el suplemento cultural del diario La Vanguardia, Fran Benavente y Glòria Salvadó resiguieron en detalle esos trasvases a partir de la figura del héroe crepuscular, perfilada en la serie a través del personaje de Wild Bill Hickok. Ese ritual de instalación del fantasma mítico, en su imposibilidad de adherirse tanto a la hipocresía legal del sistema como a las figuras deformadas de su pasado, constituye una de las constantes de Deadwood, pues la tumba del histórico pistolero, su nombre y su leyenda, irán puntuando el ritmo ficcional a lo largo de las tres temporadas de la serie (incluso en los últimos capítulos, ya en el núcleo antiheroico de lo civilizado, persisten ecos del héroe Hickok). Tal y como señalan Benavente y Salvadó, aquello que cada personaje trae a sus espaldas se convierte, para la comunidad, en línea curva de contradicción y desarrollo, semilla del conglomerado social. [Volver arriba] 2. El reparto de Deadwood se cuenta entre los más contundentes de nuestro puñado de series: de veteranos consagrados como Brad Dourif (Doc Cochran), Brian Cox (John Langrishe), Keith Carradine (Wild Bill Hickok) o Jeffrey Jones (Albert W. Merrick) a figuras de la escena teatral como el increíble Ian McShane (Al Swearengen) o una buena nómina de rostros aparecidos en otras series (Robin Weigert, Pruitt Taylor Vince, Cynthia Ettinger o David Anders). [Volver arriba] 3. Lejos de la conocida sensación que nos invade al observar a más de un realizador dándose al paliqueo sobre algún “gran concepto histórico-político” en su obra, con ese regustillo a impostación de algo no-mamado a través de la experiencia y el trabajo. [Volver arriba] 4. Entre las experiencias internáuticas más productivas que uno puede mentar -siempre en la estela de nuestro puñado de series- se cuenta el perder un buen rato buceando por la página “Legends of America”, en la que se detallan infinidad de referentes históricos sobre personajes que el espectáculo cinematográfico ha legado al imaginario colectivo. El apartado dedicado a Deadwood permite comprobar hasta que punto la red de anécdotas y detalles del verdadero asentamiento minero ha nutrido muchas de las memorables secuencias de la serie. Una visita que viene acompañada de una buena ración de fotografías, documentos y otras perversiones históricas (www.legendsofamerica.com/WE-DeadwoodHBO.html). En la misma línea, un simple barrido por los índices temáticos de la entrada de la serie en Wikipedia sirve para comprobar su estrecha ligazón con el entramado histórico-político del sistema “Made in USA” (Law in Deadwood / Politics in Deadwood / Business in Deadwood / Architecture in Deadwood / Power in the United States / The changing nature of the American West). [Volver arriba] 5. Esa suerte de montaje dialéctico en abierto, en directa comunicación con cualquier espectador -desde las raíces del mismo “espectáculo”- tiene su momento más intenso durante las últimas secuencias del final de la segunda temporada (alrededor de la llegada de Hearst). Aunque, como se ha dicho, pueden encontrarse muestras de ese choque de materiales históricos en la práctica mayoría de los episodios de Deadwood: niños en la escuela cortando al ritual de higiene de un grupo de prostitutas, subjetivo de un cadáver hacinado en una carreta que corta a plano de un lingote de oro en el banco… [Volver arriba] 6. Para un seguimiento pormenorizado de semejante reacción en cadena conviene visitar la susodicha web de fanáticos (www.savedeadwood.net), en la que podemos encontrar líneas y líneas de algo así como la triste ironía del vencido: “If there are any further developments (or post-mortems) we will post them here”. En lo que respecta al seguimiento de la serie por estas latitudes, clama al cielo la puñalada trapera que nos han asestado con la distribución de la tercera temporada en DVD. En un primer momento se anunció su lanzamiento para abril de 2007 -lanzamiento anunciado hasta en los puntos de venta- pero tras sucesivos retrasos y sin motivo aparente se canceló, dejando en la estacada a los espectadores sin ni siquiera ofrecer algún tipo de explicación al respecto. Parece que las distribuidoras españolas no se conforman con colarnos ediciones pobres y miserables en comparación con sus homónimas originales (pérdida de materiales extra y demás), sino que han decidido sumir a los que sufragamos su existencia en un estado de imbecilidad permanente, acumulando retraso tras retraso o declarando el lanzamiento como “indefinido” o “sin fecha”. Así lo único que consiguen -al margen de las iras del respetable- es que Amazon aumente considerablemente su volumen de ventas, eso sí, bien gestionadas y sin engaños vergonzosos, reservando estos últimos para la ¿industria? de nuestro país. [Volver arriba]

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contrapicado.net - Revista de cine 'online' - Heroes: poderes de...

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Contrapicado Nº 26 - Junio 2008

Heroes: poderes de la superficie Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: Pensaban que eran como cualquier otro, hasta que un día despertaron con increíbles habilidades... Oro parece, plátano es. En un texto anterior de este dossier sobre series, se empleaban Los Soprano y Lost como modelos opuestos, ejemplificantes en cierto sentido, de dos naturalezas absolutamente divergentes de la ficción serial. Aquello que en Los Soprano se transmitiría al espectador a través de los cuerpos, de la fisicidad de las voces o los gestos, del conglomerado humano y sus relaciones, tomaría en Lost la fuerza del torbellino ficcional, de la incógnita, la línea de guión y el cliffhanger, del lado de una ficción inquietante y desligada de lo real. Para entendernos: uno ve y ama Los Soprano porque queda irremediablemente ligado a la corporalidad de Tony Soprano y su familia, porque se adhiere a su ritmo pausado, múltiple y natural, a la piel y el acento de cada uno de los cuerpos que conforman la serie; en cambio, uno devora –no ve, devora, se inyecta- Lost porque queda atrapado en su laberinto narrativo, en sus condiciones de posibilidad y sus límites, lejos del cuerpo y la carne de sus personajes (con perdón a la legión de fans de Sawyer). Ningún espectador de Los Soprano se ve en el envite de preguntar: ¿qué pasará?, ¿qué esta pasando?, no se “pregunta”, pues el meandro vital de Tony “discurre”, y punto, se ama o no se ama, pero jamás suscitará el tipo de pregunta adictiva, de discusión narrativa o de teoría de la conspiración que sí constituye –en mi opinión- el ADN inconfundible de Lost… ¿y qué demonios tiene esto que ver con Heroes? Apogeo del cliché Si recupero esta comparación –facilona pero ilustrativa de ciertos síntomas- es porque considero que Heroes ofrece un ejemplo paradigmático de un modo diverso de narrar. Un callejón sin salida, vía

muerta y extraña paradoja, dentro del grupo de series que nos proponemos analizar. Ni lo uno, ni lo otro, ni cuerpos que se aman ni ficciones que se conjuran, Heroes trabaja un registro basado en el manual de autoayuda, en la suspensión descarada y constante de cualquier valor real de la ficción: no importa lo más mínimo aquello que los personajes son, sienten o representan, sólo su mero “emerger”, su flotación, episodio tras episodio. Me atrevería a decir que el principal mérito de Heroes es sostener una serialidad, al tiempo fresca, dinámica y adictiva, que sorprende y gusta, sobre la superficialidad absoluta. No he visto jamás un grupo de personajes que, importándome tan poco, desactivándose con tanta facilidad ante mí (desactivarse en el sentido de ‘no aguantarse’, de caer por su propio peso, de hacer patente la presencia de un decorado), consigan sin embargo interesarme y entretenerme con tal facilidad. No es que Heroes se vea cómodamente y con soltura, sino que atesora el mérito indiscutible de despertar una complicidad espontánea, una suerte de simpatía genuina, pese a sostenerse en un sistema de tópicos tan manidos como superficiales. ¿Cómo puede celebrarse semejante contradicción?

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Revivir Heroes, tratar de reflexionar sobre la serie, conlleva en mi caso el recuerdo de un ritual cotidiano: la costumbre de comenzar un nuevo episodio acompañado por la voz en off insostenible de Mohinder Suresh. La palabra de esa especie de científico post-shyamalan sacado de una terapia de actores aficionados, mitad pardillo mitad mesías, sintetiza a mi modo de ver ese punto de partida contradictorio y fascinante de la serie. Se mire por donde se mire, no hay por donde cogerlo. Escuchamos el monólogo de Suresh con la certeza de hallarnos ante un cóctel pseudo-mesiánico de talla extra grande, tutti fruti de castigos y promesas superheroicas, de grandes misiones y novenas maravillas de la humanidad. Un mantra que entre la reflexión compungida y el cliché filosófico (sic) traslada al espectador, de entrada, al mundo del manual de autoayuda. Como si la tradición superheroica se hubiese desprendido definitivamente de sus cargas y sus purgas, de sus procesos identitarios, para renacer en el limbo de las buenas intenciones y los sanos misterios, en las páginas de una revista de “salud y para-ciencia” que celebra y exalta el tópico –constante de nuestro tiempodel aforismo zen y el desarrollo personal. La música de misticismo light subraya el carácter de cliché cosmológico de estos monólogos de Suresh y, sin embargo, prepara el comienzo de una gran serie, antecede momentos de verdadera potencia serial. Todos tenemos un héroe dentro de nosotros, hay fuerzas oscuras que tratan de alejarnos del “héroe que hay en nosotros”, pero un poco de mixtura racial y globalización cotidiana –con la inestimable ayuda de una casete de música ambiental hindú- puede revelarnos el camino de la salvación. Un tópico como la copa de un pino, en el sentido literal, plantado con todo el descaro y toda la falta de decoro que podamos imaginar, constituye el punto de partida y, por tanto, la plataforma de lanzamiento de Heroes. Digo plataforma de lanzamiento porque considero que lo que convierte a Heroes en una serie de gran interés –como mínimo, sin asomo de discusión, la magnífica primera

temporada- es su capacidad para trascender ese apogeo de la superficialidad (“tu también tienes una misión hermano héroe”) hacia una suerte de suspensión, hábil y efusiva, de sus consecuencias. En una enérgica repetición de los tópicos fundamentales de nuestra sociedad superheroica –desde sus fantasmas: el hogar norteamericano y las torres gemelas- la serie reaviva episodio tras episodio la necesidad de la ficción. La necesidad de insuflar vida, de poner en escena, todo aquello que queda tras la emergencia flagrante del tópico, de la superficie. Suspensión y juego Resulta innegable que los anteriores párrafos despiertan un tufillo conocido a ‘pirueta’, ‘sobreinterpretación’ y ‘pedantería analítica’. Lo digo con la conciencia de estar planteando un elogio de Heroes desde la supuesta paradoja de lo superficial como motor… pero me gustaría –yo mismo tengo mis dudas- dar una oportunidad a esa línea de argumentación tratando de desplegarla en los aspectos concretos de la serie: ¿por qué se opera tal suspensión de lo superficial en Heroes y, ante todo, cómo puede la serie avivar nuestro interés a pesar de o, mejor dicho, a partir de semejante suspensión? Dos frases, tan sintéticas como fértiles, concentran el recorrido de Heroes en su primera temporada: “Save the Cheerleader / Save the World”. A partir de la obviedad, de la aventura de manual de esas dos frases, la construcción de una red de superficialidades heroicas se desata. No sólo se condensa la misma estructura narrativa –marcada por esas dos imágenes (visiones) icónicas: animadora y mundo- sino que se relanza la matriz de contacto entre los superhéroes que pueblan el mapa de la ficción. El gran acierto de Heroes es precisamente entretener al espectador a través del desvelamiento de ese mapa, siempre desde lo trivial. La serie desdeña cualquier exploración del interior de sus personajes para centrar la atención del espectador en la pura aparición de sus cualidades, en su visualidad y su inserción dentro del “gran coro de superhéroes” que va conformándose episodio tras episodio. Se pasa por encima de “aquello que significa” un determinado poder, de sus consecuencias, precisamente porque el tópico ha invadido cualquier concepción superheroica: no interesa detenerse en los trastornos o procesos internos del héroe, pues estos se han convertido ya en manual de autoayuda, en tópico de nuestra cultura de masas. Urge, por tanto, conducir la ficción desde la superficie de esos tópicos, desde su entrelazamiento, su contacto y su enfrentamiento en el plano colectivo. Emerge la socialización –la banalización- de lo heroico. Pero emerge con una fuerza tal, con una capacidad de convocar imaginarios, hacerlos bailar y devolverlos a la superficie, que convierte lo banal en sorprendente. El agotamiento y el ridículo de dos tópicos

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–“Save the Cheerleader. Save the World”- emprende el vuelo como gran relato serial. Uno puede notar que hay personajes que ‘no se sostienen’, actuaciones más o menos conseguidas y diálogos o monólogos que rozan el ridículo más estrepitoso. Pero precisamente, la superficialidad descarada –alegre, simpática, vivaz- de esas situaciones nos lanza a una serie de puntos de cruce que apuntalan el relato y animan sus correspondencias (tramas, personajes, poderes). De algún modo asistimos a un ritual de intercambio entre las diversas superficies de la ficción. Uno no ‘sale’ de la serie porque el continuo de ésta son es sino una salida suspendida, vectorizada, hacia tales puntos de encuentro –imágenes de encuentro, pintadas como viñetas de cómic-, que justifican el entrecruzamiento de los personajes, pero sin detenerse en ellos, en su superficie. Esos escapes ficcionales, que actúan como puntos límite o cruces de camino (una vez más, “Save the Cheerleader, Save the World”), conducen el recorrido serial y alcanzan en Heroes momentos memorables en los que la “predestinación” entre personajes es tan superficial, tan directa, que por su misma literalidad es capaz de trascender lo obvio [1]. La misma dimensión tópica de esos puntos de engarce, su pertenencia a una suerte de vibración superficial, nos hace imposible escapar de la serie. Nos engancha: entramos en el juego. En mi opinión, esa suspensión de lo banal distancia a Heroes de aquellos relatos sobre superhéroes que sí ahondan en la “condición heroica”, en los traumas y las identidades que el humano debe asumir como contraplano indispensable de sus poderes (pienso en el monólogo interior de algunas historietas). La serie pasa por encima de cualquier exploración interna del personaje, del héroe, entregando el hilo de la ficción a la pura dimensión lúdica, al puro descubrir/clasificar de unos y otros poderes dentro del gran fresco de habilidades y encuentros maravillosos. La expansión épica de cada nuevo personaje, henchida y centrífuga, preside el recorrido de la serie. De forma vibrante, Heroes narra el despertar, el entrecruzarse y el extinguirse de una serie de “capacidades heroicas”,

renunciando a la exploración de los cuerpos y mentes que las sostienen. Un aliento expandido gobierna cualquier trama posible, incluso las muertes y las purgas, las escenas que podrían decantar lo épico hacia lo trágico, acaban tiñéndose de una luz que, como una masa coral -cántico de la superficie- rescata al personaje y lo relanza. Del tópico al contra-tópico Los peores momentos de Heroes son aquellos en los que, precisamente, se abandona esa superficialidad vibrante para entrar en tediosas reflexiones sobre los sentimientos de algún personaje. En esa línea se encuentran los capítulos en torno al policía que escucha los pensamientos de su mujer (interpretado por Greg Grunberg, viejo conocido de Alias y piloto muerto en Lost). Una exploración sentimental que alcanza cotas de auténtica irritación y hastío para el espectador, que desea abandonar a toda costa esas digresiones emotivas y retornar a la espiral de máscaras y contactos superheroicos a la que estaba acostumbrado. Por tanto, en la superficialidad de muchos personajes, en su manifiesta falta de interés interno –respecto a lo que sienten, piensan o lamentan y su relación con lo cotidiano- encuentra Heroes un punto de elaboración potentísimo. En las ínfulas de sentimentalismo, en el intento de retratar la vida interior o la moralina romántica la serie encuentra, por el contrario, sus puntos más bajos [2]. En el otro lado de la balanza, aquellos ambientes que favorecen la superficialidad, la simpatía y la espontaneidad de una conciencia heroica que no se complace en “explorarse”, que no “se reflexiona”, convocan en la serie a instantes de magnífica elaboración serial. Es el caso de la línea que atraviesa el hogar de la animadora y su familia (con el personaje fundamental del padre adoptivo). Sustentándose en la comedia de instituto, con la mentira cotidiana como telón de fondo, se tamiza la sospecha superheroica –el padre que observa a su hija-, generando un doble mecanismo en el que los engaños de la adolescencia ocultan y redoblan los engaños del superpoder. La serie funciona a todo motor, con un dinamismo y una intensidad apabullantes, precisamente porque el lugar de lo tópico, de lo tópico norteamericano, da cuerpo a la suspensión y el juego ficcional. Se enmarca así un espacio cotidiano invadido por corrientes subterráneas y flujos que, entre lo extraño y lo entrañable, se incorporan a la gran tradición del feliz –demasiado feliz- hogar norteamericano. Los lametazos y carantoñas que la madre dispensa a su perrito (perro especie rata, patada en la boca) puntúan ese ritmo, a la vez desenfadado y cáustico, de la cena familiar [3].

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De ese modo, los tramos más interesantes de Heroes parecen querer desentenderse, con soltura y decisión, de cansinas exploraciones sentimentales “de personaje” (cabría incluir aquí algunos pasajes de la relación entre la madre con trastorno de personalidad, su marido etéreo y su hijo, superdotado tecnológico). Como ejemplo fascinante de ese carácter espontáneo y directo, de una simpatía innata por la ficción, se recorta la pareja cómica de Hiro y su amigo. A través de una actualización muy acertada del tema del dueto de aventureros-gag (con el recorrido manido que salta de la escena teatral a Kurosawa-Lucas), las apariciones de estos dos personajes no sólo entretienen desde la parodia, la referencia y el comentario fanático sobre los superhéroes, sino que convierten esa dimensión lúdica de la ficción en laboratorio visual y narrativo, en auténtica cocina de los “grandes momentos” de Heroes. Siempre dentro de ese apogeo de la superficie y el tópico, Hiro y su compañero sintetizan el ‘más allá’, fresco y vibrante, que segrega la serie en el instante de poner en escena los superpoderes. Una potentísima capacidad de recreación visual y sonora que, desde el metalenguaje, se empeña en dar aliento –en animar- la acción heroica, en su carácter audiovisual. Aflora aquí la cuestión de los ‘finales’ de Heroes. ¿Por qué un sistema capaz de construir semejante suspensión serial se colapsa –por dos veces- en los cierres de temporada? Tanto el final de la primera como el de la segunda temporada son, a mi modo de ver, ejemplos de resoluciones fallidas, de clausuras que no saben o no pueden cerrar el flujo de personajes y tramas que han regurgitado en los episodios precedentes. Intuyo que esa imposibilidad de cierre, esa frustración en el instante de reunir las distintas líneas y poderes en una gran escena final –el Apocalipsis de Nueva York / la expansión del virus Shanti- responde a los rasgos definitorios de la serie, como si Heroes no “supiera acabar”, precisamente, porque no “puede acabar”. Más allá de los errores de estratificación narrativa (tensiones que confluyen en el encuentro final) y de puesta en escena (planos malogrados en el duelo final, exceso de cortes de montaje), más allá de esos traspiés, el espectador siente ante ambos finales una cierta decepción lógica. Lógica en el sentido de conocida, de imaginada e incluso esperada: “se veía venir”, “era imposible cerrar eso”. ¿No será el propio carácter de suspensión aérea de la serie, su juego de tópicos y superficies, aquello que condena a cualquier final al fracaso? El dinamismo liviano de Heroes parece convertirse en un peaje que la serie debe pagar, clausurando la maravilla de los episodios precedentes en cierres de temporada imposibles, inorgánicos, en actos fallidos. De un modo u otro, la cuestión de los finales deslucidos no impide en ningún caso el disfrute de aquello que los antecede y los reviste, pues el interés de la serie se aviva con esa paradoja. Batidora de argumentos Ante una serie como Heroes sería fácil detenernos en el catálogo de temas y mitos que sustentan el imaginario superheroico. Dentro del aliento mesiánico que invade el conjunto de la ficción, se convocan toda una serie de leyendas hermanadas con cada uno de los superpoderes descubiertos: de la figura del doble y el trastorno de personalidad al vuelo mágico, de la transformación alquímica a la propiedad de tocar y convertir en oro, de los hermanos enfrentados y la lucha de poder a la mutación atómica, de la resonancia visual al eco sonoro, a la condición invisible e incorpórea o, sintetizando todos ellos, la apropiación vampírica (eje del gran personaje maligno de la serie, el insecto relojero Sylar). Buena muestra del punto de exageración fascinante al que puede llegar esa orgía de tópicos argumentales es la doble revelación edípica que, en la primera y en la segunda temporada, hace saltar simultáneamente el reconocimiento en los personajes de Hiro y la animadora. No es que descubran sus identidades en un mismo episodio, sino que esas mismas raíces se entrelazan formando una rima en la temporada 2, a través de la muerte simultánea del Padre (doble reconocimiento y doble pérdida por tanto) [4]. Si no consagramos mayor atención a semejante cóctel de argumentos universales es, precisamente, por considerar que más que la primacía de un mito o un determinado tema literario, lo que está en juego en Heroes es la recreación audiovisual de los choques, engarces y entrecruzamientos de los diversos tópicos, su acción coral. Como una inmensa madeja que se extiende hasta el infinito, que no puede dejar de desplegarse, la serie presenta nuevos personajes y poderes llevando la multiplicidad a su extremo (a su agotamiento, incluso). La coralidad conforma la estructura de la serie hasta el punto de obligar a abandonar ciertas tramas y personajes de un episodio a otro, pues no “caben’, literalmente, en el intervalo de un solo capítulo [5].

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Una madeja extendida, por si misma, no reviste mayor interés, pero el atractivo de Heroes reside en cargar esa madeja con toda una serie de interacciones narrativas, conducidas a través de los poderes y su visualidad. El viaje temporal se transforma en aventura diegética desde el momento en que la ficción se instala en la superficie del relato: un personaje se aparece ante otro y afirma que viene del futuro, pero la fuerza no proviene de aquello que ese personaje “traiga” del tiempo futuro, ni de la condición de su viaje, tampoco de sus consecuencias, sino que la potencia de su frase reside en la misma aparición, en el carácter superficial y vibrante de su emergencia. El sentido narrativo se abandona a la imaginación visual. Los mitemas y argumentos se hacen imagen, abandonan el sentido y ansían cobrar vida a través del lenguaje. El empeño audiovisual Si la primera temporada de Heroes puede entenderse como un viaje en el espacio / tiempo de ese gran ovillo de personajes-poder, y la segunda como una repetición memorística de aquel viaje (un ensayo de retorno), entonces podemos afirmar que la serie es simplemente –y ahí reside su gran atractivo- una gran madeja de “efectos”. Digo efectos tratando de captar ese carácter evanescente y fulgurante, apariencial, de los mejores momentos de Heroes. Me cuesta pensar en ficciones contemporáneas que traten de reanimar, con semejante empeño, un puñado de secuencias y fragmentos que combinen lo cotidiano –el aire “de ir por casa”- con lo sobrenatural. Las elipsis, los flash-back o los flash-forward, precisamente por ser espejo de una determinada habilidad o superpoder, se cargan de presencia audiovisual, brillan en la superficie. Puede jugarse desde la narrativa, la diégesis, el tiempo o el espacio, pero la presencia del juego, su manifestación directa (Hiro congela una escena), traslada al espectador a un mundo vibrante de efectos. Una azotea de Nueva York, con sus pasos temporales, sus resurrecciones de personajes y sus paisajes apocalípticos no es, en el fondo, más que eso: una azotea, un decorado sobre el que convocar imágenes y sonidos, un plano sobre el que esforzarse en insuflar vida y apariencia al superpoder [6]. Heroes se esfuerza una y otra vez, con gran éxito a mi juicio, en evocar el instante maravilloso, la

emergencia del héroe a través de su habilidad (en su descubrimiento, su dominio o su extinción). Como los iconos del profeta pintor o las viñetas de los diversos cómics que pueblan la trama, las imágenes que acompañan el despertar de cada personaje se convierten en el auténtico centro ficcional de la serie. El empeño en poner en escena la invisibilidad, el vuelo, el cruce de paredes, la telepatía, el domino del umbral sonoro o la regeneración constituye el gran logro de Heroes. Se trata, en efecto, de un “empeño” desde el momento en que se percibe un esfuerzo por hacer visible, por dar cuerpo a lo que no puede tenerlo, por insuflar la ficción de imágenes y sonidos imposibles, tratando siempre de hacerlos posibles [7]. Se habla de Shyamalan como inspiración de la serie. No sabría decir si la potencia visual y sonora de Heroes es deudora de los imaginarios del director indio o si responde más bien a un cóctel de técnicas y modos de filmar que, sintetizando y evidenciando, condensa lo mejor de la narración visual del Hollywood contemporáneo (influencias varias, oficio, industria). Si se dice Shyamalan es, probablemente, porque se trata del gran fabulador de imágenes dentro de los directores que trabajan hoy tales registros: por su capacidad de convocar poderosamente lo visual y lo sonoro en formas que emergen, en secuencias de gran intensidad narrativa, pero ante todo, de una capacidad de evocación más allá de lo normativo. Entiendo que si hay que considerar el poder visual de Heroes es precisamente por su carácter normativo, espléndido, dinámico y fascinante, pero siempre dentro del “efecto” estandarizado. Y ello me lleva a pensar que, si resuena Shyamalan, lo hace en todo caso desde sus pasajes más normativos. Pero mis dudas respecto a tal filiación no impiden afirmar que Heroes regala al espectador auténticas maravillas de recreación audiovisual.

No se trata de simples destellos de gran superproducción –el espectador lo advierte rápidamente-, sino de toda una estrategia de filmación que privilegia determinados encuadres y juegos de luz, ritmos de montaje y fundidos, filtros, entornos 3D y capas de enfoque, infografía dentro de la arquitectura real y cuerpos filmados dentro de la infografía. Nos hallamos ante un uso inteligentísimo de los recursos cinematográficos en lo televisivo (ver la secuencia de la animadora con su novio sobre el cartel de Hollywood, su planificación y su cadencia, ilustra tal trasvase). Se construye un

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ritual alrededor de cada personaje y su habilidad heroica –el espejo, el propio cuerpo mutilado, la atmósfera sonora, lo aéreo, la vibración mental- y de ello se hace materia serial. El empeño de filmar superpoderes, en sus imágenes y sonidos, abre la madeja de la ficción. Pero lo fascinante es la vibración superficial, vivaracha y efusiva, que acompaña la sucesión de esos efectos. La ficción necesita sustentarse en la efervescencia y el choque de poderes propiamente audiovisuales, Heroes demanda un imaginario o, mejor dicho, emprende la tarea de restaurar y reavivar la posibilidad de lo visual… De nuevo: Hiro congela una escena.

Textos precedentes del dossier sobre series norteamericanas contemporáneas: Twin Peaks (leer el texto). Los Soprano (leer el texto). Lost (leer el texto). Carnivàle (leer el texto). Deadwood (leer el texto).

Notas 1. En esa línea, el cruce de identidades del episodio en que Hiro (que atesora el poder de modular el continuo espacio-tiempo) se enamora de una joven que es asesinada en el día de su cumpleaños, para iniciar después una exploración temporal y espacial de ese día fatídico, me parece una obra maestra. De hecho, en sintonía con ese tipo de entrecruzamiento –superficial pero vibrante- la primera temporada brinda toda una serie de capítulos maestros: de la exploración oscurantista de un futuro posible –con las funciones truncadas de cada superhéroe- al magnífico retrato de psycho-killer en el que el personaje de Sylar se reúne con su madre. [Volver arriba] 2. En una nueva comparación con Lost, podríamos afirmar que, pese a la naturaleza radicalmente diversa de la ficción en ambas series, el efecto de ‘bajonazo’ de las tramas sentimentales o emotivas –pienso en el peor tramo de Lost, a mediados de la segunda temporada- corresponde a una interrupción de la espiral narrativa para detenerse en el interior de personajes que, o no interesan o deseamos ver muertos por ello. No creo que se trate simplemente del clásico efecto de detención de la “trama fuerte” y de sus incógnitas para abordar tramas paralelas –aunque algo de eso hay-, sino que considero que se añade en tales casos (me viene a la cabeza la historia sentimental de los coreanos en Lost) un suplemento de regodeo emotivo, ternura o pseudo-romanticismo que no acaba de funcionar. [Volver arriba] 3. Resulta sintomático que dentro de la línea de la animadora y su familia, sólo aparezcan ciertos apuntes de ‘moralidad sentimental’ –pasajes donde mengua nuestro interés- en el momento en que se disipan las dudas sobre la identidad del personaje del padre adoptivo, cuando desaparece su interés como “agente superficial heroico” y pasa a privilegiarse su condición de “padre coraje”. En cierto modo, toda la segunda temporada no deja de ser un intento de repetir y resituar, de recuperar obstinadamente, el ambiente de sospecha cotidiana que caracteriza a las relaciones del padre y la animadora en los mejores tramos de la primera temporada. [Volver arriba] 4. Como viene siendo habitual en la mayoría de las series de nuestro dossier, un paseo por Wikipedia o por las diversas webs de fans de Heroes permite darse cuenta de hasta que punto todos y cada uno de los personajes de la serie han despertado una vasta red de interpretación, símbolos y cábalas de variado pelaje. Un tejido que incluye además las reacciones de crítica y público –con disculpa incluida del creador, Tim Kring- a partir de la interrupción y el descenso de audiencias de la segunda temporada. Situación estrechamente relacionada con el entorno de la huelga de guionistas, que provocó que dicha temporada tenga únicamente once episodios (frente a los 23 de la primera y los 23 anunciados para la tercera). [Volver arriba] 5. En ese sentido los resúmenes que abren cada episodio –“previously on Heroes”- conforman, más allá de su función de recordatorio, una brújula sin la cual sería difícil retener los distintos trayectos desplegados en el mapa de la serie. Esos minutos iniciales muestran además un catálogo de estrategias de montaje nada desdeñable, reorganizando y versionando pasajes de capítulos anteriores en pequeños clips que sostienen la tensión narrativa sobre frases, gestos o efectos visuales. [Volver arriba] 6. Las herencias, copias y reanimaciones que Heroes extrae de una pieza capital del género de superhéroes como Watchmen ejemplifican con claridad ese apogeo de los “efectos”. Más allá de deudas concretas como el sonido de relojes que puntúa los fascinantes asesinatos de Sylar, el relojero, podríamos decir (a lo bestia) que si la primera temporada de la serie bascula sobre la imagen icónica de Nueva York hecha bomba –la pintura del personajeoráculo de la serie, Adam Mendez-, la segunda lo hace sobre la fotografia del grupo de “Los 12”, fundadores de “La Compañía” y primera generación superheroica. Tanto la primera como la segunda deuda –apocalipsis en NY / fotografia heroica- evidencian la distancia abismal entre copia y referente. Donde Watchmen explora la dimensión

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interna, el trastorno y el límite, de la coralidad superheroica –de sus delirios y extinciones-, adentrándose en la profundidad de sus personajes, Heroes permanece en la evanescencia de la superficie, en la madeja de tópicos. Dentro de mis muy precarias experiencias con cómics de superhéroes –alguien que conozca realmente el tema debiera juzgar lo que digo- intuyo que los efectos de superficie de Heroes estarían quizá más cerca del desmadre múltiple de las sagas y guerras de la Marvel, cuando la multiplicación superficial inunda cualquier posibilidad de relato. [Volver arriba] 7. Resulta sintomático que los poderes fallidos –pienso en los latinos de la segunda temporada y su cansino viaje a Estados Unidos-, las tramas y personajes fallidos, provengan casi siempre de una puesta en escena poco interesante de lo maravilloso, de un poder o habilidad heroica que no convoca excesivas recreaciones visuales (así ocurre, de modo flagrante, en el caso de la virgen y el santo “llorones”). La evocación audiovisual, las posibilidades de “poner en escena” un determinado superpoder, condicionan en todo momento el curso de la narración serial, sus temas y argumentos. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 28 - Septiembre 2008

24: Caballero sin espada / Funcionario con pistola Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: El Agente Federal Jack Bauer no puede permitirse jugar limpio. Como miembro de la Unidad AntiTerrorista de Los Angeles, Jack debe detener bombas, desprogramar virus y frustrar intentos de asesinato presidencial, todo ello mientras salva in extremis a alguno de sus seres queridos. En un solo día, veinticuatro horas seguidas, alguien tiene que hacer “lo que debe hacerse”…. Oro parece, plátano es.

- Jack? - Mr. President. - I wanted to thank you personally, not only for what you’ve done today, but for everything.

Demos gracias a Jack Bauer, ¿qué haríamos sin él? Tanto los fanáticos de 24 como los que simplemente no podemos escapar a sus encantos estaríamos de acuerdo en una cosa: se trata de Jack Bauer. 24 es Jack y Jack es 24… no hay más que hablar. Tras semejante quema de sostenes en favor “del rubio” Bauer (¿quién iba a decirle al pobre Menelao que acabaría cediendo tan preciado epíteto?), se impone un estado de cuarentena sobre la condición de ese protagonismo de Bauer en 24, es decir, un abordaje de la tipología heroica que lo sustenta. ¿Qué tipo de héroe es Jack Bauer y,

sobre todo, qué relaciones sostiene con respecto a la gran tradición del héroe norteamericano? ¿Qué demonios tiene ese cuarentón bajito y patoso para vacilarnos de forma tan flagrante? Del héroe al héroe-sistema El presidente de Estados Unidos –Mufasa negro- llora tras haber decretado la muerte de Jack Bauer como única salida posible frente al apocalipsis del sistema. No es sólo la habilidad heroica de Bauer aquello que salva al mundo, sino su muerte, su potencia sacrificial, la que garantiza el funcionamiento de nuestro modo de vida. Aunque el espectador esté acostumbrado al estado fantasmal, propiamente mortuorio, de un héroe como Bauer (el mismo Jack lo afirma: “I’m already dead”) resulta innegable que, con el tiempo, el personaje interpretado por Kiefer Sutherland ha trascendido el estadio inicial de un héroe relativamente convencional –“un tipo que corre” me dijo una vez un amigo- para convertirse en el gran héroe, capaz de modular la suerte no sólo de una nación, sino de un universo, a través de su misma existencia. A la capacidad de conquistar y recrear el tiempo que distinguía a Jack Bauer en sus primeras apariciones se suma, temporada tras temporada, una condición superheroica que desborda el marco estricto de la acción, del superpoder incluso, para insertarse en el código genético de un sistema: el mundo (USA, ficción universal). Jack Bauer lleva a sus espaldas –porta, en su literalidad- el destino de la civilización occidental. Por tanto no hay duda, se trata de un héroe, ¿pero de que está hecha, cómo se ha forjado, la musculatura que sostiene semejante carga?

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Se ha comparado la figura de Bauer con la del héroe clásico que, del western al cine de gángsteres, puntúa el curso de la ficción dentro del imaginario hollywoodiense. Si bien tal analogía -siendo perfectamente legítima- puede atesorar una cierta capacidad de evocación nostálgica o de guiño cinéfilo (parece que “mola” colgar un póster de Bauer al lado de uno de John Wayne), considero que la línea de filiación que hermana al protagonista de 24 con la tradición del Hollywood clásico no es la de ese tipo de héroe, sino otra bastante distinta. Me cuesta pensar en Jack Bauer dentro del flujo de imágenes y sonidos –dentro de la continuidad de la emoción- que emana de los verdaderos héroes del maestro Ford, tampoco lo imagino al lado de los protagonistas en fuga de un Raoul Walsh o de los pistoleros y colonos, siempre en camino, que pueblan los westerns de Anthony Mann [1]. Desde luego, no es este el lugar ni el momento de colarnos en el berenjenal de una definición estricta de uno u otro héroe, pero quizá sí de abrir nuestra conciencia de espectadores de ficción televisiva –tal y como hemos venido intentando en esta serie de artículos- a las afinidades y resonancias entre los diversos tipos de héroe que, en un sentido libre, han aflorado durante el visionado de este puñado de series. Jack Bauer no hace vibrar los armónicos del héroe solitario, del héroe-personaje que viaja, funda y abandona, que se descubre a través del trauma y el reconocimiento, que oscila entre el aliento épico y la conciencia trágica, nada de eso (¿quién siente eso al ver 24?). Bauer, por el contrario, se erige como héroe-límite, emblema vibrante pero vacío, residual, de algo muy distinto… Bauer opera como un héroe-sistema. ¡Y menudo héroe! En una de esas noches de inyección serial masiva, viendo la segunda temporada de 24, fui víctima de una especie de trastorno. Mientras miraba las secuencias que muestran el proceso de destitución del presidente de Estados Unidos -David Palmer- por su propio gabinete, llevado a cabo en medio de una crisis terrorista de escala internacional, en videoconferencia, y dentro del fascinante síndrome de cuenta-atrás de la serie, tuve una especie de revelación: se me apareció James Stewart inmerso en su propia cuenta-atrás discursiva en Caballero sin espada de Frank Capra, en secuestro constitucional del Congreso de los Estados Unidos de América. Enmiendas, apelaciones, cláusulas y artículos gubernamentales en plena danza suicida, sometidos al vaivén implacable de un cronómetro que se erige como símbolo absoluto. El sistema es un cronómetro y la función del héroe se limita a recorrer en espiral perpetua los extremos de ese sistema, definiéndolo y limitándolo, otorgándole el sentido del que carece y que debe tener, la matriz de cualquier dispositivo que quiera ostentar tal nombre. Sistema. Parece claro que la misma condición heroica, aplicada a cualquier héroe en cualquier ficción, implica el establecimiento y la gradación de una serie de relaciones entre el héroe y el sistema. Pero más allá del cotejo ético-colectivo, político si se quiere, que identifica en mayor o menor grado a la figura heroica por sí misma, con 24 nos hallamos ante un caso límite. No es que el héroe construya, desmonte, altere o habite un determinado sistema, el protagonista no se mueve dentro, en o desde un sistema dado, más bien al contrario, con Jack Bauer uno tiene la sensación constante –la seguridad incluso- de hallarse ante una aberración lógica: el héroe no “está” en el sistema, el sistema “está” en el héroe. El sistema constituye el dispositivo, la suma de mecanismos, del que se nutre cualquier posibilidad heroica; no en un sentido tradicional, parcial o matizado, sino en un sentido radical, “ultra”. Jack Bauer nos interesa desde el momento en que cualquier resquicio de identificación heroica –pérdida de los seres queridos, trastorno de la identidad, trauma emocional- es constantemente negado por el ritmo irrefrenable del sistema, del aparato ficcional. La sentencia del héroe –“Doing what has to be done”- no cobra sentido desde el personaje, desde la máscara identitaria, sino que se vacía de sentido, se enajena, en la suma de datos, crisis y momentos límite que construyen la fascinante saturación audiovisual de 24 [2]. Extremo, límite, absurdo A bote pronto, la comparación entre Frank Capra y la FOX parece una fantochada de gran calibre. Si el primero vendría a ser algo así como el emblema cinematográfico del espíritu democrático-liberal del New Deal, la cadena de televisión ostenta en nuestros días el dudoso honor de erigirse como bastión de las corrientes más retrógradas y fascistoides del conservadurismo estadounidense. Más allá de esa primera reacción, tan generalizada como tópica, sería interesante repensar el papel de ambas instituciones (si hay un director que pueda considerarse una ‘institución’ ese es Frank Capra)

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en relación con las corrientes internas, los símbolos y los fantasmas del territorio que las sustenta y, sobre todo, a la luz de las analogías héroe/sistema que han alimentado durante más de un siglo su fábrica de ficciones. La apuesta es la siguiente: Jack Bauer tiene, más que con cualquier otra tipología heroica, una deuda de identidad fundamental con el héroe-sistema de las grandes películas del americanismo de Capra en la década de los 30: de La locura del dólar a Caballero sin espada, pasando por Juan Nadie o El secreto de vivir. Como personaje, como dispositivo y como materia

serial. Dentro de la lógica racionalista, sistemática, que caracteriza al liberalismo aventurero podemos rastrear una constante: la obsesión por llevar al límite del absurdo, al extremo de posibilidad, el entramado de normas y reglas –su desbordamiento, por tanto- que otorga entidad a un sistema político-económico dado. Una obsesión que, tamizada a través del héroe y sus ficciones, cobra la apariencia reiterada de un “salto hacia delante”, una suerte de afirmación positivista extrema que, contra viento y marea, reclama algo así como la necesidad de confiar –cueste lo que cueste- en el sistema base. A ese respecto, Bauer es a la vez Mr. Smith, Mr. Deeds y John Doe, pequeño gran héroe americano. Contraposición de seguridad y riesgo, a medio camino entre la tradición y la revolución permanente, esa lógica del extremo apela a la conciencia de un “ciudadano medio” que, frente a la corrupción, el fariseísmo y la decadencia de los centros de poder (de toma de decisiones) es capaz de arrear las riendas del carromato capitalista hasta su agotamiento, precisamente para garantizar un renacer esplendoroso. En la Norteamérica posterior al Crack del 29, a través de ese puñado de películas de Frank Capra, a través del héroe “Mr. Smith-Deed-Doe” (que aguanta hasta la mezcla Gary Cooper/James Stewart), ese “salto hacia delante” cobraba los tintes de una revolución liberal, de un sacrificio colectivo profundamente democrático. Hoy, ese mismo “salto hacia delante”, límite y garantía del Gran Sistema, se ha convertido en una aberración amoral, fascistoide y decididamente suicida. [3] Pero la sombra del héroe-sistema permanece, la misma necesidad de llevar el entramado social a los límites del absurdo: negar la libertad, negar la ley, negar la humanidad, precisamente para reafirmarla desde sus cenizas: barras y estrellas. Para el espectador de hoy –acostumbrado a que la historia del cine se explique “de otro modo”- descubrir películas como La locura del dólar, Juan Nadie o Caballero sin espada constituye una revelación tumultuosa. Al margen del lenguaje cinematográfico que hinche y desborda cada plano (Capra es, a pesar de todo, un formalista, ya desde sus trabajos para Langdon), el mensaje New-Deal recorre el circuito habitual –política, prensa, bancos, sindicatospara llevarlo a sus últimas consecuencias: al ver a James Stewart agotar literalmente la energía y la capacidad lógica de todo un Congreso de los Estados Unidos, a Gary Cooper al borde del suicidio colectivo junto a instituciones y medios de comunicación, a Walter Huston y Pat O’Brien luchando ante el colapso del sistema monetario, uno tiene la sensación de asistir a un tipo de momento-límite (extremo de un sistema sostenido en los hombros de su héroe-sistema) profundamente similar al de la cronología paranoica de 24. El valor y la apariencia de los símbolos ha cambiado, pero un mismo dispositivo retorna. Ese mecanismo audiovisual hermano, basado en la saturación temporal del sistema a través de un personaje-límite, sostiene nuestra bravata Capra/24: desde el “salto hacia delante” de los bonos del tesoro, la libertad de prensa, el espíritu democrático y la comunidad solidaria de los años 30 hasta la “explosión hacia delante” de la seguridad nacional, la tortura, el Patriot Act y la política del terror post-11S. Como la FOX, ese dispositivo de aberración liberalista contiene su propio sistema de autocrítica. En 24 cualquier extremo fascista viene acompañado de la crítica de cualquier extremo fascista: se estigmatiza a los árabes y, al tiempo, se muestra a una panda de “ultras” americanos apalizando a árabes por la calle (temporadas 3 y 4); se rinde culto a la amenaza terrorista mientras se sugiere que muy probablemente esa misma amenaza haya sido ideada y programada por mentes americanas (temporada 2); se ensalza la necesidad de la tortura y al mismo tiempo se ilustra la consecuencia lógica de tal ensalzamiento al “tener-que” torturar al mismísimo presidente (temporada 5). Una tradición capaz de ensamblar el servicio de noticias más conservador y ultraderechista del globo –en 24 aparece una y otra vez el logo de Fox Live News- albergando al mismo tiempo programas de ficción que boicotean y cortocircuitan semejante ideario Los Simpson, Padre de familia) [4].

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Un fan de la serie me recordó que en Los Simpson se recrea tal circuito a partir del episodio en el que Mel Gibson trata de filmar un remake de Caballero sin espada. De inmediato recordé las secuencias de testing de público en las que Homer señala a Gibson la necesidad de aumentar el grado de acción y violencia de su película, pasando a convertirse en asistente personal del director para las nuevas escenas (tiros, sangre y banderas arrojadizas en el Congreso de los Estados Unidos). Resulta innegable que en la serie de películas de Capra “había de todo” (comedia, chico conoce chica, suspense…) y que en 24 no hay tanto o lo hay de trazo grueso, pero pese a la mutación genérica –la relación del héroe con la acción- entre ambos referentes persiste un lenguaje afín, alrededor de la verdad y sus fantasmas: “The collateral damage of the truth will cripple this Nation”. Lenguaje que conforma el marco heroico de Jack Bauer, único personaje de 24 (exceptuando quizás algunos momentos de la informática Chloe) capaz de trascender las trampas de ese mismo lenguaje en pos del “más allá” del sistema. Red: el supra-sistema profesional Tras tantear las correspondencias simbólicas de ese héroe-sistema Capra/24, y antes de abandonar definitivamente tal analogía, merece la pena detenernos en la variación estética que sostiene y transforma el dispositivo de la serie. Si el lenguaje visual de Capra se distinguió por el uso de las célebres montage sequences, la mayor contribución de 24 al medio es el uso extensivo de la pantalla múltiple. De nuevo, la relación entre el protagonista y los límites de la ficción se trabaja a partir de una puesta en escena específica: en Caballero sin Espada o El secreto de vivir el fundido hermana en una fusión triunfal, luminosa, el manojo de símbolos de la gran nación americana (edificio emblemático + himno nacional + cementerio militar + monumento a Lincoln + constitución y leyes + ferrocarriles, navíos y transportes + rostro fascinado del héroe), en 24 el multi-pantalla fragmenta y escinde los equivalentes contemporáneos de esos mismos símbolos, se disgrega la identidad nacional en pantallas partidas que se oponen y anulan en extremos imposibles (video homenaje al presidente asesinado + vídeo casero de terroristas ejecutando un rehén + contraplano de una familia en crisis + signo de peligro nuclear en unos contenedores de gas tóxico + grabación de una traición en el alto mando gubernamental + rostro entripado del héroe). El lenguaje audiovisual impone así la mejor gradación posible de ese héroe-sistema, de la integración colectiva que ofrecía el fundido en las montage sequences a la fractura en tiempo real que transmite la pantalla múltiple en la crisis perpetua de 24. La “cuenta-adelante” de la Gran Nación que fascinó a Capra es ahora una “cuentaatrás” obsesiva y suicida. El catalizador de esa “cuenta-atrás” en 24 se cifra en la presencia continua de sistemas de comunicación. Los personajes de la serie invierten la mayor parte de su tiempo en una especie de intercambio febril, espasmódico, de flujos de información. Como ocurre con el resto del engranaje del héroe-sistema, el contenido de tales flujos es irrelevante (uno puede ver un capítulo en ruso, sin saber ruso, y no notar la diferencia), los datos no revisten ninguna importancia frente al papel capital del acto de transmisión: teléfonos, ordenadores, pda’s, satélites, telecomunicadores, walkies, pinganillos, micrófonos y chats saturan el espacio ficcional en un vaivén constante de códigos, contra-códigos y encriptaciones. El lenguaje verbal de la serie se impregna irremediablemente de ese sistema de red que, llevado también al absurdo, alimenta el motor cronológico de 24: “I’ll put you in com”, “I’ll pass you through”, “Get me with”, “Put me in speaker”. Una coreografía de tecnojerga profesional que se completa con la literal anulación de las distancias llevada a cabo por los sistemas de transporte: el paradigma del “we should be there in about a minute” acompaña trayectos en todoterrenos, helicópteros, aviones, misiles o coches robados. Siempre aparatos motorizados que integran un supra-sistema de transporte y comunicación, signo incontrovertible de la cercanía de Bauer. El conjunto de esos elementos tecnológicos cumple la función de una paradoja espacio-temporal: recorridos que tienden a cero, márgenes que se estrechan hasta desaparecer, sistemas complejísimos que a través de una aberración lógica –ilógica de tan absurdamente lógica- terminan por parecernos perfectamente factibles. Ni que decir tiene que el disfrute como espectador es inversamente proporcional a la verosimilitud de tales piruetas. La máxima expresión de esas fantásticas paradojas de 24 cobra forma en el momento en que Jack o algún otro personaje de la CTU (Counter Terrorist Unit) se ve “forzado” a pactar con algún criminal a cambio de información

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vital. El Pardon-Agreement como concepto: el gobierno, el presidente y la ley comunitaria garantizan inmunidad a todos los efectos para los más despiadados asesinos del planeta. Constante reiterada en la serie, con diversas apariciones en cada temporada, este tipo de Pardon-Agreement tiene su imagen más extremada en el memorable personaje de Nina. Nina Myers, traidora absoluta de la serie, asesina de la mujer de Jack Bauer y sibilina compañera de lecho de éste, así como estrella habitual de la lista de criminales de guerra más buscados, llega a exigir al presidente de los Estados Unidos que firme un contrato de anulación en el que no sólo se condonen todos los crímenes y asesinatos perpetrados, sino en el que se refleje además el perdón de un crimen aún por cometer: el asesinato de Jack Bauer. Y, desde luego, consigue la firma presidencial. Resulta del todo imposible recrear en palabras la vibración poderosísima de ese tipo de instanteslímite. Esas gradaciones éticas imposibles, de ventas al mejor postor, conforman la alimentación constante de las ficciones de 24: un criminal de guerra por unos minutos de prime-time. De entre ese catálogo de aberraciones lógicas, entre el bien común y el sacrificio personal, destacan los instantes de secuestro y amenaza de muerte de un ser querido (con la re-versión magnífica del tema de amor entre Tony Almeida y Michelle Dressler: la pareja o el estado), las torturas reiteradas a miembros de la propia familia, compañeros de trabajo o altos cargos del gobierno, así como el instante mítico en el que el segundo de a bordo de la jerarquía CTU invoca una sección del reglamento interno (“Under the authority of section 1.12”) para asumir el mando y encarcelar al director de turno por considerarlo “incapacitado para ejercer sus funciones” [5]. El mismo Jack Bauer dispone de toda una serie de motivos-límite que se reiteran y amplían a lo largo de las distintas temporadas de la serie: de la técnica del disparo atraviesa-paredes con la que suele acabar con los enemigos que tratan de cubrirse, al momento de prueba suicida en el que, o bien debe dispararse en plena sien, o bien debe probar su lealtad disparando a un amigo o bien termina siendo víctima de esa misma prueba por un tercero. Para la galería de grandes momentos quedan los paseíllos de todos y cada uno de los personajes al hacer entrada en la oficina de la CTU, en los que el tiempo se suspende en una mirada o un gesto (hacer entrada es aquí un eufemismo, pues en la mayoría de ocasiones se “hace entrada” esposado), momento que suele ser previo al instante clásico en que un sospechoso reclama la presencia de su abogado poco antes de ser cortésmente torturado por el amigo Jack [6]. Del mismo modo, los extras constituyen una auténtica red que inunda los planos de la serie. Sería interesantísimo conocer el proceso de casting mediante el cual se garantiza el reflujo constante de personal en las oficinas de la serie –ya sean los gabinetes presidenciales, la CTU o cualquier otro “lugar de trabajo”- pues el grado de afluencia de personal, dentro del paradigma de hiperprofesionalidad de 24, regala escenas memorables: ¿qué demonios hace esa marabunta de personas, de variado pelaje y complexión, paseándose por el fondo del plano? El concepto “hacer como que trabajan” actúa como un arma de doble filo, primero uno entra en el juego tras un primer instante de carcajada -¿qué hace ese tipo?- y luego llega a acostumbrarse al vaivén constante de extras. En lo que respecta a la plantilla de actores principales, 24 funciona también como un suerte de trama múltiple por la que circulan cuerpos y rostros de variada procedencia: de personajes de los que se encaprichará un Tarantino (Vanesa Ferlito) o hobbits (Sean Austin) a una amplia nómina de actores de otras series como Heroes (Zachary Quinto), Lost (Daniel Dae Kim y Henry Ian Cusick), Alias (Gina Torres), Carnivàle (Patrick Bauchau), Los Soprano (Louis Lombardi), Deadwood (Timothy Omundson) o el referente fundacional de Twin Peaks (Ray Wise). Una transfusión interpretativa que convierte a 24 no sólo en un sistema autónomo de descubrimiento y reciclaje de grandes secundarios, sino en un auténtico agujero negro supra-televisivo que recoge caras de todas y cada una de las ficciones de nuestro puñado de series. Cronología del impacto Las dos últimas series de nuestro dossier, 24 y Alias, comparten tanto un cierto estatus de veteranía

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como una correlación directa respecto a su retrato de la sociedad estadounidense posterior a los atentados del 11 de Septiembre: el piloto de Alias se emitió por primera vez 19 días después del ataque contra las Torres Gemelas, el primer episodio de 24 apenas una semana más tarde. Pese a trabajar sobre un registro ficcional relativamente cercano –agencias de seguridad nacional, espionaje, acción heroica, trasfondo bélico- las diferencias argumentales estéticas y narrativas son más que manifiestas (casi antagónicas). Mientras la serie creada por J.J. Abrams opta por una filiación cinematográfica clara, desde las máscaras de la familia heroica y el suspense, entre lúdico y festivo, del subgénero de espionaje, las ficciones que acompañan a Jack Bauer mantienen temporada tras temporada el denominador común del mejor efectismo televisivo, una cronología del impacto que satura la experiencia del espectador a través del exceso, el drama emocional y la espectacularización constante. En el límite de lo impúdico, rozando el absurdo, 24 convierte en virtudes poderosísimas los pecados capitales de la escuela del “subidón”, a medio camino entre el cliffhanger perpetuo y los marrones del reality-show [7]. Si 24 constituye el gran escaparate de la basura que sustenta nuestro sistema, nuestro modo de vida, no es menos cierto que ese flujo de desechos se diseña de forma que la basura parezca basura, bajo el signo de la inmundicia audiovisual. El morbo y la exclusiva, el impacto traumático, conforman la geografía emocional de la serie: planos televisados de la ejecución de rehenes, hijos y mujer de un terrorista torturados en directo, hijo de presidente muerto a bordo del Air Force One tras ‘ayudar a papá’ con su discurso. La frase más repetida de la serie (“We’re running out of time”), mantra de Jack Bauer, suele venir acompañada de una exclamación paralela por parte del espectador: “Al igual”. El más difícil todavía, noche de impacto, forma parte del registro más preciado de 24: un sendero a través del cual todo es posible y, aún más, una zona experimental donde todo puede colar. La pregunta es: ¿cuela?... ¡Cuela! Semejante apogeo del más puro desfase argumental, no excluye que la serie esté repleta de inteligentísimas decisiones de guión y que incluso legue a nuestra memoria secuencias de una imaginación visual excelsa, casi profética (pienso en la rima visual que une el final de la segunda temporada y el comienzo de la tercera, a través de la mano carcomida por ácido de David Palmer tras sufrir un atentado y la mano de Jack en el detector de huellas de la prisión federal). Convertir en instante-límite cualquier tontería pasa de ser una rutina televisiva vulgar a erigirse en un verdadero monumento audiovisual: Bauer “se pasa” por el garito de unos delincuentes vestido con su Alpha de forro naranja, con la cabeza cercenada de un testigo del FBI en una bolsa mientras, en la pantalla de al lado, su hija –pornoniñera- está siendo perseguida por un padre maníaco que trata de violar a su hijita. No resulta casual que al hablar del morbo de 24 hayamos ido a parar al altar de la Hijísima. Kim Bauer, retoño de nuestro héroe-sistema, ostenta el indudable mérito de ser al mismo tiempo uno de los personajes más odiados de la ficción serial contemporánea y uno de los personajes más absurdamente fascinantes de nuestros días. En ella todo cobra sentido, precisamente, en virtud del absurdo. La apología del “todo vale” o la técnica del “al igual” quedan en agua de borrajas al compararse con la ostentación suicida con la que Kim Bauer persiste en sus tramas durante las primeras temporadas de la serie. Son tramas insostenibles, lo sabemos –y sospecho que ella también-, pero es a partir de ese coeficiente de inadmisibilidad, de tomadura de pelo, como la serie despliega a toda vela su cronología del impacto. Ver a Kim siendo perseguida por una especie de felino en peligro de extinción mientras su padre trata de salvar el mundo no tiene precio. De tan descarado, de tan rastrero y burdo (recuerdo las escenas de Kim en plan miss camiseta mojada con el leñador después de lo del felino), resulta inolvidable, catapulta a la serie a momentos de absurdo liminar. Restringir nuestra búsqueda del impacto al personaje de la Hijísima sería jugar sucio, pues el personaje del padre maltratador deja claro el potencial de la joven (“Kim, you little bitch”). Es necesario por tanto ampliar el cerco de tal registro a otros ejemplos de esa centralidad del drama –en el sentido televisivo norteamericano- que nutre el esqueleto narrativo de 24. Uno de los aciertos de la serie radica en la gestión de una bisagra fundamental: los trapos sucios del hogar norteamericano a la luz del gran marco del terrorismo globalizado. Se solapan temas como la tragedia familiar, las mentiras conyugales, los celos y el adulterio o las diferencias generacionales (mítico el instante del hijo del Secretario de Estado, torturado hasta confesar su homosexualidad) con

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el lenguaje ultra-tecnológico, los encuadres bélicos y las razones de estado. Un tipo de cotidianeidad que emana del reality show, al borde del colapso emocional en cada plano, se hermana con toda una serie de diagramas y gráficos en los que se muestran el impacto mortal de virus, bombas y otros dispositivos de destrucción masiva (el powerpoint de número aproximado de bajas es un clásico de la serie). Jack Bauer se lía con una compañera de trabajo y luego acaba cargándose a su ex-marido y torturando a su hermano pequeño, todo en primer plano, al ladito de ella. Y aquí no pasa nada… pues en el fondo los reconocimientos, traumas y revelaciones de semejante desfile sentimental no importan lo más mínimo. Ahí radica la diferencia entre Jack y el otro tipo de héroe del que hablábamos: pues en realidad el peso ficcional se centra en la emergencia que acompaña cada golpe de efecto, sin relación con la interioridad del personaje sino a través de su aparición espectacular dentro del sistema cronometrado [8]. Pero no nos equivoquemos. ¿Qué maravillas nos habría deparado 24 con los famosos planos de George W. Bush leyendo cuentos a los niños de una escuela tras el primer atentado del 11-S? ¿Acaso no segregaría con su método rastrero potencias mucho mayores de las que ningún Michael Moore pueda soñar? Sería un error considerar que la textura de psicodrama, incluso de culebrón, de muchos instantes de la serie mengua la capacidad disruptiva del conjunto. Nada de eso. Si por algo se distinguen las correrías de Jack Bauer es precisamente por su carácter radical, llegando siempre al meollo del asunto. Ejemplo de esa puesta en crisis substancial pueden ser las numerosas secuencias de montaje paralelo en las que se trabaja sobre símbolos en colisión. Una de ellas, perteneciente a la segunda temporada, saca a relucir el punto de unión entre esas dos corrientes de la basura sistemática: el debate presidencial se simultanea con un motín en una prisión de alta seguridad (por supuesto, auspiciado por Jack Bauer). La bisagra de contacto entre ambos planos es, literalmente, una pantalla de TV, pero no una simple pantalla, sino un botellazo que se estrella en la cara de los candidatos presidenciales desde el lado anárquico de la imagen. Una vez más, el impacto acentúa y recrea el dispositivo serial. Fuera de tiempo Sería una falta de respeto concluir nuestro paseo por 24 sin hacer mención al carácter más directamente temporal, cronológico, de esos golpes de efecto. Es bien sabido que la estructura en tiempo real de la serie termina por convertirse en una convención para dejar de ser regla, prueba de ello puede ser el polvo de tres segundos que el presidente Logan y la primera dama se ven obligados a consumar entre el minuto 59:59 del penúltimo episodio de la quinta temporada y el minuto 01:01 del siguiente episodio, acto que no sólo se produce fuera de campo y en una paradoja espaciotiempo, sino que además tarda una semana (la diferencia de emisión entre capítulos) en ser confirmado por el espectador. Más allá de la anécdota –un estudio exhaustivo revelaría jugosos fakes- quedémonos con la variabilidad temporal, síntoma y diagnóstico del carácter maleable de la temporalidad en la serie. Emerge aquí con fuerza el personaje de Sherry Palmer, el otro gran espejo femenino de 24 junto a Nina Myers. Con independencia del asco o la repulsión que este personaje –diseñado con tal propósito- pueda generar, resulta innegable que sus apariciones en la serie conllevan un trastorno clarísimo del flujo temporal. Entre la sirena y la arpía, con el rostro de una esfinge negra, Sheri Palmer tiene el don de colapsar el tiempo, neutralizando la posibilidad de acción del héroe-sistema. Con ella en plano el dispositivo cronometrado se transforma en una suerte de cuentagotas insoportable que, como el péndulo que desciende en la oscuridad, erosiona y carcome cualquier ficción posible. Su tono, su forma de hablar, su gestualidad y su especial forma de entretener al presidente de los Estados Unidos, revierte en una sensación que se multiplica episodio tras episodio: Sheri palmer succiona tiempo, empastela el ambiente en una especie de tonillo cantarín que, de un plumazo, distrae y mata, robando fragmentos de tiempo. La vemos en escena y los segundos parecen caer uno a uno, por su propio peso, acunados por las oscilaciones y matices de una voz que desborda lo audible, que chirría. Metáfora liminar de los muchos cuentagotas que, una temporada tras otra, habitan las tramas de 24 –pienso en ese personaje que muere lentamente, infectado por un virus-, la palabra de Sheri Palmer esconde el carácter imposible de ese cronómetro que acompaña a Bauer, siendo capaz de provocar

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el cese de unos latidos de corazón. El espectador, por su parte, y esa es la gran maravilla de 24, ha asistido durante cientos de horas a la carcoma de la otra gran madre, a la carcoma del tiempo. Los hombros del héroe-sistema no pueden ya sostener el universo estático, atemporal, del titán y la leyenda. Amenaza tras amenaza, el sistema de Bauer ha pasado a ser un cuerpo extraño, en perpetuo movimiento, que apenas deja tiempo para detenerse, entrar sólo en un coche, y llorar. Dios salve a Jack Bauer.

Textos precedentes del dossier sobre series norteamericanas contemporáneas: Twin Peaks (leer el texto). Los Soprano (leer el texto). Lost (leer el texto). Carnivàle (leer el texto). Deadwood (leer el texto). Heroes (leer el texto).

Notas: 1. De ahí que el plano más impostado de la serie, el más ajeno al impacto de los primeros planos de Bauer, sea el que cierra la cuarta temporada con la figura del protagonista recortada sobre el crepúsculo. [Volver arriba] 2. Hemos querido limitarnos a cineastas e imaginarios de la edad de oro del clasicismo con el propósito de remontarnos a modelos tempranos de héroe hollywoodiense, por ello hemos dejado de lado la posible filiación de Bauer con héroes de acción de los setenta, los ochenta y los noventa, desde Harry el Sucio o Brannigan a John McClane o la Femme Nikita (serie de la que provienen los creadores de 24 Joel Surnow y Robert Cochran). [Volver arriba] 3. Para fanáticos compulsivos de 24 arrojamos otra conexión entre la serie y las películas de Capra: el cadáver carcomido por el virus que es despositado en la puerta del hospital durante los primeros minutos de la tercera temporada es bautizado por los miembros de la CTU como “John Doe” (Juan Nadie). [Volver arriba] 4. Por mucho que desde nuestra posición de espectadores europeos podamos ironizar sobre el caso FOX, conviene recordar que este juego de extremos liberales (sistema que se reafirma desde el absurdo anti-sistema) resulta el todo inimaginable en nuestro contexto y conforma, sin ningún género de dudas, una de las grandes virtudes del sistema de producción norteamericano. Sólo el gran relato hollywoodiense –y sus prolongaciones televisivas- ha sido capaz de poner en escena una conciencia comunitaria de semejante capacidad crítica, llevando al límite los logros y garantías de una nación para ofrecer el oráculo colectivo de sus fantasmas. [Volver arriba] 5. Como viene ocurriendo con el resto de series de nuestro dossier, un paseo de un par de minutos por la web de 24 en Wikipedia nos sirve para descubrir hasta que punto el tejido de fans y seguidores ha llegado a tipificar esa clase de instantes-paradoja radiografiando la memoria argumental de la serie. Bajo el título genérico de “Recurring plot devices” –que alude específicamente al carácter de mecanismo- se recogen un buen puñado de los procesos clásicos de 24: “Weapons of mass destruction”, “Ineffective field operatives”, “Traitors in the government”, “Invocation of the 25th amendment”, “Insubordination in CTU”, “Frequent change in command”, “CTU directors”, “Threatening family members to force compliance”, “Revealing information in exchange for immunity”, “Torture”, “Retribution”, “Jack’s absence from CTU”. Una vez más, el lenguaje se impregna de un léxico fuertemente sistematizado. [Volver arriba] 6. Continuando con el paseíllo internáutico, de entre las innumerables webs de aficionados de 24 una de ellas destaca poderosamente: se trata de una página dedicada al recuento de las muertes perpetradas por Jack Bauer (www.bauercount.com). Un contador de muertes y asesinatos –literal- que recoge no sólo datos generales sobre el episodio y la temporada en que se producen tales decesos, sino una tabla completa que refleja el nombre del fallecido y el tipo de arma o método empleado en el encuentro, así como un archivo de imágenes y vídeos que documentan cada una de las muertes atribuidas a Jack. [Volver arriba] 7. Manel Jiménez Morales, profesor e investigador de la Universitat Pompeu Fabra, ha publicado diversos estudios académicos sobre 24 y su relación con la gestión del tiempo audiovisual. Uno de esos artículos, titulado “Sincronías televisadas: Los efectos del tiempo real en 24” y editado en el volumen La caja lista: televisión norteamericana de culto (Laertes, 2007), aborda los materiales de la serie desde conceptos como los efectos de saturación, la mutación genérica, la reversibilidad narrativa o los laberintos del relato fragmentado. Otro de los estudios de Jiménez, “Telepresència i televigilància a la sèrie 24. Estudi sobre les conseqüències que presenta la narració en temps real sobre els conceptes de la mirada i l’espai”, se encuentra disponible en formato web dentro de la revista Formats (www.iua.upf.es/formats/). [Volver arriba]

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8. Dentro de esa maestría de los golpes de efecto cabe señalar el carácter centrípeto y crucial de la música de Sean Callery. Apoyada en una serie reiterada de subidas y suspensiones que contribuyen al conjunto de saturación y tensión escénica de la serie, los arreglos de Callery convierten el menor giro narrativo en una situación de emergencia. A medio camino entre el himno bélico y una especie de garrulismo tecno, la música de 24 recurre sin complejos a un registro que, sin dejar de ser descaradamente efectista, aporta innovaciones interesantes. Una de ellas es el engaño sonoro que acompaña las secuencias multipantalla que preceden a la escena final de cada episodio: un subidón del audio de una de las tramas-pantalla hace creer al espectador que será esa la imagen escogida para el cierre de capítulo, pero el corte que nos hace pasar del cuadro fragmentado a uno de los planos en pantalla completa termina frustrando esa expectativa (en lugar de enlazar con la imagen cuyo audio había subido, pasamos a otra de las tramas). Sofisticación del método “noche de impacto”, ese tipo de soluciones rastreras convierten la textura musical de 24 en algo más que un simple acompañamiento. [Volver arriba]

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Contrapicado Nº 31 - Marzo 2009

Alias: Tarantino–Cronenberg. El género invitado Un texto de Manuel Garín

Breve sinopsis: Me llamo Sydney Bristow. Hace siete años fui reclutada por una división secreta de la CIA llamada SD-6. Juré no revelarlo, pero no pude ocultárselo a mi prometido, y cuando el jefe del SD-6 lo descubrió hizo que le mataran. Fue entonces cuando supe la verdad, el SD-6 no forma parte de la CIA, había estado trabajando para la gente contra la que creía estar luchando, así que acudí al único lugar en el que podían ayudarme a destruirles. Ahora soy agente doble de la CIA, donde mi contacto es un hombre llamado Michael Vaughn. Sólo hay otra persona que conoce la verdad acerca de mis actividades, otro agente doble infiltrado en el SD-6, una persona a la que apenas conozco, mi padre... oro parece, plátano es.

I. Género, mutación, industria II. El secuestro del relato III. Tarantino y el juguetito clásico IV. Cronenberg, mi querido subconsciente

Este análisis, más allá de su relatividad especulativa, nace de una especie de distanciamiento generacional. Las “revoluciones” digitales, televisivas, formales, espectatoriales… han dejado de ser profecía intelectual o discurso tópico. Nos atrevemos a afirmar que son ya cosa del pasado, naturalmente asimiladas por varias camadas de devoradores–audiovisuales, los devoradores que habitamos hoy el planeta. La hibridación indiscriminada, la adscripción por/contra los sistemas de producción, el descentramiento identitario, la globalidad dispersiva, la confusión genérica… todos esos antiguos estigmas visionarios son, hoy, nuestro pan de cada día. Cuando Tony Soprano –con un simple giro de michelín– pasa de las cenizas del puro fundacional de Edward G. Robinson al Mario Kart 64, hablar de “revolución postmoderna” parece no tener sentido. Porque la revolución hace años que se convirtió en hábitat, en formateo audiovisual de cada uno de nuestros movimientos (con o sin michelín). El tiempo del mutante está ya más que instalado, aunque es ahora cuando vemos crecer a los hijos de su inscripción tardocapitalista. Hijos bastardos. O milimétricamente construidos como Alias [1]. Creemos que esta reivindicación del paradigma contemporáneo como algo ya constituido, natural, es vital para concebir la idea que anima este texto: la mutación del código genérico de la serialidad televisiva a través de la figura del guest–director–Star. Porque, tal y como hemos ido viendo en los distintos artículos del presente dossier, la mera posibilidad de un trasvase real entre serialidad

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genérica (Alias) e identidad cinematográfica (Tarantino–Cronenberg), tiene profundas ramificaciones en el espacio audiovisual de nuestros días. Por su inscripción en el sistema espectatorial televisivo, en el medio de producción industrial y, aún más, en un entorno fílmico de referencias comunes, la irrupción de estos directores y la mutación del código genérico trascienden –según creemos– el territorio contraproducente de la anécdota. Aunque nuestro análisis pueda derrumbarse cual castillo de naipes (si fuera por los comentarios de las actrices en los DVD de Alias, lo habría hecho antes de comenzar); trataremos de defender que tal trasvase es algo más que un título rimbombante. I. Género, mutación, industria Este artículo pretende trabajar la mutación de los códigos de género en el espacio –ya de por sí híbrido– de la serie Alias, a partir de la aparición de dos figuras esenciales de la cinematografía contemporánea: Quentin Tarantino y David Cronenberg. Aunque podrían rastrearse las influencias y los rastros mutantes en el conjunto de la serie, nuestro análisis se centrará en los tres capítulos que cuentan con la presencia de ambos cineastas: La caja 1ª parte, La caja 2ª parte (2002, con Tarantino como actor invitado) y Consciente (2003, con Cronenberg como guest star). Episodios pertenecientes a la primera y la tercera temporada respectivamente. La posibilidad de esa supuesta mutación parte, ante todo, de las estrategias más recientes en el marco de la ficción televisiva norteamericana. Con grandísimas –y maravillosas– diferencias, algunas de las series que hemos ido analizando en este dossier (como Twin Peaks, Los Soprano, 24, Deadwood o Perdidos) confirman la creación de un espacio de estrategias poligenéricas cada vez

más consolidado. Esa concepción abierta del código genérico, “en la que distintos elementos... se entretejen formando un tejido pluridimensinalmente reversible” [2], es el caldo de cultivo para la generación de nuevas mutaciones dentro del dispositivo serial. Serán precisamente la reversibilidad de tales estrategias genéricas y la identidad de autor los vehículos principales de nuestro análisis. Aunque, frente una serie como Alias, nos encontramos de hecho ante un estadio superior de la meta–representación genérica, cuando “alguien” (que oscila entre J. J. Abrams –creador de la serie– y el equipo de guionistas) decide, conscientemente, fagocitar el imaginario cinematográfico de Tarantino o Cronenberg. Desenmascarando así una “dependencia aún mayor respecto a la mezcla de géneros, así como un aumento de la autoconciencia que acompaña a este proceso” [3]. Llegamos, por tanto, a un espacio en el que la hibridación constituye no sólo materia habitual del contenido de una serie sino que, de forma extrañamente natural, se convierte en objetivo industrial tipificado: cuando los productores identifican lo ventajoso de la variabilidad genérica frente a la renuncia innecesaria a jugosos sectores de audiencia. Lo que antaño era cualidad diferencial en ciertas obras, “the more interesting and engaging genre films, of course, do more than merely deliver the codes intact but instead manipulate the codes to enhace their thematic effect” [4], se transforma ahora en premisa de producción. Precisamente por ello, aún pudiendo ir contra las bases de nuestro análisis, conviene relativizar la voluntad creativa de tales procesos de mutación. En todo momento debemos tener presente que, aunque los trasvases subterráneos y las hibridaciones estén ahí, bien presentes en La Caja y Consciente, se construyen con el tamiz igualador del audiovisual de masas. No pretendemos anatemizar las estructuras de producción norteamericanas (de donde proviene la mayor parte del cine que alimenta a nuestro puñado de series) sino remarcar que cualquier posible mutación será siempre relativa; puesto que ningún productor al uso hipotecaría el funcionamiento, el valor relativo o el target de “su” serie, ante la posibilidad de consagrar algún episodio a la gloria cinefílica de un director invitado. Lo que no significa que, bajo manga y hábilmente enmascarada, la hipoteca pueda tomar forma. Ese “tomar forma” tiene, aún más en el caso de series de consumo masivo, mucho que ver con la asimilación mutante del espectador. Mientras permanecía aún en fase de gestación, la hibridación genérica ha acabado asumiendo estatus de “género”: “the postmodern… movie… transgresses the rules of the classically oriented… genre, increasingly deals in “hybrids” with other genres and constructs an audience for whom overturning itself becomes a new convention” [5]. De algún modo, el espectador identifica como naturales y deseables los trasvases entre el conglomerado popular postmoderno, tipificándose así un género desde la mezcla absoluta de géneros. Mucho más cuando

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hablamos del influjo de figuras más o menos mediáticas como Tarantino y Cronenberg que, en algún momento de sus carreras, han trascendido el espacio cinematográfico para convertirse en icono contemporáneo. Es el propio espectador –“both aware of and expecting the overturning of genre conventions” [6]– quien dispara el mecanismo de la mutación genérica. Aunque la distinción entre el espectador que reconoce al mutante y el que no –capital en el caso de nuestro análisis– se diluye en el éxito relativo de la estrategia de multi–hibridación (¿cuántos fans de Alias reconocen a Tarantino, cuántos a Cronenberg, cuántos espectadores perciben –aún sin reconocerlos– que “algo” está ocurriendo en su serie?). En cualquier caso, y como se produjo a partir del trasvase genérico entre literatura y cine –“elles le recontextualisent à partir de nouveaux référents… le lieu d’une série –historique– de recontextualisations” [7]–, el proceso de constitución de tal “género de géneros” arrastra las huellas de su contexto histórico, pues nadie dudaría en calificar a ambos cineastas como efigies postmodernas (tenga o no tenga la más mínima idea sobre lo que pueda significar el término). Precisamente por ello, la transformación bajo las máscaras de celuloide –Tarantino/Cronenberg– esconde en Alias importantes consideraciones respecto al código genérico contemporáneo. II. El secuestro del relato Antes de pasar al estudio específico de cada transformación, cabe situar el fenómeno mutante en el espacio serial de Alias. Una serie que, según creemos, constituye uno de los ejemplos más potentes de reutilización del lenguaje audiovisual clásico en la ficción serial de nuestros días y, sobre todo, una muestra sublime de su maleabilidad hacia nuevos territorios expresivos en torno a la construcción del mito heroico. Pero más allá de su pregnancia mitocrítica, en lo concerniente a la identificación de influencias de género Alias es igualmente prolífica. Lo que se consideraría como una deformación del género tradicional de espionaje de alto nivel –Alias: espía en familia– irrumpe en las dimensiones paralelas de lo fantástico, los umbrales de la ciencia–ficción o el soap familiar (sin olvidarnos de la presencia continua de la comedia y el melodrama). Algo que es directamente reconocido por el espectador –“it’s thriller, it’s romance, it’s action packed filled with many flying kicks and unexpected stunts” [8]– y se convierte, al menos en nuestro caso, en patología peligrosamente adictiva (las dos primeras temporadas de Alias podrían considerarse, tranquilamente, droga proclive a la inyección masiva). Reinventándose en cada episodio, Alias es ya –sin considerar el aspecto concreto de los directores invitados– espacio mutante llevado a la cotidianeidad. Mil caras que convocan viejos parentescos en la serialidad televisiva: “Mission: Impossible (Brian De Palma, 1996) est donc une apologie du faux. Des personnages portant toujours un masque... Le téléspectateur est prisonnier d’un véritable tourbillon dans lequel il manque à chaque instant d’être happé si l’attentions lui fait défaut une seule minute” [9].

De formas distintas, las apariciones de Tarantino y Cronenberg suponen una modificación importante del ritmo imparable de la serie. Dejando de lado, por el momento, la posible influencia de esa modificación en las marcas de género, a nivel puramente narrativo los capítulos mencionados presentan una ruptura evidente en la línea maestra de Alias. En el caso de Tarantino tal ruptura se construye como un secuestro absoluto del dispositivo ficcional. Su irrupción paraliza el tiempo habitual de la serie y, vistos uno tras otro, los dos episodios se nos revelan como una película maravillosamente insertada. Aunque los guionistas se las ingenien para hacer avanzar el argumento –como increíblemente consiguen hacer casi siempre en Alias–, la impresión de “secuestro” del relato es poderosa. Sin querer adelantar materia es necesario apuntar que, como sería deseable, esa misma ruptura toma otro cariz en el caso de David Cronenberg. Más allá de la contaminación estética de cada cineasta –que existe y es copiosa– el propio hecho de irrumpir en la serie se convierte en marca de identidad por sí mismo. A modo de cuadro general, antes de entrar en consideraciones específicas, podríamos afirmar que lo que en Tarantino es secuestro desde–dentro (lo otro en lo interior), en Cronenberg pasa a ser injerto arrítmico (lo interior en lo otro).

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En lo que atañe a la recepción del espectador el secuestro esconde un mecanismo esencial de autopublicidad postmoderna. Ante todo, los personajes interpretados por cada cineasta se nos revelan como portadores del imaginario prototípico de su cine (y ese es, precisamente, un escollo que tratamos de armonizar en el análisis). Un proceso que bajo el concepto del “allusionism” de Noël Carroll o de la “self–colonization”/“elective paternity” de Thomas Elsaesser [10] (apropiación, alusión o afinidad electiva entre obras) arrastra un estadio consciente de supeditación ficcional, dicho de otro modo: “Sir Quentin, Lord Cronenberg… entren ustedes en nuestra serie”. La alusión contemporánea, basada en la premisa de que cineastas y espectadores han crecido juntos, compartiendo una experiencia fílmica y social paralela, explota en el secuestro del relato. La aparición de actores y personajes míticos de nuestra cinefilia en otros capítulos de Alias (Isabella Rossellini, Roger Moore –con toda su “carga genérica”–, Faye Dunaway, Ethan Hawke…), no implica una ruptura en el flujo del relato de la serie, en tales episodios la identidad de cada estrella invitada se camufla perfectamente en el continuo de la serie. En cambio, en el caso de Tarantino y Cronenberg, en el instante en que se trata de directores de cine (de grandes directores de la historia del cine), la elección como “súper–estrellas invitadas” arrastra una transformación consciente. Una elección cinefílica, quizá motivada por lo cool, lo esteticista o lo superficial, pero que tiene ramificaciones internas de gran calado y desemboca –para nuestro deleite– en algo así como un secuestro del relato. III. Tarantino y el juguetito clásico Quentin Tarantino, a través de su alias McKenas Cole, irrumpe como el elemento disruptivo que secuestra y manipula el dispositivo ficcional de Alias. Más allá del cerco específicamente reflejado en el guión –el rapto literal del edificio del SD–6, central de operaciones de la serie– la llegada de Tarantino supone un trasvase genérico hacia un régimen del relato radicalmente distinto. Aunque semejante proceso se construya a partir de distintos procedimientos de género, creemos que el conjunto de la inmersión de Tarantino en la serie puede asociarse a una idea de base: la dis/torsión sistemática del dispositivo clásico del suspense. A través del juego paródico y la evidenciación de los mecanismos de puesta en escena, los guionistas y creadores de Alias ponen todo “patas arriba” para, a lo largo de dos episodios, ir desmenuzando el canon clásico hollywoodiense. Y todo ello sumado a la estela omnipresente de las marcas de género de tan ilustre invitado. Una y otra vez, desde el primer visionado, La Caja ha invocado para nosotros un nombre: Alfred Hitchcock. La construcción estructural del doble–capítulo es, según creemos, un enorme McGuffin [11]. Tan sencillo y tan diabólicamente perfecto como eso. De hecho, la presencia de “la caja” –una

caja que contiene instrumentos de tortura– será el vehículo esencial del suspense durante la primera parte, hasta revelarse poco después como mero espejismo. Lo mismo ocurre con el motor ficcional del relato: el intento sistemático de penetrar en una caja de seguridad (custodio de las “vergüenzas” del gran maligno de Alias, Arvin Sloane). Pero más allá del McGuffin corpóreo y literal de la caja, el conjunto de la intervención de Tarantino se dibuja como un gargantuesco remolino concéntrico que, tras agotarse, revela un falsario que ahueca la temporalidad de la serie. Un hueco que, en virtud del absurdo, nos devolverá más tarde al discurrir habitual de Alias (llegando a recuperar –fragmentariamente– al personaje interpretado por Tarantino en otras temporadas). Asistimos a una sacudida que, tal y como ocurría con el patrón hitchcockiano de inestabilidad/equilibrio, cuestiona y reafirma a la vez, un nervio que desborda y contiene el pulso del relato clásico: “la relación introduce entre los personajes, roles, acciones, decorado, una inestabilidad esencial… pero, igualmente, la vida autónoma de la relación la hará tender hacia una suerte de equilibrio, aunque se trate de un equilibrio desolado, desesperado o incluso monstruoso” [12]. En cierto modo, La Caja se presenta como un intento de rozar ese equilibrio inestable que

encuentra Deleuze en las películas de Hitchcock. Enmascarado en las necesidades de una serie de televisión de masas, sin duda, pero aún así presente. McKenas Cole entra en Alias como un virus letal que deconstruye el espacio genérico de lo cotidiano. En el vaivén incansable de la serie (misiones y misiones que nos obsequian con lindezas como el puerto de Barcelona versión L. A.), lo más parecido a un lugar para el flujo de cotidianeidad

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son las oficinas del SD–6. Y serán tales oficinas las que Cole secuestrará, llegando a ser identificado como virus –literalmente– por las cámaras de seguridad del edificio. El intruso, antiguo hombre fuerte de Sloane, paraliza el transcurso normal del código serial (como anuncian las palabras de la heroína de Alias, Sydney Bristow: “this life has to stop”). Pero semejante “parada” se articula siguiendo los cánones universalmente establecidos del lenguaje clásico. Cuando vemos a Sydney y a Jack (padre de la protagonista y, como ella, agente doble del SD–6) entre tubos de aire acondicionado, desarrollando sus habilidades de acción y espionaje desde–dentro, en las oficinas a las que acuden cada día, identificamos el dispositivo como una máscara vuelta del revés. Pero una máscara moldeada por los guiños y los juegos paródicos de la herencia post–clásica de Tarantino. Mientras la irrupción de Cronenberg impregnará sobre todo los aspectos relativos a la construcción visual, a la composición de planos y formas visuales, el virus–Tarantino formatea en cambio procedimientos narrativos, convenciones y correspondencias de género. Desde su entrada, camuflado en una furgoneta de mantenimiento, el aura tarantiniana arrastra los guiños típicos de su mitología clásica: el indispensable traje negro y la verborrea irónico–infernal. Será precisamente la construcción de los diálogos –el flujo de la palabra– uno de los terrenos de mayor trasvase identitario: las sentencias de pulp irreverente y los modismos de género se reproducen uno tras otro. Un ejemplo glorioso es el de la mitología popular de las agujas de tortura ígnea, explicada por Tarantino poco antes de probarlas en la piel de Arvin Sloane: “There’s a Cajun food place in Lousiana called Rocquemore’s… famous for… (silencio tarantiniano) making people cry”. Diálogo que culmina con el cineasta desvelando el origen demoníaco de la salsa picante: “Legend has it that the devil comes by once a month and spits in their frying pan”. Aunque el gran farol, la gran jugada tarantiniana, será el mencionado McGuffin de la caja. En primer lugar, mediante la construcción del interrogatorio previo a la escena de tortura (por sí mismo túmulo de referencias a la filmografía del director), se generan expectativas a través de medias frases y líneas elididas sobre la caja, alimentando así las quinielas del espectador: “That is when he showed me this…”. Tal fijación en el objeto –como la bomba bajo la mesa del Maestro– arrastra al espectador hacia la vorágine del dispositivo de suspense. La tensión se explicitará algunos planos más tarde con una llamada a la conciencia voyeur del espectador: “you want me to open it?”. Para convertir finalmente el pretexto en sentencia de poder: “I’m the man holding the box”. Una estructura acumulativa que, escrita en estas líneas, pierde toda la potencia elíptica que atesora durante el episodio. Pero que, en el visionado de Alias, cobra una dimensión fascinante, enfatizada mediante pequeños cliffhangers provocados por los diversos cortes publicitarios. Estrategia, por tanto, que retroalimenta el efecto de suspense –construido en el espectador– a través de mecanismos de autopublicidad (el propio Tarantino hablando de su caja) [13]. Se genera de ese modo un aura paródica en torno al personaje de McKenas Cole que, si no como herencia decadente de los géneros clásicos, sí se nos revela como marca de género del propio imaginario tarantiniano. Como en sus películas, el dispositivo paródico–nostálgico es a la vez germen de género y espacio para nuevos códigos: “L’auto–parodie d’un film de genre est à comprendre… comme la substitution d’un nouveau code à un code vieilli” [14]. Códigos fácilmente reconocibles mediante “instantes” de género (cruce de pasillo–láser, desactivación de bombas, instrucciones a los esbirros…) o a través de la caracterización cómica del grupo de asalto liderado por Tarantino: conglomerado tópico de asaltantes que va de la típica oriental ultra–efectiva al pirao punky, el macho latino, el ruso silencioso o el heavyolo con turbante. Aunque el momento más radicalmente paródico es, sin duda, la ridiculización humorística de los gadgets (abundantes en Alias) a partir de un imán con forma de pescadito. Más allá de la anécdota, resulta potentísimo observar a Sydney Bristow –con el suspense disparado al máximo– tratando de “pescar” un decodificador ultra–tecnológico (en el igualmente ultra–tecnológico despacho de Marshall Flinkman, freak scientist de la serie) utilizando tan sólo un cordelillo de esparto y un imán de nevera. Estupidez monumental que, no obstante, manipula de forma sublime los resortes de la tensión y el suspense, enfatizando al tiempo la planificación y el punto de vista.

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Como ocurrirá en el capítulo Cronenberg, La Caja apunta una traslación metaficcional de la propia cámara a través de la planificación en vídeo que Jack –y más tarde Michael, “novio” de Sydney– dirigen desde el control de cámaras de vigilancia. Ese cambio, de imagen narrativa convencional a meta–imagen subjetiva (presente como anécdota en otros capítulos de la serie), cobra aquí una importancia mayor: el recurso de oficio deviene “idea” de puesta en escena. La meta–representación sirve como vehículo del suspense en tanto que nexo entre la acción secuestrada de las oficinas y el exterior. Pero al mismo tiempo se emplea como imagen de tránsito, filtrando algunas escenas violentas (sobre todo golpes a los rehenes) y, con la llegada de Michael, acaba encarnando la única posibilidad de salvación. La puesta en escena del dispositivo, ese recurso cotidiano “hecho idea”, se enfatiza por el hecho de que los protagonistas deberán tantear, entre más de 600 cables –cada uno de ellos representando una cámara, una subjetiva–, hasta fijar la imagen específica del relato (de Tarantino). Imagen que, por si fuera poco, llegará a convertirse más tarde en planificación activa a través de una serie de parpadeos de luz empleados como señales. Una sensación meta–visiva que contribuye asimismo a centrar la atención del espectador en las escenas del interior del SD–6 (mientras “fuera”, en la porción de serie no carcomida por Tarantino, otras líneas argumentales como la de Will y la CIA siguen avanzando). Pero si existe un rasgo que despierte la invocación del género negro clásico y, aún más, de su disposición tarantiniana, éste se conjura en la figura del personaje interpretado por el director: McKenas Cole. Aún tratándose de un súper–espía renegado, el personaje arrastra las contradicciones y marcas identitarias del modelo de héroe irónico–decadente que nutre su cine. En la mejor tradición de género, se nos retrata a un obseso del control que, bajo la máscara del secuestro (reflejo en Alias del atraco noir de Tarantino), queda atrapado en un espacio artificial que, poco a poco, le carcome, diseminando a su alrededor cuadros de absurdo y violencia. Un personaje obsesivo y ultra–violento, atravesado por debilidades casi cómicas, que no consigue que se le “tome en serio”: “I can’t be the first person to have difficulty taking you seriously, can I?” (afirma su enemigo, Sloane). Pero tal inestabilidad psicológica no se retrata a modo de anécdota o como simple nota paródica, todo lo contrario, supone el vehículo dramático que domina el arco del personaje y conduce las curvas de la ficción a lo largo del doble episodio: “Reservoir Dogs’ (1992) narrational complexities, on issues of competence and betrayal, and on the lack of power and control of most of its gangster characters” [15]. Un trasvase directo que apunta a situaciones características del legado tarantiniano, pero también a la herencia de los últimos gángsters en descomposición, la esbozada por Raoul Walsh sobre el cuerpo de Jimmy Cagney. Ese arco hacia el absurdo comienza con la confianza del personaje en su propia interpretación. Un personaje que, en la piel de Quentin Tarantino, se pone en escena (a sí mismo) compulsivamente: “I mean, I’ve had some dark days… but nothing close to regretting the day I was born… until I met “Ahgneh–niyeh Eeg–li”. Needles of fire”. Pero el control burlesco que, al comienzo del episodio, marcaba el ritmo del suspense, irá cediendo hacia la ruptura neurótica de la segunda parte de La Caja. Vemos a un Tarantino progresivamente acorralado (por los héroes Bristow y la CIA), que pierde

a sus hombres, que se deja poner nervioso por Sloane y que comienza a caminar a zancadas: el dispositivo carcome a Cole (y lo hace mediante su propia carcoma). Los personajes de Alias le restringen el flujo de la palabra (gran vehículo tarantiniano) y la centralidad del plano, en una especie de derrumbamiento esquizo de deliciosas consecuencias. Será entonces cuando se dé carta blanca al flujo sangriento (muertes y auto–muertes de los esbirros, traición de la chica) y, ante todo, a los borbotones de violencia absurda que reflejan el imaginario de Tarantino. Mientras todo se derrumba a su alrededor, McKenas Cole se parodia a sí mismo hasta desbordar el límite entre personaje y actor. En escenas como la del numerito de ligoteo y Champagne con Sydney (estilo copia defectuosa de Bond: acomplejada, infantil y deforme) el espectador reconoce al mismo tiempo a Cole y a Tarantino. Pese a esos últimos coletazos y gags, la eclosión sangrienta es ya inevitable. La señal de salida se produce cuando Cole recurre a la amenaza rastrera de acribillar a los rehenes, no sin el “toque” de la casa: “Dear person beating up my men… I assume you’re an employee here”. Y su máxima constatación llega en el espacio del interrogatorio, cuando se invierten

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los papeles y es Sloane quien somete y revoluciona la espiral de tensión. Si hasta el momento reconocíamos el rastro genérico de Tarantino, aquí éste se erige como presencia excesiva, como un detrito que pide ser desalojado del interior de Alias. En el éxtasis, Cole es incapaz de controlar el dispositivo clásico y, desquiciado, vacía el cargador en el pecho de su chica. Como tantos y tantos personajes de sus películas, Tarantino arremete violentamente y convierte trámites de género en juegos de puesta en escena, en virtud del absurdo. La inversión tiene lugar cuando, segundos después de haber mutilado y perforado el cuerpo de la chica, acaricia su rostro entre balbuceos: “Baby…”. La mirada de Sloane en la silla de tortura refleja la conciencia del espectador: un pirado absoluto, en el fondo, un pobre pringao. Una vez más, la puesta en escena del personaje mitológico desde su descomposición postmoderna: “Simultaneous co–presence of the desire for the myth and a cynicism about its efficacy” [16]. Un quiste –de género– que debe ser extirpado a toda costa. Las huellas identitarias del noir, bajo la sonrisa grotesca de Quentin, aparecen y desaparecen como lo hacen sus referentes cinéfilos. Si el triple McGuffin de la caja (caja de tortura/caja de seguridad/caja Rambaldi) podía entenderse como eco del maletín de Pulp Fiction (1994), la violencia masoquista del corte en el dedo –Jack le arranca el dedo a Sloane para emplear su huella dactilar– nos retrotrae a la extraña habitación de Four Rooms (1995) o al baile de miembros de Kill Bill: Vol. 1 (2003) y Death Proof (2007). En las coordenadas de un circuito absolutamente tarantiniano, los alicates que arrancan el índice a Sloane actúan como tótem chamánico y como nota al pie (alusión directa al espectador). Pese a la gestualidad paródica –aflojes de corbata– y el diálogo irreverente –bromitas kickboxer/punch en el combate final–, son las marcas violentas las que resuenan con mayor intensidad en la mutación genérica que cierra el doble episodio. En un juego de citaciones, La Caja destripa el dispositivo clásico del suspense para desembocar en el fracaso absurdo del

gángster. Una mutación que, tras la marcha de Tarantino, se diluirá poco a poco en el tiempo cotidiano de Alias. IV. Cronenberg, mi querido subconsciente La irrupción de David Cronenberg en Consciente se prepara con la llegada de la carne y el doble: materia putrefacta y violencia sadomasoquista. Poco después de un rescate in–extremis de Sydney Bristow, la heroína y su padre acuden al escenario marciano del desierto de San Andrés. Allí desentierran una misteriosa caja que es casi el ataúd cronenbergiano. La caja contiene una mano cercenada en proceso de descomposición; entre los gusanos y la sangre reseca distinguimos el símbolo fetichista de Rambaldi (especie de profeta renacentista que juega en Alias el papel de marca sobrenatural). Al margen de la carga argumental del descubrimiento, la presencia de la carne centraliza inmediatamente la construcción visual de la secuencia. Mediante un raccord en el eje se produce un acercamiento a la mano putrefacta, acompañado de un giro atonal en la banda sonora de Michael Giacchino (compositor habitual de J. J. Abrams), todo ello entre las dominantes rojizas del ambiente. Tras un fundido a negro publicitario, volvemos con un leve travelling circular alrededor de la mano. Pero ahora marcada por dominantes azules, asépticas (y ya sin bichejos ni manchas sanguinolentas). Ese leve matiz de iluminación, paso de la carne no–muerta, desenterrada, a la carne criogénico–artificial, se dibuja casi como el tránsito del apéndice al vídeo de la New Flesh. Una huella atmosférica, propia del cine de Cronenberg, que irá retornando a lo largo del capítulo. El otro índice genérico –que adelanta el encuentro con el doble en un sueño posterior– es la simulación violenta entre las dos mujeres que centran la tercera temporada de Alias: Sydney y su enemiga Lauren (quien aparece como usurpadora del “novio” de Sydney, Michael Vaughn). Poco después de que el maligno Sloane nos revele el alias misterioso del Doctor Cronenberg, mad scientist de corte new age (“Dr. Brazzel, the neuro–researcher… Works out of Yale”), se plantea la necesidad –racional– de golpear a Lauren para otorgar evidencia física de un supuesto secuestro. Por tanto, se hace “necesario” preparar la llegada del imaginario cronenbergiano a través de un ritual afín a su cine: lo pertinente, incluso civilizado y deseable, de intercambiar un par de hostias entre las “chicas” de Alias.

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Esa necesidad desemboca en un encuentro relámpago entre Syd y su enemiga, en el que nuestra heroína no desperdicia la oportunidad y deja a Lauren con la palabra en la boca de un puñetazo. Aunque el momento de enrarecimiento mórbido se resuelva escolásticamente –por el recato que impone la producción mainstream de Alias– el espectador ha captado el mensaje y se queda con la estela de sangre que recorre el labio de Lauren. Poco antes, los creadores de Alias se han encargado de dejarnos bien claro cual es la “línea de investigación” del personaje interpretado por Cronenberg: “A non–invasive therapy for treating long–term severe amnesia”. Una frase que atraviesa y compendia el sustrato de muchas de sus películas [17]. Con la llegada al lugar de la operación, New Haven –que recuerda sospechosamente a New Heaven–, se produce la ansiada aparición del director de Inseparables (Dead ringers, 1988). Tras ser anunciado por el reguero de imágenes comentadas, la puesta en escena de un cuerpo marca la entrada en plano de David Cronenberg: una panorámica por un cuerpo de mujer semidesnudo. Desde los pies descalzos se sube poco a poco –con expectativa de piernas virginales– hasta el torso cubierto por una camisa y el rostro de la chica, una especie de ninfómana–de–la–cienciología en psico–orgasmo perpetuo (no bromeamos, así se caracteriza el personaje durante todo el episodio). Ante el estupor de Jack, Michael y Sydney cruzamos el umbral del territorio Cronenberg. Un plano general muy abierto nos presenta una nave industrial gigantesca, entre el espacio ultra–tecnológico de la Máquina (dominantes frías–azules) y un pequeño rinconcito Espiritista (dominantes cálidas– rojizas). El correteo entre infantil y mórbido de la ninfómana –descalza en el espacio inabarcable del almacén– prologa la irrupción de Cronenberg, alias Dr. Brazzel: “Professor, there are some beautiful people here”. Un vistazo superficial serviría para definir al Dr. Brazzel como mad scientist de rigor. En cambio, la puesta en escena del personaje y su interacción con los personajes de la serie delata que algo más está ocurriendo. Si la aparición tarantiniana conllevaba el secuestro y la dominación concéntrica del relato, la llegada de Cronenberg supone el siseo del un/heimlich, la ruptura del código interno de Alias. El Doctor quiebra el ritmo de la imagen, del diálogo y la acción de la serie, provocando un

intercambio de miradas atónitas entre Jack, Michael y Sydney. Si trascendemos el gag y la caracterización freak, nos encontramos con el sustrato de toda la serie convertido en fantasma cronenbergiano. Conscientemente, Alias se entrega a la disección arrítmica de las películas del canadiense: “We are here because we have no other option”. Una entrega que arrastrará los fundamentos del paradigma postmoderno, encarnado en el cine “de masas” de Cronenberg como en ningún otro. Tal y como demuestra el monólogo que el cineasta nos regala a modo de maravillosa parábola sobre su propio legado cinematográfico… el monólogo del Facon: “We live in an age of simulations. But facon is only one of the many illusions of the postmodern world... I don’t know anything about you. Except that I’m not supposed to know anything about you”. Mientras Cronenberg mastica ante nuestros ojos diversos trocitos de Facon (fusión de bacon y fake), el monólogo se revela claramente como declaración de intenciones del episodio –de la propia decisión de invitar al director a Alias– y como anuncio de los trasvases estéticos y las profundas fallas narrativas que su presencia va a provocar en la serie. No queda ahí la cosa, el monólogo continúa hasta componer un mosaico casi perfecto de las obsesiones fílmicas del cineasta (no hay más que jugar a las etiquetas con sus películas): “head–trauma”, “drove into the highway median”, “torture”, “motionlessness”, “conciously enter the subconscious”, “drugs”, “dream/memory state”… Tal verborrea postmoderna anticipa el verdadero núcleo de la irrupción de David Cronenberg: la construcción visual y sonora de lo fantástico y de la ciencia–ficción bio–clínica. Respetando el carácter mainstream de la serie, y su poderoso juego de máscaras entre lo sobrenatural y lo cotidiano, semejante construcción se realizará a partir de tópicos banales y cotidianos (las barbacue chips, la chica o la caracterización de ir por casa): “Dès lor, le surnaturel prend le pas sur le banal” [18]. El tipo de banalización del umbral que atraviesa el tejido más rugoso de su filmografía, de Scanners (1980) a eXistenZ (1999). Tras una elipsis importante, en la que el espectador percibe el

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contraste entre las líneas argumentales exteriores al laboratorio–Cronenberg, asistimos a la génesis del espacio mutante. Se nos presenta una triple construcción paradigmática: Control–Nexo–Trauma. En el inmenso plano general, entre las dominantes verdes que bañan el rostro del Doctor, distinguimos la puesta en escena de tal construcción: la mesa de monitorización con los tres hombres (Control), la fibra tecnológica y casi líquida del montón de cables que unen ambos espacios (Nexo) y la camilla eléctrica donde Sydney aguarda el vuelco identitario (Trauma). La iluminación, las fluorescencias del color, la oscilación del gotero, la inyección… junto con los obsequios teóricos de Cronenberg –“it’s like using a muscle that you never used before”–, preparan la inmersión en el subconsciente de la protagonista. Esa entrada, como ocurrirá más tarde con la salida que cierra el capítulo, se duplica mediante la meta–imagen granulada de diversos monitores de control. Precisamente a través de ellos pasamos, en una increíble cuenta atrás, del cuerpo real a su proyección virtual y fragmentaria. Los cruces de género entre espionaje heroico y ciencia–ficción son materia común en Alias. Desde las ramificaciones de la genealogía Rambaldi hasta las extracciones ovulares, la resurrección no–muerta o el doppelgänger. En cambio, en Consciente, esa hibridación se centraliza en el espacio centrífugo del experimento, lo que subraya la presencia subterránea de lo fantástico: “Toda la ciencia–ficción es fantástica en cierta medida, porque toda ella parte cuando menos de un supuesto que invierte las reglas básicas del mundo fuera del texto, para crear el mundo dentro del texto” [19]. Tanto los monólogos de Cronenberg como el ritual de imágenes y sonidos que los revisten nos remiten a una misma idea: el mundo dentro del texto, Alias dentro de Cronenberg, Cronenberg dentro de Alias. Ese mundo dentro del texto abre, en nuestro caso, el camino a la experimentación visual y la posibilidad de una puesta en escena directamente psicotrópica. El tránsito de los dos planos que abren el sueño de la protagonista es revelador. Tras un primer plano en negro, se sucede un plano detalle cerradísimo del ojo de Sydney… con el movimiento espasmódico de la pupila y el subrayado sonoro se flashea hacia el interior del primer recuerdo. La imagen se instala en el borrón y, poco a poco, va tomando foco mientras vemos a una Sydney ensangrentada al lado de Michael, con la urgencia auditiva de una sirena de ambulancia. Los reflejos de luz roja intermitente y el sustrato musical van construyendo el tránsito a las imágenes proyectadas en la mente de la heroína. El chirriar disonante de las cuerdas avanza la primera mutación en el cuerpo de la protagonista. Cuando Syd besa a Michael, éste se convierte súbitamente en Arvin Sloane. Esa duplicación identitaria arrastra a la vez el estrago subconsciente y el peso argumental que los flujos inter– familiares suelen atesorar en Alias (de hecho, todo el episodio constituye un laberinto post mortem por los espacios pasados y futuros de la serie). La voz de Sloane se transforma de pronto en la voz de David Cronenberg, expulsándonos momentáneamente del Trauma, por el Nexo y hacia el Control. Los goteros fluorescentes (púrpura, verdoso, amarillento) y la meta–imagen del rostro de Sydney enfatizan la doble dimensión del trip… volvemos al interior de su cerebro. Súbitamente, nos trasladamos a la violencia lésbica de un combate entre Sydney y el clon de su amiga Allison (imagen del final de la primera temporada, que retorna cíclicamente en Alias). Allí se produce el primer desdoblamiento identitario de la heroína: con una panorámica diagonal a izquierdas pasamos del rostro durmiente de Sydney tras el combate a la mirada observadora, de pie, de otra Sydney duplicada. La presencia de los dos cuerpos y su interacción, con el sonido bio–horrendo y el baño de la pantalla en rojo nos trasladan –por vía intravenosa– al núcleo de la ficción cronenbergiana (y, literalmente, al rostro del Dr. Brazzel). En un doble–flash a rojos, con risa siniestra ecualizada y siseos obsesivos, retornamos al espacio simbólico. La cámara dibuja un travelling circular alrededor de Sydney mientras vemos cuerpos enmascarados –en sombra, “wihout a face”– que deambulan hasta secuestrar a una de las proyecciones de la heroína. Tras un segundo desdoblamiento, con inyección incluida, asistimos a una secuencia ejemplar sobre el motivo de lo infantil y lo siniestro.

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En un espacio equívoco, similar a una nana translúcida, Sydney sufre una regresión hasta la infancia. A través de la sinécdoque de sus manos se nos presenta la figura de ella misma cuando era niña, en el espacio ideal de su propia fiesta de cumpleaños. Este tránsito temporal abre, más si cabe, la dimensión simbólica del experimento conducido por Cronenberg: “la a–temporalidad de la CF simbólica le permite en cambio compensar su carácter ‘inverosímil’ con un poder de sugestión infinitamente mayor” [20]. Un poder sugestivo que, bien armado con el acervo de recuerdos de infancia que puebla Alias en sus temporadas anteriores, explota con la planificación subjetiva (travellings inversos de acompañamiento) y el sustrato inestable de la música, a través de un fundido brillante y ambiguo que reúne al resto de niñas: “Happy birthday, Sydney!”. La presencia del padre –Jack Bristow con el pelo repleto de JustforMan– y el soplo de las velitas del pastel encadena la reaparición del cuerpo de la Sydney adulta, aún manteniendo el aura virginal del vestido y el gesto. Los grititos alegres de las niñas contrastan con la presencia disruptiva de un cuchillo para cortar la tarta: “Time to cut the cake”. El gesto confiado del padre introduce un plano detalle de la tarta. El espectador se adelanta a las imágenes: el corte ritual destapará un estallido de mutaciones cronenbergianas, fantasía–CF–horror. Una vez más, las relaciones de imaginario entre Alias y el cine fagocitado de Cronenberg puntúan y espacian importantes argumentos seriales. A través de la penetración del cuchillo se abre una brecha, y del pastel empieza a brotar un reguero de sangre oscura y densa. El tiempo se suspende y observamos –en una panorámica vertical– como el cuerpo de Jack Bristow ha sido sustituido por el de Lazarey (personaje de la trama de Alias, de aspecto enfermizo y mortuorio). Segundos después, al volver al plano del pastel, vemos que se trata en realidad de una mano, ensartada por el cuchillo de Sydney (demos gracias a Cronenberg). Con la apertura de una puerta de furgón el espacio se transforma y nos trasladamos a un sinuoso pasillo con los hombres enmascarados que habíamos visto poco antes, ahora transportando algo hacia el fondo del cuadro. Tras un par de planos en los que Sydney corre hacia ellos distinguimos el sustrato de una imagen con extrañísimos fluidos azules acumulados tras un cristal. Se trata de la misteriosa Habitación 47 –otro de los interrogantes de Alias– que adelanta el encuentro posterior entre Sydney y su enemiga Lauren, teñido de prótesis, asfixia y plástico. Aunque nuestra descripción del episodio pueda despistar al lector, a estas alturas de Consciente el espectador percibe con claridad que el episodio se erige como estructura resonante, rimando repeticiones literales (la violencia entre Sydney y Lauren) con repeticiones externas a la diégesis (la estética propia del cine de Cronenberg). Tal encuentro se prepara con la figuración triple del cuerpo de Sydney en las distintas coordenadas de un mismo plano, apareciendo y desapareciendo. Una acumulación de imágenes y sonidos en movimiento, absolutamente barroca (que presenta incluso un motivo de Bach entre disonancias), antecede a la voz de Lauren. Nos adentramos entonces en una trampa translúcida, un espacio con innumerables capas y barreras de plástico que obstaculizan la claridad del relato y el camino de Sydney (como redes sintéticas semejantes al tejido de placenta cronenbergiano… placenta que prologa una variación muy lograda sobre el tema de la Madre y la Hija, constante cíclica en Alias). El enfrentamiento entre Syd y Lauren nos regala imágenes de gran pregnancia, como el rostro asfixiado de la heroína de la serie literalmente envuelto entre capas de plástico. Fuera del subconsciente de la heroína, el Dr. Brazzel se verá obligado a resucitar el cuerpo en trance de ésta debido al desequilibrio de sus constantes vitales: le clava una jeringuilla monumental en el pecho y nos obsequia con unas cuantas descargas de desfibrilador, segmentos Cronenberg. Tras unos minutos de pausa y reorganización argumental, Sydney insiste en ser “introducida” de nuevo, produciéndose así la segunda inmersión del experimento. Una inmersión que se abre –de nuevo– sobre las marcas de lo cotidiano: un coche vintage y una partida de póquer subida de tono, ambas entrelazadas mediante el encendido y apagado de un foco. Como había ocurrido al comienzo del episodio –como ocurre en las secuencias más espontáneas de Cronenberg– la acción cotidiana enmascara y acentúa el viaje entre dimensiones paralelas: “puts aseptic, quotidian social reality alongside its fantasmatic supplement, the dark universe of forbidden masochistic pleasures” [21].

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El desdoblamiento definitivo, cumbre del episodio, se produce después de que Sydney ahogue a Lauren entre las capas de plástico: el rostro de esta última se transforma en una nueva proyección de la heroína, último doble del capítulo. Se produce aquí, sobre la imagen duplicada de la protagonista, un último gran trasvase entre la serialidad de Alias y el imaginario de Cronenberg (con el telón de fondo de Howard Shore y sus relaciones músico–sonoras). El seguidor de Alias –acostumbrado a las máscaras Madre/Hija– reconoce entre la banda sonora las modulaciones de la voz de Sydney fusionándose con la de su madre, Irina Derevko. La analogía no llega a explicitarse en ningún momento a través de la imagen, sino únicamente a partir del rozamiento sonoro entre madre e hija. Como ocurre con la atmósfera ambigua de las músicas de Shore, en perpetua mutación con los sonidos y voces del cine de Cronenberg, el gran tema de Alias –la feminidad y el tiempo– es tratado aquí en y desde la promiscuidad genérica. Los contagios y las secreciones que han ido nutriendo imágenes (un rostro es otro rostro) y sonidos (una voz es otra voz) a lo largo de Consciente culminan, por tanto, en una proyección equívoca del gran tema de la serie: la identidad de la heroína. El triunfo en el enfrentamiento con su espectro y la apertura de la Habitación 47 cierran el capítulo con la adrenalina a niveles poco recomendables. El comienzo del siguiente episodio, Vestigios, pone fin al viaje cronenbergiano de Sydney, con Michael y Jack arrancándola –literalmente– de la camilla de nuestro querido Dr. Brazzel y marchándose del laboratorio. Una salida sacrificada a las exigencias de la serialidad y algo deslucida en comparación con todo lo anterior, no hay duda, pero que conduce al espectador al breve epílogo que cierra la visita de Cronenberg. Como no podía ser de otra manera, los planos que despiden al cineasta inciden en un guiño final a los grandes temas de su cine: el Dr. Brazzel debe ser torturado para revelar el paradero de la heroína. El espectador retorna al circuito habitual del canadiense: el mad scientist, sea héroe o villano, merece experimentar personalmente las delicias de su propia terapia. Tras la estrategia infalible de la morfina el ilustre Doctor “canta”, revelando así las visiones de Sydney a sus enemigos. A pesar del regusto a ridiculez, a extraña gratuidad, de su confesión, entendemos que no podía ser de otra manera. Una muerte por sobredosis enmarca las últimas palabras de Cronenberg: “I really need some more morphine... I’ve earned it, don’t you think?... Yeah but, yeah, but... Not so much, because I could... I could... uoghhhh... I could... I could over... over... ”. En plano general se reproduce el movimiento inverso (Trauma–Nexo–Control) hasta llegar a una pantalla con el rostro de Cronenberg, muerto de goce (“I could… O. D.”). Una última dosis que, como había ocurrido en La Caja, culmina con los deshechos de una historia del cine –la de Cronenberg, la de Tarantino– germinando en el humus de una serie de televisión.

* Este texto fue elaborado originalmente en Junio de 2005, en el marco de un curso de Historia de los Géneros Audiovisuales impartido por Fran Benavente.

Textos precedentes del dossier sobre series norteamericanas contemporáneas: Twin Peaks leer el texto

Los Soprano leer el texto

Lost leer el texto

Carnivàle leer el texto

Deadwood leer el texto

Heroes leer el texto

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Notas: 1. Dentro del panorama de “mutación” estándar –casi cotidiana– de la cinefilia actual, “el pan de cada día” parece ir canonizándose poco a poco en la estela de publicaciones como Movie Mutations. The Changing Face of World Cinephilia (Londres: BFI, 2003), y la abundante nómina de revistas electrónicas que, como la que tiene el lector ante sus ojos, orbitan en la elipse de mutantes y mutados apuntada por Rosenbaum, Martin, Brenez y compañía. Tal y como apuntamos en el Número 15 de Contrapicado.net, en el texto introductorio de este dossier sobre series norteamericanas contemporáneas (“Por un puñado de series”), esa mutación propiamente cinematográfica se ha visto acompañada por un interés creciente en la ficción televisiva y sus filiaciones, cada vez más presente en revistas, libros y publicaciones de distintos ámbitos. [Volver arriba] 2. ALTMAN, Rick. Los géneros cinematográficos. Barcelona: Paidós Comunicación, 2000. [Volver arriba] 3. ALTMAN, Rick. Los géneros cinematográficos. Barcelona: Paidós Comunicación, 2000. En línea con la idea de autoconciencia apuntada por Altman, cabe señalar que el fenómeno del director estrella invitado atesora, más allá de Alias, numerosos ejemplos en la ficción serial norteamericana de nuestros días. El propio Tarantino dirigió en 2005 un episodio doble de CSI (tres años después de su aparición en Alias). Aunque la gran serie de la memoria cinematográfica es sin duda Los Soprano, donde la aparición –a caballo entre la dirección y la actuación– de figuras como Peter Bogdanovich, Sydney Pollack o Steve Buscemi, es llevada al terreno de lo sublime. [Volver arriba] 4. SCHATZ, Thomas. Hollywood Genres: formulas, filmmaking and the studio system. Boston: McGraw–Hill, 1981. [Volver arriba] 5. PINEDO I. en Genre and contemporary Hollywood. Londres: BFI, 2002. [Volver arriba] 6. PINEDO I. en Genre and contemporary Hollywood. Londres: BFI, 2002. [Volver arriba] 7. SERCEAU, Michel (dir.) “Panorama des genres au cinéma”. Cinemaction nº 68, Corlet–Télerama, 1993. [Volver arriba] 8. Frase extraída de los comentarios de espectadores en Internet Movie Data Base (IMDB). [Volver arriba] 9. PETIT, Christophe (dir.) “Les séries télévisées américaines”. Cinemaction nº 8, Corlet–Télerama, 1994. [Volver arriba] 10. ELSAESSER, Thomas en Contemporary Hollywood Cinema. Londres: Routledge, 1998. [Volver arriba] 11. Retomamos la nota que en el texto de Lost (leer el texto) incluimos ya para “recordar al lector el sentido de esa palabrita mágica de la cinefilia: el McGuffin es, según su Maestro, el rodeo, el truco, la excusa, el vacío que sustenta la trama de una película y desvía la atención del espectador para construir el suspense. Es el documento secreto, el papel clave, la fórmula perfecta, cuya expresión más pura es la nada y cuya leyenda reza así: “... conviene preguntarse de dónde viene el ‘McGuffin’. Evoca un nombre escocés y es posible imaginarse una conversación entre dos hombres que viajan en un tren. Uno le dice al otro: ‘¿Qué es ese paquete que ha colocado en la red?’. Y el otro contesta: ‘Oh, es un McGuffin’. Entonces el primero vuelve a preguntar: ‘¿Qué es un McGuffin?’. Y el otro: ‘Pues un aparato para atrapar leones en las montañas Adirondaks’. El primero exclama entonces: ‘¡Pero si no hay leones en las Adirondaks!’. A lo que contesta el segundo: ‘En ese caso, no es un McGuffin’”. Alfred Hitchcock en El cine según Hitchcock, François Truffaut, Alianza, 1974.“. [Volver arriba] 12. DELEUZE, Gilles. La imagen–movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona: Paidós, 1994. [Volver arriba] 13. PÉREZ, Xavier. El suspens cinematogràfic. Barcelona: Pòrtic, 1999. PÉREZ, Xavier. Los primeros minutos de King Kong: un ejemplo de autopublicidad fílmica. Revista Formats nº 2, 1999. [Volver arriba] 14. VERNET, Marc. “Genre” en Lectures du film. Paris: Albatros, 1980. [Volver arriba] 15. TUDOR, Andrew en Genre and contemporary Hollywood. Londres: BFI, 2002. [Volver arriba] 16. ELSAESSER, Thomas en Contemporary Hollywood Cinema. Londres: Routledge, 1998. [Volver arriba] 17. Frase que contiene además los mejores momentos de la nueva serie de J. J. Abrams, Fringe, que pese a las diferencias de calidad entre capítulos y un arranque algo renqueante, confirma en cada episodio hasta qué punto el universo de Abrams y su equipo es deudor del trabajo fundacional de Alias. Yendo algo más lejos, podríamos afirmar que casi todo lo visto hasta el momento en Fringe –las realidades paralelas, la figura del mad scientist, el rescate memorístico del enamorado, los experimentos, secreciones y cobayas– proviene muy particularmente del capítulo Cronenberg de Alias (véase si no el “tanque” de inmersión neuronal en el que suele sumergirse la protagonista de Fringe). Influencia que nos parece más sólida y presente que la tan repetida filiación entre ésta última y Expediente X. [Volver arriba] 18. PETIT, Christophe (dir.) “Les séries télévisées américaines”. Cinemaction nº 8, Corlet–Télerama, 1994. [Volver arriba]

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19. SCHOLES, Robert. RABKIN, Eric. La ciencia–ficción. Historia, Ciencia, Perspectiva. Madrid: Taurus, 1982. [Volver arriba] 20. GATTÉGNO, Jean. La ciencia–ficción. México: Fondo de Cultura Económica, 1985. [Volver arriba] 21. ZIZEK, Slavoj. The Art of the Ridicolous Sublime: On David Lynch’s Lost Highway. Washington: The Walter Chapin Simpson Center for the Humanities, 2000. [Volver arriba]

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