POR AMOR A LAS GLORIAS PATRIAS. LA PERSISTENCIA DE LOS GRANDES MITOS NACIONALES EN LAS CONMEMORACIONES ESPAÑOLISTAS (1905-2008)

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Publicado en Ludger Mees (ed.), La celebración de la nación. Símbolos, mitos y lugares de memoria, Granada, Comares, 2012, pp. 215-244. POR AMOR A LAS GLORIAS PATRIAS. LA PERSISTENCIA DE LOS GRANDES MITOS NACIONALES EN LAS CONMEMORACIONES ESPAÑOLISTAS (1905-2008) Javier Moreno Luzón (Universidad Complutense de Madrid)

“¡Eternicen su imagen el bronce y la piedra; pero queme, a su gloria, nuestra sangre en la entraña! ¡de pie, por el que lleva la bandera de España, Don Miguel de Cervantes Saavedra!” Eduardo Marquina1.

La estudios sobre el nacionalismo español, asentados hace apenas dos décadas y convertidos hoy en una próspera especialidad académica, han experimentado en los últimos años una evolución notable, paralela a la de otras historiografías cercanas. La abundancia de trabajos, inmersa en debates más o menos explícitos, ha decantado conclusiones bastante sólidas y ha conseguido transformar las visiones generales acerca de la cuestión nacional en la España contemporánea. Se ha constatado, por ejemplo, la ubicuidad de la nación española en los discursos de intelectuales, cuadros políticos de diversas obediencias y toda clase de élites a lo largo de los siglos XIX y XX. Las manifestaciones españolistas, desde la prensa diaria hasta los libros escolares, resultan abrumadoras. Y se han identificado al menos dos tradiciones o culturas políticas distintas, con variantes significativas, en continuo conflicto y hegemónicas en unas etapas u otras: la del nacionalismo liberal, predominante en el Ochocientos, a veces democrática e incluso republicana; y la del nacionalismo católico, después nacionalcatolicismo, impuesta bajo las dictaduras del Novecientos2. Las polémicas historiográficas, y una parte substancial de las investigaciones más recientes, se han centrado no en las definiciones de la nación sino en los procesos de nacionalización, es decir, en el arraigo de la identidad nacional. Hoy estos procesos se consideran escenarios abiertos, sometidos a múltiples contingencias y nunca completos, y se tiende además a escudriñar sus complejidades. Es decir, a verlos como formas de socialización inducidas de arriba abajo por el estado pero protagonizadas también por actores heterogéneos, desde asociaciones recreativas hasta la Iglesia, con numerosas iniciativas de abajo arriba. La sociedad civil y la cultura popular albergaron 

Este trabajo se encuadra en el proyecto de investigación “Imaginarios nacionalistas e identidad nacional española en el siglo XX”, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (HAR2008-06252-C0202). 1 Marquina, Eduardo, “Don Miguel de Cervantes”, texto recogido en Luis García Montero (ed.), La poesía señor hidalgo. Antología de poemas cervantinos, (Madrid, Visor, 2005), pp. 93-96 (cita en p. 96). 2 Basta citar algunas obras de especial relieve, como las de Álvarez Junco, José, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, (Madrid, Taurus, 2001) y Boyd, Carolyn P., Historia Patria. Política, historia e identidad nacional: 1875-1975, (Barcelona, Pomares-Corredor, 2000, ed. or. 1997). Puede verse la abundancia actual en recopilaciones como la de Mariano Esteban de Vega y Mª Dolores de la Calle Velasco (eds.), Procesos de nacionalización en la España contemporánea, (Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2010).

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insospechadas posibilidades nacionalizadoras. Del mismo modo, los historiadores adoptan otras miradas a la hora de calibrar las expresiones localistas y regionalistas, tenidas ahora por consubstanciales al nacionalismo español y por vehículos de acceso a la españolidad. El desplazamiento del foco hacia el siglo XX, cuando la competencia con otros movimientos nacionalistas y el aumento de la participación política incrementó de forma drástica la importancia de la españolización, ha proporcionado una gran riqueza al asunto. Por otro lado, el conocimiento creciente de otros casos nacionales ha deteriorado, en este como en tantos otros terrenos, la supuesta excepcionalidad o anomalía del español y ha puesto en cuarentena la tesis del fracaso de la construcción nacional en España. Las discusiones siguen en marcha, pero puede afirmarse que han perdido el tono melancólico que tenían hace quince o veinte años3. No obstante, el cambio disciplinar más profundo consiste en la adopción de enfoques que proceden de lo que cabría llamar historia cultural de la política. Más que de grandes pensadores o de partidos, lo habitual es hablar de representaciones, lugares de memoria, mitos, símbolos y monumentos. Y ello dentro de una perspectiva constructivista, modernista o gastronómica del nacionalismo, que se fija en los imaginarios nacionales como construcciones culturales elaboradas por los nacionalistas a partir del aprovechamiento de materiales disponibles. En los últimos tiempos han avanzado posturas diferentes, acordes con las escuelas primordialistas o perennialistas, pero son aún minoritarias. Una de las consecuencias del estos giros ha sido, igual que en otros países, el crecimiento del interés por las conmemoraciones, momentos clave en los que se expresan, componen, actualizan y difunden las identidades4. Cualquier nacionalismo necesita relatos míticos que proporcionan sentido y continuidad a las comunidades nacionales, relatos cuajados de héroes y mártires, glorias patrias que encarnan sus virtudes eternas. Por eso los nacionalistas se dedican a recrearlos y a hacerlos suyos en términos políticos. Entre otros cauces, mediante celebraciones públicas, anuales o extraordinarias, que tratan de cohesionar las sociedades en torno a ellos, aunque en muchas ocasiones las dividan y enfrenten a unos sectores con otros. La historia se revive con rituales y declaraciones que dicen más del presente que del pasado y que crean dinámicas nuevas5. En ellos actúan múltiples agentes y, en algunos casos, se trata de experiencias masivas. Y constituyen asimismo ventanas a través de las cuales pueden desentrañarse las características y el desarrollo de los nacionalismos: qué tipo de nación moldean, quiénes participan y cuáles eran en cada periodo sus contradicciones, debilidades y fortalezas. A primera vista, el nacionalismo español se ha distinguido por la escasez y la discontinuidad de sus fiestas y conmemoraciones nacionales. Como se ha señalado a menudo, el estado no tuvo una fiesta nacional permanente, dedicada a rememorar un hito histórico, hasta 1918, cuando se instituyó la de la Raza cada 12 de octubre, día del descubrimiento de América. Cada tradición españolista y cada régimen político del siglo 3

No cabe aquí dar cuenta de una historiografía ya muy extensa. Véase una puesta al día en Molina, Fernando y Cabo Villaverde, Miguel, “An Inconvenient Nation: Nation-Building and National Identity in Modern Spain. The Historiographical Debate”, en Maarten Van Ginderachter y Marnix Beyen (eds.), Nationhood from Below. Europe in the Long Nineteenth Century, (Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011), pp. 47-72. También Moreno Luzón, Javier, “Introducción: el fin de la melancolía”, en Javier Moreno Luzón (ed.), Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización, (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007), pp. 13-24. 4 Una muestra del interés internacional por el tema, en Ridolfi, Maurizio (ed.), Rituali civili. Storie nazionali e memorie pubbliche nell’Europa contemporanea, (Roma, Gangemi Editore, 2006). 5 Véanse las reflexiones de Burke, Peter, “Co-memorations. Performing the past”, en Karin Tilmans, Frank Van Vree y Jay Winter (eds.), Performing the Past. Memory, History, and Identity in Modern Europe, (Amsterdam, Amsterdam University Press, 2010), pp. 105-118.

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XX establecieron su propio calendario, con sus respectivas fiestas principales –el 14 de abril la Segunda República, el 18 de julio la dictadura franquista—y sus propios centenarios predilectos. Todo lo cual denotaría fracturas insuperables. Sin embargo, si se mira en conjunto todo el siglo pasado y los inicios del actual, se descubre una gran continuidad en el uso político de los mismos mitos y emblemas nacionalistas, conmemorados a golpe de aniversarios o centenarios por diversos actores y medios, con estrategias e intereses variados, de manera irregular aunque persistente. Una persistencia digna de valoración, pues esos relatos y símbolos han conformado una especie de núcleo fundamental del imaginario español a lo largo de más de cien años. Han aparecido en los soportes más variopintos, desde la literatura hasta la pintura, en el cine y en la televisión, de la publicidad al dinero y los sellos de correos, hasta destilar verdaderos iconos nacionales. La fuerza y la aceptación de que disfrutan les han permitido resistir posturas encontradas y mantener una sorprendente vigencia.

Los grandes mitos españoles Para persistir como elementos centrales del imaginario nacional durante tanto tiempo, esos mitos y símbolos han tenido que reunir varios rasgos imprescindibles. En primer lugar, la verosimilitud, es decir, que su relieve no parezca forzado o producto de tergiversaciones interesadas sino que resulte aceptable para una buena porción del público. En segundo término, la polivalencia, es decir, la capacidad de avenirse a interpretaciones diversas –incluso contrarias—en pro de intereses políticos muy alejados. Varios actores significativos admitieron su importancia e hicieron todo lo posible por apropiárselos, por utilizarlos para legitimar sus posiciones de poder y sus objetivos. Y, en tercer lugar, y como resultado de las dos anteriores, su presencia en coyunturas muy distintas, abandonando algunos de sus significados y adquiriendo otros, aunque sin perder su lugar privilegiado en la identidad española. No ha habido muchos personajes o historias que puedan clasificarse entre los grandes mitos nacionales. Pensemos en algunos que tuvieron una notoriedad insuperable, como el Cid Campeador, campeón de la Reconquista cristiana contra el dominio musulmán; o los Reyes Católicos, autores de la unidad de España. Las cosas pueden cambiar, pero hace tiempo que dejaron atrás su atractivo, quizá por los abusos a que los sometió la dictadura franquista o por sus connotaciones islamófobas. Entre los supervivientes destacan tres: la Guerra de la Independencia contra Napoleón, epopeya nacionalista española por antonomasia; el descubrimiento de América, inspiración para una fiesta nacional que ha sobrevivido hasta ocupar el primer puesto en el calendario patriótico; y la pareja Miguel de Cervantes-Don Quijote de la Mancha, sin duda el símbolo de la españolidad más aceptado y compartido por el grueso de los opinantes, que merece un capítulo aparte. Los tres, ya cultivados en mayor o menor medida a lo largo del siglo XIX, se consolidaron a comienzos del XX, durante la oleada españolista que acompañó a la crisis de identidad nacional provocada por el Desastre de 1898. Fueron sometidos a versiones en pugna y asimilados luego por el largo régimen de Franco. Semiolvidados o readaptados con reparos en la posterior transición a la democracia, han resurgido, ya sin complejos, con motivo del renacimiento que, iniciado en la última década de la centuria, ha experimentado hasta hoy el nacionalismo español.

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La Guerra de la Independencia, epopeya nacional La guerra napoleónica de 1808-1814, entendida durante el Ochocientos como una pugna unánime y triunfal por la independencia de España, era a comienzos del XX un mito nacionalista plenamente asumido por la opinión pública. Las energías patrióticas de los españoles de entonces, que se habían rebelado frente a la invasión francesa como antes lo habían hecho sus antepasados contra la romana o la islámica, podían servir de ejemplo a quienes, cien años más tarde, alentaban la regeneración nacional tras el Desastre6. Por eso, muchos de ellos festejaron los centenarios de la francesada, desgranados a lo largo de seis años. Lo curioso es que el gobierno al que le tocó presidir la conmemoración en 1908, el conservador de Antonio Maura, expresó algunas reticencias porque no quería enemistarse con Francia y en cambio deseaba acercarse a los nacientes catalanistas, no muy cómodos con aquel despliegue de españolismo. Por lo tanto, la mayor parte de las fiestas se debió a proyectos locales, de municipios y sociedades económicas, culturales y recreativas, que repitieron las mismas pautas: funerales por los fallecidos en la contienda, procesiones cívicas, ayudas a los pobres y premios escolares, veladas teatrales y musicales, exposiciones y, sobre todo, homenajes a los héroes y recuerdos de las batallas alrededor de lápidas y estatuas. Cada localidad quería dar testimonio de su contribución al esfuerzo nacional para liberarse del yugo francés, pues el enaltecimiento de las glorias locales no chocaba con el nacionalismo español sino que lo apuntalaba. Así, el monumento levantado por el ayuntamiento de Astorga “para recordación perpetua de los heroicos defensores de la ciudad en sus memorables dos sitios por las huestes napoleónicas" representaba, rodeado de símbolos nacionales, al león hispano destrozando al águila imperial. Además de estos agentes, entre los más activos figuraron el ejército, baluarte de la unidad patria frente a sus viejos y nuevos enemigos, y el rey Alfonso XIII, ansioso por asociar a la monarquía con el regeneracionismo españolista. En general, y contra muchos pronósticos, el centenario se pobló de experiencias patrióticas y resultó un éxito porque atrajo una notable participación social. Ahora bien, entonces se constataron las diferencias interpretativas vigentes entre los sectores políticos e intelectuales más destacados. Para los liberales, el protagonismo histórico correspondía al pueblo, digno y valiente, que había sabido conservar las esencias patrias frente a la mezquindad de las élites. Su modelo narrativo se hallaba en los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, una herramienta nacionalizadora de primer orden. Para el liberalismo, monárquico o republicano, aquella lucha no sólo había revelado las virtudes populares, sino que también había alumbrado una revolución para acabar con el absolutismo y establecer el principio de soberanía nacional en la Constitución de 1812. Las Cortes de Cádiz, herederas de las antiguas libertades españolas, enemigas de la tiranía y culminación del esfuerzo patriótico nacional, inspirarían el progreso democrático y secularizador de la España contemporánea. En el campo contrario, la derecha católica subrayaba la religiosidad de los españoles, que habían peleado por la monarquía tradicional, ligada a la causa de la fe. Según esta versión, los doceañistas no habían coronado la epopeya sino que la habían traicionado al copiar las ideas del enemigo, sembradas entre revolucionarios y masones. Los círculos confesionales insistían pues en que debía diferenciarse entre el legítimo orgullo por la gesta, sentida como un capítulo más en la custodia de las esencias cristianas de España, y la memoria de las Cortes gaditanas, tenidas por nefastas y hasta diabólicas. 6

Demange, Christian; Géal, Pierre; Hocquellet, Richard; Michonneau, Stéphane y Salgues, Marie (eds.), Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Independencia en España (1808-1908), (Madrid, Casa de Velázquez, 2007).

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Estas hondas discrepancias afectaron a la celebración entre 1908 y 1912. Allí donde había bases comunes para el entendimiento, como en las loas a los héroes locales, la competencia entre estas posiciones españolistas derivó en una dinámica acumulativa que multiplicó los actos y su resonancia. Es lo que ocurrió en Zaragoza, epicentro de la efeméride, que se felicitó de su resistencia al invasor y se volcó tanto en la erección de monumentos a los sitios y a sus heroínas como en peregrinaciones al santuario de la virgen del Pilar, protectora de los sitiados. La familia real visitó varias veces la ciudad y el respaldo de los gobernantes del partido liberal permitió que se esponjara con una exposición hispano-francesa que, a imitación de las exhibiciones internacionales y en contra de la francofobia más añeja, exaltó la paz ligada al crecimiento económico y a la europeización del país. Los fastos zaragozanos se consideraron una respuesta patriótica al auge del catalanismo. En cambio, allí donde no había acuerdos mínimos, como en el centenario de las Cortes de Cádiz, la oposición de la Iglesia complicó los festejos y no bastó con el entusiasmo de las fuerzas vivas andaluzas o con el apoyo gubernamental – también de los liberales, presididos en 1910-1912 por José Canalejas—para hacer del centenario una celebración nacional. No obstante, hubo múltiples ceremonias, se fundó un museo y comenzó a elevarse un gran monumento a las Cortes, Constitución y Sitio de Cádiz, en la recién estrenada Plaza de España de la ciudad, que tardó quince años en rematarse. Lo más enjundioso del centenario gaditano salió de su proyección internacional, pues, en consonancia con el ambiente hispanoamericanista, los emigrantes españoles de Ultramar y algunas delegaciones de las repúblicas hispanohablantes acudieron al llamamiento de la madre patria para estrechar lazos transatlánticos7. Los mitos de la Guerra de la Independencia no generaron una fiesta nacional española equivalente al 14 de julio francés o al 4 de julio norteamericano. Al iniciarse el siglo, las reconocidas como tales eran fechas vinculadas a la dinastía reinante, igual que ocurría en otros regímenes monárquicos, desde Gran Bretaña hasta Holanda. Hay pocas dudas acerca del potencial que albergaban algunas efemérides de la epopeya napoleónica a la hora de conformar celebraciones nacionalistas y nacionalizadoras. No el 19 de marzo, día en que se promulgó la Constitución de 1812, por las divisiones que, ya se ha visto, provocaba su herencia. Aunque sí el 2 de mayo, la jornada en que los madrileños se habían levantado contra los ocupantes franceses, considerada el detonante de la rebelión patriótica en todo el abanico político. Ya era una ocasión señalada, e incluso algunas ciudades fuera de Madrid lo celebraron en 1908. Pero no se consagró de un modo oficial, quizá por su carácter populista, pues era un acontecimiento muy acorde con las preferencias liberales y donde las jerarquías sociales y políticas, empezando por la corona, no quedaban muy bien paradas. Si bien el factor decisivo fue seguramente su madrileñismo, es decir, las dificultades para que la capital, que no integraba de manera eficaz el territorio español, impusiera a otras localidades, que contaban con sus propios episodios heroicos, un imaginario preferente8. De todas formas, las batallas y los héroes de 1808-1814 llenaron durante décadas los libros de texto que se leían en las escuelas, donde su importancia era comparable a la del Cid o los Reyes Católicos y tan sólo se veía superada por la de la conquista de América9. 7

Todo esto se desarrolla con mayor amplitud en Moreno Luzón, Javier, “Entre el progreso y la virgen del Pilar. La pugna por la memoria en el centenario de la Guerra de la Independencia”, en Historia y Política, nº 12 (2004), pp. 12-41; y “Memoria de la nación liberal. El primer centenario de las Cortes de Cádiz”, en Ayer. Revista de Historia Contemporánea, nº 52 (2003), pp. 207-235. 8 Demange, Christian, El Dos de Mayo. Mito y fiesta nacional (1808-1958), (Madrid, Marcial Pons Historia/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003). 9 Campos, Lara, Los relatos de la nación. Iconografía de la idea de España en los manuales escolares (1931-1983), (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010).

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El repertorio heroico de la guerra contra el francés siguió disponible para ser utilizado cuando hubiera que fomentar nuevas actitudes patrióticas. Así ocurrió durante la Guerra Civil en ambos bandos, que actualizaron las interpretaciones ya probadas del conflicto. Los dos veían el de 1936 como una repetición de la sempiterna lucha española contra los invasores: para unos, ahora la amenaza provenía de fascistas italianos y nazis alemanes, apoyados como en 1808 por las corruptas oligarquías autóctonas; para otros, eran los soviéticos y sus secuaces de la revolución mundial, atea y masónica lo mismo que la precedente francesa. En consecuencia, el pueblo hispano, auténtico depósito de las esencias patrias, se veía obligado a salir de nuevo en defensa de la independencia nacional. Lo llamativo era que a ese discurso recurrieran fuerzas en principio ajenas a los sofocos nacionalistas, como las izquierdas que identificaban a los milicianos republicanos con los chisperos y las manolas del 2 de mayo madrileño, redivivo en la resistencia del Madrid antifascista contra el avance de las tropas sublevadas; o con los guerrilleros de la mitología romántica. Eran dignos sucesores de personajes como El Empecinado o como las heroínas Manuela Malasaña y Agustina de Aragón, que salieron a pasear en carteles, canciones, artículos y arengas socialistas, comunistas e incluso anarquistas. Dolores Ibárruri, por ejemplo, advertía en agosto de 1937 que “ya España tuvo una guerra de independencia, y que nuestro pueblo escribió en ella páginas heroicas y gloriosas de Gerona, de Zaragoza, de Bailén y de Madrid”. Las fuerzas republicanas, con especial ardor el partido comunista, reformulaban la lectura liberalpopular de la francesada. A falta de datos contundentes para los tiempos de paz, su omnipresencia en la propaganda de guerra prueba la penetración de los mitos nacionalistas en las mentalidades populares, que para ser movilizadas precisaban de estos reclamos. O al menos así lo creían los responsables del esfuerzo bélico10. En el lado franquista también supieron aprovechar el capital patriótico de estas conmemoraciones. Su alzamiento militar se presentaba como un nuevo 2 de mayo y, de hecho, ésta fue la fecha de la primera fiesta nacional establecida por los rebeldes. Aunque lo fuera sólo de manera efímera, sustituida luego por el 18 de julio y relegada a un lugar secundario. En un discurso radiado en 1937, el escritor nacional-católico José María Pemán decía que España se había levantado otra vez “en su papel de guardiana de las esencias del espíritu y la civilización cristiana” y, por supuesto, debía celebrar un “Dos de Mayo sin Cortes de Cádiz”. Como demostraba la milagrosa salvación del santuario del Pilar en los bombardeos, la virgen volvía a estar al lado de los verdaderos españoles, los que luchaban por ella: la cruzada de hoy se entendía como continuación de la de ayer. Pero, más que el tradicionalista de otras fechas, el Dos de Mayo se prestaba a un nacionalismo telúrico o racial. Por eso, el homenaje a los héroes o caídos de la independencia, entre los cuales se mezclaban los de 1808 y los recientes, se encauzó durante unos años a través de ceremonias ordenadas por la Delegación Nacional del Frente de Juventudes y adquirió un inconfundible aire falangista, con guardias juveniles ante los obeliscos erigidos por doquier. Hasta que la relativa desfasticización de la dictadura acarreó la decadencia de la efeméride11. Mientras tanto, la memoria de la guerra antinapoleónica se mantuvo viva en las escuelas y en las ciudades que conmemoraron, por separado y sin un calendario nacional, su 150 10

Quien mejor ha mostrado la vivencia de los mitos nacionales durante la Guerra Civil es Núñez Seixas, Xosé M., ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (19361939), (Madrid, Marcial Pons Historia, 2006), cita en p. 79. 11 García, Hugo, “La Guerra de la Independencia en la cultura española”, en Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), La Guerra de la Independencia en la cultura española, (Madrid, Siglo XXI, 2008), pp. 351-378. Hernández Burgos, Claudio, “La ‘cultura del tiempo’ en España: la Guerra de la Independencia en el discurso del franquismo”, en Historia Actual Online, nº 25 (2011), pp. 145-158 (cita de Pemán en p. 148).

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aniversario a partir de 1958. Zaragoza, embarcada en un remedo de 1908, recordó aquel momento de esplendor urbano con un programa académico, religioso, militar y zarzuelero que hasta incluía una exposición histórica hispano-francesa12. Como medio siglo atrás, lo local se impuso. La persistencia de los relatos heroicos en la cultura popular podría comprobarse a través de medios diversos, del teatro a los cromos, pero el cine tuvo entre ellos, desde los años veinte, un papel protagonista. En la época de Primo de Rivera se hicieron películas patrióticas como El Dos de Mayo (de José Buchs, 1927) y Agustina de Aragón (de Florián Rey, 1928), aunque su apogeo llegaría bajo el franquismo, cuando se produjo una avalancha de estrenos. Hubo en ellos una evolución de lo solemne a lo banal. Durante los años de la postguerra, el cine histórico y nacionalista, acartonado y declamante, de producciones como las de la compañía CIFESA, se fijó en la Guerra de la Independencia y en otros hitos del glorioso pasado español como el descubrimiento de América. Por ejemplo, con una nueva versión de Agustina de Aragón (de Juan de Orduña, 1950), una perfecta alegoría de la España eterna. A partir de los cincuenta, y tras el éxito de Lola la Piconera (de Luis Lucia, 1951) –la heroína de Pemán engañada por los liberales en el Cádiz de las Cortes—, ese molde fue sustituido por el de películas musicales pensadas para el lucimiento de estrellas de la llamada canción española, como Manolo Escobar, cuya música destilaba un patriotismo populachero en títulos como Los guerrilleros (1963). Ya en plena transición a la democracia, la televisión estatal buscó argumentos para sus series en la misma guerra. Una de ellas, Curro Jiménez (1976-1978), la de más audiencia hasta entonces, combinaba una especie de nacionalismo popular antifrancés con un marcado énfasis en la justicia social. Tras ella llegaron otras como Los desastres de la guerra (1983), que adoptaba la perspectiva de Francisco de Goya, adaptada a la visión dolorida de la historia de España que, tras las fanfarrias franquistas, cundía en aquellos primeros años de régimen constitucional13. En el terreno de las conmemoraciones oficiales, el Dos de Mayo inició una nueva andadura como fiesta de la comunidad autónoma de Madrid en los años ochenta. No era el único caso –también lo hizo Castilla y León con los Comuneros—en que los poderes regionales recién establecidos recurrían al viejo imaginario nacional para sus celebraciones. Según justificaba la ley que la instituyó en 1984, aprobada por una mayoría socialista, porque “ese día el pueblo de Madrid cobró un protagonismo decisivo en la historia, en la defensa de la Nación española”14. En realidad, la presencia pública de la francesada decayó de manera notable durante la segunda mitad de los años ochenta y la década de los noventa. Pero la proximidad del bicentenario que empezó en 2008 ha resucitado los veteranos mitos. En novelas históricas y revistas de divulgación y en un alud de exposiciones, artículos de prensa, libros de historia y hasta recreaciones de batallas a cargo de asociaciones especializadas. Una vez más, cada ciudad y cada pueblo han redescubierto los trances adecuados para reforzar sus propias identidades. En Zaragoza, un lugar donde la conmemoración ha alcanzado siempre gran intensidad, el recuerdo de los sitios convivió con una apuesta por la modernidad que diluyó su vertiente historicista: la exposición internacional dedicada al agua y al desarrollo sostenible. Desde el mirador del nacionalismo español, lo más visible fue sin duda el programa conmemorativo que puso en marcha el gobierno de la Comunidad de Madrid, 12

Peiró, Ignacio, La Guerra de la Independencia y sus conmemoraciones (1908.1958 y 2008), (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008). 13 Maroto de las Heras, Jesús, Guerra de la Independencia. Imágenes en cine y televisión, Madrid, Cacitel, 2007. Alonso López, Jesús, “1808-1950: Agustina de Aragón, estrella invitada del cine histórico franquista”, en Álvarez Barrientos (ed.), La Guerra de la Independencia, pp. 379-400. 14 Ley 8/1984, de 25 de abril, declarando fiesta de la Comunidad de Madrid la jornada del 2 de mayo.

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del Partido Popular y presidido por Esperanza Aguirre, que, trascendiendo lo local, mostró las intenciones nacionalizadoras más explícitas del periodo democrático. El contexto animaba a ello, no sólo por el auge de la política españolista abrazada por los populares desde mediados de los noventa, sino también para dar la réplica a la ola descentralizadora que agudizó el conflicto identitario español a raíz de la reforma del estatuto de autonomía de Cataluña entre 2003 y 2006. La derecha madrileña, pese a sus vínculos con la Iglesia, no recuperó el discurso nacionalista católico que había aparecido tanto en el centenario anterior como durante la Guerra Civil y que podía darse por extinguido. Todo lo contrario: reflotó el antiguo relato liberal, que asimilaba la nación española al pueblo y se miraba en los Episodios Nacionales de Galdós. Una visión actualizada y difundida por el famoso novelista Arturo Pérez Reverte, ideólogo del bicentenario y comisario de una gran exposición que reconstruía la jornada heroica y donde los visitantes acababan siendo fusilados, de manera figurada, en un escenario que reproducía Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya. Según el escritor, se trataba de recobrar “la narración objetiva, el pulso de la epopeya de un pueblo indefenso que creyó su deber y su dignidad alzarse en armas, y que a partir del día siguiente fue secundado por una nación entera”15. La Comunidad de Madrid, entregada a estas labores de reafirmación patriótica, puso a su servicio abundantes recursos económicos y dio a sus actividades –a través de la Fundación 2 de Mayo, Nación y Libertad—un carácter didáctico. Repartió así entre los estudiantes 250.000 ejemplares de un volumen con tres narraciones de aquel día inolvidable, las de Galdós, José María Blanco White y Alejo Carpentier. O financió obras de teatro, series de televisión y la película Sangre de Mayo (de José Luis Garci, 2008), basada en los textos galdosianos y tan cara como poco afortunada en la taquilla. El mensaje que transmitían estas iniciativas autonómicas era claro: lo ocurrido en Madrid, como la guerra entera, demostraba que la nación española ya estaba plenamente constituida en 1808. La capital se adelantó y representó a toda España, en una insurrección protagonizada por un pueblo que sentía su nacionalidad en lo más hondo. Lo cual enlazaba en este discurso, de forma un tanto deslavazada, con la revolución antiabsolutista que culminó en Cádiz. Pues, en expresión de Aguirre, “Los españoles del Dos de Mayo afirmaron entonces nuestra ambición de ser una patria común de ciudadanos libres e iguales y de construir la Nación de derechos, libertades y responsabilidades en la que vivimos”16. El lenguaje de la izquierda liberal en 1908 se había convertido en el de la derecha liberal-conservadora cien años más tarde, mientras los socialistas, encabezados desde el gobierno de España por José Luis Rodríguez Zapatero, jugaban con la idea de un estado plurinacional, abominaban de la clásica parafernalia españolista y preferían una celebración de perfil bajo, con enfoques más académicos o neutros. Las posiciones conservadoras presagiaban unos festejos igualmente entusiastas en el bicentenario gaditano.

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Pérez Reverte, Arturo, “La paradoja del 2 de Mayo”, en XL Semanal, nº 1070, del 27 de abril al 3 de mayo de 2008: http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=3047&id_firma=6050. Ángel Duarte, “España 2008. el bicentenario del Dos de Mayo, ¿final de trayecto”, ponencia inédita presentada en el coloquio Celebrare la nazione. Grandi anniversari e politiche della memoria nel mondo contemporaneo (Viterbo, 2011). Agradezco al autor su consulta. 16 Fundación 2 de Mayo, Nación y Libertad, Memoria 2009, p. 1: . http://www.fundaciondosdemayo.es/media/docs/Fundaci%C3%B3n_Dos_de_Mayo_Memoria_de_Activi dades%20_2009.pdf.

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El 12 de octubre: por qué España es grande En segundo lugar, la conmemoración del descubrimiento y la conquista de América se expandió a lo largo del siglo XX hasta alumbrar una fiesta nacional –el 12 de octubre—que, pese a controversias ocasionales, se ha convertido en el mínimo común denominador de los afanes españolistas. Lo cual indica el enorme peso adquirido por el hispanoamericanismo en el imaginario nacional. Porque la gesta americana remite a la grandeza de un imperio en la que los habitantes de la disminuida España contemporánea pueden encontrar un reconfortante consuelo. Porque sus referencias al año 1492, inicio de la epopeya ultramarina pero cierre asimismo de la Reconquista –la toma de Granada por los Reyes Católicos—, aluden a la unidad nacional. Y también, y sobre todo, porque su legado en la América hispana permite a España presentarse como cabeza de una amplia comunidad internacional cimentada por la historia y la cultura, de una civilización que se ha llamado, sucesivamente, la Raza, la Hispanidad e Iberoamérica. Una especie de super-España que, a falta de verdaderas capacidades para influir en el mundo, ha hecho soñar a las élites políticas e intelectuales españolas con un papel de primera fila en la arena global, o al menos en la europea, y ha orientado buena parte de su política exterior. Como la Guerra de la Independencia, el 12 de octubre se ha sometido a diferentes interpretaciones y ha visto enfrentarse al menos a dos idearios nacionalistas: uno, conservador y confesional, empeñado en reivindicar la obra evangelizadora de la monarquía española y en exaltar la memoria de descubridores y conquistadores; otro, más secularizado y prospectivo, el de muchos liberales que, orgullosos de una lengua hablada en un territorio inmenso, veían al otro lado del Atlántico oportunidades para modernizar el país. Pero, hablaran de la madre patria y sus hijas o de sus hermanas, unos y otros compartían lo fundamental: España sólo volvería a ser grande si aprovechaba lo más grande que en el pasado había hecho y, de la mano de las repúblicas hispanoamericanas, emprendía un nuevo camino de engrandecimiento nacional. Esta fiesta tuvo la particularidad de instituirse de abajo arriba, empujada por un variopinto movimiento americanista que desde finales del XIX animó su consagración. El cuarto centenario del descubrimiento, en 1892, fue ya un adelanto de lo que podía lograrse: respaldados por el gobierno conservador de Antonio Cánovas y con participación de la familia real, los actos conmemorativos –congresos, exposiciones, desfiles históricos e inauguraciones de monumentos como el neoplateresco de Cristóbal Colón en Madrid—se desarrollaron en la capital y en torno a Huelva con cierta brillantez, mientras el 12 de octubre vivía una efímera notoriedad oficial17. Pero el estallido del hispanoamericanismo no se produjo hasta después de la derrota de 1898, que alejó a España de su imagen colonial e hizo girar a varios gobiernos americanos, recelosos de la potencia emergente de Estados Unidos, hacia el entendimiento con la vieja metrópoli. A este lado del océano la Raza, concebida en sentido primordialmente cultural, podía reemplazar, al menos en términos retóricos, al imperio perdido. Se multiplicaron tanto los gestos diplomáticos como las asociaciones que, en ciudades peninsulares ligadas al comercio ultramarino, promovían toda clase de lazos intelectuales, económicos y políticos. A la semioficial Unión Iberoamericana y a la Sociedad Colombina Onubense, que habían orquestado los fastos de 1892, se sumaron otras como la Casa de América de Barcelona y la Real Academia Hispano-Americana de Cádiz. La red asociativa de los emigrantes españoles en América, motor complementario en la búsqueda de vínculos transoceánicos, también festejaba la fecha 17

Bernabéu Albert, Salvador, 1892: el centenario del descubrimiento de América en España. Coyuntura y conmemoraciones, (Madrid, CSIC, 1987).

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del descubrimiento. E intelectuales de ambas orillas, de la talla de Rafael Altamira o del argentino Manuel Gálvez, viajaron para dar cuerpo a la comunidad espiritual imaginada. Estos derroteros confluyeron en la celebración del primer centenario de las independencias americanas, comenzando por la argentina y la mexicana, y en segundo término por la colombiana, la chilena y la venezolana, en 1910-1911. No preocupaba demasiado la evidente paradoja de que los antiguos colonizadores ayudaran a conmemorar las luchas violentas y los subsiguientes procesos de emancipación en sus propias colonias. Aquellos hechos podían contemplarse como guerras civiles entre españoles y, en los entornos liberales, como capítulos de una pugna compartida contra la monarquía absoluta. No debía perderse semejante oportunidad para reconciliar a las hijas rebeldes con su madre, satisfecha del progreso alcanzado por ellas y fiada a su propia regeneración, pacífica y mercantil. Lo cual era compatible con las loas a la psicología de la raza hispana, idealista e hidalga, frente al materialismo anglosajón. El gobierno liberal de Canalejas envió a Buenos Aires, que prometía ser la nueva París o la Nueva York del futuro, una delegación presidida por la infanta Isabel, tía de Alfonso XIII, que, aclamada por la emigración, ejerció como una de las estrellas del centenario. También hubo representaciones oficiales, proporcionadas a los intereses españoles en cada caso, para México y los demás países18. En mutua correspondencia, los gobiernos hispanoamericanos estuvieron presentes en el centenario de la Constitución de Cádiz. Los aniversarios americanos continuaron salpicando el calendario –el del descubrimiento del Océano Pacífico en 1914, el de la primera vuelta al mundo en 19211922—y durante décadas se especuló acerca de una gira ultramarina del rey Alfonso. La oficialización del Día de la Raza en la Argentina de 1917, un eslabón más en la cadena que había iniciado la República Dominicana cinco años antes, dio el impulso definitivo a la fiesta nacional española. Que no sólo se implantó de abajo arriba, a través de las conmemoraciones del asociacionismo hispanoamericanista y de ayuntamientos como el de Madrid, sino también, y hasta cierto punto, de fuera adentro, por influjo americano. En 1918, bajo un gobierno de concentración pluripartidista –el llamado gobierno nacional que presidía el conservador Maura—se aprobó la ley que instituía el 12 de octubre como Fiesta de la Raza. Desde ese momento, las instancias estatales se dedicaron a promoverla con ofrendas, monumentos y desfiles escolares. Sobre todo durante los años veinte y con el patrocinio de la dictadura nacionalista del general Primo de Rivera, que veía en la política hispanoamericana una palanca para renacionalizar el país y desplegar una diplomacia digna de tal nombre. La impronta progresista del cambio de siglo se tornó reaccionaria. En numerosas ciudades se articularon ceremoniales con una fuerte carga religiosa y militar, un tanto fríos y con mayor arraigo allí donde se asociaban con festividades religiosas como la del Pilar, aragonesa y también española e iberoamericana. Se extendió igualmente el culto a los héroes de la epopeya americana, con Colón e Isabel la Católica al frente, se utilizaron medios como la radio y el cine, y el vuelo transatlántico del Plus Ultra en 1926 se presentó como una reedición de las hazañas pasadas19. El régimen dictatorial hizo realidad en 1929 la exposición iberoamericana de Sevilla, un proyecto de dos décadas, apoteosis del nacionalismo arquitectónico y escaparate del orgullo españolista de la monarquía. Junto a las escenificaciones de una España unida y a salvo de separatismos, la exposición reservó espacios para muestras americanas de regusto ecléctico, prehispánico o neocolonial. 18

Moreno Luzón, Javier, “Reconquistar América para regenerar España. Nacionalismo español y centenario de las independencias (1910-1911)”, Historia Mexicana, LX (1) 237 (2010), pp. 561-640. 19 Marcilhacy, David, Raza hispana. Hispanoamericanismo e imaginario nacional en la España de la Restauración, (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010).

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Pese a los vaivenes políticos, el 12 de octubre se ha mantenido hasta la actualidad como una jornada feriada, bajo diferentes advocaciones. El día de la Raza siguió celebrándose con la Segunda República, que dio continuidad a los homenajes hispanoamericanos ante la estatua de Colón en Madrid, y tampoco se olvidó en ambas zonas durante la Guerra Civil. La dictadura de Franco apostó por el concepto nacionalista católico de Hispanidad, promovido ya por intelectuales como Ramiro de Maeztu con un contenido confesional que sublimaba la labor civilizadora y evangelizadora llevada a cabo por los españoles como una misión universal que marcaba el destino de España. Las veleidades imperialistas de la Falange, más afecta a las interpretaciones raciales, duraron lo que los avances fascistas en la Segunda Guerra Mundial. La virgen del Pilar compartió con la de Guadalupe los honores de su reinado ultramarino y desde 1958 la fiesta se denominó Día de la Hispanidad. Para las élites franquistas, la política iberoamericana, volcada en los intercambios promovidos por el Instituto de Cultura Hispánica, servía también para salir del aislamiento internacional y legitimar su pervivencia. La fiesta se potenció, desde el punto de vista oficial, con su itinerancia por diversas ciudades a lo largo de los años cincuenta, sesenta y setenta, sin despreciar las connotaciones locales y como reclamo turístico, aunque la acogida popular oscilara y la espontaneidad quedase atrincherada en los festivales religiosos y en los de los hispanoamericanos residentes en España20. Una vez desaparecido Franco, el 12 de octubre adquirió gradualmente la categoría de primera fiesta nacional en sustitución del 18 de julio. Siguió peregrinando –por ejemplo, en 1982 se vinculó en Cádiz al recuerdo de la Constitución de 1812—y su carácter solemne contó con el refuerzo de la monarquía. Pues Juan Carlos I, desde el comienzo de su reinado en 1975, quiso dotarse de funciones simbólicas iberoamericanas, para lo cual la corona aglutinó las inercias paternalistas con la recuperación del discurso liberal-democrático, que asociaba modernidad e igualdad de trato, y el énfasis en el nexo lingüístico. Según el discurso regio de 1980, “americanos y españoles compartimos la convicción de que nuestro común destino histórico está fundado sobre la lengua y sobre el descubrimiento”21. Era obligado que los símbolos nacionales se desprendieran de sus connotaciones franquistas: así se hizo con la bandera rojigualda, de la que se cayó el escudo imperial en 1981, y lo mismo debía pasar con la fiesta nacional. Había una alternativa clara, otorgarle esa categoría al Día de la Constitución, el 6 de diciembre, fecha del referéndum constitucional de 1978. Una opción que implicaba poner el patriotismo cívico, que hiciera de la transición a la democracia el mito fundador de una España reconciliada, por delante del nacionalismo etnocultural que, anclado en la historia y la lengua, había predominado hasta entonces. Pero el consenso se hizo esperar: mientras el partido socialista, el principal de la oposición, defendía el 6 de diciembre, el gobierno de Unión de Centro Democrático prefería el 12 de octubre, cuyo contenido implicaba reconocer que la nación española no había surgido en 1978 sino que tenía una larga y gloriosa historia. La fiesta fue certificada por un decreto de 1981. Con los socialistas ya en el poder, nuevos debates parlamentarios desembocaron en un acuerdo por el cual la mayoría de las fuerzas políticas aceptaba los argumentos historicistas. Así pues, una ley aprobada en 1987 explicaba que “la fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del estado a partir de 20

García Sebastiani, Marcela, y Marcilhacy, David, “América y la fiesta del 12 de octubre”, en Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (Barcelona, RBA, en prensa). 21 “Palabras de S.M. el Rey a la comunidad iberoamericana el Día de la Hispanidad”, Valladolid, 12 de octubre de 1980:http://www.casareal.es/noticias/news/2533-ides-idweb.html.

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nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”22. Con un lenguaje algo retorcido y eufemístico, se subrayaban no obstante los hitos tradicionales: la unidad estatal y la expansión ultramarina. Lo más grande que España había hecho, lo que merecía la pena conmemorar23. El triunfo del 12 de octubre se explicaba asimismo porque todas las élites democráticas apostaron por Iberoamérica –un término sin las resonancias nacionalcatólicas de la Hispanidad, que no desapareció—como una línea esencial en sus campañas exteriores, compatible con la necesaria integración en las instituciones europeas. La nueva España debía ocupar un lugar destacado en el escenario internacional como puente entre Europa y América. En este contexto, el quinto centenario del descubrimiento, en 1992, alimentó planes iniciados por la UCD y asumidos con energía por los socialistas de Felipe González, que gobernaron entre 1982 y 1996 e hicieron de la modernización del país el eje de su discurso. La Exposición Universal de Sevilla, dedicada a la era de los descubrimientos, fue el núcleo de una estrategia política y cultural de largo alcance. Dotada de presupuestos estatales inéditos hasta entonces en estas tareas, la conmemoración presentó lo acaecido cinco siglos atrás como el encuentro entre dos mundos, lo cual, aunque no evitó las protestas de grupos indigenistas, intentaba obviar, de un modo transparente, las sombras de la conquista. Se fomentaron los estudios americanistas, se rodaron ambiciosas películas sobre Colón y se imprimieron billetes de banco con temas alusivos. A partir de 1991, las cumbres iberoamericanas, que reúnen cada año –en fechas cercanas al 12 de octubre—a los jefes de estado de unos veinte países de América junto a los de España y Portugal, han sido una de las herramientas preferidas de la política externa española. Su justificación se halla en la ahora denominada comunidad iberoamericana de naciones, cuyo entendimiento –sostenido en valores culturales comunes—debía promover la visibilidad de España. Una España rica y con intereses económicos crecientes en América, que no obstante tenía cuidado de no reflotar la antigua retórica maternal. Su posición sobresaliente tiende a enfatizarse a través de la figura del rey Juan Carlos, que, en el empeño compartido por identificar nación y monarquía constitucional, se ha erigido en una especie de patriarca iberoamericano. La ola contestataria que ha acaudillado el presidente venezolano Hugo Chávez, quien declaró el 11 de octubre en 2002 Día de la Resistencia Indígena, ha deteriorado en la última década los logros anteriores. Entre tanto, la fiesta nacional ha perdido poco a poco su naturaleza iberoamericanista. A partir de 1996, la llegada del Partido Popular al poder se vio acompañada por un intento consciente de renacionalización de España, que a juicio de los conservadores se veía en peligro por el avance de los nacionalismos subestatales, ante todo el catalán y el vasco, que había amparado el estado autonómico. Por ejemplo, la ministra de Educación Esperanza Aguirre promovió, sin muchos resultados, el refuerzo de la historia de España en los programas escolares. Dentro de ese marco, el gobierno de José María Aznar dio una mayor envergadura a las ceremonias del 12 de octubre en 1997, trasladando el desfile de las fuerzas armadas a ese día y el acto de recuerdo a los caídos por España –que hasta entonces se desarrollaba ante el monumento a los héroes del Dos de Mayo, del siglo XIX—a la plaza de Colón. Un espacio enorme, con alusiones monumentales al descubrimiento y adecuado para homenajear a la bandera nacional. En 2002 se instaló en esa plaza –síntesis simbólica 22

Ley 18/1987, de 7 de octubre, que establece el día de la Fiesta Nacional de España en el 12 de octubre. Vernet i Llobet, Jaume, “El debate parlamentario sobre el 12 de octubre, Fiesta Nacional de España”, en Ayer, 51 (2003), pp. 135-152. Humlebaek, Carsten, “La Constitución de 1978 como lugar de memoria en España”, en Historia y Política, 12 (2004), pp. 187-210. 23

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del renacido españolismo—una enseña gigantesca que los nacionalistas periféricos consideraron una afrenta. El 12 de octubre ha acentuado con el tiempo su carácter casi exclusivamente militar, con la gran parada como número central retransmitido por televisión, aunque hubiera una recepción en palacio y otros actos. No se ha librado de conflictos, como el levantado en 2004 –ya bajo mando socialista—por la presencia de un veterano de la División Azul falangista—o los abucheos al presidente Zapatero por parte de derechistas airados. En todo caso, la que comenzó como una conmemoración promovida por la sociedad civil es hoy una festividad oficial desprovista de un eco popular que vaya más allá de los espectadores que contemplan el desfile o de la masiva ofrenda de flores zaragozana a la virgen del Pilar.

Cervantes y el Quijote: la conmemoración que no cesa La exaltación del escritor Miguel de Cervantes y de su principal obra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ha dado lugar a mitos y símbolos nacionales arropados por amplios consensos y celebrados de una forma constante tanto por la sociedad civil como por el estado. Podría afirmarse que la recreación mítica de Cervantes y de sus criaturas –confundidas o no con él—ha constituido todo un éxito, tal vez el de mayores repercusiones para la moderna identidad española. Los supuestos en que se basa se consolidaron con el paso del siglo XIX al XX y muchos de ellos, transformados, siguen todavía en vigor. Naturalmente, la importancia que han adquirido estos emblemas de la españolidad no les ha librado de discrepancias entre las versiones consolidadas del nacionalismo español, cuyos respectivos partidarios han tratado de apropiárselos. Así, cabe distinguir entre el Cervantes católico y conservador, fiel a la monarquía y soldado heroico en la batalla de Lepanto contra los turcos; y el Cervantes liberal y progresista, comprometido con la libertad y con la justicia y muy crítico frente a las anquilosadas convenciones sociales de su tiempo. Pero estos matices han pasado a un segundo plano ante las ventajas de mostrar como española –incluso como quintaesencia de lo español—una creación reconocida como una de las más sobresalientes de la literatura universal. En todo caso, casi nadie ha discutido la necesidad de que todos los españoles, para serlo en plenitud, conozcan y amen el Quijote. Cervantes forma parte de ese puñado de autores consagrados como escritores nacionales, capaces de encarnar las esencias patrias y merecedores por tanto de un culto cuasi-religioso. Sería el equivalente en España a los casos de Dante Alighieri en Italia, William Shakespeare en Inglaterra, Johann Wolfgang von Goethe o Friedrich Schiller en Alemania y Luis de Camoens en Portugal. La canonización de Cervantes comenzó en el siglo XVIII, cuando los ilustrados convirtieron Don Quijote de la Mancha en un clásico, pero adquirió pleno sentido nacionalista a lo largo del XIX, que lo enalteció como el primero de los escritores españoles. Como tal, recibió homenajes artísticos y académicos24. Tras ellos se transparentaba la idea romántica de que a cada pueblo le corresponde un alma histórica que alcanza su expresión más acabada en las grandes obras de arte nacionales. La crítica ochocentista tendió a ver en el Quijote un relato simbólico, sujeto al desciframiento de sus claves, no una novela cómico-satírica sino algo más decisivo para España. Entre otras razones, porque en él se representaba, de un modo insuperable, determinada manera –la española—de concebir el mundo, que en lo 24

Álvarez Barrientos, Joaquín, “’Príncipe de los Ingenios’. Acerca de la conversión de Cervantes en ‘escritor nacional’”, en Begoña Lolo (ed.), Cervantes y el Quijote en la música. Estudios sobre la recepción de un mito, (Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 2007), pp. 89-114.

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substancial no habría cambiado desde su aparición. Esas lecturas eclosionaron en torno a 1898 y se difundieron en las celebraciones que, con cierto retraso respecto a los centenarios de otros autores nacionales, se desarrollaron una vez iniciado el Novecientos25. Las conmemoraciones cervantinas se iniciaron con el tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote en 1905, continuaron con el de la muerte de Cervantes en 1916 y se prolongaron hasta el cuarto centenario de su nacimiento en 1947. En 2005, al festejarse los cuatrocientos años del Quijote, se abandonaron algunas interpretaciones nacionalistas y se actualizaron otras. Entre tanto, ese siglo de efemérides asentó la presencia de Cervantes y su obra en la escuela, como instrumento privilegiado de nacionalización, y renovó su recuerdo en el día del libro, transformando cada 23 de abril –aniversario de la muerte del escritor—en una fiesta de importancia nacional creciente. Los centenarios de principios del siglo XX santificaron tanto al Quijote como a Miguel de Cervantes. Honrar a ambos era una forma de gratitud por haber proporcionado a España fama mundial, una aportación de primer nivel a la cultura que, aceptada por la humanidad entera, envanecía a los españoles. Pero en la concelebración de la gran obra y de su autor había mucho más. Sobre todo, el deseo de encontrar en ellos aliento para regenerar España. Del Quijote podían extraerse lecciones que cada cual arrimaba al calor de sus propios intereses. Alrededor de su tercer centenario, ese afán llegó al paroxismo: para los intelectuales y políticos liberales de la época, don Quijote –el personaje—era un modelo en el que los españoles debían inspirarse para servir a la patria y luchar contra el atraso y el fanatismo; mientras que para algunos escritores jóvenes las aventuras quijotescas tenían un aura nietzscheana, la de un rebelde antiburgués que podía salvar el país26. Aquel loco, objeto de burlas y humillaciones, se transmutaba en un héroe nacional. Más aún, la novela poseía valores morales intemporales y sumergirse en ella significaba acceder a un enorme caudal de conocimiento sobre los hombres, en especial sobre los españoles. Era una especie de mitologema, un relato redentor que se adaptaba a cualquier intención27. Porque, no había duda, el Quijote era España. Así pues, a lo largo de la siguiente centuria fue utilizado con profusión como símbolo del país. Por su parte, Cervantes merecía toda clase de alabanzas. No sólo por ser un genio, sino también por otras cualidades que le hacían ejemplar. Se destacaba con frecuencia su capacidad para rehacerse en medio de la pobreza y el desprecio de sus coetáneos. También su discreción o su defensa de la fe. En todo caso, esos rasgos admirables eran inequívocamente españoles. En palabras del presidente de la Asociación de Sordomudos de Madrid, adherida al centenario de 1916, “la vida de Cervantes es como el libro de oro en que los españoles tenemos atesoradas todas las virtudes del alma nacional”28. España hecha carne, el escritor representaba en grado sumo la hidalguía, entendida como nobleza de carácter, magnanimidad cristiana y aprecio por la justicia. El insobornable amor a la patria, aunque fuese una patria imperfecta que daba señales de decadencia, coronaba este perfil. Entre 1905 y 1916 cuajó entre los intelectuales un debate acerca de las posibilidades de comprender el Quijote al margen de su autor, sintetizado en la célebre oposición entre el quijotismo de Miguel de Unamuno y el cervantismo de José Ortega y Gasset. Pero ambas posturas 25

Close, Anthony, La concepción romántica del ‘Quijote’, (Barcelona, Crítica, 2005). Storm, Eric, “El tercer centenario del Don Quijote en 1905 y el nacionalismo español”, Hispania. Revista Española de Historia, LVIII/2, 199 (1998), pp. 625-655. 27 Varela Olea, Mª Ángeles, Don Quijote, mitologema nacional, (Alcalá de Henares, Ediciones del Centro de Estudios Cervantinos, 2003). 28 “Elogio de Miguel de Cervantes”. Archivo Rodríguez Marín (ARM CSIC). BII.3er Centenario, C20. 26

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compartían esa aproximación romántica y nacionalista, que ha sobrevivido casi hasta la actualidad. Todavía en un libro de 1990, Julián Marías, discípulo de Ortega, aventuraba que “quizá la manera más eficaz de penetrar en lo que es España sea verla en la perspectiva de Cervantes”29. La herencia más perdurable del culto a lo cervantino en los primeros centenarios residió en su identificación con la lengua castellana, lengua nacional de España y basamento de la comunidad hispanoamericana, la lengua de Cervantes. Para entonces se estaba produciendo, en los círculos españolistas, una creciente valoración del idioma como rasgo fundamental de la nacionalidad, en competencia con la historia y la religión. En una época de nacionalismos culturales, el español empleaba un recurso poderoso. Exaltar el castellano a través de Cervantes y del Quijote tenía, y aún tiene, una doble dimensión nacionalista. Por un lado, reconfortaba a quienes se dolían de la pérdida del imperio español y aspiraban a salir del marasmo identitario del Desastre. Si España había perdido su condición de potencia colonial, le quedaba al menos la de potencia lingüística. De hecho, Cervantes, que nunca tuvo relación con América, fue acogido como ídolo hispánico en las dos orillas. Por otro lado, sintonizaba con los discursos noventayochistas que identificaban a España con Castilla y permitía contestar el auge de los nacionalismos subestatales, ante todo el del catalanismo, con un argumento que parecía imbatible: frente a lenguas minoritarias como el catalán, el castellano disponía de decenas de millones de hablantes en dos continentes. No resultaba extraño que los catalanistas se enfrentaran con el uso político del Quijote en su tricentenario30. Esta efeméride inicial estuvo presidida por un gobierno conservador, de Antonio Maura, convencido de que no debía imponer un programa sino limitarse a coordinar los esfuerzos particulares. Hubo en 1905 mucha función académica, muestras bibliográficas y artísticas, batallas de flores, grandes tiradas del libro y una miríada de iniciativas a cargo de asociaciones e instituciones locales; del Ateneo de Zaragoza al Centro Gallego de Madrid. La junta del centenario recibió adhesiones de la más variadas procedencias, como la del duque de Alba y conde de Lemos, que instituyó un premio, o la de Antonio García Quejido, destacado socialista y presidente de la Asociación General del Arte de Imprimir, quien afirmaba que “los obreros de la Imprenta no pueden ni deben olvidar que sus predecesores en el cultivo de tan noble arte colaboraron en la confección material de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Hubo abundantes apoyos sociales, participaron casi todos los sectores de la política española y se orquestaron actividades en más de cien localidades. Valga como ejemplo Madrona, cerca de Segovia, donde las solemnes exequias por el alma de Cervantes fueron seguidas por un desfile de los vecinos que, portando una bandera nacional, asistieron a la colocación de una lápida que daba su nombre a una calle, tras lo cual hubo velada literaria, reparto de ejemplares del Quijote e iluminaciones31. En tales ocasiones el plato fuerte consistía en una procesión cívica, la mejor puesta en escena de la unanimidad social que debía protagonizar el culto al gran hombre. A la de Madrid asistieron las más altas autoridades del estado, con el rey a la cabeza. El relativo éxito del centenario del Quijote, aunque decepcionó a sus promotores más militantes, impulsó la preparación de nuevos festejos con motivo del tricentenario 29

Marías, Julián, Cervantes clave española, (Madrid, Alianza, 2003, 1ª ed. 1990), p. 17. Riera, Carme, El Quijote desde el nacionalismo catalán, en torno al Tercer Centenario, (Barcelona, Destino, 2005). 31 Archivo General de la Administración (AGA). Presidencia L51/3595. Carta de Antonio García Quejido al presidente de la junta del centenario, 1 de marzo de 1905; y carta del alcalde de Madrona, 16 de mayo de 1905. Sawa, Miguel y Becerra, Pablo (dirs.), Crónica del Centenario del Don Quijote, (Madrid, Establecimiento Tipográfico de Antonio Marzo, 1905). 30

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del fallecimiento de Cervantes en 1916. El comité oficial mostró propósitos centralizadores y se crearon juntas provinciales y locales. Pero sus previsiones no derrocharon imaginación sino que se ajustaron a los moldes ya probados: exposiciones, concursos, ediciones críticas y populares del Quijote y una cabalgata en Madrid con carrozas que debían representar a las regiones españolas. Quizá pueda señalarse un mayor énfasis en la dimensión hispanoamericana del acontecimiento, pues se trataba de la fecha más señalada en el calendario americanista tras la visita a Cádiz en 1912. Diversas corporaciones oficiales latinoamericanas y colectividades de emigrantes españoles se ofrecieron a colaborar. Sin embargo, el grueso de los actos programados nunca tuvo lugar. El gobierno liberal del conde de Romanones los suspendió a comienzos de 1916 con el pretexto de que, en mitad de la guerra europea, no tenía sentido una celebración de estas características. Mejor no arriesgarse a sufrir un fiasco con escaso eco internacional. Algunos medios intelectuales, como la orteguiana revista España, criticaron que no pudiera exhibirse ante el mundo una fiesta de paz, “la comunión de nuestros espíritus en esa figura cardinal de la raza española”32. Pero sólo sobrevivieron ciertas manifestaciones, como el desfile escolar ante la estatua de Cervantes en Madrid u homenajes locales de ciudades relacionadas con el autor, como Sevilla o Alcalá de Henares, que no iba a renunciar con facilidad a exhibir su condición de cuna del príncipe de los ingenios, disputada por otras localidades. Entre los frutos duraderos del centenario cabe citar la fundación del Instituto Cervantes para escritores y artistas desvalidos, un viejo proyecto benéfico. Aunque resultaron más significativas la creación de una Casa-museo de Cervantes en Valladolid, financiada por el rey Alfonso XIII dentro de un plan museístico para inventar centros patrióticos y educativos; y, sobre todo, la erección de un gran monumento nacional e hispanoamericano a Miguel de Cervantes en la Plaza de España de Madrid, pensada para coronar la avenida que encarnaba la modernidad capitalina, la Gran Vía. Ya había estatuas dedicadas al genio en Madrid, Alcalá, Valladolid o Valencia. Pero no bastaban en aquella época, marcada por la estatuomanía: quedaba pendiente una que, según el concurso, no se limitara a recordar “las hazañas de un héroe, ni las dotes de un caudillo, ni las ideas de un gran político, ni el genio de un artista”, sino que mostrase “algo que, con ser tan grande el escritor, está por cima de él: su madre intelectual, el alma de la raza”33. Al final quedaron frente a frente dos concepciones opuestas. Por un lado, la favorita de artistas y críticos, que apostaba por formas sobrias y modernas consagradas al “habla riquísima de veinte naciones, simbolizada por la voz polirrítimica y canto incesante de fuentes monumentales”34. Por otro, una diatriba contra el modernismo simbolista que reivindicaba en cambio las tradiciones patrias. Sus autores, el escultor Lorenzo Coullaut Valera y el arquitecto Rafael Martínez y Zapatero, no querían consagrar su obra “a la Raza, al Genio, al Idioma ni a ningún otro concepto abstracto o entidad metafísica (…), sino a Miguel de Cervantes Saavedra como escritor”35. En vez de alegorías, la representación escultórica del autor –caracterizado como un hidalgo cristiano de El Greco—y de sus creaciones, con don Quijote y Sancho en puestos preferentes. Y todo ello dentro de un marco arquitectónico genuinamente español, neoplateresco, que evitara la vergüenza de imitar modelos extranjeros. El jurado eligió 32

“Cervantes y Shakespeare. Dos conmemoraciones”, España, nº 55 (10 de febrero de 1916), p. 13. Real Decreto de 29 de marzo de 1915. 34 Anasagasti, Teodoro de, e Inurria, Mateo, Memoria explicativa del proyecto de erección de un monumento a Miguel de Cervantes Saavedra en la plaza de España, de esta corte (Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1916), p. 5. 35 Martínez y Zapatero, Rafael y Coullaut Valera, Lorenzo, Proyecto del Monumento a Miguel de Cervantes Saavedra (Madrid, s.e., 1916), pp, 1-2 y 10. 33

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esta última opción, la más convencional y conservadora, muy acorde con las ideas del cervantista Francisco Rodríguez Marín, un discípulo devoto de Marcelino Menéndez Pelayo y protegido de Maura que presidió los fastos oficiales. Aquel enorme monumento tardó en terminarse más de cuarenta años. De acuerdo con los afanes nacionalistas de sus promotores, debía financiarse mediante una extensa suscripción pública. Y esta nunca cubrió las expectativas: en 1920 sólo había recaudado unas 130.000 del millón de pesetas que necesitaba. De poco sirvieron las exhortaciones a los gobiernos y sociedades de América. Salvo en algunos centros escolares peninsulares, el entusiasmo escaseó entre españoles e hispanoamericanos. La suerte del malhadado monumento se parecía a la descripción que Rodríguez Marín hacía de la vida de Cervantes: “accidentada y heroica, peregrina siempre, llena de grandeza y de desventura…”36. En fin, la cosa se animó bajo la dictadura de Primo de Rivera gracias a la intervención gubernativa, dentro de sus ambiciosos planes nacionalizadores, con la cesión del uno por ciento de un salario mensual de los funcionarios públicos. El estilo neoplateresco del original se perdió en el camino, pues el arquitecto Pedro Muguruza lo sustituyó por un orden herreriano de El Escorial, más adecuado para representar los tiempos de Cervantes. Lo esencial ya estaba hecho en 1930, pero el repudio de las fuerzas republicanas hizo que lo rematasen las autoridades franquistas: las últimas figuras se incorporaron en 1960. Aunque el monumento tuvo suerte, porque la gigantesca fachada escalonada del Edificio España, terminado en 1953 con un lenguaje afín, nacionalista de matices barrocos, le proporcionó un encuadre grandioso y una perspectiva fotogénica. Las figuras de Coullaut-Valera, convertidas en icono nacional, han aparecido en imágenes turísticas, billetes y sellos conmemorativos. Y junto a ellas se han multiplicado, en los años veinte y también en los sesenta y setenta, las representaciones monumentales de Cervantes y el Quijote, promovidas por organismos y autoridades locales. Hasta se han reproducido las esculturas de Madrid en la plaza de Cervantes de San Sebastián. Los personajes cervantinos se han vuelto omnipresentes en toda clase de manifestaciones culturales. Durante la guerra civil se utilizaron en la propaganda bélica, mezclados con otras imágenes nacionalistas. Así, en la zona republicana se asociaban al amor por la justicia y la libertad, tenido por un rasgo consubstancial del pueblo español. Por ejemplo, el pabellón de España en la exposición internacional de París de 1937 recogía en sus paneles frases de don Quijote: On doit exposer sa/vie pour la liberté37. Y en la película anarquista Aguiluchos de la FAI por tierras de Aragón, de 1936, se alababa al miliciano Buenaventura Durruti en estos términos: “Durruti, protagonista de mil aventuras heroicas, desciende de El Empecinado y de don Quijote, posee la valentía y la temeridad del bravo guerrillero de la independencia que, con sus cachorros, hundió en el fango las glorias del invasor Bonaparte; y posee también los fervores justicieros del hidalgo de la Mancha, esencia de nuestro propio espíritu”. Para los anarquistas, don Quijote simbolizaba el indómito carácter revolucionario de los españoles. Más adelante, la interpretación esencialista de la obra subsistió entre los exiliados, que consideraban a Cervantes uno de los suyos38. Los muchos poemas que le ofreció León Felipe veían en don Quijote la encarnación de ese pueblo, derrotado pero aún vivo. Un famoso boceto de Pablo Picasso, publicado en 1955 por una revista francesa para conmemorar el 350 36

Carta de Rodríguez Marín a los directores de periódicos, sin fecha. ARM CSIC Caja 21/9. Alix Trueba, Josefina, Pabellón español 1937. Exposición internacional de París, (Madrid, Ministerio de Cultura, 1987). 38 Pulido, Genara, “El Quijote en el pensamiento literario de los exiliados españoles del 39”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo y Luis Alburquerque García (coords.), El Quijote y el pensamiento teóricoliterario, (Madrid, CSIC, 2008), pp. 447-468. 37

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aniversario del Quijote, se erigió con el tiempo en una de las imágenes más reconocibles del mito. El franquismo empleó a Cervantes en sentido contrario, como representación de otra España inmortal, la hidalga y cristiana. El cuarto centenario de su nacimiento en 1947-1948 dio ocasión a múltiples actividades organizadas por el Movimiento Nacional y por el Ministerio de Educación, con eco desigual. La conmemoración permitió restaurar la capilla de Alcalá donde había sido bautizado Cervantes, destruida por republicanos en 1936 y reinaugurada por el dictador. Proliferaron también iniciativas locales a cargo de municipios, cajas de ahorros, escuelas, instituciones culturales y bibliotecas. Se fomentaron rutas turísticas y publicaciones de lo más diverso. A juicio de las élites dictatoriales, el centenario podía aprovecharse para responder al ostracismo internacional recurriendo a un hito que recordaba las glorias de España y su ascendiente sobre la Hispanidad. Así lo reafirmó un discurso radiado del presidente argentino, el general Perón, uno de los pocos respaldos exteriores de Franco. Se hacía patente la voluntad de ensalzar la importancia de un idioma, el de Cervantes, en el que tantos millones de personas hablaban y rezaban. Y la Asamblea de Cervantistas celebrada por entonces se concebía como una reunión de intelectuales que luego podrían contar fuera la verdad sobre el país, para lo cual se les sometió a un régimen de excursiones, ceremonias religiosas y actos solemnes39. En los discursos del ministro José Ibáñez Martín se decía que los españoles defendían como don Quijote sus ideales y que, frente a la nueva amenaza que venía de oriente, la “del gran turco de la hoz y el martillo”, la España antimaterialista se disponía de nuevo a la lucha, acompañada por sus naciones hermanas40. Cervantes era ante todo, para los círculos franquistas, un católico comprometido con la monarquía española, militar y héroe en la batalla de Lepanto. Entre los homenajes más sentidos figuró el del Cuerpo de Caballeros Mutilados de Guerra por la Patria, presidido por el general legionario José Millán Astray y al frente de cuyo escalafón figuraba Miguel de Cervantes, “herido y mutilado en la más alta ocasión que vieron los tiempos pasados, los presentes y esperan ver los venideros”41. El peso de Lepanto fue tan grande que en 1947 se solaparon y confundieron los centenarios de Cervantes y de don Juan de Austria, comandante que había derrotado a los turcos. Los cervantistas visitaron en el monasterio de El Escorial la tumba de don Juan y emitieron loas a Franco como gobernante tradicional y cristiano. Y el 7 de octubre, aniversario de la batalla y del nacimiento de Cervantes, recorrió el centro de Madrid una procesión en la que desfilaron estandartes e imágenes sagradas que habían viajado con la flota en 1571 como el Cristo de Lepanto, traído desde la catedral de Barcelona, que también había presidido las ceremonias de la victoria franquista en 1940. El llamado Cristo de las Batallas, parado ante el balcón donde el caudillo, con uniforme de la armada, se codeaba con los asambleístas cervantinos, resumía bien la filosofía del centenario. Una ocasión que, según uno de sus impulsores, José María Pemán, había pecado de una excesiva presencia oficial y carecido de libros importantes42. Aunque sí dejó una película notable, Don Quijote de la Mancha, de Rafael Gil. Era la primera gran 39

Mostaza, Bartolomé, “Crónica cultural”, Revista de Estudios Políticos, nº 37-38 (enero-febrero de 1948), pp. 224-240. 40 Ibáñez Martín, José, Símbolos hispánicos del Quijote. Discurso pronunciado en la Real Academia de la Lengua por el Excmo. Sr. D. ----, ministro de Educación Nacional, … con motivo de las Fiestas del IV Centenario de Miguel de Cervantes (s.c., s.e., s.a.), cita en p. 10. 41 Millán Astray, José, “Miguel de Cervantes, caballero mutilado de guerra por la Patria”, Medicina y Cirugía de Guerra. Revista Informativa del Cuerpo de Sanidad Militar, nº 9 (1947), p. 616. 42 Abc, 8 de octubre de 1947. Pemán, José María, “Balance cultural de 1947”, La Vanguardia Española, 1 de enero de 1948.

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producción española sobre el tema, respaldada por subvenciones públicas y estrenada con las bendiciones del régimen. En el estilo teatral y acartonado de CIFESA, daba al relato un sesgo que subrayaba la fe católica del personaje y su fama posterior43. Otros filmes se dedicaron bajo el franquismo a glosar escenas o personajes del Quijote, aunque con menos frecuencia y alcance que los centrados en la Guerra de la Independencia. Los centenarios promovieron, como uno de sus efectos más perdurables, la presencia del Quijote en las escuelas. Muchas se bautizaron durante el siglo con el nombre de Cervantes, como teatros, calles y plazas de toda España, y sus libros salpicaban los programas didácticos. Pero el Quijote no era una lectura cualquiera, sino uno de los vehículos fundamentales de nacionalización de los españoles. Fue éste un empeño especial de los regeneracionistas liberales. Como Eduardo Vincenti, político especializado en asuntos educativos que publicó una edición escolar en 1905 porque, a su juicio y el de otros reformadores, los niños debían aprender a “venerar el santo nombre de la Patria en la celebración de una de sus más legítimas glorias”. Para ser un buen ciudadano español había que conocer la Biblia nacional. Si los alemanes estudiaban a Goethe y los ingleses a Shakespeare, aquí tocaba hacer lo propio con Cervantes. Después de varios intentos, ese anhelo se logró a partir de 1920: por decisión de otro liberal, el ministro Natalio Rivas, en las escuelas nacionales los maestros debían dedicar todos los días el primer cuarto de hora de clase a leer y explicar un fragmento del libro. Y ello pese a las recomendaciones en contra de pedagogos e intelectuales que no consideraban aquel tomazo en castellano del siglo XVII una buena guía para aprender a leer. No han faltado desde esas fechas quienes pensaran que la obligatoriedad provocaba más rechazo que otra cosa. Pero las disposiciones oficiales incrementaron las adaptaciones y ediciones infantiles, o las colecciones de fragmentos comentados de la obra. La lectura del Quijote se introdujo, entre los años veinte y los cincuenta, en la rutina diaria de los escolares españoles44. Había que dominar el texto, pero sobre todo extraer lecciones de él, con frecuencia sobre España y la manera de ser de los españoles. Aunque muchos pensaran que del Quijote podían sacarse enseñanzas sobre cualquier disciplina, el imperativo patriótico conformaba la principal razón para aproximarse a él. En sus versiones más exaltadas, como en los libros infantiles del escritor nacional-católico Manuel Siurot, don Quijote se comunicaba con otras glorias patrias como el Cid para convertir España en su nueva Dulcinea45. Además, desde 1901 los ejercicios escritos y orales del examen de ingreso, obligatorio a los diez años de edad para pasar de la primera a la segunda enseñanza, se hacían sobre textos del Quijote, una norma que estuvo vigente nada menos que hasta 1970 y que obligó a familiarizarse con el libro a sucesivas generaciones enfrentadas a la prueba46. Su uso en la escuela ha persistido hasta la actualidad. Mantuvo su posición central entre las herramientas para enseñar la lengua castellana durante la primera etapa de la dictadura franquista, con numerosas reediciones, y desde los años cincuenta su estudio se ha refugiado en la historia de la 43

Herranz, Ferran, El ‘Quijote’ y el cine (Madrid, Cátedra, 2005), pp. 51-72. Tiana Ferrer, Alejandro, “Ediciones infantiles y lectura escolar del Quijote. Una mirada histórica”, en Revista de Educación, nº extraordinario (2004), pp. 207-220. Guereña, Jean-Louis, “¿Un icono nacional? La instrumentalización del Quijote en el espacio escolar en el primer tercio del siglo XX”, en Bulletin Hispanique, vol. 110, nº 1 (junio de 2008), pp. 145-190 (cita en p. 159). 45 González Faraco, Juan Carlos, Lecturas educativas del ‘Quijote’. Textos e iconografía escolar, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p. 128. 46 Ruiz Berrio, Julio, “Las lecturas del Quijote en la escuela”, en Demetrio Castro (coord.), Las lecturas de ‘El Quijote’. Sentidos e interpretaciones, (Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2007), pp. 103152. 44

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literatura47. En el tardofranquismo, cuando las exaltaciones nacionalistas se relajaron un tanto, los libros de lectura más difundidos, como los de la editorial Santillana, desarrollaban un canon literario que, en buena ortodoxia castellanista, partía del romancero medieval y, con el Quijote como núcleo, hacía hincapié en la generación del 98. En cualquier caso, la conmemoración más relevante de las ofrecidas a Cervantes en el siglo XX hay que buscarla en el recuerdo de su fallecimiento cada 23 de abril, en la Fiesta o Día del Libro. Antes de instituirse como tal, ya era la fecha en que la Real Academia Española encargaba sus honras fúnebres. Pero desde la década de los veinte se convirtió en una celebración de alcance inusitado. Al principio se situó el 7 de octubre, supuesto cumpleaños cervantino, y fue una iniciativa de los profesionales, en concreto de la Cámara Oficial del Libro y de la Propiedad Intelectual de Barcelona, donde el editor Vicente Clavel deseaba dedicar un día a “la exaltación de los valores culturales y patrióticos que en el libro se refunden”. El gobierno de Primo de Rivera la aceptó y dio en 1926 orden de “propulsar la cultura, rendir pleitesía a los genios de la raza, divulgar las concepciones de los escritores nacionales y facilitar la expansión de la lengua y del alma hispánicas” 48. Se previeron actos en todos los centros culturales y educativos, militares, de beneficencia y penitenciarios; además de la creación de bibliotecas y el reparto de ejemplares. Tuvieron un papel protagonista las cámaras gremiales, sobre todo la de Barcelona, y pronto se impuso el carácter comercial de la festividad, pues esa semana se aplicaba un descuento en el precio de los libros. En 1930 el ministerio decidió trasladarla a abril para que no coincidiese con el comienzo de curso y con el 12 de octubre, por lo que desde 1931 se consagró el día de San Jorge a recordar, decía un diario conservador, “la figura excelsa (…) que simbólicamente representa a España y a la raza”49. La coincidencia con el mercado de rosas en Barcelona dio lugar a la tradición de regalar también flores ese día. La feria del libro de Madrid, inaugurada en 1933, se pusieron a la cabeza de los festejos que proliferaron por diversas ciudades a lo largo de la década. Durante la guerra civil continuó celebrándose en ambas zonas. La época franquista asistió a una cierta decadencia de la fiesta, que no obstante dio lugar a distintas manifestaciones, como cabalgatas con motivos cervantinos a cargo de estudiantes y coros de la Sección Femenina de Falange o las ofrendas florales ante el monumento de la Plaza de España. En los años sesenta se montaron grandes festivales infantiles para distribuir miles de ejemplares y el Ministerio de Información y Turismo patrocinó campañas en favor del libro español. Los contenidos nacionalistas se diluyeron en el auge mercantil, que tenía en Barcelona, donde los escritores famosos firmaban sus obras ese día, su punto álgido. En realidad, la expansión del día del libro se produjo ya en la transición a la democracia. La nueva monarquía le proporcionó desde 1976 un gran esplendor cultural con la entrega cada año en la Universidad de Alcalá, por parte del rey Juan Carlos, del premio Miguel de Cervantes de literatura en lengua española, considerado el Nobel hispanoamericano. Una ceremonia muy emotiva, en la cual los premiados dedican sus discursos a glosar la obra cervantina y que se ha puesto al servicio de la reconciliación nacional cuando, como en 1984 con Rafael Alberti, se ha reconocido a un escritor del exilio. Pero el 23 de abril ha adquirido además connotaciones populares gracias a instituciones locales, centros de enseñanza y 47

Tiana, “Ediciones infantiles y lectura escolar del Quijote”. Cendán Pazos, Fernando, La Fiesta del Libro en España. Crónica y miscelánea (Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1989), citas en pp. 15 y 17. La última, en Real Decreto de 6 de febrero de 1926. 49 Abc, 22 de abril de 1931, p. 29. 48

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asociaciones que han honrado a Cervantes en exposiciones, concursos o programas de radio. La actividad más visible a nivel nacional son las lecturas públicas del Quijote, a veces en su totalidad y de una manera ininterrumpida, liturgias casi religiosas –de comunión alrededor del libro sagrado—y muy participativas. La del Círculo de Bellas Artes de Madrid, con asistencia de gentes famosas, se celebra desde 1996 y la inicia el premio Cervantes. El culto cervantino se ha desarrollado de un modo extraordinario en los tiempos democráticos recientes. Se ha perdido en buena parte el esencialismo de inicios del Novecientos, con su búsqueda incansable de lo español, pero se ha mantenido el enaltecimiento de la lengua castellana, celebrando su expansión por el mundo y, en los últimos años, su valor económico. Los mensajes dominantes subrayan que, en contraste con las otras culturas peninsulares, la española dispone de un idioma hablado en dos continentes por trescientos o cuatrocientos millones de personas; y que, como han creído opinantes de cualquier procedencia, todo español ha de conocer –y disfrutar—la obra cumbre de su cultura. Los distintos gobiernos han hecho esfuerzos para difundirla. Por ejemplo, a través de la televisión pública, TVE, que emprendió grandes proyectos sobre el Quijote. Como una serie de dibujos animados de 1979-1981, supervisada por un académico y un cervantista, acompañada por una campaña de difusión entre el público infantil de juguetes, cómics y discos. Años más tarde, la emisora oficial, ahora bajo un gobierno socialista, abordó una ambiciosa producción, con actores de primera fila y guiones supuestamente escritos por Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura en 1989. Es decir, provista de todos los efectivos disponibles para ganar prestigio y éxito. Sólo se realizó la primera parte, dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón y estrenada en 1992, más innovadora y menos grandilocuente que la versión de Gil50. En 1992, el annus mirabilis de la España moderna, se creó el Instituto Cervantes, a imagen del British Institute o del Goethe alemán, para enseñar y difundir la lengua española en el mundo. Su patronato se reúne todos los años en torno al 12 de octubre, y ante él y junto a los embajadores americanos, el rey pronuncia discursos de tonos nacionalistas en los que une las loas al idioma castellano con las referidas a la comunidad iberoamericana. De algún modo, el 12 de octubre se ha erigido también en fiesta cervantina. La España al fin europeizada que entró en la unión monetaria eligió la efigie de Cervantes –como la de don Quijote, habitual en los billetes y sellos de varias épocas—para las monedas de 10, 20 y 50 céntimos de euro. Todo este despliegue culminó, naturalmente, con la celebración del cuarto centenario de la publicación del Quijote en 2005. Las polémicas sobre el mismo reflejaron el ambiente político de los años previos, muy tenso por el duro enfrentamiento entre las políticas nacionalistas de José María Aznar y las respuestas de la izquierda, que llegó al poder en 2004 con voluntad de rectificar el rumbo aznarista y orquestó la conmemoración en mitad de un debate identitario acerca de los nuevos estatutos de autonomía. Desde muy pronto –así lo expuso ya en un debate de 2001—el jefe socialista, Rodríguez Zapatero, quiso hacer del centenario el centro de la política cultural española. “Queremos –declaraba poco antes de ganar las elecciones—que el Quijote sea nuestro embajador en el mundo. Queremos que sea el estandarte por el que nos identifiquen y por el que nos valoren”51. Más aún, este político se identificaba con el quijotismo, entendido como categoría moral de quienes querían transformar la sociedad o practicar la tolerancia europeísta. En contraste con la apuesta bélica de Aznar, que se había unido en 2003 a la guerra emprendida por Estados Unidos en Irak, 50

Herranz, El ‘Quijote’ y el cine, pp. 72-98 y 279-293. “Reportaje: los planes de Zapatero.- Cultura. La legislatura del ‘Quijote’. Objetivo: exportar conocimiento”, El País, 21 de marzo de 2004.

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la cultura, con el Quijote en su centro, debía servir para promover la paz y evitar el choque de civilizaciones52. Frente a este discurso, los medios intelectuales y políticos contrarios reaccionaron de manera muy tajante y atacaron la idea de Cervantes como símbolo pacifista. Así, José María Marco, autor de algunos libros firmados por Aznar, recordaba la misión histórica de España, de “defensa de Occidente” desde la Reconquista hasta Lepanto, muy actual porque nuestra civilización estaba en crisis, como en tiempos de Cervantes, y se la jugaba en Irak. El filósofo Gustavo Bueno sentenciaba que, lejos de ser un emblema de tolerancia, el Quijote alababa el empleo de las armas y justificaba una visión del imperio español capaz de inspirar guerras como las que España tenía que emprender a comienzos del siglo XXI53. Más allá de estas opiniones, el cuarto centenario se vivió, en plena expansión económica, con decenas de congresos y ciclos de conferencias, publicaciones de distinta índole, ediciones baratas, concursos literarios y escolares, semanas de cine, funciones de teatro, música y danza y rutas turísticas, con abundantes recursos y multitud de páginas en Internet. Destacaron las grandes exposiciones sobre el Quijote en las artes o la España del Quijote. Y el Instituto Cervantes organizó actividades en varios países para reivindicar lo español y lo hispano. Las celebraciones, en paralelo a las de un siglo atrás, tuvieron un fuerte sabor localista y regional. Como la semana cervantina de Alcalá de Henares, donde el 9 de octubre –día del bautizo de Cervantes—es fiesta local, pues “Alcalá es a Cervantes, lo que Stratford a Shakespeare, lo que Nantes a Julio Verne o lo que Salzburgo a Mozart”54. O el despliegue cultural de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, el poder autonómico que ha hecho del Quijote el emblema más significativo de la identidad regional construida de arriba abajo durante tres décadas. Los gobernantes castellano-manchegos presumían de haberse adelantado al gobierno de España con su programación conmemorativa y de prever 2005 actos para aquel año. Su presidente, el socialista José María Barreda, no tenía dudas: “conmemoramos un libro y celebramos una tierra”55. Hubo voces, como la del académico Francisco Rico, que abominaron del uso del Quijote como símbolo nacional, pero eso no impidió que muchos protagonistas retomaran viejos argumentos: todos los españoles tenían que acceder, casi como si ejercieran un derecho, al Quijote en ediciones buenas y baratas; y la conmemoración debía tener dimensiones hispanoamericanas. El cuarto centenario festejó la riqueza de una lengua cuyo uso se extiende cada vez más, aumentando su influencia y su capacidad para generar negocios56. *

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En definitiva, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, el imaginario nacional español se ha nutrido de unos cuantos mitos y emblemas muy poderosos, capaces de persistir en las más diversas coyunturas. Las principales versiones del españolismo –la confesional autoritaria y la liberal-democrática—reconocieron su 52

“La ministra defiende la paz como principio esencial”, El País, 24 de abril de 2004. José Sanroma Aldea, “Cervantes, don Quijote, Bush y Bin Laden”, Abc, 21 de octubre de 2004. 53 Marco, José María, “El ejemplo de Cervantes”, El Mundo, 13 de mayo de 2004. Bueno, Gustavo, España no es un mito. Claves para una defensa razonada (Madrid, Temas de Hoy, 2005). 54 http://www.alcalacultural.com/eventos-culturales/Semana+Cervantina/11, web consultada el 25 de marzo de 2012. 55 Marchamalo, Jesús, “Quijote que algo queda”, ABCD Cultural, 12 de febrero de 2005, citas en p. 12. Comprobar. 56 R. Lafuente, Fernando, “El Quijote como estereotipo de las Españas”, en Salvador y López-Ríos (eds.), El Quijote desde el siglo XXI, pp. 245-250. Molina, César Antonio, “Y Cervantes se va a América”, en El País, 1 de marzo de 2005.

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relevancia y su utilidad, aunque a menudo les otorgaran contenidos distintos. Las dictaduras difundieron a través de ellos visiones que concebían a España como una nación católica y jerarquizada, cuya imposición provocó tanto la aquiescencia de unos como el hastío y el rechazo de otros. Para superarlos, la democracia ha actualizado discursos liberales que buscaban las potencialidades modernizadoras de los relatos españolistas. Con sus conmemoraciones, en aniversarios y centenarios, los distintos agentes nacionalistas se apropiaron de ellos y los difundieron a través de diferentes vías nacionalizadoras. De la escuela y los monumentos al cine y la televisión, de las exposiciones y los ciclos de conferencias a las ceremonias religiosas y militares. Pese a las transformaciones sufridas en cuanto a sus medios y su envergadura, las conmemoraciones patrióticas muestran algunos rasgos duraderos. Como el anclaje de los festejos en las identidades locales y regionales, compatibles en su mayor parte con la exaltaciones nacionalistas porque se constituían en caminos de acceso a la identidad nacional. Esa característica, muy fuerte en el nacionalismo español, aseguraba la participación popular en las efemérides y les aportaba por tanto eficacia y solidez. Del mismo modo, el estado no siempre actuó como principal incitador de las empresas españolistas, sino que el protagonismo correspondió a veces a la sociedad civil. A lo largo de cien años, eso sí, puede advertirse una tendencia constante al crecimiento de la intervención pública, fuera de las administraciones centrales, de las municipales y, en las últimas décadas, de las autonómicas. La corona ha representado además un papel simbólico destacable, ya en el reinado de Alfonso XIII pero sobre todo en el de su nieto Juan Carlos I, quien, con altibajos, ha logrado representar a la nación asociándose a sus mitos. La historia se ha revelado, como en otros nacionalismos, una cantera inagotable de motivos con los que movilizar a la población y, con mayor frecuencia, legitimar los poderes establecidos. Así ha ocurrido con la Guerra de la Independencia o con el descubrimiento –y, en menor medida—la conquista de América, epopeyas del pasado a las que se podía recurrir para sublimar el orgullo nacional, promover la cohesión de la sociedad y proyectar tareas comunes. Sin embargo, el conjunto simbólico-mitológico que más adhesiones ha concitado y cuyo desarrollo resulta más llamativo, el formado por Cervantes y el Quijote, remite a la lengua castellana como componente fundamental de lo español. Esa carga cultural, tan apegada al idioma, tiene la ventaja de eliminar los aspectos más peliagudos de los conflictos históricos pero dificulta la construcción de un imaginario integrador que incorpore a las culturas españolas no castellanas en una identidad política compartida. Una y otra vez, los patriotismos cívicos –por ejemplo, el vinculado a la Constitución—han dejado paso a la reivindicación de factores étnicoculturales, mucho más atractivos. El grueso de la contestación, no muy beligerante, ha provenido pues de los sectores nacionalistas subestatales. El nacionalismo español, tal y como se muestra en las conmemoraciones entre 1905 y 2008, generó polémicas y experimentó vaivenes, pero no podría considerarse un nacionalismo débil. Más aún, los tres mitos centrales aquí estudiados se vinculan y refuerzan entre sí. El 12 de octubre, la fiesta nacional más longeva y la única que ha resultado viable a largo plazo, se solapa con la festividad religiosa de la virgen del Pilar, ligada a los sitios de Zaragoza durante la Guerra de la Independencia. Pero las coincidencias provienen ante todo del peso que América ha adquirido en el imaginario español, que ha sublimado en ella añoranzas imperiales y ambiciones exteriores. Cervantes –cumbre de la lengua—ha sido enarbolado como bandera de la comunidad hispanoamericana imaginada que aspira a encabezar España. Como dijo el escritor mexicano Carlos Fuentes, a ambos lados del Océano Atlántico se extiende hoy el territorio de La Mancha.

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