Palabra de Dios: el lenguaje del poder y el estigma de Job

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Descripción

Juan Luis Conde Universidad Complutense 1998 PALABRA DE DIOS: EL LENGUAJE DEL PODER Y EL ESTIGMA DE JOB Como filólogo profesional, he aprendido a desconfiar de los aficionados que se atreven a montarse en globo y despachar una obra de composición tan conflictiva sin el lastre de una sesuda formación específica. No sé si en los estudios bíblicos puede decirse lo que es un hecho en mi disciplina, la filología clásica grecolatina: que su objeto se ha transformado, que ya no somos expertos en textos antiguos, sino expertos en textos sobre textos antiguos... Por necesidad debemos movernos entre una literatura secundaria que se ramifica y retuerce como un selvático Talmud – y me basta escribir esta palabra para convencerme de que a los estudios bíblicos les debe de pasar otro tanto. Por mi parte sólo puedo decir que no disfruto con ello y que, con alivio, me encuentro un poco a salvo de esa esclavitud en un terreno en el que no soy especialista. Cierto es que, además de la versión del Libro de Job que ofrece la Biblia de Jerusalén y que (seguro) tendrá sus detractores entre los especialistas, para preparar esta reflexión he leído varios otros libros, de los que me he servido a capricho, sobre todo del Job, Comentario teológico y literario de Alonso Schökel y Sicre Díaz - un auténtico prodigio de erudición y solidez filológica. Pero he leído sin sentirme agobiado por la necesidad de demostrarlo. Me gano la vida practicando la filología clásica pero pretendo presentarme como un escritor cuando se trata de la literatura bíblica... Y esto tiene su miga, porque entiendo que precisamente esas dos tareas, la de filólogo y la de escritor, representan, ante la lectura, posiciones poco menos que antagónicas. 1

El filólogo contempla el texto como una trama problemática que debe explicarse; el escritor, como un producto terminado en el que intuye una posibilidad de aprender. Ante la aparición de problemas de lectura, el filólogo trata de desandar el camino y remontarse a las fuentes, trata de reconstruir el proceso de autoría para resolver el problema como quien deshace un nudo; en cambio el escritor, que no es un experto, no discute el legado, trata de avanzar desde allí, y para ello debe apreciar el conflicto como un dato significativo más. No se pregunta “¿qué puede haber pasado aquí para llegar a esta incongruencia?”, sino más bien “¿cómo puede ser esto, a pesar de todo, congruente?” Ante el mismo escollo, el filólogo denuncia la “contaminación”, o sea, ahonda en el territorio del “error” (o de la “errata”) más o menos como el geólogo trata de explicarse un paisaje de aluvión; el escritor, en cambio, está obligado a apreciar la “oscuridad”: seducido por una “intención” supuesta más o menos oculta, debe aceptar la configuración final que la tradición ofrece igual que el paseante no se cuestiona las formas del paisaje, sino que, a lo sumo, acepta el reto de transitarlo. Donde el filólogo desmembra, el escritor trata de mantener unido - donde el filólogo trata de reconstruir el “sentido de la Historia” (con mayúscula), el escritor busca sostener el “sentido de la historia” (con minúscula). Donde el filólogo, para permitir la comprensión, anota y glosa, en un intento de retrotraer al lector a los pasos de la configuración, el escritor traduce, rescribe, parafrasea o parodia, en un proyecto, logrado o no, de ampliar los horizontes de la lectura. En el “Prefacio y Preludio” de su Canon Occidental escribe Harold Bloom: Cualquier gran obra literaria lee de una manera errónea -y creativa-, y por tanto malinterpreta, un texto o textos precursores.

Pues bien, hoy quiero redimirme: hoy soy un filólogo que, amparado en el cambio de especialidad, renuncia a serlo (sin dejar por eso de serlo), para poder 2

leer

como

un

escritor.

Reivindico

el

derecho

a

malinterpretar

bienintencionadamente… PRÓLOGO (§§ 1-2) Ningún escritor, creo que ni siquiera un filólogo, puede tener problema con los dos primeros capítulos -por el llamado “Prólogo”. Se trata de un pequeño cuento, de atmósfera oriental, que nos relata casi al completo (esa incompleción es otro asunto) la historia de un hombre que sirve de prenda en una apuesta entre Dios (también llamado Yahveh) y Satán. La historia es tan frívola, que nos recuerda a dos comadres ociosas departiendo ante un chocolate con picatostes y apostando sobre la fidelidad del novio de una de ellas. Dios dice: “la lealtad que me tiene Job es incondicional”. El Diablo le responde: “ponla a prueba y ya verás...” Si operamos el mecanismo elemental de transformar a los personajes en sus funciones, el tema del pequeño cuento oriental que constituye el prólogo no sería otro que “¿Existe el amor puro?” Dios así lo cree, y para probarlo señala a Job. No, dice Satán: todo amor, incluido el amor que Job tiene a Dios, está guiado por el interés. En otras palabras, le viene a decir a Yahveh: “Tú no conoces a ese hombre”, como si una comadre le dijera a la otra: “Ja. Tú no conoces al hombre con el que te acuestas.” Seguro de su victoria, Yahveh acepta la apuesta sobre la naturaleza del amor de Job y comienza a pornerlo a prueba. Todo esto nos lo cuenta un narrador al que hemos detectado un tufillo convencional, sobre todo por su afición contable: “siete hijos, siete hijas,... quinientas asnas.” Es un narrador popular que no necesita construir dos escenarios distintos cada vez que sucede lo mismo, y que se repite mucho, por tanto. Fórmula y anáfora: nada extraordinario, salvo que para darse credibilidad, para que el lector no tenga dudas de que el protagonista “es un hombre cabal y recto, que teme a Dios y se aparta del mal” necesita que el propio Yahveh se 3

apropie de sus palabras, repitiéndolas literalmente un poco más abajo. Y eso de pronto es raro, como lo es que un narrador se haga creíble por autorización de uno de sus personajes. Y cuando digo esto (cuando admito que vale la palabra de Dios sobre otro personaje de la historia para que esa información sea creíble) me doy cuenta de que la autoridad de que goza el personaje Dios sobre el narrador de la historia no es necesariamente mayor que la que ejerce sobre mí, lector. Y eso sucede porque uno ya conoce a esos personajes de antemano: son como fijos de otras muchas historias - el bueno y el malo, Dios y Satán, sobre todo Dios... Pero también es célebre el propio Job, al menos para una persona educada en una cultura cristiana. Desde antes siquiera que yo pudiese juzgar el sentido del apelativo, ya estaba familiarizado con el “Santo” Job, a quien se tiene por ejemplo proverbial de la paciencia y, litúrgicamente, retratado en esas palabras con que reacciona santa y heroicamente a los tormentos: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Alabado sea su nombre.” Pues bien, en estos dos primeros capítulos, en este Prólogo, en este cuento oriental, es a ese “Santo Job” al que reconozco. Dos aspectos quisiera destacar a propósito de esta primera parte de lo que Schöckel y Sicre denominan el “marco narrativo” del Libro de Job. En primer lugar un dato observado por estos mismos autores (p. 94) de la siguiente forma: Aleccionado por la lectura del drama J.B. de Archibald McLeish, sugiero una presentación imaginativa del drama o una escenificación real. En la parte superior izquierda del escenario habrá un segundo piso, que puede ser iluminado con mayor o menor intensidad y queda invisible a los actores. En ese plano superior dialoga Dios con Satán; allí está sentado Dios y continúa sin ser visto hasta el acto final.

Esto es lo que podríamos denominar “doble escenario” o “escenario partido”, un escenario, por otro lado, ¡tan distinto! al “escenario compartido” que 4

suele mostranos la mitología clásica grecolatina, en el que dioses y hombres se entremezclan - por mucho que los dioses se reserven la cumbre del Olimpo. Schöckel y Sicre ya advierten algo fundamental en este doble escenario: la ironía brutal que, gracias a este doble punto de vista, impone la versión final del Libro de Job. Lo que en el escenario superior es una frivolidad de compadres, en el inferior es una tragedia en toda regla. Bueno, ya tenemos al menos una primera conclusión: desde el punto de vista de Dios, toda grandeza humana (épica o trágica) se transforma inevitablemente en ironía. Pero hay algo más: no se trata sólo de que ese desdoblamiento escénico vincule dos emociones contradictorias. Se trata -mucho más importante aún- de que esa relación estanca entre los dos escenarios es la garantía única de la continuación del drama. Esa secesión es, además de ironía, el motor de la acción: la obra continúa porque Job no conseguirá conjurar a capricho la presencia de Dios. Se trata de un escenario de dos pisos con escalera sólo descendente: los inquilinos del piso bajo no pueden acceder al de arriba... Toda comunicación está dependiendo de la voluntad de “descenso” de Yahveh, y por tanto la obra durará, nunca mejor dicho, “hasta que Dios quiera”. De este modo, puede proseguir El Libro de Job: porque Yahveh, como el niño ante un combate de hormigas, se sienta a escuchar los lamentos de Job sin decidirse a intervenir. Ese personaje, Dios, podría ser un morboso. ¿Alguna vez tuvo prisa? Pero, ¿acaso tiene la duración la misma consistencia en el escenario de arriba que en el de abajo? Más que espacios geográficos, Cielo y Tierra son, ante todo, tiempos heterogéneos, sistemas aislados de posibilidades y limitaciones, mercados distintos en los que la paciencia no tiene un cambio 1 a 1. Un segundo dato del Prólogo no debe pasar desapercibido: Job es sometido a dos tandas sucesivas de pruebas. La primera es una prueba de cuño estrictamente capitalista. Job pierde todo lo que tiene (incluyendo en ello a sus propios hijos considerados, de esta manera, puro “patrimonio”). Y a esa primera 5

prueba, Job responde como Yahveh esperaba: ni una mala réplica, ni una protesta. Parece haber ganado la apuesta. Pero Satán sabe que hay una gradación del sufrimiento, y que, por tanto, hay razones por la que uno es un quejica y razones por la que uno se queja con razón. Todo un discurso sobre la importancia de las cosas... “Piel por piel”, dice Satán: ¡Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Pero extiende tu mano y toca sus huesos y su carne: ¡verás si no te maldice a la cara!

Job ha perdido todo excepto, maliciosamente, a su mujer. Cuando Yahveh, un poco picado en su amor propio, accede a “atornillar” a Job y, haciendo caso al mismísimo diablo, decide pasar de su patrimonio a su organismo (pasar de lo patrimonial a lo patológico) es ella misma la que advierte el salto cualitativo en las “razones del sufrimiento”: “¿Todavía perseveras?”, pregunta asombrada a su esposo. “¡Maldice a Dios y muérete!”, le recomienda, comportándose así como punzón de los padecimientos de Job y alter-ego de Satán - un movimiento poco feminista que no sorprende mucho en los textos bíblicos. Éste es el momento de referirme a mi propia novela Un caso de inocencia, que es una parodia del Libro de Job; la clave irónica de mi texto pretende situarse en la grotesca desproporción entre las causas y los efectos del sufrimiento del protagonista, Job Bermúdez: éste lo tiene absolutamente todo, incluido una extraordinaria sabiduría libresca; lo tiene todo... excepto precisamente a su mujer, que le ha abandonado. Esta circunstancia le transforma, le convierte en un resentido incurable y le encamina pasito a paso hacia un final patético, hacia un final sin final. Júzguese por comparación con el texto bíblico la importancia de su mujer para Bermúdez y júzguese la importancia de la mujer para mí.

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MONÓLOGOS Y DIÁLOGOS (§§ 3-37) El proceso Podría decirse que en cuanto acaba el Prólogo empiezan las sorpresas de verdad en el Libro de Job: sin aparente explicación se ha obrado un cambio cualitativo en la actitud de Job: en el capítulo 3 pasamos, sin transición, del Job paciente (del ejemplo probado de “amor puro”, del personaje tradicional) al Job resentido, rebelde (una traición objetiva a las expectativas de Yahveh y una decepción inesperada al arquetipo del lector cristiano). Esa transformación en el personaje está acompañada por una no menos llamativa en el lenguaje del texto: el “marco narrativo” se transforma en “lienzo poético”; la prosa se convierte en verso, y el narrador-contable abandona la arena para ceder el territorio a los personajes, que se mueven en una secuencia de diálogos sin acotaciones. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué ha sido del “Santo Job”?, ¿qué significa esa elipse brutal y este cambio drástico de registro? Puesto que el escritor no se conforma con la contaminación de fuentes como explicación, debe buscar otra lógica. Si hay alguna en todo esto, la respuesta a estas preguntas debería hallarse, precisamente, en la Transformación en que se sume todo... La transformación es tan violenta, que debe tener algún poder explicativo. El texto se presenta editado en tres ciclos de diálogos, o más bien monólogos sucesivos, en los que participan Job y sus tres amigos (Bildad, Elifaz y Sofar): hay un par de (nuevas) cuestiones interconectadas que sorprenden a un lector - que a estas alturas empieza a abandonar las posturas defensivas acostumbradas. En primer lugar la dificultad de establecer identidades diferentes entre personajes, concretamente los tres amigos, es decir, de asignar un determinado discurso a una determinada personalidad. Lo cierto es que no importa mucho quién es Bildad, ni quién es Elifaz, ni quién es Sofar, porque (y 7

esta es la segunda cuestión llamativa) no parece haber tampoco un sustancial avance argumental de un ciclo a otro de intervenciones. Todos los preceptos de la moderna narrativa (personalidades coherentes, acción evolutiva) parecen ignorarse tranquilamente. En suma: no hay apreciables diferencias en los argumentos de uno y otro (¡de hecho los unos se sirven de las palabras de los otros con bastante naturalidad!), ni avanza el argumento colectivo en sí; son figuras intecambiables, y su discurso se enrosca en una espiral que gira sobre sí misma. Esta parece ser también la lectura de Fernando Savater. En su novela el Diario de Job explota el meollo discursivo como estructura compositiva básica, al servicio de la polémica político-filosófica. Job mismo es el narrador y el juicio que le merecen sus amigos es el siguiente (p. 29): Hablo de su común condición y no se me oculta que son muy distintos también entre sí; pero los rasgos peculiares que les enfrentan son casi imperceptibles comparados con lo que les distancia de mí.

Los “tres amigos” son, según esto, un personaje colectivo que hay que juzgar en bloque frente a la actitud singular de Job, y su retórica no responde a ninguna estrategia persuasiva reconocible en el progreso o la acumulación, sino más bien (como en la célebre técnica pedagógica de “las murallas de Jericó”) en una táctica que consiste en dar vueltas y vueltas y vueltas en espera de que los muros que se resisten al asentimiento, cedan... Abandonados por el narrador, los personajes son su discurso, y a través de él, su caracterización tiende a la fusión. La acción narrativa está estancada, casi paralizada: la relación entre Job y los tres se reduce a un escrupuloso respeto de turno y a indignadas acusaciones mutuas de charlatanería: un diálogo dramático en que ambos extremos se descalifican mutuamente como interlocutores. Respeto a las reglas del juego y falta de respeto a los otros jugadores: eso es, en este caso, lo paradójico. 8

Cuando se inicia el lenguaje argumental y la intensidad poética, el escenario superior desaparece y con él los apostantes. Nos damos cuenta entonces de que, para quienes están situados en el escenario inferior, el tema ha cambiado de repente: aquí ya no se trata de si hay o no amor puro. ¿Cuál es el tema de debate en el “escenario de abajo”? Modifiquemos ligeramente la pregunta: ¿cuáles son los argumentos de los amigos y a qué actitud responden? En esencia, el fondo de sus argumentos es que “todo sigue en orden” o bien “el viejo orden sigue en pie”. Necesariamente, ese “orden” obliga a Yahveh en un pacto con el comportamiento del hombre aquí abajo, en la Tierra. Ellos creen tener, en cierto modo, “amarrado” el Cielo. En consecuencia, en un mundo administrado por la escrupulosa justicia divina, el sufrimiento sólo puede ser una represalia, un castigo: ¿No será más bien por tu mucha maldad, por tus culpas sin límite?,

dice Elifaz (22,5ss); una insinuación brutal que nos proyecta a dolorosos escenarios contemporáneos y puede muy bien interpretarse desde ellos: “algo habrás hecho”, vienen a decirle a Job sus amigos. El lector asiste a la acusación con cierto asombro y se pregunta sobre la naturaleza de unos amigos que prefieren creer en la estabilidad metafísica que en la virtud de su amigo.

¿Cuál

es la respuesta de Job? Obviamente una seria duda sobre el orden. Los malvados pueden ser felices, constata (21, 7-9; 23-26), y los buenos, desdichados. “No está todo en orden”, parece decir, “y yo quiero que lo esté”. Así pues, el debate aquí abajo es “¿Hay orden?” Job no duda de que el “viejo orden” retributivo debe imperar - de hecho, comparte con sus desconfiados amigos ese supuesto; es más, es un adalid de esa causa y, en cierto modo, discute con ellos sólo porque él mismo es la víctima: por 9

eso prefiere dudar del conocimiento de Dios a dudar de su poder. Si el orden está descabalado es porque Dios no lo sabe y, al mismo tiempo que descalifica a sus supuestos amigos como interlocutores (es decir, a quienes sospechan de él), reclama con insistencia y urgencia hablar con Dios directamente. Una necesidad aparentemente insólita... Y es en esa zona de la obra en la que se abre paso, inconfundiblemente, lo que podemos llamar “lo kafkiano”. Job se ve a sí mismo como víctima de un error judicial, juzgado en ausencia, sin haber sido escuchado, por un juez que no conoce bien los hechos y que, por si eso fuera poco, actúa como juez y parte. No hay duda de que es una determinada lectura de esta zona del libro la que lleva al judio checo Franz Kafka a construir su mundo de pesadilla en El proceso: un hombre condenado sin conocer su crimen y sin acceso a su juez (13, 20-24). En resumen: los amigos sospechan de Job; Job, sin dudar del poder de Dios ni de las leyes a las que somete ese poder (o sea, el “orden”), abriga sospechas sobre el alcance de su conocimiento. Job se pregunta “¿qué sabe Dios?”. Y sus amigos le replican “¿qué sabes tú que Él sabe?” Así las cosas, el lector debe prepararse para un nuevo cambio de tema: el problema del conocimiento. Ya no interesa de manera inmediata la relación entre culpa y castigo; la lupa de la abstracción intensifica su potencia: ahora son los requisitos mismos del “orden” los que se cuestionan. El tercer ciclo de discursos será un debate sobre lo cognoscible, en último término sobre “¿qué es saber?” Imperceptiblemente (en un movimiento que parece de descontrol, o de cambio cada vez menos digerible) desembocamos en esa hermosa oda a la sabiduría, en la que con un efecto coral se formula adecuadamente la cuestión: ¿dónde reside la sabiduría?

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El sentido de la transformación ¡Qué difícil resulta dar cuenta de la sucesión lineal de acontecimientos, tan estancada, en el Libro de Job sin un cierto efecto de vaivén! Cuando concluyen los tres ciclos de discursos, y en forma no menos sorprendente, se ahonda por boca del propio Job en un terreno desbrozado ya por las sospechas de sus amigos en busca de una posible justificación a las represalias de Yahveh. Y digo “sorprendente” porque el propio Job parece haber cedido, y dar pábulo con sus palabras a las insinuaciones... Se trata de una extraña mirada al pasado de la historia narrada, a su pre-historia. En un lenguaje poético harto enigmático se arroja luz (¿u oscuridad?) en torno al sentido de la transformación de Job. El sesgo social que ha ido adquiriendo el texto (ese brechtiano “algo habrás hecho”) nos ha introducido en una nueva vía de la maldición: ya no se trata de la “enfermedad” maldita, sino la “caída en desgracia”: la poesía se vuelve incongruente con la prosa a la vez que la patología se transforma en sociología. De pronto Job (como si las insinuaciones de los amigos fuesen más fuertes que las afirmaciones

del

primer

narrador)

deja

de

ser

un

rico

hacendado

confortablemente perdido en sus predios, devoto y honrado, para convertirse, en un sorprendente giro de la historia, en un cabecilla, en un caudillo, quizá incluso en un tirano que, desde el mismo centro, ha sido despedido a la periferia de la sociedad, hasta transformarse en un paria de los parias [Girard 21]. Como por contagio -como agua que toca yeso- el discurso sobre la relación con Dios se conecta (¡primero mediante símiles y finalmente datos históricos!) con una cuestión político-social que implica el “orden”, la justicia, el ejercicio del poder, las leyes, los lugares y las prácticas sociales. En definitiva, los tres ciclos de discursos reproducen un mecanismo procesal, un careo sostenido sobre oscuros recelos y enigmáticas sospechas. Recelos y sospechas de todos contra todos, y que parecen atrapar a las estrategias 11

narrativas y al propio lenguaje. La poesía suscita contra Job una sospecha que nosotros lectores, que hemos escuchado al narrador en prosa, nos resistimos a aceptar: igual que por su contenido (que nos presenta a un Job rebelde, en discrepancia radical con el que nos presentaba el cuento inicial), el verso vuelve a rebelarse contra la prosa en relación con las verdaderas causas de la maldición. Los llamados “ciclos de diálogos”, vinculan estrechamente transformación y sospecha: el texto se comporta como la llama de un reguero de pólvora que, al avanzar, va dejando ceniza detrás de sí. Nosotros hemos leído que el “orden retributivo” no está en pie - que no es eso, al menos, lo que explica el encarnizamiento con Job. El narrador-contable se lo ha cargado de un plumazo, ¿no es eso? A la vez que la poesía arroja dudas sobre la prosa, los personajes sin tutela arrojan dudas sobre el narrador. Pero, ¿puede desmentirse a un narrador que se ampara en el conocimiento de Dios para ser creído? En La ruta antigua de los hombres perversos, René Girard tira del hilo socio-antropológico. Escribe (p.14): Job dice claramente lo que le hace sufrir (...) Es la víctima propiciatoria de su comunidad,

el chivo expiatorio. Cuando afirma eso, Girard (que reconoce de manera explícita las “manifiestas contradicciones” entre los Diálogos y el Prólogo) está haciendo más caso a las insinuaciones de los personajes que a las afirmaciones del narrador. Y, ¿por qué no? Si el propio Job duda del conocimiento de Dios, ¿por qué tendríamos nosotros que seguir creyendo al narrador-contable, su aliado? En esta fase cambiante, sorpendente, incongruente, un cierto elemento de “orden”: los discursos de Elihú. Y digo de “orden” porque nos devuelve (a través de los mismos vericuetos retóricos que nos mantienen en ascuas desde que el primer narrador-prosista nos abandonó) a la cuestión de cuál es el orden que Dios respeta - es decir, qué es lo que debe saber el sabio. Al igual que los discursos 12

precedentes, los de Elihú no son productos argumentales perfectamente decantados, sino, mas bien, suaves inclinaciones, relieves ocasionales en un horizonte bastante homogéneo (con argumentos que ya hemos escuchado antes y otros que volveremos a escuchar más tarde) que sorprenden por la energía con que se defienden. ¡Y, sin embargo, esos relieves ocasionales más esa energía combativa en el tono son suficientes para construir un punto de vista diferente! No sin cierta osadía me atrevería a resumir en tres las novedades que construyen el discurso de ese jovenzuelo impetuoso, Elihú, que se configura por reacción a los puntos de vista mantenidos por los otros personajes del escenario inferior. La primera novedad carga específicamente contra los amigos: en cuanto a la cuestión sobre el “lugar de la sabiduría”, su respuesta (negativa) no deja lugar a las dudas: la sabiduría no está en la edad… Esa refutación de la sabiduría de la experiencia (atribuible a los tres amigos de Job) es todo un manifiesto respaldado por la propia juventud de quien así argumenta, y cuya lucidez parece quedar fuera de duda cuando el lector conoce la segunda novedad que aporta su discurso. Ésta es en sí misma una réplica contra todos los personajes del escenario inferior sin distinción: en cuanto al tema del “sufrimiento inocente”, la propuesta de Elihú es que no todo sufrimiento es punitivo – con lo cual apunta a lo que el lector ya sabe desde el principio: el sufrimiento de Job es una prueba, no un castigo, es decir, precede a la acción que lo puede hacer justificable (su rebeldía), no lo sucede (36,21): “por eso te ha probado la aflicción”.

El “orden” en que todos creían, no es tal. La opinión compartida por todos – es falsa. La tercera novedad se dirige específicamente contra Job. Lo que se le descubre es que saber y poder son dos caras de la misma moneda (36,22): 13

Mira, Dios es sublime por su fuerza, ¿quién es maestro como Él?

Estas dos últimas piezas argumentales sitúan la correlación entre los escenarios de una nueva manera: por primera vez vemos que algún personaje del escenario de abajo “se entera”, o eso al menos creemos, puesto que se cierra un círculo de fiabilidades: el narrador-contable se apoya en Yahveh, y Elihú respalda al narrador-contable. La nueva correlación, finalmente explicitada, es que Dios (el Escenario Superior) no se presenta como una justicia que espera a los actos humanos para actuar, sino que, más bien, como quien ha establecido las condiciones mismas en que se desarrolla el juego, precede a los actos humanos. Dios no obecede a un “orden”: él mismo es el “orden” y, sobre todo, exige docilidad. LA PALABRA DE DIOS Cuando finalmente el propio Yahveh accede a hablar (38,1ss), en medio de la tempestad, el registro irónico regresa a primer plano: “voy a interrogarte y tú me instruirás”, dice con retintín al pobre Job. Y comienza un estremecedor examen. Individual o colectivo, hemos visto cómo todos los personajes anteriores son su discurso: conocido el discurso, conocido el personaje. ¿Cómo es el discurso de Dios? Sólo digo lo evidente: es interrogativo. El de Dios es un discurso como acumulación de preguntas retóricas, cuya respuesta, breve e inevitable (alternativamente “Tú lo has hecho” o “Yo no sé”, “No puedo”), enfrenta a Job con el poder todopoderoso de Dios y, al mismo tiempo con su propia ignorancia, impotencia e insignificancia. Como ya nos advertía Elihú, saber es poder, poder es saber. Y, por tanto, impotencia es ignorancia. 14

Los otros personajes son también, y sólo, lenguaje. Pero mientras ellos afirman o niegan, Dios es pregunta, llámese Yahveh, Shadday o Sheol. El suyo es un lenguaje inquisitivo, un examen abrumador para formular una sencilla constatación: “Tu conocimiento, Job, apenas te sirve para calibrar la incomparable grandeza del mío”, viene a decirle en traducción expositiva. O, más sencillo todavía – “Tú sólo sabes que no sabes nada”. Permitidme que, aquí por un momento, deje de leer el escritor y regrese el filólogo clásico: he aquí un paisaje ejemplar para contrastar la distancias siderales entre la mentalidad hebrea y la griega clásica. Cristalizado en una larga tradición entre los siglos X y III a. C., el Libro de Job podría muy bien leerse como un alegato contra las bases culturales del siglo V ateniense y la Ilustración griega. ¿Quién pude evitar recordar a Sócrates afirmando “Sólo sé que no sé nada”? Pues bien, para el mundo jobiano no existe esa autonomía de juicio: ha de ser el propio Yahveh quien acuda a hacer ver esa realidad - la constatación de la ignorancia no se produce en soledad, de dentro a fuera, sino en diálogo, de fuera a dentro. Pero hay algo más: el discurso de Dios, destinado a hacer comprender a Job su insignificancia (¡y por tanto al lector!) lo hace con un mesaje estrictamente antiprotagórico, anti-antropocéntrico. En tanto que el dictum del sofista Protágoras, “El hombre es la medida de todas las cosas”, establece el marco de referencia del conocimiento griego, Dios hace con Job, de un golpe y con una precocidad casi cruel, lo que la ciencia moderna ha hecho con el hombre europeo desde el Renacimiento. Desde la revolución coperniquiana que dejó nuestro mundo en la periferia estelar, a través de Darwin –que, denunciando el carácter episódico de la especie, arrebató al hombre su creencia de objetivo o centro de la creación-, hasta el psicoanálisis, que diversifica nuestro orgulloso Yo y lo abandona a los vaivenes caprichosos e incontrolables del Ello, la ciencia moderna no ha hecho otra cosa que expulsar al Hombre del centro de la creación, subrayar su lugar marginal, retirarle la custodia de las llaves del significado. La humillación es una forma de 15

ubicación... El hombre no es la medida de todas las cosas, le dice Yahveh a Job, sino una mota insignificante en las medidas de Dios - poco menos que nada.Y lo que él pueda intentar medir cuenta muy poco. El hombre no tiene ni la capacidad ni, por tanto, el derecho de pedir cuenta alguna a Yahveh: todo lo que puede hacer es glorificarle sin aspirar jamás a comprenderle, no digamos ya a ponerle objeciones o replicarle. ¿DERECHO A LA PARÁFRASIS? Para quien lee el texto bíblico dispuesto a amplificar su sentido por medio de una “lectura errónea”, o creativa, la despersonalización y naturalización del personaje Yahveh resulta un automatismo. Nos encontramos así una paráfrasis inevitable: Dios es, por antonomasia y con mayúsculas, el Poder. En ese papel, Yahveh se anticipa a hacer una crítica de la crítica del poder e introduce en el Libro de Job una lectura política. El Poder “se vende” como potencia (creación de monstruos incluida) y como saber experto y exclusivo: parafraseando a su vez a Pascal podríamos decir que su mensaje último sería que el Poder tiene razones que la razón no comprende y no debe preocuparse de entender - una lectura terriblemente desoladora, sobre todo si desde ahí se interpretan las recomendaciones de Elihú: hay que ser dócil y aceptar... El deseo de cualquier tirano es que su súbdito, el lector del Libro de Job, se identifique con su protagonista, el paciente Job. Entonces la sabiduría del libro ofrece una propuesta muy cercana a la sumisión ante cualquier forma de totalitarismo oportunista, una apología del tirano contra la que, en distintos formatos, Kafka y Brecht nos advierten. Todas las novelas que he leído al respecto tienen en común una actitud revisionista - renuncian a la duplicidad esencial del original: no hay doble estructura literaria, ni tampoco doble escenario (“existen otros mundos”, parecen 16

decirse, “pero todos están en éste”). Sin abandonar ese supuesto imanentista, hay otra paráfrasis posible, que ha proporcionado el material para el Job de Joseph Roth, como Kafka, otro judío y otro súbdito del imperio austrohúngaro: ¿quién es ese Dios que parece conducir contra todo pronóstico (¡contra todos sus rezos!) y por caminos absurdos y desatinados al rabino Mendel Singer desde la Ucrania zarista a Ellis Island y los suburbios de Nueva York? La nueva paráfrasis de Dios es “la Vida”, y más en concreto, la vida contemporánea a la que no se le puede exigir ningún sistema justo de retribuciones - lo injuzgable, incomprensible e imprevisible, la absurda (¡desde el punto de vista humano!) vida, en último extremo, que se complace en ponernos a prueba sin más... y ante cuyos dictados lo único cuerdo y razonable es aceptar. ¿No está ahí antes que cualquiera de nuestros actos?, ¿hay algo más necio que rebelarse contra sus designios? Esta otra paráfrasis nos alejaría de la lectura política para adentrarnos en la lectura existencial: “La vida tiene razones que la razón no comprende”. Pero, quienes no le quitamos a la razón más derechos que los que no tiene, también podemos entender algo más. Si, de cara a los lectores “creyentes” –es decir, aquellos que creen en la existencia real del personaje literario “Dios”-, el poder terrenal sólo ha tenido históricamente que reclamar su legitimación divina para hacerse aceptable e inevitable, a través de esas paráfrasis alternativas del Libro de Job que nos ofrecen los descreídos escritores de todos los tiempos podemos comprender también uno de los mecanismos básicos de las estrategias discursivas del Poder cuando el ascediente ultramundano se desvanece: naturalizarse, identificarse, a través de sus esquemas literarios, con la Vida, con lo natural, lo ineludible, lo real, haciendo equivaler la ausencia de un Poder – la anarquía- al Caos o la Muerte y desarticulando así cualquier propósito de crítica o descalificación. Incluso en un mundo sin Dios, ¿quién desvariaría tanto que se permitiese criticar a la propia Vida su necesidad y su manera de hacer las cosas – por muy enigmática que ésta resulte? 17

EPÍLOGO… Y CODA El libro de Job está lleno de paradojas y extrañas incongruencias: no es la menor de todas la que nos encontramos al final, en ese Epílogo en que el narrador en prosa retoma el hilván para narrarnos cómo, a fin de cuentas, Yahveh termina retribuyendo a Job... y reprendiendo adecuadamente a sus amigos (42,8): Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job.

¿“Verdad”?, ¿qué “verdad”? Pero, ¿acaso no es verdad que la única “verdad” que Job ha repetido una y otra vez sobre Yahveh es que éste “no sabía”? O sea: Dios premia a quien duda de él y censura a quienes le ponían fuera de toda duda. Extraño personaje, ciertamente: incomprensible... Es el rastro de lo difícilmente comprensible lo que domina ahora toda nuestra lectura, y las conjeturas se disparan vertiginosas. Bien pensado, después de lo visto está muy claro que Satán tenía razón, que Yahveh no conocía a Job, ni Job a Yahveh: como una pareja de amantes que, después de un largo tiempo de relación, descubren que son mutuamente unos desconocidos. ¿Se refiere Dios a la “verdad” sobre esa ignorancia? Pero, si vuelvo a pensar, ¿no hemos quedado en que los cuatro, los tres amigos y Job, coincidían en una sola creencia, y que esa creencia era falsa - la existencia de un “orden”, de una “justicia retributiva” que, como los Hados a los dioses griegos, obligaba al propio Dios? El comportamiento de Dios en el Epílogo sería sencillo de entender si el narrador en prosa ignorara toda la parte poética (como si se tratase de un sueño en la cabeza de la divinidad) y empalmara directamente con el Job paciente del Prólogo. Sin embargo, ¿cómo comprender su juicio sobre los amigos? 18

En realidad, el Libro de Job podría ser una antología de la heterodoxia narrativa, un acabado ejemplo de contradicción punto por punto de cualquier manual de la corrección narrativa: no comprendemos muy bien por qué hay una parte en prosa y otra en verso; hay transformaciones inexplicables y contradicciones factuales; bruscos cambios de tema e incrustaciones textuales inopinadas; dudas de unas partes del texto respecto de otras; los discursos de los personajes son reiterativos y, en muchos casos, la coherencia argumental brilla por su ausencia; los personajes mismos cambian de nombre, aparecen y desaparecen sin la menor explicación. (Así, por ejemplo, ¿qué pasa con el personaje “Satán”? Desaparece una vez hecho su trabajo, y no se digna reaparecer para alardear, para cobrar la apuesta: a fin de cuentas conocía a Job mejor que el propio Yahveh, ¿no es cierto? A decir verdad, y en lo que respecta a Job, Satán y Dios forman un único personaje doble - una especie de Jano, inquilino del escenario superior, de manera que quien parecía expuesto a la crueldad de Satán, aparece de pronto expuesto al capricho de Dios.) ¿Por qué habría el escritor de condescender –fructíferamente- con toda esta arbitrariedad, con toda esta oscuridad, en tanto que el filólogo se empeña – infructuosamente- en llevarlo todo a la luz? El escritor tal vez haya comprendido que esa elusividad, esa licencia absoluta que se concede al relato bíblico, esa libérrima y suma imperfección no puede ganársela. Pero también sabe que la oscuridad y la incoherencia (y si no que hablen los poetas) pueden seducir como la voz de quien sí se lo ha ganado; que existe una eficacia retórica cuando el efecto de oscuridad se explota adecuadamente, cuando puede imponer sus exigencias - una invitación automática a bucear tras la superficie, a descifrar, a contribuir... No puede el escritor desafiar a la fuente de sus propias convenciones, a las cuales necesita irremediablemente para trabajar. Cuando Foster habla de la “voz profética”, dice (Aspectos de la novela, p. 127): 19

Lo que nos interesa hoy (...) es cierto acento de la voz del novelista, un acento para el que las flautas y los saxofones de la fantasía pueden habernos preparado. Su tema es el universo, o algo universal, pero no tiene necesariamente que “decir” nada sobre el universo; se propone cantar, y el carácter extraño de la melodía que se eleva en las salas de la novela nos causará una conmoción. ¿Cómo encajará esta canción con el mobiliario del sentido común? Hemos de admitir que no demasiado bien...

Foster no solamente reclama “suspensión del sentido común” para escuchar la que denomina “voz profética”. Dos páginas más adelante exige también “humildad y suspensión del sentido del humor”. ¿No está esa voz forjada precisamente en textos como El Libro de Job?, y ¿no son parecidas a esas las exigencias que hemos acatado al leerlo? Al final e irónicamente, sin caer en la credulidad (un posible sinónimo de la esterilidad), la lectura “errónea” y creativa se parece mucho a la del creyente: el lector-escritor se encuentra, así, de bruces ante el poder del texto mismo. Como Job ante Yahveh, el escritor debe decirse ante el Libro de Job: “No debo preguntar con arrogancia, porque el texto sabe mucho más que yo.”

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