País en tinieblas

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Viernes, 20 de febrero de 2015

País en tinieblas Héctor Ghiretti - Profesor de Filosofía Social y Política La palabra “conspiración” proviene de la lengua latina y pertenece a una familia interesantísima de significados. “Conspiratio” es “armonía de sonidos” y literalmente quiere decir, “soplar” (spiro), “sonar juntamente o al mismo tiempo”. Es también “unión, armonía de las personas honradas”, unión de voluntades en una acción común. Por otro lado significa “conjura” o juramentación con un propósito condenable. “Conspiro”, adicionalmente, quiere decir “retorcerse en espiral, enroscarse como una víbora”.

“Conspiratio” significa a la vez cosas buenas y malas. A la inocente unión de voluntades o armonía de sonidos se le agrega la conjura o la confabulación. Es un término de origen puro y destino abyecto, como las serpientes.

¿Qué significado tiene la conspiración tal como la entendemos hoy? Nos ha llegado exclusivamente su sentido negativo, su acepción más oscura. Una conspiración es una conjunción de voluntades o intereses que operan con medios ilegítimos de modo secreto en pos de sus objetivos ilegítimos. Recientemente se ha pretendido urdir una “conspiración para el bien” pero, sepultada por siglos la semántica original del término, tal expresión no puede resultar más que un oxímoron.

¿Qué implica una conspiración en el ámbito de lo político? Las respuestas no son sencillas. En determinados contextos histórico-políticos, el ejercicio del poder consiste básicamente en eso: en conspirar. Las intrigas palaciegas, las maquinaciones entre cortesanos, las coaliciones y alianzas secretas.

Quienes idealizan las poleis griegas y las monarquías medievales se olvidan de que la historia que nos ha llegado de ellas está compuesta en buena parte de conspiraciones.

El asunto cambia cuando por su propia organización o la voluntad de quienes lo ejercen, el poder político genera a su alrededor un ámbito que lo excede y lo incluye. Aquí debemos recurrir nuevamente a la venerable lengua del Lacio y las instituciones de la Antigua Roma.

Sólo cuando aparece la esfera de lo público, cuando emerge una res pública, una articulación de las funciones del poder y una ámbito compartido por los ciudadanos que define asuntos, instituciones, funciones y competencias que rodean e incluyen el ejercicio del poder, es que las conspiraciones comienzan a revelarse como prácticas ilegítimas, como formas de acción concertada que responden a intereses privados en el peor sentido de la palabra, porque atentan, precisamente, contra lo público.

De ahí que la condición de posibilidad de condenar la conspiración como práctica ilegítima de poder es la emergencia del espíritu y las instituciones republicanas, lo cual no implica -ni mucho menos- abolirla ni erradicarla.

Heredera (a su modo) de la tradición republicana, la democracia liberal, en sus más de dos siglos de historia, no solamente no lo ha conseguido sino que ha servido como contexto ideológico para desarrollar una mentalidad patológica que ve conspiraciones y planes secretos en cada manifestación del poder, en cada exteriorización de los centros de decisión. Todas las emergencias de lo público se observan como meros efectos de maquinaciones fuera del dominio público.

A las formas de acción conspirativa se suma, entonces, una perspectiva de análisis conspiracionista.

Las teorías conspiracionistas ofrecen a la política un expediente útil en términos ideológicos y comunicativos. Las organizaciones de extrema izquierda o derecha recurren a ellas continuamente para explicar su impotencia frente al enemigo confabulado. El poder constituido justifica sus fracasos recurriendo a los adversarios conjuntados de los “poderes fácticos”.

En nuestro país existe una larga tradición de pensamiento conspiracionista: para muchos parece ser la única explicación posible de la frustración de un proyecto nacional que cree contar desde su origen con recursos humanos y materiales tan abundantes y variados. “Si nos va mal -piensa el argentino- es porque no nos dejan que nos vaya bien”.

El kirchnerismo no ha hecho otra cosa que continuar e irritar hasta el paroxismo esta mentalidad conspiracionista. La idea de un enemigo confabulado contra el país no adquiría tanta fuerza desde la misteriosa “sinarquía internacional”, en tiempos del peronismo clásico: medios de comunicación, partido de oposición, productores agrícolas, supermercadistas, multinacionales, finanzas internacionales, la Iglesia, el poder judicial, los países desarrollados.

Desde el poder se pretende instalar la creencia según la cual el único actor político o social que representa y defiende el interés público y el bien común es el Gobierno, arrojando al resto de los actores a una zona de sospecha y desconfianza en la que sólo se mueven por intereses mezquinos -cuando no francamente ilegítimos- e inevitablemente coaligados.

En este intento malsano por identificar enemigos públicos, denunciarlos, culparlos de todos los males y fracasos del Gobierno, el kirchnerismo ha ido demoliendo la confianza pública en las instituciones al presentarlas como inermes a los ataques de los poderes oscuros o como partícipes de sus maquinaciones.

Pero el asunto es aún más grave. Quien ve detrás de toda situación, de todo proceso social o político una conspiración, adquiere a su vez una actitud conspirativa: si lo público es siempre efecto o producto de lo privado o lo secreto, para operar en la realidad sólo cabe hacerlo a través de esta esfera oculta.

La muerte violenta del fiscal Alberto Nisman y las revelaciones que la han sucedido han puesto al descubierto una compleja y sórdida trama de actividades conspirativas dentro del Estado y Gobierno. Muestra la lógica de poder con la que el kirchnerismo se ha conducido en once largos y devastadores años en el gobierno: a enemigos que no juegan limpio sólo cabe responder con tácticas igualmente sucias.

En este plan de demolición sistemática, el gobierno más dañino desde la restauración democrática argentina no ha vacilado en incluir al propio Estado y sus estructuras. Han conseguido que ya nadie le crea nada ni crea en las instituciones públicas. Todo cae bajo sospecha.

El poder simbólico del Gobierno y el Estado reside en buena parte en el prestigio y la confianza que genera en la ciudadanía: desprovisto de él, sólo queda el interés y la coacción. En este contexto, no puede extrañar que el Gobierno haya terminado perdiendo el control de los servicios de Inteligencia y espionaje del Estado.

En El día eterno (The Day of Forever), el recordado J. G. Ballard describe la vida en un planeta que ha cesado de rotar sobre su eje, dejando a la mitad de su superficie en una noche eterna, que avanza lentamente sobre la luz. La Argentina parece un país en tinieblas permanentes, en el que el resplandor de lo público se va extinguiendo.

En su obsesión por arrogarse el monopolio de lo público, el Gobierno lo ha vaciado de contenido, lo ha usurpado y se ha convertido en un agente conspirativo más, haciendo retroceder al país a las formas prerrepublicanas del poder, a la noche de los tiempos.

Las sombras avanzan, y de noche -se sabe- todos los gatos son pardos.

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