Ojalá otros mundos para el siglo XXI

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Descripción

Ojalá Otros Mundos Para el Siglo XXI

Diatriba contra la cosmovisión plana y defensa de la búsqueda
integral de sentido










Por Fernando Baena Vejarano
















Proemio

Algo me pasó cuando cumplí cincuenta años de edad. La línea de la
vida, que venía pareciéndome recta, me ha comenzado a parecer curva. Sigue
ascendiendo, pero ahora descubro que lo hace dando curvas, que traza una
espiral. Vuelve a las mismas coordenadas, pero en un nivel más alto.
Parece repetirse, aunque en realidad evoluciona. Por ejemplo, abandoné la
escritura de literatura de ficción hace 25 años, y la retomé hace seis.
Comencé mis estudios universitarios más interesado en volverme novelista
que en ser filósofo, abandoné la filosofía para convertirme en asesor de
métodos de desarrollo humano, meditación y sanación interior, y ahora de
nuevo me ha atrapado el gusto por la novela, el cuento y la poesía. Esto
me ha pasado también en el plano de las relaciones interpersonales: los
amigos de la infancia y la adolescencia, especialmente los del colegio,
han vuelto a aparecer.

Cuando me parecía pero a la vez me diferenciaba de ellos, hace
décadas, me estaba labrando la identidad personal y la cosmovisión que hoy
en día tengo. Soy tan diferente y tan parecido a ellos como entonces, pero
al mismo tiempo algo fundamental ha cambiado. Y supongo que lo mismo les
ha pasado. La forma más evidente de darme cuenta ha sido, no solamente
observar cómo viven, qué han llegado a hacer con sus profesiones y sus
vidas afectivas y familiares, sino comparar sus puntos de vista con los
míos: ya no se parecen en casi nada. Pero la intimidad que se construye en
los primeros veinte años de vida no se reemplaza fácilmente con las
amistades que brinda la universidad, más efímeras, ni con las que ofrece
la vida laboral, menos honestas y más competitivas. La verdadera amistad
es uno de los pilares esenciales de una vida feliz.

Yo no sabía lo grande que era la distancia que me separaba de la
cosmovisión de las personas con las cuales había crecido, hasta que me les
reencontré. Y tenemos en común cierto sentido del humor y vínculos
gestados por recuerdos comunes. Pero haber estudiado filosofía, haberme
formado como psicoterapeuta transpersonal y profesor de meditación;
actividades todas que sentía como lo más natural del mundo, resultaban
extravagancias a los ojos de los amigos con los que me reencontraba. Hacía
años que, por no necesitar otros contextos que aquellos que me brindaban
personas como yo, involucradas en búsquedas interiores semejantes a las
mías; no me confrontaba con la cosmovisión, valores y posturas frente al
conocimiento (epistemológica) y respecto a la realidad (ontológica) que
ostentan quienes han recibido una formación más científica y técnica que
humanística y filosófica (pero inclusive mi comprensión de la filosofía y
de la literatura, de la psicología y del potencial humano difieren un poco
de las corrientes académicas más aceptadas). Y esta divergencia se puso
de manifiesto en chats que, cada vez más candentes, reflejaban opiniones
cada vez más irreconciliables sobre cada vez más temas: la relación entre
la mente y el cerebro, entre ciencia y filosofía, entre realidad y
ficción, el concepto de verdad, la concepción del fenómeno religioso, la
visión de lo político, el rol del hombre y de la mujer, el tono y el
estilo al discutir, la relación entre lo femenino y lo masculino como
polaridades del ser humano, el papel del patriarcado en la historia
humana, la capacidad limitada o ilimitada de la ciencia para dar
explicación a todo lo que nos rodea y a toda la realidad de la que
formamos parte. Todo esto nos puso en alerta con una conclusión: los
debates, entre personales y teóricos, debían sistematizarse en una
discusión menos acalorada, más respetuosa, y no menos contundente:
debíamos plasmar cada quien a su modo, nuestra visión del mundo, por
escrito.











































UNO

Desde mi punto de vista, el problema de la visión de mundo que
algunos de mis antiguos amigos tienen es que cofraterniza con un modelo de
sociedad y una cultura planetaria que nos ha puesto en crisis y nos
llevará a una crisis aun peor. Tildaré a esa cosmovisión con el adjetivo
de "plana", u horizontal y defenderé otra opción complementaria, que no la
excluya pero la amplíe, a la que llamaré "compleja", "integral" o
"vertical". Afirmaré que el sentido de la vida es múltiple,
multidimensional y complejo; y que la exclusiva aceptabilidad de la
cosmovisión científica del mundo codepende, nutre y se nutre del sistema
de valores empobrecido de la cultura mundial actual. Añadiré que una
educación unidimensional, la que tenemos actualmente, no ayuda para nada.

En mi opinión, defender cualquier punto de vista es crucial para
mantener una identidad sicológica estable, en la cual se ha afirmado uno a
lo largo de la vida, por medio también de una cosmovisión. Por eso puede
uno sentirse personalmente atacado cuando se ponen en tela de juicio las
ideas que se han labrado con esmero por muchos años de vida. La gente no
defiende sus puntos de vista teóricos por motivos meramente intelectuales;
también hay mucho en juego sobre la postura existencial implícita que se
esgrime, que no quiere ser amenazada. Y esta cosmovisión que quiero poner
en tela de juicio es, como lo veo, el resultado de haber recibido una
educación tradicional, agravada por cierto contexto patriarcal, machista,
reforzado por actitudes que los deportes competitivos, la aprobación
tácita de cierta dosis de agresión en las relaciones interpersonales
(asociada a la identidad de género del macho latino), la visión de la
mujer como objeto, la suposición de que la historia del progreso equivale
a la del progreso tecnológico desde la rueda hasta el acelerador de
partículas y que todo otro concepto de ¨mejora¨ no existe. Pero de eso no
espero convencer a nadie que defienda la cosmovisión que voy a criticar.
Ni de que las universidades colombianas que brindan profundas bases de
matemáticas, confunden formar de manera científica a sus educandos, con
cegarlos. Se vuelven incapaces de interpretar sus objetos de estudio desde
puntos de vista menos rigurosos en lo cuantitativo, pero complementarios
por lo que de cualitativa tiene siempre la realidad ecocultural.

Aspiro a que por lo menos quienes lean esta ponencia tengan una
idea de la forma de ver el mundo que no yo, sino un conglomerado cada vez
mayor de ciudadanos planetarios hemos construido y compartido en las
últimas décadas, para ofrecer un sistema de percepciones y de valores
alternativo que, creemos, puede sopesar la peligrosa y cada vez más segura
de sí misma cosmovisión que erosiona el sentido de la vida humana en la
aldea global. Espero lograr, ya no la burla discreta, ni la falsa
tolerancia que decae como indiferencia, sino un interés, por lo menos
verdaderamente respetuoso, a mi forma de plantear los problemas de la
época que me ha tocado vivir. Las cosmovisiones alternativas no son
literatura de ficción, ni esperanza mitológica de pacotilla. Y no
solamente para ellos, sino para los lectores que piensan de manera
semejante a mis contradictores y amigos, he escrito este ensayo.

DOS




Como yo lo veo, la cultura mundial predominante tiene un potencial
cada vez más bajo para permitirle al ser humano lograr aquello para lo que
ha venido: aprender a ser más feliz día a día. El sentido de la vida no es
una experiencia posible en una sociedad alienada, regida por un modelo
cultural y socioeconómico que, en vez de dignificar, esclaviza con
sutileza, pero de modo radical, al ser humano mismo que la ha creado. Así
que este ensayo será sobre lo que en filosofía se llama el problema del
sentido. Más que formularlo con palabras y resolverlo con conceptos, este
problema debe resolverse mediante la generación de experiencias de
sentido, ojalá generalizadas entre la población mundial, que alguna
sociedad por ahora utópica pudiera facilitar. Sin embargo el problema debe
tematizarse, discutirse, volverse significativo primero. Afirmar que la
cosmovisión imperante se queda corta para dar salida a todas las
inquietudes del ser humano, sería el primer paso. Y yo afirmo que la
ciencia y su método, por un lado, y la cosmovisión cientificista – que no
la ciencia misma- por otro, tienen que comenzar por darle cabida a
cosmovisiones no científicas, para que corran por el cauce de la cultura
mundial nuevos horizontes de sentido, nuevas maneras de concebir y
practicar la vida feliz, la vida buena. Mi crítica se dirigirá entonces,
primero que todo, no a la ciencia, no a la cosmovisión científica, no a la
emocionante historia del universo, cada vez más completa gracias a los
aportes de las ciencias de la naturaleza, de la astronomía, de la
geología, de la biología evolutiva; sino al cientificismo y al empecinado
monopolio de la cosmovisión plana de la realidad. Todo "ismo" tiende a
radicalizar una forma de ver las cosas como la mejor, y con frecuencia
como la única posible. La ciencia olvida que su loable versión sobre la
realidad, con todo lo objetiva y útil que es, es también el fruto de una
versión, de una postura. El objetivismo científico es un enorme aporte en
la historia intelectual de la humanidad. Pero no tiene derecho a
convertirse en el único criterio para definir nuestra relación con el
entorno. Otras modalidades de relación también dan cuenta de la realidad,
también describen "mundos" y fundan ontologías valederas desde sus propias
metodologías y estilos de percepción, de relación y de aproximación a sus
, ya no "objetos", sino, como diría Edmund Husserl "noemas". Son estos
otros mundos el resultado de una conciencia intencional, productora de
realidad tanto como lo es la conciencia intencional regida por la pauta
objetivadora. Su episteme es tan valiosa como la científica, aunque regida
por otras normas de producción de realidad, que Bernard Lonergan llama
"pautas de la experiencia". Y yo quiero defender a otras perspectivas del
totalitarismo científico, que ha hecho mella contra opciones que, afirmo,
si dejaran de existir, nos deshumanizarían.

Entregarle toda la comprensión de la realidad al entendimiento
científico de la realidad empobrece al hombre contemporáneo y le facilita
las cosas a la cultura rampante del control mediático de las conciencias y
del consumismo. Porque la ciencia no ha sido diseñada para construir
sentido, para modelar la finalidad de la existencia humana en su entorno;
sino para describir este entorno con la finalidad de poder manipularlo. El
sueño de Francis Bacon se ha cumplido. Los valores orientadores de la
sociedad los imponían en occidente las religiones católica y protestante,
y ha sido una fortuna que la modernidad europea haya logrado ponerles coto
para instaurar sociedades más abiertas, pero ahora otra imposición más
soterrada ha reemplazado al predicador exaltado: la desanimada postura
nihilista, relativista, anémica; que tanto caracteriza hoy a quienes hace
décadas en cambio se veían, aunque ingenuamente, luchando por ideales: los
jóvenes adolescentes. En los setentas los vimos en latinoamérica formando,
con razón o sin ella, coaliciones políticas o movimientos anarquistas,
enfrentados a las generaciones que los precedieron. Hoy están quietos,
sedentarios, pasivos, ocupados con sus tabletas electrónicas. Hacen
huelgas y protestas con un click, luego pasan a revisar su muro de
Facebook o a subir fotos en Instagram.































TRES




Las primeras décadas del siglo XXI , comparadas con los setentas,
parecen somnolientas, decaídas, resignadas. Hay poca furia idealista y
demasiada rabia frustrada. Hay desilusión mal encaminada, como la de los
jóvenes europeos que se convierten al terrorismo islámico. O hay franca
negociación con los valores del consumo: jóvenes egresados de las mejores
universidades del mundo, que venden su alma al pragmatismo corporativo,
dedicados ya no a aportar algo a la esperanza de una sociedad mejor, sino
al éxito personal. Sus sistemas de valores, de los que son parcialmente
inconcientes, definen el mundo que le entregarán al futuro.

¿Se ganó más de lo que se perdió, o más bien se perdió más de lo
que se ganó, con el reemplazo de la cosmovisión obtusa de las religiones
monoteístas por la descripción agnóstica, nihilista, relativista de la
postmodernidad mediática? ¿Le aporta más sentido a la vida y más
ingredientes a la búsqueda humana de la felicidad, el consumo arrasador de
entretenciones, bienes y servicios, que la obediente y temerosa vida
encauzada a evitar la condenación eterna en el infierno?¿ Qué es mejor,
servir al rey y al sumo pontífice, al señor feudal y al déspota ilustrado,
o a la presión publicitaria y social por "ser un ganador", por tener una
vida "exitosa" haciendo alarde de felicidad en las redes sociales?

Las prácticas sociales manifiestan la forma de ver el mundo de sus
respectivas épocas. Y aunque la cosmovisión científica perduraría, por su
objetividad, en cualquier sociedad futura que se tome el tiempo para usar
la lógica y el razonamiento en vez de la superstición del pensamiento
mágico, eso no significa que no sea la ciencia y su imposibilidad de
explicarnos para qué estamos aquí, en este universo, la que, sin habérselo
propuesto, facilita una pérdida de sentido generalizada en la vida
cotidiana, especialmente en ambientes urbanos e industriales en los que
todo gira alrededor del afán productivo. No es que no haya regiones del
mundo donde la gente sea más feliz y esté menos alienada. No es que las
relaciones afectivas y los vínculos familiares hayan sido desplazados en
todas partes por el individualismo líquido y las éticas de la liquidez, de
las que habla Zygmunt Baumann. No es que no haya contraculturas como la
del desarrollo sostenible, la economía solidaria, la de la declaración
boliviana de los derechos de la madre naturaleza, la permacultura. Pero la
caricatura de nuestros tiempos no se lograría produciendo una película
bucólica, como "La Familia Walton", sino que se hace con un seriado
televisivo como "House of cards". La lucha por el poder sigue siendo la
obsesión humana predominante, no importa si se trata de conseguirlo a
punta de amenazas metafísicas religiosas y promesas del mismo orden para
los cruzados que retomarán la ciudad santa, o para intrigantes de cuello
blanco que se hacen a la punta de la pirámide social mediante poderes
corporativos amangualados con el Banco de la Reserva Federal de Estados
Unidos y el sistema bancario internacional.

La esclavitud de unos a favor de los otros se ha sofisticado: ya no
se ejerce mediante cadenas y latigazos sino mediante préstamos
hipotecarios y sistemas de endeudamiento. Y todo esto se camufla para
algunos con la pretensión de que hay leyes de la economía inamovibles, de
que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y de que las cosas son así
porque no han podido ser de otro modo, como lo demuestra el fracaso
probado del socialismo en el siglo XXI, que desoyó las leyes universales
del darwinismo social. La pérdida de horizontes significativos es un
ovillo en el que todos estos factores están anudados. Uno de ellos es que,
ahora que no podemos crear una sociedad éticamente orientada con base en
el teocentrismo medieval, ahora que tampoco "sabemos", a la luz de la
ciencia, si somos algo más que un cerebro con patas, un primate con
lenguaje, un mamífero con cultura; ahora que admitimos que la "única
verdad posible", la "objetiva", jamás nos podrá responder que somos algo
más que lo tangible, entonces cualquier valor da lo mismo que cualquier
otro, de lo que resulta que no hay valor alguno, ni criterio para
discernir qué es un mejor ser humano ni qué tiene más sentido que cual
otra cosa en la vida.

El único criterio moral que nos queda es el penal: algunas cosas
son delitos, otras no. Pero esto también es relativo. La posibilidad de
jerarquizar valores es vista con sospecha. Por lo tanto, esa dimensión de
la vida que antiguamente se llamaba "espiritualidad", se desvanece como
valor universal. Los derechos humanos pueden intentar fundamentarse en
algún criterio pragmático:es mejor una sociedad con ellos, que sin ellos;
pero hay que hacerle el quite a la pregunta de por qué se considera que el
ser humano merece dignidad y debe ser tratado como persona y como sujeto
de derechos, no sea que alguna intuición sobre la esencia trascendente del
homo sapiens sea la razón subyacente. El cosmos está allí, para causarnos
sorpresas estéticas, pero sobre todo interrogantes racionales, como lo
publicitó Carl Sagan, como lo ha pensado Stephen Hawking. Pero hay que
prescindir de toda otra explicación que no sea científica: la compasión es
simplemente una estrategia de supervivencia grupal de los mamíferos,
dotados de neuronas espejo. Si Dios no es un concepto necesario para la
cosmología científica, entonces tampoco es necesario en absoluto y el
concepto debe ser desterrado también, para que muera cualquier tipo de
inclinación religiosa. La fenomenología de la experiencia religiosa, tan
madura hoy en día luego de décadas de investigación filosófica; no merece
atención alguna. No es que el amor exista como un bien universal. El
romance se reduce a feromonas, la cultura a biología, la biología a
bioquímica, la bioquímica a física cuántica y esta al mecanismo del Big
Bang. Punto.






















CUATRO




No parece muy significativo un universo que simplemente es como es
porque es como es, del que no puede deducirse finalidad alguna. El
universo judeocristiano, concebido como creación divina, por lo menos era
una obra inteligente con una finalidad moral: probar la libertad humana
para premiarla o castigarla. La cosmovisión budista promete el nirvana, la
cesación del deseo y la evaporación del yo; la hinduista promete la
iluminación y el éxtasis, el taoísmo chino la armonía con el flujo
incesante de las cosas; el zen japonés la gracia del instante, la
liviandad del aquí y del ahora; las religiones indigenistas la conexión
sagrada con los elementos y los buenos espíritus. Cada cosmovisión ha sido
una oferta de sentido, excepto la de la ciencia contemporánea. La ciencia
no promete nada: sus verdades son escuetas. En eso es valiente: se atreve
a enfrentar una dura conclusión: no parecemos ser el centro de nada, ni
como planeta ni como habitantes concientes de si mismos en la galaxia. El
fracaso del heliocentrismo pasa a volverse una amenaza aun peor para el
ego antropocéntrico: la de que nadie está pensando en nosotros para
guiarnos, protegernos, amarnos ni salvarnos. Ni un Dios padre nos ha
enviado a su Hijo bendiciéndonos con el Espíritu Santo, ni le preocupamos
a nadie. La divinidad antropomórfica cristiana ha muerto, luego de que
muriera también el politeísmo griego y la religiosidad profana (ni al
budismo filosófico ni al taoísmo se les moverían los cimientos de sus
espiritualidades por esto).

Y es un acierto que la disciplina dedicada a los hechos objetivos
se haya independizado de las que se ocupaban del problema de los valores.
Es un avance el que nos dieron Galileo y Kepler, Newton y Einstein
(quienes no eran por cierto insensibles al problema del sentido ni
ignoraban la metafísica) en lo que toca al realismo necesario para
objetivar y usar las leyes de la naturaleza, para descubrir y usar los
campos de fuerzas, para progresar en el dominio del electromagnetismo, la
interacción débil, la interacción fuerte y ojalá también , alguna vez, la
fuerza gravitatoria. Se abren posibilidades insospechadas: biotecnología,
cibernética, computación cuántica, todo lo que pueda imaginarse.

Pero ¿Puede tener sentido la vida humana, aun si el universo no lo
tuviera? La ciencia no está allí para afirmar que el cosmos tenga sentido
o no, sino para describirnos cómo funciona y de qué está hecho. ¿Pero y si
está hecho de sentido, si el universo fuera conciencia, si alguna
inteligencia corriera paralela a las leyes de la naturaleza que lo
conforman? La ciencia no necesita tales hipótesis. La cosmovisión plana no
lo requiere. La navaja de Ockam lo prescribe: cualquier explicación de un
fenómeno debe permanecer lo más simple posible. Y si hay algo particular
que se desvíe de la norma general, que estorbe a la matematización de lo
real, debe dejarse a un lado su observación para no disgustar al prejuicio
general de que basta con lograr un modelo abstracto que dé cuenta de
muchos eventos, que un modelo complejo que sugiera que hay áreas de la
sociedad, la cultura y la naturaleza del ser humano no sometibles a la
generalización abstracta y a la predicción estadística.

Y la metafísica dificulta las cosas, además de que no ayuda
mayormente a aprovecharse de ellas tecnológicamente. Sin embargo, por
milenios la humanidad ha intentado explicarse el mundo, intentar describir
su funcionamiento poniendo a un lado la preocupación por el sentido de
todo ello no ha sido la norma. ¿Ha llegado la hora de dejar de hacerlo?
¿La ciencia nos obliga a renunciar a la filosofía, a la religión, a la
mística? Es hora de abandonar todo eso, porque hemos entrado en la era de
las explicaciones ¨positivas¨, como las llamaba Augusto Comte? Pero si la
evolución en este planeta fuera un mero producto de la mezcla entre azares
de la química y tiempo para echar los dados ¿bastaría con declarar que el
fenómeno biológico es muy llamativo, que es hermoso?¿La admiración
estética a la que nos invita la cosmología, el telescopio, el microscopio,
es ya la única respuesta significativa adicional a la resolución racional
de nuestras preguntas sobre el significado de existir?¿No se requiere algo
más que lo que aporta la cosmovisión científica predominante, para dotar
de significado la existencia?

Lo políticamente correcto, para no enfadar a las mayorías
académicas, es rehusarse a mezclar preguntas típicas de la filosofía, con
enfoques propios de las ciencias positivas. Obedientes al principio de que
las metodologías científicas no se han hecho para responder las grandes
preguntas sino para describir fenómenos, ojalá mediante abstracciones
matemáticas, algunos de mis amigos han dejado a un lado las grandes
preguntas. El objetivo parece noble: lo llaman ¨desarrollo¨. Sostenible o
no, simulando o no ser amigable con el ecosistema planetario, inherente o
no al inevitable cambio climático, el funcionamiento de las sociedades
contemporáneas con base en las leyes del mercado no se concibe sin el
binomio desarrollo-tecnología. Y la tecnología, por supuesto, está pensada
para diseñar e implementar soluciones a las necesidades que las sociedades
contemporáneas tienen, crean, producen y consumen. Pero ¿Con cuál
criterio, beneficiando a quien, perjudicando o no de algún modo cuales
legítimas aspiraciones a la felicidad de los seres humanos, se establecen
esas necesidades?

Si la tecnología simplemente se dedicara a lo suyo, si la lógica
científica simplemente le sirviera para perfeccionar el complejo entramado
post-industrial, si la realidad fuera tan llana como para que ingenuamente
afirmáramos que los sujetos sociales son dueños y tienen control de los
servicios y productos que se venden y compran en el siglo XXI, entonces
con seguridad las grandes preguntas se dejarían en manos de la filosofía y
la sociedad contemporánea, tolerante y hasta partícipe de la búsqueda del
significado de la existencia sería capaz de presenciar la convivencia
armónica del rigor científico y de la sed de sentido: tecnología, ciencia
y filosofía convivirían en sana paz. La ciencia no pretendería ser
filosofía ni haberla vuelto obsoleta. La filosofía no se sentiría
injustamente desterrada de la arena intelectual dominante. Pero no es así.

La filosofía nunca fue una profesión popular, ni la especulación
sobre la existencia de mundos y seres intangibles fue jamás una actividad
profesional generalizada. No estaríamos esperando que en el siglo XXI
pasara lo contrario, ni se requeriría eso para que la sociedad mundial
como conjunto se preocupara más activamente por encontrar un sentido de
vida mejor que el que le ofrece Wall Mart, los centros comerciales, los
resorts de moda, el turismo internacional, los cruceros de lujo y los spas
relajantes. Pero poner la esperanza de vida en los momentos de ocio, la
época de la jubilación y el disfrute de los nietos se queda un poco corto,
comparado con la ilusión premoderna: disfrutar de Dios en el paraíso. La
teología bizantina ocupó a toda una ciudad por muchas décadas en alguna
época ya relegada, pero el cuadro de toda una sociedad dedicada a discutir
si los ángeles son sexuados o no; resulta más halagador respecto a las
ocupaciones del ser humano que pensar en las masas populares que hoy en
dia dedican su existencia a pronosticar deportes agresivos, o a
protagonizar peleas de barras bravas. El circo romano ya no secuestra
gladiadores: compra jugadores para exhibirlos en la nueva arena, que se
llama "mundial de futbol". Las olimpiadas, más bellas y sofisticadas, no
tienen tanto interés mediático: se basan en la gracia del cuerpo, no en la
agresión al equipo contrario y en la invasión de su territorio, evidentes
metáforas de la guerra. Se trata del mismo salvajismo, pero sublimado. No
menos vivo, simplemente exhibido en potencia más que en acto. El
significado de la vida sigue regido por el binomio agresión-miedo para las
mayorías: tiene sentido lo que implique ganar, no lo tiene lo que implique
perder, en un contexto dual en el que hay que dividir las cosas entre los
que "están conmigo" y los que "están contra mi". El tribalismo se
evidencia y la paranoia como emoción subyacente nos domina: hay que ser
los más fuertes, hay que estar a la defensiva, no podemos pensar en un
universo solidario.

No habría que esperar entonces que nuestra época estuviera definida
por una actitud filosófica cooperativa, por una cosmovisión vertical y
compleja. Ni menos aun por metafísica alguna, que no sea la de la creencia
de que el dinero tiene un respaldo. Actualmente el dolar no lo tiene: el
dinero es una promesa de pago que un banco le hace a un ahorrador, que una
entidad superbancaria le hace a la reserva federal, que emite cifras
digitales que son solo eso: ceros y unos en un computador muy bien
protegido de los hackers. Los chinos preveen que ese castillo de naipes
especulativos puede derrumbarse, y hoy en día son los mayores atesoradores
de oro que respalda al yen. Nuestra metafísica es también una creencia: la
de que le debemos a alguien, que nos puede quitar lo que tenemos, porque
un sistema judicial y policial también así lo cree justo. Y ese miedo a la
bancarrota mueve el mundo, como lo movía antes el creador del cielo y de
la tierra.

Pero por fuera de esta metafísica del dinero, el mundo actual no
cree en fantasmagoría alguna. Sin embargo, el ser humano no ha podido
prescindir de creer en algo, valorado de algún modo y no meramente
descrito. Magias chamánicas y animistas primero, mitologías y religiones
más elaboradas luego, metafísicas filosóficas y doctrinas esotéricas más
tarde, filosofías espiritualistas en muchos casos, han caracterizado a las
principales sociedades humanas, sobre todo desde la invención de la
agricultura (al parecer, las culturas nomádicas no necesitaban tanto
acervo de creencias). El significado de la vida, mas bien resuelto en
sistemas de creencias que deconstruido y buscado mediante preguntas
críticas, se le ofrecía al creyente para ayudarle a hacer más llevadera su
cotidianidad y menos pesadas sus tragedias.




















































CINCO




¿Cómo se resuelve, hoy en día, el anhelo de sentido, que en cierto
modo es el anhelo mismo de la felicidad? Recordemos primero cómo se
derrumbó el estilo de respuestas que bastaban hace unos siglos. La ciencia
moderna tuvo que batallar contra la teología y el monopolio de poder
detentado por la iglesia católica. El protestantismo hizo su parte. La
libertad ideológica y la libre interpretación de las escrituras bíblicas
en occidente, la tripartición de los poderes y su independencia en
naciones democráticas, la separación entre la iglesia y el estado en los
países occidentales, la liberalización de las costumbres, la promulgación
de los derechos del hombre, la emancipación de la mujer y, más
recientemente –y ojalá muy pronto- la consolidación de los derechos de la
naturaleza (ya consagrados en la constitución boliviana), el animalismo,
las éticas de respeto a las minorias étnicas, sexuales y culturales; son
todos un mismo camino que va del fundamentalismo a las sociedades
progresistas.sa ruta nos aleja cada vez más de la adhesión temerosa
conjuntos de dogmas religiosos y prácticas morales que solían cohesionar
grupos, tribus, reinos; para conformar sociedades pluralistas.

Hasta aquí todo muy bien: el uso de la racionalidad para
investigar, describir, intervenir y usar las leyes de la naturaleza; el
uso de la corteza cerebral para salir de la caverna del fundamentalismo,
deben siempre ser celebrados como los mejores aportes de los últimos
siglos de la historia. Pero esta visión optimista del desarrollo
científico y cultural de la humanidad no es un cuadro completo. Todo
avance puede oculta un retroceso. Así como cuando se alcanza la
adolescencia se conquistan los gozos de la rebeldía y del idealismo, pero
se pierden los placeres sencillos de la infancia, asimismo podemos
preguntar si no habrá algo que se haya perdido con la ganancia de un mundo
contemporáneo más orientado racionalmente. Es una típica pregunta de los
movimientos estéticos y filosóficos que ya desde el siglo XIX recibieron
el nombre de "romanticismo".

Una primera indicación para sopesar el optimismo racionalista es
que no vivimos aun en la nueva civilización soñada por los enciclopedistas
franceses, por los empiristas ingleses y por los pragmatistas
norteamericanos. Se dirá que es cuestión de tiempo que el fundamentalismo
ilustrado, modere sus pretensiones; que el segregacionismo racial, la
inequidad, la injusticia internacional y el terrorismo, el narcotráfico y
la trata de personas; son todos problemas que con el paso del tiempo
alguna vez la humanidad resolverá mediante tratados, técnicas de
negociación, proyectos e intervenciones racionalmente administrados. Ojalá
sean estos mecanismos suficientemente capaces de dar realización a las
utopías de Tomás Moro, de Hobbes, De Skinner. Pero ¿y si hay "algo más"
que se requiera, fuera de voluntad política y medios racionales y
económicos para intervenir exitosamente e la construcción de un planeta
mejor?

Venimos preguntando por "algo más": algo que quizás se ha perdido
con lo ganado por la sociedad racional, por el predomino de lo
tecnocrático, algo que haría falta ahora y que sigue invisibilizado por el
paradigma predominante, que es el de que los problemas siempre están "allá
afuera" en un mundo exterior donde puede intervenirse. Las motivaciones
internas de los actos visibles del individuo y de la sociedad no se
desconocen, pero tampoco se piensa que puedan mejorarse si no es con
medidas cautelares, leyes punitivas y cambios de contexto socioeconómico.
El razonamiento ético se le deja al arbitrio a cada quien. A lo sumo, se
pretende que alguna campaña publicitaria pueda tener algún efecto sobre,
por ejemplo, el tabaquismo o la drogadicción, la violencia intrafamiliar o
algún otro mal visible. De la conciencia se ocupaba el pastor, el
consejero, el cura. Ahora, desprestigiados sus oficios, ya ni siquiera hay
un promotor del examen interno. Como si no existiera la voluntad
individual, la libre escogencia de pensamientos, actos y conductas; como
si la bondad y la compasión, la buena fe y la honestidad, las intenciones
nobles y el cultivo de los sentimientos elevados, la serenidad mental y la
inclinación altruista, no pudieran ya mencionarse. Ni el sicólogo de
oficio las menciona, ocupado de las causas, los diagnósticos; preocupado
de no salirse de su rol científico. Y en cambio, los sermones moralistas
se apoderan del tema, pervirtiendo los contenidos éticos al presentarlos
como normas autoritarias de tono altisonante, apoyados en amenazas e
imprecaciones en los bajos fondos de las iglesias de barrio, que diezman y
estafan.

Al optimismo racionalista le parece que hace falta nada: todo
alguna vez se solucionará con técnicas. Para todo habrá un manual paso a
paso. El "ascenso del hombre" es inevitable, las estructuras sociales
pretéritas son obsoletas, las creencias pasadas no contienen elementos
dignos de rescatarse, las cosmovisiones no científicas solo merecen la
consideración del registro arqueológico e histórico y la conquista del
espacio es la siguiente frontera de la épica evolutiva. La ciencia ficción
nos lo muestra: el viaje a las estrellas consistirá en llevar a Voltaire y
a Montesquieu, o a ingenieros de la conducta -como Mr Spock-, a enseñar
nuestro humanismo racionalista a los extraterrestres que aun no se hayan
puesto por encima de sus bajos instintos.

La gran duda respecto al potencial civilizador del ideal ilustrado
provino, en el siglo XX, con el fin de los años dorados y las dos guerras
mundiales. La constatación de que una de las regiones más civilizadas de
Europa, luego de la humillación del tratado de Versalles, había descendido
en la escala del humanismo hasta convertirse en el caldo de cultivo del
nazismo, puso en tela de juco la perdurabilidad de los valores de la
civilización. Lo peor no había sido solamente el número millonario de
judíos masacrados sino también el cinismo altisonante de la "raza
superior" y el cientificismo de su ideología del exterminio. No era culpa
de la verdadera ciencia, por supuesto. Pero ¿qué había fallado?¿ O estaba
Alemania menos educada que el resto del antiguo continente?. Los campos de
concentración de Stalin, más numerosos en víctimas pero menos publicitados
por Hollywood, el Apartheid y las matanzas en Suráfrica, la guerra fría,
las interminables justificaciones del intervencionismo norteamericano en
el medio oriente; todo esto se suma ahora a un nuevo diagnóstico sobre los
alcances de la racionalidad o sus posibles vacíos, cuando promete un mundo
mejor sólo con los ingredientes que se le han venido poniendo a la receta
civilizadora. ¿Qué está faltando?

La sospecha no es nueva; Schopenhauer, Nietzche, Freud, Foucault,
Horkheimer; marcan más de un siglo de intuiciones sobre la dimensión pre-
racional de la cultura, que solo la ingenuidad neopositivista se da el
lujo de no reconocer. La vida pulsional, la voluntad como impulso creador
o como voluntad de poder, la proclividad del anhelo del poder a
enmascararse como pretensión de verdad, no son antojos interpretativos de
intelectuales rebeldes al progreso de la ciencia, sino críticas
demoledoras a la ingenuidad del proyecto inaugurado por Augusto Comte: una
sociedad mejor, matemáticamente descriptible y mediáticamente controlable;
un universo social descrito con la precisión y la predictibilidad que a
Laplace le hubiera gustado constatar, la de un mecanismo de relojería, la
de un sistema de causas y efectos mecánicos iguales al movimiento de las
bolas del billar. Pero el universo no es tan simple, es complejo (Edgar
Morin).

Resignados a no poder formular para las ciencias sociales modelos
tan exactos como el que Newton le había asignado al universo, los
positivismos se disgregan en otro tipo de predictibilidades: la de la
estadística, la de la teoría de juegos, la de las encuestas. ¿La
macroeconomía intenta, con sutileza, desplazar a la sociología? La
objetivación de los procesos sociales procura una vez más hacer simple lo
complejo: ahora el ser humano será visto como un sujeto transaccional,
movido por intereses detectables e intervenibles que la fidelización del
cliente a sus supermercados, el seguimiento de sus compras mediante sus
tarjetas de crédito y mediante sus perfiles de actividad en las redes
sociales; permitirá alguna vez el encauzamiento de las conciencias hacia
los intereses de los dueños del mercado. Los dueños de la información se
harán al mundo. Las conciencias ya no serán complejas, ni las libertades
serán reales, salvo como una ilusión que apacigüe al rebaño para que
ignore la existencia de su nuevo pastor: las multinacionales y la banca,
dueños ahora, mediante sistemas de endeudamiento, de los gobiernos de
turno. La conciencia y la libertad humana, confinada en un algoritmo.

Pero aunque existieran mejores intenciones de usar las herramientas
que se han desarrollado para el monitoreo de individuos y grupos sociales,
aunque la justicia y la equidad todavía le importaran a las minorías que
ponen así a marchar a las mayorías, e ser humano no es un robot mecánico,
ni las comunidades humanas panales de abejas o colonias de termitas. La
íntima percepción que tiene de si mismo, propele a todo individuo que
reflexione un poco a oponerse con enfado a ser tratado de tal modo. De
nuevo, nos tropezamos con "algo", lo que no pareciera poder objetivarse.






















SEIS




El ser humano, objetivado por el neuro-marketing, al servicio de
los intereses del mercado en el capitalismo informático: un ave convertida
en borrego. El ser humano, objetivado por el marxismo tras el muro de
Berlín, o arriado por populistas mesiánicos latinoamericanos: un ser sin
trascendencia, fastidiado de ser nada más que una ficha del ajedrez
político. Las novelas de Milan Kundera nos muestran el mismo panorama que
las de Kafka, Huxley, Orwell: la insoportable levedad de un ser resignado
a la perpetuación de su propio fastidio. Un mundo chato, horizontal, el
del hombre unidimensional que ya anunciaba Herbert Marcuse. La novela y la
literatura, el arte a veces de manera mucho más efectiva que la filosofía,
han venido dando un grito de alerta sobre el peligro de que alguna vez se
acuerde que por realidad solo se entienda "realidad objetiva". Esto sería
la muerte social de las ontologías de lo posible, y con ello la de la
sicología de la subjetividad, la de la antropología de la cultura. Si
además de objetivar el universo para usarlo mejor, nos objetivamos tanto a
nosotros mismos que se nos olvide que somos los sujetos responsables de
toda objetivación, podrá ocurrir lo que las fantasías catastróficas del
cine nos han profetizado: olvidaremos que somos, sobre todo, seres libres
que buscamos y producimos significación, sentido. Tenemos casi el mismo
genoma que nuestros vecinos primates, pero esa mínima diferencia es un
gran salto: el de la cultura. Un superconductor puro al 100% es miles de
veces más potente que uno puro al 99.99%. Una pequeña diferencia es un
gran salto evolutivo. Si nos pensamos más iguales que diferentes a los
animales, corremos el riesgo de justificar nuestras conductas por su
parentesco con las de ellos. Si muy al contrario nos creyéramos ángeles
caídos del cielo, también estaríamos errando el blanco: no seriamos tan
ingenuos como Aristóteles, que nos declaró ya plenamente capaces de
conductas ciento por ciento racionales y volitivas, pero desoiríamos a los
filósofos de la sospecha que nos amplían el espectro de lo que somos
mapeando lo pre-racional, lo irracional y lo inconciente. De modo que hay
que tomarse con reserva la etología animal tanto como la teología de Santo
Tomás. También el cuadro quedaría incompleto sin Jung, sin Stanislav Grof,
sin Edgar Morin, sin Francis Vaughan, sin la detallada fenomenología
budista de los estados de conciencia (que ha constituido una psicología
fenomenológica profunda desarrollada por más de 25 siglos en oriente), sin
Shankara, sin tantos otros que le dieron las pistas a Ken Wilber para
insistir en que hagamos la importante diferencia entre lo que está por
debajo de las estructuras racionales del adulto y lo que está por encima
de ellas: lo pre-personal y lo trans-personal, la infancia mágica de la
cosmovisión mítica del niño y la sabiduría espiritual de lo que nos espera
cuando vayamos más allá del cartesianismo social. Somos una especie
espiritualmente dotada, aunque no hagamos mucho uso de esta potencial, de
esta herencia.

Nuestra característica diferencial como especie es que nuestra
conducta no viene prefijada rígidamente por los genes aunque haya
similitudes respecto a la sexualidad, la territorialidad, el
establecimiento de jerarquías y de normas sociales, la gestualidad y
tantas otras curiosidades etológicas que nos emparentan con gorilas,
chimpancés y gibones. De un ser vivo se espera cierta específica
habilidad de adaptación a su entorno, que le ha permitido sobrevivir,
resultante de mutaciones casualmente favorables para que lo lograra. Pero
el ser humano se caracteriza por cierta inespecificidad: nuestro cuerpo
mismo, nuestras manos, no parecen servir para nada. Por eso, sirven para
cualquier cosa, se adaptan a cualquier ambiente. Somos un animal
paradójico, como dice José Lorite Mena: ni sólo genes, ni solo cultura, ni
simplonamente una suma de ambas cosas. La plasticidad conductual del niño
es tan alta que podemos criarlo para lo que sea, enseñarle a pensar y
actuar de los modos más diversos. No así con la cría de un gato o de un
perro, cuya conducta viene caso del todo prefijada. Y ese vacío de sentido
es el que la cultura y la cosmovisión vienen a llenar. Un animal ya sabe a
lo que viene: a usar las estrategias instintivas heredadas para crecer y
reproducirse, a transmitir habilidades aprendidas por imitación ( en el
caso de algunos mamíferos) pasando esa misma habilidad a la generación
siguiente. Y no es que el homo sapiens no venga también a hacer lo mismo,
pero viene a ·algo más". De nuevo nos tropezamos aquí con la mención de un
excedente, que nos indica que hay un horizonte diferente del que demarca
la pulsión por la supervivencia.

No todo individuo ni todo grupo humano se destaca por una
particular vocación por la producción y el descubrimiento de significados
excedentes. Los adolescentes a veces, temiendo vivir como sus padres,
intentan rebelarse un poco mediante alteraciones de las costumbres que les
quieren imponer pero pronto se readaptan a las normas de la vida adulta.
Es obvio que la mayor parte de la población simplemente siga la corriente:
hay que satisfacer las necesidades básicas, crear y satisfacer necesidades
más sofisticadas y en general perseguir "el éxito", esa suma de mejoras
respecto a la comodidad material, la capacidad adquisitiva, el estatus que
se alcance en las jerarquías sociales, el poder, la fama, el
reconocimiento social, los viajes de adquisición de "cultura", el turismo,
el prestigio que da el nivel educativo (antes lo daba principalmente el
apellido, ahora los postgrados). El imaginario social más aceptado es que
la felicidad pueda contabilizarse como una suma de todo lo anterior.

Pero la producción de significados excedentes es, de nuevo, "algo
más". Hay grupos y personas que no parecen tan interesados por competir en
el mercado de la adquisición de bienes y servicios deseables por los que
sus contemporáneos se desgañitan, y que hasta miran con desdén lo anhelado
por la mayoría. Como si hubieran descubierto una dimensión vertical en la
existencia, a la que la cosmovisión horizontal y sus valores fuera ciega.
Como si en un mundo de tres dimensiones los locos, los genios, los
artistas, los monjes y en general los desadaptados hubieran descubierto
una cuarta dimensión, incapaces de apuntar hacia ella, pero seguros de su
presencia.

Así es el horizonte que otean algunas minorias, que las mayorías a
veces han admirado desde lejos ( la sociedad védica antigua, en india, por
ejemplo) y otras veces han atacado y perseguido con miedo y hasta odio (la
cruzada contra los cátaros y lo albigenses). Desde la admiración por el
que ha renunciado al estilo de vida socialmente "exitoso" (cultura de
apoyo a los monjes y ermitaños) hasta el franco desprecio, las mayorías se
han visto sin embargo siempre cuestionadas por las minorías. Los romanos
vieron como insignificante el valor cristiano de la hermandad entre todos
los hombres, que sin embargo se impone hoy como principio ético universal.
De algún modo, los significados que estabilizan el funcionamiento social
se resisten a ser modificados por significados nuevos. Luego viene un
proceso de negociación e incorporación de la nueva percepción del mundo,
que se estabiliza hasta conformar una nueva ortodoxia, y contra esta
atenta más tarde, cíclica o espiralmente una sucesiva heterodoxia que
parecerá primero herética y luego no tanto. Es la historia del arte, de la
filosofía, de la religión; que tan bien ha descrito, en el terreno de la
sociología de la historia de la ciencia Thomas Kuhn. ¿Ejemplos? El retraso
de las escuelas de arte parisienses en reconocer al impresionismo; los
siglos de persecución romana contra los valores universales de la ética de
la igualdad cristiana. La procedencia no institucional de muchas
revoluciones conceptuales indica que las comunidades científicas son con
frecuencia, no caldos de cultivo para la innovación, sino frenos para la
inspiración de los genios: la teoría de la relatividad la propone un
empleado de una oficina de patentes, Troya la descubre no un arqueólogo
reconocido sino un hombre de negocios empecinado, André Bretón escandaliza
con su manifiesto surrealista a las academias formales de arte, Maturana y
Varela construyen la teoría de los sistemas vivos contra la tendencia
dominante de la biología, la ciencia experimental se gana en contra a la
inquisición y al aristotelismo.

La cultura actual predominante está signada por la bendición del
objetivismo. Pasa por valedero lo comprobado, por posible solamente lo
comprobable y por real únicamente lo tangible o cuantitativa y
matemáticamente modelable. ¿ Lo demás? Lo demás ni existe ni puede
existir. O es marginal y despreciable por lo tanto para el cálculo, con
tal que no moleste. Aunque la teoría de los cuatro cuadrantes de Ken
Wilber ofrezca con lucidez un cuadro multitudinario de ontologías y
epistemologías posibles, la corriente dominante hace caso omiso. La mente,
por ejemplo: no existe más que como cerebro para el neurólogo afamado.
Típico del cartesianismo actual es negar que el todo es algo más que la
suma de sus partes, que la emergencia de estructuras más complejas en la
evolución de lo vivo contiene un elemento de conciencia, de "mente", como
la llamaría Gregory Bateson. Ni siquiera la detección de bucles de
retroalimentación inteligente en sistemas vivos abiertos, comprobada
experimentalmente por los investigadores chilenos, es tomada como indicio
de inteligencia o propósito en la naturaleza. El comportamiento humano, a
los ojos del científico social amoldado al paradigma racionalista, no es
más que el "output", la información de salida de un encadenamiento de
estímulos neurolinguísticos: ni la voluntad, ni la emoción, ni los actos
de conciencia son igual de reales que sus manifestaciones objetivables. Lo
que no se comprende con el filtro cuantificador no existe: típico
mecanismo de defensa llamado negación. En el reino de la ontología, son
ciudadanos de tercera categoría, cuando no parias, las que Aristóteles
llamaba "causas finales", porque toda teleología del mundo es ahora un
anatema. Los V.I.P. del panorama de la etología son los genes, las
feromonas, los neurotransmisores, las estructuras cerebrales escaneadas. Y
por eso mismo, avergonzados, algunos científicos sociales agachan la
cabeza cuando se les pregunta si en su trabajo juega algún papel la
interpretación. ¡Pues claro que sí! Como Wilhelm Dilthey estableció con
orgullo, las teorías sociales son el fruto de sujetos sociales que ya
tienen una forma de ver el mundo. Por lo tanto, no se les pide la
neutralidad ni la asepsia. Muy al contrario, se les solicita que hagan
explícito el filtro axiológico que usan, para que se visibilicen los
valores y finalidades de sus posturas, que tendrán siempre en la mira
algún ideal social. Toda realidad social es siempre una interpretación de
otra interpretación, de acuerdo con la epistemología circular de la
hermenéutica. La historia de la humanidad, la fenomenología de la infancia
de un niño, una obra literaria de un premio nobel: ninguno de estos
objetos de estudio puede ser abordado sin el sesgo interpretador, que es
precisamente el que lo enriquece. Pero el prestigio de la bata blanca no
es algo a lo que quieran renunciar cierto tipo de investigadores de lo
social (economistas, politólogos, sociólogos, sicólogos) que se
avergüenzan de no poder ofrecer un producto terminado al definir lo
humano, precisamente porque lo humano no ha estado, ni está, ni estará
jamás terminado, sino que es una apertura constante hacia lo desconocido.
No extraña entonces que la financiación de la investigación social en
Colombia tenga un rubro asintótico al cero, mientras que la asignación de
recursos para tecnología recibe los dividendos. El matoneo viene de antes:
de la clasificación de las asignaturas escolares en "costuras" y temas
serios, de identificar al estudiante inteligente como el hábil para la
matemática, o las ciencias naturales; y no al inclinado por las artes, la
historia de la cultura o las religiones comparadas.

















































SIETE




Todo se resume en una sentencia: la epistemología dominante, que es
la que dictamina los criterios para que una cosa sea real y el
conocimiento que tengamos de lo verdadero, es la epistemología de las
ciencias que Jurgen Habermas denomina "empírico analíticas". Ellas
definen el único mundo posible para el siglo XXI. Realidad significa para
ellas un conjunto que coincide con el de la realidad objetiva. Prescriben
una única ontología y discuten por encontrar una única epistemología
válida para ese nuevo "monoteísmo": el monoteísmo de la diosa materia. Por
mucho espacio que la escuela de Frankfurt haya querido hacerle a las
ciencias histórico hermenéuticas y a las crítico sociales en la academia y
la sociedad civilizada, los egresados de Harvard, de Yale, de Oxford salen
mejor entrenados en conquistar posiciones directivas en el sector público
y privado que en detectar y denunciar los desvíos del humanismo ilustrado.
A las universidades del tercer mundo les importa la acreditación y la
palmadita en la espalda de sus homólogas tecnocientíficas en el primer
mundo, no la verdadera calidad. Inspirada en el ideal de que la filosofía
fuera, desde la segunda guerra mundial, el faro avisor de la crítica a las
ideologías y a los excesos de cualquier poder manipulador, la teoría
crítica de la sociedad está siendo derrotada por la privatización de la
educación universitaria, la transformación del estudiante en cliente, del
decano en ofertante de servicios a plena satisfacción de los padres de
familia (que antes no se inmiscuían) y el rediseño de los campus
universitarios en centros comerciales para ferias de mercadeo. El
"stablishment" ya hace rato no se autorepresenta como la conciencia
crítica y la instancia orientadora de la sociedad, sino como el brazo de
apoyo de las demandas de la industria y de los mercados de trabajo. La
universidad al servicio del empleo, sometida al desarrollo económico, que
es la religión del estado, nombra como rector al que tenga la visión de
que el conocimiento debe ser ante todo un negocio rentable, no al que
exponga una filosofía educativa integral y demandante de conciencia
crítica. Las multinacionales, las entidades encargadas de la investigación
para fines militares, vuelven excepcionales los espacios académicos como
lugares de reflexión pluralista, políticamente responsables. Y al
vigilancia que se le quería asignar al filósofo se vuelve un lujo de
minorías invisibilizadas, o con poca influencia.

El siglo XXI está atascado entre el optimismo utópico cientificista
del siglo XIX, que vendía la industrializacíon y el consumo como
"progreso", y el desánimo decepcionado de la postguerra, el
existencialismo y la contracultura de los sesentas, que se afanaba por
encontrar valores compensatorios. Comparadas ambas alternativas con épocas
y culturas en las que no pesaba sobre la conciencia histórica el
armamentismo atómico, el fantasma del cambio climático, la privatización
de las semillas, los genomas, el agua y mañana el aire mismo que
respiramos, hay que concluir que con el imperio de la tecnociencia se
perdió más de lo que se ganó: por lo menos antes de la esperanza
racionalista el sentido de la vida estaba fijado en un sistema asegurado
de creencias valores y normas fijados por mitos y religiones. No es que se
pueda ni se daba ya intentar regresar a ellas, nada sería más artificial.
La historia no da vuelta atrás. Pero el pensamiento mágico, la sicología
budista del sufrimiento, la doctrina cristiana, la festiva devoción del
hinduismo, la integridad de las etnias indígenas n su relación con la
madre tierra; eran todos ellos –e intentan seguir siéndolo para sus
adherentes- prácticas significativas. La cosmovisión científica, no "hecha
para" pero sí conviviendo con la consumocracia ¿es capaz de ofrecer
niveles de sentido comparables?

Las resistencias románticas indican que, por menos para ciertos
sectores culturales, no es así. La misma historia del arte puede
comprenderse como una dialéctica pendular entre el clasicismo y el
romanticismo, entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Por eso han hecho
oposición, han levantado su voz de protesta respecto a los estilos más
racionales, más proporcionados, otros gustos aparentemente más intuitivos
o hasta caóticos: desde Goethe hasta Bob Marley, desde los poeta malditos
en Francia hasta los nadaistas en Colombia. La contracultura no es un
fenómeno exclusivo de los sesentas, mayo del 68, los hippies y los
veganos, los raperos y los punks. Hay miles de variaciones de la expresión
de descontento con lo oficial, porque la institucionalización de una
cosmovisión suele ser el inicio del final de su vida útil. Y de darle
jaque mate a un filtro de percepción para probar con otro, ojalá más
amplio, es de lo que se tratan las dinámicas culturales. N la India del
siglo VI A.C., miles de buscadores espirituales, místicos y filósofos
erraban por los caminos de los bosques, en calidad de renunciantes
(Sanyasyis),dándole la espalda a los estilos de vida del sistema de
castas. Los cínicos, los estóicos y otros filósofos de a Grecia clásica
fueron a su modo impulsores de la burla a las formalidades sociales de la
Polys. El hilo conductor ha sido la necesidad de encontrar sentido de vida
por encima de las convenciones, la ortodoxia y la rigidización de las
cosmovisiones predominantes. Los franciscanos fueron contracultura en la
historia de la iglesia, los impresionistas en la de la pintura, los
existencialistas en la de la filosofía. Pareciera que la necesidad de
romper moldes para abrir horizontes nuevos es una esencial tendencia
humana, como lo es su contraria: la de forzar a la cuadrícula de o seguro,
lo tradicional, lo habitual, las percepciones validadas de lo correcto, lo
bueno, lo real, lo bello, lo verdadero.

Una sola ontología, una sola forma de concebir lo verdadero: eso es
lo que s propone toda ideología. Quien tiene el poder o aspira a él no
desea que otras realidades estén a la misma altura que la suya. Viendo el
peligro de uniformizar la visión de mundo surge la actitud filosófica:
consiste en todo o contrario. Busca abrir lo que quiere quedarse cerrado.
¿Por qué envenenaron a Sócrates? Porque puso en entredicho la "paideia"
griega, el modelo ateniense de concebir la virtud y los ideales
educativos. Atentar contra una ideología es intentar hacer caer de su
cuerda floja al equilibrista que ha logrado un entramado de explicaciones
que se confabulan unas con otras para volverse sordas a las modalidades de
percepción del mundo ue las desestabilicen. El ideólogo quiere seguir
enfocado en un solo lugar, para ignorar el vacío de sentido al que podría
caer si mirara el panorama más relajadamente. Y no es que el filósofo
típico sea la caricatura d etodo lo contrario, que sea capaz de la
incertidumbre perpetua sobre qué pensar, qué hacer, cómo definir lo bueno,
lo bello o lo verdadero. La puesta en tela d ejuici es un primer paso, que
atraviesa todo el acto filosófico hasta su final, pero que también le da
cuerda a etapas más constructivas. Descartes no inventó la duda metódica
para ser incapaz de otra acción, sino para introducir la substancia
pensante del yo como piedra angular del pensamiento modernista. Sin
embargo, una actitud filosófica genuina no se cierra sobre sí misma: ha
nacido de la pregunta, de la inquietud, y se solaza siempre en ella,
desconfiada de las respuestas que tranquilizan, alerta a los desmanes del
poder y del fanatismo soterrado o directo.

Porque la cosmovisión científica sea el producto siempre
discutible, siempre abierto a refutaciones sucesivas de sistemas
hipotéticos provisionales sometidos a pruebas empíricas; no por eso está
exenta de convertirse en ideología. Ni tampoco por aprender a ver el mundo
de manera científica una persona cae automáticamente en la postura
cientificista. Pero sería ingenuo, cuando no inconveniente, afirmar que la
cuestionabilidad inherente a cualquier teoría científica salva a la
comprensión empirico-analítica del mundo de convertirse en un sistema
cerrado de ideas. La ciencia es una actividad humana, y aunque los
científicos fueran capaces, con su bata blanca, de mantener su
neutralidad, la objetividad y la pulcritud que prometen,-cosa muy
discutible también-, los divulgadores de la ciencia pueden perfectamente
convertir su interpretación de la ontología científica en la única
plausible.¿ Cómo no, si el debemos todos los adelantos tecnológicos a
ella?¿ Cómo no, si nos llevará a marte?

No faltan razones para agradecerle la ciencia y a la tecnología
casi todo lo que disfrutamos. Por eso mismo resulta tan fácil dejarle a
las ciencias que definan la realidad. Y lo hacen sin pestañear: el
universo es una red compleja de estructuras dinámicas de materia y
energía, de fluctuaciones cuánticas que se asocian para conformar
conjuntos de mayor y mayor complejidad: átomos, cristales, minerales,
moléculas, células, organismos y comunidades bióticas. Cada cosa se
explica por aquellas más simples y pequeñas que la componen. Si se trata
de una cosmología no reduccionista, las propiedades emergentes de un
sistema son algo más que la suma de sus partes componentes y de las
propiedades que estas tengan. Pero eso sí: hay que suponer, para no ser
mirado con sospecha, que se trata de un universo casual. A nada de lo que
ocurre en el debe atribuírsele un propósito previo, una finalidad
inherente, una conciencia propia, un diseño inteligente, una metafísica
subyacente. Plotino, Hegel, Bergson, Schopenhauer; Pitágoras, Platón,
Buda, Aristóteles; Theillard de Chardin, Ken Wilber; cientos de autores no
menos creativos pero menos difundidos están excluidos todos del catálogo
aceptado de los anatomistas de la realidad, porque no han cumplido con el
método científico la publicación de "papers", la aprobación de pares, el
control de variables, la descripción matemática rigurosa de los fenómenos
que describen. Se les llama, no científicos, sino de algún otro modo, para
disimular el relegamiento soterrado de sus aportes. Son filósofos
intelectuales, metafísicos. Se les asigna un lugar en una sociedad
pluralista: profesores, escritores, críticos, interpretes dela historia.
Hasta se dice, para no parecer políticamente incorrecto, que sus aportes
son "saberes". Pero los medios privilegian y difunden otras opiniones
sobre las suyas: la de los actores famosos, la de los deportistas y
cantantes estrellas de multitudes, las del "reality show" en el que se ha
convertido la representación multicanal y en vivo que la cibersociedad
hace de sí misma.

Pero inclusive la ontología científica ha reducido su influencia.
Otra ontología, la que de manera anónima se construye en las redes
sociales y la intercomunicación instantánea de ideas, imágenes, diálogos,
flirteos; define aquello en lo que los ciudadanos,-convertidos ahora mas
bien en usuarios de teléfonos inteligentes-, creen que es su entorno. Se
odian, se enamoran, se espían, se roban, negocian, se traicionan online.
Grupos académicos específicos –mientras tanto-, estudian ,elogian, o
repudian las iniciativas teóricas de su respectivas tecnociencias; y
algunas instituciones menos endeudadas alas presiones mercantiles y
militares hacen investigación pura-astronomía por ejemplo-. No es que no
se espere que sus hallazgos no sean de utilidad alguna vez, pero no se les
acosa por lo menos tanto. Sin embargo la expectativa es siempre la de lo
pragmático.

La ontología de las ciencias es la del uso de los recursos. El
mundo está allí, para ser usado, aprovechado, explotado, transformado al
antojo de la conveniencia de sus usuarios: nosotros, los consumidores. El
universo: o consumible. La superviencia, multiplicación y colonización del
universo es la épica de la ciencia ficción. ¿Pero hay algún otro horizonte
que no sea este?¿Hay todavía alguien que pueda imaginarlo? ¿Tiene sentido
que esta sea la única ontología respetable, seria?







OCHO




La mayoría de la población humana siempre ha necesitado respuestas
significativas sencillas respecto al objetivo de la vida. Ocupada en
asuntos concretos, comprensiblemente deja para momentos excepcionales las
actividades contemplativas, poéticas y religiosas que acuden a llenar las
necesidades de significado existencial en momentos de ocio o en momentos
críticos en los que una pérdida, una tragedia, necesita ser no sol un
hecho terrible sino también el punto de inicio de algún tipo de esperanza.
La filosofía, a medio camino entre el agnosticismo axiológico de la
ciencia y la adherencia a veces facilista de las religiones, exige
ejercicios conceptuales para los que no se inclina el grueso público. No
ofrece las certezas provisionales pero objetivas de las ciencias. No
ofrece tampoco las quizás ingenuas y acríticas respuestas de los
imaginarios religiosos populares. Sale perdiendo. Ni obtiene la
admiración del que exige rigores experimentales y modelos matemáticos, ni
la gratitud saciada del que espera la comida rápida de las explicaciones
sobre el enigma de vivir. La filosofía nació del aborto del mito, pero no
para morir en la asepsia d las ciencias puras. Ni quiere dar por cierta
cualquier cosa atractiva que la imaginación le ofrezca, ni desea abdicar
de la búsqueda de sentido, porque se pregunta por el sentido del ser: ese
es su norte. Y en esa arena movediza intenta subsistir en el siglo XXI. Ha
sido, en la escuela de Frankfurt, teoría crítica de la sociedad, ha sido
filosofía de la ciencia, antropología filosófica, lógica, teoría del
conocimiento. Ha intentado servir a otros saberes, inspirándoles la
actitud libertaria e idealista del que se rehusa a una comprensión
estrecha de las cosas. Pero no pude ser solamente una reflexión sobre los
objetos que otras disciplinas estudian, ya que su objeto es ella misma. O
, dicho de otros modo, su objeto es el sujeto, carece de objeto porque no
delimita aquello por lo que se interesa. Las ciencias en cambio, cada una
de ellas, trazan sus linderos, apresuradas, celosas, no queriendo ser
invadidas, haciéndole el quite en lo posible a los estudios
interdisciplinarios.

La conciencia de sí que tiene el homo sapiens se aplica a sí misma
para bucear en el misterio ya indicado por Heidegger, a saber: ''¿ Por qué
hay ser y no más bien nada"? El todo y el sujeto ante el todo: ese es el
objeto de la filosofía, que no puede convertirse en objeto alguno porque
se rehusa a ser compartimentalizado. El todo no es fraccionable en
objetos. No es la suma de ellos. Es el Ser. Y eso es lo que las ciencias
acusan como absurdo, que haya algo que no sea objeto, objetivable. Las
ciencias piensan que no puede tratarse de algo serio la pregunta por el
ser y hasta dirían que puede que dicha pregunta no sea más que un
galimatías. O, como Wittgenstein, nos invitarán a callar sobre aquello de
lo que no puede hablarse.

Sin objeto, sin disciplina, dejándoles a las ciencias sociales y
naturales que sean ellas las que se definan por los objetos que crean y
escogen, la filosofía es una vuelta del sujeto sobre sí mismo. Descartes y
Husserl lo ejemplifican con sus meditaciones introspectivas. Ninguno
encontrará un objeto como sustrato de la filosofía, porque ni la
substancia pensante ni la conciencia pura son a lo que se dirige la
actitud cognoscente, sino de donde surge ella misma. Pero al volver sobre
sí misma la conciencia de ser, ya sea como tiempo (Heidegger), ya sea
como Sujeto trascendental (Kant), ya sea como espíritu absoluto (Hegel),
Voluntad (Schopenhauer), Yo (Fichte) se muestra rehacia a una respuesta
definitiva. La historia de la filosofía es la prueba. Siempre la pregunta
sobre existir a la que el existir mismo nos avoca se queda anonadada. No
sabe qué hacer, flotando en su misterio. Esa es su debilidad , que no
pueda responderse, que quede siempre abierta. Y esa es su fuerza, que por
mucho que se evite su presencia, su presencia resulta obvia como una
piedra en el zapato. Lo filosófico es, en vez de correr a esconderse de la
angustia que eso provoca, tomara la angustia misma como pista para
comprender de lo que se trata filosofar: de buscar sentido no al modo e la
esperanza fácil en n sentido subyacene al devenir humano y cosmológico, ni
renunciando al sentido aceptando su subjetivación por parte dela
psicología y de otras ciencias sociales.

La filosofía surgió del mito pero contra el mito, en Grecia
antigua. Del mito, porque la pregunta de la teogonía de Hesíodo era
precisamente por el origen, por la fuente. Al mito le parecía que del
caos surgió el cosmos; esa fue una intuición genial que en cierto modo
corrobora la cosmología científica contemporánea y la teoría del Big Bang.
Contra el mito se filosofó sin embargo, porque los presocráticos se
negaron a antropomorfizar la causa del cosmos y de la condición humana. El
mito religioso politeísta griego se tomaba por asalto el territorio de la
realidad, angustiado por la crudeza de la vida, y llenaba el vacío con
aventuras de dioses y mortales. Esto equivalía, en cierto modo, a cerrar
los ojos a la naturaleza. La vida emocional, sobrecargada de incógnitas,
buscaba su cauce en la teogonía de Hesíodo y en los mitos griegos, en las
fiestas dionisiacas y en las puestas en escena de Esquilo y Sófocles No
había tiempo para la serena y fría descripción dela naturaleza que Tales
de Mileto, padre tanto de la filosofía como de la ciencia, inauguraría.

Para que la ensoñación mitológica (llena de riquezas psicológicas
que luego Freud y Jung y Durand y Campbell y Bachelard redescubrirían) le
diera paso a otras formas de relación con el mundo, surgió la ontología
presocrática, precursora de las ciencias naturales. De la imagen sagrada y
teofánica la conciencia griega se mueve hacia el concepto, la abstracción,
el abuso y luego el buen uso de la lógica en la argumentación, el diálogo
mayéutico. Sócrates, contra los sofistas, le pide rigor al relativismo de
Protágoras. La buena argumentación se impondrá sobre la retórica política
y la demagogia. Platón hipostasiará el concepto al imaginar que las ideas
habiten un mundo propio, metafísico; y Aristóteles y el neoplatonismo de
nuevo intentarán inventar el sentido de este mundo concreto, que Platón
llamaba mundo sensible, en la existencia de otro mundo, imperceptible,
ejemplar, perfecto. Ya no el de las pasiones desbordadas de los dioses,
sino el de la armonía apolínea de las geometrías jónicas, dóricas y
corintias. Luego la metafísica se vuelve cristiana, pero sigue apuntando
hacia arriba: a los cielos de las catedrales góticas, medievales,
castillos de arena como el de la teología de Santo Tomás, que decaerán
como objetos turísticos para los ojos contemporáneos, que no son nada
metafísicos.

Pero luego vendrá el derrumbe del laberinto de fichas de domino. La
crítica de la razón, hecha por Kant, empujará los desvelos de la teología
medieval y de las metafísicas de toda índole con un leve toque. La
distinción entre fenómeno y cosa en sí, propuesta por el natural de
Koenisberg, establecerá con claridad que no puede haber conocimiento,
propiamente dicho (es decir, aplicando las categorías de espacio, tiempo y
causalidad prescritas por la cosmovisión newtoniana) de Dios , ni del
alma, ni de lo bello, ni del buen obrar. La teología, la teoría del alma,
la ética, la política y la estética tendrán que buscar su fundamentación
en otra parte. La reacción en cadena será simple. Si la creencia en Dios
es simplemente una apuesta, una opción libre sin demostrabilidad racional,
la no creencia es igualmente válida. Dios es un postulado, una apuesta
para el que quiera hacerla. El que no quiera hacerla, que tiene los mismos
derechos civiles, es libre de no fundamentar su moral y sus actos en esa
indemostrable creencia. Nace la ética de los derechos humanos, la ética de
la convivencia civil, de la paz mundial, fundamentada en ideales de
bienestar, equidad, justicia e integridad del ser humano como sujeto
inalienable. Nace también el agnosticismo respecto al mundo metafísico,
sumado al pragmatismo burgués, al expansionismo económico industrial, a la
aceleración del "progreso" ofrecido por la invención de máquinas
propulsadas por combustibles fósiles. Será el caldo de cultivo propio para
que, no a manos de la ciencia ni de los científicos, sino de sus
divulgadores y del cientificismo, muera la metafísica como fuente de
sentido.

¿Qué otra mina de significación puede haber? Persistente, la
cosmología quiere ser esa veta de oro. Pero no puede lograrlo. Nada nos
dicen niños pueden decir las reconstrucciones paso a paso desde el big
bang hasta la evolución de los primates pasando por la extinción de los
dinosaurios, que aclare para qué podríamos estar en este planeta. La
ciencia describe mecanismos, probabilidades y causas. No finalidades,
metas y sentidos. Observa lo que ha sido pero no está diseñada para
descubrir con cual propósito es lo que es. La etología animal, por
ejemplo, ilustra semejanzas del comportamiento humano con el animal. ¿Pero
nos dice que debemos imitarlo no, aspirar o no a que nuestra conducta se
diferencie cada vez más o no de la conducta de los chimpancés o de los
gorilas? No. El deber ser no es su terreno. La etología describe, no está
diseñada para prescribir, ni para justificar que nos comportemos de un
modo u otro. Si la conducta sexual del macho primate es esta o aquella,
eso puede explicar que algunos machos humanos tengan comportamientos
semejantes, por determinación genética, por razones fisiológicas y
cerebrales, etc. Pero esa explicación no nos indica el terreno del deber
ser. Ni la monogamia, ni el poliamor, ni la fidelidad sexual, ni la
actividad promiscua, ni la preferencia sexual, ni la identidad de género,
ni la guerra, ni la paz, ni el egoísmo, ni el altruismo, ni el
capitalismo, ni el comunismo en la especie humana están prescritos en los
genes.

Comprender que tenemos predisposiciones, que somos profundamente
biológicos, que la bioquímica cerebral y las feromonas juegan un papel muy
importante en la guerra y en el amor, no es comprender lo que podemos ser,
ni lo que debemos ser, ni lo que queremos ser. Es explicar lo que tendemos
a ser, que es muy diferente. No nos responde a la pregunta por la
felicidad humana como potencial, al ser humano como ángel en potencia, la
descripción del ser humano como animal por procedencia. Dijo Nietzche "el
hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre", interesado
por el superhombre. No por la bestia. No dejó de sospechar Nietzche que
aun somos más parecidos a la tierra de la que procedemos que al cielo al
que aspiramos y hasta fue un agudo observador de la anatomía del
hipócrita que es todo ciudadano civilizado. Ha sido genial que Freud,
Adler, Foucault, Hite, describan cómo actuamos en realidad, cuáles son
nuestras más básicas motivaciones. Pero ha sido muy injusto que lo que
podemos llegar a ser, nuestras más elevadas posibilidades, no interesen
tanto. Hay una psicología evolutiva no solamente en el área del estudio de
la evolución de las habilidades cognitivas. No somos un ser cada vez más
complejo y evolutivo solamente a la luz de Piaget. Tenemos otras lineas de
inteligencia que también evolucionan: la moral (Kohlberg), la lingüística,
la estética. Jung, Reich, Lowen, Pierrakos, Claudio Naranjo son menos
estudiados en las academias ortodoxas no porque se haya descubierto menos
el excelente ser humano que podemos ser, sino porque es más fácil
definirse por el pasado evolutivo que hemos tenido, que por el futuro
evolutivo que tendremos. Vende más y de paso facilita las cosas, porque
nos permite justificar que aun seamos tan primitivos en nuestras
relaciones interpersonales, socioeconómicas y políticas.




NUEVE

Para quitarse de encima esa pregunta incómoda de la filosofía por
el sentido del ser, se apresuran muchos científicos a afirmar que no tiene
sentido lo que es. ¿Como saben que no, si es tan metafísico e
indemostrable lo uno como lo otro? Si afirmar que el ser tiene sentido es
tan a-científico como afirmar que no lo tiene, entonces los científicos
deberían callarse, mientras jueguen ese rol, respecto a estar a favor o
en contra de una búsqueda de sentido por una via diferente a la que ofrece
la ciencia. Por supuesto, jugando el rol de seres humanos comunes, que
existen y necesitan darle a sus vidas un sentido, ya pueden desistir o no
de la idea de buscar o no, presuponer o no, un sentido general que pueda
tener la realidad, las realidades complejas a las que llamamos existencia.

Pero como las ciencias sociales subjetivizaron el sentido, es
decir, afirmaron todas ellas que el propósito de la vida es arbitrario y
relativo a las culturas, épocas, gustos, costumbres y preferencias de cada
comunidad y década individuo, entonces, y por esta vía paradójica, murió
en la cultura mundial la validez de la pregunta por el sentido,
nuevamente. La relativización absoluta del sentido es la desaparición
misma de la pregunta por una teleología genera dela existencia humana.
"Cada loco con su tema" es un lema salomónico. La sociedad ideal renuncia
a cualquier jerarquización del valor, y a "civilización del espectáculo",
como la llama Vargas Llosa, se abre paso. El rap pasa a estar al mismo
nivel de la ópera, el best seller a la obra literaria estéticamente
sofisticada. Y no es que la democratización de la cultura sea objetable,
sino que cierta prohibición al discernimiento se vuelve tiránica. Se
vuelve políticamente incorrecto establecer diferencias, elaborar críticas,
ver ventajas y desventajas en todos los órdenes. Cualquier modelo de
familia pasa por equivalente a cualquier otro, cualquier expresión
cultural se toma por igual en valor a cualquier otra, lo culto y lo
popular se entremezclan hasta producir una fusión indiferenciada. Siempre
y cuando la sociedad ofrezca de todo en su estantería de opciones, ya por
eso se considera suficientemente avanzada. Y la tolerancia universal se
convierte en el único criterio de evaluación del nivel de progreso
alcanzado. La postmodernidad, convertida así en modus vivendi, se vuelve
nihilismo en la práctica. Todo da lo mismo.

Pero ¿Da todo lo mismo? No pensaban así las sociedades que tenían
sistemas de valores jerarquizados, generalmente sociedades que también
funcionaban con clases sociales estratificadas, piramidales. Por supuesto,
no se trata de que en occidente las añoremos, ya que no protegían el
principio de equidad en las oportunidades de ascenso social y de
enriquecimiento de los individuos. La democratización del derecho al éxito
de todos los individuos es un aporte burgués. Pero el aplanamiento de
todos los valores a un mismo nivel es un precio muy alto, si todavía se
quiere que haya alguna idea de lo que pueda ser una humanidad en
evolución, si todavía se aspirara a alguna Paideia. Los sistemas
educativos carecen de ideales rectores porque ha dejado de ser claro qué
mas pueda pedirse de un ser humano en proceso de mejoramiento, fuera de
esperar que ejecute bien un trabajo dentro de un perfil profesional
definido por la oferta y la demanda laboral.

No daba todo lo mismo para la Europa moderna que creía en una
pirámide axiológica. El sentido del honor todavía prevalecía como ideal
moral en la Inglaterra victoriana. Podemos reírnos de las definiciones del
valor moral entre los aristócratas del siglo XVIII, pero también en cierto
sentido envidiamos la estabilidad que le otorgaba a la vida el ideal
caballeresco (¿Algo de esa nostalgia indica el éxito de la serie "Downtown
Abbey?). Los valores estéticos, espirituales, comerciales, tecnológicos e
interpersonales no estaban al mismo nivel para la sociedad sureña de los
Estados Unidos (antes de la guerra civil), menos inclinada al
enriquecimiento a como diera lugar que la norteña. La cosmovisión
religiosa hinduista sostenía los criterios de ordenamiento del sistema de
castas, contra el ideal contemporáneo de la equidad de oportunidades y de
la igualdad moral y política entre sujetos sociales, pero proponía también
un ordenamiento, por lo alto y por lo bajo, de las pasiones, motivaciones,
metas, virtudes y defectos morales de un ser humano, propendiendo por su
perfeccionamiento (simbolizado en el místico iluminado). La ética de
Confucio en China, la estética del Zen en el Japón señorial, ponían ante
el educador modelos ejemplarizantes que guiaban la formación del
estudiante y del individuo, de acuerdo con sus funciones sociales. Se
discernía lo peor de lo mejor, lo bueno de lo malo. Eso ahora parece
imposible. ¿Qué criterio nos queda en el siglo XXI para lograr diferenciar
lo ideal de lo fáctico? ¿Solamente tenemos el criterio de que un acto es
bueno si no interfiere con la convivencia armónica y pluralista, porque
cualquier cosmovisión, cualquier cultura o subcultura, da lo mismo?

Para evitar el abuso del poder, el fanatismo y el fundamentalismo,
Europa estableció los ideales de la revolución francesa como principios
generales de toda sociedad culta. La sombra detestada era la Iglesia
Católica y la Monarquía. No se quería más de eso. La ciencia tomó las
banderas de la libertad, como si no se pudiera pensar libremente sino
renunciando a la búsqueda de sentido, como si solamente la descripción
aséptica de las leyes de la naturaleza fuera a bastarnos para orientar
nuestra existencia. No ha sido así. No somos sociedades orientadas sino
caóticas, a menos que tomemos el consumismo como orientación axiológica.
Pero el consumismo no hace ni más feliz ni mejor al ser humano. Que
vivamos en un mundo más abierto a la diversión no significa que la
diversión nos esté volviendo más felices. Mas bien podemos sospechar lo
contrario: que porque somos más infelices y alienados, buscamos con más
desesperación la cultura de entretenimiento, cuando no la de la droga. Ni
la vida urbana, ni la dedicación casi exclusiva del tiempo de vida del
ciudadano al mundo laboral, ni la sensación de estar separado de sus
necesidades emocionales, estéticas y espirituales vitales, ni el
alejamiento de la naturaleza, permiten que se vean caras felices en las
calles, los metros y los edificios de oficinas de las megaciudades
actuales. Sin embargo, largas horas de trabajo, quince días de vacaciones
anuales y relaciones interpersonales virtuales son el estilo de vida que
se logró para la mayoría, cuando el destino no es la miseria y el
subempleo. Suponiendo que esto trajo por lo menos la libertad y el
pluralismo, hay que preguntar si se logró de verdad que cada quien pensara
como quisiera y tuviera la vida que se propusiera, sin un poder
dictatorial detrás vigilando y controlando.

Pero los métodos de vigilancia simplemente se sofisticaron. Pasaron
de la inquisición, a la investigación del cibermercado. La amenaza por no
sometimiento al amo ya no es el azote, sino los cinturones de miseria.
Pero es igual de efectiva o más. De modo que ni hemos encontrado la
libertad decapitando monarcas, ni consumiendo Coca Cola; ni reprimiendo
nuestros impulsos sexuales para aparentar decencia victoriana que luego
dejamos a un lado en los prostíbulos de Londres, ni consumiendo
pornografía y practicando nudismo en las playas del post franquismo
español; ni declarando la libre opinión, ni prohibiéndola tras la cortina
de hierro. Y tampoco parece nada inteligente pasar de nuevo al otro
extremo, que hoy en día simboliza el fundamentalismo de las extremas
derechas musulmanas, o de las religiones que sean. No se revitaliza el
sistema de valores de una sociedad pluralista, echando a perder lo ganado
con la rigidez dogmática, el dualismo maniqueo y la metafísica paranoica
de un Dios que castigará a Nueva York por haberse convertido en la nueva
Sodoma.













DIEZ




Dejémoslo claro: no es deseable ni estamos proponiendo un retorno a
las estructuras socioeconómicas piramidales. Ni el sistema de casas, ni
los modelos feudales o monárquicos son preferibles a la sociedad
postmoderna. Nuestra postura no es romántica ni revisionista ni bucólica.
Las sociedades pluralistas ofrecen movilidad en el estatus y flexibilidad
en lo moral: eso es admirable y no hay mayor peligro que la pérdida de ese
tipo de libertades. Pero de lo que si estamos hablando es de diagnosticar
y prevenir a tiempo el achatamiento, la pérdida de la riqueza axiológica,
que es como la biodiversidad. El monopolio del sentido a manos de la
sociedad de consumo, de la lógica de maximizar el provecho y la
explotación, pone en peligro de extinción las cosmovisiones minoritarias y
su riqueza que no es otra que la de las otras ontologías, las ontologías
de lo posible, matrices de otras utopías que pudieran compensar el
nihilismo que nos agobia.

Las contraculturas actuales lo saben de forma más o menos
consciente. Lo hayan racionalizado o no, se hayan degradado o no como
grupos sectarios, tengan o no la apariencia de comunidades reaccionarias,
excéntricas, anarquistas, hay que reconocer que son la versión
contemporánea en el siglo XXI del "El Malestar en la Cultura". Presienten
que "algo" se pierde. Desean conservarlo. Ya sea que lo intenten recuperar
mediante lo que llaman "retorno a la naturaleza" a nombre de algún nuevo
tipo de comunitarismo, o con las pancartas del fin del mundo, de la
profecía Maya, del fin de los tiempos, del apocalipsis de San Juan, del
credo mormón ; ya sea que del otro lado hagan escándalo con las banderas
del poliamor, de las nuevas sexualidades, de las sicodelias del éxtasis
del purismo ecologista; lo que simbolizan todas estas tendencias
contestatarias cualquiera que sea su apariencia es el miedo al
aplanamiento Y la disolución de la dimensión de lo profundo lo
trascendente, lo vertical. Ya se trate de la protesta contra la guerra de
Vietnam, de las causas de "Greenpeace", de las protestas públicas
exigiendo el acatamiento de la convención del cambio climático realizada
en diciembre de 2015, o del anti armamentismo nuclear, o de la pelea
contra la privatización del material biológico de parte de empresas como
Monsanto, lo que hay en juego no es sólo lo que cada causa teme que ocurra
y quiera lograr. El riesgo que todos temen es el mismo: que un solo poder,
un solo saber, una sola forma de producir verdad acapare el terreno de lo
públicamente respetable hasta asfixiar a las otras. Porque una cultura
mundial uniformada sería el reino del hastío, del totalitarismo anunciado;
la supresión misma de lo esencialmente humano, que no es la robotización
de la conducta sino su permanente recreación, que no sintoniza con los
centros urbanos convertidos en hormigueros productivos, sino con la
construcción de complejos habitacionales mejor integrados a la naturaleza,
más ecosostenibles y ojalá menos densos demográficamente.

Es que básicamente hay dos opciones: un mundo semánticamente
horizontalizado, en el que todo da lo mismo, probablemente copiado el
modelo norteamericano, o cantonés-hablante, pero en todo caso obsesionado
por la transformación de los recursos energéticos en más y mejores
tecnologías del confort; y un planeta capaz de mirar hacia arriba y hacia
abajo, capaz de profundidad y altura; ya no sólo dirigido hacia el vector
horizontal de la reproducción de la especie y el uso de la naturaleza. La
supervivencia y las mejoras en salud y longevidad, en vivienda,
alimentación y educación para el empleo; la diversificación de los
placeres, la sofisticación de la cibernética y de la informática no lo son
todo. Pero ya afirmar esto es una especie de herejía para la cultura del
mundo chato. ¿Y qué otros ingredientes pueden acaso ser útiles para
completar la fórmula de la felicidad humana?

En una sociedad centrada sobre el bienestar, todo se mide por
criterios asociados al nivel de satisfacción de las necesidades
primordiales del ser humano. La gran desconocida, sin embargo, es la
principal y la más abstracta: la necesidad de orientación existencial. No
hemos nacido para vivir, como los animales y las plantas. Hemos nacido
para averiguar para qué vale la pena –o mejor, para qué vale el gozo-
vivir. Somos un ser que se sorprende de existir, se pregunta qué sentido
tiene, lo descubre, lo mejora, lo imagina, lo duda, lo asegura y en
cualquier caso no puede evitar hacer algo respecto a su propio destino.
Existe esta inclinación en cada individuo y si éste la escucha, puede
hacer de su vida algo significativo ( Si no la escucha, por supuesto,
también es libre de vivir como la mayoría, como el rebaño). Pero también
resulta un lucrativo negocio que la sociedad provea distracciones
constantes para que la confrontación con lo que más tememos nunca ocurra.
La inminencia de la muerte no puede formar parte de la cultura de la
entretención. La superioridad de los gozos morales no debe recalcarse en
una cultura centrada en las insignificancias del consumo. Hablar de la
vida propia como una donación amorosa no forma parte del discurso
publicitario, excepto si ayuda a que el receptor identifique la compra de
cierta marca de pañales con el ejercicio de una maternidad feliz. El
tiempo para las tertulias ha desaparecido como escena cotidiana de los
cafés. Ahora los cibercafés ofrecen tabletas para conectarse a Google en
vez de poner atención a las solicitudes de consejos de los amigos. Amores
líquidos, parejas líquidas, ética de la liquidez: la desaparición de la
constancia en las relaciones ha vuelto obsoleta la construcción de la
intimidad, ha puesto lo variado por encima de lo profundo, ha posicionado
como imperativo que cada quien piense, sobre todo, en sí mismo. Y no era
preferible el otro extremo, el del mandato cristiano a despreciarse cada
quien a sí mismo en sacrificio por los demás – la verdadera autoestima es
un equilibrio entre ambos polos. El individuo-objeto, objeto y sujeto
ahora, exclusivamente, de prácticas e interrelaciones interesadas, ha
olvidado también relacionarse desinteresadamente. Ahora se auto representa
como una cosa útil para un jefe, o para una pareja, pero permite que se
deshagan de él con la misma actitud con la que se deshace de quienes ya no
le sirven, de quienes ya no le funcionan. Los viejos, los enfermos, los
retrasados mentales, ya no necesitan estar en la mira de los conspiradores
que a comienzos del siglo XX promovían la eugenesia, la eutanasia y la
infertilidad forzada de los menos capaces. Ahora hay formas más sutiles
del desprecio por los inútiles, porque todos están de acuerdo en ser
puestos a un lado por el sistema: simplemente aceptan que la vida es
cruel. El Darwinismo social impera. La ley les dice: entreguen su casa
primero hipotecada y luego secuestrada por el sistema financiero cuando la
burbuja inmobiliaria estalle. Se autoexilan los empleados de las empresas
cuando se vuelven "viejos", porque ya no son no "jóvenes" -tienen menos de
30 años- para poder competir en las entrevistas de trabajo. Juventud-
cracia. La movilidad laboral y la contratación por servicios sin garantía
de estabilidad le quita en las megaurbes a los individuos la vida hogareña
y afectiva que antes era posible. Y las relaciones se fracturan por la
distancia, o se convierten en intercambios de información visual y escrita
-mediante redes sociales y lazos virtuales, de una ciudad a otra.
Contemplarse en los ojos del otro se ha vuelto una situación excepcional.




























ONCE




¿Cómo entonces reavivar, volver vigentes, las dimensiones de los
vertical? Analistas de la decadencia cultural norteamericana como Morris
Berman, no ven posible una recuperación axiológica masiva, sino una nueva
edad media en la escena de los próximos 100 años –tal vez antes. La
MacDonalización de la aldea global, según Berman, es inevitable. Pero así
como los monjes de los países bajos pudieron conservar durante la edad
media los textos clásicos de la cultura grecorromana -para que otros los
sacaran a la luz en la Venecia del renacimiento y floreciera un nuevo
humanismo-, asimismo Berman piensa que, tras unos siglos de decadencia
cultural global, grupos minoritarios transmitirán la axiología de lo
vertical generación tras generación, posiblemente aislándose de las
tendencias mundiales totalitarias, como los cristianos se protegieron en
catatumbas antes de ser rescatados por Constantino. La modernidad aun
aspiraba a lo vertical, baste con pensar en el efecto de la música y el
arte clásicos: aspirar a la trascendencia. No ahora , sino entonces,
cuando el analfabetismo mediático termine, esos grupos excepcionales serán
escuchados, en algún futuro, cuando, o las hambrunas, o la finalización de
la civilización basada en recursos energéticos no renovables, o el sentido
repudio por una vida deshumanizada, o quién sabe cuáles otros factores
hayan obligado a pagar, a la fuerza y a punta de golpes traumáticos en la
historia, a reconsiderar si la cosmovisión cientificista, tecnocrática y
consumista era en realidad la única y la mejor cosmovisión posible.

Hay pocas contraculturas verdaderamente profundas hoy en día. La
mayor parte de ellas son asimiladas por el sistema mismo en el que surgen.
Los caminos espirituales son rápidamente convertidos, por sus mismos
exponentes, en talleres, libros y modas de autoayuda que aunque
preferibles a las entregues a las entretenciones masivas (deportes
violentos, diversión televisada de guerras en el medio oriente
transmitidas en vivo, reality shows de la miseria en África deglutidos
frente a la pantalla con Coca-Cola y crispetas) ; pasan sin embargo a
formar parte de nuevos modelos de negocios multimillonarios. Negocio se
vuelve el yoga y todos sus nuevas marcas registradas, que reflejan
millones de dólares en las contabilidades norteamericanas. Negocio ojalá
no el budismo (menos tergiversado, por lo menos no ha evolucionado como
una nueva modalidad del fitness, pero corre riesgo de no saberse adaptar a
occidente sin dejar de aportarle algún atisbo de la vida interior a sus
practicantes). Negocio el de la cábala, más ampliamente conocida desde que
alguna cantante famosa le hizo propaganda en Hollywood. Y un amplio
abanico de movimientos contraculturales tendría que analizarse con genuino
interés de explorar sus beneficios así como de identificar sus vicios: el
de la meditación, la programación neuro lingüística, la dianética, la
cienciología.

Artes, terapias, posturas frente a la vida surgen todas las
semanas, reciclando o no axiologías contestatarias. Tribus urbanas emiten
su voz de protesta. Es un largo etcétera de ciencias, anticiencias, pseudo
ciencias, pero también de disciplinas qué habría que analizar
individualmente antes de tomar partido a favor o en contra, y no sólo con
el criterio de que la ciencia les de o no su bendición positivista; sino
con la pregunta en mente de si se encaminan o no hacia un horizonte
humanista y liberador. Surgen también por la desesperación que algunos
sienten respecto de la vida líquida y de la superficialidad generalizada,
de la que es tan difícil escapar. El teleguruismo, la evangelización por
televisión, la venta de milagros, hacen su agosto en un mundo mediático en
el que Oprah es tomada como una estrella intelectual y un ejemplo de
sabiduría, en el que los verdaderos críticos ni tienen voz pública ni
siempre saben o pueden ser pedagógicamente eficientes, -pero saben que sus
editores y agentes, si los tuviesen, les darían la espalda apenas
comenzaran a hablar en serio y en el instante mismo en el que algún sector
de la población comenzara a escucharlos.

La pregunta por el sentido del ser, la opción de llevar una
existencia auténtica, la búsqueda espiritual, la vida intelectualmente
crítica, el ejercicio de la inteligencia emocional, la evolución del
corazón y la maduración de la empatía, la compasión, el amor y la devoción
por lo sagrado; ha sido sin embargo y desde hace dos o tres milenios lo
que ha ido aportando al caudal de los lentos procesos del mejoramiento de
la naturaleza humana.

Guardemos la esperanza de que, vista a gran escala, la humanidad
sea mejor ahora que antes. Hay avances significativos. La misma
sofisticación de la barbarie ya es un buen signo. Con la historia las
cosas han mejorado: pensemos así para no desfallecer. Ciertamente vivimos
con más comodidades, lujos y artilugios tecnológicos que en la edad media.
Controlamos más enfermedades y plagas. Hemos incluido en el rango de los
iguales ya no solamente a los aristócratas hombres, como en la Grecia
antigua, sino a las mujeres, los niños, todas las razas y todas las
condiciones sexuales e identidades Producimos alimentos, construimos
viviendas y elaboramos ropa de manera más eficiente. Nos comunicamos ya
casi a la velocidad de la luz. Tenemos autopistas de información
ultrarápida que ha democratizado el saber. La esclavitud no se acepta como
práctica –se persigue legalmente la trata de personas-, los derechos
humanos se han generalizado como ideal civilizado, la voluntad de tomar
medidas para el cambio climático parece más vigorosa, el horror de los
genocidios nos recuerda permanentemente lo que no queremos que se repita,
la difusión del estilo de vida lento se toma cada vez más ciudades
pequeñas en Europa y en otros continentes. Mucho de la investigación
científica se aplica con buena intención a la solución de necesidades. La
ingenuidad romántica de las generaciones sesenteras del siglo XX le ha
enseñado, ojalá, a los adolescentes, que hay que busca formas mejores de
poner en tela de juicio el sistema de valores heredado. a mi igual: ya no
se ven tan panfletarias las rebeldías adolescencias. Quizás juegan a estar
en el sistema para combatirlo con sus propias armas.

La revolución sexual y la experimentación psicotrópica, la
incorporación de cosmovisiones indígenas y orientales, la afiliación -en
el tercer mundo- a las ideologías y las guerrillas de izquierda, el
populismo mesiánico y todos los fenómenos emparentados con estos que hemos
vivido desde la segunda década del siglo XXI hacia atrás, todo esto, lo
positivo y lo negativo entremezclado, ojalá sirva para que el ser humano
logre extraer el jugo de lo mejor de sí mismo. Quizás así negociarán el
consumismo como ideología alienante y el neocapitalismo como modelo
económico para que surjan modelos éticos de consumo. Quizás así logremos
recuperar la tranquilidad de la vida rural y del ritmo de vida medieval,
para conciliar la necesidad de tener un sistema de producción industrial
satisfactorio para la población con un sistema de vida digno.








































DOCE

Ojalá el cientificismo –que no la verdadera ciencia- reconozca que
se confabula con la cosmovisión que surgió de la era industrial para hacer
girar todo alrededor del dios dinero. Son concomitantes, -no causas
lineales los unos de los otros-, la axiología patriarcal, el racionalismo,
el cientificismo, la depredación antiecológica de los recursos
planetarios, el cartesianismo, el cambio climático, la industrialización,
el descubrimiento y uso de las energías no renovables y contaminantes, el
eurocentrismo, la ideología colonialista, el narcicismo cultural
occidental, la occidentalización del mundo, la explosión demográfica, la
existencia de la sociedad de mercado con sus leyes, el monopolio del
capital, la venta de la autonomía de las naciones a manos de la banca
internacional y la reserva federal norteamericana. Concomitantes no
significa que alguien deliberadamente hizo que ocurriera todo eso para
quedarse con el control del mundo, pero sí que son sistemas que se apoyan
mutuamente. Esa red de sucesos es a la vez una cosmovisión y una expresión
histórica de una cosmovisión que tiene complejos orígenes en la evolución
de la cultura y del ser humano. No jugó oriente el papel de fuerza motriz
de esos proceso, aunque ahora los apoye, imite y admire inclusive. No es
la orientalización del mundo ya, ni posible, ni deseable. Ni la
indigenización. Ni la feminización de la cultura. Pero jugarán un rol
importante como valores alternativos si es que decidimos y logramos una
sociedad mundial menos enferma en algún futuro.

Ojalá cada vez nos sintamos menos seguros de no ser de los
principales responsables, con nuestra cosmovisión esquizoide, del
deterioro de la calidad de vida de los pueblos. China, india y otras
potencias entrarán a protagonizar, ojalá sin olvidar sus cosmovisiones
tradicionales, la ética de los negocios y la planificación del futuro
industrial laboral del mundo. La ciencia, ojalá, intentará no ser la
fuente de una única cosmovisión aprobable, confesando ser incapaz de
aportar otra filosofía de vida en la del agnosticismo, materia prima del
mundo chato. Y el individuo podrá buscar otras fuentes de sentido, no
esperando que la información científica descriptiva, valiosísima pero
neutra, objetivo pero fría, útil pero espiritualmente hueca; sobre las
leyes de la naturaleza, pretenda ser el origen de la filosofía. Para eso
es que la filosofía ha nacido: para construir sentido, descubrir sentido,
imaginar sentido. El mito y su valor psicológico para el hombre y la mujer
contemporáneos, el inconsciente colectivo y sus riquezas psíquicas
-revelado por Jung-, el potencial transpersonal del ser humano, las
terapias neohumanistas y transpersonales de sanación emocional, los
caminos espirituales, convivirán -sin intentar salirse de su cauce-, con
los adelantos científicos y tecnológicos. El pasado convivirá con el
futuro, oriente con occidente, la intuición con la razón. Los valores del
mundo interior, que los filosofías espirituales y las metafísicas
trascendentalistas del pasado han defendido, tendrán que integrarse a las
sorpresas que el futuro podrá aportar. No sabemos exactamente cómo será
eso: cinco siglos de racionalidad moderna originada en occidente, tendrá
que unirse en matrimonio a milenios de sabiduría parcial producida en las
principales culturas de los cinco continentes. La ciencia, la ética, la
filosofía, la mística, la metafísica, la estética de un mundo nuevo, serán
mayor o menormente capaces de aportarles un horizonte de sentido
significativo a nuestros descendientes, dependiendo del nivel de diálogo y
enriquecimiento mutuo que logre obtener, en una nueva tierra ojalá
flexible, ojalá representativa del ser multidimensional que somos. Y sólo
así será posible el retorno al ser, al que nos invitó alguna vez el
filósofo Martin Heidegger. Neruda cantó ese mundo, que quizás brotará con
más fuerza en centro y Sur américa. García Márquez lo describió como un
mundo encantado, Morris Berman lo anheló con esperanza como un mundo
reencantado, Holderlin como una resurrección del alma. Será una magia
epidémica entre latinoamericanos, como soñ a fondo: futuro necesita en
losiente podre una crisis geste allurrecciramos una sociedad mundial menos
enferma en alglizaciisteó alguna vez José Vasconcelos, para una raza
cósmica, mestiza, optimista y muy tierna. Probablemente no ocurrirá en
suelo europeo, infestado de pesimismo y relativismo, ojalá no invadido de
fundamentalismo islámico dentro de muy poco. No brotará del pragmatismo
norteamericano, a menos que una crisis geste allí un verdadero cambio
cultural. ¿Quizás África o Australia serán cunas de una nueva tierra?
¿Oriente podrá volver a sus raíces? ¿Se dará entre gentes de países con
menos peso histórico?

Sin duda el predominio del racionalismo europeo y el éxito de su
operacionalización más exitosa, las ciencia empírico analíticas y la
tecnoindustria del consumo, han sido pasos adelante respecto al
conocimiento objetivo del entorno y su uso provechoso. Pero el gesto
despectivo por las aproximaciones no científicas, ha sido una tradición
poco humilde de la ciencia hacia saberes y realidades que se niegan a
morir como reliquias. Lo pre racional no es irracional. Jung lo estudió a
fondo: nuestro mejor futuro es posible sólo si recogemos nuestro sustrato
inconciente de sabiduría intuitiva. No se trata de volver ni al animismo
ni al pensamiento mágico, sino de nutrir de ellos nuestra relación con el
mundo. El racionalismo es la locura esquizoide de un ser que quiere pero
al que no le conviene dejar de ser también una criatura espiritual. No es
nuestro destino ser solamente cerebros porque somos corazones. Hay mucho
de lo que el futuro necesita en lo pre-racional, lo que está por debajo de
la razón. Como hay mucho de la felicidad que el adulto necesita, en el
niño que ha dejado de ser pero sigue siendo. De la recuperación de la
niñez, una vez cumplida la vida adulta, depende la sabiduría.

La magia, quizás absurda, del niño; se transforma en poesía cuando
el adulto recuerda su propio origen en la infancia. Todo poeta es un poco
niño, todo sabio es un poco poeta, todos ellos tienen algo de locos y de
místicos. Hay algo que vive en la lúdica pre racional, que sirve para
lograr el atisbo de lo que habiéndose perdido en el mundo contemporáneo,
le hará falta a nuestros hijos, nietos y bisnietos: el sabor de los lo que
está por encima de la razón, la intuición de lo sagrado, la comprensión de
nuestra pertenencia al todo. Y, a lo que siempre apuntaron los que en la
periferia fueron llamados filósofos artistas poetas y místicos.

Lo que nos falta es sabiduría. Y la sabiduría involucra todas
nuestras inteligencias, no solamente la cognitiva. La inteligencia,-
definida por Howard Gardner, -ganador del Premio Príncipe de Asturias
como «Un potencial biopsicológico para procesar información que se puede
activar en un marco cultural para resolver problemas o crear productos que
tienen valor para una o más culturas», tiene ocho o más vertientes. La
cosmovisión científica es el elogiable producto del desarrollo de
solamente algunas de esas facultades humanas.

Hay que ver lo que será una humanidad educada en esos ocho
sentidos, potenciada para hacer algo mejor de esta criatura que vemos en
los centros comerciales. Los ocho tipos de inteligencia ( lingüístico-
verbal, lógico matemática, espacial, musical, corporal-cinestésica,
intrapersonal, interpersonal y naturalista) nos mostrarán lo que podemos
ser. La educación tradicional, tan definida por el auge de las ciencias en
el siglo XVIII y XIX y XX, obviamente no reconocía más que las primeras
dos o tres.

Pero los niños que educaremos en el futuro nos demostrarán cuando
adultos que los problemas que tuvimos en el siglo XX fueron el natural
resultado de no habernos aplicado a la felicidad colectiva con todas las
herramientas que podíamos haber usado. Aunque faltaría agregar otras
líneas de desarrollo –la ética, la estético poética, la existencial
(relacionada con sentido de vida) y la espiritual (que no debe confundirse
con el pensamiento religioso) queda clara una conclusión que le quiero
legar a mis amigos: el panorama se abre para nuestros descendientes y la
relación que aprendan a tener con el conocimiento y con el entorno natural
y social. No hay un solo mundo, el de la cosmovisión plana. No hay una
realidad, hay muchas. Ontologías diversas, inteligencias diversas para
conocer múltiples mundos. Epistemologías aceptables serán no solamente las
de las ciencias, sino también las de las intuiciones, las de los momentos
contemplativos, las de los encuentros amorosos. Bergson compartirá con
Popper la silla de lo real y de lo posible. El universo tiene profundidad
y altura. El siglo XXI no será de mentalidad estrecha.

Ojalá.
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