Nuestra incomprensión de la política
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Viernes, 26 de junio de 2015
Nuestra incomprensión de la política Héctor Ghiretti - Profesor de Filosofía Política y Social Hemos aprendido a pensar la política gracias a los griegos del s. IV aC. No es que antes no existiera pero sólo recién a partir de ellos pudimos comprenderla profundamente y explicarla. Esos griegos fueron, asimismo, los fundadores de la filosofía. Fue Platón, tratando de definir las características de una república ideal, y Aristóteles, comparando las diferentes Constituciones políticas para saber cuál era la mejor, quienes dieron una impronta fuertemente intelectualista a nuestra forma de entender la política. Muchos siglos después, durante el Siglo de las Luces del cual somos descendientes más o menos vergonzantes, se terminó por dar a la ciencia política un carácter fuertemente racionalista. La estructura mental a partir de la cual generalmente entendemos la política podría explicarse así: formulación de una idea o proyecto -búsqueda de medios para llevarlos a cabo- acción o puesta en obra. Pensamos que en política la centralidad absoluta la tienen las ideas, los proyectos o, como se dice con un término controversial pero que sirve para entendernos, la ideología. El criterio ideológico, el de los proyectos, el plan de gobierno, los principios teóricos y las convicciones parecen ser los discriminadores principales al momento de juzgar a un dirigente, acción u organización política. En este sentido, los periodistas siguen en lo esencial los juicios y las valoraciones de los teóricos: de hecho son un tipo especial de intelectuales. Son ellos, en definitiva, quienes configuran la percepción de la política que predomina en la ciudadanía medianamente informada e ilustrada. Nunca resulta superfluo recordar, con Antonio-Carlos Pereira Menaut, que analizar, comprender o explicar la política no es lo mismo que practicarla: dos habilidades diferentes que rara vez se combinan en una misma persona. Es muy común escuchar reclamos por la “baja calidad del debate político”, porque no se discuten ideas, proyectos o ideologías. Incluso hay una ONG que tiene por objetivo excluyente promover los debates públicos entre los candidatos. En esta línea, recientemente Cristina pidió conocer qué hará su sucesor con el Estado (como si ella nos lo hubiera explicado antes de ganar las elecciones).
Durante un tiempo Beatriz Sarlo se entretuvo teorizando sobre representantes locales del qualunquismo (aplicación errónea de un término italiano que sirve para referirse a la indiferencia general hacia la política: ella aludía a partidos y dirigentes que no tienen convicciones ni ideología propia) para después caer en la cuenta de que “qualunquista” es la práctica totalidad de la dirigencia política. Tan negativos juicios se trasladan al febril transfuguismo de muchos dirigentes de un frente o alianza a otro, en una desesperada carrera por jugar con los ganadores. Estos cambios de bando se realizan de forma directa, sin renuncias ideológicas ni pronunciamientos programáticos, sin siquiera sentirse obligados ante la ciudadanía o ante sus viejos/nuevos líderes a explicar su decisión.
Lo cierto es que las ideologías y los programas son sólo una parte de la práctica política. Porque ¿en qué quedan los proyectos y las ideas si resulta imposible o poco probable hacerse con los medios para llevarlos a cabo? No hay político auténtico sin voluntad de poder. En este sentido, son un buen ejemplo los partidos de izquierda: la incapacidad para llegar a ser gobierno les permite entregarse a todo tipo de elucubraciones imaginativas y fantasías ideológicas. Los intelectuales críticos harían bien en dejarse de tanta impugnación racionalista de la política y adherir a esos partidos de propuestas tan coherentes y tan bien construidas. Las habilidades de un político o de un grupo dirigente tienen que ver con un sinfín de aspectos que no admiten una formulación racional prescriptiva: liderazgo, trabajo en equipo, dotes de persuasión y habilidades para hacer previsiones acertadas, buena imagen, aptitudes para soportar la presión psicológica y moral que supone el ejercicio del poder, capacidad para operar en circunstancias cambiantes o imprevistas y para aprovechar las coyunturas. La lista no es exhaustiva. ¿Dónde reside, entonces, la verdad política? Ortega y Gasset explicaba: “Una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta, sin contradicciones; pero los actos que inspira son confusos, imposibles, contradictorios. La política, en cambio, es clara en lo que hace, en lo que logra, y es contradictoria cuando se la define”. (Mirabeau o el político, 1927) Existen, por tanto, muchos factores -no necesariamente negativos- que permiten explicar la ausencia de un debate programático o de ideas y también la trasposición frecuente de las fronteras entre formaciones políticas. Uno de ellos, de índole coyuntural, resulta particularmente relevante: y es que parece existir en la dirigencia política un consenso tácito pero muy generalizado en torno de los lineamientos principales sobre los que debe transitar un futuro gobierno. Quienes reclaman indignados una democracia de los programas no advierten que es precisamente la democracia el régimen político más sensible a las variaciones y procesos que se verifican en el ámbito de la cultura. Una democracia de los programas, de la retórica, la pluma y los manifiestos resulta una completa obsolescencia en una cultura audiovisual, en la que impera la realidad virtual, la interactividad, la brevedad e inmediatez del mensaje. Es un ideal de los tiempos de la imprenta y los debates parlamentarios. El elitismo excluyente que subyace a estos planteamientos convierte en sospechosas las convicciones democráticas que dice defender. En un contexto de competencia democrática existen buenas razones estratégicas para evitar el debate, la confrontación de ideas y programas. Quienes usualmente lo reclaman no tienen otros recursos para captar la preferencia de los electores: es el plan de los desesperados. Los otros, quienes tienen otros medios además de las ideas, advierten que un programa demasiado detallado puede conspirar contra el virtual ejercicio del poder. Por otra parte, ideas originales o planes novedosos son siempre susceptibles de ser incorporados por los otros contendientes, perdiéndose así las supuestas ventajas comparativas que aportan. Finalmente, resulta imposible plantear el verdadero plan de gobierno cuando lo que se percibe como necesario es la aplicación de medidas impopulares. Es archiconocida la frase de Menem: “Si hubiera dicho lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Usualmente se la considera como ejemplo de cinismo, pero lo cierto es que el propio sistema de legitimación democrática lo demanda. En la situación de campaña electoral en la que estamos, ningún candidato se atreve a hablar de ajuste, aunque el ajuste ya empezó hace rato. Muchas veces lo necesario no coincide con lo deseable y nadie gana elecciones prometiendo sacrificios y sufrimiento. “No se pretenda excluir del político la teoría”, advertía con razón Ortega. Pero comprenderla en términos puramente intelectuales, teóricos, revela una cultura política inmadura, esquemática, infantil. Y si es cierto que nuestros
políticos no conceden a las ideas y los programas el lugar que les corresponde, no es menos grave la escasa comprensión de los hombres de pensamiento (académicos, científicos, comunicadores) sobre la naturaleza compleja de la política. La mayoría de estos vive en el reino de los tópicos y los lugares comunes.
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