Nacionalismo español e imaginario regional en la pintura del primer tercio del siglo XX

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Descripción

NACIONALISMO ESPAÑOL E IMAGINARIO REGIONAL EN LA PINTURA DEL PRIMER TERCIO DEL SIGLO XX SPANISH NACIONALISM AND REGIONAL IMAGINARY: PAINTING IN THE FIRST THIRD OF THE TWENTIETH CENTURY

ALBERTO CASTÁN CHOCARRO DEPARTAMENTO DE HISTORIA DEL ARTE UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA 609888210 [email protected]

RESUMEN Una aproximación cultural al estudio del regionalismo y el nacionalismo requiere tener muy en cuenta el imaginario articulado en torno a fenómenos como la pintura regionalista y su contribución en los procesos de afirmación identitaria. El nacionalismo español, a través del debate artístico, supo servirse de imágenes regionales para fortalecer su discurso: la unidad se expresaba a través de la diversidad. PALABRAS CLAVE Regionalismo, nacionalismo, pintura, identidad ABSTRACT A cultural approach to the study of regionalism and nationalism requires taking into account the imaginary organized around phenomena such regionalist painting, and its contribution to the processes of identity assertion. The Spanish nationalism, across the artistic debate, made use of regional images to strengthen his discourse: unity expressed through diversity. KEY WORDS Regionalism, nationalism, painting, identity

A partir de la década de 1890 el regionalismo se convirtió en una corriente de pensamiento de gran relevancia en toda Europa. Si el proceso de construcción de diferentes nacionalidades había marcado buena parte de la centuria, con el final de siglo se abría una nueva etapa en la que las interrogaciones en torno a las especificidades locales y regionales se convirtieron en motivo de debate no sólo para determinadas élites culturales –como ya había sucedido con anterioridad–, sino para sectores sociales mucho más amplios. Entre los intelectuales que analizaron la naturaleza del regionalismo cobró fuerza la idea de que la labor de poetas y artistas era el primer paso de cualquier proceso de afirmación indentitaria. Aludían, por tanto, a una fase de “preparación espiritual” necesaria para que la sociedad pudiera adentrarse después en reivindicaciones de carácter político, económico o administrativo. En el contexto español, así aparece recogido, por ejemplo, en el Manifiesto para la Solidaridad Gallega; publicación del grupo homónimo que trataba de aprovechar el impulso regionalista suscitado tras la aparición de Solidaritat Catalana en 1906 y su triunfo electoral del año siguiente1: Todo movimiento social, visible y palpable en hechos, procede de una preparación espiritual que inicia el poeta y el literato, que continúan el periodista y el pensador, que disponen a la vida el orador y el propagandista, y que por fin nace y crece en hecho vivo por obra de todos. Y ese proceso tiene esta ley: que lo que empezó por sentimiento, acaba por cálculo; lo que comenzó por literatura, termina por economía y finanzas... (Manifiesto…, 1907).

Por su parte, Jean Charles-Brun, principal representante del regionalismo francés, incluía en 1911 a poetas y artistas en el grupo de los “regionalistas conscientes”, señalando, además, que estos habían preparado el clima para el asentamiento del regionalismo en Francia: Los regionalistas de acción y de cátedra tienen el deber de confesar, no obstante las exageraciones y las mixtificaciones sobrado inocentes de algunos, que sin los poetas y los artistas, sin los más humildes tradicionalistas mismos, la doctrina regionalista no habría jamás logrado vulgarizarse ni hecho la mitad del camino recorrido ya,

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Del temprano interés que el regionalismo despertó en Galicia da buena prueba la publicación por parte de Alfredo Brañas de El regionalismo: estudio sociológico, histórico y literario en 1889. Brañas delimita los principios de la teoría regionalista, analiza el proceso histórico por el que surgió tanto en España como en el resto del mundo y termina analizando en profundidad el caso gallego.

gracias a aquéllos, para conquistar la opinión y la mentalidad del pueblo” (CHARLES-BRUN, 1918: 188-189).

El Volksgeist (espíritu del pueblo) exaltado por el romanticismo alemán entroncaba así con la idea de Heimat (patria local), mostrándose en consonancia con las ideas expresadas por el filósofo francés Hippolyte Taine, según el cual: “la obra de arte está determinada por el conjunto resultante del estado general del espíritu y las costumbres ambientes” (TAINE, 1960: 34). Así, cada región contaba con un alma propia, fruto de la interacción entre la tierra y sus gentes, de su evolución histórica y del desarrollo de unos modos de vida, costumbres y tradiciones que le eran propios; un alma que encontraba un ámbito privilegiado de expresión a través de la creación artística. Una línea de pensamiento que trajo consigo la aparición de un poderoso imaginario regional, articulado tanto desde el centro como desde la periferia, en una búsqueda constante de las esencias de cada pueblo. Una búsqueda que contaminó por completo el debate artístico y cultural del cambio de siglo y que se prolongó durante las décadas siguientes. Nacionalismo, regionalismo y referentes simbólicos Cabe preguntarse si la proliferación de las identidades regionales traía consigo un ataque unilateral contra las nacionalidades consolidadas. El enfoque clásico en el estudio del regionalismo, propio de las décadas de 1960 y 1970, partía de la oposición existente entre las ideas de nación y región, entendiendo la primera como una fuerza dominante frente a la que la segunda trataba de reivindicar su propia especificidad. Sin embargo, durante las últimas décadas se ha producido un cambio de enfoque, entendiendo que lo nacional, lo regional y lo local, no son fuerzas inexorablemente opuestas entre sí, sino que, tal y como han planteado autores como Alan Confino o Peter Haslinger, lo que se produce es una “combinación e interinfluencia mutua entre las identidades y tramas de significados nacionales y regionales” (HASLINGER, 2006: 92). De este modo cabe afirmar que “la identidad nacional no borró las identidades locales y regionales, sino que, por el contrario, las inventó, las reavivó e insufló nueva vida en ellas” (CONFINO, 2006: 22). Artistas y literatos, decíamos, jugaron un papel clave en ese proceso, activando las imágenes y relatos que, junto con el estudio de la historia, la geografía o el paisaje; la

recuperación de determinados estilos arquitectónicos; la celebración de festivales folclóricos, ferias y exposiciones; la recuperación/reformulación de tradiciones; así como una nueva consideración de diferentes expresiones de la cultura popular; contribuyeron a ilustrar y dotar de contenido las aspiraciones del regionalismo y el nacionalismo. De ahí la importancia de llevar a cabo una aproximación cultural al estudio de ambos fenómenos en la línea planteada por autores como Eric Storm o Ferrán Archilés. De acuerdo con la célebre definición de nación esgrimida por Benedict Anderson como una “comunidad política imaginada” (ANDERSON, 1993: 23) y de la nacionalidad y el nacionalismo como “artefactos culturales de clase particular” (ANDERSON, 1993: 21), y sin olvidar que esta es sólo una de las múltiples teorías esgrimidas durante las últimas décadas para el estudio del nacionalismo (SMITH, 2000), cabe interrogarse sobre los diferentes medios a través de los cuales esas comunidades se imaginaron a sí mismas, activando una serie de referentes simbólicos en los que se reconocían como tales. La diversidad de referentes y la confluencia en ellos de distintas dimensiones identitarias favorecía que los nacionalismos europeos recurrieran al argumento de la unidad en la diversidad; como así fue. La variedad de gentes, paisajes, costumbres, climas, e incluso razas, convertía a la nación en un ente superior, incluso respecto a otros estados vecinos (THIESSE, 2006). De acuerdo con Peter Haslinger cabe señalar que “una suma de regiones es más fácil de representar que un colectivo nacional imaginado”, disolviendo de este modo “los elementos contradictorios que pudieran existir” en el propio concepto de nación (HASLINGER, 2006: 89). En definitiva, que lo que se llevaba a cabo era la escenificación de un “teatro de la diferencia”, en el que tuvieran cabida todas las peculiaridades sociales y culturales para referirse, de ese modo, a una unidad superior que buscaba reafirmarse. Ahora bien, tampoco las regiones son entes naturales, prefijados sino que estas debían, a su vez, ser “imaginadas”. Un proceso que también estaba sujeto a debate: comunidades con una importante tradición histórica, podían ser cuestionadas. Ocurrió en España, por ejemplo, tras la entrada en vigor en diciembre de 1913 de la Ley de Nuevas Agrupaciones Regionales del gobierno de Canalejas. Surgió entonces la idea

de crear una Mancomunidad del valle del Ebro que comprendiese Aragón, La Rioja y Navarra; mientras que desde Teruel se barajaban diferentes posibilidades: formar parte de la mancomunidad aragonesa, de la del Ebro, de la valenciana e incluso unirse con Cuenca, Soria y Guadalajara (PEIRÓ, 1996: 51-57). Entonces, ¿desde qué instancias se produjo la definición del imaginario regional codificado, entre otros ámbitos, en la pintura regionalista? Obviamente se trató de un proceso complejo, articulado desde distintas esferas y con intencionalidades diversas. Así, aquellos regionalismos menos preocupados por la reivindicación política, o directamente centrados únicamente en el reconocimiento de su especificidad cultural, podían converger fácilmente con los planteamientos del nacionalismo español. Lo cual suponía, como recuerda Xosé M. Núñez, que la construcción del imaginario regional fuera promovida “tanto por «españolistas regionales» como por «regionalistas españoles»” (NÚÑEZ, 2006: 309). En una línea similar se ha pronunciado Ferrán Archilés insistiendo en la importancia que tuvo este proceso en la España de la Restauración: “El caso español es precisamente una muestra de cómo se contribuyó a reafirmar las identidades regionales y locales de forma que se pudiera conseguir enraizar e interiorizar de manera más efectiva la identidad nacional”. (ARCHILÉS, 2006: 124). Paralelamente, Archilés apunta, frente a la tendencia historiográfica centrada en la explicación del fallido proceso nacionalizador español, a la existencia de un poderoso nacionalismo equiparable al de otros países europeos (ARCHILÉS, 2008: 62). En cualquier caso, cabe recordar que las referencias a la débil identidad nacional española son ya recurrentes en los autores del cambio de siglo. Por ejemplo, Manuel Sales Ferré al tratar de definir la psicología del pueblo español, señala como su primera característica “la extremada debilidad de su sentimiento nacional” (SALES, 1902: 13); lo que fundamenta en la fuerte oposición entre la meseta y las periferias siempre, claro está, desde un discurso españolista. No puede sorprender, por tanto, que Álvarez Junco señale como uno de los puntos esenciales del programa de reacción española frente a la crisis de 1898 el llevar a cabo la “nacionalización de las masas” (ÁLVAREZ, 2001: 589).

Pintura regional y nacionalismo español No andaba desencaminado Carlos Moya al afirmar que la pintura regionalista fue la más nacional y nacionalista de la historia del arte español, cuyo “ritualizado e inconsciente enunciado mitológico dice: la única identidad Nacional de la Nación es la identidad física de cada uno de sus pueblos nacionales” (MOYA, 1975). Algo antes, Valeriano Bozal ya había señalado la ambivalencia contenida en la obra de determinados pintores: permeables a las especificidades regionales al tiempo que llamados a representar el “ser de España” (BOZAL, 1967: 46). Apuntando también que el centralismo promocionaba las representaciones regionales siempre que no pasaran del folclorismo y supusieran, por tanto, un auténtico desafío al poder establecido (BOZAL, 1972: 322). Por nuestra parte entendemos que, más que como un instrumento de control, el centralismo incorporó y fomentó todo ese programa pictórico de ascendencia regionalista como parte del citado proceso nacionalizador. La identidad, vinculada a la tradición, era uno de los principios sobre los que se asentaba buena parte del discurso plástico del momento. La obra de arte debía recoger el “alma española” tanto como la valenciana, la vasca, la aragonesa… en una doble dimensión que, tal y como hemos visto, no tenía por qué resultar contradictoria. Y en este sentido insistieron buena parte de las crónicas artísticas del momento. Críticos como José Francés abogaron por la descentralización de la vida artística, apoyando iniciativas que, desde las provincias, contribuyeran al fortalecimiento nacional: “Conforme descentraliza España su actividad diversa, más visión de fortaleza próspera ofrece su porvenir. Las regiones realizan con su cohesión dentro de las demarcaciones geográficas, una labor nacional directa, un esfuerzo que habrá de repercutir favorable en la significación universal de España” (FRANCÉS, 1919a). El “españolismo pictórico” que observó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1915 (FRANCÉS, 1915: 6), no suponía sino una exaltación de la vida nacional a través de la representación plástica de todas sus regiones, lo que demostraba añadiendo una interminable lista de autores y territorios: Andalucía en Romero de Torres, Castilla en López Mezquita, Vasconia en los Zubiaurre, Aragón en Marín Bagüés, Cataluña en Rusiñol, Valencia en Pinazo, Galicia en Castelao, Extremadura en Covarsi… por citar algunos. En definitiva, tal y como planteó José Carlos Mainer: “…el nacionalismo estético español fue la cuidadosa suma de regionalismos estéticos convergentes” (MAINER, 2007: 35).

Ahora bien, que ese fuera el discurso oficial del españolismo plástico, no significa que sus propios defensores dejaran de ser conscientes del rápido agotamiento al que estaba avocada la fórmula. El propio Francés, en su crónica de la Nacional celebrada dos años después ya hablaba de “falta de inquietud, falta de luminosidad, esta Exposición persigue, con tozudez torpe y ficticia, el españolismo pictórico” (LAGO, 1917). Una década después, en un contexto bien distinto, Gabriel García Maroto, quien hacia 1915 había defendido las soluciones plásticas del “españolismo”, se mostró frontalmente contrario a este. Al imaginar en La nueva España 1930 (1927) un horizonte cultural renovado fruto de un radical cambio político, no dudaba de que los representantes plásticos del “españolismo a todo trance, el tema sobado de la tradición española, la canción de un nacionalismo que ningún artista de raza pudo aceptar” (GARCÍA, 1930: 56), se habrían resistido al cambio. Mientras llegaba el momento en que esas nuevas visiones cobraran fuerza en el contexto artístico español, también hubo quien vio en la proliferación de los asuntos regionales un síntoma de la incapacidad para dar con una fidedigna representación del carácter nacional en su conjunto: “El más ligero observador puede advertir que nuestro arte acusa una intensa vida regional mientras la vida y el carácter de la nación se esfuma y se pierde sin hallar fórmula artística propicia que lo contenga” (VALENZUELA, 1915: 1). Y quien, yendo más allá, advertía de los peligros que entrañaba la constante búsqueda de identidades diferenciadas: “Ahora descubrimos una raza y una nación en cualquier parte y tratamos enseguida de establecer las diferenciaciones y ahondar las oposiciones, con un egoísmo suicida que puede traer fatales consecuencias para todos” (BALLESTEROS, 1920?: 66). Así se expresaba Antonio Ballesteros de Martos en Artistas españoles contemporáneos: el arte en España (1920?), para, a continuación, señalar que la única nota dominante que podía señalarse en la pintura de los hermanos Zubiaurre no era otra que su “españolismo”. En realidad, la obra de Ballesteros muestra la preocupación sobre la importancia que las interpretaciones identitarias estaban tomando en el debate artístico. De ahí que no dude en incluir determinadas proclamas políticas acordes con el españolismo regional y en principio ajenas al análisis artístico que proponía: Entendemos que lo que a España la hace grande –en el sentido moral– es el conjunto de sus varias modalidades y distintas energías y diversas facultades, y que todo cuanto

persiga disgregar el conjunto se encamina a destruir la grandeza y a precipitarla en la muerte, con perjuicio para todos. Y consideramos plausible que se quiera conservar la fisonomía regional, siempre que no vaya en contra de la personalidad nacional, única que nos debe interesar, ya que, por ahora resulta utópico pensar en la fisonomía universal (BALLESTEROS, 1920?: 149).

Disparidades regionales (como nación) Conviene aclarar que no todas las regiones ocuparon el mismo lugar en ese imaginario nacional que se pretendía apuntalar. Si Andalucía se había convertido desde el romanticismo en la imagen más característica de la nación, es sobradamente conocido que el cambio de siglo trajo consigo la canonización de los ambientes y paisajes castellanos como contendores privilegiados del alma hispánica; de acuerdo con una línea de pensamiento defendida por la Institución Libre de Enseñanza y continuada después por la generación del 98 (PENA, 1983). Lo local podía trascender sus propios límites para encarnar el conjunto nacional, pero ese salto no siempre era plausible. Francisco Alcántara, otro de los defensores de la plástica regionalista, en su crítica a la Exposición Nacional de 1920, señalaba la incapacidad de la crítica madrileña para entender los valores de Ya llega el vencedor, representación de los tipos del Bajo Aragón realizada por Julio García Condoy, dada “la incomprensión cerril de cada uno de los grupos regionales de nuestras gentes, sabidas y leídas, para apreciar el arte que no sea de su propia región” (ALCÁNTARA, 1920: 230). Que regiones como Aragón ocuparan un espacio secundario dentro del imaginario nacional no respondía sino al escaso peso político, económico y social que tenía. Diferente era el caso de otras como Valencia, a la que un mayor nivel de desarrollo, junto con una escuela pictórica más potente encarnada en Sorolla y sus discípulos, había convertido en imagen, cuando menos, de la España mediterránea. Mientras, aquellas regiones periféricas cuyo despertar industrial había facilitado el desarrollo de aspiraciones políticas disgregadoras, como Cataluña y el País Vasco, traían consigo una problemática diferente: que su imaginario fuera interpretado en ese sentido y no como expresión de la variedad peninsular. Ahora bien, los casos de Cataluña y País Vasco no son equiparables, al menos en relación con la recepción que se tuvo de su pintura desde el centro madrileño.

Fundamentalmente porque en la segunda, como bien ha planteado Carmen Pena (2010: 526-529), cobró fuerza una vertiente acorde con los postulados del nacionalismo español, la vascoiberista, que remarcaba los lazos existentes entre lo vasco y lo castellano y, por tanto, con lo español. Aquí cabría situar la obra de autores con estrechos vínculos madrileños y que abundaron en la representación de los tipos castellanos como el propio Zuloaga, los hermanos Zubiaurre o Gustavo de Maeztu; críticos como Juan de la Encina, atento a los vínculos que presentaba el arte vasco con la tradición de la escuela española, anclaje para su ejercicio de modernidad plástica (ENCINA, 1919); o el propio Miguel de Unamuno con su conocida sentencia: “Creo poder decir que hoy en España lo más español acaso es el país vasco” (UNAMUNO, 1908). Una línea de pensamiento que no podía sino chocar con los planteamientos del nacionalismo de Sabino Arana que, como planteó en su día José González de Durana (1992: 72), no llegó a contar con un artista que encarnara fielmente todas sus tesis. Lo cual no significa que las imágenes generadas por autores como los citados, y por otros como Regoyos, Uranga, Larroque o los Arrúe, no incluyeran visiones del mundo vasco susceptibles de ilustrar esos intereses. Por otra parte, cabe aludir al importante papel que el arte vasco jugó hacia mediados de la década de 1910 en el ambiente madrileño. Fue entonces cuando diferentes autores expusieron en solitario sus obras y se celebró la exposición de la Asociación de Artistas Vascos. Como bien recoge Isabel García (2000: 235 y ss.) los vascos llevaron a la capital madrileña, además de su particular ejercicio de afirmación identitaria, una apuesta por la modernidad. Una doble dimensión que desconcertó a buena parte de la crítica, incapaz de asimilar que la experimentación con “extravagancias” francesas derivadas del postimpresionismo, pudiera ser la vía para conectar con la tradición vasca. Tal y como planteaba Rafael Doménech desde ABC: “…hay una sobrada preocupación por crear rápidamente un arte regional, sin ver intensamente la región, y amañado con las cosas seudo artísticas que han constituido la nota llamativa en el extranjero durante los últimos años” (DOMÉNECH, 1916: 5). Mirar hacia París fue tomado como un acto de ligereza, cuando no de provocación. Aunque no pareció verse en la pintura vasca, ni en su intención de articular una escuela pictórica propia, un desafío independentista, esta introduce la cuestión de si cualquier afirmación identitaria de carácter plástico podía ser absorbida por parte del

nacionalismo español. Había sido sencillo en el caso de Zuloaga –el mismo Doménech señalaba en su artículo que este era castellano como artista– y pudo serlo en el caso de otros vascos, pero no lo fue en el caso de la pintura catalana. La especificidad catalana Si convenimos con Xosé M. Muñoz que “toda reivindicación regional y/o elaboración de una identidad territorial, presenta siempre potenciales elementos de conflicto de la identidad nacional” (MUÑOZ, 2006: 303), que no decir para un caso como el catalán en el que las aspiraciones autonomistas no sólo estaban perfectamente articuladas para el cambio de siglo, sino que se llegó a contar con un movimiento cultural propio para reforzarlas: el noucentisme. Pensado en consonancia con los principios defendidos por Enric Prat de la Riba y la Lliga Regionalista, la imbricación entre arte y política que se vivió en su seno fue más intensa que la que se dio en cualquier otro foco del regionalismo; incluyendo el vasco. Noucentisme y regionalismo presentan más elementos en común de lo que una parte de la historiografía ha acostumbrado a resaltar, tal y como apuntaron en su día Javier Pérez Rojas o Mireia Freixa. Ambos toman como punto de partida la tradición, si bien la predilección del noucentisme por lo Mediterráneo, Grecia y Roma, buscaba trascender lo local, conectando con el ámbito europeo a partir de una tradición que era eterna, universal. Pero la confluencia fundamental entre ambos lenguajes la encontramos en la necesidad de hacer un ejercicio de afirmación identitaria, de engendrar formas y contenidos íntimamente ligados a la esencia de cada territorio. Y buena parte de los desacuerdos críticos expresados desde uno y otro centro –Madrid y Barcelona–, enjuiciaron precisamente ese punto. Ya Rafael Balsa de la Vega, más de una década antes de que tuvieran lugar las primeras manifestaciones del noucentisme, criticaba en Los bucólicos (1892), a la escuela ruralista catalana por la fidelidad que mostraba hacia las tendencias parisinas, negando cualquier posibilidad de expresar de ese modo la idiosincrasia de la propia región. Un argumento que sostendrían sucesivos críticos durante las décadas siguientes. Por supuesto, en el trasfondo de cualquier ataque al noucentisme, se encontraba también la cuestión nacional. Quizá el más claro a este respecto fue Ballesteros de Martos quien, pese a reconocer que la crítica catalana se encontraba por delante de la española, denunciaba que trabajaran

desde

“un

sentido

egoístamente

nacionalista,

mezquinamente

regional”

(BALLESTEROS, 1920?: 18). Pese a todo, la pintura catalana fue bien recibida por una parte de la crítica madrileña a través de medios como la revista España, foro de expresión de los miembros de la generación del 14 en el que Juan de la Encina, se ocupó de la pintura de Sunyer o Nogués reconociendo en ambos la representación del “espíritu catalán”. También lo entendió así José Francés desde La Esfera, indicando que las deudas que mostraban los catalanes con la pintura francesa no suponían su “cualidad primordial”, sino la consecuencia de un esfuerzo dirigido a apartarse de las normas estéticas de Castilla, encontrando en el arte catalán “algo consustancial de la raza, producto puro de todas las sugestiones étnicas y estéticas que aquella región contiene” (FRANCÉS, 1919b). El noucentisme, parecía decir, no dejaba de ser un regionalismo revestido con ropajes franceses. Mientras tanto, la crítica catalana cuestionaba los supuestos ejercicios de patriotismo desarrollados por la pintura “castellana”, entendiendo que los autores catalanes no necesitaban recurrir a semejantes artificios: “Cuando un crítico del porvenir se encuentre ante un desnudo de Sunyer o una fantasía parisiense de Ismael Smith, o una fantasía ultraterrena de Aragay, no tendrá necesidad de ver payeses ni panoramas para exclamar de súbito ¡qué cosa tan catalana!” (ORS, 1912). Sin embargo, es impensable que no hubiera relación entre la plástica catalana y la del resto de la Península. Baste enumerar casos como el del escultor catalán Julio Antonio cuyos Bustos de la raza fueron entendidos por el ambiente madrileño como la más perfecta encarnación de Castilla, realizados con un lenguaje que no desentona de las premisas noucentistas, más evidente en otras de sus obras como Venus Mediterránea o Tarraco. Del mismo modo, Eugenio Carmona se ha referido a los vínculos existentes entre la obra de Arteta, Sunyer o Manolo Hugué hacia 1910, a partir de una cierta “mistificación de la bondad rural” (CARMONA, 2002: 36). Pese a todo, cabe subrayar la voluntad expresa del noucentisme de apartarse de las propuestas plásticas que se entendían como propias del centro madrileño. Así ocurrió, por ejemplo, con la obra del pintor catalán Miguel Viladrich, enjuiciada por el crítico

Joaquim Folch i Torres en agosto de 1913 a través de una serie de fotografías. El simbolismo contenido en los tipos rurales de la Cataluña interior representados por Viladrich, fue entendido por Folch como un caso de invasión cultural, al querer trasladar a Cataluña fórmulas propias del ámbito castellano: No cal dir que aquest interés catalanista de les obres den Viladrich, va fòra de tota la nostra idealitat pictòrica i patriòtica; pictòrica perquè entenem que la pintura no és mai ni deu ser mai un element de narració, un medi d’expressió d’objectivitats típiques i determinades sinó una revelació de subjectivitats intensa de valors i emocions humanes; patriòtica, perquè entenem que els catalans deuen ésser els pintors, no les figures que pinten, perquè les figures són mortes i els homes són vius i així ens calen (FOLCH, 1913).

El reconocimiento oficial de Viladrich en Cataluña no llegó hasta 1929 con el encargo del tríptico Barcelona, cabeza y hogar de Cataluña para el Ayuntamiento de la ciudad. Pintado al mismo tiempo que la intervención del noucentista Xavier Nogués en el despacho de alcaldía, evidencia, a través de una visión alegórica de Cataluña con alusiones tanto al folclore interior como al ideal mediterráneo, que, al menos para esa fecha, la distancia entre las fórmulas del regionalismo y del noucentisme había desaparecido. Regionalismo y modernidad Cualquier ejercicio de autoafirmación, fidelidad a la tradición y búsqueda de las esencias en lo local, conlleva el riesgo de convertirse en expresión de una voluntad reaccionaria, ajena a la realidad existente más allá de esas fronteras, reales o imaginadas, a las que pretende ajustarse. Ahora bien, no puede pasarse por alto que la construcción de las identidades nacionales en Europa fue un proceso vinculado a la consolidación de la sociedad contemporánea, durante el cual la definición de identidades regionales y locales también pudo actuar como un factor de modernidad. De hecho, el regionalismo fue calificado por el regeneracionismo español como una fuerza modernizadora y de carácter patriótico: la reacción frente a un Estado central despótico que se había mostrado inoperante e incapaz de garantizar el bienestar de sus ciudadanos, según ratificó el desastre del 98. Si Macías Picavea encontraba en el regionalismo la “única medicina de tantas locuras, degradaciones y morbosidades”

(MACÍAS, 1899: 347), Joaquín Sánchez de Toca planteaba la necesidad de distinguir, de entre los distintos regionalismos “cuáles son los quebrantadores del sentimiento de la patria grande” y los que, por el contrario, representaban “ideas vivas, fuentes de regeneración y acumuladores de energías nacionales” (SÁNCHEZ, 1907: 23). El propio Joaquín Costa en el prólogo de La descentralización y el regionalismo (1900) de Antonio Royo Villanova apuntaba: “…la restauración de las regiones pudiera ser una de esas fuentes cegadas, donde algunos hilos de agua corran subterráneos y aguarden el golpe de azada restaurador que les allane el camino de la superficie” (COSTA, 1900: XIII). También desde el ámbito de las artes plásticas se apuntó la posibilidad de que la modernización de los lenguajes llegara desde la región. Alfredo Opisso en una de sus crónicas sobre la Exposición General de Bellas Artes de Barcelona de 1894 encontraba en el triunvirato formado por Rusiñol, Casas y Zuloaga “la reacción ultrapirenaica” contra el academicismo, “la avanzada del arte regionalista francocatalán”, “el único síntoma de virilidad” presente en la pintura española del momento. Y tantos otros repitieron durante las décadas siguientes que el mejor arte español se hacía lejos del apoltronado ambiente madrileño. Sin embargo, la obsesión por el casticismo que presidió el discurso plástico también encontró en la pintura francesa a su mayor enemigo, planteando reiteradamente la necesidad de huir de la uniformidad a la que, a su entender, avocaba el seguimiento de las modernas tendencias europeas. Del mismo modo que sucedió en Francia o Alemania, hubo toda una sección de la crítica preocupada por la necesidad de que prevaleciera el Volksgeist, empeñada en atacar los peligros de un internacionalismo falto de raíces y alma (STORM, 2003: 258). De ahí que el nacionalismo español más reaccionario, como se ha visto, atacara desde finales del siglo XIX a catalanes y vascos por mostrar excesivas deudas con la capital francesa, obligando al regionalismo más aperturista de autores como José Francés o Juan de la Encina –con los que, aún así, compartía ciertos principios básicos–, a revelarse contra ello: Hay en el ambiente artístico madrileño una cierta morbosidad inquisitorial, del más bajo linaje lugareño, que pretende excluir del arte nacional todo aquello que no encaje perfectamente con su pobre concepto del nacionalismo artístico, concepto que, por otra

parte, no coincide con el que pudiera derivarse de un estudio serio de la tradición artística española (ENCINA, 1928).

Si, desde un punto de vista plástico, la pintura regionalista supuso una renovación respecto a los modos del realismo decimonónico, lo cierto es que siempre encontró dificultades para ir más allá de propuestas derivadas del simbolismo y el postimpresionismo. Y, cuando lo hizo, fue ya de acuerdo con las premisas del retorno al orden y las nuevas figuraciones ensayadas tras la II Guerra Mundial. Ahora bien, en ese proceso se vio siempre mediatizada por un obsesivo trasfondo identitario que fue, a un tiempo, nacionalista y regionalista, en muchos casos más preocupado por aludir a la nación española a través de su variedad de pueblos. Un trasfondo que, si un primer momento pudo ser regenerador, terminó por resultar retardatario. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS - ALCÁNTARA, Francisco (1920), “La Exposición Nacional de Bellas Artes. La vida artística productora de los jurados. Sus obras, por Francisco de Alcántara”, La Lectura. Revista de ciencias y de artes, Madrid, mayo de 1920, pp. 219-231. - ÁLVAREZ JUNCO, José (2001), Mater dolorosa: La idea de España en el siglo XIX, Madrid: Taurus. - ANDERSON, Benedict (1993), Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México: Fondo de Cultura Económica. - ARCHILÉS, Ferrán (2006), “«Hacer región es hacer patria». La región en el imaginario de la nación española de la Restauración”, Ayer [Dossier La construcción de la identidad regional en Europa y España (siglos XIX y XX)]. 64: Asociación de Historia Contemporánea y Marcial Pons, pp. 121-147. - ARCHILÉS, Ferrán (2008), “Vivir la comunidad imaginada. Nacionalismo español e identidades en la España de la Restauración”, Historia de la educación: Revista interuniversitaria. 27: Universidad de Salamanca, pp. 57-85. -

BALLESTEROS

DE

MARTOS,

Antonio

(1920?),

Artistas

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