Mobilis in mobili. La filosofía de Ortega y Gaset como propuesta en tiempos de crisis.

October 7, 2017 | Autor: Alba Milagro Pinto | Categoría: Ortega y Gasset
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Descripción

MOBILIS IN MOBILI La filosofía de Ortega y Gasset como propuesta en tiempos de crisis

Alba Milagro Pinto Ateneo Riojano 6 febrero 2014 1

Imagen de portada: Utagawa Hiroshige

Ateneo Riojano Muro de Cervantes, 1-1º 26001-Logroño 941251938 [email protected] Depósito Legal: LR194-2014

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Antes de comenzar permítanme que les confiese lo siguiente: cuando acepté la invitación de Andrés a participar en este foro, me sentí halagada por su confianza en que yo pudiera aportar algo a este ciclo de filosofía. Me imaginé aquí sentada, hablándoles a ustedes de Filosofía y resistencia y mi reacción inmediata fue la de quedar paralizada al recordar el modo en que Ortega solía comenzar sus conferencias y que les voy a leer a continuación, comprenderán enseguida los motivos de mi preocupación: La pregunta es ésta: ¿por qué están ustedes ahí?, quiero decir: ¿por qué cada uno de ustedes está ahí ahora? La cosa no es para broma. Encierra alguna mayor gravedad de la aparente. Porque es un hecho que ninguno de ustedes está ahí ahora como el astro, que se halla en este momento sobre un punto de su órbita. Esto es, en virtud de una necesidad mecánica y ciega. No. Ustedes están ahí porque han querido. Es decir, porque en un cierto instante del pasado ―hace un rato, ayer u otro día― decidieron venir a oírme. Cada uno de ustedes resolvió hacer esto, ser esto ahora: mi oyente. Antes de adoptar esta resolución, se abrían ante cada uno de ustedes diversas posibilidades o modos de ocupar esta hora. ¡Imaginen ustedes la cantidad 3

de otras cosas que en estos minutos hubieran podido ustedes hacer y ser! El hecho es que han preferido ustedes consagrar a escucharme esta hora de sus vidas, cada cual de la suya. Pero las horas de sus vidas están contadas, de suerte que cada una de ellas es irreemplazable, que es un fragmento absoluto e insustituible de su contado tiempo vital; y si resultase que la presencia de ustedes aquí, y ahora, carece de sentido, es nula o vana, equivaldría ―sin género alguno de duda― a que habrían ustedes asesinado 1 un fragmento incanjeable de sus vidas.

Ven ahora ustedes los serios motivos de mi desvelo… Ante esa gravísima amenaza homicida tomé la determinación (un tanto cobarde, lo reconozco) de esconderme detrás de Ortega e intentar hacer de este tiempo un espectáculo de ventriloquia. Así, pues, en la siguiente hora intentaré dar voz a algunas cuestiones de la filosofía Ortega y Gasset que me resultan más interesantes y que sé a buen seguro que será un tiempo bien invertido. Mi objetivo es ofrecerles, a través de Ortega, un punto de vista desde el que pensar nuestro presente. Esta exposición, que es más bien una preparación para el debate, está dividida en cuatro partes: en primer lugar nos preguntaremos con Ortega qué es la realidad, en segundo lugar indagaremos en su estructura y dinámica interna, de ahí pasaremos a analizar cómo entiende nuestro filosofo el tiempo de crisis para finalizar preguntándonos con Ortega cuál es el lugar de la filosofía en los tiempos de crisis. Vamos a ello. J. Ortega y Gasset. El hombre y la gente. en Obras completas. Vol. IX, Ed. Taurus, Madrid, 2004, p 284. 1

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1. La vida es la realidad radical. El texto que hace un momento les he leído, no era simplemente recurso retórico para ganar el favor del auditorio, con él Ortega colocaba a sus oyentes en el centro mismo de su filosofía: la vida de cada cual. Si nos encontrásemos a un amigo por la calle al que hace tiempo que no vemos y nos preguntase ¿Qué es de tu vida? Seguramente todos nosotros le contaríamos lo que nos ha pasado desde la última vez que le vimos. Ortega va a teorizar precisamente sobre esto que nos parece tan obvio. La vida es acontecimiento: lo que hacemos y lo que nos pasa. Nada más y nada menos. Hacer de la vida el eje de la reflexión filosófica exige una torsión del sentido habitual de nuestra atención, como cuando pasamos de mirar a través de una ventana para centrar nuestra atención en el cristal que nos permite contemplar el paisaje. Y es que, estamos tan acostumbrados a atender a las urgencias del interés práctico que desatendemos precisamente aquello gracias a lo cual algo puede ser considerado un interés. La cuestión es que a partir de 1930, por razones que ahora nos llevarían muy lejos, Ortega afirmará con total solemnidad que la vida es la realidad radical. ¿Qué quiere decir esto? Cuando Ortega habla de la vida no se está refiriendo a la potencia orgánica que compartimos con el resto de seres vivos. No se trata de la vida entendida como zoo sino como bios, como vida humana. No es vida genérica sino mi vida, cada cual la suya. Del mismo modo que es imposible saltar fuera de la propia sombra, 5

tampoco podemos salir de nuestra propia vida. Para que algo nos sea realidad tiene necesariamente que hacerse presente de algún modo en nuestra vida. Esto no quiere decir que sea una realidad única o absoluta, el hecho de que mi vida sea la realidad radical no excluye que existan otras realidades, lo único que implica es que sólo puedo acceder a ellas a través de su presencia en mi vida. Este punto de partida marca para Ortega un nuevo nivel de radicalismo respecto a las filosofías anteriores. Tanto el realismo como el idealismo participaban del mismo modo de pensar según el cual, el Ser debía ser lo inmediato, independiente y acabado, es decir, una «cosa». Si bien Ortega asume el supuesto de que la realidad radical es lo inmediato, su fidelidad a lo real deja abierta la posibilidad de que el ser no sea independiente, ni acabado. De que la realidad no sea sustancial sino dinámica. Este paso del Ser tradicional al ser indigente supone un giro copernicano que afecta tanto a la epistemología como a la razón práctica y exige una nueva filosofía y un nuevo lenguaje capaces de dar cuenta de lo real. Así pues, la innovación metafísica que propone Ortega residirá en el intento de pensar la realidad como puro acontecimiento, como la continua e interdependiente coexistencia de un yo con su circunstancia. Antes de encontrarme con las cosas del mundo ―como creyó el realismo― o con el cogito ―como hace el idealismo desde Descartes a Husserl― me encuentro viviendo. Ese encontrarme ya aquí y ahora, en medio de facilidades y dificultades para existir, es la experiencia primaria y radical del vivir y es previa a cualquier conceptualización 6

de la realidad. El pensar presupone ya un encontrarse entre las cosas y contar con ellas. La realidad radical no es el yo, ni el mundo sino la coexistencia del hombre con su circunstancia. «Yo» y «mundo» no son elementos substantes que interactúan entre sí sino un recíproco acontecimiento, mutual y dinámico por el cual se entreteje el drama de cada vida. La vida no es una cosa sino un proceso, no es un factum sino un faciendum. Porque el hombre no tiene naturaleza ―nos dice Ortega. El hombre no es su cuerpo, que es una cosa; ni es su alma, psique, conciencia o espíritu, que es también una cosa. El hombre no es cosa ninguna, sino un drama ―su vida, un puro y universal acontecimiento que acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino acontecimiento. (VI, 64)

A cada cual le acontece encontrarse con esto o con lo otro y tener que hacer frente a todo eso para existir. Y esto, vivir, lo tiene que hacer cada cual, es una tarea personal e intransferible. Mi vida me acontece a mí y sólo a mí. Pero eso no quiere decir que la vida sea una cualidad de mi yo. Si tuviésemos un yo, una esencia dada de una vez para siempre, la vida no sería un problema sino pura facilidad consistente en realizar dicho programa vital. Pero resulta que el hombre no tiene naturaleza, tiene que construírsela. Quiéralo o no, cada cual tiene que hacer su vida, tiene que ganarse la vida (y no sólo económica sino metafísicamente), porque la vida es un quehacer y –como dice Ortega- «da mucho quehacer, el mayor de todos es averiguar qué es lo que hay que hacer». 7

El problema está en que ese hacer a que nuestra vida nos obliga no nos viene dado ni es aleatorio, cada cual tiene que decidirlo. El hombre, cada uno de nosotros, debe decidir en cada instante lo que ha de hacer en el próximo ―ahora mismo ustedes pueden decidir marcharse de la sala, seguir escuchándome o dejar volar su imaginación hacia otros asuntos― en cualquier caso, cada uno de nuestros actos y nuestras decisiones determinan indefectiblemente el perfil de nuestra vida futura. Y es que «vivir es decidir constantemente lo que vamos a ser». «En el más sencillo de nuestros actos ―dirá Ortega― gravita íntegro el programa o proyecto general de nuestra existencia». Antes de hacer algo existe en nuestra mente una figura previa, un personaje imaginario que aspiramos a ser. La realidad de nuestra vida consiste en la lucha alegre o dolorida entre ese personaje íntimo y el contorno mundanal en el que le ha tocado vivir. Frente a la concepción moderna que consideraba que aquello que nos hace humanos es el participar de una misma naturaleza o esencia invariable, Ortega dirá siguiendo la estela nietzscheana que «la vida es faena poética», obra de la imaginación, y el hombre es necesariamente «novelista de sí mismo». La cosa es dramática porque estamos condenados a elegir nuestra vida y no podemos hacerlo caprichosa o arbitrariamente. Sólo tenemos una vida así que «no basta con elegir, tenemos que acertar». El hombre tiene que hacer coincidir su libertad con su fatalidad. «Tiene que ponerse de acuerdo y decidir cuál es su propia y auténtica necesidad: tiene que acertar 8

consigo mismo y luego resolverse a serlo». Estamos obligados a hacer de nuestra libertad destino, a ser fieles a nosotros mismos para poder llevar una vida auténtica. De no hacerlo, estaremos falsificando nuestra vida. La cuestión es que de entre todas las vidas que nuestra fantasía nos ofrece, una de ellas aparece ante nosotros con un especial brillo que nos llama a ensayarla. Pero no es posible conocer a priori nuestra vocación, la única garantía que poseemos para saber si nos acercamos o alejamos de nuestro auténtico programa vital es la sensación de felicidad o infelicidad que nuestras acciones nos producen. Pero, antes, incluso, de decidir nuestra vocación, vivir consiste en su dimensión primaria en un originario estar yo en la circunstancia que es puro problema, «vivir significa encontrarse viviendo en lo otro de sí», en la absoluta alteridad de la circunstancia en la que tengo que «hacer mi vida» y sobre la cual no tengo ningún poder. La circunstancia es lo que acontece imprevisiblemente, lo dado sin nuestra anuencia. Ese escenario en el que tengo que ejecutar mi vocación es ajeno a mis ilusiones, proyectos y deseos. Por eso dice Ortega que el hombre es una especie de «centauro ontológico» porque su vida consiste en tener que ser fuera de sí. En intentar fundir dos elementos absolutamente heterogéneos: el yo y su circunstancia.

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Hasta aquí llegaría el punto primero de esta exposición; la descripción de la realidad. Tenemos pues una crítica a los modelos metafísicos sustancialistas y la apuesta por describir la realidad tal y como se presenta. Así hemos llegado a la vida en tanto que realidad radical y al yo y la circunstancia como realidades radicadas en ella. El escenario que nos presenta esta primera reflexión es el de la vida como naufragio. El hombre ―nos dirá el filósofo― se encuentra náufrago en un mar de incertidumbre, «inmerso en un elemento negativo, que por sí mismo no nos lleva, sino, al contrario, nos anula». Ahora bien, «naufragar no significa ahogarse». El hombre, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. Ese movimiento natatorio es precisamente el conocimiento. En el segundo punto veremos en qué consiste conocer y cómo los elementos que acabamos de ver interactúan entre sí y configuran la estructura de toda vida humana.

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2. La estructura de la vida humana. Ortega juzgará que la tradición clásica ―que se fundamenta en Aristóteles― ha caído en el error intelectualista de considerar que la realidad tiene un ser oculto (esencia) y que el hombre, gracias a su facultad del conocimiento está capacitado para acceder a él. Frente a esta posición nuestro filósofo afirmará que las cosas no tienen un ser inmutable y estático, de ahí que el hombre se sienta perdido, náufrago entre ellas, y por eso no le queda más remedio que hacerles un ser, inventárselo. El conocimiento ni es una facultad dada al hombre, ni tiene su origen en el deseo natural de conocer. La «razón vital», que da nombre a la filosofía de Ortega, parte de la incardinación del conocimiento como una función de la vida humana. No es el deseo de sabiduría o la curiosidad lo que nos mueve a preguntarnos por el ser, sino el afán de claridad, de saber a qué atenernos respecto a lo que nos rodea y a nosotros mismos. La vida es a un mismo tiempo perplejidad y necesidad de orientación. No se puede vivir sin una interpretación de la vida, la vida humana sólo es vivible desde la racionalidad que nos permite humanizar el mundo. No vivimos y después conocemos, sino que vivimos porque conocemos, porque somos capaces de transformar la circunstancia caótica en un mundo o universo. La dialéctica del conocimiento consiste en la tríada: alteración-ensimismamiento-acción. Tanto desde el punto de vista individual como colectivo- la vida es una cuestión de ensayo y error. En primer lugar el hombre se 12

siente perdido, náufrago entre las cosas (alteración), en un segundo momento es capaz de retirarse a su intimidad para formarse ideas sobre su entorno y su posible dominación (ensimismamiento). Una vez hecho esto el hombre vuelve a sumergirse en el mundo para actuar en él, pero ya no está a merced de la circunstancia, ahora tiene una estrategia con la que orientar su conducta con cierta seguridad (acción). Ese plan vital “funcionará” durante un tiempo permitiéndole desplegar sus quehaceres sobre el mundo, cuando este plan desvele sus limitaciones, entonces el hombre se verá obligado a reinventarlo sobre la base de su experiencia vital. Así, el hombre va ganando cada vez más tiempo para ensimismarse y se va forjando una imagen del mundo cada vez más compleja. Este ciclo dialéctico entre el ensayo y el error, entre el ensimismamiento y la acción es el entramado mismo de la historia. Cuando Ortega dice que la vida es obra de la imaginación no sólo se refiere a la parte que corresponde al yo. El hombre, además de ser «novelista de sí mismo» es también un «constructor nato de universos». Así, pues, Ortega va a distinguir entre la circunstancia desnuda y el mundo interpretado. Aunque la circunstancia es, en rigor, un conjunto de facilidades y dificultades que remite a mi personal proyecto vital y es absolutamente contingente, raramente el hombre se encuentra en la pura circunstancia. Al nacer nos encontramos ya en una interpretación de un cosmos de perfiles definidos, la realidad en la que vivo es un mundo objetivo y compartido de usos, normas y procedimientos donde las cosas parecen regirse según leyes necesarias. 13

La vigencia de este mundo se me impone independientemente de que yo la asuma o me enfrente a ella. La cuestión es que, aunque el mundo en el que vivimos es fruto de la faena intelectual, su sedimentación en la historia, incluso (o quizá sobre todo) en el propio lenguaje, hace que lo consideremos como algo dado y natural y tomemos como esencias lo que tan sólo tiene una consistencia histórica. Ortega llama a este estrato vital desde el que vivimos creencias. Este término «creencia» no debe interpretarse en términos psicológicos sino estrictamente metafísicos. Cuando mi creencia es efectiva, cuando creo algo no soy consciente de ese algo en tanto que creencia sino que para mí ese algo es la propia realidad. Las creencias son la realidad «en que nos movemos, vivimos y somos». Frente a las ideas que son contenidos particulares que podemos sostener, afirmar, negar, debatir, e incluso combatir por ellas, las creencias nos sostienen a nosotros, son el continente de nuestra vida, aquello con lo que contamos. Son el supuesto inconsciente desde el que opera el pensamiento en cada época. «Las ideas las tenemos, en las creencias se está». Una vez aclarada esta diferencia estamos en condiciones de examinar la estructura de la vida humana:

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Ésta se divide en tres estratos: a) Fondo enigmático: es el estrato más básico de nuestra vida. Está por debajo de los esquemas interpretativos que la historia ha ido sedimentando. Está constituido por la circunstancia desnuda y el fondo insobornable al que pertenece la vocación. Es el fondo abismático que el hombre atisba cuando su vivir mismo, el programa de vida que le sostiene a uno en la existencia, se vuelve todo él dudoso y la vida misma se le convierte en un «mar de dudas». Aquí está la experiencia radical de la vida como naufragio. De este estrato no podemos decir nada porque no tiene figura, es puro enigma. b) Plano de las creencias: es el suelo desde el que vivimos e interpretamos todo cuanto en nuestra vida acontece. Las creencias son los márgenes del mundo y delimitan los problemas y soluciones plausibles en cada época. Nuestro vivir cotidiano da vigencia a esa imagen del mundo y también la va modificando. Aquí se encuentra nuestro yo biográfico o cotidiano y el mundo interpretado. Es el ámbito de la tradición y la vida social. c) Plano individual: este es el plano del ensimismamiento, donde formamos nuestras convicciones y nos ponemos en claro con nosotros mismos acerca de la realidad y nuestra propia persona. Existe cierta permeabilidad entre estos tres estratos: aun siendo firme el suelo de creencias desde el que vivimos, éstas no son inamovibles. Las propias urgencias del acontecer vital plantean problemas ante los que el hombre reacciona generando ideas. Algunas de estas ideas acaban objetivándose en creencias, 16

adquiriendo tal vigencia social que son asumidas por las generaciones posteriores como una realidad natural. Pero, como veremos a continuación, también puede ocurrir lo contrario: cuando las creencias dejan de tener efectividad en la vida de los hombres éstos empiezan a cuestionarse lo que hasta entonces habían considerado la realidad pasando ésta a considerarse como una cosa del pasado. Por último, puede darse el caso de que no sea una parte sino toda la realidad la que se presente dudosa. Cuando esto ocurre desaparece el plano de las creencias y el hombre se encuentra sólo frente al enigma: es el tiempo de crisis histórica. Ortega dedicará varias obras a analizar los grandes momentos de crisis histórica para poder comprender el momento en el que vive. Desde un punto de vista formal la dinámica histórica es siempre similar: la cultura es la arquitectura del universo, y surge como respuesta racional y técnica a un problema vital. En su origen es creación auténtica, auténticas soluciones que brotan de la vitalidad, del contacto directo entre el hombre y la realidad. De algún modo algunas de estas ideas cristalizan en creencias y pasan a formar parte del mundo objetivo. De tal modo que las siguientes generaciones a estos hombres heredan una cultura ya hecha y la desarrollan haciéndola más compleja. Y, puesto que encuentran ya las soluciones antes de experimentar los problemas que las generaron, la inercia vital les lleva a aceptar el mundo sin ponerlo en cuestión. Entre el hombre y su circunstancia se interpone todo un repertorio de productos culturales que, si bien hunden sus raíces en creencias firmes, sus frutos están cada vez más alejados de las necesidades vitales que las originaron. La cultura 17

se va complicando hasta el punto en el que el hombre llega a sentirse «ahogado por su contorno cultural». El hombre «culto» vive una vida inauténtica porque su fe en el mundo es una fe inerte, vacía de toda vitalidad. Se deja vivir en un mundo que no le pertenece. Al igual que en el origen el hombre se sentía ahogado frente a las cosas y necesitó crear cultura para tratar con ellas, ahora el hombre se ve asfixiado frente a la cultura y necesita retomar el contacto consigo mismo para que su trato con la realidad tenga sentido.

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Los momentos previos a la crisis, a la caída de este telón cultural, son siempre momentos de extremismo y exceso en ambas direcciones; lo mismo se afirma como se reniega del elemento aglutinador de la cultura, ya sea el logos clásico, el Dios medieval o la razón moderna. En todo caso, estos son momentos transitorios que dan paso a la verdadera crisis o naufragio.

3. La vida en crisis. Sólo después de este aparente rodeo metafísico por la estructura y dinámica de la vida humana nos encontramos en condiciones de entender en qué sentido Ortega hace una filosofía desde y para la crisis. [Juzguen ustedes si el diagnóstico que él hace de su tiempo sirve o no para el nuestro]. La experiencia íntima de la que se nutre todo su trabajo es la de vivir en un mundo en crisis: crisis políticas, económica, social, artística, de los fundamentos científicos… crisis del sistema de creencias. Ortega pone todo su empeño en comprender este fenómeno que configura su propia vida. Siente que el mundo moderno ha sucumbido ante su propio desarrollo. Su generación ha sido educada en un mundo en el que ya no es posible vivir. 19

●Deshumanización y barbarie: La sobreproducción cultural y técnica resultante de la creencia moderna en el progreso se ha convertido en un obstáculo para la vida auténtica porque ha producido un desajuste entre los medios disponibles y la conciencia de ellos. El hombremasa es el “nuevo rico” que vive en un mundo sobreabundante en medios pero carente de fines. Cada vez dispone de más tiempo, pero no sabe qué hacer con él. Por eso Ortega nos lo describe como “niño mimado”, “señorito satisfecho” que impone altanero su opinión no fundamentada allá donde se encuentra. El hombre-masa hace uso de los productos sociales, culturales, políticos, técnicos y económicos de su mundo sin darse cuenta que esos medios con los que cuenta para desarrollar su vida no son gratuitos ni naturales; son fruto del esfuerzo de otros hombres y aunque ha llevado siglos construirlos, tan sólo una generación basta para perderlos. Recordemos que nada humano es sustancial, la vida de la que disfrutamos no es un don del hombre sino una adquisición laboriosa, precaria y volátil. Por eso el hombre siempre corre el riesgo de deshumanizarse.

●Realidad difusa: La terrible consecuencia de esta situación será que el hombre, ahora degradado en hombre-masa, se ve obligado a vivir en una realidad difusa y sin paisaje ni programa de vida puesto que ni el yo, ni el mundo, poseen en la barbarie contornos definidos. Ortega verá antes que nadie el precio social de vivir en un mundo sin fronteras. Las crisis históricas desdibujan los contornos de la propia persona convirtiéndole en un ser egoísta e ingrato, incapaz de 20

someterse a ninguna otra cosa que a sus propios deseos, incapaz por tanto de convivir. «Sin creencias firmes la arquitectura del mundo desaparece y el hombre no sabe qué esperar y qué temer del contorno, no sabe lo que es posible y lo que es imposible, lo prohibido y lo debido.» Si vivir es tratar con un contorno y éste desaparece el hombre no puede vivir auténticamente. De ahí que Ortega entrevea las fatales consecuencias de que «todo ello terminará en que el hombre volverá a desear frenéticamente… un mundo».

●Lo

que nos pasa ―dirá Ortega― es que no sabemos lo que nos pasa: Acontece que esa entidad hombre, cuya única realidad consiste en ir hacia un blanco, de pronto, se queda sin blanco, sin embargo, teniendo que ir, que ir siempre ¿dónde? ¿Dónde ir cuando no se sabe dónde? ¿Qué vía tomará el desviado? [...] Todo en nuestro entorno son formas de no saber qué hacer. Estas formas toman, a veces, extraños disfraces, pues hay en todas partes del mundo quienes entran en un frenético hacer, quienes se alcoholizan con una hiperacción inauténtica para llenar el hueco del no saber, en verdad, qué hacer, y al otro extremo hay en el total no hacer, el quietismo y abandono a lo que quiera pasar. No se sabe qué hacer en política, pero tampoco sabe el físico qué está haciendo con su física ni el matemático con su matemática ni el lógico con su lógica […] ni el poeta con su poesía, ni el músico con su música, ni el pintor con su pintura, ni el capitalista con su capital, ni el obrero con su obrería, ni el padre de familia con su familia, y cómo está en crisis [también] se ha vuelto problemática la relación entre el hombre y la mujer». (IX, 965)

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[Permítanme que, a propósito de esta cuestión, haga una pequeña digresión sobre la hiperactividad y el estatismo en nuestro tiempo porque merece la pena pararse a pensar cómo la capa externa de nuestra vida es un continuo trasiego; vivimos frenéticamente corriendo de un lado para otro, tenemos decenas, cientos de whatsapp sin contestar y casi no sacamos un rato para actualizar nuestro estado en Facebook. La interacción con nuestros amigos (ahora contado por cientos) se limita, en muchos casos, a retuitear un comentario, un «me gusta» en el muro o una cara sonriente en el móvil. Repetimos frases hechas, haciéndonos partícipes de la propaganda viral de ideas que nacen y mueren con la misma rapidez que un catarro. Esta comunicación low cost que se nos impone en nuestra vida social hace que vivamos gran parte de nuestra vida a crédito de tópicos y frases hechas que de poco o nada nos sirven cuando necesitamos un lenguaje para poder con nosotros mismos. El resultado es que bajo esa epidermis frenética, estamos paralizados y, lo que debería ser nuestra vida más auténtica, —nuestros proyectos, nuestras relaciones, nuestro compromiso social— se deja llevar por la inercia del tiempo].

●Desequilibrio

entre soledad-sociedad: En las crisis históricas lo que está en juego es la propia vida. Y ésta se juega en el inestable equilibrio entre el yo (que es radical soledad) y su circunstancia (que en su mayor parte reviste la forma de lo social). La complicación de la creencia moderna ha llevado ―a juicio de Ortega― a la deshumanización provocada por una excesiva socialización de la vida. Prisionero, y perdido en su 22

propio progreso, el hombre ha perdido la capacidad de recogerse en sí mismo e inventar su propio programa vital.

●La vida sin porvenir: Sin un subsuelo firme sobre el que apoyar las convicciones el hombre es incapaz de desear. Y sin deseo, el hombre no sabe a qué carta jugarse la vida, ésta se queda sin futuro que es el órgano principal y primario de la vida humana. Por las mismas fechas en las que Paul Valery se lamentaba de que El futuro ya no es lo que era, Ortega dirá que: Habíamos olvidado lo que es, en verdad, el porvenir porque durante los últimos siglos se presentaba a los hombres sobremanera domesticado bajo la “confianza en el progreso”. Hemos olvidado que en su dimensión de futuro nuestra vida es esencial e irremediable inseguridad y, por lo mismo, si no queremos vivir cloroformizados por beaterías emolientes, tenemos obligación de mantener siempre contacto tenaz con este subsuelo de inseguridad que nos constituye. De aquí que yo adopte para mi uso interno la admirable divisa de aquel caballero borgoñón del siglo XV, que decía: “Rien ne m’est sûr que la chose incertaine.” (VI, 785)

●Crisis de la fe en la razón: Todos estos síntomas de crisis que aquí venimos desgranando no son sino la constatación de que la fe en la razón ha dejado de ser una fe viva para el hombre contemporáneo. Veamos a continuación cuál es el lugar –si aún le queda alguno- de la filosofía en todo esto.

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4. El lugar de la filosofía Si repasamos el camino hecho hasta aquí recordaremos que: 1) El punto de partida es la convicción de que «el hombre no es un ser sustancial, no tiene naturaleza… sino historia.» 2) Esto quiere decir que el conocimiento tampoco es un don otorgado al hombre para descubrir las esencias ocultas de la naturaleza, es una función vital cuya misión es la de proporcionarnos seguridad: esquemas con los que saber a qué atenernos respecto a lo que nos rodea y a nosotros mismos. 3) Estos esquemas intelectuales acaban consolidándose en creencias, que son el suelo desde el cual los hombres viven. Las creencias son para los hombres una cuasi-naturaleza, pues, mientras son vigentes, se confunden con la realidad. 4) Sin embargo estas creencias, como todo lo humano, no son estáticas, tienen una consistencia histórica: nacen, crecen, se reproducen culturalmente y mueren, dejando al hombre en un mar de dudas que abre un periodo de crisis hasta que otra nueva creencia se vuelve a formar bajo nuestros pies. 5) Ortega va a analizar cuidadosamente la historia de la humanidad y va a llegar a la conclusión de que la creencia que en su tiempo ha entrado en crisis es precisamente la creencia en la razón. Del mismo modo que el hombre primitivo creía que la naturaleza estaba gobernada por fuerzas incoercibles y libres, y por tanto su modo de relacionarse con ella tenía que ver con el 24

ensueño, la embriaguez o el trance. La historia de Europa desde el siglo VI a.C. se basa en la creencia en una realidad sustancial y cognoscible, por lo tanto, el modo de interacción con ella ha sido el conocimiento, y la forma superior de éste: la filosofía. La conclusión de este análisis es que nuestro modo de pensar, es fruto de una coyuntura histórica y se fundamenta en la creencia pre-racional en una naturaleza o cosa. Dicho de una vez; nuestra fe en la razón (en tanto que fe) no es racional, es histórica. La filosofía, entendida como pensar lógico y conceptual no es una facultad innata al hombre sino una “forma de vida” histórica que procede de una anterior y que necesariamente derivará en otra. En sintonía con lo que serán más tarde las tesis de Rorty sobre el fin de la filosofía, Ortega advertirá que la filosofía no es un ente suprahistórico, ni puede ofrecer un punto de vista absoluto y universal sobre lo real. Al igual que todo lo que hace el hombre, está enraizada en el acontecer vital por lo que del mismo modo que tuvo un principio, tendrá un final que quizá no esté muy lejano. No es descabellado pensar que en un futuro el hombre viva de certezas no racionales, no obstante, una creencia no se abandona si no es por otra. Y el hecho de que el mundo nos siga pareciendo aún dudoso es síntoma claro de que todavía estamos en la creencia en la razón, no podemos dar la espalda a las formas de vida que nos han traído hasta aquí. Nuestro modo de vida sigue siendo intelectual así que necesitamos seguir interpretando teóricamente el mundo, haciendo filosofía.

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No podemos renunciar a la razón como guía de orientación vital, pero podemos redefinirla adscribiéndola a la vida y aceptando las reglas de juego que el acontecer vital impone. Hasta ahora el conocimiento había intentado disolver las contradicciones de la vida humana constriñéndolas en esquemas racionalistas pero «ha llegado la hora de que la simiente de Heráclito dé su magna cosecha». Debemos aceptar que la lógica del pensamiento no coincide necesariamente con la lógica de lo real. En lugar de simplificar la realidad para que se adapte a nuestros conceptos, tengamos el valor de afirmarla en su paradójica complejidad «convirtiendo en punto de apoyo aquello mismo que generó nuestra sensación de abismo». «Renunciemos alegremente, valerosamente, a la comodidad de presumir que lo real es lógico y reconozcamos que lo único lógico es el pensamiento». Ortega se sitúa a la misma distancia del irracionalismo como del racionalismo, ambas son posiciones extremas que falsifican la realidad. El hombre necesita de la razón y seguirá usando de ella para saber a qué atenerse en su circunstancia siempre cambiante y enigmática. Nuestra constitutiva limitación; el no poseer naturaleza sino historia, no es un error que haya que eliminar o ignorar, es precisamente nuestro punto de partida, aquello que nos define y nos permite ir más allá. La conciencia de nuestro ser indigente pasa así de ser un «límite trágico a una dulce frontera». Frente a las centurias pasadas en que la filosofía quiso ser ciencia y perdió la noción de sus propios límites, Ortega vuelve la vista al nacimiento del saber filosófico 26

buscando allí el sentido original que dio lugar a nuestra creencia moribunda. La filosofía será necesariamente lo que siempre ha sido: para-doxa frente al lugar común y conocimiento del universo. Pero ahora el filósofo es consciente de los límites de su quehacer, él también es un especialista: un especialista en universos que intenta ponerse frente a la realidad sin subterfugios ni pretensiones de totalidad porque sabe que su punto de vista es tan sólo una perspectiva más sobre el universo que debe ser completada en el discurrir histórico. En cierta medida el filósofo comparte destino con Penélope; de día remienda con hilos de ideas el manto de nuestras creencias que nos resguardan de la incertidumbre. Y de noche desteje la tela ya gastada dejando al descubierto la fragilidad de nuestras falsas seguridades. En este tejer y destejer, el mundo en el que vivimos se va siempre renovando. Entre el estatismo de la vida gregaria que se deja arrastrar por la corriente deshumanizada de lo social y el dogmatismo de la razón moderna que impone contracorriente sus esquemas a priori, Ortega nos ofrece otro modo de entender la razón; una razón vital, histórica, narrativa, simbólica, que, sin renunciar a ser razón y a proporcionarnos relatos de la realidad, es capaz de adaptarse al torrente de la vida con lo que en ella hay de contradicción, paradoja e incertidumbre. Quizás más que nunca, en los periodos de crisis en los que todo se vuelve incierto, la misión de la filosofía sea la seguir pensando, seguir inventando un mundo en el que el hombre pueda vivir jovial y enérgicamente en medio de la radical inquietud. No se trata, pues, de 27

abandonarse en la perplejidad, ni de especular sobre una realidad utópica. La propuesta de Ortega consiste contar con las limitaciones de nuestra vida para llevarla a plenitud. «La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre», dirá Ortega. La consigna que la filosofía orteguiana nos deja en estos tiempos nuestros, tan turbulentos, es que debemos aprender, como hacen los buenos marineros a ceñirnos al viento de nuestra circunstancia para que, al término del naufragio hayamos arribado en la playa de nosotros mismos. Del mismo modo que comenzaba a la manera en que Ortega se refería a sus oyentes, cierro esta hora ―espero que para ustedes no desaprovechada― con esta otra cita que da título a la charla: Esta es la intención de mi pensamiento filosófico en general, que apenas sí ha asomado el hocico en estas conferencias, la intención de que el hombre, cualesquiera sean sus ideas sobre lo que hay a ultranza de la vida, deje de cocear contra su efímero destino, e instalándose en él como definitivamente, se adapte a esa transitoriedad inevitable; y así, su instante perecedero tenga para él algún dejo de eternidad. Como decía Leonardo; "El que no puede lo que quiere, que quiera lo que puede". Y este es el sentido del lema que llevará mi libro, hace años en preparación: Mobilis in mobile, "Móvil en lo inquieto", "Fugaz en lo fugaz". (IX, 327)

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