Mitos de la España inmortal. Conmemoraciones y nacionalismo español en el siglo XX

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MITOS DE LA ESPAÑA INMORTAL Conmemoraciones y nacionalismo español en el siglo xx Javier Moreno Luzón

“¡Mártires de la lealtad!, / que, del honor al arrullo, / fuisteis de la Patria orgullo / y honra de la Humanidad. En la tumba descansad, / que el valiente pueblo ibero / jura con rostro altanero, / que, hasta que España sucumba, / no pisará vuestra tumba / la planta del extranjero”1.

La identidad nacional y las conmemoraciones

Cualquier identidad, individual o colectiva, constituye un fenómeno cambiante, en absoluto inmutable o perpetuo, y para persistir necesita renovarse periódicamente, actualizarse de acuerdo con las circunstancias y con los intereses de los actores presentes en cada situación. Toda comunidad precisa de unas referencias culturales que le den sentido de continuidad, tiene que asumir un pasado y proyectar un futuro para seguir existiendo. En ese contexto resultan útiles los mitos, lo símbolos y los rituales, que sirven para crear y mantener vivas las identidades, proporcionando cohesión al grupo humano correspondiente. Las identidades nacionales no son, en lo fundamental, distintas de las demás, aunque poseen un gran peso político. Los historiadores preocupados por estos temas han concedido mucha importancia a la fabricación o invención de las naciones como construcciones recientes, pensadas para legitimar los sistemas políticos contemporáneos. Según el enfoque historiográfico comúnmente aceptado, son los nacionalistas quienes arman y restauran los imaginarios nacionales, aunque también parece claro que semejante tarea arquitectónica se hace imposible si no se cuenta con materiales sólidos como la lengua, la religión, la experiencia histórica, algunas costumbres y leyes o los vínculos 1 Bernardo López García, “Al Dos de Mayo” (1862-1863), citado por ejemplo en Historia de España. Primer Grado, Zaragoza, Luis Vives, 1952, pág. 108.

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con un territorio concreto2. Entre los medios empleados en la construcción nacional destaca la elaboración de mitos, de relatos fabulados que explican el origen remoto y los hitos principales en la trayectoria de las naciones, marcas en las que se reconocen sus rasgos más duraderos y que requieren también actualizaciones frecuentes. Los hechos gloriosos y los héroes y mártires que dieron su vida por la patria encarnan a ojos de los nacionalistas las características esenciales y cuasi-eternas de esa comunidad, que se manifestaron en una época dorada del pasado y que hay que recuperar para que la nación vuelva a ser grande. Como ha señalado John R. Gillis, una de las cualidades más sobresalientes de las conmemoraciones nacionales reside en su preferencia por los muertos. Los muertos son el ejemplo de los vivos, les sirven de inspiración3. El recuerdo de las fechas clave y de los personajes heroicos de la historia nacional cumple pues una misión de primer orden en la creación y el mantenimiento de las identidades nacionales. A través de las conmemoraciones, la mitología nacionalista se consolida, se transforma y se pone al día. De la misma manera, esos mitos se difunden con el propósito de articular y fortalecer lazos emocionales entre los habitantes de un territorio y la idea de nación. Junto 2 Hay una bibliografía ingente sobre estas cuestiones, aunque es inevitable referirse a títulos como el de Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención de la tradición, Crítica, Barcelona, 2002 (1ª ed. 1983). Véanse también, por ejemplo, las recientes reflexiones de Anne-Marie Thiesse, “Les identités nationales, un paradigme transnational”, en Alain Dieckhoff y Christophe Jaffrelot (dirs.), Repenser le nationalisme. Théories et pratiques, Sciences Po, París, 2006, págs. 193-226. 3 John R. Gillis, “Memory and identity: the history of a relationship”, en John R. Gillis (ed.), Commemorations. The Politics of National Identity, Princeton University Press, Princeton, 1994, págs. 3-24. Anthony D. Smith, “Conmemorando a los muertos, inspirando a los vivos. Mapas, recuerdos y moralejas en la recreación de las identidades nacionales”, Revista Mexicana de Sociología, 60 (1) (1998), págs. 61-80.

con otros mecanismos, la conmemoración contribuye a nacionalizar a los ciudadanos, a homogeneizar la cultura de los pobladores del país, algo especialmente significativo en la era de las masas que arrancó en Europa durante las últimas décadas del siglo xix y se extendió por todo el xx, cuando la política ya no atañía sólo a las élites sino que implicaba a una buena parte de la población. Las conmemoraciones se convierten en experiencias que construyen identidad, los individuos pueden reconocerse en la nación a través de sus ceremonias y festejos4. Sin embargo, para eso no vale cualquier mito, ya que su significado ha de parecer verosímil y relevante. Los mitos nacionales con más éxito son los que suscitan cierto consenso social, es decir, aquéllos a los que la mayoría de las opiniones concede un gran valor, y que a la vez resultan polivalentes, es decir, soportan sin fracturarse múltiples interpretaciones por parte de unos y otros. Es difícil asentar un mito nacional y difícil también acabar con él; los buenos mitos son, por así decirlo, de larga duración. El estudio de las conmemoraciones abre pues una ventana al análisis de las ideologías y los movimientos nacionalistas y de las identidades nacionales en un momento dado, y también al de las vivencias de la nación por parte de la gente. La historiografía se ha fijado ante todo en las instancias estatales dedicadas a la nacionalización, que, junto con los movimientos nacionalistas, recogen los mitos confeccionados por los intelectuales y los transmiten por diversos cauces, entre ellos las conmemoraciones. Pero, vista de cerca, la cuestión se hace más compleja. En primer lugar, porque en cada conmemoración 4 Para esta cuestión sigue siendo ineludible la referencia a George L. Mosse, La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerras Napoleónicas al Tercer Reich, Marcial Pons Historia, Madrid, 2005 (1ª ed. 1975).

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intervienen actores diversos y heterogéneos, no sólo el Estado o las organizaciones declaradamente nacionalistas, y al lado de las autoridades nacionales adquieren un relieve notable las locales y la sociedad civil, compuesta por diferentes asociaciones y particulares. Una sola persona con iniciativa puede ser determinante5. Y porque la transmisión de valores nacionalistas discurre en sentido vertical, desde las instituciones hasta los individuos –a través, por ejemplo, de 5 Por ejemplo, el centenario de la independencia norteamericana en 1876, donde no hubo apenas intervención gubernamental sino que predominaron las iniciativas privadas: Lyn Spillman, Nation and Commemoration. Creating national identities in the United States and Australia, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.

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la escuela, del ejército o de las fiestas oficiales– pero también en un sentido horizontal, entre las fuerzas que interactúan dentro de la arena política. Eso tan escurridizo que ha dado en llamarse memoria nacional no se asemeja a un compuesto cocinado por los intelectuales que los gobernantes inoculan sin más a ciudadanos pasivos; sino que se parece más bien a un campo de juego, a un terreno en el que múltiples protagonistas se disputan el significado de la historia, reinterpretan el pasado patrio para reforzar su propia identidad, imponer su versión y apropiarse así de un instrumento crucial de poder. De ahí la importancia de la pugna por la memoria. Es decir, la conmemoración representa siempre un acto político –la política de la memoria es parte de la vida

política general– y da lugar a conflictos entre partidos o facciones enfrentados6. Cabe hablar de distintos tipos de conmemoraciones nacionalistas. Unas veces se trata de efemérides habituales y pautadas, como las que celebran cada año una fecha memorable y en algunos casos, por su especial relevancia, adquieren la categoría de fiesta nacional. El calendario festivo marca la existencia cotidiana de los ciudadanos, participen o no de los ceremoniales. Otras pueden ser extraordinarias, como los homenajes esporádicos a alguna personalidad o los centenarios que proliferaron desde el último cuarto del siglo xix hasta transformarse en las ocasiones conmemorativas más frecuentes. Las conmemoraciones conforman lugares de memoria, señas de identidad, y a menudo esos lugares anidan en construcciones reales, materiales, dedicadas a la memoria nacional, como ocurre con los monumentos o mausoleos erigidos en honor de los héroes o de los muertos ilustres, caídos o mártires de la causa, que se levantan en un momento determinado pero se dotan constantemente de significado mediante la orquestación periódica de rituales. Incluso algunos edificios históricos o paisajes naturales se convierten en espacios sagrados para el nacionalismo. Como consecuencia de todo lo dicho se ha comparado a los nacionalistas con los feligreses de una iglesia, que se nutren también de mitos, símbolos y ritos. Una confesión cristiana recuerda continuamente el sacrificio de Cristo, se mira en el ejemplo de los santos y mártires, establece el calendario vital de los creyentes, reafirma su fe en ceremonias repetidas sin descanso y consagra espacios al culto. La misa discurre en torno a una conmemoración. Así, el nacionalismo se adorna con muchos de los rasgos de las religiones, transfiriendo a la patria terrenal la 6 Henry Vivian Nelles, The Art of Nation-Building. Pageantry and Spectacle at Quebec’s Tercentenary, University of Toronto Press, Toronto, 1999.

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sacralidad antes reservada al ámbito sobrenatural y formando una comunión de ciudadanos. En algunos momentos llega a alumbrar una religión civil –o incluso una auténtica religión política–capaz de rivalizar con los credos tradicionales7. Una conmemoración nacional moderna suelen abarcar numerosas manifestaciones y no se reduce a la mera erección de estatuas o a ciertas iniciativas gubernamentales, por lo que conviene atender a su complejidad dentro de una esfera pública en desarrollo donde intervienen múltiples actores y medios de comunicación. Las conmemoraciones cambian, en cada periodo adquieren formas singulares, se intensifican o desaparecen. Abundan cuando urge la legitimación popular de un sistema político o en épocas de crisis, cambios acelerados y creciente inseguridad, que suelen conducir a la búsqueda de referentes estables en el pasado. El siglo xx, protagonizado por las masas y sacudido por rápidas transformaciones, fue terreno abonado para la conmemoración. Las peculiaridades del nacionalismo español

Hasta hace poco, la interpretación más asentada acerca del nacionalismo español en la época contemporánea lo caracterizaba como un nacionalismo endeble y fracasado, un juicio que se basaba en la debilidad del proceso de nacionalización española durante el siglo xix, considerado normalmente como una excepción en la Europa occidental. Las carencias del españolismo se vinculaban a la falta de voluntad de las élites gobernantes, encerradas en el disfrute oligárquico del poder, y a la consiguiente escasez de los recursos estatales puestos al servicio de los fines nacionalizadores, así como al enfrentamiento entre varios proyectos nacionales incompatibles y al peso de la Iglesia católica como un imponente obstáculo en el desarrollo de una nacionalidad moderna. Esta tesis formaba parte de la narrativa melancólica de la historia de España, pendiente de las ausencias más que de las presencias, atravesada por la tristeza y el desasosiego ante lo que faltaba y poco antenta a lo que efectivamente había. Si hace décadas se habían subrayado la inexistencia de una verdadera revolución burguesa o la fallida democratización política, ahora se predicaba lo mismo de la nación. Bien es cierto que ya no se hablaba 7 Carlton J.H. Hayes, Nationalism: a Religion, Macmillan, Nueva York, 1960. Anthony D. Smith, “The ‘sacred’ dimension of nationalism”, Millennium: Journal of International Politics, 29 (3) (2000), pp. 791814. Múltiples casos, en Maurizio Ridolfi (ed.), Rituali civili. Storie nazionali e memorie pubbliche nell’Europa contemporanea, Gangemi Editore, Roma, 2006.

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de la burguesía sino de los liberales, a quienes sin embargo se aplicaban los mismos razonamientos que antes habían acusado a los burgueses para afirmar que, pese a que se daban ciertas condiciones favorables, no habían representado el papel que les correspondía: así, los liberales españoles del Ochocientos no habían cumplido con la misión histórica de nacionalizar a sus paisanos. Para ello se aportaban unos cuantos datos indiscutibles, como una escolarización deficiente, causa de la pertinacia de un analfabetismo abrumador; o un ejército injusto, ajeno a la movilización democrática. Junto a ellos se remarcaba la insólita ausencia de fiestas nacionales y de símbolos poderosos: apenas un himno nacional sin letra, inadecuado por tanto para emocionar al público; una bandera discutida, que más que unidad provocaba división; y algún intento fallido de fundar un panteón nacional. En definitiva, esa débil nacionalización habría permitido la subsistencia de fuertes identidades locales y habría dado lugar a un vacío que ocuparon otros nacionalismos allí donde había culturas susceptibles de ser tratadas como nacionales, como en Cataluña y el País Vasco8. Recientemente se han puesto en cuestión estas tesis por varias razones, que van desde la escasez de investigaciones de base que las sustenten hasta las acusaciones de presentismo o cripto-nacionalismo 9. En cualquier caso, las críticas contribuyen a abandonar la visión melancólica del asunto, incitan a profundizar en él y, si bien parece absurdo negar que la identidad nacional española resultara problemática, animan a establecer una perspectiva comparada que acabe con prejuicios acerca del fracaso o la excepcionalidad del caso español. Una manera de evitar estos riesgos consiste, por ejemplo, en revisar el ejemplo de Francia, tenido durante mucho tiempo como un modelo de éxito indiscutible en la construcción nacional debido a la labor de sus gobiernos. Con 8 El repaso historiográfico más actualizado sobre el tema es el de Fernando Molina Aparicio, “Modernidad e identidad nacional. El nacionalismo español del siglo xix y su historiografía”, Historia Social, 52 (2005), págs. 147-171. Los elementos básicos de esta interpretación se hallan en obras, por otro lado fundamentales, como las de Borja de Riquer, Escolta Espanya. La cuestión catalana en la España liberal, Marcial Pons Historia, Madrid, 2001 (recopilación de trabajos de 1990-2001); y Carlos Serrano, El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación, Taurus, Madrid, 1999. Una visión más equilibrada, en José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo xix, Taurus, Madrid, 2001, págs. 533-565. 9 Véanse, por ejemplo, las críticas de Ferran Archilés, “¿Quién necesita la nación débil? La débil nacionalización española y los historiadores”, en Carlos Forcadell, Gonzalo Pasamar, Ignacio Peiró, Alberto Sabio y Rafael Valls (eds.), Usos de la Historia y políticas de la memoria, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2004, págs. 187-208.

un simple vistazo a los numerosos conflictos surgidos en torno a la nación francesa, que echan por tierra la supuesta unanimidad republicana, o los descubrimientos acerca de la tardía nacionalización de los campesinos franceses, incompleta hasta los años previos a la Gran Guerra, se relajaría mucho la dolida perspectiva hispánica10. Algo más fácil aún si se desplaza el foco de atención hacia el último tercio del siglo xix y el primero del xx, cuando la irrupción de las masas en la arena pública hizo más necesarias que nunca las campañas nacionalizadoras en la mayor parte de Europa. Desde luego, en la España del Novecientos la pasividad de las autoridades queda en entredicho, pues tanto las élites nacionales como las locales emprendieron múltiples políticas de la memoria destinadas a reafirmar sus propias versiones del imaginario españolista y convencer con ellas a la población: políticas educativas y culturales – en escuelas, museos, bibliotecas, archivos, excavaciones arqueológicas, iniciativas turísticas o exposiciones–, erección de estatuas, establecimiento y celebración de fiestas y centenarios, homenajes a los héroes y caídos nacionales, etc. En esta lucha por la memoria no sólo intervenían los gobernantes sino muchos otros elementos, como la prensa, los partidos políticos de cualquier color y un sinfín de asociaciones. Las conmemoraciones se convertían a menudo en festejos populares. Y en muchas de esas manifestaciones se mostraba la enorme fuerza del relato nacionalista de la historia de España cuajado en el siglo xix a partir de crónicas anteriores y completado más tarde con motivos añadidos. Los mitos que conformaban ese relato se difundieron en conmemoraciones de todo tipo y en los lugares sagrados de la memoria nacional. Conviene aclarar que, en contra de lo que suele afirmarse, cuando llegó el cambio de siglo los símbolos nacionales estaban bastante extendidos y aceptados por buena parte de los españoles. Eran, eso sí, y como ocurría en otros países con regímenes monárquicos, los símbolos asociados a la monarquía y asumidos como propios por el Estado: la bandera rojigualda, empleada incluso por los republicanos durante el xix y presente en muchos lugares, desde las escuelas hasta las verbenas y las corridas de toros; la marcha real o marcha de granaderos, el himno que se tocaba en los actos oficiales y so-

10 Herman Lebovics, “Creating the authentic France: struggles over French identity in the first half of the Twentieth Century”, en Gillis (ed.), Commemorations, pp. 239-257. Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford University Press, Stanford, 1976.

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Javier Moreno Luzón

naba en zarzuelas y desfiles; o el brillo público de los días señalados en el calendario cortesano. La imposición de su obligatoriedad por parte de las autoridades a comienzos del xx, en respuesta a los retos catalanistas, se ha confundido a menudo con la extensión de su uso, muy anterior. Además, no sería exagerado considerar al rey o a la reina símbolos de España en sus momentos de mayor exposición popular, como los viajes regios. Se pueden destacar así tanto el peso de la monarquía en la identidad nacional española – para muchos españolistas ambas resultaban inseparables– como la capacidad nacionalizadora de la corona, con la que podían medirse muy pocas instituciones. Una de las debilidades del republicanismo español residía precisamente en la fuerza de esa identificación entre patria y monarquía, que dificultó en los años treinta, bajo la Segunda República, el asentamiento de un imaginario nacionalista alternativo. En cuanto a las conmemoraciones, las visiones habituales del nacionalismo español han insistido en que no hubo fiesta nacional hasta la declaración del 12 de octubre como tal en 1918, una llegada tardía que abona la frágil nacionalización de los españoles. Como ya se ha dicho, los historiadores han mirado casi siempre a Francia, en este caso a la fiesta revolucionaria del 14 de julio, y han lamentado que en España no hubiera nada parecido. Han obviado en cambio otros ejemplos relevantes como el de Inglaterra, que no tuvo una fiesta nacional al estilo francés y cuya efeméride oficial más importante solía ser el cumpleaños de la reina o del rey, lo mismo que pasaba en otras monarquías y en España, donde el santo y el cumpleaños de los monarcas y del príncipe –sobre todo la onomástica del soberano– tenían esa misma consideración11. Además, se ha subrayado que la fiesta nacional ha acarreado dudas, conflictos y discontinuidades, como demuestra el hecho de que cada régimen del siglo xx impusiera su fecha preferida: el 14 de abril la República, el 18 de julio la dictadura franquista. No obstante, pocas veces se ha reparado en que el 12 de octubre, día del descubrimiento de América, ha sido fiesta nacional de forma ininterrumpida desde 1918 hasta hoy, lo cual obliga a buscar las razones de un fenómeno tan significativo. O, dicho de otro modo, a colocar las presencias junto a las ausencias antes de hacer balance. 11 Se amplían estas cuestiones en Javier Moreno Luzón, “El rey patriota. Alfonso XIII y el nacionalismo español”, en Ángeles Lario (ed.), Monarquía y República en la España contemporánea, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007 (en prensa).

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Respecto a la Iglesia, que se ha considerado un impedimiento al progreso de las tareas nacionalizadoras, lo cierto es que también podría contemplarse como un factor de nacionalización desde el momento en que hizo suya la idea de nación, la asoció con lo religioso y se dedicó a difundirla de acuerdo con una versión del españolismo que acabó desembocando en el nacional-catolicismo. Basta recordar que una de las primeras grandes conmemoraciones nacionalistas organizadas por los católicos se produjo en 1889 – en respuesta al centenario de la Revolución Francesa– para rememorar el 1300 aniversario del abandono de la herejía por parte del rey visigodo Recaredo, que simbolizaba la unidad católica de España12. No debe menospreciarse, como ocurre a menudo, la utilización de medios modernos de hacer política por parte de sectores conservadores o reaccionarios. Más aún, hoy no parece en absoluto probado que la fortaleza de las identidades locales o regionales implique la debilidad de la identidad nacional, puesto que en España, como en otros países, unas resultaban a menudo complementarias de la otra y muchas veces sólo se accedía a la identificación con el imaginario nacional a través de la sublimación del local, un rasgo muy presente en las conmemoraciones. La manera regional de ser –la asturiana, la valenciana o la aragonesa– se tenía no sólo por una de las variadas formas de ser español, sino con frecuencia por la mejor de las posibles, y cabía afirmar que a cuanta más región, más nación. Algo que, como ha indicado Xosé Manoel Núñez Seixas, creyeron incluso las dictaduras españolistas. El descubrimiento por parte de la historiografía europea de los lazos entre estos campos identitarios ha conducido a hablar de un giro local en los estudios sobre el nacionalismo13. Por último, cabe pensar de nuevo sobre los efectos que pudo tener la existencia de distintas visiones enfrentadas del nacionalismo español sobre la identidad nacional y la nacionalización de los españoles14. Los mitos nacionales admitían lecturas diversas, pe-

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La nacionalización de los mensajes católicos, en Álvarez Junco, Mater dolorosa, págs. 405-457. Jordi Canal, “Recaredo contra la Revolución: el carlismo y la conmemoración del ‘XIII Centenario de la Unidad Católica’ (1889)”, en Carolyn P. Boyd (ed.), Religión y política en la España contemporánea, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, págs. 249269. 13 Véanse los trabajos recogidos en Xosé Manoel Núñez Seixas (ed.), “La construcción de la identidad regional en Europa y España (siglos XIX y XX)”, dossier de Ayer, 64 (2006), pp. 9- 231. 14 Carolyn Boyd, Historia Patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975, Pomares-Corredor, Barcelona, 2000.

ro ello no conllevaba necesariamente una gran debilidad, ya que su misma importancia los hacía objeto de disputas: en realidad, muchos de los mitos eran los mismos para unos y para otros, aunque cada cual los interpretara a su gusto. Las diferencias obstaculizaban a veces, eso sí, la difusión de mensajes eficaces por parte de las autoridades, aunque quede en el aire la duda sobre si este hecho impedía la nacionalización por otros medios no oficiales. De cualquier modo, lo que parece indiscutible es que el siglo xx español ha estado marcado por la lucha a muerte entre varios españolismos. Por un lado, el nacionalismo liberal, con su versión democrática y republicana; por otro, el nacionalismo conservador y católico y, durante pocos años, un incipiente nacionalismo fascista. El triunfo del nacional-catolicismo bajo la prolongada dictadura de Franco marcó profundamente el españolismo y ha tenido consecuencias decisivas hasta la actualidad. Centenariomanía

Ya en las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx se manifestó en España una fiebre conmemorativa sin precedentes. Se ha hablado de estatuomanía por la abundancia de monumentos públicos, pero podrían añadirse otros calificativos como centenariomanía y conmemoracionitis. Pocas cosas quedaron sin celebrar y las iniciativas de cualquier año llenarían muchas páginas. Algo que pasó casi a la vez en otros países occidentales, donde se orquestaron grandes festejos como los del centenario de la Revolución Francesa o los del Jubileo de la reina Victoria de Inglaterra en 1897, y que se ha interpretado como una reacción política a la falta de cohesión social y a las convulsiones provocadas por la modernización económica que recorrió el periodo. En España, donde la preocupación por las conmemoraciones se hizo patente bajo los diferentes gobiernos de la Restauración, se añadieron algunos estímulos específicos en torno al cambio de siglo. Primero, el surgimiento del catalanismo –y en menor medida del nacionalismo vasco–como desafío al modelo de Estado-nación ochocentista. Segundo, el golpe a la conciencia nacional que supuso el Desastre de 1898, la fulminante derrota en la guerra colonial con Estados Unidos que, pese a no tener efectos económicos catastróficos, afectó profundamente a las élites españolas. Y, tercero, los inicios de la enorme conflictividad social que iba a caracterizar la primera mitad del nuevo siglo. El nacionalismo español se puso en marcha para responder a los otros nacionalismos, para atajar el malestar social y para sacar a España de su postración o, dicho en términos de la época, para rege29

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nerarla. Lo cual implicaba alentar la nacionalización de los españoles. Con ese fin se conmemoraron las glorias patrias, sentidas como ejemplos que debían seguirse y aprovecharse para reconstituir a la nación15. Hubo, claro está, conmemoraciones de muy distinto signo, pero la mayoría tenía como fin recordar, celebrar y actualizar mitos nacionalistas. La historia de España variaba dependiendo de quién la contara: no era lo mismo la versión liberal progresista, que ponía el énfasis en los logros y heroicidades del bendito pueblo español a través de los siglos, que la versión católica conservadora, más atenta a los indisolubles vínculos de la nación con la defensa de la fe religiosa y de la monarquía. Sin embargo, había algunos mitos comunes que estructuraban la historia nacional y que, canonizados en su mayor parte por la historiografía decimonónica y la pintura de historia, se difundían a través de cauces diversos, de los manuales escolares al teatro o la zarzuela, la poesía o la prensa. En ellos se encarnaban los rasgos esenciales de lo español, inmutables desde los tiempos más oscuros hasta la actualidad, desplegados en un marco territorial inequívoco y dirigidos hacia el logro y la preservación de la unidad nacional, uncida de un modo u otro a la monarquía. La historia en cuestión arrancaba con episodios sacados de la antigüedad como el sitio cartaginés de Sagunto y el romano de Numancia, pruebas de la resistencia inveterada de los hispanos a las invasiones extranjeras; seguía luego con la romanización, la llegada del cristianismo y las vicisitudes del reino visigodo para, tras la invasión árabe, iniciar en la batalla de Covadonga la Reconquista, cuando las aspiraciones españolas se habían fundido con los reinos cristianos en su lucha contra los musulmanes. La empresa culminaba con la unificación conseguida por los Reyes Católicos, que traía una verdadera edad dorada, y se prolongaba en el descubrimiento y la conquista de América. Con variantes significativas respecto a la España moderna, regida por dinastías extranjeras con desigual fama, el relato desembocaba en la Guerra de la Independencia frente a la agresión napoleónica, la epopeya nacional por antonomasia. A lo largo de él se traslucía una imagen de los es-

pañoles como gentes belicosas e individualistas, celosas de la libertad nacional y capaces de los mayores sacrificios con tal de preservar su forma de ser16. Entre las conmemoraciones más visibles en los decenios iniciales del xx, algunas sublimaban mitos que, por su preeminencia y su protagonismo ulterior, podrían considerarse parte del núcleo central del imaginario español contemporáneo, sujetos a varias interpretaciones y resistentes a los violentos vaivenes políticos que sufrió el país a lo largo del siglo. Uno de los principales era, ya se ha dicho, el de la Guerra de la Independencia, concebida por los nacionalistas como un levantamiento unánime contra la invasión francesa en 1808 que, tras inmensos sufrimientos, había conducido a la victoria sobre Napoleón. Una prueba irrefutable de la existencia y el vigor de la nación española. El primer centenario de la contienda, entre 1908 y 1913, dio lugar a la reivindicación de las glorias nacionales, de batallas y héroes que parecían modelos válidos en el presente para demostrar, tras el infausto Desastre, que España era una gran nación, una sola, y podía elevarse al rango de potencia respetable. El ejemplo de los mártires de 1808 debía inspirar a los españoles de 1908 la regeneración de la patria. No obstante, la ocasión contó con un apoyo gubernamental intermitente, retraído en ciertos momentos por razones de política interior y exterior, de manera que la mayoría de las celebraciones partió de los municipios y las fuerzas vivas locales. Cada ciudad recordó a sus propios héroes, lo cual no implicaba que las identidades provincianas o regionales contradijeran la identidad nacional sino todo lo contrario, ya que tendieron a fortalecerla. Agustina de Aragón, la heroína más famosa, representaba a toda España. Hubo excepciones en Cataluña, donde un nacionalismo alternativo alentaba otras lealtades y conmemoraciones, pero en general cada lugar puso de relieve lo magnífica que había sido su contribución al esfuerzo conjunto por librarse de los franceses. Como ha comprobado Christian Demange, proliferaron medallas, estatuas, placas, iluminaciones y hasta proyecciones de cine y competiciones deportivas. El anclaje local de los festejos nacionalistas

15 Sobre estatuas, véanse Carlos Reyero, La escultura conmemorativa en España. La edad de oro del monumento público, 1820-1914, Madrid, Cátedra, 1999; y Mª del Carmen Lacarra Ducay y Cristina Giménez Navarro, Historia y política a través de la escultura pública 1820-1920, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2003. Reflexiones generales acerca de las conmemoraciones de esta época, en Eric Storm, “La conmemoración de héroes nacionales en la España de la Restauración. El centenario de El Greco de 1914”, Historia y Política, 12 (2004), pp. 79-104.

16 Álvarez Junco, Mater dolorosa, págs. 187-279. Juan Sisinio Pérez Garzón, “La creación de la historia de España”, en Juan Sisinio Pérez Garzón y otros, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Crítica, Barcelona, 2000, págs. 63-110. Roberto López-Vela, “De Numancia a Zaragoza. La construcción del pasado nacional en las historias de España del Ochocientos”, en Ricardo García Cárcel (coord.), La construcción de las historias de España, Fundación Carolina/Marcial Pons Historia, Madrid, 2004, págs. 195-298.

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facilitó además una notable participación en los mismos, de modo que el entusiasmo popular desbordó a las élites17. Casi todos los actores políticos quisieron así beneficiarse del mito antinapoleónico. Sobresalieron el ejército, la prensa de izquierdas, numerosas asociaciones y también la corona: el rey Alfonso XIII mostró su compromiso con el españolismo y su enorme poder de convocatoria. De hecho, fue él quien salvó del abandono oficial el centenario del Dos de Mayo –el alzamiento contra Napoleón en el Madrid de 1808–, uno de los mitos populares más relevantes. Había, eso sí, diferencias en cuanto al significado de la francesada. Si los católicos y conservadores veían la guerra como un esfuerzo para preservar las tradiciones monárquicas y religiosas frente a la amenaza que provenía de la Revolución Francesa, los liberales y republicanos subrayaban la vitalidad del pueblo y la deserción de la aristocracia respecto a la causa nacional. Esta discusión no afectó negativamente a la mayoría de los actos y ceremonias, sino que los multiplicó. Sí que perjudicó a las celebraciones que no contaban con el consenso de ambas partes, como el centenario de las Cortes que habían elaborado en Cádiz la primera Constitución española, la de 1812, una efeméride rechazada por la Iglesia aunque respaldada por el gobierno liberal y por los republicanos, muy conscientes del carácter cívico y educativo del evento. Sin embargo, los progresistas lograron poner su sello en los números principales del centenario, como la Exposición Hispano-Francesa organizada en Zaragoza para conmemorar los sitios a que se había visto sometida esa ciudad por parte de las tropas francesas, feria que contó con bastantes recursos oficiales bajo la égida de un ideario regeneracionista que fiaba el progreso de la patria a la ciencia, la tecnología y el acercamiento a Europa. Frente a la francofobia acostumbrada se impuso la francofilia modernizadora18. El segundo mito que podría destacarse es el de Miguel de Cervantes, quintaesencia del genio español, del Volksgeist encarnado en la lengua castellana y vertido en su obra 17 Javier Moreno Luzón, “Entre el progreso y la virgen del Pilar. La pugna por la memoria en el centenario de la Guerra de la Independencia”, Historia y Política, 12 (2004), pp. 41-78. Christian Demange, “Mitos y memorias de la Guerra de la Independencia. La construcción nacional vista desde las conmemoraciones del primer centenario”, ponencia presentada en el coloquio Mito y memorias de la Guerra de la Independencia en España (1808-1908), celebrado en la Casa de Velázquez de Madrid del 23 al 25 de noviembre de 2005. 18 Javier Moreno Luzón, “Entre el progreso y la virgen del Pilar”, y “Memoria de la nación liberal. El primer centenario de las Cortes de Cádiz”, Ayer, 52 (2003), págs. 207-235.

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maestra, Don Quijote de la Mancha. Como otros países europeos, España buscó a su escritor nacional, y tras haber conmemorado a Calderón y a Santa Teresa lo halló en Cervantes, cuyo mito surgió con fuerza a finales del siglo xix, se consolidó en el xx y ha perdurado hasta nuestros días. El españolismo, en contra de lo afirmado en alguna ocasión, no fue nunca exclusivamente cívico o político, como no lo fue ningún nacionalismo, sino que posee un carácter étnico o cultural, vinculado con la historia, con la religión y sobre todo con la lengua. A comienzos del Novecientos ese rasgo se agudizó al sublimarse, por parte de los intelectuales, la identificación de España con el paisaje austero de Castilla y con su idioma frente a los de las otras culturas peninsulares. Castilla, cuyo predominio ya habían señalado las historias generales decimonónicas, se convirtió en la región-símbolo de la nación española. En ella se localizaron espacios sagrados de la patria como el Guadarrama, espina dorsal de España según los hombres de la Institución Libre de Enseñanza; el monasterio de El Escorial, recuerdo de las glorias imperiales a sus faldas; y la ciudad de Toledo, síntesis de los valores españoles, guerreros y ascéticos, y escenario de episodios decisivos en su despliegue como los concilios visigodos, la coexistencia entre religiones durante la edad media y el apogeo de El Greco, alabado en esta época como el artista que mejor había captado el espíritu nacional. Lo castellano, entendido como lo español, podía encontrarse en toda clase de expresiones artísticas contemporáneas, desde la escultura hasta la poesía. Y uno de sus héroes, quizá el mayor, nacía de la mezcla entre Cervantes y sus criaturas, don Quijote y Sancho. En definitiva, lo quijotesco representaba a España19. El mito cervantino se asentó por medio de diversas iniciativas. La fiesta más importante tuvo como excusa el tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote en 1905, acompañado de exposiciones, desfiles, ceremonias académicas y escolares, conciertos, ediciones cultas y populares del libro, ensayos y ciclos de conferencias. Todas las regiones participaron en la conmemoración, incluso Cataluña, aunque no faltó la polémica entre los escritores españolistas y los afines al catalanismo que se oponían a su uso como emblema castellano. Se erigieron asimismo varias estatuas a Cervantes y a don Quijote. En los actos conmemorati19

Algunas de estas ideas a lo largo de Inman Fox, La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional, Madrid, Cátedra, 1997; y de Javier Varela, La novela de España. Los intelectuales y el problema español, Taurus, Madrid, 1999, sobre todo págs. 153-184. Nº XX CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■

vos se formularon visiones opuestas del personaje y de la obra: el Quijote regeneracionista de los liberales, modelo de amor a la patria y a la justicia que animaba la lucha contra el atraso y la rutina; el caballero cristiano al servicio de la tradición de los católicos; o el nietzscheano, el superhombre rebelde y antiburgués de los escritores jóvenes. Se transparentó pues la naturaleza polivalente del mito20. La cosa supo a poco y se prepararon nuevos festejos, corregidos y aumentados, para el tercer centenario de la muerte de Cervantes en 1916, suspendidos de repente por no parecer decorosos en mitad de las masacres de la Gran Guerra, no sin la protesta de quienes ansiaban propagar la vitalidad de la raza española. Esta última conmemoración dejó sin embargo algunos legados significativos, como el gran monumento a Cervantes de Madrid, financiado por suscripción universal, construido durante décadas en el espacio bautizado como plaza de España y rodeado de un campo de olivos, el árbol nacional; o la Casa de Cervantes de Valladolid, comprada por Alfonso XIII, restaurada y reinventada como museo, biblioteca y centro de estudios cervantinos, pieza de un delicado programa turístico de regusto españolista que apadrinaba el rey21. Las loas a la lengua española contaban además con una vertiente internacional que le otorgaba su pretendida universalidad, la americana, donde Cervantes emergía como figura tutelar de los vínculos transatlánticos22. Lo cual remitía a otro de los componentes básicos del españolismo en el siglo xx, el hispanoamericanismo, que, nacido en los últimos lustros del xix, se consolidó por la necesidad de compensar el Desastre mediante la proyección ultramarina, que si ya no permitía alcanzar el rango de imperio en sentido estricto, sí podía al menos desarrollarse en el plano cultural y simbólico hasta conformar un sujeto respetado en el mundo. Se trataba de enlazar, a través de un ideal colectivo, regeneración interna y política exterior. Aquí también hubo discursos nacionalistas distintos: el que difundieron los entor-

20 Eric Storm, “El tercer centenario del Don Quijote en 1905 y el nacionalismo español”, Hispania, 58 (1998), págs. 625-654. Carme Riera, El Quijote desde el nacionalismo catalán, en torno al Tercer Centenario, Destino, Barcelona, 2005. 21 Mª del Socorro Salvador Prieto, La escultura monumental en Madrid, Alpuerto, Madrid, págs. 458-471. Ana Moreno Garrido, Turismo y nación. La definición de la identidad nacional a través de los símbolos turísticos (España 1908-1929), tesis doctoral inédita, Universidad Complutense de Madrid, 2004, págs. 245-250. 22 Véanse por ejemplo las reflexiones de Henry Kamen en Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron la España moderna, Temas de Hoy, Madrid, 2006, págs. 231-263.

nos intelectuales y políticos liberales, que promovían la colaboración entre las naciones hispanas, reunidas por la lengua, para que progresasen al unísono; y el de los conservadores, que, en pugna con la leyenda negra, reivindicaban más bien lo positivo de la herencia colonial y el peso del catolicismo, enfatizando el papel de España como madre-patria predestinada a guiar a sus hijas del otro lado del océano. Si el nacionalismo liberal era prospectivo y práctico, y buscaba el incremento de las relaciones económicas entre España y América, el conservador resultaba retrospectivo y retórico, admirado por la gesta de la conquista y evangelización de las Indias. En todo caso, el descubrimiento se tenía por la mayor aportación de España a la historia de la humanidad. El movimiento hispanoamericanista, surgido en la sociedad civil y respaldado por los gobiernos de manera irregular, decantó una conmemoración anual que se convertiría en la fiesta nacionalista más longeva, el 12 de octubre, celebrada oficialmente en el cuarto centenario del descubrimiento de América en 1892 y proclamada fiesta de la raza por un gobierno nacional en 1918, después de que lo hicieran varios países americanos y de acuerdo con la versión del mito adoptada en Argentina: “en homenaje a España, progenitora de Naciones, a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal”. El 12 de octubre se instituyó desde entonces como fiesta nacional permanente dentro de un calendario marcado por las celebraciones religiosas y por efemérides de la familia real entre las que sobresalía la onomástica del monarca, por entonces el 23 de enero. Como ha analizado de forma exhaustiva David Marcilhacy, la conmemoración se extendió con rapidez por todo el país, ayudada por la popularidad de la exaltación ese mismo día de la Virgen del Pilar, a través de múltiples ceremoniales locales y de manera creciente hasta los años treinta. El mito de la raza, entendido como apoteosis de una civilización, se divulgó igualmente a través de asociaciones, congresos, revistas, homenajes a Colón y a los descubridores, procesiones cívicas, programas de radio, películas sobre el descubridor, festivales infantiles y juveniles, monumentos y santuarios de la memoria americanista, todo ello bajo la omnipresencia de los símbolos nacionales23.

23 La cita, del proyecto de ley de 8 de mayo de 1918, Gaceta de Madrid, 17 de mayo de 1918. Todas estas cuestiones se desarrollan en David Marcilhacy, Une histoire culturelle de l’hispano-américanisme (1910-1930): l’Espagne à la reconquête d’un continent perdu, tesis doctoral inédita, Université de Paris III, 2006.

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Desde los años de la Primera Guerra Mundial pudo observarse un desplazamiento ideológico en las conmemoraciones nacionales, donde cedió terreno el españolismo liberal y regeneracionista en favor del nacionalismo conservador que identificaba a España con la fe católica y que fue ganando respaldo en los círculos oficiales como reacción ante lo que percibían como amenazas separatistas y revolucionarias a la unidad de la patria y al orden social. Por otra parte, el españolismo hegemónico se hizo inequívocamente militarista para arropar las empresas coloniales en África contra los rebeldes marroquíes. Lo cual dio actualidad a otros mitos como el de la Reconquista, la lucha secular contra los infieles que ahora revivía en una nueva cruzada. En 1918 se celebró el 1200 aniversario de la batalla de Covadonga con la declaración del primer parque nacional en aquel territorio sagrado, cuna de la patria. Y en 1921, un nuevo desastre militar español, el de Annual (Marruecos), sorprendió a Alfonso XIII presidiendo en Burgos el centenario de la catedral, en una ceremonia que incluía el traslado de los restos de El Cid, el gran héroe castellano de la Reconquista, ante las reliquias de San Fernando, el monarca guerrero que había arrebatado a los musulmanes gran parte de Andalucía. No cabía mayor densidad simbólica y una actualización de los mitos más adecuada a las circunstancias contemporáneas24. A partir de 1923, la dictadura del general Primo de Rivera consagró esta deriva militar, católica y monárquica del españolismo y del hispanoamericanismo, que exhibieron un fastuoso muestrario monumental en las grandes exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla en 1929. Conmemoraciones como el santo del rey o el 12 de octubre, amplificadas por la radio, alcanzaron sus mejores momentos y movilizaron a miles de personas. El cine, con producciones de éxito sobre la Guerra de la Independencia, contribuyó a los mismos fines nacionalistas25. Además, el dictador acudió a numerosas herramientas, desde la escuela hasta la represión policial, para emprender campañas españolizadoras mucho más radicales que las que habían alentado los gobiernos de la monarquía constitucional, con efectos contraproducentes por el rechazo que desperta24 Carolyn P. Boyd, “Paisajes míticos y la construcción de las identidades regionales y nacionales: el caso del santuario de Covadonga”, en Boyd (ed.), Religión y política, págs. 271-294. El año político, 20 y 21 de julio de 1921. 25 Pueden citarse las películas El Dos de Mayo (1927), de José Buchs, y Agustina de Aragón (1928), de Florián Rey.

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ron en medios profesionales, catalanistas y de izquierdas26. El calendario y los muertos

En las décadas centrales del siglo decayó un tanto la manera hasta entonces habitual de conmemorar la nación. Pasó el tiempo de las grandes exposiciones y, aunque se siguieron levantando estatuas y no se olvidaron los centenarios, se expandieron otras fórmulas conmemorativas, se insistió más en la centralidad del calendario festivo, que cada régimen cambió a su gusto, y se inventaron nuevos homenajes a los héroes y mártires. La guerra civil transformó la mirada hacia el pasado al urgir el hallazgo de motivos para la movilización popular masiva, encontrados a menudo en la cantera de los mitos nacionalistas clásicos, mientras que la dictadura del general Franco recordó con pompa a sus propios caídos en la contienda e impuso por la fuerza un imaginario nacional-católico que condenaba a la extinción cualquier otra idea de España. Durante más de cincuenta años disminuyeron de modo drástico las posibilidades de consenso en torno a las representaciones de la nación y sus correspondientes conmemoraciones: las distintas versiones del españolismo, que habían convivido con dificultades, se volvieron por completo incompatibles. La Segunda República conmemoró a algunos héroes progresistas del siglo xix, como Mariana Pineda y el general Torrijos, ajusticiados por la monarquía absoluta, y exaltó asimismo a los mártires republicanos de última hora, los capitanes Galán y García Hernández, que habían encabezado un pronunciamiento fallido contra la monarquía en 1930. Pero las novedades más destacables fueron el cambio de los símbolos oficiales – la bandera tricolor sustituyó a la rojigualda y el himno de Riego a la marcha real– y la institucionalización de conmemoraciones republicanas a través de un calendario que barrió fiestas monárquicas y religiosas para señalar tres días principales: el 11 de febrero, aniversario de la Primera República, el 14 de abril, proclamación de la Segunda, y el 1 de mayo. Todos adolecían de un carácter restringido, partidista incluso, puesto que el primero sólo agradaba a los republicanos militantes, que lo habían festejado durante décadas como una de sus señas de identidad, mientras que el último mostraba un sesgo obrero e internacionalista, no nacional, y respondía a 26

Alejandro Quiroga, Making Spaniards. National-Catholicism and the Nacionalization of the Masses during the Dictatorship of Primo de Rivera (1923-1930), tesis doctoral inédita, London School of Economics and Political Science, 2005.

la presencia de los socialistas en la coalición gobernante de 1931. Los movimientos obreros rechazaban usualmente la propaganda nacionalista como cosa de la burguesía y, de hecho, el Primero de Mayo oscureció al Dos de Mayo, cuyos componentes populares y patrióticos encajaban mejor, a primera vista, en una conmemoración generalizada. Lo más parecido a una fiesta nacional fue el 14 de abril, que admitía tanto verbenas como recepciones elitistas al viejo estilo, dependiendo del momento y del lugar. Sin embargo, era una fecha repudiada por las derechas católicas, que cobraron mayor fuerza política conforme avanzó el quinquenio27. En síntesis, la República encontró serios problemas para sustituir las conmemoraciones monárquicas por otras que asentaran su nueva legitimidad. De una parte, el peso simbólico del nexo tradicional entre monarquía y nación era difícil de evitar. De otra, los gobiernos democráticos no mostraron al comienzo un gran interés por promover la nacionalización de las masas a través de la diseminación de mitos nacionalistas, ya que heredaron la desconfianza de los intelectuales de izquierdas ante las fanfarrias patrioteras y la manipulación continua de dichos mitos por parte de los sectores conservadores, sobre todo bajo la dictadura. No exentos de preocupaciones patrióticas, los republicanos prefirieron otros canales para transmitir los valores cívicos que representaba la República, como la educación primaria, donde se estimuló el aprendizaje activo de los principios contenidos en la Constitución de 1931; y las misiones pedagógicas, que llevaban a las aldeas más escondidas el teatro clásico castellano y reproducciones de las obras de los grandes pintores españoles, como buscando el renacer del Volksgeist en su humus primigenio. En la práctica, el republicanismo conservador acabó acudiendo a los mitos nacionalistas, acordes eso sí con una interpretación liberal-republicana del pasado, como muestran las láminas escolares donde las glorias nacionales rodeaban el retrato del presidente Niceto Alcalá-Zamora, situado entre los de Colón y Cervantes. Resulta significativo que el gobierno del Partido Radical codificara en 1934 la fiesta del 14 de abril “con ánimo de vigorizar la conciencia de sí misma en la Nación española”, organizase ceremonias para retransmitirlas por radio, cabalgatas y representaciones teatrales, y

27 Pamela Radcliff, “La representación de la nación. El conflicto en torno a la identidad nacional y las prácticas simbólicas en la Segunda República”, en Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, Madrid, 1997, págs. 305-325.

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repartiera entre los niños una cartilla patriótica en la que incluyó textos sobre El Cid y elogios a la expansión de España en América, mitos consagrados del españolismo que se aderezaban con poemas en catalán y gallego en reconocimiento de la pluralidad cultural del país28. La guerra civil iniciada en 1936 trajo consigo una rápida actualización de los relatos míticos nacionalistas, que cobraron vida en la propaganda de ambos bandos con el fin de animar la movilización bélica de los españoles. Ante todo se acudió a los episodios famosos de la sempiterna resistencia hispana frente a las invasiones foráneas, desde Sagunto, Numancia y la Reconquista hasta la Guerra de la Independencia, con el Dos de Mayo presente tanto en la defensa republicana del Madrid sitiado por las tropas rebeldes, donde se recuperaron hasta las estampas goyescas y las canciones antinapoleónicas, como en el calendario festivo implantado por Franco, que lo proclamó su primera fiesta nacional en 1937. Los discursos empleados en las dos zonas negaban que aquélla fuese una contienda civil entre españoles y preferían verla como una guerra de liberación nacional contra nuevas ingerencias externas: para los republicanos de varias tendencias, los invasores se encarnaban ahora en los fascistas italianos, los nazis alemanes y las tropas marroquíes del ejército de África, los moros sanguinarios y eternos enemigos de España; mientras que para los franquistas la amenaza a la patria emanaba de potencias malignas como el comunismo que, dirigido por Rusia, dominaba la República y se reproducía en las brigadas internacionales. En ambas partes se continuó celebrando el 12 de octubre, algo que no había dejado de hacerse incluso en los años previos, revestido con un tono diplomático americanista del que nadie quería prescindir. La principal diferencia entre los mensajes nacionalistas de uno y otro aparato propagandístico, una vez más, se hallaba en el énfasis que se ponía, o no, en la religión, y en los elementos de índole diversa con los que se les emparejaba. Los republicanos, en sintonía con los liberales que les habían pre28 María del Mar del Pozo Andrés, “La construcción de la identidad nacional desde la escuela: el modelo republicano de educación para la ciudadanía”, en Javier Moreno Luzón (ed.), Nacionalismo español y procesos de nacionalización en España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007 (en prensa). Sandie Holguín, República de ciudadanos. Cultura e identidad nacional en la España republicana, Crítica, Barcelona, 2003. Eugenio Otero Urtaza (ed.), Las misiones pedagógicas, 1931-1936, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales/Residencia de Estudiantes, Madrid, 2006, ilustración en pág. 38. Cita del decreto de 23 de marzo de 1934, Gaceta de Madrid, 25 de marzo de 1934.

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cedido, iluminaron el papel de los héroes populares en la historia, pues los milicianos se consideraban dignos herederos de los pastores, guerrilleros, majas o chisperos de antaño. Eran los hijos del Cid, como rezaba el himno de Riego, los nietos de don Quijote ante los que se representaba la Numancia imaginada por Cervantes y recreada por un poeta comunista. Los llamados nacionales, en cambio, recuperaron la bandera y el himno de la época monárquica y recurrieron a mitos nacional-católicos, como los que ligaban las gestas españolas al patrocinio de la divinidad, fuera con la intermediación del apóstol Santiago, patrón de España y de la Reconquista, o de la Virgen María en sus múltiples advocaciones, de Covadonga al Pilar. Su época predilecta era el imperio contrarreformista de los Austrias. Del mismo modo, el recurso al nacionalismo se fundía con temas diferentes, y lo mismo precedía a la cruzada por la fe verdadera en un lado que se codeaba con las reivindicaciones sociales y revolucionarias en el otro. Lo más llamativo es que cuando pareció necesaria la movilización de grupos poco politizados, sobre todo campesinos, las autoridades republicanas recurrieran de manera creciente y abrumadora a los tópicos españolistas, incluso para contrarrestar la influencia de los otros nacionalismos. Si apostaban sobre seguro, esto induce a pensar que la nacionalización de los españoles había avanzado mucho en el primer tercio del siglo xx, lo suficiente para que la mayoría de los ciudadanos conociese y compartiera los grandes mitos de la historia nacional. Los franquistas, que lanzaban mensajes más coherentes y unívocos, aprovecharon mejor que sus rivales este hecho29. La dictadura de Franco se apropió consciente y constantemente, durante sus casi cuatro décadas de duración, de los símbolos y mitos nacionales. Los gobernantes emplearon energías estatales inéditas en impulsar una españolización violenta de la cultura que intentaba eliminar de una vez por todas las otras identidades nacionales surgidas en el país e imponer el nacional-catolicismo sobre los restos del nacionalismo liberal-republicano. Proliferaron pues las conmemoraciones propias del régimen, teñidas por el inefable color del españolismo. Sin embargo, también en sus primeros años pugnaron dentro del magma político franquista discursos encontrados en el seno del nacionalis29 José Álvarez Junco, “Mitos de la nación en guerra”, en Santos Juliá (coord.), República y Guerra Civil, tomo XL de la Historia de España Menéndez Pidal, Espasa-Calpe, Madrid, 2004, p. 635-682. Xosé Manoel Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (1936-1939), Marcial Pons Historia, Madrid, 2006.

mo español: por un lado, el que sostenían los fascistas, de una retórica imperial y relativamente secularizada; por otro, el de los integristas católicos, más tradicional y conservador. Esta rivalidad se dejó notar en torno a los rituales de integración nacional y al calendario, que multiplicó las efemérides y decantó una nueva fiesta nacional, el 18 de julio, día de la sublevación de 1936 y mito de origen del movimiento nacional, celebrado como fiesta del trabajo30. En los años cuarenta y cincuenta renacieron asimismo los centenarios para conmemorar figuras de santos y glorias nacionales como los Reyes Católicos, el Cid, Goya o Cervantes. Los niños, en la escuela, recitaban la vieja oda al Dos de Mayo, mientras el cine ilustraba pasajes épicos de la historia patria, de Alba de América a Agustina de Aragón31. Pero lo más característico de las conmemoraciones franquistas no se hallaba en las fechas feriadas o en los centenarios sino en el recuerdo de los muertos en la guerra civil. El culto a los caídos, que se había extendido por Europa a raíz de la Gran Guerra, fue utilizado con profusión por fascistas y nazis y en España sirvió para ponderar los sacrificios del bando que venció en 1939. A través de sus héroes y mártires, la nación moría y resucitaba. El culto lo impulsó principalmente la Falange, el partido oficial de aliento fascista, que comenzó por santificar a su fundador, José Antonio Primo de Rivera, ejecutado en 1936, el ausente que se invocaba al grito de ¡Presente! en los rituales. Cuando acabó la contienda, sus restos fueron conducidos, en una impresionante ceremonia que se prolongó durante nueve días, del cementerio de Alicante al monasterio de El Escorial. En todas las parroquias se clavaban placas conmemorativas con los nombres de los caídos de cada localidad, encabezados por el de José Antonio, y lo mismo hacían corporaciones y círculos recreativos. Muchos pueblos y ciudades erigieron también monumentos a quienes habían dado su vida por Dios y por España, a menudo en forma de cruz, iniciativas locales que solían partir de

30 Ismael Saz, Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Marcial Pons Historia, Madrid, 2003. Ángela Cenarro, “Los días de la ‘Nueva España’: entre la ‘revolución nacional’ y el peso de la tradición”, Ayer, 51 (2003), págs. 115-134. Zira Box, “El calendario festivo franquista: tensiones y equilibrios en la configuración inicial de la identidad nacional del régimen”, en Moreno Luzón (ed.), Nacionalismo español y procesos de nacionalización (en prensa). 31 Sobre la huella que dejó la Oda a los escolares, puede verse José Antonio Martín Pallín, “La nostalgia y la nación”, El País, 14 de febrero de 2007. Agustina de Aragón (1950) y Alba de América (1951), ambas de Juan de Orduña, formaban parte de un amplio repertorio de cine histórico patrocinado por la dictadura.

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excombatientes, familiares de víctimas o ayuntamientos, sometidas, eso sí, a la supervisión de las autoridades nacionales. Este tremendo esfuerzo conmemorativo culminó con la construcción del mayor monumento del franquismo, la basílica del Valle de los Caídos, coronada también por una cruz, esta vez gigantesca, y excavada en la roca del Guadarrama32. El traslado de José Antonio a El Escorial primero y luego al Valle de los Caídos, ya en 1959, remitía de nuevo a un paisaje sacralizado del imaginario nacionalista español en Castilla, la sierra de Guadarrama, y a uno de sus emblemas, el monasterio de El Escorial, símbolo del imperio de los Austrias y, algo más importante aún, panteón funerario de los reyes de España. No en vano el edificio del Valle se construyó junto a El Escorial según el modelo del siglo XVI que reunía en un solo conjunto mausoleo, basílica, comunidad religiosa y centro de estudios. Allí fue enterrado el propio Franco en 1975. Sea como fuere, el nacional-catolicismo triunfó y determinó la ideología y la legitimación del franquismo. Actualizó los mitos nacionales, los recubrió de un significado inequívocamente confesional y los puso al servicio de la dictadura. La hegemonía católica impidió que en España se inventaran y consolidasen rituales civiles nacionalistas al margen de las ceremonias religiosas. La Iglesia, en colaboración con el Estado, diseñó múltiples conmemoraciones; basta recordar los paseos de reliquias que estudió Giuliana di Febo, como la peregrinación por todo el país del brazo incorrupto de santa Teresa en una fecha tan tardía como 1962. No obstante, donde el imaginario nacional-católico obtuvo su síntesis más lograda fue, de nuevo, en la fiesta nacional del 12 de octubre. La fecha se vinculaba con la unidad de España, completada por los Reyes Católicos en 1492 al terminar la Reconquista el mismo año del descubrimiento de América, y el régimen franquista la convirtió en 1958 en día de la Hispanidad, un término acorde con la versión católica del hispanoamericanismo que exaltaba la conquista y evangelización del continente americano como misión universal de la nación española. Pero era a la vez una antigua celebración religiosa, que con-

32 Zira Box, “Pasión, muerte y glorificación de José Antonio Primo de Rivera”, Historia del Presente, 6 (2005), págs. 191-218. Giuliana di Febo, “I riti del nazionalcattolicesimo nella Spagna franchista. José Antonio Primo de Rivera e il culto dei caduti (1936-1960)”, en Ridolfi (ed.), Rituale civili, págs. 189-202. José Luis Ledesma y Javier Rodrigo, “Caídos por España, mártires de la libertad. Víctimas y conmemoración de la Guerra Civil en la España posbélica (1939-2006)”, Ayer, 63 (2006), págs. 233-255.

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memoraba la aparición en carne mortal de la Virgen del Pilar a Santiago Apóstol, evangelizador de la Península Ibérica y matamoros en las batallas medievales. Además, la Virgen había inspirado a los habitantes de Zaragoza su resistencia numantina frente el invasor francés durante la Guerra de la Independencia y después, desde su basílica milagrosamente salvada de las bombas rojas, había protegido al bando nacional en la guerra civil. Así, el franquismo pudo encajar, en torno al 12 de octubre, las piezas de un relato nacionalista y católico que arrancaba de la cristianización de España y conducía a la cruzada victoriosa que le otorgaba su legitimidad política, enlazando en él la Reconquista, el imperio ultramarino y la epopeya contra Napoleón33. No es casualidad que, en los trabajos previos al Guernica, Pablo Picasso dibujara a Franco enarbolando un estandarte de la virgen del Pilar. Entre la fiesta nacional y las grandes conmemoraciones

La apropiación franquista del españolismo tuvo graves efectos sobre su futuro. A la muerte del dictador, los viejos mitos nacionales apenas funcionaban, desprestigiados por su asociación con el régimen autoritario en amplias capas de la opinión pública, en especial entre los jóvenes de izquierdas o desligados emocionalmente del universo nacional-católico. En resumen, ser antifranquista significaba ser antiespañolista. Como afirma Anthony Smith, nada desanima más al nacionalismo que el desenmascaramiento de los mitos, la apatía, el cinismo y, cabría añadir, la burla y el ridículo34. Esa actitud puede representarla, por ejemplo, la canción de Joaquín Sabina Adivina, adivinanza, de 1981, que parodiaba el entierro de Franco con un desfile grotesco en el que aparecían el caballo del Cid, Colón, santa Teresa –dando su brazo incorrupto a don Pelayo, incapaz de soportar el mal olor–y alguna parte disecada de Agustina de Aragón. Algo inimaginable décadas atrás. Frente a los mitos españoles caídos en desgracia proliferaron los que alimentaban otros nacionalismos, adornados por una aureola democrática gracias a su oposición a la dictadura, o los que adoptaron identidades regionales o locales fortalecidas conforme se descentralizaba el Estado constitucional. Se instituyeron 33 Giuliana di Febo, Ritos de guerra y de victoria en la España franquista, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2002. Marie-Aline Barrachina, “12 de octubre: Fiesta de la Raza, Día de la Hispanidad, Día del Pilar, Fiesta Nacional”, Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, 30-31 (1999-2000), págs. 119-134. 34 Smith, “Conmemorando a los muertos, inspirando a los vivos”, pág. 76.

pues conmemoraciones propias por parte de las comunidades autónomas: unas con raíces en los respectivos movimientos nacionalistas, como el 11 de septiembre en Cataluña, aniversario de la derrota en 1714 de los partidarios del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión, o el domingo de resurrección en Euskadi, símbolo del nexo entre patria y credo religioso en el nacionalismo vasco; otras menos añosas, que a veces adaptaban las fechas consagradas por los españolistas, como el día de la Virgen de Covadonga en Asturias o el Dos de Mayo en la recién nacida comunidad de Madrid. Así pues, en el último cuarto del siglo xx no resultó fácil encontrar símbolos aceptados por la mayoría de los españoles para representar a la nación que se dotaba de un régimen democrático y autonómico. Algo que ocurrió también en otros países con pasados violentos y difíciles de asumir, como Alemania35. Las élites gobernantes en la transición a la democracia tuvieron cuidado al emplear los emblemas nacionales contaminados por el franquismo, pero tampoco se atrevieron a cambiarlos. Continuaron en vigor himno y bandera, y sólo se eliminó de ésta el escudo franquista en 1981. Como había ocurrido al comienzo de la centuria, los símbolos se aclararon en respuesta a las amenazas contra el statu quo, provinieran del catalanismo o de un fallido golpe militar. En realidad, la España democrática, de la que no había desaparecido la identidad nacional, encontró su encarnación más exitosa en el rey Juan Carlos I, que recuperó el viejo potencial nacionalizador de la monarquía española, malogrado por su abuelo Alfonso XIII al respaldar a los golpistas en 1923, y asentó de nuevo el trono al hacer justo lo contrario que él en 1981. En el ámbito de las conmemoraciones, durante años se desarrolló una pugna sorda por la fiesta nacional entre el 12 de octubre y el 6 de diciembre, el día en que se había aprobado mediante referéndum la Constitución de 1978. Como ha estudiado Carsten Humlebaek, al final cuajó el primero por su arraigo y porque despertaba mayor consenso político, dado que la derecha seguía viendo la empresa ultramarina como el gran logro histórico de la antigua nación española y la izquierda socialista abandonó sus propuestas sobre el día de la Constitución y decidió en cambio abrazar

35 Michael E. Geisler, “In the Shadow of Exceptionalism. Germany’s National Symbols and Public Memory after 1989”, en Michael E. Geisler (ed.), National Symbols, Fractured Identities. Contesting the National Narrative, University Press of New England, Lebanon NH, 2005, págs. 63-100.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº XX ■

Javier Moreno Luzón

un nuevo hispanoamericanismo. La ley que aprobó el parlamento por abrumadora mayoría en 1987 aseguraba que “la fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”. El mito se actualizaba una vez más, de modo un tanto retorcido para no herir sensibilidades pero ligando de manera inequívoca la unidad de España al final de la Reconquista con el descubrimiento de América, aunque ahora no se hablase de evangelización sino de proyección cultural36. Desde entonces, cada 12 de octubre, el rey, en nombre de la nación, deposita en la capital una corona de flores ante el monumento a los héroes del Dos de Mayo, rebautizado en homenaje a todos los que dieron su vida por España. Por otro lado, también a partir de la segunda mitad de los años ochenta, en España como en otros países occidentales se extendió el interés académico y político por la memoria y se propagó una nueva conmemoracionitis, la bulimia conmemorativa de la que habla Pierre Nora, nutrida ahora por abundantes recursos estatales. Un fenómeno que se ha vinculado con la necesidad de regularidades que trajo el triunfo del postmodernismo y con el cultivo de la identidad nacional en un contexto global cada vez más homogéneo. La conmemoración española más aparatosa y significativa llegó con el quinto centenario del descubrimiento de América en 1992, ligado a una exposición universal en Sevilla el mismo año –el año de España–en que se celebraban los juegos olímpicos de Barcelona. El mito de 1492 se puso al día dentro de un discurso más general acerca de la modernización del país, al que respondía el lema expositivo sobre la era de los descubrimientos, se recuperó la retórica hispanoamericanista liberal que abogaba por la fraternidad internacional frente a motivos reaccionarios como el de la madre patria, se habló del encuentro de dos mundos eliminando contenidos incómodos, como el genocidio denunciado por los indigenistas, y se consagraron las nuevas ambiciones exteriores de España como po36 Carsten Humlebaek, “La Constitución de 1978 como lugar de memoria en España”, en Historia y Política, 12 (2004), págs. 187-210; y “La cuestión de la fiesta nacional durante la época socialista”, http://www.istitutosalvemini.it/humlebaek.ped, consultado el 2 de mayo de 2007. Jaume Vernet i Llobet, “El debate parlamentario sobre el 12 de octubre, Fiesta Nacional de España”, Ayer, 51 (2003), págs. 135-152.

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tencia europea cuya vocación atlántica le permitía hacer de puente entre Europa y América. Pero estos festejos, de gran repercusión popular, se enmarcaron en una oleada mucho más amplia de celebraciones –de centenarios, cincuentenarios o lo que fueren–sostenidas, en palabras de Nora, por los dos pilares de la conmemoración contemporánea, “la exposición obligatoria y el fatídico coloquio”: desde el de Carlos III y la Ilustración en 1988 hasta los de 1998, Carlos V y Felipe II por un lado y el Desastre de 1898 por otro, recordado sin melancolía en medio de la rehabilitación de la España liberal. Las últimas conmemoraciones del siglo valieron pues para olvidar los fracasos de la historia de España en una época de crecimiento y optimismo37. Conclusión

Puede concluirse que las conmemoraciones representaron un papel fundamental en la conformación, el despliegue y la evolución del nacionalismo español a lo largo del siglo xx. A través de ellas se muestran algunos de sus rasgos esenciales. En síntesis, la gran potencia y duración de mitos españolistas polivalentes como la Reconquista, el descubrimiento de América, Cervantes y la Guerra de la Independencia; el relieve de las identidades locales como primera vía de acceso a la identidad nacional española; la naturaleza cultural del españolismo, en torno a Castilla y a la lengua castellana, capaz de sacralizar paisajes simbólicos como Covadonga, Toledo o El Escorial; su proyección hispanoamericanista, que garantizó la continuidad en el calendario del 12 de octubre como fiesta nacional, la única verdaderamente viable; su carácter reactivo frente al catalanismo y al nacionalismo vasco, cuyas demandas provocaron muchos de los repuntes españolistas; su extensión a grupos importantes de la sociedad española, nacionalizados ya con bastante éxito durante el primer tercio del siglo; la dificultad para conseguir el acuerdo entre sus diferentes versiones, que acabaron haciéndose incompatibles; y el peso decisivo del nacional-catolicismo, que se impuso a las demás y, al identificarse con la dictadura de Franco, deslegitimó al españolismo ante amplios sectores de la población. De modo que el consenso nacional sólo se ha recuperado parcialmente y alrededor de símbolos como 37 Pierre Nora, “L’ère de la commémoration”, en Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire, Quarto Gallimard, París, 1997 (1ª ed. de 1992), 3, págs. 4687-4719 (citas en págs. 4687 y 4693). William M. Johnston, Celebrations. The Cult of Anniversaires in Europe and the United States Today, Transaction Publishers, New Brunswick, 1991.

la monarquía, que desde el comienzo mostró una notable capacidad nacionalizadora. Todo lo cual decanta un caso más, en absoluto excepcional, en el marco europeo. A comienzos del siglo xxi, los mitos nacionales no se encuentran tan agotados como podría parecer a primera vista, más aún cuando una nueva oleada de conflictos identitarios, subida a lomos de las reformas territoriales recientes, ha alimentado la crecida de los discursos nacionalistas de distinto signo. Múltiples artículos de prensa, programas de radio, revistas de historia, novelas históricas y libros de ensayo han salido en defensa de la nación española frente a las amenazas centrífugas y han recurrido para ello a los relatos míticos tradicionales, convenientemente actualizados. Por otro lado, sigue en buena forma el hispanoamericanismo, que arropa la celebración periódica de cumbres internacionales y una política exterior expandida gracias a los intereses empresariales españoles en América. El cuarto centenario del Quijote se ha celebrado en 2005 con gran presupuesto, desprendido ya de la antigua obsesión por encontrar la esencia de lo español pero vinculado a frecuentes expresiones triunfalistas sobre la imparable expansión de la lengua castellana en el mundo globalizado, un motivo de orgullo nacional aceptable para la mayoría de los medios. La Reconquista aparece, aquí y allá, como inspiración de los nuevos cruzados contra el islamismo, que traen a colación la larga experiencia peninsular en la lucha con los musulmanes para reafirmar sus posiciones actuales. Y la Guerra de la Independencia, que había perdido buena parte de su atractivo, lo recupera con gran rapidez de cara al bicentenario de 2008, cuajado de conmemoraciones y ocasión propicia para demostrar la indudable existencia de la nación española hace doscientos años. Son los mitos de la España inmortal, conmemorados una y otra vez con fines políticos. n El autor agradece sus comentarios y sugerencias a José Álvarez Junco, Giuliana Di Febo, Eric Storm y Zira Box. [Este texto forma parte del libro Discursos de la nación española en el siglo xx, Carlos Forcadell e Ismael Saz (eds.), que publicarán próximamente las Prensas de la Universitat de València en coedición con la Institución Fernando el Católico de Zaragoza].

Javier Moreno Luzón es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid y subdirector del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. 35

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