Metodología y fundamento de las observaciones arqueoastronómicas

September 13, 2017 | Autor: A. Gonzalez-Garcia | Categoría: Archaeoastronomy, Archaeoastronomy, Cultural Astronomy, Archaeoastronomy SEAC
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Descripción

>> Manuela Costas-Casais y otros

J uan Antonio Belmonte Avilés y A. C ésar González- García

C omo los lectores de este trabajo no estarán familiarizados con los conceptos básicos de astronomía que se usan en la investigación arqueoastronómica que se utilizarán más adelante en el capítulo 13, vamos a realizar una serie de definiciones técnicas del entorno celeste, paisajístico y temporal que nos rodea que nos van a permitir orientarnos tanto en el espacio como en el tiempo y de esta forma entender las bases metodológicas del capítulo 13. La intersección entre la bóveda celeste (Figura 3.1) y el plano horizontal del observador define el horizonte astronómico que sólo será ideal en el caso de que nos encontremos aislados en alta mar. Sobre su vertical, se medirá en grados la altura — que no altitud— a la que un objeto celeste se encuentra y sobre él, desde esa vertical, se medirá en grados el acimut correspondiente, a partir del Norte, en sentido N-E-S-W. La vertical definirá el cénit o zénit, punto del cielo situado inmediatamente sobre la cabeza del observador. De igual forma, se definirá el nadir como el punto de la esfera celeste situado bajo sus pies. La prolongación del eje de rotación de la Tierra define el eje del mundo que cortará a la esfera celeste en dos puntos denominados polos celestes o simplemente polos, norte y sur. Para un observador del hemisferio norte, todo el firmamento parecerá orbitar alrededor de uno de esos puntos, el polo celeste norte o, en lenguaje común, el Polo. El círculo que pasa por el Polo y el cénit y divide en dos a la bóveda celeste se denomina Meridiano. Este corta al horizonte en los puntos cardinales Norte y Sur. La prolongación del ecuador terrestre sobre la bóveda celeste recibe también el nombre de ecuador, celeste en este caso. En un momento determinado, tendremos sólo la mitad del ecuador celeste por encima del horizonte, que cortará a éste último en los puntos cardinales E y W. El plano de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, o desde el punto de vista del observador, el plano de la órbita solar a su alrededor, intercepta a la esfera celeste en una circunferencia a la que se llama eclíptica. El eje de rotación terrestre no es perpendicular a dicho plano sino oblicuo por lo que el ecuador y la eclíptica formaran entre sí un ángulo al que se denomina “oblicuidad” (e), que en el 2000 toma el valor de 23º 26’, o en cifras redondas 23½º. Es gracias a la oblicuidad de la eclíptica que hay estaciones en la Tierra, lo que demuestra su importancia. También es interesante constatar que no sólo el sol, sino también la mayoría

Figura 3.1. La esfera celeste situada alrededor de un observador. La posición de un astro se puede dar en el sistema de referencia horizontal (arriba), usando como coordenadas la altura angular h y el acimut medido desde el Norte hasta A, o en el sistema de referencia ecuatorial (abajo), usando como coordenadas la declinación d y la ascensión recta a, cuyo origen de coordenadas g es el P unto Aries o equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Las coordenadas horizontales son locales mientras que las ecuatoriales valen para cualquier punto del planeta en un instante determinado. Adaptado de Belmonte (2000).

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4. M etodología y fundam ento de las observaciones arqueoastronóm icas

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de los planetas o la luna se encontrarán siempre en posiciones cercanas a la eclíptica. La eclíptica y el ecuador se cortan en dos puntos denominados equinoccios. Por razones históricas, uno de ellos lleva el nombre de P unto Aries, o equinoccio vernal o de primavera en el hemisferio norte, y el otro el de P unto Libra. El P unto Aries es el origen del sistema de coordenadas ecuatoriales (Figura 3.1) que, al igual que la longitud y latitud geográficas en el caso de la Tierra, permiten orientarnos por el cielo ya que son independientes del lugar geográfico de observación y casi independientes del tiempo a escalas temporales pequeñas. Son la declinación, equivalente a la latitud y medida de forma similar a ésta, y la ascensión recta, equivalente a la longitud, que se mide sobre el ecuador celeste a partir del P unto Aries. El tiempo que transcurre entre dos pasos sucesivos del sol por el P unto Aries define el “año trópico” o año de las estaciones de 365 días y algo menos de un cuarto. En su movimiento aparente en el cielo del observador, el sol sale y se pone cada día por un punto distinto del horizonte. El sol sólo sale exactamente por el Este y se pone por el Oeste los días en que se encuentra sobre los equinoccios. De la trayectoria del sol sobre la eclíptica, se deduce inmediatamente que la declinación máxima y mínima que podrá alcanzar el sol es la de la oblicuidad de la eclíptica, positiva y negativa, respectivamente. C uando el sol se encuentra en esos puntos, sale y se pone lo más lejos posible hacia el N o hacia el S del E y del W, respectivamente. El sol se sitúa en estos puntos durante un periodo relativamente largo de tiempo — varios días— dando la impresión de que su salida o puesta se para en un lugar determinado del horizonte. A estos puntos se les conoce con el nombre de solsticios — literalmente, sol parado— de verano o de invierno, respectivamente (Figura 3.2). Dado que el sol apa-

Figura 3.2. Distribución de los solsticios en un horizonte ideal para un lugar de latitud intermedia del hemisferio norte en la actualidad. Obsérvese la simetría entre los puntos de salida del sol en el solsticio de verano y de su puesta en el solsticio de invierno. Adaptado de Belmonte (2000).

rece durante varios días por la misma zona del cielo, los solsticios se presentan como marcadores claros en el ciclo solar. Varios ejemplos de este fenómeno del sol parado, o solsticio, los veremos en el capítulo 13, en el horizonte sudeste de varios de los grabados rupestres (Figuras 13.5, 13.7). La definición de ecuador celeste y por tanto de equinoccio requiere una base matemática bastante desarrollada por lo que es de esperar que sólo civilizaciones bastante avanzadas hayan alcanzado este conocimiento. En muchas ocasiones, se reclama una orientación equinoccial de ciertas estructuras en culturas que difícilmente podían tener este conocimiento. Por ello, en este caso debemos preguntarnos qué equinoccio estamos observando (González García y Belmonte, 2006). Para complicarnos aun más la situación, la Luna tiene un movimiento orbital alrededor de la Tierra sumamente caprichoso, pues orbita en un plano que no es ni el del ecuador, ni el de la eclíptica, sino que está inclinado unos 5º con respecto al segundo. Además, este plano sufre un movimiento de bamboleo cuya consecuencia es que la línea de intersección entre ambos planos, llamada línea de los nodos, no este fija sino que sufra un movimiento de precesión con un periodo de unos 18,6 años, conocido como el “ciclo nodal”. C omo consecuencia de esto, en un mes sidéreo la luna ejecuta una danza sobre el horizonte similar a la ejecutada por el sol a lo largo de todo el año pero con la diferencia de que los extremos de esta danza no son fijos sino que varían, no sólo cada mes, sino también a lo largo del ciclo nodal. La luna tendrá, por consiguiente, no dos sino cuatro lunasticios cada ciclo nodal, al alcanzar ésta las declinaciones extremas de ± (e+ 5º) en el lunasticio mayor — norte y sur— y de ± (e-5º) en el lunasticio menor — norte y sur— casi nueve años y medio más tarde. De hecho, la luna estará una media de unos siete años en cada par de lunasticios y unos dos o tres años “viajando” entre ellos, por lo que el nombre, en principio, está plenamente justificado. La salida de la luna lo más al sur en su recorrido por el horizonte, es decir en el lunasticio mayor sur, pudo ser vislumbrada desde varios de los grabados rupestres estudiados en el capítulo 13 (Figuras 13.5, 13.7 y 13.9). Hasta este momento, hemos considerado a la Tierra, y al observador que se encuentra sobre ella, como elementos aislados en el espacio, rodeados por todas partes por la bóveda celeste. Sin embargo, la Tierra no es un planeta aislado sino que tiene un satélite gigante — la Luna— y además se encuentra en el interior del sistema solar que a su vez está en el interior de la Galaxia. C omo consecuencia de esto, el sistema de referencia tan sencillo que hemos descrito se complica debido a tres fenómenos seculares que describimos a continuación y que se han de tener en cuenta cuando viajamos a fechas pretéritas. • Variación de la oblicuidad de la eclíptica: Se debe a un pequeño movimiento de cabeceo del eje de rotación de la Tierra con respecto al plano de su órbita alrededor del sol, con un periodo bastante impreciso

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latitud estándar de 35ºN y un valor máximo de -55’ a una latitud cercana a 61ºN en que la luna sólo sería visible rasante en el horizonte sur. Todo lo que hemos explicado hasta ahora sería válido para un observador situado en medio del mar y en un planeta sin aire. Sin embargo, nuestro planeta tiene una hermosa orografía y está rodeado de una capa de elementos volátiles a la que llamamos atmósfera. Debido a estas dos circunstancias, tenemos que tener en cuenta una serie de factores, tanto atmosféricos como orográficos que van a afectar a la determinación precisa de los acimutes astronómicos. Los más importantes son: • La depresión del horizonte producida cuando el observador no se encuentra a nivel del mar sino en la cima de una montaña, por ejemplo. Para hacernos una idea de su importancia: a 1.000 metros de altura la depresión toma un valor de 1º. La desviación del acimut escala con la tangente de la latitud y su efecto consiste en adelantar los ortos y retrasar los ocasos de los cuerpos celestes. Además, aumenta la visibilidad de estrellas en el horizonte sur y el número de estrellas circumpolares. • La refracción atmosférica debida a la curvatura de los rayos de luz al atravesar un medio no homogéneo como el aire. Toma su máximo valor en el horizonte — 34’ en altura— , siendo despreciable a alturas mayores de 10º. También escala con la tangente de la latitud, adelanta ortos y retrasa ocasos. • La extinción atmosférica causada por el espesor óptico del propio aire que amortigua la luz procedente de las estrellas. Depende mucho de las condiciones meteorológicas, pudiendo ser extrema en caso de calima o neblina. Su efecto es especialmente importante cerca del horizonte al ser mucho mayor la capa de aire que ha de atravesar la luz. C omo premisa general, una estrella ha de estar al menos a 1º de altura por cada magnitud estelar que tenga, de forma que, por ejemplo, Vega (magnitud cero) será visible desde el mismo instante de su salida pero las P léyades, cuya estrella más brillante es de tercera magnitud, no serán visibles hasta que se encuentre a 3º de altura angular. La misma regla, aunque un poco menos estricta, se puede proponer para los ocasos. Escala con la tangente de la latitud. Su efecto consiste en retrasar los ortos y adelantar los ocasos de las estrellas. • El horizonte abrupto se da tan pronto nos encontremos en un lugar cuyo horizonte no sea plano en todas direcciones como en medio del mar. Al destruir la geo metría del horizonte, rompe alineaciones dobles como la de las líneas solsticiales. Escala nuevamente, para alturas pequeñas y declinaciones intermedias, con la tangente de la latitud. Para alturas grandes y declinaciones extremas, es conveniente usar la fórmula general, que se puede encontrar en libros especializados (e.g. Green 1988: 28). C omo es lógico, un horizonte abrupto retrasa los ortos y adelanta los ocasos de todos los cuerpos celestes.

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de unos 40.000 años. En la actualidad, este fenómeno hace que la oblicuidad disminuya a un ritmo de 0,46845 segundos de arco por año, cantidad muy pequeña, pero que empieza a ser importante cuando viajamos muy atrás en el pasado. Se necesitan 4.100 años para 32’ de arco por lo que en el neolítico europeo o en época faraónica temprana, el sol y la luna se habrían desviado un diámetro angular completo en los solsticios y lunasticios con respecto a lo que observamos en la actualidad. • Precesión de los equinoccios: Este fenómeno se debe, a un movimiento de giro del eje de rotación de la Tierra alrededor del eje de la eclíptica similar al que ejecuta una peonza, que se lance inclinada, con respecto a la línea perpendicular al suelo. Este movimiento de bamboleo que se denomina precesión tiene un periodo de 25.776 años y su consecuencia inmediata es que el P unto Aries o Equinoccio retrograde sobre la eclíptica. C omo consecuencia, las estrellas disminuyen su longitud eclíptica a un ritmo de 50.2564 minutos de arco por año lo que nos lleva a una variación de 30º en 2.150 años. Desde el punto de vista de nuestro observador, tenemos tres consecuencias fundamentales: la variación de la declinación de las estrellas con los consiguientes cambios en la posición de sus ortos y sus ocasos, los atrasos o adelantos de las fechas de los ortos y ocasos heliacos de las estrellas con el tiempo debido a las variaciones, no sólo de la declinación, sino también de la ascensión recta, y la variación secular de la posición del Polo C eleste de forma que esta describe una circunferencia abierta alrededor el polo de la eclíptica en 25.800 años. La consecuencia de esto último es que nuestra Estrella Polar es tal, sólo desde hace unos 1.500 años en que es la estrella brillante más cercana al Polo. En tiempos de J esús era Kochab y hace 15.000 años, en pleno Paleolítico, Vega, la estrella más brillante del hemisferio norte celeste. • Movimiento propio de las estrellas: Se debe fundamentalmente a la rotación diferencial de la Galaxia que arrastra a la Tierra y a las demás estrellas de forma diferente. En general es muy pequeño y en la mayoría de los casos despreciable para nuestros intereses. Un caso particular interesante es el de las posiciones de la luna. Al estar tan cerca, la distancia entre la luna y la Tierra no se puede despreciar en los cálculos astronómicos por lo que tenemos un efecto de “paralaje” como el que tenemos para un objeto cercano según lo observemos con uno u otro ojo, es decir, su posición relativa con respecto al fondo, cambia según la posición del observador. En pocas palabras, la Paralaje lunar depende mucho de la latitud del observador y de la declinación de la luna en un instante dado, de forma que a mayor diferencia entre latitud y declinación tendremos un mayor paralaje. A modo de ilustración, para la luna en su lunasticio mayor meridional actual, a -28½º, tendremos -50’ de arco de paralaje a una

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En vista de lo dicho y dependiendo de todos estos factores, la mejor estimación posible de la determinación de la posición en el horizonte del orto de algunos cuerpos celestes singulares, a simple vista y en condiciones normales y según se disponga o no de un “instrumento de medida” como un esfera armilar o la pared de un templo, sería la indicada en la tabla adjunta.

Fenómeno

30ºN Sin 30ºN C on 40ºN Sin 40ºN C on

Solsticio

1º 12’

0º 30’

1º 36’

0º 42’

Lunasticio

1º 12’

0º 42’

1º 42’

1º 06’

Sirio o Venus

0º 54’

0º 36’

1º 12’

0º 48’

Pléyades

3º 12’

2º 30’

4º 36’

3º 42’

La precisión en los ocasos se puede estimar, según condiciones, entre un 80% o un 100% de las cifras indicadas. Los valores se dan para latitudes típicas de las culturas mediterráneas, incluidas las de la Península Ibérica, pero de ellos se deduce que a mayor latitud tendremos aún mayor error. C omo se puede comprobar, es difícil predecir la posición del orto solar en el solsticio con una precisión mejor que su propio diámetro (32’), siendo todavía peor en el caso de observaciones lunares. Los datos de Sirio y Venus sirven para cualquier estrella o planeta de magnitud cero o negativa, pues se supone que son visibles desde el instante de su salida. Algo que se deduce inmediatamente de esta tabla es que usar alineamientos estelares para datar monumentos carece de todo fundamento a no ser que se tenga información adicional a partir de fuentes documentales o de las evidencias arqueológicas. Esto nos lleva directamente a los instrumentos de medida necesarios en el trabajo de campo arqueoastronómico. Lo mejor sería disponer de un reloj y de un teodolito más o menos preciso (el ojo humano tiene un poder de resolución angular — capacidad de separar dos objetos distantes— de un minuto de arco, aproximadamente, por lo que precisiones mayores que ésta carecen totalmente de sentido) de forma que se pudiesen tomar medidas de la altura y el acimut deseado y de la altura y el acimut de una astro de referencia a una hora determinada — normalmente el sol— . Sin embargo, en vista de la precisión que se puede alcanzar según la tabla precedente, usar un teodolito puede ser innecesario, y hasta farragoso, en muchas ocasiones, pues es un instrumento pesado, difícil de trasladar y que, además, sólo es útil cuando hace buen tiempo. Por ello, y a no ser que se quieran hacer trabajos de extrema precisión, una buena brújula, que permita un error de ½º aproximadamente, para medir acimutes y un clinómetro, con precisión similar, para medir alturas son más que suficientes. Por otra parte, son mucho más baratos y fáciles de transportar y de usar, incluso en las condiciones geográficas o meteorológicas más adversas. El clinómetro,

una vez calibrado a nivel del mar, no tiene ningún problema, mientras que el problema fundamental del uso de la brújula es la variación local de la declinación magnética, es decir, la diferencia entre el norte medido con la brújula y el norte verdadero. Normalmente, para una época y un lugar determinados, hay un valor fijo de la declinación magnética que suele venir publicado en los mapas y que permite determinarla con un error muy pequeño y corregir así nuestros datos. Sin embargo, la declinación magnética puede sufrir alteraciones locales que en algunas ocasiones recomiendan una medida alternativa de ésta ya sea mediante la observación de la puesta y la salida de un astro sobre el horizonte o, si es de día o está nublado, mediante triangulación geográfica con tres puntos de referencia lejanos, como cumbres de montañas o campanarios de iglesias. Tanto mediante la observación astronómica como por triangulación se consigue fácilmente una precisión de ½º en la determinación de la declinación magnética, más que suficiente para nuestros propósitos. Nuestra experiencia confirma lo anterior pues en muchas ocasiones hemos ido a verificar, con observaciones in situ, nuestras predicciones y en ningún caso se habían cometido errores superiores a ½º en acimut o en declinación — e incluso inferiores en muchos casos— , sirviéndonos de la observación directa para realizar un ajuste fino de nuestros hallazgos. En cualquier caso, recomendamos la observación in situ de un fenómeno o de una hierofanía astronómica antes de confirmar plenamente su existencia porque su determinación “sobre el papel” nunca permite observar y descubrir todos los matices que la belleza de la observación directa produce. Esto motivó el que tras la fase de toma de medidas y el cálculo de las salidas del sol y la luna en los horizontes interesantes de los sitios estudiados en el capítulo 13, propusiéramos la observación real de estos fenómenos. Ejemplos de la belleza de estos momentos se muestran en las Figuras 13.5 y 13.9. Otra variable astronómica importante y uno de los problemas que más de cabeza ha traído a los observadores del cielo de todos los tiempos, el de la “inconmensurabilidad”. El mes lunar o sidéreo es una unidad de tiempo bastante apropiada para subdividir en periodos más cortos el ciclo estacional (al año trópico), sin contar además que las noches de luna llena debían ser muy importantes para unas gentes que no tenían luz eléctrica. Por ello, ha sido elegido por la casi totalidad de las culturas del planeta como base de su calendario. El mes sidéreo tiene una duración media de 29,5306 días por lo que la solución más fácil pasa por seleccionar alternativamente meses de 29 y de 30 días, de forma que en promedio se tenga un “mes” de 29 días y medio. C on esto se consigue un año de 12 meses lunares de unos 354 días. Pero, y los 11 días y un cuarto que en números redondos nos faltan para completar un año trópico de unos 365,25 días, ¿qué hacemos con ellos? Algunas culturas — pocas— pasan directamente de ellos como el Islam. Otras, ponían meses intercalares de vez en cuando, usando como hitos los solsticios y equinoccios o las salidas y puestas de las estrellas, como los

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descubrimiento — o más bien importación— por Cleóstrato de Ténedos a principios del Siglo V a.C . y su mejora por Eudoxo de C nidos a mediados del Siglo IV a.C . Sin embargo, la mejor aproximación posible se debe a la circunstancia de que 235 meses sidéreos corresponde con una exactitud pasmosa a 19 años trópicos. La diferencia es sólo de 2 horas y 8 minutos por ciclo o, lo que es lo mismo, de un día cada 213 años. Esta casualidad excepcional es la base del que se denomina ciclo metónico en honor del astrónomo ateniense Metón quien supuestamente lo habría descubierto, junto a su colega Euctemón, en 432 a.C ., tomando como base un ciclo de 235 meses de 29½ en 19 años de 365¼. Sin embargo, lo más probable, es que el ciclo, y el método de intercalación de meses que permitía llevarlo a cabo, fuese desarrollado antes en Mesopotamia, donde se adoptaría como base del calendario. A pesar de su sofisticación matemática, todos estos ciclos tenían un problema: que la duración real del año trópico, según descubriría Hiparco de Nicea hacia 150 a.C ., era 11 minutos más corta de lo supuesto hasta entonces. Por este motivo, todos los ciclos, por sofisticados que fuesen, acababan más tarde o más temprano desfasándose del ciclo estacional. C uriosamente, el ciclo natural de 19 años trópicos de 365,2425 días y 235 meses sidéreos de 29,5306 días es mucho más preciso que su aproximación matemática, el ciclo metónico. Este trabajo ha sido financiado en parte por el Instituto de Astrofísica de C anarias en el marco del proyecto P310733 Arqueoastronomía.

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antiguos romanos. Otras, sencillamente, se olvidaron del mes lunar verdadero y acabaron desarrollando una unidad del mismo nombre que no tenía nada que ver con las fases de la luna — nosotros somos un ejemplo de ello— . Finalmente, hubo algunas cuyos conocimientos matemáticos fueron lo suficientemente avanzados para desarrollar ciclos estables de 3, 8 o 19 años, que subsanasen la inconmensurabilidad. La aproximación más sencilla entre el ciclo lunar y el ciclo solar se da cada 3 años ya que 37 meses sidéreos asciende a un total de 1.093 días lo que nos da 3 “años” solares de 364¼, 1 día más corto que el real. Por tanto, añadiendo un mes intercalar de 30 días cada 3 años lunares puros se podía conseguir un ajuste razonable del calendario para el periodo típico de duración de una vida humana — unos 30 años— . Sin embargo, para periodos más largos de tiempo se necesitarían ajustes más finos por lo que este ciclo no dejaría de dar como resultado un calendario lunisolar “vago” que necesitaría reformas y ajustes periódicos. Este tipo de aproximación entre los ciclos lunar y solar será el que podría aparecer, como veremos en el capítulo 13, en los grabados rupestres con grandes ciervos. La siguiente aproximación se da cada 2.923 días aproximadamente, jornada arriba jornada abajo, ya que 99 meses sidéreos equivalen casi a 8 años trópicos. La diferencia es un exceso de un día y medio cada 8 años, o lo que es lo mismo, de un mes cada 150 años más o menos. Este ciclo recibe el nombre de Octaetéride y fue la base del calendario de la mayoría de las ciudades griegas desde su

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